El Aglutinante de los Matrimonios

José María de Acosta


Cuento


I
II
III

I

Saloncito confortable y lujoso.

Rafael (treinta años, mediana estatura, cuerpo fornido, rostro afeitado por completo, mirada imperiosa y labios generalmente plegados en un gesto desdeñoso) fuma un pitillo para matar el tiempo y ve distraídamente cómo se elevan las espirales del humo.

Juanita, su mujer (veintiséis años, alta, delgada, arrogante, con las facciones correctas y agraciadas y el semblante un poco pálido), contempla melancólicamente y en silencio a su marido.

El, poniéndose en pie, incapaz de soportar más tiempo el aburrimiento, rompió el pesado silencio exclamando:

—¡Me voy!

—¿Ya?

—Ya!

—¿No comes conmigo?

—No; me es imposible. Comeré en el Círculo con Raimundo Herrero; quedamos ayer citados para tratar de un asunto importante, y durante la comida hemos de hablar.

—Bien—pronunció ella resignadamente.

—No me esperes; volveré tarde, y me contraría encontrarte aún levantada esperándome... Parece como si hicieras centinela para espiar la hora a que regreso.

—Ya ves; yo creía que te sería agradable: por eso lo hacía, no por lo que malignamente supones. Y también porque el sueño huye de mis párpados sabiendo que no te encuentras en casa.

—Ñoñerías—dijo él con impaciencia.

—Bien, descuida; si te molesta, no te esperaré más.

Y Juanita, no pudiendo reprimir más tiempo las lágrimas, comenzó a llorar en silencio.

—¡Eres insoportable con ese llanto continuo! Cuando una persona siente verdadero dolor no hace de él ostentación. Les grandes douleurs sont muelles.

—¿También te molesta que llore?

—¡También!

—Así sois los hombres de egoístas. Que suframos no os importa; si os importase no destrozaríais nuestras vidas. Pero que demos señales de este sufrimiento, ¡ya es otra cosa! Ante vosotros, porque siempre es desagradable vivir en las inmediaciones del dolor y pudiera además despertar vuestros remordimientos. Ante los demás, por el qué dirán.

—Por mí, puedes llorar todo lo que gustes y donde te plazca. ¡El grifo de las lágrimas lo tenéis tan flojo!... Sabéis gritar y gemir, mas no sentir hondo. Los hombres somos de otro modo. Podemos llevar el corazón deshecho; nadie lo conocerá en nuestro rostro. Tenemos el orgullo, el coraje de nuestro dolor.

—De orgullos y de corajes sí que entendéis mucho. De amores y lágrimas sólo entendemos nosotras. ¡Que no sabemos sentir! ¡Y hemos sido creadas para el dolor! ¡Si hasta cuando el cielo nos da sus dones más benditos, cuando nos hace madres, es entre sufrimientos! ¡Que no sabemos sentir! ¿Sois vosotros los que sabéis? Vosotros, que tenéis la cobardía del dolor, que huís de él como de un apestado, que no reconocéis otra ley que la de vuestro placer o la de vuestro capricho... ¿Dónde vista un herido cuya sangre era preciso restañar, un enfermo que era necesario velar o un afligido que debía ser consolado, y no encontraste a su lado una mujer? El rito del dolor no tiene más que sacerdotisas: madres, esposas, hijas o hermanas de la Caridad.

—Menos en los dolores de muelas, en que no hay más sacerdotisa que el dentista.

—¡Qué chistoso! El ingenio es de las pocas cualidades buenas que os reconoce mamá. Cuando el corazón no os dice nada, cuando el cerebro no os proporciona razones que oponer, salís del paso gracias al ingenio, que cubre vuestra insubstancialidad con su arlequinesco y pomposo ropaje. ¡Tiene razón mamá!

—Con ella habrás ensayado esta escenita.

—¡Pobre mamá!

—En vez de preocuparse tanto de nosotros, podía hacerlo de su marido, que se encanalla y arruina con una ex cancionista: la Gonzalito.

—Si se arruina, de lo suyo gasta.

—¿Te ofende?—preguntó irónicamente él.

—¡Sí! ¡Me parece que no eres tú el más indicado para residenciarlo! Mi madre, con ser su esposa y tener su genio, no mancha nunca sus labios con esos términos; conque en los tuyos...

—¡Cómo le defiendes!

—Papá es bueno en el fondo; tiene la inconsciencia del mal que hace... Como quiero creer que la tienes tú.

—¡Yo soy un mostruo!

—¿Monstruo? No. Eres un hombre, y con eso basta. Mi padre piensa que no hace daño; le celebraron siempre estas gracias. Tú piensas que yo, por ser tu mujer propia, tengo obligación de sufrir el que me haces. ¿Qué más da la Conzalito o la...?

—¡Calla!—pronunció Rafael violento.

—¿Te ofende?—preguntó ella con sorna, devolviéndole la ironía.

—Sí, me ofende que juzgues con ligereza y con injusticia a quien no conoces más que de referencias. Como me ofendería de cualquier otra...

—¿Digo que te ensillen el Rocinante, señor desfacedor de entuertos?—inquirió Juanita, burlona.

—¿Crees tú acaso que la virtud y la honestidad están vinculadas en las mujeres de tu clase?

—En nosotras no hay nada vinculado—contestó ella, poniéndose seria—; ni aun los amores de nuestros esposos, que debieran de estarlo...

—Por lo mismo que las artistas, como esa a que tú calumniosamente te referías, están más galanteadas, más asediadas, son más dignas de estimación las que permanecen honradas.

—A nosotras no nos corteja nadie. ¿Para qué? Si alguno, por equivocación, se aproxima, no tarda en alejarse al darse cuenta de su error.—Y tras una pausa, añadió:—Rafael, no seas así; tú eres bueno; vuelve a ser el Rafael de antes, el de nuestros amores, el que tantas veces me juró cariño eterno...

—Tus celos son ridículos. Yo sólo siento admiración por el arte de la mujer que tú supones, como por el de otras muchas.

—¿Nada más, Rafael?

—¿Tú qué entiendes de arte?

—Nada. Es cierto. Ella entenderá de arte y de artes... Yo sólo entiendo de quererte ¿Qué prefieres, Rafael?

—Ese dilema estúpido no se le ocurre plantearlo más que a una imaginación como la tuya.

Hubo unos minutos de silencio, que al cabo rompió ella.

—Rafael, vuelve a mí—y, lagotera, lo miró mimosa—. ¿Te empalagan ya mis caricias? Te las suministraré en adelante con cuentagotas...

El consultó el reloj, y al ver la hora, se puso más impaciente.

—¡Las siete ya, puñema! ¡Vamos, basta de bobadas! Te dejo, ¿sabes? Raimundo me estará esperando.

—¡Raimundo!—exclamó ella, tornando a llorar calladamente.

—¡Raimundo, sí! ¿Otra vez con tus llantos? ¡Esta mujer mía, siempre en mártir, es desesperante!

Y dicho con rabia esto, dirigióse despacio hacia la puerta de la estancia.

—Es que tu indiferencia me atormenta, Rafael, y sin querer, se arrasan mis ojos en lágrimas... Ya sé que cada reproche, que cada queja mía, te aleja más de mi lado; pero tengo el corazón tan anegado en amargura, que, a mi despecho, sale a mis labios lo que ya no cabe en él. Mas como no quiero que tus desdenes, amasados con mis lágrimas, sirvan para fabricar un muro que separe parí siempre nuestras almas, en adelante procuraré, aunque tenga el corazón lacerado, que la sonrisa asome a mis labios.—Y haciendo por serenarse, añadió:—¿Ves? Ya no lloro; mira...

Pero Rafael, impasible, continuó andando, sin dignarse mirar siquiera, y al llegar a la puerta, volviendo a medias la cabeza, se despidió con un lacónico ¡adiós!

—Adiós—contestó su esposa con acento impregnado de profunda tristeza.

Juanita quedó unos minutos ensimismada. Las lágrimas rodaban lentamente por sus marfileñas mejillas, sin que se diera cuenta de ello. Tenía la mirada clavada con inusitada fijeza en la puerta por donde transpuso su marido.

Rosalía, su doncella de confianza, la sacó de su abstracción penetrando en el gabinete y preguntándole:

—¿Se marchó ya el señor? ¿Está usted sola, señorita?

—¡Sola!—respondió Juanita con infinito desconsuelo, enjugando su llanto.

Mas en esto, un precioso querube de unos seis años, con los ojos llenos de inteligencia y viveza y las guedejas rubias alborotadas, que tras las faldas de la sirvienta venía escondido, presentóse ante los ojos de la acongojada señora, exclamando alegremente:

—¿Sola? ¡Es que yo no soy nadie, mamá!

Juanita lo tomó entre sus brazos y lo acunó en su regazo, comiéndoselo a besos.

—Tienes razón, rey mío; teniéndote a ti, ¿qué me importan los demás?—expresó tiernamente la señora, dando tregua un instante a sus caricias.

—¿Lloras, mamaíta?—inquirió Jesusito al sentir en su rostro la humedad de una lágrima.

—No, hermoso.

—Sí, sí; llorabas; no lo niegues.

—Sería de alegría al sentirte junto a mi corazón.

—¿Se llora de alegría?

—También se llora de alegría, rico mío.

El niño quedó unos momentos pensativo.

—¡Qué raro!—dijo al cabo—. Pues mira, mamaíta, yo no quiero que tú llores ni de alegría tampoco.

—¡Cielo mío!

II

—¿Qué te pasa, hija mía? ¿Jesusito?

—Jesusito está malillo; pero, gracias a Dios, no es nada que inspire cuidado: un catarrillo sin importancia.

—¿Entonces...?

Juanita guardó silencio. Doña Martirio, la autora de sus días, después de esperar en vano la respuesta a su interrogación, dijo:

—Hija mía, es tonto que te esfuerces en ocultarme lo que pasa por tu alma... ¿No ves que yo sé leer de corrido en ella?... Si te conozco mejor que tú misma te puedes conocer... En el abandono, en la frialdad de tu padre, busqué refugio en tu corazón desde que eras un cominillo gracioso... ¡Mira tú si lo conoceré!... Es, por lo tanto, completamente inútil que trates de fingir conmigo... Adivino tu sufrimiento... Las madres podremos no adivinar las alegrías de nuestros hijos, pero sus dolores... ¡Sus dolores los sentimos casi a la par que ellos!... No seríamos madres si no... ¿Qué te pasa, hija mía? ¿Qué nueva trastada te ha hecho el botarate de tu marido?

—¡Mamá!—pronunció Juanita, arrojándose, deshecha en llanto, en los brazos de su madre.

—Vamos, cálmate, hermosa mía. Cuéntamelo todo. ¿Qué te sucede?

—Rafael... Rafael que me desdeña, que me desprecia, que me odia... Esa tiple del Lírico, la Requena, le tiene sorbido por completo el seso... Ya no se cuida ni de guardar las apariencias; lleva dos días sin parecer por esta casa...

Juanita refirió a saltos la infidelidad del perjuro y sin parar, trémula, de sollozar.

—¡El muy canalla, el bribón, el grandísimo sinvergüenza! ¡Hacerle sufrir a esta niña! la este ángel!... ¡Irse detrás de cualquier pelandusca, teniendo una mujer tan guapa, tan buena, tan angelical, tan cariñosa, tan discreta!... ¿Pero dónde tendrán la conciencia y el gusto los hombres?... A mí ya me había dado algo en la nariz. ¡Con la costumbre que he adquirido de sorprendérselos a tu padre, olfateo a la legua los "líos" de los hombres casados!... ¡Ahora, que va a tener que oírme! ¡Le he de cantar las cuarenta bien clarito!

—Mamá, ¡por Dios!, no le digas nada; considera...

—Tienes razón, hija mía; sería peor... ¡Pero si vieras la violencia que tengo que hacerme para callar! ¡Sólo por ti soy capaz de imponer a mi genio este sacrificio!... No te apesadumbres, no te acongojes; no lo merece... Los hombres son así; ésta es su única justificación; son así, así de malvados. Lo da su sexo, y así hay que tomarlos o que dejarlos... Claro es que lo mejor sería dejarlos; pero somos tan incautas cuando tenemos pocos años, que apenas ellos nos dicen "¡Envido!", nosotras nos apresuramos a contestar "¡Quiero!"... ¡Que se me acercaran ahora! Pero jovencitas, nos engatusan con el cebo de sus palabras engañosas... Y ya que somos suyas no nos queda otro recurso que resignamos a sufrir... ¡Que el corazón de la esposa, como el de la madre, han de tener una capacidad inmensa para su sufrimiento!

—¡Qué triste es la vida, mamá!

—¡Tú qué sabes aún, pobre niña, si éstas son las primeras espinas con que te punzó el desengaño! La vida es amarga para nosotras, no porque siempre lo sea en sí, sino porque ellos se complacen en hacérnosla.

—¿Y no hay más que someterse?

—¡Qué otro recurso queda! Rebelarse sería mezclar al dolor la vergüenza y el deshonor. ¡Y eso nunca!

Hubo una pausa.

—La otra tarde, en casa de la marquesa—prosiguió doña Martirio con intención marcada—, me fijé en que Luis Cabrera, tu pretendiente cuando aun eras una mocosa, no te quitaba ojo.

—¡Mamá!

—Quiero que sepas que entre Rafael y Cabrera, si hay alguna diferencia, la ventaja está de parte de tu marido. Cabrera, después de seducirla, abandonó a una pobre muchacha.

—No sigas, mamá; conozco la historia.

—Deseo refrescarte la memoria.

—No es preciso.

—Pero es conveniente. Con él tonteaste cuando empezabas a vivir, y es fácil que ahora, viéndote triste y abandonada, haya pensado que eras materia propicia para una aventurilla sin consecuencias... Estos infames son muy duchos en explotar el dolor femenino para satisfacer sus concupiscencias... ¡Y esto, con mi niña no!... Como te iba contando, aquella infeliz, viéndose abandonada, se suicidó. Después, Cabrera...

—Te ruego que no continúes, mamá. Es inútil. Cabrera no me inspira ni la menor simpatía.

—Celebro que así sea, porque es un truhán avezado a rendir virtudes sólo por el placer de rendirlas... Y créeme, entre tu marido, Cabrera u otro cualquiera, no hay diferencia sensible, todos son iguales, a todos se les puede medir con el mismo rasero... Buscar la constancia y la fidelidad en el hombre es como buscar una aguja en un pajar... No persigamos quimeras ni nos expongamos a nuevos desengaños... Ya que no tenemos más remedio, toleremos a los legales; mas no nos pongamos en el caso de tener que soportar a otros con todos sus inconvenientes y ninguna de sus pequeñas ventajas... Cuan do menos, que nos quede el derecho de quejarnos, de poderles reprochar su conducta con la frente muy alta. ¡Consuela tanto estar en posesión de este derecho de pataleo! ¡Sin él, yo hubiera estallado como un triquitraque hace ya tiempo! ¡Y, sobre todo, no perdamos el sagrado derecho de despreciarlos, de que nos sepamos superiores a ellos!... ¡Si yo no hubiera poseído este derecho, si yo me hubiera tenido que considerar igual o inferior a mi esposo, hubiese muerto del asco que el contemplarme me causaría! Desecha cualquier tentación, cualquier mal pensamiento de venganza, de desquite... ¡No es que tu marido se merezca que seas buena, es que te lo mereces tú!

—Mamá, me parece que predicas a una convencida; no necesitas esforzarte...

—Sí, sé que puedo estar tranquila. Mas cuando una mujer es joven, bonita, está triste, tiene por marido un títere y el demonio ronda a su alrededor, no está demás recordarle ciertas cosas...

—Puesto que tan bien decías conocerme, debías juzgar que era completamente ocioso...

—Te conozco y sé que eres buena, hija mía; pero, como he pasado por ello, sé también lo peligroso que es tener a nuestro lado un mentecato... Mas tienes razón: tú eres de las que han nacido honradas y honradas han de permanecer, por muy escarpada y dificultosa que sea la senda que en la vida deben recorrer. ¡Eres como tu madre! A lo menos tuve la suerte que no le salieras en lo moral a tu padre, ¡que no fué pequeña! Porque si le llegas a salir... ¡estábamos frescas!

—Mamá, considera que es mi padre.

—No merece serlo.

Largo rato continuaron departiendo de esta suerte madre e hija: Juanita, dando rienda suelta a su pesar y a su amargura; doña Martirio, mezclando a sus acostumbradas execraciones contra todos los hombres en general, y contra su esposo y su yerno en particular, sanos consejos para su desgraciada hija.

Despidiéronse al cabo, y doña Martirio marchóse, no sin antes pasar a besar a su pequeño nieto, que, ligeramente acatarrado, hallábase en cama.

En el portal de la casa, doña Martirio encontróse con el doctor Hidalgo, amigo íntimo y médico de la familia, que venía a visitar al enfermito.

Saludáronse con afecto, pues la señora hacía una excepción del galeno en su aversión al sexo fuerte. Al viejo doctor no le había conocido amoríos más que con la Ciencia. Hidalgo era una buena persona, un amigo leal, y gozaba del aprecio y de la confianza de la gruñona doñ Martirio.

—¿Qué tiene el niño?—preguntó el médico.

—Nada, doctor; un catarro sencillo. Algo de tos, sin fiebre.

—Más vale así. ¿Y Juanita?

—Mucho más me preocupa ésta que su hijo.

—¿Pues qué le pasa a la madre?

—Su dolencia no es de las que curan ustedes—expresó doña Martirio, franqueándose con el amigo—. Mi hija es otra víctima de esa terrible enfermedad que se llama el esposo. ¡No hay morbo más dañino!

—Nubecillas ya.

—Nubarrones, doctor. Mi yerno, que ha salido de la cáscara amarga. Le da por la carne de tablado, lo mismo exactamente que a mi pobrecito marido. Y ésa es enfermedad que no tiene cura, ¿verdad, doctor? Mire usted mi esposo: treinta años lleva rodando por los escenarios y por los camerinos de las artistas, y aun no se ha cansado de colorete... ¿Pero de qué pasta estará formado ese bicho que se llama hombre, doctor?... Y usted perdone...

—¡No hay de qué, señora!

—A usted no lo considero nunca como hombre, sino sólo como médico.

—De todo tengo, amiga mía. Y no se apure por su esposo: ya se cansará.

—Por mí ya puede seguir hasta que lo entierren; me tiene sin cuidado. la todo se acostumbra una! ¡Mi pobre hija es lo que siento ahora! Es joven, linda y buena. Merecía otra suerte. ¿Qué no diera yo por evitarle esas amarguras que tan bien conozco?

—Todo tiene arreglo en este mundo, y pronto pasará la nube. Además, tienen a Jesusito, y los hijos, según mi modesta opinión, ya lo sabe usted, son el verdadero "aglutinante" de los matrimonios.

—Pero hay matrimonios, como el mío, que ni con "aglutinante", doctor.

Rióse éste de buen grado.

—¡Quién sabe!—dijo—. Quizá si ustedes no tuviesen a Juanita sus diferencias fuesen más hondas.

—¿Más hondas? ¡Imposible! ¡No las llenaría un Mississipí!... Oígame, doctor, usted que es de lo poco decentito que existe en el ramo masculino...

—Mil gracias, señora—interrumpióle, sonriendo, el galeno.

—...y que—continuó la dama—tiene bastante amistad y ascendiente sobre el imbécil de mi yerno, ¿por qué no le habla como cosa suya y procura apartarlo de esa amistad—de algún modo habrá que llamarla—peligrosa?... De la Requena, en pocas palabras.

—Me parece, amiga mía, que no hay motivo para que se alarmen ustedes. Entre Rafael y esa tiple no hay nada serio.

—Ya sabe, doctor, que no soy de las que comulgan con ruedas de molino. No me haga perder la opinión que de usted tengo formada.

—De todos modos haré lo que pueda, señora. Pero confíe, sobre todo, en el "aglutinante".

—Ya le he dicho que hay maridos que ni con "aglutinante".

—Subo a ver a Jesusito.

—Adiós, doctor.

—Adiós, amiga mía.

III

Jesusito se halla convaleciente de su insignificante catarro. En realidad, Jesusito está ya perfectamente; pero su madre, por un exceso de precaución, ya que el tiempo es crudo, no lo deja salir de su alcoba. Y Jesusito se aburre lamentablemente pasando las hojas de un libro de estampas, sentado junto al balcón.

Entra Juanita a ver cómo se encuentra, y el niño observa huellas de llanto en sus bellos ojos. Jesusito lleva unos días en que está cansado de sorprender lágrimas en los ojos de su madre, e igualmente está cansado de preguntarle por qué llora y de que le conteste que no llora.

Jesusito, sin saber por qué, relaciona la tristeza de su madre con la ausencia de su padre, a quien hace días que no ve.

Por eso, decidido a saber a qué atenerse, en cuanto su madre se marcha pregunta a Rosalía, la criada puesta a su cuidado:

—¿Dónde está papá, que no viene a verme?

—Tu papá se debe haber perdido—contesta la doncella malhumorada.

—¿Y por qué llora mi mamá?

—Por eso, porque tu papá se ha perdido.

El papá de Jesusito lleva, en efecto, cuatro días sin parecer por casa. ¡Tanta admiración siente por el "arte" de la Requena!

Jesusito queda pensativo ante esta extraña noticia de que su papá se ha perdido; él juzgaba que su papá no podía ya perderse.

De pronto, Jesusito arroja lejos de sí el libro de estampas; es que acaba de concebir un plan audaz. El buscará a papá hasta encontrarlo, y lo traerá a casa para que su mamá no llore más. El está dispuesto a luchar con gigantes, ogros, trasgos y duendes, si son seres de alguna de estas castas los que retienen a su papá y le impiden venir a su hogar. El saldrá victorioso de estos singulares combates, rescatará a su papá y entrará triunfalmente en casa trayéndole de la mano.

Jesusito conoce muchos cuentos en que un príncipe arrojado y gallardo llega al castillo en que permanece encantada la hija del rey, mata a su feroz guardián, desencanta a la princesa y vuelve con ella a la corte del soberano, quien, agradecido, se la otorga por esposa.

Jesusito, como en estos cuentos, está dispuesto a cortar a cercén, de un solo tajo, la cabeza del carcelero de su padre, y una vez libertado éste, lo conducirá a casita. Y si a su papá no le impide nadie volver a casa y no vuelve, sencillamente, porque, como dice Rosalía, se ha perdido, recorrerá el mundo entero hasta dar con él. Aunque, a decir verdad, al chico le ilusiona bastante más el primer supuesto, por ser más dramático, que el segundo. La lucha con el guardián de su padre, sobre todo el quedar triunfante, como forzosamente quedaba siempre el paladín de la virtud en sus cuentos, tiene grandes encantos para Jesusito, cuya fantasía se representa ya una escena como la que ha oído referir de la muerte del gigante Goliat por el joven David.

El chico, que es una imaginación despierta y soñadora, un espíritu inquieto y aventurero y un corazón nada pusilánime, se decide a la empresa, y aprovechando un descuido de la doncella encargada de su vigilancia, toma el portante y se lanza a la calle.

¡Ya va Jesusito camino de la aventura! ¡Sin abrigo, a cuerpecito gentil en aquella tarde tan desapacible, cuando su madre con tanta precaución y solicitud lo tenía recluido en su habitación y mantenía ésta a un temple conveniente y constante!

El niño anda y anda. De una calle pasa a otra, y de ésta a una tercera, hasta que acaba por extraviarse. Va mirando las caras de los transeúntes con quienes se cruza para ver si son la de su papá.

Jesusito lleva varias horas ambulando por la populosa urbe, sin dar con su papá, y empieza ya a cansarse y a descorazonarse de encontrarlo.

Al atardecer, una llovizna fina, de esas que llaman calabobos, comienza a caer. El niño sigue andando, mojado y escalofriado, hasta que rendido por completo y aspeado concluye por tomar asiento en un banco de una plaza pública. Nuestro pequeño aventurero no tiene ni la más remota idea de dónde se encuentra. Está calado hasta los huesos y tiene frío, mucho frío, y cansancio, mucho cansancio. Y, además, tiene miedo, un miedo irreflexivo y pavoroso, un miedo vergonzoso e impropio de un héroe por diminuto que sea; pero es que Jesusito ha salido dispuesto a combatir con brujas y gigantes, que no ha encontrado por parte alguna; mas no con las sombras de la noche, que principian a llegar.

Jesusito, a pesar de sus arrestos, termina por confesarse que las tinieblas son una cosa muy seria. Este juicio acaba de dar al traste con su ya quebrantada entereza; así es que apenas formulado, Jesusito comienza a llorar de un modo lamentable y a llamar a su mamá a gritos.

Varios viandantes se aproximan, un guardia entre ellos, que interroga al niño. Venturosamente, entre los curiosos que han acudido se halla el doctor Hidalgo, que casualmente pasaba por allí, quien reconoce y reclama al chico.

—¿Qué haces aquí solo, Jesusito?—pregúntale el galeno.

—Voy buscando a mi papá, que se ha perdido—contesta el niño entre sollozos.

—¿Quién te dijo que se ha perdido?

—Rosalía, la doncella.

—¿Y con quién has salido?

—Con nadie: me he escapado para buscar a mi papá.

El doctor toma una manecita del muchacho, que encuentra helada y temblorosa. El pequeño está aterido.

—¡Vámonos a tu casa!—ordena Hidalgo.

—Lléveme usted donde esté mi papá.

Por la mente del doctor pasa una idea salvadora. Pues bien, sí, lo llevará con su padre, que debe encontrarse en el teatro Lírico, donde seguramente a aquella hora hay ensayo. Precisamente el teatro está situado a pocos pasos de allí.

El médico le coge de la mano; pero el pequeño no puede dar un paso; entonces lo toma en brazos, procurando abrigarlo y resguardándolo de la lluvia bajo su paraguas. Y con el precioso fardo se dirige al Lírico.

Con el portero del teatro envía aviso al padre del chico para que salga.

Jesusito va hecho una compasión. Los zapatitos y el delantal de casa los tiene empapados de agua y manchados de lodo. Los lindos bucles de su cabellera, despeinados y hechos greñas. El precioso rostro, plagado de churretes, producidos por las lágrimas. Cuando su padre sale y lo ve en tan deplorable estado, se alarma, temiendo alguna desgracia, y sobresaltado pregunta:

—¿Qué ha pasado?

—Nada grave hasta ahora—responde Hidalgo—. Me lo acabo de encontrar solo y llorando en la plaza de Platerías. Se había escapado de tu casa para buscarte, pues como no te veía, preguntó por ti, y la doncella le dijo que te habías perdido, y como no cesaba de ver llorar a tu mujer, se propuso encontrarte para devolver la tranquilidad a su madre. ¡Es todo un hombrecito! Coge un coche y llévatelo en seguida a casa; está helado y me temo que le vaya a dar fiebre. Ha estado varias horas errando, perdido por esas calles, y debe haber pasado mucho miedo y mucho frío. Y no sé si estarás informado de que está convaleciente de un catarro... Ya lo sabes: llévatelo a escape, que lo acuesten, le friccionen todo el cuerpo con alcohol, lo arropen y le den una taza de café con leche bien calentita para que reaccione; a la noche me daré yo una vuelta por allí para ver cómo sigue...—agregando, algo irónicamente:—Y ya ves como los padres no pueden perderse, pues se exponen a que sus hijos enfermen por salir en su busca.

El excelente doctor se marcha, y Rafael envía a buscar un coche.

Por primera vez el corazón de Rafael se angustia, pensando si por causa suya su hijo contraerá alguna grave enfermedad.

—Pero, Jesusito, ¿para qué te has escapado de casa?

—Para encontrarte y que mamá no sufra.

Su padre lo besa con ternura.

En tanto, en casa de Jesusito todo es inquietud y consternación. Juanita, loca de desasosiego, ha enviado a toda la servidumbre a buscar al niño, ha dado parte por teléfono a la Policía y no sabe ya qué hacer ni a qué santo encomendarse. ¡Santo cielo, dónde estará su hijito! ¡Y con aquella tarde y sin abrigo! Y Juanita, cuya intranquilidad no cesa de aumentar, se hace estremecida las más horribles suposiciones.

Al cabo siente un coche pararse a la puerta y corre a abrirla. Jesusito, excitadísimo y con la cara radiante, entra en la casa conduciendo a su padre.

—¿Ves, mamá, cómo lo he encontrado?—dice, dirigiéndose a Juanita—. ¿Verdad que ya no llorarás más?

Su madre, a quien la emoción no permite hablar, lo aprieta fuertemente contra su pecho.

IV

Varios días permaneció Jesusito entre la vida y la muerte, víctima de una pulmonía que pescó la tarde de marras. Al fin su naturaleza robusta triunfó del mal, y se inició una franca mejoría.

El doctor Hidalgo llega a hacer su visita cotidiana al enfermito. Doña Martirio lo recibe.

—¿Y el niño?

—Sigue mejorando; hoy sólo ha tenido ya décimas.

—Afortunadamente, me parece que ya podemos cantar victoria.

—Pase usted a verlo; sus padres están con él.

En el umbral del dormitorio del pequeño, el doctor se detiene y hace señas a la abuela para que no interrumpa la venturosa escena familiar que han sorprendido.

Jesusito, sentado en la cama, habla con sus padres, que a la vera del lecho y de espaldas a la puerta acarician al chico.

—Papá, ¿verdad que no te volverás a perder?—está diciendo Jesusito, dirigiéndose a su padre—. ¡Si vieses el miedo que pasé la tarde que salí a buscarte!

Bajo las sábanas, el niño se estremece a este penoso recuerdo.

—Estate tranquilo, hermoso mío—contéstale sonriendo Rafael—, que ya no me pierdo más.

Y mira amorosamente a su esposa, que entre lágrimas sonríe.

—¿Y ahora qué dice usted del "aglutinante", amiga mía? ¿Une o no une?—pregunta por lo bajo el galeno a doña Martirio.


Publicado el 4 de julio de 2021 por Edu Robsy.
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