El Barón de la Rescoldera

José María de Pereda


Cuento


Cuando llega, en julio, a Santander, viene de Burdeos, adonde fue de París, donde pasó la primavera después de haber repartido el otoño y el invierno entre Madrid (su patria nativa), Berna, Florencia, Berlín y San Petersburgo. Ni los hielos le enfrían, ni el calor le sofoca. Es una naturaleza de roble que se endurece con los años y a la intemperie.

Pasa ya de los cincuenta, es de elevada talla, trigueño de color, de pelo áspero y rapado a punta de tijera; derecho como un poste; algo protuberante de estómago y de nariz; pequeño de pies, de manos y de boca; ancho de espaldas y de frente, y muy cerrado de barba, que se afeita todos los días cuidadosamente, menos en la parte en que radican sus anchas y bien cuidadas patillas a la macarena.

Viste todo el año de medio tiempo, y es su traje intachable en calidad y corte, así como es intachable también la blancura de su camisa, de la que ostenta no flojas pruebas en pecho, puños y pescuezo.

Fuma sin cesar grandes habanos, y saliva mucho, e infaliblemente antes de empezar a hablar lo poco que habla; y en cada desahogo de éstos, larga, zumbando, una pulgada de tabaco que ha partido con los dientes.

Para saludar, no da la mano entera, sino la punta del índice... cuando alguno le saluda; pues él no saluda a nadie en la calle, ni tampoco se para. Si el que pasea con él se detiene para hacerle alguna observación, él sigue andando inalterable. Si el detenido le alcanza después, bueno, y si no, como si jamás se hubiesen visto.

En estos casos, no usa, para sostener la conversación, más que salivazos y monosílabos: también algún carraspeo que otro. Para las grandes ocasiones tiene disponibles unas cuantas frases y pocas más interjecciones y palabras, tan breves como enérgicas: las frases para preguntar, las palabras sueltas para responder, y las interjecciones para comentarios.

Es rico y soltero; trae todo su equipaje en una maleta de cuero inglés, y por toda familia un criado joven que ya le entiende hasta por la mirada.

Viene a Santander acaso porque halla esta ciudad en su camino; pero es lo cierto que viene todos los veranos, y no por pocos días.

Se hospeda en la fonda que mejor le parece y la deja cuando le conviene; y le conviene dejarla, en cuanto observa que una falta grave se repite hasta tres veces; siendo para él faltas graves, el pescado que da en la nariz, el desaseo en su cuarto, la servilleta cambiada en la mesa y el vino adulterado, o cualquier de esas carnavaladas que suelen permitirse los huéspedes a las altas horas de la noche, sin respeto ni consideración a los que duermen y descansan.

En cuanto a baños, solamente toma dos o tres en la temporada; pero de a hora y media cada uno. Allí se está como una boya en la mar, restregándose la cabeza, carraspeando, escupiendo y estornudando sin cesar y a sus anchas, y con un estrépito que excede a toda ponderación. Cuando sale del agua, no es porque siente frío, sino porque se aburre sin fumar en tanto tiempo.

La primera vez que vino, tuve el gusto de conocerle y de estudiarle, porque un amigo mío con quien yo en cierta ocasión paseaba, era amigo suyo también: saludóle al cruzarse con él, diole éste el dedo, y juntos, retrocediendo nosotros dos, continuamos los tres aquella tarde; pues por la tarde era cuando esto sucedía, y en el alto de Miranda, cerca de la ermita.

Según íbamos andando, iba el barón devorando con los ojos el hermoso panorama que se descubría desde allí. A la izquierda, la ciudad amontonada, oprimida, agarrándose unas casas a otras, como con miedo de caerse al agua, y cual si se hubiesen detenido un instante, después de bajar rodando desde el paseo del Alta; la bahía, mojando los cimientos de las últimas; la bahía, con sus verdes riberas, sembradas de pueblecillos; después sus cerros ondulantes, y detrás de todo, los abruptos puertos, con su gigantesca anatomía recién desnuda y en espera ya de sus blancas vestiduras de invierno. A la derecha el mar, coronado de rizos por la juguetona brisa del Nordeste... y lo demás que sabe el lector tan bien como yo.

—¡Hermoso es todo esto! —dijo mi amigo al barón, cuando notó, por los gestos de éste, que la misma idea debía andar rodando por sus mientes.

—Sí —contestó lacónicamente el barón.

—Hasta la ciudad tiene algo de curioso, así tendida...

—Derramada —corrigió enérgicamente el otro, después de lanzar de su boca, con la fuerza de un cohete, medio cuarterón de tabaco.

Y tomó el rumbo del Sardinero, siguéndole nosotros con trabajillos: tan veloz era su andar.

Hay en aquel crucero, durante las tardes de verano, algo como laberinto de gentes y carruajes, que van y vienen. El barón surcaba impávido sus revueltas dificultades, como si éstas fueran su elemento, o llevara en su mano la punta del famoso hilo de Ariadna. Verdad es que yo no he visto una fuerza de codos como la suya, ni una facilidad más asombrosa para dejar, a su paso, figuras ladeadas y sombreros fuera de la vertical. Nosotros nos colábamos por el surco que él iba abriendo.

Al comenzar la bajada del camino, y en terreno ya más despejado, acortó un poco la marcha, y describió con la vista un arco desde Cabo Mayor a Cabo Quejo; abrió los ojos desmesuradamente, y su pecho y sus narices se dilataron, cual los de noble corcel que aspira el aire de la rozagante pradera, tras de oscuro cautiverio. Era indudable que el espectáculo le agradaba. Después estrelló la mirada contra las tabernas y los bardales inmediatos, frunció las cejas, escupió recio... y apretó el paso.

Así llegamos al Sardinero, y, sin momento de descanso, visitamos la galería, y la playa, y las casas una a una (exteriormente, se entiende), y las fuentes, y los paseos; y como un torbellino atravesamos el puentecillo1y llegamos a la capilla, en frente de la cual tuvo el barón la buena ocurrencia de hacer un alto. Diose luego media vuelta sobre sus talones, y encarándose con cuanto habíamos visto desde que comenzamos a bajar, como si quisiera hacer un resumen de todo ello.

—¡Gran naturaleza! —exclamó, hasta con su poco de entusiasmo.

—¡Admirable! —dijimos nosotros, haciendo coro a su himno.

—Pero sin arte —añadió, dejándonos con las notas entre los labios, y en la duda de si también alcanzaba su censura a la humanidad que hormigueaba por allí.

Y sin más explicaciones, describió la otra media vuelta que le faltaba, y emprendió la marcha hacia la Magdalena, como si el camino le fuera conocido.

Después de contemplar un instante el panorama del Puntal desde el polvorín, echó cambera arriba por detrás de éste. Indudablemente tiene este hombre un instinto particular para adivinar sendas y caminos.

Hasta dar con el de Miranda, no dijo una palabra, ni tampoco su respiración se agitó una sola vez. Lo mismo son para él las cuestas arriba que lo llano. Es un roble que anda.

Al bajar a la ciudad, le pidieron limosna, como a todo transeúnte, los pobres del paseo de la Concepción.

Al primero le largó un bufido que heló la plañidera retahíla en su gaznate abierto. Más abajo le tendió su arrugada diestra una anciana que estaba sentada a la sombra de un árbol. Entonces el barón, que parecía no fijarse en nada, después de llevar una mano al bolsillo, acercóse a la pobre y depositó algo en su regazo remendado. Miré hacia ello quedándome dos pasos atrás, y vi que eran monedas de plata. ¿Fue casual la acertada distinción que hizo entre los dos pobres, o es que la costumbre de dar muchas limosnas le ha enseñado a distinguir los buenos de los malos, con una sola mirada?

Ya en Santander, ofrecímosle billete para concurrir al Círculo de Recreo. Aceptóle, y acompañámosle por si quería ver sus salones y encrucijadas. Preguntónos por el de lectura, llevámosle a él, y no quiso visitar los restantes, especialmente el de juego; enteróse de la lista de los periódicos que se recibían allí, dio un vistazo a la biblioteca, y después de decirnos que en aquel departamento había más pasto para el cuerpo que para el alma (señalando respectivamente a la mesa de los papeles y a los estantes de los libros), salimos hacia la calle, sin mirar él siquiera a los que jugaban a la baraja a cuarenta grados de calor, entre nubarrones de humo de tabaco.

Cuando le dejamos a la puerta de la fonda en que se había hospedado, nos dio el índice, se descubrió toda la cabeza con la otra mano, y ofreciéndonos con un ademán fino y expresivo su habitación, trepó hacia ella... no sin haber estrellado antes, con un resoplido, contra la pared del portal, el medio tabaco que le quedaba entre los labios.

—¡Vaya un tipo! —dije a mi amigo, llevándome las manos a los riñones, que me dolían de correr tras él.

—Le conocí en Madrid el año pasado —me replicó mi amigo—, y puedo asegurarte, por lo que deduje de sus hechos y lo que de él me contaron los que le conocían mejor que yo, que es hombre que vale mucho. Tiene gran experiencia del mundo, y un ojo sutilísimo para conocer y apreciar las gentes. Es bueno y generoso, hasta el punto de que sería capaz de arrojarse al fuego por sacar de él a su mayor enemigo.

Posteriormente tuve ocasión de ver que no eran exagerados estos informes de mi amigo.

El barón de la Rescoldera, con todos los desabrimientos y resquemores, externos, de su título, es realmente un hombre de positivo valer.

De él puede decirse, como en resumen, que, al revés de tanto farsante y de tanto bribón como vive y medra, a expensas de la pública credulidad, es un hombre que no tiene palabra buena ni obra mala.


Publicado el 17 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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