Al Cabo de los Años Mil...

José María de Acosta


Novela



Prefacio

De un pueblo bélico, uno de tantos pueblos del noble solar hispano, cuyo nombre no hace al caso, arranqué dos docenas escasas de rudas figuras y con ellas compuse este retablo, al cual puse por rótulo AL CABO DE LOS AÑOS MIL.... por la enseñanza o moraleja que de esta narración se desprende.

Dada la tosquedad y rustiqueza de sus elementos, es difícil, refinado lector, que este cuadro te complazca; sé indulgente con el artífice y piensa que bajo la cáscara corporal, delicada o ruda, aristócrata o plebeya, la vida, con sus pasiones siempre iguales, late lo mismo para todos, y que sólo de traer un trozo de vida a estas páginas trata.

No quisiera que esto fuese una galería de figuras de amarillenta cera, pues aspiré a infundirles con mi torpe péñola el soplo vital. Rocío, Esperanza, doña Genoveva, doña Emilia, Raimunda, don Romualdo, don Pascual, don Juan Manuel, Toñín y todos los personajes que desfilan por este libro, unidos por la débil trabazón de la trama novelesca, siendo ficciones de la pluma, quieten aparecer como sacados del terruño... Si sus recias siluetas no se acusan con el vigor y el realce que debieran, culpa, amable lector, a la torpeza e inhabilidad del autor. Y si sus pinturas y semblanzas te pareciesen en algunos aspectos exageradas, yo te agradeceré, lector querido, que te des una vuelta por esos pueblos de Dios, por esos pueblos del noble solar hispano, sumidos en la incultura y en la incuria.

Y si con todos sus defectos, llegas al final, ha de darse con un canto en los pechos y tenerlo por merced excepcional


El autor

Primera parte

I. Rocío

Cautelosamente empujó el portón del corral, que dejara entreabierto al salir, y dirigió una recelosa mirada al interior del amplio recinto, que la luna iluminaba con pálido claror. Rocío al no distinguir nadie en él, respiró. Deslizóse dentro, y después de correr despacio el pesado cerrojo del portón, avanzó con rápidos y callados pasos, pegada a tino de los muros. Por bajo la puerta de la cocina, cerrada venturosamente, que daba al corral, pasaba una delgada lámina de luz y dentro se oía a Raimunda canturrear coplas populares, amenizando con destemplada voz sus tareas de cocinería. Temerosa de ser sorprendida si esta puerta era abierta de pronto, aligeró la marcha, procurando ocultarse tras el carro desenganchado y vacío, cuyas varas alcántaras tenían su extremidad reposando en el suelo. Pasó por entre la pared y el brocal del pozo y ganó la puerta del almacén. Lo atravesó, y saliendo al pasillo, lo recorrió en toda su extensión, basta alcanzar su dormitorio, situado a su final. Con suave presión abrió la puerta, cuyos goznes, previamente untados de aceite, giraron sin el menor chirrido. Al dar luz, la bombilla eléctrica iluminó una estancia pulcramente enjalbegada y amueblada con modesto ajuar: una cama de hierro pintada de negro, tres sillas con asiento de anea, un lavabo de madera curvada coronado por casi desazogado espejo, un velador con piedra de mármol y varias estampas de asuntos religiosos puestas en sencillos marcos. Mas este mobiliario, aunque falto de riqueza y poco confortable, cautivaba por su buen orden y exagerada limpieza. Rocío se encerró por dentro, y dejándose caer sobre una de las sillas, procuró sosegar su pobre corazón que latía apresuradamente. ¡Cuántos sobresaltos tenía que pasar para hablar con su querido Toñín! Afortunadamente nadie la había visto. Su padre no debía haber regresado todavía de jugar la cotidiana partida de tute o de mus en la rebotica de don Atilano. Su madrastra estaría ya durmiendo, pues después de cenar anunció que iba a acostarse por tener que madrugar al siguiente día. Solamente Raimunda seguiría fregoteando y manipulando allá en la cocina. Cuando se repuso de las zozobras de la escapatoria, deshizo su peinado, depositando horquillas y peinas sobre la marmórea piedra del velador, y recogió su brillante y abundosa cabellera en larga trenza, que arrolló y sujetó con una sola horquilla. Después, arrodillada ante un cuadrito con la imagen de la Virgen, oró con fervor, elevando sus preces por el eterno descanso del alma de su pobre madre. A buen seguro que si ésta viviese, no tendría ella que pasar tantas inquietudes para hablar con el elegido de su corazón.

El recuerdo de su santa madre nubló un momento sus ojos de lágrimas. La recordaba vagamente: su madre murió cuando ella apenas contaría ocho años. ¡Cuán buena era su madre! ¡Con qué pasión la besaba y la estrechaba contra su corazón! Desde entonces nadie la había besado así. Esfumada e imprecisa la veía ya enferma: delgada y macilenta, con la tez afilada y muy pálida, los labios descoloridos y resecos por el ardor de la fiebre, y los ojos tristes, muy tristes. Tenía muy presentes aquellas palabras que un día, poco antes de morir, le oyó murmurar mientras la acariciaba: ¡Qué será de ti, pobre hija mía, cuando yo falte!” Y faltó, rememoraba la aciaga tarde en que su casa se llenó de gente. Ella, olvidada de todos, ignorante del fatal acaecimiento, jugaba en el desván con su primo, el hijo de su tío Pascual, y con otros chicos de la vecindad; de repente, un cántico funeral resonó en sus oídos, se asomó a una ventana y vió un tropel de hombres que por el zaguán de su casa salían a la calle y tras ellos sacaron un negro ataúd conducido a hombros. Su primo Pedro le dijo con esa cruel inconsciencia de la niñez:

—Es tu madre, Rocío.

—¿Mi madre?—inquirió ella, con los ojos dilatados por el temor y la sorpresa.

—Sí, tu madre; falleció anoche.

Quiso llorar y no pudo, un nudo le apretaba fuertemente la garganta, un temblor nervioso agitaba sus tiernos miembros. Y así, presa de mortal congoja, vió alejarse el fúnebre cortejo. ¡Aquella visión siniestra nunca se borraría de su retina! Al fin rompió a llorar convulsivamente. Vino su tía Emilia, la mujer de su tío Pascual, la tomó en sus brazos y la llevó a la cama. Y toda la noche la pasó con la respiración singultuosa, sin poder cerrar los ojos ni soltar la mano de la buena tía, víctima de indefinidos terrores, que le hacían sentarse en el lecho, despavorida y gritando, no bien el sueño la vencía un instante. Y eso que entonces, ella aún no podía medir la magnitud de su infortunio.

¡Cuánto había sufrido desde aquel funesto día! ¡Cuántas humillaciones devoró en silencio! ¡Cuántas amargas lágrimas hubo de sorberse, para no delatar su dolor ante quien haría escarnio de él! ¡Oh, aquella mala mujer que el infierno le dio por madrastra, al año escaso del fallecimiento de su madre! Poco a poco su vida se había ido convirtiendo en un infierno. Todo en la casa de su padre le era hostil. Su padre, frío y reservado, nunca le demostró grande afecto, pero desde sus nuevas nupcias no disimulaba la aversión que le tenía, sin duda la juzgaba causa promotora de sus pequeñas desavenencias conyugales. Su madrastra, ladina y astuta, siempre encontraba taimados medios de vejarla, de escarnecerla, de atormentarla, fingiendo hipócritamente desvelarse por su educación y bienestar. Los criados y allegados, temerosos de incurrir en el desagrado de la señora, ama y dueña absoluta de la casa, no se arriesgaban a darle la menor prueba de simpatía ni de afecto. Todo cuanto ella ejecutaba o disponía, estaba mal ejecutado o dispuesto y la hacía merecedora de severa reprimenda. Y así terminó, medrosa y tímida, por no atreverse a hacer nada. Para todos sus deseos, aun para los más pequeños e inocentes, había siempre obstáculos insuperables. Y así, acabó por no apetecer cosa alguna. Su vida era ya una larga noche sin un destello de luz, cuando apareció Toñín, que había regresado meses atrás del servicio militar, donde alcanzara, por su inteligencia y buen comportamiento, los galones de sargento.

¡Cómo la quería Toñín y cómo quería ella a Toñín! Su corazón amante había consagrado a él todos los tesoros de cariño y de ternura que día tras día había ido almacenando, por no encontrar nadie en quien depositarlos. Todo el amor que hubiera puesto en su madre, a haber vivido; en su padre, a haber hallado en él un refugio contra la persecución de la solapada madrastra; en sus hermanos, a haberlos tenido; en sus servidores, si no fuesen interesados aliados de su enemiga; todos, todos los amores de su corazón afectivo, los concentró en Toñín y a Toñín ofrendó por entero su alma virginal. Su alma que se abrió por completo, como se abre un capullo de rosa en cálida mañana primaveral, al fuego de aquella pasión naciente, vigorosa e intensa como planta en terreno fértil y recién roturado. Y Toñín era digno de su amor, le correspondía con el mismo querer, firme y brioso, capaz de los mayores sacrificio la imagen de Toñín, apareciendo radiante en su imaginación, arrancó los negros crespones con que el recuerdo de su madre, prematuramente fallecida, la había enlutado. El sol de su sonrisa lució por entre el celaje de sus preocupaciones. ¡Que la noche nunca es por entero cerrada cuando se cuentan los veinte abriles que contaba Rocío! Confortada con esta querida y risueña imagen, se levantó del suelo, donde yacía postrada, y empezó a desnudarse.

Comenzaron a caer una a una las sencillas prendas que moldeaban su cuerpo esbelto, grácil, escultural. Y ya entre sábanas, persignóse, apagó la luz y continuó pensando en su Toñín...

¿Por qué su padre se había opuesto tan terminantemente a aquel amor, que era toda su vida? ¿Por qué, despiadado e injusto, había llevado esta oposición a términos insólitos, amenazándola incluso con arrojarla del hogar si volvía a hablar con él? ¿Por qué? Toñín, al decir de su progenitor, era un pelagatos, un mastuerzo sin oficio ni beneficio, que no tenía dónde caerse muerto. Cierto que Toñín no era poseedor de fortuna ni había seguido carrera, que no tuvo quien le costease, pero era listo y trabajador y estaba empleado como escribiente en la notaría de don Sebastián. Toñín no seria quizá un ventajoso partido, pero ella no soñaba con ventajosos partidos, sino con un hombre bueno y noble que la quisiese y a quien quisiera. Rocío sólo ambicionaba un corazón amoroso donde pudiera explayar las ansias de ternura, ahogadas y contenidas, soterradas en el fondo de su alma. De la nobleza y bondad de su amado hablaban sus acciones; atestiguábalas su historia. Joven, no queriendo ser una carga para su madre, viuda y pobre, sentó plaza en el Ejercito. Distinguióse en el servicio, alcanzando pronto el empleo de sargento. Todos los pequeños ahorros de sus haberes, allegados a fuerza de privaciones, eran enviados a su madre; la mayor parte de su paga la giraba al pueblo. Y cuando se enteró de que su desvalida madre estaba enferma, obtuvo el licenciamiento, renunciando al modesto porvenir que la profesión militar le ofrecía, y corrió a cuidarla y consolarla, viviendo junto a ella. Durante los meses que la traidora y penosa enfermedad tardó en acabar de minar la naturaleza de su madre, ya gastada por las contrariedades de su vida, Toñín trabajó afanosamente; de día, en la notaría; de noche, llevándose trabajos extraordinarios a su vivienda, para que la que le dio el ser estuviese debidamente atendida y no careciese de nada necesario. Una noche y otra noche velaba los largos insomnios de la paciente, escribiendo sin descanso sobre el curialesco papel, y la pluma no descansaba más que los cortos momentos en que había que administrar algún medicamento o pócima a la doliente, pequeña tregua en el trabajo que aprovechaba para esperanzar a la enferma con cariñosas frases. Murió ésta bendiciendo anaquel hijo ejemplar, y Toñín la lloró con mudo dolor que transía los corazones. Era muy bueno Toñín, ¡muy bueno! Y muy inteligente, prueba de ello cómo había sabido captarse la confianza y la voluntad de don Sebastián, que descargaba en él los más difíciles encargos y a quien encomendaba los más arduos asuntos, siendo en realidad quien llevaba en peso la labor de la notaría. ¡Toñín, su Toñín, su gloria!

Fué pocos meses después de la muerte de la madre del acongojado Toñín, cuando una mañana invernal, a la salida de misa, se cruzó la afligida mirada de él con la triste y resignada de ella. Desde aquel venturoso encuentro, Rocío y Toñín se amaron, se amaron con el ímpetu de sus juveniles corazones, con la lealtad de sus almas buenas y con el furor de quienes ven su amor combatido y acorralado. Porque desde que don Romualdo conoció la nueva de los amores de su hija, y la conoció por su esposa apenas nacidos, se opuso tenazmente a ellos, sin que las súplicas de Rocío, las advertencias de su cuñado Pascual, una vez que por acaso lo encontró en la botica de don Atilano, ni los consejos de algunos buenos amigos, le hiciesen ceder un ápice en su oposición. Y en aquella inquebrantable repulsa al pobre Toñín, mantenida con sin igual testarudez, Rocío veía la mano oculta de su madrastra, que en esto, como en todo, manejaba a su completo antojo a su mando. Sí, era la encubierta saña, envuelta en melosas palabras, con que su madrastra la perseguía, desde que en mal hora pisó aquella casa. Doña Genoveva, la madrastra, lozana, mandona, absorbente, movía a su marido, anciano y valetudinario, como a un polichinela. Don Romualdo, que sentía por su esposa una pasión senil, había abdicado en sus brazos de todo su albedrío y autoridad. Era ella quien regentaba la casa y quien imbuía en su marido sus aviesos pensamientos y pasiones, absorbiéndolo por entero. Ella, y nada más que ella, la causante del desamor que el padre demostráis por su hija. Ella, la que en tantas ocasiones la indispuso con el autor de sus días e infundió a éste la animadversión que le tenía. Rocío, que tanto había sufrido en silencio, se rebeló por vez primera cuando se trató de sus amores. Hasta ahí podían llegar... Entre el padre y la hija hubo con tal motivo varias escenas violentas. Doña Genoveva, con hipócritas palabras, que más exacerbaban al iracundo y autoritario anciano, procuraba aparentemente disculpar a la rebelde, aunque teniendo buen cuidado de dejar de paso sentada su culpabilidad y sin perjuicio de atizar más tarde el fuego de la ira paterna con intencionadas falacias. Don Romualdo se manifestaba en cada trifulca más encolerizado y furibundo, encizañado por su costilla. Rocío mostraba respetuosa firmeza, encontrando alientos en su bien arraigado amor para resistir el imperativo mandato. Hasta que llegó el rompimiento hacía una semana; su padre la amonestó con expulsarla de su casa si tornaba a ver al novio, y Rocío leyó en la fría mirada del viejo, la firme resolución de ponerlo en práctica. La joven, amedrentada, estuvo toda la semana, que una eternidad le pareció, sin ver a su Toñín. Mas las cartas de éste, que un zagalón, criado de la casa, sobornado por Toñín, le entregaba ocultamente, eran tan apenadas y apremiantes, que Rocío decidió salir aquella noche un momento al callejón, ya que por las ventanas de su casa era imposible que hablasen sin ser vistos, para pedirle que tuviese paciencia y esperase. Y esta fué la causa de la furtiva salida nocturna, tan felizmente llevada a término. Esperó a que su padre marchase a la botica, y cuando juzgó que su madrastra estaría ya acostada, salió recatadamente por la puerta excusada de la casa, para cambiar aprisa con su amado, esas ardientes palabras y esos eternos juramentos y protestas que desde Adán a nuestros días se vienen prodigando los enamorados, que la ciencia amatoria es bien antigua y en ella no caben progresos. Y una vez más se comprobó que contra el amor no caben absurdas prohibiciones.

Rocío recordó, sonriente de felicidad, todas las apasionadas frases que Toñín le dijo en los breves momentos de palique: él no se conformaba, no se podía conformar con no verla, con no hablarla. Ella hubo de ceder y prometer que de tarde en tarde, cuando hubiese una ocasión propicia, se escaparía como aquella noche para que platicasen corto rato, en la solitaria calleja a que daba el corral. Toñín por su parte, le expuso sus esperanzas: economizaba, ahorraba cuanto podía, para adquirir pronto el modesto menaje de su nidito de amor y entonces, cuando reuniese estas míseras pesetas tan deseadas, vendría y hablaría resueltamente con el padre de Rocío, y de grado o por fuerza habían de casarse. La bendición nupcial les abriría la puerta de un paraíso de eterna felicidad. ¡Ah, sí, que la sacase sin tardanza su Toñín de aquel infierno de insidias, alfilerazos y mortificaciones de amor propio en que se debatía por obra y gracia de su inclemente adversaria! ¡Que terminasen para siempre aquellas zozobras e inquietudes que le amargaban la ventura de sus entrevistas amorosas y aquel tener que ocultar su querer como un nefando pecado! Y ¡qué guapo era su Toñín, qué expresión de hombría de bien, de caballerosidad, de talento, tenía en su abierta fisonomía! Rocío, a punto de conciliar el sueño, en los linderos de esa efímera muerte que es el dormir, volvió a sonreír a la querida imagen, y dejó a su espíritu sumergirse lentamente en las brumas del reino de Morfeo. Quedó plácidamente dormida, con la sonrisa estereotipada en los labios, prueba de que aun en sueños seguía contemplando la flotante visión del amado, del elegido, y es que cuando el alado infante del carcaj toca al dormirse una frente enamorada, sólo ensueños de color de rosa se representan tras de ella. El óvalo perfecto del rostro de Rocío, jazmín y pétalos de rosa, reposando sobre la albura de la almohada, tenía la seráfica expresión de las Concepciones de Murillo.

Así se durmió la dulce pucéla, gentil y bella, en quien el amor anidaba por vez primera. Que en la mocedad, ni las inquietudes ni las contrariedades ahuyentan por completo el sueño, y siempre se acaba por atraparlo, aunque sea con el alba. Los insomnios totales son únicamente en la vejez, y ¡cuán crueles deben ser las vigilias de la senectud!

Entre la ilusión que llega y la ilusión que se va, están los únicos días dignos de ser vividos. ¡Qué importan oposiciones ni obstáculos! En el amor no hay más tormento que los celos, y aun éstos son un torcedor no exento de encantos.

II. Don Romulado y doña Genoveva

Tranquilamente dormía la incauta doncella sin sospechar que su madrastra, que la había espiado y visto salir y entrar desde un ventanillo del desván que se abría al corralón, estaba informada de su escapatoria. A haberla columbrado y a haber contemplado la jubilosa y maligna sonrisa que dibujaron los labios de doña Genoveva cuando transpuso los umbrales del portón, a buen seguro que no durmiera tan confiadamente.

Doña Genoveva, transcurrido un rato, para dar tiempo a que su hijastra se recogiera en su alcoba, bajó, también silenciosamente, al dormitorio matrimonial y se acostó, mas sin dormirse, con los ojos abiertos en la obscuridad, acechando la llegada de su cónyuge.

Frisaría en los cuarenta años doña Genoveva; era alta, metida en carnes, bien plantada y no mal parecida. Su afable y perenne sonrisa la hacía simpática a primera vista, pero a veces la mirada adquiría una dureza agresiva que desvirtuaba aquel efecto. Ambiciosa y dotada de una desmedida vanidad, no tenía más culto que el de su yo ni más deseo que el de poder gozar por entero y sin cortapisas, en un mañana próximo, de la regular fortuna de don Romualdo.

Al filo de la media noche llegó el trasnochador. Venía malhumorado, pues le había dado mal el naipe aquella velada; pero el influjo que sobre él ejercía su oislo era tal, que guardó su desapacible humor para mejor ocasión, sin atreverse a descargarlo sobre ella.

—¿Qué es eso? ¿No te has dormido?

—Me desveló el haberme parecido oír cerrar el portón del corral. Me levanté y fui allá, mas nada vi.

—¿Sería Rocío?

—¡Loco tienes que estar para pensar esto de tu hija!

Hablaron a continuación de varios asuntos triviales, y después nuevamente recayó la conversación en Rocío.

—Supongo—dijo don Romualdo—que no habrá vuelto a hablar con ese mequetrefe.

—¡Quieres callarte, Romualdo! ¿Es concebible que pudiera desobedecerte, después de tus formales advertencias? Demasiado debe comprender que sólo su bien guía tus palabras y órdenes.

—Es muy terca y caprichosa esa niña.

—Cierto que no es siempre todo lo sumisa que debiera ser con quien la engendró; pero no es creíble llegue a rebelarse contra un mandato tuyo tan justificado y terminante y que, por otra parte, solamente se inspira en el deseo de apartarla de un camino, en el cual, necesariamente, había de recoger abundante cosecha de sinsabores. Las muchachas de hoy se dejan engatusar pronto, y no sé qué es lo que puede haber visto en ese quídam para haber estado tan trastornada de juicio.

—Rocío es voluntariosa y ligera de cascos.

—Quizás tengas algo de razón. Mas estate tranquilo, que no es presumible ose desobedecerte.

—¡Ah, si me desobedeciese!

¿Qué habías de hacer? Al fin transigirías.

—No me conoces Genoveva.

—Es tu hija.

—Nunca la perdonaría. ¡Escarnecer mi nombre y mis canas!

—Ciertamente que sería una acción vituperable y sin precedentes. Tanto como nos desvivimos por su ventura y estando tan requetebién en su casa, sin faltarle nada. Pero no es posible, Romualdo, te lo vuelvo a repetir; tu hija tendrá sus defectos—¿quién no los tiene?—; no la creo, sin embargo, tan loca y descastada que llegue a damos, con su desatinada conducta, el atroz disgusto que tú temes.

De esta suerte continuaron departiendo los esposos, y doña Genoveva, con su astucia felina de Eva mal intencionada, avivó cuanto pudo la animosidad del anciano contra las relaciones de su hija, ponderando mucho la importancia e ingratitud que entrañaría una rebeldía de la joven contra las órdenes paternas, y sin dejar de añadir, hipócritamente, que no la juzgaba capaz de cometer tamaño desafuero. Claro es que tuvo buen cuidado de ocultar la salida de aquella noche de Rocío para charlar con su amado; esperaba ocasión más oportuna y propicia. Cuando la mina estuviese bien cargada de explosivo, ella pegaría fuego a la mecha y volaría la santabárbara.

Don Romualdo Fernández era bajo y grueso: apoplético. Tenía la cabeza monda por una acentuada calvez, los ojos pequeños y saltones, el mentón saliente y los labios pronunciados y cárdenos. Acostumbraba a llevar la faz rasurada por completo, lo cual, unido a vestir de luto perpetuamente, le daba cierto aspecto sacristanesco. Su intelecto era escaso. Sus apetitos, bajos. Su carácter, grosero, atrabiliario, despótico. Unicamente con su mujer era suave y empalagosa jalea, y a fe que para conseguir este resultado fué preciso que ella le enseñase los dientes en más de una ocasión. Es caso frecuente que aquellos que son lobos para los dulces corderos, sean corderos para los lobos. Por don Romualdo habían pasado cerca de sesenta inviernos, dejando destructoras huellas de su paso: además de estar amagado de una congestión, tenía socavada su vida por una afección de cuidado, que al decir del médico del pueblo era cardíaca, y según el del pueblo vecino residía en el hígado, que es difícil estén acordes dos galenos; pero lo cierto era que aquella máquina marchaba mal y amenazaba pararse el día menos pensado.

No siempre fué conocido por don Romualdo. En su juventud, y durante bastantes años después, le nombraban Romualdo a secas. Pertenecía entonces al laborioso ramo de horteras, del gremio de ultramarinos. El casamiento con su primera mujer y madre de Rocío, que aporto al matrimonio una decena de miles de duros, le sacó de la nada y le permitió sacudir el ominoso yugo de la dependencia mercantil. Convirtió las tierras de pan llevar, que constituían la dote de su esposa, en moneda contante y sonante y se quedó a poco, en traspaso, con el comercio de comestibles del que había sido su principal, que, hecha ya su pacotilla, se retiraba de los negocios. De entonces databa que antepusieran aquel don a su nombre de pila.

La madre de Rocío no fué feliz en su conyugio. Pertenecía a una hidalga familia venida a menos, entroncada con las principales casas de la comarca. Era tierna, delicada y de gustos refinados, y había sido educada con esmero antes que llegasen para sus padres los tiempos adversos. Muertos éstos y sin más familia cercana qué su hermano Pascual, menor que ella y a la sazón alejado del pueblo por razón de sus estudios, matrimonió ya digo durilla con Romualdo, sin gran entusiasmo, amargada por el desengaño de su primer amor, un muchacho también de buena familia, que la dejó al enterarse del desastre de su casa, matando en flor todas sus ilusiones de púber. Se casó, como se casan muchas jóvenes de la clase media que ven que se les pasa el tiempo, por casarse. Si su pasión por Romualdo no era comparable con la que sintió Julieta por Romeo ni Eloísa por Abelardo, aun era menor la que su novio experimentaba por ella, pues sólo veía la corta hacienda que del naufragio de la rancia casa se había milagrosamente salvado: unas pesetejas, migajas del antiguo poderío, que le podían hacer hombre. De esta suerte unieron sus vidas, y, como es caso frecuente, el enlace no los hizo nada venturosos, que himeneo que no preside Cupido es seguro manantial de desavenencias y desdichas. Y fué ella, como la parte más débil, la que bulo de apechar con las infortunadas consecuencias del casorio.

El contraste de don Romualdo con su mujer era grande en todo; pero fueron sus gustos chabacanos y plebeyos y su carencia de sentido moral lo que más le divorciaron del espíritu de ella. A lo mejor subía de la tienda, restregándose las manos de gusto porque había hecho un pingüe negocio, engañando a cualquiera en sus relaciones mercantiles, o porque había conseguido expender un género averiado o pútrido que tenía almacenado, a riesgo de envenenar a sus convecinos. A su consorte le repugnaban estos procedimientos, por más que el probo don Romualdo juraba y perjuraba que no podían ser más comerciales y privativos del reino de Mercurio. Añádase a lo dicho que don Romualdo pecaba de rijoso y lascivo y se pirraba por perseguir a todas las atropellaplatos que entraban a surtirse en su comercio, y que era público y notorio que no respetaba más que a las que dormían bajo su mismo techo. Todo ello motivó que la madre de Rocío, asqueada, acabase por sentir un profundo desprecio por quien la llevó al altar y se refugiara por entero en el cariño de su tierna hija, nacida algunos años después de su matrimonio, cuando había ya casi perdido la esperanza de tener descendencia. Don Romualdo, percatado de la clase de sentimiento que inspiraba a su mitad, la aborreció con todos sus sentidos. Así, los años de matrimonio fueron un continuado suplicio para la madre de Rocío; penas y sufrimientos que la arrastraron, aun joven, al sepulcro. Murió como muere una flor de estufa trasplantada a un ortigal.

El comercio de don Romualdo fué caudaloso venero de riquezas para su afortunado dueño. Don Romualdo, que ya en sus tiempos de dependiente se acreditó en las malas artes del peso falto, la medida escasa y el precio excesivo, sobrepasó estos hurtos y estafas al volver de amo al mostrador y despachar para su exclusivo lucro. Robaba cuanto podía, y aun lo que no podía, con un celo digno del mayor encomio. Nunca vendió a más de tres ni a menos lo que le costo uno, y esto ovando la compra era al contado, a toma y daca, que cuando era al fiado, como frecuentemente sucedía con empleados de corto sueldo, jornaleros en paro forzoso y pescadores en época de tempestades, tan módica ganancia se elevaba a la relación de uno a cinco como mínimum, y esta mayor utilidad no era compensada con la quiebra de las cuentas incobrables y las partidas fallidas, que aquellos infelices pagaban religiosamente con sus primeros ingresos, entre otras razones, porque de no hacerlo así, no tendrían quien les proveyese cuando otra vez necesitasen surtirse a crédito.

Con tales procedimientos de venta, el comercio de don Romualdo fué creciendo como la espuma. En pocos años tuvo varias ampliaciones y fué abarcando cada vez mayor número de artículos, hasta convertirse en un baratillo de feria con atisbos de pequeño bazar, donde a la par se expendían el garbanzo y el carbón, las pistolas automáticas y el bacalao, los encajes y el agua de Colonia, los cepillos para la ropa y el papel de cartas, el coñac y el betún, el sombrero de teja y la muñeca de celuloide, todo depositado en las anaquelerías en íntimo consorcio. Marchaba viento en popa el floreciente negocio cuando don Romualdo quedó viudo y con Rocío por único fruto de su conyugal unión.

Una de las menegildas con quien intimó años antes de la muerte de su esposa, fué la nada esquiva Genoveva, que por aquel entonces era una rolliza y apetitosa campesina que traía a más de cuatro al retortero de su palmito. Genoveva llegó al pueblo a servir, para curarse del desvío de cierto rústico mocito, pinturero y juncal, a quien rindió las primicias de su amor y de su honestidad. Tan buena traza se dió en el pueblo, que pronto alcanzó el olvido que apetecía, pues otros hombres, que la sacaron de la esclavitud del fogón, se lo hicieron olvidar, y de unos brazos en otros fué rodando a los de don Romualdo, quien se encontró tan a gusto teniéndola en ellos, que nunca mas deseó los abandonase. Como la palurda pelandusca era codiciosa y no tenía pelo de tonta, tan excelente maña empleó que subyugó a aquel Don Juan pueblerino, en el ocaso ya de su conquistadora carrera, y consiguió uncir a éste por segunda vez a la coyunda nupcial pocos meses después de que enviudase, saltando de un brinco desde la ínfima condición de coima a la respetable de mujer propia de uno de los señores más adinerados del lugar.

El íntimo roce con hombres de más esmerada educación había pulido un tanto las vivas aristas de su ordinariez, y cuando se verificó su enlace, Genoveva no decía ya “haiga” ni “semos” ni se hurgaba con los dedos en la nariz.

Genoveva se había visto en sus andanzas de soltera tantas veces burlada, menospreciada y humillada, ella, tan vanidosa en su tosquedad, por aquellos hombres que sólo la buscaron como instrumento de su placer, que en su zafio corazón germinó frondosa y potente la semilla del odio, y tenía una profunda aversión a la mitad del género humano que se viste por los pies. Gustó tan repetidamente las hieles del desengaño y en tan apurados trances se encontró por la inconstancia, la doblez y la inconteniencia varonil, que juró eterno aborrecimiento a los hombres y vengarse de ellos en cuantas ocasiones se le presentasen.

No bien escaló el tálamo matrimonial, tornó su anterior dulzura, mansedumbre y pasiva obediencia para don Romualdo en fiera acometividad a la menor objeción o reparo por parte de este, y tan decidida y violenta se mostró en aquellos altercados, escarceos preliminares que sostuvo tanteando el terreno que pisaba, que su marido, temeroso de una sonada derrota y embeleñado por sus encantos de hembra mórbida, no se atrevió a presentar la definitiva batalla, y acoquinado y medroso rindió su albedrío sin condiciones, haciendo dejación una a una de sus atribuciones de amo y jefe de la casa, que en estas pugnas entre esposos lo difícil es conseguir la primer victoria; lo demás después es coser y cantar. Así llegó a convertirse en un muñeco, que su mujer movía conforme le placía. Desde entonces rara vez se turbó la paz conyugal, con lo cual don Romualdo, en su cobarde egoísmo, dalia por bien perdida su antigua autoridad e independencia.

De este modo, don Romualdo, que había sido martillo en su primer casamiento, se convirtió en paciente yunque en el segundo.

De lo único que Genoveva no logró triunfar fué de la extremada sordidez de su marido, adquirida en largos años de escasez. Con su vanidosa condición era aficionada a engalanarse y emperifollarse, y como su nueva posición creía que le permitía hacer algunos despilfarros, empezó a malgastar en lujos; mas don Romualdo se mostró tan colérico e inflexible al enterarse, que Genoveva transigió en esto, no lo echase el diablo todo a rodar, y tuvo especial cuidado de aparecer económica en lo sucesivo, si bien con la esperanza puesta en día en que no tuviese a nadie a quien rendir cuentas de sus dispendios.

También ha de decirse en su honor que ella, que no había pecado nunca de excesivamente zahareña ni melindrosa para el sexo opuesto, no dió motivo con su conducta para que la malevolencia lugareña, tan amiga de solazarse con murmuraciones, se cebase en su no nombre de casada.

Contaba Rocío nueve años escasos cuando don Romualdo escuchó por segunda vez la epístola de San Pablo, y como era de imaginación despierta, pronto percató, por medias palabras sorprendidas en casa de su tío Pascual, de que aquella mujer que su padre había llevado a ocupar el sitio que ocupó su madre, era indigna de substituirla, y sublevada por esto e incapaz de disimular y encubrir sus sentimientos en sus cortos años, demostró bien a las claras el desprecio que sentía por la intrusa, lo que le atrajo incontinenti el odio cresta. Genoveva se apresuró a ir con el cuento al padre de las imprudencias de la hija, y don Romualdo, que no profesaba a Rocío mucho mayor afecto del que profesó a su madre, y que veía en la conducta de la mu chacha una desautorización de la suya y un peligro Para la tranquilidad conyugal, no anduvo remiso en desaprobar, ni estuvo parco en reprender a la niña. Fué ésta en lo venidero más cauta y disimulada; pero no evitó por ello las disensiones con su madrastra, que Genoveva, con la ojeriza que le tenía, la ponía frecuentemente en el disparadero ¡jara que tuviese que saltar, y correr entonces, quejosa, a lagrimear y lamentar vejaciones a su esclavizado marido, que, enfurecido, hubo ocasión que, no contento con regañar severamente a Rocío, pretendió golpearla, lo que evitó interponiéndose la taimada y astuta madrastra. Y así fué creciendo la tirantez de relaciones del padre con la hija y!a hostilidad latente entre ésta y Genoveva.

Seguía marchando viento en popa el próspero comercio de don Romualdo, que producía cada día más, y no siendo ya susceptible de nuevas ampliaciones en aquella reducida localidad, hubo necesidad de dar otro empleo a las abundantes utilidades. Don Romualdo empezó a adquirir bienes inmuebles: este año fueron unos predios de labrantío, al siguiente una viña y un higueral, al otro una casa en la plaza del pueblo, y de este modo no tardó en ser uno de los mayores terratenientes de la comarca y se puso en camino de trocar el don por una excelencia.

Impulsado por su esposa, cuya vanidad aumentaba a compás de las alabanzas de sus servidores, que juzgaba ya denigrante para sus talegas el apelativo de “tendera”, don Romualdo creyó llegado el momento de retirarse del comercio y dedicarse exclusivamente a la administración de su hacienda, redondeándola y aumentándola. Así lo hizo, en efecto, traspasando el establecimiento, piedra angular de su fortuna, pocos meses antes de principiar los amores de su hija con Toñín. Dedicado solamente a su labor vivía ya, y sin permitirse otro esparcimiento ni solaz que la nocturna partida de tute o de mus en la rebotica.

Don Romualdo no envidiaba más que a don Juan Manuel, el pícaro usurero tío de Toñín, que era también tertuliano de don Atilano. ¡Como que don Juan Manuel era el primer contribuyente del pueblo, y pictórico de monetario, empezaba a extender sus garras de vampiro por los pueblos comarcanos! Este era el único resquemor del ex tendero. ¡Qué no diera él por ser el más rico hacendado de la villa de Arenas del Mar!

III. Toñín y el tonto Gaspar

Seguía deslizándose, ruda y monótona, la vida pueblerina sin que grandes acontecimientos viniesen a conmover la aparente quietud del hogar de don Romualdo.

Los días se amasan de pequeñeces. Nuestras existencias están amasadas de pequeñeces. Son raros los momentos memorables, dignos de ser vividos. En cada vida sólo hay dos o tres de estos momentos decisivos, lo demás es el tedioso e isócrono resbalar de los minutos que ninguna emoción nos traen.

En la sucesión de estos días incoloros y anodinos llegó la festividad de la Virgen del Carmen, patrona de la villa de Arenas del Mar y de la Congregación de mareantes de la misma.

Rocío y Toñín se habían vuelto a ver furtivamente en dos o tres ocasiones más, breves instantes, y las amorosas entrevistas habían discurrido, al parecer, sin ser por nadie notadas. Pero no hace falta consignar que doña Genoveva estaba al tanto de ellas, aunque aparentaba ignorarlas. Los enamorados, bien ajenos de esto, estaban poseídos de una tranquila alegría y se confiaban cada vez más..

Amaneció con un sol espléndido, y como era el día que en el pueblo repicaban más gordo, sus vecinos se aprestaron a divertirse en grande. Por la mañana hubo misa mayor en la iglesia parroquial, con asistencia de las autoridades y personas de viso en la población, en la cual predicó elocuentemente un Padre dominico, traído ex profeso para que ocupase la sagrada cátedra desde el convento de su residencia, sito en la cabeza del partido judicial, y para por la tarde estaba anunciada la tradicional y solemne procesión en que la imagen de la santísima Virgen, venerada bajo la advocación de María del Carmen, había de ser conducida a la orilla del mar, a la suave playa donde dulcemente mueren las olas que rizan la ondulada superficie mediterránea.

Es inveterada costumbre que una vez arribada la Virgen al mismo arenoso confín del mar, el hermano mayor de la Cofradía de mareantes, un anciano y prestigioso pescador de níveas patillas bocachas, llenase una palangana en la salobre agua, y entonces el párroco, después de bendecirla con las fórmulas litúrgicas, empapaba en ella varias veces la punta de una delicada toalla de bordada holanda, y lo pasaba cuidadosamente por el rostro de la sagrada imagen, lavándolo y secándolo después con el otro extremo del fino lienzo. Hecho lo cual, el cofrade mayor arrojaba al mar el agua que quedaba en la jofaina, restituyendo al líquido elemento aquella parte suya santificada por el divino contacto. Párroco hubo que creyendo irreverente esta sencilla ceremonia, se resistió a ejecutarla, pero amotinado el pueblo, y especialmente el gremio de pescadores, que creía firmemente que no era buen año de pesca aquel en que no se lavaba la divina faz con agua marina y se santificaba el mar con la sobrante, exigió el cumplimiento del tradicional lavatorio. Y tan fea se puso la cosa, que, previa consulta telegráfica al obispo de la diócesis, el clérigo innovador tuvo que transigir y celebrar la procesión y la religiosa fregadura en la forma acostumbrada.

Aquel año, que era uno de los primeros del presente siglo, si nuestra memoria no nos es infiel, mediada la tarde, bien temprano, cuando aun brillaban como diamantinas piedras las recién blanqueadas casas de la villa, al ser heridas por los haces de oro de un sol cegador, empezó a congregarse la muchedumbre en la plaza de la iglesia, esperando la salida de la procesión, sin que le arredrase el fuerte calor que hacía.

Danzaban los chicos, que aquel día, en honor de la Patrona, no lucían sus tostadas carnes en paradisiaca desnudez, según era costumbre en la calurosa estación, en redor de la banda de música del Hospicio, llegada aquella mañana de la capital para amenizar el acto, y los hospicianos niños, halagados por la curiosidad que despertaban sus uniformes de rayadillo y sus gorras de charolada visera, y contagiados de la alegría que demostraba el infantil cotarro indígena, sentían vehementes tentaciones de enviar enhoramala sus instrumentos y papeles de música y ponerse a participar del retozo y regocijo de las ineducadas huestes de la chiquillería aborigen.

Los vendedores ambulantes, que habían colocado sus mesillas de turrón, torrados, cacahuetes y avellanas tostadas en el perímetro de la plaza, lanzaban al aire sus atronadores pregones, que competían en estruendo con los de otros vendedores que tenían montados tenderetes de burdos juguetes, chucherías y baratijas, y la grey infantil, solicitada por tan diversas atracciones, recorría el ámbito de la plaza de puesto en puesto, perpleja de a cuál golosina o fruslería había de dar preferencia para la adquisición.

Las mocitas, ataviadas con lo mejorcito de sus galas, sacadas del fondo del arca para tan señalada ocasión, mostraban sus bellas caras, encuadradas por sedeños pañuelos de policromos colores, y en sus pechos y en sus talles y entre la madeja de sus cabellos se exhibían orgullosos los claveles y las rosas, que no hay búcaro para una flor como un cuerpo femenino. Y ellos, algo cohibidos en sus trajes domingueros, con blancas alpargatas, pañuelos de seda a la gorja, negros chambergos y nudosas varas en las diestras, evolucionaban para irse aproximando a los lindos objetos de sus ansias.

Por una bocacalle apareció Gaspar, el Tonto, precedido por una cohorte de pilluelos y mozalbetes.

Los tontos de pueblo son de lo más interesante que en los mismos existe. Toda persona culta experimenta una gran simpatía por los tontos de pueblo. Se nota la falta de un estudio documentado dedicado exclusivamente a estos privilegiados seres; quien tenga tiempo sobrado y arrestos para acometer esta empresa debe poner mano en ella sin tardanza pues seria muy instructivo este libro, que está por hacer, de los tontos de pueblo. Los que presumen de listos tienen mucho que aprender de ellos. Los tontos de pueblo gozan de grandes prerrogativas, de las cuales no disfrutan los demás mortales. Son las únicas personas que pueden llamar impunemente al todopoderoso cacique, y en sus propias barbas, ¡ladrón!, sin provocar por ello la terrible cólera de éste; en esto los tontos tienen grande analogía y contacto con los bufones reales, que solían tener la exclusiva para aventurarse a decir verdades y crudezas a los privados y magnates de la corte. Tienen bula para pedir un pitillo o una perra al primero con quien tropiezan. Viven lindamente sin regar el terruño con el sudor d« su frente ni trabajar de ninguna otra manera. Gozan de mayor inmunidad que un representante en Cortes. Se les ríen gracias que no se reirían a un listo. Sus menos tontas ocurrencias se celebran como agudezas. Tienen, en fin, otros muchos privilegios gajes, emolumentos y zarandajas.

El tonto de Arenas del Mar tenía, sobre todas éstas, otra prerrogativa muy sabrosa, que despertaba la envidia de más de cuatro mujeriegos, y era la de abrazar a todas las mozas que encontraba en su camino. ¿Qué corazón femenino es tan incompasivo que le vaya a pegar a un idiota? Bien se prevalecía Gaspar de ello Unas, al verle venir, corrían, y el sandio las perseguía gritando inarticulados sonidos, entre el jolgorio de los espectadores; otras, más arriscadas, le hacían frente, luchaban bravamente con Gaspar a brazo partido y, al cabo, salían vencidas que el tonto era forzudo; y esotras se resignaban al verle acercarse con intenciones aviesas y, con el cántaro a la cadera, aguardaban la acometida, apechugaban con el imbécil y se dejaban abrazar soltando grandes risotadas, y es fama que las había tan poco escrupulosas, que hasta se dormían en la suerte y se hacían adrede las encontradizas con él. Por esta singular afición le solían llamar al apodarle: Gaspar, Tonto abraza mozas.

La conversación con un tonto de pueblo os será siempre de la mayor utilidad, os dará noticias que sólo él posee. Sabe en qué árboles anidan los pájaros, dónde se esconden las lagartijas y las alimañas, en qué parajes están situadas las madrigueras de los conejos, las zorreras de las vulpejas y las guaridas y cubiles de las fieras, si las hay en los contornos. Si queréis gorriones os conducirá sin titubear al pie del árbol donde se encuentra un nido de ellos, trepará a su copa con la agilidad de un mono y cogerá con maña los tiernos gorrioncillos. Si deseáis cualquier reptil raro, paciente y astuto se pasará en acecho horas y horas en completa inmovilidad para cazarlo, conocedor de dónde y cómo ha de salir, y empleará ardides ingeniosos, que a vosotros no se os hubiesen ocurrido, y cuando lo cace, experimentará al torturarle extraña voluptuosidad.

Parece como si su inteligencia rudimentaria y simple le aproximase al modo de ser de los animales y le hiciese más apto para sorprender los secretos de éstos, que los hombres de mayor cacumen.

No paran en el reino animal sus conocimientos, se extienden también al vegetal. Conoce los frutales que echan los más dulces y sabrosos frutos, las huertas que crían las mejores hortalizas y legumbres y las yerbas silvestres que son comestibles o medicinales.

A todas estas envidiables cualidades y conocimientos, Gaspar, el Tonto, sumaba el ser perito en apreciar las durezas femeninas de la localidad. En su escala de durezas, mucho más apetecible que la conocida de Mohs que figura en los tratados de Física, ocupaba el primer lugar, el del diamante, una garrida aldeana habitante en los suburbios: el dos, Manolilla, la Espartera; el tres, la hija mayor de la estanquera de la plaza, y así, sucesivamente, estaba en posesión de datos suficientes para comparar y clasificar el grado de morbidez de las frescas y fragantes carnes de casi todas las muchachas casaderas del lugar. Con los ojos cerrados podría decir quién es la muchacha que abraza.

Hizo Gaspar su entrada triunfal en la plaza, pero se abstuvo de perseguir a ninguna moza; sabía que la ocasión no era propicia, ¡saben mucho estos tontos! pues celadores andaban próximos los mozos que las cortejaban y rondaban. Llevaba el tonto flores en ambas solapas de la chaqueta y en el sombrero, cogidas por la cinta de éste, y hasta su verdasca, que traía sobre el hombro a guisa de fusil, se mostraba florida con un ramo de amapolas y florecillas silvestres atadas a su extremo. ¡En esta bendita tierra andaluza hay flores hasta para los tontos! Dió Gaspar unas zapatetas en el centro de la plaza, con gran contento de la concurrencia, y marchó a situarse al pie de las gradas por donde se ascendía al templo, y allí esperó, rodeado de toda la menuda gentualla, la salida de la procesión.

El volteo de campanas y el estampido de atronadores cohetes, anunció que empezaba a ponerse en marcha la religiosa comitiva. Abría la marcha Gaspar con su mesnada, seguía la cruz parroquial alzada con manga, entre los ciriales, y después dos interminables hileras de devotos campesinos y pescadores y rezadoras mujeres, que el sacristán dirigía y ordenaba, con sendos cirios encendidos. Dos estandartes de cofradías religiosas iban por el centro: el de la de San Luis Gonzaga, que llevaba el maestro de escuela entre dos párvulos endomingados que empuñaban los cordones del guión, y el de la Congregación de la Virgen del Carmen, que conducía un patrón de barca pesquera. La venerada imagen de la Virgen, entre cuatro tulipanes de cristal con velas, era transportada sobre andas y le daban escolta de honor el párroco entre los coadjutores, la plana mayor de la Hermandad de mareantes, que marchaba en pos, y, por último, el Ayuntamiento, formado por media docena de concejales, con ternos negros de americana, que iba presidido por el alcalde, cuyo sombrero hongo, cuidadosamente llevado por el alguacil, daba la nota aristocrática. El alcalde daba la derecha al sargento del puesto de la Guardia civil y la siniestra al juez municipal, encarnaciones rurales del dios Marte y de la diosa Temis. Cerraba el cortejo la banda de música tocando alegres pasodobles. Vítores y aclamaciones, que no cesaron en todo el trayecto, acogieron entusiasmadamente la salida de la querida Patrona por la puerta principal del templo.

Puesta en marcha la comitiva, se dirigió lentamente hacia la playa. Obscurecía ya cuando la procesión desembocó en ella. En la placidez de aquel crepúsculo vespertino, bajo el majestuoso dosel de un cielo límpido y sereno, cuyo azul purísimo no lucía más presea que el rutilante véspero, era poético y conmovedor el religioso desfile, rozando al dormido gigante marino, que entonaba quién sabe qué indescifrables plegarias con su fresco murmurio.

Siguiendo la orilla que lamía el mar, grandioso en su bonanza como en su furia, llegó la comitiva a la pequeña dársena donde aguardaban al pairo las embarcaciones pesqueras de aquella matricula, que todo lo cercanas a la costa que sus calados les permitían, se mostraban alineadas, como en correcta parada, con sus quillas puestas a tierra y sus mástiles empavesados con banderas y gallardetes.

Al emparejarse la cabeza de la procesión con las primeras lanchas, sus reducidas tripulaciones vomitaron una lluvia de estruendosos cohetes, que, raudos, se elevaron rasgando la calma ambiente, incendiándola un momento con el centelleo de sus explosiones. Huyeron asustadas las mujeres del acompañamiento, corriendo a guarecerse en la proximidad de las míseras casucas, y avanzó la sagrada imagen seguida únicamente por los hombres, que impávidos afrontaron aquella nube pirotécnica. Como a los voladores que los embarcados lanzaban hacia tierra, contestaban con otros en dirección al mar los que se encontraban en tierra firme, la Virgen pasó en su carrera por el puerto bajo una bóveda de fuego.

Llegada la imagen a un pequeño promontorio, que unas rocas formaban en la costa, se verificó con el ceremonial de ritual el piadoso lavatorio, y cuando el agua sobrante fué vuelta al seno del mar, de donde saliera, clamorosos vivas y hurras a la Virgen del Carmen, la nuestra Virgen!, salieron de todas las gargantas, y a la par que los de a bordo agitaban sus gorras y boinas, los de tierra arrojaban por los aires sus sombreros y la banda dejaba oír los ceremoniosos acordes de la marcha real. La pesca, y con ella el pan nuestro de cada día, quedaba asegurada. Aquel entusiasta y ruidoso homenaje de la tosca devoción de un pueblo a su divina Patrona, resultaba magnífico en su sencillez. Estos pechos varoniles que gritaban de un modo ensordecedor, hasta enronqueoer y estas femeninas pupilas, arrasadas en lágrimas de contento, eran en su rustiquez la expresión de la inquebrantable fe que siglos de religiosidad arraigaron en la nación católica por excelencia y que todavía hoy, menguada y combatida, sigue venturosamente fortaleciendo a gran parte de nuestras muchedumbres rústicas, aun no contaminadas con el virus de la incredulidad. La fe os el sentimiento que más ennoblece el corazón humano. ¡Pobre del que no cree! La fe no tiene substituido, como no sea el odio. Desarraigar la fe para que germine el odio, es infame cometido.

Desde una de las casas de la barriada del puerto, presenció la acostumbrada ceremonia Rocío, acompañada de su padre y madrastra. No muy lejos, que tras la soga va el caldero, estaba Toñín, que procuraba ocultarse entre la multitud a los ojos de los cancerberos de su amada.

Toñín era un apuesto mancebo de varonil presencia, su estatura era prócer, su nariz aguileña, su mirar vivo e inteligente. Frisaba en un cuarto de siglo. Tenía el genio abierto y vehemente. Unas prematuras arrugas surcaban su despejada frente, símbolos de que la reflexión y la amargura se habían entronizado tempranamente en su cerebro y en su corazón. Porque para Antonio la vida había sido siempre áspera y dura. Huérfano de padre a los pocos meses de nacer, no contempló más que tristezas y amarguras desde que tuvo uso de razón.

Su padre, capitán del Ejército, había tallecido en Cuba, donde fuese a cumplir patrióticos deberes, víctima del vómito negro. Su madre, que no contaba con bienes de fortuna y a quien el Estado, magnánimo, concedió la irrisoria viudedad de nueve duros mensuales, hubo de trasladarse desde su pueblo natal, uno astur, a Arenas del Mar, donde residía y estaba alineada su suegra, y poder vivir y criar a su hijo al amparo de ésta, que no tuvo otro descendiente que el fallecido capitán. Mas sucedió que a poco de arribar la desolada viuda a Arenas del Mar, falleció su madre política, dejando un modesto capitalito a su único nieto Toñín.

La pobre viuda, sola en tierra extraña y de pusilánime condición, se encontraba en Arenas del Mar como gallina en corral ajeno. Además, ella había vivido hasta entonces desanejada por completo de todo lo que fuesen intereses, en absoluto apartamiento de los menesteres de una administración, atendiendo exclusivamente a la crianza de su tierno vástago y no sabía ahora cómo gobernar la corta hacienda de Toñín. Su marido, primero, y su suegra, después, habían atendido a las diarias incidencias del vivir y se lo habían dado todo hedió. Su actividad no había transpuesto los límites del hogar. La ignorancia, tan corriente en España, en que hacemos permanezcan las compañeras de nuestras vidas de cuanto concierne a la administración de bienes, sin pensar en que si faltamos tendrán que empuñar necesariamente el timón, es fatal para muchas mujeres de corto espíritu. A la viuda, con esta ignorancia y con su genio tímido, se le antojaban montañas los granos de arena, cualquier pequeño contratiempo era para ella dificultad insuperable, trasudaba cada vez que se veía en la precisión de tomar cuentas a arrendatarios y labradores y titubeaba y se contradecía, a la más pequeña objeción, en cuanto tenía que darles instrucciones u órdenes. En vista de todo ello, tuvo la malhadada ocurrencia de llamar a un hermano suyo soltero, que arrastraba miserable vida en el pueblo natal de ambos desasnando críos, pues era maestro de escuela, para que se pusiese al frente del negocio de la labranza de las tierras que poseían. Llegó el hermano, que respondía a!os nombres de Juan Manuel, a Arenas del Mar, abrió una escuela, que pomposamente bautizó con el nombre de Colegio de primera enseñanza, y tomó a su cargo la administración y cuidado de las fortunas de su hermana y sobrino.

Cómo se las arregló este aprovechado hermanito, a la vez hormiga y urraca, para que en unos años, ni pocos ni muchos, la casi totalidad de los bienes que administraba pasasen a ser de su propiedad, sería largo de contar y poco instructivo, pues ejemplos de estos los hay en todas las localidades. Lo cierto es que tal maña se dio y tal uso hizo de unos amplios poderes, que arrancó a la desvalida viuda, quien en la confianza que el hermano le inspiraba firmaba incautamente como en barbecho, que la viuda y el huérfano se quedaron por puertas, como es uso decir, desposeídos de cuantos bienes raíces poseían. Las leyes dan fórmulas para todo y los socorridos expedientes de utilidad y necesidad, tratándose de menores, son una de ellas. Tampoco faltan jueces de anchas tragaderas, que si los de instrucción no quieren o no se atreven a prevaricar, no es difícil aguardar una interinidad en que un juez municipal haga mangas y capirotes de toda la Alcubilla, sin más ley ni cortapisa que su arbitrariedad.

El “honrado” administrador, que cerró su colegio en cuanto se vió con parneses, hizo las cosas a conciencia: ni un palmo de tierras dejó a los administrados, rodeando el despojo de todas las apariencias de legalidad. Tan a conciencia lo hizo, que cuando percatada la incauta viuda, quiso enmendar el yerro y corrió a poner la cuestión en manos de abogados y procuradores, era ya harto tarde para enderezar el entuerto. Unicamente consiguió disipar, entre engaños curialescos y vanas promesas justicieras, los últimos restos de la fortuna, consistentes en algún metálico, alhajas y varios muebles antiguos de valor.

Vióse la expoliada viuda, que con estos múltiples y acerbos sinsabores y desengaños perdió para siempre la salud, a la vuelta de tales desgraciadas andanzas, reducida a la corta viudedad y a una escasa pensión, que el hermano despojador le pasaba “generosamente” par» acallar la voz pública.

Así creció Toñín y llegó a hacerse un hombre, y un día, en que la escasez apretaba, bien penetrado del inicuo latrocinio de que había sido víctima, se encaminó a casa de su tío y tuvo con él una explicación violenta. Don Juan Manuel habló a su sobrino de años malos, de recolecciones pésimas y de cosechas perdidas, durante la época de su administración; parecía como si las siete plagas de Egipto, amplificadas sobremanera, hubiesen caído sobre aquel feraz terruño, asolándolo. Le expuso también las frecuentes demandas de dinero que la madre de Toñín le hacía en aquel tiempo, en parte para atender al sostenimiento de la casa y a la educación de Toñín, y en parte “porque, a pesar de ser muy buena, aunque a veces había estado mal aconsejarla, como cuando trató de ponerle pleito, tenía el defecto de ser algo gastosa”. El, don Juan Manuel, para poder atender a estas exigencias crematísticas de su hermana, se había visto precisado a ir vendiendo, siempre con su autorización, aunque ella manifestase no recordar tal cosa, y previos los trámites legales, los pocos bienes que Toñín heredara. Cierto que él había comprado algunos de ellos, con los ahorros que le proporcionara su colegio, pero lo hizo siempre beneficiando los intereses de su hermana y de su sobrino, dando mayor cantidad de la que ofrecía el mejor postor. Para terminar, le dijo que no tenía inconveniente alguno en mostrarle todos los documentos y escrituras para que se convenciese y comprobase por él mismo, que todo estaba en regla y “como Dios mandaba”.

Tanta y tan refinada taimería hizo que Toñín perdiese los estribos y dijese al infame expoliador lo que venía a cuento, y temeroso, viendo subir su cólera, de hacer un irreparable desaguisado, se salió de la estancia y de la casa dando sendos y terribles postazos, lo que colmó de júbilo al redomado hipócrita don Juan Manuel, el cual aprovechó esta oportunidad para retirar la pensión que pasaba a su hermana, tomando pretexto de los insultos que el hijo de ésta le había dirigido.

Toñín, después de la conversación con su tío, decidió sentar plaza e irse del pueblo, convencido plenamente de que ni por las buenas ni por las malas lograría arrancar nada de entre las uñas de su tío, que era de concamacola, como por aquellas latitudes se dice vulgarmente; de que era éste tan agarrado al dinero que dejaría le desollasen vivo antes de soltar una peseta; y de que había tomado “el pobrecito” tanto apego a los bienes que fueron del joven, y en los cuales hizo presa, que preferiría mil muertes a dejar escapar la menor parte de ellos. Así evitaba que el furor pudiese enseñorearse alguna vez de su persona, como el día de la entrevista con su tío estuvo a dos dedos de suceder, y cometiera el disparate de tomarse la justicia por su mano, haciendo una de pópulo bárbaro, y aliviaba algo, también, la precaria situación de su madre, agravada con la retirada de la pensión de su tío. Además, en los pueblos todo se perdona menos el no tener dinero; él era reo de este nefando crimen y tenía que emigrar. El talento y la honradez sin dinero, son en los pueblos pesados e inútiles fardos. El que más tiene es considerado como el de mayor talento. En cuanto a la honradez, suele tomarse como signo de tontería.

Toñín se fué a servir en el Ejército. Su madre lo vió alejarse con el alma transida de dolor. El cuartel se le antojaba a la buena señora, conforme al concepto vulgar, sede de mil penalidades y peligros, y el pensamiento de que su adorado hijo único iba a correr estos riesgos y trabajos por no haber sabido ella defender su hacienda, la torturaba cruelmente. ¡Ella era la causante de la ruina de su hijo! Esta penosa idea, que hacía años tenía aferrada a su cerebro, como si la hubiesen clavado a golpes de mazo, le punzaba ahora con el más vivo dolor, desgarrando las fibras de su carne y haciendo que a solas se retorciese en crispados sollozos. El atormentador cilicio de estas cavilosidades y la tristeza de la separación del único ser que tenía en el mundo, acabaron con su salud, ya harto quebrantada por el rigor de su destino, y no tardó en morir en los brazos de su querido Toñín, conforme queda anteriormente referido.

Esta cruel historia, de la cual fué triste epílogo el óbito de la madre, había ensombrecido desde temprana edad los días de Toñín y seguiría ensombreciéndolos mientras viviese, que cuando se descubre prematuramente la maldad de los hombres y se bebe en flor la copa de la injusticia, el amargor de sus heces no se borra jamás del paladar.

Al cometer una mala acción, lo de menos es esta mala acción, lo de más es que este crimen o falta ha de engendrar fatalmente otros y otros muchos crímenes y faltas; forjamos el primer eslabón de una cadena de maldades y no sabemos quién ni cuándo ha de forjar el último, y es la responsabilidad de toda esta cadena la que cae indirecta sobre quien la empezó. Lo mismo sucede, en consecuencia, con el dolor; no es el dolor que causamos el único ni el mayor; lo importante es la sucesión de dolores que han de nacer de este dolor, alguno de los cuales hiere a veces, cerrando el círculo, al primer originador o a las personas que más quisiera éste ver a cubierto de él. La infamia y el dolor se encadenan en el tiempo. Sembrar el dolor, como sembrar el odio, indica aún más necedad que maldad, con ser ésta mucha, porque en la cosecha necesariamente recogerá su parte el que arrojó la semilla.

A las tristezas y a los reheleos de la vida de Toñín, se unieron bien pronto las contrariedades que le producían la oposición que su amor encontraba en el padre de Rocío. No, no había nacido él, pensaba Toñín, bajo la égida protectora de ninguna bienhechora hada; era un fatal genio vengativo el que parecía presidir su destino. Aquel amor, que había sido su único vislumbre de felicidad, se lo quería también arrebatar, pero él estaba dispuesto a defenderlo con uñas y dientes.

Empezaba a espesarse, sin perder por ello su nitidez, el azul del cielo, que formaba majestuoso palio a la procesión, y a tachonarse de estrellas, cuando emprendió el retorno la Reina de los Cielos. Parpadeaban arriba los puntos estelares, oscilaban abajo las llamas de los cirios, y los cánticos religiosos, fervientes y reposados, resonaban otra vez a la orilla del monstruo marino. A las vibrantes estrofas del Himno Eucarístico:


Cantemos al amor de los amores,
Cantemos al Señor,


sucedían las tiernas, dedicadas a la Virgen:


Ave, ave, ave María


Y de lejos semejaba que la imagen de la Virgen caminaba sobre las aguas y que el balanceo que los vaivenes de la marcha le imprimían, era producido por las olas al mecerla suavemente.

Vuelta la Virgen a su santuario, la multitud se dispersó para reparar las fuerzas en el vespertino yantar y prepararse para el baile que había de celebrarse por la noche en la plaza, y al cual pondría mágico remate un castillo de fuegos artificiales, que acreditados pirotécnicos habían preparado para que fuese quemado aquella noche.

Después de la procesión, don Romualdo, con su mujer y su hija, marchó a casa a comer. Durante la comida, doña Genoveva manifestó que irían a la plaza a presenciar el baile popular. Rocío, pretextando estar muy fatigada con el ajetreo de la fiesta y procesión, dijo que preferiría irse a la cama a dormir. Doña Genoveva, suponiendo el motivo de la evasiva, le contestó que podía hacer lo que mejor le viniese en gana, y que ella iría a la plaza con su esposo.

Efectivamente, doña Genoveva y don Romualdo marcharon a la plaza apenas concluyeron de comer, y Rocío, a poco de verlos salir, aprovechó la ocasión para escabullirse por el portón trasero de la vivienda, tomando todo género de precauciones para que no la viese Raimunda, que era muy adicta a su madrastra. ¡Te nía unas horas por suyas! En el callejón, como suponía, la esperaba Toñín, que siempre a tales horas rondaba por aquellos andurriales, y juntos se entregaron al sabroso palique amoroso, que después de varios días de haber estado sin poder cruzar una palabra era aún más apetecible.

Toñín, con sus ojos parlanchines que destilaban amor fijos en los de ella, le dijo:

—Así no podemos continuar. Don Sebastián, que es muy bueno para mí, me ha dado para que haga una cuenta y partición que le han encargado, prometían de recompensar mi trabajo con una espléndida retribución. Así lo hará, pues no es nada tacaño. Cien pesetillas me regalará de seguro. Con esto y con lo que ya tengo ahorrado tenemos cerca de los cincuenta duros. Ya faltan menos para las mil pesetas que calculo necesitamos imprescindiblemente reunir para poder realizar nuestra dorada ilusión: casarnos. La dificultad está en hallar esas pesetas que faltan. ¿Dónde encontrarlas? ¡Malditas pesetas! Si no fuesen para casarme, se las pediría a don Sebastián y me las daría; pero para esto estoy seguro que no me entregaría ni un perro, ya sabes la aversión que profesa a las mujeres y al matrimonio; es su manía. Algunas veces pienso pedírselas al bribón de mi tío, a pesar de los abismos que nos separan; mas temo que me las niegue y no ser dueño de mi persona al oír la negativa... ¿Qué hacer? ¿Esperar un par de años, necesarios para economizar lo que falta? ¡Es demasiado tiempo! ¡Si Dios quisiera que pronto me cayesen otros trabajos extraordinarios como el de esta cuenta y partición tan oportunamente llovida del cielo!

—Te caerán, Toñín; te caerán... Nuestro amor es grande y puro, por eso confío en Dios... ¡Ten paciencia, Toñín mío; verás como en breve salimos de esta situación! A la Virgen se lo he pedido esta tarde con todo el fervor de mi alma, y la Virgen atenderá mi ruego.

—Esto de no poderte ver ni hablar más que a escondidas y por cortos momentos, vida mía, me desespera. Además, sé que en tu casa no eres feliz, que no te encuentras a gusto en ella, y me va a parecer mentira el día que te saque de allí, Rocío adorada. Tono también las asechanzas de tu madrastra; es una mala pécora...

—¿Qué temes; sabes algo?—interrumpió ella, azorada.

—No, no sé nada, tranquilízate. Pero no te quepa duda de que labora sin cesar por nuestra perdición; es muy perversa. Esta rabiosa oposición de tu padre es, en la mayor parte, obra suya... Mas no nos entristezcamos—añadió al ver pensativa a Rocío—; hoy es día de fiesta, es día de nuestra Patrona; ella nos protegerá y favorecerá... Pensemos sólo en nuestro amor. ¿Verdad que me quieres mucho? ¿Mucho?

—No quiero otra cosa en el mundo. En ti tengo reconcentrados todos mis cariños, todas mis ilusiones, todas mis esperanzas; todo, Toñín, todo...

—¡Qué dichoso me haces! Lo mismo me pasa a mí. ¿A quién sino a ti tengo yo en el mundo? la mi idolatrada Rocío!—expresaba con arrobo—. Mi alma entera es tuya, Rocío. ¿Ves tú cuán grande es nuestro amor? Acechado y perseguido, crece y crece sin tino. Que nos importan las tristezas y sinsabores de nuestras vidas presentes, si tenemos a nuestro amor. Nuestro amor nos compensa con creces de penas y contrariedades. Algunas veces pienso con terror qué hubiera sido de nuestras vidas sombrías si esta pasión, que el amor encendió en nuestros pechos, no las hubiera esclarecido. Bendigamos la ventura de nuestro amor! La Providencia, al dárnoslo, nos dió la triaca contra los tósigos que envenenaban nuestras existencias. Olvidémoslo todo y entreguémonos plenos a la dicha de amar... ¡Ay, lo que te quiero, Rocío! ¡Lo que te quiero! Míralo en mis ojos, ellos te lo dirán mejor que mis labios... ¡Rocío, Rocío mía, Rocío adorada!

—¡Mi Toñín de mí alma!

De pronto, ella se apartó un tanto de él.

—¿Has oído, Toñín?—interrogó inquieta.

—No oí nada.

Escucharon en silencio, con las respiraciones contenidas.

—No es nada, tontilla.

—Me pareció oír pasos.

—¡Qué tontuna! Está todo el mundo en el baile.

—No sé por qué tengo miedo esta noche. Algo malo presagia mi corazón, que es buen augur. Me debía ir ya.

—Espérate, aún es pronto. Todavía no ha empezado el castillo; hasta que no termine, tu padre y su condenada esposa, esa “malva inofensiva”, no se recogerán. Desecha esos infundados recelos.—Y acercándose más a ella, continuó abemoladamente:—Piensa que son éstos los únicos instantes venturosos que he gozado desde hace una semana, encanto de mis ojos.

—¡Ay, mi vida!

—¡Alma de mi alma!

Así los enamorados, arrobados en su deliquio amoroso, se olvidaban de todo para no pensar más que en su amor.

En tanto, allá, en la plaza, el conjuro de la palabra baile adunaba alegres a mozos y mozas. Todo era zambra y bullicio.

Doña Genoveva y don Romualdo tomaron asiento en sillones de mimbres, a la puerta del Círculo, en un corro formado por los primates del pueblo con sus familias. Don Romualdo había insinuado por el camino a su mujer, refiriéndose a su hija:

—¿No ves esa niña? Sin duda no quiere venir porque no ha olvidado aún a ese mequetrefe.

—Déjala. El tiempo hará su obra. Lo principal está hecho: ha reñido con él; lo demás es cuestión de días o de meses—replicó astutamente ella, que quería mantener a su marido en la ignorancia de la prosecución de los amores de Rocío, para que al enterarse estallase más fiero su furor.

La guitarra dejó oír sus tristes sones atávicos; todo el dolor de una raza, que no tiene de alegre más que la apariencia, gemía en sus cuerdas. Los pianillos de manubrio, con sus aires canallescos y achulapados, no habían hecho aún su intrusión, anacrónica siempre en estos apartados pueblecitos, pintorescos rincones de la Bética.

El castizo fandango dió principio. Hieráticas, altivas, solemnes, como oficiantes que practican un sagrativo rito, bailaban ellas, cimbreando sus talles esbeltos, moviendo sus garbosos cuerpos en majestuosos giros, en ondulaciones airosas, en encogimientos felinos, y repiqueteando a intervalos las postizas; sólo los ojos, enigmáticos y entornados, despedían a las veces lumbres sensuales. Ellos, torpes y desgarbados en su mayoría, se agitaban con movimientos bruscos y pesados, hacían trenzados con las piernas y daban pasmosos saltos sobro las puntas de los pies.

Las que no bailaban, sentadas alrededor de los bailarines, seguían con el chasquear de sus castañuelas, adornadas con vistosas cintas multicolores, el ritmo del baile.

Las coplas florecían en los labios varoniles. La mayoría hablaban de quereres, de celos, de desdenes:


Yo sembré en una maceta
la simiente del encanto,
con lágrimas la regué,
¡mal haya quien quiera tanto
para luego aborrecer!


Otras cantaban profundas, que encerraban todo un curso de Filosofía:


Una ola tira otra ola,
una sonrisa a un doler,
la vida borra a la muerte
y el matrimonio al amor.


No faltaban las ingeniosas, que jugaban con el vocablo:


Yo me enamoré del aire,
del aire de una mujer
y como me enamoré del aire,
en el aire me quedé.


También se oían jocundas, con sabor de picaresca jácara:


Tienes una cinturita
que anoche te la medí,
con metro y medio de cinta,
catorce vueltas te di.


En el aire, como luminarias, se encendían los piropos y requiebros, aliñados con su miajita de sal y pimienta, que como fuego graneado caían sobre las gentiles doncellas. Era obligada, con su prestigio tradicional, la siguiente galantería rústica:

¡Bailaor, dígale usted tres cosas!—exclamaba un espectador, encarándose con alguno de los bailarines.

—¡Clavel, clavellina y rosa!—contestaba el aludido, dirigiéndose a su pareja.

Terminado un baile, las bellas bailarinas hacían ademán de abrazar uno a uno a los tocadores, en acción de gracias, presentándoles los brazos derechos extendidos, que éstos oprimían ligeramente.

Tras una corta pausa, volvía el rasguear de las cuerdas en las cajas de música y se reanudaba el fandango.

La atmósfera cargada por mil alientos abrasadores y rasgada por infinitas miradas, lánguidas unas, ardientes otras, preñadas de deseos casi en su totalidad, iba enervando a las mujeres y excitando a los hombres. En el baile, los movimientos se hacían más pausados, laxos y cadenciosos. Los ojos se tornaban más encendidos y parlantines; las risas, más sonoras y provocativas. Los piropos restallaban más atrevidos y lúbricos en ininterrumpida serie. El tonto Gaspar, en un ángulo de la plaza, bailaba un fandango sui generis, dando cabriolas y volteretas, que eran la delicia de la tropa adolescente. El baile estaba en su apogeo.

Unicamente los vendedores de cacahuetes y garbanzos tostados continuaban imperturbables, pregonando sus mercancías con voces aguardentosas:

—¡Torraos! la ocho! la ocho! ¡Que queman!

Los taberneros de la plaza no daban abasto a despachar copas de vino.

Mediaba el baile, y aun no había surgido la consabida bronca: era caso único. Los desdenes de alguna agraciada zagala armaban siempre el brazo de cualquier pendenciero, que había trasegado con exceso del zumo de las uvas, y las varas, y a veces las facas y las pistolas, daban sus “elocuentes y respetables” razones, que la incultura ambiente no permitía otras, y es cosa sabida que entre gente soez donde acaban las razones empiezan los golpes.

Cuando el baile se encontraba más animado, doña Genoveva manifestó a su esposo que se encontraba indispuesta y que deseaba regresasen a su domicilio» Se despidieron de los amigos con quienes formaban corro, y don Romualdo fué a tirar por el camino acostumbrado y directo; pero ella le desvió, diciendo:

—No, daremos un pequeño rodeo; el aire fresco de la noche me hará bien. Abordaremos nuestra casa por la parte trasera.

Y lo condujo de modo a pasar por el callejón, donde suponía a Rocío en apasionada cháchara con su amor.

Desembocaron en la solitaria calleja, que sólo la luna iluminaba en parte, pues en Arenas del Mar el alumbrado público era aún desconocido, y a pocos pasos de la enamorada pareja, que sorprendida y sin tiempo para huir, se agazapó, pegándose a la tapia del corral de la casa de don Romualdo, entonces en sombra. Confiaban en que de esta suerte no los advertirían, o cuando menos, que no los reconocerían. Pero a tiempo de ir a emparejarse con ellos, doña Genoveva, simulando curiosidad, se quedó mirando insistentemente al grupo que formaban Rocío y Toñín, lo que provocó la atención hacia el mismo de don Romualdo, y como estaba con la mosca a la oreja, según se dice pedestremente, en lo que se refería a los amores de su hija, no tardó en reconocer a ésta.

Como el ex tendero era hombre de iracundia pronta, parco en palabras, tardo en razones y largo de manos, la cólera se adueñó rápidamente de su persona y en un transporte de furor abalanzóse amenazador hacia su hija, blandiendo el nudoso cayado que llevaba al brazo.

—¡Infame! ¡Perra! ¡Mala hija!—vociferó el colérico don Romualdo.

De un salto se interpuso Toñín entre el enfurecido padre y Rocío. Pero como don Romualdo, cabezón en demasía, no era hombre que retrocediese fácilmente, y menos delante de su costilla, forcejeó con el joven por abrirse paso hacia su hija y golpearla, insultándolos al mismo tiempo con soeces improperios.

A esta sazón aparecieron en el extremo opuesto de la calleja el tonto Gaspar y su corte de arrapiezos, los cuales se quedaron plantados mirando la escena.

La presencia de estos extraños y el inútil forcejeo irritaron aún más al irascible viejo, y en un supremo esfuerzo trató de arrollar a Toñín; pero éste, que no era paciente con exceso, pues sus pulgas, si no eran malas, desde ahora podemos afirmar que no merecían ser santificadas, dió un fuerte empellón a su contrincante, que se tambaleó y cayó de espaldas, con tan adversa fortuna, que chocando su cabeza contra una gruesa piedra, se la hirió.

Doña Genoveva ayudóle a levantar, al notar que sangraba, empezó a atronar el espacio con fuertes voces:

—¡Socorro! ¡Asesinos! ¡Que quieren matar a mi esposo!

El tonto Gaspar, a quien nunca le fueron nada simpáticos los padres de Rocío, pues su casa era una de las pocas del pueblo cuyas puertas permanecían sordas a sus llamadas, sin que ni un mendrugo saliese por ellas, chilló a su vez, encarándose con la impostora y remedando burlescamente su agrio tono:

—¡Mentira! ¡Embustera! ¡Mentira!

Temblorosa y acongojada había presenciado Rocío la escena; al ver levantarse a su padre ensangrentado, trató de aproximarse a él; mas éste la mantuvo a raya, esgrimiendo el garrote, que seguía teniendo empuñado.

—¡Atrás! ¡No te acerques, canalla! ¡Maldita sea la hora en que te engendré! ¡Vete! ¡Vete con ese sinvergüenza donde yo no te vuelva a ver! ¡Maldición caiga sobre ti! ¡No trates nunca de volver a mi casa si no quieres morir estrangulada!

Al estrépito de las voces y, de la zalagarda, empezaron a acudir los vecinos y transeúntes.

—¡Malvados, me lo han querido asesinar! ¡Malvados!—aullaba llorosa doña Genoveva, dirigiéndose a los que llegaban..

El tonto Gaspar, imperturbable, sin que le conturbasen las miradas de odio de la irritada dama, continuaba gritando con el mismo sonsonete burlón:

—¡Mentira! ¡Embustera! ¡Mentira!

Rocío, deshecha en llanto, no profería la menor disculpa. Toñín, sañudo y hosco, miraba fieramente al anciano, terrible e injusto en su ira.

Cada vez más furioso, don Romualdo lanzó un escupitinajo de impotente rabia hacia los novios, y se dirigió al portón del corral, que estaba entreabierto, para hurtarse a la curiosidad de los espectadores. Doña Genoveva iba a su lado, restañándole con el pañuelo la sangre que manaba por entre el pelo, sin dejar de refunfuñar:

—¡Infames! ¡Asesinos!

Ya en el umbral del portón, don Romualdo empujó dentro a su mujer y se volvió torvo hacia la niña, conteniendo con la agresiva mirada, hiriente como la punta de un puñal, un impulso de Rocío hacia su casa.

—¡Fuera, vil! ¡Fuera! ¡Cuenta que no tienes padre! ¡Para mí has terminado!

Cerró de golpe el portón, corriendo el cerrojo estrepitosamente.

—¡Embusteros! ¡Bribones!—gritó el tonto, coreado por su escolta de granujillas.

Dentro ya don Romualdo, menguada algo su cólera, tuvo un momento de vacilación.

—¿Qué hará ahora esa desnaturalizada hija?—dijo.

Pero su consorte, que leyó en su pensamiento, le salió apresuradamente al encuentro, vertiendo ponzoña con su lengua de viborezno.

—Descuida, están ya hartos de dormir juntos. Ella le abría todas las noches la puerta del corral. Lo sé por Raimunda. Nada te quise decir por no darte ese disgusto.

Creyó fácilmente él, propenso como todos los ruines a creer maldades, la inmunda calumnia.

—¡La muy púa! ¡Puerca!—exclamó, y sus labios profirieron el supremo insulto..

Al rato, cuando doña Genoveva comprendió que lo acaecido era ya irreparable, musitó:

—Mira, Romualdo, debías ir a buscarla, al fin es tu hija. Hice mal en decirte lo que te dije antes, aunque sea verdad. Me cegó el ver que trataron de asesinarte; te tiraron sin consideración, sin duda con el deliberado propósito de descrismarte, heredar así prestamente y refocilarse con tu fortuna...

Hablaba en plural, mezclando a la hija en aquella supuesta tentativa de asesinato.

Don Romualdo rezongaba:

—¡Perra! ¡Cochina! Yo ir a buscar a una...

Doña Genoveva le lavó la herida, mientras martilleaba en su pobre caletre, hasta estampar en él aquella ruindad del asesinato y de la herencia; después le hizo acostar....

La tierna esposa no cabía de satisfacción en su dilatado pellejo; había conseguido que el enemigo abandonara el campo. Ya era ella sola a reinar en la casa y podía maniobrar con desenvoltura, a su entero albedrío.

Fuera, lloraba tristemente la pobre doncella. Toñín le dijo:,.

—Vente, vida. ¡No llores!

Y ella, maquinalmente, inconsciente en su desconsuelo, echó, a andar tras él.

Una palmera de cohetes reales de policromos colores surcó los aires. El castillo había empezado. Gaspar, el Tonto, con sus desarrapadas huestes, corrió a la plaza a presenciarlo.

IV. Doña Emilia y Don Pascual

Don Pascual era uno de los últimos ejemplares de los hidalgos provincianos: católicos viejos y honrados a carta cabal.

Don Pascual pertenecía a la noble estirpe de los Alcor, hidalgos de cuatro costados y solar conocido, entroncada con todas las familias de alcurnia cuyas casas solariegas se encontrasen en veinte leguas a la redonda y emparentada con todos los personajes de campanillas que habían salido de la provincia antes de la revolución. Entre los ascendientes directos y colaterales de don Pascual, se encontraban cuatro maestrantes de Ronda, dos de Granada, tres calatravos, un santiaguista, dos familiares del Santo Tribunal de la Inquisición, un obispo, un sumiller de cortina, varios capitanes de mar y de tierra con derecho a levantar pendón, un alférez de la plaza de Orán, conquistadores, gobernadores de castillos ganados a la morisma en Africa, virreyes de provincias de Indias, abades, misioneros que sufrieron tormento en apartadas regiones y en Inglaterra cuando las persecuciones anglicanas y monjes que edificaron con su piedad; hasta uno hubo que murió en olor de santidad y fué beatificado. Muchos de ellos habían muerto por la fe y por la patria, por la cruz y por la bandera. Era familia la suya de guerreros y ascetas. Figuras de tapiz antiguo.

Hubo genealogista tan expedito que pretendió, según consignaban las miniadas ejecutorias de la casa, que los Alcor se remontaban por linea directa a un primo segundo del rey godo Chindasvinto.

Aquel fanfarrón lema de la ilustre casa de Quirós: “Después de Dios la casa de Quirós”, quedaba tamañito y empequeñecido, casi en mantillas, al lado del de la casa de Alcor: “La gran casa de Alcor sube más alta que el Sol.” Y, efectivamente, el escudo nobiliario probaba el arriesgado aserto de esta divisa, pues en él aparecía, en campo de gules, una gran montaña de sable coronada por enhiesto y nevado pico, que se perdía en las nubes, y más bajo de éste, el rubicundo Febo que lo miraba con envidia, por no poder alcanzar ni aun con sus dorados rayos la elevada cumbre. Los blasonistas antiguos no fueron muy versados en Astronomía; tampoco eran gente que se paraba en pelillos ni aun en cabelleras completas. Aquella heráldica cima nevada de un alcor pétreo, que subía a lo infinito en forma de aguja, era fiel emblema de su familia; así habían sido los Alcor: creyentes, esforzados, duros, retadores, orgullosos y fríos. Y aquella gran raza, con todas las virtudes y defectos de las antiguas familias hidalgas hispanas, tenia a, don Pascual por último redrojo.

El abuelo de don Pascual, ambicioso, aventurero y con escaso patrimonio, tomó el servicio del rey como guardia de corps, y durante varias décadas sirvió a aquel indolente y débil monarca de triste recordación, que conoce la Historia con el nombre de Carlos IV. Llegó a alcanzar el grado de exento de guardias de corps, y (cuando tras largos años de servicio se retiró, siguió viviendo en la cortesana villa madrileña, pues habiendo heredado por entonces de un tío el mayorazgo de los Alcor, quiso participar, ya que la suerte le había deparado tal heredad, del boato de la Corte a que había servido. Le sobrevivieron dos hijos que se diferenciaban bastante en la edad, entre los cuales se repartió desigualmente la fortuna del padre, pues la parte del león correspondió al primogénito, que se alzó con los bienes saneados del mayorazgo; al segundón, que fué el padre de don Pascual, no fueron a parar más que unas vinculaciones de poca cuantía, consistentes en berras de pan llevar enclavadas en Arenas del Mar. Fué hombre pródigo el mayor, y como en su tiempo se dieron las leyes desamortizadoras, pudo disponer a su antojo, y dispuso de la mitad del mayorazgo, disipándolo en pocos años. Dejó un hijo que murió joven y sin descendencia, dando finiquito a la rama primogénita, cual, por la cortedad de su vida, no alcanzó a despilfarrar la otra mitad del mayorazgo que su padre no pudo tocar por precepto de aquellas leyes, pues en su corta juventud ya dió pruebas de no irle a la zaga al autor de sus días en manirroto y gastador. El padre de don Pascual heredó al sobrino y se encontró de la noche a la mañana dueño de un bonito caudal, en el cual figuraba la antigua y ruinosa casa solariega de la familia en Arenas del Mar, cuya recia y claveteada puerta, como la de una fortaleza, estaba coronada por marmórea piedra blasonada.

Pero el padre de don Pascual, a quien los claros entronques y parentelas de su linaje se le habían subido a la cabeza, montó su casa en la coronada villa con gran tren y prosapia, porque no fuese menos que aquellas otras encumbradas casas que en siglos pretéritos se ligaron con la suya por diversos enlaces, sin reflexionar, atacado del morbo del despilfarro, como su hermano y sobrino, que sus bienes, aunque crecidos, no permitían tan dispendiosos gastos. Al fin, por su mente, si pasó Salomón, fué en automóvil y en cuarta.

Unióse a tal boato y derroche las malas mañas del administrador que tenía en Arenas del Mar, hombre aprovechado si los hay, llamado don Jenaro Pérez García y conocido él y toda su “insigne dinastía”, de la cual nos ocuparemos más tarde con la extensión que merece, por el remoquete de los Gabelas, y entrambas causas no tardaron en dar al traste con la hacienda del irreflexivo hidalgo.

El aventajado administrador empezó aprovechando varios trances apurados de su señor, para prestarle cantidades, garbeadas con su “honrada” administración, a un módico interés. Mas a medida que fueron creciendo los apuros y su deuda, fué aumentando el tipo del interés, que concluyó siendo usurario. Aquel Harpagón, si por los apellidos no parecía ruso, por su disposición y buena arte para la usura era castiza y genuinamente español. No hay carcoma como esta de la usura para dar en tierra rápidamente con una fortuna. Cuando el “ilustre” Gabela comprendió que su amo estaba arruinado por completo, apretó fuertemente los cordones de su bolsa y lo ejecutó sin el menor miramiento ni el más ligero escrúpulo, siéndole adjudicados los bienes hipotecados con pactos de retro, ya vencidos. De este modo expedito se quedó bonitamente con todas las tierras y con la casa que el hidalgo poseía en Arenas del Mar, y aun puso a éste de chupa de dómine, propalando por el pueblo que el caudal de su administrado no había sido suficiente para cubrir la totalidad de la deuda, con lo que se consideraba estafado. No hay para qué consignar que entre los Alcor y los Gabelas se abrió un abismo de rencores y enemistades.

El infatuado hidalgo comprendió harto tarde su error y pasó entonces, sin transición, de vivir en la opulencia a la mayor estrechez y miseria, pues únicamente conservó la mitad, de lo que no podía disponer, de aquellas exangües vinculaciones. Tuvo que regresar a su pueblo natal, acompañado de su esposa y de sus hijos, la madre de Rocío, que acababa de cumplir diez y ocho primaveras por aquel entonces, y Pascual, que contaba ocho y aprendía el silabario, a arrastrar modesta vida bajo la acogedora tutela de una parienta retirada, viuda sin hijos y poseedora de un corto capitalito, que vivía en dorada medianía. Allí vegetaron sin excitar la conmiseración de sus convecinos, que en los pueblos ni en las ciudades nadie se apiada de los caídos, y menos cuando lo han sido por su mala cabeza. Tales amarguras llevaron prestamente a la fosa al armiñado caballero, así como a su esposa, que para los que han tenido riquezas no hay mayor acelerador de vidas que la penuria, quedando los dos huérfanos encomendados a la caritativa parienta.

Don Pascual cursó los estudios del bachillerato y después empezó los de la carrera de leyes. El muchacho estudiaba con grande afán, y, como era de inteligencia despierta, prometía ser una lumbrera del foro. Don Pascual soñaba con restaurar el brillo de su casa y familia a su prístino esplendor. El se quemaría las cejas sobre los antipáticos libros de texto, si era preciso; pero los Alcor volverían a ocupar el prominente rango que les correspondía, dejando de estar obscurecidos en Arenas del Mar y de ocupar un lugar secundario junto a algunos advenedizos como los Gabelas, que eran a la sazón los que regían al pueblo, más tiránicamente que si fuesen señores feudales, que entre el caciquismo de las aldeas y el feudalismo medioeval optamos por éste. La noble sangre de los Alcor, pospuesta a la ralea de los Gabelas y a otras parecidas, era cosa que sublevaba y enardecía el ánimo del buen don Pascual, que había heredado y llevaba arraigado en lo más hondo de su ser eso que se ha dado en llamar “prejuicios de casta”. Era una fiebre de noble ambición la que le poseía; él ocuparía un lugar sobresaliente en la política y en los estrados; él se haría rico para volver a adquirir los bienes que fueron de sus ascendientes, y logrado esto, cuando llegase la vejez, se retiraría cargado de honores y riquezas a pasar los últimos días de su vida en su casa solariega de Arenas del Mar, usurpada por los Gabelas, o en otra moderna que haría construir con la traza de la vetusta, si no se la querían vender. Desde allí extendería su influjo benéfico y patriarcal a todo el pueblo, a aquel pueblo que sus antepasados, regidores perpetuos por juro de heredad, habían gobernado con pulso seguro y paternal.

Estudiaba el joven Alcor el primer año de Derecho cuando le sorprendió la muerte de su virtuosa deuda. La buena señora legó a los huérfanos su corta hacienda en propiedad y por partes iguales. Don Pascual, que había sido llamado con premura, regresó a la capital universitaria a reanudar sus estudios cumplidos los deberes funerarios para con su bienhechora. Mas he aquí que a los dos años escasos de este fallecimiento, y meses después del casamiento de su hermana con el hortera Romualdo, el estudiante se enamoró durante unas vacaciones “como un rocín”, según frase suya posterior, de una chica del pueblo de linajuda familia y criada en finos pañales, pero de fortuna nula. Estaba dotada la joven, a quien en la pila impusieron el nombre de Emilia, de una serena y suave belleza y de gran donosura, y todo ello fué causa de que tan fuerte le entrase a don Pascual el pijotero amor, que una noche, sin encomendarse a Dios ni al diablo, raptó a su novia y se la llevó a una casa de labor de su propiedad, pues el padre de aquélla, con muy buen acuerdo, opinaba que eran muy jóvenes para casarse y que antes de nada debía el mozo terminar la carrera y labrarse un porvenir. A los pocos días de hacer los fogosos enamorados vida marital en el campo, conseguida la autorización paterna y llenados los trámites legales y canónicos, don Pascual y doña Emilia oyeron en dulce amor y compaña la epístola de San Pablo.

La luna de miel hizo que don Pascual enviase enhoramala al Digesto, a la Instituía, a la ley de las Partidas y al Fuero juzgo, a la par que a Justiniano, a Triboniano, a Gayo, al Rey sabio y a otros enfadosos jurisperitos, pensando, sin embargo, renovar su trato con ellos y reanudar sus estudios después que aquélla pasase y se fueran apagando las fogosidades nupciales. Como la pequeña fortuna que poseía, entre la mitad de la herencia de la que fué su tutora y la mitad de las vinculaciones que poseyó su padre, no le permitía trasladarse a vivir con su esposa a cualquier ciudad donde tuviese su asiento una Universidad, pensaba estudiar en el pueblo por su cuenta e ir únicamente a examinarse. Pero antes de que finalizase la luna de miel, su esposa le obsequió con un robusto y precioso rorro. Esto aumentó, como es natural, las necesidades familiares; los quebraderos de cabeza del vivir cotidiano, el tener que alambicar para que su escaso patrimonio produjese lo suficiente para cubrir las atenciones de su casa e ir tirando, le fueron impidiendo, año tras año, en los primeros de casado, estudiar ni ir a examinarse. Imposible continuar la carrera. Don Pascual se vió encadenado de por vida a la monótona y mediocre vida pueblerina, y tuvo que renunciar, con harto dolor de su corazón, a los sueños que durante tanto tiempo acarició sobre el engrandecimiento de su casa. En el pueblo no había horizonte para nada, y ya no tenía esperanza de salir de él. Entonces comprendió el gran e irreparable error que había cometido casándose tan joven y fuera de sazón, lo sensato hubiera sido reprimir las vehemencias de su corazón y aplazar el matrimonio hasta buscarse una posición desahogada por medio de una oposición o del bufete. Media docena de años, que la elegida de su corazón habría esperado de buen grado, hubieran quizá bastado para cambiar por completo la decoración de su vida. Aquel precipitado enlace había matado su porvenir; su impaciencia e impetuosidad lo habían echado todo a rodar; imposible retroceder ya; era necesario renunciar para siempre a volar, pues la vida, implacable, le había cortado las alas a cercén. Jugarretas como ésta tiene muchas el vendado niño de la aljaba a su cuenta.

Resignóse, ¡qué remedio!, a dar el adiós a sus sueños dorados; pero como el hombre no puede vivir sin una esperanza que alimente su corazón, cifró ésta en aquel tierno infante que la Providencia le había concedido para perpetuar su esclarecido linaje. Este realizaría la empresa que él no pudo acometer: restaurar el esplendor de la casa de los Alcor, sacarla de la postración y pobreza a que se hallaba reducida.

Los cuidados y deberes de la paternidad constituyeron desde entonces la medula de su existencia. A la enseñanza y educación de su vástago, de su Periquín, dedicó toda su atención, todos sus desvelos. En su hijo se compendiaban y resumían todos sus cariños e ilusiones. Todo cuidado era pequeño para que no se malograra aquel muchacho llamado a tan elevados destinos, a cumplir una misión gloriosa y sagrada, la más gloriosa y sagrada para los de su familia, la restauración del brillo y fulgor de los Alcor, de aquel viejo y noble apellido que yacía postrado y obscurecido. Para quien hacía un culto de su prosapia, era esto de una importancia excepcional y grandísima. A la consecución de estos fines dirigió don Pascual, todos sus esfuerzos, procurando templar la voluntad del chico, cultivar su imaginación en embrión inculcándole sus pensamientos y hacer germinar en su espíritu la con ciencia de los deberes a que venía predestinado. Era preciso que arraigara en el joven la idea de que él era d llamado a ser el Mesías, el Salvador de su apellido, y que a esta misión debía sacrificar todos los anhelos de su vida futura. Sí, su hijo redimiría a los Alcor del cautiverio de la pobreza y legaría a su descendencia bienes sobrados para que los que llevasen el ilustre apellido lo pudieran ostentar con el debido lustre y dignidad y no se viesen nunca en la precaria situación en que él se veía.

Don Pascual hacía una vida muy retraída; su altivez hidalga no le permitía ser comparsa ni satélite de nadie en aquel pueblo en que sus ascendientes habían reinado, por así decir, como reyes absolutos. ¿Cómo mostrarse públicamente en posición inferior a la de aquellos condenados,Gabelas? Además, los señoritos de pueblo no suelen hacer más que tres cosas: beber vino, jugar al monte y calumniar a las señoras. Don Pascual era «lo bastante culto y recto para no solazarse con estos punibles y embrutecedores entretenimientos. Entre la administración de sus bienes y la educación de su hijo, consumía su tiempo. Todas las enseñanzas que adquirió en sus estudios, y aquellas otras, menos teóricas, pero mucho más prácticas, que aprendió en el libro de la vida, en donde tan pocos saben leer, las transmitía a su hijo, incluso sus conocimientos de genealogía y heráldica, en que era muy versado, pues conocía al dedillo y ce por be los árboles genealógicos de todas las familias insignes de la comarca y la significación de los cuarteles de sus escudos nobiliarios. Era esencial que un descendiente de un primo segundo de Chindasvinto, poseyese esta clase de conocimientos. Don Pascual enseñábale también el arte hípico y el venatorio: un joven noble tenia que ser buen cazador y mejor jinete.

Doña Emilia, su mujer, excelente y virtuosa señora, inculcaba por su parte a su hijo acendrados sentimientos religiosos, moldeando cristianamente aquella tierna alma.

Ambos esposos, cuya vida conyugal transcurría sin grandes borrascas, se querían y eran felices con aquel hijo, que llenaba por completo sus vidas.

Era bueno e inteligente el adolescente; por ello, su espíritu estaba abonado para que arraigasen aquellas enseñanzas y el padre pudiese hacer de él el caballero sin tacha que anhelaba y la madre el fiel cristiano con que soñaba. Rebosaba el gozo por todos los poros de don Pascual, viendo que aquel su adorado hijo único reunía condiciones para la realización de la magna y ardua empresa a que lo destinaba; mas poco duró este inmenso contento: escrito estaba que sus ilusiones quedasen perpetuamente fallidas. La muerte impía arrebató del mundo al joven Alcor, en ocasión de hallarse en la capital de la provincia, para hacer en su Instituto la reválida del bachillerato. Una fiebre de carácter tífico tronchó aquella lozana existencia, pletórica de savia, y dejó sumidos en el mayor desconsuelo a sus padres.

Tan rudo golpe abatió por completo a don Pascual; con su único hijo desaparecía aquella esperanza que bahía sido norte y sostén de su vida, y que durante tantos años había acariciado: la restauración del esplendor del linaje Alcor. No sólo no se efectuaría ya esta restauración, sino que hasta el mismo linaje se extinguiría miserablemente con él. Su sobrina Rocío, única del apellido, lo llevaba ya en segundo lugar; los hijos de ésta lo llevarían en cuarto, y pronto en su descendencia, por la ley inexcusable y fatal de la trasmisión del apellido en las hembras, ocuparía tan retirado lugar, que acabaría por perderse hasta el recuerdo de su existencia. ¡Lástima de linaje! Don Pascual no se conformaba, no podía resignarse a que desapareciera para siempre un apellido tan ilustre, que sus antepasados habían colmado de gloria, con sus tizones, unos; con su Piedad ejemplar, otros; con sus privilegiadas mentes, esotros. Más quizá que la pérdida del solo ser sangre de su sangre sentía esta cruel consecuencia de tal pérdida, si don Pascual hubiera tenido sobrinos varones, con el apellido Alcor en primer término, su dolor se hubiera mitigado bastante y no hubiese alcanzado tan inmensa y desconsoladora magnitud. ¡Pero así!... ¿Quiénes reverenciarían ya la memoria de aquellos inanes ascendientes suyos? ¿En qué pechos podía deleitar la tradición de los esforzados hechos que realizaron, para que se conservase fielmente y con el debido acatamiento el relato de tan estupendas empresas y hazañas? ¿No era desconsolador que la obra realizada durante varias centurias por los beneméritos varones de apellido Alcor se perdiera y se olvidase?

Pensaba algunas veces escribir una historia minuciosa y circunstanciada de su familia, remontándose hasta a aquel propincuo «pariente de Chindasvinto, cuyas venas estaban (henchidas de sangre real y goda, y bajar luego una a una por las diversas ramas del frondoso árbol genealógico, todas, menos la suya, extinguidas ya, y la suya seca, sarmentosa, sin jugo ni savia, a punto de caer a manos de esa cruel leñadora que es la inclemente parca. Y de esta suerte, trazar la reverente y detallada biografía de cada hoja del añoso tronco. Pero este medio, aun difundido por ese gran divulgador que es el libro impreso, no bastaría a perpetuar la memoria de tan esclarecidos caballeros, y era expuesto a la chacota y a la burla en dos tiempos presentes, tan irreverentes con las nobles tradiciones del pasado. Eran preciso corazones filiales, regados por la misma generosa sangre Alcor, para poder depositar seguras, como en un santuario, tan gloriosas memorias, y aquéllos, ¡ay!, no existían.

Otras veces pensaba si no sería posible gestionar que se concediese a su sobrina Rocío la merced de llevar en primer término el apellido materno e inculcar en ella el pensamiento del deber en que estaban sus hijos, el día de mañana, de solicitar lo propio. Su cuñado Romualdo no dificultaría con grandes reparos este plan; si fuese perder una finca, se opondría mientras alentase; Pero que se perdiera su vulgar apellido, tanto le daría. ¿Por qué sólo los hombres tenían derecho a la perpetuación de sus apellidos, y a las mujeres les estaba negado tan halagador don? En tiempos pasados no fué así; era cosa frecuente en los siglos XV, XVI y XVII que los hijos tomasen a veces el apellido de la madre, cuando era éste ilustre, haciendo caso omiso del paterno, y otras veces, si los dos eran de alcurnia, unos lujos tomaban el del padre y otros el de la madre. También era caso corriente que los poseedores de ciertos títulos nobiliarios o vinculaciones viniesen obligados, por sus fundaciones, a llevar el apellido del fundador, y muchos, al heredarlos, se veían precisados, Para no perderlos, a cambiarse el apellido. Desgraciadamente, hoy ya no se podía hacer nada de esto; lo único que aun era factible y usual, mediante un expediente burocrático y la consiguiente Real orden, era desfigurar el Pérez o García que ocupa d primer lugar, agregándole el segundo y formando con ambos un todo Indivisible, dando así origen a los Pérez de la Castaña a los García del Melonar; pero esto, según la desdeñosa opinión del famosísimo don Pascual, equivalía solo a echar vino al agua”.

Nadie llevaría ya tampoco aquel blasón, orgulloso y fiero que un rey magnánimo concedió a un su antepasado, y que quedaría como cosa fría y muerta en las páginas de los tratados de heráldica, por no encarnar en ningún ser viviente. Y don Pascual, contemplando aquella pintura antigua, obra de un adocenado pincel, que en un testero de su despacho ocupaba lugar preferente, y que con los colores heráldicos gules, sable y oro, amortiguados por la acción corrosiva del tiempo, blasonaba el ilustre emblema de su casa; viendo coronado tal blasón por un férreo yelmo con enhiesta cimera, policromos lambrequines y calada visera, y leyendo aquella desafiadora divisa de los Alcor que en él campeaba, pensaba en que pronto iría a parar a un desván de trastos inútiles o a otro sitio peor, como aquella otra vieja tela, con un glorioso escudo pintado, que una vez encontró en casa de unos aldeanos, utilizada para remiendo de un lienzo de catre y sirviendo para sustentar aquellas plebeyas humanidades y ser mudo testigo de sus más groseras expansiones y liviandades; y al imaginar estas probables profanaciones sentía sus ojos nublados por el llanto. ¡Oh, qué triste fin tenían siempre todas las vanidades terrenales, aun aquellas más nobles y santas, como a don Pascual se le antojaban las genealógicas y heráldicas!

Era una extraña e inofensiva manía, en un hombre tan equilibrado, ponderado e inteligente, ésta que tenía por las pretéritas grandezas de las nobles estirpes. Sólo en este punto exageraba y sacaba de quicio y de sus naturales proporciones cosas e ideas. Lo más triste del caso, era que cuanto más cercano veía su fin y el de su apellido, más se acentuaba su culto al ayer de los suyos, como si comprendiese que eran los últimos tributos que habían de recibir. Y cuanto más viejo iba, más extremaba su religiosa reverencia, su entusiasta veneración a aquellas apolilladas ejecutorias y a aquellos pergaminos de parda escritura, que conservaban la relación de tas grandezas de su casta y que en su caja de caudales ocupaban el lugar que ocupan en otras los talonarios de cuentas corrientes y los títulos de propiedad. Este sacerdocio del pasado, tan reverentemente ejercido, era algo respetable y grande, que perdía los tintes del ridículo, en un hombre tan bueno, justo y ecuánime como don Pascual.

Era caso singular que aquel caballero, que al fin y a la postre no era más que un modesto hidalgo de gotera y que no había recibido, ni esperaba recibir, ninguna clase de bienes materiales, mercedes ni bienandanzas. Por la nobleza y limpieza de su sangre, velase por los fueros de la llamada sangre azul y por las prerrogativas de la nobleza mucho más que algunos empingorotaos nobles, que deben al nombre que heredaron cuanto son y valen y que, sin embargo, nada hacen por el realce y justificación de su clase. El buen señor era en este aspecto más papista que el papa.

¡Pobre don Pascual de Alcor y de otras hierbas, todas ilustres, pues, a cuál más noble, de sus cuatro abodorios!

La Fatalidad había sido bien cruel con nuestro héroe, el el cual, a partir del rudo golpe de la pérdida de su hijo, se encerró aún más en su ostracismo; rara vez salía de su hogar, y como no estaba en la mejor armonía con su cuñado Romualdo desde que éste contrajo nuevas nupcias, ni a su sobrina Rocío, única de su raza, veía, a no ser que casualmente la encontrase, pues ella también tenía la formal prohibición de su padre de ir por casa de su tío.

Don Pascual se pasaba días enteros en su vivienda sin hablar con nadie, abstraído en sus acerbas ideas, pensando en las musarañas o, inconsciente, sin pensar en nada...

Los pueblos son unos pozos sin fondo. El que cae en uno, se va hundiendo cada vez más. Las inteligencias en la inactividad crían verdín; la de don Pascua! se enmohecía por el desuso. Algunas veces decía:

—Tengo que hacer un esfuerzo y reflexionar sobre cualquier punto, para convencerme de que aun soy un ser medianamente inteligente y susceptible de pensar. Oigo rechinar a mi pobre meollo al sacarle de su inercia y ponerse en marcha, pero, en fin, aunque penosamente, todavía anda.

Nada le interesaba ya. ¿Qué le podía interesar? Tampoco el cuidado de su hacienda le preocupaba. ¿Para qué? Se le daba ya una higa de su capital y aun de todos los tesoros de Creso; ¿para qué le servirían, si no podían dar ya lustre a la noble casa y solar de Alcor, condenada fatalmente a morir con él? Cierto que había deseado bienes, pero no fué por codicia, ambición ni vanidad, sino para dorar sus amados pergaminos, para que su descendencia, los Alcor venideros, pudieran ostentar con dignidad el rancio apellido y no tuvieran que pasar por las humillaciones y vejaciones que él había sufrido, humillaciones que le escocían más que por él mismo, por el ultraje que suponían para su abolengo. Se daba el caso paradójico de que personalmente era modesto y sencillo, no deseaba honores ni grandezas, pero como miembro de la familia Alcor todas le parecían pocas y pequeñas. Si pudiera prescindir de su alcurnia, no le importaría ocupar el último lugar, como donde no fuese conocido; pero llevando su apellido, como un penacho de gloria, no se avenía sin gran sufrimiento a estar en papel secundario.

Don Pascual no encontraba ya en su hogar la plácida alegría, la sedante tranquilidad de otros tiempos. La mejor armonía no reinaba, después de tantos años de casados, entre los cónyuges. Aquellas dos almas, bondadosas y elevadas, que se habían amado serenamente mientras existió el hijo, vivían ahora en perpetuo desacuerdo y discordia. La culpa era de la excelente esposa. Aquella terrible e irreparable desgracia había trastornado la débil alma femenina y había ensombrecido aquella noble mente. Su carácter se había transmutado de alegre en sombrío. Los firmes sentimientos religiosos de doña Emilia se habían exacerbado y perturbado con el infortunio. Juzgaba la buena señora que la pérdida del adorado hijo era el castigo divino de aquella falta que en la juventud cometió fugándose de la casa paterna con el que entonces era su novio. Sí, ellos se habían burlado de todas las leyes divinas y humanas, poniéndose a Dios y al mundo por montera, y aquel nefando desacato había atraído la cólera celeste sobre el inocente muchacho, engendrado quizá en el pecado, cuando aun su unión no había sido santificada. Aquel correr, aquel precipitarse a los goces carnales, atropellándolo todo y sin temor a mancillar las venerables canas del caballeroso padre de doña Emilia, a quien el disgusto y el escándalo abreviaron la existencia, no podía quedar sin justo y providencial castigo. Todo se paga en la misma vida; la culpa y la pena se engranan siempre en nuestros días. Aquel ser, carne de sus entrañas, concebido a espaldas de la ley de Dios y fruto de una pecaminosa licencia, había de ser la víctima propiciatoria, el instrumento de que la Providencia, justiciera y vengadora, había de valerse para hacer sentir su vindicta. Y ¿quién, sino don Pascual, la había inducido y arrastrado a inferir al cielo aquel imperdonable insulto, y a su padre aquel ignominiosa baldón? ¿Quién la sedujo y encendió su sangre hasta hacerle olvidar los más sacratísimos deberes? Por la liviandad de él habían escarnecido a la religión, a la sociedad y al pobre autor de sus días. Aquellas deleitosas dádivas anticipadas, aquel gozar en el pecado, aquel recrearse y enfangarse en el placer antes de que la Iglesia, mandataria de Cristo, legitimase sus amores, era un repugnante y monstruoso agravio a las enseñanzas del dulce Rabí, que todo inmaculada pureza se sacrificó por nosotros. Sus piadosos padres le habían hecho conocer y amar al buen Dios, y ella, a pesar de conocerle, había vendido a aquel Dios, Omnipotente y Todopoderoso, por unas efímeras caricias adelantadas, por la satisfacción de unos groseros apetitos. Y toda esta ignominia, toda esta vileza, cayó sobre ellos por obra de aquel empecatado y endemoniado marido, incapaz de continencia ni de castidad, que la encenagó en la culpa. Doña Emilia sentía un invencible horror, un profundo rencor, por el que consideraba autor moral de su desdicha. El dolor sacudió tan fuertemente las fibras de todo su ser, que la conmoción alteró la quietud de su apacible fondo religioso; el sedimento de unas enseñanzas religiosas mal digeridas había enturbiado, al removerse, la cara y serena agua de su bondad nativa, perturbando y dislocando sus ideas. Padecía monomanía religiosa. Se pasaba la vida en la iglesia, siendo el terror de confesores y sacristanes; asistía a todas las ceremonias y solemnidades y fomentaba el culto, inventando sin cesar novenas, triduos y toda clase de devociones. Se imponía ayunos, cilicios y otras duras penitencias. Quería borrar de su carne la huella de aquellos lejanos y degradantes pecados, purificándola en el sufrimiento. Se consideraba maldita, y deseaba aplacar con rezos, preces y jaculatorias la justa ira de la Divinidad, que ella se representaba rencorosa y fiera, la antítesis del Mesías, redimiendo sus faltas con el suplicio y el martirio de aquel cuerpo que se deleitó en los inmundos e impuros goces terrenales. Su salvación eterna era su norte, a ella encaminaba todas sus acciones y palabras, así, además de la eterna bienandanza, podría gozar de la presencia del alma pura de su idolatrado hijo, que los inescrutables designios del Hacedor privaron de vida para que rescatase, sin duda, las almas de sus padres, despertando en éstos el sentimiento de sus culpas.

Y esto era otra causa de desavenencia entre los esposos: don Pascual permanecía sordo a aquel claro y terminante llamamiento, el fuerte aldabonazo le había dejado inmutable, continuaba haciendo su vida ordinaria, sin procurar la remisión y perdón de sus pecados. Contumaz y relapso, rara vez iba por la iglesia parroquial, no se imponía la menor penitencia ni hacía nada por su salvación. Iba por lo tanto a ser estéril aquella llamada a tanto precio pagada, pues costó la existencia de su hijo; estéril para el padre, que se condenaría irremisiblemente sin abjurar de sus errores; estéril para ella, que se condenaría también por no poder presenciar con tranquilidad la contumacia del marido.

Don Pascual, cuyos ascendientes fueron católicos a machamartillo, sin mezcla de sangre infiel ni judía, según se hacía constar en las informaciones de limpieza de sangre de su casta, era fiel observante de los preceptos del decálogo divino y verdadero creyente en su fuero interno; pero por apatía era tibio practicante de los actos externos del culto. Algunas misas los domingos y fiestas de guardar, no todos ni todas; ayunos, sólo los Jueves y Viernes Santos, y asistencia a las procesiones del Corpus y de la Patrona, estas eran todas las manifestaciones de su religiosidad. Esto, a juicio de su costilla, era bien poca cosa, y menos en un hombre que pecó tan gravemente, cuyas malsanas culpas acarrearon tan tristes consecuencias y a quien la Providencia se había dignado mostrar tan claramente el camino a seguir.

Según su fiscal, en don Pascual concurrían aun las agravantes, que hacían más imperdonables tales faltas de fervor religioso, de que había sido educado cristianamente, de que en sus padres y tutora no vió más que ejemplos de gran virtud y piedad, de que conocía el dogma y estaba impuesto en él, pues Dios le había hecho la merced de dotarlo de inteligencia y de que forzosamente tales circunstancias debían haber formado en el una conciencia religiosa. Tratárase de un individuo criado en la irreligiosidad y en la corrupción de costumbres, que no hubiera visto más que muestras de descreimiento o tibieza y fuese más excusable su conducta; pero en don Pascual, dados sus antecedentes de familia y de niñez, no había disculpa admisible. Conocía a Dios y le negaba, luego era un miserable renegado, un réprobo.

A juicio de su monomaníaca esposa, don Pascual era un hombre despreciable que encendía una vela a Dios y otra al diablo, o quizás ambas al diablo. Un hereje, un perfecto hereje, que no tenía más de cristiano que el santo nombre que le impusieron en la pila bautismal y que había sido causa de la pérdida de aquel capullo de hijo. Tal vez, renegando de la fe de sus padres, había firmado con Satanás alguno de esos infernales pactos que cuentan viejas consejas. Había veces que su esposa, sobrexcitada y visionaria, juraría que sus pies tenían bajo el calzado toda la apariencia de pesuñas de macho cabrío, que en la frente le apuntaban dos diminutos salientes en figura de cuernecillos, y que irradiaba su persona una endemoniada peste a azufre. Huía de él como del Enemigo malo, temerosa del contagio averno, por aquella peste de incredulidad de que en su opinión adolecía don Pascual. Había hecho trasladar su alcoba al otro extremo de la vivienda de donde dormía su marido; procuraba no tropezarle en la casa, evitando el menor roce o contacto, y casi no le dirigía la palabra, y cuando lo hacía, era para opinar todo lo contrario de lo que opinaba él. Aunque don Pascual procuraba revestirse de paciencia, terminaba frecuentemente por agotarla, con todos estos pequeños alfilerazos, y entonces eran las fieras pelazgas.

Ya se sabía: empezaban a yantar, y doña Emilia, que no era precisamente doctora en catequética, todo se volvía indirectas y pullas a las supuestas maldades de su esposo, sin mirarle ni dirigirle directamente la palabra, sino valiéndose de la zafia criada que les servía la frugal comida o sin valerse de nadie, monologando en voz alta.,Si don Pascual callaba, malo; si chistaba, peor. Si él decía algo, ella le llevaba resueltamente la contraria. Don Pascual opinaba rojo; ella, amarillo. El, pares; ella, nones. El de Alcor, al principio, aguantaba resignadamente el chaparrón de vayas, mirando compasivo a la que compartió su tálamo; pero esta conmiseración excitaba aun más a la infeliz señora, que volvía a la carga con redoblado ímpetu, y como el hidalgo era hombre de no muy paciente carácter, al cabo concluía por amostazarse y perder los estribos, y arrojando fieramente la servilleta sobre el plato, lo echaba todo a rodar y ponía a su compañera como hoja de perejil, con estos tamaños insultos: chocha, beata, insoportable y chinche. No se arredraba la dama en su fiereza apostólica, y aquí, era entonces el verter sobre el marido los epítetos gruesos: malvado, Barrabás, condenado, Judas, hugonote, Lucifer y todo el repertorio de nombres y términos que envolviesen la eterna condenación. Tan terribles tracamundanas terminaban invariablemente yéndose la esposa a la iglesia, deshecha en llanto y mascullando entre dientes:

—¡El impío renegado! Cuanto hago para traerle a la de Cristo, es tiempo perdido. Ese se condena, y por su causa me condeno yo también. Me ha privado de mi hijo en esta vida y me va a privar de él también en la otra. ¡Señor, ya que se condene que sea él sólo y que no arrastre a esta tu humilde esclava! Ahora habré de confesarme otra vez, por haberme dejado poseer de la ira. Dadme paciencia, Señor, para soportarlo y llevar esta pesada cruz. ¡Qué duro es, Dios mío, tener que convivir con un enemigo de tu reino!

Don Pascual, a su vez, quedaba rezongando:

—¡La vieja beata, quisquillosa e intolerante! ¡Está insoportable de gruñona y gazmoña!

Pero pronto, pasado el acceso de furor, razonaba más cuerdamente:

—¡La pobre! ¡Chochea! Desde nuestra desgracia no anda bien de la cabeza. Todo se le antoja pecado, y en todo ve la mano de Satán, que procura su perpetua perdición. Su mente enfermiza se ha forjado un erróneo concepto de Dios; su Dios es un Dios siempre con el palo levantado, esperando la falta para dejarle caer. Y quién sabe... Yo mismo acabaré por contagiarme de esta insania y formarme una idea de Dios pequeña y ruin. En los pueblos todo se empequeñece, hasta el concepto de Dios.... los horizontes son tan limitados... Pero no será, por ventura, una prueba de la magnanimidad de Dios el procurar queden saldadas las cuentas en este pícaro mundo, para no tener que imponer castigos en el otro... En verdad que voy ya para viejo y he visto pocas malas acciones que, tarde o temprano, no queden en esta vida sin el adecuado y providencial correctivo. Y muchas veces he podido observar los largos e intrincados senderos que la Providencia ha recorrido para restablecer a su verdadero ser lo que la maldad alteró o para devolver a sus legítimos dueños o descendientes el despojo de que fueron víctimas. He visto extrañas coincidencias y raras compensaciones que semejaban restituciones, y que hasta tal punto eran justas, que sólo un ser omnividente y omnisciente es capaz en su suprema sabiduría de concebirlas y combinarlas... Mi mujer ve en la muerte de nuestro adorado hijo el castigo de nuestra juvenil falta y un providencial aviso para que volvamos los ojos a El. ¿Tendrá razón Emilia? ¿Serán estas crueles e inesperadas desgracias divinas advertencias? Mas fuese injusto hacer que recaigan las culpas sobre un ser inocente, que no delinquió... Desde el punto de vista de mi mujer, el castigo no ha caído sobre el ser inocente, que por su inocencia se salvó y goza la presencia de Dios, sino sobre sus culpables padres, que lloran su ausencia... Y aunque el castigo haya recaído sólo sobre nosotros, ¿no sería desproporcionado Para tan venial culpa? No debe serlo; acordémonos del rigor con que Dios, por un pecado semejante, castigó a Adán y a Eva, en ellos y en sus descendientes, y aquí tenemos ya la pena gravitando sobre la descendencia. Pero el pecado de Adán fué más de rebeldía que de otra cosa... Y el nuestro, ¿no fué también de rebeldía contra su ley? El mundo juzga con indulgencia y lenidad, sobre todo en el hombre, las infracciones del sexto mandamiento, mas la Historia Sagrada nos demuestra que son este género de pecados los que más atrajeron la cólera divina... Mi razón se pierde en este intrincado laberinto; pero sí, parece que el Hacedor procura que en vida se rediman y purguen nuestras faltas... Entonces, ¡ay!, de aquellos a quienes la justicia del Supremo Juez no alcanzó en este valle de lágrimas; ello es señal de que sus punibles culpas son de tal entidad que habrán de purgarlas perdurablemente tras de la muerte; pero aun así, sus maldades serán, a la larga, deshechas, y la verdad y la justicia recobrarán su solio, quizá ellos, no lo verán, pero sí su descendencia, que llevará, sin saberlo, el pesado fardo de las anteriores culpas... ¿No podría también Dios haberme castigado con la pérdida del único heredero de mi nombre por mi vanidad y estúpido orgullo al hacer una idólatra religión de la rancidez y nobleza de mi linaje? ¿Haciendo que éste muera en mí no querrá probarme que sólo El es eterno y que nada fuera de El merece estos desmedidos cultos? ¿Que sólo en El hay grandezas y que a El sólo debemos humilde postración?... Esta es la perniciosa influencia de tener a mi lado una vieja loca; ya estoy yo discurriendo como discurriría ella... En fin, dejemos estas complicadas pamplinas teológicas.

Y don Pascual, cortando por lo sano y echándolo a barato, dejaba en este punto la embrollada madeja de tales pensamientos, que la cortedad de la humana inteligencia no permite desentrañar, y cesaba de soliloquiar, no sin antes formar firme propósito de hacer grande acopio de santa paciencia, para evitar trifulcas con su esposa, ¡la pobrecilla! Mas tan reiteradas y buenas intenciones no eran obstáculo para que, dejándose llevar de su genio vidrioso, antes de veinticuatro horas hubiera surgido otra marimorena entre ellos.

La triste consecuencia de la sañuda y áspera acometividad de doña Emilia, era que a cada momento traía a la mente de don Pascual el doloroso recuerdo de aquel ángel tempranamente perdido, que al volar al cielo se llevó todas las alegrías y esperanzas del desdichado caballero. No, no era nada feliz la vida de don Pascual. El único ser que le podía haber endulzado el resto de sus días, la que fué cariñosa amante, esposa modelo y compañera animosa, se había trocado después del luctuoso trance en su más irreconciliable e irreductible enemiga. Era un enemigo de toda hora, de dentro de casa, contra quien no se podían esgrimir armas. Su entrecejo fruncido, su hosco ceño, su hostil gesto y sus palabras punzantes hacían que en la inteligencia del afligido esposo brotase a cada paso la reflexión de la causa que motivaba aquella perturbación del raciocinio de la cuitada señora, que se resolvía en franca e injustificada hostilidad para con él, y con esta reflexión, Por una natural concatenación de ideas, acudía la recordación de su irremediable infortunio, con lacerador Martilleo. Cada desprecio, cada huida, cada ademán Provocador, cada expresión cáustica o mordaz de la trastornada dama, se traducía para su marido en la obsesiva visión del cadáver del hijo, tal como lo besase momentos antes de ser enterrado, y esta imagen, que le ponía escalofriado, no le abandonaba ya fácilmente. No, no era nada alegre en verdad, la existencia del desventurado hidalgo.

—¡Ay, sobrina!—decía a Rocío, las pocas veces que el acaso los juntaba—. ¡Qué inclemente ha sido la vida para conmigo! El dolor y este ambiente letal han entenebrecido el cerebro de tu tía, que se ha llenado de sombras y negruras. El dolor todo lo trastorna. Tu infeliz tía se ha forjado la imagen de un Dios, cuyos atributos fuesen la espada flamígera de San Miguel y el rayo de Júpiter tonante, y juzgándome empedernido pecador, no cesa de amenazarme con la cólera armada de este formidable Jehová. Y así, no deja que mi imaginación abandone un punto la triste rememoración del bien perdido. Los fríos de esta mi prematura senectud, que ni un solo rayo de sol caldea, se han convertido para mí en un anticipo de esas mansiones estigias, sedes de dantescos suplicios, a que mi mujer me condena por toda la eternidad.

Don Pascual, cuyos invariables soliloquios, después de cada disgusto conyugal, versaban sobre los puntos, abstrusos y recónditos unos, y amargos y penosos otros, que hemos indicado en el que queda transcrito, cuando ponía repentino punto a sus divagaciones, paseaba un rato a grandes zancadas por el comedor, hasta que calmado un tanto su enfado con el deambular, e impotente para descifrar aquellas que él llamaba despectivamente “pamplinas teológicas”, aunque otra le quedaba en lo más hondo, bajaba a su despacho, y sacando de su ferrada caja las amadas ejecutorias, se entretenía, como único lenitivo a su pesar, en hacer los árboles de costados que unían a su familia con la de los Pérez del Pulgar, con la de los Fernández de Córdoba, con la de los Alvarez de Toledo o con la casa de Medinacelli, descendiente del infante don Fernando, conocido por el de La Cerda, que con todas cuatro gloriosas estirpes estaba lateralmente ligada la suya, a creer sus ingenuas aseveraciones.

Mientras tanto, la malaventurada esposa, puesta de hinojos sobre las duras losas del templo parroquial, ante el crucifijo de uno de los altares, se aporraceaba fuertemente el hundido pecho, gimoteando, arrepentida y contrita de su colérico arrebato:

—¡Perdonadme, Señor!—exclamaba compungida—. Nuevamente he pecado; otra vez he faltado a tu sabia ley y, entregándome a la furia, he insultado con saña que me diste por compañero. Señor, dotadme de calma para que presencie sin sublevarme el horrible sarcasmo de su irreligiosidad, de su punible indiferencia, de su criminal apatía... Señor, apiadaos de mi; haced que mi esposo no sea la causa de mi perdición... Atraedle, para que mi vida deje de ser un sufrimiento y un Pecar continuos... Iluminadle, mi Dios... Haced que en su corazón vuelva a resplandecer la fe de sus mayores... ¡Tened misericordia de esta mísera pecadora, Señor mío! ¡Intercede por tu sierva, Virgen Santísima!

Aquella noche, que era la de la festividad de la Virgen del Carmen, doña Emilia se había mostrado, durante la cena, más tratable y complaciente que de ordinario con su marido; la asistencia de éste a la procesión, celebrada por la tarde en honor de la Patrona, la había desarmado en parte y había reducido su fiera acometividad. Sin embargo, no dejó de decir, mientras la sirvienta retiraba los manteles, como pensando en voz alta y sin fijar la vista en don Pascual:

—Parece que algunas personas que han vivido en el error, escandalizando a las gentes, empiezan al fin a darse cuenta de cómo deben cumplir sus deberes para con Dios y la Religión. Lo que es necesario es que esa conducta perdure y no sea gana de farolear con la función, y que, si verdaderamente están arrepentidas de sus muchas y graves culpas, confiesen y comulguen devotamente y se impongan mortificaciones por vía de expiación.

Su esposo la contemplaba sonriendo con benignidad. ¡Lástima de mujer! Examinaba compasivo aquel rostro que un día fué bello y que hizo latir apresuradamente su corazón. Recordaba cómo era antes de morir su hijo. ¡Qué estragos hacen el tiempo y el sufrimiento trabajando de consuno! Era la sombra de la que fué. ¡Cuánto había cambiado! ¡Cuánto había cambiado él también! ¡Cuánto había cambiado todo, a lo menos para él, desde entonces! De pronto su mirada quedó inmóvil y dura, la profunda arruga de su frente se fué acentuando, su entrecejo se fué frunciendo, su cara adquirió pronunciada adustez: la siniestra (visión del hijo muerto se alzaba en su mente. Unos minutos permaneció estático, la mirada extraviada y sombría; después se pasó la mano por la frente, como queriendo desterrar aquella macabra imagen, y tomó un periódico para acabar con su lectura de oxear tan negras alucinaciones. Había sido de alta y arrogante estatura, cenceño de carnes, de nariz aquilina, mirada penetrante y ademanes reposados y señoriles: un real mozo; pero aunque escasamente rayaría en los cincuenta otoños, parecía un setentón, por el pelo blanco, el cuerpo encorvado y macilento y el andar pausado.

Su consorte había cogido una labor de aguja, y mientras los dedos, con la agilidad de la práctica, iban mecánicamente entrelazando puntos, rezaba entre dientes el santo rosario.

Transcurrieron así unas horas, cuando unos sonoros golpes que dieron en la puerta de la calle, y que retumbaron en toda la casa, turbaron el silencio y la paz monacal de aquella apartada vivienda. Los dos esposos levantaron a la par las cabezas, él uno de su diario, la otra de su labor, y quedaron un momento suspensos, Prestando atención, con la misma muda interrogación en las pupilas: ¿Quién podía ser a tal hora? ¿Qué desusada visita llegaba? Sonaron otros recios golpes; no había duda, llamaban. Sintieron a la doméstica atravesar el zaguán, descorrer el cerrojo y levantar el pestillo de la puerta, y luego un apagado cuchicheo de voces femeninas. Se levantaba ya doña Emilia, intrigada, a ver qué sucedía, cuando apareció en el dintel de la puerta del comedor la atrayente y juvenil figura de Rocío, cohibida y llorosa, seguida por Toñín y la criada de don Pascual, ávida de curiosear el porqué de aquella imprevista e inopinada visita.

—¿Qué es eso, hija mía?—interrogó, alarmado, don Pascual, por lo desacostumbrado del caso, y más tan a deshora.

—M¿padre...—empezó a articular la joven; pero en la garganta se le formó un nudo que le impidió seguir hablando; y con una explosión de trémulos sollozos, se abalanzó a los acogedores brazos de su tío.

—Tu padre, ¿ha muerto?—preguntó don Pascual, que temió fuese ésta la causa de la aflicción de la muchacha.

Pero Rocío, a quien los sollozos no le daban tregua para explicarse, movió negativamente la cabeza.

—¿Entonces...?—tornó a preguntar, cada vez más extrañado, el dueño de la casa.

—Sucede, don Pascual...—terció Toñín

Pero doña Emilia, que, con la fina intuición de las mujeres, adivinó algo de lo que debía haber sucedido, no lo dejó continuar, y cogiendo de un brazo a la atribulada doncella, le preguntó ásperamente:—¿Te has escapado de tu casa? ¡Responde, desdichada!

—Sí, tía.... es decir, escaparme...

Para qué quiso oír más doña Emilia; medio arrastró a Rocío, oprimiéndola por un brazo, a un rincón de la habitación, y allí, en voz baja, con un aleteo de labios, le hizo una pregunta seca, rotunda, brutal. Al través de sus lágrimas, miró Rocío asombrada a la vesánica señora.

—¡Tía, por favor! ¿Qué dice usted?—replicó la niña, mientras el rubor teñía de arrebol el alabastrino cutis de su rostro.

Volvió a inquirir la adusta chiflada, a quien no se convencía fácilmente:

—¿De verdad que no ha habido nada vergonzoso entre vosotros?

En las mejillas de Rocío se hubiera podido encender candela.

—¡Le juro a usted, tía...!

Don Pascual, a quien Toñín narraba ya lo sucedido, Presintiendo sobre qué versaban las interrogaciones de su consorte, levantó, agrio, la voz, interrumpiendo el bochornoso interrogatorio:

—¡Callarás ya, bruja! ¿Es así como entiendes tus deberes de cristiana?

Sosegóse la inquisitiva doña Emilia; el espontáneo estupor y el cándido sonrojo de su sobrina, habían llevado a su ánimo la convicción de que ningún desacato al sexto mandamiento habían cometido los enamorados.

—¡Dios sea loado!—dijo, santiguándose—. Tú no sabes el peso que me has quitado de encima. Temía que el demonio os hubiera tentado, y estos crímenes atraen siempre, por toda la vida, la ira divina. Personas conozco yo cuyos ojos no se secan hace ya años, por causa de una de estas asquerosas faltas.

Doña Emilia, tranquilizada de que la irreparable y horrible desgracia que presumió, no había acaecido, abrazó tiernamente a Rocío, que, confusa y avergonzada, no osaba alzar la vista del suelo. Pero a tiempo de abrazarla, doña Emilia le advirtió cariñosamente, susurrando en su oído:

—No te fíes de Toñín, hija mía, hasta que sea tu marido. Cada hombre lleva dentro un diablo. Los que parecen mejores, se dejan poseer frecuentemente por el genio del Mal.

Toñín había acabado la narración del suceso a don Pascual, quien se adelantó a la joven, diciendo conmovido:

—Sobrina, esta casa es tu casa; aunque pobres, aun tenemos para vivir y nada te faltará... No llores, ¡reconcho!, por tus venas corre la noble sangre Alcor, que mi pobre hermana te transmitió, y los Alcor no lloran jamás. Sé buena y santa, como fué ella, y confía en que desde el Cielo vela por ti. Y todo se arreglará, ¡qué diantre!

Y la apretujó entre sus enjutos y magros brazos.


* * *


Cuando Rocío vió cerrarse el portón de la casa de su Padre, una convulsa congoja le acometió, e inconscientemente echó a andar tras de Toñín, que le decía: “¡Vente!” Cogidos de la mano y sin cruzar palabra, vagaron errantes un rato por solitarias callejas, sin darse cuenta de por dónde iban, hasta que se encontraron en las afueras del pueblo. Allí se sentaron en un tronco de árbol caído. Rocío lloraba con desolación; la luna bañaba de plata su tez. Toñín la contemplaba con amorosa pasión. No hay nada tan emotivo como el llanto callado de una mujer joven y bonita, cuyos encantadores ojos columbramos al través del acuoso velo de sus lágrimas. Toñín le apretaba la mano.

Los poetas, los seres cuya persuasión es más peligrosa, han inculcado tanto la idea de la delicia que se experimenta en beberse las lágrimas de la mujer amada, que no hay enamorado que al ver llorar a su dama no sienta Un irresistible impulso de agotar con sus labios tan Cristalina fuente. Algo de esto sintió Toñín, que se aproximó a su amada. Pero Rocío le apartó dulcemente, y vislumbrando instintivamente lo peligroso de la situación, se puso en pie.

—Vamos a casa de mi tío Pascual—ordenó, al acordarse de este lugar de seguro refugio.

Y echó a andar en dirección de casa de su tío. Toñín la siguió. Y así llegaron a la vivienda de don Pascual.

La faz inocente e ingenua de Rocío no había mentido, doña Emilia hizo bien en serenarse y desechar sus temores. Rocío se conservaba pura y virginal.


* * *


Calmada un tanto la agitación de Rocío, Toñín se retiró, dejando su amor bajo la custodia de sus honrados tíos.

A poco, don Pascual pensó lo que pensó, y tomando su sombrero de paja, salió a la calle. Era conveniente arreglar aquel enojoso asunto aquella misma noche, antes de que el suceso trascendiese, se prestase a equívocos comentarios y fuese la comidilla que regodease a los numerosos maldicientes de ambos sexos del pueblo. Trabajo le costaba ir a casa de su cuñado, hacía años que no la pisaba; pero tratábase de su sobrina y había que violentar su amor propio. Rocío debía dormir aquella noche en su casa, él tenía mucho gusto en aposentarla en la suya; pero no era conveniente que saliese la muchacha de aquel modo de casa de su padre; la honra de la joven, el más inapreciable tesoro para una mujer, se pondría en entredicho por los murmuradores y andaría en lenguas de comadres chismosas.

Don Pascual iba decidido a hablar claro a su cuñado, y si era preciso a cantarle las verdades del barquero.

Llegó a la casa de don Romualdo, que se encontraba cerrada, y llamó a su puerta. Ni vinieron a abrir ni respondieron de dentro a su llamamiento. Volvió a repicar el llamador con más brío. Sintió que cautelosamente entreabrían una ventana y que alguien, que por la obscuridad no distinguió, miraba quién era el golpeador, tornando tras el examen a cerrar la ventana. Pensó que ya cerciorados de que era él, abrirían; pero transcurrieron unos minutos y la puerta pemaneció cerrada. Por tercera vez repicó sin mesura, y la casa continuó sorda a sus golpes. Entonces comprendió que no querían franquearle el paso y que era inútil aporracear la puerta, escandalizando a la vecindad. Mohíno y cabizbajo emprendió el regreso a su casa, murmurando por el camino:

—¡Qué se le va a hacer! Mañana será otro día. Consultaré con la almohada esta noche cómo debemos proceder. Mucho me engañaría si en este guisado no anduviera la mano de esa picara mujer de Romualdo... Hay padres y padres. Señor, ¿cómo permites que ciertas personas desnaturalizadas tengan hijos y se los quitas a quienes sólo vivíamos para ellos?

La interrogación, como tantas otras inescrutables de don Pascual solía hacerse, quedó sin respuesta en su mente. ¡Qué sabemos nosotros, míseras larvas de la infinita sabiduría, para poder hacer cargos al Hacedor!; sería como el que pretendiera enjuiciar con carencia absoluta de toda prueba.

Quien entreabrió la ventana y no quiso abrir la puerta al reconocer a don Pascual en el llamante, fué doña Genoveva; doña Genoveva, que, vigilante y siempre en la brecha, velaba el sueño de su marido.

V. Don Atilano

El perínclito don Atilano, farmacéutico de la villa de Arenas del Mar por juro de heredad, pues heredó la botica de su padre, era uno de esos hombres que parece se han caído de otro planeta. Don Atilano, honra y prez de la farmacia hispana, era popularísimo en toda la comarca, y tan famoso por sus peregrinas ocurrencias, que con sólo pronunciar su nombre en cualquier lugar de la provincia, asomaba la sonrisa a los labios del que le oía nombrar.

Ya muy joven, cuando cursaba la carrera de farmacia y trajinaba con los mancebos en las drogas y mejunjes de la botica de su progenitor, se distinguió por varios inventos, que elevaron su nombre a grande altura. Fué uno de ellos el de una tinta simpática, inapreciable fórmula química, que compuso para escribir con ella a su novia. Como nadie se oponía a estas relaciones amorosas, y como en tales misivas nada se consignaba que precisara recatar, no se ha podido averiguar todavía la necesidad de emplear en ellas tal invención, máxime cuando la mayoría de las cartas ardían con anterioridad a ser leídas, no por el fuego de la pasión que en ellas derramaba el doncel, sino porque su novia las acercaba tanto a la llama de la bujía, pues el calor era el reactivo de la invisible tinta, que generalmente el papel acababa por chamuscanse y arder antes de que los caracteres de la escritura se revelasen. Esto era debido, sin duda, a torpeza de la joven operante, que la tinta, incuestionablemente, era superior, aunque no siempre todo lo simpática que fuera de desear.

Terminados sus estudios, y habiendo heredado la botica por fallecimiento de su padre, casó con su novia, que era bajita y regordeta, tan bajita que decían sus conterráneos que necesitaba subirse en una silla para escupir; mas estos dichos eran sólo, a no dudar, producto de la proverbial exageración andaluza.

Al año justo de casados, aquella perinola con medias sintió los desgarradores dolores de maternidad, y poco después la comadrona presentaba a don Atilano una enclenque criatura del sexo femenino, que éste recibió con el mayor júbilo. Mas cuando estaban en estos regocijos, sintieron que la parturienta volvía a lanzar apagadas quejumbres, que pronto se tornaron en atronadores y rugientes alaridos de dolor; otra niña, que nació a poco, los producía. Nuestro hombre, con el gesto torcido, miró con algo de hosquedad al nuevo fruto de bendición. Dos chicas, una tras otra, es demasiado para quien no es buen bebedor de cerveza, y el ilustre farmacopola contemplaba con asombro y haciéndose cruces la menuda figura de su esposa, que casi no abultaba en el amplio lecho matrimonial, sin acertar a explicarse cómo de una fábrica tan pequeña podían salir los productos por partida doble. ¡Arcanos de la mamá Naturaleza!

Transcurrido otro año, su prolífica cónyuge le volvió a obsequiar con otro par de insignificantes chicas, desmedradas y feúchas. El boticario estuvo para enloquecer de desesperación: se mesó los cabellos, se dió de calamorrazos y estuvo enfermo una semana de resultas del susto y de la contrariedad.

Empezó entonces don Atilano a bascar remedio en la farmacopea moderna a aquel gracioso hábito de los partos dobles que padecía su esposa. Horas y horas se rasaba estudiando en voluminosos tratados, buscando la profilaxis de aquella singular dolencia; combinada fórmulas, ensayaba reacciones y hacía experiencias en pobres conejas de Indias. Don Atilano opinaba que sólo deben fabricarle por parejas las lentes le los anteojos, los gemelos para los puños de camisa, los guantes, los zapatos, los caballos de tronco y los guardias civiles, las la duplicación en el nacimiento de seres humanos era, a su juicio, altamente perniciosa. Convenía destejar esta absurda costumbre de su señora y de otras señoras atacadas del mismo padecimiento, lo cual esperaba lograr con el auxilio de la bendita Ciencia, esa dama que, como el ungüento amarillo, sirve para todo, y a quien se piden los más extraños servicios. Pero, desgraciadamente, antes de que estas prolijas investigaciones hubieren dado su natural fruto, otra vez, al año justo y cabal, pues para estos lances su mujer era de una cronicidad y de una exactitud matemáticas y de una puntualidad verdaderamente militar, el humanitario investigador tornó a verse padre por partida doble: dos niñas más, canijas, que aumentar a la serie. Afortunadamente para don Atilano, antes de hacer parece que hubo entre los fetos una lamentable divergencia de opiniones sobre quién había de ver la luz primero; esta discrepancia fué funesta para la madre; hubo que aperar, y en la operación perdió la vida, mientras las chicas eran extraídas con ella.

Quedó don Atilano viudo y con seis infantas, en tres tandas. De no fallecer tan a tiempo su consorte, seguramente hubiese llegado a rivalizar con San Luis en aquello de los cien mil hijos, que en él hubiera sido un innumerable ejército femenino.

No cesaron con la muerte de la puérpera las experiencias de don Atilano, pues si bien tuvieron como causa originaria el perfecto automatismo en el doble lanzamiento de prole, de aquella fecunda peonza que tuvo por compañera, el benemérito experimentador comprendió pronto que con ellas prestaba un señalado e inapreciable servicio a la Humanidad, redimiéndola de la calamidad de los partos múltiples, así es que aun cuando faltó la egoísta tazón por la cual las dió comienzo, continuó con redoblada fe persiguiendo, en bien de sus semejantes, el infalible remedio a tal azote. Con tal constancia y aprovechamiento trabajó, que no tardó mucho tiempo en encontrar lo que buscaba, descubriendo una vacuna que inyectada en las jóvenes vírgenes las preservaba de la contingencia de los partos múltiples. Don Atilano hizo gran número de pruebas en sus conejos de Indias, animal que eligió por ser el predestinado a todos los ensayos in anima vili y por la bien ganada reputación de prolíficas que gozan sus hembras, y todos los experimentos habían sido concluyentes: coneja inoculada antes de tener contacto con el macho, coneja que no daba a luz más que un conejillo, cantidad harto insignificante y exigua de críos en tal clase de animales.

El ilustre inventor proclamó urbi et orbi tan maravillosa invención, mas a pesar de ello no vendía un solo tubo de inyectable, nadie se acuerda de Santa Bárbara hasta que truena; las solteras se negaban a vacunarse ante una tan remota probabilidad, y algunas casadas, que por haber mostrado propensión a soltar mellizos, lo hubieran querido hacer, no estaban ya en condiciones de Ponerse la inyección. En vano don Atilano, llevado del fervor de su apostolado, procuraba la difusión de su invento, dando conferencias en su pueblo y en los comarcanos, en las cuales amedrentaba a sus oyentes con el terrorífico y horripilante caso de aquella ejemplar carabinera—carabinera por ser mujer de un carabinero—que en tres partos echó al mundo veintiséis rollizos rorros con excelentes condiciones de vitalidad. Asimismo publicaba anuncios en los diarios de la capital, que encabezaban gruesos caracteres, en los que se leía:


¡PREVENIROS DE SOLTERAS CONTRA EL PELIGRO DE LOS PARTOS MULTIPLES!


Las muchachas seguían sin acudir a aquel benéfico y desinteresado—tres pesetas el tubo—llamamiento que don Atilano les hacía desde los dominios científicos. Y lo que era más desconsolador para aquel hombre que había encanecido buscando la ansiada fórmula farmacopólica, la invención era tomada a chunga y chacota, y hubo gracioso que le escribió una carta haciéndole consultas escabrosas. ¡Sacrifíquese usted por la Humanidad y por la Ciencia! ¡Qué ingratitud y qué desencanto!

El médico del pueblo, después de poner en duda el equilibrio de las facultades mentales de don Atilano, ¡el muy mentecato!, negó en el Círculo virtud a la inyección, ¡el grandísimo ignorante!, asegurando, además, que de haber sido eficaz hubiera caído dentro de las drogas cuya expendición estaba penada por las le-,yes, ¡el vil calumniador! Don Atilano se puso furibundo al enterarse de los ex abruptos del galeno, le llamó medicastro, matacristianos, y hasta le designó con las cinco letras con que se nombra a uno de los animales más sufridos y pacientes y de más extensos pabellones auriculares.

El párroco del pueblo manifestó a su vez que la tal vacunación, si diese resultado, iría contra el divino mandato de la multiplicación de la especie y violentaría las leyes naturales. Don Atilano se declaró ateo, cuando llegaron a sus oídos estas manifestaciones, motejó al buen sacerdote de retrógrado y obscurantista, llamándole despectivamente cura de misa y olla y masculla latines, y desde entonces hablaba frecuentemente de la Inquisición y de Galileo.

Don Atilano había cobrado un santo horror a los números pares desde aquellos encarguitos que su difunta cónyuge, en su abundante fecundación, hacía a París. Especialmente sólo el ver el guarismo 2 le crispaba los nervios y le sacaba de quicio. En su vista nuestro ínclito boticario decretó draconianamente varias importantes innovaciones, una de ellas, la más transcendental, fué la reforma del calendario. Don Atilano fué más radical en esto que lo fueron Julio César y Gregorio XIII. De un plumazo suprimió los días pares. En su rebotica aparecía colgado un almanaque, confeccionado por él, en el cual no figuraban aquella clase de días. Los meses de treinta días empezaban el 1 y terminaban el 59; los de treinta y uno, finaban el 61. Don Atilano fechaba sus cartas:


Arenas del Mar, 5 de enero.


Esto dió lugar a muchos cómicos incidentes. El almacenista de drogas, a quien escribía le sirviera tal pedido para el 41 de mayo, interpretaba, después de devanarse largamente los sesos en conjeturas, que debía ser el 11 de junio, por aquel popular refrán que dice: “Antes del cuarenta de mayo no te quites el sayo”, y enviaba tarde la remesa, enfureciendo a don Atilano.

Otra de las innovaciones, establecida a raíz de la curiosa transformación de su calendario, fué prohibir a sus dependientes cobrasen a la clientela un número par de reales o de pesetas por la venta de medicamentos y específicos. Los que anteriormente valían dos reales, ahora tres; por los de cuatro pesetas, cobraban cinco. No se le ocurrió, sin embargo, vender a tres pesetas los de cuatro. Y es que no hemos conocido a ninguno aspirante a loco a quien le dé por perjudicarse en sus intereses, y es un dolor.

Don Atilano sustentaba la opinión de que lo par, como simétrico, es contrario a la Naturaleza, que es asimétrica por excelencia. ¡Con cuánta verdad dijo Virgilio en un hemistiquio que el número impar es grato a Dios! La antigüedad atribuía propiedades místicas a los números impares. Lo par es nefando, funesto y carece de originalidad, como toda repetición. Don Atilano, por todo esto, además de por sus particulares razones, no transigía con nada doble. Unicamente hacía una excepción con los huevos fritos. Los huevos fritos debían siempre servirse por pares; un huevo frito, solo, era una cosa inconcebible y absurda, contraria a todos los principios estatuidos legendariamente en cocinería, un hurto a los sagrados fueros del estómago. Una vez que estuvo en la capital de la provincia y le pusieron un sólo huevo frito en el almuerzo, en la casa de huéspedes donde se alojó, se indignó tanto que, no sabiendo cómo exteriorizar de un modo terminante y enérgico su protesta, se marchó sin pagar. Pero fuera de este particular gastronómico, ¡ay! de aquél que le ofreciese en venta una pareja de jarrones o de figuras de porcelana. Don Atilano, no obstante su natural pasífico, le hubiera aniquilado con la mirada a ser posible. ¡Bastantes parejas tenía él con las tres de sus hijas, nada agraciadas por cierto!

Con todo esto hay méritos sobrados para asegurar que don Atilano era un varón eminentísimo, orgullo de la tierra que le vió nacer y digno de que una péñola mejor cortada que la nuestra le inmortalizase, legando a la posteridad su encomiástica biografía. Panegírico que fuese el espejo donde se mirasen las generaciones venideras.

La tertulia de su rebotica era popular en toda la provincia, y no había labrador acomodado que llegase a Arenas del Mar, ni prohombre de la ciudad que pasase unas horas en el pueblo, que no la visitase, estrechase la mano de don Atilano y se deleitase oyéndole exponer sus donosas teorías. Y don Atilano, que, según unos, era un sabio; según otros, un sandio (nunca faltan detractores de los genios), y según los más, un chiflado, gozaba de gran prestigio y autoridad en la villa y era respetado por todos. Entre otras concausas, contribuían a este influjo: primero, su bien ganada reputación de sabihondo y hombre de ciencia; segundo, su saneado capital, pues había sabido convertir el agua del pozo de su vivienda en rico venero de monedas de cobre y plata, merced a taumatúrgicos secretos de farmacopoyesis, y tercero, la fama de influyente que desde su intimidad con Cánovas, de que pronto se hablará, gozaba en el lugar.

Don Pascual, la noche en que lo dejamos volviendo cariacontecido a su hogar, la pasó a vueltas con la almohada. El asunto era arduo y peliagudo, pues no se le ocultaba la enemiga de Genoveva a Rocío y la subordinación y acatamiento de Romualdo a los pareceres de su costilla, aunque fuesen en detrimento de su propia hija. Comprendía también que después de varios años de estar indispuesto con su cuñado, con quien nunca se llevó bien, no era la persona más indicada para suavizar asperezas ni intervenir en aquel disgusto entre el padre y la hija. Era también posible que, como había pasado aquella noche, no le franqueasen el paso en la casa de Romualdo, y sumamente probable que, aun suponiendo que llegase a hablar con éste, su intervención no hiciese más que empeorar la cuestión, por su natural violento y poco disimulado. No, no era el hombre más llamado para abordar un litigio diplomáticamente. Por todo ello decidió buscar una persona que mediara en aquel asunto. Y pasada revista a los amigos de ambas partes, se fijó, como en el más a propósito para ello, en don Atilano, el cual sabía gozaba de bastante ascendiente y predicamento sobre (Romualdo, que tenía en gran estima su amistad con el boticario, de quien era asiduo contertulio.

Tomada esta decisión, don Pascual madrugó, contra su costumbre, y fué a hablar con el farmacólogo, a quien expuso el favor que de él esperaba. Prestóse don Atilano, después de algunas excusas, a servir de amigable componedor en aquel pleito familiar, con lo cual, muy reconocido, se despidió don Pascual, que pensaba hacer otras gestiones al siguiente día en el Registro de la Propiedad, que a su debido tiempo habrán de detallarse.

Mas a punto de partir, don Atilano recomendó a su amigo, con estas juiciosas palabras, se pusiera su sobrina la vacuna de su invención:

—Rocío es más bien menudita, como lo era mi difunta esposa (que Dios halle), y ya sabes lo que para esto de los partos dobles era mi mujer. Las pequeñitas son temibles, Pascual, ¡temibles! No se concibe cómo estos seres de tan reducidas proporciones pueden albergar tan copiosos frutos; pero es así, Pascual ¡Qué misterio! Ves una mujerona alta, gruesa y fornida: pues nada, uno, y a veces, de tarde en tarde. En cambio, una bajita, delgadita y esmirriada, larga dos, tres y hasta cuatro criaturas, y se queda tan campante. Debe de ser el gran poder difusivo que tienen los seres débiles y minúsculos, en contraposición a la facilidad con que desaparecen. Son como los infusorios y protozoarios, que se multiplican infinitamente, a pesar de su tamaño microscópico, encontrando en esta abundante fecundación el medio de no extinguirse, no obstante su aterradora mortalidad. Créeme, Pascual: haz que se ponga la inyección; ya sabes que es infalible e inofensiva. Si no, ya tocaréis las consecuencias en forma de amas de cría por gruesas.

Ido don Pascual, el eminente inventor empezó a reflexionar sobre el mejor modo de desempeñar su espinosa comisión, ensayando un discurso efectista y grandilocuente, capaz de hacer mella en el instinto paternal de su amigo el ex hortera. Y planeado y aprendido uno a su gusto, se restregó las manos de contento. Ciertamente había estado inspirado don Pascual al comisionar a tan elocuente abogado la misión de interceder por Rocío.

Quedaba otra importante cuestión por dilucidar, la de la vestimenta. Un embajador plenipotenciario con poderes amplios y extraordinarios, no puede presentar sus cartas credenciales y exponer su embajada con un sencillo traje de americana, sería faltar a todas las reglas del protocolo y a todos los dictados estatuidos por la se vera etiqueta para estos solemnes actos. Era para don Atilano sumamente trascendental esta cuestión del indumento adecuado. Mas al afrontar esta magna cuestión, el ánimo de don Atilano quedó perplejo; “de tiros largos”, aunque sea irreverente expresión, no poseía más traje que el de chaquet, y el chaquet tenía su pro y su contra. Tras largo rato de indecisión, en que permaneció sumido en hondas dudas y cavilaciones, don Atilano tomó resueltamente el partido de ir de chaquet.

—¡Qué remedio!—exclamó resignadamente.

Necesario es explicar al curioso lector el porqué de estas incertidumbres en un asunto al parecer tan baladí.

Don Atilano, como se ha dicho, poseía un chaquet, esa prenda que sólo usan doctos profesores en enrevesadas ciencias, para la asistencia a sesiones de Congresos fomentadores de la cultura, y este chaquet estaba ligado íntimamente a la historia contemporánea de España, nada menos.

Nuestro boticario fué entusiasta partidario de Cánovas. Cada vez que don Antonio pronunciaba un elocuente discurso en las Cortes, don Atilano exclamaba entusiasmado, en la trastienda de su botica: “¡Qué discurso, caballeros! ¡Qué bárbaro es ese tío!”, y después de expresar tan delicadamente su admiración de exaltado e incondicional mesnadero, el buen farmacéutico redactaba un telegrama en altisonantes términos felicitando con efusión al estadista malagueño por aquella resonante victoria parlamentaria. Uno de estos despachos tuvo el honor de ser contestado; empuñaba entonces Cánovas con mano firme las riendas de la gobernación del Estado, y la contestación, aunque parecía espartana por lo lacónica, no pudo ser más expresiva y afectuosa; se limitaba a decir:


“Presidente del Consejo de Ministros.

Muy agradecido.”


Don Atilano estuvo varios días como demente con este telegrama. Se personaba en todos los cafés, tertulias y centros de reunión, metía mano a la cartera, y extrayendo de ella el papelito azul, lo blandía orgulloso por cima de las cabezas de los concurrentes. Cuando a todos sus amigos se lo hubo leído, paraba en la calle a las criadas de servicio y a los campesinos que marchaban a las rudas faenas agrícolas, y con campanuda voz se Jo recitaba. Pronto hasta los perros vagabundos se lo supieron de corrido. Entonces lo pegó en un cartón color de rosa, mandó poner a éste un marco de caña dejada y un cristal, y convenientemente preservado ya de las inclemencias del tiempo, de los desahogos de las irrespetuosas y cochinas moscas y de las posibles profanaciones de los guasones, colgó este fehaciente documento junto a su genial calendario. Las relaciones de don Atilano con Cánovas fueron, pues, bien cordiales e intimas. Por eso cuando ocurrió la sangrienta tragedia de Santa Agueda, don Atilano se creyó en el deber de escribir a la doliente viuda, haciéndose partícipe de su dolor, ¡estaba ligado por tan estrechos vínculos con el asesinado! Pero una carta de pésame es una cosa muy seria, no puede escribirse en mangas de camisa, ni menos aún con el blusón de dril que don Atilano empleaba en sus meticulosas labores farmacéuticas. En su consecuencia, el apenado canovista tomó la decisión de encargarse un chaquet, el chaquet es también una cosa muy seria, y lo estrenó escribiendo una dolorida misiva, que lloraba tinta negra desde la fecha a la firma. Tal fué el curioso origen del chaquet del boticario. Desde aquellas calendas, el chaquet de don Atilano solamente salía del fondo del arca en las grandes solemnidades: en los entierros de los concejales, en los bautizos de los hijos del sacristán, que eran a todo órgano, y cuando se hacían rogativas para implorar de la misericordia divina lloviese copiosamente tras larga sequía, actos a que por excepción, y no obstante su irreligiosidad, asistía, sacrificando sus ideas en aras de la comunidad.

No se ha podido aún averiguar las propiedades higrométricas de que gozaba el chaquet de don Atilano, mas lo cierto era que salir éste con su prenda a la calle y empezar a condensarse el vapor de agua de la atmósfera y a caer en salvadora lluvia, todo era uno. En cambio, cuando dejaba de concurrir a las rogativas, como sucedió a raíz de pelearse con el cura y declararse ateo, por los juicios que éste emitió sobre su vacuna, el beneficio de la lluvia no caía redentor sobre los sedientos campos. Rogativas sin el chaquet de don Atilano, eran rogativas baldías. Como esta coincidencia se repitiese varias veces, y como sucediese también que otras en que se mostraba a la luz el chaquet de don Atilano, sin ser con ocasión de rogativas, se produjese igualmente el fenómeno acuoso, corrió la voz de su mágica propiedad, exagerada por esa peste de desocupados y bromistas que en los pueblos existe, y la plebe, crédula de suyo, juraba con absoluta buena fe que era aquella singular prenda la que causaba la lluvia, y que junto a la Santa Patrona había que sacar en rogativas al chaquet, lo cual no dejaba de halagar los sentimientos volterianos de su propietario. Esta era la razón de que don Atilano, violentando sus creencias y haciendo dejación de sus ideas, figurase en toda rogativa.

Mas sucedió en cierta sazón, en que los campos estaban encharcados por plétora de agua, que don Atilano se vistió el chaquet, presidiendo el sepelio del primer teniente alcalde. A poco se desencadenaron los elementos, se abrieron durante cuatro horas las cataratas del cielo y Se inundó la campiña, produciéndose la pérdida total de la cosecha. Una comisión del seno del Municipio, en virtud de acuerdo tomado en sesión extraordinaria del mismo, le visitó entonces para rogarle se abstuviese de sacarlo sin previa consulta al síndico de la comunidad de labriegos y regadores, aunque ellos, según manifestaron, ofreciendo esta dedada de miel al visitado, se mostraban muy reconocidos al esplendor que con su chaquet prestaba a los entierros edilicios.

¿Compréndese ahora la justificada perplejidad de don Atilano, antes de decidir enfundar en el chaquet sus retrecheras hechuras, para evacuar aquella importante comisión que le confiara don Pascual? Prescindir del chaquet era violar las legendarias normas que preceptúan los rígidos cánones de la diplomacia, prostituyendo chabacanamente el ceremonioso ritual; era no ir revestido de la respetabilidad y de la potestad que siempre presta aquella señoril prenda, cuando tanto había de necesitar de tales atributos morales para llevar a feliz término la difícil negociación que le estaba encomendada. Con el chaquet podría exigir, tratar de potencia a potencia; sin él, solamente cabía implorar, suplicar; variaba diametralmente la posición en que se encontraría situado y se exponía a un ruidoso fracaso, Pues el encarguito se las traía. Ponerse el chaquet fuera quizá acarrear fieros males al pueblo, los predios no necesitaban agua; corría, mediado, julio, y si por San Juan dice ya el refranero del agricultor: “Aguas por San Juan, quitan vino, aceite y pan”; a aquellas fechas el estrago con la intempestiva lluvia sería mucho mayor. Si como era probable, dada la rara virtud de su chaquet, llovía, la ira popular se desbordaría contra él y contra su vestidura, que tantos y tan esenciales mantenimientos les mermaban: el pan, el aceite y el vino; la casi totalidad del sustento de aquellas pobres gentes; no era grano de anís lo que se ventilaba. Cierto que otra versión de este adagio dice: “Agua por San Juan, quita vino y no da pan", o como diría el latinista del párroco: Pluviœ importunitas sœpe nocet fructibus; pero aunque aquí no se menciona el aceite, y el pan no sale perjudicado, siempre quedaba el vino, uno de los renglones más importantes en aquel término donde tanto se cultivaban la parra y la vid. No había sido, por consiguiente, a humo de pajas la larga meditación y el repetido movimiento dubitativo de la cabeza, de aquella cabeza tan rica en masa encefálica que no llegaría a pesar cuatro adarmes. Al fin, cuando en un supremo esfuerzo volitivo se decidió a vestir el chaquet, no fué sin hacer antes una concesión al parecer opuesto, que atenuase sus efectos higroscópicos y ocultase que, infringiendo la prohibición municipal, lo sacaba sin anterior consentimiento. Encima del chaquet, para recatarlo de indiscretas miradas y para desvirtuar su poder condensador del vapor de agua atmosférico, se echó su invernal capa, de cucas vueltas de terciopelo azul y carmesí.

Así, con este extravagante atavío y con un sol de justicia, se lanzó don Atilano heroicamente a la calle, embozado hasta los ojos en su pañosa. Los transeúntes con quienes se cruzaba se quedaban mirándole espantados y estupefactos, creyéndole aún más tocado de la cabeza de lo que comúnmente solía estar, y sólo de verle pasar rompían a sudar a chorros. El día, del rigor de la canícula, era calurosísimo, y don Atilano estaba expuesto a coger un tabardillo o sanguiñuelo;.pero sin el chaquet hubiera sido entrar en liza desarmado y sin coraza, a merced de su adversario. Con su oratoria y el chaquet esperaba vencer. ¡Bien le podía agradecer don Pascual el baño ruso y el riesgo a atrapar una insolación!

Llegó don Atilano fatigadísimo a casa de don Romualdo, y le salió a abrir doña Genoveva, que, siempre avizora y alerta, a la menor llamada ya estaba en la puerta.

—¿Qué quería usted, don Atilano?

—Deseaba hablar con su esposo—articuló trabajosamente el preguntado, dejándose caer, jadeante y sudoroso, en una silla del recibimiento, adonde cortésmente lo pasara.

—Imposible, don Atilano, el pobre está muy malito, ¡muy malito! Esos bribones me lo han querido asesinar...

Y como el visitante hiciese un gesto de extrañeza, doña Genoveva continuó:

—¡Ah! ¿Pero usted no sabe?... ¿En dónde vive usted, alma de Dios? Si, aunque mi boca no ha rechistado, es público ya en todo el pueblo. Verá usted: volvíamos anoche muy tranquilos de ver el baile de la plaza, cuando al pasar por el callejón de detrás de esta casa, mi marido distinguió en la obscuridad a su hija y a ese sinvergüenza que tiene por novio, haciendo cochinerías; sí, señor, ¡cochinerías!; lo vi yo con estos ojos que han de pudrir tierra. Para eso no había querido la mala pécora venir con nosotros a una distracción honesta, para salirse de la casa en cuanto nosotros doblásemos la esquina. ¿Le parece a usted decente que una muchacha se escape a tales horas a un callejón solitario y más obscuro que una noche de truenos, para retozar indecorosamente con el novio? ¡Y para eso nos hemos desvivido su padre y yo en educarla y darle buenos ejemplos!... Al fin, de casta le viene al galgo... Porque su madre.... su madre ya sabrá usted lo que era... Todas estas señoritas de pampringada son lo mismo: mucho empaque y tiesura en paseo y luego...

—Pero, doña Genoveva...

—Nada, don Atilano—prosigió la narradora, sin tomar aliento ni dejar meter baza a su interlocutor—, yo soy más clara que el agua. Cuando habló sé lo que me digo, y mis motivos tendré. Bueno, pues a lo que iba; mi pobre marido, que es un buenazo, al ver aquello no pudo contenerse y fué a reprenderles en buena forma. Los desalmados se le revolvieron como dos fieras, le dieron un brusco empujón y lo tiraron al suelo, ¡al pobre viejo! ¡Qué heroicidad! Y cuando le vieron sangrando, porque el infeliz se abrió la cabeza contra una piedra, se lanzaron sobre él con las de Caín, para rematarle, sin duda. ¡Qué hijos, Dios mío! Gracias a que yo me interpuse y empecé a dar voces pidiendo auxilio; acudió gente y tuvieron que dejarle sin realizar sus designios. Cuando vieron frustrada su intención y aglomerarse a los vecinos, tomaron las de Villadiego, riendo y saltando, dejando al atropellado padre medio muerto, tendido en tierra. ¡Esto clama al Cielo, don Atilano! Y el pobrecito mío, que era una compasión verle, aun tuvo fuerzas para gritar a la descastada hija que se volviera a la casa, que no deshonrase más sus canas; pero ¡que si quieres! Les corría prisa a los muy sucios irse donde a sus anchas pudiesen hacer cuanto les viniera en gana. La cabra tira al monte... Así se marchó esa hija, dejándose al padre ensangrentado, moribundo... ¿Y sabe usted dónde fueron? A las afueras del pueblo, los vió la tía Juana, la Cegata, que es incapaz de mentir, revolcándose por la hierba. ¡Gorrinos! ¡Más que gorrinos! Celebrando la hazaña de haber dejado malherido al pobre anciano... El pueblo entero está indignado, y con razón, con muchísima razón; hay cosas que es menester verlas para creerlas. Querían matarlo para heredarle y darse la gran vida; no soy yo quien lo dice, es la voz unánime de todo el pueblo quien lo asegura, y las señales no son de otra cosa... En toda la noche ha vuelto la desagradecida, y esta es la hora en que no ha mandado un mal recado preguntando cómo sigue su padre, si es vivo o muerto. Esa Rocío que parecía tan modosita, una dulce cordera, una palomita sin hiel. ¡Qué desengaños lleva una! Aunque a decir verdad, a mí nunca me engañó del todo con su cara de santita y pavitonta; una tiene ya el colmillo muy retorcido y ha visto mucho en esta perra vida. Pero bien sabe Dios que ni a su padre le dije nunca una palabra de esta prevención que en el fondo de mi ser existía contra ella, que yo misma trataba de desechar y a la cual siempre me sobrepuse. Al contrario, yo era a darle la razón en todas las ocasiones, aun quitándosela al padre; yo era a tapar sus faltas, o a menguarlas y paliarlas cuando Romualdo se enteraba... Todo el mundo lo sabe. Basta que sea hija de mi marido, aunque en nada se le parezca, para que yo la haya tratado como si lo hubiese sido mía. Ella misma puede decirlo. ¿Qué quejas tiene de mi? ¿Qué echaba de menos en su casa? ¿No éramos todos a ver qué deseaba la niña, a complacerla, a mimarla? Ahora nos hemos enterado de que hacía más de un mes que metía todas las noches en casa a ese pelafustán del novio, por la puerta del corral, cuando todos dormíamos. Le ha visto entrar mi criada; le han visto entrar las vecinas; medio pueblo estaba enterado, menos nosotros, que, como siempre sucede en tales casos, teníamos una venda por los ojos. Con mi padre que resucitara me hubiera peleado yo si me dice que la niña hacía lo que hacía. ¡Con su carita ruborosa, de serafín hipócrita, bien nos la ha dado a todos! ¿Quién la iba a suponer de tanta doblez y desvergüenza? ¿Cuándo acabará una de abrir los ojos? Raimunda, mi criada, que lo que tiene de franca y a la buena de Dios, tiene de honrada y mujer de bien, callaba por no darnos tan grande desazón, pero la reconvenía dulcemente: “Señorita, no haga usted eso...; señorita, que se está comprometiendo...; señorita, que se lo voy a decir a su padre...”; pero a la niñita, que es más fresca que una lechuga, todo se le daba un comino, ¡No parece hija de quien es! Raimunda, cuando todo se ha descubierto, ha cantado de plano. Hubo mañana que se durmieron los angelitos, y lo tuvo todo el día escondido en casa, arriba, en el pajar, y ella misma le subió la comida. Si no fuese porque luego dicen que tiene una mala lengua, le podría contar detalles que harían sonrojarse a un guardacantón...; saben mucho las muchachas de hoy en día... ¡Se queda una boquiabierta y haciéndose cruces, al ver las anchuras que tiene la nena!... Y Romualdo, el pobre, a sus años, ¡llevar este pago! Yo creo que más que el golpe, que fué mortal, lo que siente es esta espina que tiene clavada en el alma. Pongámonos en su caso, al fin es su sangre. ¡Cómo habrá hijos que tendrán las entrañas tan negras como el cordobán para quienes les dieron el ser! No envidio yo la suerte de esa hija, nadie elude el castigo de sus culpas, y el de ella tiene que ser muy grande; quien viva lo ha de ver... El pobrecito de mi vida tiene una herida terrible; en qué nos vimos de cortar la sangre que manaba a raudales. Con mis manos le he tenido que pelar un rodal, bastante mayor que un duro, porque, sin duda por no ver a nadie, no consiente que avise al médico. Es natural, él, tan cumplido en todo, está avergonzado de la impúdica conducta de esa hija, por ello me ha dado orden terminante de que no recibe a nadie. Ha pasado muy mala noche; no cesaba de quejarse... Hasta hace poco no he podido conseguir que se duerma. ¡Qué disgusto tan atroz! ¡Qué disgusto!

A este tenor, aun continuó un buen espacio doña Genoveva echando paladas de cieno sobre la reputación de Rocío y sobre la de su difunta madre. Quisiera enterrar en fango a la primera y el recuerdo de la segunda. Las odiaba con todas las potencias de su alma primitiva y mal inclinada, de animal fuerte y avieso. La pobre señora, cuyos días abreviara, cometió la imperdonable osadía de vivir demasiado; varios años que ella tuvo que pasar escondida, humillada, en perpetuo hurto de todo aquello a que creía tener perfecto derecho y correspondía a la otra; acumulando rencores. Y luego, cuando consiguió ser legítima mujer de Romualdo, tan legítima como había sido la primera, nunca gozó, sin embargo, el respeto y la consideración de que la madre de Rocío gozara. ¿Por qué esta diferencia? ¿Qué había dado que decir desde que se casó? ¿No era irritante que muchos la siguiesen considerando como la manceba de su marido? La sombra de la muerta continuaba interponiéndose, como se interpuso en vida, entre ella y la estimación general. Aun había más: las entrañas de la fallecida fueron fecundas, dejó una hija para perenne recuerdo; en las suyas, malditas, no germinó la semilla de la vida. No es que le importase gran cosa a ella el no haber tenido hijos, por esa ingénita ternura maternal que la mayoría de las mujeres infecundas llevan en estado potencial, no; pero sí hubiera deseado engendrarlos, porque los hijos hubiesen sido el seguro afianzamiento de la fortuna del viejo y la tranquilidad del porvenir. El no tenerlos le obligaba a aquel rudo batallar, sin tregua ni descanso, con la hija de su enemiga; siempre en acecho, siempre en guardia, para que no se le escapasen de entre las garras aquellos codiciados bienes, causa de sus desvelos, que a tanta costa y paciencia creía tener conquistados. Ella había renunciado tempranamente a los goces del placer, uniendo sus días a los de un anciano, enfermo y achacoso, a quien no quería, y siéndole fiel, a pesar de los crueles espolazos del deseo y de los poderosos estímulos de su carne bravía, de hembra lujuriosa y sin creencias; ella, ostentosa y amiga de lujos, había vivido largos años sacrificada, privada de galas y preseas por la sordidez de un marido repugnante y tacaño; y ella, que hubo de desistir de estas y otras amables cosas, no veía del todo segura la presa que ansiaba, y que tan cara juzgaba haber pagado. Aborrecía a Rocío, candorosa imagen de la que fué su rival, porque, además, era la inmediata causa de su perpetua zozobra, por la amenaza que se cernía sobre los próximos días de su ancianidad, pues temía a cada momento que los fueros de la paternidad recobrasen al cabo su imperio en el corazón del decrépito padre, y ella se viese privada en todo o en la mayor parte de aquella hacienda que consideraba suya.


* * *


La desfigurada y calumniosa versión del suceso que doña Genoveva acababa de dar a don Atilano era, con cortas variantes, la que como un reguero de pólvora corría por el pueblo, puesta en circulación por Raimunda, la adicta criada de la detractora. Raimunda, bien aleccionada, contó en el mercado, a cuantas amigas y compañeras tropezó, la ocurrencia, aderezada al modo de su ama y sazonada con abundantes granos de pimienta, y, con el aliciente del picante, iba de boca en boca, aumentada, al rodar de la bola, con las inmundicias del arroyo, para regodeo de murmuradores, a quienes tanto place meter la cuchara en el guiso de una honra femenina puesta en entredicho.

Justo es consignar que Gaspar, el Tonto, procuraba a su modo, con laudable celo, desmentir este viperino relato, restableciendo la verdad en su trono, proclamándose acérrimo defensor de la calumniada; pero su caletre rudimentario y menguado y su lengua torpe y balbuciente sólo acertaban a contrarrestar la vil hablilla con estas rotundas frases, que gritaba más que decía, al acercarse a alguno de los corros de chismosas comadres de la plaza y cerciorarse de que el pasto de la plática era el honor de la joven:

—¡Mentira; lo vi yo; mentira!

—¿Qué dice este imbécil?—preguntaba la que, cesta al brazo, peroraba, indignada de que se pusiera en ¿duda la certeza de una información que de tan buenas fuentes aseguraba haber recogido.

—¡Embustes; todo embustes!—replicaba Gaspar, chillando a voz en cuello—. ¡Yo estaba allí!

Y dando media vuelta el sandio paladín de la verdad ultrajada, marchaba triunfador, haciendo molinetes con su verdasca, hacia otro grupo de maldicientes que acababa de distinguir, para desbaratar el entuerto con las mismas concluyentes afirmaciones.


* * *


Cuando doña Genoveva no encontró qué decir más Para detraer a Rocío y a su madre, pues había ya desembuchado toda la rabiosa saña que en largos años almacenase, don Atilano se atrevió a insinuar tímidamente:

—El caso es que yo necesitaba ver a Romualdo para un asunto importante...

—Ya le he dicho que no es posible, don Atilano; el Pobre se acaba de dormir... Además, lo primero que me ha encargado ha sido: “Ni a mi padre que bajase del ciclo lo dejas entrar, Genoveva.” Ya conoce usted Su genio; para qué quería yo más si lo desobedeciese. Quiere consumirse a solas con su dolor. Y créame usted que no está tampoco para ver ni hablar a nadie. Tiene la frente ardiendo. ¡Debe tener un calenturón!... ¡Dios sea con nosotros!

Don Atilano juzgó llegado el momento supremo; era preciso jugarse el todo por el todo; si el prestigio de su chaquet no lograba apartar a la que le cerraba el paso, la visita y embajada iban a ser ineficaces; así es que, entreabriendo al desgaire las vueltas de su capa, dejó ver con ufanía la maravillosa prenda en todo su esplendor y magnificencia, con su negro impecable y sus airosos faldones. Mas ¡sí, sí! ¡Buena era ella para que le fuesen con medios coercitivos en forma de chaquet o de otra garambaina! Estaba por nacer el hombre que la amedrentase. En cambio, no sabía don Atilano que aquella imprudente maniobra de exhibición iba a ser causa de que sufriese un serio contratiempo.

Creyó el boticario conseguido su objeto con haber mostrado el magnífico chaquet, cuya autoritaria indicación habría llamado seguramente a acatamiento a la bizarra señora, y en esta confianza osó insistir:

—Siento manifestarle, amiga mía, que es de absoluta necesidad el que yo hable esta mañana con su esposo.

Mas doña Genoveva, puesta en jarras como en los buenos tiempos de sus malas andanzas de moza de partido, le increpó con acrimonia, que no le habían aun nacido pelillos en la lengua:

—Pero, hombre de Dios, ¿cómo quiere usted que se lo diga? ¡Que no se le puede ver; que no está para vi sitas ni pamplinas! ¡Qué poca consideración tienen algunas personas, santo Dios!

—Bueno, señora, perdone usted—se disculpó el fracasado embajador, medroso y pacato—. No se ponga así; si usted considera inconveniente mi visita, dado su estado, otro día será.

Viendo el expreso renunciamiento que a hablar con su marido hacía el apoquinado mediador, ¡ya se había ella olido la tostada!, doña Genoveva se aplacó y trocó en mieles sus anteriores desabrimientos.

—Usted sabe, don Atilano, lo que en esta casa se le aprecia y el gusto que mi esposo tiene siempre en charlar con usted. ¡Si le quiere como a un hermano, a todas horas se hace lenguas de su sabiduría y ciencia! Crea usted que es una viva contrariedad para mí el no dejarle pasar, y que si no mediara un motivo tan justificado como el de la salud, yo era la primerita en conducirle con mil amores a su alcoba. En cuanto esté mejor y dé autorización, le avisaré a usted. Yo le prometo que la primera persona con quien ha de hablar ha de ser con usted. ¡No faltaba más! Y dispénseme si le dije alguna inconveniencia, ¡estoy tan nerviosa con la dolencia de Romualdo!—decía la lagartona señora, derritiéndose en excusas, pues no era la ocasión propicia para crearse enemigos sin necesidad.

—Bien, señora, pues en eso quedamos; avíseme en cuanto esté mejorado y visible.

—Descuide. ¡Quiera Dios que sea pronto! ¡Qué desgracia, amigo mío, qué desgracia! Si este hombre se me muere del porrazo y del berrinche... ¡No quiero pensarlo! ¡Qué remordimientos tendrán ciertas personas que yo me sé, peores que hienas! ¡Consérvamelo, Amparo de los justos!

Aquí empezó el zollipar, el retorcerse de manos y el verter fingidas lágrimas de cocodrilo, de la infamante.

Don Atilano no sabía qué hacer, ¡sí que era una es cenita! Aprovechó la primer pausa en las lamentaciones y gimoteos para despedirse.

—Hasta pronto; espero su aviso.

Cuando trasponía los umbrales del portal, ella bisbiseaba:

—¡Espéralo sentado! ¡Como no te avise tu abuela! ¿Quién meterá a este tío ridículo en lo que no le importa?

El frustrado plenipotenciario iba inconsolable con el fiasco de su misión; el magistral discurso que llevaba compuesto quedaba inédito, ¡era una verdadera lástima!

Como queda consignado, cuando don Atilano salió de su casa, allá arriba, mayestático, lucía Febo, mostrando el poderío de su ardimiento con las lumbres que enviaba a la tierra; pues bien, cuando el boticario abandonó el hogar de don Romualdo, después de la infructuosa y estéril tentativa de visita, una nube inoportuna había ya ocultado la cegadora fanfarria de los tostadores rayos del astro-rey. Camino de sus lares, con la estrambótica y estrafalaria facha que le prestaban las puntas de los faldones del chaquet asomando bizarramente bajo la pañosa, don Atilano miraba receloso el cariz del cielo.

—Estaría de ver—reflexionaba—que, a pesar de mis precauciones, hubiese provocado una tormenta.

A poco de llegar a su casa, mientras sus hacendosas hijas cepillaban y doblaban cuidadosamente la milagrosa prenda y los pantalones compañeros, que después habían de ser depositados con todos los honores en el fondo de la pesada arca, entre fétidas bolas de naftalina y aromáticas manzanas, en orgiástico ambiente de opuestos olores, comenzó a chispear. Don Atilano, intranquilo, no cesaba de asomarse a una ventana para observar el firmamento. La atmósfera se iba obscureciendo cada vez más, ráfagas de aire pesado y caliente azotaban a intervalos las vidrieras. Una horrible tempestad no tardó en desencadenarse sobre el lugar; los truenos fragorosos y los relámpagos deslumbradores se sucedían sin interrupción. Una circunferencia de culebrinas y chispas eléctricas parecía circundar el poblado, llevando pavor a sus corazones más templados. La lluvia fué arreciando hasta convertirse en torrencial; las aguas se despeñaban por las calles convertidas en ríos, arrastrando cuanto encontraban a su paso. Fué un espantoso chaparrón. Don Atilano, sentado, con la cabeza entre las manos, exclamaba sin cesar, contemplando cómo llovía a cántaros:

—¡Qué he hecho, Dios mío! ¡Qué he hecho!—Y en su consternación y anonadamiento tiraba despiadadamente de las guías de su mostacho—. ¡Como se lleguen a enterar! Afortunadamente, nadie se ha percatado de que mi chaquet es el responsable de esta catástrofe.

Más tarde, la lluvia se convirtió en asolador pedrisco: caían granizos como avellanas, arrasando los campos, desgajando ramas de los árboles y dejándolos sin frutos, y matando pájaros y aves de corral. Por ventura, la cosecha de los cereales estaba la recogida: el grano, en trojes y silos; la paja, en almiares y pajares; pero de almendra, aceituna, uva y otros frutos, no quedó vestigio para recordación. Si don Atilano no llega a mitigar el poderoso efecto de su chaquet con la capa, la Humanidad padece aquel día el azote de una nueva edición, corregida y aumentada, del diluvio universal, sin arca de Noé ni parejas de diversas especies.

La pérfida doña Genoveva hizo correr la voz por el pueblo de que don Atilano había estado aquella mañana en su casa con el famoso chaquet puesto. ¡Para que aprendiera a meterse en camisa de once varas y donde no le llamaban! El runrún fué tomando cuerpo y se extendió prestamente por barrios y arrabales, llegando a los más apartados confines del término municipal: el chaquet de don Atilano era el causante de aquella cataclismológica conflagración de los elementos celestes. Vientos de fronda corrían por Arenas del Mar. Al anochecer empezaron a formarse grupos, que en actitud amenazadora se situaron frente a la botica, comentando dolorosa e indignadamente los daños y perjuicios que les había causado la tormenta y lanzando violentos apostrofes contra don Atilano y su chaquet; algunos exaltados proponían asaltar la botica y el hogar del presunto culpable. Una muchedumbre de campesinos y trabajadores se había formado, y de entre ella salían silbidos y algunas piedras. La pedrea se generalizó; una nube de guijarros cayó sobre la botica y casa de don Atilano, no dejando vidrio sano y haciendo añicos de un certero disparo el soberbio globo de cristal azul tallado que se mostraba en el escaparate, y que era el orgullo del establecimiento; en cuanto a la luna del escaparate, que se encontraba delante, no hay que decir la suerte que corrió. Los mancebos atrancaron presurosos puertas y ventanas. Pero la multitud ignara, cada vez más excitada, no se conformaba con tan leves detrimentos: pedía la cabeza de don Atilano y su precioso chaquet para hacer un castigo sonado. Don Atilano no estaba dispuesto a ofrecer su cabeza; encajaba muy bien sobre sus hombros, y comprendía que, aunque fue. Se de escaso seso, no sería empresa nada fácil el encontrar otra con que substituirla y que hiciese tan buen Juego con él resto de su figura. En cuanto a entregar a su pobre chaquet, a la ira popular, era tanto como arrancarle un pedazo del corazón. Un enorme gentío se había adunado, con toda la chiquillería del lugar en primera fila, y prorrumpía en voces y mueras; el tumulto era ensordecedor. Don Atilano, rodeado de sus seis llorosos pimpollos, hacía acto de contrición, creyendo llegada su última hora el saqueo de la botica y el linchamiento de su dueño eran ya inminentes, cuando hizo su aparición el sargento de la Guardia civil, que había sido avisado, con una pareja a sus órdenes. Esto, al pronto, calmó los ánimos como por ensalmo; sin embargo, la multitud no se retiró, y en disposición de franca hostilidad permaneció en las inmediaciones de la botica; los semblantes contraídos, las mandíbulas apretadas y las conversaciones en voz apagada y opaca eran mal presagio de lo que pudiera ocurrir si la guardia se retiraba. El sargento parlamentó con los cabecillas de la asonada y les hizo desistir de la cruel exigencia de la calamorra farmacéutica; pero en lo del chaquet se mostraron irreductibles: lo necesitaban en prenda de que aquello no volvería a repetirse y para que sufriese la pena que en derecho le correspondía. Entonces, el sargento subió y habló con don Atilano, y tan convincentes argumentos empleó, que el desventurado boticario, con lágrimas en los ojos, accedió a sacrificar su amada y bien cortada prenda, que no descansaría en lo sucesivo entre hedores de naftalina y aromas de pomarada. La promesa de don Atilano, transmitida a los amotinados, terminó de apaciguar los belicosos espíritus. En efecto, la maritornes de don Atilano no tardó en arrojar por un balcón el chaquet, que, juntamente con la fórmula de la vacuna antiprolífica, eran los firmes puntales que sostenían el templo de la gloria del boticario. El que hasta entonces fué su poseedor, rompió en inconsolables sollozos. El chaquet con las mangas para arriba, como quien desde un trampolín se arroja al mar, hendió los aires. La plebe se apoderó gozosa de él, encendió una hoguera y lo arrojó a ella, haciendo ejemplar auto de fe. Los mozalbetes, unidos por las manos formando corro, bailaban y cantaban alrededor de las brasas, como en una visión dantesca. La destrucción del chaquet nunca permitirá penetrar en el arcano de su enigmático poder. Los sediciosos, saciada su sed de venganza, se dispersaron, y la tranquilidad renació en la botica; sólo su propietario lloraba desconsoladamente.

Así es el pueblo de olvidadizo e inconsciente; en su furor, olvidó las mercedes recibidas; las lluvias beneficiosas, y no pensó en que aquella prodigiosa prenda, bien utilizada, era seguro e infalible remedio contra las Prolongadas sequías que sufría frecuentemente.

Tal fué el desastroso fin del chaquet de don Atilano y la célebre revuelta conocida en toda la comarca por el motín del chaquet”.

VI. Don Juan Manuel

Don Pascual invirtió la mañana en hacer investigaciones en el Registro de la Propiedad y en la Notaría de don Sebastián, donde radicaba el protocolo del antecesor de éste, que había ejercido el cargo por los años en que murió la madre de Rocío; Toñín le auxilió en esta tarea de remover viejas matrices de documentos (Públicos en el despacho de su principal. Don Pascual adquirió la certeza de algo cuya presunción temía, aunque rechazase por monstruosa: su sobrina Rocío no «Poseía bienes de ninguna clase; don Romualdo, con horrible y calculada previsión, había desvalijado a su hija.

Apesadumbrado y de mal talante entró en su casa, y habló a Rocío de esta forma:

—Vengo de registrar papelotes, sobrina, y he tenido que rendirme a la evidencia de una maldad palpable, que no me entraba en la cabeza. No posees nada, hija mía. Tu madre (que en paz descanse) aportó al matrimonio unos once mil duros en bienes raíces; sobre esta pequeña base edificó tu padre su fortuna. Tu padre vendió los bienes que constituían la hijuela de su mujer, y con el producto de esta venta, adquirió y mejoró el comercio en que había de enriquecerse. Cuando murió tu pobre madre, yo gradúo que la fortuna de tu padre no bajaría de un milloncejo de reales; tenía ya su establecimiento convertido en bazar, y según mis noticias poseía algún papel del Estado. Tú debías haber heredado en propiedad un capital equivalente al patrimonio de tu madre, más la participación que te correspondía en los bienes gananciales, adquiridos con posterioridad al enlace de tus padres. Pues bien: nada de esto parece. Lo que sí aparece es una escritura de traspaso del comercio de tu padre, hecha pocos meses antes de que mi desgraciada hermana entregase su alma a Dios, cuando su muerte a corto plazo por los rápidos progresos de su padecimiento, era cosa descontada ya, y otorgada por Romualdo a favor de Genoveva, que entonces era su amante y con quien por las trazas tenía ya, antes de que su mujer hubiera fallecido, proyectado casarse. Del papel del Estado no hemos hallado ni rastro. También hemos dado con un acta notarial, levantada con motivo del fingido protesto de una letra, en la cual se hace constar que al fallecimiento de mi hermana, la sociedad conyugal no tenía ningún género de bienes ¿mi cuñado es hombre que ata bien todos los cabos. Tu, padre, con una previsión inconcebible, tuvo cuidado de hacer desaparecer la fortuna, para que tú, el día lejano de tu casamiento o emancipación, no pudieras exigir tu parte. ¿Cómo habrá padres tan precavidos para el mal de sus hijos? Muchos padres se afanan por acaparar riquezas para sus hijos; algunos, imprevisores, no se preocupan del porvenir de ellos; pero padres que les despojen de lo suyo, yo no he conocido, para honra de los mortales, más que a tu padre, Rocío. De hermanos que roban a hermanos, tíos a sobrinos, tutores a sus pupilos y hasta de hijos que se roban a ellos mismos creyendo robar a sus padres hay, desgraciadamente, ejemplos a espuertas; pero de padres que roben a sus hijos y con tanta anticipación y cautela, no conozco otro ejemplo. Aun se dan casos de padres que, más o menos ecuamente, perjudican a un hijo en beneficio de otro; Pero en el suyo exclusivo, y con las agravantes de tu caso, no creo se haya dado otro parecido. Te digo, sobrina, que hay cosas que se rebela la mente a creer; mas así son, sin embargo. Triste es siempre tener que hablarle a un hijo mal de su padre; pero la verdad no tiene más que un camino. Después de su segundo engace, la mayor parte de los bienes que ha comprado tu Padre están a su nombre; algunos hay también al de Genoveva, pero son los menos y de poca monta. En esto, que en otro caso sería una remota y legítima esperanza para tu porvenir, no hay que fundar ilusiones, dado el poco cariño que tu padre te demuestra y la casta de pájara que tiene a su lado; de todos modos, Para el presente nada remedia.

—¿Y por qué no me quiere mi padre?—interrogó Rocío, con la faz bañada en llanto.

—¡Yo qué sé, hija mía! Quizá porque no quiso a tu madre, quizá porque no quiere a nadie más que al metal acuñado. ¿Quién es capaz de penetrar en los misterios del corazón humano?... Pero vamos a lo práctico. No posees nada, Rocío; tu padre te despojó inicuamente hace ya años. Ahora que vas a fundar una familia, yo quería cerciorarme de con qué contabas para ello; pues bien, no eres dueña de un real, de una choza ni de un palmo de tierra.

—Déjelo usted, tío, yo nada quiero.

—Por mí, dejado está, ¡qué remedio!; pero eso de ir al matrimonio con las manos metidas en los bolsillos, no es para los tiempos presentes. Toñín cuenta con diez reales diarios de sueldo en la notaría; con esto no hay para empezar. ¿Cómo os vais a casar así? Y casaros, tenéis que casaros sin tardanza; como yo me temía, las afiladas lenguas de este pueblo se están ya cebando en tu honra, que sale de ellas hecha trizas. Tú, poco previsora y algo aturdida, saliendo de tu casa a hablar con tu novio, has dado pábulo a que puedan correr tan infamantes especies, y ahora ¿quién es el guapo que le tapa las bocas a esa sierpe de mil cabezas, que es la murmuración?

—Yo tengo la conciencia tranquila, tío.

—No basta, sobrina; en ese desprecio de la opinión ajena hay algo de orgullo satánico. En el mundo no es suficiente tener la conciencia tranquila; es preciso, además, que los demás crean que la tienes, y aun tampoco esto es bastante; hace falta también que, creyéndolo, no simulen en público creer otra cosa. Lo más lamentable del caso es que ese mal bicho de tu madrastra ha tomado pretexto de este incidente para saciar en tu infeliz madre el rencor que aun después de muerta le guarda; pero yo te aseguro que como compruebe que es ella efectivamente quien vierte su baba inmunda y calumniosa sobre su memoria, le voy a retorcer el pescuezo como a una gallina—y las manos crispadas del caballero, indignado justamente, parecían ejecutar ya el cruel suplicio.

—¿De mi pobre madre también hablan? ¡Esto es, Señor mío, lo que más siento!—exclamó Rocío, acongojada, rompiendo nuevamente a llorar—. ¿Y por qué, qué tiene que ver mi madre en este asunto? ¿Cómo esa mujer sin conciencia se atreve a poner su santo nombre en sus innobles labios?

—Pues por eso mismo, porque no tiene conciencia ni vislumbres de lo que es eso. Las faltas de los padres caen materialmente, podríamos decir, sobre los hijos, y las de los hijos caen moralmente sobre sus padres. Por eso, si muchos hijos, a tiempo de delinquir, reflexionasen en que con la punible acción que van a ejecutar manchan a sus padres o a la memoria de éstos, se abstendrían seguramente de cometerla. El vulgo dice: “De tal palo, tal astilla”, y, en general, no le falta la razón, que el ejemplo y las enseñanzas de los padres forman el corazón de los hijos; pero hay, sin embargo, como en toda regla, excepciones, y yo he conocido bandidos hijos de personas honradas y pundonorosas y hombres decentes a carta cabal engendrados por malhechores. En nada de la vida se puede generalizar, Rocío; lo insólito nos sale a cada instante al paso. Mas te digo que se necesita nacer con los instintos muy torcidos para salir malvado teniendo al lado, en sus padres, modelos dignos. El medio más educador de los "hijos es el ejemplo. No hagas tú nunca lo que no quieras que hagan tus hijos el día de mañana. Como estás en vísperas de crear un hogar, creo que vienen a cuento estos consejos de una persona que te quiere y que sólo por haber vivido bastante cree tener alguna experiencia de la vida, que más sabe el demonio por viejo que por demonio. Mas, volviendo a lo que nos interesa, ¿qué hacer? Me devano en vano los sesos; no encuentro solución al perentorio problema de tu casamiento. Yo quisiera ser rico para compensarte del despojo de que has sido víctima y poder ayudaros; pero tú bien sabes que no tengo más que para un mal vivir; en esto de hacienda estamos casi a la misma altura, sobrina.

—Toñín y yo trabajaremos y Dios nos amparará. ¡Ya lo verá usted, tío! Por nosotros no pase apuro.

—Sí, sí; eso está muy bonito para dicho; pero luego viene la vida con sus impurezas; luego vienen los hijos con su secuela de necesidades... “Donde no hay harina todo es mohína”, dice el adagio, y yo pocos conozco tan ciertos como éste.

—Dios proveerá a todo.

—¡El lo haga! Pero yo, sobrina, no estoy tranquilo viendo que te casas de este modo, sin medio maravedí... Además, necesitas ropa; no te has traído más que lo puesto. Tenéis que poner una casa modesta; hacen falta algunos muebles y trastos...

—Toñín tiene ahorros: unos cuarenta duros, según creo—interrumpió jubilosa Rocío, que en su ignorancia juzgaba que su amado poseía poco menos que los tesoros de Creso.

—Eso y nada todo es uno—objetó don Pascual, desvaneciendo las ilusiones de la joven—. Precisa también el consentimiento paterno, y a tu padre no hay modo de verle ni hablarle: lo tiene secuestrado ese perro de Presa que tiene por esposa, y sin matar al cancerbero es, imposible llegar a él. Ya sabes lo que le pasó al pobre don Atilano; un viaje en balde, que le ha costado caro. A mí no hay qué decir... Y urge encontrar remedio a esto.

Y el noble señora después de haber hablado tan juiciosamente, preocupado por la dicha de su sobrina, exprimía y ponía en tortura su magín, formando salvadores planes, a cuál mas desatinado, para tomar por asalto la casa de su cuñado y arrancarle el consentimiento a la boda y los bienes que con la expoliación de Rocío se había apropiado.

Aquella tarde y sin decir a nadie dónde iba, tomó otra vez el camino de la casa de don Romualdo; él lo vería, aunque tuviese que asesinar y pasar por cima del cadáver de doña Genoveva. Su sobrina, al fin una Alcor por vía materna, no podía casarse como una mendiga, en completa indigencia. Quisiera poseer el caudal de los Alcor, aquel caudal que la hórrida hija del condenado Gabela usufructuaba indebidamente, para hacer la felicidad de Rocío, para indemnizarla de la depredación que con ella había cometido alevosamente su padre. De nuevo apetecía y ansiaba la opulencia, como cuando vivía su hijo, que al cabo por las venas de su sobrina corría la hidalga sangre Alcor, aunque por desgracia, por ser mujer, no fuese instrumento apropiado para la eternización del apellido.

Doña Genoveva le abrió la puerta, pues no admitía relevo en su servicio de centinela, y con agria voz le interrogó:.

—¿Qué deseaba usted?

—Quería ver a Romualdo.

—Imposible; está en cama, y hay prohibición facultativa de que nadie le vea.

Ya contaba con esta negativa don Pascual; así es que dando rudamente un empellón a la guardiana, que le interceptaba el paso, pasó adelante y, alzando el picaporte de la habitación que sabía servía de aposento a los esposos, se coló de rondón en ella, diciendo con firmeza:

—¡Conmigo no reza esa prohibición!

Doña Genoveva, repuesta de la sorpresa que le causara la rápida acometida del invasor, penetró tras éste en la estancia hecha un basilisco.

Don Romualdo, con la cabeza entrapajada, al ruido de las voces se incorporó en el lecho.

—Buenas tardes, Romualdo.

—Buenas tardes, Pascual.

—Supongo que eso no será cosa mayor—expresó don Pascual, señalando a la testa del herido.

—¡Dios lo haga!

Notó entonces don Pascual que Genoveva había también entrado en la alcoba, y, encarándose con ella, le ordenó imperativo:

—Váyase usted de aquí, señora.

—¡No me da la gana!—contestó bravamente la interpelada, que, como sabemos, no se mordía la lengua Para hablar.

Don Pascual titubeó un instante, dió un paso hacia ella para obligarla a viva fuerza a salir; pero se contuvo.

—Después de todo, más vale que escuche usted lo que vamos a conversar—manifestó, y dirigiéndose a su cuñado, prosiguió:

—Vengo a hablarte de tu hija.

—No quiero oír hablar de ella.

—Tendrás que oírme a tu pesar.

—Será a la fuerza.

—Será.

Hubo unos momentos de silencio; rotas las hostilidades, los adversarios se medían con la mirada. Rompió la tregua don Pascual, exponiendo:

—Tu hija se va a casar. Necesita dinero para su boda y luego una pensión mensual para ayudar al sostenimiento de las cargas del hogar que va a fundar. Tú eres rico y se lo habrás de dar.

—Sería el colmo que, con su conducta y con lo que han hecho conmigo, les diese yo mi dinero. ¡Estás soñando!

—Le darás lo que debes; es tu hija, Romualdo.

—Antes me dejaría ahorcar que darle una peseta.

—Su madre tenía un capitalito; ése le corresponde a ella.

—¡Valiente puñado son tres moscas! Su madre era una señoritinga que derrochó mucho más de lo que poseía.

—Mira lo que dices, o no respondo de mis manos...

—Puedes amenazar cuanto gustes.

—Antes de morir mi hermana habíais ganado bastante en la tienda...

—Lo ganaba yo, y más de lo que yo ganaba gastaba ella...

—¡Mientes, bellaco!

—Harás que meta la cabeza bajo la almohada para no oírte.

—Estoy dispuesto a que le entregues lo que es suyo.

—¡Suyo! ¿Suyo? ¿Y qué es suyo?—dijo calmosa y burlescamente el yacente, a la par que sonreía mefistofélico.

Don Pascual, refrenando a duras penas la ira que empezaba a adueñarse de su persona, pues la cachaza y chunga del sórdido valetudinario le sacaban de tino, replicó:

—Mejor sabes tu que yo lo que es suyo.

Doña Genoveva, la voluminosa jamona, que arma al brazo y en forzoso silencio había estado tragando saliva durante la anterior conversación, creyó llegado el momento en que debía terciar en la contienda, y con el mismo son de mofa de su marido, dijo, dirigiéndose a éste:

—¡Dáselo, hombre; dáselo! No ves que este pobrecito granuja, que está conchavado con ellos y va a la Parte, lo pide con mucha necesidad. ¡Como que querrá ver si se desquita de las hambres atrasadas! Estos aristócratas de sangre azul gastan cada martingala! Déjate ablandar y verás cómo te comen por un pie. ¡Buena gentuza es ésta!

—¡Bruja de Lucifer! ¡Cállese con mil de a caballo! Nadie le ha dado a usted vela en este entierro. ¡Cuando las personas hablan, los gusarapos enmudecen!

Mas la guerrera amazona siguió, impávida, lanzando insultos:

—¿Callarme yo? ¡Eso quisiera usted! Pues no trae ínfulas el señor, y no tiene para mandar rezar a un ciego. Si tanto interés tiene por ese par de “inocentes tórtolos”, empeñe esos pergaminos de incalculable valor que dicen conserva en escabeche, ¿a ver qué es lo que dan por ellos? ¡Ja! ¡Ja!—Y después de un acceso de exasperantes carcajadas sardónicas, continuó cada vez más agresiva:—¿Dinero? ¡Dinero! ¡Como no, morena! ¡Límpiate, que estás de huevo! ¡Hay que ver a mi señor don Cid Campeador, con toda su prosapia, pidiendo limosna para poner un puchero! Y sirviendo con su cuenta y razón, de tapadera a un indecente trapicheo. Porque, eso sí, las señoras de su casta parece que salen todas de la cáscara amarga. ¡Nos ha amolado el tío hambrón este!

Las manos le bailaban a don Pascual; sentía irrefrenables impulsos de ahogara aquella víbora; mas aun consiguió sobreponerse a su cólera e insistió, diciendo gravemente al anciano:

—Romualdo, una última palabra. ¡Medita antes de pronunciarla! ¿No le vas a dar nada a tu hija?

Don Romualdo, lentamente, dejando caer las sílabas una a una, con intencionada pastosidad, que excitaba más al pedidor, dijo:

—Me parece haberte manifestado ya que me dejaría tostar a fuego lento antes de entregar un céntimo a esa golfa. ¡Estaría bueno! Si es eso a lo que venías, puedes marcharte por donde has entrado. No me sacaréis un ochavo.

—Lo creo, viejo avaro. ¡Mal padre! ¡Canalla! ¡Ladrón de tu hija! ¡Bandido!

La cólera de don Pascual, dominada largo rato, había estallado al fin avasalladora; vibraba el alto y desmedrado cuerpo, agolpábase la sangre a su cabeza, latían sus sienes: estaba medio congestionado. Doña Genoveva no se atrevió a despegar más los labios; don Romualdo no contestó a sus insultos; comprendían que, rebasada ya la medida de la prudencia, don Pascual, ebrio de furor, hubiera caído sobre ellos como una tromba. El que de ultrajado se había trocado en ultrajante los miró, retador, un rato despectivamente. Después salió erguido, pausadamente, con el aplomo del que está cargado de razón; el avariento y su digna compañera le veían partir sin rechistar. Ya en la puerta, les dirigió una última mirada cargada de desprecio y lijo a él:

—¡Que Dios te tome en cuenta tu proceder!

Y escupió a ella:

—¡Vieja ramera!

Cuando ya hubo transpuesto y no lo podía oír, doña Genoveva prorrumpió en insultos:

—¡Sépase quién es Calleja! ¡Infame! ¡Si la maldición del cielo ha caído sobre él! ¿No ves, Romualdo, venir a atracarnos e insultarnos a nuestra propia casa? Sin consideración a tu estado... ¡Están todos confabulados para matarte! ¡Qué familia!

A don Romualdo tanto le daban las razones como los insultos o las amenazas; todo resbalaba por su piel curtida y por su endurecida conciencia de hombre de presa; nada, ni aun los golpes, de haberlos recibido, hubieran hecho mella en su ánimo; lo único importante para él era no soltar una moneda. Todo lo demás, por un oído le entraba y por el otro le salía.

Don Pascual llegó a su casa, y, sin ver a nadie, se encerró en su aposento y se acostó. Llegaba para una enfermedad.


* * *


¿Y Toñín? ¿Qué hacía Toñín? Toñín llevaba cuarenta y ocho horas como loco, sin saber qué hacer ni dónde acudir. Cien veces le asaltó el pensamiento de recurrir a su principal, y otras tantas lo rechazó. Además de la invencible repugnancia que sentía de demandar, sin derecho alguno y de una persona con quien no le ligaba parentesco de ningún género, una cantidad que pocas esperanzas abrigaba de poder devolver, sabía que este sacrificio de su dignidad sería inútil y estéril en el presente caso. Su principal, que estaba dotado de un excelente corazón, era un célibe impenitente, misógamo y misógino; según él, todos los males de la Humanidad provenían de aquella picara manzana que apetitosamente saboreó y se jamó Adán. Enemigo furibundo e irreconciliable de la mujer y del matrimonio, no perdonaba ocasión de disparar alguna envenenada flecha, en forma de diatriba o de picante epigrama, contra el bello sexo, ni de pronunciar alguna sañuda homilía contra la sagrada coyunda. ¡Hablarle a él de casamientos! En cualquier otra necesidad o infortunio sabía de sobra Toñín que hubiese acudido presuroso en su auxilio; pero para echarse al cuello el dogal del matrimonio, según la expresión favorita de don Sebastián, ¡ni pensarlo! Seguramente que el notario contestaría a la demanda en estos o parecidos términos:

—Facilitarte los medios para tu irreparable desdicha sería un remordimiento para mí. Es como si vinieses a pedirme dinero para comprar una pistola automática con que poder suicidarte. Y la mujer, créeme, Toñín, es peor que una pistola automática; éstas tienen seguro; la mujer no tiene seguro; la automática sólo encierra proyectiles en la culata; la mujer, en la culata y en todas Partes; la pistola no tiene más que un percutor; la mujer, desde la lengua a los pies, pasando por las manos, todo son percutores; para disparar en la pistola tienes que apretar el gatillo; la mujer se dispara sola... Lo siento, Toñín; pero para esa barbaridad, dejémonos de eufemismos, no cuentes conmigo. No quiero contribuir a tu perdición. No me consolaría nunca de haber colaborado en tu desgracia. ¡Bastantes responsabilidades tiene uno ya sobre sí!

Y así, medio en serio medio en chanza, hubiera perorado largamente contra la mitad más encantadora del género humano, y Toñín se habría tenido que marchar como había ido: con la cabeza caliente y los pies fríos.

Desechado, por imposible de conseguir para este caso, el socorro de don Sebastián, a Toñín sólo le restaba otro camino: el de su tío. Pero éste aun le inspiraba más repugnancia que el de su principal. A su tío hace años que no le trataba, desde que tuvieron aquella formidable bronca. Si su tío, como era sumamente probable, dada su tacañería, se negaba a facilitarle en aquel trance los recursos precisos, Toñín, que se creía asistido de derecho para exigirlos, temía hacer un disparate. Por eso vacilaba mucho antes de avistarse con su expoliador; si éste se cerraba a la banda y le ponía en el disparadero, él, viendo fallida la última esperanza que le quedaba, no sabía lo que haría. Pero como el asunto apremiaba, pues urgía sacar a su querida Rocío de la situación ambigua en que se encontraba, y no era cosa de permanecer cruzado de brazos en la inactividad, Toñín se decidió, después de reflexionarlo maduramente, de hacer todo el acopio de paciencia que encontró disponible y de prometerse formalmente no hacer uso de las manos por ningún motivo, a ir a casa de su tío, contarle sus cuitas y pedirle su cooperación en forma de préstamo.

—A mi tío—pensaba Toñín—, aun cuando no le pu diese pagar, que haré todo lo posible por saldar esta deuda, no sería al cabo tal débito más que una pequeñísima restitución de lo que me despojó.

Ya hemos dicho los puntos que calzaba respecto a moral y a honradez don Juan Manuel, el tío de Toñín; añadamos a lo dicho que era el más redomado hipócrita que han conocido los siglos: asistía devotamente los domingos y fiestas de guardar al santo sacrificio de la misa y aun a otros cultos en que le convenía hacerse presente, no tenía palabra mala ni obra buena, y en tratándose de dinero, hubiera sido capaz de vender a su padre, de no haber fallecido, por medio real. De sus labios no se caían nunca las palabras religión, caridad, fraternidad, justicia, bondad y otras análogas; pero sin duda creía que éstas no rezaban con él, sino sólo con el prójimo. Era de esos seres que creen que todas las máximas morales y todas las leyes divinas y humanas están muy en su punto y han sido dictadas a la perfección para que se acaten y obedezcan por todo el mundo menos por ellos, que están exentos de su cumplimiento por no sabemos qué oculto privilegio.

Don Juan Manuel se había casado, estando ya establecido en Arenas del Mar, con una Gabela, cuya fealdad de cara y deformidad de cuerpo eran capaces de meter susto al miedo, nieta del famoso Gabela, el ilustre fundador de la dinastía de los Gabelas.

El Gabela abuelo había sido hombre de pelo en pecho, que había vivido a salto de mata. De joven alijaba contrabando por las costas, lo internaba en la serranía y andaba a tiros con los carabineros por playas y acantilados. Más tarde se asoció con un francés para cierto misterioso asunto; el francés arrendó un cortijillo perdido en lo más intrincado y escabroso de la sierra, y allí hacía frecuentes viajes, desde la capital, el Gabela, que entonces no era aún el Gabela, sino que era conocido, por su figura apaisada, con el mote de el tío Cuchigordo. El cadáver del francés, medio putrefacto, fué encontrado en el fondo de un barranco algún tiempo después de esta asociación para desconocidos fines. El francés, poco conocedor de aquellos vericuetos, se había despeñado sin duda; esta fué la versión oficiosa del suceso; pero la gente, mal pensada de suyo, como encima del muerto no se halló la menor cantidad ni en el cortijillo que habitaba tampoco, dió en pregonar con insistencia que el Gabela lo había asesinado para robarle y que el negocio que entre manos habían traído era la acuñación de moneda falsa; lo que transcurridos algunos años pareció corroborar el hallazgo de unes troqueles, de una prensa y de otros útiles para esta ilícita y clandestina fabricación, que fueron encontrados enterrados en una cueva de las proximidades del cortijo. Poco después de la violenta muerte del francés, el Gabela quedó cojo a consecuencia de una caída de caballo, por lo que tuvo que renunciar a la vida activa que hasta aquel percance había llevado y buscar ocupación más sedentaria. Fué entonces cuando asentó sus reales en Arenas del Mar, donde se dedicó, con los ahorros de sus anteriores arriesgadas empresas, al lucrativo negocio de la usura. Prestaba a revendedores del mercado de frutas y hortalizas, a cambiadoras y a corredores de pescado, que lo compraban recién sacado del mar en Arenas del Mar y lo transportaban, para revenderlo, a la capital. Lo prestado eran cantidades ínfimas, y el interés, invariable, era de un real diario por duro. Generalmente, la devolución del préstamo se efectuaba antes de las veinticuatro horas, pues por la mañana se concertaba y hacía la operación y por la noche le entregaban veintiún reales por cada duro que hubiese dado. Si por casualidad alguno de los prestatarios volvía sin traer más que la cantidad prestada, por imposibilidad de haber adicionado el interés, nuestro hombre se apresuraba a preguntarle conminativo:

—¿Y la gabela?

De aquí que fuese confirmado con el alias de el Gabela con que pasó a la posteridad.

Con este “módico" tanto por ciento de interés se fué formando la bola de nieve, lo que permitió a el Gabela ir extendiendo su campo de operaciones: prestaba ya a labradores apurados a cuenta de la futura cosecha, a armadores de lanchas de pesca en épocas de borrases y a comerciantes que por lo pronto no podían hacer frente a sus vencimientos de letras, y aunque el tipo del interés no era tan elevado como en sus primitivas operaciones, no dejaba de ser con exceso usurario. Empezó a adquirir tierras y otros inmuebles, y dejó una fortunita, que se repartieron como pan bendito sus dos hijos cuando fué a rendir su cuenta al Omnipotente, quien, si cargó a ella los réditos que el Gabela acostumbraba cobrar, es fácil que no quede saldada por los siglos de los siglos, amén o así sea, que dirían los despojados que “gozaron de los beneficios” de sus préstamos.

Los cachorros de el Gabela habían recibido ya alguna instrucción. El mayor, don Jenaro Pérez García, fué el “honrado” administrador de los Alcor, que ya conocemos. Después de redondearse con la hacienda de esta antigua familia, abrazó, como su padre, con sumo aprovechamiento, la profesión de prestamista; pero ya en gran escala, con hipotecas y todas las salvaguardias legales. Hija única de don Jenaro era la mujer de don Juan Manuel, que aunque, como hemos dicho, era más fea que pegarle a un padre, a su marido le parecía que reunía las perfecciones de las tres Gracias en una pieza, cuando consideraba la herencia que le esperaba. ¡Dios los cría y ellos se juntan! Don Juan Manuel fué el único arrojado varón que, si no se atrevió a decir a aquella émula de Medusa: “¡Buenos ojos tienes!”, porque esto hubiera sido mucho atrevimiento, a lo menos se lo dió a entender. Y ¡claro!, la Gabela, que había ya doblado el proceloso cabo de los treinta agostos, no acabó de oír decir: “¡Envido!”, cuando contestó: “¡Quiero!”

Como la muerte es tan exacta cumplidora de su deber, que aun no se ha dado el caso de que deje olvidado a un mortal en este misero valle de lágrimas, que parece de risas por el poco deseo que todos tenemos de abandonarle, llegó su hora a el Gabela II, aquella hora que tan ardientemente deseaba su yerno, y aquel “prodigio de belleza” que endulzaba los días y las noches de don Juan Manuel, heredó una respetable fortuna, bien saneada y mollar, y como él tampoco había sido manco, afanándose los capitalitos de su hermana y de su sobrino, y, además, todo lo que buenamente había podido apañar, el maestro de instrucción primaria se encontró convertido en el más rico hacendado del pueblo. Pero no contento aún, en un insaciable afán de acumular riquezas, emprendió el mismo pingüe negocio de los préstamos hipotecarios a crecido interés, que tan aventajadamente cultivó su suegro, y sus tentáculos, como garfios, se extendían ya por toda la comarca, engarabatados en las entrañas de las más feraces tierras de cultivo; en todos los pueblos cercanos a Arenas del Mar tenía ya posesiones y deudores el ambicioso usurero. Hasta se runruneaba que había hecho una operación hipotecaria de 500.000 pesetas a una importante casa de banca de la capital. ¡Tres “honorables” generaciones dedicadas a la usura dan mucho de sí! Era hombre varias veces millonario, que vivía obscurecido, sepultado en aquel rincón provinciano, amontonando las rentas al capital, con lo que amenazaba quedarse con toda la provincia y aun con todo el Universo.

El enlace entre don Juan Manuel y la Gabela había tenido un fruto, que no nos atrevemos a calificar “de bendición”, pues había sacado casi todas las repulsivas imperfecciones del rostro y mucho de lo contrahecho del cuerpo de la madre, y toda la aviesa y torcida condición del padre. Era uno de esos niños con cara de viejo, cuyos malos instintos se despiertan precozmente. El “angelito”, que contaba quince años, se encontraba a la sazón interno en un colegio de la villa y corte madrileña, cursando los estudios del bachillerato.

Este retoño, que prometía tan grandes hechos, era el ídolo de su padre: lo «único que don Juan Manuel quería fuera de sus bienes, pero lo quería con fuerza tal, que, en parte, le redimía de sus culpas. Acaparaba dinero, sin reparar en medios, para su hijo; hacía vida miserable y llena de privaciones por su hijo; quería que éste viviese y triunfase como un príncipe el día en que fuese hombre, y que no careciese de nada de lo que él había carecido. No le importaba ganar la eterna condenación con sus manejos, porque éstos se encaminaban al futuro bienestar de su hijo. Sí don Juan Manuel, que allá en el fondo, ¡muy en el fondo!, tenía algo de creyente, sacrificaba, casi a conciencia, la bienandanza de su alma, porque su hijo nadara en la opulencia, porque fuese un potentado de la Fortuna, que, por su capital, tuviese abiertas todas las puertas. El se condenaría; pero su hijo disfrutaría en la tierra todo lo que quisiera y él no había disfrutado. Si don Juan Manuel hubiera sido más creyente y menos obtuso, hubiese comprendido que este proceder suyo equivalía a lanzar un reto a la Divinidad, queriendo asegurar en el hijo la posesión y el disfrute de lo adquirido por tan ilícitos y reprobables medios, como si la felicidad de un ser querido pudiera comprarse con maldades, ni aun con el precio de la propia alma. Sería como si un ladrón cogido en flagrante delito dijese a sus jueces: “Condénenme a mí, que soy el culpable; pero no me arrebaten el fruto de mi rapiña, porque es para mi hijo, que es inocente.” Esta conducta era ilógica en un creyente; por eso decimos que don Juan Manuel sólo lo era allá, muy en el fondo; pero al fin creía, y esto era lo que hacía más singular su caso. El morboso amor a su hijo, en primer término, y su nativa ambición y tacañería, en segundo, nublaban sus creencias. El cariño a su hijo espoleaba su ansia de atesorar millones, ofuscando su conciencia y haciéndole no reparar en medios.

Y todo esto dando de barato que la felicidad pueda esclavizarse con una cosa tan efímera y deleznable como es el dinero, que si bien no negamos que contribuya a ella, no lo es todo, ni mucho menos.

Por si el calificativo de “redomado hipócrita”, que hemos adjudicado a don Juan Manuel, pareciese estar en contradicción con otras afirmaciones que hemos sentado posteriormente, volvemos brevemente sobre este punto. Hay quien cree y practica. Hay quien ni cree ni practica. En éstos y en los anteriores marchan acordes los sentimientos del alma y las acciones. Hay quien no cree y practica: este es el verdadero hipócrita, el sepulcro blanqueado, el fariseo de todas las edades. Hay quien cree y no practica, esto es otra hipocresía que pudiéramos llamar a la inversa. Hay quien en el fondo cree y practica, pero no por sus creencias, que sabe que de nada le pueden valer estas prácticas con sus maldades, sino por su mundana conveniencia; esta hipocresía más complicada, que se pudiera denominar de segunda curvatura, era la de don Juan Manuel; hipocresía que el, con sus beatíficas palabras y mesurados ademanes, elevaba a la enésima potencia. Y aun pudiéramos citar otras curiosas variantes de la hipocresía, aun más revesadas y quintaesenciadas.

El otro hijo de el Gabela tronco de esta esclarecida familia, se llamaba Alejo, y se dedicó de lleno a la política, profesión que para muchos suele ser también de grandes rendimientos. Como era travieso, cínico y adulador, y contaba con los dinerillos que heredó de su padre, pronto se abrió paso en el reducido estadio de la política local. Fué alcalde de Arenas del Mar varias veces y en largas etapas, de modo que parecía estaba vinculada en su persona la vara de mando del común, y estuvo ungido por sucesivos diputados a Cortes, con los óleos del cacicazgo máximo del pueblo. Los cambios de Gobierno no solían quebrantar la estabilidad del tinglado político que tenía montado; con un viaje a la capital o, cuando más, a la ¡corte, solía disipar la amenaza que con la mudanza de la situación se cernía sobre su privanza. Como garbeaba cuanto podía en los bienes de propios, en el pósito, en las arcas municipales y aun en las contribuciones del Estado, si le dejaban, incrementó su fortuna en no escasa medida.

A su fallecimiento, heredó su influencia política el hijo mayor: don Cosme Pérez Fernández, que también se erigió en cacique de la comunidad, ansioso de sacrificarse por su prosperidad, y que con cortas intermitencias de eclipse regentaba el Municipio. El era a la sazón el alcalde, y gobernaba el pueblo a su completo antojo y libérrima voluntad, sin trabas, cortapisas ni zarandaja, de legalidad. Estaba peleado con su primo político don Juan Manuel, por cierto largo litigio que entre ellos hubo a propósito de una finca que a la muerte del abuelo de don Cosme y de la Gabela, consorte del maestro, quedó pro indiviso entre los dos hermanos: don Jenaro y don Alejo; ocurrido el óbito de éstos, sus respectivos herederos se dividieron la finca, no sin muchas dificultades y discusiones, que acabaron en un ruidoso pleito con numerosos e interminables incidentes en todas las instancias. Ganó el pleito la esposa de don Juan Manuel, saliendo condenada en costas la parte contraria, que lo era don Cosme, por sí y en representación de sus hermanos. Desde aquella fecha había un envenenado odio entre ambas malavenidas ramas de los Gabelas: la primogénita, representada por la mujer de don Juan Manuel, y la segundogénita, de que era don Cosme su más autorizada cabeza. Don Cosme, prevaliéndose del cargo que ocupaba, molestaba cuanto podía a don Juan Manuel, quien no dejaba de devolver con creces los golpes recibidos siempre que se le presentaba oportunidad. Por aquel entonces, y por una cuestión de linderos, estaban nuevamente enzarzados en otra disputa en papel sellado, que amenazaba degenerar en un segundo inacabable y costoso pleito, para regodeo y utilidad de curiales y chupatintas. La enemistad entre el cacique y el acaudalado don Juan Manuel iba, por lo tanto, ahondándose y enconándose cada vez más.

Toñín emprendió el camino de casa de su tío, como quien llevan a ahorcar,—“¡a no ser por su adorada Rocío, cualquier día daría él este paso!”.

Cuando Toñín entró en la vivienda de su deudo, éste se encontraba paseando en el jardín de la misma, que se divisaba desde el zaguán; así es que el joven se dirigió directamente adonde estaba don Juan Manuel. Después de los saludos de rúbrica y de interesarse por la salud de su tía y de su primo, Toñín le dijo:

—A usted, tío, le extrañará mi visita...

—Hombre, sí, francamente; llevas tanto tiempo sin dignarte poner aquí los pies, aun sabiendo que, pese a tu injustificado arrebato de la última vez que hablamos, se te quiere y se te aprecia.

—Pues venía, porque voy a casarme...

—¡Ah! ¿Sí?—articuló el fúcar, poniéndose en guardia, porque ya presumía el objeto de aquella inesperada visita.

—Sí, señor, y vengo para suplicarle me preste la cantidad que indispensablemente necesito para ello; yo se la pagaré conforme pueda...

—Lo siento mucho, Toñín; pero precisamente me coges en una situación difícil...

—Para usted no es gran cosa lo que me precisa.

—En otras circunstancias pudiera ser; pero, ahora, ya te digo que es imposible.

—Vamos, tío, que cuando se quiere, se puede, y, dado su capital, es una bicoca lo que yo pretendo.

—No me creerás, pero te aseguro, que no: que en estos momentos ando apuradillo... La gente me cree más rico de lo que realmente soy. Si pudiera, te lo daría, Toñín; pero no puedo...

Tanta taimería iba consumiendo aquel acopio de paciencia que, con tanta provisión, había hecho el impetuoso Toñín.

—Tío, usted me dispensará si le digo que no me es fácil creerle.

—Haz lo que quieras, sobrino; pero lo que yo te digo es la verdad pura, el evangelio.

—Yo creía, tío, que usted tenía la obligación de ayudarme en un caso como éste.

—¿La obligación? Nada de obligaciones; si te pones en ese terreno, me parece que no nos vamos a entender, pero, como te he dicho, en otras circunstancias hubiese tenido mucho gusto en auxiliarte, porque eres mi sobrino, aunque, la verdad sea dicha, no tengo recibidas de ti grandes muestras de afecto.

—Usted tiene lo que debiera ser mío.

—Si empiezas ya a insultar, me tendré que ir sin oírte.

—Es para hacerle memoria, tío—pronunció el demandador con cierto dejo burlón—. Si yo tuviese la hacienda que heredé de mi padre, y que hoy es suya, yo no tendría que verme en la precisión de recurrir a usted.

—Me parece haberte ya explicado cumplidamente lo que fué de la escasa fortuna que te dejó tu padre. Créete que no hice gran negocio adquiriéndola: la compré por, más de lo que valía, y en cualquier otro asunto me hubiera producido más, lo que en comprarla invertí.

—Yo sé qué cuando usted vino a este pueblo no tenía dónde caerse muerto; público es que usted llegó con una mano delante y otra atrás, según es uso decir.

—No creo que tenga que darte cuentas de lo que tenía o dejaba de tener.

—Pues yo creía, por el contrario, que estaba usted obligado a justificar cómo pudo adquirir esos bienes si no contaba con más que el día y la noche.

—Mira, Toñín, te vuelvo a repetir que no he de seguirte por ese camino de insultos y amenazas. Tú dices que necesitas dinero; yo no te lo puedo dar en estos momentos; esto es todo. No te cases, o aplaza la boda; quizá más adelante...

—Usted está enterado, como todo el pueblo, de la situación en que me encuentro y de que mi boda no admite aplazamiento.

—Pues allá tú; lo sensato sería esperar a que con tu trabajo te hubieses labrado un porvenir.

—Eso, indudablemente, sería lo más cómodo para usted.

—Hablas como si yo tuviese el deber de ponerte prontamente en la mano lo que se te antoje pedir.

—Hablo cargado de derecho y de razón. Usted administraba lo de mi madre y mío, y correspondió a esta confianza apropiándose, con sus perversas artimañas, lo que era nuestro.

—Todo eso es un chorro de desatinos, que no te tomo en cuenta porque te veo excitado.

—Haciéndome una gran violencia y porque no tenía otro recurso, he venido hoy a rogarle que me entregue una pequeña cantidad, miserable compensación a lo que me debe...

—¡Y dale, Toñín! ¡Yo no te debo nada! Espera, dilata la boda, quién sabe si más adelante...

—De sobra sabe usted que no es posible.

—Si tuvieras juicio y no te la hubieses llevado...

—Yo no me la llevé.

—O ella no se hubiera ido contigo.

—Tampoco se fue.

—Bien, como sea. Terminemos, no me es posible ahora acceder a tus exigencias. ¡Bien sabe Dios que lo siento!

—Diga usted que no quiere.

—Conformes. Diré lo que quieras.

—¡Es usted un miserable! ¡Un bandido! ¡Un...

Don Juan Manuel dió media vuelta y tomó el camino de la vivienda, dispuesto a dejar al joven con los insultos en los labios; pero Toñín, cuyo genio vehemente había ya hecho explosión, se arrojó sobre él, con los ojos inyectados en sangre y fuera de las órbitas, con la sangre martilleándole en el cráneo, en un acceso de furor y desesperación. Lucharon y, forcejeando, rodaron los dos por tierra. Aunque don Juan Manuel era de complexión robusta y se defendía bien, Toñín logró situarse sobre el pecho de su adversario y afianzar con ambas manos su cuello; entonces apretó, apretó sin reparar en los zarpazos que el derribado le dirigía; apretó, inconsciente de lo que hacía, en un delirio homicida...

Afortunadamente para el taimado don Juan Manuel, en aquel momento entraron corriendo en el jardín, con acompañamiento de grandes risotadas, una garrida zagala que el prestamista tenía como sirvienta, y Gaspar, el Tonto abrazamozas, que desde la calle la venía persiguiendo, deseoso de comprobar el puesto que le correspondía y debía otorgarle en su escala de durezas. ¡Aquel idiota se encontraba en todos sitios y llegaba a tiempo a todas partes! La moza, que venía con el cántaro a la cadera de llenarlo en la fuente, lo dejó caer del susto, con lo que se hizo mil cascos, al ver a su amo en riesgo de dejar la piel entre las manos de hierro de Toñín, y atronó la casa con sus alaridos. El tonto, percatado también del inminente peligro que corría don Juan Manuel, se lanzó sobre Toñín, y dándole un fiero golpe en la cabeza, le obligó a soltar su presa.

A las voces de la criada acudieron la Gabela, la servidumbre de la casa, los transeúntes y hasta el tío Catano, el alguacil del juzgado, que pasaba casualmente por cerca del lugar de la ocurrencia. Toñín, medio atontado, avergonzado y pálido, como el día en que lo habían de enterrar, se marchó entre los denuestos e improperios de los allegados del maltratado.

Don Juan Manuel se levantó del suelo, cárdeno, casi asfixiado. Sin la oportuna llegada del tonto, allí hubieran dado fin sus trapacerías. Por eso, agradecido y rumboso, mandó diesen al tonto un vaso de vino.

Toñín, cuando se encontró a Gaspar a los pocos días, le entregó un duro. ¡Gracias a él lo hecho no era irreparable y sobre su conciencia no gravitaba aquel horrible delito! ¡Con razón se había resistido a ir a casa de su tío!

La cosa quedó reducida a un juicio de faltas. El tonto» con su torpe lengua y su tardo y escaso vocabulario, declaró a favor de Toñín. Los criados, testigos presenciales, a favor de su amo. El resto de la concurrencia, que se había aglomerado a raíz del suceso, afirmaba no haber visto nada. El alguacil del juzgado juraba que no sabía quién estala debajo ni quién encima. El juez municipal, hechura de don Cosme, en vista de tan contradictorios testimonios y aplicando rectamente el código, condenó al opulento don Juan Manuel, como agresor, al pago de una multa, apercibiéndolo con meterle en la cárcel si el hecho se repetía.

Era lo que decía don Cosme en el Ayuntamiento, comentando el fallo y desenlace del suceso:

—En algo se ha de conocer que soy yo quien manda en el pueblo.

VII. Don Tomás, el cura

Varios días han transcurrido y la situación no ha cambiado en lo más mínimo; Rocío sigue en casa de su tío y los preparativos para la boda continúan estacionarios y empantanados. Ni cuentan con el consentimiento ni disponen de dinero.

Don Romualdo y su cariñosa cónyuge, al día siguiente de la visita de don Pascual, al rayar el alba, tomaron el tole y se largaron en un coche, al parecer, a la capital, Doña Genoveva, señalando a la vendada cabeza de su esposo, aseguró a una vecina madrugadora que los vió Partir, que aquello no marchaba bien, por eso lo llevaba a que lo viese un buen médico: los infames lo habían herido mortalmente.

Raimunda dió también a los cuatro vientos la noticia Poco después. El pobrecito de su amo iba muy malito, ¡milagro sería que escapase de aquélla! ¡Piratas! Y adornaba su espeluznante relato con pintorescos detalles:

—El infeliz tiene en semejante sitio—y señalaba en su occipital—una raja tan honda, que se le ve la sesera. Aunque sea mala comparanza, su cabeza parece un melón calao. ¡Es un contra Dios hacer esto con un padre!

Lo evidente era que doña Genoveva había querido poner tierra por medio entre su marido y Rocío; temía que el ánimo del anciano flaqueara con tantos ruegos y embajadas, y se concertasen paces entre el padre y la hija.

Doña Emilia se había erigido en fiera guardiana de la honestidad y del recato de Rocío, aunque, a decir verdad, no necesitaba la inocente muchacha que nadie velase por lo que ella cumplidamente velaba. No dejaba a sol ni a sombra a su sobrina, y las horas en que Toñín iba a visitarla, se cosía materialmente a sus faldas, ¡no había cuidado de que los dejase a solas un segundo, no hiciera el diablo que la abominación del nefando pecado manchase aquella casa, que ella se cuidaba de purificar rociándola frecuentemente con agua bendita! ¡Que su sobrina no fuese víctima, como lo era ella, de la justiciera cólera del Señor!

Al ver entrar a Toñín, lamentaba doña Emilia no conocer exorcismos para echar del cuerpo del recién llegado a Belcebú, si es que lo traía escondido. Mas por lo menos, siempre que podía, lo espurreaba disimuladamente por la espalda con un hisopo lleno de agua bendita; después de la aspersión quedaba ya más tranquila. ¡De seguro que Satanás no habría podido resistir tal ducha!

Cuando la traidora rociadura no había podido tener efecto, doña Emilia, nerviosa e intranquila, no cesaba de espiarlos, de moverse, de levantarse de su asiento e interponerse intempestivamente entre los novios y de quedarse mirándolos fijamente. Hasta pretendía oír el susurrante palique de los amartelados enamorados, temerosa de que el silbido persuasivo y acariciador de la serpiente hablase por boca de Toñín. ¡Ya sabía ella cómo las gastaba la tal serpiente y su poder fascinador! ¡Toda precaución era poca!

Aquella tarde los prometidos platicaban embebecidos, se miraban amorosos sin pestañear, las miradas, confundidas, destilaban mieles y los silencios en el diálogo eran largos y prometedores. Doña Emilia, cerca de la joven, los contemplaba con ceño adusto. ¡Evidentemente, la serpiente tentadora no debía andar lejos! Los novios, en su deliquio, habían perdido la noción del mundo, del tiempo, de su situación y de todo; vivían esos inefables momentos únicos dignos de ser vividos. Cuando dos amantes llegan al éxtasis en su contemplación, gozan en su embeleso la mayor felicidad posible sobre tierra. Tal arrobo resplandecía en los semblantes de Rocío y Toñín, que doña Emilia, escamada cada vez más, empezó a moverse inquieta en el asiento de su silla, como si éste le pinchase. Al fin, no pudiendo contenerse más, ordenó secamente:

—¡Hacedme el favor de separaros más!

Un jarro de agua fría que les hubieran echado por la cabeza no hubiese hecho mayor efecto a la entusiasmada pareja. Toñín separó instintivamente algo su cuerpo del gentil busto de Rocío y miró iracundo a doña Emilia.

—Señora, su actitud es ofensiva—dijo.

Pero doña Emilia, sin prestarle atención, continuó impertérrita y ordenadora:

—Más todavía.

Rocío, roja como una amapola, viendo a su novio amoscado y presagiando alguna inconveniencia de parte de éste, aprovechó que la señora dueña, ya satisfecha de la separación conseguida entre los jóvenes, retiraba la vista de ellos para fijarla en su libro de oraciones, para, haciendo ademán de barrenarse la sien con el índice de la mano derecha, dar a entender a Toñín que su tía estaba guillada y no había que tomárselo en cuenta, enviándole a la par, a guisa de reparación, una cariñosa y picaresca sonrisa.

Escenas como ésta, del género bufo, sucedían con frecuencia, y lo que constituía la desesperación de Toñín, era que precisamente tenían lugar en los momentos culminantes de su pasión, cuando el amor batía sobre ellos sus alas de ilusión y les hacía olvidar los sinsabores presentes.

A poco de despedirse Toñín, llegó don Pascual, que, cosa desusada en él, por aquellos días salía mucho de casa y andaba haciendo misteriosas gestiones, cuyo objeto se desconocía. Doña Emilia, viendo a Rocío en compañía de su tío, creyó su vigilancia excusada y marchó a ocuparse en las faenas domésticas, antes de salir para asistir al rosario en la iglesia parroquial.

—¿Te sermonea mucho tu tía, Rocío?—preguntó don Pascual, hundido en su sillón frailero, a la joven—. No le hagas caso, son cosas de la edad; aunque te amoneste con todos los hornos y calderas de Pero Botero, ya sabes que te quiere. Mi media naranja se ha agriado con los años. Era almibarada como injerta en lima, y hoy su jugo es de ácido cítrico. El dulce mosto se ha convertido en vinagre. ¡Qué no agriará el tiempo, sobrina!

A estas lamentaciones amargamente expresadas, siguió una larga pausa. El tío pensaba en su dolor y en la contrariedad de su sobrina; Rocío, solo, en su adversa suerte. Los dolores en la primavera de la vida son tan absorbentes, que no dejan lugar para compadecer los ajenos. Este es el egoísmo de la juventud.

—Haz el favor de cambiar de cara—continuó don Pascual, dando de lado a los pensamientos que laceradamente le torturaban, para distraer a Rocío—; ponía de pascua; no me gusta verte así. Todo se arreglará, sobrina. Cierto que vosotros habéis tenido la desgracia de topar con dos seres, tu padre y el tío de Toñín, como entran pocos en libra; pero todo, menos la muerte, tiene compostura. No hay bien ni mal que cien años dure; Por cierto que he de preguntarle a nuestro buen párroco cuál es la traducción latina de este adagio, ya sabes que este es su fuerte. El dolor en la juventud es rebelde, rabioso, amenazador; en la vejez e¿manso, callado, resignado; pero mucho más doloroso en su impotencia. En la mocedad hay la esperanza del cambio, hay la confianza en el propio vigor; en la senectud no queda tiempo para una mutación, no hay reservas de tiempo ni de fuerzas. Pero considera, sobrina, qué son estos dolores de nuestras existencias, lo mismo los tempranos que los tardíos, que a nosotros en nuestro egoísmo nos parecen inmensos, asombrándonos que no suspendan la vida a nuestro alrededor, qué son, repito, comparados con la inmensidad que como ínfimos insectos pululamos. La mayor distancia que podemos recorrer, ¡qué es en el infinito! mayor tiempo que podemos vivir, ¡qué es en la eternidad! No somos nada, Rocío. El hombre no puede nada contra el espacio, es incapaz de reducir un milímetro la distancia que separa a la tierra del sol. El hombre no puede nada contra el tiempo: imposible detener su curso un solo segundo. Si el hombre no puede nada contra el tiempo ni contra el espacio, ejes de la Creación, ¿qué es lo que puede el hombre? El hombre no puede nada, es sólo un despreciable amasijo de vanidad, ignorancia, miseria y podre. ¡Y le llamamos rey de la Creación! ¡Cuánto necio orgullo! Ningún poder humano es capaz de que lo sucedido no haya pasado. La inmutabilidad e inconmovilidad de los hechos consumados es absoluta. Nada podemos contra el pasado. El pasado no nos pertenece. El porvenir lo desconocemos, puede estar sujeto a múltiples variaciones y contingencias independientes de nuestra voluntad; si el futuro está sometido a estas influencias extrañas y aun desconocidas para nosotros, el futuro podemos asegurar que tampoco lo poseemos. No nos pertenecen, por lo tanto, ni lo por venir ni lo pretérito; ¿de qué es de lo que somos dueños? Unicamente del instante presente, y aun de éste, de un modo bien precario. Si nada somos, si nada podemos, si nada valemos, ¿a qué rebelarnos contra el destino? Marchemos procurando llevar el alma pura, conformándonos con los inexcrutables designios de Dios y con la confianza puesta en El sólo. Lo demás son ganas de hacer tontamente irrisorios pinitos. Al cabo, cada cosa ha de volver a su verdadero ser y cada cual ha de llevar su merecido. Las teorías de tu tía, reducidas a sus justos límites, van infiltrándose a pasos agigantados en mi espíritu; las enseñanzas de la vida me deparan, con relativa frecuencia, ejemplos que corroboran esta tesis. Quien la hace, la paga. El que camina como es debido, tarde o temprano encuentra la recompensa. Conque no te apures, sobrina, que otras horas placenteras sucederán a estas de zozobra. A mal tiempo, buena cata. Los Alcor nunca se han amilanado, Rocío. ¡Voto al chápiro verde!

Salió doña Emilia para la iglesia y Rocío marchó a encerrarse en su habitación. Eran estos los únicos momentos felices, fuera de los que Toñín lograba distraerla con su apasionada charla, que la joven disfrutaba en aquellos tristes días de preocupaciones y cavilosidades, solas, daba suelta a los lebreles del ensueño, que en su loca carrera la mostraban alegres panoramas, donde todo era amor y ventura, donde Toñín y ella vivían un perpetuo idilio entre exquisitas fragancias de flores y celestiales armonías. Lo más triste de la vejez es que desaparece hasta la capacidad para el ensueño. Con veinte años e imaginación, ¡ayúdeme usted a sentir! ¿Quién hay desdichado pudiendo soñar?

Aquella noche fué don Pascual a hablar con don Tomás, el cura párroco.

Don Tomás era lo que el vulgo designa con la gráfica frase de un bendito de Dios. Sin embargo, el eclesiástico tenía tres vicios garrafales y bien arraigados: el primero, el tabaco; el segundo, la caridad, y el tercero, el latín.

A don Tomás no se le caía el cigarrillo de la boca; con la colilla de uno encendía otro. Después de comer era la nauseabunda tagarnina, que más mascaba que fumaba, la que hacía sus delicias.

La caridad en nuestro presbítero constituía ya un grave defecto, daba cuanto tenía y aun lo que no tenía. Esto daba origen a unas fieras tracamundanas entre él y su anciana ama de llaves. Veces había que, aprovechando algún descuido de ésta y no teniendo ya que dar, quitaba de la lumbre la olla a medio cocer y vertía su contenido en la escudilla del primer pedigüeño o pedigüeña que llamaba a su puerta, y la ayunar sin ser cuaresma!, si la diligente ama no encontraba medio de reparar este desaguisado, nunca con más propiedad usado este vocablo, por lo que tiene de negación a aguisado o guisado. Su almuerzo era bien frugal, se componía generalmente de un caldo de patatas con pescado o bacalao. La comida tenía honores de pantagruélica, valga el galicismo, sota, caballo y rey: sopa, cocido y un principio de legumbres, o por excepción de carne. Y esta era toda su alimentación; pero que no le suprimieran el tabaco. Vestía una sotana plagada de remiendos y corcusidos, y su sombrero de teja era contemporáneo del del cura Merino. Raro era el bautizo, casamiento o entierro que cobraba, no obstante las ruidosas protestas del coadjutor, del sacristán y aun de los monagos.

El latín constituía su entretenimiento y su obsesión. Era la manía de su intelecto. Latinista y latinizador tenía escrita una obra que era un refranero castellano, con sus traducciones a la lengua madre; no eran, por lo común, traducciones ad pedem litterœ, sino proverbios o frases latinas equivalentes a los nuestros. También figuraban en su colección locuciones vulgares, modismos, expresiones adverbiales y frases hechas, todo vertido igualmente al habla de Virgilio. El manuscrito de esta obra, prodigio de paciencia, constaba de varios cuadernos, y como, por azares de la suerte, estuvo en nuestras pecadoras manos, pudimos entresacar algunos de los muchos castizos refranes y modismos que de él formaban parte y los equivalentes latinos que el bueno de don Tomás les asignaba, los cuales brindamos a continuación a nuestros lectores para que puedan formar juicio del mérito y utilidad de esta obra.

Cada cosa en su tiempo, y los nabos en adviento. Sua cuique rei tempestivitas.

Antaño murió el mulo, y hogaño le huele el culo. Frustra prœteritanim injuriarum memoria revocatur.

Por miedo de gorriones no se dejan de sembrar cañamones. Propter pericula aspera et difficilia non deserenda.

Ni en burlas ni en veras con tu amo partas peras. Fuge procul a viro majore.

No hay olla tan fea que no tenga su cobertera. Nihil tam despicabile est, quod ab aliquo pretium non habeatur.

Quien bueyes ha perdido, cencerros oye. Qui amant, ipsi sibi somnia fingunt.

Partir un cabello en el aire. Aeri ingenio esse.

Meter en un puño. Ad angustias redigere.

Poner la ceniza en la frente. Aliquid alicui increpare.

Como habrán podido juzgar nuestros eruditos lectores, no caben versiones más elegantes de tan pedestres frases sanchopancescas. ¡Era mucho latinista don Tomás!

Cuando conversaba, el ejemplar sacerdote no cesaba de intercalar refranes y sus correspondientes versiones latinas en su palique.

Don Fabián, el medico, que era un socarrón de siete suelas, se complacía en poner en aprietos al excelente don Tomás, aprovechando su manía latinizadora, y a lo mejor, cuando se encontraban en una numerosa reunión, le disparaba a boca de jarro:

—Hombre, don Tomás: ¿me podría decir cuál es la traducción de aquel refrán que dice: “Quien con niños se acuesta...”?

Don Tomás echaba dos o tres espesas bocanadas de humo por boca y narices, se rascaba la cabeza y al cabo contestaba, saliéndose por la tangente:

—Ese refrán es análogo a este otro: Quien con perros se echa, con pulgas se levanta. Aliquid mali est propter vicinum malum.

Don Tomás tenía la cabeza blanca, la frente despejada y los ojos vivarachos. Era un vejete simpático y jovial. Hablaba siempre con el corazón en la mano, sin reservas mentales, llamando al pan, pan, y al vino, vino; este exceso de franqueza le había granjeado algunos enemigos, a quienes en propia cara dijo lo que no les gustaba oír; pero fuera de estas contadas y poco estimables excepciones, era generalmente querido y apreciado por su innata bondad y por su inextinguible caridad.

Este santo varón acababa de sostener, cuando llegó en su busca don Pascual, una acalorada discusión con su ama de llaves, por cierta obra caritativa que a hurtadillas de su servidora había hecho, y que a ésta le parecía un despilfarro inadmisible y mal empleado. Eran en estas polémicas en las únicas que no sacaba a relucir su repertorio de adagios, no se ha hecho la miel para la boca del asno, asinus ad lyram.

—Se va usted a condenar, mal cristiano—habíale dicho furiosa el ama—, porque lo que usted hace es suicidarse lentamente, quitándose hasta el pan de los labios para mantener los vicios de un hato de holgazanes, sin pizca de lacha. Hay que ver, haber dado la única colcha que teníamos presentables a esa pelandusca...

—Pero mujer, sé alguna vez razonable en tu vida; ¿para qué quiero yo la colcha con el calor que hace? En cambio, a la pobre le hace buen avío, le sirve para hacer mantillas a su mamoncillo, que dice no tiene en qué envolverlo.

—Sí, sí, pero tiene para otras cosas... No ve usted, alma de cántaro, que como el pueblo es pequeño todo se sabe y yo estoy harta de oír que a esa le gusta empinar el codo más de la cuenta...

—Ya sabes que te tengo prohibido me vengas con cuentos ni murmuraciones, vieja chismosa—profirió don Tomás, dando una última y terrible chupada al puro de a quince céntimos que saboreaba y arrojando con fiereza al suelo la minúscula colilla.

El ama, hedía un basilisco, se marchó a la cocina rezongando.

Entonces hizo su entrada don Pascual, que era antiguo y verdadero amigo del cura, aunque se veían de tarde en tarde.

—Don Tomás, venía a hablarle a usted de mi sobrina Rocío. Ya sabrá que su padre, sin verdadero motivo, la echó de casa. V es que allí quien dispone es ese alacrán venenoso de doña Genoveva.

—Triste es la casa donde la gallina canta y el gallo calla. Estque solœcismus si hœc vir et hic mulier.

—Una infame que tiene tan larga la intención como el pico.

—La mujer y la perra, la que calla es buena. Silentium fœminam commendat.

—Ha hecho correr por el pueblo relatos injuriosos para mi sobrina, siendo la pobre, como es, más buena que el pan candeal.

—No temas mancha que sale con agua. Leve fit incommodum, cui allevamentum facile paratur.

—Son un matrimonio de oro mi cuñado y su mujer.

—Tal para cual, Pascuala con Pascual. Pares cum paribus facillime congregantur.

—Ahora se han marchado a la capital, según creo, sin dar el consentimiento para la boda ni ayudar en nada a los gastos inherentes a este acontecimiento, a pesar de que yo fui a visitarlos, pero respondieron con injurias a mis exhortaciones. Y como Toñín, por su parte, es también pobre, y su tío es otro que tal baila...

—Cara de beato y uñas de gato. Pietatis simulata facies, ferina Índoles.

—Pues aquí nos tiene usted, sin saber qué hacer.

—Bueno, hombre, no es la cosa para ahogarse en tan Poca agua. Ya lo arreglaremos.

—¿Qué piensa usted «hacer?

—Déjeme reflexionar, don Pascual. Ya veremos cómo me las apaño. Cada uno estornuda como Dios le ayuda. Quisque pro opibus œdificat. Véngase mañana por esta su casa y le comunicaré el plan de campaña que haya formado. Y déme usted ahora un cigarro, que no hay como el tabaco para despabilar el entendimiento y aguzar el ingenio.

Don Pascual le entregó la petaca y don Tomás se lió un cigarro como una tranca, todo lo grueso que el papel permitía con una sola vuelta.

Cuando el hijodalgo llegó a su casa, su esposa dormitaba sobre su kempis, y Rocío, con los ojos enrojecidos de haber llorado, punteaba ropa blanca, bien ajena a la labor mecánica que ejecutaba.

—Sobrina, ¡has vuelto a llorar!

—Si no he llorado, tío.

—A otro perro con ese hueso. Vamos a ver, ¿te pasa algo nuevo?

—No, señor, ¿qué más quiere usted que me pase?

—¿Que tu padre se ha ido? ¡Vaya con viento fresco! ¿Que no te quiere? Para él hace. ¿Que no te casas? Te casarás, y pronto, ¡yo te respondo! No hay motivo verdadero para que te apesadumbres de este modo. Verás, Rocío; por esto de las bodas hubo en nuestra familia un curioso y donosísimo pleito.

Todas las veladas, don Pascual procuraba entretener a la joven contándole viejas historias de los Alcor, rancias tradiciones de la casa. Era el flaco y el fuerte del caballero.

—Motivó este pleito—continuó don Pascual—una de las cláusulas de fundación de la vinculación de la Alcariza, la más lucrativa de las que afluyeron en mi tatarabuelo, que fué hombre afortunado para esto de las herencias. La tal cláusula disponía que era condición indispensable para entrar en el disfrute de los bienes que constituían la vinculación, estar casado con una parienta que llevase en primer término el apellido Alcor. El fundador pretendía, sin duda, que los poseedores de esta vinculación hiciesen la felicidad de alguna Alcor. Además, y esto es más esencial, seria, en cierto modo, partidario de lo que hoy se llama endogamia familiar, porque suponiendo a su raza selecta, dolicocéfalos, que se Hablarían ahora, quería evitar con esta cláusula el cruzamiento con otras razas o familias interiores, braquicéfalos, que acarreasen la degeneración de la progenie. Tal condición sería nula en nuestra legislación actual, y aun quizá reputada como inmoral por algunos fisiólogos trasnochados, apóstoles de un eugenismo mal entendido, que se preocupan del mejoramiento de nuestra especie, porque las modernas teorías preconizan la unión entre Parientes, siempre que los contrayentes sean seres sanos, robustos y normales, y únicamente las repudian cuando los emparentados son enfermizos, endebles o anormales, para que entonces no se perpetúen agravadas las lacras que va tiene la sangre y para que la mezcla con otras sangres extrañas y no viciadas, vaya borrando y haciendo desaparecer aquellos estigmas de degeneración. En esto, como en otras muchas cosas, la ciencia ha venido a reconocer al cabo la razón que asistía a nuestros abuelos al preocuparse de la pureza de la sangre de sus descendientes; y la revolución francesa, al combatir y derrocar estos que se tenían por prejuicios sin fundamento, dió un paso atrás en el sentido del perfeccionamiento de la Humanidad. Nietzsche, con su superhombre, no tiende más que a la depuración y engrandecimiento de las razas por el cruzamiento de familias e individuos escogidos, y estas castas, así seleccionadas, han de ser las privilegiadas en todos sentidos y las directoras de la Humanidad. Nuestro antepasado era, por lo visto, un inconsciente convencido de estas modernas teorías. Mas volvamos a su caso: mi tatarabuelo enamoróse perdidamente de una seductora doncella, también de pura cepa noble, con quien no tenía el menor enlace de parentesco, ni llevaba su apellido, y con ella se casó. Entonces otro Alcor, deudo lejano, le puso pleito, reclamando la vinculación la cláusula era terminante; mi antepasado veía perdido el pleito, incluso con costas, cuando tuvo una idea genial. Habló con todas sus parientas solteras, cuando él lo estaba, y de apellido Alcor, y todas se prestaron a declarar que las había cortejado, pero que ellas no lo habían querido por esposo. Fué un bizarro desfile por los autos de jóvenes calabaceando a mi tatarabuelo. “Item más, declaro haber sido requerida de amores por su primo don Juan Antonio de Alcor y Meseguer, alférez del Rey (que Dios guarde), y no haber accedido a ellos por no ser de su gusto ni tenerle afición.” Probado de este modo que ninguna parienta de las condiciones requeridas se había prestado a compartir su tálamo, el pleito fallóse a su favor. La manifiesta imposibilidad le relevaba y eximía del cumplimiento de aquella disposición establecida en las fundaciones. Ya lo dice el Derecho romano, que aun recuerdo mis estudios: Impossibilis conditio in institutionibus et legatis, nec non fideicomissis et liberta tibisi pro non scripto habetur. Otro pleito curioso te voy a referir. Una hermana de mi bisabuelo, viuda que fué del vizconde de Rostroclaro, que residía en la capital, sostuvo un pleito, famoso en su siglo en toda la provincia, con una familia harta de pechar, que se había encumbrado de golpe y porrazo, ricos improvisados de aquel tiempo: los López del Monte. Efectivamente, estos López tiraban al monte, como la cabra, pues procedían de la sierra de Falobres, donde el padre, que era leñador, tuvo la suerte de tropezar con unos pedruscos que, analizados, resultó tenían una gran ley de plomo argentífero. Por obra y gracia de este afortunado hallazgo, convirtióse mi hombre, de ser un don Nadie López a secas, en ser un López del Monte, haciendo no Se qué juegos de cubiletes con sus apellidos. Y no paró en esto, sino que un hijo suyo hizo pintar en la portezuela de una pesada galera de camino que adquirió, uno de los tres únicos carruajes que entonces rodaban por la ciudad, un blasón muy llamativo, de gran número de cuarteles, con torres, dragones rampantes, águilas, escalas, veros y contraveros, besantes, calderos y otros muchos atributos heráldicos, coronado por una gran celada con su airón. La vizcondesa viuda llevó tan a mal esta osadía del advenedizo, que le puso pleito por uso indebido de escudo de armas, y no cejó hasta conseguir, por sentencia firme, se lo ordenasen borrar de la portezuela del coche. El pleito se vió en no sé cuántas instancias, y llegó hasta a la Chancillería, costándole bastante dinero y disgustos a la vizcondesa, pues la parte contraria hacía correr ducados y doblones que era un primor pero ella, tozuda, acabó por conseguir hacer triunfar su derecho, ¡Así eran los Alcor! Hasta sus hembras peleaban porque plebeyos enriquecidos no compartiesen su rango, y velaban por mantener la limpieza de sangre de su generación! ¡Cuántas mudanzas de entonces acá! ¡Parece mentira cómo degeneran las razas y cómo aquella dureza diamantina, que antes se quebraba que dejarse moldear, se ha trocado al presente en blanda ductilidad, débil a toda clase de promiscuidades... Por cierto, sobrina, que un López del Monte, que fué compañero mío de estudios en el Instituto, a quien un día, bromeando, le recordé el famoso pleito, me contestó, tan fachendoso e hinchado como su antecesor, el pechero convertido en improvisado señor: “Aquéllos eran otros López.” ¡Y eran los mismos!

Al día siguiente, cuando volvió don Pascual a la casa rectoral, se encontró con la novedad de que el cura había partido para la capital aquella mañana, en el desvencijado carricoche que pompáticamente denominaban diligencia, llevando por único equipaje su mugriento y medio desencuadernado breviario, y sin dejar dicho a qué iba, el cual viaje traía sumamente intrigada al ama.

Y dos días después, el buen pastor de almas se entró por las puertas de don Pascual demandando albricias; traía el consentimiento paterno extendido en regla. En dinero no había que pensar, ¡bueno era don Romualdo!, ni dándole con un mazo en el codo se lograría que soltase una peseta. No le había costado gran trabajo arrancar este consentimiento; doña Genoveva había aconsejado a su marido que lo diese. Ella habría pensado: “A enemigo que huye, la puente de plata”. Hosti fugienti viam ne prœcluseris. Don Romualdo lo había otorgado, Pero advirtiendo repetidamente que en jamás de los jamases se presentase ante su vista la ingrata hija, ni se acordase para nada de él. Y como en un arranque de amor filial, Rocío preguntase cómo se encontraba su padre, don Tomás aseguró que nunca lo halló mejor, que ya no llevaba puesta venda alguna, y que estaba tan saludable y campante en una fonda de la capital, con su rozagante dulcinea.

Antes del mes se celebró la boda. Don Pascual fué el Padrino, y corrió con los gastos que se originaron; había hipotecado en tres mil pesetas un secano, un cebadal que le quedaba en el paraje de la Noria: ésta había sido la causa de las frecuentes y misteriosas salidas de su casa en los últimos días. Este dinero lo empleó casi íntegro, no obstante las reiteradas protestas de la interesada, en que se confeccionase alguna ropa su sobrina y en comprar un modesto ajuar para la casa de los desposados. De madrina actuó doña Emilia. La novia iba hecha un salero de bonita, y el novio, muy apuesto, con su traje negro, aunque algo cohibido y azorado por el acontecimiento. Don Tomás echó las bendiciones a la venturosa pareja; el manirroto sacerdote se había traído de la capital un estuche de cubiertos como regalo de boda, y, como de costumbre, no consintió cobrar el menor estipendio por la religiosa ceremonia, ni que le reintegrasen los gastos de su viaje. Don Pascual le dijo que lo tenía comparado con el “sastre del Campillo”, que cosía de balde y ponía aguja e hilo, a lo cual respondió incontinenti don Tomás, disparando dos docenas de provervios, con sus respectivas traducciones latinas, enjaretados todos en menos tiempo del que tarda en persignarse un cura loco, ¡una verdadera granizada! ¡Para que le viniesen a el con refranes!

Don Sebastián, el principal de Toñín, invitado por éste a figurar como testigo del acto, declinó el honor, aduciendo como razón que no quería autorizar con su presencia un crimen de tal especie; sin embargo, hizo un buen regalo a su dependiente. Don Atilano le substituyó como testigo; no obstante proclamarse ateo y librepensador, hizo dejación por un breve rato, según manifestó, de sus convicciones en obsequio a su amistad con don Pascual. Durante los desposorios no dejó de pensar el boticario lo bien que le habría venido su chaquet en aquella memorable ocasión: de seguro hubiera dado el golpe con él, ¡le hacía tan señorón y le caía tan bien!, mientras que así se había visto en la precisición de ponerse democráticamente la americana más nuevecita y flamante que contenía su guardarropa, ¡hados fatales!

Desde la iglesia, los recién casado y el reducido número de invitados se trasladaron a casa de don Pascual, quien los obsequió espléndidamente, a lo gran señor. Doña Emilia, sabiendo que entre los concurrentes figurarían gentes de hábitos: don Tomás y el coadjutor, se había esmerado, haciendo todos los primores de repostería y confitería que hubo de aprender en tiempos más dichosos. Y por aquel día estuvo contenta y comunicativa, no mostrándose destemplada ni desapacible ni aun con su esposo: ¡menudo peso se le quitaba de encima la buena señora con el casamiento de su sobrina! Se había estado pasando las noches en claro, temiendo alguna intromisión del diablo en los amores de los jóvenes. Ahora, tranquila ya, podría volver a conciliar el sueño.

El refrigerio transcurrió en un ambiente de franca alegría y cordialidad: hasta don Atilano y don Tomás, deponiendo antiguos rencores, firmaron las paces. He aquí cómo sucedió este fausto acontecimiento: don To más confesó, con un poquito de retintín, que no advirtió el ingenuo boticario, que realmente había procedido con indisculpable ligereza al juzgar la celebérrima vacuna inventada por el ilustre don Amilano, pues carecía de elementos para poder formular opinión, que reconocía que la tal vacuna sería muy indicada y provechosa en ciertos y señalados casos, que sólo los facultativos podían determinar, y manifestó, por último, que, en todo caso, si el asunto se prestaba a dudas teológicas y morales, el único llamado a intervenir y fallar en materia tan delicada era el Sacro Colegio de Cardenales, de Roma, y que mientras éste no se pronunciase en pro o en contra, él no podía condenarla. Don Atilano, en su vista, muy agradecido a estas nobles y espontáneas manifestaciones, abjuró, allí mismo, públicamente, de su error y se convirtió al Catolicismo, lo que colmó de júbilo a los presentes, especialmente a doña Emilia, que lo atribuyó a milagro obrado por la intercesión del Santo del día, de quien era particular y extremada devota. Esta fué la conversión de don Atilano, tan famosa como las de Constantino y Recaredo.

El tonto Gaspar, que se había dado por invitado, ¡cómo iba a faltar él!, engullía glotonamente a des carrillos, en la cocina, cuantos sobrantes devolvían del comedor; sin entretenerse en clasificar el grado de dureza del cuerpo de la cocinera de don Pascual, pues ésta había brincado ya los cincuenta, y de esta edad para arriba todas tienen el mismo: el del pergamino.

Para remate del convite, don Pascual, que era hombre que sabía hacer las cosas, sacó una caja de habanos. ¡Con qué fruición saboreó el veguero don Tomás! ¡Como éste, sólo caía uno de higos a brevas!

Idos los convidados, llegó la hora de que los nuevos esposos se retirasen a su hogar. Rocío, anegada en llanto, iba de los brazos de su tío a los de su tía, y desde los de ésta tornaba a los de don Pascual, sin determinarse a separarse de ellos. Doña Emilia estaba hecha una Magdalena, después del arrepentimiento, y por las mejillas de su esposo corrieron dos gruesos lagrimones, que, avergonzados, fueron a ocultarse entre los pelos de su bigote. En cuanto a Toñín, estaba tan conmovido, que se le hubiera podido ahogar con un cabello; sin embargo, procuraba dominar su emoción. ¡Estaría de ver un novio llorando!

Al cabo se quedaron solos y silenciosos los tíos, y doña Emilia, al dar las buenas noches a su esposo para marchar a su aposento, le presentó, por primera vez desde hacía varios años, su frente; en ella estampó don Pascual un amigable y protector beso.


Pocos días después del casamiento de Rocío, regresaron al pueblo su padre, completamente restablecido doña Genoveva. Se supo que con ellos había venido, y se había instalado en el dormitorio que fué de Rocío, una niña, sobrina de doña Genoveva, como hija de una hermana suya, quien, abandonada por su marido, que emigró a la Argentina, vivía en situación muy precaria en una cortijada. La rapaza era agraciada; atendía al nombre de Esperanza, y venía en estado semisalvaje, como criada en una escondida zafería.

Segunda parte

I. Raimunda

Próximamente habría transcurrido un lustro desde el casamiento de Rocío cuando don Romualdo, que venía ya malucho desde hacía varios días, agravóse considerablemente una tarde. Doña Genoveva mandó a Raimunda a que fuese, con toda premura, en busca de don Fabián, el médico, para que reconociese al enfermo.

Era Raimunda una cuarentona frescota, ladina y lista, más ladina que lista; viuda y con un hijo, un muchachón como un castillo, próximo a entrar en quintas. Casóse le joven con un mozo del pueblo, que había emigrado a Argelia, y allá se fueron al matrimoniar, estableciéndose cu Sidi-Bel-Abbés, donde el marido estaba colocado de camarero en un hotel. Enviudó a los pocos años de casada, quedándole un hijo de pocos años; entonces se vió cu la imperiosa necesidad de ponerse a servir y de separarse del fruto de sus entrañas, enviándolo con sus abuelos, los padres de ella, que cultivaban algunos pegujales de escaso rendimiento, que tenían arrendados en término de Arenas del Mar. Sirvió en Sidi-Bel-Abbés y después en Oran, pero como el hijo tiraba mucho de ella, acabó, para estar más cerca de éste, por venirse al pueblo, aunque el salario era bastante menor, y entrar de sirvienta en casa de don Romualdo, pasaba por confidente y muy afecta a doña Genoveva; pero este afecto era relativo, llegaba sólo donde llegara su utilidad. Asimismo era relativo lo de confidente, que doña Genoveva no era mujer que depositase más que aquella parte de sus secretos indispensable para su interés. Raimunda tenia un sueño dorado, reunir unos cuartejos con que poder comprar alguna propiedad cercana a la que labraban sus padres y establecerse en ella con su hijo. Era una atávica pasión por ser dueña de unos terruños. Pero, como entre el remedio a las plagas que le lloraban sus padres—malos años, enfermedades y calamidades sin fin—, y lo que le gastaba el hijo, se disipaba su miserable soldada, no lograba ahorrar una peseta.

Llegó don Fabián y examinó prolijamente al enfermo, auscultándole con el estetoscopio, y después de recetar unos medicamentos, salióse de la alcoba del paciente.

—¿Qué le parece a usted, doctor?—interrogó doña Genoveva, en el vestíbulo.

Don Fabián torció el gesto.

—¿Está de gravedad?

El galeno tornó a torcer el gesto.

—Pero ¿tan mal lo encuentra usted?

—Desgraciadamente, sí, señora.

—¿Qué tiene?

—La arteriosclerosis que hace años padece. El corazón, que se cansa de marchar a presión. Se perciben ruidos sistólicos. El pulso es duro, tardo e irregular. Se encuentra febril y muy postrado. Hay insuficiencia cardíaca y renal. El corazón y el riñón, dos órganos indispensables para la vida, llenan mal sus funciones. Del corazón no tengo nada que decirle, de sobra conoce usted su importancia; en cuanto al riñón, es el filtro que sirve para la depuración del organismo; por él se eliminan todos los principios tóxicos. Así es que ya comprenderá usted... Sin embargo, quién sabe señora; la tisana diurética que he prescrito para combatir ese principio de uremia y la poción de digitalina que le vamos a suministrar para vigorizar el corazón, y que también indirectamente es diurética, espero produzcan resultado. Su marido es una naturaleza muy gastada, con un padecimiento crónico antiguo, pero no hay que perder por completo la esperanza. De todos modos conviene estar preparado por lo que pudiese tronar, un colapso sería de temer. Por la mañana volveré. Si acaso viesen que empeoraba, avísenme.

—Lo único que tengo en el mundo es mi marido, en sus manos lo encomiendo, doctor—declamó teatralmente dona Genoveva.

Don Fabián le dió las buenas noches, y cogiendo el sombrero y el bastón se retiró.

Don Romualdo pasó una noche infernal, no cesaba de lanzar quejidos, a cada momento hacía que lo variasen de posición, a veces padecía obnubilación de la vista, sentía zumbidos en los oídos, y todo su estado presagiaba un cercano fin. Ya de madrugada, pareció tranquilizarse algo y se durmió, mas a los pocos instantes se despertó despavorido, con el rostro demudado y descompuesto.

—Genoveva—dijo con apagada voz—, me parece que voy a morir, me siento muy mal. Di que avisen al cura y a don Sebastián, quisiera arreglar mis asuntos ahora que aun puedo hacerlo. Y manda a buscar también a mi hija.

Doña Genoveva, disimulando la contrariedad que le producían estos mandatos del enfermo, le respondió con meliflua voz:

—Por Dios, Romualdo, maridito mío, no te pongas así, que no es nada lo que tienes afortunadamente y me acongojo oyéndote. ¡Cómo te gusta hacerme sufrir, esposo mío! Ya verás cómo esto pasa pronto y te repones en unos días.

—¡Mejor sé yo que nadie cómo me encuentro! Hazme el favor de hacer lo que te he dicho.

—Bueno, hombre, se hará como dices, aunque no veo verdadero motivo para alarmarse.

—Envía a por ellos.

—Enviaré dentro de un rato; apenas está clareando el día, y no es cosa de importunar a esos señores sin fundamento.

—¡Luego, quizás sea tarde!

—¡Qué tontuna! ¡Cómo piensas en morir, Romualdo, cuando eres un roble! Desecha esos lúgubres presentimientos. ¿Qué te pasa? ¿Quieres algo? ¿Qué sientes?

—La vida que se me escapa, Genoveva. Quiero hacer lo que te digo: confesaré y haré testamento; no te olvidaré, pierde cuidado.

—¡Qué cosas dices, Romualdo! Menester es que estés enfermo para que te expreses de ese modo.

—¡Si vieses el trabajo que me cuesta hablar! Anda, manda a buscarlos—porfiaba obstinadamente el longevo—, aunque sea aprensión infundada mía; esto me tranquilizará y mejorará. Comprendo que hay graves errores en mi vida y quisiera repararlos antes de morir, en la medida de lo posible. Ahora, cuando venga el notario, hablaremos de todo, espero que tú te prestarás y allanarás a lo que sea justo y no pondrás obstáculos a que modifiquemos la escritura que hicimos en la capital. Tus días quedarán asegurados, y a Esperanza también la tendré presente.

A doña Genoveva, escuchando estas frases, un sudor se le iba y otro le venía.

—Tú dispondrás lo que quieras, Romualdo—contesto» haciendo de tripas corazón.

—Pues anda, ¡anda!, llama a Raimunda; yo mismo la instruiré.

Doña Genoveva zarandeó a Raimunda, que dormitaba en un sillón, en la habitación inmediata, y don Romualdo le encargó que avisase a su hija, diciéndole que su padre estaba enfermo y que quería hablarle, pero que no se alarmase que no era nada de cuidado.

—¿Cómo quieres que no se alarme llamándola a estas horas y después de tantos años en que ni nos vemos ni nos entendemos?—objetó la señora.

—¡Si se alarma, qué le vamos a hacer! Avísala y di también en casa del párroco y en casa de don Sebastián, el notario, que hagan el favor de despertarlos y decirles que estoy gravemente enfermo y que me precisa hablar con urgencia con ellos, que en cuanto puedan que vengan. ¡Con presteza, Raimunda, no te entretengas!

—Descuide el señor.

Salió Raimunda y detrás doña Genoveva, y en cuanto transpusieron los umbrales de la puerta del aposento, dijo ésta a aquélla:

—No vayas, Raimunda, es muy temprano. Espera a que yo te avise.

—Señora, ya oyó usted los encargos que me dió el señor...

—Bien, luego irás. No corre tanta prisa.

—La verdad es, señora, que yo encuentro muy grave al señor; no se fijó usted en lo anheloso que está y en la cara tan desencajada que tiene...

—Sí, está mal, pero no tan mal como tú te figuras.

—Temo mucho que se pueda morir de un momento a otro y yo no haya cumplido sus últimas órdenes… Sería un escozor que no me dejaría pegar los ojos. Más vale que vaya...

—¡No! ¡Espera!—exclamó, ya impaciente, doña Genoveva—. Estarán durmiendo.

—El señor cura pronto dirá la misa de alba, ya han dado el primer toque. La señorita Rocío es también madrugadora, como la pobre no tiene criada y va ella al mercado...—expresó la sirvienta, a quien repentinamente le había entrado una gran piedad por Rocío.

—¡Te he dicho que ahora irás!

—Haré lo que la señora ordene... Con la venia de la señora, yo tenía que pedirle un favor...

—¿Qué? ¡Habla!

—Usted me dispensará, la carta que me trajo anoche mi primo Bastián, es de mi padre, dice que mi chico está enfermo y que le mande dinero para las medicinas; como mi primo vuelve esta mañana para allá, Quisiera que la señora me hiciese el favor de adelantármelo...

—Lo tendrás.

—Discúlpeme la señora, pero por tratarse de mi hijo. Porque no hay tiempo que perder me he permitido importunarla...

—¿Cuánto necesitas?

—Si la señora me diese cuarenta duros...

Tornó doña Genoveva al cuarto del moribundo.

—¿Ha ido ya?—balbució éste, que se agravaba por minutos, con opaca voz. 

—Sí, ya ha ido.

—No sentí la puerta—expresó receloso, mirándola fijamente, temeroso de un engaño.

Doña Genoveva, sin atreverse a sostenerle la mirada, murmuró:

—Le encargué que saliese con maña y no diese portazo, para que no despertase a Esperanza.

—Dame un poco de agua, tengo los labios resecos; ¡ay, Genoveva, esto se acaba!

La “complaciente" enfermera le alargó un vaso de agua y don Romualdo, soliviándose apenas, lo cogió ávidamente con mano trémula, vertiendo parte de su contenido sobre el embozo de la sábana; después lo apuró de un solo trago; el agua produjo un ruido sordo, ¡glu! ¡glu!, al atravesar las resecas fauces y precipitarse de golpe en el esófago.

Doña Genoveva abrió un armario de luna que amueblaba la estancia y empezó a buscar y rebuscar dentro.

—¿Qué buscas?—la interrogó de pronto el anciano.

Su mujer quedó un momento sobrecogida y perpleja, como quien es sorprendido cometiendo un delito.

—Un... un pañuelo—contestó y sacó, en efecto, uno, y debajo, bien escondida, la pringosa cartera del enfermo, que tanto trabajo le costase encontrar.

Fuera del aposento, la registró; contenía varios papeles y sólo tres billetes del Banco de a cien pesetas.

—Toma, ahí tienes—dijo a Raimunda, entregándole dos de ellos, que la criada dobló cuidadosamente y guardó en su faltriquera.

—Gracias, señora.

Volvió la donante a la habitación donde su marido agonizaba. En ella los minutos se hacían siglos; parecía que habían alterado y alargado su isocronismo. Doña Genoveva espiaba en la cadavérica faz de su esposo la marcha acelerada de la Intrusa. Don Rumualdo, de vez en vez, balbucía:

—¡No vienen!

—Considera que tendrán que llamarlos, vestirse... Don Sebastián vive algo lejos.

Pasaban otros minutos, que eran otra eternidad, y don Romualdo volvía a exclamar, con las ansias de la muerte retratadas en su semblante:

—¡No vienen!

Al fin, no pudiendo contener más la impaciencia, ordenó:

—Mira sí ha vuelto Raimunda.

Tornó a salir y tornó a entrar doña Genoveva.

—Sí; ya está ahí. Dice que vienen en seguida.

—Díle que entre.

Entró Raimunda, ya aleccionada e impuesta de lo que había de responder.

—¿Has ido, Raimunda?—la interrogó el anciano, con la lengua cada vez más entorpecida y trapajosa.

—Sí, señor.

—¡No me engañes, Raimunda!

—¡Cómo había de engañarle yo!

—Si ves que tardan, vuelve.

Salió Raimunda y a poco doña Genoveva.

—El señor se va por la posta, señora, yo creo que debía ir a avisar...

Su ama le lanzó una iracunda mirada.

—Crea la señora que voy a tener unos remordimientos atroces si el señor se muere sin que yo haya avisado...

—Descuida, el señor no se muere.

—Ya es de día, se sienten abrir las puertas de las casas; si la señora me lo permite voy en un momento...

Doña Genoveva pateó impaciente el suelo.

—¡Ya te diré yo cuándo has de ir, majadera!

Hubo unos momentos de silencio.

—La señora me permitirá que le pida otro favor...

—¿Necesita más medicinas tu hijo?—preguntó, irónica, la señora, midiéndola con la mirada.

—¿Medicinas? No, señora—contestó la interpelada, sin bajar la vista ni pestañear—. Pero se me olvidó decirle antes, que en la misma carta me escribe mi padre que venden unas tierrecillas lindando con las que labra, que serían nuestro avío... Tres mil pesetas piden por ellas; son tiradas... Para la señora, tres mil pesetas son una insignificancia...

—¡Tendrás las tres mil pesetas!—dijo fríamente doña Genoveva, azotándole el rostro con una despreciativa mirada.

—El caso es que como mi primo Bastión se marcha esta mañana y, según dice mi padre, las tierras las quiere comprar el tío Mochila, que linda también con ellas...

Doña Genoveva la hubiese pulverizado con la mirada, si hubiera estado dotada de poder para ello. El caso era que no tenía aquella cantidad; precisamente pocos días antes había hecho unos pagos su esposo, y las trescientas pesetas de la cartera eran todo el dinero que quedaba en la casa, hasta la semana venidera, que había que cobrar unas rentas. ¡Aquel vicio de poner en seguida todo el metálico en los Bancos! ¿Qué hacer? ¡Bien se aprovechaba aquella malvada de la ocasión! De golpe se acordó del oro; don Romualdo guardaba en el armario una esportilla repleta de peluconas, cuatro o cinco mil pesetas.

—La señora me perdonará, pero como Bastión...

—¡Ya sé que se va esta mañana!

Resuelta a cortar esta penosa escena, volvió a penetrar en la alcoba del paciente. El agonizante, que se debatía bravamente con la muerte, difícilmente articuló, con voz entrecortada que a duras penas se percibía:

—¿Aun no han venido?

—No—replicó secamente la preguntada.

—No me engañes, Genoveva, por Dios te lo pido—expresó el moribundo, mirándola de hito en hito; doña Genoveva ladeó la cabeza; ¡era fuerte cosa que no pudiera ella resistir a aquellos hundidos ojos, ya algo vidriosos, que la miraban acusadores!

—¿Yo, engañarte?—pero su protesta sonó a hueca, a mentira.

—Vuelve a enviar, Genoveva—insistió su marido, que con esa intuición y clarividencia de las últimas horas de la vida, comprendió que le mentía.

—Ahora mismo volverá Raimunda.

Pero la promesa era sólo de los labios, así lo penetró don Romualdo y se resignó. No cabía ya rebelarse, ni aun gritar, pues trabajosamente podía mover aquella lengua tan pesada, como si se hubiera convertido en un lingote de plomo, y que parecía llenarle toda la cavidad bucal. ¿Qué adelantaría con reprochar? De sobra conocía que su mujer le oiría como quien oye llover. Se calló, se conformó a lo que quisiesen hacer con él.

Por señas pidió más agua, doña Genoveva lo tuvo que incorporar y ponerle el vaso en la boca; el agua se derramó por las comisuras de los labios sin que pudiese tragar una gota; aquel órgano no regía.

Nuevamente abrió el armario doña Genoveva, el anciano sintió tintinea armoniosamente sus amadas monedas de oro, el sentimiento de avaricia y de sordidez tan arraigado en él, quiso protestar, pero le costaba tales esfuerzos expresarse que se avino al despojo, ¿para qué indignarse ya? Cuando la señora cerró el armario y se volvió con las monedas ocultas, notó la turbia y airada mirada del moribundo fija en ella, como diciéndole:

—¡Esperar siquiera a que me muera para robarme!

Doña Genoveva, fuera, contó diez.... veinte.... treinta.... treinta y ocho onzas, y las arrojó con violencia en la falda de su criada; los ojos de ésta resplandecieron un instante, cargados de la codicia campesina, que el roce de la vida en las ciudades no logró desterrar de ella. Su sueño dorado se había hecho realidad. Aquel vehemente deseo, transmitido de padres a hijos en veinte generaciones de siervos de la gleba, de poseer el terruño que tanto habían regado con su sudor, era ya realizable. La taimada sirvienta, enajenada de alegría, escondió con temblorosa mano las auríferas monedas en su seno, ningún bolsillo le parecía bastante seguro para guardarlas, a tiempo que se deshacía en protestas de agradecimiento:

—La señora me puede pedir que me arroje a una hoguera... Yo la obedecería sin rechistar... La señora perdonará que en estas circunstancias la haya importunado, pero como la cosa no daba espera... Si no, a buen seguro que yo hubiese dicho nada ahora a la señora...

Cuando doña Genoveva tornó al lado de su esposo, este, que ya había vislumbrado y supuesto la causa de sus viajes al armario, pues también hasta él había llegado el cuchicheo que sostuvieron ama y criada, apartó la vista de ella con repulsión.

—¿Cómo te encuentras, Romualdo?—preguntó, cariñosa, la dama, que no lo notó—. ¿Se te ha pasado ya?

El interrogado guardó letal silencio. Una duda asaltó a doña Genoveva: ¡Ah, si ya hubiese muerto, si de todos modos tenía que suceder, era preferible sucediese cuanto antes! le pasó la mano por la frente, bañada en sudor frío, y se inclinó para comprobar si aun alentaba. Sí, su boca exhalaba un débil hálito. Todavía vivía. ¿Callaba por su voluntad o porque ya no podía emitir sonido? Volvió a preguntarle. Don Romualdo continuó sin contestar. ¿Cuánto tiempo iba a durar esta situación? ¿Viviría aún cuando viniese el médico? ¿Hablaría a éste? ¿Le contaría que no habían querido avisar a nadie? Una cruel zozobra se apoderó de la señora. ¡Hasta el último momento había de permanecer llena de temerosa incertidumbre, hasta el último momento tenía que permanecer en guardia! El relámpago de su cólera iluminó un siniestro y criminal pensamiento que estaba agazapado, escondido en su mente, y que al verse descubierto se puso fieramente en pie y lo llenó toda: no sería una obra pía abreviarle los sufrimientos... Doña Genoveva, indignada, consiguió rechazarlo, y la atrevida idea tornó a ocultarse avergonzada; no, ¡eso no!

Frente a frente, en hosco silencio, permanecieron una, dos horas. A doña Genoveva no le llegaba la camisa al cuerpo; con diversas estratagemas quiso comprobar si el agonizante estaba efectivamente privado de habla, pero el ni la miraba ni la atendía, la única señal de vida que presentaba, era aquel tenue soplo que su boca dejaba escapar.

A las ocho llegó don Fabián, el médico; una rápida ojeada le bastó para darse cuenta del estado del yacente.

—Señora, su marido está expirando—dijo por lo bajo—; ¿cómo no me han llamado?

—Se ha agravado de pronto, hace poco... Ahora iba la (criada a su casa—se disculpó doña Genoveva.

Don Fabián guardó silencio y pulsó al doliente.

—¡Sálvemelo usted, doctor!—exclamó la señora, retorciéndose las manos, al ¿crecer, con desesperado dolor.

—Me parece que no se puede hacer ya nada.

Don Romualdo, que permanecía insensible y como privado de conocimiento, empezó a dar muestras, con harta intranquilidad de su esposa, de prestar atención; sin duda, entre las nieblas enéticas de su pensamiento había percibido un metal de voz extraña; giró sus mortecinos ojos hacia el galeno y tras algunos esfuerzos, debió reconocerle, porque hizo desesperados esfuerzos Para hablar, mas sólo unos roncos sonidos inarticulados logró arrancar a su garganta; entonces, con sus ojos apagados pareció buscar o pedir algo.

—Alguna cosa desea, y su mirada quiere comunicarnos su deseo—indicó el doctor.

Don Fabián le presentó el vaso de agua, pero el anciano movió lenta e imperceptiblemente la cabeza; no, no era eso.

—Quizá quiera los auxilios de la religión, señora. Yo, que no soy creyente, he visto muchos casos en que a la hora, de la muerte, pretenden reconciliarse con Dios. Déle usted un crucifijo.

Don Fabián pertenecía a esa generación de médicos, en la cual estuvo muy en boga ser materialista. Era creencia inseparable del ejercicio de la medicina en aquellos tiempos. Parecía como si fuese una confesión de impotencia médica el afirmar la existencia del alma, una “cosa” que no se puede medicinar ni operar, que no admite drogas, pócimas ni emplastos. El facultativo titular de Arenas del Mar proclamaba que el alma no existía; si lo sabría él que había sido médico forense y estaba cansado de hacer autopsias sin que nunca hubiese tropezado su bisturí con aquella substancia espiritual e inmortal.

—En el cuerpo humano no hay más que tejidos, humores, músculos, vísceras y todo lo que yo estoy bien harto de ver, cortar y rajar, pero alma, ¡qué tontuna! ¿A quién ¿e ha dolido, a quién le ha picado, a quién le ha escocido? ¡Imaginaciones de filósofos desocupados!

Don Fabián era, no obstante, respetuoso con las creencias ajenas.

Doña Genoveva trajo un crucifijo; su marido quiso cogerlo con sus manos temblorosas, anquilosadas y sin fuerzas,.pero no pudo, se le escurrió por entre los enflaquecidos dedos y quedó sobre la cama. El médico se lo puso en los labios; don Romualdo pareció besarlo. Don Fabián se lo colocó entonces sobre el pecho, y el moribundo alzó la mirada a los ojos del discípulo de Hipócrates, en acción de gracias.

—Ve (usted, esto era lo que quería. Avise usted a un sacerdote, ya que esto parece complacerle. Aunque quizá no llegue ya a hora más que de administrarle la extremaunción. Intentaremos algo por si acaso.

Le puso dos inyecciones seguidas de aceite alcanforado y otras dos de cafeína, como desesperado recurso, pero era ya tarde, don Romualdo no estaba ya en estado de reaccionar. A poco debió perder el conocimiento, pues sus ojos inexpresivos ni miraban con fijeza ni se esforzaban por indicar ya nada. Cuando llegó don Tomás, el cura, era ya cadáver. El párroco se arrodilló a la cabecera de la cama y rezó las preces del caso. Doña Genoveva, al otro lado de la cama, también de hinojos, lloraba, gemía, daba fuertes alaridos y se mesaba los cabellos con desesperación.

—¡Ha muerto como un santo, besando el crucifijo! ¡Es el único consuelo que me queda!—gimotea!» de tiempo en tiempo, la señora.

A los pies de la cama, Esperanza, a quien las precipitadas idas y venidas habían despertado, y que era una hermosa muchacha próxima a convertirse en mujer» una crisálida en tránsito para mariposa, contemplaba (con ojos más asombrados y curiosos que apenados, el espectáculo de la muerte, nuevo para ella, y Raimunda hacía coro a su ama en sollozar a gritos.

Entró Rocío, que al fin había sido avisada; desde la puerta abarcó la escena de una ojeada rápida, y sin proferir palabra ni derramar una lágrima, se encaminó directa al lecho donde su padre había dejado de existir. Doña Genoveva, con grandes aspavientos de cariño y dolor, trató de atajarle el paso y abrazarse a ella, pero Rocío, apartándola suavemente, se arrojó sobre el cuerpo yerto de su padre. Con su rostro pegado al del muerto, permaneció un largo rato: muda, rígida, reconcentrada; hasta que Toñín, que había entrado tras ella, le tocó en el hombro.

—¡Rocío! ¡Rocío! Considera que tienes que amamantar a nuestro pequeñín.

Rocío se levantó y, apoyada en el hombro de Toñín, salió de la estancia como había entrado, sin pronunciar palabra. Le parecía que era profanar su pena exhibirla ante extraños.

El entierro de don Romualdo fué un acontecimiento en el pueblo; ¡como aquél ni se había visto ni se vería otro! Doña Genoveva hizo traer de la capital, donde se pidió por telégrafo, una rica caja (de caoba con guarniciones y cerradura de plata y una monumental corona de flores artificiales, dedicada al fallecido por su “inconsolable” esposa. En aquel suntuoso féretro fueron inhumados los restos mortales del avaro don Romualdo; ¡ironías del destino! Seguramente que a haber podido se hubiera levantado a protestar de aquel despilfarro. Este fué de los contados sepelios que cobró don Tomás.

Las exequias funerales no desmerecieron en nada del entierro; de los pueblos inmediatos fueron traídos más clérigos oficiantes. ¡Era mucho el dolor de que le convenía hacer gala a doña Genoveva!

Cumplido el novenario, la astuta Raimunda se marchó subida a mujeriegas en una burra aparejada con jamugas, al cortijo de que sus padres eran arrendatarios. Su primo Bastión le servía de espolique y conducía del ronzal la pacífica bestia. Su señora la despidió con despego. Ella iba radiante de alegría; de cuando en cuando palpaba con disimulo entre sus carnosas pechugas, para comprobar que la bolsita en que había encerrado su tesoro no había desaparecido. Aquel barbarote de su primo lo notó y le dijo con grandes y bastas risotadas, guiñando picarescamente un ojo:

—Paece que se te ha metió ahí una pulga... No pasará frío la condenó... ¿Quiés que te la busque? ¡Ja! ¡Ja!

II. Don Sebastián

El notario de Arenas del Mar, un gallego injerto en andaluz, ya hemos dicho que era en esencia y presencia enemigo jurado de la mujer. En todo el solar hispano, ni aun en todo el orbe terráqueo, sería posible encontrar un depositario de la fe pública más acérrimo detractor del bello sexo. Para él, debajo de unas faldas o de un corpiño, sólo se escondían cosas vitandas y de más difícil y peligroso manejo que el fulminato de mercurio. La mujer era la caja de Pandora que contenía todos los males, por algo se daba a la tal cajita el nombre de la primer mujer creada, conforme a la mitología griega; la cual se entretuvo en seducir al inocente Epimeteo, como Eva sedujo a nuestro común papá Adán, según la Biblia, que en esto de las seducciones femeninas todas las religiones están acordes. Decir mujer y decir desgracia era todo uno, en opinión de don Sebastián. El les temía más que a la peste y les huía como se huye de un toro bravo escapado. Si por, ineludible deber de cortesía tenia que estrechar la mano a una señora, en cuanto llegaba a su aposento corría a lavársela con una disolución concentrada de sublimado corrosivo, como si se la hubiese dado a un tiñoso o a un apestado. Una vez que en un hotel encontró unas horquillas, dentro del cajón de la mesilla de noche, recelando «la presencia reciente de una eva en aquel departamento y en aquel lecho que iba a ocupar, hizo que lo trasladasen de habitación a media noche. De este orden tenía famosísimas ocurrencias.

No tenía más servidumbre que un criado, que en el servicio militar fué asistente, que le arreglaba el piso y le traía la comida de una fonda. Endosaba a las clientes que venían a consultarle, siempre que era posible, a los oficiales de su bufete y notaría.

Acerca del origen de su misoginia corrían en Arenas del Mar distintas versiones, que todas en esencia coincidían, pues como el vulgo es romántico de suyo y le gusta vestir todas las historias y leyendas con el ropaje de lo novelesco y de lo poético, en todas ellas se hablaba de un cruel desengaño amoroso, de una desesperación inmensa y de una tentativa de suicidio, frustado, providencialmente, pero don Sebastián perjuraba puesto en cruz, que no había tal desengaño, tal suicidio ni tales carneros amatorios, que a él no le había engañado ninguna (mala hembra, no porque éstas no hubieran sido capaces, de hacerlo, sino porque nunca se Había puesto al alcance de sus perjurios, embelecos, trapacerías y trapisondas, Tan reiteradamente juraba don Sebastián y tan sincero era su acento, que hemos de creer su palabra honrada. No, su horror a la eterna Fémina tenía una causa más elevada y universal, era producto del conocimiento de los daños que la mujer ¿había producido a la Humanidad. Sí, si la mujer no hubiera existido o si, a lo menos, no se le hubiese antojado fascinar y seducir al buenazo de Adán, con aquella porquería de la manzana, la Humanidad seguiría usufructuando el Paraíso, deleitándose con los goces puros del entendimiento y de la verdad, cerca de la Divinidad, abierta a todas las grandezas de la Creación. De la malsana curiosidad de Eva, de sus carantoñas, provenían todos nuestros males. ¡Maldición de mujeres!

—Pero entonces—le objetaban algunos oyentes, de éstos sus frecuentes y enérgicos dicterios contra la mujer—ni usted ni yo existiríamos.

—¡Ignorante!—refutaba don Sebastián, que era un leguleyo culto, con sus puntas y ribetes de teósofo y ocultista, con aire de suficiencia—. Todo está creado y existe desde el principio de los siglos; una cosa análoga a lo que pasa con la materia, donde no hay más que transformaciones, sucede con los espíritus. Puede ser que quizá entonces no revistiésemos esta grosera envoltura carnal que hoy tenemos, pero existiríamos en otra forma más espiritual, más sublime, sin que nuestras inteligencias, ni nuestros sentidos tuviesen las limitaciones, las infranqueables barrieras, que tienen en la actualidad. El dolor, que no era conocido antes del pecado de Adán, continuaría ignorado y nosotros, confundidos, compenetrados con la Creación, con el Universo, con el Todo, seríamos casi dioses.

—¡Caramba! Pues sí que hemos perdido con la fragilidad de Adán—exclamaba con sorna algún chusco.

Pero don Sebastián, ya enfrascado en su perorata, no reparaba en el tonillo burlón.

—¡Tanto como perdimos! ¡No lo saben ustedes bien! El roce impuro con la mujer atrofió nuestros sentidos superiores y espirituales, para que a sus expensas medrasen y se desarrollaran otros inferiores, más carnales y sensuales. Siglos y siglos de crápula fomentaron y dieron gran sensibilidad a nuestros centros inferiores a costa de los superiores, que quedaron anulados e insensibles. El placer y la lujuria, que acabaron con la omnisciencia humana, son los pesados grilletes que nos clavan la la tierra y que impiden nos elevemos a las regiones superiores de las concepciones del pensamiento. ¡La mujer! Por ella no nos quedan más que los cinco sentidos del deleite corporal, los cinco dedos de la garra de la liviandad: Ha vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto; pero perdimos el otro o los otros, que radicaban en las regiones más nobles del cerebro. Nuestro sexto sentido, la glándula pineal se anuló. ¿Usted no sabe lo que es la glándula pineal?—preguntaba, encarándose con cualquiera de los que componían su auditorio.

—No, señor—contestaba., algo confuso, el preguntado.

—¡Ven ustedes! La glándula pineal, que se halla delante del cerebelo, y que hoy, degenerada y atrofiada, es poco mayor que un guisante, era el sentido que permitía a los humanos abarcar con el pensamiento toda la obra de la Creación y recoger las sensaciones espirituales más puras e inefables, que ahora no conocemos por falta de órgano receptor. Era el sexto y más elevado de los sentidos. El mitológico ojo frontal de los cíclopes. En la Edad de Oro, que cantan antiguas fábulas, los hombres eran dioses, porque la glándula pineal estaba en actividad. Descartes creyó ver en ella el asiento del ¿dina. Cuando la caída de Adán, cuando la Humanidad se hundió en la materia, este sentido psíquico se fué atrofiando, como todo órgano que cae en desuso, y dejó de llenarla función que le estaba asignada. Hicimos eje de nuestro ser la medula en lugar del cerebro. La glándula pineal nos situaba en un plano superior al que ocupamos, ella nos permitía apreciar el Cosmos con su cuarta dimensión, que es el tiempo. El tiempo que no es tiempo, sino que en cierto modo es espacio. De una sola ojeada podíamos contemplar la sucesión de las edades, el pasado y el futuro, lo acaecido y lo por acaecer, desde el principio al término de los siglos. Ve usted una fotografía al través de una lupa y la ve plana, sin relieve, con sólo dos dimensiones; pero la coloca duplicada en el estereóscopo, y al superponerse las imágenes de las dos lentes, aparece ya de bulto, con las tres dimensiones; la segunda lente ha servido para destacar la tercer dimensión. Pues semejantemente, la glándula pineal, nuestro tercer ojo, era la tercer lente que nos permitía preciar la cuarta dimensión: el tiempo, que entonces dejaría de existir como tiempo para ser una dimensión más. Supongamos una Humanidad que no tuviese los sentidos de la vista y el tacto, esa Humanidad aun estaría en un plano más inferior que el nuestro, no conocería el espacio ni las dimensiones al pomo nosotros las vemos y concebimos, no estimaría más que el gusto, el olor y el sonido de las cosas; pero el espacio y las dimensiones seguirían, sin embargo, existiendo. Pues eso nos sucede a nosotros con la cuarta dimensión, no podemos darnos cuenta del espacio en sus cuatro dimensiones porque hemos dejado perder la glándula pineal, que era el órgano apropiado para contemplarlo en su completo y verdadero aspecto, pero eso no quiere decir que no exista de este modo. La noción que tenemos del espacio, y que nos parece tan clara y real, a poco que nos detenemos a pensar vemos no llena nuestra razón, porque la mente se resiste a creer en un espacio infinito, ilimitado, sin fin, y si le suponemos un límite, ¿qué es lo que hay después de él? Las modernas teorías de la relatividad de Einstein pretenden salvar esta dificultad diciéndonos que el espacio es ilimitado sin ser infinito, es un espacio curvo, que puede recorrerse indefinidamente siendo finito; mas siempre surge la misma interrogación: ¿qué existe ¿ras este espacio finito? Vemos, pues, que nuestra concepción del espacio es incompleta y falsa, pero es, sin duda, porque nos falta el sentido que nos facultaría para darnos perfecta cuenta de cómo es. Sí, esta visión del espacio tiene que, ser forzosamente inexacta, nosotros no estamos capacitados, por la falta de la glándula pineal, para recibir simultáneamente hechos ocurridos en el espacio en diversos tiempos, sólo sucesivamente pueden ir impresionando nuestra mente, pero si esta sucesión de tiempos no existiese y las imágenes sucesivas se superpusieran y confundieran en ella, la noción del espacio que tendríamos sería muy distinta de la que tenemos ahora. En los bastidores, en las bambalinas, en el telón de (fondo, trazados con sujeción a las leyes de la perspectiva, el pintor escenográfico se ve en la precisión de alterar las verdaderas proporciones y dimensiones de los edificios de los objetos, para que den la apariencia de una calle, de una avenida de árboles, de cualquier aposento o paisaje; para con sólo dos dimensiones representar y dar la sensación de las tres, ha sido necesario cambiar sus magnitudes; nosotros, representándonos con tres lo que tiene cuatro, penemos también que haber cambiado sus valores reales. Otros ejemplos podría aducir aún, pero creo que basta con lo dicho. Lo cierto e indudable es que, encenagados en los goces de los sentidos corporales, hemos dejado de emplear y perdido los puros sentidos espirituales, y aquí tienen ustedes el Resultado: somos incapaces para ver la (Creación, para sentirla, para confundirnos con ella, para disfrutar la sensación grandiosa de nuestra compenetración con el Universo, con la Divinidad. Hemos hecho de la materia nuestro ídolo, en lugar de hacerlo del espíritu y de la inteligencia, no de esta inteligencia limitada y pobre que en la actualidad tenemos, sino de aquella inteligencia sublime de que gozábamos antes. En los espasmos y convulsiones del placer,.hemos dejado olvidar los éxtasis del pensamiento. ¿La mujer? ¡Vade retro! ¡No me hablen ustedes de ella porque pierdo el tino!

—¿Y usted, huyendo de la mujer, no frecuentando sus goces, ha conseguido vigorizar, regenerar y despertar esa glándula?—le preguntaban socarronamente.

—La vida de un hombre es corta para eso; harían falta, si esto fuera factible, varias generaciones castas. Sólo seres excepcionales, los místicos y videntes de todas las religiones, a fuerza de castigar y encadenar la vil carne con ayunos, cilicios, penitencias y martirios de anacoretas, han logrado espiritualizarse, sacudir las ligaduras sensuales y elevarse a las regiones más puras del pensamiento. Pero aunque yo en este orden no haya conseguido gran cosa, mi espíritu, sin embargo, se remonta a regiones donde no llegaría el suyo—contestaba, algo amoscado, el notario.

—José, el pollo de la capa, va a ser, en lo sucesivo, un calavera, comparado conmigo.

Don Sebastián, pasando por alto la chirigota, continuaba, como un implacable fiscal, su capítulo de cargos contra la mujer:

—Y aun después de habernos causado tan recios e irreparables males, la mujer sigue siendo el vampiro de nuestro pensamiento. Sus besos son el narcótico, el beleño, que lo aletarga por el pronto y lo mata al cabo. El, que oficia, con frecuencia en el altar de Venus Citera, con presteza se embrutece, se depaupera, se extenúa y se agota física, intelectual y espiritualmente. Las caricias femeninas son el debilitador más grande de las inteligencias varoniles. La castidad es el mejor conservador del intelecto. El hombre que vive para el amor es hombre perdido intelectualmente; no ha habido ningún don Juan inteligente, ni aun listo; todos los Tenorios han sido y son medianías. Newton descubrió la ley de la gravitación universal y la descomposición de la luz blanca, o sea el espectro solar, porque nunca conoció íntimamente a la mujer. Los ascetas medievales solían presentar la lujuria, el pecado carnal, bajo la abyecta forma de un cerdo; el que hocica en la mujer en eso se convierte: en un cerdo, símbolo de la carencia de toda espiritualidad e inteligencia; en un cerdo del rebaño de Epicuro, como a sí mismo se calificaba el voluptuoso Horacio. En cerdos, que fué en lo que Circe convirtió a los acompañantes de Ulises.

Por este estilo eran las soflamas de don Sebastián, y de este calibre los anatemas que lanzaba contra la mitad más encantadora del género humano. La glándula pineal se hizo popular en Arenas del Mar, y cuando el notario llegaba a una reunión masculina, lo primero que le decían era:

—Don Sebastián, ¿qué tal va tesa glándula?

El notario no respondía; en su fuero interno despreciaba a aquella inmunda cuadrilla de imbéciles, que se dejaban esclavizar por un cuerpo femenino bien formado o por una cara bonita, renunciando a los puros goces del pensamiento, a la estática contemplación del infinito, a la embriaguez anímica. ¡Habría que ver cómo tendrían de embotada aquellos cafres la glándula pineal! Y aunque no lograba hacer muchos prosélitos, él, firme en su apostolado, seguía trinando contra la mujer. ¡Lástima de Humanidad, cuán baja había caído!

Aquella mañana, tres o cuatro meses después del fallecimiento de don Romualdo, el notario estaba de un humor endiablado, y el caso en verdad no era para menos, al piso bajo de su casa se había mudado una viudita de veintiocho abriles, linda y fragante como una maceta de albahaca, que era profesora de piano, y todo el día, entre los ejercicios y lecciones de las discípulas y las tocatas de ella, no cesaba de oírse el dichoso instrumento. La viuda, doña Asunción, que era sevillana y no tenía descendencia, era preciso reconocer que tocaba bien, pero las alumnas, con sus ejercicios de posición fija y la monótona repetición de las lecciones del método de Eslava, eran capaces de agotar la paciencia del mismo santo Job. Y por si esto era poco, la viudita, que era una morena de cuidado, traía inquietos y soliviantados a todos sus dependientes solteros, con su palmito de real moza y con sus zalamerías de salerosa ondina del Guadalquivir; no había minuta, matriz ni copia de escritura o documento público que no saliese plagado de equivocaciones. Habérsele metido el enemigo dentro de casa! Un enemigo de chipén, según los alborotadizos escribientes.

Llegó don Atilano, que venía a consultar con el notario sobre el modo de sacar patente de invención de la fórmula de su portentosa vacuna, o de inscribir su marea en el Registro de la Propiedad Industrial; pensaba hacer una gran propaganda de ella, pues cada día estaba más convencido de la necesidad de su empleo, y quería antes asegurarse, no fuese a apropiársela algún aprensivo industrial, o lo que sería más desconsolador Para él, que por codicia la falsificaran, adulterasen o mixtificaran, haciéndole perder sus infalibles propiedades preventivas.

Don Atilano estaba a punto de naufragar en un encrespado mar de tribulaciones. Eran muy espinosos y Peliagudos los problemas que se le habían presentado Con su poco agraciada prole femenina, escalonada por Parejas, como se sitúan los guardias de Orden público en las calles por donde va a pasar una comitiva regia, y no ha sido traída a contrapelo esta comparación, que las chicas, por el físico, más parecían honrados polizontes encargados de la aprehensión de empedernidos criminales, que doncellas en estado de merecer. Don Atilano había conseguido encontrar marido para una de las primogénitas, cierto pelagallos dedicado a la caza de una dote, que llegó atraído por el olorcillo del capital del farmacéutico, pensando cargar con el santo y la limosna, que no era santo, sino santa, aunque el pretendiente hubiese preferido llevarse la limosna y renunciar a la santa, pero no era posible, había que apechugar con ella, ¡ahí de los valientes!, y apechugó heroicamente; él no era de los que perdonaban el bollo por el coscorrón.

Celebróse la boda, con grande alegría de la contrayente, que había visto el cielo abierto con la presentación de aquel nuevo Epaminondas, y el nuevo matrimonio se instaló en su nidito; un nidito cuyas pajitas llevó en el pico el boticario, que lo alquiló y amuebló, que quien se casa, casa quiere. Ebria de felicidad, con la miel de las caricias de su esposo, estaba la recién desposada, que creyó purgar por siempre su fealdad en el purgatorio del celibato forzoso, cuando su hermana melliza empezó a desmejorar ostensiblemente, a suspirar hondo y a ponerse lánguida. Don Atilano, viendo a su hija cada día más pálida, ojerosa y macilenta, se preguntaba contrariado: “Pero, señor, ¿qué le pasa a esta chica?”, Por“ que la chica ni tenía fiebre, ni dolores, ni manifestación externa de dolencia alguna.

Don Atilano, después de darle muchas vueltas al extraño padecimiento de su hija, acabó por conjeturar que debía ser debido a lo que él denominaba “las afinidades simpáticas”. Entre las naturalezas de aquellas dos mu chachas, que desde el claustro materno habían estado siempre juntas, se habían establecido necesariamente atracciones irresistibles y nexos afectivos de tal fuerza que era imposible ya separarlas, no podían vivir la una sin la otra. Lo que tenía la enferma era la nostalgia, la tristeza de la separación de su gemela, y en su vista, don Atilano decretó atropelladamente que se reuniesen otra vez, yéndose la soltera a vivir con los casados, que se encontraban en plena luna de miel, y a quienes no pareció complacer mucho la llegada de esta inesperada huéspeda. El remedio fué al principio mano de santo; la enferma comenzó a renacer y reponerse; mas esto fué transitorio, pronto volvió a recaer, agravada, en su profunda melancolía, en su taciturnidad, en su inapetencia, en su desmadejamiento; era indudable que el espectáculo de la dicha de la hermana casada, le era dañino y había exacerbado su rara enfermedad. Don Atilano quiso entonces reintegrarla a su hogar, pero la doliente se negó tenazmente a ello. ¡Era un caso clínico curioso!

Tras muchas observaciones y hábiles interrogatorios y sondeos, el boticario concluyó por adquirir el desconsolador convencimiento de que la triste doncella estaba también locamente enamorada de su cuñado. Don Atilano, al hacer este descubrimiento, se dió una palmada en la frente: ¡Cómo no se le ocurrió antes: esas dos chicas, que habían nacido, habían vivido y habían pensado siempre al unísono, con iguales temperamentos y caracteres, con idénticos gustos y aficiones, tenían también qué enamorarse juntamente! Ellas, que se transmitían y hacían comunes todos los afectos y simpatías, todas las antipatías y malquerencias, ¿cómo no se iban a transmitir un sentimiento tan intenso como el amor? Su pobre hija obedecía fatalmente a una “ley biológica”, eran “fenómenos concomitantes” fundados en “las afinidades simpáticas”, inexcusable e inevitablemente a quien amase una de las mellizas tenía que amar la otra. El problema era insoluble; la legislación no había previsto aquel caso, y no autorizaba la bigamia aunque fuese con dos hermanas gemelas. Ciertamente que la ley estaba hecha muy a la ligera, e imprevisoramente no había contado con que no pueden descabalarse impunemente las parejas. Don Atilano, en la imposibilidad de reformar el Código, decidió, para lo sucesivo, paliar por lo menos el mal no casando ninguna otra hija sin que a la par casase su melliza. Era presumible que al producirse los “fenómenos concomitantes”, si cada una de las gemelas tenía a su lado “un complemento de su sexo”, la pasión se encauzase hacia este complemento y dejase en paz al de la hermana.

Esta prudente y sabia determinación del farmacéutico, fué causa de su segunda tribulación, pues otra de sus hijas, de la tercer pareja, se prendó “hasta las cachas” de un apuesto doncel; otro pelagatos que andaba tras de resolver la difícil ecuación de vivir sin trabajar. Pon Atilano, firme en sus trece, prohibió que le hablasen de matrimonio mientras no le presentasen otro esposo para la gemela, que precisamente era de un feo aun más subido que sus hermanas, incasable ni aun con sus concilios de ínfima especie.

Tal era la situación de la sucesión de don Atilano: una hija casada, renegando de que le hubiesen metido de hoz y coz en su casa a su hermanita, que se pasaba las horas poniéndole lánguidamente los ojos en blanco a su marido; esta otra muriendo de tristeza por cobijar en su pecho la ponzoña de un amor imposible; una tercera, perdidamente aficionada a su novio y rabiando porque no la dejaban casarse con él; y las otras tres con los síntomas de hidrofobia aún más avanzados, por no haber surgido nadie que les dijese: “Por ahí te pudras”, ni tener esperanzas de que surgiese. ¡Era un hogar venturoso el suyo! Don Atilano, desesperado, no sabía de qué árbol ahorcarse ni a qué Santo encomendarse, pues desde que abjuró de su apostasía era muy devoto. Tantas contrariedades dieron al traste con el humor del farmacéutico, y como para nadie es plato de gusto el oír referir tristezas ni ver caras compungidas, aquella célebre peña de su rebotica, en que una docena de amigos de la mesocracia del pueblo conversaban, bromeaban, despellejaban al prójimo y jugaban a los naipes, Se disolvió. ¡Oh, las sucesiones por partida doble! ¡No tan flojos los inconvenientes que acarreaban! Con razón eran considerados los partos múltiples como una aberración de la ley del número, que establece sea solo uno el producto de la concepción en la mujer. ¡Y aun había ilusas que se resistían a ponerse su vacuna! Pues no era nada el servicio que había prestado a la Humanidad con su invención; casos como el suyo, tan henchido de amarguras, no deberían volverse a repetir; bastaba inmunizarse, poniéndose de solteras su vacuna; por tres módicas pesetas estaba conjurado tan terrible peligro.

Don Atilano, una vez que hubo evacuado su consulta refirió al notario sus desventuras, demostrando el fundamento científico de las mismas, con las “voces técnicas” con que acostumbraba a ilustrar estas explicaciones.

—¡Ahí tiene usted!—le respondió don Sebastián—La mujer, ¡siempre la mujer! ¿Cómo cayó en la tentación de casarse? Y ya que cometió esta solemne tontería, ¿cómo se le ocurrió procrear niñas, y a pares? ¡Si a lo menos hubieran sido varones!

El acusado permanecía mudo y con la cabeza baja ante estos aplastadores cargos; no encontraba disculpas para atenuar su modo de proceder. Verdaderamente, ¿a quién se le hubiera ocurrido cometer tan graves dislates?

—Esa vacuna de usted me parece poco radical—continuó el notario, en vista de la pasajera mudez de su interlocutor—; debía usted descubrir una que previniese el nacimiento de hembras, y yo le apoyaría hasta recabar de los Poderes públicos que la declarasen obligatoria, como la antivariolosa. En este orden de ideas me parece conveniente indicarle a usted las notables experiencias realizadas por el celebrado profesor Eugenio Steinach, Jefe del Instituto de Biología de la Universidad de Viena, que lleva años persiguiendo la obtención de la panacea de la larga juventud, la aspiración de Fausto, y el rejuvenecimiento y prolongación de la vida de las naturalezas seniles y empobrecidas, actuando sobre las glándulas de secreción interna o de increción. De estas glándulas, son particularmente interesantes, en lo relativo a la sexualidad, las conocidas con el nombre de “glándulas de la pubertad”, recientemente descubiertas y descritas por el profesor Steinach y otros autores. El cambio de estas glándulas, que llevan en sí los elementos fisiológicamente llamados hormonas de sexo, entre animales de la misma especie y distinto sexo, trasplantando las glándulas del macho a la hembra y viceversa, metamorfosea a éstos, cambiándose el macho en hembra, con la piel, pelo, órganos mamarios y otros caracteres externos, y con las aficiones, costumbres e inclinaciones que corresponden a este sexo, e inversamente la hembra se transforma en macho. En el Jardín Zoológico de Dresden había una pareja de ciervos de este modo metamorfoseada: la hembra tenía la cornamenta y los caracteres del macho, y el macho, todo el aspecto de la hembra. Experiencias análogas se han efectuado en algunos hombres con resultados parecidos. Tales experiencias, repetidas y comprobadas en diversos Laboratorios de Alemania y Austria, de tanta importancia para la medicina y para la curación de las enfermedades de perversión de sexo y de moralidad sexual, que en su parte fisiopatológica pueden corregirse y curarse, me han hecho pensar en que si es posible hacer cambiar de sexo a un ser ya nacido, no debe ser imposible hacérselo mudar a un nonato, con lo que se tendría la generación a voluntad del sexo que se prefiriera. Estudie y experimente usted sobre ello, amigo mío, y quién sabe si se acabará de coronar de gloria con este descubrimiento. Entonces impondríamos la generación forzosa de varones, y el día en que la Humanidad se compusiese de hombres solos, el pecado sexual se concluiría forzosa y definitivamente, y los mortales volverían al reino del ideal; la glándula pineal recobraría su actividad y sus fueros, y los hombres serían fieles trasuntos de dioses. Las almas no son sexuales. La tesis filosófica enseña, con perfecta lógica, que en el mundo de las almas o en un mundo de almas y cuerpos que no requiriesen procreación, aquéllas y éstos carecerían de sexo, que es la necesidad lo que crea el órgano, y de pasada, le liare notar la irracionalidad de aquel paraíso de huríes que Mahoma prometió a sus creyentes. Pues inversamente, si suprimimos el sexo, que a esto equivaldría el que toda la Humanidad tuviese el mismo, el Universo sería sólo de almas o de almas y cuerpos que no necesitarían procreación. Se engendraría únicamente con el pensamiento, y los partos del entendimiento, aunque laboriosos para muchos, no son nada dolorosos. Ya ve que es fácilmente refutable la hipótesis de que la Humanidad se extinguiría si usted conseguía hacer el descubrimiento a que le insto; así es que no conturbe su ánimo este temor y manos a la obra. Por el contrario, la Humanidad, sin la esclavitud del sexo, se perfeccionaría en alto grado. Como no sea con esta invención, no sé como vamos a terminar con esa peste de mujeres; hace poco he leído una estadística según la cual sólo en Europa hay veinte millones más de mujeres que de hombres; la mala semilla se difunde mucho.

Don Atilano prometió recapacitar sobre esta cuestión, y le comunicó su proyecto de imprimir un folleto, que repartiría profusamente, en que pensaba narrar las innumerables desventuras de su vida, todas sobrevenidas a consecuencia de componerse su generación de hijas gemelas, para que sirviese de enseñanza y ejemplo a sus compatriotas y fuese eficaz medio de propaganda de su vacuna.

—Créame usted, don Sebastián, si nuestros hombres de gobierno fuesen conscientes de su deber, pondrían mi librito de texto obligatorio en todas las escuelas de niñas, para inculcar en ellas desde pequeñas las inapreciables ventajas de mi vacuna.

Cuando se retiró don Atilano penetró Toñín en el despacho a conferenciar con su principal.

Rocío y Toñín arrastraban una vida cada vez más Precaria y trabajosa. Tenían ya cuatro hijos y algunos novenos de otro (don Atilano no «había andado muy descaminado; cierto que no hubo partos dobles, pero Rocío era tan prolífica que todos los años venía puntualmente con un nuevo rorro), y a medida que los hijos aumentaban de número y crecían de tamaño, las necesidades se elevaban en proporción geométrica. El trabajaba cuanto podía, tanto en la notaría como en todo lo que buenamente saliese y donde fuese factible ganarse honradamente unas pesetas, y ella tampoco le iba a la zaga en arrimar el hombro a la carga, que con sólo atender y vigilar a sus hijos y al cuidado de la casa, sin fregona alguna, ya tenía en qué entretenerse.

Don Sebastián favorecía mucho a Toñín, dándole trabajos extraordinarios que le remuneraba espléndidamente, concediéndole mensualidades de plus por Navidades y siempre que tenían un nuevo hijo, y enviándoles buena parte de los regalos y obsequios de aves de corral, huevos y frutas, que sus clientes campesinos solían hacerle. Hasta había llegado a apadrinar en la pila bautismal a uno de los hijos de Toñín, cosa desusada y asombrosa en él, bien que el catecúmeno era varón.

Don Pascual y doña Emilia también les ayudaban cuanto podían, pero desgraciadamente podían poco. En esto era en lo único que estaban unánimes estos esposos, cuyas desavenencias, por las fútiles causas de siempre, eran cada día más hondas y ruidosas.

Así iban los jóvenes tirando forzadamente del pesado carro de la vida; eso sí, queriéndose mucho, que la necesidad parecía unirlos y estrecharlos más, haciéndoles solidarios en cuerpo y alma para la áspera lucha. El matrimonio viene del amor como el vinagre del vino, ha escrito Rabelais; pero a conocer a esta pareja hubiera dicho: como el arrope viene del vino. Como eran religiosos se conformaban con su suerte y confiaban en que el auxilio de Dios no les faltaría y que, aunque con mil esfuerzos, conseguirían criar a sus hijos.

Mas entonces se encontraban atravesando una mala época; estaban pasando una de esas crujías que infaliblemente vienen de tiempo en tiempo a abatirnos, postrarnos y probarnos que no somos nada. Habían tenido los chicos enfermos con el sarampión; uno se levantaba, y otro caía, y llevaban una temporada en que Toñín no tenía la suerte de coger ningún trabajo o quehacer extraordinario ni ocupación lícita en que buscarse una ayuda. Esto había hecho que se viesen forzados a entramparse, cosa que les desagradaba en grado superlativo, dado el pundonoroso fondo de sus caracteres y lo pusilánimes que hace la pobreza. Sin embargo, Rocío, aparentando conformidad, procuraba no desalentar a su marido, repitiéndole cariñosamente lo de que a mal tiempo buena cara, y pidiéndole que no se apurara y tuviese fe en Dios, que ya vería cómo El proveía a todo. A Toñín, oyéndola, le entraban nuevos bríos, que para templar un alma varonil no hay brasero como los ojo¿de una mujer querida.

Cuando se trató de la partición de la herencia de don Romualdo, doña Genoveva exhumó una escritura, otorgada en la capital cuando estuvieron a raíz de expulsar a Rocío de su casa, en la cual el fallecido había reconocido una deuda a favor de su esposa de cuatrocientas mil y pico de pesetas, por diversas cantidades que decía le había prestado ésta antes del casamiento de ambos y como valoración del comercio que doña Genoveva aportó al matrimonio, con el producto del traspaso del cual don Romualdo reconocía haber adquirido la mayor parte de sus bienes. Este comercio no era otro que el bazar de don Romualdo, que éste puso a nombre de la que entonces era su amante, antes de la muerte de la madre de Rocío. Sin duda, el tacaño había hecho tal documento encorajinado en aquellos días con su hija por el golpe que recibió y azuzado por su esposa, que no cesaba de insinuar que Rocío, en inteligencia con Toñín, había atentado de un modo preconcebido contra él para entrar en posesión de sus bienes. Para castigarlos y para prevenir que si en lo sucesivo éstos reincidían en sus criminales propósitos y el atentado tenía éxito, pudieran los parricidas gozar el fruto de su crimen, había mandado extender esta escritura. Sí; el menguado caletre de don Romualdo estaba lleno por entonces de aquella frustrada tentativa de asesinato, planeada y ejecutada por Toñín y su hija. Es tan grande el poder de la mentira, que hay mentiras que por el solo hecho de su repetición llegan a ser verdades, y a veces el que las pone en circulación acaba por ser el primer convencido de su exactitud. Doña Genoveva, a fuerza de repetirlo, y don Romualdo a fuerza de oírlo repetir, habían empezado por hallar verosímil y habían concluido por tener como verdad inconcusa la siniestra intención de los jóvenes al arrojarle Toñín al suelo. Claro es que a la postre la verdad se abre paso, mas cuando años más tarde don Romualdo desechó aquella creencia de la premeditación y alevosía de los jóvenes, la escritura estaba ya hecha. Y así, pensando en que había tiempo por delante para deshacer lo hecho, fué dejando deslizar los días, hasta el de su muerte, en que trató vanamente de enmendar el yerro. Es el peligro de dejar el arreglo de los asuntos para la última hora.

Resultaba, por lo tanto, que deduciendo del haber de la sociedad conyugal, unas quinientas mil pesetas, los pocos bienes inmuebles que ya figuraban a nombre de doña Genoveva, anteriormente a su enlace, y la deuda que a favor de la misma había reconocido el causante, no quedaba un maravedí a repartir. La escritura de la supuesta deuda, equivalía al total desheredamiento de Rocío; doña Genoveva había hecho copo redondo.

Toñín, que no consideraba esto justo ni equitativo, impugnó en el seno de la familia, con diversas razones de-peso, este documento, sin que la energía del razonamiento fuese obstáculo a la corrección y al comedimiento en la forma, pero doña Genoveva no se daba a parado, asegurando que la tal escritura era la expresión fiel de la verdad y “que papeles cantaban”.

En estas disensiones y controversias estaban atando Raimunda, a los dos meses próximamente de haber fallecido don Romualdo, llegó un día del campo y fué a visitar a su antigua ama; había comprado aquellos sembradíos de que en ocasión memorable le habló, y venía con la pretensión de que doña Genoveva le prestare la cantidad que necesitaba para comprar una yunta de bueyes, “¡una miseria para la señora!”, que le era indispensable para poder labrarlos Doña Genoveva le contestó que en esto de pedir parecía que le había hecho la boca un fraile, y que se dejase de venirle con más cantinelas, y alegando los cuantiosos gastos que la testamentaría de su difunto le acarreaba, negóse a soltar la mosca. Raimunda enumeró entonces prolijamente sus servicios, haciendo leves y después más directas insinuaciones sobre su conducta en las postreras horas de “su pobrecito amo, al cual nunca podría olvidar”, mas ni por esas consiguió que la señora aflojase los cordones de su bolsa, que harto comprendía ésta que de aflojarlos, aquello sería el cuento de nunca acabar. Total, que las palabras se fueron enzarzando como las cerezas, la discusión se fué agriando y terminaron malamente, poniéndose como ropa de pascua y sacando a relucir todos los trapos sucios y el socorrido “más eres tú”, y si no llegaron a los moños fué por la oportuna llegada de Esperanza, que, resuelta, dirimió el pleito poniendo de patitas en la calle a la intrusa pedigüeña. Raimunda salió tan acalorada y despechada con esta escandalosa disputa, que en cada esquina del pueblo dió un pregón, contando cómo su señora había dejado morir como a “un infiel o como a un turco” a su esposo, no permitiendo que ella avisara, como el moribundo pedía, para que viniesen a confesarlo y a que hiciese testamento, por el temor que doña Genoveva abrigaba de que arreglase sus cosas como Dios mandaba y le dejara a su hija, que era una paloma sin hiel, lo que en ley de Dios y en justicia le correspondía. Este relato se divulgó por todo el pueblo y llegó a conocimiento de Rocío y Toñín, que desde entonces rompieron por completo las frías relaciones que con doña Genoveva sostenían, sin que hubiesen llegado a un acuerdo en la repartición de la herencia, que estaban ambas partes tan aferradas a sus respectivas opiniones y a tantas leguas de distancia la una de la otra, que ni vislumbres podía haber de una solución de concordia. La gente extraña, con rara Unanimidad, daban la razón a Rocío y Toñín, que la narración de Raimunda había arrojado luz sobre aquel atrincado asunto, y doña Genoveva servía de pasto a la murmuración pública, mas poco le importaba andar en lenguas a quien en lenguas anduvo.

A todo esto, doña Genoveva, que tenía prisa por desquitarse y resarcirse de la existencia obscura y de escaseces que arrastró en vida del que fué su marido, empezó a gastar en grande y a vivir a lo potentado. Cuadrillas de albañiles, carpinteros, pintores, estuquistas, ebanistas y tapiceros, algunos traídos con fabulosos jornales de la capital, comenzaron a restaurar, modernizar y enriquecer la casa en que moraba. El mármol, los artesonados, los estucos, las habitaciones empapeladas, los pavimentos de mosaicos hidráulicos y entarimados de maderas finas, los zócalos y alicatados de azulejos de reflejos metálicos, traídos ex profeso desde Sevilla, y otros detalles de construcción opulenta y ornamentación, se prodigaban que era un contento; hasta se hablaba de un gabinete tapizado de rameada cretona, que era lo que había que ver de coquetón, y de un cuarto de baño, con su pila de hierro esmaltado, agua corriente, termosifón, bidet, watercloset y otros accesorios, que doña Genoveva enseñaba a todas sus visitas como quien enseña un santuario, ¡el colmo de la riqueza y el refinamiento sumo, en aquel pueblo! Este derroche traía estupefactos a sus convecinos, que nunca habían visto tales lujos en las sórdidas casuchas de aquel poblado. De palacio calificaban ya la mansión de doña Genoveva; ni aquel casón de los Alcor, grande y destartalado como un cuartel, que don Juan Manuel habitaba, tenía comparación con ella, pues carecía de todo lujo y comodidad.

Doña Genoveva encargó un mobiliario suntuoso, digno de su fastuosa morada, y hasta compró, en su afán de ostentación, un piano-pianola y un automóvil, pianola y auto únicos en el pueblo, y que causaban la admiración de sus sencillos habitantes. ¡Ni aun don Juan Manuel, que era sin discusión el más rico de Arenas del Mar y de todo el partido judicial, pues cada día tenía más cubierto el riñón, se permitía ni con mucho este boato!

Pues si era en el vestir, ¡eche usted!, ¡viva el lujo y quien lo trujo! Tanto doña Genoveva como su sobrina Esperanza, iban hechas dos brazos de mar, con profusión de colorines, perendengues y alhajas: llevaban una fortuna encima; como que habían hecho un viaje a la coronada villa exclusivamente para equiparse, y habían venido cargadas de trapos y perifollos llamativos, trualetes, que decía la señora con harta desesperación de su sobrina. Eso sí, sobre todo doña Genoveva iba entarascada y tirando a cacatúa con tanto arrequive y fililí, que los años están reñidos con las galas vistosas; a Esperanza, como era joven y linda, el rabo de un burro que Se hubiera colgado le hubiera caído bien.

Claro es que como la fortuna que, peseta a peseta, fué amasando don Romualdo no era tan grande que Permitiese estos despilfarros, su solidez comenzó a resentirse, y cuando se concluyeron las disponibilidades hubo que acudir al crédito y tomar cantidades a rédito comprometiendo los bienes con estos excesivos dispendios. Pero la viuda de don Romualdo, en su delirio tantos años contenido de gozar y deslumbrar, continuaba sin escatimar en nada. La ostentosa señora había extendido la pierna más allá de donde llegaba la sábana, y no le tapaba ya el pie ni parte de la pantorrilla, y de no corregirse y menguar sus gastos prontamente, antes que lo pensase tendría al descubierto hasta las caderas.

Esta pompa y derroche, que contrastaba con la estrechez y apuros con que vivía Rocío, acabó de enajenar las pocas simpatías que en Arenas del Mar contaba doña Genoveva, y todos eran a condenar la infame expoliación de que había sido víctima la hija de don Romualdo, y a mirarla con afecto y a rodearla de consideraciones; en tanto que, por el contrario, sacaban a colación el humilde origen de doña Genoveva, recordaban sus torpes y casquivanos pasos de soltera y otras cosas por el estilo, y aunque “peor era meneallas” por lo malolientes, no daban paz a las lenguas en revolverlas; que el pueblo nunca perdona que los que de él han salido, traten de abofetearlo con un lujo insensato, y nada despierta más enconadas envidias que el querer humillar a fuerza de tirar el dinero. Sólo las entrantes y salientes de su casa, que iban al calor de lo que pudiesen pescar con la liberalidad de la señora, y el reducido corro de sus relaciones, la alababan por delante, aunque muy luego eran por detrás sus más crueles enemigos, zahiriéndola despiadadamente con burlas y mofas.

En esta situación se encontraban las cosas, cuando Toñín entró a pedir consejo y a consultar con don Sebastián sobre la posibilidad de impugnar ante los Tribunales de justicia aquella malhadada escritura hasta conseguir su anulación. Don Sebastián, que era un abogado muy documentado, una especie de Alcubilla con pies, contestó con gran acopio de citas de máximas de derecho natural, de artículos del Código y de la ley de Enjuiciamiento civil y de sentencias del Supremo, si bien de éstas las solía haber para todos los gustos y sentaban doctrinas con tantos cambiantes y facetas, que era difícil saber a qué atenerse; no desaprovechando la ocasión para generalizar a todo el sexo débil su despotrique contra doña Genoveva y lanzando también sus denuestos contra aquel viejo que, cogido por “do más había pecado”, cometió la monstruosidad de arruinar a su hija para que su odalisca malgastara y se pavonease con su capital. El caso, en su opinión, era arduo, y juzgaba muy problemático que se consiguiera que la razón moral que asistía a Rocío prevaleciese sobre la ficción legal, que estaba amañada con escrituras y otros papelotes en regla, y fuese reconocida por los Tribunales. A juicio de don Sebastián, lo único práctico y hacedero seria procurar amedrentar a doña Genoveva con los gastos de un pleito largo, intrincado y de dudosa solución, para ver de obtener algo de ella, del lobo un pelo; el se brindaba, si Toñín le otorgaba poderes, a intentarlo» sirviendo de mediador, y procuraría sacar el mejor Partido posible de la situación. Accedió de buen grado Toñín a encomendarle esta espinosa comisión, y con esto dieron por terminada la conferencia, no sin que don Sebastián volviese a tronar contra la mujer y sacase de nuevo a relucir la glándula pineal.

A poco de salir Toñín del despacho del notario, se presentó en la habitación de los escribientes doña Asunción, la sandunguera pianista, preguntando por don Sebastián. Los escribientes, sonriendo traviesos, le dirigieron entusiastas chicoleos, mientras la miraban codiciosamente, siguiendo esa ineducada costumbre que hace que los españoles no sepan prescindir del sexo al hablar con una mujer; después se miraron picarescamente entre ellos, como diciéndose: “Esta barbiana viene equivocada, no debe saber que nuestro principal es una especie de ogro para las mujeres, aunque, como ésta, sean hembras de buten”.

Entró Toñín a anunciar al notario que la vecina del bajo pretendía verle, lo cual desagradó profundamente a éste.

—Despídela con cualquier pretexto, no estoy para perder el tiempo con monsergas de señoras—ordenó contrariado.

Mas cuando Toñín salía a cumplimentar la orden, se tropezó con la viuda, que muy decidida y como un torbellino, se colaba resueltamente en el despacho reservado de don Sebastián.

—Usted dispense, señor mío, pero como no tengo tiempo que perder, me he tomado la libertad de entrar... ¡Estoy tan atareada! la todas horas tengo lecciones!

—Es usted muy dueña, señora—respondió de mal talante el notario, ofreciéndole con la vista un asiento, lo cortés no quitaba lo valiente.

—Gracias, don Sebastián, porque usted se llama don Sebastián, ¿no es así?—expresó, dejándose caer sobre una silla, que crujió al peso de su sólida belleza.

—Sí, señora.

—Con este calor y con las escaleras llega una tan sofocada...

Doña Asunción se abanica vertiginosamente y con coquetería, y lanza alguna que otra mirada incendiaria a su vecino, capaz de atortolar y atontecer a cualquier mortal, pero no a don Sebastián, que era la austeridad hecha notario. ¡Que le viniesen a él con cancamusas, flirteos ni juegos de ojos! Eso estaba bien para los desdichados imbéciles que se dejan arrastrar por la primer lagarta con ganas de himeneo, pero la un hombre de su integridad moral! El conocía de sobra que todos los miles que padece la Humanidad, incluso la atrofia de la glándula pineal, provienen de adormecerse en las delicias de Capua, del trato íntimo entrambos sexos; en el cual no dejaba de llevar la cabal razón, pues cortado aquel trato finalizaba la Humanidad, a lo menos la Humanidad de carne y hueso, y por ende sus males; pero ¡ah!, entonces quedaba la Humanidad de las almas y generación por el pensamiento. El, que se vanagloriaba de no haber tenido comercio carnal con el sexo enemigo", ni legalmente, pues era solterón recalcitrante, ni fraudulentamente, saltándose a la torera la barrera del sexto mandamiento, tan fácil de saltar en Verdad, ¿iba a abdicar ahora de sus prerrogativas de hombre consciente”, porque a esta infeliz se le ocurriese voltear las pupilas con inverosímil acrobatismo? ¡Ni imaginarlo siquiera!

Pasan unos minutos, don Sebastián está malhumorado e impaciente; la señora no cesa de coquetear.

“Realmente—piensa el notario, recreando la vista en las graciosas y acentuadas formas de la garrida sevillana—, considerada independientemente de su condición femenina, como se podría considerar un cuadro, es una Hermosa obra de arte, un modelo ideal para una Venus pagana, sensual y morena.”

—Señora, pues usted dirá... ¿A qué tengo el gusto de deber esta visita—dice don Sebastian, rompiendo al fin y al cabo un silencio que se prolonga demasiado.

—¡Es verdad! ¡Qué cabeza la mía! Pues verá, anoche me entere, por casualidad, de que es usted tan madrugador que a las once de la mañana ya no hay medio de que siga en cama...

—Señora, no veo la relación...

—Espere usted, hombre de Dios, no me sea tan súpito... Como yo tengo lecciones por la mañana, desde las ocho, al enterarme me dije: Vaya un tostón que le estaré dando al vecino! Bien que en el centro del día y por la tarde, aguante la latita, ya que no hay otro remedio, pero a lo menos le dejaremos dormir con tranquilidad por las mañanas...”

—Muchas gracias.

—Y a eso venía, a que haga usted el obsequio de decirme fijamente a la hora que se despierta, yo empezaré ibis clases particulares a partir de esa mismita hora...

—Agradezco su atención, pero puede usted empezar a la hora que le acomode.

—No sea usted esaborío, don Sebastián, mire que a mí no me gustan los hombres erizos. Yo, que soy como la meloja de dulce, si hubiese tropezado con un hombre todo vinagrillo, ¡valiente ensalada hubiéramos armado! Conque diga usted, señor Fierabrás, ¿a qué hora se despierta usted?

“¡También es curiosidad la de esta señora!—exclama mentalmente don Sebastián—. Parece como si fuese la encargada de entrarme el desayuno.”

—Señora, eso es muy variable.

—¿Ponemos a las diez?

—Pongamos a las diez.

—¡Ve usted! Ya me voy yo más tranquila. Crea que traía una preocupación y un reconcomio desde que me enteré que madruga usted menos que un sereno... Toda la mañana he traído un rezadero... A mí, en vida de mi difunto esposo, también se me solían pegar un poquito las sábanas, pero ahora la necesidad obliga...

“Lo único que falta—reflexiona el notario—es que me cuente las intimidades de su vida conyugal...”

—Señora, le quedo muy obligado por su fineza.

—Nada, don Sebastián, por favor no me abrume con cumplidos. A mí hay que tratarme con muchísima franqueza. Yo soy muy franca, demasiado franca, ¿sabe Usted? A mí, si me hubiese usted resultado antipático, es un suponer, se lo hubiese dicho, muy fresca, en sus propias narices... Que usted piensa dormir la siesta, pues me lo envía a decir; que le duele la cabeza, pues recadito al canto; yo buscaré un pretexto para suspender por aquel día la lección o lecciones que importunen... Y sin necesidad de eso, que usted necesita un respiro en la tabarra que le estaremos dando, que usted está ya hasta la coronilla de escalas y solfeos, de discípulas y de profesora, pues me lo manda a decir: “¡Vecina, por los clavos de Cristo, que no puedo ya más, que estoy para volverme loco, que tengo el tímpano con ictericia!” Y yo le concederé una tregua, no podrá ser muy larguita, ¡hay cada papá y cada mamá de alumna, que en seis semanas quieren que su niña toque más que un piano eléctrico! Pero, aunque poco, dejaremos unos días descansar sus trompas de Eustaquio, ¡hay enfermedades llovidas del cielo! Ya lo sabe, a mí, sobre todo franqueza. Mire usted si seré franca, que le voy a contar una cosa que de usted me han dicho...

—¿Qué le han dicho?

—Pues me han referido que era usted uno de esos hombres que hablan pestes de las mujeres, que no las pueden ver ni en pintura...

—¿Yo, señora?—preguntó confuso don Sebastián.

—Lo mismito que usted acaba de oír. Y la verdad, tanto me habían ponderado su aversión por las mujeres, que cuando subía los peldaños de la escalera, venía muertecita de miedo, no me fuese a echar con cajas destempladas. Vamos a ver, confianza por confianza, ¿por qué es esa ojeriza? ¿Qué cosas tan malas le hemos hecho? ¿Es que, por un casual, ha tropezado en su vida con alguna desalmada?

—Yo no he tropezado con nadie, señora mía.

—No se vuelva usted a poner así de enfadado, ¡los hombres ponen una cara tan rara cuando se incomodan! Era una suposición, y en el campo de las hipótesis no hay por qué ofenderse; con que hágame el favor de bajarse de la parra, señor suspicaz. Nada tendría con todo de particular, porque hay cada pájara por esos mundos de Dios... Pero la mayoría no somos de esta índole; créame usted, amigo mío. La casi totalidad de mis congéneres son unas infelices, que sobrada desgracia tienen con haber nacido mujeres. Si yo le contase a usted...

“Pues sí que venía despacio la profesora, y eso que dijo que traía prisa—reflexionaba don Sebastián—. Y el caso es que es graciosa y viva como una ardilla, y tiene unos ojos de un negro tan intenso, que yo no vi nunca otros parecidos, de tan negros azulean como las alas de los cuervos.”

—¡Pobrecitas mujeres!—continuó la gallarda sevillana, dejando escapar un hondo suspiro—. ¿Usted habrá tenido madre?

—Sí, señora.

—¡Claro está! ¡Qué pregunta la mía! ¿Y hermanas?

—No, señora.

—¿Cómo era su madre?

—Mi madre era una santa.

—¡Ve usted! ¿Y cuántas madres habrá en el mundo?

—No sé.

—Ni yo tampoco, pero habrá muchas.

—De seguro.

—Pues entonces...

“¡Caray!—se dijo el notario—. He aquí una cuenta que nunca se me ocurrió ajustar.”

—Todo eso que se dice de las mujeres es literatura, ¡literatura pura!—prosiguió la pianista—. Los picaros escritores que no saben ya qué escribir y la han tomado con las mujeres... Cabalmente tuve yo un sueño anoche...

—¿Qué soñó usted?—interrogó, ya curioso, don Sebastián.

—Se va usted a reír.

—Prometo estar más serio que un juez en estrados.

Don Sebastián, sin notarlo, se iba ablandando, le entretenía el palique de la sevillana. ¡Hablaba con tal gracejo y era tan chistosa!

—Pues soñé con madre Encarnación, una monja que me enseñó música en el colegio en que me eduqué, y que me quería mucho. Hace ya años que murió la pobre. Anoche, en sueños, se me apareció y me dijo: “Aquí, el noventa por ciento somos mujeres, los hombres son más raros que las estrellas de rabo...” Ya lo ve usted, en la gloria preponderan de un modo abrumador las mujeres.

—¿Y si esa monja estuviese en el infierno y se refiriese a él?

—¡Qué cosas dice usted! Si era una bendita, que murió en olor de santidad; se fué derechita al cielo, con los zapatos puestos... Usted que sabe tanto, don Sebastián, a ver si me dice: ¿por qué sueño yo tanto con sor Encarnación?

—¡Qué sé yo! Hay tantos fenómenos que sólo vislumbramos; ustedes se querían cuando ella vivía, y es fácil que, después de muerta, su espíritu siga queriéndola y venga a visitarla.

—¡Jesús, María y José!

—Aprovecha los momentos de su sueño, en que la materia reposa y sólo el alma vela, para comunicarle sus ideas e infundirle sus deseos...

—¡Pues voy a pasar unos miedos horribles con su explicación!

—No hay que temerla, las almas no pueden hacer el mal, cuando menos el mal material, pueden imbuir en unos pensamientos torcidos que lo inclinen a cometerlo, Pero ellas no son capaces para hacerle directamente.

—¡Ave María Purísima! ¡Qué cosas tan curiosas!

—Los seres son infinitos, ilimitados en todas direcciones, de ellos sólo es visible una parte, la material, la que define nuestra forma aparente; pero la otra, la inmensa, es invisible e impalpable, se escapa a la percepción y al análisis de nuestros limitados sentidos, aun amplificados con los medios con que la Ciencia cuenta. Esta otra parte, que lo llena todo ilimitadamente, son fluidos, son emanaciones, son ondas que emitimos. Todos los seres se compenetran, se confunden, se entrelazan, se entrecruzan; para ellos no existe la ley de la impenetrabilidad que rige la materia. Usted y yo—expresó muy serio don Sebastián, llevado de su fervor de propagandista—estamos confundidos, compenetrados, en este momento y siempre...

—¿Sí? ¿De verdad? ¡Pues sí que es chusca cosa!

—Así es como pueden explicarse los fenómenos de telepatía, de hipnotismo, de espiritismo... Las emanaciones del alma de su antigua profesora, por la simpatía que las unió, hacen vibrar su entendimiento, se convierten en pensamientos en su cerebro...

—Entonces, efluvios de mi ser llegarán a Sevilla—dijo ella, riente.

—Indudable.

—Pues estaba por mandarle un recadito a mi hermana—expresó, con malicia, la burlona viuda—, que vive en el barrio de Triana, conforme se sale del Puente a mano derecha, precisamente le tenía que escribir...

Don Sebastián, sin reparar en la chunga, le aconsejó:

—Reconcéntrese, piense con fuerza en lo que quiere transmitirle, y quién sabe...

—¡Quite usted allá! ¡El demonio es este hombre! Esas son prácticas de brujería, que estarán condenadas por la Iglesia.

—No sé si lo estarán, yo al menos no veo razón para que lo estén.

—Esas son supercherías y hechicerías del Espíritu malo. Ahora no me extraña que piense mal de las mujeres, usted es un hereje...

—Pero, señora...

—Nada, no hay pero que valga, don Sebastián, ¡un hereje! Y si no, póngase a rezar conmigo el credo...

—No veo la necesidad.

—Pues yo sí la veo, ¿lo reza usted?

—¿Para qué?

—Porque lo deseo yo. Es un señalado favor que va a hacerme; pero que ahora mismito. De aquí no me muevo hasta que no lo rece, no quiero dejarle en compañía de espíritus infernales.

—Se pone usted tan mona con ese hociquito arrugado de enojada—dijo entusiasmado don Sebastián, a quien impensadamente, cuando ya tenía los huesos bien duritos, brotó de los labios la primer flor dirigida a una “enemiga”—, que estaba por desobedecerla. A usted no se le pone la cara rara que decía antes, refiriéndose a mí, sino una preciosa, adorable.

—¡Ay, qué galante está el tiempo! Con que a rezar, a ahuyentar al Espíritu de las tinieblas.

—Rezaré cuanto usted quiera.

—Creo en Dios Padre...

—Creo en Dios Padre...—coreaba el notario, como un manso borrego.

—... Todopoderoso...

—... Todopoderoso...

Así, no paró la sevillana hasta que don Sebastián rezó devotamente todo el credo; más pueden dos etcéteras que dos carretas, que diría, disfrazando con eufemismos la neta habla castellana, don Tomás, el cura.

—No sabe usted el peso que se me ha quitado de encima. Temía que se lo llevasen por los aires, montado en una escoba. En fin, veo que no es usted tan malo como yo presumía...—Y agregó, después de consultar su reloj de pulsera—: ¡Uy! ¡Las doce menos cuarto! ¡Me voy corriendo! ¡Ya debo tener en casa la alumna de las once y media. Quedamos en que seremos buenos amigos. ¡Chóquela usted!—expresó alargándole la fina diestra, que el notario estrechó sin temor de impuras contaminaciones—. Y hágame caso, no crea esas paparruchas que cuentan de las mujeres, ¡es todito literatura!

Se despidieron amigablemente, y ella abandonó la estancia igual que había entrado, bulliciosamente y como una tromba, dejando oír los armoniosos arpegios de la risa de cristal de su genio cascabelero.

Don Sebastián se confesó que había hecho mal en tener prevención a la vecina, era una mujer encantadora, con ella se iba el tiempo sin sentir...

En cuanto a la pianista, sacó la convicción de su conversación con el notario, de que no es tan fiero el león como lo pintan; tanto hablar del horror que don Sebastián experimentaba por las mujeres, y ella estaba convencida de que le había causado impresión... La mujer tiene tal instinto para adivinar que son amadas o deseadas, que cuando el hombre va, ellas vuelven. Al notario no se le había pasado todavía por las mientes que le gustase la sevillana, y ésta ya lo sabía... ¡Las emanaciones! ¡La telepatía! ¡Pobre glándula pineal la de don Sebastián, corría inminente peligro!


* * *


El notario desarrolló gran habilidad y exquisito tacto en su misión conciliadora; doña Genoveva, amedrentada con un litigio cuyo final le pintaban más que incierto, se avino, después de mucho tira y afloja, a transigir la cuestión, entregando veinte mil pesetas a toca teja, pero ni Dios pasó de la cruz, ni ella consintió pasar de los cuatro mil “pavos”. Toñín admitió a regañadientes la transacción, jera una miseria lo que les entregaban relativamente al caudal que dejara don Romualdo, y creía que era tan manifiesta y patente la razón moral de la causa que representaba, que ésta tendría que imponerse o fortiori ante los Tribunales de justicia; sin embargo, el carecer de fondos para mantener un difícil pleito y el aconsejarle su principal que transigiese, porque la razón moral suele naufragar y perderse entre el fárrago del papel sellado y la hojarasca de los autos, le hicieron apearse de su burro y prestarse, aunque de mala gana, a la conciliación.

III. Esperanza y “Quique”

Han transcurrido tres o cuatro años más, otro elemento infinitesimal en la gran integral de la eternidad.

Doña Genoveva sigue despilfarrando y tirando el dinero a manos llenas, a pesar de encontrar cada vez mayores dificultades para hacerse de él. La fortuna que amontonó sórdidamente don Romualdo, está comprometida con multitud de gabarros; todo son deudas, préstamos vencidos, obligaciones contraídas y escrituras hipotecarias; se diluye como la sal en el agua, vuelve, bajo mil formas, al pueblo de donde salió. Doña Genoveva no parece haya fijado su atención hasta entonces en los estragos y mermas que con sus prodigalidades va haciendo en su fortuna, anchos portillos por donde penetra la roedora usura; ni los obstáculos con que hemos dicho tropezaba, y que van en crescendo, Para contratar nuevos préstamos y procurarse más dinero que convertir en joyas, sedas, gasas, moños y perfumes, han conseguido se pare a meditar. Las fincas de renta más saneada están hipotecadas a don Juan Manuel, que es su principal acreedor y que, como siempre, en todos los caudales que se desmoronan por aquellos contornos, se llevará la mejor y mayor tajada. Ya se cierne, como los buitres, sobre la hacienda de la pródiga; parece que ha olfateado su próxima caída y aguarda ansioso el momento oportuno para arrojarse y hacer presa en ella.

Las últimas demandas de fondos de doña Genoveva han sido rechazadas, y su obstinación en reiterarlas fué infructuosa; ello ha hecho que la señora empiece a darse cuenta del peligro, pero incapaz de detenerse ni retroceder en la senda emprendida, y comprendiendo, por otra parte, que sería ya tarde para evitar lo inevitable, continúa sin introducir la más ligera economía en sus gastos.

Además, su sobrina constituye su esperanza; la belleza de la joven hará salir al carro del atascadero. Esperanza es, ciertamente, un dechado de hermosura: alta, arrogante, bien proporcionada, con curvas suavemente onduladas, cutis nacarado, pelo áureo y semblante hechicero, es manjar digno de los dioses del Empíreo. Su boca, fresca y jugosa, que al sonreír se entreabre como una granada y deja ver dos apretadas hileras de menudos y blanquísimos dientes, es una perenne incitación al beso. Sus ojos, grandes, rasgados, color tabaco, tienen una exuberancia de vida, de expresión y de picardía, que atraen y subyugan. Su pelo, abundoso y rubio, como las espigas de los trigos en sazón, corona como una cimera de oro su cabeza. Su cuerpo, que es cimbreño, elegante, ebúrneo y un poco lánguido y felino, parece esculpido para una suprema encarnación de la voluptuosidad. Todo en ella es bello, armónico, incitante y cautivador.

Pues bien, esta divinidad de mujer, flor y copete de toda belleza, que es la admiración y el esparcimiento de ojos de todos los hombres del lugar, está en relaciones con Enrique, Quique, como le llaman su familia y sus íntimos amigos, el hijo de don Juan Manuel, el tipo más feo y anodino del pueblo. El mozo anda que bebe los vientos por su amada, y doña Genoveva confía en recobrar su posición, aun más esplendorosa, con la pronta unión de los jóvenes, y mientras tanto sigue trampa adelante. La fabulosa fortuna de don Juan Manuel vendrá a manos de Quique y, por lo tanto, a las de Esperanza, a quien su tía cree manejar a su antojo. No hay, en consecuencia, por qué apurarse ni reducir gastos, " por el contrario, conviene seguir teniendo rodeada a la doncella de aquel lujo, en el cual encuadra tan perfectamente su belleza picante y arrebatadora.

Quique es todo el reverso de un Adonis: larguirucho, desmedrado, cargado de hombros, patizambo, nada airoso en el andar y de ojos algo estrábicos. Su rostro es el más variado muestrario de granos que puede existir, desde el sencillo barrillo, al tumor de carácter antrácico, pasando por el furúnculo, allí hay de todas las especies conocidas de diviesos y de todo género de eflorescencias, pero sobre todo el cuello es digno dé especial mención y se lleva la palma en aquel concurso de protuberancias y pústulas. Es un cogote sin pelo, lleno de cicatrices, corcusidos, y donde frecuentemente hace su aparición, sin recato, el genuino ántrax, y constituiría un ideal campo de experimentación para un patólogo que estudiase enfermedades cutáneas. Sólo una increíble acumulación de elementos patógenos puede dar lugar al desarrollo en un lugar, de tanta lacra y miseria fisiológica.

Raimunda, que ha vuelto al servicio de su antigua ama, conforme ahora se dirá, resume el juicio que este repulsivo cogote le merece, diciendo a sus amigas, a espaldas de las señoras, como es -natural:

—El señorito Quique está podrido.

Esta categórica afirmación quizá sea algo aventurada, que al fin no todo es pus en su cuerpo; pero desde este momento se puede asegurar que los síntomas no son de que el desgarbado joven esté saludable como una manzana sonrosada..

Quique es, con los aditamentos y mancillas con que su borrascosa vida ha maculado su tez, todo el retrato de su difunta madre, pues la Gabela, la compañera de don Juan Manuel, ha entregado hace unos meses su alma a Dios o al diablo, quienes seguramente la hubieran rechazado de haberse presentado con su envoltura corporal.

Si el físico del pollo deja tanto que desear, la moral deja aún más, pues es avieso, vicioso, pendenciero, insubstancial, cruel y egoísta, ¡una alhaja de chico! Nada de esto obsta para que a don Juan Manuel se le caiga la baba oyendo decir sandeces a su vástago, es una debilidad y un cariño tan extremado el que siente por este único hijo, que difícilmente se conciben en un corazón tan duro como el suyo. Y, sin embargo, así es, a su hijo se lo consiente todo, le entrega cuanta moneda pide para sus caprichos y vicios, y es materia que se deja moldear entre las manos de Quique lo que para los demás es resistente pórfido. Para que se decidiese a traerlo de Madrid al pueblo, donde, terminado el bachillerato, estuvo varios años hospedado en una cara pensión, sin conseguir aprobar una sola asignatura del preparatorio de Derecho, no fueron bastantes una serie de trastadas que el mozalbete le hizo, ni que dilapidase el dinero en garitos y lupanares; sólo cuando una vergonzosa enfermedad, contraída con tan crapulosa existencia, puso en peligro los “preciosos” días del disoluto, don Juan Manuel se resolvió a que volviese al pueblo, matando en flor los futuros triunfos forenses de aquel “virtuoso” del vicio, en sus formas más canallescas y groseras. Si el Matatías sigue adunando riquezas, es porque todo le parece poco para aquella criatura, que no tiene el diablo por donde desecharla; y por dejar a su hijo a cubierto, con exceso, de todas las contingencias del porvenir, no teme precipitarse, casi a conciencia, en la eterna condenación.

No era Quique pareja digna para aquella escultural beldad que tenia por novia, pero como no hay aglutinante como “la vil pasta” para aunar voluntades, no hay que maravillarnos de ello. Esperanza, desengañada del amor, era materia propicia para acatar, aunque con repugnancia, los interesados consejos de su tía, a quien todo se lo debe. La gente, siempre inclinada a pensar mal, no iba descaminada, por consiguiente, al dudar de la pasión que la hechicera Esperanza aparenta sentir por el degenerado Quique.

De desengaño hemos hablado, y es porque la joven estuvo muy enamorada de un teniente de la Guardia civil, que fué jefe de aquella línea, y con quien tuvo amores. El teniente, un muchacho guapo y soñador, fué su primera pasión; apenas había salido la chica de la pubertad cuando le rindió por entero el corazón. Con su temperamento apasionado y ardiente, tan “colada” estuvo con el hijo de Marte, que sus largas peladuras de pava por la reja, a altas horas de la noche, se prestaron a más de cuatro equívocos comentarios. Mas de la noche a la mañana, el marcial enamorado desapareció; había solicitado el traslado a Fernando Póo nada menos, según luego se supo. Este desengaño del que ella hizo dueño de su albedrío, llenó de rabiosa desesperación a la muchacha que, humillada y vejada con aquella injustificada deserción, guardó en el fondo de su alma un amargo poso de desprecio y desdén para todos los animales bípedos, implumes y de sedoso bigote, cuya pérfida y voluble condición conocía ya por propia experiencia. Desde entonces, en su corazón no hubo altar más que para una diosa: la Coquetería. Las instancias de doña Genoveva, que le predicaba sin tino sobre la conveniencia de consolarse con Quique del descalabro sufrido, encontraron eco fácil en la amargada joven, y le hicieron dar oídos a los galanteos de aquel averiado tenorio, a quien la hermosura de la muchacha tenía trastornado el escaso juicio y había vuelto tarumba.

Volviendo a Raimunda, según acabamos de prometer, explicaremos, para que el caso no sorprenda a los lectores, cómo fué el reingresar en el servicio de doña Genoveva. Raimunda reincidió en el matrimonio, aquel brutote de su primo Bastión le había hecho tilín con sus animaladas, y como tampoco a él le pareció costal de paja la prima, y menos desde que compró aquellas famosas tierrecillas con las tres mil del ala que le dió su antigua ama, se unieron en indisoluble lazo.

Mas a poco de casarse, Bastión, que era un haragán de tomo y lomo, dió en frecuentar una venta, medio posada y medio taberna, que por aquellos andurriales existía, y cuando volvía embriagado de ella, lo cual su cedía un día sí y el otro también, y Raimunda le reprochaba su proceder, la tundía a puñadas y patadas. Total que las tierrecillas se evaporaron convertidas en mosto, que trasegaba sin tasa aquel condenado de Bastón, y que entre éste y el hijo de Raimunda hubo violentos altercados, que a veces terminaron tratando de dirimir sus diferencias faca en mano, sin que providencialmente, por la intervención de Raimunda, llegaran a acometerse. El hijo de Raimunda, enfurecido, emigró a la Argentina, para evitarse tener que matar a su padrastro, según dijo, y su madre tuvo que volver a buscar acomodo como sirvienta, pues la necesidad apremiaba. Como era buena criada y conocía los gustos y flacos de doña Genoveva, y a ésta no le iba nada bien con sus substituías, concluyó, después de varias tentativas infructuosas por parte de Raimunda, por admitirla en su servidumbre, no sin antes recriminarle y echarle en cara repetidamente su deslealtad y desagradecimiento para con ella, y el ser harto larga de lengua.

Cuando Raimunda contaba, desolada, las cuitas que sobre ella habían llovido con sus segundas nupcias: sus sueños de propietaria desvanecidos, su único hijo ausente en remotas tierras, las heridas y verdugones de las fieras palizas, que soportaba calladamente para que no se enterara el hijo y se armase la de Dios es Cristo, doña Genoveva le preguntaba, por vía de reconvención.

—¿Para qué te volviste a casar, pedazo de atún, no sabías que nunca segundas partes fueron buenas?

Y Raimunda contestaba indefectiblemente:

—¡Debilidades que tiene una!

Lo triste del caso era que estas “debilidades” continuaban. Cuando aquel pedazo de bárbaro, incapaz de sacramentos, que tenía por dueño y señor, venía de tarde en tarde a Arenas del Mar, Raimunda, toda alborozada, solicitaba de su señora permiso para pasar el día con él y un adelanto a cuenta de su soldada. Por la noche regresaba lloriqueando, destrozada y despeinada, con el rostro plagado de ronchas y cardenales por los bofetones, y con otras carnosas partes de su cuerpo aún más amoratadas de los golpes recibidos, y ni qué decir tiene que sin las pesetas facilitadas por su ama.

—¡Ves, cacho de alcornoque, te está bien empleado por no tener rayo de vergüenza!—apostrofábala doña Genoveva, al verla entrar con tan desastrosa y lastimera guisa.

—¡Qué quiere usted, señora, es que no lo puedo remediar, le tengo querencia! ¡Debilidades que tiene una!

No obstante sus promesas de no mirar más a la cara al autor del vapuleo, cuando éste, al mes siguiente, volvía por el pueblo, la otoñal Raimunda tornaba a solicitar el día de asueto y el anticipo que llevar al rústico doncel.

—¡Debilidades que tiene una!

Y las tornas eran idénticas, salvo algún ojo hinchado como una toronja, que Bastión se había olvidado de “acariciar” en la anterior entrevista, que cuando el cariñoso marido empinaba el codo y zurraba el bálago a su costilla, cegaba y le hacía cegar a ella.

Raimunda, ¡la infeliz!, tenía vocación de mártir.

—¡Debilidades que tiene una!

Aquella tarde, una abrileña, tibia y serena, Esperanza y Enrique pelaban la pava por una ventana baja. Estaban de monos; Quique creía haber notado que don Cosme pasaba por la calle de ella más de la cuenta y que solía dar la maldita casualidad de que Esperanza estaba a la ventana cuando el cacique pasaba y hasta que se miraban descaradamente siempre que estas casualidades tenían lugar. ¡Eran ya demasiadas casualidades!

¡Don Cosme, como a pesar del parentesco le llamaba Quique, su tío segundo, un hombre casado y con hijos y enemigo irreconciliable de su padre, contra quien ya sostenía tres pleitos, ventiséis incidentes y dos querellas criminales! ¡Don Cosme, un cínico, lascivo y ventrudo pachá, que no obstante rayar en el medio siglo, quería ejercitar el derecho de pernada en su feudo y convertir en su serrallo el pueblo entero! ¡Vamos, que el que Esperanza flirtease con don Cosme, era imperdonable! ¡Mal estaría con otro, pero con don Cosme...!

Realmente es preciso reconocer que Quique tenía derecho a mostrarse rabioso y enfurruñado y hasta a morderse los puños, si todo no era obra de la pijotera casualidad.

—¡Me estás poniendo en ridículo!—decía a su amada, tirándose fieramente de las puntas del pañuelo de seda, con el cual traía, como de costumbre, entrapajado el pescuezo.

—¿Yo, Quique?—protestó ella, abriendo unos ojos como espuertas, sin duda por el asombro.

—¡Sí! ¡Sí! (¡Tú! Estás haciendo que sea el hazmereír del pueblo y eso, ¡vamos!, no te lo tolero ni a ti ni a nadie.

—¿Pero me quieres explicar, don Sulfuroso, por qué te pongo yo en ridículo? ¿Qué es lo que no me toleras?

—Que te times de ese modo con el avestruz de don Cosme.

—¿Yo, con don Cosme? ¡Acabáramos! Pero ¿estás en tu juicio?

—En mi cabal juicio. Tres veces, por lo menos, ha pasado por aquí hoy don Cosme.

—¿Y qué me cuentas a mí?

—Las tres estabas asomada a la ventana.

—Puede ser.

—Y las tres te has quedado embelesada mirándole...

—¡Me habrá hecho gracia; tiene un tipo tan gentil! Vamos, Quique, ¡tú sueñas!

—¿Ha pasado o no ha pasado las tres veces?

—No he llevado la cuenta.

—¿Te ha mirado o no te ha mirado?

—No he reparado en ello.

—Y tú, ¿tampoco has reparado si le mirabas?

—Tampoco.

—¡Chunguitas encima!

—Mira, Quique, lo tomo a broma por no tomarlo en serio.

—¡Tómalo en serio, que en serio te hablo yo!

—Pues no trae pocas ganas de bronca el niño... ¡Tú te has levantado esta mañana por los pies de la cama! ¿No comprendes que tus palabras y tus dudas son ofensivas?

—Y tus acciones, ¿no?

—Pero ¿qué acciones ni qué niño muerto?

—¡Ya te lo he dicho!

—No has dicho más que majaderías.

—Pero ¿es verdad o no es verdad que le gustas a don Cosme?

—Eso pregúntaselo a él.

—Y a ti, ¿no te gusta?—interrogaba tozudo el galán, golpeando impaciente con los tacones de los zapatos la acera, de donde sin duda esperaba que brotase la verdad, desengañado de que apareciera en la boquita de miel de su adorado tormento.

—Es precioso para una calcomanía.

—Entonces, ¿por qué te timas con él?

—Tú andas mal de la vista; debes ir a que te reconozca un oculista y ponerte en curación.

—¿Por qué?

—Porque ves visiones.

—De verdad, ¿no le miras?

—Trae, si quieres, al notario, que levante acta.

—¡Si vieses lo que me haces sufrir!

—¿Y tú a mí no, con esas tonterías?

—¡Ah, si fuese verdad!

—Pero aun dudas, ¡incrédulo! ¡Mírame a los ojos!

—Ya lo hago con gusto.

—¿Y qué, tengo yo ojos de engañar a ningún simplón?

—Lo que tienes son dos preciosidades en vez de ojos... ¡Dos brillantes llenos de luz! ¡Dos brasas llenas de fuego!...—musitó, mirándola, encalabrinado y codicioso, el rival de Picio, a quien la muchacha, con sus miradas ígneas y picarescos mohines, iba poniendo en punto de caramelo. ¡Estaba tan linda e incitante con aquella vaporosa blusa de batista blanca, que dejaba al descubierto el mórbido cuello, los torneados brazos y el arranque de los túrgidos senos!...

—¡Ay, qué lunar tan tentador tienes junto al codo y otro en la barbilla!... ¡Y otro en tu divina garganta! Eres muy lunarosa, prenda—exclamaba entusiasta Quique, que en los ojos de la bella había dejado su enojo.

—¿Te gustan?

—¡No que no! ¡Qué preguntas tienes!

—Pues el del codo es feo, es demasiado grande, míralo...

Incitadora, aproximó el codo aludido al rostro del mancebo, quien fué a depositar en él un fogoso beso, mas la joven, riendo, lo retiró rápida, mientras que con la otra mano fué a darle un cachete en los atrevidos labios, lo que no logró, porque sus dedos tropezaron en los barrotes de la reja, lastimándose.

—Ves, por tu culpa, me he hecho daño...

—Pobrecita mía, ¿dónde se ha hecho mi nena pupa?

—Aquí, en las yemas de los dedos.

—¿A ver?

Esperanza le entregó, coqueteando, la mano y Quique, una vez que la tuvo bien afianzada, empezó a besar una a una las doloridas puntas de los dedos.

—Sana, sanica...—iba diciendo el galán, a compás que besaba.

—¡Suelta! ¡Suelta! ¡No seas atrevido! ¡No te la volveré a dar! ¡Estúpida de mí!

Pero Quique le había tomado el gusto a aquella gentil ocupación, y de los dedos pasó al dorso de la mano, y de la mano a la muñeca; después, empezó a subir, voraz, sus labios por el alabastrino antebrazo, hasta que ella, pareciéndole bastante el juego, rescató de un tirón su mano prisionera.

Quique estaba radiante, metamorfoseado; sus ojos, expresivos y jubilosos, despedían chiribitas. El deseo nos presta unos, minutos la belleza, la inteligencia, la elocuencia y la persuasión de que carecemos. Si los hombres pudiesen tener constantemente el deseo en estado latente, todos seríamos unos Apolos, unos Salomones y unos Demóstenes. La Naturaleza, para realizar sus fines, nos presta todas las armas de la seducción. Quique, no diremos que se había trocado en apuesto y hermoso, porque esto equivaldría a pedir peras al olmo, pero su fealdad estaba mitigada, obscurecida, por los resplandores del deseo. En cuanto a Esperanza, era en aquellos instantes para él el compendio de toda belleza y donosura, la esencia y personificación de toda elegancia y gentileza; la suprema felicidad, en pocas palabras. Nos ofusca de tal modo el deseo, que convertimos las imperfecciones en perfecciones, por ello el deseo por satisfacer todo lo embellece; en cambio, en el satisfecho todo lo afea el hastío. No era moco de pavo, ni mucho menos, Esperanza, pero el deseo de él, aun la realzaba y la adornaba con mayores atractivos y gracias de los que tenía.

Así, cada vez que Quique, con su desgalichado andar de ánade, se separaba de la reja, enardecido y medio loco, no paraba de forjar planes para hacer pronto suya a aquella mujer, que ponía en sus venas lava en vez de sangre y que espoleaba sus sentidos hasta la crueldad. El, sensual y vicioso, no era dudoso que cometiera pronto la disculpable tontería de casarse, si de otro modo no lograba poseer aquel anhelado tesoro, cosa poco probable, que ella, con su instinto de hembra picara y calculadora, sabia mantenerlo a raya, cuando el retozo amenazaba tomar peligroso giro, y quedar al margen de lo irreparable.

—El mejor día hago contigo una barbaridad.

—¿Cuál?

—¡Comerte! A tu lado me siento antropófago.

—¡Uy, qué miedo!

—U otra más gorda: casarme.

—Oye, oye, ¿por qué es una barbaridad casarse conmigo?

Y él, comprendiendo que había dado un paso en falso, se apresuró a retroceder.

—Porque no me quieres.

—¿Otra vez vuelves con la eterna cantinela?

—Pues pruébame lo contrario, déjame darte un solo beso en el lunar.

—¡Naranjas de la China!

Pasó Toñín, que venía de visitar a su antiguo principal, don Sebastián, y al ver a la pareja de tórtolos, su primito hermano y la que había usurpado el puesto que correspondía a su mujer, no pudo reprimir el hacer un gesto de contrariedad; no los quería mal, que no era rencoroso, pero le causaba repugnancia ver a los futuros beneficiarios de las fortunas que a Rocío y a él les debían haber correspondido.

Toñín y Rocío habían salido de apuros con las veinte mil pesetas de la transacción, pagaron lo que debían, y con el sobrante pusieron parte del depósito, como fianza, para obtener la representación de la Compañía Arrendataria de Tabacos en aquel pueblo; cargo el de representante, que la influencia del notario había conseguido para su dependiente. El resto de la fianza lo constituyeron en bienes inmuebles, con las pobres fincas de don Pascual, que quedaron afectas y respondiendo de la honradez de la gestión de Toñín, pues el hidalgo, siempre desprendido y generoso, las brindó de buen grado a sus sobrinos, para el indicado objeto. Con los emolumentos del nuevo empleo de Toñín, la situación del simpático matrimonio había cambiado, mejorando mucho, ya no pasaban estrecheces y vivían desahogadamente; cierto que no tenían para lujos ni despilfarros, pero ellos tampoco los ambicionaban.

—¿Ves, Toñín, tenía yo razón cuando te decía que Dios aprieta, pero no ahoga?—preguntábale frecuentemente ella, que al sexto hijo, una corrida completa, parecía haber parado en su puntual tarea de dar descendientes a su marido.

Toñín venía, como dejamos dicho, de la notaría; ya no estaba en ella como amanuense de don Sebastián, pero, agradecido a éste y profesándole una leal amistad, iba siempre que podía a saludarlo y charlar con él.

Don Sebastián empezó a demostrar, repentinamente, una desmesurada afición por la música clásica, se pasaba las horas muertas en el domicilio de su vecina, pidiéndole interpretase al piano obras de Chopín, de Beethoven, de Listz y de otros afamados maestros compositores, hasta solicitaba trozos de óperas de Wágner, con no haber sido nunca este genial maestro, músico de su devoción, y la gentil y traviesa pianista las digitaba con la unción y el sentimiento de su carácter apasionado y sensible. Eran muy solemnes estas sesiones musicales, que la musa Euterpe presidía; doña Asunción tocaba con entusiasta y diestra ejecución y don Sebastián, convertido en un ferviente melómano, oía con religioso silencio.

Observóse también, y fué tema de conversaciones entre sus amigos, que su verbo elocuente ya no pronunciaba aquellas contundentes catilinarias contra la mujer y que cuando sacaban la conversación sobre la glándula pineal, el notario, que se había dejado de teosofías y ocultismos, sonreía incrédulo y se encogía de hombros.

Tales síntomas eran mortales de necesidad, y efectivamente, a poco, se supo que don Sebastián conducía al altar a la graciosa sevillana, que reincidía gustosa en el sacramento del matrimonio.

Fué una tarde, a la hora propicia del obscurecer, cuando don Sebastián, hondamente conmovido, al terminar de interpretar ella, con sin igual maestría, una bella página musical de “Tristán e Iseo”, se declaró, confuso, cogiendo una de las manos de la profesora para cobrar ánimos, y cuando oyó de los femeninos labios de la apetitosa morena el si más dulce y susurrante que ha oído depositario de la fe pública alguno.

¡Pobre glándula pineal de don Sebastián! ¡Al encenderse la antorcha del himeneo se apagaría para siempre aquella luz espiritual y suprasensible que alumbraba su cerebro! Pero don Sebastián no parecía muy apenado por ello; al contrario, estaba comunicativo y alborozado, como niño con zapatos nuevos, desde que la profesora de piano le entregó su blanca mano. Ella había dejado de dar las lecciones con que subvenía a su sostenimiento. “¡En adelante tocarás para mí sólo!”, habíale ordenado el notario, y ella, obediente y sumisa, acataba la voluntad de su futuro. Don Sebastián estaba cada vez más enamorado, rezumaba almíbar por todos los poros de su cuerpo, se derretía, como la manteca, a las miradas ardientes de la sevillana, ahora que esta manteca era más dulce aún que la mantequilla de Soria.

Don Sebastián y la pianista marcharon a la capital para contraer allí sus nupcias, pues temían, de haberlas celebrado en el pueblo, la salvaje cencerrada con que, sin excepción, eran obsequiados todos los viudos o viudas que contraían nuevo connubio. Eran estas cencerradas espectáculos bochornosos que duraban varios días, durante los cuales se entonaban, a todo pulmón, coplas picantes alusivas a los contrayentes y se organizaban nocturnos y atronadores conciertos, en que toda suerte de instrumentos armaban una algarabía infernal y desconcertante, en monstruosa polifonía. Hubo casamiento de éstos en que los novios tuvieron que salir del templo parroquial, rodeados de guardias civiles, para proteger a los recién casados de los insultos, de los dichos pornográficos, de los achuchones y hasta de los objetos arrojadizos, con que la ineducada plebe los maltrataba.

Cuando contrajeron el sagrado lazo, don Sebastián estaba ya convertido en un pilón de azúcar cande. ¡Era jalea pura! ¡Fué un epitalamio sobrado empalagoso! Tanta azúcar en los individuos no suele presentarse, como la diabetes, más que a edades algo avanzadas.

Don Cosme, al enterarse del casamiento del notario, lo comentó diciendo:

—Ahora comprendo por qué abominaba tanto de la carne, era que le gustaba el suculento jamón.

A don Sebastián, neófito en aquellas lides, el jamón o lo que fuese, le supo a gloria.

Toñín iba a casa de don Pascual, que se encontraba enfermo, a recoger a su media naranja, la cual, desde que se enteró de la enfermedad de su tío, no se separaba casi de su lado. Al ir a entrar en la morada del hidalgo, se tropezó Toñín con el tonto Gaspar, que con el descaro de la imbecilidad, le pidió un pitillo. Toñín le entregó una cajetilla a medio consumir, que llevaba en un bolsillo, en algo se había de conocer que era “tabacalero”.

Don Pascual se había tenido que meter en cama hacía un par de días, con un ligero catarro al parecer, algo de tos y un poco de destemplanza; cuestión de bronquios, nada de cuidado.

Cuando entró Toñín en la alcoba de don Pascual, éste, sentado en la cama, leía. El buen señor estaba muy avejentado, tenía el pelo níveo por completo, la frente surcada de arrugas y el pulso temblón.

—¿Cómo se encuentra usted?

—Mejor, mucho mejor. Gracias, sobrino. Mañana me parece que podré abandonar un rato el lecho.

—¿Qué lee usted?

—Leo a Balmes. Hay dos clases de libros: los que nos hacen soñar y los que nos hacen meditar; la juventud prefiere los primeros, la vejez los últimos. Hay todavía otra clase: los que nos hacen dormir, pero éstos, más que libros, son papel impreso.

—A mí lo que me gustan mucho son las novelas—terció Rocío, que sentada en una butaquita hacía labor de gancho.

—Las novelas son el opio de los occidentales, ha dicho Anatole France; esto del opio lo han tomado al pie de la letra algunos novelistas, cuyas obras soporíferas producen sueño y pertenecen a la tercer clase de que hablaba antes. La mayoría de las novelas que se publican hoy en día están escritas, como las producciones teatrales contemporáneas, con vistas exclusivas al mercado: halagan todos los apetitos y bajas pasiones de la multitud y se recrean en describir obscenidades de burdel o mancebía y concubinatos. Son novelas para hombres solos, y aun de éstos, para los que tienen el gusto estragado y corrompido y necesitan excitar su apetencia con manjares fuertes. Novelas, como decía un amigo mío, de casino y de oficina, pues allí es donde únicamente se leen, que nadie se atreve a introducirlas en su hogar, y con esto queda hecha su mejor apología.

Entró refunfuñando doña Emilia, con un vaso de leche para don Pascual; cada día tenía más exacerbada su beatería y manía religiosa. Se pasaba la vida en hostilidad permanente con su esposo, y por un quítame allá esas pajas, tocaba zafarrancho de combate. Desde que el hidalgo había caído enfermo, parecía más aplacada, Pero la hostilidad, aunque callada, seguía latente.

Al día siguiente se levantó don Pascual, pero tuvo que volver a acostarse a poco, pues se encontraba peor.

La recaída se presentó muy grave, tenía una alta temperatura y esputaba sangre. Don Fabián declaró que era un ataque gripal de mal carácter, pues se había declarado la bronconeumonía y tenía invadidos ambos pulmones. Mandó le aplicasen ventosas y prescribió varios medicamentos, pues tenía el defecto de ser polifármaco.

Barbusse ha escrito en “El Infierno”: “Yo moriré un día. ¿He pensado alguna vez en ello? Hago memoria. No, no be pensado nunca en ello. No puedo. Tan imposible es mirar cara a cara el destino como mirar al sol, y sin embargo, el destino es gris.” Don Pascual, viéndose grave y en trance de muerte, sí se hizo esta pregunta y miró serenamente, frente a frente, a su destino y el más allá, y de esta contemplación renació vigorosa en su alma la fe de sus mayores, que en ella vivía como aletargada, cataléptica.

Don Pascual hizo llamasen a su entrañable amigo don Tomás, el ejemplar sacerdote y competente humanista, y confesó piadosamente con él, y al día siguiente le llevaron el Señor, comulgando con gran fervor. También otorgó testamento y puso todos sus asuntos en regla.

Doña Emilia, viendo estas cosas, quedó desarmada por completo, atendía solícita y extremadamente a su marido y le rodeaba de todo género de delicados cuidados y mimos. Lo que pareció más raro, es que se curó como por ensalmo de sus manías y rarezas religiosas, de aquella constante obsesión por la salvación de su alma. Razonaba cuerdamente, sin melindres, gazmoñerías ni ponderaciones, y cesaron aquel continuo santiguarse, aquel rezar gesticulando a todas horas y aquel espurrearlo todo con agua bendita. Se multiplicaba en el tráfago de medicinar y cuidar al enfermo, y ni la fatiga ni el cansancio hicieron caer sus párpados una sola vez durante todo el curso de la mortal dolencia. Aquellos dos seres que habían vivido desunidos los últimos años de su unión, sin causa formal, se reconciliaron tiernamente, y eran conmovedoras las recomendaciones que la previsión de él dictaba a su esposa, al borde del sepulcro, y no menos enternecedores los consuelos y ternezas que ella le prodigaba.

Aun vivió cuatro días, después de su confesión, y al quinto entregó su alma cristianamente a Dios aquel espejo de caballeros, que como sus antepasados, había hecho de la caballerosidad y de la nobleza de su sangre una religión, que le preservó de caer nunca en nada equívoco ni torcido.

Doña Emilia, Rocío, Toñín y don Tomás rodeaban su lecho y le confortaron con sus oraciones en la agonía.

El testamento de don Pascual era copia casi literal de cualquiera de los que conservaba de sus ascendientes. Empezaba haciendo profesión de fe católica y su primera cláusula decía:

Primeramente ofrezco mi ánima a Dios, Nuestro Señor, que la crió y redimió con su preciosa sangre en el árbol Santo de la Cruz y tomo por intercesora a la siempre virgen Santa María, su Madre, que quiera cuando me lleve de esta vida, conducirme a su Santa gloria, entre sus escogidos, y el cuerpo mando a la tierra, de donde fué formado.”

Después, en otra cláusula, disponía metiesen en su féretro todas sus amadas ejecutorias y pergaminos y el lienzo que en el despacho tenía pintado su escudo de armas, para que pudriesen tierra con él, ya que no dejaba ningún hijo continuador de su estirpe y apellido, y “que no quedasen expuestos a posibles profanaciones, en los tiempos tan chabacanos y utilitarios que corren, en que se toma a chacota la nobleza de la sangre, esa nobleza que imprime perdurablemente en la existencia el sello de la hidalguía y el pundonor.”

También declaraba única heredera de la propiedad de sus modestos bienes, a su sobrina Rocío, dejando a su esposa doña Emilia el usufructo de ellos, por sus días.

Poco sobrevivió doña Emilia a su marido; parecía como si su única misión en la tierra hubiera sido procurar la salvación de don Pascual, y conseguida ésta, su existencia careciese de objeto. El tiempo que vivió, después de la muerte de don Pascual, estuvo curada completamente de su manía fanática; era religiosa y asistía a los cultos y devociones, pero sin exageraciones ni extravagancias y dejando de ser el terror del sacristán y de los monagos.

Murió del mismo modo, con edificante piedad y resignación, y asistida por sus sobrinos.

“Los muertos van aprisa”, dice una balada alemana, refiriéndose a lo rápidamente que se extingue su recuerdo entre los vivos. Y cada día van más aprisa, pues cada día apremia más la necesidad de preocuparnos de los vivos y se olvidan más fácilmente. A los muertos ya no hay forma de sacarles a nada. Y a los vivos, aunque difícil, no es imposible. Sin embargo, el culto a las memorias de don Pascual y doña Emilia vivió siempre fresco e incólume en las almas de Rocío y de Toñín.

IV. Don Cosme y el secretario municipal

En un aposento con honores de despacho de su domicilio, el gran don Cosme Pérez, muy repantigado en una mecedora, después del opíparo almuerzo, saboreaba espaciosamente la taza de negro moka, mientras el magnífico caruncho que tenía en la siniestra mano, se deshacía en aromosas y azulencas volutas de humo.

Don Cosme, rechoncho, de labios abultados, cerviguillo prominente, papada exuberante, ojillos alegres y salaces y tez rasurada por completo, era un sibarita rural, capaz de dar ciento y raya al mismo Epicuro, que a su lado hubiese resultado un asceta de sayal de estameña y cilicio a la cintura.

Entró de la calle don Jocundino, el secretario del Ayuntamiento, y don Cosme, sin tener la fineza de ofrecerle una taza de café, le espetó a quemarropa, sin dejarle respirar:

—¿Cuánto se recaudó ayer en el fielato de la capital?

—Ciento treinta y nueve pesetas.

—Poco es—murmuró el monterilla, haciendo una mueca de desagrado—. ¿Y en el de Poniente?

—Ochenta y siete con veinte céntimos.

—Bueno, ¡vengan!

El secretario extrajo de una cartera mugrosa unos billetes, y del bolsillo unas monedas, y lo depositó todo sobre el veladorcito en que se encontraba el servicio de café de don Cosme.

—Ahí tiene usted, doscientas veintiséis pesetas con veinte céntimos.

—¿No se habrá usted equivocado en la suma?

—Creo que no.

Don Cosme comprobó mentalmente la adición. Estaba bien ajustada la cuenta.

En el Ayuntamiento de Arenas del Mar estaban notablemente simplificadas las operaciones y formalidades de la contabilidad; era una administración modelo “en su género", que brindamos a los que se quejan de la pesadez y multiplicidad de los trámites burocráticos. Allí no había más depositario ni contador, a lo menos con efectividad, que don Cosme, ni más arca municipal..... de caudales que su bolsillo, ni otros libros de contabilidad que los que él llevaba en su memoria. Todo esto no eran más que pamplinas y estorbos para embrollar las cuentas, según él. A manos del alcalde iba cuanto se recaudaba; pagaba lo que se le antojaba, que era poco y en muchas veces, y cuando juzgaba que llevaba abonado demasiado y que empezaba a mermarse su legítima participación del 80 por 100 en el importe de cuanto se le sacaba al contribuyente, decía muy fresca y rotundamente:

—Señores, se acabó, ¡ya no hay más!

Para él los fondos del Concejo eran algo de su propiedad, y si se desprendía de una mínima parte de ellos, para atender a ciertas obligaciones, era menoscabando sus justísimos intereses y en fuerza de ser desprendido y dilapidador. Y no había recaudación de ningún género que en el pueblo se efectuase, que no sufriese esta exorbitante maquila de las cuatro quintas partes.

Don Cosme, desconfiado, contó el dinero. Hubo un momento de silencio. Al secretario le escarabajeaba allá dentro una petición algo insólita, pero no se atrevía a formularla.

Don Jocundino tenia el rostro almendrado y enjuto, y era alto, magro, cetrino y renqueaba ligeramente al andar; gastaba barba y bigotes grises y descuidados; y vestía una estrafalaria americana ribeteada, a grandes cuadros blancos y negros, un tablero de ajedrez, pantalón compañero deshilachado y con pronunciadas rodilleras y una chalina, monumental y absurda, color azul eléctrico; todo muy raído y cubierto de lamparones.

Su carácter estaba en contradicción y dándose de morradas con su nombre de pila: era taciturno, agrio, infatuado, bilioso y lenguaraz, esto sobre todo; su lengua dejaba en mantillas las reputadas y ponderadas lenguas viperinas y las no menos ponderadas y reputadas lenguas de hacha; a ella no había honra, hombría de bien ni virtud que se le resistiese, en todas mordía y sacaba bocado. No era nada jocundo en verdad don Jocundino.

Este secretario, muy docto en trapacerías, no era natural de Arenas del Mar ni aun de aquella provincia, era malagueño de nacimiento. En sus mocedades fué periodista en la bella ciudad de las pasas y alcanzó algunos fáciles triunfos poéticos, literarios y de reporterismo; esto le animó a mayores empresas, y creyendo aquel escenario pequeño para sus éxitos y aun el mundo estrecho para su genio, marchó a la corte de las Españas, dispuesto a conquistarla y a labrarse el pedestal de su fama. Pero en la corte bien pronto advirtió que no todo el monte es orégano; dando tumbos fué de Redacción en Redacción sin conseguir arraigar en ninguna. Aquellos cuentos y poesías, que trajo en la maleta, y que debían constituir los peldaños de la escala por donde ascendiese a la inmortalidad, quedaron dolorosamente inéditos. Don Jocundino conoció hambres y fríos, y de traspié en traspié llegó a formar parte de esa bribia, que por un lado confina con la maloliente bohemia literaria, y por otro, con la bellacada presidiable, que forma la numerosa lechigada de escritores fracasados y gallofos, ornato siempre de esta villa y corte de los milagros. Don Jocundino se hizo un profesional del sable, y lo esgrimía con tanta habilidad y fortuna, que rara vez daba en hueso.

Afortunadamente, don Jocundino alcanzó la era que podríamos denominar de los cafés con media. En el último cuarto del siglo pasado, la época del turno pacifico de Sagasta y Cánovas, la de los últimos estertores del romanticismo y la de los primeros balbuceos de la escuela naturalista, lo que caracterizaba verdaderamente a aquel Madrid, en donde aun no habían hecho irrupción el bocadillo, el bar, la falda por la rodilla, el tetango ni la cocotte de estilo galicano, née en la rue de Embajadores, era la media tostada, de abajo precisamente. Según una escrupulosa estadística que tenemos a la vista, sólo en Fornos, en uno de aquellos años, se sirvieron 549.387 medias tostadas. Con éste cúmulo de medias tostadas habría sobrado número para pavimentar la Puerta del Sol y la calle de Alcalá, según los concienzudos cálculos de un insigne geómetra y perito agrimensor. Tanta manteca todo lo lubrificaba y suavizaba; el carro de la gobernación del Estado se deslizaba sin chirridos estridentes y los españoles no cultivaban aun el encantador sport de cazarse a tiros. ¡Quién sabe si aquel derroche de manteca no estaría subvencionado con los fondos de reptiles del ministerio de la Gobernación! ¡Aquellos hombres del principio de la Restauración eran tan cucos y tan expertos en mundología! Indudablemente, conforme ha habido una edad del bronce y una edad del hierro, aquella venturosa edad fué la de la media tostada.

Don Jocundino estuvo medio año sometido a un riguroso régimen de café con media tostada, no se alimentaba de otra cosa; sólo por el olor hubiera podido decir de qué establecimiento era el café o la tostada que le presentaban. Pero tanto café con achicoria y tanta manteca apócrifa, aunque asegurasen ser de Flandes, resintieron su estómago y revolvieron su bilis; don Jocundino se hizo dispéptico y maldiciente; las digestiones de aquellas medias, pescadas con sobrados apuros, eran cada vez más laboriosas y penosas.

Don Jocundino estaba ya dispuesto a dejarse morir de inanición, cuando un señor, paisano suyo y diputado a Cortes a la sazón por el distrito a que pertenecía Arenas del Mar, al cual había servido bizarramente múltiples veces en oficios de tercería, pues el respetable padre de la patria era hombre a quien fácilmente se le alegraban las pajarillas, le recompensó sus buenos servicios enviándole como secretario a aquel Ayuntamiento. Ocioso parece decir que en esta plausible resolución del benemérito diputado, influyó, además del agradecimiento, el deseo de quitárselo de encima y de ponerse a cubierto de los fieros sablazos del esgrimista.

Como un náufrago se agarró don Jocundino a aquella tabla de salvación de la secretaría municipal, y cayó como un bólido en Arenas del Mar, con su hambre atrasada de pe pe y doble u y con la hiel del fracaso rebosándole en sus acerbos dichos. En el pueblo le recibieron de uñas: eso de que el diputado lanzase, como con catapulta, a un forastero y advenedizo sobre los fondos del común era intolerable y constituía una provocación; pero al cabo se fueron habituando a ver su traza cenceña, su cara ictérica, su renqueo y su indumentaria astrosa y extravagante.

Pero lo que principalmente aplacó la animosidad que contra el despertó su llegada al pueblo fué su habla, que les resultaba pintoresca y cautivadora, pues don Jocundino retenía de sus aficiones literarias un léxico copioso y poco usual, sobre todo en aquel villorrio, donde no se usarían más de dos centenares de vocablos, vulgares y mal pronunciados, en la conversación. Era un galimatías que necesitaba clave para ser entendido por los aborígenes de Arenas del Mar. No residía en esto, sin embargo, el mayor encanto de su parla, sino en que la sazonaba con multitud de chascarrillos picantes y con anécdotas referentes a la vida y milagros de todos los “capigorrones” de la política y de la literatura que por aquel entonces brillaban en la coronada villa, a todos los cuales aseguraba conocer a fondo. De estas anécdotas salían infaliblemente mal parados o puestos en ridículo los ilustres encumbrados. Todos eran, para don Jocundino, unos tales y unos cuales, y formaban el hato de holgazanes, bribones, jumentos, castrados y otras lindezas, que se chupaba la sangre de la nación y que la tenían exhausta hasta en sus entrañas. Don Jocundino se hacía respetar y temer por esta murmuración desaforada y por esta crítica sin freno, pues a ninguno le placía ser objeto de sus futuros sarcasmos.

Se ha dicho que la memoria es el talento de los tontos; también podría decirse que la envidia es la inteligencia de los ineptos. Don Jocundino, amargado y fracasado, donde mostraba los destellos más brillantes de su ingenio era fustigando y zahiriendo a los que se encontraban en la cima del arte, de las letras o de la política. Lo mismo que las cúspides o fastigios atraen los rayos, los dardos de don Jocundino no se disparaban mas que sobre los hombres cumbres, los “capigorrones”, que él decía.

La envidia es la pasión más difícil de desterrar del alma de un escritor, y más, en general, de un artista cualquiera que vive del público. La envidia crece proporcionalmente al mérito del envidiado; mas cuando éste está muy alto, la envidia del de abajo se santifica, y es algo noble que tiende a la emulación y tiene el perfume de un tributo. La envidia es tanto menor cuanto mas cerca se halla el envidiador del envidiado. Pero, en cambio, lo que en cantidad pierde, gana en intensidad y acometividad. Los más próximos al envidioso serán los mas odiados y combatidos. Pero donde la envidia reviste caracteres de ferocidad extrema es en los incapaces; ser blanco de la envidia de los capaces es siempre algo envidiable.

Desapareció de la escena de Arenas del Mar aquel diputado protector de don Jocundino; pero como ya éste, que era un lince, se había granjeado la estimación y la confianza de don Cosme, pues cauto, servil, dúctil y adulador le servía de recadero, de amanuense y de tapadera para sus ocultos trapicheros de truecamujeres y para sus pecaminosos escarceos por el vedado ajeno, y como a todo esto se añadía que había demostrado rara habilidad para zurcir expedientes, simular cuentas, improvisar libros de actas, falsificar certificaciones y otros variados menesteres de la ciencia del balduque, en su rama administrativa-municipal, el alcalde lo retuvo a su lado como instrumento indispensable e insustituible a su cacicazgo y a su salacidad. Y don Jocundino, impotente para una nueva salida en busca de la ínclita señora doña Fama, escarmentado y vejado en su interior por la infructuosidad de la primera, se resignó a vegetar el resto de sus días en aquel pueblo, donde por lo menos tenía la pitanza segura, sin tener que andar trotando calles para la búsqueda de un problemático café con media, y distraía sus ocios, divertía sus murrias y aventaba el resquemo que le producían sus fallidos sueños de gloria entreteniéndose en lanzar pelladas-de lodo a diestro y siniestro. La Humanidad estúpida era la culpable de su fracaso e incomprensión, y él se vengaba a todas horas satirizando, ridiculizando y calumniando a sus componentes, individualmente o en grupos, conforme se terciara.

—¿Ha terminado usted el padrón del reparto vecinal?—preguntó el alcalde.

“—Sí, señor.

—¿Le habrá usted puesto la cuota máxima a don Juan Manuel?

—¡Claro está!

—¡Maldito don Juan Manuel! ¡Pues no me han fallado en contra en la Territorial el incidente sobre el embargo preventivo!—clamó don Cosme, dando un terrible puñetazo sobre el velador, que hizo bailar a la taza del café.

—Habrá sobornado a los magistrados. Es un bicho peligroso y de mucho cuidado don Juan Manuel. Su maldad y su taimería son ínsitas.

—¿Qué dice usted?

—Que son congénitas.

Don Cosme dió una furiosa chupada al puro, y a poco dijo:

—Hace falta reforzar los ingresos del Municipio, son muchos los gastos... ¡Es preciso inventar algún nuevo impuesto! ¿No podríamos gravar los huecos de los edificios: puertas y ventanas?

—Es un impuesto que prosperará difícilmente por ser ilegal. No me parece agible.

—¿Ilegal? ¡Qué tontería! Yo le tenía a usted por hombre de más talento... No hay nada ilegal, todo es cuestión de influencia. Precisamente es un impuesto que obligaría a rascarse bien el bolsillo a don Juan Manuel, es el que más casas tiene en el pueblo. Por eso estoy tan encariñado con este gravamen.

—Pero se uniría a los demás mayores contribuyentes y se alzarían contra el acuerdo edilicio.

—¡Que se alcen! Para algo tenemos un diputado. Ya haré yo que le escriba al gobernador, apretándole las clavijas, para que confirme el acuerdo. Nada, nada; hay que estudiar eso; usted es hombre de recursos, vea de darle forma...

—Como usted quiera. Yo haré cuanto pueda.

—Justamente el gobernador me escribe para que se le abone una carta de pago a un paniaguado suyo. Ya que uno le sirve, que él también sirva cuando llegue la ocasión.

—La Diputación aprieta; dicen que van a mandar un agente ejecutivo; debemos ya más de quince mil pesetas por contingente provincial, y aseguran que no tienen qué dar de comer a los asilados de la Beneficencia.

—Que recauden en otros pueblos. ¡Estaría de ver que fuésemos nosotros los paganos! Todo eso de la Beneficencia es música...

—El diario de la capital escribe en un artículo que, en proporción, el pueblo que más adeuda es el nuestro, y que precisa hacer un escarmiento...

—¡Y eso qué! Si nosotros debemos más es porque hemos podido pagar menos; el pueblo ha atravesado unos años pésimos—. Y don Cosme guardó un momento silencio, ufano de su medio perogrullada; a continuación añadió—. De todos modos escribiré al diputado Para que pare el golpe del agente.

Hubo otra pausa en la conversación Al fin, el secretario, revistiéndose de valor, insinuó su pretensión:

—Necesitaba pedirle a usted un favor...

—¡Hable!

—Quisiera que me diese diez duros...

—¡Diez duros!—interrumpió el cacique—. ¡Pide usted más que el fisco!

Aun cuando don Jocundino estaba ya curado de espanto, por su rostro oliváceo pasó una tenue oleada de rubor.

—Como estamos a fin de mes y no he cobrado aún más que veinte duros, de los cincuenta de mi sueldo del mes pasado... Y del mes anterior cobré también sólo veinticinco—se excusó, balbuciente.

—¡Sueldo! ¡Sueldo! Aquí nadie tiene sueldo ni cobra más que lo que yo considero equitativo pagarle, con arreglo al trabajo que ha efectuado. Eso de sueldos y nóminas son zarandajas administrativas, sin valor alguno...

—Es que tenía que hacer un pago—expresó humildemente.

—Bien, bien. Le daré los diez duros—condescendió, ablandándose, el zamborotudo alcalde—; pero hay que ser más económico. Me tiene abrumado con tanta petición de dinero.

—Gracias, don Cosme—dijo, agradecido, don Jocundino, cuya faz pleocrómica se animó.

El alcalde alargó un billete de diez duros a su secretario, que éste se apresuró a tomar y a guardar en las profundidades de uno de sus bolsillos. Don Cosme bebió, saboreándolo, un sorbo de café, dió con deleite otra chupada al habano y quedó contemplando beatíficamente cómo se deshacían y esfumaban las espirales del humo.

Don Jocundino, viéndole en tan plácida y arrobada disposición de ánimo, creyó el momento propicio para darle otro asalto, aunque no por cuenta propia; era una espinosa comisión que le habían confiado.

—Los recaudadores de los fielatos me han encargado que le diga que necesitaban cobrar algo a cuenta de sus atrasos.

—Pero ¿es que quieren que yo robe el dinero para dárselos?—repuso el alcalde, adoptando instantáneamente una actitud defensiva ante esta acometida.

Don Jocundino pensó: “Lo que quisiesen es que no robase usted tanto, para que quedasen algunas migajas para ellos"; pero no se atrevió a chistar.

—¡Que tengan paciencia! Con el reparto vecinal quizá se les pueda dar alguna cosa, si es que trabajan y recaudan más—manifestó don Cosme, dando otra furibunda chupada al veguero; en hablándole de entregar dinero perdía su beatitud ecuánime.

—¿Qué se miente por el pueblo?—preguntó a poco.

—Nada de particular. Se dice que don Juan Manuel ha dado ya el consentimiento para la boda de su hijo con Esperanza. Tenazmente se venía oponiendo a ella, pero al fin Quique, que, como siempre, hace de su padre lo que quiere, ha conseguido recabar la autorización. Se afirma que en seguida se van a correr las amonestaciones.

—¡Lástima de pimpollo! Pensar que se la lleva un zanguango desgalichado, bizco y zanquituerto... Ahora, que me río yo de la fidelidad que le guarde Esperanza... ¡Ji!, ¡ji!—Y don Cosme soltó el trapo de su risita rijosa, que hacía temblequear su abultado abdomen.

—La muchacha es un boccato di cardinale.

—¡De un cónclave entero, don Jocundino! Con aquella cara, con aquellos ojos, con aquel cuerpo, con aquellas...—A don Cosme se le hacía la boca agua y se le encalabrinaba el seso, catalogando las gracias de la bella.

—Y por ahí se runrunea que ella está por usted...

—¡Ji¡ji!—y don Cosme volvió a reírse más estruendosamente, lisonjeado en su amor propio de conquistador trasnochado—. ¡Tanto como eso! Si no fuese por esa arpía de doña Genoveva.... porque la chica admite varas, ¡vaya si las admite!, ¡ji!, ¡ji!, pero su tía necesita que se case con ese zangandungo, insípido y zonzo, para poner a flote su fortuna, que hace agua por todas las bandas, tapando los portillos con los emplastos de billetes de Banco de don Juan Manuel. Pero se casarán, ¡ji!, ¡ji!, y entonces, ya veremos... Ella maldito lo que le quiere, es natural, hasta le tiene que repugnar; un tipo que no tiene de ser humano ni la facha.

—¡Vamos, don Cosme! Por ahí se dice...

—No es verdad, ¡no es verdad! Y no por culpa mía, ¡ji!, ¡ji!, que yo he puesto de mi parte cuanto he podido, y con la tía Juana, la Cegata, que entra mucho en su casa, le he mandado más de cuatro obsequios, esquelas y recados, que la niña ha aceptado y oído sin hacer melindres... Pero ahora no quiere comprometerse; se le puede desbaratar el casorio... Más adelante no digo yo... ¡Por mí no ha de quedar! ¡Ji!, ¡ji!

—Esa chica va incombusta al matrimonio.

—¿Incombusta? ¡Ji!, ¡ji! ¡Tiene gracia! Pues no será porque sea incombustible, pero con ese alicáncano de Quique, ¿quién arde?

—Ya sé que no es incombustible, y acerca de esto mucho podría decir su primer novio... ¡Poco que dieron que hablar! No pondría yo mi mano al fuego por su incolumidad.

—¿Incolumidad?

—Calidad de incólume, o intactibilidad, calidad de intacta. Más habrá en ella de doncellazgo que de doncellez...

—¡No sea usted mal pensado!

—¿Yo mal pensado? Mucho la defiende usted. ¡Cuando yo digo!...

—¡No diga usted nada, don Jocundino!

—En fin, esas cosas esotéricas y recónditas conciernen a su futuro esposo, a quien algún amigo, que yo me Se piensa, relamiéndose de gusto, convertir ledamente en astado ciervo.

—¡Hombre, no está mal eso de astado ciervo! ¡Cómo se conoce que ha sido usted poeta! ¡Ji!, ¡ji!

En este punto se hallaban de la sabrosa plática cuando entró atropelladamente en la estancia donde se encontraban el tío Catano, Cayetano según su fe de bautismo, alguacil del Juzgado, pregonero del Concejo y fámulo de don! Cosme, todo en una pieza, hombre muy leído y “escribido”, ¡como que conocía al dedillo todas las novelas de Pérez Escrich!, el cual venía con el semblante sudoroso y demudado.

—¿Qué sucede?—interrogó, alarmado, el alcalde, al verle entrar de tal guisa.

A lo cual contestó el admirador de Pérez Escrich, cesando un punto en su jadeo:

—Que acaban de traer muerto, terciado sobre un rocín, como un costal de trigo, a Quique...

—¿Al hijo de don Juan Manuel?

—Al mismo, que vestía y calzaba. En cuanto me enteré, de una carrera me puse aquí, para comunicárselo. Parece que salió esta mañana a cazar codornices y se le debió escapar el tiro; lo cierto es que lo han encontrado en unos maizales, ya difunto, monstruosamente desfigurado, con la cabeza destrozada horriblemente por la perdigonada. Lo han traído unos guardas de los bancales de la Rambla. A abrir la puerta salió el propio don Juan Manuel; los guardas se descubrieron respetuosamente al verle salir, y en su muda y cariacontecida actitud revelaban de quién era el cadáver. Don Juan Manuel se abalanzó a su hijo, y al reconocerlo, se quedó como atontado, con los ojos desmesuradamente abiertos, mirándole con fijeza. Después, sin proferir un grito, sin pronunciar palabra ni exhalar un sollozo, cayó redondo a tierra, como a quien le parten el cráneo de un mazazo.

—¿Muerto también?

—No, señor. Lo metieron en su casa, y don Fabián ha conseguido volverle en sí; pero dicen que está como idiota, ni llora, ni habla, ni tan siquiera se queja.

—Se comprende, una impresión tan fuerte... Era su único hijo, su sola pasión, su ídolo—expuso don Jocundino.

—¡Ya era hora de que ese tío de don Juan Manuel recibiera un golpe duro!.

Esta fué la oración fúnebre de la oronda autoridad, que en su fuero interno, asociando la desgracia a sus deseos lúbricos, pensó: “Esperanza, viuda antes de casada, ¡ji!, ¡ji!”

A haber vivido don Pascual, y a haberse enterado de este ex abrupto de don Cosme, hubiera de seguro dicho, con la prevención y tirria que tenía a los apellidos patronímicos:

—¡Al fin, Pérez!

Epílogo

Aun vivió unos meses don Juan Manuel, después del rudo trance de la muerte de su hijo; estaba como alelado, transcurrían los días enteros sin que se oyese el metal de su voz, hasta que una mañana, viendo que tardaba en abandonar su dormitorio, entró una vieja sirvienta a llamarlo y se lo encontró muerto en su cama. Murió intestado, y en el abintestato fué proclamado único heredero su sobrino Toñín.

De este modo fueron a parar a Rocío y a Toñín la fortuna de los Alcor, con su casal hidalga, que a aquélla debiera haber correspondido, y los bienes que dejó a su muerte el padre de Toñín. Y es que al cabo de los años mil, vuelve el agua por de solía ir. Naturam expellas furca, tamen ipsa recurret, que diría don Tomás, tan docto en humanidades como largo en caridades. Y el que pretende variar a las aguas su cauce natural, pierde el tiempo y otras cosas de más monta. Esta es la moraleja de nuestro relato, que cada cual se la aplique, y si para alguno no resultase de su agrado, que saque otra a su gusto...

El bondadoso matrimonio, enriquecido merced a esta herencia inesperada, no se infatuó con su nueva posición, ni hizo mal uso de sus bienes. Rocío, atendiendo las frecuentes indicaciones del virtuoso don Tomás, acudía solícita a socorrer cuantas necesidades le señalaba éste, y era la providencia y el paño de lágrimas de todos los pobres del lugar.

Esperanza perdió todas las que abrigaba con la muerte de su novio, y un buen día desapareció de su domicilio. Comprendiendo lo difícil que le sería encontrar un marido, con las hablillas que su conducta desenvuelta había provocado en sus dos noviazgos, y no estando dispuesta, además, a matrimoniar con un palurdo que casi no conociese al Rey por su moneda, decidió fríamente “echarse al barro”. Se supo que estaba en la capital, con don Cosme. Doña Genoveva, al enterarse, decía, muy indignada, a todo el que la quería oír:

—Y para hacer eso, ¿para qué tenía que fugarse de mi casa?

De barragana de don Cosme estuvo algún tiempo; después volvió a levantar el vuelo, se aseguraba que se la había llevado a la corte un banquero de la capital.

Doña Genoveva acabó sus días viviendo poco menos que de limosna, de lo que le enviaba Rocío. “A la ramera y al juglar a la vejez les viene el mal.”

Don Sebastián continuaba enamoradísimo de su gentil costilla; en la casa, la seguía por todos lados como un cirineo.

—¡Una esaborivión! ¡Qué pasmarote!—según decía doña Asunción.

En la calle la llevaba fuertemente cogida del brazo, como si temiese que se la fuesen a arrebatar.

Si le recordaban ahora sus disertaciones sobre la glándula pineal, afirmaba que aquéllas eran cuentos tártaros, y que únicamente asomándose al abismo de unos ojos negros es como se pueden columbrar las grandezas de la Creación y de la eternidad.

Doña Asunción lo dominaba por completo, bien que de esta dominación hacía un uso razonable y moderado. Tenían una nena, fruto de bendición de su enlace, y don Sebastián estaba a punto de perder la chaveta con aquella futura Eva, ¡quién lo hubiese dicho!; él era quien hervía la boquilla de goma del biberón, preparaba éste y se lo daba cuidadosamente a la pequeña, pues en nadie consentía delegar esta importante misión, ni aun en su misma esposa; él quien a media noche se levantaba a pasear y mecer a la criatura, que era un canario de alcoba muy cantarín, especialmente a horas intempestivas; y él quien le mudaba los pañales, cuando el bebé atentaba contra su inmaculada blancura, atentados sumamente frecuentes en tan pequeños seres. ¡Nadie lo hubiese supuesto años antes! La vida parece que tiene el prurito de mofarse de nosotros, haciéndonos caer en contradicciones, amar hoy lo que aborrecimos ayer, opinar ahora de modo diametralmente opuesto a como opinamos antes, cual si quisiera demostrarnos la inestabilidad y falta de fijeza de nuestros juicios. Por eso, lo más sabio es no formar opinión de nada, así no hay medio de equivocarse, y de formarla, formarla siempre mala, con lo cual hay más probabilidades de acertar, según asevera el bilioso don Jocundino.

Y colorín colorado, que esta novela se ha acabado, y el que quiera saber más, que a Salamanca vaya a aprender.


Publicado el 4 de julio de 2021 por Edu Robsy.
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