El Amor de los Tizones

José María de Pereda


Cuento


Porque hace música, y literatura, y política, y sorbe tes dansants y chocolates bulliciosos, y juega al encarté... y a la banca en los salones, piensa la gente del «gran mundo» que ella sola sabe sacar partido de las largas noches del invierno. Llenas están las columnas de la prensa periódica de almibaradas revistas y hasta de poemas garapiñados que me lo hacen creer así. Pero la gente susodicha y sus melifluos infatigables salmistas se equivocan de medio a medio, como voy a demostrarlo con hechos, que son argumentos sin vuelta ni revés; y con hechos que no han de proceder de la vida y milagros de la benemérita clase media que, por horror innato a su propia medianía, vive en perpetuo remedo aristocrático; ni tampoco de los anales de los sabañonudos gremios horteril, especiero y consortes, rebaño que ya viste frac, toma sorbete y baila con guantes los domingos, y forcejea y suda por eclipsar el brillo social de la clase media. Para que el éxito de mi tarea sea más completo, he de buscar los hechos prometidos en una esfera mucho más distante, en grado descendente, de la en que reside la encopetada jerarquía que, por no saber en qué dar, da con frecuencia en vestirse de estación, y de nube, y de astro... y de no sé cuántas cosas más; he de buscarlos, repito, entre los más sencillos aldeanos del más apartado rincón de la Montaña, contando, por supuesto, con que sabrán otorgarme su indulgencia aquellos señores del buen tono por el crimen de lesa etiqueta que cometo al oponerles, siquiera por un instante, un parangón tan grosero, tan inculto, tan cerril.

Y hecha esta importante salvedad, dejo al arbitrio del más escrupuloso lector la elección del pueblo... ¿Ese? Corriente.

Treinta casas tiene; se divide en tres barrios, y en cada uno de ellos hay un acabado modelo de lo que yo necesito: una hila.

Fijémonos en cualquiera de las tres, a la casualidad: en la del tío Selmo Lombío.

Selmo, o Anselmo Lombío, es un pobre labrador que a duras penas cosecha maíz para todo el año; por consiguiente, no es siquiera lo que se llama un hombre acomodado. Pero no ha conocido jamás el mal humor, no tiene vicios ni cosa que se le parezca, ni, lo que siente mucho, hijos que le pidan pan, no obstante llevar más de treinta años unido en legítimo matrimonio a tía Ramona Maizales, cuyo carácter parece cortado por el mismo patrón que el suyo.

Ambos profesan y predican, con más fe cada día, la máxima de que «la gente humana ha nacido para la comunicancia y parcialidad»; y por ende no transigen con que el pobre, rendido por el trabajo cotidiano, se limite, por único consuelo, a tumbarse a roncar sobre una mala cama a la hora en que se albergan las gallinas. Y en prueba de que no hablan sólo por el aquél de abrir la boca, no bien se coge el maíz, y se siega el pelo de la toñá (la yerba de otoño), y se derrotan las mieses, y comienzan los pelados bardales a llorar gota a gota por las mañanas el rocío de la noche, ya los tienen ustedes brindando con su cocina a todo convecino que quiera favorecerla con su presencia.

Y la gente del barrio, que se guarda muy bien de desairar el brindis, acude solícita a ella, y hasta la hace de moda entre la rústica sociedad.

Estarán ustedes cansados de leer en la grave prensa periódica de España párrafos como el siguiente:

«Magnífica estuvo, como todas las anteriores, la recepción que tuvo lugar anoche en los espléndidos salones de la encantadora marquesa del Rábano o de la Coliflor, viéndose aquéllos poblados de cuanto más bello, elegante y distinguido encierra la buena sociedad de...».

Y esto lo dice el periodista porque presume, o sabe, o quiere hacer creer que concurrieron a los salones espléndidos de la encantadora marquesa del Rábano o de la Colifor, la seductora baronesa de la Ortiga, la adorable condesa del Pámpano, las hechiceras señoritas de Azafrán, la interesante viuda de Mogol, el opulento banquero Potosí, el ilustre diplomático vizconde del Tornasol, el mimado poeta Aljófar, el lisonjero folletinista que lo cuenta, Jarabe, y el artista sublime más en boga en el regio coliseo, si de Madrid se trata.

Pues bien, pregunten ustedes por las hilas de tío Selmo en el pueblo en que éste vive, y le dirán sus convecinos, uno a uno, o a coro si se prefiere:

¡Maníficas! ¡de lo mejor!

Lo cual equivale, allí donde no hay prensa ni revisteros de salones, al reproducido suelto de los periódicos del «gran mundo».

Porque a la cocina de tío Selmo concurren, infaliblemente cada noche y todas las del invierno, amén de otros eventuales, los siguientes personajes:

Tanasio Mirojos. Maduro de edad, largo de talla y no muy limpio de porte, mediano labrador, pero gran carretero. Gusta mucho de «estar al tanto» de lo que pasa por el mundo, y es un almacén de cuentos y romances.

Pólito Redondo. Cuadrado de espaldas, angosto de frente, recio de pelo y barba, cetrino de color y duro de entendimiento. Amaña, es decir, resume todo lo que oye a los demás para comprender algo de ello; pero al cabo se queda siempre en ayunas, porque tiene peores amañaduras que entendederas.

Lencio, Cencio, Delencio, Endilencio, o como ustedes quieran, pues por todo responde menos por Indalecio, como le nombró en la pila su padrino. Tiene escasos cuarenta y cinco años, y no fuma, ni vota, ni se enfada nunca; su fuerte es la elocuencia; y como también es erúdito, resuelve de plano cuantas dudas científicas, históricas, ortográficas y etimológicas se le consultan. Pone la pluma como un maestro de escuela, y no hay cuenta que se le resista, desde las de medio-partir y partir por entero, hasta las de cuartos-reales y compañías inclusive.

Gorio Tejares. Ex-soldado del ejército, ha corrido muchas tierras, y no se la deja pegar de ningún listo. Trató con intimidad, durante el servicio, a todos los generales por quienes se le pregunta. O'Donnell le convidaba a café y copa tres veces a la semana, y pasando un día con su regimiento por la Plaza de Palacio, la Reina, que estaba en el balcón, le echó los galones de sargento. Pudo haber llegado a capitán, pero le tiraba mucho el pueblo, y no quiso reengancharse.

El Polido. Corto de estatura, flaco y torcido de piernas y chupado de jeta, mal vestido y peor alimentado. Su manía es hacer creer a los demás, siempre y a todas horas, que acaba de comer y que revienta de harto.

Tío Ginojo. Más antiguo en el mundo que las viruelas, sordo de un oído, torpe del otro y sin pizca de memoria: se duerme en cuanto se sienta.

Silguero. Mozo presumido y seductor irresistible, bailarín consumado y, sobre todo, gran entonador de Kiries, Glorias y Credos en misa mayor; habilidad que constituye su mayor orgullo y le ha valido el honroso mote, mal pronunciado, de Jilguero, con que se le conoce.

Tía Cimiana. Mujer de Tanasio: «tiene gloria en las manos» para cortar sayas y jubones, y es por eso la única costudera del pueblo.

Sabel. Moza robusta y potente, ancha de encuentros y caderas, alegre de ojos y suelta de lengua.

Chiscona. Digna pareja de Pólito, y no hay que más que decir de ella.

Clavellina. La antítesis de Sabel, pequeñita, sonrosada, muy compuesta y algo parada.

Mari-Juana. Mujer de seis pies de talla, flaca y curtida, es una notabilidad para salar tocino y curar de la palotilla a las chicas pálidas.

Y la Rijiosa. Apreciable mitad del Polido, con un genio de doscientos mil demonios, pero con una gracia especial para sembrar a chorco y empozar lino.

Es decir, lo más escogido de la buena sociedad del barrio.

Las mujeres van a la hila provistas de rueca y mocío de estopa o madeja de cerro. Por una excepción, que se comprende bien, tía Cimiana suele llevar obra de aguja y tijera, según se encuentre de atareada. Los hombres no llevan nada, o, cuando más, un taco de madera para una llavija, o un haz de mimbres retorcidos para peales.

Para colocar a todos los tertuliantes, hay en la cocina del tío Selmo tres grandes bancos de roble, muy ahumados, que, con el largo poyo de la pared, forman un espacioso rectángulo, dentro del cual queda la lumbre, en llar bajo, o sea, en el santo suelo.

No hay, como ustedes pueden comprender, lacayo que vaya anunciando a las personas que llegan. Allí se cuela todo el mundo como Pedro por su casa. De todos modos, sería ociosa aquella ceremonia, pues mucho antes de que el tertuliante se anuncie a sí propio en la cocina con el saludo obligado de «Dios sea aquí», «el Señor nos acompañe» u otro del mismo laudable género, se ha dado a conocer perfectamente. Tío Ginojo, por ejemplo, porque se le oye dar en la calleja una en los morrillos y ciento en las pozas con sus almadreñas; el Polido, porque las que calza, no teniendo clavos y siendo muy viejas y desiguales entre sí, suenan a madera rota; Pólito, que las gasta con tarugos, porque cuando pisa con ellos, sus golpes parecen de mazo de encambar; Silguero, por las tiranas que entona; Mari Juana, por los golpes de tos «que la ajuegan»; Gorio, por las dianas que silba, etc., etc.

Que las mujeres van a hilar a casa de tío Selmo, debe haberse presumido desde el mismo instante en que yo dije que llevan rueca y lino.

Con este dato, adivine el perspicaz lector por qué se llaman hilas y no soirées ni recepciones las tertulias montañesas del género y calidad de la que yo voy a describir.

Y cuenta que al hacerlo me cabe la persuasión de que en ello rindo un tributo que, en buena justicia, se debe a las rancias costumbres de mi tierra. Siglos, acaso, hace ya que en ella están siempre abiertas centenares de cocinas a la mayor recreación del vecindario. En ellas vienen exhibiéndose millares de bellezas vigorosas, de ingenios peregrinos, de tipos y escenas que hubieran envidiado, para su gloria, los pinceles de Goya y de Theniers; y no obstante, no han logrado una pluma que los ensalce y los sahume, o siquiera los reviste a la faz del público, hoy que en el gran mundo no se come una mala raja de salchichón, ni se hace una cabriola, ni se suelta un vocablo ingenioso, sin que las cien trompas de la fama cuenten, enaltezcan y sublimen el suceso desde el folletín de los periódicos más en boga, y le lleven en alas de éstos hasta el último confín de la tierra.

De lamentar es, por otra parte, que la falta de esas plumas privilegiadas haya de repararse con la mía, indigna por tosca y mal tajada, de empresa tan difícil; pero si la buena intención es algo, a la que me guía me amparo por excusa, y en ella confío para que los apreciados tertuliantes de tío Selmo Lombío me dispensen su más amplia y cordial indulgencia al encontrar sus retratos en las humildes páginas de este libro.

Nada más grato para tía Ramona, nada que más la recree, que ver llegar al último de sus tertuliantes y contemplarlos en seguida a todos llenando los tres bancos de la cocina.

Para solemnizar debidamente momentos tan placenteros, toma del rincón de la leña la mejor mata de escajo, y la arroja sobre el montón de gruesos tizones que empiezan a quemarse en el llar. La vacilante escasa llama prende las secas apiñadas espinas de la mata, y bien pronto una columna de fuego sube chisporroteando hasta más arriba del sarzo del desván, iluminando los rostros de la hila sobre el fondo negro lustroso de las ahumadas paredes, con una luz que entusiasmara a Rembrandt, si dado le fuera resucitar para contemplarla.

Con esta salva se inaugura cada noche la tertulia. Las mujeres aprovechan la lumbrada para preparar las ruecas; los hombres sus velortos, navajas y tacos de madera.

Tío Ginojo, que ocupa siempre uno de los ángulos del poyo, con el fin de tener cerca los pies de la jornia, o cenicero, al sentir la primera bofetada de la llama, saca las manos de los respectivos bolsillos, mete una brasa en la pipa, le tira tres chupadas que suenan como tres pistoletazos... y vuelve a su estupor crónico.

No es raro que la sesión comience por un rosario, a cuyo final se pida por cada uno de los muertos del pueblo, que recuerde la memoria de Cencio, que reza delante.

De todas maneras, es seguro que a la media hora de constituida la hila, toma, salvas ligeras variantes, el siguiente rumbo:

—¡Uno de los buenos, tío Tanasio!

—¡Que nos haga de reír!

—De ladrones y encantos, que son más divertíos.

—De lo que él quiera, ¡condenius, pedigones!

—Si digieris de lo que yo sepa, digieris más verdá.

(Tanasio es hombre que gusta hacerse rogar en estos casos, pues cree que de otro modo desprestigia su ingenio).

—¡Hombre, pues no dice que!... ¡Si sabe usté más cuentos!

—Pero si tos vos los he contao ya.

—Menos los que le quedan en el magín.

—Marrecelo que delguno... Pero, en fin, veremos a ver si estrujando, estrujando, sale daque cosa.

Silencio profundo. Tanasio medita. Pólito se soba los dedos, se rasca la cabeza a dos manos, abre medio palmo de boca y clava sus ojazos verdes en el narrador. Cencio se dispone a resolver las numerosas dudas que del cuento puedan surgir. Silguero se contonea, cruza las piernas y se atusa el pelo mirando tierno a Clavellina. El ex-soldado se encara con Sabel. El Polido eructa como si le llegara la cena a la garganta. Las mujeres, hila que hila. Tío Ginojo se recuesta contra el poyo, bosteza y mete un pie en el montón de ceniza.

Al cabo de un rato dice Tanasio:

—Con que en el supuesto, vos contaré el cuento de ArrancaPinos y Arranca-Peñas.

—Ya se contó anoche.

—Enestonces vos contaré el romance de don Argüeso.

—También se contó.

—El del Soldado.

—¿Cuál es ése?


—Estaba una señorita
sentadita en su balcón;
pasó por allí un soldado
de muy buena condición...
 

—Se contó antanoche.

—Cuando yo vos decía que toos vos los había contao... ¿Sabéis el cuento de Rosaura del Guante

—Está contao tamién.

—Pus, ojo, que allá va uno que nunca habéis oído.

Atención general.

—Amigos de Dios...

Una palabra, con permiso de Tanasio. Reproduzco íntegra su narración, porque el estilo de los cuentos populares de la Montaña tiene un sabor especialísimo de localidad que yo debo dar a conocer.

Oigan ustedes ahora a Tanasio.

—Amigos de Dios; éste era un pastor de tierra de gentiles; y siendo un pastor...

—¿Qué son gentiles? —pregunta Pólito.

—Pus gentiles —responde Tanasio algo apurado, mirando a Cencio—, gentiles, a mi modo de ver, deben ser, así como quien dice... ¿no es verdá, Cencio?... ¿A que Cencio lo sabe también?

Y Cencio, con aire de la más hinchada importancia, encaja sin pararse en barras la siguiente explicación:

—Gentiles es bien sabido que son unos vivientes que viven en islas acuáticas, y son gigantes muy robustos de fegura corporal... y no tienen iglesias ni tampoco señores curas, y se comen los unos a los otros, si a mano viene.

—¿Lo oyes, Pólito? Pus eso lo saben hasta los mozucos de la escuela.

—Pero como yo no la he tuvido, por eso lo pregunto. Ahora ya lo sé pa sinfinito.

—¿Y lo sabes bien?

—¡Ni aunque yo fuera tan torpe!... Pus me paez a mí que la cosa tien poco que estudiar. Los gentiles son unos seres corporales que viven en las iglesias y se comen gigantes acuáticos.

—¡Ave María Purísima!

—Qué, ¿no es eso?

—¡Sí, hombre, sí!

—Es que por las risas paecía que no... ¿Y qué es eso de acuático?, aunque sea mala pregunta. Digo yo que será cosa de carambelo o de azúcara.

—Acuático —responde el grave Endelencio— declina de los mares mayores... porque estas islas de los gentiles están entre aguas de los mares...

—Pus entonces, las islas serán a manera de barcas.

—Islas —añade el erudito un poco asustado ya por la extensión geográfica que van tomando las dudas— son unos lugares encultos y de mucho matorral; y tan aina las hay acuáticas, como de tierra firme; sólo que entonces se llaman islas Celepinas, porque están en Morería.

Lo mismo queda enterado Pólito de lo que son islas que quedó de lo que eran gentiles; pero como no es cosa de pasar la noche en semejantes explicaciones, se da la duda por aclarada y continúa Tanasio:

—Siendo un pastor de tierra de gentiles, este pastor diz que conocía toda herba del campo y con ellas curaba que tenía que ver. Le dolía a usté salva la parte: le untaba él con la herba del caso, y sanaba usté; que el otro tenía un lubieso: pues, señor, ahí va la herba, y fuera con él al minuto; que el de más allá perecía de tercianas: dábale la herba respetive, y largo las tercianas. De modo y manera es que too el mundo se valía del pastor pa las melicinas, motivao a lo que los cerujuanos y los boticarios de veinte leguas a la redonda no le podían ver. Pus, señor, sépanse ustedes que este pastor no bajaba al pueblo más que los domingos; y como era buen mozo y manífico bailador, dispués del rosario se iba al corro; y diéndose al corro, no le gustaba jugar a la brisca ni a los bolos; y no gustándole, se pasaba la tarde baila que te baila con una misma moza, respetive a lo que tomáronse los dos mucha ley y conviniéronse en que, malas penas entrara él en quintas, se habían de casar si no le tocaba soldao. Bueno. Amigos de Dios, évate que una tarde estaba el mi pastor en la sierra toca que toca el caracol, tumbao debajo de una cajiga; encárase con él un caminante de lo más bien portao que podía verse, como que llevaba sombrero fino, bastón de puño de oro, levita y cadena de reló. Apárase de pronto el caminante, y dícele de esta manera al pastor: «Oiga usté, buen amigo, ¿me dirá usté por casualidá onde para un pastor que dicen que anda por estos lugares y que cura too mal que se le presente?». «Está uste hablando con él, buen caminante», dícele el pastor. Y oyéndolo el otro, salta y le dice: «¿Quiere usté venirse conmigo y ganará too lo que pida». «Si no es muy lejos, ya estamos andando». «A los palacios del rey». «¿Quién está malo allí». «Una hija mía que quiero como a las telas del corazón: dos años lleva en la cama, toos los mejores médicos la han auxiliao, más de tres mil reales van gastaos con ellos, y la muchacha a peor, a peor, a peor. Díjome una adivina que usté sólo me la podía curar, y por buscarle a usté vengo corriendo tierras». «Y usté, ¿quién es?», saltó entonces el pastor. «El rey de los gentiles», arrespondió el caminante muy aquello. Amigos, el pastor que tal oye, vio su suerte hecha y se risolvió a seguir al rey con el aquel de ganar, por lo menos, seis mil reales pa librarse del servicio, caso que le tocara quinto. En éstas y en otras, ayudóle el rey a recoger el ganao pa acabar primero, y fuéronse andando, andando, y al cabo de los tres días llegaron a los palacios; y llegando a los palacios, fuéronse a ver a la enferma, que diz que paecía un sol, de maja que era, en aquella cama de plata con colcha sobre-dorá. No hizo el pastor más que echarla una ojeá, y sin tocarla ni cosa anguna, dijo: «La moza tien esto y lo otro: se le dará tal herba así y de la otra manera, y a los quince días estará tan rebusta como endenantes». A too esto, al buen pastor se le hospedó en un cuarto alhajao de lo bueno, se le echó un vestido de arriba abajo, como el de un señor prencipal, y se le puso a qué quieres boca, con su puchero de garbanzos con carne del día, su vino de la Nava, de lo mejor, y el azucarillo y el bizcocho tiraos, como el otro que dice, por el suelo. Con estos regalos el pastor, que ya era majo de por suyo, hízose un pasmo de buen mozo; y como entraba tan a menudo en el cuarto de la hija del rey, prendóse ella perdidamente de él. Tanto, que a los ocho días ya le orillaba los pañuelos del bolsillo y le espulgaba. Pus, amigos de Dios, la hija del rey, con éstas y con las otras, a mejor, a mejor y a mejor... como que a los doce días ya salía a tomar el sol a un balcón de cristales que daba a la huerta del palacio. Y saliendo un día al balcón, dice la muchacha al rey: «Padre, yo estoy prendada del que me ha curado, y si usté es gustoso, me casaría con él». Y dícela el rey (que era bueno y parcialote de suyo), que no tendrá en ello inconveniente; pero con la condición de que no se hará el casamiento mientres que la muchacha no quede sana como un coral; y si, pinto el caso, ella falliciese de resultas de la enfermedá, por recaída, el pastor perecería en la horca. Pus, amigos de Dios, como el pastor estaba bien seguro de las melecinas que daba, firmó el compromiso delante de escribano, sin alcordarse ni pizca de la probe moza que estaba en su lugar esperándole como el agua de mayo. No era esta muchacha sabedora del caso; pero una bruja que era vecina suya, llámala y cuéntaselo todo; con lo que la probe se desafligió como una Magalena. Atento a ello, dícele la condená de la bruja que en su mano tendrá la venganza si la apeticiese; y va y la da un alfilerón y una feguruca a modo de santuco de cera, y la dice: «Onde tú pinches con este anfilerón en la fegura, le dolerá a la hija del rey; pero ten mucho cuidao, porque si le pincharas el corazón, la otra moriría».

Pus, amigo de Dios, que la moza, deseosa de atrasar el casorio, espienza a pinchar de acá y a pinchar de allá a la fegura, y cátate que al mesmo tiempo espienza la hija del rey «¡ay! que me duele aquí, ¡ay! que me duele en el otro lao», hasta que volvió a caer en cama. El pastor se volvía loco buscando herbas por los praos y no atinaba con el aquél de la recaída. Y no atinando, pasaron así más de dos meses; y pasando más de dos meses, viendo la moza del pueblo que el pastor no llegaba, alteriósele el pulso con las penas, y al ir a pinchar la fegura un poquitín, fuésele la mano y llegó al corazón con el alfiler... En el auto fallició la hija del rey. Y falliciendo la hija del rey, en el mesmo día que se la dio tierra se ahorcó al pastor enfrente de la casa del Ayuntamiento. Corrió la voz del caso, y sabiéndolo la moza fue a los palacios del rey a pedir josticia contra la bruja; y pidiéndola, salieron ceviles por toas partes, cogieron a la pícara y la quemaron juntamente con la fegura de cera; y quemándolas a las dos, se convirtieron en una bandá de enemigos malos que ajuyeron agoliendo a azufre y asolando los campos por onde iban, con el viento y la llama que llevaban consigo mesmos. A too esto, como el rey no tenía más hija que la defunta, cogió mucha ley a la muchacha aflegida que le pidió josticia; y cogiéndola ley, llevóla a los palacios, y más alante se casó con ella. Siendo la muchacha reina de gentiles, llamó a toos sus parientes y los hizo unos señores, y al que menos de los vecinos de su pueblo le dio cuarenta carros de tierra y una pareja de güeis, y le pagó las contrebuciones por dos años; y siendo ella crestiana y de suyo lista y despabilá, convirtió a toos los gentiles al cabo de los tiempos... y colorín colorao.

—De manera es —dice Pólito—, que too se refiere a un rey que ahorca a la hija, porque un pastor se prenda de una bruja que le curó a él con herba del campo.

—Justo —se le contesta para acabar primero.

—La historia —objeta Gorio Tejares—, es de suyo manífica; pero creerán ustedes que eso de prendarse una hija de un rey de un mozo seglar, quiero decir, paisano, es panoja de diez libras; pues es cosa muy corriente, y si el mozo es melitar, tanto mejor. Yo, en las tierras que he corrido, he tenido ocasión de verlo; y si hubiera sido, como otros, tentado de la cubicia o de la vanidá, pudiera haber sacado del uniforme, no diré que una princesa, pero una infanta... en fin, ¡mucho!

Concluida la tanda de cuentos, porque Tanasio cuenta varios, entra la de adivinillas. Éstas las propone siempre el erudito Cencio. Oiganle ustedes.

—Una cosa cosina que Dios adivina: Anda, anda y nunca llega a Miranda.

Tío Ginojo se perece por las adivinillas. Espabílase un poco al oír la primera, frótase los ojos y pregunta:

—¿Cómo has dicho, Cencio?

—«Anda, anda y nunca llega a Miranda».

—Hombre, muy arrevesao es... Si dijeras, apara, apara... podría ser, pinto el caso... pero eso de anda, anda...

—Anda, anda —repite Pólito dándose puñetazos en la cabeza— ¿Qué mil demonios podrá ser?... ¡Un güey!

—No estás tú mal güey —dice Cencio.

—Anda, anda —canturrea Gorio...— el batallón de cazadores de Chiclana.

—¡Echa!

—Anda, anda... —suspira el Polido—, será... Vamos, con esta jartura que tengo ni veo el ite de las cosas. Cuatro güevos, dos torrendos y media vara de longaniza me he triscao para cenar...

—Anda, anda —murmura Tanasio—. Hombre, aunque sea mala pregunta, ello ¿es cosa de comer?

—No.

—¿Es animal u persona humana?

—Es semoviente de por sí mesmo y finca imponible en contrebución terrentorial —contesta Cencio con su aire habitual de importancia.

—Apara, apara... y luego allega a la villa —refunfuña el desmemoriado tío Ginojo.

—No, señor: es «anda, anda y nunca llega a Miranda».

—¿Y qué sabe uno onde está Miranda?

—Tiene razón —dice Sabel—. Si fuera la villa lo conoceríamos mejor, y podría ser...

—El mercao —añade Mari-Juana.

—O la deligencia —dice Chiscona.

—He dicho que es semoviente de por sí mesmo y finca imponible en contrebución territorial —repite Cencio.

—Pus me doy —exclama tío Ginojo.

—Y yo. Y yo. Y yo —añaden otros varios.

—Pus yo no —dice Pólito, dándose un tremendo puñetazo en la rodilla— ¿Cómo espienza?

—Por mo —contesta Cencio.

—Mo, mo, mo... —repite tío Ginojo—. Si fuera ma, ma, ma, sería, pinto el caso... pero mo, mo, muy arrevesao es.

—Mo, mo, mo —se canturrea por todos los rincones.

—¡El marrano! —grita Pólito como si hubiera resuelto la dificultad.

—He dicho que empieza por mo.

—Pus por lo mesmo.

—¿Y marrano declina mo en primera instancia, animal?

—Pus si no, no sé lo que es...

—Vaya, vos lo pondré más claro: moli, moli, moli...

Dos voces:

—Molinero.

—Cerca andáis.

Toda la hila a coro:

—¡Molino!... ¡El molino!

—¡Hombre! ¡qué gracia!

—Pus no me satisface —protesta Pólito—, porque al molino se llega en cuatro zancás, y tú has dicho que nunca se llega a Miranda.

—¡Virgen, qué caráiter de riflisión que tiene este hombre! He dicho: «Anda, anda y nunca llega a Miranda». ¿No está el molino rueda que rueda todo el santo día de Dios sin moverse de su sitio?

—Sí que lo está.

—Pues ahí tienes cómo no puede llegar a Miranda ni a denguna parte.

—¡Vaya una cencia que tien la adivinilla! —gruñe tío Ginojo— ¡Y pa eso le despiertan a uno!

—¿No decía usté que era tan arrevesá?

—Como tú la ponías, sí.

—Pos si lo estipulara claro desde su descomienzo, buena habilidad sería dar con el ite.

—¡Taday!¡Chapucerías que no valen un anfiler!

Dice tío Ginojo, hunde la segunda pierna en la jornía y vuelve a dormitar.

Otras dos o tres adivinillas más vuelven a poner a prueba el ingenio de los tertuliantes; pero no se resuelve ninguna sin que Cencio diga la mitad del nombre de la cosa en problema.

No falta allí su párrafo de discreteo, que suelen provocar Gorio y Sabel, especialmente mientras el primero tiene el huso para que la segunda devane lo que lleva hilado, o Silguero y Clavellina en igual o parecida ocasión.

Por ejemplo:

—Muy gordo hilas, Sabel.

—Pa quien es mi padre basta mi madre.

—Mucho te abajas.

—No es porque tú me alevantes.

—¡No fuera malo!

—Pa que te lijaras...

—Buena bizma conozco yo que me sanara en un contao...

—Esa bizma no tiene tanta vertú.

—Más de la que tú piensas.

—¡Cómo no!...

—¡Juy, quién fuera capitán de ese regimiento!

—Este regimiento se gubierna él solo tan guapamente.

—Pero la soledá es muy triste.

—Más vale solo que mal acompañao.

—Se estima la fineza.

—No apretes el huso, que se va a cascar el hilo.

—Es que me hace cosquillas en la palma de la mano.

—Muy fino tienes el pellejo.

—Más que el corazón, que a puro desaire de una que yo sé, se va pusiendo más recio que el cuero de una mochila.

—¡Jesús, qué antusiasmo!

—¡Calla, ingratona!

—¡Taday, trapacerón!

—¡Olé, rrracataplán!

(Risotada general.)

También se paga su tributo a las modas. Un cintajo en el pelo de Sabel, un fruncido nuevo en las mangas del jubón de Clavellina, que al punto llaman la atención de tía Cimiana, bastan y sobran para excitar el entusiasmo artístico de la rústica modista.

—Vaya, que el diañu seis las mozas de ahora. Ca día vos ponéis un amenículo nuevo. De modo y manera que una se despistoja para cortar bien un vestido, y al cabo le salen a usté con que le falta esto o le falta lo otro, y de que no está al estilo, y que torna y que vira. ¡María, hija! Endenantes daba gusto: sabía usté que la mejor gala de una moza era la saya de baeta y el jugón de alepín respulgao de pana. De dos tirones amañaba usté los paños de la saya, hilvanaba usté los plegues, la ponía sobre el jergón, y mejor debajo de un colchón si la cama le tenía, dormía usté tres o cuatro veces encima, y la sacaba usté que daba gloria verla puesta, de cómo caían aquellos plegues. Pero ¡ya te quiero un cuento hoy! ¡El Señor me valga! Ya too el mundo quier el vestío, y tan aina angosto de manga como ancho, tan aina con floriqueteo por las muñecas, como con trencillas por abajo. ¡Como que no pierdo romería ni mercao por el aquél de ver lo que se usa y poder estar al tanto del estilo pa servir a estas chapuceras presomías!... Y entovía rejonfuñan... porque, las condenas de ellas, ca una quier una cosa diferente y trae un antojo destinto... Malos demónchicos vos lleven nunca ni no... que si no fuera porque, aunque me esté mal el decirlo, sé cumplir con mi obligación, muchas veces había de pensar que se me había olvidao coger las tiseras en la mano. Dimpués de too, si habiesis ganao algo en el cambio, juera too por Dios; pero el Señor no mampare si no paicéis sandifesios con los mingorondangos de abora. ¡Josús, hijas, quién vos vio con aquellos rutajos de endenantes tan asentaos al cuerpo y tan plegaos, y quien vos vei con esos etelajes de señoras mal acomparás, que si vos los coge una barda en da que calleja, vos deja esnugas en un periquete... ¡Si vos digo que tien que ver!

Se hace asimismo tal cual excursión por el campo de la política, y entonces lleva la batuta Tanasio.

Tanasio, como carretero, está frecuentemente en Santander, donde tiene por íntimos amigos a dos coraceros, o descargadores de carros, que le enteran, a su modo, de los sucesos más notables de que ellos tienen noticia. Además, mientras está en un escritorio aguardando que le den una guía o le paguen otra, no pierde ripio de cuanto allí se habla, si es de política. De esta manera, con datos adquiridos tan a retazos y en fuentes tan heterogéneas, forma el curioso carretero los argumentos de sus narraciones políticas, que son la delicia de tío Selmo, del Polido y de Gorio.

—Y ¿qué se sabe de por esos mundos, Tanasio? —pregunta el primero aprovechando uno de los pocos instantes de silencio en que queda la hila.

—Pus por la presente —dice el interpelado—, mucho paez que hay regüelto al respeuto de guerras.

—¿Cacia onde? —interpela el Polido.

—Ello hacia extranjería debe ser, según se corre.

—Y ¿a qué mano cae eso, si se puei saber?

Aquí es de rigor que entre Cencio.

—Extranjería es por tierra de Francia, y también de rusios y de purcios.

—Y ¿qué se pide?

—Pus too ello —continúa Tanasio—, paez ser que resulta de piques entre los reyes.

—¿A respeuto de qué?

—De sus mases y sus menos, por si lo de acá es mío u no lo es, o si quiero esto u lo otro. Paez que el francés ha ofrecío combate y los otros no han querío entrar.

—Y ¿quién son los otros?

—Pus los de Ingalaterra por un lao, y por el otro los ensalzaos, que quieren cerrar toas las iglesias.

—¡El Señor nos libre de ello, amén! —exclaman, santiguándose, las mujeres.

—Toma, como que diz que el Papa Santo de Roma ha tenío que salir un día al balcón a echar un pedrique a una porrá de herejes que ya estaban apedreándole los cristales del palacio.

—¡María Santísima!

—¡Mucho hereje, mucho, paez que hay por ese mundo!

—¿Y al auto de qué ha pedío combate el francés?

—Pus al auto de lo que vos he dicho.

—Pero ¿contra quién va?

—Contra los ensalzaos.

—Yo pensé —dice el Polido—, que el francés era hereje.

—Lo fue en sus prencipios —observa Cencio—; pero se convirtió.

—El Señor le ampare —dice Mari-Juana.

—Amén —añaden las demás mujeres.

—Pus bueno —continúa Tanasio—; ahora resulta de que como los ensalzaos no quieren entrar, nusotros los españoles paez que estamos abocaos a juzgarlos pa que entren, porque resulta que el francés es poderoso, y el caso es echarle allá los ensalzaos pa que dé cuenta de toos. Por otra parte, diz que estos ensalzaos tienen hasta reyes de herejes que sacan la cara por ellos, y a mi modo de ver el francés se va a ver mal con tantos, y puei que tengamos que darle ayuda. Por eso vos decía que al respeuto de guerras hay por la presente mucho regüelto.

—Y ¿qué le costará al probe labrador too ese laberiento?

—Pus aticuenta que algunos cuartos más de los que hoy paga.

—¿Pero no sacarán soldaos cada mes?

—Se cree que no, porque de eso, como ya toa la tropa en España es de cristinos, tenemos sobrao pa hacer frente a toa la extranjería del orbe tirraquio. Toma, pus por eso naide se mete en el mundo con nusotros... salvo los de Morería, que bien caro les costó hace poco.

—¿Que si les costó? ¡María Santísima! —salta Gorio, que guarda como una reliquia la cruz de San Fernando que ganó en los campamentos de Tetuán—. Figúrese usté...

—Mira, Gorio —le interrumpe tío Selmo—, nos lo has contao más de treinta veces y hemos llorao más de seis oyéndolo; pero ya lo sabemos de memoria.

—Quiere decirse que soniche, ¿no es verdá? Vamos, que cierre el pico.

—Por esta noche, sí.

—Pus sacabó la historia.

—Ello resulta de que no sacarán por ahora más soldaos, ¿noverdá, Tanasio? —pregunta una de las mujeres.

—Vos digo que no hay ningún cuidao.

—Pus mientras no lleven de casa a los hijos de su madre, y los males se remedien con dinero, vengan males a porrillo y salú nos dé Dios, que, al cabo, de probes no hemos de salir.

A veces se juega entre los más aficionados dos cuartos a la baraja, a tres juegos hechos a la brisca o a la flor de cuarenta. Entonces de cada real que se cruza se deja en fondo un cuarto para pagar la ballena que consume el candil con que se alumbra la hila.

En noches de días festivos, por aquello de que no se puede hilar y de que «donde va la soga que vaya el caldero», se echa un ligero reparto entre los contertulios y se consume en la hila una azumbre de lo tinto, que equivale a dos en sangría, como ha de estar para que lo prueben Sabel y Clavellina, en cuyo obsequio se bautiza y dulcifica siempre el vino.

Y con éstos u otros lances por el estilo y tal cual prefacio que entona Silguero a ruegos de la tertulia, se disuelve ésta todas las noches antes de las once, yéndose cada concurrente en paz y en gracia de Dios a su casa, bendiciendo al primero a quien se le ocurrió la manera de pasar tantas, tan baratas y tan agradables horas al amor de los tizones... uno de los cuales se lleva siempre tío Ginojo, porque dice que, manejándole como él sabe manejarle, no hay lobo que pare en dos leguas a la redonda.

Conque, imparcialísimos lectores, me parece que después de lo que ustedes han visto y han oído en casa de tío Selmo Lombío, no podrán menos de concederme que si haciendo literatura, y música, y política, y galanteos, y chismografía, y sorbiendo y jugando es como mejor se utilizan las largas noches del invierno, a este propósito las hilas de la Montaña no tienen nada que aprender de las soirées del «gran mundo», ni que envidiarles... si no es la pluma de ámbar y batista con que las cantan los Pedro Fernández de la prensa aristocrática.


Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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