Cutres

José María de Pereda


Cuento


El dibujo era de mi pertenencia, por espontánea e inmerecida generosidad del artista, como constaba y consta en la dedicatoria al pie, de su puno y letra; lo cual, por sí solo, le daba ya, en mis adentros de hombre agradecido, un valor excepcional. Pero con ser este valor tan grande, aún me parecía mayor el que tenía en absoluto el cuadro, considerado como obra de arte y como primera y palpable revelación, a mis ojos, de los talentos del artista, mozo santanderino, en quien el delicado sentimiento de la tierruca madre no se ha embotado ni se embotará jamás con el roce continuo de la jerga ramplona de los alegatos en papel de oficio; como no ahondarán los barnices de la vida madrileña en la epidermis de su cepa campurriana.

Me complacía yo en pensar esto del artista en presencia de su cuadro, y en creerlo a pies juntillas, porque, para mí, es innegable que ciertas delicadezas de estilo no pueden tenerse sin una exquisita afinación del sentimiento de la cosa tratada; inquiría, como lego, los procedimientos seguidos por el dibujante para lograr aquellos efectos de verdad y de hermosura en su obra; admiraba tan pronto lo acertado de la composición como la destreza de la mano ejecutora del pensamiento; regocijábame en hacer con el mío rápidas excursiones al campo del arte montañés; contaba y clasificaba a los artistas por orden de géneros y hasta de edades; resultábame de tan varias, independientes y ricas manifestaciones, una tendencia común, una perfecta unidad final, como resulta en la fábrica del gallardo monumento con todas y cada una de las partes que le componen y que tan diferentes parecían entre sí, desparramadas y en manos de los artífices que van dándoles la forma determinada por el arquitecto; colábanse por este resquicio la idea de la escuela, el esbozo de la región; algo de lo que puede haber en estas ideas de ilusorio, por espíritu de raza o por embriaguez patriótica; mucho de lo que, aunque irrealizable, tiene de bueno el achaque, por lo fecundo que es en nobles empresas y en generosos esfuerzos locales, que, a la postre, lucen en beneficio y en gloria de la patria común... en fin, hasta pesaba y medía el cuadro, que ya era mío, recordando sitios y espacios, para elegir el más conveniente para colgarle, cuando se me dijo que preguntaba por mí «un hombre de allá».

Hay que advertir que estos «hombres de allá» siempre llegan a mi casa (y llegan cada día desde los de mi mocedad) a la hora y en las ocasiones menos a propósito para entender yo con paciencia en los roñosucos «particulares» que los sacan del lugar: por lo común «expedientes» que «no corren» en estas oficinas; diferencias sobre intereses con el convecino; juicios en apelación al juzgado de primera instancia; cartas de recomendación para el Preste Juan de las Indias, o para el mismo Príncipe de los Apóstoles, portero de la Gloria celestial, «motivao al muchacho que anda por los mundos» y desea mejorar de fortuna, o a «la difunta que falleció» la víspera y pudiera, «con un buen empeño», verse libre de las penas del Purgatorio; a menudo, porque la cosecha ha sido mala, el perdón de la renta o el anticipo «pa salir avante del mayor apuro a la presente»; la fianza para aquello o el consejo para lo otro, y así, por este orden, hasta los pajaritos del aire o los cuernos de la luna, porque, los benditos de Dios, no se paran en barras, puestos a pedir lo hacedero y lo imposible.

En todos estos casos, relatos eternos y digresiones interminables; los puntos litigiosos, sacados a tenaza por mí; salivazos en el suelo, tres libras de barro molido y estirado a pisotones sobre el hule, mal herido, además, por las tachuelas de los blindados borceguíes, y una humera, densa y asfixiante, del tabaco más malo que puede suministrar la Dirección de Estancadas, puesta de intento a darlo de lo peor... Vamos, que me cuestan un sentido, en todos conceptos, esas benditas gentes, que, por remate y «finiquito», no me lo agradecen tanto así... ¿Agradecer dijiste? ¡Buenas y gordas! Gracias que no se me responda lo que cierto compadre a quien yo ponderaba los sudores y congojas que, en dos meses de brega, me había costado poner en claro un derecho suyo desconocido en determinado centro oficial: «Si usté, al meterse en lo que no le importa, supiera teclear como es debido, más pronto... y mejor quizaes, hubiera sido el resultante». ¡Y lo había ganado con costas, y yo le había servido a sus instancias y de balde... y poniendo dinero encima! De veras: hay para pegarlos, muy a menudo. Pues así y todo, sufro y estimo, ¡qué estimar? amo a esos «hombres de allá», por el más sarnoso de los cuales me lío la manta al brazo a cada hora, para habérmelas con el lobo mismo, como si la oveja fuera de mi rebaño, sangre de mis venas, o fibra de mis propias carnes; y frecuento oficinas, y escribo cartas, y molesto a los amigos, y aburro al más paciente y estimado de todos ellos, ¡yo que jamás he «incoado» un expediente propio en ningún centro del Estado, ni por asuntos de mi pertenencia he dado los buenos días, en todos los de mi vida, al más modesto funcionario!

Conste que no lo puedo remediar, y vamos al caso.

Pregunté qué hombre era el que me buscaba, y me respondieron que «uno muy oscuro», que se llamaba no sabían si Blas o si Juan, si Roque o si Gómez, porque el hombre no se dejaba entender.

No caí en la cuenta por estas señales. Pedí algunas más, y a poco rato me dieron estas otras:

—Dice que es Cutres.

¡Cutres! ¡Cutres en la ciudad! Lo menos hacía veinte años que Cutres no ponía los pies en ella. ¿Qué río se había salido de madre, o qué monte se había desborregado en el lugar? Porque, vistos los antecedentes de Cutres, y conocidos como yo los conocía, se necesitaba un verdadero cataclismo para hacerle salir de sus enroñecidos quiciales. De cualquier modo, con la visita anunciada había para que me temblaran las carnes; porque Cutres era de los hombres «de allá» que más me daban que hacer. Siempre tenía en tramitación dos o tres expedientes, dos juicios de faltas «para el sábado que viene», y otros tantos en apelación; y todo ello por ser Cutres el hombre más testarudo que ha nacido de madre; por el condenado empeño de hablárselo todo él solo, después de forjarse las cosas a su gusto en la empedernida mollera. Oía o soñaba el agravio, la reclamación o el consejo; bajaba la cabezona hirsuta, fruncía las cejas grises, cerraba los ojos mortecinos apretando mucho los párpados... y allá va esa descarga de sonidos broncos, desconcertados y feroces, intraducibles en ideas ni en palabras. Se le llamaba a la razón con templadas reflexiones para explicarle el caso, para que oyera, cuando menos. Peor. La interrupción le cegaba más, y el zumbar de su palabreo incesante y confuso, llegaba al mugido del torrente en el fondo de una sima. De tiempo en tiempo, un estampido, una detonación, como si estallara algo allá dentro. Era una interjección, o una desvergüenza, o una injuria: «¡Ajo!... ¡La tal de tu madre!... ¡Ladrón!... ¡Saca-mantas!». Lo único que se le entendía claro en sus tremendos desfogues; y como había testigos, y él no escuchaba a nadie ni quería «volverse atrás de lo dicho», demanda «al consiguiente», y a juicio verbal «el sábado que viene». A este tenor, sus negocios con el Municipio o con la Hacienda; y expediente al canto... y a mí con el mochuelo al otro día, de palabra si me hallaba a la vera, o, si en la ciudad, por el correo, en letras como perojos, que parecían hechas con la ahijada, sobre papel de hilo barbudo, y cerrada la carta con pan mascado.

¡Y este hombre había sido risueño y campechano, cantador y bailarín, la alegría del lugar!... hasta que se acabó «la carretería». Desde entonces, y por eso sólo, se hizo esquivo, lúgubre y desapacible, y se declaró en guerra implacable con todo el género humano. El mundo ya no andaba para él, ni las cosas que pasaban eran valederas ni producían derechos para nadie. Todo estaba fuera de la ley, incluso el tiempo, considerado por Cutres como una suelta, más o menos larga, que tendría su fin más tarde o más temprano, llegado el cual, volvería él a uncir... y hala con lo tuyo por el camino de siempre.

Pero la suelta duraba y duraba... y duraba, y el peso de los años que corrían, aunque ilegales, iba quebrantándole los bríos, arrugándole el pellejo y encorvándole los hombros. Él tenía fe ciega y tenaz en la vuelta de las aguas al abandonado cauce; pero ¿cuándo sucedería eso? Al paso que iba desmoronándosele la armazón, que fue de encina brava en otro tiempo, cuando se tocara a uncir de nuevo y a preparar la mostela, ¿tendría él agallas ya para subirla al carro?

Y esto le impacientaba y le consumía, y con ello iba haciéndose, de hora en hora, más feroz e inaguantable.

A la sazón de preguntar por mí, tenía por acá tres expedientes dormidos en los respectivos centros; expedientes forjados a su manera sobre soñados atropellos del Municipio de allá. Se habían dejado dormir de propio intento y por obra de caridad, porque el menos improcedente de todos ellos contenía descomedimientos y crudezas de sobra para dar que hacer en el asunto, por razón de desacato, al juez de primera instancia. Cutres no quería entenderlo así; y en su empeño obcecado de ver en Ceuta al Alcalde, y en la cárcel al Gobernador que «le encubría», me había puesto a mí para pelar cincuenta veces, de palabra y por escrito, suponiéndome primero tibio en ampararle a él, y, por último, cómplice y encubridor de «los otros», por lo que se me pudiera pegar, «si a mano viene».

¿Había o no para que me temblaran las carnes al saber que Cutres estaba en la ciudad, y a la puerta de mi casa, resuelto a verse conmigo?

Mandé que le hicieran entrar; y entró, poco a poco, a paso de buey, marcando con dos golpes cada pisada de sus enormes borceguíes; en la mano un palo corto, rayado a fuego; vestido de paño pardo y con camisa de estopilla, a la moda de treinta y cinco años atrás. Guardó en un bolsillo del chaleco la punta apagada del cigarro que traía entre los amoratados labios, para darme los buenos días, sin pensar en descubrirse la cabeza; y del modo que ya se le ha descrito, desde el vano mismo de la puerta, donde se quedó parado, me disparó la andanada; pero, en honor de la verdad, no con la artillería gruesa. Así y todo, se llenó el cuarto de ruidos, y temblaron dos cristales mal seguros en sus mortajas. No le entendí una palabra, porque no hubo injuria, ni interjección, ni desvergüenza; lo cual era de agradecer, y se lo agradecí.

Mirándole y admirándole y gozándome en contemplar su estampa original y pintoresca, dejele que se desfogara a su gusto; y cuando ya abrió los ojos y pudo mirarme y verme, con señas y ademanes expresivos le invité a que pasara más adelante y se sentara cerca de mí. Pasó y sentose, poco a poco, muy poco a poco, y al carel de la butaca arrimada a la pared, casi debajo de un aparato telefónico, por más señas. ¡Qué acabado estaba el pobre hombre! ¡qué vicio, qué acartonado y rugoso, y cómo olía a humo de cocina, de cuyo fuego eran señales las cabras que se le veían en las enjutas canillas por debajo de las campanas de sus perneras!

Estando así sentado, quedaba enfrente de él, y muy cerca, el cuadro de que íbamos hablando, colocado sobre una silla, tal como yo le había puesto para contemplarle a mi gusto.

Pensando en la manera de conjurar aquella tormenta que se me había venido encima de repente, en el breve espacio de silencio durante el cual tuvo mi hombre clavados los ojos en el cuadro, y andaba yo con los míos del cuadro a él y de él al cuadro, acordeme de que en la naturaleza bravía e irracional de Cutres había una cuerda sensible y entonable con el sentido común y el lenguaje humano, y traté de herírsela, para distraerle un poco del asunto que le había sacado de casa, a pie y andando, por las señales del barro blanco de sus borceguíes, y por constarme bien que no se movía su cuerpo de otro modo, o en carro de bueyes... ¿El tren?... Primero el coloño de espinos, «arrastrao por las patas, u la horca mesma».

—¿Qué le parece a usted esto? —díjele corriendo más hacía él la silla en que estaba el cuadro.

El hombre, que aunque le miraba no le veía, se encogió de hombros por toda respuesta. Contaba yo con ello, y le añadí:

—Mírele bien, que hay algo ahí que le interesa a usted.

—¿A mí? —exclamó entre admirado y desdeñoso.

—A usted.

Volvió a encogerse de hombros, y volví yo a insistir en que mirara bien, metiéndole el cuadro por los ojos.

—A manera de puente cascao —dijo al fin, después de mirar el dibujo con la cabeza entornada, tan pronto a un lado como a otro, la boca muy abierta y haciendo embudos con los labios. —Y si no lo juere —añadió sombrío— que, no lo sea. A mí, ¿qué cutres me va ni qué me viene en ello? ¡Ajo! En esas penturucas con que tiene apestá la casa de allá, y la de acá por lo que veo, gastará usté los dinerales que estarían mejor gastaos en sacar avante la hacienda ultrajá de un probe como yo. ¡Cutres! A ver cómo anda eso vengo, ¡ajo! y no más que a eso.

Se me iba, se me iba el salvaje por los cerros de su gusto, si no me apresuraba a atajarle.

—Mire usted, Cutres de los demonios, cabezón y testarudo —díjele apuntando al mismo tiempo con el dedo—, ¿ve usted esta figuruca de hombre, metida en una O grandona?

—Pué que la vea —respondió volviendo a mirar como antes.

—Pues es la estampa de un campurriano.

—¿Por ónde es campurriano eso, cutres?

—Por la cara, por la gorra de pelo, por la pipa, por la capa...

—Por el... ¡ajo! ¿Ónde están los zajones? ¿ónde están las albarcas de pico entornao? ¿ónde los escarpines negros con botonaúra?

—¡Otra te pego! ¿No ve usted que esto es un retrato de cintura arriba?

—Y ¿ónde se han visto campurrianos que no tengan ná de cintura abajo, cutres? ¡Y si habré visto yo campurrianos en mi vida!... ¡Ajo!

Ya estaba clavado mi hombre. Expliquele, como mejor pude lo que era un retrato de medio cuerpo de un hombre que le tenía cabal, sin que Cutres cayera de su burro, por supuesto, y le señalé otro detalle del cuadro.

—Esto que usted cree un puente cascado, es un pedazo de una iglesia célebre que está en Cervatos, cerca de Reinosa.

—¡Reinosa! —exclamó estremeciéndose.

—Sí, señor —añadí ahondando en la herida abierta—: Reinosa. Todos estos peñascos, y estos montes algo nublados, y este tronco viejo... y hasta estos patucos que se bañan en esta poza, son cosas de por allá, de Reinosa; y escondido en estos repliegues de los montes, irá el camino real que tanto ha trillado usted.

—¡Treinta y dos años hace —exclamó en un mugido que retumbó en toda la casa—, días más que menos, que no le pisan los mis pies dende Corrales pallá!... ¿Se puede vivir así? ¿No es hora ya de que cambeen las cosas? ¡Ajo! ¡Ladrones dilapidaos!...

Templele un tanto las iras, porque no me convenía tampoco que se dejara llevar de ellas en el terreno en que le tenía ya; y con la ayuda de ciertos toques cuyo buen efecto conocía yo por la experiencia de su trato, le encarrilé blandamente por donde me proponía, seguro de oírle lo que ya me había contado cien veces, pero también de apartarle con ello del negocio de los expedientes; y eso, que no dejaba de interesarme el por qué de su venida a tratar de ellos pico a pico conmigo en la ciudad.

—Aquello era las Indias, ¡las puras Indias, cutres! —llegó a decirme, echándose el sombrero atrás, animado el rostro sombrío y con las dos manos sobre el garrote chamuscado.

—Yo espencé el trajín de mozo, con el carro de mi padre: le gané un platal diendo y viniendo... ¡ajo! lo que se llama un platal. Me casé en su día: la mujer llevó algo de por sí, yo tenía otro poco por mi padre; jallemos quien nos diera a renta lo demás, y como dos pepes, ¡ajo! como dos pepes caímos en la casería... Dos vacas de vientre, una pareja tudanca de lo mejor de la feria... ¡Cuarenta doblones pagó el amo por ellas! Había entonces con ese dinero pa mercar un navío de tres puentes. La pareja curriente, treinta doblones, menos que más. No se conocía el carro de rayos que anda ahora: la carreta de Penaos, que costaba una onza, u el rodal de maera que no pasaba de cuatro duros: la carreta, por estrechuca de llanta, se comía las ganancias en potargos: el rodal de maera, con una llanta postiza, daba mejor cuenta, y eso se estilaba entre los que más, salvo los marinos de Bezana y por ahí, que se metieron en lujos de carros con galga, parejas dobles, mantas y atelajes que tenían que ver, pollos y chorizos en las sueltas; y así salieron ellos al finiquito, cutres, cuando la cosa paró: en cueros vivos y a la temperie del camino real, que ya no daba un . Nusotros, pa un por si acaso, siempre guardemos el quinto pa el alma, como el otro que dijo... A lo que iba: la mujer (que Dios haya perdonao) era un brazo de mar, lo mesmo con hijos que antes de tenerlos; de modo y manera que, al irme yo a porte, no se conocía la falta en casa, porque ella remaba por los dos y amenistraba por deciséis. Salíamos, de cada golpe, los ocho u los doce carros del lugar, en ca compañía. Un sujeto de ellos, el más curriente y avisao de pluma, llevaba el gubierno, con voz y mando, pa la carga en Reinosa y el cobro de la guía en Santander. Siempre juí de éstos, cutres, siempre, por sujeto leal y socorrío en cuentas de retaporción. Pues, señor, que dos días de repaso a la pértiga y al rodal; que amaña esta trichoría; que pon este verdugo; que el encañao del toldo, y la jabonera en su punto; que llegó la hora; y el jabón a la jabonera, y los garrotes del pienso colgaos de los armones detraseros, y la saca de ceba aentro... y hala pallá, cutres, con la pareja enmantá, el eje bien enjabonao por la calentaera, pa que no cantara, porque sí allegaba a cantar, multaban los camineros... multaban, ¡ajo! multaban... y con mucha cuenta y razón, ¡cutres! que a cantar cá carro de aquella senfinidá de ellos, cosa juera de no poderse vivir en los vecindarios transeúntes... ¡Santísimo Cristo de mi padre, cómo estaba aquel camino real por aquellos estonces de la pompa de la carretería!

La repentina visión de ello debió de deslumbrar a Cutres, porque al mencionarlo se llevó las dos manazas a los ojos, dejando caer el palo entre las piernas; y así estuvo a obscuras un buen rato, bufando como un jabalí y balbuciendo palabras que yo no le entendía.

—Le digo a usté —continuó enderezándose y volviendo a empuñar el garrote—, que había veces que no sabía uno cómo enrabarse en la ringlera al abajar al camino, u al salir de la suelta, porque no se jallaba un claro por onde meterse. Aquello era el sinfinito de carros por las dos orillas, diendo el un rosario, y otro que tal golviendo. Lo que a mí me entraba al ver aquel trajín... y al agolerle, ¡cutres, al agolerle tamién! sí, señor, porque agolía: agolía el aire como a jabón recalentao, de tantísimos ejes, con su punto, además, de vaho de las tabernas... Lo que a mí me entraba estonces, no es pa dicho con palabras. Lo mesmo era verme allí, ya me tenía usté con la ahijá por los hombrales, los brazos por encima de ella, colgando dispués palante; y toná va y toná viene, al andar de la pareja y a la vera mesma del carro... Un puro silguero, vaya, porque no cerraba boca en lo mejor del camino. Los otros compañeros, en escomenzando yo, se me iban arrimando poco a poco; y éste ahora y el otro dimpués, acababan por entonar conmigo toos ellos. ¡Offf! ¡Ajo!... y sépase usté, por si no lo sabe, que siempre y en toas partes era yo estonces lo mesmo. Yo nunca supe hasta dispués lo que era la malencunía negra, como ésta que me viene consomiendo y acabando malamente, por culpa de las picardías de otros hombres que han güelto lo de arriba abajo en las cosas de la tierra... ¡Mal rayo los parta, cutres! por la metá de los riñones, ¡ajo!

Viéndole temblar de ira y con los ojos casi cerrados ya, señales infalibles de sus malos propósitos de largarse otra vez por los cerros de su barbarie, atajele de prisa, pero con sumo cuidado para no embravecerle más.

—Vamos —le dije—, a lo que íbamos, y que tanto me gusta oír de boca de usted. En acabando con ello, le ayudaré yo a echar un buen coloño de rayos y centellas sobre esos pícaros malhechores que lo merezcan. Ya estaba usted en el camino real, hecho unas tarrañuelas y cantando como un jilguero, entre dos filas de carros sin principio ni fin, oliendo a jabón recalentado y al vaho de las tabernas. ¿Y qué más?

—La primera suelta —continuó Cutres volviendo dócil, como un buey, al camino hacia el cual le arreaba yo—, era en Somahoz. Allí el pan y el vino pa acompañar al torrendo que usté llevaba de casa. El sueño, encima de la saca. La taberna del portalón onde dejaba usté su hacienda arreglá, escripía de carreteros; los de la Marina, tratándose a cuerpo de rey; los demás, a lo probe; y el más cuerdo, amañándose la probeza en la sartén de su propiedá, en el mesmo por talón, o matando el ujano del hambre a pan y navaja. Yo siempre fui de éstos, ¡ajo! siempre, salvo uno que otro caso, y porque no se dijiera, en este compromiso u en el de más allá... Porque motivos pa echase a perder el mejor de los hombres, los había a manta allí... ¿ónde no los hay, cutres? San Pedro pecó negando a Cristo, y el más justo cae siete veces, aunque se agarre bien... Sobrando el tiempo y siendo las noches largas, había en las sueltas de too, hasta briscas de a peseta el partío, que era cuanto podía haber; y andando la baraja y el vino tan currientes, no es mucho de extrañar que una vez que otra saltara el camorreo entre los más vidrosos, y se alumbrara por remate daque garrotazo... Pero repito que eran habas contás estos desgustos; y bien puede jurarse que nunca se vio en ellos una navaja. ¡Nunca de Dios! ¡Siempre la ahijá! Y en güena hora lo diga, que casqué más de cuatro en las costillas de unos y otros, por amparar a algún compañero: en los jamases por culpa mía. Ahora, si al alcontrarse en el camino la carretería de nusotros, pinto el caso, con la de los litos de Güelna, que tenía lo que se llama vicio de apalear, le decían a uno daque ultraje u disvergüenza, ¡ajo! la cosa ya era difirente, porque no estaba en manos de uno el contenerse; y hasta la güena crianza le obligaba a uno a ventear la ahijá antes con antes. Pero esto, por no buscao y muy pasajero de suyo, no lo cuento yo por males de la carretería. Ya subiendo las Hoces, la primera suelta del meodía era en Santolaya, y la segunda, de noche, en Lantueno. Al romper el alba siguiente, en Reinosa. A tiro hecho y a precio curriente, a cargar. Tantas arrobas en tantos carros; ochenta o noventa de ellas el que más, de una pareja. Se estipulaba el montante en la guía, que me llevaba yo, como asimesmo el socorro de dinero entregao a cada uno de la compañía, pa el debido rebaje del total en Santander, y güelta varga abajo por los mesmos pasos que se habían contao varga arriba. Sin más, ¡ajo! sin más... y jala, jala, como una seda hasta la puerta de casa, como el otro que dijo; vamos, hasta el Regato... Allí una suelta, y la pareja a casa, pa que a los probes animales no les entrara solengua... ¡Ajo! porque son así de suyo: más sentíos y leales que los hombres mesmos. Con ese tente en pie y ese recreo, güelta al camino real: las bestias tan campantes, y yo detrás con la mostela a cuestas: la ración de los probes animales pa lo que les faltaba por bregar. A uncir al vuelo, y palante otra vez, ¡cutres! siempre palante. Jala, jala, Pedroga y Puente-Arce allá, una suelta en Bezana por la noche, y al romper el día en Santander, pa descargar tan aína como se abrieran los almacenes. Ahí va la carga, ésta es la guía, resultaba conforme, venga el sustipendio, que se me entregaba a mí solo, por el camino y andando se hacía el reparto en el aire, dábase a ca uno su por qué debido; y a prima noche en casa, el carro en el portal, la pareja en la corte y bien trisná, y al pico del arca, por propia mano de la mujer, los tres y los cuatro napoliones de a decinueve que uno la entregaba por llegar, limpios y saneaos, como los mesmos soles, ¡ajo!... Sin más. En veces salía carga en Santander pa algún punto de la güelta, como salía de vena en Requejá pa las ferrerías de Portolín o de Montesclaros al dir parriba; y esto más locía al resultante por mejora del peculio. Pero lo fijo era lo otro, que en sí mesmo podía beneficiarse mucho, como yo lo beneficié, ¡ajo! lo beneficié, porque sabía el cómo; me empeñé en hacelo, y me salí con ella, ¡cutres! Me salí con ella. Motivao a las vargas de acá que se subían de cargao, nenguna pareja arrastraba, sin quebranto, más de ochenta arrobas: a lo más noventa. Tres bestias, ya eran otro cuento. ¡Cutres! a buscar la tercera, decíame yo, dispierto y soñando. Y piensa que piensa y agorra que agorra, y pidiendo a réito el pico que me faltaba, compré el sacaízo. ¡Ajo! Dende aquel día, las ciento veinte, las ciento treinta y hasta las ciento cuarenta arrobas... como una seda, y los siete y los ocho duros netos, al pico del arca, a cá güelta de viaje, de viaje corto... Corto digo, ¡ajo! porque dende que tuve sacaízo, no me contentaba con Reinosa, y porteaba dende el mesmo Alar. Nueve días viaje reondo, y doscientos riales libres, lo que menos. ¡Daba gusto, cutres, lo que se llama gusto, ajo!... Pero, hombre, ¡lo que es una bestia sola delante de una yunta y jalando con ella varga arriba! Tiene más cuenta que otra pareja más con su carro correspondiente. ¡Y qué sacaízos tuve yo siempre, me valga la Virgen de la Soledá! El último de ellos en particular, el último de ellos, ¡ajo! el último de ellos fue el pasmo de la carretería. Tasugo era de pelo, y un poco cerrao de gamas; pero ¡con una voluntá, y unas anchuras, y una firmeza de remos!... Como este brazo se le ponían las cuerdas del piscuezo cuando jalaba cuesta arriba, ¡Qué jalar de bestia! ¡Ajo! a pico de pezuña y triscando las cadenillas. ¡Las cadenillas, cutres! porque yo nunca quise los tirantes de cuartajo, que a lo mejor se podrecían y le dejaban a usté en blanco en la varga de más empeño... ¡Ajo! siempre cadenillas, como hombre avisao; y por serlo, tuve yo siempre en su punto toos los avíos de carretero... Una vez me tentó la cubicia y llegué hasta Palencia. Tardé quince días en dir y venir: me salió mal la cuenta, y no golví más. A lo tuyo tente, dice el refrán, y a lo mío me tuve, al camino trillao... a lo mío... ¡Ajo! mío hasta que me lo robaron, ¡cutres! esos ladrones de pelo rojo, amparaos por malos españoles de acá... ¡Mal rayo los parta, cutres! mal rayo los parta, amén, y por los riñones, ¡ajo!... Lo digo y lo siento, ¡cutres!

Y bien demostraba que no mentía el hombrazo, según lo que golpeaba el suelo con el garrote y encandilaba los ojos y se revolvía en la butaca. Dile la razón antes que me diera él un disgusto serio; y después de calmar un poco sus iras, a mis nuevas instancias continuó refiriéndome sus desventuras en estos términos:

—Muerta la carretería en cuanto el tren anduvo de veras, cosa que ni viéndola podía yo creer, ná se me amañaba en casa, ni descurría ónde ganar una peseta... la peseta, ¡cutres! la peseta que hace falta en el arca del probe pa el tercio que cae, pa el vestío nuevo, pa la media suela... ¡ajo! pa lo que no da la tierra de por sí, por mucho que se ajonde en ella. Por remate de fiesta, las parejas de porte, como ya no los había, abajaron un espanto, y tuve que vender en ochenta lo que me había costao ciento y más. De esa probeza pagué los empeños en que estaba; y si no me quedé a esquina, como los marinos, jué porque nunca eché como ellos, de un solo golpe, too el tocino en la puchera. Pero quebrantao, eso por la metá del eje, más que menos... ¡Ajo! sacabó el cantar, sacabó el respingo y sacabó la vida alegre. Anochició de repente pa mí, y no ha güelto a amanecer hasta la hora presente... Ni amanecerá, cutres, ni amanecerá hasta que las cosas güelvan aonde deben golver... Y golverán, ¡ajo! porque es de ley, y pa hacer josticia está Dios en los cielos. (Pausa larga.) El golpe jué de muerte, créalo usté, pa mí y pa muchos, ¡ajo! pa muchos que le lloraron y le lloran como le lloro yo. Hombre hubo de ellos... eso es doler en lo vivo... y eso es ser hombre, ¡ajo!... campurriano era y amigo mío fue, gran carretero, anque de llano: de Alar a Reinosa. Neles le llamaban, por llamarse Nel, como a mí Cutres por esta maña que siempre tuve de decirlo tan a menudo, sin saber por qué ni poderlo remediar. Digo que se llamaba Neles, y quizaes lo sepa usté, porque el caso hasta en papeles anduvo. Pos este campurriano cogió tal duda y tema al tren recién estrenao, que una noche le salió al encuentro allá en su tierra, y, ahijá en mano, se empeñó en tichale atrás. El hombre, es claro, quedó hecho una torta allí, lo que se llama una torta, ¡ajo! pero la voluntá jué vista, y la muerte con honra: cutres, con muchos hombres como él, a ver si nos entraban moscas a la presente... Pero ¡mi güela!... Los días pasaban, y de malo a pior. En estas jonduras negras, ná me salía por derecho, y too lo juí viendo patas arriba, como Pateta me lo arreglaba, por remate de la obra de los herejes del tren. Murióseme la mujer, casáronseme los hijos y quedeme solo en casa, solo en el lugar, y aticuenta que solo en el mundo entero. ¿Qué me iba ni qué me venía ya en toas las cosas de él? Otros los pensares, otros los sentires de las gentes, otro el vestir, otro el calzar, otro el peso, otra la medía... ¡ajo! hasta el dinero jué otro de la noche a la mañana. Ahí están esas décimas, que en los jamases pude entender. ¿Quién las trijo? ¿para qué sirven, si no es pa golveme loco en cá peseta que me cambean? ¡Ajo! a mí, a Cutres, que era un viento pa sacar las cuentas de cuartos-riales... Pos ya, ni riales ni cuartos... ni cuentas que sacar, ¡ajo! si no es la que han de dar a Dios los desalmaos que tienen la culpa de lo que pasa de estonces acá... Por explayarme un poco, aunque me rebajara en ello, eché un porte el mes pasao con fierro pa los Corrales, cosa de un señor tocayo de usté, a lo que supe, bien trisnao de estampa y parcialote de genial, la verdá sea dicha. Veinticinco años largos hacía, ¡cutres! que yo no pisaba aquel camino, de la villa pallá. ¡Ajo! ¡Nunca yo hubiera caído en la tentación de golver a pisale! ¡Qué soledá la suya! ¡Qué caserío aquél tan sin sustancia, que nunca se había visto allí! Y aquellos portalones tan largos, de otras veces, viniéndose a tierra quebrantaos; y las tabernas pegantes, punto menos, con ortigas en la puerta cerrá, y bardas y jalechos en las rejas de la ventana podría... ¡cutres! daba vergüenza miralo; y por no ver afrentas como ellas, me emboqué en el carro, cogí el sueño y no disperté hasta los Corrales... Estando allá, pasó él... él mesmo, ¡ajo! con un runflar, y una jumera, y un tronío fantesioso... ¡ajo! lo mesmo que si juera suya y no de nusotros la tierra que iba pisando... ¡Cutres! si le caeron la metá siquiera de las maldiciones que le eché, no llegó a Barcena sin despeñarse, ¡ajo!... ¡Pos dígote la ciudá! Yo conocía el Muelle canto a canto y casa a casa. De punta a punta no cabían los carros en él; los picos de los sacos de harina asomaban por las ventanas de los escritorios, y la mar se acanzaba con la mano en toas partes. ¡Ajo! vete a verle hoy; de puro largo, se pierde de vista: búscame el carro, búscame el almacén... búscame la mar, que no se acanza a ver por nengún lao, como si la hubieran sorbío los herejes del tren; y tómate portales como iglesias, y tómate tropeles de birlochos disparaos... Respetive a lo del pueblo, bien lo sabe usté. Yo soy allí el forastero. Ni caridá pa mis años, ni josticia pa la poca hacienda que me queda. ¡Ajo! esto es el Evangelio. Jurga de acá, jurga de allá; quiero defenderme y defender lo que es mío, y luego resulta, ¡cutres! que tampoco rige ya pa mí la ley que ampara a los demás. ¡Ajo!

—Pero, hombre —díjele aquí, a riesgo de echarlo todo a perder—, si desea usted vivir en paz con sus convecinos, ¿por qué no toma como ellos, y como todo el mundo, las cosas conforme son y los tiempos como vienen? ¡Cuantísimas veces se lo tengo aconsejado a usted!

—¡Ajo! —me respondió dando en el suelo un tremendo garrotazo— tantas como he respondío yo que no puedo amañarme con esas cosas ni con esos tiempos; y que quiero que cuando güelvan los míos me alcuentren en el mesmo ser y estao en que me dejaron, ¡cutres!... ¿Acabó usté de entendelo?

—Sí, señor —le respondí para concluir de una vez, aunque fuera a linternazos—; y porque lo tengo bien entendido, no me sorprende lo que le pasa a usted tan a menudo... por necio, por cabezón, por... Vamos a ver —añadí, sin pizca de temor a los visajes que hacía Cutres, picado ya de la barbarie ciega que le estaba acometiendo—, ¿a qué ha venido usted hoy?... digo, ¿por qué ha venido? ¿Cómo se ha resuelto usted a hacer hoy lo que no ha hecho en tantos años, sin que haya un motivo especial que lo justifique?

Se desbordó el hombrazo para responderme; se desbordó como en los accesos más impetuosos de su atrabilis. Las primeras oleadas no fueron más que estruendo y algún ajo que otro perceptibles. Trasteándole con paciencia y con cuidado, logré averiguar que había venido porque, al decir de su vecino Güétagos, el alcalde no iba a Ceuta ni el gobernador a la cárcel, porque yo estaba pasteleando con los dos, y «quizaes» trabajando para comernos entre los tres la «probeza» que le quedaba a él, a Cutres. En otros tiempos me hubiera dado la queja por el correo; pero, tras de haberle llegado muy al alma la noticia, de día en día se iba encontrando «menos amañao pa el relate» por escrito y el manejo de la pluma. Además, le había asegurado Güétagos que eso del tren andaba de mal en peor, casi a punto de fenecer; y como yo tardaba en ir por allá, se había resuelto él a venir para «tomar lenguas antes con antes, y según era debido», sobre cosa de tanto bulto.

Armándome de paciencia, comencé por afirmarle que todo «lo corrido» sobre el tren, era la pura verdad: no podía ya con el rabo, le consumían las deudas y las desazones, y a la hora menos pensada dejaría de rodar, y volvería a imperar la carretería como en los tiempos de sus mayores pompas. Súpole como a gloria lo afirmado por mí, y a cuenta de este alegrón, le di sobre el otro caso una recorrida de las buenas, por necio, por irracional y por desagradecido.

Me falló la cuenta, porque borrada la primera impresión con el escozor de la segunda, se puso que ardía; y ardiendo estaba, a su manera, cuando, por haber sonado de repente el timbre del teléfono, que estaba a media vara y casi a plomo de su cabeza, le vi enmudecer y contraerse todo, revolver los ojos azorados, hundir el pescuezo entre los hombros, y, por último, esparrancarse y salir, hecho un ovillo, de la butaca, para mirar desde afuera hacia el punto en que se producía aquel estrépito, que continuaba a más y mejor, mientras yo me complacía en estudiar sus efectos de asombro, de sorpresa y hasta de pánico, en la naturaleza medio salvaje de Cutres.

Acerquéme al fin al aparato, y pregunté quién me llamaba. Respondiéronme que del Gobierno civil. Un instante después se ponía al habla conmigo el amable funcionario que entendía en el expediente más agrio de los tres que tenía durmiendo Cutres por acá.

—¿Qué ocurre? —le pregunté.

—Que acabo de hojear otra vez el expediente de marras, y que cuanto más le examino, más me convenzo de que no basta con dormirle, sino que es preciso matarle.

—¿Por qué?

—Porque hay en él horrores de desacato; y si un día llega a moverle cualquiera, va a presidio esa bestia de hombre a quien usted llama Cutres, y tanto nos da que hacer.

—Hágame usted el obsequio —repliqué al funcionario, por haberme asaltado de pronto una idea—, de esperar unos instantes, sin apartarse del teléfono.

Dicho esto, me volví hacia Cutres, que iba de asombro en asombro, y parecía un jabalí acosado por los perros. Mandele que se acercara, y no quiso a la primera. Al cabo se acercó, recelosote y gruñendo.

—Tome usted esto —le dije descolgando el otro auditor—, y póngasele al oído, como yo.

El hombre cogió aquello, como si quemara: lo sopesé, lo palpó y hasta lo olió; pero no acababa de arrimarlo a la oreja. Tuve que hacerlo yo por él; y cuando le dejé convenientemente colocado (con la boca en dirección opuesta al micrófono, por lo que pudiera tronar), llamé otra vez al funcionario, el cual me respondió al instante. Por rara casualidad, aquel día andaba el teléfono tan sutil, que se oían hasta las respiraciones.

—¿Tiene usted la bondad —le supliqué, de repetirme lo que me dijo antes sobre el expediente ese y sobre el interesado?

—Con mucho gusto —me contestó, llegando el asombro de Cutres hasta el espanto convulsivo al sentir el cosquilleo y el sonar de estas palabras en su oído—. Pues digo que cuando quiera que ese expediente se mueva, irá a presidio el irracional y testarudo causante, esa acémila llamada Cutres.

—Está bien —respondí—, y ya me veré yo con usted. Entre tanto, adiós y muchísimas gracias.

Mientras yo hablaba así, había temblado el aparato al soltar Cutres, enfurecido, el auditor; retumbaban en el despacho sus mugidos y sus pataleos; y disparando por andanadas las interjecciones más crudas y soeces, paseaba la vista sanguinolenta por todos los rincones de la estancia.

—¡Ajo! —bramaba—; ¡que dé la cara ese pillo que me falta, y ha escondío usté por ahí?... ¡De mí no se burla él, cutres, ni la tal de su madre... ajo!... Estos son los hombres, ¡cutres! éstos los amigos, ¡ajo!...

Viéndole taladrar con los ojos la pared en que se colgaba el aparato telefónico, apresureme a abrir la puerta falsa que hay en ella para comunicación con la pieza contigua.

—Vea usted. Aquí tampoco hay nadie escondido.

Asomó la cabezona un momento, y volvió a retirarla.

—No dude usted que esa voz venía de la oficina...

Y aquí traté de explicarle lo que era un teléfono. Como si se lo explicara a un adoquín. Volvió a meter la cabeza por el vano de la puerta falsa, temblándole todo el cuerpo y balbuciendo atrocidades.

—Entre usted más adentro, y se convencerá mejor —le dije empujándole un poco por los riñones.

—¡Ajo! —me respondió, largándome una patada que no me alcanzó—; no es esta puerta la que yo busco.

—¿Cuál es la que usted busca?

—La del rey, ¡ajo! la de la calle, porque me ajuego en este ujero, ¡onde me vilipendian, cutres!...

—¡Ah! entonces por aquí —le dije, enseñándole el camino por el cual había venido.

Siguiome zumbando, como tormenta lejana; abrí la puerta de la escalera, y salió. Quise allí templarle un poco, desengañarle... ¡Qué cosas dijo! ¡Cómo me puso mientras bajaba, con un estruendo de pisadas, de garrotazos y de palabrotas, como si rodara algo duro, pesado y hueco, de peldaño en peldaño!

¡Ajo... los pillos! (¡Pum!) el saqueo del probe... (¡Pum, pum!) con zumba y vilipendio a más que más, ¡cutres!... (¡Pum... pum!) No me engañaba Güétagos, no. (¡Pum, pum!) ¡Ajo, qué razón tenía!... unos apañando... otros encubridores. ¡Pior que los del pelo rojo, esos herejes del tren! ¡Cutres, qué ladronera! (¡Pummm!) ¡Mal rayo... por los riñones! ¡Ajo! (¡Pummm!)

Hasta que salió a la calle no cerró boca ni yo dejé de oírle. Pero ¡con qué gusto mío, porque se largaba y me dejaba en paz... hasta la primera!

Estoy seguro de que en cuanto llegó a casa y se le pasó el berrinchín, se puso a armar otra. Pues verán ustedes cómo me la consulta en cuanto me coja «por allá», y en la que me va metiendo poco a poco, por la obra caritativa de «sacarle avante» a él.

No lo podemos remediar.


Publicado el 18 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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