El Óbolo de un Pobre

José María de Pereda


Cuento


Llevaba en el bolsillo del chaquetón el oficio que acababa de recibir de la primera autoridad de la provincia. Se le encarecía mucho en él la necesidad de aprovechar el tiempo; se le hablaba de su «bien probado celo», de su «acreditada actividad», y de su «nunca desmentida abnegación en beneficio de los menesterosos». No estaba él muy seguro de haber dado motivo a la susodicha autoridad para afirmar tan en redondo todas estas cosas, aunque sí de ser tan hombre de bien y sano de entraña como el primero que se le pusiera delante, y de haber merecido de la bondad de Su Señoría, en los dos años no cabales que llevaba rigiendo la administración municipal de su pueblo, el favor de dos comisionados de apremio, con treinta reales de dietas, por deudas insignificantes del Ayuntamiento; pero cuando Su Señoría lo afirmaba de un modo tan terminante... Además, Su Señoría daba también por sentado que el alcalde estaría bien al corriente ya del «horrendo cataclismo» que había «casi borrado de la haz de la tierra española» dos «de las más ricas, bellas y celebradas provincias andaluzas»; y el alcalde no sabía jota de ello, ni aprenderlo podía en el vago, ampuloso y, para él, enrevesado contexto del oficio; ni creía que le sentaba bien a una persona erigida en autoridad, declararse oficialmente ignorante de sucesos que debían ser harto sabidos en el mundo; y como los últimos Boletines recibidos en el Ayuntamiento estaban intonsos aún en poder del secretario, acudió al señor cura en demanda de pormenores que le pusieran en autos; pero el señor cura, que en aquel instante iba muy de prisa a confesar a un feligrés moribundo, solamente pudo darle ligerísimas nociones, así de las causas, como de los efectos del cataclismo mencionado por el señor Gobernador. Tampoco el médico, a quien el alcalde acudió en seguida de apartarse del párroco, fue muy pródigo en informes, por que iba, a todo el andar de su peludo tordillo, a visitar a un enfermo muy grave. Fortuna que el alcalde no se mamaba el dedo; y por ser así, creyó haber atrapado al aire el argumento de la cosa, y hasta consiguió encerrar en el saquillo de su memoria un buen acopio de «fuegos centrales», «fenómenos geológicos», «desprendimientos subterráneos», «gases comprimidos» y otros terminachos que le parecieron de perlas, y más de lo suficiente para dar en el acto cumplido desempeño al encargo que se servía encomendar Su Señoría a «su bien probado celo, acreditada actividad», etc., etc...

Porque «lo resultante, en finiquito», era, para él, que había muchos menesterosos de pan y de abrigo, «motivao al cataclismo», y que, por caridad de Dios, había que pedir de puerta en puerta una limosna para ellos. Recogiérase la limosna, que de cuenta de quien sabía más que él corría el hacerla llegar hasta los desgraciados.

Y tomó el palo en una mano; metió con la otra el oficio en la faltriquera, y lanzose, con el más sano de los propósitos, a recorrer el mísero, corto y escondido lugar de la Montaña, casa por casa.

Así llegó a la de un su muy especial amigo, y además compadre.

—Ya sabrás a lo que vengo —díjole en el soportal, donde le halló amañando un armón de la pértiga de su carro.

—Verdaderamente que no lo barrunto —respondió el otro.

—Pues es motivao al cataclismo.

—¿Cata... qué?

—Cata... nada, hombre: que hay mucho probe enfermo y menesteroso que socorrer.

—¿En ónde?

—En la haz de lo más majo de Andalucía.

—¿Peste, quizaes?

—Mucho peor: cataclismo.

—¡Cataclismo!... Ya lo dijistes; pero ¿qué es ello?

—Juego central, a lo que paece; terremoto al resultante.

—¿Terremoto dices?

—Como lo oyes. Mete miedo aquello. ¡Zas, zas! Abajo una casa. ¡Zas, zas!... Al suelo media docena de ellas. ¡Golpe acá!... La iglesia a tierra. ¡Golpe allá!... La casa de Ayuntamiento.

—¿Y las gentes, hombre?

—Las gentes, según la suerte respetive.

Unas, soterrás en vida; otras, muriéndose de hambre, con lo puesto, a campo raso.

—¿Y eso es terrimoto?

—Temblío de la mesma tierra.

—¿Temblío dices? Cuéstame creerlo.

—A la vista está el resultante.

—No le niego; pero tomara yo el caso por juriacán de arriba: vientos mayores...

—Cataclismo neto; no te canses: costa en papeles; terrimoto puro.

—Si costará; pero si no fue bien reparao de las gentes... Porque no se me diga a mí que este suelo que yo piso, que esta peña viva que asoma aquí mesmo por la arcilla del portal, que ese monte de ahí en frente...

—Pura chanfaina todo ello, hijo; pura chanfaina, por lo visto, en cuanto se menea el filómeno jológico.

—¿El qué?

—El despeñamiento soterráneo.

—¿Cuál es eso?

—El juego central.

—Ponlo más claro, si te paece.

—Pues el cataclismo.

—Me dejas como estaba. ¿ónde se menean esas cosas?

—Por abajo, ¡muy abajo! Allá adentro, ¡muy adentro! ¡Boum! por acá. ¡Boum! por allá... hasta que, motivao al retingle, todo lo de arriba se viene a tierra.

—Mucho sabes, a lo que veo, y bien claro lo explicas; pero con todo y con ello, dígote yo tamién ahora que chanfaina pura.

—Como te paezca mejor; pero a lo que vengo, vengo.

—Tú dirás.

—Pues digo que vengo a pedir, por caridá de Dios y mandato que costa en este oficio de la autoridá competente, una limosna pa los enfelices que andan por aquellas tierras sin pan y sin abrigo, a la misma santimperie.

—Esa es otra conversación, y me paece muy en su lugar. Hoy por ti, mañana por mí.

—Justo. ¿Y cuánto apurres?

—Según lo que tú pidas.

—Lo más que puedas darme.

—¿Qué te dieron los otros?

—En el puño cerrao me cabe todo ello junto. ¡Si valiera el buen deseo!...

—Eso digo yo.

—¿Das media peseta?

—¡Echa dinerales! ¿Piensas que tengo mina?

—¿Puedes con un real?

—Ni tampoco con medio.

—Un perro grande...

—¡No seas cubicioso, hombre!...

—Pues un perro chico.

—¡Si no lo hay en casa!... bien lo sabes tú. Mes y medio hace que no conozco al rey por la moneda. Las últimas que tuve se las llevó el cobrador por el último tercio... porque pa eso las guardaba... De lo colgao comemos, y gracias que hay un poco de ello. ¿Quieres una parte? De corazón la ofrezco.

—Lo sé por demás. Pero sonante se quiere, y sonante ha de ser, aunque sea poco.

—Pues de eso no tengo a la presente... ni barrunto que lo halles en todo el lugar: cuando venda la novilla, para pagar con las ganancias, si las da, las rentas al amo de ella y de las pocas tierras que labro, del sobrante te daré lo que pueda, aunque yo lo coma de menos ese día.

—¿Y no das más por la presente?

—En sonante no más que eso, y una buena voluntá para el día de mañana.

—Pues esa te apunto, por lo que sea.

Y yo se la garantizo, porque le conozco mucho; y además, ofrezco por él, para las páginas de Charitas, estos renglones que taso, si no le parecen caros a mi amigo Matheu, en un perro chico, moneda con que ya se conformaba el alcalde.


Publicado el 18 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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