El Reo de P...

José María de Pereda


Cuento


La mañana era brumosa y fría, y escaseaba la luz, porque aún no había traspuesto el sol las lomas del Oriente. Se me habían «pegado las sábanas» aquel día, y llevaba muy contados los minutos cuando salí de casa; temía llegar tarde y apretaba el paso, con lo que doblaba el empuje y la frialdad del terralillo madrugador, que me daba de frente.

Al entrar en el espacioso vestíbulo de la estación, observé que salía de él bastante gente de pueblo, en la que predominaban las mujeres. Nada tenía esto de particular a aquellas horas y en aquel sitio; pero sí lo tuvo para mí el que todas las frases que iba sorprendiendo, al pasar rápidamente para llegar al despacho de billetes antes de que le cerraran, fueran la expresión de una misma idea, de un mismo sentimiento; del mismo, precisamente, como recordé de pronto, que las de unos chicuelos que se habían cruzado conmigo en las inmediaciones de la estación: frases compasivas, exclamaciones de pena, dedicadas a alguien que no se nombraba terminantemente. Lo apurado del tiempo me impidió enterarme allí mismo de lo que ocurría; tan apurado, que no sé cuál fue antes, si el dar yo el primer paso en dirección al andén con el billete comprado, o el oír el golpe del ventanillo que se cerraba.

Instalado al fin tranquilamente, y solo por añadidura, en el departamento que me correspondía, me asomé a la ventanilla, tentado de la curiosidad que se me había despertado en el vestíbulo; pero nadie pasaba por allí: todas cuantas personas quedaban en el andén después de cerradas las portezuelas de los carruajes, estaban agrupadas enfrente de uno de ellos, muy alejado del mío. De pronto se separó del grupo un hombre a quien yo conocía mucho: cierto barbero muy popular en la ciudad, el cual prestaba tiempo hacía sus servicios en la cárcel, con derecho al uso de la gorra galoneada con que cubría su cabeza voluminosa. Le llamé con una seña; y él, que era la despreocupación y el regocijo andando, se vino a mí con la faz angustiada y el color ceniciento.

—¿Qué ocurre aquí de extraordinario? —le pregunté.

—Que se llevan al infeliz... En aquel coche va —me respondió con una voz como la cara.

—¿Quién es ese infeliz?

—El reo de P...

—Y ¿a dónde le llevan?

—A su pueblo.

—¿Para qué?

—Pues... para matarle en cuanto llegue. Ayer se supo que se le había negado el indulto, y anoche mismo se dieron las órdenes para trasladarlo allá y ponerle en capilla. El verdugo estará también en camino a estas horas desde Burgos, y el piquete saldrá hoy de aquí por la carretera...

—Y ¿sabe él todo eso?

—Como saberlo fijamente, creo que no; pero temérselo... Le hemos dicho que, como lo del indulto puede ir por largo y está la cárcel de aquí llena de presos, se ha mandado que le trasladen a él a la de su partido para que cada palo aguante su vela... Con esto se conformó anoche; pero esta mañana, al ver que eran cuatro los guardias que le acompañaban, y no dos como cuando iba a la Audiencia, se le cambió de pronto el color, y nos pidió, por todos los santos del cielo, que le dijéramos la verdad si le teníamos engañado. Juramos y perjuramos que era cierto lo que ya sabía... sólo que como al que más y al que menos de los que estábamos presentes no nos sobraba el arte para fingir, aunque él no peca de listo... ¡qué sé yo! a mí se me figura que en el cuerpo la lleva... Hasta aquí le hemos acompañado, y en el coche le dejo, sin atreverme a estar más tiempo delante de él, por si me descubre en la cara lo que no quiero que sepa por mí.

—Ya veo que te ha impresionado mucho la despedida.

—¡Qué quiere usted!... Gorda fue la que hizo, y bien merecido tiene en ley lo que le cuesta; pero llevo muchos meses tratándole y observándole en la cárcel; es un simplón que hasta los niños le engañan; tiene uno su corazón correspondiente, y... en fin, no se puede remediar.

En esto arrancó el tren; se descubrió Nisio para saludarme, y yo me dejé caer en el cojín de mi asiento con el corazón oprimido y la cabeza llena de pensamientos y de visiones.

Lleva consigo el reo de muerte mucho de lo que es peculiar a la corriente mansa del río profundo, a la mar tranquila, al bosque silencioso; a cuanto es misterio, abismo y soledad. Un impulso desconocido nos arrastra hacia ello, y otra fuerza más poderosa aún nos detiene allí, y nos obliga a contemplarlo, a meditar, a penetrar lo que es impenetrable, a hundir el pensamiento y el espíritu en lo invisible. No parece sino que por el camino de aquellos misterios se llega más pronto a descubrir ese algo, que es el anhelo constante del alma humana.

Pues de esa misma fuerza me sentí yo esclavo tan pronto como supe que en el mismo tren que yo, iba el reo de P...: yo con propósito de pasar un alegre día de campo, y él destinado a morir en el patíbulo. No me era aquel hombre enteramente desconocido: le había visto una vez en la calle, maniatado, entre dos guardias civiles que le conducían a la Audiencia, seguido de una turba de muchachos vagabundos. Recordaba algo de su fisonomía, de su estatura, de su vestido; pero eso, que entonces me pareció hasta demasiado, en la nueva ocasión no era ni siquiera lo suficiente. La primera ocasión se trataba de un hombre aún no juzgado, que podía ser o no ser condenado a muerte, y ejecutado en un día y lugar determinados por la justicia humana; de un ser que estaba expuesto a morir en manos del verdugo, como lo está cualquier hombre de bien, en cada instante de su vida, a perderla por obra de una enfermedad o de fortuito accidente; era, en suma, uno más de los condenados a muerte que a todas horas andan por el mundo y pasan a nuestro lado con mayor o menor derecho a nuestra curiosidad; pero en la segunda ocasión ese mismo hombre tenía ya contadas las horas de su vida: estaba condenado a morir en día fijo y muy cercano. Si tenía dudas, iba a aclararlas de un momento a otro; si poseía la certeza que infunde la luz de la fe, ¡qué espanto el suyo con una conciencia tan cargada de culpas! De todas suertes, y sin contar su natural apego a la vida, ¡qué estado el de su espíritu!

Ya no inspiraba repugnancia por el recuerdo de su crimen, sino profunda compasión por la certeza del suplicio con que iba a pagarle; ya era la corriente mansa, la mar tranquila, el bosque silencioso, que atraen y subyugan, y obligan a meditar y a sentir. Por eso se despertaron en mí tan fuertes deseos de verle y de contemplarle de cerca.

Y los satisfice en la primera estación en que hizo el tren una de sus interminables paradas. Comencé por pasar y repasar muchas veces por delante del coche que le conducía: temía mortificarle si notaba el empeño que me mortificaba a mí. Estaba de perfil en el centro del banco y con la cara vuelta al lado opuesto al andén; y como supuse que hacía esto por apartar sus ojos de las miradas con que muchos le perseguían, no sólo desde la estación, sino desde los otros compartimientos del coche, separados por vallas de poca altura, me detuve, me acerqué, y hasta me subí al estribo... y hasta se retiró hacia el respaldo de su asiento, leyéndome los deseos en la cara, un guardia civil que tapaba con su busto media ventanilla.

Era el reo un mocetón grandote y de muchas carnes, que apenas cabían en su vestido, negro y resobado, cuya chaqueta, o no tenía cuello, o le tenía sumamente bajo, como si le hubiera preparado el verdugo para que se desbordaran por allí las ronchas de un pescuezo corto y de un cerviguillo digno de un toro de lidia, y quedara sitio en que acomodar la fatal argolla de su oficio. Cubría su cabeza, rapada y no muy grande, con un casquete también negro, y era el color de su cara el de la de todos los encarcelados: pálido y enfermizo. En sus formas adiposas y en su quietud casi absoluta, con las manos sobre los redondos muslos, atadas por los pulgares, se revelaba un temperamento linfático; y costaba trabajo creer, porque tampoco en su cara mofletuda y sosa había nada de repulsivo, que bajo aquella envoltura grasienta y apelmazada cupieran impulsos tan feroces como los que le arrastraron a cometer el horrendo crimen que iba a expiar muy pronto... Pero, a todo esto, ¿lo sabía él? ¿lo sospechaba siquiera? ¿Era creíble que sospechándolo, nada más, pudiera guardar aquella actitud tan sosegada y tranquila? ¿Será que el organismo físico y moral de los criminales se rige por leyes singularísimas e impenetrables al juicio, a la lógica y al sentimiento de los hombres de bien?

Por aquí andaba con mis reflexiones, cuando un rapaz, que se había encaramado también en el estribo, y se empinaba sobre los pies, inquieto, desconcertado y nervioso, para ver al reo a todo su gusto, exclamó de pronto, enderezándome a mí la pregunta:

—¿Es verdá usté que van a matarle en cuanto llegue?

Me espantó la pregunta, temiendo que la oyese el aludido; tapé la boca con una mano al rapaz, que saltó de un brinco al andén, y respondí al propio tiempo en voz alta, con intento de que lo oyera el desdichado:

—¡No es cierto eso! Le llevan a su cárcel, porque no cabe en la de Santander.

Pero ni a la pregunta del rapaz ni a mi respuesta volvió la cara, ni en todo su cuerpo se notó la menor señal de haberse enterado de ellas. Más valdría así; y mejor para los que le compadecíamos si las había oído y no daba importancia a la primera por ser la confirmación de lo que ya sabía, ni a la segunda por no creerla...

Descendí del estribo porque se oyó la señal de que se acababa el tiempo de parada allí; entré de nuevo en mi departamento; volvió el tren a deslizarse sobre sus carriles, y volví, yo a pensar en lo que pensaría aquel hombre que iba aproximándose poco a poco al término de su viaje y de su vida. Haríamos el mismo camino hasta la estación de T... Allí tomaría yo el de mi lugar, hacia el Nordeste; el más largo, o el más corto; el que me conviniera más; y él... el que le señalaran, hacia el Oeste, para llegar cuanto antes a su triste paradero... ¡Y hasta la eternidad!

En la estación de T... podría yo verle y contemplarle a todo mi gusto, pues habría tiempo y comodidad para ello: era ocioso bajar en las otras dos intermedias, y encaramarme en el estribo y mortificar tantas veces al desgraciado con la impertinencia de mi fisgoneo. Sin embargo, en ambas me bajé, y en ambas hice lo mismo que en la primera, y siempre encontré al reo en la misma postura, con las manos atadas descansando sobre los muslos, y la cara vuelta al lado opuesto al andén. No había duda: me arrastraba el misterio y me atraía el abismo.

Al fin llegamos a la estación de T.... donde quedó casi desocupado el tren, que era, según la jerga de la Compañía, corto, es decir, de los que no pasan de los límites de la provincia, con un andar de carromato. Por eso invirtió dos horas en un trayecto de cuatro leguas; y cuando llegamos a su término, se había elevado el sol por encima de los montes; y desde un cielo limpio, azul, barrido de toda señal de nube, alumbraba con su luz esplendorosa cuanto abarcaba la vista desde aquellas alturas: uno de los panoramas más hermosos que pueden admirarse en la Montaña, la tierra de las grandes maravillas de la Naturaleza. El coche en que iba el reo había quedado fuera del andén contiguo a la estación y enfrente de un jardincillo muy cercano de ella; y no hubo viajero que no desfilara por delante de él antes de entregar su billete en la puerta de salida. Esta peregrinación, que tenía no poco de solemne, duró algunos minutos. Yo no tomé parte en ella porque me reservaba para ver a mi hombre fuera del carruaje... como le vi poco después.

No sé cuándo ni cómo bajó o le bajaron, porque, al volverme hacia aquel lado en uno de los maquinales paseos que me daba por delante del coche en que había llegado yo, toparon mis ojos con él, encarado a mí, de pie y como clavado en el suelo, como tronco de árbol desmochado que hubiera nacido allí: fijo, inmóvil, en una actitud y con una expresión en la cara imposibles de olvidar. Le daba el sol un poco de soslayo; y sobre el suelo arenoso, casi dorado, en que se alzaba la masa negra de su cuerpo, se dibujaba su sombra, que iba a perderse entre la hojarasca verde y las flores olorosas del jardín. Los cuatro guardias iban y venían y andaban a su lado de acá para allá; y no faltaban curiosos, como yo, que le contemplaban desde cierta distancia respetuosa; pero de nada de ello parecía enterarse él, cuya mirada, profundamente melancólica, se desvanecía en lo invisible... Ni un gesto; ni la contracción más ligera de un músculo de su cara lívida, algo inclinada al pecho; ni la más leve señal de que latiera la sangre en sus arterias. Era la verdadera estatua del desconsuelo, de las grandes melancolías, del mayor de los desamparos. En esto cayó a sus pies un saco a medio henchir, con la boca amarrada con un cordel. Era su petate: los cuatro guiñapos de su equipo. Tampoco se fijó en ello. ¿Para qué, ni aunque el saco hubiera estado lleno de perlas y diamantes? Porque era indudable que aquel hombre conocía entonces la terrible verdad, o por habérsela revelado en el camino indiscreciones como la del muchacho de marras, o porque la adivinaba o la presentía. Era incompatible con la menor esperanza de vivir, aquélla su imponente expresión de desconsuelo: sólo la certeza de que le conducían a la muerte, y en un cadalso afrentoso, podía imprimir en su naturaleza medio salvaje aquel sello de acerbísimo dolor moral, devorado por la conciencia de merecerle... Y en derredor del desdichado, como dispuesto por la crueldad de su mala fortuna, si es que no lo disponía la justicia de Dios para mayor castigo suyo, ¡qué espectáculo! Nunca he pasado por allí sin detenerme largo rato para dársele a mis ojos por recreo; pero no recuerdo haberle visto jamás tan admirable como le vi en aquélla tan señalada ocasión; y es que rara vez se logran, en esta tierra de los celajes grises y de los húmedos vendavales, un cielo tan limpio, tan azul; un sol tan vivo y resplandeciente, y una tranquilidad y un reposo en la Naturaleza, como aquel día. Abajo, en el llano, empalmando con el breve recuesto que da acceso a la estación, el largo arrecife entre alamedas, robledales, praderas y caseríos; más allá, al fin de la alameda, la masa roja de los primeros tejados de la villa que da nombre a la estación, la segunda capital de la Montaña, no sólo por su riqueza, sino por su hermosura: la reina y la señora de la admirable vega, en uno de cuyos contornos asienta el trono de su señorío; después de la vega, que se pierde de vista a derecha e izquierda entre montes y cerros, la cuenca del río entoldada de espesa vegetación, entre la cual se destacan las notas blancas de los pueblecillos ribereños; luego otro valle, más bien adivinado que visto a través de las manchas diáfanas del arbolado desnudo y de las veladuras del humo blanquecino arrojado en espirales por las chimeneas de las barriadas; y a un lado y a otro de estos valles deliciosos, más sierras y más montes escalonados y sarpullidos de aldehuelas... hasta que termina y cierra el panorama por aquel extremo un monte pedregoso que sirve de barrera, por el Norte, a las aguas inquietas del Océano, y por el Oeste, erguidos sobre una gradería de altos y negros montes, los dos colosos de la cordillera cantábrica: Peña Sagra y los Picos de Europa, ya cubiertos de nieve, iluminados de frente por el sol y recortando los gallardos florones de su corona con el intenso azul del cielo.

Pues en este espectáculo, siempre nuevo y admirable para mí, hallaba yo aquella mañana un atractivo singular, que, en definitiva, me mortificaba mucho: por de pronto, el contraste que formaba su hermosura, convidando a regocijarse y a vivir, con el estado moral de aquel hombre que le tenía tan cerca, sin reparar en él, o sin atreverse a mirarle; pero singularmente porque en lo más grandioso del cuadro, en uno de los repliegues de la falda de los Picos, estaba el término de su viaje: allí había nacido, allí había cometido el crimen, y allí había de expiarle por la mano del verdugo. Por embrutecido que tuviera el entendimiento, era imposible que no le hubieran entrado en él estas reflexiones al fijar la vista un instante en aquel lado del panorama, o al saber que, desde el punto en que se hallaba, le tenía delante de los ojos; y a poco que se le fueran eslabonando las ideas en el cerebro, había de asaltarle la visión de su hogar y de los seres que le habitaban; pensaría que eran sabedores de su viaje y de lo que había de acontecerle en cuanto le terminara, y los vería a todos huyendo en busca de un escondite fuera del lugar: un agujero, una caverna en el monte, para ocultarse y morir allí de dolor y de vergüenza. Si no pensó entonces de este modo aquel criminal, yo lo leí en su cara, cuya expresión se acomodaba exactamente a estos pensamientos; y por eso, por lo que padecería él pensando de ese modo, padecía yo al poner los ojos en lo que tantas veces me los había recreado; y hubiera preferido a aquella luz tan brillante, a aquella augusta placidez de la Naturaleza, a aquellos aromas vivificantes de la húmeda tierra acariciada por el sol, a aquel cuadro, en fin, tan despertador de todos los alicientes más nobles de la vida, un día ceniciento y borrrascoso, de los que menos influyen en las imaginaciones adormiladas y en los entendimientos incultos. ¿Quién duda del poder que ejercen los agentes externos en el ánimo de ciertos hombres... y aun en el de toda casta de ellos?...

Andando en éstas y otras meditaciones análogas, y sin apartar la vista del reo, que tan profundamente me iba contaminando de sus tristezas, enderezose de pronto, como si saliera de un letargo, y, al mandato de los guardias que le custodiaban, rompió su marcha con paso firme hacia la puerta de salida, a la cual me acerqué yo para verle más de cerca.

Fuera ya de la estación, no le condujeron por la carretera que de ella arranca en dos ramales curvos, sino a campo-travieso por el serrato intermedio, que entonces estaba en abertal. Desde mi observatorio le vi bajar a buen paso y saltando matorros alguna vez, y le seguí con la vista hasta que desapareció entre los edificios y bardales del entrellano. Entonces recordé que me esperaba el carruaje; monté en él, con el pensamiento fijo tenazmente en aquel desdichado; y al cabo de media hora llegué a mi casa, sin perder la visión del criminal con las manos atadas, pálido y angustiado el semblante, y de pie e inmóvil entre el jardincillo de la estación y el tren que nos había conducido a los dos.

¡Cosa rara! Desde que supe que viajaba con él hasta que desapareció de mi vista en el camino de T..., ni una vez sola puse la consideración en el crimen que había cometido: siempre fueron sentimientos de lástima los que me inspiraron su recuerdo o su presencia. El corazón humano es así, más propenso a compadecerse que a castigar delante de un delincuente arrepentido. Y lo cierto es que en la necesidad de que flaquee en algún sentido: ese órgano, que, en opinión de un grande hombre que fue a la vez un gran tirano, es el que gobierna el mundo, más vale que flaquee de ese lado. Digo esto, porque precisamente por ello, o por algo semejante, comencé yo, al cabo de algunas horas y en las soledades de mi huerto, a ingerirme en otro orden de ideas para descargar el espíritu de aquella fatigosa obsesión compasiva.

¿Merece ese hombre —llegué a preguntarme—, los malos ratos que me está dando? ¿Puede concebirse nada más abominable ni más merecedor del castigo que le aguarda, que el crimen que cometió? Bien está la misericordia, y hasta es de ley divina en todo corazón cristiano; pero ¿y la justicia? ¿y aquella pobre víctima tan bárbaramente sacrificada? ¿y aquella alevosía y aquella ferocidad más propias de un tigre que de un hombre? ¿Qué derecho tiene a la vida el que mata a sangre fría y por lujo de maldad? ¿No se persigue hasta el exterminio a las fieras que hacen eso? ¿Y no son fieras los hombres en tales casos? ¿Y la ejemplaridad del patíbulo, y...? En fin, que insensiblemente me fui colando en las sinuosidades de la sempiterna disputa sobre la pena de muerte, cosa que no era de mi gusto, y por eso torcí de rumbo en cuanto caí en ello; porque lo que yo necesitaba entonces con urgencia no había de hallarlo entre la seca y fría argumentación del raciocinio, sino en las fuentes espontáneas y generosas del sentimiento. Con esta bien fundada esperanza, me puse a reconstruir en la imaginación el crimen de autos, tal como le conservaba en la memoria, y constaba en ellos bien comprobado y hasta referido por el mismo criminal.

Cierto día, un convecino suyo, hombre ya muy entrado en años y padre de varios hijos, fue a vender no sé qué frutos en su carro de bueyes a una feria que se celebraba en otro pueblo de la misma comarca. Un camino solitario y muy asomado con frecuencia a grandes precipicios, separaba a los dos pueblos. De vuelta de la feria este hombre, al anochecer y con el carro vacío, le salió al encuentro, en uno de los parajes más desamparados del camino, el mocetón de mi historia, su amigo y convecino, nunca sospechoso a nadie, y muy a menudo objeto de las zumbas de muchos, porque, si pecaba de algo, era de bobalicón y de zángano. El caso fue que los dos convecinos se saludaron a su modo, y hasta empezaron a entrar en conversación, a carro parado. De pronto el mozallón descarga un tremendo garrotazo en la cabeza del feriante y le tiende en el suelo, donde acaba su labor machacándole el cráneo con dos piedras. Después le registra los bolsillos; encuentra en uno de ellos el puñado de dinero que le había valido «su pobreza», y, por último, arroja el cadáver, sangriento y palpitante aún, al precipicio inmediato. En seguida se encarama en la pértiga del carro, husmea y rebusca con los ojos y las manos entre la hierba esparcida sobre el tablero, y no halla otra cosa que los restos de la merienda de su víctima: unos míseros fiambres y unos mendrugos de pan envueltos en un pañuelo; apodérase también de estos relieves mezquinos, y se los come tranquilamente, sentado, a su comodidad, en la rabera de la pértiga. Cuando no queda ni una hebra ni una miga de todo ello, se endereza, arrea a los bueyes para arrimar al asomo el carro; y después que lo ha conseguido, aplica a la rueda del otro lado todas las fuerzas de su corpazo, y le vuelca sobre el precipicio. Con esta precaución, considera borradas las huellas de su crimen. Un carretero despeñado en el fondo de un derrumbadero, y su carro volcado en lo alto y pendiente del yugo de los bueyes parados a la orilla, no son cosa del otro jueves en aquellas regiones escabrosas: el espanto repentino de una bestia, yendo dormido su conductor, basta y sobra para ocasionar una desgracia semejante. Y con esto se volvió, libre de toda intranquilidad y de toda pena, a su pueblo y a su casa.

¿Cuándo ni por qué había surgido en su mollera brutal el pensamiento de aquella salvajada espantosa? Porque tras de no tener agravio alguno que vengar en su infortunado convecino, no ignoraba el escaso valor de lo que éste había ido a vender, ni tenía la menor necesidad de apoderarse de ello, porque era hijo de familia y no carecía de lo indispensable en su casa. ¡Temeroso misterio, bien digno, ciertamente, de ejercitar en él todas sus fuerzas inductivas esos señores que tanto saben de pesos y medidas de cuerdos y desequilibrados! a mí nada se me alcanzaba en tan abstrusa materia, y todo me volvía buscar términos de comparación fuera de la especie humana, porque dentro de ella no recordaba uno solo.

¡Pues ni por esas! El horror de estas cosas, la impresión de estos recuerdos, aunque templaron en mi fantasía el colorido deslumbrador de los otros, al fin y al cabo la máquina de mis reflexiones fue haciendo insensiblemente un cambio de dirección, y volvió a encajarme en la memoria el suceso más reciente, la figura patibularia del hombre melancólico, con la cabeza inclinada, inmóvil y como clavado en el suelo, con el mísero petate a sus pies, inundado por la luz del sol, como para hacer más patente su vergüenza y su ignominia. Era mucho más sugestivo aquel cuadro para mí, que la corriente profunda, que la mar en calma y que el bosque silencioso; era un libro cerrado en que, indudablemente, había mucho que leer. Y empeñado en leerle, volvía a buscarle con el pensamiento al punto en que le habían perdido de vista mis ojos; y le vi siguiendo el arrecife hacia la villa, entre el horror y la compasión de los transeúntes que se cruzaban con él; acomodarse, es decir, dejar que le acomodaran en el vehículo que había de conducirle hasta allá, porque ya no tenía derecho a desear ni a pedir cosa alguna: era una propiedad de la ley, del verdugo; dejando atrás valles, pueblos y santuarios, por donde tantas y tantas veces habría pasado libre y señor de sí mismo; contando cada trozo de camino andado, con la congoja del avariento forzado a entregar uno a uno, al ladrón que le sorprende, los cartuchos de las monedas de su tesoro; viendo, por término de su jornada, el cuadro aterrador de su propio suplício, y, lo que sería más angustioso que la visión de la hopa y del garrote, la del pobre labriego, honrado hasta aquel día, hundíendo en el polvo su cabeza y maldiciendo la hora en que tal monstruo fue engendrado.

Aquí se detuvo la máquina de mis reflexiones, y ya no fue el hijo el tema principal de las que fui acumulando en mi cerebro, sino el padre, el hombre de bien, el honrado campesino; y después el pueblo entero, cerrando puertas y ventanas mientras se alzaba el patíbulo afrentoso y se congregaban al pie de él las multitudes extrañas que descendían en hileras por todos los senderos de los montes inmediatos. ¡Día de espanto y de vergüenza para un pueblo montañés, cristiano y laborioso!

De esta casta fueron mis pensamientos mientras volvía a la ciudad aquella misma tarde y durante las primeras horas de la noche, y creo no mentir si afirmo que también mientras dormía. Yo no sé cuántos de aquellos fatídicos cuadros vi y tracé entonces, pensando, hablando y soñando.

De boca de los que oían mis relatos y comentos, y llegaron a calificar de chifladura mis preocupaciones, supe que se había intentado nuevamente el indulto, aprovechando la ocasión de no sé qué aniversario, muy próximo ya, obra de dos o tres días, y que, con objeto de que no pudiera ser ejecutado el reo antes de esa fecha, se había ordenado que no utilizara el piquete el ferrocarril hasta T..., y se fuera por la carretera a pie y en tres jornadas. Para dar cumplimiento a esta orden, había salido por la mañana. «¡Dios haga que tan caritativos propósitos se realicen!» —me dije, acordándome entonces, más que del reo, de su infeliz padre, fugitivo quizás a aquellas horas por los riscos y quebradas del monte.

El día siguiente a aquél tan risueño y esplendoroso, amaneció invernizo, destemplado y como los más crudos del invierno montañés: nevó por la tarde, y continuó nevando por la noche; y cuando el nuevo sol alumbró la tierra de este pedacito de mundo, había sobre ella una nevada de más de un palmo de espesor: eso en los valles. ¿Qué menos de una vara en las alturas? Y así fue; con lo cual el piquete no pudo pasar de las gargantas del Deva, y en un pueblo de ellas estuvo detenido dos días.

Llegó en tanto el del aniversario palatino; se concedió el indulto solicitado; salió el reo de la capilla en que ya le habían metido, y con ello sentí yo que me aliviaba el espíritu de un gran peso.

Pero ¿qué efecto había causado allá el indulto? ¿En qué forma había manifestado el reo su natural regocijo? ¿Llorando, rezando?... ¿Y su padre? ¿Quién fue a buscarle al monte para enterarle de la buena nueva? ¿Le habían hallado vivo en su escondite? ¿Le quedaba, en caso de vivir, algún lado sensible en su ser moral, tan macerado por la crueldad de su dolor? ¿Se le había podido convencer de que no es lo mismo tener un hijo criminal, que ser padre de un criminal ajusticiado, porque, más que en el crimen cometido, está la ignominia en el patíbulo en que se expía? ¿Se había logrado reducirle a que volviera al pueblo y a su casa, en la que quizás hallaría ya a su familia llorando de gratitud y alabando a Dios por la merced recibida? ¿Vería a su hijo después? ¿Cómo sería aquella escena entre ambos?...

No caben en números las reflexiones de este género que me hice durante aquel día y el siguiente, porque es la pura verdad que, al curarme de una gran preocupación el suceso del indulto, me había metido en otra no tan desagradable como ella, pero, en cambio, mucho más vehemente.

Al fin se franquearon las comunicaciones entre P... y la capital, y publicó un periódico de ésta una correspondencia de allá, recibida por el último correo. Según ella, los primeros efectos del perdón dieron motivo a una escena singularísima entre el reo y el verdugo. Este afirmó, entre chanzas y veras, que el pescuezo del otro era, de los ya «metidos en capilla», el primero que le fallaba desde que ejercía la profesión. Y ¡qué pescuezo!... Y de aquí el palpársele y el medírsele con ambas manos, y el apretarle el gañote con los dedos, y el reírse el otro bestia para celebrar la farsa, y el sacar la lengua y temblar de pie y mano, y hacer toda casta de visajes para remedar a un ajusticiado; y hasta el entrar en ganas de conocer la herramienta y su modo de funcionar; y el apoyarle en la brutal demanda los espectadores de la escena, y, por último, el prestarse a ello el verdugo y dar allí mismo una larga conferencia sobre el manejo del tornillo y de la argolla, sirviéndole de modelo ajusticiable su propia víctima fracasada.

Se me cayó el periódico de las manos, y no quise leer más ni meditar sobre lo leído, por no mezclar las tintas del nuevo cuadro con el recuerdo del otro, del hombre melancólico de la estación de T..., y mucho menos con el de su padre, el infeliz, el sencillo, el honrado labriego que volvería a ponerse a punto de morir de indignación y de vergüenza si se enteraba de aquella infame comedia representada en la cárcel de P...

Pasaron unos cuantos días, y con ellos se fue borrando en mi memoria lo más saliente de los recuerdos del hijo; pero no me sucedió lo mismo con los trazos de la imagen que yo había formado de su padre: nada más venerando para mí que la vejez de un pobre honrado, abatido por las pesadumbres; y en este concepto, lejos de achicárseme la idea de aquel viejo campesino cristalizada en mi cerebro, se iba agrandando a medida que pensaba en él, y pensaba muy a menudo.

Un día, cuando aún se hablaba mucho de los sucesos referidos, oí llamar a la puerta de mi casa, y se me dijo que preguntaba por mí «un aldeano ya de edad».

—¿Cómo se llama? —pregunté yo a mi vez y sin gran curiosidad, porque a las visitas de este linaje estoy bien acostumbrado.

—Dice que es el padre del reo de P...

—¡El padre del reo de P...! —exclamé estremeciéndome—. Y ¿para qué pregunta por mí? ¿Qué se le ocurre a ese buen hombre? —añadí muy dispuesto a mandarle entrar para conocerle y echar un párrafo con él.

—Ya se lo he preguntado, y me ha respondido que «a ver si le da usted algo...».

—¿Algo de qué?

—De dinero... de limosna...

—¿A qué santo?

—Pues también me lo ha dicho: a santo de que es «el padre del reo de P...». Por lo visto, anda así de puerta en puerta.

Algo como luz de pajuela que alumbraba en un rinconcito de mi cerebro a una figura de patriarca venerable, se apagó de repente, dejando a obscuras el santo y la hornacina.

—¡Dile que no estoy en casa! —respondí con intención de que lo oyera el postulante.

«¡El padre del reo de P...!» o como si dijéramos, el verdadero, el auténtico Delfín de Francia.

¡El bendito de Dios se había dedicado a explotar de aquel modo la negra fama de su hijo!

No hago comentarios, lector pío y justiciero: hazlos tú si gustas y eres de esos ya citados linces que se pasan la vida aquilatando cerebros y corazones, para distinguir entre cuerdos, imbéciles y desequilibrados; en la seguridad de que todo lo referido en estas cuartillas es exacto y rigurosamente cierto, y de fecha no remota.


1898.


Publicado el 18 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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