[…] El que quisiese saber los nombres de los escritores y hombres de méritor que han, no diré florecido, porque bajo tal sistema es imposible, sino despuntado en España, búsquelos en los libros de la Inquisición o, lo que es lo mismo, en la lista que de ellos hit sacado Llorente. Allí hallará a Azara, Ricardos, Bails, Cañuelo, Clavijo-Fajardo, Iriarte, Samaniego, Vicente, Salas, Tabira, Calzada, Jovellanos, Urquijo; en una palabra: a cuantos se han atrevido a saber más o con mejor gusto que los inquisidores. Y no se crea que esto ha sucedido sólo desde que se introdujo el gusto a la filosofía francesa. La misma lista presenta los nombres de cuantos teólogos se apartaron de la senda escolástica en los reinados de Carlos V y su hijo Felipe.
Los reyes de España y sus consejeros se han lisonjeado, por mucho tiempo, con la idea de que la Inquisición y su sistema de pupilaje era el método más seguro de conservar la paz interior de sus reinos. ¡Ilusión miserable! En tanto que el semblante de sumisión y obediencia aparecía por toda la faz de España y sus colonias, se formaba secretamente, y casi sin que nadie lo percibiese, un partido intelectual o de opinión, enemigo irreconciliable del establecimiento político, que sólo requería oportunidad para conocer sus fuerzas. Hallóla en la invasión de Bonaparte, y, en breve, se vio que la España se hallaba dividida en dos porciones de gentes tan diferentes en miras y opiniones que las personas reflexivas empezaron a dudar del resultado de la feliz resistencia a las armas francesas. No haré aquí la pintura de la época que siguió a este esfuerzo, ni declararé mis temores del porvenir, porque no quiero lastimar a nadie y sólo aspiro a dirigir hada el bien a los que se hallen en proporción de obtenerlo. Pero la naturaleza de mi asunto me obliga a llamar la atención de los lectores a las resultas del sistema que se propone enfrenar y detener al entendimiento humano en su carrera. Véase lo que ha acontecido en España: la separación absoluta e irreconciliable de una multitud de ciudadanos, los odios mortales que existen y crecen cada día, de modo que toda esperanza de tranquilidad es vana hasta que uno de los dos pedidos haya subyugado completamente al otro. ¡Cuántos males y horrores se hubieran evitado si, en vez de obligar a los españoles a cerrar sus labios, a no ser que fuese para decir amén a lo que se les dictaba, les hubiesen permitido hablar y escribir con moderación sobre todas materias! Poco a poco y sin: violencia se hubieran acostumbrado unos a otros a la mutua tolerancia que exige la naturaleza de la sociedad humana, en que el orden, el sosiego y la felicidad dependen de concesiones mutuas, y donde toda autoridad que no se dirige a conservar las propiedades y vidas de los ciudadanos, toda fuerza y compulsión que se emplea en someter hombre a hombre, como no sea con el objeto directo de defender estos dos objetos, destruye los lazos de fraternidad y convierte a los estados políticos, ora en califas de esclavos con cómitres que los tengan sujetos, ora en campos de batalla donde el furor y el odio llevan la bandera.
¿Será posible que la lengua en que esto se escribe esté destinada para siempre a no expresar más que ideas que el mundo civilizado no puede oír sin desdén? ¿Se verá para siempre obligado el que la bable desde su niñez a quitarse la máscara cuando salga de su patria, a avergonzarse de que lo tengan por español de la calidad y opiniones que exige su gobierno, que la España política exige? En Europa mis consejos serían en valde; tal vez les den oídos al otro lado del Atlántico, no porque valgan mucho, sino porqué proceden de parte desinteresada.
No hay país español (llamo así a cuantos hablan la lengua de Castilla) que no necesite una reforma completa; completa digo, no violenta ni inconsiderada. El remedio, se debe aplicar a la raíz, pero sin arrancarla. Sin alumbrar los entendimientos, afinar el gusto y elevar el tono general de la opinión pública, en vano se hacen constituciones y se publican leyes. Las únicas que pueden recuperar a una nación decaída son las que exciten o fomenten el primer deseo de tomar el camino derecho e indiquen el mejor y más cercano. Mas esperar que, en tanto que un error fundamental, qué corrompe todas las facultades e impulsos del hombre, está carcomiendo a la sociedad, ha de mejorarse ésta por medio de leyes y estatutos que sólo atacan los efectos secundarios del mal original y primitivo, es armar de acero los pies y los brazos ofreciendo el pecho desnudo al enemigo. Donde el entendimiento esté en cadenas ninguna reforma puede prosperar. Los primeros derechos que el hombre en sociedad debe defender son los de pensar libremente y manifestar sus pensamientos por acciones que no perturben el orden. Pero a donde se requiere que un hombre disimule sus opiniones, porque el orgullo del partido dominante se resentiría de lo contrario, nada puede esperarse sino poquedad y vileza de ánimo, incertidumbre de principios y normas de conducta, carácter variable o nulo, mala fe, falta de verdadero honor e infame hipocresía. Lo más que puede pedirse a un hombre de bien, en consideración a la violencia de las preocupaciones existentes, y para no abrir la puerta al fanatismo de innovación, es que se abstenga de atacar lo que se hallare establecido. Semejantes miramientos son sacrificios indispensables a la imperfección de las sociedades humanas. Pero, donde el partido más fuerte no se contenta con esto, sino que exige un tributo de disimulación e hipocresía, allí no hay patria: ¡huya de tal suelo el hombre honrado!
Si los americanos españoles logran establecer esta libertad intelectual o moral (llámase como quisieren) el camino de mejorar su condición y elevarse en la escala de la civilización les está abierto. Quitado que sea el grande e insuperable obstáculo de la tiranía intelectual, deben considerar atentamente los medios directos de su adelantamiento, para no atropellar nada ni alzar nuevos estorbos a su progreso.
Si es que se perdona a la buena intención de un particular, sin título alguno a revestirse del carácter de maestro, el atreverse a dar consejos a pueblos enteros, los que yo propondría a los americanos son los siguientes.
I) El no entregarse exclusivamente a las ciencias físicas y prácticas, con abandono de la literatura antigua. El descuido en que por tantos siglos ha estado este ramo de saber en España y, por consiguiente, en sus colonias hace que los españoles de ambos mundos tengan en poco su importancia. Mas, si consideran atentamente este punto, no dudo que reconocerán su engaño.
El saber, de todas clases, es una especie de herencia que, desde tiempos de que no hay memoria, se ha transmitido de unos pueblos en otros, creciendo unas veces a favor de las circunstancias, menguando en otras ocasiones y perdiéndose casi del todo en varias. En tanto que se conserva esta herencia en un pueblo, no es difícil el mejorarla. Pero la nación que la pierde del todo difícilmente logra acumular nuevo caudal de esta especie. Esto acontece más con la literatura o bellas letras que con las ciencias. La sencillez y uniformidad de los principios en éstas aseguran buen suceso en su estudio, al punto que se emprenda con actividad y perseverancia. No así en las artes que tienen por norma al buen gusto, pues, como esta regla es infinitamente complicada e incierta, una vez corrompida en una nación entera no hay esperanza alguna de que por sí la recobre.
El valor e importancia de los estudios griegos y romanos, que las naciones modernas miran como modelos, no consiste en su elocuencia o poesía, según que, en uso vulgar, se entienden estas voces. Los autores antiguos son elocuentes, en prosa y verso, porque sus expresiones son copias exactas y vivísimas de los sentimientos más elevados del corazón humano. Por una combinación felicísima de circunstancias que no están en poder del hombre, los griegos sacaron estas copias perfectas de la naturaleza, y, siguiendo sus pisadas, los romanos lograron emularlas. La prueba de la perfección de estas obras se halla en la admiración que, por tantos siglos, han logrado de cuantos pueblos han estudiado las lenguas en que están escritas. Si la norma de la belleza ideal es la naturaleza, no desfigurada por el capricho y gusto pasajero de ciertos pueblos, sino tal cual domina en el corazón y dicta los afectos de toda la especie humana, no puede dudarse que se halle copiada al vivo adonde todos reconocen su retrató.
El pueblo que, pudiendo consultar estas copias de la naturaleza universal e invariable, se deja llevar de las modas pasajeras que influyen el gusto público y lo hacen variar cada día, se expone a perderse en un laberinto de extravagancias. Mas ¿por qué no recurrir en derechura a la naturaleza? Porque es en extremo difícil el distinguir lo que es verdaderamente natural de lo que es sólo efecto de las instituciones humanas y muy fácil de confundir lo que agrada a la sociedad en que vivimos con lo que debe ser capaz de dar placer a todos, en todos tiempos. No es esto decir que los modelos antiguos se han de imitar servilmente, sino que deben estudiarse paira aprender a copiar la naturaleza, como sus autores lo hicieron, con atención al tiempo y las circunstancias.
Se dirá tal vez que los estudios que aquí se recomiendan son de poca importancia para la felicidad pública. Es cierto que lo serían, si la verdadera finura de costumbres, si la elevación y dignidad en el modo de pensar, si el gusto delicado que distingue entre las virtudes sociales y los vicios que se les parecen, fueran de poca importancia. Mas nadie dirá que lo son; y, por otro lado, es muy fácil probar que di estudio de las bellas letras contribuye en extremo al fomento y perfección de estas cualidades. La utilidad de las ciencias físicas y prácticas es indudable, pero el pueblo, que se dedique a ellas, con entero abandono de la bella literatura, hallará, aunque tarde, que se ha quedado muy atrás del punto de civilización y vigor mental a que han llegado otros cultivando igualmente ambos ramos.
Si el predominio tiránico de la teología escolástica y las sospechas que una grande afición a las lenguas sabias despertaba entre los inquisidores de España, en tiempo de Felipe II, no hubieran desanimado su estudio, si poco después de haberse fundado Colegios para el estudio de los autores clásicos griegos y romanos, no se hubieran convertido en meras escuelas de una miserable gramática, donde la juventud de las clases inferiores y medianas aprendiesen lo bastante para entender el Breviario, la España no se habría visto jamás en el estado vergonzoso de ignorancia en que se halló a fines del siglo XVII. Adonde, como sucede en di país en que esto se escribe, ninguno se mira como hombre bien educado a no hallarse instruido más que medianamente en los autores antiguos, hay una barrera insuperable contra pretensiones orgullosas del falso saber, que ha arruinado a la literatura de España. El hombre que ha bebido el espíritu de las grandes obras de la antigüedad miraría con asco la miserable enseñanza de las que se llaman facultades mayores, a no ser que los que las enseñan mejorasen su método y su lenguaje. Pero, si se abren las puertas de las universidades a jóvenes sin la menor cultura intelectual y se les pone en las manos una filosofía semibárbara, pasarán a las demás facultades con un entendimiento débil y ofuscado, y saldrán hechos doctores habiendo, en el discurso de su carrera, perdido el sentido común que, sin tales estudios, hubieran conservado.
La entrada a la profesión literaria no debe hacerse fácil. El interés del Estado es que nadie se dedique a ella a no ser que tenga caudal y medios suficientes para mantenerse con decencia, hasta que pueda ser empleado con utilidad pública, o posea talentos tan decididos que ninguna dificultad pueda hacerlo desamparar el umbral de las Musas. Hagan los americanos difícil y lenta la preparación para los estudios mayores que hasta ahora ha sido tan rápida y tan fácil. Exijan un examen rigoroso de latinidad por ahora, y de griego cuando tengan oportunidad de promover su enseñanza. Establezcan en las universidades clases mayores para el estudio, no meramente del mecanismo de estas lenguas, que los matriculados deberán saber, sino de los escritores antiguos, como poetas, filósofos o historiadores. Los jóvenes podrían, al mismo tiempo y en el espacio de dos años, aprender los elementos de álgebra y geometría, y, habiendo sufrido otro examen en todo esto, se les permitiría pasar a los estudios de teología, leyes, cánones o medicina. Por este medio lograrían, en pocos años, purificar su tierra de la plaga de graduados ignorantes, que son el mayor obstáculo al progreso del entendimiento humano en todas partes del mundo y tropas auxiliares del despotismo mental, del mal gusto y de la orgullosa ignorancia.
II) Otro consejo quiero dar, y concluyo. El disgusto que los estudios de las universidades producen en los españoles que por casualidad abren los ojos lo bastante para entender su atraso, y la escasez de libros elementales en su propia lengua, los hace recurrir a la literatura francesa, cuyo idioma aprenden a entender con facilidad. Del gran mérito de los principales autores de aquella nación, de la elegancia y claridad con que, hasta los más medianos, escriben, y del poco trabajo y cansancio que casi todos dan a sus lectores, nadie puede dudar que los haya leído. Pero, si merece algún crédito un hombre que pasó su juventud en estudiar la literatura francesa y más de trece años de la edad madura en la de Inglaterra (tal ha sido la suerte del que esto escribe), es desgracia notable de los españoles que la dificultad de aprender la lengua inglesa los haga recurrir exclusivamente a los autores franceses, cuyo defecto capital es la superficialidad. No hablo de los escritores de materias científicas y, especialmente, matemáticas. Pero en las morales y políticas son guías de que nadie debe fiarse, no porque les falte ingenio e instrucción, sino porque la Francia no ha estado jamás en estado de producir obras superiores en estas materias. Antes de la Revolución, los franceses escribían bajo el yugo de un gobierno despótico, que amenazaba con la Bastilla a cualquiera que le diese enojo. Los autores más célebres, como Voltaire y Rousseau, escribían en un estado de irritación perpetua, con la idea fija e invariable de vengarse de esta opresión por medios indirectos y como a traición, protestando respeto y sumisión en tanto que, con el mayor artificio, sólo trataban de arruinar aquello que elogiaban. Durante la Revolución, los franceses escribieron en una especie de frenesí, que, aunque no es de extrañar considerando la opresión en que habían vivido, no les dejaba hablar con el tino e imparcialidad que se requiere en materias tan delicadas e importantes como religión y gobierno. Pero, aun cuando no hubieran estado poseídos dé la fiebre revolucionaria, un país en que la autoridad está cifrada en el monarca no puede producir buenos escritores en política. Semejantes autores, si hablan sobre puntos prácticos, tienen que acomodarse a la norma de su gobierno. Si hallan modo de publicar sus ideas teoréticas bajo protestas, ficciones novelescas o comentarios sobre los autores antiguos, lo que escriben son sueños, sistemas que no pueden ponerse en práctica a no cambiarse la naturaleza humana e ilusiones que no pueden conducir a otra cosa que al descontento, en tanto que no se prueban, y a un funesto desengaño cuando a costa de mil males se ha querido experimentarlas.
De las naciones modernas, sólo la Inglaterra ha gozado de una libertad moderada en todos puntos y casi ilimitada en cuanto a la imprenta. Así es que en sólo este país se han podido discutir completamente todas las teorías de gobierno, con tan pleno conocimiento de sus defectos prácticos cuanto puede nacer de una monarquía en que existen los principios y elementos de los tres gobiernos: real, aristocrático y republicano. Sólo aquí se ha permitido a los hombres «pensar como quieran y decir lo que piensen», y sólo de los escritos de tales ingenios se puede aprender a pensar con solidez y discernimiento, con vigor y nobleza, sin disimulo ni hipocresía, sin violencia ni desenfreno. Si los autores ingleses no aparecen tan claros como los franceses es porque son más profundos. Nada es, al parecer, más claro e inteligente que un sistema ideal, en que el autor se desentiende de todas las dificultades reales del caso. Si nos atenemos a meras teorías, fácil cosa fuera hacer creer a los hombres que con un par de alas de tamaño proporcionado a su cuerpo podrían volar como águilas hasta las nubes. La dificultad no está en imaginar las alas, sino en moverlas.
En fin, si aconsejo que se tomen por guías estos o aquellos autores extranjeros, estoy muy lejos de recomendar que se sigan sus pisadas servilmente. El grande objeto a que cada nación debe aspirar es crear una literatura y un carácter intelectual propio y acomodado a sus circunstancias, aunque fundado en los principios generales e invariables de la naturaleza. Todo lo demás es afectación y no puede extenderse a la masa y cuerpo de la nación. Empero, como los buenos artistas se valen de modelos antes de dar vuelo a su propio ingenio, del mismo modo las naciones que se hallan atrasadas deben empezar por el estudio de lo que otras han hecho y adelantado, procurando llenarse del espíritu de aquellas que más se han distinguido entre las otras por la grandeza y elevación de sus ideas, la nobleza de su carácter y el amor a las virtudes que son la base más firme de los estados.