De Mis Recuerdos

José María de Pereda


Cuento


Una tarde gris con intermitencias de sol tibio; una iglesia pobre y vieja sobre una meseta pedregosa con jirones de césped y matas de arbustos bravíos; una extensa campiña verde con fondos lejanos de cerros ondulantes y de erguidos montes gallardamente escalonados.

En el porche de la iglesia, corrillos de aldeanos hablando y pisando quedo, por reverencia a lo que acontece en el santo lugar en día tan señalado. Dentro de la iglesia, el viejo párroco y un su feligrés, no mucho más joven, sentados en un banco de elevado espaldar, delante de un tenebrario, y cantando las Lamentaciones de Jeremías. En la capilla mayor y lleno de luces, el Monumento, cuya armazón está cubierta de colchas y pañuelos muy vistosos, que se extienden después en dos alas, a diestro y siniestro, hasta los respectivos muros de la iglesia. Al pie de las gradas del Monumento, echada la Cruz sobre un paño negro y descansando sus brazos en dos almohadas guarnecidas profusamente de lazos de colores, cadenas de plata, acericos y relicarios. Los fieles, que llenan casi todo lo desocupado del templo, rezando fervorosos o andando en grupos el Calvario, y a veces, cómo para acompañar al murmurio de los rezos o al cántico de las tinieblas, el sonido tenue de la humilde moneda de cobre al caer en el platillo colocado junto a la Cruz yacente.

En el cuerpo de la iglesia, los dos pasos, en sus correspondientes andas, que han de salir en la procesión: el de la Dolorosa, que no es muy grande, y el de «los Judíos», que lo es y pesa mucho, pues representa a Jesús atado a la columna, flagelado por dos sayones: tres esculturas, no modelos de arte seguramente, pero de buen tamaño y bien macizas; por eso tienen sus andas ocho brazos.

Por fin se apaga la última candela del tenebrario, se oye la palmada del Cura sobre su libro, cerrado ya; y los chicuelos que hormigueaban entre los hombres del portal, armados de cachiporras los más de ellos, comienzan a golpear desaforados todo lo que suene, como los postes que sostienen la achacosa teja-vana, y hasta las hojas mismas de la puerta principal; los afortunados que tienen carraca, a voltearla furiosamente, y los que no tienen cachiporra ni carraca, a piafar sobre los morrillos del suelo con sus herradas almadreñas. El caso es hacer ruido... hasta que apareció el Cura en la meseta del pórtico.

Detúvose allí, calláronse todos en cuanto le vieron, y dijo en voz alta dirigiéndose a los del portal:

—Seis hombres para el paso de la Virgen.

—Hay cuatro —respondió un buen mozo señalando a otros tres que le acompañaban.

El párroco les dio las gracias con un gesto, y volviendo a recorrer todo el concurso con la vista, tornó a decir:

—Ocho para los judíos.

—Hay seis —respondió en un lado un fornido mocetón.

—¡Hay cuatro! —dijo en seguida otro más fornido aún, saliendo al frente desde el lado opuesto con los tres que mantenían su atrevido arranque.

Produjo en los presentes aquella valentía rumores de entusiasmo, y en el señor Cura cierta expresión de asombro placentero. Con ella en la cara, dio por terminado el asunto y se volvió a la iglesia, a donde le siguieron los mozos triunfadores en la puja, y se dispuso a seguirle la gente del portal.

Que no le siguió por de pronto, porque aparecieron en él, por el boquete del Norte, dos penitentes, cuya inesperada presencia allí suspendió los ánimos de todos. Vestían luengas túnicas muy bastas, con alta caperuza y muy caído antifaz: iban descalzos, embarrados los pies y los vestidos, y llevaban a cuestas sendas cruces de madera en bruto, muy grandes y de mucho peso. No era extraño el suceso en toda la comarca, ni nuevo en aquella iglesia; pero sí poco frecuente. Según algunos forasteros, que por curiosidad los acompañaban desde su pueblo, cuyo Sagrario habían visitado ya, los penitentes llevan andadas a aquellas horas seis Estaciones, es decir, recorridos seis pueblos, que nombraron; y esto lo sabían los relatantes por otros curiosos que los habían seguido hasta el de ellos. Lo que no se sabía a punto fijo era de qué lugar procedían, ni quiénes eran, ni por qué pecado hacían aquella dura penitencia, que debió de comenzar por la mañana y no podía terminar sino bien entrada ya la noche. Nadie los había visto comer, ni beber, ni descansar, ni siquiera ponerse a subio para defenderse de los chubascos y granizadas que habían caído alrededor del mediodía.

Llegaban, pues, muy quebrantados de fuerzas, y bien se les conocía en el andar, y, sobre todo, cuando subieron los escalones del pórtico para entrar en la iglesia.

Tras ellos se fue toda la gente que había fuera, y vio cómo la de adentro, muy admirada y respetuosa, les iba abriendo paso hasta las gradas del Monumento, donde se postraron de rodillas, uno a cada lado de la Cruz, sin aliviar los hombros del peso de las suyas.

Mientras oraban allí venerando al Sacramento, se iba formando la procesión que había de seguir su carrera acostumbrada alrededor de la iglesia, por el camino más largo y dificultoso: una cambera desnivelada y áspera, festoneada, a trechos, de bardales, mimbreras y saúcos que ya empezaban a reverdecer. Todo este camino había de recorrerse sin descanso alguno; y en eso estaba el toque de la puja entre los bravos mozos para conducir los pasos, especialmente el de «los Judíos».

Salió al fin la procesión, haciendo cabeza de ella un hombre descalzo, revestido con un alba de desecho, envueltas en un lienzo blanco la cara y la cabeza, y con un gran Crucifijo alzado. A este personaje le llamaban allí el Fariseo. Detrás de él iba el paso de «los Judíos», cuyas andas crujían con el peso de las tres esculturas, mal aseguradas al tablado por largos tutores de hierro que a menudo rechinaban en sus hembrillas roñosas. Después, y a una regular distancia, iba la Virgen; y entre este paso y los niños de la escuela que precedían al sacerdote y sus acompañantes, se colocaron los dos penitentes, hecha ya su visita al Monumento. La masa de feligreses cerraba la procesión, que fue entrando poco a poco en su carrera.

De las viviendas inmediatas y de las callejas y senderos que confluían en aquel punto, iban saliendo apresuradamente los últimos rezagados del lugar, e incorporándose a la piadosa comitiva: las mujeres cubriéndose la cabeza con un pañuelo o con el chal de gala, y los hombres vistiéndose la chaqueta de los domingos. Las casas quedaban desiertas, los animales recogidos y los hogares apagados; y, como la vasta campiña y la brumosa cordillera y el cielo mismo, sombrío y anubarrado, todo en silencio, inmóvil y melancólico. Todo parecía sumido en hondas meditaciones y pendiente de los salmos que entonaba el pobre cura de aldea, con voz trémula y fatigosa, únicos sonidos que se percibían en toda la extensión de aquel grandioso escenario de la naturaleza entristecida y solitaria.

Según andaba lentamente la procesión, disgregábanse, de tarde en cuando, de la masa del fervoroso cortejo hombres y mujeres, que por las laderas altas del camino se adelantaban hasta los pasos; y por lo tímido del andar, lo respetuoso del continente y lo anhelante de la mirada, en cuanto la fijaban en ellos, no parecía sino que buscaban en aquella representación tangible, viva, de lo que allí se conmemoraba, una fuerza imaginativa más poderosa que la de sus meditaciones: en la sangre que corría por las espaldas de Jesús a los golpes de sus verdugos, en la que goteaba de las heridas abiertas por las espinas de su corona y en la cuerda que ataba sus manos, como las de un criminal, la magnitud del sacrificio del Hijo de Dios por amor a sus criaturas, a las mismas que tan despiadadamente le atormentaban; en la faz amargurada de la Virgen-Madre, la intensidad de sus inenarrables angustias y dolores; y ¡quién sabe si del logro de sus piadosos deseos; de haber visto y sentido, por este medio, cuanto anhelaban ver y sentir entonces, nacía aquella singular expresión de sus ojos al fijarlos después en los dos penitentes desconocidos que iban arrastrando pesada cruz de pueblo en pueblo en alivio de sus propias culpas, que tal vez eran leves, y en desagravio del Redentor del Mundo, tan ofendido por la soberbia y la ingratitud de los hombres?

La crítica mundana, que se paga mucho de la superficie y del aparato teatral de las cosas, ¡cuánto hubiera hallado merecedor de sus burlas en aquel espectáculo tan desprovisto de primores del arte y de las pompas del lujo! Y, sin embargo, allí, en la traza risible de los dos penitentes y bajo el pobre y abigarrado aspecto de aquel apiñado concurso de honrados campesinos, que sabían descubrir la realidad del dolor en las imperfectas imágenes, y sentirle y llorarle en sus corazones, se guarecía, como en su propio albergue, la fe sin nubes, sencilla, profunda y arraigada; la fuerza poderosa que traslada los montes, redime los pueblos y dignifica los hogares.

Cuando la procesión volvió a la iglesia, los fieles todos cayeron de rodillas, y dirigidos por el Cura, elevaron a Dios una plegaria de perdón. ¡Y era cuanto había que oír aquel coro de voces de todos los matices imaginables, nutrido, concordado, llenando, clamoroso y resonante, los ámbitos del templo! Escena verdaderamente sublime, así por la ocasión como por la grandeza de su sencillez.

Tan pronto como la iglesia volvió a quedar en silencio, salieron de ella los dos penitentes, ya cerca del anochecer; y tomando el camino de la Vega, se les vio desaparecer muy pronto en una de sus hondonadas, seguidos por algunos muchachos que no tardaron en volverse por miedo a la noche que ya estaba encima, y de las bendiciones de la gente que admiraba su piedad heroica y aplaudía su ejemplo edificante.

Marzo 30, 1900.


Publicado el 18 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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