El Morbo

José María de Acosta


Novela, novela epistolar



Prólogo

Andábame, cierta ociosa tarde, dedicado a la busca y caza de cualquier volumen de valía, en miserable baratillo de libros de viejo, cuando, revolviendo empolvadas revistas, del año de la nanita a no dudar, apiladas en un óstugo poco visible, mis manos tropezaron con dos libretas atadas juntamente por tosco bramante. Ostentaba la una tapas de hule negro y estaba forrada la otra con risueña cretona de llamativos colorines, entre los que predominaba el tono rosa.

Quitéles la atadura y vi, sorprendido, que eran dos manuscritos, de letra varonil el de cubierta de hule y escrito con caracteres femeninos él forrado de cretona. Los hojeé y pude cerciórame que contenían las dianas confesiones de dos corazones que, aunque distanciados por hados adversos, latieron próximos.

No necesité más para entregar al modesto librero las dos pesetillas que me exigió por la venta y marché a mi casa, con mi hallazgo bajo el brazo, más contento que unas pascuas.

Ya en mi despacho, leí reposadamente ambos cuadernos y comprendí que, mal o bien, con ellos podía formarse una novela, sin más trabajo que entremezclar las anotaciones de uno y otro Diario para que apareciesen por rigoroso orden cronológico. Así corno así, las dos Memorias se complementaban y esclarecían.

Puse manos a la tarea, que quedó reducida a una labor de ordenación y copia, y juzgando inútil la indicación en cada apuntamiento de si procedía de la libreta de él o de la de ella, ya que por su redacción o contexto el lector menos avisado habría de deducirlo, no me cuidé de consignar esta procedencia.

Faltaba únicamente el titulo, que no es cosa baladí, y prueba que no lo es fué que me tuvo algún tiempo suspenso y turulato. Pensé, incitado por los colores de los respectivos forros de ambos manuscritos, acordes en cierto modo con los estados de alma de sus autores, titular este libro Negro y rosa, pero el fantasma de Stendhal me lo impidió. ¿No se tomaría a tamaño desafuero elegir un título tan análogo al de una de sus gloriosas obras?

Pronto desistí de tal idea y, después de darle mil vueltas en el meollo a esta espinosa cuestión del rótulo, decídime a titularla EL MORBO, aunque, quizá, El morbo espiritual fuese más adecuado.

Ya conoces, caro lector, la sencilla historia de EL MORBO. Si ella te mueve a apiadarte un poco de tus semejantes dolientes y a disculpar sus extravíos y a atenuar sus faltas, daré por bien empleado el tiempo y trabajo que eché en ordenar y copiar los manuscritos que cierta ociosa tarde tropecé en una ínfima librería de viejo.


José María de Acosta

Diciembre 1928,

Primera parte

14 de noviembre

Hace pocas mañanas penetré, ligero y contento, en el tabuco que nos sirve de escritorio en la Oficina: una habitación angosta, baja de techo, sin luz directa ni ventilación, donde apenas queda espacio libre fuera de las seis mesas en que trabajamos otros tantos infelices covachuelistas. Está situada en el sótano del magnífico edificio que ocupa la Compañía, debajo de un reducido patio, y recibe únicamente claridad, una claridad lechosa y opalina, por gruesos cristales deslustrados situados en el techo. Luz «genital», según aseguró cierto opulento consejero, más romo que la punta de un colchón. Con frecuencia, excusado era decirlo, hemos de trabajar en pleno día con luz artificial. El aire se renueva por la puerta, que es como decir que no se renueva, sobre todo en invierno, en que ha de permanecer cerrada. ¡Qué mezquinas son estas grandes Compañías para todo lo que no sea la fantasmagoría que sirve para inspirar confianza a los accionistas o se utiliza de espejuelo para cazar incautos clientes! ¡Qué contraste tan irritante el que existe entre nuestro «despacho» y el del Director o los de los Consejeros!

En fin, aquella mañana me sentía optimista y venturoso. Como hacía tiempo que no me sentía. Sin encontrarme en ese estado de perfecta euforia, que es la meta de la felicidad, me reconocía más fuerte, más ágil, más ingrávido. El aire entraba mejor en mis pulmones; respiraba sin dificultad y más de prisa. La sangre circulaba con mayor celeridad por mis venas. El corazón, en su continuo tictac, parecía entonar un himno a la vida, a esta pobre vida mía.

Entré tarareando una cancioncilla canalla, y como tal popular, y refregándome las entumecidas manos; ¡el Guadarrama comienza ya a enviar un cierzo tan helado sobre Madrid! Sólo dos compañeros se me habían anticipado: eran aún las ocho menos diez minutos y hasta las ocho no comienzan oficialmente las horas de oficina.

Dí los buenos días y me puse a trabajar con ardor. Un rimero de legajos y papelotes me esperaban ya acuciadores sobre la carpeta. ¡Condenados papeles!

Antes de las ocho llegaron los otros tres camaradas y a las ocho y cinco un ordenanza nos entró la lista para que firmásemos, dando así fe de nuestra puntual asistencia. ¡No se descuida, por cierto, el jefe del Departamento de Remesas al extranjero!

Trabajaba yo sin levantar cabeza, por la abrumador a tarea que tenía que realizar aquella mañana—¡cómo exprimen estas Compañías a sus empleados!—, cuando, poco antes del mediodía, me acometió un fuerte golpe de tos. ¡Pícaro catarro que no quiere abandonarme! Una bocanada de un líquido espeso y caliente me subió a la boca. ¡Qué sensación tan desagradable y repugnante me produjo en el paladar! ¡Qué sabor tan angustioso y repelente! Me faltó tiempo para escupirlo. Lo escupí y era sangre, ¡sangre!... Tal emoción me causó el descubrimiento que casi me desvanecí. ¡Y yo que me encontraba tan bien aquella mañana! ¡Parecía tan aliviado de ese pertinaz constipado, que me fastidia y encocora!

Aunque pequeña, la cantidad de sangre que arrojé fué suficiente para manchar el escupidor y el pavimento. Yo casi creí haberme desangrado... Es tan escandaloso y tan alarmante el espectáculo de la sangre y tan aterrador cuando es propia. Parece mentira que un hombre hecho y derecho se asuste de este modo ante unos glóbulos de su propia sangre, como si fuese una señorita feble e histérica, y, sin embargo, así me asusté yo... Me figuré poco menos que me iba a morir. ¡Qué simpleza!

Hoy, que conozco la procedencia de esta sangre y su escasa importancia, creo que no me alarmaría tanto si el hecho se repitiese. Pero, entonces, me cogió tan de improviso, tan desprevenido, tan ignorante... Ahora me avergüenzo de mi pusilanimidad.

Acudieron solícitos mis camaradas de Negociado. «No era nada, ya pasó, alguna venilla que se habría roto al esfuerzo de la tos». Mas diciendo estas palabras tranquilizadoras, que en verdad pronunciaban sin gran convicción, me acometió un nuevo acceso de tos seguido de un segundo vómito de sangre, esta vez en cantidad no exigua. Entonces sí que juzgué llegada mi última hora y creí entregar mi ánima a Dios. Expedientes, minutas y libros de registro quedaron manchados con la rojez viva de mi sangre. ¡No se quejará la Compañía! No es una metáfora decir que he dado hasta mi sangre a sus odiosos papeles de negocios. Mayor interés, mayor lealtad!

Cuando el segundo vómito pasó, mis camaradas, que, a su iniciación, se habían prudentemente retirado, temiendo sin duda ser salpicados, volvieron a rodearme, prodigándome todo género de auxilios. Quién me despojó de la tirilla del cuello y de la corbata, quién me hacía aire con un legajo de papeles... Ambas cosas no sé para qué. Verdaderamente estaban consternados y llenos de azoramiento.

—¡Quietud! ¡Quietud!—me recomendaban, como si temiesen que fuese a lanzarme a bailar un chárleston.

Holgaba, ciertamente, la recomendación. Casi no podía echar el habla del cuerpo, cuando menos moverme. Mi vista, únicamente, iba inexpresiva de uno en otro rostro, queriendo demostrar mi gratitud.

Al rato, con infinitas precauciones, casi en brazos de compañeros y ordenanzas, me trasladaron a un taxímetro, cuyo conductor, previamente advertido, con lento rodar lo condujo a la puerta de mí casa. Miguelito Fernández, un muchacho—ya no tan muchacho, pues andará rayano a las tres décadas—, amigo mío, me acompañó. Miguelito es camarada de Oficina, aunque no de Departamento, y es también contertulio asiduo a una peña dominguera del café de Lisboa, donde yo solía concurrir antes. De imaginación pronta y de carácter dicharachero y gracioso, dicen que tiene la simpatía por arrobas. A mí mismo he de confesar, tan papanatas y bobalicón soy, que hubo un tiempo en que me cayeron en gracia sus dichos y patochadas. Pero ahora, examinándolo en frío, comprendo que maldita la gracia que tiene; no es más que un payaso superficial y frívolo. Parece demostrarme afecto y consideración, pero la verdad es que no me inspiran garantía estos caracteres ligeros, insubstanciales e inconstantes.

Recuerdo que en el zaguán de las Oficinas, mientras aguardábamos la llegada del taxi, oí, como en sueños, que un meritorio, mozuelo inexperto, le decía a otro con recatada voz:

—Es un ataque de hemoptisis.

Con esa agudeza de oído que el sufrimiento presta al enfermo, percibí el leve murmullo de estas palabras, y qué efecto me causaron. Un escalofrío recorrió mi espina dorsal... ¿Sería posible? ¿Estaría yo tísico? ¡Qué suposición tan absurda y, no obstante, cómo arraigó en aquellos momentos en mi ánimo!

Cuando llegamos a mi casa, qué dificultad para subir hasta el tercer piso—quinto en realidad—, que es donde habito. Cada tres escalones tenía que pararme a descansar. Miguelito Fernández y la buena de la portera me ayudaban y confortaban en esta penosa ascensión.

Al fin alcancé mi vivienda ¡Qué angustia se pintó en los rostros de mi sufrida mujer y de su sobrina Elena, cuando notaron mi palidez y aniquilamiento, cuando me vieron casi sostenido en vilo por Miguelito y la portera!

Miguelito, que por primera vez las veía, trató de tranquilizarlas, contó brevemente lo acaecido, le quitó importancia y, diciéndoles que a la tarde volvería a informarse de cómo se encontraba el gran maulón de su aprensivo y querido amigo, se retiró.

Mi mujer mandó a la criada que fuese a avisar en seguida a don Isaías, un médico ya provecto que vive dos casas más abajo de la nuestra y que asistió el año pasado a mis hijos cuando tuvieron el sarampión. Luego me desnudó, me ayudó a subir a la cama y me arropó.

Llegó el doctor, me pulsó, me auscultó minuciosamente, me reconoció todo, tomó mi temperatura e hizo mil preguntas e inquisiciones. ¡Que indiscretas y qué inaguantables son las indagatorias de estos modernos galenos!

Comenzó por interrogarme sobre mis antecedentes clínicos personales y los de mi progenie. Anamnesia creo que llaman ellos a este examen retrospectivo. Siguió con otras interrogaciones de carácter conyugal e íntimo, que obligaron a mi mujer, allí presente, a abochornarse más de una vez. Después, encarándose con mi oíslo, extendió sus preguntas inquisitorias a nuestra descendencia.

—¿Número y sexo de los hijos vivos?

—Tres varones—respondió Rosita.

—¿Edades?

—Siete, seis y tres años, respectivamente.

—¿Han perdido algún otro?

—Afortunadamente, no.

—¿Ha tenido abortos?

—No.

—¿Los puerperios fueron normales?

—Si.

—¿Qué enfermedades han padecido sus hijos?

—Las propias de la infancia, únicamente.

—¿Se crían bien, tienen el desarrollo apropiado a la edad?

—Se crían un poco desmedrados y endebluchos, el menor especialmente.

—Bien, bien...

Creí que iba a continuar con agnados y cognados pero no; se dió ya por contento y no quiso meterse en más historias ni vidas ajenas. La verdad es que no se me alcanza la razón de muchas de sus preguntas.

Prescribió unos sellos y un jarabe balsámico, y asegurando que aquello carecía de gravedad y recomendando reposo absoluto, se despidió hasta el siguiente día.

—¿Y esa sangre que he arrojado?—pregunté, todavía inquieto, al médico.

—¡Bah! Procede de la garganta. No se asuste. Nada he encontrado de alarmante en su estado—respondióme el viejo don Isaías.

Salió con mi mujer y los entreoí conferenciar fuera, aunque no percibí distintamente lo que decían. Cuando mi costilla tornó a mi lado, adiviné en su frente una sombra de preocupación.

—¿Qué dice el médico, Rosita?—le interrogué.

—Poca cosa. Lo mismo que te ha dicho a ti, Jesús. Que no tienes nada que sea de peligro, venturosamente. Que debes hacer una vida muy ordenada e higiénica: alimentarte bien, trabajar poco y, a ser posible, salir les inviernos de Madrid, que este clima es muy duro y muy traicionero.

¡Alimentarse bien! ¡Trabajar poco! ¡Salir de Madrid! ¡Ahí es nada! ¡Qué cómodo y qué fácil debe ser esto para quien posee un talonario de cheques y un depósito fuerte en una Casa de Banca en que utilizarlo! ¡Pero para mí, para el mísero Jesús Manresa! Como tales requisitos fuesen para la curación indispensables, podían ir extendiendo ya mi acta de defunción. ¿De qué le sirve a la Medicina saber diagnosticar los padecimientos y conocer los remedios, si estos remedios son la mayoría de las veces inasequibles para la posición económica de los dolientes? ¡Cuánto no aumentaría la duración media de la vida si todos los enfermos pudiesen atender a su curación en la forma que la ciencia prescribe, dotándoles de cuantos medios y recursos necesitasen! ¿No debiera ser ésta misión del Estado? ¿El fin primordial de toda sociedad, de toda colectividad, organizada de un modo civilizador y humanitario, no debiera consistir en velar por la vida de los que la componen? ¿Sobre qué cosa más respetable, más valiosa, puede ejercer su tutela? «¡Ah, usted está enfermo, pues no tiene que preocuparse más que de curarse!» «¿Que no debe trabajar? Pues no trabaje, el Estado le atenderá mientras dure su enfermedad «¿Que qué va a ser de su familia? No se apure, hombre, el Estado velará por ella hasta que se restablezca.» «¿Que no le prueba este clima, que le recomiendan aquel otro? Pues tome, ahí tiene un billete de ferrocarril para ese sitio; allí, se presenta al Delegado de Sanidad, quien le proporcionará alojamiento en una Casa de Salud o en una fonda, según los casos, y ya sabe, no tiene que atormentarse con ningún género de preocupaciones; su familia estará en tanto debidamente, decorosamente asistida.» ¿Cuántas víctimas no se hurtarían entonces a la implacable guadaña de la Descarnada? ¡Pero cuán lejos estamos aún de esto! La acción de la beneficencia oficial es tan ruin, tan miserable, tan tardía, tan limitada. Su influjo bienhechor se circunscribe a un tanto por ciento exiguo de enfermos de la última capa social, y aun los premiados en esta lotería lo son cuando el padecimiento ha alcanzado tal agudeza y arraigo que están casi, o sin casi, desahuciados. Luego les procura algún mejoramiento material, pero no les proporciona ninguno espiritual. ¿Cuántas curaciones no imposibilita el estado moral del doliente? Aunque estén convenientemente asistidos en un Hospital o en un Sanatorio, ¿cómo van a mejorar si no se les quita el roedor de la preocupación angustiosa y torturadora de los suyos, que quizá no encuentren pan que llevarse a la boca, mientras ellos, que son los cabezas de familia y los que lo ganaban, estén postrados en cama? Pero los Estados se preocupan tan poco de la vida de sus súbditos... ¡Tienen tantas otras cosas en que ocuparse! Les preocupa que tengan comunicaciones, que tengan espectáculos públicos, que sean chicos sumisos y obedientes y no alboroten demasiado, y, sobre todo, que paguen los tributos. A veces hasta les preocupa que tengan un poquito de instrucción. Pero que gocen salud, que alcancen larga existencia... Eso les importa un comino. ¡Damos todavía tan poca importancia a la vida! ¡Es una materia prima tan barata y abundante y de tan fácil obtención! ¡Cuesta tan poco esfuerzo procrear chicos! Las sociedades modernas se diferencian bien poco en esto de las primitivas. El crimen personal será tal vez más infrecuente, pero el colectivo... El colectivo a pocos les desvela aún. Y estas vidas, que podrían y deberían ser redimidas de una temprana muerte, son verdaderos crímenes colectivos. ¡Bah, de esta responsabilidad diluida nos alcanzará tan mínima parte!

Ahora que están de moda los anticipos reintegrables y el conceder el aval del Estado a préstamos de entidades financieras, empresas particulares y hasta a círculos, más o menos encubiertamente de recreo, ¿no podría concedérsele un crédito, pagadero cuando sanase, al trabajador a quien la enfermedad priva de las ganancias de su trabajo o a aquel otro a quien positivamente le daña? ¿Que en ocasiones la muerte imposibilitaría que volviesen estas cantidades a las arcas del Tesoro? Cierto. Mas también la quiebra u otras causas pueden imposibilitar que se reintegren algunos de los adelantos pecuniarios que hoy se conceden.

Pero ¿quién se acuerda de estas cuestiones? Me acordaba yo entonces porque me encontraba enfermo; cuando gozaba de plena salud nunca se me ocurrió pensar en ellas ni me sentí tan humanitario y caritativo ¡Qué depósito tan grueso de atávico egoísmo existe aún en el fondo de todo ser humano! Y este depósito es insoluble. Ni la educación, ni el progreso, ni ningún reactivo le ataca. Sólo la exaltación religiosa suele a las veces reducirlo un poco.

Este orden de consideraciones, entre tétricas y altruístas, me asaltaban. El doctor, con sus prevenciones, fué el causante de ellas.

Mas sobre todas, resaltaba la imposibilidad completa de seguir puntualmente estas prescripciones facultativas. Y como tenía que vivir, ¡qué diablo!, formé el propósito de armonizarlas en lo posible con mi situación crematística. No podría comer suculentamente, pero procuraría alimentarme mejor. Haría economías en otros capítulos de nuestro presupuesto, aunque estaban ya todos tan insuficientemente dotados... Y si no había medio humano de introducirlas, que mi mujer y mis hijos se alimentasen peor, qué remedio... Esto, que parece de un feroz egoísmo, no era más que la conocida teoría del mal menor, porque si yo faltaba, entonces sí que se alimentarían con escasez o no se alimentarían... Pero tener que ponerlos a media ración, para que yo tuviese una alimentación más conveniente, que ni aun así llegaría a ser una sobrealimentación... ¡Qué dilemas tan terribles plantea la vida!

¿Trabajar poco? ¡Vaya usted con ese cuento a mi Compañía! ¡Buena es!... ¿Abandonar Madrid? ¡Esa sí que era grave! No, no podía abandonarlo, pero no saliendo de casa más que para ir a la Oficina y teniendo un buen brasero en aquélla, casi me podía forjar la ilusión de que estaba en la decantada Niza... ¡Todo era cuestión de imaginación!. Después de todo, estas indicaciones del excelente galeno las hacía a título de convenientes, pero no como necesarias y menos como imprescindibles.

Rumiando estas ideas me hallaba cuando mi mujer hubo de abandonar nuestro dormitorio para imponer silencio a los niños, que armaban una algarabía infernal en el pasillo.

—¡A ver si os calláis y os estáis quietos, que el pobre papá está grave!—les reprendió con voz agria.

Tales palabras desvanecieron el efecto de las animosas que me había prodigado antes. Y aún más que las palabras en sí, me impresionó penosamente el tono ácido con que las emitió. Ella, tan madraza, tiene siempre en la voz, aun al reprender a sus hijos, matices velados de ternura. Nunca hasta aquel día le había oído reñirlos con aspereza, con acrimonia. Este destemplado registro, por el cual salía por primera vez, demostraba que tenía un desabrimiento interno, hijo tal vez del diagnóstico médico. Irrefragablemente debía hallarse obsesa por alguna preocupación cruel, cuando no advertía la imprudencia que estaba cometiendo al reñirles en voz alta, exponiéndose a que yo lo oyese y creyese que verdaderamente estaba grave y no que lo decía por cohibir a los pequeños y forzarles a que no alborotasen. Todo esto hizo que me sobresaltase de nuevo un poco. Después he comprendido que en su impresionable carácter femenino pudo muy bien suponer que realmente estaba de cuidado, sin que el médico hubiese afirmado, ni por asomo, tal cosa.

Aquella tarde se nos llenó la casa de visitas, bien que ésta se llena fácilmente... Todos los vecinos venían para informarse de lo que me había sucedido y para hacer patente su interés. Rosita los pasaba un momento a mi alcoba y luego se los llevaba al comedor. Miguelito Fernández, que volvió, como había prometido, entró, asimismo, unos instantes con mi sobrina Elena. Comprendí que a mi colega oficinesco le había impresionado la hermosura juvenil, fresca y graciosa, de mi pupila. A Miguelito, que es experto catador de beldades, tenía que gustarle Elena. La chica, inconcusamente, es un prodigio. E igualmente noté que a la muchacha le cautivaba la cháchara, ágil y retozona, de Miguelito. Presumí que el acicalamiento con que mi sobrina se presentaba aquella tarde, algo impropio de las circunstancias, fuese debido a que esperaba la visita del doncel, a quien había conocido por la mañana. Indudablemente los jóvenes habían simpatizado y se habían hecho tilín.

Esto, que era de un orden tan natural y lógico, me desagradó extraordinariamente, sin saber por qué. ¿Fué que me disgustó que Elena se adornase con arrequives y fililíes encontrándome yo en un estado que en aquellos momentos debía inspirar preocupación? No, no era para tanto. Esperando visitas aquella tarde, como debía esperar, era bien disculpable que la chica se adecentase y acicalase un poco. ¿Fué la presunción de que el tarambana de Miguelito se recrease en Elena con no muy lícitos ni honestos fines? Tampoco; aunque bastante ligero y alocado, no lo considero capaz de intentar en mi hogar ninguna felonía ni jugarreta indigna. ¡Además que no se lo toleraría yo! Nos conocemos de antaño. Y debe saber que hay que guardarme el aire. Creo, sencillamente, que lo malhumorado que me encontraba por mi enfermedad fué lo que me hizo ver con tan marcado desagrado la atracción mutua que comenzaba a manifestarse entre Elena y Miguelito. En resumidas cuentas, esto a mí no debía quitarme el sueño.

Siempre he deseado que mi sobrina se case y se case convenientemente, más que por el egoísmo de aliviarme de esta carga, porque ella es, por todos conceptos, merecedora de gustar la felicidad al lado de un hombre honrado, trabajador y enamorado. Su distinción espiritual, su bondad de corazón, su potencia afectiva y su belleza le dan incuestionable derecho a la dicha. Y nunca he ansiado para ella más que esta dicha.

Mas ahora, mirando la cuestión sin apasionamientos, con serena ecuanimidad, esfumada ya la negrura consecuente a la dolencia, ¿es Miguelito el marido ideal para Elena? No, no creo que lo sea. Elena se merece más. Sobre esto, con un hombre tan irreflexivo, tan fatuo y enamoradizo como mi compañero, no hay felicidad segura. Es agua en cestillo. No, Miguelito se encuentra física, moral y espiritualmente en un plano muy inferior al de Elena.

Y no hay duda de que le hace la corte. Con el achaque de mi enfermedad viene todas las tardes. Mas, seguramente que mi salud le inspira un interés muy secundario junto al que siente por mi sobrina.

A Elena no digamos: a la vista está que Miguelito la trae tarumba. He tratado de prevenirla contra él, le he referido sus calaveradas, sus ligerezas, la falta de pasiones verdaderas y recias que disculpen sus pecaminosos extravíos, pero me temo que lo que únicamente he conseguido es meterla más en el toro. Así es la eterna fémina...

Y ya cruzan miradas incendiarias, tienen prolongados apartes y hasta he sorprendido furtivos y vehementes apretones de manos. Si no son novios, deben estar en vías de serlo. Verde y con asas... Y la cosa marcha a todo vapor, a juzgar por los signos externos.

Con mi mujer también hablé del noviazgo en perspectiva: le expuse mis temores, mis recelos respecto al pretendiente.

—Pero si siempre nos has dicho que Miguelito era un excelente chico. Si nos has celebrado su hombría de bien, su ingenio y su chispa en más de una ocasión.

—Como compañero de Oficina o como contertulio no tengo pero que ponerle. Mas para marido de Elena, ya es otra cosa. Tu sobrina se merece mucho más, y su felicidad, en las manos de ese tronera, no me inspira confianza. Miguelito es uno de esos hombres cuya liviandad e inconstancia les lleva a prendarse de todas las mujeres guapas que encuentran en su camino, pero son caprichos pasajeros y sin consistencia, que nunca tienen la justificación de un amor firme y duradero. Embauca a las jóvenes con sus truhanerías y trapicheos de tenorio de oficio y con su labia pródiga. Es de los que manchan la palabra amor con sólo pronunciarla. Un mal bicho en este terreno.

—No te metas en nada; déjalos a ellos. Mi sobrina es una muchacha juiciosa y de buen sentido. Aunque no cumplió los veinte años, es mayor de edad por su sensatez. Ella sabrá lo que se hace.

Me ha parecido un poco egoísta esta actitud abstencionista de mi mujer. Rosita se habrá dicho: «¡Bastantes quebraderos de cabeza tengo yo con la enfermedad de mi marido y con mis chicos para procurarme otros! Dejemos al mundo correr.»

He acabado por seguir su consejo e imitarla. Me lavo las manos en este asunto; la declaro dueña de su albedrío. Mi autoridad sobre Elena es muy relativa: al fin su parentesco es con mi mujer. Y mi ascendiente sobre ella, en cuanto se han metido unos pantalones de por medio, ya se ha visto que es aún más relativo. Sobre esto, que quizá todo sean suspicacias mías, pues ¿por qué Miguelito no se puede haber enamorado verdaderamente? ¿Por qué no ha de sentar la cabeza? ¿Qué obstáculo infranqueable se opone a que sean felices? Cierto que no hay modo racional de objetar al responder a estas preguntas, pero, sin embargo, el porvenir de Elena me desazona. Será sólo una corazonada, mas ésta existe y mi corazón nunca me ha engañado. Elena camina, veloz y a ciegas, a su infortunio. Es un dolor.

Ya que no puedo hacer otra cosa, he de asegurarme, al menos, de que las intenciones de Miguelito son honradas y lícitas. El primer día que lo vea en la Oficina le hablaré seriamente del asunto. Esto es una elemental obligación mía. Alejaremos de ella el desengaño, que no se lo lleve de soltera, que, si acaso, se lo lleve de casada, cuando ya es irreparable... ¡Pobrecilla!

Me encuentro muy aliviado. Desde ayer me levanto un rato. Ocho días he permanecido encamado, sin atreverme casi a mover pie ni mano, por miedo a que el ataque se repitiese. Pero no, no se ha repetido. El médico tenía razón. Es una afección pasajera y sin importancia. La sangre que arrojé era extraña al pulmón. La posibilidad de esta precedencia era lo que más me atemorizaba.

Ayer, el par de horas que permanecí fuera del lecho las pasé sentado en un butacón, en la misma alcoba.

Hoy me he atrevido a ir hasta el comedor. He ido apoyándome en un hombro de Rosita, como un tullido. Parece mentira lo exhausto de fuerzas que me ha dejado aquella ínfima porción de sangre que perdí, pero, poco a poco, voy recobrándola y reanimándome. Siento la sangre reciente recorrer mis arterias imprimiendo a mi organismo el perdido vigor. Podría establecer, matemáticamente, la ecuación que liga la cantidad de nuevos glóbulos rojos con el aumento de kilográmetros capaces de ser desarrollados por mi esfuerzo corporal. Como un candil que se apaga por falta de líquido y que al reponerle la oleaginosa esencia brilla con vivo fulgor, siento yo la nueva vida infiltrarse en mi ser y radiar con actividad, que aun no es espléndida, pero que lo será. Seguramente. Me parece que voy a salir más fuerte y remozado de esta enfermedad. El fastidioso catarrillo ha desaparecido casi por completo, toso muy poco. Y tengo más apetito. Y unas ganas de vivir como no las tuve nunca. El temor de perderla, sin duda, me ha hecho cobrarle mayor apego a la existencia. Antes de otra semana creo que estaré restablecido completamente, repuesto del todo y en disposición de hacer mi vida ordinaria. Esta es también la opinión del médico, aunque no cesa de recomendarme guarde muchas precauciones. ¡Vaya si las guardaré!

Como, sentado a la camilla, me aburría inactivo, he requerido papel y pluma y he comenzado a escribir, por entretenerme, las impresiones de mi pasada dolencia. Innegable que he nacido para pinchatinteros, y cuando no es por obligación, es cribo voluntariamente. ¡Es mi sino escribir siempre! Pero ahora me deleita, mientras que a aquellos papeluchos comerciales de la Compañía les tengo un horror y una inquina... Y, sin embargo, éstos son los que me proporcionan el pan... ¡Qué reñidos suelen andar por el mundo el deber y la devoción!

Mis dos hijos mayores se encuentran a estas horas en la escuela, y como ellos son los traviesos y los que arman ruido, reina en casa una relativa paz octaviana. Mi mujer, en su cuarto, canturrea con apagado sonsonete al pequeño, siempre malucho. ¡Qué canijo ha salido este redrojo mío! Postrer fruto de una planta que estaba enferma, sin vigor ni savia, medio agostada. Que estaba, pero que se ha propuesto lozanear y no parará hasta conseguirlo.

Mi sobrina—sobrina política—me acompaña, cosiendo junto al balcón. ¡Qué linda es! ¡Qué cutis tan fino y nacarado! ¡Qué facciones tan correctas y graciosas! Ojos almendrados, negros y de mirar suave y aterciopelado. Boca chiquita, Labios de fresa. Dientes pequeñines, iguales y de precioso esmalte. Nariz recta. Barbilla redondeada, con un hoyuelo que es un nido de besos Cuerpo venusto. Toda ella es un primor.

Me recuerda vagamente a mi mujer hace diez años, cuando nos casamos; vagamente porque Rosa no fué nunca tan bonita. Y hoy no digamos: la pobre es ya una pura ruina. ¡Parece mentira cómo se ha avejentado en pocos años! ¡Sufrimientos y estrecheces!

Comprendo que a Miguelito le guste con pasión Elena. Si yo fuese joven y soltero, también me enamoraría locamente de ella. Mas para mí terminaron ya estas ilusiones venturosas. Podré recobrar la salud; la juventud es, ciertamente, lo que no recobraré nunca. Ni la libertad es probable que la recobre tampoco: Rosita no tiene ningunas panas de morirse ni yo de que se muera.

Tampoco soy tan viejo, ¡caramba! Cuarenta y dos otoños. Hace un rato, cuando me levanté, me he mirado al espejo. Alto, magro y macilento, parezco más viejo de lo que soy. Mas en cuanto me reponga será otra cosa. Y de tipo... ¡de tipo estoy muy bien! Aun podría hacer estragos en el bello sexo...

Nuevamente contemplo a Elena ensimismada en sus ensueños. Nunca me ha parecido tan bella como hoy. Tan abstraída se encuentra, que ni repara en que la miro. Juntos en la misma habitación y, sin embargo, está tan lejos de mí como si yo me encontrase en la zona glacial ártica. Es decir, quien se halla en la zona glacial, respecto a mí, es Elena. Ante el amor que nace, nada represento ya para ella. Es un poco vejatorio esto para quien tanto se interesa por su porvenir. De repente, la sorprendo sonreír. Una suave y gozosa sonrisa ha dilatado su semblante. No sería aventurado afirmar que sonríe a la imagen de ese «peine», trapacero y trápala, de Miguelito. Esta presunción me ha hecho daño y, no obstante, es tan verosímil.. ¡Es mucho Miguelito ya!

Ha acabado por sentir mi mirada fija en su rostro, ¡oh poder de la telepatía!, y girando un poco la cabeza, me ha mirado. Y al ver mis ojos clavados en ella, se ha quedado turbada, inmutada, como si hubiese sorprendido in fraganti sus pensamientos.

—¿Quieres algo?—me ha preguntado, ya repuesta, con dulce voz.

—Nada, gracias—he contestado secamente y amorrando la cabeza sobre el papel he dejado de nuevo deslizar la pluma.

15 de noviembre

¡Vaya un susto mayúsculo que nos dió mi tío! Al verlo entrar en casa, con la faz cadavérica y descompuesta y sostenido por un compañero de Oficina y por Rosario, la portera, pensamos algo peor aún de lo que en realidad era. Y eso que esta realidad no es nada halagüeña: tío Jesús había tenido un copioso vómito de sangre en su despacho. Ya recelaba yo de la tosecilla tan agarrada y contumaz que tenía. Me parecía de mal agüero la tal tosecilla. Y los hechos han venido, infaustamente, a darme la razón.

Mi tía, a quien podía ahogarse con un cabello, mandó a escape a buscar un médico. Llegó éste y reconoció con minuciosidad al doliente. Al marcharse dijo a tía Rosita que había encontrado algo de matidez o hepatización en el pulmón del enfermo y ligero soplo del vértice izquierdo. Que, aunque no lo encontraba de un peligro inminente, no había de ocultar que era un poco inquietante su estado, sobre todo si el ataque de hemoptisis se repetía. Que de no repetirse, y haciendo una vida sana y adecuada, confiaba en que podría curarse. El diagnóstico, como se ve, no era para llevar la tranquilidad a nuestro ánima Mi pobre tía, principalmente, como es natural, quedó desconsolada. No es moco de pavo lo que le sucede. Luisín, el pequeño, tan débil y raquítico que sale de una enfermedad para caer en otra. Los mayorcitos, algo más temes, pero no gran cosa. Los recursos, escasos: la paga de mi tío, que no da más que para mal vivir e ir trampeando. Y por si todas estas calamidades fuesen pocas, en puertas un grave padecimiento de su marido. Miento, ya no es en puertas, que ha hecho acto de presencia y de un modo bien ostensible y funesto. ¡Pobre tía Rosita, qué desgraciada es! No fué sendero de rosas su vida, no. Merecía otra suerte; tan buena, tan bondadosa, tan sin hiel...

Hemos pasado unos días con el alma en vilo. Por fortuna, tío Jesús no ha vuelto a arrojar más sangre. Y lentamente va rehaciéndose del achuchón sufrido. Ya lleva tres días levantándose un rato. El se hace muchas ilusiones sobre su estado; yo no me hago tantas ni las tengo todas conmigo. Tía Rosita me parece que tampoco se las hace. Quiera Dios que me equivoque y que tío Jesús recobre pronto la perdida salud, primero por él y, luego, por nosotras; que si se muere, preveo una cerrazón espantosa, capaz de llevar el pavor al corazón mejor templado.

Como no hay mal que por bien no venga, la enfermedad de mi tío ha sido causa de que conozca a un compañero suyo de Oficina, muy apuesto y simpático, que se llama Miguel, como el invicto Arcángel, y responde al apellido de Fernández. Miguelito, así le nombra tío Jesús, debe tener un corazón de oro. El fué quien le acompañó a casa el día del ataque, ¡y había que ver con cuánto afecto! Y luego no ha dejado una sola tarde de venir a visitarlo.

A Miguelito, y aquí entra lo más interesante, le debí dar flechazo, pues desde nuestra primera entrevista demostró bien a las claras que le había gustado sobremanera. Después, en sus visitas vespertinas, hallaba siempre ocasión para dedicarme algunas frases oportunas y chistosas y decirme cualquier chicoleo cortés, mientras sus ojos declaraban el placer con que se solazaban en la contemplación de mi personilla. Porque, eso sí, con ser tan parlanchín como un sacamuelas, sus ojos son aún más habladores que su boca. Hasta que hoy, entre bromas y veras, me ha encajado una declaración en regla.

Me ha parecido indecoroso darle el sí de buenas a primeras, y me he tomado un plazo prudencial para reflexionar, pero las palabras con que he solicitado el aplazamiento eran tan alentadoras, tan prometientes, que no creo que le haya quedado duda sobre cuál va a ser el resultado de mi reflexión.

Miguelito me gusta, tiene una hermosa estampa: aventajado de estatura, cenceño de carnes, bien proporcionado y no mal parecido, es, en toda su extensión, lo que vulgarmente se llama un hombre guapo. A su apostura y prestancia varoniles une cierta palabrería ingeniosa y ponderativa, sumamente graciosa y cautivadora. Es un hombre joven, sin ser ya ningún niño. De ideas próceres y nobles y carácter jovial, lo juzgo incapaz de doblez y me parece que ni encargado ex profeso sería fácil hallar otro más idóneo que él para ahuyentar esas murrias que sin saber por qué me acometen de tiempo en tiempo.

A todo lo expuesto, ¡que no es poco!, le acompaña el tener un empleo decoroso y estable. Ya sé que no es ninguna sinecura y que no nos permitirá tener auto, pero es lo suficiente para que podamos vivir modestamente. ¿Qué más puede ambicionar una muchacha, huérfana, como yo, pasaderita nada más, sin bienes de fortuna ni más porvenir que la noche y el día?

Además, que ya es hora de que deje de ser una pesada carga para mis tíos. Seis años, desde que murió mi madre, llevo viviendo con ellos. Sola me encontré en el mundo a su muerte. Mi padre la había precedido tres años en bajar a la tumba. Tía Rosita, hermana menor de mi madre, se compadeció de mí y me trajo a su casa. ¡Dios se lo premie! Sin su piedad no sé dónde hubiera ido a parar con mis huesos. Fuera de ella, y de un comerciante retirado al que llaman don Gervasio, tío de mi madre, solterón, avaro y egoísta, no tengo otros parientes ni allegados. Y el ex tendero, que nunca se preocupó de mi madre ni de tía Rosita, tampoco se apiadó de mí al verme en desolada orfandad. No se postra ante más dios que ante la peseta, ni reconoce más rey que el rédito.

En estos seis años, tía Rosita ha sido una verdadera madre para mí. Todo cuanto diga de ella es poco. No tiene par en el mundo.

Tío Jesús también es bueno. Un poco serio y taciturno. Pero inteligente y caballeroso. Exacto cumplidor de su obligación y modelo de fidelidad conyugal. Nunca se le ha conocido un devaneo ni una aventura De casa a la Oficina, de la Oficina a casa, y pare usted de contar. Algunos domingos, por excepción, un ratito de asueto en el café. Vicies, ni por asomo. Vida más morigerada y metódica no cabe. Su única dicha la cifra en la de los suyas. No recuerdo haberle sorprendido en una acción incorrecta, haberle visto un ademán plebeyo ni oído una palabra indelicada o malsonante. Se crió en finos pañales. Por mí demuestra un afecto casi paternal. Pero con ser todo esto verdad, para que le llegue a su mujer tiene mucho que andar todavía.. Porque, como he dicho, tía Rosita no tiene igual. Es un serafín, juraría que hasta con alas.

¡Seis años ya! Seis años en que mis caritativos tíos han compartido, con agrado, el calor de su lar y las viandas de su mesa con esta desvalida muchacha, no obstante la pobreza y mengua a que se ven constreñidos. ¡Ya es tiempo de que no les reduzca más su escaso pan!

Miguelito, aunque otra cosa diga tío Jesús, no es ningún calavera, sino un hombre formal, y se ve a la legua que está muy prendado de mis «relativos»—¡hay que ser modesta!—encantos. Quiere ello decir que se casará. Se casará, sí, y el agobio de mis buenos tíos aminorará.

Mi tío, que antes de caer enfermo nos hablaba a cada paso de Miguelito, de su ángel, de su donaire, de sus bromas de buen género y ocurrencias, hasta el punto de haber despertado mi curiosidad por conocerlo, es el que ahora parece que no ve con gusto sus pretensiones respecto a mí. Lejos de agradecerle el interés que se ha tomado durante su enfermedad, recela de sus visitas y contempla con malos ojos que venga por aquí. Ha llegado hasta hablarme mal de él y hasta aconsejarme que le rechace y lo envíe noramala con viento fresco. Es singular el cambiazo que ha dado en esto tío Jesús en pocos días: Miguelito ha caído en su desgracia, se le ha atragantado ya, y ahora le resulta antipático, pedante, sin gracia ni ingenio. Lo juzga de un modo diametralmente opuesto a como lo juzgaba aun no hace un mes. Y sin motivo, injustamente.

La enfermedad ha cambiado mucho a tío Jesús. Conmigo misma, ya no es el de antes. Me mira de una manera, con unos ojos vigilantes y escrutadores, con una insistencia que me causa malestar... La estimación, el afecto que me profesaba, temo que les vaya perdiendo. Y yo no creo haberle dado motivo para esta mutación. No sé qué pensar... A veces me habla con frases duras, coléricas, cortantes, que me hacen daño. Otras se dirige a mí con una actitud tan indiferente, tan despectiva, tan humillante, que también me hiere. A mí, que me inspira tanta compasión y que me desvivo por cuidarlo y servirlo, para demostrarle de algún modo mi cariño y gratitud...

Esta conducta de mi tío para con Miguelito y para conmigo, me preocupa y disgusta.... Es tan absurda... Deben ser rarezas engendradas por el malestar, por la desazón que le produce su dolencia. Si no se tratase de mi porvenir, de mi felicidad, yo seguiría sus indicaciones, aunque fuesen desatinadas, por no pecar de ingrata; pero se trata de la dicha de toda mi vida...

Sin este torcedor, me consideraría dichosa como no lo fui nunca. Ante mí veo abrirse un rosado horizonte de bienandanzas e ilusiones. Mi alma halló, al cabo, un alma gemela con la que espera fundirse en una existencia venturosa... ¡Tan poco como tenía que agradecerle a la vida hasta ahora!

Sin madre y sin un pecho amigo a quien confiar el tesoro de mis esperanzas, que rebosa de mi corazón, he decidido comunicárselas al papel. Mi tía Rosita, ¡la infeliz!, está tan afligida, tan atribulada, tan preocupada con sus desgracias y penurias, que no me oiría o me oiría sin gran atención. Y yo necesito desahogarme, necesito un confidente, aunque sea tan frío, mudo e inexpresivo como el papel. Ayer vi a tío Jesús escribir en un cuaderno, y por lo que acerté a columbrar eran como las Memorias de su vida. Entonces se me ocurrió hacer lo propio. Y en verdad que ha sido una idea luminosa. Siento mi corazón más ligero, más confortado, más tranquilo, después de haber emborronado estas hojas de papel...

25 de noviembre

Me encuentro muy bien. He recobrado casi por entero las fuerzas perdidas. El médico, que ha venido hoy—ya hacía tres días que no venía—me ha dado el alta y me ha autorizado a reanudar mi aburrida existencia cotidiana. Me ha recomendado que pasee a las horas de sol y que no vuelva a la Oficina hasta que transcurran unos días y me halle fuerte y con ganas de ir... ¡Entonces no iría nunca!

Me ha vuelto a auscultar y ha dicho que, aunque no encuentra nada en el pecho, debo tomar, como medida de precaución, la Solución Pautauberge. También me ha indicado que le mande esputos para darlos a analizar, y que vaya por su Clínica dentro de un par de semanas, o antes si notase algún malestar.

Para él, que al cabo no es más que un industrial de la Medicina, resulta al pelo tanta visita y tanto análisis. Para mí, ya es otra cosa. Además, que creo innecesario toda esta bambolla y aparato médico. El, como yo, sabe, y así lo reconoce, que no tengo lesión alguna en el pulmón. Prueba de ello que duermo con la boca cerrada, como atestigua mi mujer. Son ganas de sacar pesetas y de estrujar mi escuálida bolsa. Pero como más vale un «por si acaso» que un «quién pensare», me someteré a sus interesadas prevenciones. Esto tendrá la ventaja de que todos se cerciorarán de que estoy sano y de que lo pasado careció de importancia.

Así se quedará tranquila Rosita, que, sin duda, temerosa del contagio, toma, especialmente en mi roce con nuestros hijos, ciertas leves precauciones que me molestan y me irritan un poco.

Mi sobrina se ha puesto en amores con Miguelito. Francamente, me carga que ese títere, apolíneo y marrullero, se lleve una perla como Elena. Cada día está más preciosa. Y a él cada día lo encuentro más superficial y patoso. Tiene menos seso que un mosquito. Y un hombre así no es capaz de estimar el tesoro que se lleva. Después de todo, a mí esto me debe importar un bledo; allá ella, con su pan se lo coma... Pero no lo puedo remediar, me indigna la suerte inmerecida de ese hombre, y me indigna contemplar cómo Elena le mira con arrobo, con la baba caída, derretida en mieles, y cómo le ríe las insulseces y gansadas que a cada momento suelta. La verdad es que yo creía a mi sobrina más discreta y que la juzgaba menos propincua a enamorarse de un hombre insubstancial, palabrero y estúpido. Pues allí la tiene usted bebiendo los vientos por ese badulaque, por su verborragea y por sus gracias circenses.

Además, preveo muchas lágrimas para Elena. Ese chisgarabís, en el amor, como en todo, es ganguero: un jugador de ventaja. Ahora, que, como aquí no juegue limpio, se va a caer, pero que de un nido... A fe de Jesús Manresa.

Por supuesto que bien empleado le estaría a mi sobrina, por dar oídos a las palabras de un mequetrefe, fullero y trapisondista. ¿Tanta prisa tiene en casarse? ¿Le falta aquí algo? ¿No está rodeada de afectos en esta casa? ¿No es todavía joven para poder esperar a que se le presente algún partido ventajoso? Si siquiera fuese un hombre serio y sensato y que la quisiera de veras.

Pero si le hago consideraciones de este género, me oye como quien oye llover. Maldito el caso que hace de mis prédicas. Antes era obediente, sumisa y respetuosa a mis menores indicaciones. Mis consejos nunca tuvieron que ascender a mandatos. Pero ahora... Ahora se me rebela abiertamente, y todo por causa de ese beocio...

Es que la mayoría de las muchachas se creen desairadas si no tienen novio y, por ello, pierden la chaveta en cuanto el primer avestruz les dice: «¡Qué bonitos ojos tienes!» Y Elena es como todas, aunque yo creyese otra cosa. Es de las del montón, no es una mujer excepcional, ni muchísimo menos.

Algunas veces he pensado: «Si yo fuese libre y me enamorase de Elena, ¿encontraría ésta atractivos suficientes en mí para corresponderme?» Y dudaba. Dudaba porque juzgaba que apreciaría mejor su valía. Hoy no dudo. Si yo hubiese estado en aquellas condiciones y fuese el primero que le hubiese murmurado palabras de amor, ¡vaya si me hubiese amado! Era cuestión de oportunidad. Aunque le lleve unos años a Miguelito, me parece que hay diferencia entre él y yo... Y ella estaba tan dispuesta a entregar su corazón al primero que llegase...

Estoy deseoso de salir a la calle y de volver a mis ocupaciones para espantar el pensamiento de Elena y de su malhadado noviazgo. Es una obsesión necia que se ha enseñoreado de mí.

29 de noviembre

Me siento tan feliz y tan egoísta de esta felicidad, que a veces dudo hasta de comunicársela al papel. Me parece que me desprendo de parte de ella.

Miguelito y yo somos novios y nos queremos con toda el alma. Ni yo puedo pedirle más amor a él, ni él me lo puede pedir a mí. Estamos tan compenetrados, somos de tan idéntico modo de pensar y sentir, que me parece que hace muchos años que nos conocemos. Y si no nos conocimos hasta ahora, por lo menos nos presentíamos hace bastante tiempo. El hombre con quien yo siempre soñé era pintiparado a Miguelito. Y él también me dice que siempre fué delicia de sus ensueños una mujercita como yo. Habíamos nacido el uno para el otro. Teníamos que tropezamos y que amarnos.

Baldíamente ha tratado, por tanto, tío Jesús de torcer el rumbo de mi voluntad. No hay obstáculo que nuestro cariño no venza. Además, el de mi tío, por infundado y caprichoso, no era para ser tenido en cuenta. Manía que le ha tomado a Miguelito. Rarezas que, sin duda, origina su enfermedad.

Conmigo misma tiene unos cambios bruscos de comportamiento. Tan pronto está afable, obsequioso y hasta afectuoso por demás, como frío, huraño y casi grosero. Estos altibajos de humor tienen que ser producto de su padecimiento, que lo desazona, irrita y endemonia a las veces. Y eso que ya está mucho mejor; tan bien que nadie adivinaría el duende que lleva dentro, y en el que él tampoco cree.

Pero es obstinado tío Jesús y no desaprovecha ocasión de manifestarme que no le placen mis relaciones. Ayer tarde, sin ir más lejos, habían venido de visita don Hipólito, el profesor de música que habita en la otra vivienda de nuestro mismo piso, y su hija Angelita. Miguelito y yo hablábamos junto al balcón.

Mi tío, en tono algo impertinente y en voz alta para que lo oyésemos nosotros, comenzó a darlo consejos a Angelita. Le dijo que no tuviese prisa en casarse, que los hombres formales y honrados abundan poco y que, de no tropezar con uno de éstos, vale más permanecer soltera. Hasta ahí, era sensato lo que decía, y yo misma, a no ser por el tono y la ocasión, no hubiese tenido inconveniente en suscribir su opinión. Pero, después, comenzó a decir que, desgraciadamente, había muchachas de tan poco meollo y de tan desatinada afición a los bigotes, que le daban cara al primer gaznápiro que las requebraba, sin reparar en quién era ni en cómo era, y de prisa y corriendo se enzarzaban en amores. Era más que probable que esto fuese dirigido a mí, aludiendo a la cortedad del tiempo transcurrido desde que nos conocimos hasta que nos pusimos en relaciones. A renglón seguido le dijo que no se fiase, especialmente, de los hombres parlantines, que suelen ser mentirosos y embaucadores, pues sabido es que quien mucho habla mucho yerra y que la sobra de palabras suele encubrir la escasez de sentimientos. Esta y otras indirectas iban tan manifiestamente dirigidas a Miguelito, que temí que éste reparase en ellas; pero, por fortuna, estaba tan embebecido en su amoroso palique conmigo que no paró la atención en lo que decía.

Angelita, que supongo que se daría cuenta de la intención con que mi tío hablaba, pues es perspicaz y lista como un lince, lo tomaba a broma y aseguraba que ella había decidido quedarse para vestir imágenes.

Y como mi tío siguiese perorando, Angelita, con su genio cascabelero, tuvo salidas graciosas y oportunas que lo dejaron un tanto desconcertado y maltrecho.

Entonces tío Jesús se encaró con don Hipólito, que es viudo y no tiene más descendiente que Angelita, y le recomendó que, antes de dar entrada en su casa a ningún mozo o presunto galán, lo examinase despacio y viese bien lo que hacía, pues las muchachas pronto se encalabrinan y pierden el tino, y una vez enamoriscadas la cosa no tiene remedio, porque son tercas como muías de varas, según su gráfica y delicada expresión. Y que era tanto más necesario que tomase tales precauciones, cuanto que don Hipólito, por no tener cónyuge ni quien hiciese sus veces, estaba privado de que su hija fuese aconsejada por una mujer de cordura y de experiencia de la vida e interesada en su bien, como es una madre. Me parece que aludía, asimismo, a que yo tampoco, por mi desgracia, tengo madre que me aconseje. Y con el paño puesto al púlpito, continuó zahiriéndonos cuanto le vino en gana.

Estoy deseando que mi tío acabe de reponerse y reanude su vida ordinaria. Procuraré, entonces, que Miguelito venga a las horas que él no se encuentre en casa, pues estando tío Jesús delante estoy siempre en un brete, temiendo que diga cualquier inconveniencia que haga saltar a mi novio.

Estas son las únicas nubes que empañan el cielo, de azul purísimo, de mi dicha. Años y años de espera, sin que un alegre rayo de sol llegase a caldear mi pobre y aterido corazón, y ahora que luce para mí con toda su brillantez, he aquí a mi tío, que por un interés excesivo y un cariño mal entendido, se complace en velar su fulgor con nubarrones de recelos y desconfianzas. ¡Es doloroso! ¡Con lo tarde que la vida ha comenzado a sonreírme!

1 de diciembre

Hoy, primero de mes, me he reintegrado a mi vida oficinesca. Al penetrar en ese antro, infecto y maloliente, que nos sirve de despacho, todos las compañeros se han levantado y han corrido alborozados a saludarme. Abrazos y apretones de manos por doquier. Se conoce que han debido de correr por allí malos vientos para mi salud.

Incontinenti me han atosigado a preguntas sobre mi enfermedad. Les he explicado el diagnóstico médico y que, venturosamente, fué sólo una pasajera y leve indisposición. Me ha parecido sorprender que algunos cruzaban miradas incrédulas. He estado por gritarles: «¿Quién lo sabrá mejor, ustedes o yo?» Pero como tal vez fuesen sólo suspicacias mías, me he contenido y me he callado.

Juraría que el que mi enfermedad haya sido de poca monta ha constituido una decepción para ellos. Sin duda se habían forjado la idea de que tenía una lesión de importancia, y el tener que declarar paladinamente, ahora, que se han equivocado, les contraría.

Reconozco que me estiman, que no tienen interés alguno en que muera ni enferme—para ninguno supone un ascenso mi plaza—y, sin embargo, estoy seguro que no se han alegrado de la levedad del diagnóstico. ¿Sería por una de esas situaciones paradójicas y absurdas a que nos suele conducir el amor propio? Por no tener que confesar una equivocación o rectificar un juicio que hemos expuesto públicamente, no dudamos, a veces, en desear un mal grave a quien de veras apreciamos. Una futesa de amor propio pesa aparentemente más en nuestro ánimo que un afecto sincero, que una amistad de toda la vida. Y es que somos tan contradictorios, tenemos tantos recovecos y dobleces en nuestro subconsciente... Existe tal cantidad de perversión en el amor propio, que no hay que admirarse del trastrueque. Claro es que, al cabo, cada sentimiento ocupa su verdadero lugar, mas por lo pronto prevalece el que no debe prevalecer.

Y queriendo hallar un resquicio en la opinión médica que diese pábulo a sus pesimismos, continuaban acosándome a interrogaciones, con poco meditado y menos humanitario afán, mientras escrutaban mi semblante. Tanto interés, ¡vea usted lo que son las cosas!, llegó a molestarme, y es que me daba cuenta de que el primitivo y afectuoso impulso había degenerado, trocándose en aparente y fingido lo que fué real y verdadero. Si yo les hubiese dicho: «El doctor dice que me encuentra muy mal, que probablemente no saldré de este invierno», el impulso compasivo no se hubiese desvirtuado, sino que, seguramente, habríase acentuado y acrecido. Pero como aseguré lo contrario, no vieron ya razón para compadecerme y sí para sentirse defraudados, y aun agraviados en su amor propio...

Acabé por no contestar y por ponerme a arreglar los papeles atrasados, para dar comienzo a mi labor. Entonces, asegurándome lo mucho que se congratulaban de mi restablecimiento, desfilaron hacia sus mesas y pupitres. En el fondo creo que realmente se alegraban.

Y volví a emprender la ingrata tarca cotidiana...

5 de diciembre

Todos mis camaradas de departamento están muy cariñosos conmigo. Hasta me han obligado a cambiar de mesa para que mi asiento se encuentre más cercano al radiador de la calefacción central.

La pasada enfermedad debe haber buído mi suspicacia. Digo esto por la infundada sospecha, que cruzó mi mente el día en que volví a la Oficina, de que a los compañeros les contrariaba mi mejoría. Era un recelo sin fundamento. Bien lo veo, Aquellas mi rafias de incrédula inteligencia, que creí sorprender cambiaban entre ellos, seguramente no existieron. Debe haber un diablillo encargado de hacernos ver lo que no existe para torturarnos.

¿Por qué les había de mortificar que no estuviese gravemente enfermo? Llevamos varios años conviviendo en la lobreguez y angostura de aquel salón subterráneo y lo natural es que, conforme yo les estimo, ellos, recíprocamente, me estimen a mi. Además, ¿qué bajo interés pueden cobijar para alegrarse de mi desaparición? Ninguno; no iban a ascender en sueldo ni en categoría, ni se iban a echar nada en el bolsillo con mi óbito.

La enfermedad me ha dejado la reliquia de ser malpensado y receloso.

A propósito de la enfermedad, me encuentro tan bien que voy demorando de un día para otro el ir a la Clínica de don Isaías. ¿Para qué? No estoy tan sobrado de recursos que pueda permitirme el lujo de tirar el dinero en cosas superfluas...

¡Hay que ver cómo abulta el miedo las dolencias! La mía está visto que fué insignificante y, sin embargo, a mí llegó a parecerme un mundo. Hasta pensé que podía estar hético... ¡Qué disparate! Tengo nervios de damisela para estos lances. La vista de mi sangre me amilana y desconcierta y ya no pienso a derechas.

El médico asegura que no estoy tuberculoso, pero aunque no lo asegurase, demás sé yo que nada grave tengo en el pulmón. Si acaso hay algo es lesión ligera y fácilmente curable. A solas, para convencerme de que respiro bien, con frecuencia me pongo a aspirar con fuerza, y nada, al pelo, como cuando tenía veinte años: el aire entra y sale sin la menor dificultad en mis pulmones. Esto me persuade de que no existen cavidades en ellos. Si existiesen, forzosamente notaría algo al hacerlos trabajar a presión. Aun me canso un poco al subir las escaleras, pero es por el resto de debilidad que me queda: ¡se tarda tanto en reponer las pérdidas de sangre! No es un huevo que se echa a freír.

Mi sobrina Elena sigue tan entusiasmada y amartelada con Miguelito. Con razón se dice que hay gustos que merecen palos: éste es uno de ellos.

Yo, por no presenciar el idilio y hacerme cómplice involuntario de él, cuando, anochecido, salgo de la Oficina, en vez de irme a casa me voy a dar una vuelta por las vías céntricas.

El domingo, que, aunque fría, hacía una tarde serena y espléndida, impropia de este rigoroso mes, me fui a pasear por la Moncloa.

Así es que casi no veo a ese farfantón, más o menos realmente prendado de Elena. En cuanto yo llego a casa, se despide él. Sin duda ha comprendido que no es santo de mi devoción.

14 de diciembre

Cada vez que en la Oficina toso, ¡el condenado catarro no acabo de desterrarlo!, mis compañeros levantan las cabezas de las carpetas sobre que escriben y se miran unos a otros significativamente.

Si yo fuese aprensivo, la inhumana actitud de esta gentuza harto deprimiría mi moral y acabaría por matarme de aprensión. Por fortuna no lo soy y sé que si tengo algún leve padecimiento es vencible y no pone mi vida en riesgo.

Días atrás, la violencia de la tos arrancó un esputo de sangre de mi garganta, que tiñó ligeramente el escupidor. Los que lo observaron, con la vista se lo indicaron a los más retirados. Parecían invitarlos con leticia a fijarse en el recipiente. Desde entonces, siempre que escupo lo hago en d pañuelo y en seguida me lo guardo en el bolsillo, temeroso de esputar sangre y que reparen en la mancha sanguinolenta.

¡Pero es atroz este suplicio a que me someten! Espían todos mis actos, y todas las mañanas, cuando entro en la Oficina, me examinan con detenimiento como queriendo buscar las huellas de esa enfermedad imaginaria que se han empeñado padezco. Me lastiman estos prolijos reconocimientos, aun suponiendo, que es mucho suponer, que las inspire el afecto. Varias veces he estado a punto de apostrofarles de este modo: «¿A ustedes qué les importa mi salud? ¡Hagan el favor de dejarme en paz!» Me callo, no obstante, pues temo que con la acritud de genio que estoy echando, puesto a apostrofarles no pudiera reprimirme y no parase aquí la cosa.

Lo cierto es que han conseguido que me preocupe un poco y que vaya por la Clínica de don Isaías, quien me ha reprendido benignamente por mi tardanza.

Le he llevado esputos para que los dé a analizar y le he pedido me cambie la solución que me prescribió por otro medicamento, pues no me prueba bien: la elimino mal y me resiento de los riñones. Además, tiene un sabor a creosota, acre y picante, muy desagradable.

Me ha reconocido otra vez minuciosamente y me ha recomendado de nuevo que haga vida higiénica. La cantilena de siempre. Pero ¿y los medios para hacer esta vida holgada y holgazana?

Me ha prescrito otra pócima antituberculosa, que no es a base de creosota, como la Pautauberge, y ha quedado en enviarme el análisis.

Como está haciendo un tiempo endemoniado: cuando no llueve, nieva, y por tarde y noche hiela, desde la Oficina, a la salida de la labor vespertina, me vengo, bien abrigadito, a casa. Y tengo que aguantar la pelma de la visita de don Miguel «de Mañara» y llevarles la «cesta». ¡Muy bonito! ¡Vea usted para lo que he quedado!

Mi mujer se larga a la habitación del pequeño, siempre tan quejumbroso y llorón, y delega en mí sus funciones de testigo presencial y de impedimento impediente. Yo, haciendo de mamá complaciente y miope, o de «carabina», aún más miope y complaciente, no les hago maldito el caso y me pongo a leer o a escribir.

Mas a pesar mío, a veces levanto la cabeza del papel o del libro y los observo. Así he podido apreciar lo que han progresado estas relaciones en poco tiempo. Marchan en cuarta, a ciento por hora. ¡Se miran ya con un arrobo! ¡Hay cada éxtasis y cada momento de delicioso y pasional deliquio! Mi sobrinita resulta más... viva, digámoslo así, de lo que yo creía. ¡Con qué transporte se ha entregado al amor! ¡Fíese usted de las mosquitas muertas!

El es un tío, engreído y farsante, que cada día me repugna más. Todo lo que hace es representar burdamente una comedia de amor para engatusar a la inexperta muchacha. Se me pasan unas ganas de interrumpir cualquiera de sus fogosos y mentidos parlamentos y ponerlo lindamente en mitad del arroja... ¡Si en vez de sobrina, Elena fuese hija mía!

18 de diciembre

Don Isaías nos ha mandado a llamar, y esta mañana, mientras tío Jesús estaba en la Oficina, hemos ido a la Clínica mi tía y yo.

A vuelta de muchos circunloquios y reservas, el viejo galeno nos ha dicho que encuentra a tío Jesús mal, que al reconocerlo nuevamente ha podido apreciar estertores o signos cavitarios en el pulmón, y que el análisis ha acusado la presencia del bacilo de Koch y de fibras elásticas en los esputos. Que le va a poner unas inyecciones de cierta tuberculina recién descubierta, pero que si no mejora con esta medicación es preciso alejarlo de Madrid, a lo menos mientras que dure el invierno.

Mi pobre tía ha escuchado sumida en silencioso llanto esta sentencia de muerte que se cierne sobre la cabeza de su esposo.

Mientras comíamos, tía Rosita ha participado a su marido la mitad de la mitad de las apreciaciones médicas. Mas aun así, y a pesar de los molitivos y paliatorios empleados, otro se hubiese alarmado; tío Jesús, no. Es de una inconsciencia optimista que asombra: nada aciago ha recelada Está convencido de que no necesita las inyecciones; no obstante, dice que se las dejará poner como medida de precaución y por complacernos.

¡Infeliz! Me inspira tanta lástima que hasta le perdono la malquerencia que le tiene a Miguel Le reprocha que no sea un sabio. ¿Pero son los sabios los que saben hacer más felices a sus esposas? En su apasionada injusticia llega a motejarlo de imbécil y a llamarle don Huero, don Vacío y otros apodos irrisorios. También le afea que se pavonee de guapo, yo nunca advertí esta fatuidad, que era disculpable padeciese, pues como guapo, por mi fe que lo es.

Y lo más sensible es que comete inconveniencias y groserías con mi novio, quien ha concluido por reparar en esta actitud tan insólita.

—Oye, ¿qué le pasa a tu tío conmigo?—me preguntó el otro día.

—Nada.

—Pues desde algún tiempo a esta parte lo noto muy cambiado con relación a mí. En ocasiones está hasta soez.

—Es que la enfermedad le desazona y le priva de todo humor y amabilidad.

No replicó, pero me pareció que no quedó muy convencido.

¡Que la Providencia quiera apiadarse de tío Jesús y volverle la salud! ¡Qué catástrofe, si no, en esta casa! ¡Y quitarle también esa ojeriza que, sin causa, le ha tomado a Miguelito! ¡Qué felicidad tan colmada me daría entonces!

2 de enero

Trabajaba hoy en la Oficina cuando, después de otro golpe de tos, sentí que la boca se me llenaba de sangre. Corrí al retrete a arrojarla, antes de que mis compañeros se pudieran dar cuenta. ¡Buen comienzo de año!

Al rato logré serenarme algo y volví a nuestro despacho, aparentando una tranquilidad que no tenía. Aunque la cantidad fué exigua y me consta que no era sangre pulmonar, la vista de tan precioso líquido vital me alarma siempre un poco. No lo puedo remediar, me es imposible dominar los nervios.

En cuanto me senté a mi mesa, mis camaradas, a quienes no había pasado inadvertida mi precipitada salida después del acceso de tos, se aproximaron.

—¿Qué le pasa? ¿Se ha puesto enfermo?—me preguntaron.

—No me pasa nada. He tenido que salir un momento a evacuar una necesidad, esto es todo.

Se volvieron a sus puestos, pero se veía que mi explicación no les había convencido.

Pues, señor, es lo grande tener que ocultar una enfermedad como si fuese un crimen. Y luego, siendo una enfermedad que carece de importancia, aunque ellos se empeñan en dársela, suponiendo lo que venturosamente no existe.

Cuando pienso que puedo volver a arrojar sangre en cantidad algo abundante, me echo a temblar. Tanto o más que el hecho en sí, me aterra que mis compañeros de Oficina pudieran enterarse de ello.

A mi mujer no le he dicho nada de lo sucedido hoy. Bastante debe haberla atemorizado don Isaías, que es algo metemuertos, pues todo lo que yo toco lo friega y estrega hasta sacarle brillo. ¡Hay un olor a zotal en toda la casa! A mi mujer le ha entrado, positivamente, la manía de la limpieza, pues aunque don Isaías le haya indicado que tome algunas precauciones, no creo que sea para tanto. Sin duda debiera agradecérselo, pues es de presumir que lo hace por evitar un problemático contagio a nuestros hijos, mas a veces llega a molestarme ese desapoderado afán de lavar cuanto mi cuerpo roza Me parece que inspiro miedo, asco, qué sé yo... Esto, aun dando de barato que en parte estuviese justificado, hiere las fibras más sensibles e íntimas de mi corazón,

5 de enero

Varias veces que había tenido que salir de mi departamento dé la Oficina, para evacuar alguna consulta en otro o para ir a despachar con el jefe, al volver había encontrado a mis compañeros reunidos en conciliábulo alrededor del radiador. En cuanto entraba cesaba el cabildeo y se disolvía la reunión. Indudablemente yo era el objeto de su parla y tal vez conspiraban en contra mía.

Esto despertó mi natural curiosidad, y ayer tarde aparenté tener que salir, mas volví a poco y me quedé escuchando detrás de la puerta. La palabra «contagio» llegó distintamente varias veces a mis oídos.. Después oí a Melgares, que tiene la voz recia, decir:

—En esta habitación abiótica, por lo reducida, baja de techo y poco ventilada, y donde trabajamos en un hacinamiento malsano, es bien fácil pescar lo que no se tiene.

Alguien le contestó, pero no llegó a mí la respuesta.

Otra vez la voz de Melgares se dejó oír:

—¡Aquí el que más y el que menos es cabeza de familia!

Por palabras sueltas que cacé, colegí que alguno—debía ser Pardo—proponía ir a exponer al jefe no sé qué.

La charla se hizo entonces más recatada: sólo un confuso murmullo percibía. No se necesitaba ser muy avispado para comprender que se ocupaban de mi modesta persona y que algo tramaban en mi daño.

Entré; tan abstraídos estaban, con las cabezas casi juntas, que no sintieron la puerta girar sobre sus goznes.

—¿Qué ocurre, señores?—pregunté al entrar, sin querer darme por enterado.

¿Para qué tener con ellos una explicación enojosa e inútil?

Al darse cuenta de mi presencia, Reparaz, que a la sazón hablaba, calló repentinamente. Todos quedaron un poco desconcertados.

—Melgares que nos refería el argumento de una película que vió anoche.

¡Sí, sí! ¡Si creerán que soy bobo de remate!

—¡Qué frío hace hoy!—manifestó Melgares.

Y comenzaron a desfilar para sus mesas, refregándose las manos una contra otra.

Nada, que están emperrados en que estoy tísico perdido, y no hay quien los apee de su burro. Y son tan crueles que, lejos de procurar tranquilizarme, quitándole importancia a mi dolencia, hacen todo lo posible por llevar a mi ánimo la convicción de que es más grave de lo que me figuro. ¡No creo se haya dado otro caso!

7 de enero

Hoy Reparaz, el más viejo y d más antiguo en la Compañía, de nuestro departamento, se ha acercado a mi mesa y me ha dicho:

—Amigo Manresa: se ve que la diaria tarca la fatiga; está usted delicado y debía pedir la baja.

—Le agradezco su interés, pero me encuentro perfectamente.

—Créame, una temporada de descanso le convendría.

Los demás compañeros habían alzado las cabezas y escuchaban nuestro diálogo. Seguramente que mi interlocutor venía comisionado por todos.

—¿La baja? Recientemente he estado casi un mes de baja. Así es que pedirla ahora otra vez sería tanto como ponerme yo mismo a medio sueldo. Y, francamente, con medio sueldo no puedo vivir.

—Permanecería poco tiempo en esta situación.

—Imposible.

—Si quiere intercederemos con el jefe en su favor.

—Mil gracias. Estoy muy bien, mejor que nunca. Hace tiempo que no me encontraba tan fuerte Considero por completo innecesario solicitar la baja o un permiso. Y, además, sería falso fundamentar la petición en el estado de mi salud. Sobre todo esto, el no tener nada que hacer, el estar mano sobre mano, me aburre.

—Como usted quiera—contestó mohíno, y volvió a su puesto.

Las cabezas de los demás compañeros se abatieron de nuevo sobre los expedientes en que trabajaban y sus plumas volvieron a garrapatear nerviosamente sobre el papel. Parecían contrariados.

Pues, hombre, estaría bonito que por un capricho tonto, que por un necio puntillo de amor propio, o en el mejor caso por querer tomar precauciones infundadas, hiciesen que los míos y yo estuviésemos a media ración, por estar a media paga. Y con tanto gasto extraordinario de médico y botica como tengo ahora. ¡Quieren echarme de la Oficina como se echa de la iglesia a un perro importuno y ladrador! ¡Ni que fuese un sarnoso, un tiñoso o un apestado! ¡Vaya una caridad!

A veces quisiera estar verdaderamente tísico y conocer el medio de inocularles mi enfermedad. ¡Y los contagiaría a todos con innegable placer! A ver si entonces, por propia experiencia, aprendían a tener una poca humanidad.

A la fuerza le hacen a uno ser malvado y tener malos instintos.

14 de enero

Mi jefe me mandó a llamar esta mañana.

Advertiré que mi superior es un filósofo profundo. Su sentencia favorita es ésta: «Las cosas son como son y no como quisiéramos que fuesen.» Nadie osará negar la enjundia de esta máxima, que repite hasta la saciedad.

Mi jefe llama a su despacho a uno de sus subordinados y le anuncia, tras fuerte reprimenda y la subsiguiente amonestación de despido, que ha encontrado en los libros de contabilidad que están a su cargo alguna pequeña falta o que se ha enterado de cualquier ligero descuido en el cometido que le está encomendado y que, en su consecuencia, le ha impuesto una multa de cinco días de haber. Después de comunicarle tan «agradable» nueva, mi jefe termina la catilinaria con su pensamiento perogrullesco:

—Las cosas son como son y no como quisiéramos que fuesen.

El empleado multado, que no suele sentirse enteramente compensado del grave quebranto sufrido en su modesto sueldo con tan sabia reflexión, sale del despacho echando las muelas.

Cuando me comunicaron la orden de mi jefe acudí presuroso y, por el camino, iba recordando su máxima predilecta y preguntándome: «¿Me llamará para imponerme una multa?»

Pero cuando, tras solicitar la venia para entrar, penetré en el despacho y no le vi con la faz adusta y el entrecejo arrugado que acostumbra adoptar para imponer una corrección pecuniaria, me sosegué. Por el contrario, me preguntó amablemente:

—¿Cómo va esa salud, Manresa? Me han dicho que sigue delicado.

—Estoy perfectamente. Me he repuesto por completo. Mi salud es inmejorable. ¿Tiene alguna queja de mi trabajo?

—No, no es eso.... Es que no hay más que verle la cara para convencerse de que continúa usted malucho.

«Pues sí que es único este tío para tranquilizarlo a uno»—pensé.

—Pero si...

—Nada, nada—dijo interrumpiéndome—, las cosas son como son y no como quisiéramos que fuesen.

Y tras breve pausa añadió:

—Va usted a solicitar dos meses de licencia.

—Es que hace poco he estado de baja por enfermo, como usted sabe, y temo que de concederme ahora la licencia, me la concedan con medio sueldo.

—Yo lo recomendaré a la Dirección para que se la concedan con sueldo entero. Y en último extremo, paciencia, la salud es lo primero; las cosas son como son y no como quisiéramos que fuesen.

—Le agradezco mucho su valiosa promesa. No darme la licencia con todo el sueldo equivaldría a arrojarme en la miseria.

—Es que son ustedes muy imprevisores y nada ahorran. No piensan en una desgracia, no precaven una enfermedad, no procuran ponerse a cubierto de una cesantía, de un revés económico o de cualquier otra catástrofe monetaria. Y las cosas son como son y no como quisiéramos que fuesen—expresó colocándome por tercera vez su muletilla.

«Me gustaría ver 1° que ahorrabas tú en estos tiempos, con seis de familia y cinco mil pesetas de sueldo»—pensé encolerizado.

—Bien, bien—continuó—, desde mañana puede comenzar a hacer uso de la licencia; yo le doy por anticipado permiso para que no venga. Haga la solicitud a la Dirección pidiéndola y tráigamela. La informaré en seguida favorablemente. Váyase al campo, y si puede a la Sierra, mejor... Verá que bien le sienta una temporada de respirar aires puros y sin estar sometido a la fatiga de la diaria obligación. A la vuelta vendrá hecho otro. Me dará las gracias entonces.

—Y ahora también por sus buenos deseos.

He vuelto furioso a mi departamento. «Es decir, que estos cochinos se propusieron echarme de aquí y no han parado hasta conseguirlo—me decía—. ¡Quién tuviese una bolsita llena de bacilos de Koch! Sembraría de ellos esta habitación antes de irme.»

Pero disimulé y nada dije. No quería darles el gustazo de que me viesen contrariado. Hice la instancia solicitando la licencia y volví al despacho de mi jefe a entregársela en propia mano.

—Está bien, puede retirarse. Y ya sabe, cuídese.

Tomé a mi departamento y anuncié en voz alta:

—Señores, me marcho; he pedido una licencia.

Irme sin decirles nada hubiese parecido cobarde deserción, Todos levantaron las cabezas, fingiendo una extrañeza que estaban bien lejos de sentir, pues estoy segurísimo de que mi jefe obraba por instigación de ellos.

—Hace usted muy requetebién—aprobó Reparaz—; una temporada de descanso le probará magníficamente.

—¡Tome muchos baños de sol!—me aconsejó Melgares.

—Ponga su alcoba al sol naciente y ventílela bien—apuntó Pardo.

—Lo que debe hacer es marcharse en seguida fuera, a un punto de bastante altitud—expuso Reparaz.

—Y hacer mucho ejercicio—manifestó Melgares.

—Hombre, no; ejercicio moderado, más bien poco—objetó Pardo.

—Y menos excesitos...—dijo Reparaz, guiñando un ojo.

Poco a poco se habían ido levantando y rodeando mi mesa. Y todos me prodigaban sus consejos con afectuoso interés. ¡Toma disfraces tan caritativos y altruistas el instinto de conservación y hasta el egoísmo!

Me han hecho una despedida cariñosísima. Al marcharme, uno a uno me han abrazado con efusión. «A enemigo que huye, puente de plata», pensarían. Con todo, tales demostraciones, si no tuviese la entereza de ánimo que pesco, me hubiesen metido el corazón en un puño y me hubiesen hecho ir derechamente, al salir de allí, a tomarme medida del féretro que por clasificación me corresponda. Mentiría, sin embargo, si dijese que no salí bastante impresionado.

Mas, a pesar de tan expresivas pruebas de amistad e interés, no he podido reconciliarme interiormente con los que, procurando más por su salud que por la mía, no habían cejado hasta desalojarme de su proximidad. Será, tal vez, la acentuada suspicacia que ahora frecuentemente me invade, pero para mí tengo que lo que les hacía mostrarse tan efusivos era el alborozo que les causaba el verse privados de un vecino molesto y quizá, en sus opiniones, peligroso. Era la alegría de haber conseguido expulsarme y poder respirar, al fin, sin temor.

Tan afectado iba con todo lo que había sucedido aquella mañana, que al transponer la puerta de las Oficinas me emocioné más de la cuenta y mis ojos se nublaron por el llanto. Pensé si nunca más cruzaría aquellos umbrales. No era extraño que lo pensase, pues cuantos conmigo tienen contacto procuran, con sus dichos y acciones, inspirarme tan halagüeño pensamiento. La humanidad es de una crueldad tan refinada que asusta. Además, desde algún tiempo acá me he vuelto una sensitiva, y por la menor cosa me enternezco y rompo a llorar. Estoy tan deprimido, tan aplanado,. ¿Y cómo no he de estarlo si todos, ¡todos!, en la Oficina y hasta en mi casa, se dedican a la dulce tarea de convencerme de la poca vida que me queda?

Afortunadamente, se equivocan. ¡Necesito creer que se equivocan! El miedo al contagio los ofusca y les hace ver visiones. Se equivocan, sí. Cada día me siento mejor. Como que dudo en seguir poniéndome esas inyecciones que me ha mandado don Isaías. ¿Para qué? ¡Y son tan caras! Considero que es un dispendio inútil.

Pero, aunque esté mejor, heme aquí condenado a forzosa inactividad. Y no es que yo presuma de trabajador, pero me modesta que me impongan la holganza contra mi voluntad y por causas imaginarias.

Volví a mi casa malhumorado y taciturno.

Apenas entré en el comedor, mi mujer comprendió mi contrariedad y abatimiento.

—¿Qué te nasa?—me preguntó alarmada.

—Pues nada: que, quieras que no, me han hecho aceptar una licencia—contesté con ribetes de ironía—. Y aquí me tienes... Parece que los compañeros de Oficina se interesan mucho por mi salud...

Como vislumbrase en los ojos de mi costilla un destello de zozobra, añadí:

—Tranquilízate; la licencia me la han concedido con el sueldo entero.

—¡Ah! ¡Vamos!—exclamó.

No le angustiaba mi licencia por lo que supone en sí: la firme creencia en mis jefes de que tengo una enfermedad grave y contagiosa, sino por sus consecuencias económicas: por la media paga.

Y, sin embargo, Rosita no es mala Nunca fué egoísta Siempre me quiso. Jamás titubeó ante el sacrificio. ¿Entonces? Es que por cima del cariño que me profesa pone el pan de sus hijos. Antes que nada, es madre. Y esta palabra lo explica y justifica todo.

15 de enero

Tío Jesús vino ayer con un buen berrinche de la Oficina, y todo porque le han concedido una licencia contra su voluntad. El pobre no se presta a admitir, ni por asome, que se encuentre enfermo de cuidado. Y es cosa de asombrarse: el resultado de este disgusto fué que decidió no continuar poniéndose las inyecciones de tuberculina. Parece como si quisiera persuadir a todo el mundo de que no tiene nada, para que esta persuasión de los demás acabe por reflejarse en su ánimo y llevar al mismo el convencimiento de que está sano por completo. Sus palabras y su proceder se diría obedecen a esta psicología, un tanto complicada. O si no, son propias sólo de un demente que pensase que, suprimiendo el medicamento, suprimía la enfermedad.

Dios y ayuda le ha costado a mi tía hacerle volver de su acuerdo y que siga poniéndose las inyecciones.

Con todo esto ha echado un genio insufrible. A mi no puede verme ni en pintura. Y a Miguelito, menos. Lo peor del caso es que no se recata en exteriorizar estos sentimientos. Y temo un choque entre ellos. Aunque yo no ceso de rogar a mi novio que no le haga caso, que no le tome en cuenta sus desconsideraciones, que a veces constituyen verdaderas groserías, porque el estado de su salud le ha vuelto irascible.

A mí se complace en hacerme sufrir, en insultarme, ¡sí, insultarme!: en decirme que me odia, que me desprecia.

Ayer tarde, a poco de irse Miguel, me increpó colérico:

—¡Qué furor te ha entrado por tu novio! ¡Te lo comes con los ojos! ¡Y a fe mía que es una prenda!

Yo callé, molesta y abochornada. Y él siguió implacable, remachando el clavo:

—Las mujeres, como tú, que se enamoran del primer quídam que llega, es porque no saben lo que es tener dignidad ni vergüenza. La desmedida afición al casorio les ciega hasta el punto de ver perfecciones donde sólo hay miseria y fealdad morales. Después de todo, en vistiéndose por los pies, cualquiera es bueno, ¿no es eso? El caso es llegar pronto al himeneo...

Me lo dijo así, con estas palabras; ni quito ni pongo. Yo me escurría llorando. Pero él, sin que le apiadasen mis lágrimas, continuó con la misma sans façon, con igual complacencia en el vejamen:

—¡Me repugna que las mujeres demuestren tanta necesidad de macho!

¡Qué delicadeza de expresión! Y, sin embargo, no me atreví a replicar a la afrenta en debida forma. Hubiese sido exacerbarlo y empeorar la situación. Me marché llorando y él se quedó recorriendo el comedor a grandes zancadas y manoteando, hecho un energúmeno. Desde mi cuarto lo sentía hablar solo, en voz alta, profiriendo insultos, desvergüenzas y amenazas, como un loco furioso. En estas ocasiones me da miedo y pienso que se encuentra perturbado y que lo debían recluir en una casa de orates, y hasta ponerle la camisa de fuerza.

Ignoro qué conexión hay entre el pulmón y el cerebro, pero debe haber alguna. Y entre los pulmones y el corazón. Porque antes tío Jesús no era malo. Mas desde que está enfermo ha cambiado mucho; tanto, que ahora ni yo misma sé cómo es... Especialmente, a Miguelito y a mí, nos ha tomado una inquina... ¿Y qué le hemos hecho nosotros que la justifique? Pero si a su misma mujer le ha cobrado horror…

Necesariamente ha de ser la enfermedad que lo tiene amargado, trastornado, enfurecido... ¿Pero por qué me insulta de este modo a mí, tan sin causa? ¡Si Miguelito se llega a enterar! Aquí era Troya. Así es que callo y sufra Pero mi silencio parece envalentonarlo y hacerle más procaz en sus injurias y diatribas. No sé dónde vamos a llegar... Mi situación en esta casa se hace por momentos insostenible... No ceso de pedir al Señor que me dote de paciencia para conllevarlo todo... ¡Y tan feliz como sería yo, sin esta con el amor de Miguelito!

19 de enero

Ya no es sólo en la Oficina: en mi misma casa, todos parecen haberse puesto de acuerdo para hacerme comprender la gravedad de mi estado. Sus acciones, unánimemente, parecen decirme: «¡No te forjes ilusiones! ¡Desecha toda esperanza! ¡No hay salvación para ti!»

¡Es horrible, monstruosa tal confabulación! Aunque fuese verdad que mi estado era tan desesperada deberían hacer todo lo posible por disimular a mis ojos su creencia; deberían evitar todo motivo e indicio de que yo me diese cuenta de ella. Pero, por el contrario, parece que se complacen reiteradamente en persuadirme de que me resta poca vida.

Días pasados, Jesusito, el mayor de mis hijos, que se sienta a mi lado a la mesa, fué, durante la comida a coger mi vaso para beber agua. Su madre, al punto, le riñó destemplada:

—Espera que te eche agua en el tuyo. Le vas a llenar de babas el vaso a tu padre.

El niño se quedó alicortado, con el brazo extendido, y no se atrevió a tomar el vítreo recipiente de mi pertenencia. Antes, mi mujer no mostraba este celo por que los niños no me llenasen el vaso de babas. Con frecuencia bebían en el mío, si estaba vacío el suyo.

Comprendí.

Entonces me fijé en que me ponen todos los días el mismo vaso, y me figuré que harían lo mismo con los demás adminículos necesarios para yantar. Meses atrás no sucedía esto: vasos, cubiertos, platos, todo era intercambiable entre nosotros.

Muy luego, cuando vi que la criada había guardado la vajilla ya fregada y limpia, en el chinero, abrí éste aprovechando el encontrarme solo en el comedor. Platos y fuentes estaban apilados por tamaños y formas en varias columnas de loza. Unicamente, en un escondido rincón, había separados del resto, sin que en su colocación se hubiese atendido a La igualdad de las piezas: un plato sopero, tres llanos y otro de postre, y sobre ellos vaso, cubierto y servilleta El vaso y la servilleta los reconocí: eran los que a mí me ponían. Examiné el cubierto, único que había allí, pues los otros los guardan en un cajón del mismo aparador. El tenedor, la cuchara y la cucharilla tenían en el rabo, por el envés, como un arañazo: una rayita casi imperceptible. Igual señal había en el mango del cuchillo.

Para acabar de cerciorarme, por la noche me situé en el comedor a la hora de poner la mesa para la cena. La criada, ayudada por Elena, puso manos a ello. Colocaban los platos, que tomaban de los montones del aparador, indistintamente en todos los sitios, menos en donde yo como. El mío permanecía vacío hasta que, por último, Elena cogió el montoncito de platos que había aparte en el referido rincón del chinero y me lo adjudicó a mí, poniendo también en mi lugar el vaso, cubierto y servilleta que tenían encima. Sin perder detalle, fingiendo leer un periódico, presencié la operación.

—Todos están en el ajo—pensé—: mi mujer, su sobrina, la criada, ¡todos! Me consideran un enfermo peligroso, que puede contaminarlos.

Este y otros precautorios actos, más o menos subrepticios, a que a mí y a los objetos de mi uso personal nos someten, parecen declarar paladinamente:

«Tiene una enfermedad incurable y contagiosa, y consecuentemente, hemos de tomar medidas preservantes adecuadas.»

Y no se preocupan gran cosa de que yo pueda advertir este lujo de precauciones y saque las correspondientes y desesperanzadas consecuencias. Casi no se recatan para ejecutarlas.

Soy un ser que inspiro desconfianza y asco a los suyos; un ser que es preciso aislar, hasta dentro de su mismo hogar; un ser al que no se pone en medio de la calle porque no es posible, por el qué dirán, pero a quien se procura tener lo más alejado, lo más apartado que sea factible.

En mi casa hay dos castas de personas: las saludables: mi mujer, su sobrina, nuestros hijos y la criada; y la enferma, constituida por mí. Y hay que establecer la debida separación entre ambas castas.

A los enfermos que son o pueden ser contaminadores, la sociedad los considera como ilotas y los despoja de todos sus derechos y prerrogativas de ciudadanos. Y en el seno del hogar, sus allegados les privan de los goces y consideraciones familiares. Es bastante desconsolador todo esto.

Mañana comienzan a ponerme la segunda serie de inyecciones. Ya no opongo resistencia a que me las pongan. Han acabado por convencerme de que estoy muy grave. Tal vez sea cierto, aunque yo no sienta nada.

Otro hecho, del que me voy dando cuenta, contribuye a apenarme, a contristarme. En mi familia, entre los que me rodean, conviven conmigo y comen mi pan, hay ya quien me odia: ¡Elena! Nunca lo hubiese creído. Desde que yo trato como se merece al mentecato de su novio; desde que se figura que pretendo interponerme en sus amores, me odia. ¡Sí, me odia con todas las potencias de su alma! Todos los motivos de agradecimiento que para mí debía tener, se han borrado con el enamoriscamiento por ese pelagatos que en malhora traspuso mi puerta. Estoy seguro que hasta se alegra de esa pretendida lesión en mi pecho. Claro que nada deja entrever; antes, por el contrario, pone cara larga y triste cuando se habla de mi enfermedad y me dedica atenciones que a otro podrían engañar. A mí, no. Conozco lo solapada, lo falsa—al fin mujer—que es. Su fingimiento no llega hasta soportarme mucho rato; en cuanto puede huye de mi presencia como de la del diablo.

Por mi parte, únicamente me inspira repugnancia. ¡Enamorarse de ese ente, idiota y presumido, de Miguelito! Yo la tenía por una muchacha de sentimientos finos y delicados, y resulta que sólo es lodo, ¡lodo! ¡Voto al chápiro verde!

22 de enero

Con la serie infinita de precauciones que toman, los míos siguen colmándome el alma de amargura.

Venía notando que mis hijos permanecían poco tiempo a mi lado. Antes, algunos ratos, jugaban conmigo. A los mayores les recortaba estampas, les hacía pajaritas de papel, les contaba cuentos y procuraba entretenerlos. El pequeño, cuando no estaba enfermo, venía a cabalgar sobre mis rodillas. Se encaramaba con dificultad a ellas, e incontinenti ordenaba:

—¡Arre, jaca!

Yo comenzaba a alzar las rodillas a compás, y él se reía alborozado. Cuando se cansaba, me daba un beso y se marchaba corriendo.

Pero ya no vienen, ni los mayores ni el pequeño, que ahora, afortunadamente, no guarda cama, como si obedeciesen a una rígida consigna que, sin duda, su madre les habrá dado.

Al principio no paré mientes en ello, pero esta mañana ha ocurrido un hecho baladí, que ha sido para mí una revelación. Los pequeños, como los grandes descubrimientos, suelen ser consecuencia de cualquier circunstancia trivial. Encontrábame en el comedor, sentado en esa butaca en que paso la mayor parte de las horas del día, cuando sentí los torpes y vacilantes pasos del benjamín, que venía corriendo por el pasillo en dirección a donde yo estaba. Mas antes de llegar a la puerta del comedor, su hermano mayor lo alcanzó y lo detuvo, y le dijo en voz baja, pero no tan baja que yo no lo oyese:

—¡Vente, ahí no vayas!

—Quelo ir con papá.

—No, que ya sabes que mamá riñe.

Y se lo llevó. Sentí una punzada dolorosa en el corazón. Su madre les ha aleccionado para que huyan de mí: ¡de su padre! Temerá que, respirando el mismo ambiente que yo, pueda inficionarlos mi aliento mefítico. Ya no podré jugar con mis hijos mayorcitos, ya el pequeñín no se subirá sobre mis rodillas. Pasarán por mi lado como fugaces meteoros, y yo no me atreveré a detenerlos. ¡Qué dolor! ¡Qué desconsuelo!

¡Tampoco me besan ya! ¡Mi boca debe exhalar ponzoña! Antes, cuando llegaba de la calle, venían todos corriendo, en competencia, a besarme. Ya no vienen. Su madre les debe haber prohibido también que salgan a mi encuentro. ¡Ya no puedo ni besar a mis hijos!

Comprendo que, creyéndome, como me creen, tuberculoso, hacen bien en resguardarlos de un posible contagio. Mis besos podrían serles fatales. Esta consideración me hace resignarme al despojo de las caricias de mis hijos; despojo que, aun así, me parece a veces intolerable.

La otra tarde no pude contenerme y besé al más chico. Después he estado varios días lleno de remordimientos. ¿Le habría transmitido esa horrible enfermedad que dicen que padezco? No, no los volveré a besar, me contendré; no quiero más reproches de mi conciencia Pero es muy triste el tenerse que privar de hacer una caricia a un hijo, y más triste aún que el hacérsela nos produzca remordimientos.

Si estoy tuberculoso, bastante predisposición a la tuberculosis tendrán ya, siendo hijos míos, para que aun trate de aumentarla con manoseos y ósculos. Y si, desgraciadamente, me cercioro de que tengo el pulmón dañado, bastantes remordimientos abrigaré por haberles dado el ser, para acrecerlos todavía. Aunque me exima de culpa el que hasta hace poco no pensaba, ni remotamente, en que pudiera haber en mí un candidato a tísico, no dormiré tranquilo.

Me atormenta el pensar que, de estar en lo firme la gente que me rodea, el único capital que podré legar a mis infelices hijitos es esta predisposición a la tuberculosis. ¡Bonita herencia! ¡La herencia tuberculosa!

Hoy estoy fúnebre. Con tanta medida preservativa acabaron por ennegrecerme el humor. Yo no sé si estoy hético, pero si no lo estoy acabaré por estarlo. Se las componen de modo que mi pensamiento no reina en otra idea. Y si no tísico, me volveré loca ¡Este espectro de la tuberculosis, que continuamente ponen ante mis ojos, concluirá por hacerme perder la razón!

Pero, esté o no esté tuberculoso, ¡qué crimen el que entre todos están cometiendo conmigo! Todos a una y mi familia en primera fila.

La humanidad, de puro egoísta, es perversa Y puesto que, poco o mucho, he de vivir entre ella seamos también algo perversos. Es quizá el único medio de que lo respeten a uno y lo dejen, relativamente, en paz.

27 de enero

Con muchos circunloquios, mi mujer me ha insinuado la idea de que debemos dormir separados, porque, según dice, sin querer me destapa, me airea, y puede ser causa involuntaria de un enfriamiento. «Dormirás más cómodo y mejor durmiendo solo», me ha asegurado.

De sobra sé que ésta es la máscara con que encubre su repulsión o su temor al contagio. No hay tal interés, es fingido; lo que hay es lo que digo.

¿Repugnará ya a mi mujer? ¿Experimentará esa repulsión, que aseguran que es instintiva y fuerte, que experimenta todo organismo sano a ponerse en contacto con otro enfermo?

Cuando trato de acariciarla, el eterno pretexto florece en sus labios:

—Estate quieto; ya sabes que el médico tiene recomendado...

O bien:

—Acuérdate de lo que don Isaías te ha dicho...

Y si logro vencer su resistencia, procura rehuir mi boca de la suya y se presta pasivamente a mis deseos. Parece como si cumpliese un penoso e indeclinable deber. En ocasiones logro incendiar sus sentidos, pero es una llamarada fugaz, una entrega forzada Por la contrariedad que, apenas disipado el espasmo sensual, adivino en sus ojos, comprendo que contra su voluntad, que a pesar de ella, fué partícipe de mi deleite.

Y esta actitud de frialdad, de vigilante reserva en nuestras relaciones sexuales, que hasta ahora nunca noté en mi esposa, me sume en dolorosas cavilaciones. ¿Es que le inspiro repugnancia siente bascas al besar mi boca? ¿Es que teme al contagio? A una de estas dos causas tiene que obedecer su conducta, pues las recomendaciones que el médico ha hecho sobre la conveniencia de poner moderación y freno en el uso y en la frecuencia de los placeres genésicos no conseguirían ahuyentarla de mí. El imán del goce la atraería a mis brazos y podría más en ella que tales recomendaciones formularias. A su pesar, se dejaría arrastrar por su temperamento de amorosa. Si procura una rígida observancia del consejo facultativo es por algún motivo, poderoso e invencible, que surge en ella al contacto conmigo y que la constriñe a separarse de mí. Y este motivo no puede ser otro que alguno de los dos apuntados, que quizá en el fondo sean uno mismo, pues la repugnancia la debe engendrar el temor al contagio, debe ser una consecuencia inevitable de tan pavorosa posibilidad. Es un temor tan incontrarrestable, un pánico tan desmesurado, que paraliza sus sentidos y le hace desoír la imperiosa llamada de Eros.

Y este temor al contagio, y, por consiguiente, su esquivez y resistencia a entregarse al transporte amoroso, ¿serán instintivos? ¿Será el medio de que se vale el genio de la especie, un genio de la especie «reflexivo», para evitar la generación de seres que forzosamente han de venir al mundo enfermos y defectuosos? No, no es esto, porque, en tal caso, lo lógico sería que apagase los ardores en mí, que soy el enfermo, y no en ella, que es la sana. Además, que el tal genio sabemos que es de lo más atolondrado e irreflexivo que darse puede. Mas si no es el genio de la especie, ¿será el instinto maternal de la mujer que vela por los frutos aún no engendrados en sus entrañas? Tampoco, porque este instinto, latente siempre en la mujer, no se manifiesta y actúa hasta después de la concepción, y prueba de ello es que, cuando son ellas las enfermas, no siempre rehuyen el ayuntamiento. No es, por tanto, una resistencia profiláctica de la prole futura.

No es el genio de la especie ni el instinto maternal el que inspira la repugnancia que mi mujer siente por mí y que le impide corresponder a mis caricias, sino otro instinto más egoísta: el de conservación. El de conservación individual, mucho más poderoso que el de conservación de la especie. Aquél es, sin duda, el que mitiga su ardimiento, el que amustia sus deseos, el que pone gélida su piel cuando mi mano la roza. Es un sentimiento avasallador, que surge repelente en cuanto mis brazos se extienden hacia ella.

Sabe que soy un enfermo, y un enfermo contagioso, y en su avidez por conservar la salud, huye de mí. Es, por tanto, una repulsión consciente, razonada e impuesta por el cerebro a los sentidos. Y prueba de que tiene estos caracteres reflexivos es que, si ella no me creyese enfermo, aunque lo estuviese, no experimentaría esa frialdad y despego.

Queda, pues, sentado que la tal repulsión es un sentimiento egoísta y meditado. ¿Hasta qué punto es egoísta? ¿Está inspirado sólo por su interés personal, o hay también su parte de interés maternal?

Quiero creer que este segundo egoísmo es el predominante, que es casi el único móvil de su conducta, para poder exculparla. Quiero hacerle la justicia de pensar que no teme contagiarse por ella, sino por las consecuencias que este contagio puede tener para los pequeños. Pienso que se habrá dicho:

«Jesús está tuberculoso; si yo también me pongo, ¿qué va a ser de estos hijos de mi carne y de mi alma, que no tienen a nadie fuera de sus padres?»

La mujer, me digo, es, por cima de todo, madre. La madre, antes que hija, antes que esposa, antes que todo, es madre. Madre y nada más que madre. La maternidad hace pasar a plano secundario cualquier otro sentimiento. Por algo tiene el depósito sagrado de la conservación de la especie. Y como celosa guardiana de este depósito, abandona al padre si ve que constituye una rémora para la creación de su prole, y al marido si se persuade que es un peligro para la conservación de dicha prole, una vez creada.

Sí, Rosita es lo suficientemente abnegada para no temer el contagio por sí, para exponerse a él, con todas sus consecuencias, con tal de demostrarme que no le preocupa ni cree en mi enfermedad. Son los hijos los que la tornan asaz prudente. Si no los tuviésemos, no sería así.

Pero si en ocasiones pienso de este modo, en otras creo advertir inequívocas señales de que su repulsión es pura y sencillamente producto de un condenable egoísmo personal, sin derivaciones ni excusas; que nunca pensó en sus hijos al evitarme, que pensó sólo en su persona. Y, entonces, me irrito y exaspero contra ella. Es mi espesa, me digo, y está obligada a no sentir tal repugnancia ni tal pavor. Unió su destino al mío y es la llamada a compartir conmigo lo bueno y lo malo. Quien está a las maduras debe estar, también, a las duras. Supongamos que sea cierto que yo esté tuberculoso; pues que tenga paciencia, que parta conmigo el pan y el lecho como cuando no lo estaba. ¿Que se contagia? Será muy sensible, pero son gajes del oficio de esposa. Que se fastidie, más me fastidio yo; que no se hubiese casado.

Bien analizado todo, si yo estoy tuberculoso, ¿no tendrá ella gran parte de culpa? Los sacrificios en el ara de Venus, que repetidamente hemos consumado juntos, ¿no habrán producido, o, por lo menos, acelerado el padecimiento? Además, si yo hubiese permanecido soltero, ¿no hubiese podido tener un cuido mucho más esmerado del que he tenido? Siendo solo, mi alimentación pudiera haber sido mucho mejor: más sana, abundante y nutritiva. Tres o cuatro mil duretes, restos del naufragio del patrimonio familiar, que heredé de mis padres, a fuerza de pellizquitos y pellizcazos en calamidades y trances apurados se han disipado como el humo desde que nos casamos. Y ahora, que me vendrían tan bien, he de estar atenido al corto sueldo.

Sí, indudablemente que si estoy enfermo Rosita es causante, o, a lo menos, coadyuvante de mi enfermedad. Por eso me indigno cuando creo observar que, al rodearse de precauciones para inmunizarse, obra sólo a estímulos de un egoísmo personal y odioso. Si tales precauciones las dicta el amor maternal, las encuentro, hasta cierto punto, justificadas; pero si no, son vituperables en extremo. Y lo que nunca serán excusables son las exageraciones en materia tan delicada, y este divorcio, o cuando menos, esta completa separación de cuerpos que me ha propuesto, es, ciertamente, exagerada. Tan extremada medida sólo sería justificable si fuese de absoluta precisión, y de absoluta precisión no es cuando el médico no la ha ordenado. Recomendó prudencia, pero no completa privación. Lo que no esté impuesto por la suprema ley de la necesidad, nunca podrá disculpar este apartamiento antinatural entre marido y mujer. Su excesiva aprensión me lastima y contraría caprichiosamente. ¡Qué bien empleado le estaría que yo buscase fuera de casa lo que no encuentro en ella! Pero no, puede estar tranquila; ni tengo humor ni medios económicos para echar canitas al aire, yéndome de picos pardos. Haré voto de castidad temporal, hasta que esté bien del todo o el demonio me tiente. Haré vida eremítica en el centro de la villa y corte.

Porque, aun encontrándolo injustificado por completo, a sus primeras insinuaciones he consentido en la separación. Me he allanado por dignidad, por amor propio ofendido. No he querido hacer valer mis derechos de esposo.

Se va de mi cuarto, abandona el lecho conyugal. Héteme aquí viudo; viudo y con mi mujer al lado. ¡Qué anomalías presenta la vida! ¡Qué situaciones más extrañas me está creando mi supuesta enfermedad!

¡Ya ni el placer quieren compartir conmigo! ¡Ni aun mi mujer! Y el caso es que todavía me siento joven, fuerte y sediento de amor y de caricias; lo cual pienso que es prueba de que no debo estar tan enfermo como presumen.

Y constituyen otras pruebas de esto mismo el que no he vuelto a echar sangre, el que subo cada vez mejor y más aprisa las escaleras de mi casa y el que como perfectamente y duermo como un lirón.

Sin embargo, callo y me resigno con el sambenito de tuberculoso que han querido colgarme, pero el día en que tengan que confesar que se han equivocado y que estoy bueno y saludable, ¡ese día me van a oír! ¡Les he de enumerar una por una todas las crueldades que conmigo han cometido mis familiares, mis compañeros de oficina, mis amigos y allegados! Para entonces los emplazo. El desquite será sonado y magnífico.

Entretanto, tratemos de hallar justificación a que todos, hasta mi mujer, huyan de mi lado. Si mi aliento emponzoña y mata...

29 de enero

Hoy he hecho un terrible descubrimiento: estoy enamorado de Elena, y enamorado apasionadamente.

Como me levanto tarde, todas las mañanas entra en mi alcoba a darme una cucharada de ese específico nada gustoso que el médico me recetó últimamente. Ella pone la cuchara, llena de la pócima, entre mis labios, y yo, soliviándome un poco, pero sin sacar los brazos de entre las sábanas para no enfriarme, bebo su contenido. Después, con una servilletita, me limpia la boca. Hoy, al efectuar esta postrera operación, su mano ha rozado mis labios, y sin saber lo que hacía, en un impulso poderoso e irresistible, la he besada La besé débil y calladamente, pero la besé. Elena no se dió cuenta o fingió no dársela. Nada dijo ni hizo. Ni un reproche, ni una queja. Dejó la servilleta sobre la mesita de noche, me arregló un poco el embozo y se marchó con naturalidad, como de ordinario.

Pero este beso, casi inconsciente, ha actuado de revelador. Sentimientos y deseos que no se me habían manifestado claramente, pero que allá, en mi subconsciencia, tenían larga existencia y firme arraigo, han aparecido a plena luz. En realidad fué sólo una revelación a medias, porque hace tiempo que sospechaba y temía lo que sucede en mi corazón. Cerraba los ojos y no miraba para adentro. Le tenía miedo a la inspección introspectiva. Miedo porque presumía lo que iba a descubrir. Me resistía a confesarme que amaba a Elena. Ahora ya no puedo abrigar dudas de la clase de sentimiento que la muchacha me inspira.

Y no pararon aquí las cosas: por la tarde, al entregarme no recuerdo qué objeto, un momento su mano estuvo entre las mías. Al sedeño contacto, sentí como un latigazo en la espalda, como si una descarga eléctrica atravesase mi cuerpo. No sé qué atávicos impulsos de hombre salvaje, de macho violento y arrollador, resucitaron en mí., ¡Qué cierto es que debajo del hombre civilizado coexiste el hombre de las cavernas! Un deseo imperioso, casi irrefrenable, de aprisionar aquella mano y lanzarme sobre ella y cubrirle el rostro de besos, se apoderó de mí. Fué una ráfaga de locura, de extravío, que a duras penas pude sofocar. Conseguí, al cabo, dominarme, mas no tan instantáneamente que Elena no notase en mí algo extraño.

—¿Qué te pasa?—me preguntó.

—Nada, nada un pequeño vahído.

Creo que no sospechó la verdad.

Mas este intenso vértigo, sofrenado a tiempo, vino a corroborar y ratificar mis deducciones de por la mañana. No hay ya confusión posible Lo que siento por Elena es amor, amor en la plena acepción de la palabra ¡Este ha sido mi terrible descubrimiento!

¿Cuánto tiempo lleva esta pasión oculta agazapada, en mi corazón? A ciencia cierta no lo sé, pero presumo que bastante. Es un sentimiento que, poco a poco y cautelosamente, se debe haber ido incubando, hasta que hoy, ya formado y vigoroso, ha hecho explosión. La mayor convivencia durante mi ya larga enfermedad, que me obliga a no salir casi de casa y a verla a todas horas, debe haber desarrollado y robustecido rápidamente este sentimiento en las últimas semanas.

Y sólo ahora, exasperado de verla arrojada a la vorágine del turbio amor de Miguelito, y aterrado por la inminencia de perderla se ha atrevido a dar audazmente la cara. No tuviese novio Elena y este amor mío hubiese continuado escondido en mi pecho sin osar alzar la cabeza.

Sí, no hay duda posible: la quiero con locura, con idolatría como nunca quise a otra mujer, ni aun a la mía Y esta nefanda pasión comprendo que se ha adueñado de todo mi ser y que es inútil tratar de combatirla Mi corazón, mi cerebro, mis sentidos, son de ella y nada más que de ella A todas horas pienso en Elena; no hay minuto en que no la desee ardientemente, vorazmente.

Pero este maldito amor lo he de ocultar y fustigar, sin que nadie, ni aun la adorada imposible, lo vislumbre. Mi voluntad tendrá que hacer milagros para lograrlo. Forzaré mi imaginación a que piense en otras ideas y se recree en otras imágenes, domaré mis violentos impulsos de acometida, atenacearé y castigaré mis sentidos y reprimiré la fiebre sensual que me consume. Le hablaré ásperamente, cuando quisiera hacerlo abemoladamente. No la miraré, o la miraré con indiferencia cuando quisiera comérmela con los ojos. Huiré de su presencia, cuando mi único placer es permanecer a su lado. Este amor será mi castigo, mi suplicio de todos los instantes.

Sí, es preciso, absolutamente preciso que este amor no salga de mi pecho, donde en infausta hora brotó. Que persona alguna, y menos ella, lo adivine.

¡Elena! ¡Elena! ¿Por qué te habré conocido tan tarde?

31 de enero

¡Qué martirio el mío! ¡Estar junto al manantial y no poder saciar la sed!

Es otro, ¡otro!, el que bebe su amor y beberá también sus caricias. ¡Y yo hasta tengo que presenciarlo!

Procuro aherrojar mi imaginación, mis sentidos, y todo en vano. ¡No pienso ni deseo otra cosa! Es una delectación morosa y continua.

¡Cómo los odio cuando los veo juntos! Y el caso es que experimento un indefinible placer, una especie de masoquismo, en observarlos, en espiarlos, en adivinar las palabras que en acariciador susurro cruzan, en sorprender las furtivas caricias que sus manos se prodigan. Aunque, a veces, mis nervios se crispan, mis dedos se engarabatan, mi mirada se extravía y tales deseos me acometen de hacer daño, de destruir, de insultar, que tengo que morderme los puños para callar y no delatar mi irritación. Pero lejos efe apartar la vista de ellos, todavía los miro con mayor ahinco. Indudablemente hay un goce en el dolor, aun en el peor dolor.

Ayer, ¡ayer!. Era ya anochecido... Ellos estaban en un rincón en penumbra... ¡Cómo buscan las regiones de sombra! La pantalla reconcentraba la luz de la bombilla eléctrica sobre la mesa camilla. Sus bustos y sus cabezas quedaban fuera del haz luminoso. Miguel, que casi me daba la espalda, me ocultaba el rostro de su amada. Sin embargo, yo no perdía ninguno de sus movimientos. El espejo que adorna el cuerpo superior del aparador, me les descubría. Mi espionaje era tan cauto, tan disimulado, tan intermitente, que los enamorados, confiados, creerían que ni los observaba ni los veía. Además, el resto del mundo no existía para ellos; el ardor candente de su pasión los aislaba. Así pude comprender que el granuja de Miguel le pedía un beso... Si, se lo pedía, estoy cierto. El mimoso movimiento de los labios de él, la sorpresa que expresaron los ojos de ella, todo me lo revelaba... Mi indignación, mi ansiedad no tuvieron límite... Estuve a punto de saltar... No sé cómo pude contenerme... ¡Habrá canalla!... Elena se lo negó; se lo negó, sí, pero sin ofenderse lo que debía... El no pareció insistir. Esperará otra ocasión más propicia para volver a la carga ¡Estos son mis tormentos! ¡Esta es mi vida! Qué agradable, ¿no?

3 de febrero

Tres días lleva Elena luchando en concederle el primer beso a su novio. El malvado de Miguel aprieta el cerco como un condenado... Ella titubea, vacila, pero ya se bate en vergonzosa retirada y se apresta a evacuar las últimas trincheras... No combatió con gran denuedo en estas postreras posiciones, antes, al contrario, lo hizo con una flojedad, con un desmayo...

Anoche hubo un momento en que leí en sus ojos la resolución de dárselo; es más, leí, ¡nunca lo hubiese leído!, el placer que le ocasionaba otorgar la concesión... ¡Esta Elena, y qué diferente va resultando de como yo me la imaginaba!

Para un espectador indiferente, desinteresado de la cuestión, a fe mía que hubiese resultado curioso el espectáculo... Esa lucha que en Elena reñían el pudor y la pasión, aunque no muy porfiada, era interesante... ¡Pero para mí! ¡Con qué ansiedad contemplaba en el espejo el desarrollo de sus distintas fases! ¡Ojo avizor siempre para no perder detalle! Con qué angustia me preguntaba a cada momento: «¿Se lo dará?» «¿No se lo dará?» A no estar tan absortos en su amor, hubiesen forzosamente reparado en que, anhelante y sin perder tilde, seguía las peripecias del duelo. ¡Y con cuánta zozobra las seguía!

Al principio tenía confianza en la virtud y resistencia de Elena, pero poco a poco la he ido perdiendo... Cualquiera que, sin importarle la muchacha, observase el juego y no fuese perro viejo, hubiese comenzado apostando a que no le concedía el beso; pero anoche, ¡anoche!, hubiese apostado con certeza diez a uno a que se lo daba.

¡Qué tres días, con sus correspondientes noches, de incertidumbre, de inquietud, de tortura, he pasado! Esta noche última no he podido cerrar un ojo... Si me dormía un poco, en seguida me despertaba sobresaltado, pues, entre sueños, creía ver, reflejado en el espejo, el rostro gozoso de Elena con sus labios entreabiertos para otorgar la solicitada caricia... ¡Horror!... ¡Con unas cuantas noches como ésta, concluyo en un manicomio!

Esta maldecida pasión comprendo que perjudica mi endeble salud, que me daña, que me mata... Pero ¿cómo extraerla de mí?

Hoy no he podido contenerme más.. Tenía la convicción de que esta noche Elena accedería, de que le daría el beso pedido... Esta certidumbre me tenía sobre ascuas, loco... Comprendía que no podría reprimirme, que saltaría al verla besar al infame... Y como llegue a saltar, a ése no lo sacan tan asina de entre mis manos... Y traté de evitarlo... Traté de evitarlo por ella, por mí y por todos.

Después de la comida, mi mujer se marchó al dormitorio del pequeño. Aproveché la ocasión para espetarle de sopetón a su sobrina:

—¡Elena, Miguel te ha pedido un beso!

—¡Qué cosas dices!—contestó hecha una amapola.

—¡Es inútil que trates de negarlo! ¡Lo sé a ciencia cierta! ¡Y tú llevas tres días dudando en dárselo!

—¡Tío Jesús!—me replicó ofendida, con enérgico reproche.

—¡Te digo que es estúpido que lo niegues! ¡Lo sé perfectamente! ¡El muy bandido!. ¡No se lo des!—y cada vez más excitado, sin mucha conciencia de lo que decía, añadí en son de amenaza:—¡Es un miserable, un bribón! ¡No merece tu amor! ¡Cuidado con dárselo!

Ella me miraba atónita y atemorizada. Me había levantado de la butaca en que estaba sentado, y gritaba, perdida la prudencia. Debía parecer un poseído. La indignación se había adueñado de mí por entero: estremecía mi cuerpo y estrangulaba mis palabras.

Atenazándola por la muñeca, le conminé.

—¡Prométeme que no se lo darás!

Ella, luchando por desasirse, exclamó:

—¡Suelta, tío Jesús! ¡Me haces daño! ¡Y me ofendes! ¡Me ofendes gravemente!

Cada vez más fuera de mí, le dije:

—¡No, no te suelto hasta que me jures que no lo besarás! ¡Has de jurármelo! ¡De besar a algún hombre, bésame a mí, que soy el que de verdad te quiere! ¡Sí, yo soy quien te quiere, y nadie te quiere como yo!

Y, sin verdadero dominio sobre mí, me abalancé a abrazarla, dispuesto a posar mis labios, tembloroso? por la ira, sobre su hechicero rostro. Pero Elena dió un grito, esquivó la cara y de improviso me pegó un fuerte empellón, que me arrojó sobre la butaca de que me había levantado. Antes de que me repusiese, huyó.

Salió corriendo del comedor y la sentí encerrarse en su cuarto.

Quedé un rato aniquilado, destrozado, como roto, sin pensar ni sentir, en la misma posición en que violentamente me hizo sentar.

Paulatinamente se fueron aclarando mis ideas, pero sólo ahora comprendo toda la trascendencia de esta escena absurda y brutal.

Después de todo, ha sucedido lo que tenía que suceder: lo irremediable. Ya no hay medio de disimular ni de encubrir mi amor. Ya lo conoce. ¿Qué hará ahora? No lo sé. ¿Se lo dirá a su tía? ¿Se marchará de esta casa? ¿Se irá con Miguel? He sido un imprudente, un insensato. Si se marcha, ¿cómo voy a vivir sin verla? Aunque inasequible, era lo único que me reconciliaba un poco con la vida.

¡Desgraciado de mí, he destruido la precaria felicidad que gozaba!

En toda la tarde no la he vuelto a ver. Pretexto una jaqueca y no ha salido de su cuarto ni a cenar. Miguel no ha venido este anochecer. Le debe haber escrito para que no venga.

¿Qué resolución estará madurando? Lo ignoro.

Mi corazón angustiado grita a cada paso: «¿Que no se vaya!» ¡Si se va, qué va a ser de mí!

3 de febrero

Tío Jesús ha perdido el juicio. Lo ha perdido, si. ¿Quién, con el juicio claro y sereno, hubiese procedido como él ha procedido hoy conmigo?

¡Cómo me ha hecho sonrojar! ¡Cómo me ha hecho temblar y sufrir! ¡Qué deplorable, qué bochornosa la escena que acabamos de tener! Y todo por una causa tan insensata... que no me atrevo a confiarla al papel.

Nunca lo vi así. Su aspecto era espantable y grotesco a un mismo tiempo. Los ojos, saltones e inyectados en sangre, parecían querer salir de sus órbitas. El labio temblón. Las facciones contraídas por la cólera. Tan pronto rogaba balbuciente, como furioso amenazaba a gritos, y siempre se expresaba tan atropelladamente, que casi no se le entendía lo que decía. Con frecuencia, la ira no le dejaba articular las palabras, y de su garganta salían sólo roncos sonidos guturales. A veces ni eso, y únicamente el mentón trémulo daba indicios de su deseo de hablar. ¡Estaba horrible! ¡Y yo llena de pavor!

Cuando me cogió por la muñeca, creí que me la iba a partir, de tal modo apretaba. No sé cómo pude reunir fuerzas para rechazarlo y huir. Corrí a mi cuarto, y no considerándome segura, me encerré por dentro.

Y aquí estoy, aún asustada y temblorosa.

Tío Jesús me ha declarado que me ama. Ya venía yo recelando algo extraño en su conducta para conmigo. La escena de esta tarde ha acabado de hacer brotar la luz en mi espíritu. Me quiere, sí, y no con un cariño familiar y tranquilo, sino con amor carnal y violento...

Pero aun hay más. Tío Jesús, tan bueno, tan ecuánime, tan hidalgo, ha pretendido besarme... Estoy suspensa, admirada. ¡Yo que lo conceptuaba incapaz de toda acción fea o deshonrosa! Perseguir a su sobrina, a su pupila. ¿Es creíble esto? ¿No será un engaño, una jugarreta de mis sentidos? Lo he visto, lo he tocado, y me resisto a creerlo. ¿Este tío Jesús del villano proceder es el mismo tío Jesús de las ideas nobles y levantadas? Me hago cruces... Si, hace unos meses, me hubiesen dicho que tío Jesús llegaría a esto, me hubiese reído o me hubiese indignado; pero no lo hubiese creído nunca... Es preciso que a tío Jesús lo hayan cambiado, que lo hayan vuelto como a un calcetín.

Esta pasión de tío Jesús me coloca en una situación difícil, inestable, peligrosa en esta casa.

¿Qué hacer? Por lo pronto le he enviado a Miguel una carta con la sirvienta, diciéndole que estoy indispuesta y que no venga a la hora acostumbrada. Necesito tomarme algún tiempo para coordinar las ideas y trazarme un plan de conducta antes de verlo.

¿Qué hacer?

4 de febrero

Otra noche terrible de insomnio ¡Y qué noche! Al más leve ruido, pensaba que Elena abría con cautela la puerta de su cuarto para escapar furtivamente a reunirse con su amado. ¡Qué horrible suposición! La rabia, los celos, me hacían llorar, morder la almohada o retorcerme como un endemoniado.

Al fin fué de día. Comprendí que para evitarme el tormento de otra noche como esta, no tenía más remedio que darle explicaciones, que tranquilizarla. Imposible vivir bajo la amenaza de su marcha. Resolví, en consecuencia, desvanecer sus temores. ¡Todo antes que dejar de verla!

Hasta la hora de comer no me la ha deparado su resentimiento. Esta mañana no fué a darme la medicina. Cuando entró en el comedor, traía los ojos enrojecidos, como de haber llorado.

Terminada la comida, mi mujer, como de costumbre, se marchó con el pequeño. Elena se levantó a poco, dispuesta a seguirla, en vez de coger la labor, como otras tardes, e irse a sentar junto al balcón.

—Elena, haz el favor, no te vayas. Tenemos que hablar. Un momento...—le rogué serenamente.

Ella permaneció en pie y, sin mirarme, contestó lacónicamente:

—¡Habla!

—Te he de pedir perdón por lo de ayer. Fué un momento de extravío, de ofuscación. Olvídalo, haz cuenta de que nada te dije, de que nada pasó. Sigamos como antes, como siempre. ¿Me perdonas?

—¿Me prometes no reincidir en tus demencias?

—Te lo prometo.

—Piensa que si vuelves a las andadas, me vería obligada a irme de una casa donde de tal modo se me ofende.

—¿Y dónde irías?

—¡Qué sé yo! ¡Donde fuere!

—Puedes estar tranquila.

—Bien; sea. Te perdono; pero acuérdate de lo que acabas de prometer solemnemente.

Para firmar las capitulaciones, le he alargado mi diestra, y al estrechar la suya, mi mano temblaba ligeramente. ¿Temblaba porque renuncia a lo que tanto ansia? ¿Temblaba por el escalofrío del deseo que el roce con su piel de raso me produce?

Me prometo cumplir lealmente lo pactado. Viviré muy alerta para que mis acciones no delaten más mis sentimientos.

Su corazón no es mío. Es de otro. De ese odiado rival. Y su cuerpo divino, ¡maldición!, será también del otro. Pero, al menos, los contados días de existencia que me quedan, gozaré de su presencia. Mi pecho enfermo respirará el mismo aire que respira el suyo, pletórico de vida.

Porque, desgraciadamente, todos tenían razón. Estoy tísico. Soy hombre perdido. Estas ludias, estos quebrantos morales, han acabado de minar mi deleznable salud. Toso, respiro con anhelo, no tengo fuerzas ni gusto para nada.

Después de todo, la muerte, en mis condiciones, es una liberación.

7 de febrero

Quiero dominarme y aparecer indiferente y tranquilo ante el idilio de Elena y el botarate de Miguel y no puedo por mucho que me violento. La vista de ese adonis de guardarropía me irrita y exaspera.

Hoy, que no estaba mala del todo la tarde, decidí ausentarme, para no ser testigo forzoso de sus ternezas, y aprovechando que es domingo, ir un rato a mi antigua peña del café de Lisboa.

Mi mujer me animó a que lo hiciese:

—Sí, hombre, sal un rato y procura distraerte. Te pasas aquí la vida, encerrado en tu concha, hecho un «ostra». Eso no puede ser sano. Abrígate bien. Y mejor que ir al café, sería que paseases un poco.

Pero no tengo ánimos para pasear. Me canso tanto...

Y me fui al café y me senté entre los olvidados contertulios: varios compañeros de oficina y otros amigos de diversos estados, profesiones y naturalezas. Todos me acogieron con grandes transportes de júbilo.

—¡Manresa, dichosos los ojos! ¡Tanto tiempo sin verle!

—Sabíamos que andaba usted delicadillo y celebramos mucho que esté ya restablecido.

—¿Qué? ¿Bien del todo?

—Todavía me fatigo un poco... Pero esto pasará...—contesté a tales muestras de interés.

—Evidente, pero debe cuidarse.

Se habló de distintos temas de actualidad y al rato recayó la conversación otra vez sobre mí y mi enfermedad.

—Debe frecuentar poco los cafés—me aconsejó uno—. Esta atmósfera tan cargada, tan densa, que parece mascarse, no es nada higiénica.

—Es muy malsana para los pulmones—arguyó otro.

—Cierto—confirmó un tercero.

Todos eran de la misma opinión.

El ambiente de un café era mortal de necesidad para mí. Indudablemente así debe ser; pero, como siempre, más que el interés hacia mi persona, dictaba sus sabios consejos el interés hacia las suyas. Mi compañía les importuna, les fastidia. La encuentran nociva, peligrosa. Me expulsan de la tertulia como me expulsaron de la Oficina. ¡No volveré más por el café! ¡Adiós antigua reunión de amigos! Ni este recurso, ni esta distracción me dejan. Ni un rato de solaz me conceden. Si quiero tomar una taza de café, la tendré que tomar solo, donde nadie me conozca.

He vuelto a mi casa más cariacontecido y aplanado que salí. Todas las puertas se me cierran. Todo se conjura en contra mía. Mis hijos me niegan sus besos; mi esposa me niega el placer; Elena me niega el amor y hasta la estimación; los amigos me niegan la amistad y su compañía; mis jefes me niegan la ocupación. Todo me lo niegan. Debo estar maldito. De todas partes me van arrojando: mi mujer, de su cama; los compañeros, de mi pupitre; los contertulios, del centro de reunión. En todas partes sobro, estorbo.

La sociedad me va expulsando poco a poco. Me va alejando por pequeños movimientos de contracción, análogos a los peristálticos que ejecuta el intestino para expeler los residuos d© la digestión, cuya dilatada permanencia dentro del organismo constituiría un foco de infección y, a la postre, sería funesta para el individuo. Yo soy, también, como materia fecal, cuya presencia en la sociedad es una amenaza, es un peligro constante de contaminación, y me expulsa de su seno. Me expulsa con una acción disimulada y paciente, pero perseverante y unánime, contra la que es inútil rebelarse. ¡Soy un excremento! La comparación será pedestre y sucia, pero es rigorosamente exacta.

Persuadido de esto, como me hallo; convencido de mi aislamiento y soledad, ¿no hay motivo para desesperarse? ¿No hay fundamento para abatirse y hasta para desear la muerte?

Y, sin embargo, yo quiero vivir. ¡Necesito vivir! Si me pudiera ausentar de este Madrid de mis culpas, creo que sanaría. Tanto como el cambio de ambiente, contribuiría a devolverme la salud el alejarme de los seres que a título de encontrarse a mi inmediación y decir que me profesan afecto, me hacen insoportable la existencia. Sí, me es preciso, absolutamente preciso, irme lejos de la coronada villa, olvidar, dedicarme sólo a curarme. La Sierra creo que ha hecho curas milagrosas y yo no estoy en un estado tan desesperado como otros a quienes ella salvó. Es imprescindible que me vaya al campo, a la Sierra. Pero ¿cómo? ¡Siempre la dificultad del maldito dinero!

8 de febrero

Hoy, en un momento de abandono, de olvido, ¡estoy tan necesitado de ternura y de consuelo!, traté de hacerle una caricia a mi mujer.

Era por la mañana. Rosita había entrado en mi alcoba para darme el medicamento. Elena no me lo da ya nunca, y lo que es más: rehuye cuanto puede mi presencia, y en el comedor, con el último bocado, se larga.

Yo, sentado en la cama, leía un diario matutina Le tomó la cara a mi mujer, mientras con el otro brazo rodeaba tímidamente su cintura para atraerla hacia mi.

—¡No seas esquiva, Rosita!—le imploré.

Pero cruel e inexorable me rechazó, diciendo:

—¡No comencemos ya!

Y zafándose de mis brazos, se marchó.

Quedé corrido, avergonzado de mi debilidad. Y más que nada desalentado. Mis brazos cayeron inertes sobre la cama.

He de replegarme sobre mí, he de encerrarme aún más en mi caperuzón. Mis pensamientos han de quedar en la cárcel del cerebro, sin tener a quién manifestarse; mis sentimientos, en la prisión del corazón, sin osar exteriorizarse.

Todos me repudian. Todas las puertas se cierran ante mi Elena, la muy amada, me cierra su corazón. Mi mujer me cierra su alcoba. Mis compañeros, la Oficina. Mis amigos, la tertulia. Por todas partes se alzan barreras y murallas. La Humanidad entera me aisla y me hostiliza.

«¡Fuera! ¡Fuera ese asqueroso harapo, esa piltrafa de hombre, esa deyección humana!», parecen gritar. Son bárbaros y crueles.

¡Solo y con tanta hambre, con tanta precisión, como tiene mi alma, de afecto y de expansión! ¡Soto con mis males, con mis dolores, con mis penas y vejámenes! ¡Solo y sin oir una palabra de afecto ni de piedad!

Elena no vive más que para su egoísta amor. Ve mi tortura, adivina mis pensamientos, ¿mas qué le importan? Sólo su amor le interesa en el mundo.

Mi mujer se aleja de mí por el egoísmo de su salud. A la conservación dilatada de su vida me sacrifica sin el menor miramiento. ¡Cómo me teme! Huye de mí, esquiva todo contacto conmigo. Cuando abandono una habitación, hace que laven con agua sublimada cuanto supone que he tocado. Lavan y restriegan utensilios y cachivaches, y hasta los muebles no se libran del lavoteo. Friegan el piso, friegan las paredes, y no friegan el techo porque no alcanzan. Friega mi mujer, friega Elena, friega la criada. Así es que con tanta fregatina no hay fámula que pare en casa. Todas, señoras y domésticas, parecen acometidas de un torpe delirio microbicida, de un insano prurito de aseo. Rosita se está gastando una fortuna en sublimado corrosivo. Pues ¡y en zotal!

Ocasiones hay en que pienso en saltarme la tapa de los sesos de un pistoletazo y acabar de una vez con esta miserable vida, pero no sé qué esperanza irrazonable me contiene y desarma mi mano. ¡Como si mis males, tanto los físicos como los morales, pudiesen tener remedio!

9 de febrero

No sé si sería porque ayer me enfrié algo o porque se me indigestaría mi parva cena, lo cierto es que esta noche pasada he debido tener bastante fiebre y que me la he pasado delirando.

Recuerdo una de las espantosas pesadillas que me han agitado: la Humanidad, en mi sueño personificada en una señora respetable y obesa, temerosa del contagio de mi enfermedad, ordenó, haciendo caso omiso de mis súplicas, de mis protestas y de mis amenazas, que me atasen por la cintura con un largo cordel. Yo me resistí al mandato de la grave matrona y luché cuanto pude, mas cuatro mocetones robustos, con unas libreas extrañas, que ostentaban en el cuello los emblemas de la muerte: una calavera y una guadaña encima de dos tibias cruzadas, vencieron presto mi resistencia y sin la menor consideración me amarraron fuerte por el talle.

Con tres luegos pasaron el otro extremo de la cuerda por la garganta de una polea, y tirando de este ramal me izaron en el aire. Yo me debatía y pataleaba en el vacío. Sin duda, teniéndome suspendido en el espacio querían preservarse, impidiendo el contacto de mis pies con el suelo y de mis manos con objetos y cosas.

Pero esto, no era, por lo visto, suficiente. Trajeron sin tardanza como un gran fanal desarmado en dos piezas. Era una especie de campana cerrada también por abajo, de gruesas paredes de vidrio. Acoplaron las dos mitades, dejándome completamente encerrado en aquel receptáculo transparente. Encajadas herméticamente ambas partes enchufaron a un grifo una manga de riego, que vertía el agua en la parte superior de la campana y luego resbalaba exteriormente por la superficie lateral de la misma, sin penetrar en su interior. Pronto comprendí, por su tinte rosado, que aquella ducha continua era de sublimado. Hecho esto, la gruesa dama y sus cuatro corpulentos servidores se alejaron, no sin antes fijar bien la manga para que vertiese continuamente su chorro líquido sobre el recipiente en que me encontraba prisionero. Así me abandonaron, imposibilitado de poder tocar nada, y además aislado del mundo por las paredes de cristal y por la capa de agua sublimada que sin cesar las bañaba. Mas ni aun así se consideraban seguros, pues los transeúntes que acertaban a pasar por cerca del fanal lo hacían veloces, sin detenerse, y por descontado que sin dar oídos a mis requerimientos ni apremiantes llamadas.

Yo estaba aterido, pues la envoltura de agua había enfriado el aire de mi prisión. Sentía un frío intensísimo. Perneaba en vano en el aire. Desperté. En la imaginaria lucha con los membrudos lacayos o en aquel debatirme sin tregua, posterior, había arrojado a los pies la ropa de la cama. Me hallaba destapado y tiritando. Me arropé de nuevo, pero ya no pude volver a conciliar el sueño.

¡Extraña pesadilla y, no obstante, qué fondo posee de realidad!

Necesito irme; en Madrid cada día estoy peor. Ya tengo destemplanza por las tardes, sin que atinen con la verdadera causa. Si continúo aquí no tengo salvación. La vista de Elena, la contemplación de su idilio, me hace también mucho daño. Y tengo que resignarme a esta contemplación; al café no puedo volver y el mal tiempo, que ha tornado, me imposibilita de salir a paseo.

Además, de los dos meses que me concedieron de licencia uno ha transcurrido ya sin que experimente mejoría. Al contrario. Si transcurre el otro y no me he restablecido, me expongo a la cesantía o a una prórroga de licencia sin sueldo, que para el caso es casi igual Allí está probado que no me admiten mientras tengan la sospecha de que padezco la menor lesión del pulmón.

Irme, sí. Y olvidar a Elena. La ausencia me hará desechar esta absorbente pasión que tanto estrago causa en mí. Otros aires, otro clima, cicatrizarán las cavernas de mis pulmones. Aquí no adelanta gran cosa mi curación. Esa tuberculina de don Isaías es un sacadineros, inocuo quizá, pero curativo de ningún modo. Al fin don Isaías estará, como todos sus congéneres, mercantilizado. Esta moda de las inyecciones es sólo un medio de sacar pesetas.

Cuando mi mujer acueste a los niños y venga al comedor, le hablaré a ver si a ella se le ocurre algún medio de reunir los recursos precisos para marcharme. Le haré comprender la necesidad que tengo de emprender pronto este viaje y quizá ella encuentre medio de arbitrar las pesetas que hacen falta. Las mujeres son más arbitristas que los hombres y sus planes no siempre son disparatados.

¡En la Sierra está la salud! Sea como sea necesito ir a ella. Allí me curaré, allí olvidaré... Y volveré dispuesto a vivir de nuevo... Esto que hago ahora no se puede decir que sea vivir...

10 de febrero

Anoche le hablé de esta guisa a mi mujer:

—Todos me aconsejan que me vaya al campo, a la Sierra preferentemente. Me dicen que una temporada de respirar aires puros en las alturas pondría como nuevos mis pulmones... Y yo así lo creo también...

—Pues vete.

—¡Sí, vete! Pero ¿cómo?

—Es verdad—dijo Rosita, y se quedó pensativa. En el promedio de su frente, un surco vertical bien acusado denunciaba su honda y tenaz preocupación.

Al cabo de unos minutos de silencio me preguntó:

—¿Tú crees que con un mes en la Sierra curarías por completo?

—Tengo esa convicción.

—Bien, pues buscaré el dinero que sea preciso.

—¿Cómo?

—Se lo pediré a mi tío.

El tío de mi mujer es un señor sexagenario, sin mujer ni hijos, que tiene fama, y bien fundada, de avariento. Este señor poco nos ha auxiliado, ni a nadie de su familia. Es de Puñocerrado. Cuando Elena quedó huérfana hicimos una gestión cerca de él para que la prohijase y se negó en redondo, desoyendo nuestros ruegos. Si, después de consumido mi capitalito, en alguno de nuestros numerosos apuros mi mujer recurría a él, volvía a casa como había ido: con las manos vacías y metidas en los bolsillos. Sólo una o dos veces, en que el trance era muy grave, se decidió a ayudarnos, pero su ayuda fué tan mezquina, tan regateada, tan depresiva, por ir acompañada de imprecaciones, groserías y hasta de insultos, que, en verdad, reconozco mi ingratitud, pero no se la agradecí.

Ultimamente mi mujer había prescindido de pedirle nada; resultó tan ineficaz su visita la postrera vez que fué, regresó tan cargada de injurias y tan horra de pesetas, que prometió formalmente no volver a solicitar ni un soplo en un ojo de su tío, aunque se juntase el cielo con la tierra. Por esto la resolución de Rosita de acudir nuevamente a su deudo, me llenó de asombro. Verdaderamente debía estar muy grave cuando mi mujer se resolvía a dar este paso que tanto le repugnaba y en el que tan poca fe tendría.

—Será tiempo perdido—indiqué.

—Ya veremos.

—Acuérdate cómo te recibió la vez última... No quiero que mendigues ni que pisotees tu dignidad.

—Tu salud es lo primero—respondió.

En otro tiempo hubiese extremado mi oposición a que mi mujer pidiese para mí este auxilio, a que fuese a implorar caridad de un tío tan descastado y egoísta; pero desde que mi enfermedad se ha recrudecido estoy tan abatido, tan acobardado y pusilánime, que no insistí en poner reparos ni traté más de disuadirla de su acuerdo ¡Hágase el milagro y hágalo el diablo! Vaya yo a la Sierra, donde seguramente encontraré la perdida salud, aunque sea a costa de la humillación de mi mujer. Lo malo es que presumo que esta gestión resultará completamente negativa.

—Haz lo que quieras—dije.

Esta tarde mi mujer marchó a casa de su tío. Tardó mucho en volver: dos horas, tal vez tres. Yo la esperaba impaciente, paseándome por el pasillo. Cuando, al fin, la sentí subir las escaleras, me precipité a abrir la puerta.

—¿Y bien?—le pregunté ansioso.

—Al cabo consintió en darme quinientas pesetas. No sabes la saliva que tuve que gastar para que se decidiese...—murmuró, y entrando en el comedor se arrojó, sofocada y rendida, sobre una silla, sin despojarse siquiera del abrigo.

—¿Cuenta?—pregunté alborozado y sin grandes remordimientos por las vejaciones de que suponía que habría sido víctima mi costilla. ¡Son tantas las ganas que tengo de irme a la Sierra!

—Trabajillo me ha costado que afloje los cordones de su bolsa, pero, al fin, ¡aquí están!—exclamó con sonrisa amarga, señalando su bolso de mano.

—¿Nos habrá llenado el alma de improperios?

—Ya sabes cómo es... Nos ha puesto de gastosos, de holgazanes, despilfarradores e imprevisores que no había por dónde cogernos.

—Lo suponía.

—Le pedí mil, pero sólo dió quinientas, ¡y gracias! Antes de entregarme esta miseria me ha advertido que sea la última vez que acuda a él, que aunque nos muramos todos en esta casa no vuelve a soltar ni un duro. Añadió que me agradecería se me olvidase el nombre de la calle en que vive, pero que si no se me olvidaba era igual, pues daría el viaje en balde porque pensaba ordenar que no me franqueasen más su puerta. En lo sucesivo ya sabes que no hay que contar con él para nada. A no ser por tratarse de tu salud, créeme que no hubiese ido. La sofocación que paso vale mucho más que las mezquinas pesetas que de tan mala gana entrega. Durillo de pelar estaba, pero algo hemos obtenido. Toma, creo que habrá bastante para que te vayas—y metiendo la mano en el bolso sacó unos billetes, que me alargó.

Confieso que admití sin rubor las pesetas, cuando lo decoroso hubiese sido tomar el sombrero, marchar a casa del tío de mi mujer y arrojar aquellos billetes al rostro del tacaño. Pero la necesidad de recobrar la salud es tan imperiosa, el instinto de conservación es tan fuerte que hace transigir hasta con la roñería.

Otra consideración, nada agradable, asaltó mi mente: para que don Gervasio, el tío de mi mujer, se hubiese avenido al fin y a la postre a soltar esas pesetejas, que era como soltar media vida, preciso fuese que tuviese noticias fidedignas, e independientes de las que le hubiese comunicado Rosita, de que mi estado era poco menos que desesperado. Si no las tuviese, por muy sombríos colores que Rosita hubiese empleado al pintar mi enfermedad, por muy patética y lagrimosa que se hubiese puesto, su tío se habría llamado andana ¡Bueno es don Gervasio para tirar de los cajones de la gaveta! ¡Quinientas pesetas! ¡Es preciso que esté a las puertas de la muerte!

Voy persuadiéndome de que todos me dan por moribundo. Y creo que no les falta razón. De continuar en Madrid, de persistir en este estado de desesperación a que mi loca pasión por Elena me ha traído, no hubiesen tardado en conducirme al Este...

Pero mi viaje a la Sierra creo que hará variar estos augurios fatales... Mi voluntad me ordena imperiosamente vivir, y la Sierra me proporcionará todos los elementos atacadores necesarios para vencer mi terrible dolencia. Con tales elementos al servicio de un férreo poder volitivo, sanaré. ¡Vaya si sanaré!

¡Elena, no vas a tener la complacencia de verme morir desesperado! ¡Elena, te voy a perder de vista! ¡Afortunadamente!

12 de febrero

Después de prolijas investigaciones y de deliberaciones múltiples, pesando el pro y el contra de las diversas soluciones, mi mujer y yo hemos dado por suficientemente debatido el punto y acordado «por unanimidad» que marche a Cercedilla.

Don Hipólito y su hija, que van algunos domingos a la Sierra, son los que han inclinado nuestro ánimo a esta solución.

Cercedilla es un pueblo de aires sanos y puros, situado ya en plena Sierra. Las comunicaciones con Madrid son rápidas y frecuentes. Si, por desdicha, me agravase o me diese otro vómito de sangre, podría regresar fácilmente a mi casa o, en el peor de los cases, mi mujer no tropezaría con grandes dificultades para reunirse presto conmigo. Nuestras disponibilidades económicas no permiten que Rosita me acompañe todo el tiempo, ni tampoco sería esto hacedero dada la imposibilidad en que se encuentra de abandonar a nuestros hijos. Tampoco nuestros mezquinos recursos dan para que ingrese en uno de esos suntuosos sanatorios de pago que en la Sierra han brotado de pocos años a esta parte. El coste de la pensión y asistencia en estos lujosos establecimientos es tan elevado que sólo pueden sufragarlo magnates, plutócratas y potentados. En cuanto a los gratuitos, no hay que pensar en ellos; para ser admitido hace falta tener mayor influencia que para obtener la más codiciada sinecura.

La razón de más fuerza que nos ha hecho decidirnos por Cercedilla es que don Hipólito y Angelita conocen allí a una viuda sin hijos, excelente mujer, según aseguran, dechado de bondad y limpieza, que se aviene a tenerme como huésped una temporada por un estipendio módico.

No bien llegamos a un acuerdo en el punto de mi residencia sanativa, Rosita comenzó a dar muestras de una actividad sorprendente en prepararme el corto equipaje. Elena le ayuda de buen grado. Parece que ambas se sienten felices al pensar que se van a quitar «el mochuelo» de encima. «El mochuelo» soy yo, claro está. El peligro de una contaminación se aleja. La convivencia, nada halagadora, con un enfermo, termina.

Sí, mi mujer está contenta. Ha olvidado ya las amarguras que le hizo pasar su tío. Su carácter es así: las sensaciones resbalan por ella sin dejar huella, como el agua de lluvia por la vidriera. Mi partida la alboroza. Ya no tendrá suspendida sobre su cabeza esa espantosa espada del contagio que tanto teme. Ya no gastará tanta agua sublimada ni tanto zotal.

Elena también manifiesta mucha alegría. Va a poder holgarse con su novio a sus anchas, sin testigos importunos. Se besarán, harán cuanto les venga en gana... ¡Estaba por no irme!

Si no persiguiese cosa tan esencial como salud, si no pretendiese recobrarla para volver a la Corte en condiciones de que no puedan reírse de mí, no me marchaba...

Después de todo, lo mejor que puedo hacer es no volver a acordarme ni a ocuparme de Elena. Ni ahora, ni en la Sierra, ni cuando regrese de la Sierra. Y lo haré. Desde hoy, Elena, para mí, como si no existiese.

¿Que se solaza con ese pavo real, tonto, osado y engreído, de Miguelito? ¡Que se solace! ¿Que se besan? ¡Que se besen! A mí, ¿qué?

De todos modos no estará de más que le recomiende a Rosita que los vigile. Las cosas podían llegar a un punto... No es que a mí me importe gran cosa, pero, al fin, se encuentra en mi casa y bajo mi custodia... Luego, poco que murmuraría la gente... Aunque Rosita maldito si sirve para esta vigilancia; tiene una manga tan ancha para con su sobrina... ¡Cuando digo que todavía no me voy a ir!

¡No, no, qué tontería! ¡Me largo! ¡Que se guarde ella misma, que ya es mayorcita, si quiere guardarse! ¡Que lo dudo! ¡Yo, a la postre, ni soy su padre ni llevo su sangre! ¡Y mi salud es lo primero!

14 de febrero

Terminados los preparativos de marcha, mañana salgo para Cercedilla en busca del reino de la Salud.

Mi mujer me ha comprado un equipo, como si fuese al descubrimiento del Polo o deportado a la Siberia: elásticas de lana, calcetines de ídem, calzoncillos de punto, un chaleco de Bayona (todo un señor chaleco), camisas de franela, una bufanda de pelo y un abrigo que no lo atraviesa el cuchillo de un matarife. Y mi costilla pretende que me deje enfundar en todo esto. ¡No sé si, una vez enfundado, podré moverme!

Tales compras han mermado considerablemente las quinientas pesetas del matatías de don Gervasio. Ya no son cien duros, sino sesenta escasos. Pero Rosita ha agregado veinte «machacantes» de los que guardaba de la mesada que, para los gastos de la casa, le entrego. Dice, que, a pesar de este pellizco que ha dado a su peculio, podrá arreglarse porque quedan menos bocas. Exacto.

Me ha hecho la maleta con el mayor esmero. Terminada la tarea, antes de cerrarla quiso que yo la inspeccionase. «¡Mira, aquí van los pañuelos! ¡Allí, las camisetas! ¡En este rincón, bien liadito en papel blanco, va el cepillo de los dientes!», me decía. Su previsión ha llegado a todos los extremos: llevo conmigo hasta un verdadero botiquín.

Cerrada la maleta púsose a liar mi manta de viaje, y ya que dió de mano a su quehacer se dedicó a darme un sin fin de consejos y a hacerme otro sin fin de recomendaciones.

En el fondo, Rosita es buena. Es que la vida es muy amable y ella, como todos, le tiene apego. Su egoísmo es el egoísmo consubstancial con el ser humano. Y si a veces parece extremarlo, me inclino a creer que más es por nuestra prole que por ella. A lo menos quiero creerlo así. Siempre es un consuelo. Hay que hacerse la ilusión de que la Humanidad no es tan mala como realmente es. Si no, la vida resulta un «asquito».

15 de febrero

Escribo estos apuntes desde el tren. ¡Ya voy de viaje! ¡Qué peso se me quitó de encima cuando perdí de vista a Madrid! Madrid era mi verdugo. He conseguido evadirme de sus garras y librarme de la pena capital a que me tenía condenado. Parece que respiro más a gusto. La mañana está hermosa; llevo la ventanilla abierta y el aire campestre que entra ensancha mis pulmones. Me siento renacer.

Mi mujer bajó a la Estación del Norte a despedirme, con Jesusito, nuestro hijito mayor. Elena, con el pretexto de quedarse cuidando de los otros niños, no vino. Ni falta que hizo. Ahora que me alejo de ella comprendo la insensatez de mi amor y comprendo, también, que esta pasión no estaba tan enraizada en mi alma como yo creía. Prueba de ello que marcho contento y sin el menor pesar por abandonarla al doncel de sus entretelas. ¡Valiente doncel el tal Miguelito! ¡Y valiente sinvergüenza! Ya tiene con él lo que se merece. Son tal para cual. Será la última vez que hablaré de ella en esta especie de desaliñadas Memorias. Me he propuesto no pensar más en Elena, no acordarme más ni del santo de su nombre, y lo conseguiré.

Hasta que partí, Rosita no cesó de hacerme prevenciones cariñosas:

—¡Que te cuides mucho! ¡Ve siempre bien abrigado! ¡Escríbeme todos los días! ¡Si, lo que Dios no permita, te pusieses peor, telegrafíame a escape! ¡No comas más que alimentos bien nutritivos y sanos! ¡Bebe mucha leche recién ordeñada! ¡Allí la habrá muy rica! ¡Pasea al sol, pero sin cansarte! ¡Si necesitas algo de aquí, pídelo!

Por mucho que trató de encubrir su emoción, al arrancar el tren rompió a llorar desconsoladamente. Agitaba el pañuelo con la mano y en seguida se lo llevaba a las ojos para enjugar el llanto; después tornaba a agitarlo... ¡Pobre Rosita; se quedó con el corazón partido! Me ha convencido de lo mucho que me quiere. Comprendo, y confieso, que a veces he sido algo injusto con ella...

Ahora no hay que dedicarse, no hay que pensar más que en curarse. ¡Todas las potencias de mi alma, todos los arrestos de mi voluntad los voy a consagrar a este menester supremo!

15 de febrero

Tío Jesús se fué, al cabo, esta mañana. ¡Gracias a Dios! Me tenía atemorizada en estos últimos tiempos. Nada bueno presumía ya de él. Y, sin embargo, tío Jesús no es malo, es que no sé cómo se había vuelto...

Quiera el Cielo que vuelva curado. Y que también cure de ese amor súbito que por mí le había entrado, del que auguraba muchas desgracias...

Como en esta temporada no salía de casa, como me veía a todas horas, como era yo casi la única mujer a quien trataba—tía Rosita me parece que para él no pertenece ya a nuestro sexo—, concibió por mí ese capricho fatal, porque capricho, y capricho pasajero, confío que será. ¡Ojalá no resista ni una semana de ausencia!

Voy a poderme entregar a la delicia de mi amor, sin coacciones ni cortapisas. Su mirada, celosa e iracunda, me tenía siempre cohibida junto a Miguelito. No me atrevía ni a decirle: «¡Te amo!» porque presentía, porque tenía la evidencia de que tío Jesús adivinaba mis palabras y se encolerizaba. Las adivinaba, porque oírlas no podía oírlas: mi voz, en las expresiones amorosas, era, por temor a él, un susurro tan tenue, tan imperceptible que el mismo Miguelito, sentado a mi lado, me preguntaba con frecuencia: «¿Qué dices? Hablas tan bajo que no te oigo.» Y, no obstante, tío Jesús, más alejado, las había cazado. Claramente leía yo, en la contracción de sus facciones, que había atrapado la terneza que, a la sordina, sin casi despegar los labios, mi boca había murmurado en el oído de Miguelito. Y su faz adquiría tal dureza, denotaba tal cólera, que me hacía abstenerme durante muchos días de toda frase cariñosa o vehemente, brote espontáneo de mi amor. ¡Qué suplicio! ¡Cómo pescaba mis palabras y las de Miguelito! Nunca olvidaré el efecto que le produjo el comprender, hará dos semanas, que Miguelito pretendía le... ¡Con qué furor me interpeló al día siguiente!

Las gentes dicen, en son ponderativo: «¡Tiene oído de tísico!» Pero, por mucho que esta enfermedad afine el sentido de la audición, tío Jesús tenía que adivinar; era imposible que oyese; si yo misma, a veces, no me oía cuando hablaba…

¡Pobre tío Jesús! Le perdono los sustos y los malos ratos que me ha hecho pasar. No puedo olvidar todo lo que le debo. ¡Que vuelva de la Sierra fuerte, saludable y vigoroso y sin ver en mí más que a la sobrina de su mujer, como en otros tiempos! ¡Una muchachita insignificante! En no siéndolo para Miguelito...

Segunda parte

8 de marzo

No he podido resistir más, y esta mañana he regresado. Cercedilla es un pueblo insoportable. En cuanto se pone el sol los días buenos, y desde que salta uno de la cama los demás, ha de permanecer en casita, pues no hay espectáculos ni distracciones donde puedan pasar el rato los forasteros. Tenía que estar recluido la mayor parte del tiempo, que los días espléndidos en esta época abundan menos que los Padres Santos, y la casa en que me hospedaba carecía de todo confort y comodidad. ¡Con el frío que allí hace, y sin calefacción! Mi mujer me envió una estufa de petróleo, pero daba mal olor y casi no calentaba. Y mi cuarto estaba convertido en una nevera.

Para colmo de desdichas, mi patrona era una vieja gruñona y beata, tampoco nada «confortable».

No sé cómo he podido aguantar los veinte días que allí he permanecida Además, aunque hubiese querido prolongar mi incómoda permanencia en Cercedilla, no hubiese podido: las pesetas que me llevé tocaban a su término.

He de reconocer que la estancia en aquel pueblo me ha sentado de un modo inmejorable. Sencillamente, me ha resucitado. Marché medio muerto y vengo otro. Juraría que vuelvo completamente curado. Por lo menos yo no siento molestia ni anormalidad alguna. ¡Hasta traigo colores en las mejillas yo que siempre fui pálido y descolorido! Colores saludables, como los de una manzana en sazón. Con las fuerzas, recobré la alegría. Regreso optimista y feliz.

En la Estación me esperaba mi mujer con los dos mayorcitos de nuestros chicos. Me precipité hacia ellos y abracé a Rosita; después intenté besar a mis hijos, pero mi esposa, como distraída, hizo una hábil maniobra y se interpuso.

—Deja que los bese; si vengo ya curado—le dije sonriendo.

Rosita se sonrió también, quizá un poco tristemente, y me dejó que besase a los niños». Estaba tan regocijado, me sentía tan dichoso, que aquella ligerísima nube de tristeza que un momento empañó el rostro de Rosita no me preocupó. Antes de irme a Cercedilla la hubiese interpretado como un agüero fatal para mí. Pero ahora sentía una alegría interior muy grande al volverme a encontrar entre los míos. Una alegría que ocupaba mi corazón por entero, rebosaba de él y se manifestaba en todo. Aunque sólo un mes escaso había transcurrido desde mi partida, se me figuraba que hacía siglos que no los veía. He necesitado separarme de ellos para comprender cuánto los quiero.

Sobre esto, la convicción de mi curación, o cuando menos de una notable mejoría, acrecía desmedidamente mi júbilo.

Mi mujer, disipada aquella nubecilla, también mostraba su contento; parecía como si hubiese abrigado el temor de no volverme a ver y al cabo lo viese desvanecido. Mi presencia desmentía sus lúgubres presentimientos pasados y mi cara y mi aspecto debían darle la certeza de que en el porvenir no volverían a asaltarla.

A la salida de la Estación nos encontramos con mi compañero de Oficina Melgares, que, según nos dijo, venía para esperar a un su amigo que debía llegar de Santander.

—¿Cómo está usted?—me preguntó con su voz recia.

—Ya lo ve, perfectamente. Cercedilla me ha sentado a las mil maravillas. Me encuentro admirablemente. Desde allí escribí a nuestro jefe.

—Debía haber permanecido más tiempo en ese pueblo, pues que tan bien le sentaba.

—No era necesario.

—¿Pero se habrá afirmado del todo?

—Tan firme y terne me siento, que dentro de un par de días, en cuanto descanse, pienso reintegrarme a mi puesto en la Oficina.

—¡No sabe cuánto lo celebro! ¡Le dejo, voy a ver si encuentro a ese amigo!

Y se marchó.

Ya en mi casa, Elena me recibió con aparento afectuosidad; digo aparente porque, aunque procuraba encubrirlo, algo notaba yo de forzado, de fingido, de glacial por bajo de sus cordiales y efusivas palabras. Indubitablemente pensaría: «¡Ya está aquí otra vez este tío para estropearme el "pasodoble”!» El "pasodoble”, ¡quién no lo acierta!, son los amores de la muy taimada con ese irresistible conquistador de Miguelito, No sabe que por mí puede el baile continuar... Ni me importa ya un bledo ni pienso entremezclarme en sus asuntos.

Rosita trajo al pequeño, y al verme rodeado por mis tres hijos me enternecí. Los tres chiquitines me zarandeaban y estrujaban, disputándose el contenido de un cartucho de bombones que para ellos había comprado. Pude imponer mi autoridad y repartir equitativamente las confituras. Los pequeños palmeteaban durante el reparta Yo reía y lloraba a un mismo tiempo. ¡Estaba hecho una sensitiva! «Ya tenéis aquí otra vez a vuestro padre—pensaba—. A vuestro padre, dispuesto a seguir luchando por haceros hombres de provecho; a vuestro padre, que se descrismaría con gusto por legaros medios de vida...» Y al compás de estos pensamientos, según eran tristes por lo pasado o alegres por lo por venir, reía o lloraba. Y mi mujer también, no sé por qué, sonreía con los ojos velados por las lágrimas.

Después, rodeado por los chicos, narré las impresiones de mi viaje. Cuando terminé el circunstanciado relato de mi ausencia, Rosita nos dió un tenteempié. Concluido el refrigerio, como los chiquillos me registrasen los bolsillos, buscando más golosinas, me puse a jugar con ellos. Hemos corrido, brincado y hecho mil diabluras. Mi mujer no ha estorbado en lo más mínimo que los niños se aproximasen a mí.

Ha sido un día feliz: tan feliz como hace tiempo no recuerdo otro igual Con la salud ha vuelto la alegría, ha renacido la confianza en lo venidero, ha tornado la ventura.

Todos, hasta la criada, ponderan el «cambiazo» que he dado. Sí que lo he dado, y no solamente en lo físico, también en lo espiritual Lo espiritual y lo físico son inseparables y es necio, al razonar, tratar de disociar estos elementos, que tienen vidas paralelas y se desarrollan a la par. Nuestras dolencias son, las más de las veces, consecuencia de nuestro estado espiritual y, a su vez, nuestro espíritu refleja verazmente cuantas variaciones corporales sufrimos. No hay modo de separarlos; hay una tan íntima compenetración entre ambos que es insensato ocuparse del uno prescindiendo del otro.

Sin ir más lejos, si hoy he sido feliz es porque he recobrado mi «yo». Mi «yo», sí, que hace tiempo, desde que caí enfermo, lo había perdido. En vez de mi «yo» se había introducido un «otro yo dentro de mí. Y ahora me avergüenzo de cómo, con frecuencia, pensaba ese «otro yo». Mucho más egoístamente, mucho más torcidamente, mucho más aviesamente de como hubiese pensado mi prístino «yo». Sí, he recobrado a éste. Y para recobrarlo ha sido preciso que recobrase antes la salud. Al ver la alegría que experimentaba al encontrarme entre los míos, al observar cómo el cariño que les profeso, un poco eclipsado en estos últimos tiempos, volvía a lucir con todo su esplendor, comprendí que había recobrado mi «yo». Mi «yo» normal, equilibrado, recto, ecuo, moral. Mi «yo» antiguo, de siempre. Y que mi «otro yo», el que se había introducido subrepticiamente, al amparo de la enfermedad, huía. ¡Vaya al cuerno!

Es más: sólo al recobrar mi «yo» me he dado cuenta de que lo había perdido. Hasta hoy, para mí, el «otro yo», el usurpador, era el verdadero, el sempiterno. Tan cuidadosamente se había enmascarado, tan clandestinamente se había introducido.

Desterrado el intruso, vuelto a la plena conciencia de mis actos, recobrado mi «yo», he recobrada también a los míos. Es decir, los míos me han recobrado a mí.

¡Ah! Se me olvidaba consignar que al atardecer, cuando llegó Miguelito, me marché a la calle a dar una vuelta. «Que sigan retozando con entera libertad...», pensé.

Pues no, el «otro yo» no se ha retirado del todo, esta denigrante sospecha es suya... Ese vil pensamiento es sólo digno de él. Indudablemente aun no me encuentro curado por completa. ¡Y lo peligroso es que no siempre estoy en disposición de poder hacer la distinción entre el uno y el otro «yo»!

9 de marzo

Anoche conseguí que mi mujer tornase a ocupar su sitio en el lecho conyugal. ¡Estaba tan contenta, con mi regreso y con mi mejoría, que no me costó gran trabajo convencerla!

Nos hemos amado fogosamente, como en nuestros mejores tiempos, como hace años que no nos amábamos. Me siento remozado y fuerte, y después de tan prolongada abstinencia…

—¡Jesús, mi bien! ¡Bueno está ya! Te excitas demasiado. Vamos a dormir. A ver si con tanto abusar vas a recaer—suplicábame Rosita.

Pero un ardor erótico contenido, una fiebre sensual que hace meses vengo notando se apodera frecuentemente de mi ser, caldeaba mis venas... ¡Luego dirán que estoy tan enfermo!

¡Rosita! ¡Rosita! ¡Necesito tus brazos, necesito tu boca, necesito tu amor para no ser juguete de ninguna tentación insana! ¡Rosita! ¡Rosita! ¡No me abandones!

Solo, mi razón desvaría y mi corazón también... Yo no soy malo más que cuando me encuentro aislado, vencido, humillado, ultrajado... Entonces, si pudiera, aplastaría con mi pie a toda la Humanidad... ¡Si los demás me abandonan, no me abandones tú, al menos, que eres mi mujer! ¡Rosita! ¡Rosita! ¡Necesito de ti! ¡Mi ilusión te adornará con los hechizos que huyeron de tu rostro, con los encantos que perdió tu cuerpo, con las galas con que ambiciono vestirte! ¡Mi ilusión es rica, aunque yo sea pobre! ¡Aunque estés marchita y avejentada, mi ilusión te rejuvenecerá! Con mi ilusión y contigo se fortalecerán mi mente y mi corazón. Sin ti se desvían, se pierden del verdadero camino... Caigo en el extravío, en la lascivia... ¡Necesito mucho de ti! ¡No me abandones, Rosita!

10 de marzo

Hoy ha venido a visitarme Reparaz, el más antiguo de mis compañeros de Negociado. Se adivinaba que venía por llenar un deber enojoso, que se cumple de mala gana, y del que, si es posible, procura uno zafarse. Me ha dicho que los demás camaradas, y nuestro jefe, le habían encargado que se informase de cómo me sentó la estancia en Cercedilla y que me dijese que no tuviese prisa en volver, que lo importante era que me restableciese, y que en tanto no lo estuviese por completo, no debía parecer por la Oficina, no fuese a recaer. Que nuestro jefe le había comisionado, asimismo, para míe me participase que había conseguido de la Dirección prorrogasen mi licencia, con todo el sueldo, hasta fin de mes. Que para entonces confiaba en que mi restablecimiento estaría consolidado, mas que si no lo estaba que no me preocupase, que pidiese cuantas prórrogas de licencia me fuesen necesarias y que todas confiaba en que me serían concedidas en las mismas condiciones económicas que la que disfruto, o sea con paga entera. Ha procurado estar de visita el menor tiempo posible, y al despedirse me ha manifestado que los demás compañeros y él se me ofrecían para cuanto pudiese hacerme falta. ¡Muchas gracias! ¡Son muy piadosos!

Se conoce que no se fían de mi curación, que siguen teniendo un pavor loco a que coexista con ellos, a respirar mi mismo aire. Quieren tomarse un plazo prudencial, hasta fin de mes, para cerciorarse de si mi restablecimiento es real y efectivo. Y, en tanto, me tienen en lazareto y no me dejan asomar las narices por allí. Sin duda Melgares les habrá dicho que me vió a poco de apearme del tren y referiría la conversación que con él sostuve. Mi propósito de volver a la Oficina soliviantaría y pondría en conmoción sus ánimos, y antes de que yo pueda realizar tal propósito habrán conferenciado con el jefe y convenido en que venga con premura Reparaz a notificarme la prolongación de la licencia. ¡Y no se han dormido, no! Anteayer me encontré a Melgares, y aun no habían transcurrido sesenta horas cuando tenía concedida una prórroga del permiso, que no había solicitado. Por si la próxima caducidad de la licencia era el motivo de mi vuelta a la mansión oficinesca, han cuidado de allanar la dificultad gestionando la prorroguen, sin arte ni parte del interesado. Da gusto este desvelo que se toman por mi salud y este empeño en que no trabaje... ¡Son modelos de compañeros!

La visita del enviado plenipotenciario ha enturbiado algo mi contento de estos días. Pienso que a Melgares no le debí dar la impresión de estar curado, cuando ha procedido en la forma que me figuro. Los otros compañeros y mis jefes tampoco deben creer en mi curación. Hete aquí cómo el castillo de naipes de mis esperanzas se derrumba, cómo mi moral se relaja... Y son mis compañeros de Oficina, mis amigos de hace años, con los que he convivido un día y otro, los encargados de matarme las ilusiones de encontrarme ya bueno, cada vez que me las hago. Apenas florece en mí una esperanza, apenas me digo venturoso: «¡Ya estoy curado!», vienen ellos a aplastarla y a decirme: «¡No seas iluso! ¡Estás tan mal o peor que antes! ¡No damos por tu vida dos perros grandes!» Es una dicha tener unes compañeros como éstos. Y sospecho que no han de ser una excepción, no; toda la Humanidad será así, seguramente que es así de egoísta y malvada. Por evitarse un problemático, un improbable riesgo, no dudan en sumir en la desesperación, en el desconsuelo, a un semejante. ¡Maldita Humanidad! ¡Reniego de ti!

¡Tan alegre como estaba yo por considerarme curado o, cuando menos, muy aliviado! ¡Y qué pronto han venido a disipar esta alegría! ¡No me han querido dejar en el error de este falso convencimiento! ¡No han querido aguardar a que el mismo mal, con sus avances y estragos, destruya mi halagüeña convicción! ¡No hay temor de vivir engañado! ¡Ya cuidan ellos de poner la realidad, quizá aumentada, delante de mis ojos! ¡Prefieren que viva desesperado a que pueda morir haciéndome ilusiones! Son aves agoreras, negras y fatídicas, que revolotean, como cuervos, sobre mí.

12 de marzo

Rosita me ha preguntado hoy:

—¿Te ha quedado dinero de la excursión? ¿Has vuelto con mucho?

—No, mira lo que me resta—y vaciando el bolsillo sobre la mesa he contado las monedas: veintitrés pesetas y unas perras.

—¡Qué le vamos a hacer!

—¿Es que se te ha terminado?

—Sí. Tuve que pagar algunas facturas de ropas y efectos que tú te llevaste...

—Algo tendrás...

—Me quedará para el gasto de la casa de tres o cuatro días.... pero hasta fin de mes que traigan tu paga, ¡ya ves!

—¿Y qué vamos a hacer?

—No sé, pero no te apures; ya buscaré.

—¿Vas a volver a pedir a tu tío?

—¡Estás loco! ¡De ningún modo! Yo me las ingeniaré... Tomaré fiado, para pagar a fin de mes. No te preocupes tú... Los disgustos, las preocupaciones, perjudican tu salud, y tu salud es lo primero... No pienses en esto, sal, procura distraerte... Confía en mí... Ya me las arreglaré como pueda...

Qué fácil es decir: «¡No pienses en esto!» Sí, sí... ¡Qué horrible, qué negra miseria la nuestra!

Pero mi mujer tiene razón, mi salud ante todo; hay que expandir el ánimo, hay que divertirse, la la calle!

16 de marzo

Tío Jesús ha vuelto de Cercedilla mucho mejor y de más placentero humor. Antes de irse estaba imposible: gruñón, huraño, grosero. ¡No había quien lo resistiera!

Los aires serranos, si no le han devuelto por completo la salud, le han mejorado mucho. Aunque sigue delgado, tiene otro color y otro aspecto. La tosecilla no le ha desaparecido del todo, pero sus accesos son mucho más espaciados. Debía haber permanecido más tiempo en el pueblo, pero no ha tenido paciencia y quizá, también, se le habrán acabado los recursos. Seguramente que, si no se ha curado del todo, allí hubiese terminado de curarse.

También el aire campestre ha disipado el capricho que concibió por mí. Lo suponía, y no porque sea inconstante en sus sentimientos, sino porque tenía la evidencia de que en cuanto reflexionase fríamente, lejos de mí, comprendería que su pasión era un crimen y una insensatez. Estaba cierta que su razón se impondría. Sólo en un desequilibrio momentáneo pudo dar cobijo a tan culpable amor. Tío Jesús siempre fué bueno, recto, noble, generoso, incapaz de acción torcida ni de sentimiento bastardo. El camino del deber era para él un imperativo de su conciencia. Por eso, cuando creí adivinar que tío Jesús abrigaba respecto a mí sentimientos e intenciones opuestos a los que siempre tuvo, y absurdos dado su carácter y modo de ser, quedé sorprendida y maravillada... Me resistía a creer lo que veía... Y aun me resisto hoy, y a veces pienso si no habrá sido todo un sueño, una alucinación mía... «¡Este no es tío Jesús!—me decía—, ¡Preciso es que un diablo le sople en el oído!» Sí, tenía la certeza de que en cuanto, a solas,.se encarase con su conciencia, ahogaría, arrancaría de cuajo el sentimiento impuro que había brotado en su corazón... Y así ha sido. No me había equivocado.

Es gran fortuna para mí que me deje en paz y no se preocupe de mi persona. Que cese en la fastidiosa persecución de que hacía objeto mis amores. Ya no se mete con mi novio ni fiscaliza nuestros actos. Ya no me da consejos en menoscabo de Miguelito. No me habla fuera de ocasión, y cuando me dirige la palabra lo hace en el tono, más indiferente que afectuoso, con que antes lo hacía. Ha vuelto a ser lo que siempre fué para mí: poco menos que un padre.

Como están haciendo unos días que son un anticipo de la primavera, en cuanto comemos se larga de paseo y no regresa hasta la hora de cenar. Y a esta hora, Miguelito ya se ha ida Así es que rara vez se encuentran.

Venturosamente cesó ya aquel estado de cosas que tanto me atormentaba. Ninguna época recuerdo en mi vida, sin relieves, tan horrible como la que precedió a su marcha a Cercedilla. Y eso que el amor me sonreía... y me sigue sonriendo; pero, entonces, como eran sus primeras sonrisas, enajenaban aún más mi alma...

¡Que esta paz que placenteramente disfruta al cabo mi pobre corazón no se vuelva a turbar, Señor mío!

23 de marzo

Ayer me parece que me he enfriado. Ha vuelto el mal tiempo. En Madrid, la entrada de la primavera suele caracterizarse por su desapacibilidad, es un retorno al rigor del invierno. El frío, antes de marcharse definitivamente, se despide con estas rabotadas.

Esta noche pasada creo que he tenido una poca fiebre. Hoy no me he atrevido a salir. Un aguaviento intermitente azota furiosamente las vidrieras de las balcones. El termómetro ha bajado bastante, y según dicen los periódicos, una ola de frío se extiende por toda Europa. ¡Fíese usted de la primavera!

Desde que vine de Cercedilla me pasaba las tardes de paseo. En el Retiro, en la Moncloa o por los altos del Hipódromo y luego, al obscurecer, me metía en un café o bar a merendar. ¡La gran vida! Estando bueno y sano es cuando se puede disfrutar de la holganza. Aunque al principio rae sentó mal que me diesen una prórroga de licencia, después me he alegrado. Que me concedan cuantas quieran ¡con tal que sean con todo el sueldo! Emplearé mi tiempo en divertirme y haraganear. ¡Ya era hora de que yo disfrutase de la vida!

Mas no; poco va a durar mi dicha. Hoy he recibido una carta de mi jefe, en la que me felicita por mi restablecimiento y me dice que desde el día primero de abril puedo reintegrarme en mi puesto de la Oficina. ¡Parece que ya se van convenciendo de que estoy curado!

Pero habría sido preferible que hubiesen tardado algo más en convencerse y en tanto me hubiesen dejado vagar por Madrid y solazarme con mi desocupación. Mi jefe y mis compañeros parece están siempre dispuestos a llevarme la contraria: que no preciso licencia, pues licencia a fortiori; que desearía seguir holgando, pues a trabajar aprisita. Después de todo me alegra y fortalece que se vayan persuadiendo de que mi importante salud es ya cabal y de que mi presencia en la Oficina no pone sus preciosas vidas en peligro, que ni les infecto el aire que respiran ni lo pueblo de microbios, Difícilmente se encontrará una comunidad tan aprensiva como la que forman mis compañeros de Negociado. Ya me vengaré de ellos: en cuanto sienta alguno toser dos veces, me iré en queja a la Dirección. Mi vida es tan respetable o más que la de ellos, que también tengo mujer e hijos, y donde las dan las toman y callar es bueno hacía días que no ponía la pluma en este cuaderno de mis Memorias... Y es que con los individuos pasa como con las naciones: los más felices son los que no tienen historia...

28 de marzo

He estado cuatro días en cama. Un estado gripal, sin importancia, a consecuencia del enfriamiento. Pero he tenido fiebre alta y aun me parece que debo tener décimas. Lo peor del caso es que he retrocedido gran parte del camino que, hacia mi curación, había recorrido en la Sierra. Me he levantado de la cama muy quebrantado y débil. Toso bastante, cuando ya casi no tosía, y un golpe de tos me ha arrancado esta tarde unos glóbulos rojos. Confío en que será de la laringe; de ser del pulmón hubiese arrojado mucha mayor cantidad De todos modos, el expeler sangre, aunque sea en tan ínfima porción, siempre me alarma un poco. Lo que más siento es que Miguelito se encontraba presente cuando la he escupido y se ha percatado de ello. Y lo siento, porque es tan canalla y traidorcillo, que es capaz de irlo contando a la Oficina. Lo más probable, en tal caso, es que tornasen a vedarme la entrada en aquel recinto, ahora que mi jefe me había levantado la prohibición. Por mucho dominio que ejerzo sobre mi voluntad, sólo el timbre de la voz del novio de Elena me crispa los nervios, ¡Y tener que tragar que entre en mi casa! ¡Y que entre «a contrapelo»!

Rosita y su sobrina se han angustiado al verme arrojar sangre.

—¡Qué contrariedad! ¡Tan bien como se encontraba usted!—ha dicho Miguelito con entonación hipócrita, que en vano pretendía ser afectuosa.

Como si no estuviese deseando que entregue mi alma a Dios o al diablo, para quedar de una vez y para siempre dueño absoluto de la plaza... la otro podría engañar; pero a mí, que lo conozco tan a fondo, no!

Querían obligarme a acostar, pero yo me he resistido. No tengo ganas de que me confinen en mi cuarto. Han enviado a buscar a don Isaías. El mismo Miguelito se ha prestado a ir a avisarle. Y mientras viene, me entretengo en trazar estas líneas para que se me pase el susto.

Siento la lluvia golpear, con ruido isócrono y monótono, los cristales y al huracán pugnar por abrir las maderas de las ventanas. ¡Es un encanto la primavera en Madrid! A lo menos, en sus comienzos. Ya en mayo es otra cosa. Faltaría más que en el mes de las rosas hiciese este tiempecito...

¿Qué dirá don Isaías? Vuelta a la solución Pautauberge y a las inyecciones de esa infalible tuberculina que no sirve para nada... Le temo a don Isaías; siega en flor todas mis ilusiones, con la afilada hoz de su pretendida ciencia médica... Todas sus palabras, todas sus prevenciones, todos sus medicamentos, no sirven más que para presentarme, mal velado, el espectro de la tuberculosis. Porque de las propiedades curativas de sus remedios, me río ya.. Soy un escéptico, un incrédulo, de la Medicina... Si, efectivamente, lo que tengo es tisis, sé que el arte de curar no sirve para maldita la cosa. No creo que la Medicina haya salvado a un solo tuberculoso; si alguno, a despecho de los médicos, se evadió de la mortal dolencia, fué la naturaleza del enfermo quien obró el milagro.

Con todo, dejo que llamen a don Isaías. Soy como esos hombres que han perdido la fe y, sin embargo, siguen frecuentando el templo... Van por tradición, por rutina. Por tradición, por rutina, dejo que se acerquen a mí estos sacerdotes de una ciencia falsa, de una ciencia que no hace vivir ni medrar a nadie, pero que les hace vivir y medrar a ellos.

Siento ya la voz grave de don Isaías en el pasillo. Esconderé el cuaderno y pondré una cara de circunstancias...

29 de marzo

Vino anoche don Isaías. Me volvió a reconocer, me auscultó y, como suponía.... lo de siempre. Las mismas recomendaciones, los mismos vedamientos, iguales drogas, idéntico tratamiento... ¡Qué poca imaginación tienen estos doctores! Ven que sus remedios y panaceas no dan resultado y se contentan con volver a recetar los mismos... ¡Con qué pocos recursos cuenta la Medicina!

Todas las innovaciones que ha introducido en su plan anterior se han reducido a dos: primera, que, después de cada comida, me tienda en la cama o en un diván un par de horas y permanezca en completa inmovilidad. Y segunda, que duerma bien abrigado, pero con la ventana abierta.

—¿Abierta? ¿Con el tiempo que hace?

—Esperaremos a que mejore para implantar esta costumbre. No es preciso que la ventana se encuentre abierta de par en par: basta con dejarla a cuchillo y cuidar de que esta abertura no esté dirigida hacia la cama. Que el aire se renueve constantemente. Bien arropado, con bastantes mantas en el lecho, no pasará fría Ahora que va a entrar el buen tiempo, y durante el verano es necesario que se habitúe a dormir en esta forma, para que, cuando llegue otro invierno, se encuentre ya acostumbrado y pueda seguir durmiendo de la misma manera ¡Oh, sabio doctor! ¡Qué originalidad en los conceptos y en los razonamientos!

—Creo que me enfriaré, don Isaías—argüí—. Yo nunca dormí de tal modo, casi a la intemperie.

—Razón de más—redarguyó—. Desde los cuarenta y cinco años, y quizá desde antes, debemos hacer lo contrario de lo que hicimos hasta entonces. Desterrar las costumbres que teníamos y adoptar las opuestas. Proscribir nuestros vicios arraigados y dejamos arrastrar por los que no nos han tentado. Que comíamos mucho y andábamos poco. Pues desde los cuarenta y cinco, a comer poco y a andar mucho Que éramos bebedores y no encendíamos un pitillo. Pues en adelante, a ser abstemios y fumadores empedernidos. La razón es sencilla: los órganos afectados por el funcionamiento de nuestros inveterados hábitos y excesos se hallan ya, a esa edad, un poco cansados y desgastados por el prolongado ejercicio. Conviene dejarlos descansar. En cambio, los otros órganos, que actuaron parcamente, se encuentran algo perezosos, algo atrofiados o anquilosados y es conveniente despertarlos, desentumecerlos y darles fortaleza con el estimulante de un funcionamiento hasta cierto punto excesivo... No tenga miedo a dormir con la ventana entreabierta. Ya verá como no le sucede nada. Sus pulmones necesitan aire puro, mucho aire puro.

Vamos, esto de que a las cuarenta y cinco primaveras es recomendable contraer los vicios que no contrajimos de joven, sí tiene una pizca de originalidad.

Tras de recomendarme, ¿cómo no?, que fuese por su Clínica, pues quiere hacerme una radiografía, se despidió. Es para lo único que le sobra inventiva: para sacar los cuartos. Primero, los análisis; después, las inyecciones de tuberculina; ahora, la radiografía. Pero la capa no parece. Ni la salud tampoco.

De todos modos, pasado mañana, primer día de abril, tornaré a la Oficina, ya que me lo permiten. No puedo continuar indefinidamente en esta situación: en uso de licencia. Todavía estoy un poco débil, un poco pachucho, pero, aunque estuviese peor, aunque fuese arrastrándome, iría. Seguir así es expuesto a que el día menos pensado me corten los víveres. ¿Y entonces, qué iba a pasar en esta casa?

Además, gozo figurándome la cara que van a poner mis camaradas de plumeo cuando me vean nuevamente entre ellos. Porque, bien pensado, la autorización para que vuelva a la Oficina debe haber sido cosa de mi jefe, sin arte ni parte de mis bondadosos cofrades. La marcha de mi Negociado, que se resentiría con tan larga ausencia de uno de sus empleados, será, probablemente, lo que le habrá movido a llamarme. Reparaz, Melgares y demás compañeros mártires, van a quedar sorprendidos y mustios con mi entrada. Y su manifiesta contrariedad será plato de gusto para mi espíritu...

30 de marzo

Sucedió lo que preveía y lo que temía. Esta tarde se ha vuelto a personar en casa mi compañero Reparaz, el decano de mi Negociado. En cuanto lo vi entrar me figuré a lo que venía. Y, en efecto, tras algunos corteses preámbulos, me dijo que nuestro jefe le había ordenado me visitase para participarme que me prorrogaban por otros dos meses la licencia que disfruto.

—Pero si yo no he solicitado ninguna prórroga.

—Eso me ha dicho.

—Si hace pocos días que me escribió autorizándome para que desde primero de abril volviese.

—Lo habrá pensado mejor o se habrá enterado de que aun no está usted bien del todo...

Esto último debe ser lo cierto, y no se pueden haber informado más que por ese villano traidorzuelo de Miguelito. Es el único que entra en esta casa, de los empleados de la Oficina El sabe mi recaída, él presenció cuando esputé una poca de sangre la otra tarde, y el muy soplón se ha apresurado a ir con el cuento a mi jefe o a mis compañeras de Negociado, para perjudicarme. Me está bien empleado, por dejar penetrar en la intimidad de mi hogar a un hombre que sé que es un malvado, que es enemigo mío y que se ha de valer de esta confianza para espiar mi vida y delatar cuanto me sea adverso. No, pues ésta no se la puedo perdonar... ¡Ya me la pagará!

Una rabia sorda me poseía. Sin embargo, no dejé se trasluciese nada de mis encolerizados pensamientos. Procuré fingir indiferencia y continué mi parla con Reparaz.

Como durante la conversación le preguntara por la marcha de algunos asuntos que quedaron en trámite en nuestro Negociado cuando me hube de ausentar de él, me miró extrañado, como diciendo: «¡Qué le importarán a éste ya esas cosas! ¡Pensará que va a volver por allí!»

Y de mala gana y para salir del paso, me dió en pocas palabras cuatro explicaciones someras..¡Todo muy piadoso!

Con esto se retiró el embajador extraordinario, a quien sin duda dan estas embarazosas comisiones por la autoridad que sus años y sus argentados cabellos le prestan. Y, ciertamente, es preferible oír de sus labios una nueva desagradable que no escuchar el fatal exordio del camello de mi jefe: «¡Las cosas son como son y no como quisiéramos que fuesen!»

31 de marzo

Anoche tuve otro vómito de sangre. ¡Soy hombre al agua!

4 de abril

Rápidamente voy reponiéndome y recobrando las perdidas energías. Apoyado en un bastón doy ya pequeños paseos por dentro de la casa.

Otro susto mayúsculo. Pero ¿quedará todo reducido al susto? Realmente, ¿estaré tuberculoso? No sé qué contestar. Unas veces me parece que sí, otras que no... Lo que sí es indudable, tenga o no un principio de tuberculosis, es que me queda aún mucha vitalidad... Lo atestigua la rapidez y el empuje con que mi naturaleza reacciona ante los pródromos de la enfermedad. Cinco días hace únicamente que arrojé la sangre y ya parece que no pasó nada; estoy casi como antes... El principio vital tiene muchas reservas en mí... Reservas disciplinadas y valerosas, siempre dispuestas a entrar en fuego y a batirse denodadamente... Con estas reservas la situación podrá ser grave, pero nunca desesperada. Todo consiste en tener acierto para emplearlas bien. La prueba está en que en Cercedilla, donde pudieron actuar adecuadamente, dominaron al mal y casi lo aniquilaron. Pues si es preciso volveré a Cercedilla o a otro lugar conveniente, aunque no sé cómo. El cómo, ¡he ahí la dificultad! Tampoco lo sabía cuando fui a Cercedilla y Rosita encontró el cómo y con él los recursos.

Mi mujer, ¡buena está por sus días! Como era de esperar, en cuanto olió la recaída, a las primeras de cambio huyó de mi cama, con el consabido pretexto de que me incomodaba, de que podía airearme... Sí, sí, ¡buen egoísmo tiene! ¡Y una cantidad fabulosa de aprensión! ¡Qué cariño a la vida, hijita!

Después de todo, me he alegrado. Era necio pretender resucitar una pasión muerta, y bien muerta... Por mucha que sea mi fantasía, no puede hacer milagros... El tiempo mató despiadadamente sus gracias y la prosa de la vida ahogó cuanto había en ella de exquisito, de espiritual, de romántico, de poético… No, el idilio no es ya posible. Tratar de reanudarlo, después de los años mil, sería ridículo, improcedente y baldío. Ella misma se sorprendería y se reiría de la pueril pretensión. Para satisfacer una aguijadora necesidad material, pase; para una necesidad del alma, no sirve ya Rosita. Ni física ni espiritualmente es factible encender el apagado fuego. Vana quimera donde no queda brasa ni aun rescoldo y sí sólo ceniza. Aspiración descabellada pedir tal gollería a la ilusión. La amabilidad y complacencia de esta señora, aun siendo grandes, no pueden llegar a ese extremo.

Rosita será, es, quiero hacerle justicia, una excelente madre, una buena ama de casa, pero para inspirar pasión no está ya la pobrecilla... Será doloroso que Rosita no sea ya la Rosita de cuando nos casamos, pero es irremediable, inevitable, fatal.

Y lo triste del caso es que mi corazón necesita otro corazón apasionado, que mis sentidos tienen ansia de acariciar y ser acariciados ¡Quién tuviese un verdadero amor en que reclinarse y descansar!

Rosita, ¿te has ido? ¡Buen viaje! Pero conste que fuiste tú quien de nuevo abandonó el tálamo...

6 de abril

En vano pretendo substraerme a la realidad, en vano procuro cerrar los ojos ante ella; la realidad es más fuerte que yo, más fuerte que mi voluntad, más fuerte que el dominio que ejerzo sobre mis sentidos, más fuerte que todo, y a cada paso se alza implacable, inmutable, delante de mí y con enérgico reproche me dice: «¡Iluso! ¡Todos tus esfuerzos son infructuosos! ¡Tú amas a Elena, y nada ni nadie podrá desterrarla de tu corazón!» Es cierto, la amo, y todos los intentos que he hecho para ahogar este amor han resultado fallidos. La amo, sí, y la perseverancia con que procuré en Cercedilla borrar de mi memoria hasta su recuerdo, comprendo que fué contraproducente. Procuró empequeñecerse, acurrucarse, enmascararse para no alarmarme al delatar su presencia, pero la funesta pasión allí siguió, viva, perenne, dentro de mí. Más ahincada cuanto más combatida.

En Cercedilla la casa era incómoda y la pupilera enfadosa. En puridad, me resultaban así porque no estaba allí ella. Hubiese estado Elena conmigo y ni la vivienda me hubiese parecido asiento de toda incomodidad ni la patrona tan fastidiosa y molesta.

No me vine porque me aburriese mucho, sino sencillamente porque no podía resistir más estar sin verla.

Todo eran subterfugios, paliativos y hábiles disfraces para convencerme a mí mismo de que el menor vestigio de este amor había desaparecido, pero la realidad era que continuaba imperando, omnímodo, dentro de mí.

Es necio trate de seguir engañándome a mí mismo. En mi corazón sólo hay un sentimiento: su amor, y este sentimiento lo ocupa todo. Acatamiento, pleitesía y humildad sólo hay en mi alma para ella; para el resto de la humanidad no hay más que desprecio u odio. De esta universal bancarrota de prestigios que hubo en mí, sólo ella logró salvarse y quedar incólume, inmarcesible. Afectos, sentimientos, ideas, todo se ha ido derrumbando dentro de mí, sólo su amor permaneció enhiesto, firme, inalterable.

Es inútil seguir luchando. Puesto que es fatal que la ame, dejaré que mi corazón se entregue sin frenos a esta pasión. Bastante es ya que abrigue un amor imposible, un amor que es de otro, para aumentar sus sufrimientos obligándole a esconder sus manifestaciones hasta a mis ojos. Que a mi vista, al menos, ame cuanto quiera, ya que ha de ocultarse a la vista de los demás. Que conmigo no tenga que encogerse, que replegarse, ya que ante los otros ha de reprimirse. Que se expanda en mí cuanto guste.

Amor desgraciado, amor criminal, amor ni correspondido ni estimado, tu misma infelicidad te hace más digno de consideración, más respetable, más sagrado a mis ojos. Vive con libertad en mí. Medra cuanto quieras a costa mía. Tan poca es la vida que me resta que, por mucho que quieras medrar, tu medro casi no acortará mis días. Medra, que tus días están también contados, pues son los míos ¡Medra! ¡Llena de luz mi alma! ¡Alumbra esplendorosamente mi interior! Fuera, todo son sombras, negruras. Todo son vilezas, egoísmos, penurias y miserias. Proporcióname una vida interna alegre, venturosa, rica, fastuosa, brillante, que sirva de antídoto a esta vida real tan triste, tan angustiadora, tan miserable, que envenena mis días. Que refugiado en ti pueda olvidar la podredumbre, la fetidez, la mezquindad de cuanto me rodea. Que en ti encuentre fuerzas para soportar esta cochina y mísera existencia que ya tampoco se puede decir que sea vida, y para que no tenga que ir a buscar en el cañón del revólver la liberación.

Amor desdichado, amor culpable, casi incestuoso, ¡medra!, ¡medra!, ¡medra!.

7 de abril

Esta mañana he estado en la Clínica y han obtenido una radiografía de mi pecho. He tenido que ir apoyado en el brazo de Rosita. Con todo, caminaba tan lentamente que desde mi casa a la Clínica, a pesar de su proximidad, hemos echado un buen rato. ¡Me canso tanto todavía! Pues y a la vuelta, la subida de la escalera... ¡Ochenta y seis escalones! ¡Creí que no se acababan nunca! ¡Qué tormento! Llegué tan cansado que me acosté en seguida y comí en la cama...

Al obscurecer abandoné el lecho. Me he levantado, y puesto que me he propuesto no poner máscara a mis sentimientos, diré francamente por qué. Me he levantado porque se aproximaba la hora en que cotidianamente viene el mastuerzo de Miguelito y quería presenciar su entrevista con Elena. Es un suplicio para mí el presenciarla, pero es aún mayor el suplicio si no la presencio. Las visitas de ese quídam constituyen otra vez mi obsesión. La he presenciado y ha habido un momento en que no me he podido contener y le he afeado al traidor su deslealtad al denunciar en la Oficina los progresos de mi mal. Ha tratado de justificarse vanamente, pero mi irritación era tan grande que, de sorda, temí que se convirtiese en vocinglera y abandoné furioso el comedor por evitar cuestiones. Y allí se han quedado solitos los tórtolos, mientras yo aquí escribo o me muerdo los puños de rabia... ¡Cuánto mejor hubiese sido que no dejara la cama!

Cualquier día hago un disparate, le pego un tiro a Miguelito o a Elena o me lo pego yo. Los tres no podemos vivir juntos. Uno de los tres sobra en el mundo. El que sobra y se va a ir pronto, sin necesidad de pistoletazo, soy yo. ¡Por fortuna para ellos y para mí! ¡Para pasar lo que estoy pasando, vale más!

8 de abril

En cuanto mi tío empeora de su dolencia se le recrudece la animadversión contra Miguelito. ¡Es infalible! No sé qué relación puede haber entre dos cosas tan dispares, pero que existe alguna es evidente.

Tío Jesús tiene dos caras: una, generosa, complaciente, recta y honrada, cuando está bueno, y otra, destemplada, acre, atrabiliaria y egoísta, cuando se encuentra enfermo. Parece como si su padecimiento le inundase el alma de amargura, de bilis y malos humores.

Ahora lleva unos días de estar con mi novio de lo más imprudente, de lo más procaz que cabe imaginar. Sus insolencias con él me hacen pasar unos tragos bien amargos.

—Quisiera yo saber—le espetó anoche a Miguelito—quién ha sido el acusón que ha ido con el soplo a la Oficina de que me encontraba peor.

La alusión era tan directa que Miguelito hubo de recogerla y responder:

—Si hubo acusón, que no es lo verosímil, no creo supondrá usted que fui yo...

—No supongo nada—replicó secamente.

—Le doy mi palabra de caballero de que no he hablado una palabra respecto a usted en la Oficina.

—Está bien—murmuró, y dando media vuelta se salió del comedor, dando un portazo.

Miguelito me dijo entonces:

—¡Esto es inaguantable! Si no estuvieses tú por medio, ya le ajustaría yo a ése las cuentas.

—No le hagas caso; su enfermedad lo vuelve irritable y desapacible. ¡Hay que tenerle lástima!

—Ni sano ni enfermo hay derecho a decir ciertas cosas, ¡reconcho! Un día me hace perder los estribos y...

Con cuatro carantoñas logré apaciguar su cólera. Esto tiene de bueno Miguelito, que no guarda nada, que no es rencoroso, y en capeando el primer pronto se le pasa en seguida.

En cambio, tío Jesús, es de canela fina. Como la tome con uno, la morir! No perdona medio ni ocasión de zaherir, de mortificar. Y si puede, hasta de insultar y vilipendiar. Y lo hace con una saña...

Miguelito, cuando no está irritado contra tío Jesús por algún ex abrupto o salida de tono de éste, lejos de tenerle mala voluntad siente por él compasión y hasta disculpa el carácter adusto y esquinado que va echando.

—¡Pobre!—dice—. ¡Hay que ver cómo ha variado! ¡Tan comedido y condescendiente como era! La picara enfermedad lo ha vuelto de arriba a abajo. Es natural, que lo que le pasa no es para andar repicando las castañuelas...

Lo más grave no es la manía que le ha tomado a mi novio, lo más grave es que me parece... que tío Jesús vuelve a las andadas. Desdichadamente no es un capricho pasajero lo que yo le inspiro... Tiene mayor arraigo del que me figuraba. Sus miradas, tan pronto tiernas, tan pronto coléricas, no dejan lugar a conjeturas. Pero, para acabar de desvanecerlas, si las tuviese, no se recata ya en declararme el amor que por mí dice que siente.

—No sé si amarte o si odiarte—me decía esta mañana en unos momentos que estuvimos solos en el comedor.

—Ni lo uno ni lo otro, tío. Quédate en el justo medio. Limítate a estimarme únicamente, como antes.

—¡No puedo!—exclamó torvo, desviando de mí su mirada.

Hubo un silencio. Después, imperativo, me ordenó:

—¡Has de quererme!

—Ya te quiero como a mi tío que eres. Y, además, te estoy muy agradecida...

—¡No, no es eso!—me interrumpió enérgico—. ¡Como quieres a tu novio!

Volví a callar y, prudentemente, me dirigí a la puerta para cortar esta penosa escena. Pero él se interpuso e insistió vehemente:

—¡Yo te quiero más que él!

—Pues haces mal; de ese modo que insinúas, tú no debes querer más que a tía Rosita.

—¡Deja en paz a tu tía! ¡Te quiero a ti! la ti sola! ¡Te quiero más que a mi vida!

Sus ojos despedían chispas. Tuve miedo, retrocedí unos pasos.

—No, estáte tranquila. Nada te he de hacer... Nada quiero por la violencia, por el amor sí quisiera obtener un poco del tuyo...

—Comprende que es un desatino, un despropósito, una locura, tío.

—¡Será lo que quieras! Pero el amor no admite razones... ¿Sabes tú lo que he luchado por ahogarlo, por aplastarlo, por impedirle levantar cabeza? ¿Adivinas que esta lucha me tiene ya aniquilado, deshecho, acobardado y exhausto de fuerzas? ¿No comprendes que cuando he renunciado a ella es porque estoy persuadido de que es vana, de que es tiempo perdido? ¿Crees que yo he hecho la menor cosa para dar pábulo a esta pasión que me abrasa, que me consume? Nada exijo de ti, nada te pido... Déjame, tan sólo, querelle calladamente, mansamente... Mi amor no te importunará nunca... Deja que te ame en el santuario de mi corazón... Nadie sabrá de este amor; nadie, ni tú misma, oirá sus protestas ni sus latidos.... Ten compasión de mí, ¡me queda tan poca vida!

Su voz se había tomado dulce y queda. Era un murmullo, un sollozo. Yo estaba fuertemente impresionada, no sabía qué responder... Comprobaba la magnitud de su amor, la veracidad de sus expresiones, la conformidad entre sus palabras y los propósitos nobles y resignados que se leían en sus ojos... Además, ¿qué negar a quien nada pide? Con todo, comprendía que mi silencio podía servir de aliento a su desdichada pasión, por lo que, despojando de toda acritud la entonación de mi voz, le dije:

—Recapacita, tío, que una muchacha honrada no puede permitir que la quiera más que quien puede llegar a ser su marida Recapacita en que un hombre casado no debe amar más que a su esposa. Piensa que tu mujer es tía mía, hermana de mi madre y una segunda madre para mí...

—En todo ello y en otras cosas he recapacitado sobradamente... De más conozco la insensatez de mi pasión, pero insensata y todo ¡es mía! Es mía, es de mi corazón, en él ha brotado, en él ha crecido, en él vive y no hay medio humano de arrancarla de allí. ¡Es! ¿Comprendes? ¡Es, y todos los razonamientos que tú emplees, y todos los que yo he empleado, no evitarán que sea!

Quedé desconcertada, abrumada, triste. ¿Qué decir a quien así se expresa? Teda porfía es inútil; todo intento de convencimiento, baldío... No queda otra solución que cruzarse de brazos y dejar a este hombre con su infausto, con su estéril amor... ¡Y cómo apesadumbra el espíritu tener que resignarse a contemplar el infortunio! ¡Cómo se contrista y descorazona viendo la inutilidad de luchar con un imposible! ¡Cómo quisiera una que las fuerzas de la razón actuasen eficazmente sobre el corazón! Y, sin embargo, esto es quizá lo más excelso del ser humano: que el corazón obre independientemente y, hasta a veces, contradictoriamente que el cerebro. Si el corazón no fuese así, si dejase regir sus impulsos por el pensamiento, no sería nada, una secuela, una dependencia secundaria de la cabeza. El individuo humano sería entonces todo cálculo, todo mecánica, todo medida... Las matemáticas ordenarían nuestra vida aún más de lo que ya la ordenan; la ordenarían de un modo completo, fatal, absoluto, sin dejar el pequeño margen que hoy tienen que dejar a ese loco del corazón... ¿Y no es este margen, irrazonable, imprevisto, lo más bello que tiene la vida?

Mas me aparto lamentablemente de mi relato.

—Tío, olvídame, no pienses en mí—dije a conciencia de que decía una sandez, de que era como ordenar a un tífico: «¡No tenga más fiebre!», pero no se me ocurría nada.

Y antes de que pudiera objetar, me escabullí presurosamente del comedor.

11 de abril

Nunca debí permitir que mi tío pronunciase, dirigida a mí, la palabra amor. Pronunciada una vez, perdida la cortedad, el pudor de la infamia, ya no vacila en pronunciarla a cada paso. Esquivo todo lo que puedo encontrarme a solas con él, mas en cuanto me coge, ¡y hay que ver la astucia con que me acecha!, su plática se reduce a declararme en fogosos parlamentos su pasión. Es un monólogo casi, pues yo no le contesto, ¿qué le puedo contestar? ¿No le he dicho ya, y baldíamente, cuanto podía decirle para disuadirlo de cate amor? Y en hallando ocasión, me escapo.

Hasta ahora su amor es respetuoso; pero, ¿lo seguirá siendo? Unicamente las horas en que está aquí Miguelito se torna irascible y violento. Con dura y penetrante mirada y ceñuda expresión nos contempla, y la frase mordaz e iracunda está siempre pronta a salir de sus labios.

Miguelito ha notado algo, y anda escamado.

—Tu tío parece que está enamorado de ti—me indicó la otra tarde.

—¡Estás loco!—le objeté.

—¡Tú no ves cómo te mira! ¡Tú no te fijas en el derroche de malevolencia que hace al hablamos! ¡En las reticencias que emplea! ¡Cualquiera diría que está celoso!

—La enfermedad le desazona y le agria el carácter.

—Pues a veces te mira con una ternura, con una melosidad inequívocas.

—¡Qué cosas tienes!

Para evitar que la presencia de mi novio exaspere la irritabilidad celosa de mi tío, y al mismo tiempo que tomen cuerpo las sospechas, no sin fundamento por desgracia, de Miguelito, he decidido que nuestras entrevistas y paliques amorosos se verifiquen en casa de don Hipólito, el vecino de al lado. Quizá así logre conjurar la tormenta que se cierne sobre nuestras cabezas. De no proceder de este modo era ya inminente un choque entre les dos hombres.

Antes de irse a Cercedilla logré tener a raya a mi tío con la amenaza de marcharme de su casa. Pero esta amenaza ya no surte efecto. Sin duda ha comprendido que es irrealizable, pues no tengo dónde ir si de aquí salgo.

Y el caso es que tío Jesús me infunde una gran lástima. Está en un estado deplorable. No es ya ni la sombra de lo que fué. La fiebre le consume y extenúa. La tos no le abandona. Los esputos sanguinolentos son harto frecuentes, tan frecuentes que ni a él mismo alarman ya.

Fui con tía Rosita a recoger la radiografía a la Clínica del doctor. El anciano don Isaías, sobre la positiva, nos localizó la lesión pulmonar y nos explicó el curso de la dolencia. Nos dijo que una sombra densa, redondeada y circunscrita, que se aprecia muy bien en ella, en la región pulmonar, es la producida por los tubérculos. La cavidad es considerable, según nos aseguró; y ello hace que los ruidos cavitarios, que percibiera anteriormente, hayan adquirido ya un timbre anfórico característico. Tiene, además, algo de disnea y expectoración mucopurulenta. Tales síntomas no dejan lugar a dudas. El diagnóstico es claro y el pronóstico terrible. Don Isaías cree que, de no sobrevenir algo milagroso, el resultado fatal es sólo cuestión de meses.

Mi infeliz tía salió de la Clínica hecha un mar de lágrimas. Y está en un estado de congoja, de angustia, inenarrable. Ello hace que, aunque pudiera, que no puedo, no me atreviese a abandonar su casa.

¿Cómo decirle: «Tía, me tengo que ir de aquí, porque tío Jesús me persigue con su amor»?

Y de no declararle esto, la verdad, ¿qué pretexto verosímil, aceptable, inventar para justificar mi salida de su vivienda en estas circunstancias? Cualquiera que fuese éste, no siendo el verdadero, no tendría fuerza para que dejara de pensar que era una ingrata, que después de tenerme tantos años recogida y amparada, huía en cuanto habían llegado los malos tiempos por temor al contagio, dejándola sola, con el marido herido de muerte y tres niños enchiques y enfermizos. No, imposible marchar. Imposible, aunque pudiera.

La única solución para la situación tan difícil, verdaderamente crítica, en que me hallo, sería mi casamiento. Pero Miguelito, a quien he hecho insinuaciones, todo lo claras y pertinaces que decorosamente una muchacha puede hacerlas, dice que hoy por hoy, no le es posible casarse; que antes necesita conseguir otro empleo o un aumento de sueldo en el que tiene. Su más vivo anhelo asegura que es hacerme suya, que es fundar un honrar y una familia conmigo, pero que hace falta tener paciencia hasta que las cosas se puedan realizar como es debido. ¡Cuántas trabas se oponen siempre a la felicidad de los humildes!

Nada, que ha de persistir esta perenne zozobra, esta continua tribulación en que me encuentro, esta situación insostenible e inconfesable, inconfesable para todos, para mi tía y para mi novio los primeros, únicos seres a quienes quiero y que pudieran darme un consejo. Sola, sin ayuda de nadie, sin apoyo alguno, he de escuchar las apasionadas frases de tío Jesús, que hasta ahora, por fortuna, son respetuosas... todo lo respetuosas que puedan serlo en boca de un hombre casado y dirigidas a una muchacha soltera y desvalida, que es su pupila y deuda...

13 de abril

Ahora todas las tardes se marcha Elena al piso de al lado, casa del bobo de don Hipólito, y allí recibe la visita de su amado.

Comprendo que se vaya... En casa de nuestros vecinos goza de entera libertad para hacer... cuanto le venga en gana. Para besar, para acariciar... a su idolatrado Miguelito. Don Hipólito no se encuentra a esas horas en su domicilio. Allí, la única persona de «respeto» es su hija Angelita, una locuela, sin seso ni fundamento, que hará la vista gorda a todo...

Ha hecho bien en marcharse. Aquí no eran posibles cierto género de expansiones. Mi mirada vigilante lo impedía.

Celebro que tome otro lugar para liza de sus combates eróticos. Así me ha quitado un cuidado de encima. Además, la vista de ese sandio y vanidoso de Miguelito me hacía daño... Váyanse en buenhora, hagan lo que quieran... A mí, ¡plin!

Ojos que no ven, corazón que no siente.. Recobraré mi tranquilidad de antaño.

Para distraerme un poco decidí salir esta tarde, ya que estaba ocioso y no tenía que ejercer mi vigilancia Como aun estoy flojo y enteco, andaba apoyado en un bastón.

A los pocos pasos me tropecé con un conocido. No pudo eludir el saludarme.

—¿Qué tal, Manresa? Me habían dicho que estaba usted un poco enfermo.

—Ya estoy bien—contesté.

Le había alargado mi mano, pero el amigo, fingiendo no reparar en mi ademán, continuó con las suyas metidas en los bolsillos del abrigo. Incuestionablemente temía estrechar mi diestra.

No volveré a alargar la mano a nadie. Llegará el día en que temerán hasta que mi mirada se pose sobre ellos. ¡Qué miedo me tienen mis semejantes! ¡Cómo me esquivan! ¡Creen que soy un vivero de gérmenes mortales! ¡Y que por donde paso voy inoculando la terrible enfermedad!

¡Huíd, huíd, imbéciles! ¡Quién poseyese, de veras, ese «rico e inagotable» manantial de microbios peligrosos que me atribuís! ¡Por muy altas que fuesen las barreras que entre vuestras personas y la mía levantaseis, yo me las compondría para escupir por cima de ellas y enviaros el rito presente de unas cuantas miríadas de bacilos de Koch!

¡Hacéis bien en temerme, malvados! El día en que me convenza de una manera cierta y positiva de que mi boca expele ese «chorro» de microbios, me complaceré en irlos sembrando a diestra y siniestra. ¡Anegaré en ellos a todo Madrid! ¡El mundo entero si pudiese! ¡Egoísta Humanidad!

Este incidente, tan trivial y sin importancia al parecer, me quitó las ganas de pasear. Y torné pronto a casa, del humor que es de suponer.

15 de abril

En casa de mi vecina Angelita lo pasamos tan ricamente. La mirada celosa y furibunda de tío Jesús no pesa allí sobre nuestra charla ame rosa como una losa de plomo. Era una mirada tan coercitiva, tan escrutadora, que ni aun esas frases afectuosas y triviales, que son tributo obligado del amor, me atrevía a susurrar a Miguel, segura de que tío Jesús adivinaría mis palabras y le pondrían fuera de sí. El gesto, el ademán más inocente no me arriesgaba a hacer, temerosa de que mi tío le diese una interpretación equívoca y malévola. Nuestros amores se ahogaban, se asfixiaban allí. Les faltaba oxígeno, libertad.

No nos estorban los testigos. Nada hacemos ni decimos que no pueda ver y oír el más escrupuloso, el más virtuoso de los varones. Pero de esto a saber que se nos espía maliciosamente, malintencionadamente, odiosamente, prestos a interpretar de una manera torcida la palabra más sencilla, la acción más natural, hay mucha distancia. Fuera mi tío como debía de ser y nada nos hubiese importado su presencia.

En casa de Angelita podemos hablar a nuestras anchas, reírnos a nuestras anchas, bromear a nuestras anchas y decirnos todo lo que nos amamos a nuestras anchas.

Angelita me dijo la primer tarde que fuimos allá:

—Comprendo que no podáis hablar en casa de tu tío ¡Está insoportable! No sé cómo tenéis paciencia para sobrellevarlo. Compadezco a tu tía y te compadezco a ti.

—El pobre, con la enfermedad...—murmuré.

—El amor puede vivir hasta a la vera del dolor, sin quebranto ni contrariedad—terció mi novio—. Pero lo que no puede es subsistir mansamente junto a la malquerencia, la iracundia y la impertinencia reiterada. Celebro que a Elena se le haya ocurrido que nos veamos aquí, porque varias veces he estado a punto de saltar...

—Pues aquí no tendréis ningún tío fastidioso que os encocore.

—No sabes cuánto te agradezco que des hospitalidad a nuestros amores—le manifesté.

—¡Calla, chica! Eso no tiene importancia... Al contrario, no sabes lo que me aburro sola en casa... Papá, con sus lecciones, muchas tardes tiene que salir.

Así es, en efecto. Un día sí y otro no, don Hipólito tiene lecciones de música por la tarde, y el día en que le toca marcha a las casas de sus discípulos a cumplir su obligación docente. Las tardes que tiene libres las suele pasar en su casa y lee, mientras Angelita hace punto o toca el piano, pues es consumada pianista, y Miguelito y yo hablamos.

—Por ello me tendréis que dispensar si alguna que otra vez interrumpo vuestro idilio y meto baza en vuestra conversación—continuó la simpática joven—, pero cuando llevo mucho rato sola, rabio por hablar.

Pero no todo era desinterés al dar albergue a nuestros amores, como verá quien siguiese leyendo.

—Si no os importuna—me dijo ayer mi vecina—, le diré a un muchacho, amigo mío, que venga algunas tardes y haremos música.

—¿Por qué nos había de importunar? Con mucho gusto. Eres sobrado mirada pidiéndonos permiso para recibir en tu casa a quien quieras.

—¡El álcali de la cortesía!—bromeó Miguelito.

Esta tarde nos ha presentado al joven en cuestión. Se llama Antonio Ozores, es primer premio de violín del Conservatorio y fué alumno de don Hipólito. Por lo que he colegido es un chico modoso y tímido, a quien gusta Angelita, Y también, a juzgar por las apariencias, no desagrada a mi amiga. ¿No va ya asomando una puntita la oreja del interés?

Ozores, que es sonrosado y sin pelo de barba, ha tocado el violín, acompañado al piano por Angelíta, y lo hace con maestría.

Así ha transcurrido placenteramente la tarde.

El que, naturalmente, está indignado conmigo, porque he tomado la morada de Angelita como lugar de mis entrevistas con Miguel, es mi tío. Tan ofendido que ni me dirige la palabra. Cuando le doy los buenos días, contesta con un sordo gruñido. Y esto es todo. Lo prefiero a tener que oírle hablarme de amores. Y eso que me mira tan iracundamente, tan torvamente, que creo que, a poder, me pulverizaría con la mirada...

19 de abril

La otra mañana me levanté tarde, casi a la hora de yantar, como de costumbre desde que no tengo que ir a la Oficina, y me encontré con la novedad de que en la mesa del comedor sólo había puesto un cubierto: el mío.

—¿Qué es eso? ¿Y tú? ¿Y Elena? ¿Y los chicos?—pregunté a mi mujer.

—Hemos comido ya. A los niños se les hace tarde, y como tu comida es diferente, ¿para qué esperarte?

Ya no se contentan con tenerme señalado todo el servicio de mesa... No bastan tales precauciones, por lo visto, y para aminorar el riesgo de contagio me hacen comer solo, con el pretexto de que no como lo que los demás, de que mi comida es especial... Cierto que mi mujer procura añadir a la rencilla y frugal minuta cotidiana algún plato nutritivo y substancioso para mí, por estar enfermo e inapetente, mas no veo la necesidad de que me lo tenga que comer aparte, aislado como un lazarino. ¡Si supiesen el daño que me hacen con este trato deprimente, con este aislamiento productor de misantropía! ¡No sé cómo no tengo ya síntomas ictéricos!

Al mismo orden de hechos pertenece otro, ocurrido después, ayer tarde, sin trascendencia, pero mortificante y revelador de hasta dónde llegan en su exageración aprensiva mis allegados. Comía yo y mi mujer me hacía compaña, con nuestro hijo mediano sentado sobre su regazo. Es de advertir que Rosita había hecho cuanto pudo por alejar al niño del comedor, sin conseguirlo, pues estaba emperrado en permanecer allí.

A duras penas, tengo un desgano horrible, iba pasando, en minúsculos bocados, una lonja de pavo trufado que Rosita había traído para mí.

Al pequeño se le saltaban los ojos contemplando los trozos de fiambre. Lo noté y pinchando uno con el tenedor, se lo ofrecí. El niño se quedó indeciso, sin atreverse a alargar la mano para cogerlo. Se veía que habían entablado ruda lucha en su interior el ansia de comerlo de niño glotón y la prohibición de tomar nada mío que su madre les debe tener hecha. Al cabo consultó con la mirada a su engendradora, implorando el levantamiento de la prohibición.

—Mujer, déjalo que lo coma—intercedí—, si yo no lo he tocado aún. Como no le haya infiltrado los bacilos con la vista...

¡Qué amargura produce tener que hacer estas consideraciones!

—No es por eso, Jesús—contestó Rosita—, es que ellos tienen otra comida y la tuya la debes comer tú, que para eso se trae, porque la necesitas... Pero, por esta vez, dáselo—y dirigiéndose al pequeño, le dijo:—Anda, Gasparito, tómalo.

Al muchacho le faltó tiempo para llevárselo a la boca y engullirle glotonamente.

Yo no puedo ser ya ese padre legendario que se quita el bocado de los labios para dárselo a sus hijos. Hasta el alimento, viniendo de mí, es nocivo para mi generación. Estos pensamientos entenebrecen y angustian mi espíritu.

A buen seguro que antes de estar yo enfermo mi mujer no me dijese, si estaba comiendo algo y notaba que cualquiera de nuestros hijos lo apetecía:

—Jesús, dale un pedazo al niño, no ves que se le van los ojos detrás de lo que comes...

Hoy, por el contrario, se opone cuanto puede a que mis hijos, por mucho que lo ansíen, participen de nada de lo que yo como.

Ayer noche y hoy, mi mujer ha cuidado mucho de que ninguno de nuestros chicos se escape a presenciar mi comida. A las horas de comer yo, loe ha enviado a jugar al otro extremo de la casa. Sin duda quiere evitar que pueda repetirse la escena de ayer tarde. ¡Toda precaución es poca!

Casi no salgo a la calle y, sin embargo, rae paso los días enteros sin ver a mis hijos. Rosita, cuando están en casa, los recluye en las habitaciones más apartadas de las que ven deslizarse mis tristes horas: mi alcoba y el comedor. Si por casualidad alguno se evade de su reclusión y viene donde yo estoy, no tarda su madre en llegar a buscarlo y ordenarle:

—Anda, vete a jugar con tus hermanos. No molestes a papá.

¡Molestarme! ¡Qué bien sabe Rosita dorarme la píldora!

Si yo fuese rico dejaría a mi mujer la mayor parte de mi fortuna, para que ni ella ni nuestros hijos careciesen de nada, y me iría lejos, muy lejos, donde no pudiesen ver en mi existencia un peligro para las suyas... Y me moriría solo, sin avisar a nadie...

Pero como no lo soy, d único recurso que con frecuencia se me ocurre es el del suicidio.. Si tuviese la certeza de que no tenía curación, ya lo hubiese puesto en práctica. Que los míos queden sin mi auxilio unos meses antes o después, poco da. ¿Pero y si no se trata de unos meses, y si me puedo curar y por una precipitación dejo desamparados y sin su único apoyo a mis hijos, pudiendo prestárselo durante bastantes años, que aun no soy viejo? Esta interrogación, esta incertidumbre es lo que me detiene principalmente.

¡Qué pensamientos tan siniestros son los que mi mente alberga de continuo! Y pensar que una sola y piadosa mirada de Elena podría disipar las tinieblas que envuelven mi vida, podría confortarme y darme fuerzas para llevar mi pesada cruz. Podría, acaso, devolverme incluso la salud perdida.

Pero mientras yo, desesperado, sufro, ella, casi tabique por medio, en el piso de Angelita, se refocila con ese salteador de honras...

24 de abril

Angelita es un diablillo encantador. En su casa se deslizan las horas sin sentir. ¡Qué diferencia entre el ambiente de este hogar y el de mi vivienda! En casa de mis tíos no podía apartar la vista de los ojos de mi amado sin tropezarme con la mirada torva y hostil de tío Jesús. Y aquí una atmósfera de simpatía, de sano regocijo, de aquiescencia y honesta tolerancia rodea nuestros amores. ¡Esta Angelita tiene tanto ángel!

Antoñito Ozores frecuenta cada vez con mayor asiduidad la morada de Angelita, por las tardes, cuando nosotros vamos. Está muy prendado de mi amiga, pero es tan apocado e irresoluto que no se decide a expresarle su sentir, no obstante que la dama de sus pensamientos no desaprovecha oportunidad en darle pie para que lo haga. Angelita, que es viva como una ardilla y que está deseando que Ozores se arriesgue, se impacienta y consume viendo la irresolución y tardanza del barbilampiño mancebo en declararle su amor.

Ayer, Angelita me rogó:

—Mujer, ayúdame... A ver si le pohes un par de banderillas de fuego a ese «pasmao» para que se atreva... Hazte cargo.. El muy sosaina me tiene penando porque desembuche, pero por más que hago no consigo que diga pío... Y con mi genio, tengo ya la sangre requemada...

Me brindé incondicionalmente para auxiliarla, y como es de imaginación fértil y traviesa, no tardó en proponerme un maquiavélico plan, que acepté alborozada.

Hoy lo hemos puesto en ejecución, con resultado inmejorable. Estábamos solas las dos parejas. Miguelito había hecho unos juegos de manos con una baraja que estaba sobre la mesa, y con la cual algunos atardeceres nos jugamos unos pasteles o cualquier otra fruslería, al mus o al tute. Cuando Miguelito terminó tomé yo los naipes y dije que iba a echar las cartas para leerles el porvenir.

—¿Pero tú sabes de eso?—preguntó Angelita, fingiendo extrañeza.

—Claro que sé. Me enseñó esta ciencia hermética la madre de una amiga, que era pitonisa de profesión y doctora en cartomancia, amén de o tentar sus puntas y ribetes de bruja.

—¡Ya decía yo que tenías algo de hechicera!—manifestó sonriente Miguelito.

—¡No me sorprendería verte salir volando, montada en una escoba!—dijo Angelita.

—¿Sus vaticinios son gratuitos, señora sortílega?—preguntó el mozo pacato y rondador.

—Para ustedes, completamente; pero exijo silencio y formalidad. Estas cosas son muy serias y no se pueden tomar a chacota.

Se formalizaron un poco, y entonces me encaré con Ozores:

—Comenzaré por usted.

Y con solemne entonación pronuncié las palabras rituales, mientras mezclaba los naipes:


No os barajo por cartas ni por papeles,
es barajo por hombres y por mujeres.
Por las ánimas benditas,
que en el Purgatorio están,
que me digas la verdad
de lo que te voy a preguntar.


Seguramente que no brilló por su numen poético ni por el respeto a las formas clásicas la deplorable musa del anónimo vate cuyos son estos verses invocatorios, que aprendí de una gitana pitarrosa, oriunda del Albaicín, con más peinetas multicolores en los aladares, más volantes y faralaes en su falda y basquiña y más mugre en toda su persona que constelaciones hay en el firmamento.

Continué muy grave, poseída de mi divino pape! de sibila;

—¡En el rey de copas marco a Antonio Ozores; lo que piense, lo que tenga en su imaginación, lo que le haya de ocurrir, que aquí me salga! Da usted tres golpes sobre la baraja—ordené dirigiéndome al tímido galán, y diga: ¡Mi suerte! ¡Mi suerte! ¡Mi suerte!

Así lo ejecutó el emplazado.

—Corte ahora con la mano izquierda.

Partió la baraja en dos porciones. El silencio se había hecho, todos estaban pendientes de mis manipulaciones. Aunque el interesado aparentaba tomarlo a broma, estaba un poco llamado al interior.

Distribuí la baraja en varios montoncitos iguales, tomé el primero y extendí, alineadas sobre la mesa, las cartas que contenía; hice lo mismo con el segundo, situando sus naipes debajo de los del anterior, y así, sucesivamente, fui colocándolos todos hasta terminar con ellos. Entonces principié mi horóscopo, interpretando las cartas de la primera línea; interpretación, huelga advertirlo, por completo arbitraria y sin sujeción a los cánones cartománticos, pues hubiesen sido las que fuesen las cartas, yo hubiese dicho lo mismo, que para el caso tenía pensado y previamente convenido con Angelita. Si hubo improvisación fué sólo en lo accidental y accesorio.

—Este caballo, antes del dos de oros, declara que es usted enamoradizo y galante. El seis de espadas: buen corazón y nada interesado. Siete de bastos al revés: timidez e indecisión. ¿Eh, qué tal? Ya tenemos las directrices de su carácter. Continuemos: sota de oros, ¡tate, tate, ya pareció aquello!, muchacha rubia, alta, gentil, muy bonita y graciosa—aquí encajé todas las señas personales de Angelita tan acabadamente que no se hubiese despintado al agente de Policía más torpe y romo—, que le gusta más que el pan frito. Siete de oros: inquietud. Que trae usted inquieta a la linda rubia, o, en otras palabras, que está muertecita por sus huesos. ¡Suerte que se tiene! Y para que no quede duda, aquí está el dos de copas: ¡amor!—Angelita fingió, admirablemente, que se ruborizaba—. As de ores vuelto: dicha, fortuna. ¡Todo marcha a las mil maravillas! Pero... ¡malo!, aquí está el tres de bastos, que no presagia nada bueno: pesadumbre, y seguido del cuatro de copas que condiciona el infortunio: esto es, que será desgraciado si no consigue vencer su encogimiento y se une con la chica rubiales... ¡Canario! El rey de bastos patas arriba: broncas, garrotazos, asolaciones y fieros males—aquí recargué el cuadro de negras tintas—si desoye su corazón y no sigue sus inclinaciones por la joven de marras... Mas no, ¡fuera penitas!, no haya cuidado, aquí está el cinco de bastos, que augura matrimonio, y el cinco de oros entre dos caballos, que declara tendrá cinco hijos, cinco angelotes de melena rubia y gordos carrillos, que vendrán por la posta, según avisa el par de jacos, en cinco años cabales de matrimonio...

—¡Mujer!—protestó Angelita, volviendo a ruborizarse.

—¿Qué quieres? Las cartas lo afirman. Pero fíjate que cada chico no trae una hogaza, sino una onza de oro debajo del brazo.

—¿Qué más?—preguntó Ozores, algo intrigado.

—Nada más de importancia: el tres de espadas: unas oposiciones con dos contrincantes; el caballo de bastes: victoria, porvenir asegurado, se llevará la plaza... El seis de copas boca abajo: larga vida. Vamos, que no se quejará Usted de mi oráculo!

—Nada de eso ¡Ojalá acierte usted en todo, bella adivina, y que los dioses le conserven el don profético!

—Pues en su mano está que se realicen punto por punto las profecías. Ya sabe cuál es la condicional: tener arrestos.

—¿Es que me cree usted un mandria?

—No en más días, pero sí un poquitín indeciso. Es decir—corregí—, yo tampoco, las cartas. Por mi parte sólo me atrevería a darle un consejo como complemento de mi buenaventura: que tire de la caña en cuanto sienta que el pez ha picado en el anzuelo. Si no, se puede largar... Además, que para que la fruta esté gustosa, hay que cogerla del árbol en sazón, ni antes ni después. Y como la fruta, todo lo demás...

—Tiene usted razón sobrada, discreta astróloga.

—Bien, bien—dijo Miguelito interrumpiendo nuestro tiroteo—. Ahora a mí.

—A ti, no, resalao.

—¿No me las quieres echar?

—No, porque no quiero poner al descubierto todas las perrerías que ha hecho el señor por esos mundos.

—¿Y a mí?—interrogó Angelita.

—A ti, tampoco.

—¿Y eso?

—Porque se me figura que con la de Antoñito tienes bastante.

—¡Tonta!—dijo Angelita, dándome cariñosamente una palmada en son de reproche, y tornó a subírsele el pavo. ¡Qué facilidad tiene esta chica para subirse los colores a la cara!

Poco después, Miguelito y yo nos aislamos en nuestra charla amorosa. Angelita y su trovador también se pusieron a conversar: los semblantes aseriados, los ojos brillantes. Con el rabillo del ojo no perdía ninguno de sus movimientos y pronto observé que el diálogo ganaba en animación y vehemencia, hasta que el virtuoso del violín tomó la diestra de la pianista, toda ruborosa... ¡Cuántas tocatas van a dar estos chicos! Angelita, tras abandonársela unos instantes, retiró la mano. ¡Ella era la que se había tornado tímida! ¡Misterios del corazón!

Pero ya no tuve duda: el ardid eutrapálico había dado resultado. Y ¿cómo no? Aunque ese hombre fuese de mampostería o de cemento armado, ¿podía resistir tanta invitación «al vals»? ¿Podía seguir haciéndose «el sueco»? Imposible, después de lo que allí se había dicho, a poco que la joven le gustase.

Transcurrió la velada sin más incidentes, y cuando nuestros enamorados se despidieron y marcharon juntos, Angelita me comunicó, llena de júbilo:

—Gracias, hijita; al fin has conseguido que ese pasmarote se decida... Ya estamos en relaciones.

—¡Mi enhorabuena, chica!—exclamé, estampando dos sonoros besos en sus mejillas—. Y ahora a interpretar muchas piezas de concierto unidos.

¡Parece mentira que tenga humor para estas chanzas y travesuras, cuando en casa de mi infeliz tía todo es dolor y tristeza! El muy.... ¡no quiero calificarlo!, se venga de mis cortas ausencias en su indefensa esposa. Por un quítame allá esas pajas arma una gresca fenomenal, una sanfrancia de todos los diablos., La maltrata de palabra y temo que el peor día lo haga también de obra... Y es por mí, lo comprendo. La rabia celosa, la cólera concentrada que tiene contra mí y que no puede desahogar en mi persona, las desfoga en la de mi tía. La insulta, la ultraja a voces por cualquier nadería y con el menor pretexto. Tía Rosita calla y llora. Su silencio exaspera más al infame, que redobla en sus denuestos y amenazas. ¡Como me apena presenciar estas dolorosas, estas vergonzosas marimorenas! ¡Y sin poder intervenir!

¡Infeliz tía Rosita! Hay que admirar la resignación con que lo soporta todo; el valor con que lucha con la estrechez, con la miseria... A fuerza de hacer equilibrios y de llevar objetos al Monte de Piedad consigue dar una alimentación nutritiva, casi suculenta, a su desagradecido consorte, cuyo desgano es tan grande que ni la vista de los más ricos manjares despierta su apetencia. Pero la cuitada no se desanima y al día siguiente discurre nuevos platos, nuevos primores culinarios, en su ferviente deseo de prolongarle la vida. Nada escatima para ello; sus pobres alhajas han desfilado una tras otra hacia «Peñaranda». En pos de sus preseas han marchado algunos objetos de relativo valor que había en la casa. No han quedado más que los cubiertos de plata de uso diario, porque su desaparición la notaría en seguida mi tía Y ya le ha tocado el tumo a las ropas: la colcha de seda de Manila, el juego de cama de novia, de fina holanda... ¡Y el muy infame la colma de insultos y palabrotas en reconocimiento!

Lo peregrino del caso es que tío Jesús nada sabe de estas andanzas al Monte. ¡Bueno se pondría si lo supiese! Quiere un trato esmerado y una comida costosa, pantagruélica, que estimule su apetito y venza su inapetencia, pero sin gastar más de los cuatro ochavos de otros tiempos. Y la mártir de mi tía, por muchas cuentas que ajusta, por mucho que tira y afloja, no puede lograr que dos y dos sean tres, y al Monte hay que ir a buscar las pesetas que hacen falta para enjugar el déficit ¡Los tiempos no están para hacer milagros!

¡Desdichada tía Rosita! ¡Es una santa! Para ella son los sinsabores del agobio económico, el dolor de contemplar a su marido enfermo incurable, la tortura de saber que sus hijos quedarán huérfanos y privados de todo auxilio en breve plazo. Y para ella son, también, las ofensas, las imprecaciones, las groserías, los malos modos, de su cerril y descastado esposo. Presenciando este cuadro se le quitan a una las ganas de casarse. ¡Qué horrenda es esta vida! ¡Sobre todo para tía Rosita! ¡Y con qué abnegación, con qué paciencia, con qué estoicismo, soporta su calvario!

¡No se concibe la transformación que ha experimentado tío Jesús! Antes era bondadoso, amante de su esposa, cariñoso con sus hijos, respetuoso para todos. Con una clara noción del honor y del deber y con un sentido de la vida, noble y justiciero. Tenía sentimientos y corazón. Ahora es un malvado empedernido, cuyo único placer consiste en propagar el dolor, en hacer sufrir a los que le rodean.

Miguelito, que años ha aprobó algunas asignaturas de Medicina, aunque sin terminar la carrera, pero que sigue teniendo afición a estos estudios, dice que es el morbo de la enfermedad que le atacó, también, el alma. Para Miguelito, ese bacilo maldito no hace sólo en el pulmón presa, produce, igualmente, tubérculos en el corazón: en los sentimientos, y en el cerebro: en las ideas. «Si se pudiese auscultar, expone, el alma de tu tío, seguramente se hallaría matidez en algunas de sus partes, como se halla en la región pulmonar. A la percusión se percibiría el mismo sonido grave, mate, opaco; el alma no responde, está embotada, carece de sensibilidad, casi no distingue ya la diferencia entre las nociones elementales del bien y del mal, o, cuando menos, tal diferencia está más esfumada, más confusa y borrosa... Existen cavernas en el alma, donde el aire penetra mal y, merced a ello, pueden anidar y prosperar sentimientos bajos, maldades y vilezas, que no es posible se desarrollen en almas sanas, normales, en que el aire llega bien a todos sus rincones, oxigenando, consumiendo y expeliendo al punto cualesquiera inmundicias que las pasiones hayan pedido depositar. El alma, mal aireada, se endurece, se materializa, se animaliza, el enfermo sólo aspira a la satisfacción de sus goces, de sus apetitos, de sus caprichos.... Lo demás le da lo mismo... Su filosofía se resume en esta desconsoladora frase: «¡Para lo que he de vivir!»... Disculpemos a los dolientes, en sus espíritus han desaparecido las lindes entre los campos de lo lícito y de lo ilícito. La enfermedad derribó los hitos que marcaban la separación. Sólo hay en ellos un páramo continuado: el de sus deseos, el de sus conveniencias, el de su anhelo de recuperar la salud, suprema lex. Los enfermos son anormales, anormales física y espiritualmente, y como tal hay que tratarlos. Así, únicamente, se conciben crímenes monstruosos cometidos por enfermos. ¿No conocemos casos en que un tísico ha asesinado a un tierno niño por beberse su sangre, en la creencia de que este precioso liquido le había de proporcionar la curación? ¿Es concebible tal monstruosidad en un espíritu sano? No; el morbo no ataca exclusivamente a la materia, ataca también al alma. No sé si será la misma bacteria que actúa en la parte física la que opera en la espiritual, pero si no es la misma, son her manas y se desarrollan paralelamente. Aun hay más: se da la circunstancia singular de que el morbo espiritual tenga mayor contagiosidad, mayor potencia difusiva, que el físico y que personas saludables que no han sido contagiadas corporalmente, puedan serlo en el orden moral y aparecer anormales en este aspecto. Guardémonos, pues, de los enfermos. Del contagio patológico y del contagio anímico. Pero compadezcámoslos. Hay gran parte de irresponsabilidad en las acciones punibles que cometen. El morbo espiritual debe ser, si no causa eximente, circunstancia atenuante, al menos, en los modernos códigos.»

Tal es la original teoría que alguna vez me ha explanado Miguelito, quien, en apoyo de su tesis, afirma que las estadísticas declaran el gran número de tuberculosos y de pretuberculosos que existe entre los delincuentes, lo que debiera haber bastado para que médicos y juristas fijasen su atención en este problema.

Puede ser que la compasión de mi novio por tío Jesús no fuese tan generosa, si supiese que soy yo el origen de sus maldades, tropelías y sinrazones. Pero sólo tuvo barruntos, que conseguí disipar, de la pasión que el «irresponsable» siente por mí. Mas, ciertamente, yo también creo que el microbio de una enfermedad tiene una acción anímica muy importante, que hasta hoy ha escapado a la investigación de la ciencia. Mi tío era un padre y un esposo modelo, quería a su mujer, quería a sus hijos, hoy los aborrece. ¿Cómo explicar esto? Sí; tiene que existir ese morbo espiritual de que habla Miguelito, ese morbo que convierte a un hombre honrado en un desalmado, a un hombre afectivo en un ser sin entrañas, a un hombre equilibrado y recto en un anormal sin moral, escrúpulos ni sentimientos. Yo no profeso en materia de microbios el escepticismo de Ozores, que dice que el comienza a creer en ellos cuando tienen el tamaño de conejos. Yo voy creyendo no sólo en los microbios materiales, sino en los espirituales. Y tío Jesús es también víctima de estos últimos. Tiene tan enferma el alma como el cuerpo. Su conducta inexplicable, irrazonable, a las veces hasta monstruosa, tan sólo puede concebirse así. Porque él también, como esos criminales que refería Miguelito que en su búsqueda de la salud no titubean en sacrificar párvulos inocentes, hay veces que parece un monstruo, un monstruo inhumano, en quien ni el sentimiento de la paternidad hace mella.

Se diría que se complace en sembrar dolores, en sembrar bacilos a voleo. Escupe en todas partes, menos en la escupidera. Lo hace adrede, intencionadamente.

—Pero, hombre—se atrevió tía Rosita a indicarle anoche—, no tienes el escupidero, que siempre tengo cuidado en poner a tu lado. ¿Por qué, entonces, escupes fuera?

—Escupo donde quiero; ¡para eso estoy en mi casa! Y acabaré por escupir en las paredes y en los muebles si seguís haciendo tantos repulgos de empanada... ¡Estoy ya hasta la coronilla!

Tía Rosita, resignada, murmuró:

—¡Haz lo que quieras!

Pero él, hecho un basilisco, gritó:

—¡Y la que no esté conforme, la que no quiera respirar esta atmósfera de miasmas, que se marche! ¿Por la puerta se va a la calle! ¡Y la puerta está libre y la calle también!

Tía Rosita, anegada en llanto, insinuó:

Comprende que no es por mí, que no es por nosotras; pero tus hijos.

—Mis hijos, ¿qué? ¿Que se contagian ahora? ¡Mejor! Mejor, mucho mejor, que mueran ahora, que no que mueran tuberculosos dentro de unos años, cuando estén en la flor de la vida... Mejor, mucho mejor, que mueran ahora que no se dan cuenta, que no que mueran más adelante, cuando se la den... Mejor, mucho mejor, que mueran cuanto antes y que no tengan que recorrer el vía crucis que les espera... Que no sufran lo que yo sufro... Que no se vean acorralados por todos, aislados de todos, escarnecidos por todos...

Gritaba, con los ojos saltones y llameantes, y daba recios puñetazos sobre la mesa... Hasta blasfemaba... Parece mentira que él, tan prudente y educado, esté echando el léxico de un carretero Hay ocasiones en que tío Jesús me inspira miedo, y ésta fué una de ellas... Lo consideraba capaz de asesinar a sus hijos, de asesinarnos a todos... Tía Rosita también lo consideró, sin duda, porque sin objetar nada se marchó apresurada y se encerró en las habitaciones donde dormían sus hijos.

Yo también me escabullí atemorizada a mi cuarto y eché el pasador a la puerta.

Durante largo rato le oí pasear por el comedor como una fiera enjaulada. Le sentía tropezar con los muebles y oí el golpe de una silla al caer. Después marchó a su dormitorio y el silencio reinó en la casa. Dejé pasar como una hora y entonces, solamente, me atreví a acostarme. Pero me desvelé y por más vueltas que di en la cama no logré atrapar el sueño hasta ya entrada la mañana. Siempre que me acuesto tarde me sucede lo mismo: quiero dormir tan aprisa, para resarcirme del sueño perdido, que no duermo. Y lo mismo me ocurre cuando aplico mi voluntad a dormirme: cuanto más la aplico, menos me duermo. Es que habrá pocas cosas tan rebeldes y que admitan menos imposiciones que el sueño. Anoche, que por haberme metido entre sábanas tarde y por tener miedo, quería dormirme pronto, no me dormía...

Mas volviendo a tío Jesús, ¿cabe encontrar explicación a ese razonar absurdo, tan fuera de la lógica humana y de la moral corriente? ¿Ya ese desamor, a ese desafecto, por los que llevan su propia sangre, que sus palabras pregonan? Oyéndole, creo encontrarme ante un perturbado; más aún, ante un loco de atar. Mas, luego, lo observo y veo que en lo demás piensa y obra cuerdamente...

Hay que aceptar la teoría de Miguelito. El morbo no sólo invadió el pulmón, invadió también el corazón, el cerebro y todo su ser visceral y psíquico. Y no creo que tales efectos, que noto en mi tío, sean privativos del bacilo de la tuberculosis, presumo que con otras enfermedades sucederá cosa análoga. Ahora, que el morbo espiritual específico de la tuberculosis imprime al atacado unas características de amoralidad, desalmamiento y sensualismo, repugnantes en alto grado... ¡Es un señor morbo! ¡Maldito sea!

Miguelito, medio en serio, medio en broma, me recomienda:

—¡Toma tus precauciones contra el morbo espiritual! Porque tu tío es un atacado. La tuberculosis, con la debilidad mental que constituye su inevitable secuela, es un campo tan apropiado para la actuación del morbo... Más que a los esputos teme a las ideas de tu tío. ¿Tú no sabes el poder de difusión que tienen las ideas morbosas, enfermizas! ¡Cómo prenden de mente a mente! Un loco hace ciento, asegura el vulgo. Un atacado espiritualmente por el morbo hace mil añadiría yo. ¡Guárdate de las ideas de tu tío!

¡El morbo espiritual! ¡Cómo se entristece, cómo padece mi ánimo, viendo la maldad, la infamia de este hombre, que fué leal y justo! Y, sobre todo, presenciando el sufrimiento callado, abnegado, de tía Rosita...

Por eso decía que no sé cómo olvido un momento siquiera las tristezas de mi vida y tengo ganas de chancear y de actuar de cartomántica apócrifa en casa de Angelita.

26 de abril

Hace semanas venía observando que mi mujer no se ponía los pendientes que le regalé cuando nos casamos: unas perlas con cerco de brillantitos. Pertenecieron a mi madre y además de por su relativo valor, los tenía en gran estima por esta procedencia. Sobre esto, eran la joya más rica, casi la única, que podía ostentar mi consorte.

Ayer le pregunté a Rosita:

—¿Y los pendientes de perlas?

—Ahí están—manifestó señalando al armario.

—¿Por qué no te los pones ya?

—Como estás un tanto enfermo, no tengo ganas de ponerme nada.

Me callé, pero mi convencimiento era sólo aparente. Tenía la sospecha de que los pendientes no estaban ya en casa. Esta mañana, que mi mujer salió a compras, aproveché la ocasión para cerciorarme de si, efectivamente, se encontraban en el armario. Registré los cajones donde suele guardar sus chucherías y tropecé con una cajita guardajoyas que otras veces contuvo los zarcillos y algunas otras alhajitas y bagatelas. Pero ni los pendientes, ni el reloj de oro de Rosita, ni una pulsara antigua de zafiros, se hallaban en ella. Habían volado, y en su lugar encontré ocho o diez papeletas de empeño del Monte de Piedad. Me indignó este hallazgo; me indignó, más que el hecho en si, el que hiciese tales operaciones a mis espaldas, sin decirme media palabra, sin contar conmigo ni consultarme, y cuando regresó no pude contenerme y le azoté la cara con aquellas papeluchos.

Comprendo que he estado duro, pero ¿son lícitos tales tapujos? ¿Hay derecho a hacer a escondidas mías estas cosas? ¿Hay derecho a disponer y malgastar de tal modo nuestras únicas reservas? ¿Y si continúo enfermo? ¿Y si la Compañía me pone a medio sueldo? ¿De qué echar mano entonces?... ¡Qué miserable vida ésta! ¿No sería preferible acabar de una vez?

He sido un poco cruel con Rosita, pero que no soy tan malo como se figuran muchos, lo demuestra el que ya estoy arrepentido de haberla maltratado... La pobre, después de todo, me cuida lo mejor que puede... Desde hace algún tiempo me dejo dominar por la cólera más fácilmente que antes... Me arrebato y cometo desmanes... Sin duda, como mi vitalidad es menor, el caudal de mi paciencia ha aminorado también...

Además, preciso es confesarlo, en ser malo, en vengarme, hallo una voluptuosidad que, antes de ponerme enfermo, no sólo no sentía, sino que, por el contrario, me repugnaba... Es el placer de devolver de algún modo el mal que me hacen, el mal que me han hecho... Todos conspiran en contra mía, todos me rechazan y acosan; justo es que yo les devuelva, en una mínima parte, el daño que me hacen....

Elena, que presenció esta mañana el altercado que tuve con mi mujer, vibraba toda de indignación contra mu. Los labios apretados, los ojos llameantes de ira... De ser posible, su mirada cortante me hubiese reducido a trocitos... Es mucha la odiosidad que le inspiro.... Pero no se atrevió a intervenir en la contienda, su boca no se despegó... Hizo bien, porque a ella sí que la hubiese abofeteado con gusto...

26 de abril

Estoy furiosa, indignadísima. Tía Rosita, ¡la mártir!, ha sido golpeada bárbaramente por el cobarde, por el canalla de su marido. A no haber sido en mi presencia, no hubiese creído que llevase su avilantez, su vesania, hasta tal punto. Y yo que, de buen grado, le hubiese cruzado el rostro al rufián, me he tenido que limitar a presenciar impasible, cruzada de brazos, la degradante escena. Ni chistar he osado. Comprendía sobradamente que mi mediación sólo hubiese servido para enconar más la pendencia.

No sé si me he pasado de prudente, porque asistir de muda espectadora a la brutal agresión parece, quizá, mostrar una aquiescencia al atropello, que estaba muy lejos de sentir. Pero, por un lado mi temor de exacerbarlo más, y por otro que eran tales mi sorpresa, mi indignación y mi ira que no acertaba a hablar, fueron partes a impedirme protestar siquiera... Preferible ha sido que calle y no intervenga, porque de haber abierto mi boca sólo insultos hubiesen podido salir de ella. Soltada la espita, yo le digo las verdades del barquero, y salga el sol por donde quiera...

¡Hay que ver el motivo! Tía Rosita, para que nada le falte al infame, al bajuno de su esposo, se había visto precisada a empeñar sus alhajas... La corta paga de su marido no basta para atender a las necesidades de la casa y además para proporcionarle a él la medicación que necesita y la sobrealimentación recomendada... Y el impío, en agradecimiento a que su mujer sacrifica sus mezquinas preseas por atenderlo y regalarlo, la abofetea al enterarse... ¡La cosa clama al cielo!

Tía Rosita, por no angustiarlo y por evitar polémicas sobre si gasta o no gasta—la infeliz no emplea una peseta que no sea precisa—, le había ocultado el camino que habían tenido que emprender sus joyas... El receló afeo y esta mañana, en ausencia de ella, registró el armario y se encontró con las papeletas. Y cuando la inocente, bien ajena a lo que le esperaba, regresó de hacer unos encargos, le armó la bronca. Tía Rosita, entre sollozos, se exculpaba diciendo:

—Pero, Jesús, date cuenta... Las medicinas, los platos especiales que hay que cocinar para combatir tu desgano. Comprende, hombre...

Pero el muy cafre no quería comprender nada, y cada vez arreciaba más en sus injurias, hasta terminar dándole de bofetadas... Tía Rosita, sin devolver los golpes, ¡hubiese sido a mí!, se marchó hecha una Magdalena. Y yo detrás.

Pero no estoy satisfecha de la impasibilidad con que he tenido que presenciar esta brutalidad, cruel, innoble, e injusta. Comprendo que mi intervención hubiese empeorado el asunto, y, sin embargo, mi deber era intervenir, era protestar de la inicua afrenta...

Tengo la evidencia de que, involuntariamente, la culpable de lo ocurrido soy yo... La abofetea a ella porque no puede, porque no encuentra pretexto para abofetearme a mí... Sacia en mi desgraciada tía la rabia que tiene contra mí; contra mí, sí, porque está celoso de Miguelito, porque he rechazado sus liviandades, porque le irrita que hayamos escapado a la depresiva vigilancia y a la mofa de que nos hacía objeto en su casa.. Me odia sañudamente, y como no puede pegarme, se regodea pegándole a mi tía delante de mí... ¡Mal nacido! Y al golpearla parece decirme: «¡Aunque los golpes se los lleva ésta, van dirigidos a ti!»

¿Y yo qué debo hacer? La vida es un infierno en está casa. De continuar en ella seguirá apaleando brutalmente a mi tía y la desdichada pagará a buen precio la caritativa obra que realizó acogiéndome en el seno de su hogar... No, yo no puedo aumentar los muchas sufrimientos que ya tiene sobre sí... Yo no puedo ser causa de que a las desazones que las enfermedades de los suyos le proporcionan, de que a las estrecheces que la penuria que sufre le acarrea, una disgustos, riñas y golpes conyugales a todas horas.. Yo no puedo seguir aquí para que su marido la siga tomando como cabeza de turco en que desahogar su deseo de venganza contra mí por haberlo mantenido a raya, por preferir un amor honesto y legítimo a otro ilícito, pecaminoso e infamante...

Necesito irme, irme en seguida; pero ¿dónde?

28 de abril

La ausencia de Elena por las tardes es un martirio superior a mis fuerzas. Me mantiene en un estado de irritación, de desasosiego, de desesperación permanentes... Hay días en que parezco un loco... He perdido toda sensatez, toda circunspección, teda idea de disimulo... Imposible seguir así.. Esto me mata aún más que mi enfermedad... Mi enfermedad, ¿qué me importa ya? Unicamente me importa que no se vea con ese tenorio de profesión y, si se ve, que a lo menos sea ante mis ojos...

Creía que el no contemplar a mi odiado rival me haría bien y, por el contrario, rae hace mucho daño. Me hace mucho daño, porque lo presiento, porque lo adivino, y en qué forma... ¡Cómo se solazará el muy sinvergüenza pensando que al fin ha logrado substraerla a mi custodia y que escape a mi tutela!... Y no son malévolas suposiciones mías, no... Ella, enamorada e incauta, y él, un truhán de siete suelas, corrido y baqueteado en tantos lances de fementido amor...

Los eclipses vespertinos de Elena, en estas condiciones, me exasperan, me sacan de caja... No esto tiene que concluir; de lo contrario, no sé lo que sería capaz de hacer...

Además, yo tengo el deber de guardarla, de velar por ella mientras permanezca en mi casa, mientras no se case, ¡lo que ojalá no suceda nunca! La responsabilidad de todo lo que le pueda ocurrir, ¡y le pueden ocurrir tantas cosas, sola con ese hombre sin escrúpulos ni honor!, es mía y nada más que mía, como cabeza de familia.

Voy a morir, y a morir pronto; pues que espere, que tenga un poco de paciencia, que se aguante en tanto, y cuando yo muera que haga lo que quiera...

Que la muerte me acecha sin posibilidad de escape, es innegable. La fiebre no me abandona ya.

—¿Para qué se pone tanto el termómetro?—me preguntó ayer don Isaías.

—Porque me siento con fiebre y la fiebre llama al termómetro.

—Hay ocasiones en que es el termómetro el que llama a la fiebre—me objetó, sonriente y chirigotero, el doctor.

¡Sí, sí! Lo que pasa es que don Isaías me tiene ya casi abandonado, como cosa perdida. Ni febrífugos ni medicamentos antihécticos me manda ya.

Y si fuese sólo la destemplanza diaria... ¿Y las frecuentes expectoraciones de sangre? Tan frecuentes que ya no me causan impresión...

Tanto como me repugnaba la sangre en los primeros tiempos de mi dolencia y ahora casi rae gusta: a veces me la trago en vez de escupirla... Quizá pretenda recuperar por la vía digestiva lo que pierdo por la pulmonar...

Y en ocasiones no son sólo esputos, son verdaderos vómitos. De pronto, una sensación de basca, de calor angustioso me oprime, y ¡allá va un caño de sangre! ¿Quién se asusta ya por esto? ¡Cuánto no sería preferible quedarme en uno de estos vómitos, como muchos se quedan, y terminar de una vez! ¡Y no sufriría ya más!

Si soy un condenado a muerte, ¿por qué no concederme la última gracia, como se hace con los que van a ajusticiar? Y la gracia que solicito es tan sencilla... Que Elena tenga un poco de piedad de mis últimos días y que no los emponzoñe con la visión de su amor por ese redomado tuno.

Estoy decidido a que este estado de cosas no perdure, y no perdurará... En cuanto, dentro de un rato, regrese Elena de su arrullo cotidiano y no esté presente Rosita, le voy a plantear clarar mente la cuestión. Al vado o a la puente. ¡Así, ni un día más!

29 de abril

Tío Jesús me dijo anoche inopinadamente:

—No me gusta que te veas con tu novio en casa de don Hipólito.

—¿Por qué?

—Porque no está bien. No hay ninguna persona de fundamento en esa casa: sólo una chiquilla sin juicio...

—No necesito a nadie para que me guarde; me basto yo sola para guardarme.

—Eso creerás tú, pero no es cierto. Mas aunque los fuese, comprende que no está ni medio regular. Se presta a comentarios y hablillas de los vecinos. En último extremo, que vuelva tu novio aquí.

—¿Otra vez?

—Sí, otra vez. ¿Que me molesta, que me enfada y malhumora verlo? Cierto, pero qué remedio, transigiré en evitación de otro mal mayor. Y me disgusta verlo en amorosas relaciones contigo, porque presiento, porque sé con toda evidencia que ese hombre ha de labrar tu desgracia. No te creas que son el despecho o los celos los que me inspiran tan tristes presagios. No. Mi amor por ti si existió, hace tiempo que logré sepultarlo. Además, era tan puro, tan ideal, tan inmaterial, que ni celos podía sentir... Es sólo el afecto familiar, casi paternal, que te profeso, el que me hace hablarte así.

Yo callaba. El, después de unos momentos de respiro, continuó:

—Comprendo que me queda poca vida. Pues bien, cree que si yo te viese a cubierto del peligro que ese hombre representa en tu porvenir, moriría tranquilo. Si quieres verme morir sonriendo, termina con él. Es sólo una tregua lo que te pido. Una tregua, que solicito para que la venda caiga de tus ojos. Si, después que yo muera, la venda no ha caído, reanuda tus relaciones con él. Pero yo ya no lo veré. Y los contados días que me quedan de existencia, viviré sereno y en paz, sin ver a ese ofidio, rastrero y repulsivo, que se arrastra junto a ti por conseguirte. Piensa en mi tortura, si no accedes... Piensa en cómo vas a acibarar los últimos días de mi vida... Piensa en mi atroz agonía... Si algo represento para ti, si algún afecto me has cobrado en los años que llevas viviendo a mi lado, concédeme esta postrer gracia... Será un paréntesis corto, bien corto... Mis horas están tasadas... ¡Tú lo sabes!

Yo seguía concentrada y silenciosa. El tono lastimero casi patético, con que se expresaba, me hubiese impresionado si bajo el antifaz de las palabras no hubiese adivinado el propósito firme, tenaz, de impedir a todo trance que continúe mi noviazgo. ¡Le conozco ya bien! El muy ladino, el muy hipócrita, quiere explotar su enfermedad, ¡cierta!, y su cercana muerte, ¡también cierta!, para hacerme romper con Miguelito. Se prevalece, además, de su situación privilegiada de amo de casa, sobre la mía tan inferior de huérfana desamparada, recogida de candad, para obligarme más. Escuchándole, sentía más indignación que piedad.

—Callas, ¿no me otorgas este último favor?—me apremió inclemente—. Acuérdate que hasta a los condenados a muerte no se les niega lo que piden cuando están en capilla.

Me levanté y me encaminé a la salida, sin romper mi mutismo.

—¿No me respondes?

Continué muda, sin dignarme responder. ¿A qué discutir? ¿A qué quejarme? Comprendía que era inútil, que su resolución de forzarme a concluir mis amores era inquebrantable.

—Bien, piénsalo, pero mañana me harás el obsequio de contestarme.

—Lo pensaré—repuse, y abriendo la puerta transpuse.

En toda la noche he podido dormir.. ¡Qué terrible el dilema en que me ha puesto! Terminar con Miguelito o irme de esta casa. No me ha hecho la menor indicación sobre este segundo extremo de la disyuntiva, pero es indudable que, de no tronar con mi novio, mi permanencia aquí es imposible.

Me prohibe que me vea con mi amado en casa de don Hipólito, me ordena que de no terminar con él nuestras entrevistas transcurran bajo su mirada enojada y enojosa. Pero esto ya no es hacedero; Miguelito, que se halla percatado de la aversión que mi tío le tiene, y que está encantado de no tener que pisar su casa, donde era mal recibido y hasta hostilizado, se negaría resueltamente a volver a visitarla todas las tardes. Mas aun suponiendo que accediese a ello, nada conseguiríamos porque mi tío, que lo que quiere de un modo decidido es que ponga el finiquito a mis relaciones, no tardaría en volver a sus vayas, a sus indirectas, a sus desatenciones, a sus intencionadas bromitas, hasta que lograse hacer saltar a Miguelito, que no peca de sufrido y sí de tener el genio arrebatado.

No, aquí no puede volver Miguel Y de no volver, yo necesito buscar otra residencia, donde pueda verme con libertad, o terminar con él. ¿Y en qué otra casa encontraría decoroso acogimiento? En ninguna. No tengo a nadie fuera de tía Rosita.

¡Y luego, la vuelta de Miguelito no serviría más que para empeorar la situación de esta atormentada mujer! Su presencia exacerbaría los celos y el odio que tío Jesús le profesa, y su ciego y bárbaro furor descargaría, como otras veces, en la sin ventura de mi tía... ¡Cómo me aflige saber que todos los golpes van a parar a ella!

No, decididamente no hay que pensar en que Miguelito tome a entrar aquí. Pero entonces, ¿qué hacer?... Podría exponer a mi novio el aprieto en que me encuentro, y que él decidiese dónde había de permanecer hasta que nos casáramos... Mas para ello necesitaba confesárselo todo... ¿Y cómo confesarle ese martelo malvado y funesto, que ha echado tan fuertes raíces en el corazón de mi tío? No, imposible aludir a ello ¡Es tan íntimo, tan vergonzoso, que mancha con sólo pronunciarlo! ¡Cabe hacerse tantas suposiciones y conjeturas! Las leves sospechas que de este enamoramiento abrigó antes, bastaban para sacarle de tino... Si conociese la verdad entera, sería capaz de cualquier violencia o estropicio.. No, no puedo dejarle vislumbrar nada de ello... ¿Y cómo si nó, explicar, justificar la necesidad ineludible de abandonar esta morada?... Además, mi amado no tiene familia en Madrid, vive en una modesta pensión; ¿dónde podría conducirme?

Sobre esto, siempre que he hecho alusión velada a la fijación de la fecha de la ceremonia connubial, Miguel ha rehusado la conversación o la ha desviado... ¿No podría creer que lo que le dijese era una añagaza para obligarle a casarse pronto? ¿Que todo era una comedia que estábamos representando con el mismo fin?

Examinada la cuestión desde otro punto de vista, ¿no sería una ingratitud, no constituiría una cobardía marcharme cuando tío Jesús está gravemente enfermo, abocado a morir? El, hasta ahora, se portó siempre bien conmigo. Yo representaba una carga onerosa en su corto presupuesto y, sin embargo, no titubeó un punto en ofrecerme decente cobijo cuando murió mi santa madre. Y, a la postre, no era más que una sobrina política... Me trajo a su hogar y llevo más de seis años viviendo junto a él sin que nunca haya tenido el menor motivo de queja, hasta que la enfermedad, ese estado patológico morboso que le domina y le arrastra, no torció sus honradas inclinaciones. Con gran delicadeza eludió siempre toda acción, toda omisión y todo dicho que pudiese mortificarme. Ni la más remota alusión a mi situación precaria y «de prestado» en su casa, ni la menor cicatería en lo concerniente a mi vestir e insignificantes gastos personales, dentro de la exigüidad de sus disponibilidades, noté nunca en él. Fué para mí un verdadero padre. ¿Cómo, entonces, abandonarlo ahora?

Cierto que desde que le entró esa loca pasión que obscurece su entendimiento, debilitado por la dolencia, es malo para mi y para todos. Mas fu¿bueno, muy bueno, y si hoy procede mal es porque no sabe lo que se hace, es porque, indudablemente el morbo de su padecimiento ha desvirtuado la rectitud de sus pensamientos y la generosidad de su corazón. Es ya un inmoral, un cínico, un miserable, pero lógicamente discurriendo hay que admitir que lo es porque algo que lleva dentro, más fuerte que él, más fuerte que su voluntad, ha variado su ser y le impide manifestarse conforme a su verdadera naturaleza. Y habiendo coincidido esta variación con su enfermedad, ¿no hay motivo para suponer que el mismo germen de la dolencia, que pudre sus raíces materiales, haya podido pudrir asimismo sus raíces morales? Su instinto moral sufre una desviación, y ese morbo espiritual de que habla Miguelito, no sólo se opone a que vuelva a su sana y prístina orientación, sino que la acentúa cada vez más. Y sólo así, encendido y loco, puede comprenderse que llegue a los extremos que ha llegada ¿Pero es verdaderamente responsable de sus actos? El mismo Miguelito cree que no.

Me pone en la alternativa de abandonar su casa, pero lo hace irreflexivamente, insensatamente, cegado por los celos y la pasión... Estoy segurísima de que nada le pesaría tanto, de que nada le dolería tanto como que me fuese... Creo firmemente que mi ida aceleraría su muerte. Varias veces me ha dicho que el amor que siente por mí es el único lazo que lo sujeta ya a la tierra. Y lo creo. Es preciso darse cuenta de cómo se disgusta y enfurece cuando está unas horas sin verme y de cómo se apacigua y serena cuando estoy junto a él, para comprenderlo. No vuelvo una tarde del piso de don Hipólito que no me lo encuentre irritado y colérico, paseando a grandes trancos la habitación, como un león prisionero en su cubil, él que casi no tiene ya fuerzas para echar la palabra del cuerpo... Concibo el horror que le ha tomado a la casa de los vecinos...

Mi misma tía, cuando lo siente furioso mascullar injurias y blasfemias, me dice ya, con triste sonrisa: «—Vete un poco con tío Jesús; el pobre está tan solo y aburrido, que pierde la paciencia y desbarra si no tiene quien le dé conversación.» Y voy yo y no se la doy, porque estoy disgustada con él, porque lo desprecio, porque le he perdido todo el respeto y mucho del afecto que le tenía; pero, no obstante, mi sola presencia Jo calma como por ensalmo. «¡Ve tú!», me ordena mi infeliz tía; pero ella se guarda bien de ir, porque sabe que lo encolerizaría más y que una lluvia de improperios caería sobre su cabeza. Esto es lo que más me subleva contra él, que trate así a una mujer, como la suya, digna de figurar en el santoral... ¡Canalla! Aun podría perdonarle su vituperable conducta para conmigo; pero lo que nunca le perdonaré es que martirice a mi tía... ¡Qué violencia tengo que hacerme para reprimir mis impulsos agresivos cuando presencio estas rufianescas trifulcas matrimoniales, que arma sin razón ni motivo! Más aborrecimiento le he cobrado por esto que por lo mío, con afectarme tanto y llegarme tan a lo vivo.

Y ésta es otra. ¿Qué pensaría esta pobre tía mía, sufrida y desdichada como ninguna, si viese que desertaba en tan tristes y críticas circunstancias? Al verme marchar tan intempestivamente ¿no recelaría la verdad? ¡Y qué desengaño tan cruel no sería para ella esta revelación! ¿No podría llegar hasta sospechar si yo hice algo por avivar en su marido esta pasión nefanda? No, me conoce y no lo sospecharía; pero aunque no Jo sospeche, yo no puedo irme arrancándole la fe que aun conserva en el cariño de su esposo. Hoy puede creer, creerá seguramente, que el desvío, que la intemperancia de él son ocasionados por el malestar que le produce la tuberculosis; pero que en el fondo, sigue queriéndola. Yo no puedo arrebatarle esa postrer ilusión. Que la conserve siempre, que cuando tío Jesús muera, crea que nunca dejó de amarla. Imposible proceder de otro modo; sería asestar una puñalada dolorosa al corazón de esta desventurada que fué una segunda y bonachona madre para mí.

No me queda más partido que terminar con Miguel; pero todo mi ser, toda mi alma, se encrespa y rebela ante tal posibilidad. ¿Tengo derecho a asesinar a mansalva mi dicha? ¿No es un crimen este suicidio de mis esperanzas, de mis ilusiones de mujer amante?

Tomo la resolución de romper con mi novio; mas al punto mi ánimo flaquea, mi espíritu vuelve a vacilar, a inquietarse..„ Me pierdo sin atinar cuál es el verdadero camino... Así he pasado toda la noche, sin dormir ni descansar, y toda la mañana. Mientras vestía a los niños y realizaba otras faenas domésticas, mi pensamiento buscaba en vano la salida al atolladero en que me encuentro metida...

¿Qué hacer? Temo ver a tío Jesús y pronto lo he de encontrar; la hora de comer se echa encima. Sé que en cuanto pueda me ha de abordar, me ha de interrogar, que su pasión, terca, tozuda, no admite apeamientos: ni se los da a él ni permite que él me los dé a mí.

¿Qué le respondo, Dios mío? ¡Ilumíname tú, Señor, que todo lo ves, que todo lo sabes!

30 de abril

En cuanto ayer tarde quedamos solos, tío Jesús me preguntó:

—¿Lo has pensado ya?

—Sí.

—¿Y qué has decidido?

—Irme de tu casa—respondí con firmeza.

Se puso intensamente pálido.

—¡Irte! ¿Y dónde? ¿Con ése? ¿A ser su querida? ¿A que te abandone en cuanto se harte de ti como a otras muchas?

—Miguel me ama y me respeta.

—¡No; no lo permitiré!—exclamó muy excitado—. No dejaré que salgas de esta casa sino casada.

—¿Y con qué títulos te opondrás? ¿Cómo me vas a retener aquí contra mi voluntad?

—Con los títulos que la ley me da. Soy tu tutor y curador por ministerio de ella. ¿Lo olvidabas? Estás bajo mi potestad. La ley me ampara.

—¿Y la ley ampara también al tutor y curador que pretende a su pupila con miras deshonestas?

Calló un momento, anonadado.

—¡Pero tú no serás capaz de decir tal cosa!

—Sí que se lo diré al juez y a todo el que quiera oírme, si tú me obligas.

—¿Y serías capaz de irte y dejarme así, con un pie en el otro mundo?

—Sí que me iré. Por lo demás, estáte tranquilo; te encuentras aún muy lejos de ese otro mundo.

—No, no te irás.

—¡Vaya si me iré!—Y después de una pausa, añadí llevando la conversación al terreno que me proponía:—Un solo medio tienes para inclinarme a permanecer aquí: Júrame respetar mis amores con Miguel, sin entremezclarte en ellos. Déjame que vuelva a verlo en casa de don Hipólito. Si mantienes la prohibición, me obligarás a irme.

—¿Pero tú no sabes que esto es una tortura que supera mi capacidad de sufrimiento? ¿Tú es que no presumes las cosas que pienso, que imagino, mientras permaneces allí? ¿Tú es que no comprendes que después de este martirio mi cólera ha de ser irrefrenable al verte volver de la amorosa entrevista con el contento en los ojos y la faz iluminada, toda venturosa y radiante? ¡Cómo me hiere el centelleo jubiloso que traes en la mirada! ¡El aire de tener el pensamiento ausente y encalabrinado! ¡No, no, imposible; prefiero que te vayas! ¡Vale más morir de una vez que morir poco a poco! ¡Vete; no te goces en prolongar mi agonía!

Hablaba exaltado, convulso, balbuciente.

—Pero, tío Jesús, comprende...—dije en más suave tono.

—¡No puedo comprender nada!—me interrumpió—. ¡Pídele a un ciego que vea!

De súbito le acometió una gran postración y comenzó a llorar como un niño. Sin duda el cambio de inflexión en mi voz produjo la mutación: de la ira pasó al abatimiento. Yo no sabía qué hacer ni qué decir.

Parecía, y lo estaba, decaído, desesperado, inconsolable..

—¡Elena! No te...

Un golpe de tos le cortó la palabra.

Era una tos dura y áspera, que lo sacudió todo. Echó una bocanada de sangre.

—¡Ya ves!—murmuró, dejándose caer exánime sobre la butaca.

—¡Serénate, tío Jesús! ¡Por Dios, no te pongas así! ¡Estos arrebatos te perjudican!

—¿Te irás?—preguntó con acento apagado, cogiéndome una mano.

—¡No, no me iré!—concedí, invadida de compasión.

—¿Terminarás con él?

—Terminaré.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo.

—¿Me lo juras?

—Sí.

—Gracias, Elena, bien mío... Será por poco tiempo; esto va muy aprisa... ¡Quizá sólo dure horas! Dame siquiera una apariencia de felicidad que alumbre mi vida en estos postreros días... ¡Que no me deje ver la terrible realidad!

Hablaba con sinceridad y con desgarrador acento. Intentó llevar mi mano a su toca; pero la retiré presto.

—¿Te da asco?

—No; es que no debe ser.

Me levanté y llamé a mi tía, que en seguida acudió sobresaltada y solícita.

—¿Qué pasa?

—Nada; tío Jesús que ha arrojado una poca sangre.

Le dió el sello que tiene prescrito para estos casos le llevó a su cuarto y lo acostó.

Ya he visto claro. Tío Jesús se muere si me marcho. No, no puedo irme. No tengo tampoco dónde; pero aunque tuviese sería lo mismo. No quiero contraer la responsabilidad de precipitarle la muerte. Que la asuma toda la tuberculosis. Mi deber me manda quedarme aquí. Pues me quedaré, aun cuando haya de terminar con Miguel. Destrozaré mi corazón; pero no desacatará los mandatos de mi conciencia y de mi gratitud.

¡Terminar con Miguel!... ¿Y cómo? Si él fuese de otro modo, le escribiría: «Te quiero; pero no podemos seguir viéndonos. Mi tío se opone a que continuemos nuestros amores, y como se encuentra muy grave, yo no puedo anticiparle la muerte dándole un disgusto.» Pero con su carácter, vehemente y apasionado, sé que no se conformaría con esta explicación y que a los quince minutos de recibir mi carta estaría ya aquí para apremiarme a que le declarase, sin ambages, la verdad, a que le confesase el oculto móvil de mi extraña conducta. Y sería probable que, por cualquier palabra que a mí se me escapase, coligiese la verdadera causa. Además, también es verosímil que, en vez de entrevistarse conmigo, lo hiciese con tío Jesús y tuviesen alguna violenta disputa, que en el estado de éste podría acarrearle fatales consecuencias. No, no me atrevo a escribirle en aquellos términos. Necesito buscar otro pretexto para romper.

¡Romper! ¡Dura palabra! Mas se lo he prometido a tío Jesús y quiero ser leal a esta promesa, última que he de hacerle... Cuando muera, y deseo que sea lo más tarde posible, veremos si cabe arreglo en la ruptura... Mi compromiso no me obliga más que mientras tío Jesús viva... Después que muera, nada obstruirá mi felicidad... Veremos, entonces, de soldar lo roto... Y si no hay ya soldadura ni compostura posible, qué remedio, ¡paciencia!

Comprendo que es arriesgada la prueba a que voy a someter el amor de Miguelito... Pero si verdaderamente me ama, si su corazón es íntegramente mío, saldrá indemne y triunfante de este ensayo... Aunque no abrigue esperanzas, esperará... Me aguardará mientras no me vea de otro... Yo lo hubiese esperado a él, aun no teniendo la más remota esperanza, años y años... Si no aguarda, menguado amor será el suyo... Durilla es la prueba, cierto... ¿Que mi ventura naufraga para siempre? ¡Resignación!

¿Qué es esto? ¿Lloro? ¡Qué tontuna! ¿Y soy yo la mujer fuerte?... Lo he jurado... ¿Impresionada por la sangre, bajo la coacción de su estado? Evidente; pero lo he jurado y les juramentos a los moribundos son sagrados... ¡Mal que me pese, lo cumpliré!

4 de mayo

Hoy ha hecho un día espléndido. ¡Al fin entró de verdad la primavera! Tardó en venir; mas está aquí ya ¡La siento! Lo noto en mis venas, por donde corre más veloz y flúida la sangre; lo noto en mi cerebro, más despejado y despierto; lo noto en mi corazón, que se esponja de júbilo. ¡Llegó ya la primavera! Su tibieza me conforta; su luminosidad me enajena; su fragancia me embalsama; su alegría empapa todo mi ser. Y con ella siento, realmente, que renazco, que revivo. Estoy más fuerte, más ágil, más ingrávido, más animoso.

En los días en que me encontraba peor, en los que todo era dolor y lobreguez, en los que me consideraba desahuciado irremisiblemente, pensaba con melancolía: «¡Si lograse tirar hasta la primavera estaba salvado!» Escudriñaba con ahinco las desmedradas acacias que hay en la Plaza cercana y que desde mis balcones se divisan, y al verlas desnudas y sin hojas, pensaba tristemente: «¡No tiraré tanto!» ¡Cómo deseaba verlas florecer! Ya han florecido y, pues aun vivo, ¡estoy salvado!

¡Bendita primavera! ¡Qué ansia tenía de que viniese! ¡Cómo contaba los días que faltaban para su entrada! ¡Y hela aquí! ¡Ya hizo su mágica aparición! ¡Llega pletórica de vida y de consuelos! ¡Bendita sea! Su savia vivificadora tonificará mis miembros... Ella me prestará calor y energía para luchar y vencer a esta traidora y despiadada enfermedad... He sido saludable y vigoroso; mis posibilidades orgánicas no pueden estar agotadas... Aliado con la primavera, presentaré batalla al mal y lo derrotaré... Aprovecharé esta época de ambiente propicio para acogotar la enfermedad, para cercenar sus brotes, para extirpar sus raíces en forma que no pueda más retoñar... ¡Estoy seguro que curaré! ¡Nunca tuve este convencimiento con la firmeza que ahora lo tengo!

Todo me sonríe hoy. Ya hasta se disipó la pesadilla que era para mí el porvenir de Elena. Al cabo riñó con su novio. Conseguí apartarla del camino de su desdicha.

¡Cuántas cosas agradables me ha traído la primavera!

Mi mujer me ha dicho hace poco:

—¡Estás mucho mejor! ¡Pareces otro!

Se veía que no lo decía como piadoso engaño, sino por espontánea convicción. Una convicción consoladora, que había surgido por sorpresa, cuando ya no se esperaba, cuando todo era desesperanza y aflicción.

—¡Tienes unos colores que dan envidia!

—¡Es la primavera!—pensé.

—¡Y otro aspecto!

—¡Es la primavera!—torné a pensar.

—¡Y mejor humor!

—¡Es la primavera!—me dije por tercera vez.

¡Hermosa primavera! ¡Tú me traes la salud y las ilusiones!

Sí que estoy contento, extraordinariamente contento, como hace mucho tiempo que no lo estaba.

5 de mayo

Puse una lacónica carta a Miguelito, diciéndole que habiéndome persuadido de que mi vocación no era de casada, le devolvía la palabra de matrimonio, que me hubo de empeñar, y daba por terminadas nuestras relaciones. Le rogaba que no hiciese nada para que revocase esta determinación, pues era inquebrantable. Y terminaba despidiéndome amigablemente de él y deseándole fuese muy dichoso.

¡Qué sarcasmo de misiva! ¡Sólo yo sé el trabajo que me costó escribir estas líneas, un poco secas y un mucho concisas!

Estuve también casa de Angelita a participarle que había roto con Miguel y le di la misma vaga explicación como causa motora del rompimiento. Mi amiga aparentó creerme; pero estoy cierta de que no me creyó. ¡Es muy avispada Angelita para hacerle comulgar con ruedas de molino! También le pedí, y muy reiteradamente, que si Miguelito, como me figuraba, iba por allí, a indagar y sonsacarla, que se limitase a trasladarle mis palabras y que si mostraba intenciones de ir por casa para solicitar de mí más amplias explicaciones, procurase disuadirlo y desesperanzarlo. Miguelito fué, en efecto, y Angelita se dió tan buena maña, que creyendo su causa definitivamente perdida, nada hizo por verme. Una sola recomendación le encargó para mí. «Dile—le expresó—que tenga cuidado con el morbo espiritual de su tío.» Ello demuestra que algo se le debe alcanzar del verdadero motivo. Quizá sus suposiciones vayan mucho más allá de la realidad y por ello no insistiese gran cosa en tener una explicación verbal conmigo. ¡Quién sabe lo que se figurará que soy para mí tío!... No creía que Miguelito se conformase tan a la ligera. Quizá no me quiere todo lo que yo presumía... Quizá me injuria suponiendo lo que no existe... Me he llevado una pequeña decepción...

Mas sea de ello lo que quiera y por unas u otras causas, siempre desagradables para mí, lo cierto es que la ruptura se ha efectuado y consolidado mucho más fácilmente de lo que yo esperaba. Mi sacrificio está, pues, consumado. Y en forma que creo irremediable, irremisible, sin posible solución para un mañana más o menos lejano... Miguelito me ama poco o no cree en mí... En cualquiera de los casos me olvidará pronto, ¡no hay que hacerse ilusiones!.. De todos modos, lo hecho no admite ya enmienda... Y tampoco estoy arrepentida de haberlo ejecutado. Lo había jurado; era mi deber y el deber tiene siempre cara dura...

La primera tarde que no fui a casa de Angelita, tía Rosita, extrañada, me interrogó:

—¿No va Miguelito a casa de los vecinos?

—No sé.

—¿Que no sabes?

—Es que he rifado con él.

—¿Nubecillas de verano?

—No, para siempre.

Me miró larga y fijamente y luego dijo:

—Por nada ni por nadie inmoles tu felicidad.

—Es que mi felicidad no creo hallarla a su lado.

Se quedó silenciosa, y después de unos momentos de meditación susurró:

—Quizás hayas hecho bien... ¡Vivirá tan poco! Te agradezco, hija mía, tu sacrificio.

Se levantó y me dió un beso. Sus lágrimas mojaron mis mejillas.

Estaba tan llena de estupor que nada contesté. ¡Mi tía conocía la insensata pasión que su marido sentía por mí! Y sabiéndolo, alababa mi voluntaria inmolación, me mostraba su reconocimiento porque yo no acibarara los últimos días del perjuro con la vista de un rival victorioso. Mi sorpresa era indecible; mi asombro, inmenso.

Tía Rosita es inconmensurable... Su bondad, su heroísmo, su espíritu de mortificación, su renunciamiento a todo lo que agita a los humanos, no tienen límites... Es difícil concebir un alma que logre desposeerse de tal modo de todos los bienes, de todas las pasiones terrenales, aun de aquellas que llegan tan a lo hondo. Tía Rosita raya, sencillamente, en lo sublime. La veneración que por ella sentía era tan grande como había sido mi sorpresa. Mucho le debo, enorme gratitud le guardo; pero mi admiración y mi reverencia las superan.

Que a los soeces dicterios, a las acres repulsas, a la infidelidad a la fe jurada, a la falta de correspondencia en el amor, a la carencia de respeto conyugal, a los desmanes de palabra y obra, se corresponda con esta abnegación es cosa tan inusitada, tan inconcebible, que comparando mi sacrificio con el suyo, lo tenía por cosa nimia y despreciable.

La estrechez, la penuria, la injusticia, las contrariedades del vivir, las enfermedades de los seres más queridos de su corazón, nunca vi provocasen en ella una protesta, un movimiento de ira, de acritud ni aun de impaciencia. Claro espejo de virtudes, su ejemplar conducta, su abnegado proceder, maravilla y pasma. Tía Rosita es una santa, una verdadera santa. En la contemplación de su inmaculado vivir hallará calor mi tibieza; fuerzas, mi flojedad; perseverancia, mi voluntad. Su ejemplo templará mi alma y le hará no desertar del espinoso camino del deber, tan de mala gana emprendido... Lo sublime prende con facilidad de unas almas en otras...

Por ahorrarle un dolor a esta mártir, de los muchos que atenazan su corazón, me considero capaz de todos los cilicios. Si mi penoso sacrificio sirve para evitarle algunos sufrimientos, lo doy por bien empleado. Que no vea ya a su marido furioso, que no la colme de injurias, que no la golpee más, que tía Rosita no conserve como postrer recuerdo suyo una imagen cruel y despótica, que nunca podría olvidar, y me consideraré bien recompensada de haber asesinado mi ventura.

¿Y tío Jesús? No sé si odiarlo o compadecerlo... Innegable que tío Jesús es ya un inconsciente. La enfermedad lo ha traído a un estado de insensatez, de perturbación, insospechable poco ha. Hoy es como un niña Un niño grande, consentido y mal educado, a quien no puede negarse abiertamente un capricho o un juguete, porque se emberrincha, rabia, gime y patalea. El capricho, el juguete, soy yo. Y ya que no se le puede otorgar, es preciso engañarle, darle ciertas apariencias o ciertas promesas de que el juguete será suyo, a lo menos de que no será de otro, porque, de lo contrario, tomaría una perra descomunal Desde que sabe que he tronado con Miguelito está loco de contento y hecho mieles conmigo... Nunca lo conocí tan afectuoso y afable... No sabe cómo demostrarme su agradecimiento. A su misma esposa ha dejado de tratarla con aquella aspereza y aquel despego, que tanto daño hacían a la infeliz. Esto es lo que me congratula más que nada; mi sacrificio me parece bien pagado a tal precio. Aunque si la desgraciada de tía Rosita se detiene a analizar este afortunado cambio en la actitud de su marido para con ella, las consecuencias que habrá de deducir serán deplorables, desconsoladoras y forzosamente llagarán su corazón de esposa Su amabilidad actual es una prueba más de su felonía, de su deslealtad connubial.

Desde que tuve que poner el punto final a mi noviazgo, tío Jesús ha tratado alguna vez de emprender el tema amoroso hablando conmigo, pero lo atajé en seco:

—¡Me obligarás a que haga las paces con Miguelito y me vaya con él!—le increpé indignada—. ¡Si te extralimitas en lo más mínimo, si no me respetas, me marcharé donde me respeten! ¿No te basta con haber labrado mi desventura? ¿Quieres también envilecerme, forzándome a oír lo que no debo?

Calló y, hábilmente, mudó de conversación. Desde que le paré los pies de este modo no ha vuelto a insinuarse más.

A su desapoderado y refinado egoísmo, a su bárbara vesania he sacrificado mi felicidad, más que por él por mi tía, pero otra cosa que no espere... De la felicidad de mi vida aun puedo yo disponer libremente; de mi honor, no.

12 de mayo

Anoche, tío Jesús se marchó a su habitación más temprano que de costumbre, pues decía que no se encontraba bien y que le dolía la cabeza, por lo que iba a acostarse.

Al rato, tía Rosita fué a ver cómo se hallaba y volvió diciendo que le había ordenado le apagase la luz para probar a conciliar el sueño, pues confiaba en que, si lograba dormir un poco, se lo aliviaría la jaqueca. Con esto, tía Rosita dióme las buenas noches y se marchó también. La pobre se caía de sueño; acaba rendida con el ajetreo del día: el enfermo, los niños, los menesteres caseros. Puede decirse que no descansa un instante desde que se levanta hasta que se acuesta.

Me quedé sola en el comedor, leyendo un diario vespertino, y me entretuve. Al filo de la media noche me marché a mi cuarto para acostarme., Un silencio sepulcral reinaba en la casa. Todo el mundo debía dormir.

Me encerré por dentro en mi alcoba, como tengo por costumbre, y comencé a desnudarme.

A medio desnudar me senté en los pies de la cama para descamarme. Estando en esta operación noté que los vestidos y ropas que había colgados en cierto perchero situado en un rincón de mi dormitorio se movían de un modo extraño. De un salto me abalancé a la puerta y descorrí el cerrojo dispuesta a huir, pero tío Jesús, pues era él, saliendo de su escondite, me impidió terminar de abrirla. Tiraba yo del picaporte, mas él, con el cuerpo apoyado en el batiente, frustraba mis intentos.

—¡Eres tú, malvado! ¡Sal, o grito!—le conminé, comprendiendo la inutilidad de mis esfuerzos.

—¡Calla, o te mato!—exclamó amenazador, blandiendo ante mis ojos un cuchillo de monte que traía en la mano.

Retrocedí aterrorizada un paso, lo que él aprovechó para interponerse entre la puerta y mi persona.

Mas me repuse pronto, al considerar que si demostraba miedo estaba perdida.

—¡Hiere! ¡Mata! ¡Cobarde!—le dije, presentándole el pecho.

Mi actitud resuelta le desarmó; tiró lejos de sí el cuchillo que blandía y exclamó:

—¡Cómo herirte si te adoro!

—¡Vete, o chillo!—volví a conminarle.

Pero él, de súbito se arrojó sobre mí, amordazando mi boca con su mano diestra El brazo izquierdo contorneó mi cintura, sujetándome fuertemente contra su cuerpo. Nunca hubiese creído que aquel hombre, enfermo y decaído, pudiese desarrollar las fuerzas de que daba muestras. La excitación, sin duda centuplicaba sus energías. Forcejeamos. El me empujaba sobre la cama Yo mordía sin compasión la mano que me enmudecía, le arañaba el rostro, que sangraba, y trataba de librar mi talle del brazo que lo oprimía y aprisionaba. Pero la lucha le enardecía y le prestaba más vigor. Por un momento creí sucumbir.

Pero cuando el forcejeo era mayor se abrió la puerta del cuarto y entró tía Rosita Parecía una aparición espectral: pálida como la cera y envuelta de los pies al cuello, como en un sudario, en un largo y blanco camisón de dormir.

—¡Ven!—ordenó a su marido, señalándole con el índice la puerta.

Su voz era imperativa y solemne.. Habíamos quedado los dos inmóviles y mudos. El, en pie, con los brazos laxos, caídos a lo largo del cuerpo, como una marioneta. Yo, llorosa y hecha un ovillo, tirada a los pies de mi lecho.

—¡Ven, te digo!—repitió tía Rosita, aún más autoritariamente.

No sé de dónde podía sacar ella, tan débil y tímida aquella inflexión de voz, llena de autoridad y energía.

Tío Jesús obedeció, agachó la cabeza y tomó la puerta. Detrás salió mi tía. Les sentí dirigirse a la alcoba de él. Cerré con llave y pasador mi puerta y me volví a vestir. Estaba con el oído atento a los ruidos de la casa, pero nada oía. Un rato habría transcurrido cuando escuché que salían de la habitación de tío Jesús y repiqueteaban con los nudillos en mi puerta.

—¿Quién?—pregunté.

—¡Abre, soy yo!—contestó tía Rosita.

Abrí. Entraron ella y su marido.

—¡Tu tío, que viene a pedirte perdón por la ofensa que te ha inferido y por su innoble proceder!

Tío Jesús se arrojó, llorando, a mis plantas. Volvía tembloroso, macilento, deshecha Parecía un pingajo tirado a mis pies. Inspiraba tanto desprecio como conmiseración. Nadie hubiera supuesto que era el mismo que, minutos antes, me había hecho objeto de una acometida tan viril y brutal.

—¡Perdón, Elena!—gemía—. ¡Soy un canalla, un miserable, un forajido!

Quiso cogerme una mano, que yo retiré, más asqueada que ofendida.

Miré a mi tía Con la cabeza hizo un movimiento de condescendencia.

—¡Estás perdonado, tío Jesús! ¡Levántate!—concedí, interpretando la seña.

—¡Vete!—ordenó mi tía dirigiéndose a él.

Salió. Sentimos cerrar la puerta de su alcoba. Entonces, presa de un ataque de nervios, me arrojé llorando en los brazos de mi tía Temblaba aún como si estuviese arrecida.

—¡Tranquilízate, hija mía!—me dijo acariciándome suavemente—. ¡Tu tío no es responsable de sus acciones! Está enfermo, está perturbado, no sabe lo que hace... No tengas temor, que no volverá a injuriarte... Si aun abrigas alguno, vente esta noche a dormir conmigo... Mañana trasladaremos tu cama y tus muebles a la habitación contigua a la mía, que, como sabes, comunica interiormente con ella... Pero no tengas cuidado, no repetirá su atentado contra ti, está arrepentido. ¡Ya lo has visto! Un momento de locura, disculpable por el estado de exaltación morbosa en que lo tiene su padecimiento... Hace días consulté con don Isaías de estas cosas... Un médico es como un confesor... Yo me había dado cuenta de ciertos síntomas, de ciertos hechos, que me tenían alarmada y dolorida.. ¡Don Isaías, ya que no el consuelo, llevó algo de sosiego a mi alma... Me dijo que, irremediablemente, la debilidad mental acompaña a la orgánica, y que una mente debilitada es campo abonado para que germinen en ella malas semillas: extravíos imaginativos, pasiones violentas y torcidas, sentimientos bastardeados... Que por ello hay que conceder a los enfermos una relativa inculpabilidad, sin que puedan serles aplicables las mismas normas de moral inflexible que al resto de los humanos. La enfermedad, ciertas enfermedades especialmente, la tuberculosis entre ellas, suelen llevar consigo esta anormalidad psíquica... «No tome usted por las cabales, señora—me explicaba—las cosas de su marida El raciocinio y la conciencia están anulados en él por ciertos apetitos morbosos que el germen de su dolencia ha desarrollado. ¡Cuídelo, vigílelo y discúlpelo!»—terminó diciéndome. Y eso es lo que hago, tomando al pie de la letra el consejo: cuidarlo, vigilarlo y.... disculparlo.

En su voz temblaba un sollozo. Su fortaleza parecía pronta a derrumbarse. Perdida la tensión que momentáneamente alcanzaron sus nervios, tía Rosita volvía a ser la buenaza tía Rosita de siempre, la que aun trataba de hallar justificación a la intolerable conducta de su cónyuge.

—Tía Rosita—expuse—, yo no sé si hago bien en permanecer en tu casa.... Quizá sea más sensato que me marche... Mi presencia aquí, mi vista continua, es fácil que exacerbe ese estado morboso que indicas...

Me interrumpió con vehemencia:

—¿Irte? ¡De ningún modo, sobrina! ¿Y dónde ibas a ir, hija mía?

—No lo sé; por eso te pido parecer.

—No, hija, no—denegó, y redobló en sus halagos—. ¡Qué disparate! ¡No hay que pensar en eso! ¿Nunca lo consentiré!... Por lo demás, ya te digo: puedes vivir tranquila; ningún riesgo te amenaza. Yo velo por ti.

Esta última y sencilla frase me tranquilizó en verdad. ¡Tanta confianza me inspira, no obstante, su apocamiento y feminidad! Tía Rosita vela por mí, pues nada tengo que temer.

Confusa y abochornada, balbucí aún:

—Tía Rosita, ¿no creerás que yo nunca haya dado pábulo a tío...?

No me dejó terminar.

—¡Calla, tontuela, calla! ¡Te conozco bien!

¡Qué peso se me quitó de encima al oírla expresarse así!

Aun me prodigó sus frases afectuosas y tranquilizadoras, y cuando me dejó sosegada se marchó.

Me encerré y me dormí sin miedo. ¡Tía Rosita velaba por mí!

Esta mañana hemos trasladado mis bártulos a un cuarto ropero que hay al lado del d¡e mi tía y en comunicación con él. En la alcoba de tía Rosita duerme el pequeño en su cuna, y en la habitación del otro lado de la mía, también con puerta surtida a aquélla, duermen los dos mayorcitos.

A tío Jesús no le he visto en todo el día. Creo que no se ha levantado. Mi tía le ha servido la comida en su dormitorio. Se conoce que, avergonzado y pesaroso de su proceder, no se atreve a ponerse delante de mí.

Escuetamente queda consignado lo acaecido en esta memorable noche. ¡Qué de prisa estoy viviendo estos días! En las dos semanas últimas he vivido más que en el resto de mi vida. ¡Qué intensas y crueles se suceden las sensaciones!

13 de mayo

Soy un canalla, un rufián, un criminal... Estoy indignado conmigo mismo... Aun no he podido comprender cómo fui capaz de acción tan fea y ruin...

Fué una idea que me asaltó repentina... Estaba acostado, y mientras llegaba el sueño, me complacía en representarme a Elena... ¡Es tan bella! Mi memoria iba reconstruyendo su imagen y deteniéndose, morosa, a examinar la armonía de sus líneas esculturales y la perfección de sus rasgos fisonómicos. El grácil óvalo de su rostro; la picardía de sus ojos vivaces, velados por rizosas pestañas; la nariz, afilada y señoril; los hombros túrgidos, el cuello ebúrneo, los brazos torneados y mórbidos, las manos pulidas y marfileñas, el pecho alto y firme, el talle pequeño y cimbreño, las caderas suavemente arqueadas, las piernas de correcto modelado, los tobillos finos y los pies diminutos, fueron sucediéndose deleitosamente en la pantalla de mi imaginación... ¡Emana tanto encanto y tanta distinción todo su ser!... ¡Me tiene tan embrujado! Y luego, reconozco que me he vuelto sensual como un mico... De repente, la idea infame, la idea ultrajadora, hizo su aparición y se impuso con tal fuerza y tan acuciosamente que me tiré de la cama, me vestí apresurado, tomé un cuchillo para amedrentarla y, recatándome como un ladrón, fui a esconderme en su cuarto, entre los vestidos, saturados del perfume de su cuerpo, que pendían colgados de una percha... Después no recuerdo más que confusamente lo que pasó; parece que quise violentarla, que luchamos, que llegó mi mujer... ¡Cuánta infamia, cuánta vileza! Y, sin embargo, fué una cosa superior a mi voluntad, una idea que logró trastornarme el juicio, obscurecer mi razón, adueñarse por completo de mí... Fué sin premeditación ni conciencia de lo que hacía... Los vapores tornasolados de la lujuria que anublan mi inteligencia. Pero antes, hace unos meses, yo hubiese sido absolutamente incapaz ni aun de pensar, cuando menos de intentar, tan infame e ignominioso agravio, tan punible ultraje... Mi moral se ha agrietado, resquebrajado y resentido; es hoy más blanda y muelle, más dúctil y deleznable, más endeble y acomodaticia de lo que fué. Con todo transige y a todo procura hallarle justificación. Un desesperanzado, un terrible pensamiento se enseñorea a veces de mi mente: «¡Hay que aprovechar la poca vida que me queda!» Combato y reduzco la salvaje, la inmoral egolatría que encierra, mas hay ocasiones en que transitoriamente logra dominar en mi pensamiento...

Mi vandálico intento me sonroja, me afrenta, me tiene recluido en mi habitación, sin atreverme a presentarme a su vista... ¡Con cuánta razón me odiará y me llenará de desprecio! ¡Acabé de perder su estimación! ¡Condigno castigo a mi vileza, a mi indignidad!

Necesito marcharme, irme fuera una temporada. Dar treguas a su justa indignación. Desimpresionarme yo del irresistible, del enloquecedor influjo que sus gracias incitantes ejercen sobre mí... Calmar mis sentidos, espoleados constantemente por la euritmia de su cuerpo, por la beldad de su rostro, por sus mil y mil hechizos...

Unas semanas para tranquilizarme yo y tranquilizarla a ella, para olvidar yo y que olvide ella.. Que la esponja del tiempo borre su cólera y apacigüe mi pasión...

Además, debo aprovechar estos días benignos de primavera para consolidar mi mejoría y concluir de curarme. Unas semanas lejos de Madrid me devolverían la salud... Basta recordar cómo me sentó la estancia en Cercedilla.

¡Si yo pudiese pasar una temporada en el Monasterio de Piedra! De recién casados lo visitamos y conservo una grata e inolvidable memoria de él. Aquella frondosidad, aquel gozo de ver tanta agua correr y saltar por doquier... El Monasterio de Piedra es el poema del agua. De un agua cantarina y brincadora no del agua estancada y silente. Ocho días pasamos en él, y creo que han sido los mejores de mi vida Si el Paraíso no estuvo allí, debió estar enclavado en un sitio semejante. Desde aquella corta estada conservo vivo el deseo de volver al Monasterio. Quince días siquiera de permanencia en una de sus conventuales celdas me ponían como nuevo... ¡Vaya medias suelas, tacones y punteras que iba a echarles a mis pulmones! Mis nervios se calmarían también con ese sedante sin igual que es escuchar el murmurio del agua que discurre... Mi organismo reaccionaría vigorosamente en contacto con aquella vegetación, en esta época exuberante de vida, en bravía florescencia... Las lesiones pulmonares cicatrizarían respirando aquel aire salutífero y embalsamado de aromas campestres... Mis ojos se animarían con la contemplación del verde lujuriante de aquellas arboledas en primavera, que, a pesar del tiempo transcurrido desde que estuve, aun parecen impresionar mi retina... Dos semanas allí en plena Naturaleza, olvidado de todo, me hacían recobrar la salud... ¡Tan sólo dos semanas?

Los días que restan de este mes y los del próximo son los más propicios para esta excursión y lo son también para intentar curarme. En julio hace ya mucho calor... Necesito ponerme bueno antes de que el estío llegue... El calor es muy debilitante y extenuativo... Si para cuando reine no estoy curado, puede agravar mi dolencia en términos que imposibiliten ya toda curación...

Aquí en Madrid, es tontería pensar en sanar... Aquí, desde estos balcones donde sólo contemplo, por todo panorama, tejados verdinegros y chimeneas tiznadas de hollín... Aquí, en esta atmósfera densa, llena de miasmas, de olores a comistrajos y de ese vaho espeso y pestilente que asciende de la calle y de los patios, pequeños y hondos como pozos... Aquí, donde el único vestigio de vegetación son esas canijas acacias de la Plaza, que diviso de lejos. ¡Qué contraste con aquella naturaleza lozana y espléndida, con aquella flora «selvática y umbrátil del Monasterio de Piedra, cuyo recuerdo aun perdura en mi imaginación! ¡Qué pobre, qué miserable es la primavera en Madrid! ¿Cómo esperar que aquí las fuerzas de la Naturaleza inciten a mis reservas orgánicas y las saquen de su atonía? ¡Allí sí que la Naturaleza coadyuvaría reciamente a mi curación!

Dos semanas en el Monasterio de Piedra eran mi salvación, y espero serían también el piadoso olvido de Elena para mi torpe y reprobable acción... Cuando regresase no me miraría ya con recelo y acrimonia.„. No me colmaría, en su interior, de oprobio y ludibrio... Y yo me atrevería a afrontar su mirada...

14 de mayo

Hoy le he dicho a mi mujer, quien, por cierto, no ha vuelto a aludir, desde la escena recriminatoria de la otra noche, a lo acaecido:

—¿Si me pudiese marchar? ¡Quince días en el Monasterio de Piedra serían para mí la salud!

—¿Pero la situación y el clima del Monasterio crees que son convenientes para tu enfermedad?

—¡Ya lo creo! ¡Es un paraje tan delicioso en primavera! ¡Se respira allí un aire tan sano, puro y entonador! Conservo, además, un recuerdo tan inmejorable de aquello... ¿No te acuerdas?

Rosita movió melancólicamente la cabeza:

—Sí me acuerdo—indicó.

No proseguí por este camino, temeroso de que, al avivar sus recuerdos, otros más próximos y penosos le asaltasen y se extinguiese el sentimiento amigable que reina ahora entre nosotros. Cerré, pues, el inciso y volví a la idea primera:

—¡Qué bien me haría una temporada de vida campesina en el Monasterio! ¡Creo que sanaría por completo!

—¡Imposible!—murmuró con tristeza—. ¿Con qué dinero?

Después, como hablando consigo misma, añadió:

—Es inútil que vuelva a casa de mi tío... No es que yo quiera ahorrarme humillaciones, es que sé que me echaría rodando por las escaleras abajo, o poco menos...

Guardamos silencio durante unos minutos. Yo, obsesionado con mi proyecto. Ella, meditando sin duda en los medios de poder complacerme.

—¡Qué se le va a hacer!—dije resignadamente—. Desistiré de mi idea... Y no creas que deseo emprender este viaje por ese explicable afán de cambiar de postura que experimentan muchos enfermos o por esa manía deambulatoria que dicen acomete a los tuberculosos, no. Es que estoy convencido que las dormidas energías de mi ser despertarían en contacto con aquella Naturaleza, llena de vigor y vida... Busco un terreno a propósito en que presentar la batalla al enemigo, y ninguno me parece tan favorable como aquél...

Me extendí en otras consideraciones. La fe que tengo en el resultado de este viaje me prestaba elocuencia y persuasión.

Rosita me oía atentamente, sin pestañear.

—Por lo que veo es muy vehemente tu deseo de ir al Monasterio—dijo al cabo.

—Sí que es grande, porque es grande mi esperanza.. Luego, aquel retiro cenobítico, aquella paz monacal, aquel ambiente austero, qué bien harían a mi espíritu. Mi alma y mi cuerpo creo encontrarían allí la salvación... Si allí no la conseguía es que no la consigo en parte alguna... Es la única carta que me queda por jugar... ¡La última!

La alusión mística a mi probable conversión de pecador le hizo mella.

—Pues mira, ¡ve!—profirió decidida.

—¿Cómo?

—Quedan unos cuarenta duros de tu sueldo; tómalos y márchate.

—¿Y vosotros? ¿Cómo vais a vivir hasta que traigan otra mensualidad?

—Mejor o peor, ya nos apañaremos.

—¿Cómo?

—¡Qué sé yo! Pero estáte tranquilo, saldremos adelante. ¡Dios no nos abandonará!

—No, así no. Además, con cuarenta duros tampoco tendría suficiente...

Volvió a callar.

—Se me ocurre una solución—manifestó al cabo de otro rato.

—¿Cuál?

—Tomar dinero a préstamo con la garantía de los muebles del comedor. El prendero del 34 seguramente nos daría unos duros a cuenta de ellos.

—¡Es una lástima! ¡Son los únicos que tenemos de algún valor!

—¿Y qué otro remedio? Si curas, ya se le pagará; y si no curas...

Dejó su pensamiento sin concluir, pero yo, para mí, lo terminé diciendo: «y si no curas, para lo que va a haber que comer en esta casa, ¿qué falta hacen los muebles del comedor?»

Es admirable la abnegación y el heroísmo de que da muestras mi mujer, la entereza con que afronta las situaciones más difíciles y rigorosas, la aparente impasibilidad con que se sacrifica y obra. Me pesa haber sido injusto, en ocasiones, con ella.. El caso es que nunca he dejado de estimarla.. El desasosiego que me produce mi padecimiento fué, a no dudar, el culpable...

A veces me he preguntado: «¿No pensará mi mujer en la situación en que quedaría si yo muero?» ¡Vaya si lo habrá pensado! No es ninguna tonta; por el contrario, es discreta y discurre bien... ¡No ha de pensar! Pero procede como si tal pensamiento no le inquietase. Ni hablar, ni aludir, ni dejar transparentarse la menor zozobra por el desamparo a que mi muerte la reduciría. Debe suponer que el vislumbre de esta eventualidad me preocupa y martiriza, tanto por el hecho en sí como por sus consecuencias para los míos, y no haya cuidado deje escapar la menor palabra, el menor gesto que sea acicate para este martirio y preocupación... Pero que ha de sentir la angustia del porvenir, ¡qué duda tiene! Por grande que sea su religiosidad, ¡y es mucha!, por grande que sea su confianza en la Providencia, ¡que también es mucha!, ha de experimentar terror por la situación que a mi desaparición se crearía... Mas no la exterioriza. Viéndola, afanosa y puntual, trajinar por casa con la tranquilidad de otras veces, nadie supondría que existe la menor causa de inquietud para ella. Un observador superficial creería que reboso salud por los cuatro costados o que, si estoy enfermo, poseo una fortuna cuantiosa que legarles, que los pondría, a ella y a sus hijos, a cubierto de la miseria. ¡Cuán distinta la realidad!

Mi mujer tiene más valor, más confianza que yo para contemplar lo venidero. Y como a la mía, lo sucede a la inmensa mayoría de nuestras mujeres. El valor masculino es más impulsivo, más aparatoso, más teatral. El de ellas es más callado, más hermético, más reflexivo, con menos alharacas, pero con mayor tenacidad y consistencia.

Yo temo pensar en lo que pasaría si yo faltase. Ahuyento mi pensamiento de esta posibilidad atormentadora. Soy como las grullas, que esconden la cabeza debajo del ala para no ver el peligro. No quiero entenebrecer más mi vida recapacitando en las derivaciones que tendría para los míos este lúgubre suceso. Me falta valor para ponerme cara a cara frente a esta desgracia probable...

¡Pobre Rosita! No duda en desprenderse de los muebles del comedor, que un día constituyeron su orgullo de mujer casera, para satisfacer mi capricho, aunque dude, como dudará, de que este dispendio pueda ser eficaz para mi restablecimiento. Y teniendo recientes tan ostensibles pruebas de desamor y perjurio...

14 de mayo

Esta mañana ha venido el prendero a que se refería mi mujer, y después de algunos regateos hemos convenido la operación y cerrado el trato. Nos presta ochenta duros sobre el aparador, la trinchadora, la mesa de comedor y media docena de sillas con asiento y respaldo de cuero. Estos muebles me costaron dos mil pesetas cuando me casé, y están en perfecto uso. Con barnizarlos, nuevos. Me ha hecho que firme un documento, en el cual se estipula que le vendo estos muebles en seiscientas pesetas, que confieso haber recibido totalmente. El comprador nos los deja en depósito y se ha comprometido, verbalmente, a anular la venta si en un plazo de ocho meses le devolvemos las seiscientas pesetas. Transcurrido este plazo sin que hayamos abonado la expresada suma, el prestamista podrá disponer libremente de los muebles. Con dolor y repugnancia he prestado mi conformidad a este leonino contrato, en apariencia de compraventa, en realidad pignoraticio, mitad escrito, mitad verbal. Pero la necesidad obliga.

Con los ochenta duros y veinte que tomaré de los cuarenta que le quedan a mi mujer para el gasto de la casa durante el mes, reúno quinientas pesetas, cantidad suficiente para el billete del tren y quince días de pupilaje en la hospedería del Monasterio.

Mañana mismo me marcho. Tengo gran impaciencia por emprender este viaje. Es la última tentativa que hago para encontrar el reino de la salud. Estoy inquieto y emocionado, como si fuese a la conquista de El Dorado. Es mi vida lo que se ventila.

15 de mayo

Tío Jesús se marchó esta mañana a Alhama de Aragón, en el rápido de Barcelona. Desde allí se trasladará al Monasterio de Piedra. El iluso aun se las promete muy felices del cambio de vida y de ambiente. Y eso que va más muerto que vivo. Con todo, celebraré equivocarme y que recupere la salud. Nada malo puedo desearle, a pesar de todo el daño que me ha hecho y de todo el que ha intentado hacerme. Mas no volvamos sobre esto; lo perdoné, y perdonado está.

Desde que ocurrió lo que ocurrió, desde su última pretendida hazaña, no le había visto hasta esta mañana, que se despidió de mí.

—Me marcho—me dijo—, más por devolverte el sosiego que por intentar recobrar la salud. Y no regresaré hasta obtener tu perdón... Si no llega, moriré lejos.

—Ya te perdoné—contesté algo secamente.

—Quiero el perdón de corazón—replicó.

Callé y se marchó sin que volviésemos a cruzar la palabra.

Se fué esperanzado y jubilosa Sin duda acaricia la ilusión de que va a curar.

¡Con la pasión que parecía sentir por mí y se marcha tan contento! Ciertamente que la tuberculosis lo ha convertido en un ente, antojadizo y mudable, asequible a todo género de solicitaciones.

Las reacciones que en un organismo, enfermo y débil, produce el instinto de conservación, en primer término; las que ocasiona el espectáculo de la vida, que un doliente ha de ver con distintos ojos que un sano, en segundo, y en tercero las que tienen su origen en la irritación que le ha de causar las contrariedades y molestias que la sociedad le hace sufrir al pretender aislarlo, unas veces por temor al contagio, otras porque la vista del dolor siempre resulta desagradable, y en ocasiones por ambas causas reunidas, hacen fructificar, en un campo ya preparado, lo que Miguelito denominaba el morbo espiritual. Y con frecuencia, este pícaro morbo convierte al atacado en un muñeco, en un ser al que no se puede tomar atadero, agitado por estímulos muy diversos y hasta contradictorios.

Con frecuencia a raíz de la ofensa, del rufianesco asalto que padecí, he tenido que repetirme estos conceptos para aplacar mi justo enojo. Y no son mías tales premisas y deducciones, son de don Isaías, en la conversación que tuvo con mi tía cuando ésta le confesó la anormal pasión que su marido sentía por mí; son de Miguelito, cuando la cólera no le hacía discurrir torticeramenta..

Y comprobando la insensatez, la inconsecuencia de que da repetidas muestras, tengo que prohijar premisas y deducciones...

¡Vaya bendito de Dios! ¡Le perdono enteramente y sin reservas mentales! Que el desdichado encuentre la curación en este viaje que emprende tan alegre e ilusionado...

Tercera parte

18 de mayo

Anteayer tarde llegué a Alhama de Aragón, cené y dormí allí, en las Termas Pallares, yate mañana siguiente me trasladé, en un ateto de alquiler, al Monasterio de Piedra. Al paso, desde la carretera, admiré el pintoresco pueblecito de Nuévalos, suspendido sobre un enorme tajo de roca viva.

Apenas llegué al Monasterio me apresté a recorrerlo. ¡Tanta impaciencia sentía por volver a contemplar aquellos lugares de tan gratísima recordación! Desde el Monasterio emprendí el descenso al encantador vallecito, encerrado entre montañas, conocido por El Vergel, donde el sauce y el álamo, el almez y el fresno, el olmo y el nogal, el plátano y otros árboles de aquella variada flora, crecen gallardos y frondosos, con exuberancia verdaderamente tropical. Y en todos los troncos, la trepadora hiedra, que se enrosca y sube, cubriendo sus leñosas y arrugadas cortezas, enlazando tallos y ramas, alcanzando copas y poniendo una nota alígera y frágil en la esbelta arquitectura arbórea.

Un momento me detuve a admirar desde arriba la magnífica cascada de la Cola del Caballo, mas la detención fué rápida porque me daba vértigo fijar la vista en aquel formidable salto de cuarenta y nueve metros de altura, donde el río Piedra se precipita majestuoso.

Dejé para la tarde recorrer El Vergel y recrearme en la contemplación de sus varias y encantadoras cascadas; únicamente, al pasar, dirigí una mirada a la de Iris, así llamada por las diversas tonalidades que los rayos solares, descompuestos y dispersos por las partículas de agua, toman al atravesarla cuando a la puesta del sol la hieren de soslayo.

Atravesé un rústico puentecillo y un túnel horadado en la piedra, y salí al valle de la Hoz. A mi admiración por tanta belleza natural se unía el contento por no ir casi cansado, ¡En Madrid, que no podía dar cuatro pasos sin ahogarme de fatiga! Contemplé las cascadas de los Chorreaderos y de las Truchas, que alimenta el criadero, y bajé por un sendero tortuoso trazado entre la arboleda, cuya espesa vegetación apenas se deja atravesar por tal cual rayo de sol.

Arribé a la Piscifactoría Central o vivero de truchas y recorrí los numerosos estanques donde se crían y recrían las diversas variedades del sabroso pez fluvial. Según la edad, los acuáticos animalitos pasan de unas a otras balsas, cuidando de alimentarlos, cuando son pequeños, con insectos, de los que son muy voraces, hasta el punto de que, ya mayorcitos, abandonan en raudos saltos el líquido elemento por atraparlos. El agua límpida del Piedra, batida y aireada por tanto salto anterior, es la más adecuada para que vivan y se reproduzcan estos apetitosos salmónidos, amantes del aseo, la aireación, la acrobacia y la pulcritud. Un encanto de peces que conocen y practican la hidroterapia, la aeroterapia, la gimnasia y la higiene. De tales criaderos, en los que vi pulular ejemplares de gran tamaño, se sacan todos los años bastantes millares de truchas para la repoblación de nuestros ríos.

Descansé un rato, ¡que bien lo necesitaba!, en un banco con muelle asiento de mimbres. Estaba asombrado de haber podido efectuar este recorrido, que aunque no largo y todo cuesta abajo, no me hubiese conceptuado apto para hacer en Madrid, en esta última y funesta etapa de mi padecimiento.

Repuestas las fuerzas, continué mi paseo por el estrecho y umbroso camino que bordea el lago de La Peña o del Espejo, de aguas silentes y dormidas en donde se mira la aislada Peña del Diablo, de aspecto bonachón e insignificante, no obstante su terrorífico nombre Pasé junto al Pozo de Bengala y al Manantial de la Salud y emprendí la subida. Mas por muy despacio que la hice, y por muchos descansos con que la interrumpí, cuando llegué al Monasterio iba agotado del esfuerzo y pensando con fruición en el cercano almuerzo... ¡Sí, sí! La comida en la hospedería del Monasterio no es muy abundante ni reparadora que digamos, y aun yo, que soy de poco comer y ando desganado, no quedé satisfecho...

Me acosté un rato, para entregarme al descanso, después del exiguo yantar, y por la tarde recorrí otros hermosos parajes de la vasta posesión. Me detuve ante la cascada de Tris, que al ocaso descompone en arcos de su nombre los rayos le luz; de la Caprichosa, del Baño de Diana, para mi gusto la más linda; de la Trinidad y de la Solitaria, y ante el Torrente de los Mirlos, y visité las grutas pequeñas, pero preciosas por sus bóvedas labradas por el artífice Natura y sus artesonados de pendientes estalactitas: de Carmela, del Artista, de la Pantera y de la Bacante.

Subí después, por escalera de peldaños tallados en la roca, para ver las cascadas de los Fresnos, alta y baja.

Desde arriba se abarca un panorama espléndido. Se ve el bullicioso, cantarín y travieso río Piedra, partido en brazos no muy caudalosos, despeñarse con sonoro tumulto por muchas de estas cascadas. Se divide y subdivide, salta y cabriolea por entre breñas y musgos, para luego reunirse de nuevo y de nuevo partirse, brincar y retozar. Hasta que ya, rendido por la gigantesca caída de la Cola del Caballo, corre manso y tranquilo. Opino que el Piedra es el río que bate el record del salto. No serán los suyos del caudal ni de la importancia que los del Niágara ni los de otros famosos cursos de agua, pero tantos y tan bellos dudo que haya corriente que los ostente.

Dejé para hoy el descenso a la gruta que existe bajo la cascada de la Cola del Caballo, y que fué descubierta no hace muchos años, en 1860, por un administrador de la posesión, que hizo lo descolgasen amarrado a una cuerda por la profunda sima, sin arredrarse con el recuerdo de otros que perecieron en parecida tentativa.

Hoy, en efecto, traté de realizar la bajada, pero pronto tuve que renunciar a la empresa. Doscientos treinta escalones son demasiados para mis pulmones dañados. No llevaría bajados veinte, cuando el guía que me acompañaba me dije dubitativo, al oírme jadear:

—¿Podrá el señor subir?

Comprendí que no hubiese podido. El aviso fué oportuno. Un espejismo de mi voluntad, de mi ilusión, me había hecho ver como realizable esta aventura, temeraria, hoy por hoy, para mis energías.

Me he quedado sin volver a extasiarme en la contemplación desde la galería que en parte la circunda, de aquel mágico palacio de estalactitas, de aquellas esculturas caprichosas que el agua, aliada con las centurias, fué cincelando en la bóveda de la gruta: la cabeza de un formidable perro, cancerbero de la mansión encantada; varios pámpanos gigantescos, capaz cada uno de tapar las desnudeces de un batallón de Evas impúdicas, y otras fantásticas figuras de seres y objetos de pesadilla. Quizá sea preferible que no la haya visitado por segunda vez, y así no desmerecerá en mi concepto, al contrastar la realidad con la memoria «Nunca segundas partes fueron buenas, asegura un adagio.

Aunque no he desistido en absoluto de bajar, he aplazado únicamente la visita hasta que me reponga de fuerzas. No quiero marcharme sin volver a verla.

Como tampoco ahora pienso ir a la granja Lugar Nuevo, distante media legua larga del Monasterio, ni a contemplar las cascadas de El Vado, de La Requijada, La Niña y Peñascos. Quédese esta correría para más adelante si aquí, como espero, encuentro la salud.

¡Cascada de la Cola del Caballo! Cuando vine la vez anterior, en cada peldaño de la escalera de la gruta di a mi mujer un beso, y tiene, como he dicho, doscientos y pico... Esta mañana, extenuado y consunto, no hubiese tenido aliento para dar ni uno, aunque mi acompañante hubiese sido la mismísima Venus Afrodita...

El Monasterio atesora bellezas sin cuento, la Naturaleza se mostró pródiga con él... Innegable, y, sin embarco, a mí no me ha producido idéntica impresión que cuando anteriormente lo visité... No lo encuentro a la altura a que mi recuerdo lo había elevado.. ¿Será que en el transcurso del tiempo lo he ido adornando en mi imaginación con mayores "alas aún de las que posee? ¿Será que como escribí antes, nunca segundas partes fueron buenas? ¿Habrá cambiado el Monasterio? ¿Seré yo el que habrá cambiado? La penúltima hipótesis es absurda, ya que no es presumible que el Monasterio haya variado... Posible, y muy posible, es que yo haya ido poetizando su recuerdo a través del tiempo y que por ello el Monasterio real, que he recorrido hoy, se me antoje inferior al Monasterio de antes o al que me había forjado... Pero esto no basta para explicarlo todo: el Monasterio se me aparecía antes como una visión radiante, espléndida, llena de luz, de colorido y de animación... El Monasterio que he visto hoy es tristón, parece envuelto en una neblina de melancolía, que es como la pátina a los colores vivos de una pintura al óleo.. Quizá no sea el Monasterio, sean mis ojos.. Sí, indudablemente luí yo quien debió cambiar... Cuando vine, hace años, lo contemplé con los ojos gozosos de un mozo enamorado que ve sus ansias satisfechas... Y para esta clase de ojos, ávidos de vida y de placer, no hay paisaje feo ni espectáculo aburrido... Hoy lo veo con ojos de enfermo, casi de moribundo, y para ojos de este género no hay nada cautivador ni perfecto... Todo lo bañan con los sombríos tonos de su dolor y de su desesperanza...

El bullicioso borbotar del agua en los cauces, el delicioso ruido que produce en sus caídas, que antaño sonaba armoniosamente en mis oídos, me resulta hogaño monótono y cansado... El frescor delicioso de esta vegetación lujuriosa, hoy lo encuentro húmedo y malsano... Tanta tonalidad de un verde rabioso, tanto correr y saltar del agua a mi alrededor, me parece fatigoso y mareante...

Desespero ya de que éste sea el lugar donde yo he de encontrar la salud... El Monasterio que contemplo no concuerda con el que yo me había imaginado, de atractivos bellísimos y encantadores y de poderosas virtudes sanadoras... Estoy decepcionado, me he equivocado lamentablemente...

Luego, el trato en la hospedería deja mucho que desear. (¿as antiguas celdas de los monjes, hoy habitaciones fie los huéspedes, carecen de toda comodidad. Hubiese sido preferible dejarlas con su primitiva austeridad y rustiquez, qué no alhajarlas con unos muebles pretenciosos, sucios y desvencijados. La comida es escasa y nada exquisita. El servicio, deficiente.

Pero lo más insoportable son esas parejas de enamorados, en plena luna de miel, que se topa uno a cada paso y que no se recatan de besarse y abrazarse en todas partes y a todas horas... Esta mañana divisé una de tales parejas de tórtolos, en el preciso momento en que, con sobrada impudicia, se disponía a ofrendar a Eros el tributo indispensable para la continuación de la especie... Un palio de ramaje los cobijaba, una cortina de verdura creerían, sin duda, que los ocultaba de indiscretas miradas. Tuve que dar media vuelta y desandar lo andado...

Es harto dulzarrón el sabor que deja este forzoso atisbo de tanta manifestación erótica: a derecha e izquierda besuqueo, estrechamiento de manos, sobadura, derretimiento en las miradas, abandono y laxitud en las posturas y otros escarceos y salacidades de más monta... La antorcha de Himeneo arde furiosamente en estas frondas de sátiros y ninfas... Si para cualquier espectador resulta empalagoso tal profusión de idilios, al natural y sin tapujos, para mí, que me he vuelto algo misántropo y que estoy ya de vuelta del espectáculo de la vida, son fastidiosos y vomitivos.

Campoamor escribió del Monasterio:


Si como arte es la octava maravilla
como arte natural es la primera.


Concedo, si suprimen las parejitas en celo...

De todos modos, como la escasez de recursos me imposibilita para cambiar ya de residencia, y como, al fin y al cabo, esto no es insano ni está exento de encantos y atractivos, permaneceré aquí la quincena que me proponía.

19 de mayo

Anoche, durante la comida vespertina, me acometió un fuerte golpe de tos. No se utiliza para comedor todavía, por no haber apretado el calor, el antiguo refectorio del Monasterio, situado en la planta baja y demasiado espacioso para ser caldeado económicamente en el invierno, sino otra estancia mucho más reducida, del piso alto. Mi tos cavernosa y contumaz, resonó como una campana en los ámbitos de aquella pequeña pieza, limitada por gruesos muros.

Desde las restantes mesas, la media docena de amantes parejas que actualmente alberga el Monasterio, me miraron con espanto y horror. Fijos en mí había hasta dos docenas de ojos, en contemplación más iracunda que piadosa. Venía a turbar el plácido yantar y el dulce amartelamiento de aquel concurso burgués y enamorado, «¡Qué osadía, qué procacidad!—pensarían—. ¡Toser de esa manera!»

Ya había notado yo que estas parejitas voluptuosas, a hurtadillas me miraban, con prevención y recelo, cuando me cruzaba con ellas en la ruzafa del Monasterio. Mi cuerpo magro y mi faz demacrada y pálida no les debía causar la mejor impresión. Fruncían el ceño, apretaban el paso y rehuían cuanto podían un nuevo encuentro conmigo. No era un excitante para su alegría ni un estimulante para su placer, sino algo que desentonaba en aquel cuadro versallesco de jardines y pastoriles idilios, algo que les recordaba cosas tan desagradables como el dolor y la muerte...

Con estos antecedentes no me ha sorprendido mucho la visita que esta mañana he tenido el honor de recibir del regente de la hospedería.

—¿El señor piensa permanecer mucho tiempo aquí?—me ha interrogado.

—No lo sé, ya veremos... ¿Por qué me lo pregunta?—respondí.

—Es que la habitación que ocupa el señor la teníamos comprometida.

—¿Entonces para qué me la dieron?

—Fué una equivocación de la camarera, creyendo que venía para sólo un día. El señor para quien la habíamos reservado debe llegar mañana, y como es antiguo cliente y la tenía pedida con antelación...

—Comprendido. ¿Pero tendrán alguna otra habitación donde mudarme?

—En este momento están todas ocupadas.

Sabía que esto era completamente falso. Precisamente me constaba que la hostería estaba casi desocupada; aquella misma mañana había recorrido curioseando gran número de cuartos vacíos.

—Es decir, que me echa.

—Crea el señor que lo lamento mucho, pero...

—Bien, bien. Ya pensaré el partido que he de tomar.

—El señor perdonará; pero se hará cargo de las circunstancias en que me encuentro...

Le indiqué la puerta. Hizo una profunda reverencia y se marchó.

Supuse lo sucedido. Mis compañeros de hospedaje, alarmados por mi aspecto y por mi tos, se habrán ido en queja al dueño del establecimiento. «Esto no es Panticosa—le dirían—; aquí no hemos venido a convivir con tísicos, exponiéndonos al contagio, sino a arrullarnos, besarnos y solazarnos a nuestras anchas y ese hombre enfermo entenebrece nuestro placer.» Le amenazarían con largarse si no me despedía y el hostelero optó, como era natural, por ponerme bonitamente de patitas en la calle.

Soy un huésped molesto, fastidioso e incomodó y había que expulsarme. Pues me iré Así como así, el Monasterio me desencantó esta vez. Y a mi decepción se suma el que parece que no me prueba muy allá que digamos.

En los pocos días que llevo aquí no he experimentado la menor mejoría, más bien me encuentro peor que cuando vine. Esto es muy umbrío, hay mucha humedad. No es lo que yo necesito. Me marcharé, dejaré en libertad a esas parejitas enceladas para que trisquen lo que gusten, sin temor a tropezarse, cuando más embebecidos estén en su deliquio pasional, con este nauseabundo despojo de hombre, que es lo que resta de mi antiguo ser...

20 de mayo

Ayer tarde mismo dispuse mis ropas y trebejos, los embaulé y me vine a Alhama de Aragón.

Tenía el propósito de quedarme en este pueblo unos días, si me sentaba bien. No quisiera volver a Madrid sin haberme convencido plenamente de que es inútil trate de buscar la salud en otro clima ni en otra latitud. Y como carezco de fondos para tomar ya otra ruta, decidí quedarme en Alhama, puesto que se encontraba sobre la que había elegido. Pero antes, para no exponerme a otra depresiva expulsión, me pareció oportuno ir a visitar al médico de las Termas, para sondearle.. En cuanto quedé instalado en el hotel del establecimiento, fui a hacerle una visita.

El galeno me reconoció someramente y aunque yo nada le había declarado, debió descubrir mi enfermedad, pues me dijo, torciendo el gesto:

—Estas aguas no son convenientes para usted, están contraindicadas para su padecimiento, pues, como sabrá tiene delicados los pulmones. Los baños termales son debilitantes y usted lo que necesita es precisamente!o contrario: tonificarse. Sí acaso las aguas que le convendrían serían las…

—No venía en calidad de bañista. Comprendo que los baños no me pueden hacer bien—le interrumpí. Venía únicamente como turista, en la creencia de que estos aires y este clima actuarían favorablemente sobre mi organismo debilitado.

—No lo espere. Esto no es nada propicio para su dolencia. Créame, permanezca poco tiempo aquí.

Y tras cobrarme la consulta me despidió. «Permanezca poco tiempo aquí, si no quiere que lo echemos», debió añadir. Está visto que soy un espectáculo poco agradable no sólo para los enamorados, lo soy, asimismo, para los reumáticos. Este médico teme que le alarme y espante la clientela. Y me indica fina y científicamente que me debo ir.

Conoce la psicología de sus parroquianos: no hay nada tan ferozmente egoísta como un reumático. No busquéis nunca abnegación y desinterés en un enfermo aquejado de reumatismo. Yo propondría se declarase al ácido úrico símbolo de la egolatría, si, como creo, es la principal causa específica del reumatismo. Ignoro si escribiré alguna herejía médica, pues mis conocimientos en la ciencia de Hipócrates son superficiales, mas si el ácido úrico no es sólo el causante, aplíquese lo que digo a los agentes que lo sean.

Sí, el ácido úrico es la más pura y limpia imagen del egoísmo. Impregna y satura el organismo de la egolatría más refinada. Por e» un joven reumático, como un joven egoísta, son la excepción. El egoísmo, como el reumatismo, es privativo de la edad madura y de la vejez ¡Y pensar que con los años todos somos un poco reumáticos, un poco artríticos! ¡De los miembros, del cerebro y del alma! Lo mismo que el ácido úrico y otros compuestos orgánicos, que a lo largo de nuestra vida se van depositando en nuestras articulaciones, por no poderlos quemar o eliminar por entero, retorciendo y anquilosando nuestras extremidades y quitándoles flexibilidad, hay otra clase de ácido úrico, más sublimado, más volátil, que se va posando en nuestro cerebro, por no poderle quemar ni eliminar por completo con el mecanismo de nuestra razón, y que es el que a la larga enmohece y da rigidez a nuestro pensamiento, y aun hay un tercero, todavía más tenue y sutil, que va cayendo sobre el alma y que al cabo de los años atenaza y priva de libertad a nuestros sentimientos. De estas dos últimas clases de ácido úrico no trata la Terapéutica, pero su existencia es para mí tan cierta como la de aquel cuerpo químico. Así hay reumáticos de la mente y reumáticos del alma.

¡Condenados reumáticos que me ponen en el trance de tener que marcharme! Y ya no me queda otra solución que volverme a Madrid. De todas partes me azuzan y me echan como a un can hidrófobo. Me resignaré a morir entre las cuatro paredes de mi pobre pisito. Ocultaré a los ojos de esta Humanidad, cobarde y ególatra, el espectáculo de mi agonía. Que sólo los míos, los que tienen el deber de soportarme, la presencien.

Cada día más, mis semejantes me acordonan, me acosan, me ahuyentan y van rompiendo todos los nexos que los relacionaban conmigo. Pero si me consideran un peligro, ¿por qué no me proporcionan aislamiento, real y efectivo, en un Sanatorio, donde estuviese asistido debidamente? Esto sería lo natural, lo lógico y también lo caritativo. Aislamiento, sí, total, pero adecuado y con asistencia. Mas no, cada uno, individualmente, procura aislarse de mí, pero colectivamente no hacen nada. Y acción bienhechora, cero. Ni proporcionarme los medios de aislarme, ni, si es posible, de sanar. Cerrar los ojos y huir cobardemente de mí, esto es todo lo que a la sociedad se le ocurre hacer en mi caso...

En el medievo, bárbaras leyes despojaban de sus bienes a los leprosos y los declaraban muertos civilmente y ordenaban quemar viva a la mujer leprosa que se hiciera embarazada después de la secuestración, a que eran condenados las atacadas del hórrido mal. Pero extramuros de las ciudades se construían leproserías, tan bien dotadas, que muchos sanos aparentaban tener el mal de San Lázaro para ser confinados en ellas. Francamente se les expulsaba entonces de la sociedad, pero se les daban medios de vida. Ahora, hipócritamente parece que a los enfermos contagiosos la suciedad los tolera en su seno, pero en realidad los somete a más depresivo aislamiento. En el fondo cuán poco hemos adelantado.

Quiero recordar que hay una máxima cristiana, esencial, que ordena: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo,» ¿La recuerda alguien?

Huyan, huyan todos de mí... Qué tiene de extraño, si hasta mi propia mujer, si hasta mi bondadosa y poco egoísta mujer, hace tiempo que emprendió la misma prudente conducta... ¡Hasta ella, tan abnegada, no desoyó los requerimientos del instinto de conservación!

22 de mayo

Tío Jesús volvió ayer, a los seis días de ausencia solamente, de un humor imposible.. Viene triste y cabizbajo, pero con una hiel.. Parece, por lo que ha dado a entender, pues no prodiga sus palabras, que tanto del Monasterio, como de Allí ama, lo han arrojado por ser poco deseable, su permanencia en ellos.

Ya temía yo que con su aspecto macilento y consumido, de tísico pasado, no fuese huésped grato en ningún hotel frecuentado por personas sanas o por enfermos atacados, como en Alhama, de dolencias no transmisibles por contagio.

Como no había advertido su llegada, tía Rosita y yo nos quedamos mudas de sorpresa al verlo entrar.

Arrojó el sombrero y se sentó abatido y desalentado.

—¿Qué es eso?—le preguntó, al fin, su mujer.

—Mi presencia que incomoda a las gentes—contestó con rabia sorda.

Mi tía pugnaba por contener las lágrimas. Yo estaba de una pieza. Había creído verme libre de sus asechanzas por una temporada y he aquí que, de repente, surgía como por arte de encantamiento.

Pero, en verdad, era tan lastimoso su continente, que este pensamiento no hizo más que cruzar por mi mente, para dejar el paso franco a otro de condolencia.

¡Pobre hombre! Tan ilusionado como preparó la marcha, creyendo firmemente en su curación, que hasta vendió a corto plazo los muebles del comedor para poder emprender el viaje, y tener que regresar a poco, alicortado, decepcionado, en el mismo estado o empeorado todavía....

Quisiera odiarlo, tengo motivos sobrados para odiarlo, y no puedo... ¡Me inspira tanta lástima! ¡Lo veo tan al borde del sepulcro!

La primera vez que hablamos, sin hallarse presente mi tía, después de su regreso, me dijo:

—¡Ya ves! Yo quería quitar de ante tu vista mi imagen odiosa; quería no turbar la placidez de tu vida con el espectáculo de mis sufrimientos y de mi agonía, pero la sociedad no me lo permite... Me impide que abandone mi guarida... Me acorralan en ella como a una fiera dañina... Tengo que morir aquí., ¡Perdóname que haya regresado! ¡Mi vuelta ha sido forzada!

Callé. Volvió a interpelarme después de anos instantes de mutismo:

—Tu silencio, tu hermeticidad, me demuestran que aun no olvidaste mi desliz, mi locura, que todavía no me has perdonado...

—Te perdoné hace tiempo.

—¿De corazón?

—De corazón.

Y era verdad. Tanta compasión me produce.

—Gracias, Elena—expresó.

Me marché.

En sus ojos adivino que sigue amándome, mas nunca me habla ya de su amor. Los reveses, la desgracia, lo hacen más comedido, más respetuoso, más sumiso.

Sin embargo, no me fío del todo... Por si acaso, continúo durmiendo en el cuarto de al lado de mi tía y he condenado la puerta que da al pasillo. Entro y salgo por la habitación de tía Rosita.

2 de junio

Tío Jesús ha estado muy malo; creíamos que se moría.

Regresó del Monasterio en un estado lamentable de depresión moral. Su rostro reflejaba un desaliento indecible. Nunca lo vi tan afligido y desesperado.

Al día siguiente de su venida, le aumentó la toe y le subió la fiebre de un modo alarmante y al otro tuvo un vómito de sangre. Desde entonces guarda cama. Mas ya parece que está algo mejorado.

Es sorprendente el optimismo que a ratos muestra. Al principio de su dolencia, en cuanto arrojaba una poca sangre, se alarmaba atrozmente. El otro día, que tuvo un vómito copioso, decía que no había pasado de conato. Se conoce que ha variado de módulo, para apreciar la cantidad de sangre que pierde.

De este optimismo pasa sin transición al abatimiento más desesperanzado. Con todo, su optimismo nunca desaparece por completo y está siempre propicio a levantar cabeza a la menor coyuntura favorable.

Otra cosa asombrosa es la resistencia que tiene; cómo se agarra a la vida; cómo se incrusta con uñas y dientes, cómo se pega, a este pícaro mundo. Cualquier otro estaría ya enterrado, se hubiese quedado en alguno de los ataques hemópticos que ha tenido. Tío Jesús, no; lucha hasta poner en fuga a la Muerte, que ronda a su alrededor.

En cuanto se ha encontrado un poquitín mejor, ha renacido, como siempre, su esperanza. Esta mañana, tras una noche más tranquila, hablaba ya de curación y aseguraba que no cree hallarse tuberculoso... Volvía a acometerle el afán trashumante; proyectaba un viaje a Suiza, no sé cómo... Y me miraba con más fuego, con más pasión... En estas fugaces e ilusorias mejorías, se le recrudece el empecatado amor que por mí siente... Por eso, si por un lado me alegro de ellas, por otro casi lo siento....

De todos modos, el infeliz es cosa perdida. Cada día hace el mal más terribles estragos en su naturaleza. Esta mañana se levantó un poco y casi no podía mantenerse en pie. Don Isaías lo debe tener desahuciado. En este último arrechucho poco ha venido a visitarlo. Se conoce que ha tomado esa cómoda postura inhibitoria que suelen tomar los médicos en tales casos.

Por muchas ilusiones que el desdichado se haga, es cuestión de meses, quizá de semanas o de días...

5 de junio

He estado muy malo. La tarde misma de mi regreso del Monasterio comencé a sentirme peor. No sé si fué el agostamiento de mis ilusiones en aquel fracasado viaje o la atmósfera de este Madrid de mis culpas, que tanto daño me hace, lo que produjo la recaída. Lo cierto es que tuve que permanecer varios días en cama y que creí morir.

Ya estoy bastante mejor, de lo vivo a lo pintado, aunque todavía muy postrado y exangüe. Pero mi estado moral es aún deplorable: tengo una absoluta desgana de todo. Trato de revivir mis esperanzas para combatir esta inapetencia física y espiritual, pero sólo Jo logro momentáneamente. Ráfagas de luz que un instante iluminan la negrura de mi pensamiento. Pero, en seguida, otra vez la noche cerrada... «Está visto que estoy condenado sin apelación—me digo tétricamente—. ¿Para qué, pues, nada?»

Tanta confianza como tenía puesta en el mes de mayo.». «¿Cuándo vendrá mayo?», añoraba. Pues vino mayo y por poquito si me entierran antes que a él... Y junio ha entrado con el mismo mal pie... La primavera se portó desconsideradamente conmigo y presumo que el verano se portará aún peor.

Están haciendo ya unos días de bochorno, heraldos del ambiente de horno que disfrutamos» en el Madrid estival, y el calor me pone hecho un trapo de flojo... No tengo ánimos para nada, ni aun para dar cuatro pasos dentro de casa. Desde la cama a la butaca y desde la butaca a la cama, éste es todo el ejercicio que me arresto a hacer.

Además, la jocundidad veraniega de la cortesana villa, me molesta, me hiere. «¡Cómo se divertirán los demás con este tiempo!—pienso con envidia—. ¡Espléndidas noches para irse de verbena! ¡Y yo aquí encerrado!» Por mí aunque fuese todo el año enero...

Sí, la alegría de los otros, sus deseos de gozo y expansión, me fastidian, me irritan. ¡Imbécil Humanidad, eres tan insensata, tan estúpida, que no piensas más que en divertirte, sin comprender que el dolor te acecha que hará presa en ti irremisiblemente, que es tonto cuanto intentes para escapar de él!

¡Estoy tan solo! Fuera de Rosita, Elena y la criada, no veo ser viviente. A mis mismos hijos se pasan las semanas enteras sin que los vea La consigna maternal debe, haber ido aumentando en rigor conforme me he ido agravando. Tal horror de mí o de mi enfermedad debe haberles inculcado mi mujer, que, ni por casualidad, en sus juegos y correrías entran en el aposento donde yo me encuentre. Están siempre en el otro extremo de la casa. Son mis antípodas. Unicamente llegan hasta mí sus voces, risas y lloros al través de paredes y tabiques. Ya me he acostumbrado a no tener hijos. Los míos son hijos del Jesús sano. El Jesús enfermo no tiene derecho a tener hijos. Ni a nada.

Ciertamente que a todo se habitúa uno. Ya ni me causan extrañeza ni enfado las exageradas precauciones de limpieza y aislamiento que toma mi costilla, a quien no le falta más que ponerse la escafandra, para entrar en mi cuarto... Primero desertó del lecho común, después me arrojó de la mesa a la hora de su comida, y si pudiese, haría fabricasen un aire especial para ella y sus hijos... A mí ya ¡tanto me da! El otro día le propuse que se comprase una mascarilla contra los gases asfixiantes, y lo tomó a risa... El caso es que no es mala y que me quiere a su modo...

Desde que comenzó este tiempo caluroso tengo también más fiebre. Lo conozco en mi cuerpo, pues el termómetro, cuando me lo pone Rosita, emplea mil subterfugios para no enseñármelo al retirarlo.

—¡Deja que lo mire yo, que ahí no se ve bien!—pretexta.

Se retira un poco, lo examina y me asegura:

—¡Pues no tienes! ¡La normal: treinta y siete!

Cuando más me concede:

—¡Dos decimillas, nada!

Yo finjo creer lo que me dice; pero demás sé que no es verdad, que paso de un grado... ¿A qué aumentar su aflicción haciéndole comprender que no consigue engañarme?

Sé que estoy sentenciado y que para mí no hay indulto posible. Si ahora me encuentro así, con este tiempo tan hermoso, ¿qué será cuando lleguen los primeros fríos?

En todo noto que mi vida se acaba: en la congoja de mi mujer, en la afabilidad de Elena... Sí, Elena, desde que he estado tan grave, ha depuesto su enojo, su adustez conmigo...

Viene a hacerme compaña, charlamos grandes ratos... Hablamos de todo, menos de amor... ¿No sería una irrisión en el estado en que me hallo, hablarle apasionadamente? ¿No la ahuyentaría de nuevo? Que me siga ofreciendo la compasiva dádiva de su palabra y de su sonrisa.... de su sonrisa llena de luz y de vida... No era compasión el sentimiento que yo hubiese querido inspirarle, pero bien comprendo que no estoy para inspirar otro... Por eso ella se acerca confiadamente a mí, porque tiene la convicción de que no soy temible, de que ni aun el mal puedo ya hacer...

Difícil es ejecutar el bien; pero, en cambio, el hacer el mal está al alcance de todos, aun de los más insignificantes. ¿Quién, por muy bajo que esté, no podrá hacerlo? Sólo los completamente vencidos, los aniquilados, los que, como yo, carecen de toda suerte de armas, son impotentes para hacerlo. Por eso de todas las impotencias, no hay ninguna tan total y terrible como la impotencia para hacer el mal.

Poco bien me fué dado hacer en mi vida. Ni fortuna ni espíritu de sacrificio tuve para prodigarlo. Pero aún menos mal puedo, inerme, hacer ya.

De sobra lo comprende Elena, cuando se aproxima sin recelo a mí, con su sonrisa toda claridad y armonía...

¡Qué amargura es no poder inspirar miedo, ya que no se inspira amor! ¡Cuán grande es el fracaso del que sólo infunde lástima!

Exánime casi, Elena viene hacia mí... Si algún día vuelve a alejarse, será señal inconcusa de que positivamente voy mejorando...

18 de junio

No mejoro francamente; a lo más, la mejoría es tan lenta que no la percibo. Antes, después de un ataque, recuperaba las fuerzas rápidamente; pero ahora...

Mi mujer hace lo imposible por ayudar a mí naturaleza. Me trata a cuerpo de rey; me prepara cada banquetazo digno de Lúculo. Cuanto pudiese apetecer el más exigente gastrónomo me sirve. Platos y manjares desfilan ahora por mi mesa, de los cuales había perdido la memoria; tantos años hacía que no los probaba, porque la escasez de nuestro peculio no lo permitía. ¡Antes los hubiese comido con fruición, hoy apenas los pruebo! Rosita, queriendo vencer mi desgano, se desvive por elegir minutas cada, día más variadas, delicadas y nutritivas; pero todo en vano. Esforzándome mucho, a la boca me echo un bocado, que mastico largamente sin decidirme a tragarlo, pues parece que se ha convertido en una cosa sin jugo, insípida, fibrosa, como estopa, que, al cabo, me cuesta ímprobo trabajo deglutir.

La eterna tragedia de la vida: si me hallase sano, saborearía con delicia estas exquisiteces culinarias, tan finas, suculentas y bien condimentadas. Pero si estuviese sano, no me las servirían las sirven ahora, que estoy enfermo y que casi no puedo tocarlas. Y con todas las cosas terrenales sucede lo propio. Los hombres corren, afanosos, tras la riqueza, tras los honores, y los pocos que consiguen alcanzar la una o los otros, lo logran a una edad en que ya no han de poder disfrutarlos. ¿No sería más lógico que la vida comenzase por el final?

Es estéril este cuido abnegado de Rosita, e inhumano que procure alimentarme a mí, no alimentándose ella ni los demás.

Ayer se lo reproché:

—Rosita, ¿para qué tanto gasto en mi comida? Tú es que pretendes cebarme.

—Es menester que te nutras bien.

—Y ves que es inútil... Y es demasiado gastar para nosotros.

—No te preocupes ahora de eso.

La situación económica de esta casa debe ser desastrosa. He dejado las riendas de su gobierno y administración a mi mujer. No quiero enterarme; tengo temor de enterarme. Pero por los síntomas...

Hoy mismo, al servirme la comida, observé que el cubierto de plata había sido substituido por otro de grosero metal blanco.

—¿Y los cubiertos de plata?—pregunté a mi mujer.

—Los he llevado a componer, ¿sabes?—me contestó un poco azorada—. Los tenedores tenían las púas torcidas y gastadas... Y a los cuchillos era preciso cambiarles las hojas.

Comprendí que mentía. Guardé silencio. En otros tiempos me hubiese enfurecido y armado el escándalo. Ya, ¿para qué?

Además, ¡tantos objetos habían antes emprendido el mismo camino que los cubiertos!

Dando tumbos y bandazos y haciendo agua por todas sus cuadernas, este buque navega, aunque premiosamente y con poca estabilidad. Pero, indefectiblemente, no puede tardar en naufragar. Ahora que, para entonces, este pasajero habrá volado...

26 de junio

El pobre tío Jesús no levanta cabeza. Cada vez está más débil, más espiritado,

Y de un humor tan variable... A ratos, insoportable enteramente. Hasta conmigo... Días en que no desea más que tenerme a su proximidad y que hablemos de todo lo divino y lo humano... Y días en que no quiere ni verme, en que por las mañanas, cuando le pregunto cómo se encuentra, apenas me contesta con un monosílabo, y si pretendo entablar conversación con él, se encierra en una reserva impenetrable y descortés, hasta que me obliga a ausentarme de su lado... Y estos días, en que está tan hosco conmigo, con su mujer es todo dulzura y mansedumbre... Al contrario, cuando se encuentra en un período de afabilidad con relación a mí, está intratable para tía Rosita... Se conoce que su caudal de amabilidad es muy exiguo: no hay para las dos. Una u otra hemos de ser la usufructuaria... Yo prefiero que sea tía Rosita la que esté en candelero; al fin ella es su esposa y sufrirá con su desvío, mientras que a mí, como no me toca nada, tanto me da. Aunque no acabo de comprender la necesidad que tiene de comportarse groseramente conmigo...

A veces, cuando lo veo lleno de afecto para su costilla y de desdén para mí, me preocupo un poco y me pregunto: ¿Será que le remuerde la conciencia por el abandono en que la tenía y el desamor que le demostraba? ¿Pretenderá, cosa absurda, darme a mí celos con su mujer? ¡Estaría gracioso!

Es un poco extraño todo esto y no sé qué pensar. Me parecen demasiadas fluctuaciones, demasiada volubilidad, para ser engendradas por su dolencia... Si fuesen producto de ella tales variaciones de carácter y comportamiento, lo natural sería que estuviese amable con ambas o con ambas destemplado.

Pero lo que no quiere, ni aun cuando caigo en su desgracia, es que salga a la calle y menos que vaya de visita a casa de Angelita. A la filarmónica joven le ha cobrado verdadero horror y de alcahueta, o cosa parecida, no la baja. Tanta animosidad le muestra, que la pobre chica no se atreve a pisar nuestra vivienda, ni yo tampoco me arrojo a ir a la suya, pues días pasados, en que estuve un momento, creyendo que no le importaría gran cosa fuese donde me viniese en gana, dadas las pruebas de menosprecio con que me venía abrumando, al volver, me armó la primera zalagarda...

Me apostrofó; me llamó hipócrita y desleal; me dijo que estaba deseando se muriese para arreglarme con mi pretendiente y que no recataba mi impaciencia por que tan luctuoso acontecimiento se verificase y que todo mi afán en ir a casa de Angelita estribaba en que ésta me serviría de intermediaria y llevaría y traería de matute entre Miguelito y yo, con quien, a pesar de las apariencias, quizá me siguiese entendiendo ocultamente... Protesté, le aseguré que no, que eran sólo suposiciones gratuitas y malévolas suyas, pero no se daba por convencido y con insistencia me preguntaba que, de no ser por esto, qué otro interés podía llevarme tan asiduamente a casa de esa mozuela, ducha en achaques de tercería y que tenía los cascos a la jineta... (Otras lindezas más denigrantes colgó aún a la jovial Angelita.) Defendí con calor a mi inocente y calumniada amiga, lo que le alteró todavía más... Me insultó, me dijo que si yo la disculpabalosé de qué había de disculparla—, sería porque estaría cortada por el mismo patrón y acabó por reprocharme, con voz empapada en lágrimas, el que no tuviese corazón, el que no tuviese caridad pues estaba visto que quería matarlo a fuerza de desazones y disgustos, ya que ni aun viendo cómo se encontraba, a punto de expirar, me compadecía de él... Estaba agitadísimo, descompuesto, tan pronto me increpaba violento como me suplicaba sollozante... Tuve lástima, lástima de su ira, lástima de su pena; temí que la agitación de que daba muestras, pudiese provocar un nuevo vómito, que viniese a cortar el hilo harto feble de su existencia, y condescendí: le prometí no volver a visitar a mi injustamente maltratada vecinita.

Desde entonces ha comenzado a reinar una nueva era entre nosotros, en la cual está afectuosísimo conmigo, a partir un piñón por su parte (por la mía, yo no parto nada con él).

Conversamos mucho. Cuando quiere, su cháchara es sugestiva y cautivadora. Ha leído mucho y ha retenido bastante. Me cuenta anécdotas regocijadas de personajes famosos, costumbres de remotos y exóticos países, lances caballerescos de épocas pretéritas. El lleva casi todo el peso de la plática. Yo me limito a escuchar y a cortas intervenciones. Así nos pasamos las horas muertas. Es mi único entretenimiento.

De lo referido se desprende que aun no se le ha pasado la celera que tiene de Miguelito. No sabe que, por mi parte, puede estar tranquilo... Y por parte de mi ex novio, que, desde que terminé con él, no ha dado señales de vida... Por lo visto, debía estar deseando tronar conmigo y cuando yo rompí, vería el cielo abierto. «¡Pies, para qué os quiero!», se diría. Y, en efecto, ni por casa de Angelita ha vuelto hace tiempo. A raíz de nuestro rompimiento, de compromiso le hizo un par de visitas de cumplido y pare usted de contar... ¡Hasta hoy!

Tío Jesús puede dormir a pierna suelta... Ahora, que yo no le cuento nada de esto ¿No se da el gusto de despreciarme, de tiempo en tiempo para mortificarme y hacerme rabiar? Pues yo me lo doy de dejarlo con esta zozobra, de que Miguelito sea el Bu, el Coco infantil, para él... Además, confiarle lo prestamente que me olvidó Miguel, sería darle la razón, sería confesarle que no se había equivocado cuando me ponderaba su inconstancia y veleidad y, francamente, no quiero hacerle esta confesión...

Hasta casi me arrepiento de la promesa que le hice de no volver por casa de. Angelita y de rehuir su trato... Pero está tan enfermo, parecía tan apenado y cariacontecido, se puso tan alteradísimo... Con todo, ya que se lo prometí, haré honor a mi palabra y me acabaré de recluir entre estos tristes muros. Casi lo estaba ya. Los vecinos, que al principio de la enfermedad de tío Jesús eran todo interés y obsequiosidad, han ido paulatina y progresivamente dejando de venir. En esta última recaída, tan sólo dos o tres recados han mandado. Unicamente Angelita venía algunas tardes a hacerme un rato de compaña y ya no se arriesga, ante el recibimiento tan poco amistoso que tío Jesús le hace. Así es que he roto toda relación social. Después de todo, solamente lo siento por lo que se refiere a Angelita, los demás vecinos no venían más que a importunar, fisgonear y no dejarnos terminar los quehaceres vernáculos que traíamos entre manos. Parecía que les avisaban la hora en que estorbaban más para venir.

Angelita lo siento porque es una buena amiga, que irradia simpatía por todos los poros de su cuerpo. Con su genio alegre y cascabelero, con sus chanzas y dicharachos, conseguía disipar las brumas de mi espíritu. Y ahora está más alegre que unas sonajas, porque Ozores ha formalizado sus relaciones y habla de casarse. Nuestra eutrapelia se ha convertido en cosa seria. Y será feliz. Ha tenido más suerte que yo. Yo no me casaré nunca. Ella se merece ser dichosa y yo, quizá no me lo merezca.

Heme aquí enclaustrada seglarmente, o profanamente... Así como así, mi oficio es el de enfermera, el de hermana de la Caridad, cerca de tío Jesús...

8 de julio

¡Qué sofocación! Este terrible calor me extenúa, «le aniquila, me mata. ¡Oh, Madrid, que salta, sin transición, de un extremo a otro del termómetro! Se necesita tener pulmones y bronquios de acero al níquel para soportar este rigorosísimo clima.

Horas del centro del día hay en que me falta aire que respirar, en que me ahogo, me asfixio Luego estos pisitos tan reducidos y estas paredes de tan poco espesor de las casas modernas madrileñas... Es achicharrarse materialmente. Y para un enfermo como yo, es ponerlo en el otro barrio, o a sus puertas cuando menos.

La otra tarde mi mujer se empeñó en llevarme en un taxi a la Moncloa para que aspirase un poco de aire puro y fresco. Y tanto me animó y tanto hincapié hizo que consentí en ir. Pero no volveré. Ya el vestirme fué un suplicio agotador, pues me paso la vida en pijama y chinelas, a mi completa comodidad y holgura. Varias veces tuve que descansar durante esta operación. Me calcé por entregas, me metí los pantalones por jornada y la americana me la puse a retazos, y eso que Rosita me prestaba su ayuda. Hasta entonces no había reparado en la cantidad de esfuerzo que es preciso desarrollar para ponerse una camisa planchada, abrocharse un cuello, hacerse el nudo de la corbata... Resulta que debemos derrochar diariamente una cantidad enorme de kilográmetros en ocupaciones baladíes. ¡Si todas sus fuerzas las enderezase el hombre a la consecución de fines útiles! Este derroche tonto puede ser que en una persona normal no tenga gran importancia, pero en mí... ¡En vestirme solamente consumí, con seguridad, mis energías de ocho días! Pues y luego, la vuelta... ¡Qué interminable escalera! Creí que no alcanzar ría nunca mi vivienda... ¿No debiera ser obligatorio que tuviesen ascensor las casas que exceden de cierto número de pisos? Para enfermos como yo, a quienes, por su precio, resultan inaccesibles entresuelos y principales, y que además necesitan vivir alto para tener aireación y soleamiento, el que no tengan sus casas ascensor es como condenarlos a cadena perpetua. Y con mis entradas no hay que pensar en la mudanza a otro inmueble que lo tenga.

La sociedad lo organiza todo para los sanos, sin acordarse de los dolientes. Es tan mentecata que no comprende que los saludables de hoy, por inexcusable ley, se convertirán en los enfermos de mañana.

No volveré a pisar la calle. La de la otra tarde fué mi última salida. He perdido toda esperanza de tornar a abandonar mi estrecha jaula Regresé más cansado, más rendido que si hubiese echado una peonada porteando espuertas de ladrillos en obra a destajo. Definitivamente me despido de salir. Cuando salga otra vez, no saldré, me sacarán... Fuerzas ajenas suplirán a las mías, ya para siempre anuladas... Por toda perspectiva tengo ante mí ésta tan bella para regocijarme.

¡Pobre Rosita! Su empeño en sacarme a paseo fué contraproducente. Se afana la cuitada por mi mejoría, por mi bienestar. Hace cuanto humanamente se puede hacer. Pero todo ineficaz.

Su conducta me reconcilia con ella, me obliga a volver los ojos hacia ella... Y pienso con terror qué será de su vida y de la de mis hijos el día en que yo falte... El pan de esta casa es poco, pero el poco que hay está en un cestillo que me llevaré conmigo a la tumba. Porque esa conseja popular de que cada hijo trae, al nacer, un pan debajo del sobaco, no deja de ser un mito; yo, a los míos, no les encontré tal viático. En contraposición, que cada padre que muere se lleva una cesta de panes colgada del brazo es tan evidente, en la mayoría de los car sos, como que uno y uno son dos... ¡Qué cadena de miserias tendrán que arrastrar Rosita y nuestra prole el día en que yo emprenda ese viaje del cual no se vuelve!... ¡Vale más no pensar en esto, porque si no había para enloquecer!

Los desvelos de mi mujer contrastan con el proceder de esa pucela sin seso que es su sobrina. ¡Muchacha más frívola, más noviera! Juraría que se entiende otra vez con el malhadado Miguelito, y que esa prenda de Angelita, tan hábil en tercerear, es la recadera y encargada de los mensajes epistolares y amatorios. Cuando por aquí venía, varias veces la sorprendí en secreteos con Elenita. Ya no viene, porque debe haber comprendido, por la cara adusta que yo le ponía, que no era santo de mi devoción y que me encocoraban sus visitas. Mas tengo por cierto que ella y la casquivana de mi sobrina siguen hablando y comunicándose por las ventanas traseras que dan al patio interior. La otra mañana, que me levanté más temprano que de costumbre, sorprendí a Elena haciéndole señas a la otra por una de estas ventanas. Al verme, se retiró confusa. Angelita rae hizo una ligera inclinación de cabeza. Yo le contesté con un gesto agrio, como quien dice: «¡Vaya usted noramala!»

Sí, la locuela de Elena es muy capaz de haberse arreglado con ese hombre vanidoso e inane. Son tal para cual.

¡Pues que se anden con ojo! De mí no se burlan, de mí no se ríen impunemente. Como compruebe que me ha mentido, que todo fué una estratagema para que me confiase, Elenita me las paga, ¡vaya si me las paga! Ninguna necesidad tenía de fingir. Yo le aconsejé que rompiese, no la obligué. Pero si ella me ofreció romper, si se comprometió bajo juramento, que no me engañe, que no me escarnezcan... ¡Eso no lo toleraré! Por poco temible que me juzguen, aun tengo ánimos para oprimir el disparador de mi revólver... Mi incapacidad para hacer daño no es total, afortunadamente. Y a mí ya, para lo que he de vivir, tanto me da que me echen el guante y me pongan a la sombra...

10 de julio

He estado unos días preocupada con el estado de irritación que tío Jesús revelaba contra mí.

La cosa comenzó porque una mañana me vió darle los buenos días a Angelita por una ventana interior. Desde aquel día su animosidad fué en crescendo, hasta que últimamente se agravó en términos que me traían atemorizada. Cuando tío Jesús se pone así, parece un perturbado, idóneo para ejecutar cualquier disparate. Me dirigía miradas cargadas de odiosidad y rencor, contestaba con refunfuños inarticulada a mis salutaciones y no dejaba pasar ocasión d? dirigirme insultos encubiertos. Tamaño encono me daba mala espina y cualquier movimiento suyo paralizaba mi sanare.

Ayer tarde, tía Rosita, que de todo se da cuenta con una clarividencia extraordinaria, sin que yo tenga que indicarle la menor cosa, me insinuó, con palabras ungidas de suavidad y dulzura:

—Elenita, hija mía, tu tío está enfurecido contigo porque se figura que lo desobedeces, que a sus espaldas continúas en relaciones con Miguel...

—Ya sabes, tía, que no hay nada de eso—le interrumpí.

—Lo sé, hijita. Pero convendría que se lo dijeses a Jesús, que le hicieses ver lo erróneo de tales suposiciones... La enfermedad lo ha convertido en un niño caprichoso, mal criado... y algo peligroso. Anda, ve y consuélalo, ¡le resta tan poca vida!

Siempre la misma disculpa: «¡Le queda tan poca vida!» Y, desgraciadamente, es cierto.

Atendí, aunque de mala voluntad, las indicaciones de mi tía y marché al comedor, donde el malpensado y gruñón enfermo se hallaba, como acostumbra, recostado en su butaca. Me senté a su lado. Me recibió de uñas: dió un respingo y me volvió la espalda.

—¿Qué tienes conmigo, tío?—le pregunté afablemente.

—Nada—masculló sin mirarme.

—¿Te figuras que me vuelvo a entender con Miguel?... Pues estás equivocado. No hay nada de eso. Yo no tengo más que una palabra. Te prometí terminar con él y terminé. Desde entonces no ha habido la menor correspondencia entre nosotros... ¡Sigo manteniendo mi compromiso!

Se solivió y volvió hacia mí. Me miró fijamente.

—¿No mientes?

—¿Por qué quieres que te lo jure?

—Por nada; me basta tu palabra, que creo sincera... ¡Si supieses el bien que me haces!

El pequeño ogro comenzaba a amansarse.

—¡Nada entenebrece tanto mi vida, nada acidula tanto mi humor como el suponerte novia de ese redomado tuno!... No es por ningún motivo no declarable... ¡Es porque te quiero como un padre!

Hablaba enternecido. Estaba a punto de llorar. Yo también me sentía invadida por la ternura.

«¡Pobre hombre! ¡Cómo me quiere!», pensaba.

Porque sí, indudablemente me quiere con todas las potencias de su alma.. Me he alegrado mucho de haberle dado esta explicación, que ha hecho renacer la tranquilidad en su espíritu. ¡Que los pocos días que aun pueda estar entre nosotros no los pase amargado y con ese torcedor!

Me he prometido más: me propongo endulzárselos y complacerlo en todo cuanto sea lícito y de mí dependa... Que no muera desesperado y mal di riéndome... Que una sombra de felicidad vele y amortigüe sus sufrimientos... El desdichado no es malo, ¡es que me quiere mucho!

14 de julio

¡Aseguraría que Elena me va cobrando afecto, quizá amor! De amor no me atrevo a hablarlo, temeroso de romper el hechizo de esta situación y de arruinar el castillo de mis ilusiones. Pero no se necesita una confesión explícita para que el hombre que ha vivido mucho se dé cuenta de lo que pasa en el corazón de una muchacha..

Elena se pasa las horas enteras a mi lado, pendiente de mis labios. Hablamos por los codos; mejor dicho, hablo yo. No es ya la joven, algo atolondrada y ligera, que era antes... Me escucha con atención, aventura algunas ideas juiciosas y hasta, a las veces, disiente serenamente de mi opinión.

Con frecuencia charlamos sobre el amor, pero en impersonal Le pinto con vivos colores cómo entiendo yo el amor, cómo lo siento... Ella me escucha y calla... Ni aun con la cabeza asiente; sin embargo...

¡Qué alma tan hermosa tiene Elena! ¡Ahora que he podido sondearla, he quedado maravillado de los tesoros de amor, de bondad, de abnegación, que posee!

Necesito curar. Morir cuando me ama sería un contrasentido, sería un absurdo... Tengo que vivir para gozar de su amor, aunque sea castamente, aunque sea platónicamente...

¡Sanaré! ¡Su amor me salva! ¡Amo y soy amado! ¡La muerte no puede nada contra mí! ¡Soy invulnerable!

16 de julio

Desde que hicimos las paces, tío Jesús está amabilísimo conmigo. Vuelvo a mi antiguo juicio: no es malo tío Jesús. A veces, influido por el morbo de su dolencia, pudo parecer que lo era. Pero en cuanto se bucea un poco en su alma se ve que, en realidad, no lo es. Tiene un corazón afectivo y valeroso, que late por toda causa grande y que sabe sentir y querer. Y en el fondo es de una extremada sensibilidad y delicadeza. Si alguna vez me formé de sus impulsos una idea algo materialista, confieso que estaba equivocada. En tío Jesús el espíritu domina a la materia. Hoy todo es espíritu. No podría ser tampoco otra cosa, ahora que la enfermedad y el dolor lo han espiritualizado...

A quien ha vuelto a tomar manía es a su mujer. La influencia que ejerzo sobre él evita que esté áspero y desabrido con ella; pero con todo, no hace más que soportarla... ¡Pobre tía Rosita! Me empuja hacia su marido para que le haga la vida más llevadera, y no sabe que ello trae como coleta el que se le torne más duro y desafecto.

Cuando le reprocho a tío Jesús la falta de cariño para con su esposa, se calla. Pero me parece que allá, en lo más íntimo, la hace en parte culpable de su enfermedad. Una culpabilidad, pienso yo, y aun considero impropia la palabra, fatal e irremediable. Quizá la de haber sido excesivamente prolífica para los recursos familiares, acarreando el agobio y la estrechez. Tal vez...

En ocasiones, a tío Jesús se le escapa esta exclamación, que sale de lo más recóndito de su corazón:

—¡Si yo no me hubiese casado...!

No completa el pensamiento, mas creo que si lo completase sería: «no me vería moribundo como me veo». Otras veces he pensado que este complemento era: «me podría casar contigo». Pero no este último es demasiado simplista; creo que el verdadero es el primero. Lo cierto es que no tiene la mejor voluntad a tía Rosita, en lo que peca de ingrato, porque ella lo quiere con toda su alma y se desvela por su salud y comodidad.

Hasta hace el sacrificio, inconcusamente es un sacrificio voluntario y consciente, de no interponerse de una manera rígida e intemperante entre su marido y yo... No entorpece que, dentro de honestos límites, el perfume de mi juventud sirva de lenitivo al dolor que ha de experimentar con la convicción de su cercano fallecimiento...

20 de julio

Neciamente me hacía ilusiones con el amor de Elena. La joven no me quiere. Su afabilidad es lástima, es piedad, pero no amor. Lo observo de modo concluyente y palpable. Si le cojo una mano, la retira, suavemente, mas la retira. Si imprimo a nuestra conversación derroteros personales, de pasión, la desvía. Si la miro con insistencia, con fijeza, acaba por levantarse y marchar.

Me da la limosna de su conversación porque me ve solo, enfermo y recluido, pero esto es todo. En amor no hay que pensar. Quizá siga amando a ese mamarracho de Miguelito.

Se aviene a no corresponderse con él, mas es probable que lo hace esperanzada en mi próxima muerte. Si no viese mi fin a corto plazo no se hubiese conformado tan fácilmente con el rompimiento. Y también es muy posible que cada día que tardo en morirme, sea un acerbo sinsabor para ella... Y que piense con alegría en el día redentor de mi óbito para respirar a gusto: libre y feliz.

¡Es terrible este pensamiento! Mas es de una lógica tan contundente, tan aplastadora...

Quisiera vivir mucho para no darle la satisfacción de verse campando por su respeto, pero lo cierto es que el único aliciente que para mí tendría la vida sería su amor...

25 de julio

Me siento perder fuerzas por días, casi por horas... Este calor agobiador y debilitante de la meseta castellana me agota, me asesina. ¡Si yo pudiese marcharme donde se pueda respirar!

Luego, estoy tan desengañado de todo... No tengo ilusión por nada... Elena misma me asquea... Vive atenta sólo a ver saciados, en lo futuro, sus instintos de hembra. La doncellez le pesa.. La compasión que siente, o que aparenta sentir, por mí, no es siquiera esa compasión espontánea, instintiva, generosa que experimentamos ante todo el que sufre... Es una compasión forzada... Es compasión porque no puede ser otra cosa. En el fondo, vaya usted a saber lo que será...

Ayer me encontraba tan aniquilado, tan sin ganas de nada, que en todo el día no me levanté de la cama Y allí, donde las horas se hacen interminables, qué pensamientos tan tétricos me acudían... Pensaba en mi próxima desaparición, pensaba en la suerte que el porvenir reservará a mi mujer y a mis hijos...

La conciencia me reprochaba el relativo olvido en que he tenido a estos pedazos de mi corazón. ¡Qué vida les espera! Sin medios de ningún género, sin más familia que ese tío, sórdido y con entrañas de fiera, que siempre tuvo oídos de mercader para las peticiones de los suyos, con la impedimenta de tres niños pequeños, ¿qué camino le queda a mi mujer? Ninguno. Perecer.

Me asombra que haya estado tanto tiempo sin pensar en esto. Pero ahora es una idea fija taladrante, que a todas horas reina en mi mente.

No puedo morir. Es preciso que reconcentre mis pocas energías, que haga un esfuerzo supremo y que venza al rastrero mal.

Por eso, sin poder, tan exánime como ayer o aún más, me he levantado a mediodía. No quiero entregarme sin combatir. Comprendo que de no haber abandonado la cama hoy, tampoco la hubiese abandonado mañana, ni pasado, ni nunca... ¡Y esto no! ¡No es posible! Si yo fuese solo, me dejaría morir; pero no lo soy. Con el pensamiento puesto en mi mujer y mis hijos me he tirado del lecho y me he enfundado en el pijama, aun no sé cómo...

Hubiese querido también salir a la calle, o a lo menos hacer en casa algo práctico, algo útil, pero ¿qué hacer? El menor trabajo corporal me fatiga, me extenúa de tal modo... Imposible, absolutamente, entretenerse en una ocupación mecánica remuneradora... Otro día que tenga más alientos, probaré...

No, no dejo que el desánimo me invada, postre y anestesie mi voluntad. He de luchar. De luchar por los míos. La muerte me sorprenderá luchando, como a un buen gladiador. No seré un cobarde que se entrega a la primer intimidación. Tengo constantemente presente la terrible suerte que espera a los que de mí dependen. Y esta idea obsesiva me presta alientos para el combate.

Con frecuencia pensaba asimismo en qué términos se plantearía Rosita este pavoroso problema. Es un problemita capaz de intimidar al hombre más esforzado, conque a una desvalida mujer... «Quizá ella—me decía—tenga pensada alguna solución.» Y deseoso de informarme y de llevar la tranquilidad a mi ánimo si era así, ayer le saqué la conversación sobre el mencionado punto. Era la primera vez que le hablaba de esta cuestión, que tanto y tan justificadamente me preocupa.

—Ya lo ves—le dije—, esto se acaba; no hay que hacerse ilusiones... ¡Me voy a la carrera!

—¡Quita, hombre, no seas pesimista!

—Sí, pesimista... Siéntate un momento aquí, a los pies de mi cama.

—Donde tú quieras—contestó, atendiendo mi ruego.

—Dime, Rosita, el día que yo me muera, ¿qué piensas hacer?

—¡No hay que pensar en ello!

—¡Sí hay que pensar! Demos de barato que esté muy sano, muy requetesano, pero, como todos los mortales, puedo dar la última boqueada el día menos pensado; ¿qué harías tú en tal caso?

—¡Qué sé yo!

—Algo tendrías que hacer. Tu tío, ¿crees que os ayudaría?

—¡Mi tío!—expresó bajando la cabeza con infinita desesperanza—. Nada espero de él.

—Entonces... ¿No has pensado nunca en la situación que mi muerte te crearía?

—No.

—¿De veras?

—De veras—respondió sincera—. Quizá alguna vez el pensamiento de tu muerte haya cruzado con espanto por mi imaginación; con espanto por el hecho en sí, por tu falta, no por las consecuencias, en las que nunca me he parado a reflexionar... Por lo demás, no te apures, no te tortures pensando en nosotros... Si tú faltases, posibilidad remota y en la que hoy por hoy no creo, trabajaría... Soy aún joven, sé coser, sé bordar... El pan no me faltaría...

—¿Con tres niños?

—Con tres niños... Tengo, sobre todo, confianza en Dios. ¡El no nos abandonaría!

¡Sublime confianza que le hace afrontar sin temor lo venidero!

Calló un momento, y luego terminó recomendándome:

—¡Tú no pienses más que en ponerte bueno! Nuestra suerte déjala en manos de Dios. ¡El proveerá!

Sí, tiene razón; la Divinidad no puede abandonar a quien pone en Ella tan serena, tan absoluta confianza.

30 de julio

Con tío Jesús atravieso actualmente uno de esos períodos intermitentes en que me prodiga su menosprecio. Mejor diría su aversión. Y esta vez no sé por qué, pues no creo que abrigue la menor sospecha de que pretendo reanudar mis amorosas relaciones con Miguel ni las amistosas con Angelita.

Menos mal que este amenguamiento, en su ánimo, de mi ascendiente, coincide con una repentina subida de nivel de su amor conyugal y de su cariño paterno. Con lo que doy por bien empleado el inmotivado cambio que respecto a mí experimenta. Aunque no vea por qué aquellos afectos, naturales y legítimos, no puedan concordarse con una relación cortés conmigo. Pero como por lo visto hay cierta incompatibilidad entre ambos sentimientos, prefiero que sean los primeros los triunfantes y el que me atañe el derrotado.

La veleta de mi tío señala nuevamente hacia el punto cardinal de su costilla. Con ella celebra ahora largos y afectuosos conciliábulos. Casi han vuelto a la luna de miel... sin miel A sus hijos, a los que se pasaba las semanas enteras sin ver, los llama con frecuencia y muchas mañanas hace que se los lleven un momento a su cuarto para informarse de si pasaron bien la noche. No queda más que congratularse de este recrudecimiento del afecto que siente por los suyos y desear que perdure, aunque vaya indisolublemente unido a un manifiesto desdén y enemistad hacia mí. Si yo, involuntariamente, fui causa de este retomo al verdadero camino, me felicito de ello. Si antes lo sospecho, antes hubiese hecho por que me derrocase de mi privanza.

Al principio, los eclipses de su inclinación por mí no llevaban consigo este plausible cambio con tía Rosita y sus vástagos. Antes al contrario, si reñía conmigo, no amenguaba, sino que acrecía, su irritación contra su mujer y su indiferencia para con sus retoños. Desde hace poco tiempo a esta parte sucede al revés, y es una mutación la apuntada que me complace en extremo. Así ya no he de poner tanto cuidado en no disgustarlo ni enfurecerlo, puesto que no es tía Rosita quien paga los platos rotos cuando se enfada conmigo. Los pago yo sola, Ello me proporcionará mayor libertad de movimientos.

Es de observar que en la rotación de su afecto, en la fase creciente para su mujer, está cada vez más cariñoso con ella y más despreciativo conmigo.

Conociendo ya el medio de que esté amable con tía Rosita, apelaré a enojarlo siempre que note una minoración de esta amabilidad para con su buena esposa.

Sensible es que la presente regresión a sus sentimientos familiares no pueda apuntármela en mi haber, pues el enfriamiento de sus relaciones conmigo fué cosa suya y sin motivo de mi parte. Indeliberadamente produje un bien. De haberlo presumido hubiese provocado de un modo deliberado su enojo con anterioridad. Y tendría la satisfacción interior que producen las buenas acciones.

Motivo no recuerdo, realmente, que le haya dado para que se enfurruñe. Sí recuerdo que la tarde anterior al día en que comenzó a darme ostensibles muestras de su resentimiento y malquerencia retiré con viveza mi mano de las suyas, al apretármela un poco. Esto pareció contrariarle mucho. Mas otras veces procedí lo mismo, sin que diese señales de enfado. Y si volviese a su gracia tendría que proceder de igual modo siempre que la retención se prolongase más de lo debido o adquiriese caracteres manifiestamente deleitosos...

Bien meditado, no creo tampoco que aquella retirada de mi mano haya sido la causa de su actual disgusto. Más razonable será atribuirlo a los cambios de humor que su enfermedad Le produce. Porque, infaustamente, cada día está peor y hay algunos en que parece un muerto en pie. Y otros que se los pasa en la cama, porque no tiene ánimos ni para levantarse. Este agravamiento paulatino sí que no es conjeturable, pues salta a la vista.

31 de julio

Mi mujer me trajo esta mañana a la cama una carta que para mí dejó el cartero. Algo inquieto y desasosegado di varias vueltas al sobre entre mis dedos, sin decidirme a abrirlo. ¡Es tan desusa de recibir una carta en esta casa! El sobrescrito, con sus caracteres a máquina, nada me decía. Pero el corazón sí me anunciaba alguna mala nueva.

Rosita, también llena de zozobra, permanecía de pie junto a mi lecho.

Rompí la nema, saqué el plieguecillo y lo leí impaciente y, efectivamente, no me había equivocado: la misiva contenía una mala noticia. Mi jefe me participaba que, finalizando el día último de este mes la prórroga de licencia que tenía concedida, la Dirección había acordado acceder a mi petición de una nueva prórroga, que tenía solicitada, pero la concesión estaba condicionada a que fuese a mitad de sueldo. Fundaban esta resolución en que llevo varios meses sin prestar servicio.

Desde mañana estoy, pues, a medio sueldo: la miseria. Una miseria aún más horrible de la que ya tenemos.

Sabrán que no salgo a la calle, que muchos días no puedo ni dejar la cama, y no han titubeado en tomar esta determinación cruel. Si temiesen que pudiese reintegrarme a mi puesto, entre ellos, a buen seguro que no la hubiesen tomado.

Le alargué la carta en silencio a mi mujer. La leyó y me la devolvió. Por único comentario dijo:

—¡Qué le vamos a hacer! No te apures, Todo se arreglará.

—¿Sabes lo que he pensado? Volver mañana a mi trabajo. Iré en coche, arrastrándome o como sea. Cuando me vean allí verás cómo me ruegan que me vaya y me prometen que gozaré la licencia con todo el sueldo.

—¡Qué locura! Ahora no estás para volver a tu Oficina—y añadió, para esperanzarme:—Cuando te mejores, dentro de unos días, ya será otra cosa, ¡Dentro de unos días! ¡Nunca! ¡Qué inhumanidad! ¡Estas grandes Compañías son así! ¡Todo su altruismo lo cifran en el dividendo! ¡Con qué desapiadada crueldad han esperado, para asestarme este golpe mortal, a que esté imposibilitado de ir!

La negra miseria que preveía para mi mujer y mis vástagos cuando yo faltase, se anticipa Podré ver sus efectos, podré «recrearme» en ellos antes de morir.

Cada día me angustia más el porvenir de Rosita y de mis hijos. Yo, por mi desdicha, no poseo esa confianza ilimitada que posee mi esposa Y me pesa haber engendrado seres que lleven mi sangre, infestada de gérmenes nocivos. ¡Qué herencia de penuria y de dolor les lego! ¡Cuánta razón tendrán mañana para renegar de mi memoria!

Y Rosita ha de presenciar cómo la tisis mina y agota mi vida y cómo minará y agotará pronto la de los hijos de sus entrañas... Indefensa aun para paliar los sufrimientos de estos seres idolatrados, carne de su carne los últimos... ¡Para qué?ne casaría yo!

6 de agosto

En vano mi mujer se esfuerza en que no perciba la pobreza en que estamos sumidos. La estrechez es cada vez mayor, y forzosamente he de darme cuenta de ella Noto que con frecuencia faltan artículos indispensables. No es en nada de lo que yo necesito o tomo, pero sí en lo que los demás consumen. Algún día que la presencio, compruebo que la comida de mi familia distinta a la mía, no puede ser más parca y frugal.

Indiscutiblemente deben haber desaparecido ya todos los objetos pignorables que había en mi hogar.

Y si esto sucede ahora, qué será el mes próximo, en que no cobraré más que media paga.

Esta horrible perspectiva me acucia algunos días a levantarme sin poder. Quisiera salir, quisiera hacer algo provechoso y lucrativo para que mis actividades no se enmohezcan en la ociosidad y para allegar recursos a nuestro corto peculio: pero de tal suerte me fatigo al menor esfuerzo que pronto he de renunciar a mis proyectos. He de permanecer cruzado de brazos, en inanidad forzosa. Y entonces caigo, como en honda sima, en un desánimo enervador, en un lóbrego pesimismo que acaba de entumecer mi debilitada voluntad.

Y al día siguiente y al otro, y a veces hasta al otro, abatido y desesperado por mi inutilidad, permanezco en la cama.

Pero de nuevo el pensamiento del aflictivo problema que se presenta espolea mis mezquinas energías y sacude mis laxos nervios, y de nuevo vuelvo a levantarme. No quiero dejar que termine de invadirme la postración, que mis miembros, por el desuso, pierdan hasta la facultad de moverse. Si me es imposible salir a la calle y volver a la Oficina, procuremos, a lo menos, prolongar cuanto sea posible esta apariencia de vida. Resignémonos a la media dieta, pero hagamos por retrasar el momento de la dieta total para los míos. ¡Oh, esta idea la llevo, como con una escarpia, clavada a mi cerebro!

Hoy fué uno de estos días. Llevaba tres en la cama, vencido, postrado, encerrado en el torvo mutismo de la desesperanza. Esta mañana reaccioné alga Me parecía encontrarme con más fuer zas ¡Ilusiones! Rosita me tuvo que poner las prendas de vestir, abotonármelas y hasta pasarme una toalla mojada por la cara, a modo de lavatorio. Con todo, acabé rendido y agotado.

¡Si no fuese por no contribuir a acortar el pan de los míos al acortar mis días, no me volvería a levantar ya más, después de la dura prueba de esta mañana. Pero carezco hasta de la facultad de tenderme y dejar a la Intrusa que, poco a poco, se vaya adueñando de mí. He de forcejear con ella mientras un tenue aliento se escape de mi pecho. Luchar hasta el último instante. Por mis hijos. Por Rosita

14 de agosto

Tío Jesús lleva cuatro días en la cama. Le faltan alientos hasta para levantarse. Está ya en un estado de consunción lastimoso. Es como una lamparilla cuyo aceite se agota. Me infunde una piedad...

Esta mañana entré en su cuarto a preguntarle cómo se encontraba. Contra su costumbre en estos últimos tiempos, me recibió afectuosamente.

—Siéntate, Elena. Aquí, junto a mí—me rogó señalando una silla que había al lado de la cabecera de su cama.

Le obedecí. Se incorporó un peco, apoyó el codo en la almohada y la cabeza en la palma de la mano y se quedó mirándome con fijeza.

Así permanecimos unos minutos. El, pretendiendo escudriñar mi alma al través de mis ojos. Yo, molesta por esta prolongada inspección. Al cabo me interrogó, dejando caer lentamente las palabras:

—Cuando yo muera, ¿qué piensas hacer, Elena?

—¿Qué disparatado pensamiento!

—No evadas la respuesta; de sobra conozco que mi vida toca a su término, ¿Cuáles son tus proyectos?

—¿Yo? ¿Qué quieres que haga? ¿Que voy a proyectar?

—Si mi consejo tuviese algún valor para ti, te regaría que permanecieses al lado de tu tía... Con nadie puedes estar mejor... Que velases con ella por mis hijos...—titubeó un momento, y luego siguió:—Te aconsejaría, también, que no te casases con Miguel...

—¡Qué tontuna! ¿No sabes que terminé definitivamente con él? ¡Cómo te has vuelto de desconfiado! ¡Y de terco y porfiado, no digamos!

—Sí, sé que habéis terminado, a lo menos aparentemente... Pero, créeme, no te cases. No tardarías en arrepentirte.

—Estáte tranquilo...

—No—me interrumpió—, no me prometas nada... No quiero que, más adelante, esta promesa pueda ser un obstáculo a lo que juzgues tu felicidad... Pero, te lo repito, si llegas a casarte con Miguel, pronto aparecerá el desengaño... Cree en la predicción de quien más pertenece ya al otro que a este mundo.

—El amor de Miguel lo olvidé hace tiempo. Su recuerdo sólo surge en mi memoria cuando mis oídos oyen su nombre obstinadamente pronunciado por ti. Me creas o no me creas, ésta es la pura verdad. Nada me obliga a engañarte...

Mi acento era tan veraz que pareció convencerle.

Me tomó una mano, me la acarició, me la besó... No me atreví a retirarla..» Se pone tan contraria do... Está tan malo... Después de todo, una mano... ¡Bah! ¡Pobre!

Al fin, la retiré dulcemente. Me miró extasiado a los ojos. Parecía enajenado de gozo. ¡Qué fácil resulta consolarlo! ¡Se conforma con tan poco!

Me fui a levantar.

—No te vayas aún. Espera—me rogó encarecidamente.

Me volvió a tomar La mano. Hablaba, hablaba sin parar, con nerviosa locuacidad, con vehemente apasionamiento. ¿Qué decía? ¡Qué sé yo! Disparates, proyectos descabellados, utopías, locuras. Yo le oía en silencio, sin tomar parte en su desvarío. No me atrevía, por otra parte, a marcharme. ¡Estaba tan animado! ¡Parecía tan feliz! ¡Decía cosas tan bellas, tan sentidas, tan emotivas!

A su lado permanecí hasta que tía Rosita me avisó que la sopa humeaba sobre la mesa.

No habíamos terminado el postre cuando tío Jesús nos sorprendió entrando en el comedor. Se había levantado y vestido sin ayuda de tía Rosita. ¡Milagro!

18 de agosto

Desde hace unos días mejoro visiblemente. Con relación a como llegué a estar, me encuentro bastante fuerte y animoso.

En esta mejoría, como en la agravación anterior, hay que ver la mano de Elena. Es incuestionable que Elena influye poderosamente sobre mi estado moral. Cuando estoy en buena armonía con ella me siento más esforzado, más esperanzoso, más contento. Pero si nos enfadamos todo se resuelve en irritabilidad, tristura y abatimiento. La menor contrariedad me malhumora y encorajina. Don Isaías llama a esto distesia; yo sé que tiene otro nombre; se denomina: ¡Elena!

A las veces, sin saber por qué, irreflexivamente, me acometen unos violentos ataques de celos. Es la sombra de ese condenado Miguel que ha cruzado por mi mente. Son celos sin fundamento, lo confieso, pues de sobra conozco a Elena y sé que es incapaz de engaño ni de doblez. Me aseguró que terminó para siempre con él y tengo la convicción de que es cierto. Pero no puedo evitar que esa mala pasión, punzante y torcedora, se apodere de mi espíritu. Y ya apoderada, es inevitable que le tenga el ademán despectivo o la frase mortificadora que la aleja de mí. Entonces es cuando mi irritación se exacerba y mi sufrimiento llega al paroxismo. Y tal exacerbación, de mi descontento, que no halla cómo ni en quién desfogar, me postra y amilana al consumirse actuando en mi interior, contra mí mismo. Y acabo con una depresión moral aniquiladora.

He de domeñar esos fieros e infundados celos que tanto daño me hacen. He de evitar todo nuevo alejamiento de Elena, que perjudica a mi salud todavía más que la tuberculosis. Con tubérculos en el pulmón aun quizá pudiera vivir; con el enojo de ella clavado en el alma, sería imposible.

Ciertamente estoy mucho mejor. ¡Qué saludable influjo ejerce en todo mi ser el convencimiento de que Elena no me pospone a ningún odioso rival! ¡Qué paz, qué tranquilidad proporciona a mi corazón!

¡Quién sabe si aun pudiese curar? ¿Por qué no? De curas más sorprendentes están colmados los anales médicos. Sobre todo, si pudiese ayudar a esta curación con elementos apropiados de situación, ambiente, clima y manutención. Tengo la idea—una idea que no ha nacido en el cerebro, sino en el corazón, que raramente se equivoca—de que si pudiera irme a alguno de esos Sanatorios que hay en las montañas suizas, a gran altitud, me pondría bueno.

Hojeando meses atrás una revista ilustrada me encontré con fotografías de una de estas higiénicas y salutivas instalaciones y el corazón me dio un vuelco como para avisar a mi instinto de en dónde se hallaba la salvación. Y yo, que creo en la virtud profética del corazón, juzgué providencial haber tropezado con tal revista. En aquellas sugestivas fotografías aparecían los enfermos tendidos en meridianas y con las piernas abrigadas por mantas, tomando el sol en amplias galerías abiertas. La nieve los rodeaba y ante ellos tenían uno de esos magníficos panoramas suizos, de cumbres perpetuamente empenachadas de blanco, cuya contemplación debe ser un recreo para el ánima. ¡Cómo los envidié! ¡Quién pudiese estar entre ellos! No es la ilusión nómada, es que creo que con sólo tres meses de estancia en uno de estos Sanatorios volvería curado. Pero ¿a qué soñar con imposibles?

Es chocante que el frío madrileño me acobarde, que recuerde con pavura que ha de llegar el invierno y que, sin embargo, me esponje de delicia pensando en la nieve suiza. Mas no seré yo quien pise esa nieve curativa. Yo no tengo medios para dejar este insalubre Madrid.

13 de septiembre

La mejoría de tío Jesús, por desgracia, fué sólo una ilusión suya y mía. Un milagro de la voluntad lo mantenía, sin duda, en pie. Pero no hay que confiar en milagros continuados; los milagros son cosa repentina, de momento.

Ya hace más de dos semanas que no se levanta. Tiene fiebre, mucha fiebre. Hay momentos en que la frente le abrasa. Y un agotamiento de fuerzas espantoso.

No quiere que me separe de su lado Me requiere tan insistente, tan apremiadamente para que rae siente cabe su lecho, que no tengo otro remedio. Y allí permanezco horas y más horas, sin que permita que deje mi asiento. Cuando, por cualquier menester casero, me veo obligada a salir de su cuarto, mi ausencia le contraría tanto que tengo que volver a escape.

Y si mi tía trata cíe substituirme cerca de él, su indignación sube de punto. Y no es por odio a mi tía. A tía Rosita la considera, la respeta, pero en tanto que no sea obstáculo a su capricho respecto a mí... Quizá la palabra capricho sea inadecuada para expresar el sentimiento que experimenta hacia mi persona. Un sentimiento hondo, intenso y arraigado no puede calificarse de capricho.

Junto a él me paso, pues, la tarde y gran parte de la mañana y de la noche. Así es que transcurren las semanas sin que pueda poner la pluma sobre este Diario.

Me coge una mano, que acaricia largamente con las suyas febriles, y hablamos... Es decir, por lo general habla él, yo le oigo en silencio. Habla y habla, y cuando, un poco fatigado, enmudece por unos minutos, lleva mi mano respetuosamente a sus labios... Yo, entonces, la retiro con suavidad.

¡Qué lenguaje tan alucinador y sugerente emplea tío Jesús! ¡Qué fuerza evocadora poseen sus frases! ¡Qué plasticidad sabe dar a su palabra! ¡Con qué imágenes, cegadoras por su esplendor, convincentes por su adecuamiento, esmalta su discurso! ¡Qué emotividad en el acento! Tío Jesús hubiese, sido un gran orador, no un orador de esos tribunicios que arrebatan a las multitudes, sino, lo que es preferible, un orador que hace pensar, sentir y soñar...

¡Cuántas cosas me dice! ¡Cuántas más me sugiere! Unas veces en su sana razón, otras en el delirio de la calentura. Tan pronto, optimista, me comunica su deseo de ir a algún Sanatorio de Suiza, de donde volvería restablecido, y acaba por hacerme partícipe de su fe, como, presa de negro pesimismo, cree llegada su última hora.

¡Qué bellos itinerarios me traza para cuando esté ya curado! ¡Qué brillantes descripciones de los paisajes y ambientes que hemos de admirar! ¡Ah!, porque se me olvidaba advertir que entonces huiremos juntos a rehacer nuestras vidas en luengas tierras... Unas veces es a la próvida América, otras al Asia misteriosa y cruel, esotras al fondo del Africa salvaje. Su poderosa fantasía bosqueja, con realismo y corusquez, los maravillosos cuadros, los nuevos y felices horizontes que se abrirán ante nosotros... Su verbo es tan cálido y cautivador que con frecuencia logra tenerme suspensa, pendiente de sus labios... ¡Qué lástima no pudiese ser verdad tanta belleza!

¿Contradecirle? ¡Ni por pienso! ¿Qué argumentos refutatorios es posible emplear con un loco o con un apasionado de este género, que para el caso es lo mismo? Sobre todo, ¿para qué? Al contrario, en ocasiones, cuando lo veo muy exaltado, le sigo la corriente, le digo que lo amo, ¡piadosa mentira!, y de esta suerte consigo que se vaya calmando, hasta que termina por quedarse transpuesto, medio dormido, al arrullo de mi voz, como si fuese un niño.

Otras veces, cuando, pesimista, cree su fin próximo, me afirma que está convencido que hemos de volver a encontrarnos en otro mundo mejor: sin lacras en la carne, sin imperfecciones en la forma, sin impurezas en el espíritu... Y que, en esas incognoscibles regiones, nuestros espíritus, incorpóreos y umbrátiles, gozarán una dicha completa, absoluta, sin cortapisas ni restricciones...

Yo tampoco oso interrumpirle. Una sonrisa melancólica vaga por mis labios. «Puede ser—me digo—que en esa otra vida hallemos la ventura, porque lo que es en ésta.. »

—Y en la nueva existencia—añade—tú me querrás apasionada, locamente, como siempre ansié que me quisieras...

—Ya te quiero—le objeto, tratando de llevar algún consuelo a aquel corazón amoroso y doliente.

—¡No, no!—protesta—. ¡Aun no me quieres así, pero me querrás antes de lo que te figuras!

Yo callo y él reanuda su soliloquio.

Ayer, en que, desconsolado por prever una muerte cercana fué uno de los días en que abordó el tema de lo eterno, me sorprendió con esta pregunta hecha a boca de jarro:

—En esa vida eternal, dime, ¿serás capaz de amarme?

—Yo... yo...—murmuré atónita.

—Sin tú... No te pregunto en ésta, asquerosa y cochina, sino en esa otra bañada de infinita luz... De la presente estoy ya tan desarraigado que hasta no me importaría que tuvieses relaciones con ese presumido de Miguel...

No tuve que responderle, porque su desvarío se acentuó... Se imaginaba que, en esa otra vida, estábamos ya unidos por no sé cuáles inquebrantables vínculos, y me llamaba su esposa y me prodigaba ternezas y frases mimosas en su febrático deliquio...

En ocasiones me incita, me obliga a compartir sus sueños y quimeras. Yo también he de divagar... Le hablo entonces, como cosa más remota y más alejada de todo apetito terreno, de la compenetración de nuestras almas en esa existencia futura—Es una idea que ha conseguido, a fuerza de repetírmela con fúlgidos y persuasivos tonos, que me encariñe con ella... Pero si espiritualizo demasiado el tema, protesta airado:

—¡No, no, quiero tener también tu cuerpo divino prisionero entre mis brazos! ¡Quiero comérmelo a besos!

Porque es cosa singular: en esa vida de ultratumba él quisiera materializar, corporificar los espíritus, dándole, en lo que respecta al mío, la misma forma humana y perecedera que hoy tiene, y en lo que hace al suyo, una envoltura parecida a la que ostenta, pero más joven y perfecta y, por de contado, vigorosa y saludable. Quisiera más.... quisiera.... no sé cómo decirlo—, dotar a las almas de algo así como atributos sexuales... ¡Me parece que he escrito una barbaridad!... ¡Es sorprendente la amalgama que él se forja del espíritu y la materia, de la vida terrena y de la post-terrena! Su razón flaquea y, a no dudar, hace también flaquear a la mía.

A cada momento dudo de si sus palabras son producto de su raciocinio o de su desvaría ¿Sueña en vez alta? ¿Delira por la fiebre? Las más de las veces no lo sé; no puedo establecer el límite donde acaba la razón y comienza la fiebre.. Y más tratándose de su razón, que es ya una razón morbosa...

Mas lo cierto es que sus visiones de perenne felicidad, su vehemente apasionamiento y sus idílicas pinturas logran interesarme y frecuentemente hasta conmoverme... ¡Dice cosas tan extrañas, tan peregrinas! ¡Hay, en ocasiones, tanto sentimiento, tanta delicadeza en sus palabras!

Cuando lo veo fatigado y anheloso, le reprendo:

—Tío Jesús, haz el favor de callar ya.

—Tío Jesús, ¡no!; llámame Jesús a secas.

—Bueno, pues, ¡chitón!, Jesús, que estás muy cansado. ¡Como vuelvas a pronunciar tan sólo media palabra, me marcho!

La amenaza suele surtir efecto, y enmudece Un largo paréntesis de silencio se abre entre nosotros. Siento el soplo, débil y fatigoso, de su respiración, y a no ser por sus ojos abiertos, que me miran inmóviles, creería que dormía...

Así, mudos, permanecemos a veces hasta una hora y dos... De pronto, recobradas algo las fuerzas, torna a hablar, a hablar... Su mente calenturienta me pinta, con vivos colores, otro cuadro paradisíaco de dicha y amor... Yo paso de la atención al interés, del interés a la emoción... ¡Es extraordinario que en los umbrales de la muerte se puedan evocar cuadros de vida tan ricos en colorido y luz!

Con cortas variantes, el tema de su conversación es siempre el mismo: nuestra dicha futura en esta o en otra vida mejor... Y siempre yo le escucho entre atenta y emocionada, entre compasiva y melancólica...

¿Haré mal en escucharle? Las imaginarias visiones y las fantasmagorías de un pobre enfermo, presa de la fiebre, ¿podrán serme dañosas? Pero aunque lo fuesen, ¿cómo substraerme a ellas? ¿No serla inclemente privarle del consuelo de mi presencia, que con tanta avidez desea, en estos últimos días de su existencia?

Algunas veces recuerdo la prevención de Miguelito, hecha tal vez maliciosamente, tal vez picarescamente: «¡Guárdate del morbo espiritual de tu tío!» ¡Bah! Yo soy inatacable por ese morbo vicioso y relajador que, según Miguelito, va indisolublemente unido al bacilo de la tuberculosis. Soy una mujer sana, normal, equilibrada. No padezco ninguna dolencia física ni espiritual. No temo, por tanto, que ningún morbo pueda destruir mi moral. No, por este lado no tengo recelo. Quizá sí por otro. Las pláticas de tío Jesús me hacen pensar, me hacen soñar demasiado en una vida superior, ideal. Me hacen también distinguir claramente las bajezas, podredumbres y miserias de este mundo. Lejos, pues, de relajar mi moral, lo que hacen es elevarla y robustecerla. Pero ¿no me estarán, de sobra, saturando el alma de infinito? ¿No me la irán emponzoñando de quimeras, de vanas esperanzas, de ansias de perfección?

Sí, sí: sus palabras, ilusorias y fascinadoras, van dejando en mi corazón un poso de amargura y desdén para la prosa cotidiana de la vida al mismo tiempo que despiertan inquietudes indefinibles y deseos y avideces irrealizables...

Quisiera oírle sin escuchar, pero, contra mi designio, mi atención es pronto cautiva del calor y brillantez de sus relatos.

No hay modo, tampoco, de rebelarse y desoír sus insistentes requerimientos para que permanezca a su lado,. Su misma mujer me empuja junto a la cabecera de la cama del postrada.. Sí tardo en ocupar mi puesto a la vera del lecho de su marido, tía Rosita me suplica:

—Anda, hija mía, vete al lado de tu tío. ¡El pobre se impacienta si tardas en ir!

—Pero, tía...

—Sacrifícate un poco, Elenita. ¡En breve no tendrás que violentarte!

Su misma mujer me incita, me impele a este adulterio espiritual... Adulterio, sí. ¿De qué, sino del tema amatorio, se nutre su parla? Y yo he de prestarme a oírle mansamente, pasivamente, sin opción a protestar ni a contradecirle.

El otro día, cuando tía Rosita me instaba a ocupar mi puesto de enfermera, le insinué:

—Es que tío Jesús dice unas cosas... Que me ama, que cuando se ponga bueno huiremos lejos...

—¡Pobre! ¿Qué sabe lo que dice?—me atajó, palideciendo. Y añadió, con una sonrisa triste, preñada de lágrimas:—Delira. No le hagas caso, no le escuches. Reza calladamente mientras hable. Pero estáte a su lado: es el único alivio a sus sufrimientos que ya podemos proporcionarla...

Quizá fui sobrado imprudente en hablar con tal crudeza a mi buena tía, pero como sé que conoce la clase de sentimientos que inspiro a su esposo, preferí hablarle con ruda franqueza...

¡Quedé admirada de la grandeza moral de tía Rosita! Comprendo que yo no podría ser buena hasta el punto que lo es ella; que yo no podría enviar a otra mujer, que supiese era el ídolo de mi marido, a que disipase la tenebrosidad de sus últimos momentos... Y ella sabe, ¡vaya si lo sabe!, que yo soy la pasión de su esposo. La gran pasión, la única pasión.

Como tía Rosita, decididamente, hay pocas; juraría que ninguna. Es de las que, como dice el vulgo, suben al cielo con los zapatos puestos...

Y aun añadió, con más aguda expresión de dolor:

—Yo quisiera reemplazarte o, cuando menos, ayudarte, hija mía, en tu abnegado oficio de enfermera... Pero el desgraciado me ha tomado tal manía desde que cayó enfermo que ya sabes cómo se pone cuando me acerco a su cama...

Oyéndola expresarse así sentí el escalofrío de lo sublime. ¡Tía Rosita, inconcusamente, es una santa! Una santa un poco simple...

¿Y yo?... Yo no sé lo que soy... Lo que sí sé es que tengo una gran frialdad en mi alma..».

8 de octubre

Hoy me han levantado un rato... Tanto empeño pusieron Rosita y Elena en que lo hiciese... También yo quería ver por última vez la calle, despedirme de ella... ¡Una simpleza!

Mi mujer me ha vestido, y luego, entre su sobrina y ella, me han traído en volandas a una butaca que habían arrimado junto al balcón del comedor. ¡Es ya tan liviana mi carga! Enmagrecí de tal modo que puede decirse que sólo me quedan la piel y les huesos...

Desde mi observatorio me entretengo en contemplar la calle... Ráfagas de aire la barren de tiempo en tiempo... Son los primeros vientecillos precursores del frío... El otoño comenzó ya y el tiempo bonancible finiquitó... Veo cómo el viento despoja de hojas las ramas de las acacias, ornato de la pequeña Plaza visible desde mi sitial.. Las deja caer robre el piso, las toma otra vez de allí, las arremolina y las empuja contra el reborde del sardinel de la acera... ¡Pobres acacias! ¡Cómo tiemblan por el despojo! ¡Yo no las volveré a ver florecer! ¡No las tornaré a admirar con sus galas blancas, como las de una novia!

Me he puesto a escribir por entretenerme mientras viene Elena, porque la joven, no bien me dejó instalado, se marchó a su cuarto... Se fué hace ya rato y no vuelve; ¿qué demonios hará allí? Si llego a saber que se iba a aprovechar de mi levantamiento para escapar de mi lado, la cualquier hora abandono el lecho! Otro día, por mucho que me nieguen, no conseguirán que me dejo sacar de él.

Estaba tan cansado de cama después de esta última quedada entre lienzos, que creí que el dejarla me haría bien y me animaría. Pero no, me encuentro aquí más a disgusto que en ella... ¡No me levantaré más! Sobre esto, levantarme requiere un trabajo ímprobo para Rosita: ha de vestirme como si fuese un santo de palo, ha de moverme como si fuese un farda.. Y, aun poniendo yo tan poco de mi parte, también acabo cansado...

¡Y esa Elena, sin venir! ¡Luego no quieren que me impaciente! ¡No me volveré a prestar a que me levanten, no!

En hora aciaga me levanté hoy... Desde que lo hice sólo ideas lúgubres ocupan mi pensamiento... ¡Sí que me iba a animar, sí! Otros días, estas lobregueces las reservaba para la noche; la claridad diurna las disipaba... ¡Porque sí que son largas y atroces mis noches! Me las paso sin casi bajar los párpados, en una somnolencia a medias consciente. Todos los ruidos llegan agrandados hasta mí en el hosco silencio nocturno. El crujido de una ventana mal cerrada, el apagado sonido producido por la carcoma que roe un mueble, el lejano maullido de un gato, adquieren en mi imaginación las proporciones de un ruido fantástico y ensordecedor. Por las noches envidio a los sordos ¡Qué daño me hace poseer el sentido de la audición!

A veces, en estas interminables veladas, quiero pensar y no acierto a coordinar las ideas. Con frecuencia un pensamiento cualquiera, una frase estúpida y trivial, se apodera de mi masa encefálica y, con golpes isócronos, martillea en ella sin piedad... Anoche fué esta frase imbécil: «¡Yo soy Júpiter!», la que se adueñó de mi pensamiento, y cuando quería meditar en algo, cuando quería recrearme en cualquier suceso agradable o risueño, la memoria sólo me repetía, en un ritornelo infinito: «¡Yo soy Júpiter!»... ¡Había para hacerse cascos la cabeza contra la mesita de noche!

Otras veces mis ideas aparecen tan brumosas, mi raciocinio marcha tan perezosa, tan premiosamente, que me extravío y no consigo canalizar el pensamiento por la vía que deseo... ¡Qué insurgente es el pensamiento! ¡Y más en un enfermo! ¡Qué pandemónium es, a tales horas, mi mente! Revoltijo de ideas deformadas, pantalla de proyecciones de objetos inverosímiles, escenario donde las representaciones de hechos están falseadas...

Es la fiebre, a no dudar. El monstruo de la fiebre, que me devora, que me aniquila, que hasta me vacía el pensamiento... ¡El monstruo de la fiebre! Lo conozco bien. Por las noches adquiere forma tangible. Lo podría dibujar con líneas y proporciones casi exactas. Y no hay modo de oponer la menor resistencia a su furia asesina; no queda más recurso que abandonarse pasivamente a su maldad, dejar que poco a poco le vaya sorbiendo a uno las fuerzas, basta dejarlo extenuado, exangüe...

¡Qué noches tan terribles! El insomnio hace presa en mí. Si algún rato concilio el sueño, no debe llegar a media hora lo que duermo. Y más que sueño es una modorra poblada de pesadillas extrañas, incoherentes e imprecisas, de las cuales casi no guardo recuerdo al despertar, pero sí una impresión general desagradable. El resto de la noche estoy despierto, aletargado, en un estado de semilucidez.

Durante el día mis ideas son más definidas y precisas. El pensamiento se encauza y obedece a mi voluntad. Pero por las noches, el caos más espantoso reina tras de mi frente.

La ventana que da al patio queda abierta, aunque sólo a cuchillo, toda la noche, por prescripción facultativa. La mortecina luz de una mariposa, que mi mujer enciende, ilumina a medias la estancia, dejando grandes regiones en penumbra.

Y esta media luz llena también mi cerebro de sombras ¡Y los amaneceres! La lívida luz del nuevo día entra por la entornada ventana, luchando con la ya vacilante de la candileja, que chisporrotea y da sus postreras llamaradas... Poco a poco esa claridad turbia, algodonosa, de las alboradas madrileñas, va invadiendo la alcoba... A su indeciso claror distingo el contorno de mi mujer, que, vencida, destroncada, con la cabeza caída sobre el pecho o en posición aún más absurda, dormita en un sillón... Un frío cortante, que me hace tiritar, se cuela por la rendija de la ventana... Mi tos suena más a cascada, más a sepulcro, en el silencio augusto de esta hora solemne: la del alumbramiento de la nueva jornada. Todo es tenebrosidad y misterio a mi alrededor. ¿Qué horribles amaneceres!

La claridad aumenta. Los ruidos de la ciudad comienzan. Rosita despierta. ¿Qué admirable resistencia la suya! ¡No sé de dónde saca las fuerzas! Durante el día la siento trajinar por la casa, batallar con los chicos, atender a toda A media noche, que Elena se retira a su cuarto, Rosita, acostados los niños, se constituye a mi lado. Toda la noche en vela. Unicamente al romper el día el sueño la vence y da unas cabezadas, pero presto se despereza, se incorpora y va a la cocina a encender lumbre para calentar la leche. Aun no re han retirado los serenos cuando me da una taza del líquido reconstituyente... A poco se levanta Elena, y en cuanto aparece en mi dormitorio marcha Rosita a despertar a los pequeños, a lavarlos, a vestirlos, a darles el desayunar. Y así un día y otro día.. Más de un mes ya..

A mí, cuando estaba sano, me hubiese sido imposible, por mucho que quisiese, por mucha necesidad que tuviese, hacer una semana seguida esta vida Mis energías hubiesen flaqueado, aunque mi voluntad no flaquease. ¿De dónde sacarán las mujeres esta fortaleza? Fisiológicamente son más débiles que nosotros, pero en estos trances no lo parecen. Una dama de la Cruz Roja vale por media docena de enfermeros. Y cuando a la caridad se une el cariño, entonces su resistencia es inagotable.

Durante casi todo el día Elena permanece a mi lado. Ella ahuyenta aún más que el sol, mis tétricos pensamientos de por la noche. Una esperan za, quimérica y loca, renace en mí: la esperanza de prolongar mi vida. Fantasías de color de rosa se agolpan en mi mente y de ella bajan a mis labios. Sueño en voz alta y Elena me escucha aseriada, estática. ¡Y qué diferencia entre estos sueños y los de por la noche!

En ocasiones noto la atención de Elena cautiva en la red de mis palabras con un anhelo, con una emoción, que pienso que me ama. Sí, cada vez me voy persuadiendo más firmemente que al cabo logré interesar su corazón. Ella no lo dice, ni aun quizá lo sabe, mas algún día lo sabrá.

El llanto, la risa de uno de mis hijos, que oigo lejana, me trae a la cruel realidad. Entonces recapacito en que no soy más que un moribundo cuya desaparición sumirá en la miseria a todos los que me rodean. ¿Qué será de Rosita y de mis hijos? ¿Qué, de Elena? Durante horas no dejo ya de rumiar estas inquietantes interrogaciones. Si yo supiese que podía morir con la tranquilidad de que los míos no carecerían de lo más preciso, creo que no moriría. Pero ese gusanillo roedor que de vez en vez se apodera de mi pensamiento es el que más acelera mi muerte. El bacilo de la tuberculosis no hace en mi organismo los estragos que hace él. ¡Morir! Y ahora que Elena me ama...

¡Rosita! ¡Elena! Si yo tuviese poder para cambiar los lazos que me ligan a ellas, haría de la primera mi hermana y de la segunda mi esposa. Rosita sería una hermana ideal. Y Elena... Elena sería la amada perfecta, la que nos habla lo mismo al corazón, que a la mente, que a los sentidos. ¿Por qué estas dos mujeres, únicos cariños de mi vida, ocupan junto a mí puestos diferentes a los que debían ocupar? Este trastorno, este error de colocación ha concluido de romper mi vida... La obra que comenzó la tisis la ha rematado victoriosamente la desazón, el dolor que el amor represado e imposible de Elena me producía... Si uno pudiese hacer que cada persona que nos rodea ocupase el sitio que nuestro corazón le señala, ¡qué diferentes hubiesen sido mis días!

Después de todo, para lo que me queda de vida, ¿qué más da? Dentro de mí cada una ocupa su verdadero lugar, y esto me basta ya.

Pero ¿qué hará Elena? Siento hasta ganas de llorar, como un niño, cuando no está a mi lado. ¡Estoy tan débil!

4 de noviembre

Tío Jesús se muere. Ya, como vulgarmente se dice, no tiene fuerzas para echar el habla fuera del cuerpo. Cuando me tiene de oyente no puede, como en los últimos tiempos, soñar en voz alta para mí, pero adivino, en sus ojos muy abiertos y fijos en mi rostro, que continúa soñando para él. En sus pupilas sorprendo todavía destellos denotativos de ilusiones, de esperanzas, de qué sé yo...

¡Qué fuerza de arraigo en la materia tiene la vida! Podría decirse que la materia comienza a descomponerse ya y aun alumbran sus miradas ráfagas de felicidad, de felicidad soñada... Tío Jesús es un espíritu sublimado por el sufrimiento en un cuerpo corrompido por la enfermedad, pura carroña ya...

¡Qué misericordioso es Dios cuando permite que olvidemos nuestros dolores y, esperanzosos, no desconfiemos de hallar la dicha terrenal aun en los últimos momentos! Es, por esta misericordia divina, que tantos enfermos pasan de la vida a la muerte sin sufrir ni darse cuenta del tránsito.

¡Pobre tío Jesús! Agotado, exhausto, en el dintel de la otra vida, todavía sueña.... y sueña conmigo ¡De sobra se lo conozco! ¡Desdichado! Mucho me hizo sufrir, muchas lágrimas me ha hecho verter, pero todo se lo perdono porque tiene en su descargo el fuerte e intenso amor que me profesa. Me ama desapoderadamente, ciegamente, mucho más, ¡qué duda tiene!, que me amaba Miguelito... Lo de éste fué sólo un deseo pasajero de su espíritu tornátil... En tío Jesús es una pasión firme, tan fuertemente enraizada a su corazón, que sólo se extinguirá cuando él se extinga... Expirando y no piensa más que en mí... Si no fuese el marido de mi tía, si fuese libre, este cariño hubiese podido ser mi orgullo de mujer... Comprendo que si nuestra unión hubiese sido posible, él como nadie, se hubiese afanado por labrar mi ventura... Este loco querer es su disculpa... Sí, comprendo y disculpo tantas cosas., ¡Infeliz tío Jesús! ¡Qué mal dispone la vida las cosas! ¡O qué bien! ¿Quién puede saberlo?

Mas lo cierto es que se muere. ¡Terrible cosa verlo morir sin poder hacer nada por atajar la muerte!

Tía Rosita me dijo ayer, con los ojos nublados por las lágrimas:

—Jesús se nos va.. Y se va por momentos. ¿Por qué no le propones que confiese? A ti te haría caso.

—Se lo propondré.

Ayer mismo se lo dije:

—Tengo que pedirte un favor.

—Habla—me contestó, mientras sus ojos, sumidos en profundas cuencas, me contemplaban afectuosos.

—No te alarmes... Quisiera que confesases. Creo que habías de mejoran.

Calló unos minutos y luego, con lento silabeo, concedió:

—Como quieras.

Esta mañana confesó, en efecto. Cuando el sacerdote abandonó su alcoba, entramos tía Rosita y yo a prodigarle frases de consuelo y esperanza, procurando ocultar nuestra emoción, pues ambas estábamos transidas de pesar.

Tío Jesús se dirigió a su mujer, y con dificultad expresó:

—Rosita, prométeme que hasta que no se case no te separarás de Elena.

—¡Qué duda tiene!—respondió mi tía.

Volvióse entonces a mí, y me pidió:

—Y tú, prométeme no abandonar a tu tía mientras no te cases.

—¡Claro que sí!—exclamé.

Nos habíamos ido aproximando, mi tía y yo, hasta quedar juntas a la cabecera de la cama. Un brazo mío sostenía por la cintura a tía Rosita, que, con la cabeza apoyada en mi hombro, lloraba desconsoladamente.

Tío Jesús nos contempló un momento reunidas de este modo.

—Así seréis dos a cuidar de mis hijos. ¡Dios os bendiga!

Quiso después que le trajésemos a los niños, y tía Rosita accedió a ella.

Cuando entraron, su madre les ordenó:

—¡Dadle un beso a vuestro padre!

Uno a uno se fueron aproximando los pequeños y lo besaban en la frente.

—Hijos míos—les dijo—, es menester que seáis muy buenos, que respetéis a vuestra madre y a vuestra prima y que nunca les deis tormento... Haceos hombres de provecho para que podáis ayudarlas pronto.

El mayorcito debió comprender la solemnidad del momento, pues nos miró a todos muy asombrado y luego comenzó a hacer pucheros. El segundo le pellizcaba por lo bajo al más pequeño. ¡Divina inconsciencia de la infancia! Hubo necesidad de llevárselos de allí.

Como tía Rosita seguía anegada en llanto, tuve también que sacarla fuera. La desventurada estaba deshecha. Yo no lo estaba menos, pero sacaba fuerzas de flaqueza. Cuando todos se fueron volví a ocupar mi sitio acostumbrado junto a su lecho. Me dirigió una mirada de profunda gratitud y me dijo trabajosamente:

—No me he atrevido a besar a mis hijos, ¡aunque se me han pasado unas ganas! Temía que mi hálito fuese fatal a sus tiernas existencias.. ¡Qué terrible cosa!

A poco deliraba. ¡Qué consuelo es el delirio en tales ocasiones! Lo notaba en su mirada, inquieta y alucinada, y en los sonidos, roncos e ininteligibles, que se escapaban de su garganta. Entre tales sonidos guturales, a veces pronunciaba palabras bien articuladas. En tres o cuatro ocasiones pronunció quedo, muy quedo, con un imperceptible movimiento de labios, mi nombre. Le miraba entonces, por si acaso me llamaba para pedirme algo, pero no; su mirada extraviada me probaba que ni deliberadamente me llamaba ni me veía... ¿Desde qué mundo irreal me estaría nombrando? ¿A qué sensaciones, a qué orden de pensamientos respondería mi nombre? ¿Qué espejismos de felicidad estaría forjando aquella mente febrática y delirante?

Por la tarde han venido de visita la mayoría de los vecinos Hacía tiempo que ni venían ni enviaban recado preguntando por el estado del enfermo. Cuando la dolencia adquirió un carácter crónico dejaron de enviarlos, convencidos, sin duda, de que la respuesta siempre era idéntica. Ahora, al enterarse de la confesión y suma gravedad, han vuelto a patentizar su interés. Como tío Jesús seguía delirando, tía Rosita me ha obligado a hacer acto de presencia en algunas de estas visita?, ocupando ella mi puesta ¡De qué mala gana ha salido a hacer esos vanos cumplimientos de rigor! ¡Comprendo que tío Jesús tiene las horas contadas y no quiero separarme de su lado! ¡Son tan pocas ya las que me quedan de hacerle compañía!

7 de noviembre

He pedido esta libreta para cerrarla y decirle adiós... Estoy convencido de que me muera…

Elena me la ha traído.

Le he dicho dificultosamente:

—Te lego este Diario... Es lo único que puedo dejarte... Cuando muera tómalo, guárdalo o quémalo, haz lo que quieras... Pero que no lo lea tu tía... Evitémosle el dolor de comprobar cuánto te he amado...

—Descuida, tío Jesús—me respondió con las lágrimas asomándole a los ojos.

Me muero, sí. Esto no tiene ya remedio... Si pudiese ir a Suiza, quizá.

Confesé. No he experimentado la mejoría que esperaban Rosa y Elena, pero estoy más tranquilo, más conforme... Antes pensaba: «¡No sé qué estorbo hago yo en este mundo y sí sé la falta que hago!» Ahora digo: «Señor, acato tus inescrutables designios. ¡Cúmplase tu voluntad!»

Estoy tan débil que casi carezco de fuerzas para sostener la pluma. Y a más, la picara fatiga... Quisiera todavía comunicar muchas cosas al papel...

No puedo continuar más... Pierdo la vista... Elena, si tú supieras.

11 de noviembre

Tío Jesús pasó el día de anteayer muy mal. Estos primeros fríos le están acabando de matar.

Por la tarde me entregó su cuaderno de Memorias que pocos días antes había hecho le trajese de su mesa donde lo tenía encerrado en un cajón.

—Toma—pronunció con premiosidad, pues no le deja hablar la fatiga—lo que te ofrecí. Guárdalo bajo llave. Aun quería haber llenado unas hojas... ¡Tengo tanto que decirte! ¡Pero no puedo!

Me llevé el cuaderno a mi cuarto y lo guardé en mi cómoda, con éste que emborrono yo. Antes hojeé sus últimas páginas, trazadas con pulso inseguro y temblón. ¡Lástima de tío Jesús! ¡Cuánto me quiere! Los postreros renglones están escritos con caracteres casi indescifrables. En los últimos legibles afirma también que aun le quedan muchas cosas por escribir. ¿Qué cosas serán las que le faltan por decirme? ¡Con tantas como me ha dicho! Porque, indudablemente, es para mí para quien quería escribirlas.

Cuando volví a su lado no me conoció, desvariaba. En su delirio, por palabras y frases sueltas que se le escapaban, conjeturé que aun soñaba con marchar a Suiza, con volver curado y con no sé cuáles fantásticos proyectos relacionados conmigo... ¡Desventurado!

Todo el resto de la tarde y gran parte de la no» che se la llevó delirando.

Con frecuencia yo le humedecía con un hisopo, rematado por bola de algodón, los labios resecos por la fiebre. Me miraba entonces con mirada inexpresiva... Una sola vez me pareció que se daba cuenta y que me lo agradecía, pues en sus ojos se reflejó La ternura...

Próxima ya la media noche pareció recobrar la razón. Me miró con infinita tristeza y articuló con apagada voz y arrastrando las sílabas:

—Esta es nuestra última noche...

Un golpe de tos le impidió terminar la frase.

—¡Qué locura! ¡Pues no has de vivir muchas todavía!

Contemplóme en silencio, con resignada desesperanza, que partía el corazón, y no objetó nada.

A poco pareció quedarse transpuesto. Su sueño, al principio agitado, se fué haciendo más tranquilo... Más que sueño semejaba un letargo...

Entonces me puse a reflexionar en las palabras que acababa de pronunciar... Había dicho «nuestra» y no «mi última noche». Esto me dio no poco que cavilar. ¿Por qué dijo «nuestra»? ¿Qué quería significar? ¿Para qué pluralizó?... Al fin creo haber penetrado en el sentido de su pensamiento. La frase completa debe ser:

—Esta es nuestra última noche de novios.

¿Novios? ¡Triste!

Sobre las dos de la madrugada tía Rosita vino a reemplazarme. El pequeñín no la había dejado antes. Me resistí a retirarme a mi cuarto, pero tanto insistió en que descansase un rato que no tuve otro recurso que obedecer. Antes de marchar le pusimos una inyección de aceite alcanforado. ¡No sé cuántas le llevamos puestas!

Me acosté, pero aunque rendida y destrozada de tantas noches de semivela, no pude conciliar el sueño. La intranquilidad no me lo permitía. Sin embargo, aun me forjaba insensatas ilusiones. «Si el malaventurado tío Jesús durmiese un buen rato, repondría fuerzas y despertaría mejor.»

Las agujas del insomnio se me clavaban en la piel y me revolvía sin parar en el potro de la cama, sin que Morfeo se dignase saludarme. Me disponía a abandonarla cuando tía Rosita entró precipitadamente en mi habitación.

—¡Jesús se muere!—exclamó, y salió otra vez presurosa.

Me arrojé a escape del lecho, me metí unas pantuflas y un kimono y salí corriendo. Alboreaba; una claridad opalescente bañaba el pasillo.

Cuando penetré en su cuarto tío Jesús agonizaba. Tía Rosita, de rodillas a los pies de la cama, con la cara apoyada contra la colcha gemía de un modo desgarrador.

Me tiré de rodillas al lado opuesto que mi tía... Me puse a rezar, pero estaba tan afectada que no acertaba a coordinar las oraciones... Quería llorar y tampoco podía.. Un nudo me oprimía la garganta y me impedía hasta sollozar.

Algún ruido debí hacer al arrodillarme que delató mi presencia porque el moribundo giró la vista hacia donde yo me encontraba.. Su rostro pareció animarse, pero fué tan sólo un relámpago. La cabeza cayó inerte sobre la almohada, sin dejar de mirarme.

—¡Ha muerto!—grité, e incorporándome, me incliné empavorecida sobre él.

Pero no; un debilísimo soplo se escapaba aún por entre sus labios... Los estertores de la agonía levantaban su pecha.. Su mirada se iba apagando, fija siempre en mí.

A poco, ¡nada! Un estremecimiento un poco más perceptible, la cabeza que trata de levantarse y cae pesadamente; los ojos que ruedan erráticos en sus órbitas—¡Había dejado de existir!

Desde que entré yo, su muerte había sido cuestión de escasos minutos. Parecía como si hubiese estado aguardando mi llegada para expirar, como si no se hubiese querido ir sin verme...

¡Y aquellos ojos, fríos, opacos, inexpresivos, no me miraban ya! ¡Aquellos ojos no me seguirían cariñosamente en mis idas y venidas por la estancia, como tantas otras veces! Miraban ¿quién sabe adonde?

Cogí su mano, pesada y que se iba tornando gélida, y la besé repetidamente. ¡Oh, si mis besos hubiesen podido infundirle la vida!

Sufrí un fuerte ataque de nervios, Creo que me agitaba tan violentamente que mis huesos chocaban amenazando romperse... Entre mi tía y la criada, que había acudido a los gritos, me sacaron de allí y me metieron en mi cama. Después me dieron tila y otras bebidas antiespasmódicas.

Hasta bien entrada la mañana no me permitieron levantarme. El cadáver, amortajado ya, yacía en su féretro, entre blandones. Mi tía, Angelita y otras vecinas lo acompañaban. Me uní a ellas, y mecánicamente participé de sus rezos... Mi espíritu no sé dónde estaba... ¡Qué horas tan horribles!

Por la tarde lo enterraron. Cuando subió la parroquia, Jesusito, el mayor de los niños, que a favor de la confusión logró evadirse de la habitación en que los tenía encerrados la doméstica, se presentó en la cámara mortuoria. Iban a cerrar el ataúd. El chico se quedó mirando el cadáver de su padre con cara de espanto, mientras se agarraba fuertemente al brazo de su madre como demandando protección... ¡Qué cuadro aquél! ¡Nunca podré olvidarlo!

A poco de llevarse al difunto las vecinas se retiraron. Tía Rosita se encerró en su cuarto con sus hijos. Yo me vine al mío. ¡Qué vacío sentía! Parecía que la casa se había quedado solitaria al irse él... El llanto se agolpó, al fin, a mis ojos... Lloré, lloré mucho, y esto desahogó mi corazón...

Cuando estuve algo más calmada me acosté. Pero en toda la noche pude dormir. Si un momento vencida me Quedaba, pronto me despertaba presa de agitada pesadilla...

Cuando me levanté me puse a escribir estas notas. Quería obligar a mi imaginación a fijarse, a concentrarse, pues ideas e imágenes se sucedían de modo vertiginoso en ella, aturdiéndome y llenándome de angustia... El llanto me ha hecho interrumpir varias veces el relato. Pero, desaliñado y escueto, ya queda consignado lo más saliente de este infausto suceso...

¡Se fué! Aquel que un día creí yo obstáculo a mi felicidad, se fué. ¡Ya no hay obstáculo! ¡Pero tampoco hay felicidad! Aunque realmente la hubiese y fuese él el obstáculo, ¡con qué gusto la sacrificaría! ¡Cuánto no daría por que no hubiese fallecido! Máxime cuando voy creyendo que si él fué obstáculo para algo fué para mi desdicha. Ahora que falta es cuando verdaderamente me siento desgraciada. ¡Ahora tan sólo me doy cuenta de todo lo que lo quería!

Aun estoy convulsa y fuera de mí... La visión de su muerto me asalta frecuentemente y me hace estremecer toda. ¡No puedo olvidar su última mirada! ¡La llevo dentro de mí y de allí nunca saldrá! ¡Y me duele como una daga cuya hoja, fría y cortante, me hubiese pasado el alma! Y si, por consolarme, quiero orientar mi pensamiento hacia otro orden de ideas, si quiero ladear el corazón hacia otro sentimiento, un dolor agudo y desgarrador me advierte que está allí, clavada en lo más hondo, atravesándolo de parte a parte...

Nunca se me borrará de la memoria aquel rostro agonizante... ¡Qué impresión me ha causado su fallecimiento! ¡Hasta el último instante tuvo sus ojos fijos en mí! ¡Y cómo me miraba!

Epílogo

20 de noviembre

Miguelito ha venido a darnos el pésame. He estado sumamente reservada y fría con él. Intentó hablar conmigo aparte y frustré su propósito.

No quiero amores. No quiero más amor que el del pobre finada El recuerdo de aquella gran pasión ocupará siempre mi pensamiento. Mi corazón no puede gustar ya la felicidad. Tampoco la desea. Después de su convivencia con el corazón de él, en aquella larga y atroz agonía, ha quedado helado, atónico, muerto... Sí, mi corazón está extinto para las cosas de esta vida, sólo vive para las de la otra: para él para su memoria., Y esto me proporciona un gran consuelo...

He leído, he paladeado el cuaderno que poco antes de morir me entregó tío Jesús con las impresiones cotidianas de su vida. ¡Qué gran amor le inspiré! Sus errores, sus extravíos, fueron sólo hijos de aquel loco amor. Hasta los pensamientos impuros que a veces le asaltaron, aparecen purificados por la llama de aquella inmensa pasión. Sus Memorias están escritas con gran sinceridad y no hay una página en que no aliente este querer inextinguible y vehementísimo... Donarme sus Memorias fué como entregarme su corazón, que yo guardaré en el relicario del mío...

Hay momentos en que me reprocho haber sido tan sorda, tan esquiva tan insensible a su amor. Pero ¿podía haber procedido de otro modo?

Nacido alguno podrá proporcionarme ya aquella inmensa felicidad que, con calenturientas frases, me pintaba tío Jesús. ¡Sólo él hubiera podido dármela! Nadie podrá amarme tan violentamente y al mismo tiempo tan delicadamente. He de renunciar a cualquier otro amor. Su culto absorberá mi vida.

Temía que, muerto su marido, mis relaciones con tía Rosita no fuesen tan cordiales como cuando él vivía. Que la sombra de su pasión se interpusiese entre nosotras. Que mi tía sintiese celos retrospectivos. Afortunadamente no ha sido así. Tía Rosita no me ha dirigido la menor alusión a lo pasado y sigue conmigo tan afable como siempre. ¡Es un alma tan pura, tan cándida, tan noble!

Procuro eludir toda conversación con ella referente al ido para siempre, pero a veces no puedo evitar que nos enfrasquemos juntamente en sus recuerdos. Y entonces siempre me pondera:

—¡Cómo te quería tu tío!

Lo dice sin intención torcida, como si el cariño de él hubiese sido un cariño natural y legítima.

Así, sin el menor resquemor, las dos nos hemos consagrado a venerar la memoria del desaparecido adorado.

4 de diciembre

Miguelito insiste en ponerme cerco. Y a cada visita lo aprieta más... Y no sé.... no sé qué hacer. Algunas veces pienso que debía correspondería Soy joven, y aunque lo pretenda, el recuerdo de un muerto no podrá llenar toda mi vida. Por otra parte, el amor de Miguelito quizás sirviese de calmante para mis nervios atormentados, sobreexcitados por el locuaz y apasionado desvarío del difunto. Estoy enferma de imposibles, de ensueños, de ideal, de infinito, y Miguelito podría ser el galeno que hiciese sanar mi alma. Sobre todo esto, las dos pagas que para tocas concedió la Compañía en que prestaba sus servicios el finado a su viuda tocan a su término, y cuando se consuman ignoro qué camino podremos tomar...

Razones de tanto peso son éstas que me hacen vacilar e inclinarme a reanudar mis antiguas relaciones, pero cuando estoy casi decidida a efectuarlo la sombra de tío Jesús surge en mi espíritu con fuerza tan avasalladora que he de desistir del propósito.

Anoche, platicando con Miguelito, en el instante en que iba a pronunciar la palabra decisiva, en que iba a manifestar mi asenso a sus deseos, el muerto, ¡fué él!, me impuso una vez más la desestimación. Medrosa, dejé que la palabra afirmativa expirase en mis labios sin salir... El coraje me hizo luego hasta renegar de su memoria. ¡Pobre! ¿Qué culpa tiene él de haberme querido tanto? Me duele haber sido injusta en un momento de arrebato con quien de tal modo me amó..

Pero si esta situación se prolonga, si no consigo hallar la paz y el sosiego, acabaré por no saber si amar u odiar el recuerdo de tío Jesús...

En cambio Angelita ha venido hoy, radiante de ventura, a comunicarme que se casa con el apocado de Antoñito Ozores. Desde mi treta adivinatoria, que considera piedra cimental de su dicha, la simpática muchacha me está muy agradecida. ¡Bien merece por su ángel, por su sencillez, encontrar la felicidad en el connubio! ¡Quién, como ella, no tuviese conflictos sentimentales ni de ninguna clase!

18 de diciembre

Hice las paces con Miguelito. Tuve para ello que hacer un desesperado llamamiento a mi voluntad, a mi buen sentido, para obligar a callar a la voz de ultratumba, a la voz de tío Jesús...

Confío en que Miguelito me ayudará a ahuyentar sempiternamente la sombra del muerto..

Mutuas explicaciones habían precedido a la reconciliación Por mi parte le dije que terminé con él porque sabía que a tío Jesús, al que tanto debía, no le agradaban nuestros amores y no quise contrariarlo en sus últimos días. Miguelito se conformó o aparentó conformarse con esta justificación. El excusó con su despecho su silencio posterior. Es verosímil.

Nuestras relaciones no encuentran ya oposición. Unas tardes hablamos en mi casa y otras en la de Angelita. En ambos sitios gozamos libertad absoluta Tía Rosita tiene bastante con sus penas, sus estrecheces y sus hijos para ocuparse de nosotros. Y en cuanto a Angelita, la absorben por completo su novio y los preparativos de su ajuar y boda.

Me he dado por entero al amor de Miguelito. Necesito que esta pasión embargue mi alma toda. Necesito desimpresionarme, olvidar las penosas escenas de los meses pasados... Borrar la imagen del muerto, su voz acariciadora, sus frases ardientes, sus descabellados planes...

Sobre todo aquella postrer mirada, tan intensa, tan suplicante...

He de distraer mi imaginación, llena de tinieblas... Procurar que se solace en la contemplación de panoramas más venturosos, más bonancibles... Amo a Miguelito y aun quisiera amarle más, hasta que todos mis pensamientos fuesen únicamente suyos... Sólo entonces el recuerdo obsesivo de tío Jesús desaparecería de mi mente...

4 de enero

Ni aun al lado de Miguelito consigo conjurar la visión del muerto... Estoy hablando con él, quiero entregar plenamente mi corazón al transporte amoroso y de repente me sobresalta La mirada de tío Jesús fija en mí... Sí, tengo la sensación fuerte y precisa de que, hosco y ceñudo, me mira no sé desde dónde, pero de que me mira, de que me espía, como cuando estaba viva.. No distingo sus ojos, mas «siento» su mirada posada en mí... Es una impresión tan pavorosa y real que me deja ríspida, fría, inerte...

Miguelito lo nota a veces.

—¿Qué te pasa?—me pregunta.

—Nada, nada...—contesto.

Pero en vano mi amado reanuda su caudalosa y cálida charla, en vano sus apasionados conceptos quieren hacer vibrar mi alma y mis sentidos; el maleficio de la vigilante mirada del finado ha roto ya el encanto del momento...

Abatido y desalentado, concluye por decirme;

—No sé qué te encuentro. ¿Será que, como me temía, el virus de tu difunto tío te habrá secado el corazón?... ¡Indudable que no eres la misma!

Y se larga.

Hoy, sin ir más lejos, ha sucedido algo de esto... Miguelito, en su deliquio pasional, aprisionó mi mano... Yo, invadida de languidez y hechizada por la magia de sus palabras fogosas, se la abandonó... De súbito, un escalofrío espeluznante recorrió mi medula y me sacudió de pies a cabeza... Había «sentidos la mirada reprobatoria del muerto, fija en mi. Rígida, pulida, retiré, presta y ásperamente, mi mano de entre las suyas.

Miguelito me interpeló enfadado:

—¿No sé cómo te has vuelto! ¡Antes no dabas muestras de ser tan arisca!

—¡Ya sabes que hasta que nos casemos no apruebo tus audacias! ¿No me toques!—contesté desabrida.

Me arrojó a la cara el reproche de estos casos:—¡No eres la misma!

Se levantó y, casi sin despedirse, se marchó justamente enojado.

¿No soy la misma? Cierto que no. La influencia que sobre mí llegó a ejercer tío Jesús en la última época de su vida ha trastornado mis sentimientos y mis ideas, Tío Jesús no me habrá contagiado el morbo físico, pero me inficionó de su morbo espiritual, ese virus de que hablaba y habla Miguelito... Me contaminó sus deseos indefinibles, indeterminados, extraños, inasequibles los más, naturales en quien, por su enfermedad, se encontraba imposibilitado de aspirar a satisfacciones normales... Me dejó turbada y confusa con aquella rara mezcla de erotismo y espiritualidad que parece acompaña en ocasiones a la tuberculosis... Me hizo participar, hasta cierto punto, de su disconformidad por todo lo existente, propia de quien se hallaba a disgusto y mal acomodado en esta vida... Llegó a comunicarme su misma ansia de infinito, lógica en quien ya no podía cifrar sus ilusiones en bienes terrenales... Pero todo esto, que puede tener justificación en un moribundo, no la tiene en una mujer joven que está comenzando a vivir...

Tío Jesús empezó por ser un enfermo de la materia y terminó por serlo también del espíritu... Yo he principiado por ser una anormal del espíritu y quizá acabe por serlo asimismo de la materia... No sé ni lo que quiero... Lo deseo todo y nada... He perdido mi aplomo, se ha desplazado mi centro de gravedad, se ha roto mí equilibrio... Mi razón, mis mismos sentidos, no funcionan ya como antes: realmente El mecanismo de mi cerebro ha cambiado de ritmo, o mejor dicho no tiene ya ninguno... Ideas absurdas, alucinantes, logran introducirse de contrabando en él... Mi sensorio padece aberraciones inconcebibles: halla placer en lo que a otras personas sólo les introduciría repugnancia y, en cambio, no siento más que tedio o indiferencia ante muchas fuentes de gozo para la mayoría de los mortales.. ¡No soy ya una mujer normal! ¡El muerto me arrebató mi normalidad! ¡Se la llevó consigo!

¿No soy la misma? ¡Es rigurosamente exacto! ¡Oh, el morbo espiritual! ¡Qué poder de contaminación, de difusión, posee! ¡El microbio más contagioso no se propaga con la rapidez y la fuerza que se propaga él! ¡Y contra esta clase de bacilos no existen vacunas, pócimas, inyecciones ni ungüentos! ¡No hay forma de combatidlos!

¡Y luego e«a constante persecución del difunto! ¡Qué difícil es engañar a un muerto! ¡Los muertos saben guardar a sus amadas mejor que los vivos! No sé si ese fantasma de tío Jesús, que me empavorece, es real o producto de mi imaginación, sobreexcitada en las largas y penosas se manas que estuvo en estrecha relación con la suya, antes de su fallecimiento, pero sea externo a mí o lo lleve dentro, lo cierto es que me impide entregarme a la ventura de amar...

Reanudé mi noviazgo con Miguelito creyendo que él me ayudaría a disipar tal fantasma, que su pasión conseguiría estimular los resortes vitales de mi ser hasta hacerme volver a amar la vida, la vida natural, la vida conforme la entendía yo antes y la entienden la totalidad de las personas normales... Me parecía que el amor del muerto había logrado introducirme un poco en el otro mundo y confiaba en que mi novio conseguiría volverme enteramente a esta vida... Pero no, sigo estando algo muerta... Por lo menos algo hay muerto dentro de mí: la sed de dichas y placeres. Aquel amor de tío Jesús, llevado hasta su último suspiro, consiguió secar en mi naturaleza los manantiales ordinarios del goce. Ya sólo hallo placer en llorar, en atormentarme con el recuerdo del muerto, rememorando su figura, sus facciones, sus palabras, sus proyectos. Es un masoquismo macabro, un culto morboso... El se fué pero la ponzoña de su pasión quedó en mí... Todo amor que inspiramos, aun aquellos que no correspondemos, dejan huella, más o menos honda, en nuestro espíritu. Yo no amé, juraría que no amé a tío Jesús y sin embargo, su amor ha envenenado mi vida... Creo que el huracán de su pasión no penetró en mi corazón, pero sus deseos contenidos e insatisfechos, sus torturas de amante desdeñado, consiguieron inquietar las dormidas aguas de mi alma ¡Y qué estela de pesar, de zozobra y de remordimiento ha dejado su muerte en mi ánimo! ¿Por qué me amó? Desdichado amor que aceleró su muerte y conturbó para siempre mi espíritu. ¡Cuán preferible que nunca me hubiese amado!

¡Pobre Miguelito! Tenía razón al irse hoy amoscado. ¡Es tan doloroso ver que el amor que expresamos ardidamente, al reflejarse en los ojos del ser amado, da sólo la despreciativa imagen del hastío! ¡Es tan humillante percatarse de que nuestras palabras y nuestros suspiros, caldeados por la pasión, no consiguen turbar al bienquerido! ¡Recibir la indiferencia en pago del amor!

Si Miguelito, a quien verdaderamente amé tiempo atrás, no consigue hacerme reaccionar, no logra traerme a la vida normal, nadie lo podrá legrar... Renunciaré al suyo y a todo otro amor. La sombra de tío Jesús se interpondría siempre entre mi elegido y yo...

Hoy, después que mi novio se marchó, quedé haciéndome cargos por mi proceder insensato e injustificado. Estaba fuertemente disgustada conmigo misma... Pero no puedo reprimirme, ¡es algo superior a mi albedrío! ¡Es una fuerza invisible y misteriosa la que me impulsa a obrar así, la que me hace rechazarlo en sus impetuosidades de enamorado! No hay culpa en mi... ¡Cuánto no daría yo por poder entregarme normalmente a la delicia de amar y ser amada!

27 de enero

Tío Gervasio ha muerto sin testar. Su cuantiosa fortuna, cerca de un millón de pesetas según afirman, pasará a tía Rosita y a mí, que somos sus únicas parientes.

Al saberlo, mi primer pensamiento fué éste: «¡Se salvaron los muebles del comedor!» Y tantas otras cosas... Después me he arrepentido de esta irreverente oración fúnebre y le he rezado de verdad... Le he rezado porque, al fin, era tío de mi pobre madre; por la herencia, no; que la herencia a haber podido, se la hubiera llevado consigo. ¡Bueno era!

No puede llegar con más oportunidad la tal herencia. En casa no había ya qué empeñar, los proveedores se negaban a darnos más fiado. Costura no habíamos encontrado aún. Estábamos ya con el agua al cuello.

Con razón mi tía tenía tanta fe y confianza en la Providencia. La Providencia no ha dejado de acudir a la cita en forma de herencia, tan fortuita que parece llovida del cielo.

A mí, la inopinada fortuna me permitirá poder hacer frente a la vida sin desasosiego ni inquietudes. ¡Ya no me casaré como no sea a mi completo gusto, como no esté enamorada con toda mi alma! Lo que, probablemente, no sucederá en jamás de los jamases...

Sí, mi espíritu no se aquieta, no se tranquiliza... En él sigue reinando la misma marejada... Tío Jesús consiguió encresparlo y Miguelito no tiene poder para que se encalme».

¡Miguelito! Con dolor me persuado de que es inútil tratar de resucitar el antiguo amor que le tuve. Me equivoqué lamentablemente al ponerme por «segunda vez en relaciones con él. Una ilusión engañosa me ofuscó... Como si con el corazón se pudiese jugar: «¡Quiere!» «¡No quieras!» «¡Vuelve a querer!» Sólo he conseguido que la indiferencia que últimamente me inspiraba se vaya trocando en aversión... Cada día lo estimo menos... ¡Y es tan poco lo que le estimo va!

Espiritualmente. Miguelito es muy inferior al muerto. Después de mi convivencia afectiva con un hombre que sentía tan hondo y tan intenso y que sabía expresar en forma tan bella sus sentimientos, el dúo amoroso con Miguelito, superficial y voluble, carece de atractivos. Lo que en el otro era elocuencia sentida, en éste es verborrea frívola. No brilla por su cacumen mi novio. ¡Ah, si Miguelito tuviese el corazón y el cerebro de tío Jesús o tío Jesús hubiese tenido la gallardía varonil de Miguelito!

Además, Miguelito no me ama. Me apetece, me desea, quiere hacerme suya... Esto es todo. Pero quererme... ¿Qué diferencia en cómo él me quiere y cómo me quería tío Jesús! ¡Aquél sí que me quería! ¡Hasta su última mirada fué para mí! ¡Pobre! Sabía que nunca sería suya y me seguía queriendo... Si Miguelito supiese esto, ¿volvería a pisar mi casa?

Como se ha convencido de que no puede conseguirme de otro modo, ahora habla de coyunda y pide que señale fecha, y fecha próxima, para la solemnidad.

Antes me hubiese llenado de felicidad este matrimonio; ahora titubeo, tiemblo... Creo que ya no puedo gustar la dicha y el placer a su lado... No me atrevo... Temo, además, a la sombra del muerto... Me da miedo su cólera, su venganza... El mismo tío Jesús me habló, pocos días antes de su muerte, de la posibilidad de que yo me casase y me habló sin ira, sin encono, como de un acontecimiento natural... Y, sin embargo, no me decido...

Aquella última mirada, a un tiempo suplicante y señoreadora... ¿Una mirada en que se dió todo y que me poseyó toda! ¿Yo no puedo ser infiel a aquella mirada!

12 de febrero

He acabado por tronar con Miguelito. Cuanto más deseaba él casarse, menos lo ambicionaba yo. Cuanto más me apremiaba a que fijase fecha para la ceremonia, más dilataba yo el señalarla.

Casi todas las tardes se marchaba enfadado por mi frialdad, por mi descariño. Y yo pensaba, con alivio, en que no volvería más, en que me enviaría una carta, mandándome a paseo... Mas no, a la tarde siguiente llegaba más afectuoso, más enamorado que nunca... ¡Cómo son los hombres! El desdén les duele, pero los doma. El desprecio les hiere, pero los amansa. ¡Los voy conociendo ya bien! Si yo quisiese vivir mundanamente, creo que los barajaría a mi antojo... ¡Son fáciles de manejar!

Miguelito no es, no puede ser ya, el objeto de mi amor. ¡Tenía razón tío Jesús! Es un carácter atolondrado, ligero. Todo en él es cortical, epidérmico. Pero en desbrozando un poco... Sus sentimientos, el mismo amor que dice me profesa, no penetran en su interior, no pasan de la periferia. Son cosa de los sentidos solamente. Y yo necesito que me quieran profundamente, vehementemente, con toda el alma y todo el cuerpo. ¡Como me quería tío Jesús! ¡Este sí que me quería de veras!

Miguelito me desilusionó esta vez Acabó por hacérseme insoportable Es un tipo a propósito para encalabrinar a una niña inexperta que nunca gustó el amor. Pero para quien conoció una pasión como la de tío Jesús, el amor de Miguelito es cosa de juega.

Además, me repugna mi enlace con Miguelito. Me repugna su pasión sensual, porcuna, sin un átomo de espiritualidad. Sería una promiscuidad vergonzosa que un cariño como el de tío Jesús conviviese en mi corazón con una pasión como la de Miguelito... No, el amor de Miguelito no me satisface ya; yo necesitaba otra cosa: un amor como el del muerto... Quizá serán ideas estrafalarias o enfermizas, pero me es imposible desterrarlas.

Con nadie compartirá mi corazón tío Jesús. Será sólo para él. Si no pude corresponder al amor o al deseo de Miguelito, menos podría corresponder al de otro, ¡Hice cuanto pude por olvidar al muerto y no lo conseguí! Sería vana empresa hacer otro intento. ¿Y cómo no había de serlo estando tan saturada del espíritu del que se fué? La segunda parte de mi noviazgo me ha servido para comprobar esto y para contrastar hasta qué punto el muerto vive en mí.

He hecho perfectísimamente en romper con Miguelito. Yo no puedo ser ya de otro; no puedo ser más que de aquel de quien no fui ni puedo ser, porque... le amo, le amo con mi alma entera... ¡He acabado por leer claro en mi corazón!


Publicado el 4 de julio de 2021 por Edu Robsy.
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