Enviar a Pocketbook «Al Cabo de los Años Mil...», de José María de Acosta

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  Novela.
215 págs. / 6 horas, 17 minutos / 522 KB.
4 de julio de 2021.


Fragmento de Al Cabo de los Años Mil...

Fué pocos meses después de la muerte de la madre del acongojado Toñín, cuando una mañana invernal, a la salida de misa, se cruzó la afligida mirada de él con la triste y resignada de ella. Desde aquel venturoso encuentro, Rocío y Toñín se amaron, se amaron con el ímpetu de sus juveniles corazones, con la lealtad de sus almas buenas y con el furor de quienes ven su amor combatido y acorralado. Porque desde que don Romualdo conoció la nueva de los amores de su hija, y la conoció por su esposa apenas nacidos, se opuso tenazmente a ellos, sin que las súplicas de Rocío, las advertencias de su cuñado Pascual, una vez que por acaso lo encontró en la botica de don Atilano, ni los consejos de algunos buenos amigos, le hiciesen ceder un ápice en su oposición. Y en aquella inquebrantable repulsa al pobre Toñín, mantenida con sin igual testarudez, Rocío veía la mano oculta de su madrastra, que en esto, como en todo, manejaba a su completo antojo a su mando. Sí, era la encubierta saña, envuelta en melosas palabras, con que su madrastra la perseguía, desde que en mal hora pisó aquella casa. Doña Genoveva, la madrastra, lozana, mandona, absorbente, movía a su marido, anciano y valetudinario, como a un polichinela. Don Romualdo, que sentía por su esposa una pasión senil, había abdicado en sus brazos de todo su albedrío y autoridad. Era ella quien regentaba la casa y quien imbuía en su marido sus aviesos pensamientos y pasiones, absorbiéndolo por entero. Ella, y nada más que ella, la causante del desamor que el padre demostráis por su hija. Ella, la que en tantas ocasiones la indispuso con el autor de sus días e infundió a éste la animadversión que le tenía. Rocío, que tanto había sufrido en silencio, se rebeló por vez primera cuando se trató de sus amores. Hasta ahí podían llegar... Entre el padre y la hija hubo con tal motivo varias escenas violentas. Doña Genoveva, con hipócritas palabras, que más exacerbaban al iracundo y autoritario anciano, procuraba aparentemente disculpar a la rebelde, aunque teniendo buen cuidado de dejar de paso sentada su culpabilidad y sin perjuicio de atizar más tarde el fuego de la ira paterna con intencionadas falacias. Don Romualdo se manifestaba en cada trifulca más encolerizado y furibundo, encizañado por su costilla. Rocío mostraba respetuosa firmeza, encontrando alientos en su bien arraigado amor para resistir el imperativo mandato. Hasta que llegó el rompimiento hacía una semana; su padre la amonestó con expulsarla de su casa si tornaba a ver al novio, y Rocío leyó en la fría mirada del viejo, la firme resolución de ponerlo en práctica. La joven, amedrentada, estuvo toda la semana, que una eternidad le pareció, sin ver a su Toñín. Mas las cartas de éste, que un zagalón, criado de la casa, sobornado por Toñín, le entregaba ocultamente, eran tan apenadas y apremiantes, que Rocío decidió salir aquella noche un momento al callejón, ya que por las ventanas de su casa era imposible que hablasen sin ser vistos, para pedirle que tuviese paciencia y esperase. Y esta fué la causa de la furtiva salida nocturna, tan felizmente llevada a término. Esperó a que su padre marchase a la botica, y cuando juzgó que su madrastra estaría ya acostada, salió recatadamente por la puerta excusada de la casa, para cambiar aprisa con su amado, esas ardientes palabras y esos eternos juramentos y protestas que desde Adán a nuestros días se vienen prodigando los enamorados, que la ciencia amatoria es bien antigua y en ella no caben progresos. Y una vez más se comprobó que contra el amor no caben absurdas prohibiciones.


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