Agosto

José María de Pereda


Cuento



Bucólica montañesa

I

No lo podía remediar el pobre tío Luco Sarmientos: mentarle el mes de agosto era producirle un escalofrío. Y si fuéramos a decir que le aborrecía, vaya con Dios; pero sucedía todo lo contrario. Como él decía: «De agosto, no hay que hablar mal delante de mí por lo tocante a sí mesmo, o séase respetive a su mesma mensualidá. No tiene tacha sobre estos particulares; y por gustar, me gusta como el mejor del año; pero...».

Pero era excesivamente supersticioso el bendito de Dios, y hasta creo que no le faltaban motivos para ello, si convenimos, como debemos convenir, en que es muy difícil dejar de ver en una larga y ordenada serie de casualidades, el cumplimiento fatal de una ley misteriosa e inexorable. ¿Quién no es algo supersticioso en este sentido?

Y relataba de este modo el caso, a su compadre y convecino, Mingo Ranales, sesentón y acartonado como él. Acababan de tumbar entre ambos un prado de quince carros, de los que, entre propios y a renta, cultivaba años hacía el preopinante, y se disponían a almorzar a la sombra que proyectaba un maizal sobre la linde del susodicho prado. Tío Luco desanudaba entre sus piernas, abiertas en ángulo agudo sobre el heno recién segado, las cuatro puntas de una servilleta casera, mezquina y bisunta, que envolvía dos torreznos y otros tantos pedazos de borona fríos. Mingo Ranales, sentado a la mujeriega, parecía, por de pronto, más atento a la ración que esperaba y le correspondía, que a las palabras y gestos de su compadre. Ambos se habían despojado de la colodra que llevaban a la cintura atascada de hierba (la colodra, se entiende), para que con los movimientos del cuerpo no se derramara el agua en que se hundía la pizarra hasta la mitad, y habían escondido cuidadosamente el dalle entre las mijas húmedas y sombrías del maizal, para preservarle de los rayos directos del sol, que destemplarían su boca. En la opuesta cabecera del prado, que parecía un papel de música, cuyos pentágramas, rigurosamente paralelos, eran las cordilleras, o lombíos, que había ido formando cada dalle a la izquierda del segador, esparcía la hierba con el mango de una rastrilla, para que se oreara pronto, una zagalona descalza, muy nutrida de seno, corta de refajo, ancha de caderas y de pies, y no mal encarada del todo. Demasiado abultados tenía los párpados de arriba, y algo desmayada la boca por abajo; pero no resaltaban cosa mayor estos defectos para la fama de bobalicona que gozaba en el pueblo, y lo parada de magín que era. Hasta le caía bien un pajero de doce cuartos, adornado con hiladillo encarnado, que llevaba sobre el pañuelo de su cabeza redonda. Acababa de llegar con el almuerzo que aún tenía su padre entre manos, y con el intento de esparcir todo lo segado mientras los dos comensales despachaban las correspondientes raciones, garrapateaba en el suelo con el palo, que se las pelaba; volaba en ocasiones la hierba por los aires, y, para hacer más llevadera la tarea, derramaba cantares, casi a borbotones, por la ancha embocadura de su gaznate, sin pizca de concierto ni medida.


«Sospiritos de mi alma,
olé sí, bien lo sé yo,
y dime de quién te alcuerdas
cuando estás solo».
 

Y así por el estilo: unas veces en falsete, y otras a grito pelado. La voz, que era recia y destemplada, según los rumbos en que la ponían los bruscos movimientos de la cantadora, se perdía en los inmensos ámbitos de la mies, se apagaba poco a poco arrebatada por el soplo de la naciente brisa, o repercutía en los próximos altozanos, y, en ocasiones, empalmaba en las lejanías con otras voces que semejaban reprenderla, o con los ecos de un varonil relincho que parecía flagelarla. Porque la mies estaba a aquellas horas pobladísima de gente. Era el mes de la siega: en agosto ya cae rocío por la noche, y se aprovechan las madrugadas para secar antes que el sol se beba la rociada que necesita el dalle para cebarse bien en la hierba. La que se había segado la víspera, estaba en montones, o hacinas, que se deshacían entonces para que el sol, que ya calentaba, fuera acabando de secarla. De modo que entre los hombres que segaban los últimos lombíos, las mujeres que los iban esparciendo y las gentes que deshacinaban, se hallaba medio pueblo desparramado por allí, llenando de música los aires y salpicando de alegres notas de color el inmenso tapiz de la campiña. El cual tapiz era un completo muestrario de verdes, formado con retazos geométricos de todas las formas imaginables, zurcidos en el más caprichoso desorden: el verde seco de los prados sin segar; el pajizo de los recién segados; el aterciopelado jugoso, en variedad de matices, de las húmedas regatadas; el verde sucio de los bardales; el gris de las mimbreras que festoneaban a trechos los regatos... hasta el negro lustroso de los maizales, algo menos intenso en las alturas que en las hondonadas.

A medida que el sol se elevaba, iba arreciando la brisa del nordeste, y envolviendo en sus ondas una fragancia de que no tienen idea los que sólo conocen la del heno segado, por esos falsos testimonios que la industria le levanta en pomos de vidrio con lazos de seda y cromos de veinticinco colores; sacudía los picos de los pañuelos y los pliegues de las sayas de percal; bamboleaba la hierba de las praderas y el débil ramaje de los arbustos; columpiaba los átomos en el espacio entre cascadas de luz, y hacía que se entrechocaran blandamente las relucientes hojas del maíz en las heredades. De este modo, si el olfato se deleitaba con los aromas de que se henchía sin embriagarse, la vista y el oído no se regalaban menos: aquélla, con los caprichos de la luz chisporroteando en los dispersos arbustos de esmaltado follaje, en las escondidas espadañas y en las flotantes moléculas, y meciéndose, en anchas ondas tornasoladas, sobre prados y maizales; y el oído, con otras armonías harto más dulces y concertadas que las de la música de las cantadoras, o de los relinchos de los segadores: —el suave y continuo rumor de todo lo que se movía en la naturaleza, como un interminable arrullo de amor, con sus chasquidos de besos... Vamos, que se podía decir mucho de estas cosas, que nunca son por acá convencional y vana poesía, si hubiera tiempo y espacio para ello, y yo supiera decirlo.

Por la tarde entrarán nuevas figuras en el cuadro y distintos accesorios, y las ya conocidas se emplearán en tareas diferentes. Se atropará el heno esparcido y seco, y llegarán los carros, al perezoso andar de los bueyes, con sus campanillas untadas de lodo para apagar el sonido que atrae el tábano que enloquece a las bestias con su acerado aguijón; los carros, digo, con sus altas armaduras postizas, a colmarse de hierba, formándose la inverosímil balumba por arte singular de la moza que la va acaldando arriba, y obra de los bríos y de la destreza del hombre que se la envía a horconadas desde abajo... asunto, en verdad, que apesta retratado en los abanicos y en las cajas de bombones, y que, sin embargo, dejaría embelesado al lector de estos rasguños, si tuviera yo la dicha de apuntársele con el dedo en las mieses de mi aldea... Y ahora caigo en que podría darse el caso de que le sucediera con lo descrito lo propio que con lo pintado; temor por el cual déjolo aquí de pronto y vuélvome al principio, donde nos aguardan los dos compadres «en dulce amor y compaña».

II

Y repito que se expresaba del siguiente modo el bueno del tío Luco Sarmientos, mientras su compadre, tendido ya sobre el codo del lado izquierdo, llevaba a la boca con la diestra el deseado torrezno para darle la primera dentellada:

—Pues a lo que te decía respetive al caso: ya estamos en agosto, ¿no-verdá? y a más de mediao, por más señas; ya estamos en el agosto... Corriente; ya pasó lo más duro de la brega de la labranza: el romper la tierra, el golverla a amañar, el golverla a romper para la sementera; el sallo, que no es flojo de por sí; el resallo, que allá se le anda... y cátame aquí los maizales hechos una bendición de la gloria: negrean de puro sanos; no se ve ya el hombre adentro de ellos, la barba de la panoja apuntando, y cuatro dedos de pendón afuera de la caña. Cuanto se puede pedir en buena ley. Lo de la herba, me gusta: no rinde el cuerpo, porque es labor de pocos días; en menos de ocho, como tú sabes, he llenao el pajar, cuasi pa el cuasi, con lo de los praos que llevo, menos lo de éste, que se empayará mañana si Dios quiere... ¿Te vas enterando tú?

—Te digo que sin perder ite.

—Pues escucha y perdona. Ya estamos en el agosto: el ganao anda en los puertos; no vendrá hasta octubre, y por esta banda, nengún desvelo me apura. Iten con iten, no debo un cuarto que tenga que pagar en este mes; el tercio no cae hasta el que viene, y ya sé de ónde sacar el montante de la contrebución. De maíz, no ando gran cosa; pero lo mesmo fue en julio y en el anterior, y lo propio será hasta el maíz nuevo, porque lo viejo finiquitó en mayo.

—En febrero se bajó el último grano del mi desván.

—Otros le bajaron en diciembre, Mingo, y en el pueblo hay contrebuyente que no cogió veinte celemines. Voy al decir con esto, que tanto más a favor mío por lo respetive al presente, si a mirar fuéramos las cosas por la estampa de ellas y a primera vista... ¿Me entiendes tú bien?

—De lo mejor.

Pues entoavía le apunto otras ventajas al mes de agosto... pa que veas si ajusto bien las cuentas en su provecho... Hombre soy, como tú sabes, más tentao de recreo que de la malenconia; ni me pesan los años, ni se me cansan los ojos al auto de echar unas canas al aire siempre que hay ocasión de ello, sin ofensa de Dios ni escándalo de las gentes. Me gusta coger el palo y ponerme la camisa limpia con la ropa de los domingos, en cuanto se toca a fiesta en cualquiera parte que no esté muy lejos. Pues dime tú si hay otro mes en el año como el de agosto, por lo tocante a romerías de las buenas y a ferias de lo mejor, y a la puerta de casa, como el otro que dice. Pues évate con el perojo rodero, y la buena breva, que me alampo por ello, y la manzana de nánjara, que sabe... ¡a ochentines, hombre, de puro rica que es!

—¡Y que tienes tú en el huerto buenos frutales de cada cosa!...

—¿Qué si tengo? Una hermosura de Dios compadre; y más siento yo un morrillazo a las ramas desde la calleja, que si me le encajaran a mí en metá de la nuca. Y como yo digo a los muchachos más de cuatro veces: «Pedímelo por la puerta, condenaos, que yo vos lo dar en mano propia, sin que me lo robéis malamente, con ultraje del árbol y riesgo, pa vusotros, de una taringa...». Porque no tiene el hombre la pacencia en el bolsillo pa usar de ella cuando más falta le hace. Y a lo que te voy: pues dame la mora, que ya blandea, y tómate...

—Por estipulao, compadre: estamos al corriente de la cosa en todo lo que me puedas decir a ese respetive: ya está visto el mes por esa cara buena, que por decir buena, tamién yo digo que lo es de verdá. Vamos al otro consiguiente.

—Voy a servirte, Mingo, y dígote que con gustarme tanto como me gusta este mes, no hay en todo él cuarto de hora sin amargores y espantos para mí.

—¿Por qué, hombre de Dios?

—Porque todos los males de mi casa han venío en agosto, y no ha pasao uno dende que yo nací, sin que me haya llovido algún mal. Por eso me pasmo de que estemos a decinueve ya, sin que haya llegao lo del año presente.

—¿Lo esperas como lo dices, Luco?

—Como el sol de mañana, compadre.

—Feguraciones del magín, y no más que feguraciones.

—Vete contando por los deos, para hacerte mejor el cargo. Por un milagro de Dios salí con vida al mundo.

—De muy allá lo tomas.

—Es que no empieza ello más acá. No es mía la culpa. Labrega fue tan dura, que mientres se andaba con que si me ajuego o no me ajuego, o sobre si alendaba o no alendaba, se le acabó el resuello a mi madre. La semana que viene hará de esto sesenta y dos años, día por día... veintitrés de agosto. Me crié mal y por obra de misericordia, y dicen que pasé toas las enfermedades que pueden pasar las criaturucas en los cinco primeros años de vida. En toas estuve a las puertas de la muerte, y toas me acometieron en agosto. Cuando llegué a muchacho, no pasó un mes de éstos sin quebranto gordo para mí o para mi casa... En agosto se cayó mi padre por un boquerón del pajar, y de resultas falleció al año cabal; en agosto le aconteció a la única hermana que me quedaba, aquella desgracia que la mató de vergüenza en pocas horas, como es bien notorio en el pueblo... ¡Paécese propiamente que está la mala estrella ojeándole a uno para que en cuanto uno quiere darse una miaja de respiro en ese mes, le encaje la pesaúmbre encima!

—Bien pudiera estribar algo de ello, compadre, en que el mesmo recelo acelera al hombre, ¿estás tú? y le lleva, le lleva, como el otro que dice, a caer en la boca mesma del lobo, que no se alcordaba de él.

—No sé yo qué habrá sobre el caso, compadre, por la banda que tú le miras; pero las más de las veces, contra lo que tú piensas, me han cogío de súpito los malos golpes... Aquí está esta pata, zamba desde entonces, que no me dejará por mentiroso de lo que afirmo... Bien sabes tú lo que pasó. Tenía yo que ir a Santander como por la posta... Contigo lo traté primero.

—No hay pa qué relates el caso, porque le tengo bien sabido.

—Importa el relate de él aquí, al auto de lo que se trata. El viaje era motivao a un expidiente que me interesaba mucho, y se creía que de llegar o no llegar yo a punto, con un decumento, que por fortuna no hizo falta después, dependía el que la cosa resultara bien o mal para mis intereses. En estos apuros, atrevíme a pedirle la jaca al Mayoralgo, que, aunque no muy esponiá, era animal de aguante y buen andar. El hombre se prestó al ruego, porque, en verdá sea dicho, algún favor me debía en la cortedá de mis posibles; y al apuntar el alba, ya estaba yo a caballo saliendo de la corralá. De víspera había llovido mucho, y el regatón de abajo mi casa iba algo más lleno que lo de costumbre. Tomé la vaera, que, como tú sabes, hace un remanso: habría como palmo y medio de agua, a todo tirar; el suelo como la palma de la mano. Pues, señor, meto un espolazo ala jaca, y encogí un poco las rodillas pa no mojarme los pies con la salpicaúra, cuando noto que el animal se para en metá de la vaera, y espienza a golpear el agua con un remo de los de alante. «Esto es que quiere beber», dije para mí mesmo; y le aflojé los ramales para que bebiera. ¡Que Dios no me salve si yo recelaba cosa nenguna de que el demonio del animal pudiera ser agostizo! Bien sabes tú que los caballos de esta clase, tan aína meten las patas en el agua, ¡chapla! ya están revolcándose en ella. Pues lo propio aconteció allí, hijo del alma: aflojarle yo los ramales a la jaca y tumbarse ella a la larga en metá del río, fue una cosa mesma. Y no se contentó con esto sólo, que ya era mucho para mí, por haberme cogido la pata derecha debajo, sino que el demonio del animal, al verse en sus glorias, escomenzó a pernear al aire y a querer darse la vuelta del otro lao. ¡Fegúrate!, compadre, si clamaría yo allí al Dios verdadero!... Como que pensé que me había llegado la última; y así, di el grito y el lamento que pudieron oírse en dos leguas a la redonda. Fortuna que, contra lo que yo esperaba a aquellas horas, andaba cerca un muchacho, el hijo de Antón Burciles, que llevaba el ganao a la sierra. Oyome, acudió, echó mano al freno de la jaca, hízola levantarse a estacazos... y quise levantarme yo tamién, hecho una sopa y empanderao de agua como me veía. ¡Menearme yo! Lo mesmo que una peña. Y no era ná el motivo: la pata rota, hijo, así como suena. Acudió gente avisá por el muchacho, y me llevaron a casa como pudieron... ¡El veinticuatro de agosto, compadre! ¿Te vas enterando? Cuarenta días estuve entablillao; y entre uno y otro, cerca de tres meses sin soltar las cachavas y acabando con la poca hacienda. ¿Busqué yo esta desgracia? ¿Metíme por ella, como te piensas tú?

—Me alcuerdo del caso, compadre, que no fue pa olvidao, ni de los que se alcuentran con la ceguera del miedo.

—Ni tampoco los otros, Mingo. En un agosto enviudé, a lo mejor de la vida, y en un par de agostos perdí los dos hijos varones, que ya me ayudaban mucho en la labranza. El uno se me desnucó en el monte. Al otro le mató un tabardillo en cuatro días. Quedome esa muchacha: en agosto nació, pa que haya salido cosa buena.

—No digas, compadre, tan mal de Narda; no porque yo la sacara de pila, sino porque las hay mucho peores.

—Es una tordona sin pizca de sentío.

—Pero honrada, como es, te la conserve Dios.

—Eso ha de verse, compadre. Por la presente, tentaona de la risa es, y motivos hace para ponerme en recelo... ¿Qué buscas alreguedor, si puede saberse?

—Algo con que refrescar el gaznate, que el torrendo, aunque frío, pide lo suyo.

—Ahí está el botijo, debajo de ese brazao de hierba.

—¿El botijo dijistes, compadre? Estará hecho un caldo.

—Con eso no te cortará el sudor. De lo que tú deseas, no hay gota a mis alcances como otros días, y no me gustan trampas en la taberna. Ya mejorará Dios las horas y habrá para todos: bien sabes que yo no lo escupo, ni, cuando lo tengo, lo escondo de los amigos... ¡Mal pecho te deja lo del botijo, por la cara que pones!... Dámele acá, que cuando no hay solomo...

—Allá va, compadre, y sin pena maldita por que le saques la entraña neta... Y golviendo al caso, relátame eso que apuntabas de la muchacha, si es que puede relatarse. La estimo de veras y quisiera su bien.

—Por demás sabes tú lo que hay al consiguiente.

—¿Lo dices por Baldragas?

—Justas y cabales. No la deja un punto ni ella le pierde de vista. Cada semana me la pide; antanoche repitió la solfa: desde el empaye de antier, está el mozo hecho una brasa... y Narda poco menos. ¡Primero la descuartizo! dicho se lo tengo.

—No estamos al ite en eso, compadre; y bien sabes que siempre te hablé del particular en esta mesma consonancia. Te estorban las moscas, y las estás metiendo la miel por los ojos. Reniegas de ese muchacho, y cada día le llamas de obrero.

—Porque, a ese respetive, hace más que su deber. Trabaja al demontres, y no hay brega que le rinda el brazo... a más de que cuento con que, a fuerza de verlo y no catarlo, acabará por aborrecerlo... Pero ya sabes la tacha que le pongo: aquí cayó como llovido, siendo una criatura; y sirviendo a unos y a otros, ha llegado a lo que es. Toas las casas son suyas, y no duerme en nenguna con buen derecho. Padres conocidos tiene, porque lo asegura él; pero naide los ha visto.

—Sea honrao el hombre, que lo demás es chanfaina. ¿Qué otras manchas tiene?

—Un vino muy malo, las veces que lo cata, que no son muchas. Se fuma un caudal... ¡no he visto otro vicio! Cuando no tiene tabaco, quema en la pipa lo primero que encuentra: berros en vinagre, si no hay cosa mejor...

—Se hace a lo que tiene, compadre, y eso no es un vicio.

—De personal, a la vista lo lleva: no vale tres cuartos... En finiquito, compadre, me busca la hacienda pa el día de mañana; y está en ley de Dios que el que pide el torrendo, traiga siquiera el zoquete.

—Eso ya es cubicia tuya, que puede romperte el saco al salirte las cuentas que te echas. ¿No tiene otra falta Ceto?

—Otra, y la más negra. Sé que es agostizo: una vez lo oí de su boca.

—Tú lo dijistes: eso sólo te espanta; y, en casos como éste, pecas contra Dios, porque no puede creerse en cosas pirtiniciosas.

Y como en esto llegara Narda a hurgar con el mango de la rastrilla cerca de los pies de los dos compadres, cambiaron éstos de conversación tomando por pretexto la maldita calidad del tabaco que comenzaban a fumar en sendos cigarrillos.

Cuando Narda hubo esparcido los últimos mechones de hierba recién segada, le dijo su padre:

—Cógete el botijo y la servilleta, y pica hacia casa a mirar un poco por la comida. Nusotros nos quedamos para dar otra vuelta a la hierba con el asta del dalle antes de irnos.

Obedeció Narda sin despegar los labios, pero sin apurarse gran cosa; y mientras se alejaba mies arriba, zarandeando el refajo y echando cantares por la boca, decía su padre a Mingo Ranales, no sé si para rematar la conversación o para empalmarla con otra sobre el mismo tema, tras una bocanada de humo y un regüeldo muy sonado:

—Será lo que tú quieras, compadre; pero no hay quien me arranque del magín que esa muchacha me la ha de hacer, y ha de hacérmela en agosto.

III

Al día siguiente reverberaba el sol sobre el campo, como el fuego a la boca del horno, sin pizca de nube en el cielo ni asomo de brisa en el aire. ¡Gran día de hierba... y de tábanos! Por la mañana había deshacinado tío Luco, con la ayuda de Narda, la del prado segado la víspera, y al darle vuelta cerca del mediodía, sonaba de puro seca. A las tres de la tarde, mientras la mozona volvía del molino, echando los bofes (porque no había polvo de harina en casa y era preciso amasar temprano para que cenaran los obreros al anochecer), con una carga de celemín y medio, dejada allá en grano la antevíspera, tío Luco entraba en la mies con su propio carro, en el cual iba sentada, con su pajero en la cabeza y su refajo encarnado, la nieta mayor de Mino Ranales, zagalona precoz que se pintaba sola para acaldar carros de hierba.

Entre su madre, su abuelo y Baldragas, atropaban en tanto la del prado, formando anchas fajas entre las cuales había de colocarse el carro para cargarlo. Llegaron pronto los bueyes, porque iban a un andar que pasaba de los gustos de su dueño. Pusiéronles bajo el hocico, y para que no se movieran de allí, abundante ración, encogollándola bien a menudo, para que la fueran comiendo sin humillar la cabeza; pero no se logró el intento sino en parte, porque con el calor andaban las moscas desesperadas, y las mansas bestias, no bastándoles el rabo para sacudírselas, daban cada embestida al aire, entre patadas y manotazos, que crujía la armadura y aun se removían y sonaban algunas tablas mal seguras de la pértiga vacía.

Cuando la moza de arriba comenzaba verdaderamente a lucir sus talentos de cargadora, cimentando con arte la balumba que iba formando entre aquellos zarandeos de marejada, es decir, cuando ya salía la carga media braza fuera del carro por todas partes, contando la armadura y la rabera postizas, dijo tío Luco a Baldragas:

—Pica a uncir el carro de mi compadre, y estate aquí con él en un vuelo, que ya sabes lo convenido. Los dos han de salir juntos del prado, para empayarlos en seguida y volver por lo que quede... ¡y mira que te he de contar las zancás y los minutos, para ver los que malgastas en el viaje!

Ceto, sin chistar, soltó la rastrilla, y, con su pipa rabona entre los dientes, salió del prado a buen andar.

Tenía razón el padre de Narda: no valía el mozo tres cuartos en buena venta. Era feo, estevado y de corta alzada, pero nervudo y sano; torcía las alpargatas, rotas por encima de los dedos, y no le llegaban a los tobillos las perneras de sus amorralados calzones de mahón, con remiendos azules y varios agujeros sin remendar. Los aseguraba por encima del hombro derecho con un tirante de orillo, sobre una mala camisa sin botones. Iba en pelo, el cual pelo era algo lanudo y apardado. Bizcaba un poco de ambos ojos, y le blanqueaban mucho los dientes, a pesar del vicio que le dominaba, entre sus labios gruesos y en frecuente retozo con la lengua. Esto y lo saliente de la mandíbula inferior y de los pómulos, lo chispeante de los ojuelos, cierto encogimiento de cuerpo que le era habitual en el instante de las grandes resoluciones, y su viveza montuna, acusaban una naturaleza de sátiro, sensual y vigorosa al mismo tiempo, formada a prueba de todos los rigores del desamparo y de las intemperies.

Y era verdad, como afirmaba tío Luco, que desde el último empaye andaba el mozo más empeñado que nunca en casarse con Narda, que, por cierto, no trataba de quitárselo de la cabeza. Aquello no podía olvidarlo él: lo tenía estampado a fuego en el meollo. Tío Luco, desde el corral y encaramado en el carro, arrojaba las horconadas de hierba al boquerón del pajar; a la parte de adentro del boquerón la recogía una obrera, que se la echaba a Mingo Ranales, el cual la lanzaba con el horcón a la pila; en la cual pila la recibía Baldragas para corrérsela a Narda, que iba arrojándolo por donde más falta hacía para levantarla por igual. Pero en las pilas de hierba se hunden los pies y se tropieza a menudo; y Narda, al correr hacia Ceto, solía caerse, y Ceto, por no haberla visto, porque el pajar siempre es obscuro como boca de lobo, al correr hacia Narda caía sobre ella. Costábale entonces «hacer pie» en suelo tan esponjado, y se agarraba a lo que podía; y muchas veces, después de alzado, por volver a tomar el brazado de heno, tomaba un pedazo de Narda, que aclaraba la equivocación como su apuro le daba a entender; pero nunca con gritos que podrían tomar los presentes por otra cosa. Si el caído era Ceto, Narda hacía lo que él cuando era ella la caída, porque el caso era el mismo con la tortilla a la inversa.

Y así hasta que Mingo Ranales echó arriba la última horconada, y tuvieron que bajarse, dejándose esborregar por la pila, Narda y Ceto, sudando el quilo, rojos como tomates maduros, escupiendo grana y sacándose pelos de hierba hasta de los agujeros de los oídos.

«¿Te pido otra vez?» —le había preguntado Ceto en la última caída. —«Cuanti más antes»—, le había respondido Narda, sin dejarle acabar la pregunta.

Y con aquellos alientos había ido él la misma noche con la demanda, por séptima vez, al testarudo padre de Narda, que a más de negársela, le arrimó un soplamocos. Desde aquel punto se la juró al vicio. Narda, por su parte, había apoyado las pretensiones de Ceto, y también había recibido la negativa envuelta en un sopapo. Al comunicarse estas tristes, mutuas y hasta dolorosas impresiones, apenas recibidas, él se había afirmado en su querer con nuevos puntales, y la había sondeado la voluntad con el esbozo de un proyecto. «Cuanti más antes», le había respondido ella, lo mismo que en el pajar. Y el esbozo llegó a plan sazonado al otro día, y también le había respondido Narda al enterarse del caso, que ya picaba en urgente, «cuanti más antes». No estaba él tan huérfano de valedores como de familia; no faltaban luces de caridad con que alumbrarle las entenderas en aquello que pudiera llegarle al alma; ya sabía él cómo atarle las manos al descorazonado vicio y hacerle pagar de un golpe todas las que le debía... Y se las iba a pagar muy pronto; más pronto de lo que pudiera pensarse hasta por los listos que tomaban a burla sus cavilaciones.

«Pica a uncir el carro de mi compadre». ¡Ya le daría el carro... para llevarle a la horca! «Y estate aquí en un vuelo». ¡Como no esperara otro, ya podía esperarle sentado! Allí no había más que una ley, la ley de Narda: «cuanti más antes»; y esa ley había que cumplir, y se cumpliría a no juntarse el cielo con la tierra, o faltar la moza a su palabra, que venía a ser lo mismo, y tan imposible «pa el cuasi».

En consonancia con estos pensamientos, al entrar Ceto en el barrio, lejos de tomar la calleja que conducía a casa de Mingo Ranales, echó por la opuesta que pasaba por delante del corral de Luco Sarmientos; pero no llegó a él de un solo tirón, no obstante la prisa con que caminaba, sino después de detenerse como medio cuarto de hora en otra casa, desde cuyas ventanas traseras, en el piso del sobrado y por encima del espeso bardal que cercaba su huerto, se veía hasta el portal del padre de Narda.

La cual, en el momento de llegar Ceto a su casa, estaba en la cocina, arrimada a una mesa, sobre cuyo tablero, áspero y roñoso, había una masera en la que la moza, arremangados los brazos hasta cerca de los hombros, iba echando harina, tomándola a dos manos de un saco, entreabierto de boca, que estaba en el suelo. Hacía un instante que había llegado del molino, y aún estaba coloradona, de la fatiga del viaje, con el pañuelo de la cabeza corrido hacia atrás y medio deshecho el nudo de los picos; no más arreglado el de la repolluda garganta, y recogido el refajo hasta cerca de las rodillas. La llegada de Ceto no la sorprendió pizca, porque se lo daba el corazón y contaba con ella. Siguió, pues, echando harina en la masera, sin responder cosa alguna a, las primeras palabras de Ceto, hasta que echó toda la necesaria para la borona que iba a amasar: la más grande de todas las del año. Después hizo un hoyo en el centro, y comenzó a llenarle de agua. El mozo, en tanto, tomaba un ascua de la lumbre con su mano encallecida, y la metía en la pipa rabona. En seguida se arrimó a Narda, precisamente en el momento en que ésta hundía los dos brazos en la masa.

—Yo en tu caso —la dijo—, no me cansaría ni tan siquiera en eso... Que se chumpen las...

—¡A ver si te estás quieto con las manos, Ceto!... Hay obreros en casa, y todos son de buen diente.

—Que coman clavos, Narda, que no merecen más... Pero no es ese el caso: a lo que vengo, vengo.

—¡Y dale con las manos!... ¿Ves? Ya lo pasé de agua.

—Pues echa más harina, y anda por la posta... o déjalo sin hacer, que sería lo más acertao. ¿Estás en tus trece, Narda?

—Pienso que lo estoy.

—Pues mira lo que pasa, pa que te duermas. El carro de tu padre está a medio cargar; yo vine a uncir el de tu padrino, pa golver allá en un vuelo. No pienso en tal cosa...

Aquí un ratito de silencio: Narda revolviendo la masa, y Ceto chupando la pipa. De pronto exclamó ella:

¡Ya lo pasé de harina!... ¡Esto es un puro barro!

—Échale más agua —repuso él; y añadió en seguida, mientras ella entornaba la escala, con las dos manos, sobre la masera: —No hay alma viva en la barriá; too el mundo está en la mies... Si tardo en golver allá, recelará tu padre y picará pa casa... ¡y si nos alcuentra juntos, Narda!... ¡si nos alcuentra juntos!...

—¡No m'aceleres, hombre!... Por tanto jurgarme, ya se me jué la mano, y esto es una poza.

—Güen remedio tienes: echa más harina.

—¡Ya, ya!... Pero a ese paso...

—¿Oístes lo que dije, que es lo que más importa?... El barrio está soluco... ¡soluco de too!... ¿Te vas enterando, Narda?... Digo que soluco... y sin alma viviente... Los pasos están daos, y cada cosa en su punto..., ¿Lo has oído bien?

—¡El Señor m'ampare!...

—¿Qué rejón te clavan ahora?

—Que espesé la masa otra vez, y no puedo regolverla.

—Pues échala más agua, torda, y no te apure el caso... Mucho más debe apurarte el otro... ¡Por vida de...! ¿Estás en tus trece, u no lo estás?

—Lo estoy como lo estaba, Ceto; pero hay que mirarse una miajuca...

—¡Mal rayo me parta!... ¿Ahora me sales con esas?... ¿Qué es lo que te espanta?...

—La ira de mi padre, Ceto, y el decir de las gentes...

—¡La ira de tu padre!...

—¡Virgen de la Miselicordia!...

—¡Qué te duele, Nardona del demontres?

—¡Que esto es una mar, y malas penas me coge ya en la masera!...

—Echa más harina, y verás cómo abaja el caldo...

—¡Quiera Dios que me acance lo que me queda en el saco!

—¡Con que la ira de tu padre!... Bien probá la tienes tú. Pa que tome a la juerza lo que no quiere en voluntá, amañemos la trampa... ¡y ahora te asusta!...

—¡Trampa!... ¡Y bien que trampa es ello! que si no lo juera tanto, no me desafligiera yo, Ceto.

—¿Te me güelves atrás, Narda?

—¡Eso sí que no, Ceto; que a leal de palabra no me gana naide!

—Pues pierde esta ocasión y no pescas otra tan aína. Por eso me consumo yo... por eso me jierve la sangre al ver lo remolona que estás, como si te sobrara el tiempo...

—¡Ay, Virgen Santísima de las mesmas Angustias!...

—¡Por vida de mi agüela! ¿Qué otro pujo te consume, Narda?

—¡Qué ha de consumirme, Ceto? ¡Bien a la vista lo tienes!... ¡Que se acabó la harina del saco!... ¡que no hay otro polvo de ella en casa, y que esto se quedó en caldo, como lo estaba!... ¡Güena la hice yo! ¿Qué va a comer esa gente? ¿Qué dirá mi padre?... ¡Y tú tienes la culpa, Ceto, por acelerarme tanto!...

—Castigo de Dios, Narda, por malgastar el tiempo que hace falta pa cosa mejor... Que coman centellas... Pues si estás aquí cuando venga tu padre y arrepara en ese estropicio más, piensa en la mortaja, porque lo menos menos, te abre en canal.

Narda plegó entonces su corpazo sobre el banco de la cocina, y quiso como gemir un poco, escondiendo media cara entre las manos, que no se acordó de lavar.

—¡Ahora moquiteas? —le preguntó Baldragas con disgusto, sentándose a su lado y pasándole un brazo sobre el pescuezo.

—Hombre —replicó la otra, alzando la cara llena de engrudo—, déjame echar un par de glarimucas tan siquiera: me paece que el caso bien lo pide... ¡y a ver si te estás quieto!

—Echa anque sea una azumbre de ellas, Narda; pero mejor juera que las echaras andando... ¡Mira que el tiempo va que vuela!... ¡mira que puede venir tu padre!...

—¡No me le mientes, Ceto, que con sólo alcordarme de cómo se pondrá!..

—Ya se ha hablao de eso: se pondrá ajumando y tocará las vigas con las uñas; pero dormirá a la noche la corajina, y acabará por hacerse a la gamella. Él necesita un hombre que le ayude: ¿qué más da que ese hombre sea yo u que sea otro? En esto ya estábamos, Narda, y con too y con ello, bien firme dijistes que «cuanti más antes».

—Y te lo digo ahora... ¡Deja esas manos quietas!...

¡Cuidao que es mucho cuento!... Pero ponte en los casos, Ceto.

Ceto, con los hocicos engrudados, se volaba con aquellos reparos, porque el tiempo corría, corría... y Narda no acababa de arrojarse. Pasó así media hora: Ceto apremiando, ora con palabras, ora con pellizcos y manoseos, y Narda queriendo y aguantando, pero sin pasar de allí; hasta que, de pronto, alzaron los dos la cabeza en actitud de escuchar. Habían oído un chirrido lejano, lento, desconcertado y clamoroso: el cantar del carro de tío Luco. ¡Bien le conocían ellos!

—¿Qué dices ahora? —preguntó Ceto incorporándose.

Narda hizo lo propio. Miró a Ceto, a la masera, y a la lumbre sin borona, y al saco vacío, y se acordó del pajar, y de la bofetada siguiente, y de otras muchas más, y respondió resuelta:

—Que cuanti más antes.

Era, en efecto, el cantar del carro del tío Luco.

Cuando éste notó que pasaba el tiempo y no asomaba por la portilla de la mies el de su compadre, comenzó a temer algo que le inquietó y le hizo echar las horconadas de hierba a escape y de cualquier modo. Por otra parte, las moscas no dejaban sosegar un instante a los bueyes, y se temía a cada momento un grave estropicio por este lado. Se abrevió, pues, la tarea cuanto se pudo; y después de bajarse la moza cargadora (que ordinariamente vuelve de la mies sobre la carga) por temor al posible percance; puesto tío Luco a la cabeza misma de los bueyes, a los cuales enderezaba piropos en dulce y cariñoso acento como si le entendieran, y yo creo que le entendían, y arrimados los demás obreros a ambos lados del carro con las rastrillas y los horcones alzados, por si había que apuntalarle en un balance demasiado brusco, comenzó la vuelta a casa atravesándose las praderas a buen andar, y cuando se llegó a la barriada, arrimándose los bueyes con ansia bravía a todos los bardales de los callejones, para rascarse el pellejo y espantarse las moscas que los acribillaban, con lo cual se peinó la carga algo más de lo conveniente; pero tío Luco no reparaba en ello, porque cuanto más se acercaba a su casa, más recio le golpeaban en la mollera los malos pensamientos.

Al llegar a la corralada, antes de arrimar el carro a la pared debajo del boquerón del pajar, llamó a Narda a gritos; pero nadie le respondió. La puerta estaba entreabierta. Lanzáse hacia allá desatinado; entró en casa de un brinco... y la soledad en ella. Sobre la mesa de la cocina estaba la masera rebosando de agua con harina, clara, muy clara, y debajo de la mesa el saco vacío; en el llar, las brasas apagándose, pero ni señal de borona cociéndose. Olía por allí a la peste de la pipa de Ceto.

—¡Ya me la hizo esa bribona! —fue lo primero que dijo, llevándose las manos a la cabeza.

Salió al corral, contó lo ocurrido, apuntó sus recelos, y pidió por Dios a los oyentes que le ayudaran a buscar a la pícara que tal vejez le preparaba.

—¡Mucho ojo a los maizales! —decía a la gente que ya se disponía a ayudarle en las pesquisas. Onde veáis uno que se menea, golpe a él, que ellos u otros tales serán, porque hoy no anda viento que vos engañe. Si hay una casa abierta, preguntar allí, y a los mesmos pájaros del aire que topéis al paso.

Se dejó el carro abandonado, y se dispersó la gente por la barriada. Tío Luco volvió a entrar en casa; lo registró todo, hasta el pajar y la cuadra... Silencio y soledad en todas partes.

Del vecino de enfrente sabía él que amparaba mucho a Baldragas. Vio una ventana abierta en su casa, y se resolvió a ir allá; pero dio primero unas vueltas por el huerto y alrededor del maizal colindante. Nada... Corrió entonces a la casa del vecino. La puerta cerrada. Saltó el portillo del huerto trasero, se encaró con la ventana abierta, escuchó un instante, y oyó hablar adentro. Llamó, y callaron las voces. Volvió a llamar... y a llamar... y a llamar, hasta que apareció en la ventana... ¡la aborrecida jeta de Baldragas!

—¿Ónde la tienes, bribón? —preguntole, ronco de coraje, tío Luco.

—Onde usté no puede cogerla —respondió muy fresco el preguntado, poniéndose de codos a la ventana.

—¡He de verte en presidio, tunante!... Y por lo que toca a ella, yo la alcontraré, por escondía que se halle...

—La ampara la Josticia, y no la verá usté el pelo hasta que el señor cura nos ponga bien a cubierto con agua bendita.

—¡Mal rayo vos parta, hijos de una...! ¡Ladrón!... ¡desalmá!

En esto se oyeron golpes y trastazos y como estruendo de cantos en revoltijo hacia el corral de Sarmientos. Miró Ceto desde la ventana, y gritó a tío Luco:

—¡Que mosquean las bestias!

Sin oír más, Sarmientos voló hacia su casa, con la cabeza al aire, la aguijada en la mano y la boca abierta. ¡El tábano la había hecho al fin! Los bueyes le habían sentido encima, y locos de furor tomaron la huida por derecho, atropellaron la paredilla seca del corral, rompiose allí el eje, volcó la balumba; y cada vez más locas las bestias, continuaban arrastrando la pértiga por la calleja, revolviendo los cantos del suelo y dejando, por señal de su carrera furiosa, montones empolvados de la carga...

Tío Luco, esparrancado en mitad de la calleja, con los pelos de punta y los brazos en alto, volviendo los ojos tan pronto a la casa del vecino como a los bueyes que se iban perdiendo de vista, clamaba con voz de espanto y desconsuelo:

—¡Esta es la mi suerte! ¡Di ahora que no, compadre!... ¡No hay que darle güeltas!... ¡Lo esperaba yo, porque tenía que venir, y siempre jué lo mesmo! ¡La peste de mi casa!... ¡La ruina de mi hacienda! ¡La deshonra de mi sangre!... ¡El AGOSTO!... ¡El AGOSTO!...


Publicado el 18 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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