El Sabor de la Tierruca

José María de Pereda


Novela



JOSÉ M. DE PEREDA

Y ahora que estamos solos, impaciente lector, en la antesala de un libro, esperando á que se nos abra la mampara del primer capítulo, voy á hablarte de aquel buen amigo, cuyo nombre viste, al entrar, estampado en el frontispicio de este noble alcázar de papel en que por ventura nos hallamos. Y no voy á hablarte de él porque su fama, que es grande, aunque no tanto como sus méritos, necesite de mis encomios, sino porque me mueve á ello un antojo, tenaz deseo quizás, ó más bien imperioso deber, nacido de impulsos diferentes. El motivo de que haya escogido esta ocasión ha sido puramente fortuito y no ha dependido de mí. Desde hace mucho tiempo tenía yo propósito de ofrecer á aquel maestro del arte de la novela un testimonio público de admiración, en el cual se vieran confundidos cariño de amigo y fervor de prosélito. Cada nueva manifestación del fecundo ingenio montañés me declaraba la oportunidad y la urgencia de cumplir el compromiso conmigo mismo contraído; luego los quehaceres lo diferían, y por fin, solicitado de un activo editor, que incluye en su Biblioteca el último libro de Pereda, veo llegada la mejor coyuntura para decir parte de lo mucho que pienso y siento acerca del autor de las Escenas Montañesas; acepto con gozo el encargo, lo desempeño con temor, y allá va este desordenado escrito, que debiera ponerse al fin del libro, pero que, por determinación superior, se coloca al principio, contra mi deseo. Ni es prólogo crítico, ni semblanza, ni panegírico: de todo tiene un poco, y has de ver en él una serie de apreciaciones incoherentes, recuerdos muy vivos, y otras cosas que quizás no vienen á cuento; pero á todo le dará algún valor la escrupulosa sinceridad que pongo en mi trabajo y la fe con que lo acometo.

Veo que te haces cruces, ¡qué simpleza! pasmado de que al buen montañés le haya caído tal panegirista, existiendo entre el santo y el predicador tan grande disconformidad de ideas en cierto orden. Pero me apresuro á manifestarte que así tiene esto más lances, que es mucho más sabroso y, si se quiere, más autorizado. Véase por dónde lo que se desata en la tierra de las creencias, es atado en los cielos puros del Arte. Esto no lo comprenderán quizás muchos que arden, con stridor dentum, en el Infierno de la tontería, de donde no les sacará nadie. Tal vez lo lleven á mal muchos condenados de uno y otro bando, los unos encaperuzados á la usanza monástica, otros á la moda filosófica. Yo digo que ruja la necedad, y que en este piadoso escrito no se trata de hacer metafísicas sobre la gran disputa entre Jesús y Barrabás. Quédese esto en lo más hondo del tintero, y á quien Dios se la dió, Cervantes se la bendiga.

Andando.

Conocí á Pereda hace once años, cuando había escrito las Escenas Montañesas y Tipos y paisajes. La lectura de esta segunda colección de cuadros de costumbres impresionó mi ánimo de la manera más viva. Fué como feliz descubrimiento de hermosas regiones no vistas aún, ni siquiera soñadas. Sintiéndome con tímida afición á trabajos semejantes, aquella admirable destreza para reproducir lo natural, aquel maravilloso poder para combinar la verdad con la fantasía, y aquella forma llena de vigor y hechizo, me revelaban la nueva dirección del arte narrativo, dirección que más tarde se ha hecho segura é invariable, obteniendo al fin un triunfo en el cual ha llevado su iniciador parte principalísima. Algunos de tales cuadros, principalmente el titulado Blasones y talegas, produjeron en mí verdadero estupor y esas vagas inquietudes del espíritu que se resuelven luego en punzantes estímulos ó en el cosquilleo de la vocación. Es que las obras más perfectas son las que más incitan, por su aparente facilidad, á la imitación. Luego viene, como diploma más alto de su mérito, la inutilidad del esfuerzo de los que quieren igualarlas, y tratándose de aquélla y otras obras de Pereda, hay que darles á boca llena, y sin género alguno de salvedad, el dictado de desesperantes. Son de privilegio exclusivo, y... ¡ay del infeliz que ponga la mano en ellas! No le quedarán ganas de volverlo á hacer.

Como iba diciendo, la lectura de estas maravillas, después de la admiración que en mí produjo, infundióme un deseo ardiente de conocer el país, fondo ó escenario de tan hermosas pinturas. Suponía en él la misma originalidad, la propia frescura, gracia y acento de las Escenas, y figurábame que así como éstas no tienen rival, aquél no debía de tener semejante en el ramo de países. Esto me llevó á Santander: el simple reclamo de un prosista fué primer motivo y fundamento de esta especie de ciudadanía moral que he adquirido en la capital montañesa.

En la puerta de una fonda ví por primera vez al que de tal modo cautivaba mi espíritu en el orden de gustos literarios, y desde entonces nuestra amistad ha ido endureciéndose con los años y acrisolándose ¡cosa extraña! con las disputas. Antes de conocerle, había oído decir que Pereda era ardiente partidario del absolutismo, y no lo quería creer. Por más que me aseguraban haberle visto en Madrid, nada menos que figurando como diputado en la minoría carlista, semejante idea se me hacía absurda, imposible; no me cabía en la cabeza, como suele decirse. Tratándole después, me cercioré de la funesta verdad. Él mismo, echando pestes contra lo que me era simpático, lo confirmó plenamente. Pero su firmeza, su tesón puro y desinteresado, y la noble sinceridad con que declaraba y defendía sus ideas, me causaban tal asombro y de tal modo informaron y completaron á mis ojos el carácter de Pereda, que hoy me costaría trabajo imaginarle de otro modo, y aun creo que se desfiguraría su personalidad vigorosa si perdiera la acentuada consecuencia y aquel tono admirablemente sombrío. En su manera de pensar hay mucho de su modo de escribir: el mismo horror al convencionalismo, la misma sinceridad. Otra circunstancia hace excepcional su proselitismo, y la exime de las censuras á que vive expuesta toda opinión radical en nuestros días: me refiero á su preciosísima independencia, que le aisla de los manejos de todos los partidos, incluso el suyo.

Dicho esto, quiero añadir que Pereda es, como escritor, el hombre más revolucionario que hay entre nosotros, el más anti-tradicionalista, el emancipador literario por excelencia. Si no poseyera otros méritos, bastaría á poner su nombre en primera línea la gran reforma que ha hecho, introduciendo el lenguaje popular en el lenguaje literario, fundiéndolos con arte y conciliando formas que nuestros retóricos más eminentes consideraban incompatibles. Empresa es ésta que ninguno acometió con tantos bríos como él, y en realizarla todos se quedan tamañitos á su lado. Una de las mayores dificultades con que tropieza la novela en España, consiste en lo poco hecho y trabajado que está el lenguaje literario para reproducir los matices de la conversación corriente. Oradores y poetas lo sostienen en sus antiguos moldes académicos, defendiéndolo de los esfuerzos que hace la conversación para apoderarse de él; el terco régimen aduanero de los cultos le priva de flexibilidad. Por otra parte, la prensa, con raras excepciones, no se esmera en dar al lenguaje corriente la acentuación literaria, y de estas rancias antipatías entre la retórica y la conversación, entre la academia y el periódico, resultan infranqueables diferencias entre la manera de escribir y la manera de hablar, diferencias que son desesperación y escollo del novelista. En vencer estas dificultades nadie ha adelantado tanto como Pereda: ha obtenido maravillosas ventajas, y nos ha ofrecido modelos que le hacen verdadero maestro en empresa tan áspera. Cualquiera hace hablar al vulgo, pero ¡cuán difícil es esto sin incurrir en pedestres bajezas! Hay escritores que al reproducir una conversación de duques, resultan ordinarios: Pereda, haciendo hablar á marineros y campesinos, es siempre castizo, noble y elegante, y tiene atractivos, finuras y matices de estilo que á nada son comparables. Por esto, por sus felicísimos atrevimientos en la pintura de lo natural, es preciso declararle porta-estandarte del realismo literario en España. Hizo prodigios cuando aún no habían dado señales de existencia otras maneras de realismo, exóticas, que ni son exclusivo don de un célebre escritor propagandista, ni ofrecen, bien miradas, novedad entre nosotros, no sólo por el ejemplo de Pereda, sino por las inmensas riquezas de este género que nos ofrece la literatura picaresca.

Frente al natural, Pereda tiene una energía de asimilación que asusta. Los contornos y tintas que ve, las particularidades que escudriña, los conjuntos y efectos totales que sorprende, maravilla son que nos revelan en él como un poder milagroso. En Los hombres de pró, en las páginas culminantes de Don Gonzalo González de la Gonzalera y De tal palo, tal astilla, se muestran en toda su riqueza la facultad observadora, la invención sobria y fecunda, el culto de la verdad, de donde resultan los caracteres más enérgicamente trazados, y el diálogo más vivo, más exacto y humano que es posible imaginar.

Otra cosa. Pereda no viene nunca á Madrid. Para conocerle es preciso ir á Santander ó á su casa de Polanco, donde vive lo más del año, entre dichas domésticas y comodidades materiales que le añaden, como literato, una nueva originalidad á las demás que tiene. Es un escritor que desmiente, cual ningún otro de España, las añejas teorías sobre la discordia entre la riqueza y el ingenio. Por no dejar hueso sano al convencionalismo, le ha perseguido y destrozado hasta en esa rutina cursi de que el escritor es un sér esencialmente pobre. Así, en ninguna parte se conoce tan bien á nuestro buen príncipe montañés, como en aquellos hospitalarios estados de Polanco, residencia placentera y cómoda, asentada en medio de la poesía y de la soledad campestres, entre los variados horizontes y los paisajes limpios y puros de aquella hermosa costa, que con su ambiente fresco y su templada luz parece ofrecer al espíritu mayor suma de paz, más dulces recreos que ninguna otra región de la Península.

Y el buen castellano de Polanco, sectario del absolutismo y muy deseoso de que resucite Felipe II para que vuelva á hacer sus gracias en el gobierno de estos reinos, es el hombre más pacífico del orbe, de costumbres en extremo sencillas, de trato amenísimo, llano y familiar, que podría derechamente llamarse democrático. Á veces imagino que, por trazas del demonio, la Humanidad pierde el sentido, que el tiempo se desmiente á sí mismo y nos hallamos de la noche á la mañana en plena situación absolutista. Llevando adelante la hipótesis, imagino que al autócrata se le ocurre una cosa muy natural, y es elegir para primer gobernante al hombre de más ingenio de su partido. Tenemos á Pereda de ministro universal. Pues ya podemos hacer lo que se nos antoje, porque de seguro no nos ha de chamuscar ni el pelo de la ropa, y viviremos en la más dulce de las anarquías.

No sé por qué me figuro que la firmeza de las ideas de Pereda, bien analizada, resultaría más afecta al orden religioso que al político, y no sé, no sé... pero casi podría afirmar que gran parte de aquella intolerancia mordaz, de aquella flagelante y despiadada inquina contra ciertas instituciones, desaparecería si el espíritu de nuestro autor no estuviera enviciado y como engolosinado en la observación de los infinitos tipos de ridiculez que sabe ver y calificar como nadie; tipos que él atribuye, con ingeniosa parcialidad, al sistema político dominante en todo el mundo, y que en realidad aparecen contenidos en él por lo mismo que el tal sistema abarca la porción más grande de la sociedad... Eso sí, hombre que tenga en grado más alto la facultad de ver lo cómico y todos los grados de la ridiculez de sus semejantes, no creo que exista ni aun que haya existido. Posee perspicacia genial, vista milagrosa y olfato sutil que le permiten penetrar hasta donde no puede hacerlo la grosera observación de la mayoría. Y luego que descubre la pobre víctima, allí donde menos se pensaba, la coge en la poderosa zarpa, juega con ella cruel, la destroza, la arroja al fin hecha pedazos. Ejemplos de esta sátira implacable se hallan en sus celebrados libros Los hombres de pró y Don Gonzalo, novelas de costumbres políticas, en que la energía de la pintura llega hasta lo sublime, y el espíritu de secta hasta la ferocidad; obras en que el autor ha puesto toda la irritación de su temperamento y todo el vigor de sus ideales extremados. Y no es fácil ni lógico juzgar estos acabados modelos de novela política con un criterio inspirado en ideas de prudencia, que vendría á encerrar la inspiración del artista dentro de límites mezquinos. Creo que las obras citadas no pueden ser de otra manera que como son. Así salieron, cruelmente sarcásticas y guerreras, de la mente de su autor, y con el ambiente de la imparcialidad perderían todo su vigor y encanto. Por lo demás, la intolerancia que tanto avalora y vigoriza el potente ingenio de Pereda, suele desarmarse en el seno de la amistad; en esos coloquios, sostenidos á lo largo de un prado ó por los ángulos y curvas de sombría calleja, con algún huésped de Polanco, allí donde parece no pueden llegar los ecos de la batalla empeñada por ésta ó la otra idea, de esas que al fin y á la postre, implantadas ó no, modifican poco las partes positivas de nuestra existencia. Fácil es en estos coloquios, en que el espíritu parece más expresivo que la palabra, sorprender en el buen campeón algo de cansancio por tantas y tan crudas batallas como ha reñido en el terreno más escabroso de todos, que es el de las letras. Y sin esfuerzo de conjeturas, sino por la lógica misma de las cosas, se viene á comprender que teniendo Pereda su familia, sus libros y sus amigos, no se le importa una higa de lo demás.

Ignoro la edad de mi amigo, y me falta con esto el primer dato para su biografía. Para su retrato me faltan colores. Sólo puedo decir que es hombre moreno y avellanado, de regular estatura, con bigote y perilla, de un carácter demasiadamente español y cervantesco. Posee un retrato suyo, buena pintura y gentil cabeza, con valona y ropilla, al cual es necesario dar el tratamiento de usarcé. Tratándose de temperamentos nerviosos, hay que postergarles á todos para dar diploma de honor al de mi amigo, á quien frecuentemente es preciso reprender como á los niños, para que se le quiten de la cabeza mil aprensiones y manías. Hay quien le dice que todas estas ruineras son pretexto de la pereza, y se le receta para curarse una medicina altamente provechosa para el médico, es decir, que se tome medio millar de cuartillas y que nos haga una novela. Recuerdo una temporada en que dió en la flor de que se iba á caer en medio de la calle, y salía con precauciones mil y temores muy graciosos. Sus amigos le recetaban que se pusiese al telar. No quería ni á empujones hacerlo; pero tanto se bregó con él, que el feliz término de todo aquel desconcierto nervioso fué la encantadora novela De tal palo, tal astilla.

Para concluir. Es Pereda un hombre harto de bienestar, privilegiado sujeto en quien concurren dones altísimos como su poderoso ingenio, que le hace figura de primera magnitud en las letras españolas, su bondad y nobles prendas, y todo lo demás que ensancha y florea el camino de la vida. Por tener tan variados tesoros y ninguna pena, suele preocuparse de pequeñeces, y las contrariedades del tamaño de piedrecillas se le agrandan como montaña que obstruye el paso. Cualquier contratiempo en la impresión de sus libros, la tardanza de un editor ó, pinto el caso, la falta de cumplimiento del compromiso de un amigo, le hacen cavilar, y ponen en apretadísima torsión todo el cordaje de aquella incansable máquina de sus nervios.

Por eso, si el no haber escrito estas líneas antes de ahora es causa de que tú, desesperado lector, no hayas podido gustar antes este libro campesino y esencialmente montañés, El sabor de la tierruca, flor la más pura quizás del ingenio de Pereda, á tí antes que á él pido perdón, aunque ambos hayan rabiado igualmente por culpa mía. Y no siento yo la tardanza, sino que no haya acertado á decir todo lo que sé sobre el originalísimo escritor y maestro incomparable que ha trazado á la novela española el seguro camino de la observación natural. Su influencia en nuestra literatura es de las más grandes que ha podido haber, y la señalarán en toda su extensión el tiempo y la venidera infalible justicia de las categorías literarias. Muchos le deben todo lo que son, y algunos más de lo que parece. Si este escrito pudiera ser largo, algo más diría yo que la brevedad me obliga á dejar de la mano; cosas que tal vez no sean necesarias por ser sabidas de todo el mundo, pero que yo quisiera indicar, porque sin indicarlas no me quedo satisfecho. Y es que hablando de Pereda y subiéndole hasta donde alcanzan mis fuerzas de sectario apologista, siempre me parece que no le enaltezco bastante, y quisiera volver á emprender de nuevo la tarea hasta ponerle más alto, más alto y donde debe estar.

B. Pérez Galdós.

Madrid, abril de 1882.

I. EL ESCENARIO

La cajiga aquélla era un soberbio ejemplar de su especie: grueso, duro y sano como una peña el tronco, de retorcida veta, como la filástica de un cable; las ramas horizontales, rígidas y potentes, con abundantes y entretejidos ramos; bien picadas y casi negras las espesas hojas; luégo otras ramas, y más arriba otras, y cuanto más altas más cortas, hasta concluir en débil horquilla, que era la clave de aquella rumorosa y oscilante bóveda.

Ordinariamente, la cajiga (roble) es el personaje bravío de la selva montañesa, indómito y desaliñado. Nace donde menos se le espera: entre zarzales, en la grieta de un peñasco, á la orilla del río, en la sierra calva, en la loma del cerro, en el fondo de la cañada... en cualquiera parte.

Crece con mucha lentitud; y como si la inacción le aburriera, estira y retuerce los brazos, bosteza y se esparranca, y llega á viejo dislocado y con jorobas; y entonces se echa el ropaje á un lado y deja el otro medio desnudo. Jamás se acicala ni se peina; y sólo se muda el vestido viejo, cuando la primavera se le arranca en harapos para adornarle con el nuevo; le nacen zarzas en los pies, supuraciones corrosivas en el tronco, musgo y yesca en los brazos, y se deja invadir por la yedra, que le oprime y le chupa la savia. Esta incuria le cuesta la enfermedad de algún miembro, que, al fin, se le cae seco á pedazos, ó se le amputa con el hacha el leñador; y en las cicatrices, donde la madera se convierte en húmedo polvo, queda un seno profundo, y allí crecen el muérdago y el helecho, si no le eligen las abejas por morada para elaborar ricos panales de miel que nadie saborea. Es, en suma, la cajiga, un verdadero salvaje entre el haya ostentosa; el argentino abedul, atildado y geométrico, y el rozagante aliso, con su cohorte de rizados acebos, finas y olorosas retamas, y espléndidos algortos.

Pero el ejemplar de mi cuento era de lo mejorcito de la casta; y como si hubiera pasado la vida mirándose en el espejo de su pariente la encina, parecíase mucho á ella en lo fornido del cuerpo y en el corte del ropaje.

Alzábase majestuoso en la falda de una suavísima ladera, al Mediodía, y servíale de cortejo espesa legión de sus congéneres, enanos y contrahechos, que se extendían por uno y otro lado, como cenefa de la falda, asomando sus jorobas mal vestidas y sus miembros sarmentosos, entre marañas de escajos y zarzamora.

Más fino lo gastaba el gigante, pues asentaba los pies en verde y florido césped, y aun los refrescaba en el caudal, siempre abundante y cristalino, de una fuente que á su sombra nacía, y que el ingenio campesino había encajonado en tres grandes lastras, dejando abierto el lado opuesto al que formaba la natural inclinación del terreno, para que saliera el agua sobrante y entraran los cacharros á llenarse de la que necesitaban.

Al otro lado del tronco, no más distante de él que la fuente, habíase cavado ancho y cómodo peldaño, capaz de seis personas, que la fertilidad natural del suelo revistió bien pronto de verde y mullido tapiz. Desde aquel asiento, lo mismo que desde la fuente, podía la vista recrearse en la contemplación de un hermoso panorama; pues, como si de propio intento fuese hecho, la faja de arbustos se interrumpía en aquel sitio, es decir, enfrente de la cajiga, de la fuente y del asiento, un gran espacio.

En primer término, una extensa vega de praderas y maizales, surcada de regatos y senderos: aquéllos arrastrándose escondidos por las húmedas hondonadas; éstos buscando siempre lo firme en los secos altozanos. Por límite de la vega, de Este á Oeste, una ancha zona de oteros y sierras calvas; más allá, altos y silvosos montes con grandes manchas verdes y sombrías barrancas; después montañas azuladas; y todavía más lejos, y allá arriba, picos y dientes plomizos recortando el fondo diáfano del horizonte.

Subiendo sin fatiga por la ladera, y á poco más de cincuenta varas de la fuente, de la cajiga y del asiento, se llega al borde de una amplísima meseta, sobre la cual se desparrama un pueblo, entre grupos de frutales, cercas de fragante seto vivo, redes de camberones, paredes y callejas; pueblo de labradores montañeses, con sus casitas bajas, de anchos aleros y hondo soportal; la iglesia en lo más alto, y tal cual casona, de gente acomodada ó de abolengo, de larga solana, recia portalada y huerta de altos muros.

Á su tiempo sabrá el lector cuanto le importe saber de este pueblo, que se llama Cumbrales. Entre tanto, hágame el obsequio de subir conmigo al campanario, en la seguridad de que no ha de pesarle la subida. Y pues acepta la invitación, vamos andando.

Ya estamos en el porche de la iglesia. ¿Te llama la atención el pórtico? Es bizantino: hay muchos como él en la Montaña. Lo restante del templo es trasmerano puro, y á retazos y por obra de misericordia. Entremos en él. Pobreza como afuera, y el mal gusto propio de la rustiquez de estas gentes. La Virgen con bata, lazos y papalina; un Santo Cristo, no mala escultura, con zaragüelles; los soldados de la Pasión, con botas y gregüescos; junto al Sagrario, ramos de papel dorado; y en las columnas de los altares, no malos ciertamente, litografías colgadas. (La intención ve Dios más que las obras.) Un coro postizo, labrado á hachazos, y una mala escalera para subir á él; desde el coro, otra, de dos tramos y al aire, para subir al campanario. Valor... ¡y arriba! Ya llegamos.

La altura del observatorio nos permite examinar el paisaje en todas direcciones. ¡Hermoso cuadro, en verdad! La meseta llega, por el Oeste, á la zona de sierras, y con ellas se funde cerrando la vega por este lado. En el recodo mismo que forman la meseta y la sierra al unirse, hay otro pueblo, recostado en la vertiente y estribando con los pies en aquel extremo de la vega.

El nombre le cae á maravilla: Rinconeda.

Le envuelven por los flancos y la espalda espesos cajigales y castañeras, que hacia la parte de Cumbrales se desvanecen en la faja de arbustos ya descrita. Al Este, mengua la meseta, declina suavemente; y cargada de caseríos, huertos y solares, se agazapa y desaparece en el llano de la vega, la cual continúa en rápida curva hacia el Noroeste, con su barrera de montañas, bajas y redondas desde Oriente á Norte. Entre las barriadas de Cumbrales, llosas abrigadas; en el suave declive occidental de la meseta, brañas, turbas y junqueras; y en la llanura, otra vez prados y maizales, y el río, que, corriendo de Poniente á Levante, los recorta y hace en el valle un caprichoso tijereteo, mientras se bebe en un solo caño los varios regatos que vimos deslizarse al otro lado de la vega. Más allá del río y de las mieses, sierras y bosques; entre ellos y sobre los cerros cultivados, pueblecillos medio ocultos, en alegre anfiteatro, y caseríos dispersos; y por límite de este conjunto pintoresco y risueño, las montañas que vuelven á crecer y cierran la vasta circunferencia al Oeste, donde se alzan, en último término, gigantes de granito coronados de nieve eterna, como diamante colosal de este inmenso anillo.

Á la parte de allá de la sierra que domina y asombra á Rinconeda, está la villa, de la cual se surten los pueblos que vemos, de lo que no sacan del propio terruño. Enfrente, es decir, á este otro lado y allende las montañas, está la ciudad. Hay más de seis leguas entre ésta y la villa. Por último, detrás de esa gran muralla del Norte se estrella el Cantábrico, camino de la desdicha para la mitad de la juventud de esos pueblos, tocada de la manía del oro, que se imagina á montones al otro lado de los mares.

En la aldea en que nos hallamos abundan los viejos, anochece más tarde y amanece más temprano que en el resto de la comarca. Hay alguna razón física que explica lo primero por las mismas causas de lo segundo; es decir, por lo elevado de la situación del pueblo. Pero es el caso que los naturales de él han querido hacer de estas ventajas un título preeminente, así como de ser sus mozas excelentes cantadoras, y sus mozos, amén de apuestos, incansables bailadores, y diestros, sobre toda ponderación, en tocar las tarrañuelas; y como acontece que en el pueblo que está situado en el rincón de la vega, entre ésta, la sierra y la vertiente de la meseta, anochece á media tarde, menudean las tercianas, cantan las mozas como jilgueros y son los mozos grandes jugadores de bolos y muy capaces de alumbrar una paliza al lucero del alba, cátate que las dos aldeas vecinas viven siempre como el gato y el perro, en perpetuo desafío, en constante provocación y en continua burla. Porque, para colmo de contrariedades, las campanas de arriba son grandes y sonoras, al paso que las de abajo son chicas y están rajadas; en el pueblo en que nos hallamos hay dos casas de señores pudientes; en el otro no hay una siquiera; las mieses de Cumbrales son extensas, ricas y bien soleadas; las de Rinconeda, frías y pequeñas; Cumbrales se administra por sí mismo, y tiene su alcalde, sus regidores, su juez municipal y su escuela pública, en toda regla; Rinconeda no tiene más que un pedáneo, porque es pobre fracción de un municipio cuya capital está dos leguas de lejos; su cabaña, si no ha de salir en verano del término propio, va cuando la llaman y á donde la llevan los que mandan en la confederación; al paso que la de arriba tiene su puerto, sus pastores, su toro y sus perros, y va y vuelve en días y horas fijos. ¡Y cómo va y cómo vuelve! Rozando casi las barbas de los vecinos de abajo, silbando los pastores, latiendo los perros y cencerreando el ganado, de intento voceado y apaleado entonces para que las reses corran y se atropellen, y de este modo sacudan de lo lindo los cencerros. Tómanlo á provocación los de Rinconeda, y vénganse propalando la especie de que ese lujo y otros tales hacen gastar al pueblo autónomo lo que no tiene, y vivir en perpetua trampa, como señor de pocas rentas y mucha fantesía.

Como Cumbrales está tan alto, no bien el ábrego (viento del Sur) arrecia, andan las tejas por las nubes y las chimeneas por los suelos, mientras los vecinos de Rinconeda, amparados del viento por la sierra, dicen (según la fama) sobándose las manos y pensando en los de arriba:—«¡Hoy sí que vuelan aquéllos!» Pero cesa el Sur y comienza á llover á mares, y son verdaderas cascadas las laderas de la meseta y de la sierra, con lo cual cada calleja del otro pueblo es un torrente, y una isla cada casa; y dice la gente de arriba, acordándose del dicho tradicional y malicioso de los de abajo:—«Esta vez los barre el agua, por peces que sean.»

Así anda todo encontrado y á testarazos en estas dos aldeas vecinas, llenas, por lo demás, de gentes honradísimas, trabajadoras y apreciables. Pero si entre los inquilinos de una misma casa hay puntillos y rivalidades que encienden á menudo las iras y los odios, ¿qué mucho que suceda esto mismo y algo más entre dos pueblos montañeses que viven, como quien dice, en la misma escalera, y son de un mismo oficio y de la propia casta, y sólo se diferencian en que el uno tiene un palmo más de tela que el otro en el faldón de la camisa?

Y con esto, descendamos del campanario, pues he dicho bastante más de lo que pensaba y hace falta en el presente capítulo, y volvamos á la cajiga, que no á humo de pajas comencé por ella el relato; mas no sin advertir que se la llama en Cumbrales la Cajigona, lo mismo que al sitio que ocupa, que á la fuente y que al asiento á ella cercanos; es decir, que «agua de la Cajigona» se llama á la de aquel manantial; «vamos á la Cajigona» dicen los que se encaminan á sentarse á la sombra de ella, y «prados de la Cajigona» se denominan los que la circundan.

II. Á MODO DE SINFONÍA

Comenzaba el mes de octubre; parecía el fresco retoño de la vega tapiz de terciopelo, y las ya amarillas panojas se oreaban en los maíces despuntados, dentro de la seca envoltura, que chasqueaba y crujía como estrujado papel al secar sobre ella el calor del sol el rocío de la noche. Andaba rayano el mediodía; inmóvil estaba el follaje mustio, mal adherido á las ramas; podían contarse los árboles en el monte, por lo cercanos que los fingía la vista, y el cielo, como barrido de nubes en lo alto, las tenía amontonadas hacia el horizonte, revueltas las blancas con las negras, las nacaradas y las rojas.

Las témporas de San Mateo habían quedado de Sur; y, según el almanaque montañés, así debía seguir el tiempo hasta las de Navidad; lo cual vendría de perlas para secar el maíz y las castañas y asegurar una excelente pación á los ganados al derrotarse las mieses. Y el pronóstico se iba cumpliendo hasta entonces. Estaba, pues, el día como de Sur en calma: bochornoso y pesado. No es de extrañar que á aquellas horas gustara la sombra como en el mes de agosto.

Tomábanla con notoria complacencia, sentados en el banco de la Cajigona, dos sujetos: mozo el uno, en la flor de la juventud, sombreado el rostro lozano por un bigotillo negro y brillante, con el pelo de su cabeza, á la sazón descubierta, también negro y recio y corto; la frente angosta y no mal delineada; la boca fresca y no grande; los dientes blanquísimos y apretados; los ojos un tanto asombradizos y curiosos, como de persona impresionable que se estima en poco. Correspondía á la cabeza el cuerpo gallardo, y había soltura y gracia en todos sus ademanes y movimientos. Vestía un traje holgado, no cortado seguramente por el sastre de la aldea; y como el calor le molestaba, había deshecho el leve nudo de la corbata y soltado el botón del cuello de la camisa, por cuya abertura se entreveía su rollizo y blanco pescuezo, sin barruntos de nuez ni asomo de costurones.

El otro personaje no se le parecía en nada. Estaba marchito y ajado, más que por la edad, por la incuria y el desaseo, que se echaban de ver en su barba mal afeitada, en su ropa sucia, en sus uñas negras, en su camisa deshilada y en sus dedos chamuscados por el cigarro. No era su rostro desagradable; pero se reflejaba en él un espíritu dormilón y perezoso.

Este tal, quedándose con la apagada colilla del cigarro entre los labios, llegó á decir al joven, que recorría con los ojos cielo, montes y campiña:

—¿Con que al fin, ahorcaste los libros?

—Sospecho que sí,—respondió el mozo, recostándose en el campestre respaldo sobre el lado izquierdo, y poniéndose á arrancar maquinalmente con la diestra, yerbas y flores.

—Has obrado como un verdadero sabio,—añadió el otro.

—¿Por qué?

—Porque nada hay que estorbe tanto como el saber.

—¡Caramba! me parece mucho decir eso.

—Pues es la verdad pura. No concibo el ansia de saber, por mera curiosidad.

—¡Oh! pues yo sí.

—¡Mucho!... ¡y has arrojado los libros por la ventana!

—No tanto, señor don Baldomero.

—¡Cosa que más se le parezca!...

—Dejar los estudios, no es tomarlos en aborrecimiento.

—Tampoco en estimación, amigo Pablo.

—Pero como dice usted que el saber estorba...

—Y lo repito; y aun te añado que el deseo de saber no es otra cosa, en mi concepto, que un afán que hay en las gentes de meterse en lo que no les importa.

Asombróse el joven; miró al nombrado don Baldomero, y atrevióse á responderle, no muy seguro de tener razón, pero sí de decir lo que sentía:

—No creo yo, ni creeré nunca, que el saber sea un estorbo: antes admiro y reverencio á los hombres que saben; pero me conozco ¿está usted? y porque me conozco, sé que no he nacido para sabio ni para mucho menos.

—Luego te estorban los libros.

—No, señor: me estorban los que me daban en la Universidad; me estorba la Universidad misma, porque cada hombre nace con sus inclinaciones, y las mías no van hacia ese lado. Por lo demás, yo he estudiado mucho, créame usted, don Baldomero, ¡muchísimo! Me he pasado noches en claro y semanas en vilo, porque, al cabo, tiene uno amor propio; y, gracias á estas faenas, no he perdido el tiempo, es decir, he ganado todos los cursos; pero esto no es estudiar ni aprender, ni siquiera aprovechar el tiempo.

—Ergo la borrica tiene sabañones.

—Ni asomo de ellos, señor don Baldomero... digo, créolo yo así; y verá usted por qué. Yo tenía condiscípulos que parecían cortados para aquella carrera: sueltos de palabra, finos de entendimiento... ¡me embobaba escuchándolos, y me aturdía viéndolos bullir y revolverse y cautivar los ánimos! Serán grandes jurisconsultos; brillarán en el foro; escribirán libros; irán á las Cortes... y hasta serán ministros, sí, señor, porque lo valen y lo merecen; pero estas prendas las da Dios, y á mí no me alcanzó ninguna de ellas en el reparto; y no alcanzándome, me gusta que las luzca el que las tiene; y, aunque las admiro, no las envidio, por lo mismo que me conozco... Mire usted, hombre, no es vanidad; pero creo que no se me altera el pulso si me hallo cara á cara con el lobo en un callejo del monte; y entro en cátedra, y tiemblo delante del profesor; colgado de la última rama con una mano, y con el hacha en la otra, desmocho una cajiga, si es preciso, sin que me asuste la altura ni el trabajo me fatigue; y entre mis compañeros de clase soy torpe, encogido y flojo; en las calles tropiezo con los transeuntes y los coches, y el ruido y el movimiento me marean, y las casas enfiladas me entristecen, en el teatro me duermo y en la posada me ahogo; y en la posada, y en la calle, y en el teatro, y en la cátedra, yo no pienso en otra cosa que en Cumbrales, y en cuanto hay en Cumbrales, y en esta cajiga, y en este banco, y en esta sombra, y en esta fuente...

—Justo: en la vita bona.

—¡Le digo á usted que no! Lo que sucede es que esta cajiga, y este banco, y esta fuente y cuanto los ojos ven desde aquí y pueden abarcar desde lo alto del campanario, lo tengo yo metido en el alma, con la rara condición de que cuanto más me alejo de ello, más hermoso lo veo... En fin, hombre, hasta oigo las campanas de la iglesia, y huelo el hinojo de estas regatadas. ¿Quiere usted más?

—¡Coplas, coplas, hojarasca... poesía huera!

—¡Si parece mentira lo que se ve desde lejos, mirando hacia la tierruca con los ojos del corazón! Si es en abril y mayo, jurara que veo á mis convecinos arando en la vega, ó moliendo los terrones con los cuños del rastro, ó cubriendo los surcos después de la siembra; si es en junio, cuando ya verdeguea el maíz sobre el fondo negro de la heredad, que oigo los cantares de las salladoras, y que las veo en largas filas, con el sombrero de paja, la saya de color y en mangas de camisa. ¡Pues dígote en agosto! Los maíces con pendones ya, y entre maizal y maizal, los segadores tendiendo la yerba del prado, con sus colodras á la cintura, y las obreras deshaciendo el lombío con el mango de la rastrilla, ó atropando con ella la yerba oreada, y amontonándola en hacinas... y luégo entrar el carro con sus horcas y dobles teleras; y horconada va y horconada viene; la moza de arriba, acalda que te acalda, y otras, desde abajo, peina que te peina la carga con la rastrilla; y la carga, sube que sube y crece que crece, hasta que debajo de ella no se ven ni el carro ni los bueyes; y eche usted las tres cordadas, y arrímese al testuz de las bestias, ahijada en mano, y lléveme á pulso aquella balumba por cuestas y callejones sin entornarla; y empayémela usted con aquella porfía entre el que descarga la yerba y el hormiguero de gente que la toma al boquerón del pajar, y la lleva hacia dentro y la acalda, sin que pelo quede de una horconada al boquerón cuando otra nueva viene del carro; porque ignominia fuera para los que empayan, no dar abasto al descargador. Pues que avanza octubre y se coge el maíz; y deme usted las deshojas, y tómate la siega del retoño, y el derrotar las mieses... ¡como si lo tuviera delante, don Baldomero; lo mismo que si lo tocara con las manos, veo yo todo esto y mucho más en cuanto me alejo de aquí! Lo veo, lo palpo... y lo huelo; porque no me negará usted que, en punto á olores, éstos del campo de Cumbrales parece que vienen de la gloria.

—¡Echa, hijo, echa, que ya te vas enmendando! Túvete antes por poeta, y ahora me pareces loco, si es que ambas cosas no andan siempre en una pieza.

—¡Poeta y loco por lo que le cuento á usted?

—¿Y qué es lo que me cuentas, ¡oh Pablo amigo! sino lo que se lee en coplas y romances de gentes desocupadas y soñadoras?

—Será que no me he explicado yo bien. ¡Si uno supiera decir todo lo que siente y del modo que lo siente!

—¡Para el demonio que te escuchara entonces! Desengáñate, Pablo: por muchas vueltas que des á esas pinturas, no pasan de hojarasca, y, en substancia, haraganería pura.

—¡Cáspita! eso sí que no... digo, paréceme á mí. Andaría usted cerca de la verdad, si todas esas cosas me entusiasmaran á ratos, ó en los libros, ó vistas desde mi casa, muy arrellanado en el sillón; pero usted sabe muy bien que no hay faena de labranza ni entretenimiento honrado aquí, en que yo no tome parte como lo pueda remediar, y que tengo cinco dedos en cada mano como el labrador más guapo de Cumbrales; y ha de saber desde ahora, si antes no lo ha presumido, que quisiera perder el poco respeto que tengo á la levita de la casta, para hacer muchas cosas que hoy no hago por el qué dirán las gentes. Si esto es afán de holganza, holgazán soy sin propósito de enmienda; pero sea lo que fuere, esto es lo que me gusta, y para ello me creo nacido; con lo cual vuelvo al tema de antes: que no me estorban los sabios. Ni ellos sirven para la vida del campo, ni yo para la del estudio; porque Dios no ha querido que todos sirvamos para todo. Cada cual á su oficio, pues no le hay que, siendo honrado, no sea útil; y útiles y honrados podemos ser, ellos en el mundo con la pluma y la palabra, y yo en Cumbrales con mis tierras y ganados... y en Cumbrales me quedo; porque mi padre, que nunca quiso hacerme sabio á la fuerza, piensa como yo, tiene amor á sus haciendas, y no le pesa que otro se encargue de administrarlas bien cuando él no pueda atenderlas... Y aquí tiene usted todo lo que hay acerca del particular.

Calló el joven, dicho esto; y cuando ya no había al alcance de su mano derecha flores ni yerbas que arrancar, cambió de postura en el asiento; recorrió vega y horizontes con la vista, y comenzó á golpear con las rodillas, estiradas las piernas, las manos y el sombrero que metió entre ellas. No había hablado para porfiar ni para convencer, sino para decir lo que sentía, y le tenía sin cuidado lo que pudiera replicarle don Baldomero.

El cual, después de rascarse la cabeza por debajo del sombrero, que quedó ladeado, lanzó de un soplido la colilla que saboreaba rato hacía entre sus labios, tendióse sobre la nuca después de envolverla en sus manos entrelazadas, y exclamó:

—¡Música celestial!

Pablo se encogió de hombros, y continuó devorando con los ojos cielo, montes y llanuras.

—Y nada más que música—continuó el otro;—porque si admito que te animan propósitos de trabajo y no de holganza, y te cambio el apodo de poeta por el de guapo chico, lejos de probarme, en cuanto has dicho, que el saber vale para algo, has demostrado lo contrario con lo que has hecho.

—Pues no sé explicarme mejor,—dijo Pablo.

—No lo haces del todo mal para los años que tienes—replicó don Baldomero.—La dificultad está en la cosa misma, que por sí es indefendible. Y si no, dime, ¿qué demonios de tajada saca el mundo con que un sabio le diga, después de estarse despistojando veinte años, encorvado detrás de un telescopio: «Yo veo en el cielo una estrellita más que ustedes?...» Pues á mí me sobran más de la mitad de las que hay en él á la vista... y á tí también, Pablo. Que va á aparecer un cometa el mes que viene... Pues ya le veremos cuando aparezca; y si no hemos de verle, ¿de qué sirve el anuncio? Que el sol pesa tantos millones de quintales... Pues dele usted memorias. Que si Aristóteles dijo ó Platón sostuvo, ó que si el pensamiento antes ó si la palabra después, ó viceversa; y allá van pareceres, y disputas... y linternazos... ¿No es esto sandio, y ridículo y estúpido? Pues vengamos á lo práctico, á lo que se llama ciencias de primera necesidad: la física, la química, la mecánica... ¡afán, como te dije al principio, de meternos en todo lo que no nos importa! Que se acostumbre el hombre á vivir con lo que tiene á sus alcances, y verás cómo no se le da una higa por toda esa batahola de conquistas científicas con que tanto se pavonea el presente siglo.

—¿De manera que usted está por el tapa-rabo?—dijo Pablo.

—Lo que estoy es cada día más satisfecho de no conocer el tormento de la curiosidad; y bien sabes que predico con la fe de la experiencia. Mi padre, que todo lo funda en la ley del progreso porque estuvo en Luchana con Espartero, tuvo el mal acuerdo de gastar su paga de retirado y las rentas de su hacienda, en darme la carrera de abogado, porque tenía gran empeño en hacerme hombre de pluma y de palabra, para luchar por la causa de la libertad en el campo de las ideas, después de haber vencido él á la tiranía en el de batalla; pues no hay quien le saque de que entre el Duque y él, solitos, vencieron al «perjuro.» En vano le dije lo mismo que te he dicho á tí, y hasta le rogué que no me sacara de estos andurriales para meterme en aventuras que no cuadraban con mi carácter. Tuve que obedecerle; y á empujones y de mala gana, llegué á tener el título de abogado: como si me hubieran dado una copla de á dos cuartos. Si las causas eran feas, no me encargaba de ellas por repugnancia; si eran dudosas, porque no quería calentarme los cascos buscando una razón que no me importaba dos cominos; y si el derecho estaba claro, proponía un arreglo entre las partes para ahorrarnos tiempo, desvelos, honorarios y disgustos. Con este sistema me desacredité en un año; borréme de la matrícula por falta de negocios, y diéronme, á ruegos de mi padre, la secretaría de este Ayuntamiento. Tampoco debí de hacerlo muy bien en este cargo, porque á los diez y ocho meses me le quitaron, so pretexto, no mal fundado, de que no había en los libros municipales una sola acta escrita desde que estas cosas corrían de mi cuenta. ¡Si vieras, Pablo, qué feliz soy desde entonces, es decir, desde que, libre de todo cuidado, como el ollón patrimonial, y visto y fumo con lo poco que le sobra en su bolsa verde al héroe de Luchana! Y como éste se ha convencido de que yo no nací para otra cosa, y le acompaño sin serle muy gravoso, déjame vivir así, «ni envidioso ni envidiado,» como dicen que dijo un fraile poeta.

—Corriente; pero usted se halla bien así porque ese es su genio, y otros, porque le tienen distinto, no podrían con la vida que usted trae.

—Pues eso es, Pablo amigo, lo que yo no comprendo; es decir, que el no hacer nada ni pensar en nada ni apurarse por nada, pueda ser incómodo á ninguna persona que tenga sentido común. Ahí tenemos ahora, á dos pasos de nosotros, las partidas carlistas: gentes hay en este pueblo que aseguran haber oído los tiros á la parte de allá del monte, y acaso tengan razón. Que vienen, que no vienen; que pasarán ó que no pasarán por aquí; que son muchos, que son pocos; que cobardes, que valientes; que buenos, que malos; que si triunfan, que si corren; y todo se vuelve indagar y preguntar; y aquí temores, y allá esperanzas, y acullá porfías, y en todas partes la curiosidad y el ansia. ¿Y para qué, señor? Españoles somos todos, y á quien Dios se la diere, San Pedro se la bendiga. Que gane Juan ó que gane Diego, de mí no se ha de acordar nadie para sentarme á la mesa. Pues dejemos rodar la bola; y cuando pare, ella, por la cuenta que le tiene, nos dirá en dónde. ¿Á quién aprovecha la saliva que se gasta en disputas y el sueño que roban miedos y desazones? ¡Pues dígote mi padre! ¡Qué vida la suya, Dios eterno, desde que se armó de nuevo la guerra civil! ¡Qué invocar al Duque y á los manes de Riego y del Empecinado! ¡Qué bruñir el espadón de Luchana, y soñar con tajos y mandobles al perjuro, y renegar de los años que le amarran al hogar cuando la patria peligra y el faccioso bravea! ¡Y qué de ponerme á mí de mal hijo y de mal patriota porque me río de sus afanes y me duermo tan tranquilo al son de los cañonazos! Ahora le ha dado por revolver el pueblo para ponerle en armas, por si el caso llega. Hoy anda hecho una pólvora con las bolas que han corrido. ¡El demonio es el entusiasmo de la curiosidad!

En esto se oyó la campana mayor de la iglesia.

—Al mediodía tocan ya,—dijo Pablo levantándose.

—Pues cata á mi padre volcando la puchera,—respondió don Baldomero, sacudiendo su pereza y poniéndose de pie.

Y ambos, jugueteando Pablo con el sombrero y dándose aire con él, y don Baldomero con el suyo echado sobre una oreja y las dos manos hundidas hasta cerca de los codos en los rasgados bolsillos del pantalón, tomaron el sendero cuesta arriba. Á la mitad de ella se dividía éste en dos, formando una Y.

En el vértice del ángulo dijo Pablo, que iba delante, volviendo un poco la cara hacia don Baldomero:

—Que aproveche.

—Lo mismo digo,—respondió el otro.

Y Pablo tomó por el lado derecho, y don Baldomero por el izquierdo, porque sus respectivas casas estaban en opuestos extremos de un mismo barrio del lugar.

III. ALGO DEL ASUNTO

Alzábase la iglesia de Cumbrales sobre un tumor del terreno, ó montículo de roca viva, mal cubierto de menuda y fragante vegetación, que, á modo de manta de pobre, roída y desgarrada á trechos, por los agujeros y desgarraduras dejaba asomar las que pudieran llamarse coyunturas del peñasco. Era éste de suave y bien entendido acceso por todas partes, y ocupaba el centro de una llanura, especie de plaza circundante, cruzada de camberas y senderos que partían el rústico suelo en caprichosas porciones geométricas. De éstas, unas estaban pobladas de árboles, no muy corpulentos, pero de ancha copa; otras, las de mayor relieve, adornadas de espesas cenefas de zarzas y saúco, y todas ellas tapizadas de fino y apretado césped, sobre el cual descollaban, aquí y allá, la menta silvestre, el enano poleo, la malva bienhechora y el desabrido cardo. Hubiera sido este pintoresco espacio algo como lo que hoy se llama un parque á la inglesa, con caminos menos ásperos y pedregosos, y sin las ortigas y jaramagos que hacían ingrato y peligroso al tacto lo que seducía y enamoraba á los ojos.

Ocupaba parte de uno de los lados menores de esta plaza, que tendía á la forma rectangular y se llamaba en Cumbrales Campo de la Iglesia, la taberna, con su corro de bolos á la trasera, encajado entre cuatro paredillas que se saltaban de un brinco, y éstas y el corro encerrados en sendas hileras de añosos álamos que amparaban del sol en verano á los jugadores, y no los privaban de su dulce calor en las breves tardes del invierno. Otro lado, de los mayores, al Mediodía, le formaban, aunque con muchas sobras de terreno, las casas consistoriales y la escuela pública; y los dos restantes, al Saliente y al Norte, huertos y corrales de la barriada principal, que tenía tres salidas á la plaza por este último lado.

Por una de estas callejas, la de en medio, entró Pablo. Anduvo muy buen trecho entre muros y vallados, aquéllos entretejidos de yedra, y éstos erizados de bardales, y llegó á desembocar en un campuco, á modo de plazoleta, cuyos dos frentes estaban ocupados por sendas portaladas que parecían gemelas: tan idénticas eran entre sí. Cada una de estas portaladas daba ingreso á un corral espacioso, en el que se alzaba una casa grande, de larga solana y amplísimo soportal de grueso poste en el centro; cuadras adyacentes, cobertizos inmediatos, huerta al costado, y todo lo de rigor y carácter en estas viviendas de ricos de aldea, tantas veces descritas por esta pluma pecadora.

Pablo se acercó á la portalada de la derecha, cerca de la cual desembocaba la calleja que había seguido; y antes de poner la mano en el contrahecho barril del picaporte, abrióse el postigo y apareció en el hueco una muchacha como unas perlas. Negros eran sus ojos, dulces é insinuantes; la tez morena; el rostro oval y un tanto aguileño; la frente, sin flequillos ni otros pingajos de la moda, tersa y bien delineada, perdíase en lo más alto entre flotantes ondas lustrosas de una cabellera tan negra como los ojos y las pulidas cejas; los labios, húmedos, un poco gruesos y no tan apretados que no dejasen entrever dos filas de dientes blanquísimos y menudos. Sobre los hombros redondos llevaba una pañoleta roja, de largos flecos, prendida sobre el curvo seno con un broche que á la vez aprisionaba un manojito de malvas de olor y pencas de albahaca. Una sencillísima bata de percal de largos pliegues la envolvía el gallardo cuerpo sin oprimirle ni desfigurarle.

Asombróse Pablo al verla, y exclamó, mirándola de hito en hito:

—¡Ana!... ¿qué milagro es éste?

—¿Dónde está el milagro?—respondió Ana mirando á Pablo también y remedando su asombro con un expresivo gesto entre risueño y burlón.

—En andar tú por aquí—repuso el mozo con la sinceridad inocentona que le era peculiar; y añadió con la misma:—¡Si te viera tu padre!...

—¡Pues atúrdete, Pablo!—exclamó Ana con picaresca solemnidad:—de su parte vine.

—¡De su parte?

—Como te lo digo.

—Pero ¿á qué viniste?

—¿Á qué venía otras veces? Á ver á mi padrino, á ver á tu madre, á ver á María... y á verte á tí, simplón,—añadió Ana, tirándole á la cara una hoja de malva, que había tenido entre sus labios, después de quitarle el rabillo con los dientes.

Pablo no hizo más caso de la hoja que de los mosquitos que zumbaban en el aire. Verdad es que tampoco Ana tomó á pechos la indolencia de Pablo.

—No te creo—insistió éste.—Cuando ha habido monos entre tu padre y el mío, jamás han acabado de repente.

—Y ¿quién ha dicho que hayan acabado así esta vez?

—Tú, cuando vienes á vernos de parte de tu padre.

—Es verdad que vengo; pero con su cuenta y razón, hijo.

—Eso es otra cosa.

—¡Vaya si lo es!... Y en prueba de ello, escucha. Esta mañana me dijo mi padre, paseándose á lo largo de la sala: «¡Estos genios, Ana, estos genios!...» y como yo sé, por experiencia, que por ahí comienza él siempre á reconocer las flaquezas del suyo y á buscar la paz... ¿Sabes tú, Pablo, por qué había guerra ahora entre tu padre y el mío?

—No por cierto, Ana.

—Pues tampoco yo. ¡Como estos nublados vienen tan á menudo, tan de repente y tan sin motivo!... Siempre que trata de explicármelos, me dice lo mismo: que tu padre es duro de frase, que le contraría, que le acosa y que, por conclusión, le injuria... ¡á él, que va siempre con el compás en la lengua y el corazón en la mano!... No te diré que en lo primero no yerre; pero puedo jurar que en lo segundo dice la pura verdad. Ello es que el buen señor toma estos lances como cuestión de honra; que los toma cada quince días, y que siendo capaz de dejarse desollar vivo por el bien de todos y cada uno de vosotros, se aisla, se encierra, no come, no duerme, y hasta la sombra de esta casa le estorba como el mayor enemigo... y lo peor del caso es que yo tengo que seguirle el humor. Fortuna que ya todos nos conocemos, porque la maña es tan vieja como tu padre y el mío... ¿En qué estábamos antes, Pablo?

—En que mi padrino te dijo esta mañana...

—Es verdad. Me dijo: «¡Estos genios, Ana, estos genios!...» Hay que advertir que, tres días hace, tuvo carta del marqués de la Cuérniga, el cual señor no suele escribirle sino cuando le necesita; y es también de saberse que después de recibir la carta ha hablado dos veces con Asaduras, señales todas, Pablo, de nuevas borrascas, pero también de que á mi padre le convenía intentar una reconciliación con el tuyo. Ello es que con esta sospecha y las palabras que le oí, apretando, apretando, obliguéle á declarar que estaba dispuesto á hacer las paces de cualquier manera, y que quería verse con tu padre, si éste se prestaba á recibirle. Tomé el asunto á mi cargo, vine aquí, hablé con tu padre, abracé á María y á tu madre, charlé con ellas hasta quedarme sin saliva en la boca... en fin, hombre, viví en una hora lo que había penado en quince días.

—¿Y mi padre?

—Tu padre, diciéndome: «pues por mí no ha de quedar,» tomó el sombrero y se fué á mi casa.

—¿Y en qué paró la entrevista?

—Eso es lo que yo no sé, porque mi padrino no ha vuelto todavía, y hace más de dos horas que está con el tuyo.

—¡Siempre lo habrán puesto peor que estaba!

—Me lo voy temiendo; y por eso me largo á enmendarlo en lo que pueda. ¡Ay, qué genios, Pablo! No, pues yo te aseguro que de hoy en adelante no he de pagar culpas ajenas. ¿Riñen? Que riñan. Vosotros y yo tan amigos como siempre. ¿No es cierto? Á buena cuenta, ya tengo el desahogo que acabo de darme. ¡Ay, Pablo! no me cabía ya más en el corazón... Porque yo le doy esta cruz al más valiente, y á ver cómo la lleva.

—La verdad es, Ana, que no se creerían esas cosas á no verlas. ¡Dos familias que tanto se quieren, vivir en perpetua enemistad por un quítame esas pajas! Malo por lo que á uno le duele, malo por el bien que no se hace, y peor por el escándalo que se da.

—¡Los genios, Pablo, los genios!

—Dí el genio, Ana... porque el de tu padre es insufrible por quisquilloso y aprensivo.

—¡Ingrato! ¡Bien haya lo que te quiere!

—Y bien sabe Dios cómo se lo pago. Por eso me duelen tanto estas cosas, Ana.

—¡Pues qué diré yo de mí, Pablo? Tú, al fin, cuando vienen estas borrascas, esparces al aire libre la parte que te toca de ellas, y dentro de tu casa tienes con quién hablar, con quién reir... Yo no tengo nada de eso; ni siquiera el recurso de disculparos, porque se toman las disculpas á parcialidad, y lo pongo peor. Hay que dejar la tormenta que se desahogue por sí ó por obra de una casualidad que á veces tarda un mes en presentarse; y, en tanto, soledad y cárcel... y paciencia; porque, al cabo, él es quien es, y bueno y cariñoso hasta tal extremo, que yo no sé qué le atormenta más en sus arrechuchos, si el dolor de la supuesta ofensa, ó la pesadumbre de vivir sin trato con los que le han ofendido. ¿No te parece, Pablo, que debiéramos conjurarnos todos contra esa mala costumbre?... Que se alborotan ellos... Pues nosotros como si tal cosa: yo á vuestra casa, y vosotros á la mía.

—Ya se ha intentado ese medio alguna vez.

—Pero sin arte, Pablo, y sin resolución: al primer bufido de mi padre, no se os ha vuelto á ver por allá.

—Ni á tí por acá, Ana.

—Porque me dejáis sola enfrente del enemigo, ¡caramba! Pero ayudadme un poco y veréis cómo le venzo y hasta hago imposibles esas guerras que me acaban... ¡me acaban, Pablo! Por eso quiero que ésta sea la última; y lo será, ó perezco en ella... Con que hazme el favor de no entretenerme, y déjame pasar, que estoy perdiendo un tiempo precioso.

—Pues rato hace, Ana, que tienes despejado el camino; y por donde te agarro yo, el diablo me lleve.

Miróle Ana por debajo de las cejas, fruncidas por efecto de una sonrisa burlona en que envolvió toda su hermosa y picaresca faz, y le tiró con otra hoja de malva que había arrancado poco antes del ramillete del pecho.

—Hijo, ¡qué peste eres también... á tu modo!—dijo al mismo tiempo.

Y recogió los pliegues delanteros de su falda con ambas manos; y, ágil y esbelta, partió hacia su casa, atravesando el campuco como diz que se deslizan las ninfas sobre las ondas del lago.

Pablo, sin darse por entendido de este hecho ni de aquel dicho, entró en el corral y cerró la portalada. De modo que cuando Ana llegó á la suya no tuvo en qué satisfacer la curiosidad que le hizo volver la cabeza hacia la portalada de enfrente, y quedaron allí perdidas, por falta de recibo, una mirada y una sonrisa que se hubieran disputado á estocadas los galanes de Lope y Calderón.

Como su padre andaba aún fuera de casa, Pablo, antes de subir á ella, quiso darse una vuelta por las cuadras, á la sazón punto menos que vacías. Sólo dos parejas de bueyes y algunos ternerillos había al pesebre. El resto del ganado, pocos días antes llegado del puerto, andaba al pasto en el monte al cuidado del pastor del lugar, que lo recogía por la mañana y lo entregaba al anochecer. La disposición de aquellas cuadras era obra del magín de Pablo, y acuerdo suyo también el régimen á que en ellas estaba sometido el ganado. Natural era la satisfacción que el mozo sentía, viéndole tan gordo y lozano, en pasarle la mano por el lomo, en llamar á cada bestia por su nombre, en increpar duramente á la que no comía hasta limpiar el pesebre, y en confundirla con el ejemplo de la que no dejaba en el fondo ni la grana. Pues ¿y los becerrillos? Horas se pasaba con ellos rascándoles el testuz y dándoles palmaditas en la cara. ¡Y cómo se arrimaban ellos á él, y le miraban con sus ojazos bonachones, y se iban adormeciendo poco á poco con el cosquilleo y presentando la cerviz para que también se la rascara; y después las orejas, y luégo el pescuezo, y vuelta al testuz y á la cara! Y cuando se cansaba Pablo, la mimosa bestezuela le golpeaba suavemente con la cabeza, le lamía las manos y tornaba á presentarle la cerviz. Lo cierto es que, fuera del corderillo, no hay otro animal de faz más atractiva ni que más se haga querer.

Mientras nuestro mozo se entregaba á estos entretenimientos, arriba aguardaban su madre y su hermana, con la mesa puesta y haciendo labor cerca de ella, el resultado de la entrevista de los dos compadres; lance que las tenía sumidas en graves aprensiones, bien reflejadas en el desasosiego de que ambas estaban poseídas.

Sentábale á maravilla esta inquietud á la joven, cuyo nombre ya conocemos por boca de Ana; pues daba viveza y grande expresión á su fisonomía, de ordinario, aunque bella por lo correcta y frescachona, mansa y serena, como esas noches de verano sin rumores, sin frío ni calor, que se contemplan con gusto, pero en perfecto reposo del espíritu y del cuerpo. Sus ojos negros, más meditabundos que habladores, brillando á la sazón con vivo fuego sobre el rosado cutis, y sus labios húmedos, graciosamente contraídos, pregonaban interiores batallas, señal de que en aquel lago apacible también cabían agitaciones y tempestades. Representaba la edad de Ana, y con la sencillez de ésta vestía, aunque no con tanto donaire, porque éste no es obra de las perfecciones plásticas y esculturales que abundaban en María acaso más que en Ana, sino de un misterioso equilibrio de proporciones y de sensibilidad entre el alma y el cuerpo, don de la naturaleza que no se adquiere por conquista.

Cuanto puede parecerse una rama al tronco de que procede, se parecía nuestra joven á su madre, señora de aldea, sana y bien conservada, sin afeites ni aliños exagerados; antes bien, peinada y vestida con tal sencillez y modestia, que sólo en lo pulido de su cutis, señal de que éste andaba lejos de las injurias del trabajo al aire libre, revelaba la jerarquía. Verdad es ésta de la sencillez y modestia en el ordinario arreo, propia no sólo de las señoras de labradores ricos montañeses, sino también de las damas de alto copete, si son muy apegadas al terruño natal. Digámoslo en honra de la Montaña y de las montañesas.

Poco hablaban madre é hija; y eso poco en frases breves entre largos espacios de silencio, para apuntar una sospecha ó fundar una esperanza. El tema era siempre el mismo: lo que tardaba el ausente y lo que podía significar la tardanza.

Al cabo, se oyeron pasos en la escalera y apareció Pablo en la sala, y poco después, su padre. Representaba éste, y yo sé que los tenía, más de cincuenta años; no era muy alto, pero fornido y sano; de rostro abierto y noble; limpio y frescote y bien afeitada la espesa y recia barba; corto, áspero y muy apretado aún el pelo gris de su cabeza; lento y bien aplomado en el andar; los brazos un tanto arqueados; las manos anchas, musculosas y entreabiertas; la voz sonora, varonil y bien entonada; el traje holgado, de buen género, pero de modesta corte.

—Vamos á comer, que harto habéis aguardado,—dijo al entrar, mientras su mujer y su hija se levantaban á recibirle. Y no dijo más por entonces, ni en su semblante pudieron leer nada las curiosas miradas de su familia.

Se sirvió la sopa; sentóse el patriarca á la mesa; bendíjola, según costumbre, después de ocupar cada cual su puesto; y andábase muy cerca ya del clásico estofado, cuando aquél refirió en compendio lo que el curioso lector hallará más adelante con los debidos pormenores.

IV. PELOS Y SEÑALES

Pedro Mortera y Juan de Prezanes, vástagos de las dos familias más ricas y antiguas de Cumbrales, ligadas siempre por amistoso vínculo, ¡caso raro en este país de quisquillas y reconcomios! Juan de Prezanes, repito, y Pedro Mortera, eran inseparables camaradas. Pero Juan era suspicaz, impetuoso y avinagrado de genio, y Pedro cachazudo y reflexivo. Éste, en sus juegos infantiles, gustaba de lo seguro y fuerte; aquél de lo más fácil, siempre que fuera nuevo, breve y vario: el uno era muy inclinado á los trabajos rústicos y á los esparcimientos campestres; el otro á fisgonear murmuraciones y á comentar dichos de las gentes: Pedro era todo observación y método; Juan sentimiento, nervios y palabra. Sólo se parecían ambos muchachos en la bondad del corazón y en estar siempre dispuestos á dar la pelleja el uno por el otro; así es que jamás hubo avenio entre ellos en cuestiones de gusto, y se pasaron lo mejor de la infancia refunfuñando, cuando no á la greña, pero queriéndose mucho.

Juntos fueron después á estudiar á la ciudad; juntos vivieron en ella, y al mismo estudio se dedicaron. Pedro se cansó de los libros á los dos años, y se volvió á su pueblo. Juan continuó los estudios, y fué á la Universidad y llegó á ser abogado. Pedro, en Cumbrales, se consagró á la labranza con verdadera afición, y mejoró mucho la hacienda que, ya mozo, heredó de su padre. Juan, huérfano también poco después de volver de la Universidad, y sin las aficiones de su amigo, puso en renta las tierras que cultivaba su padre, y en aparcería los ganados que halló en las cuadras (parte mínima de los bienes que heredó), y abrió en Cumbrales su estudio, por no aburrirse.

Fuera de los de la villa, no había otro abogado que él en toda la comarca; de manera que bien pronto le sobraron los negocios y las desazones. Las desazones, porque cada contrariedad le producía una mayúscula; y las contrariedades, verdaderos gajes de su oficio, menudeaban á maravilla, y su carácter, lejos de mejorar con los años, cada día era más vidrioso y quebradizo.

Por la índole misma de su profesión, se puso en contacto con nuevas gentes y nuevas cosas; y como sus ímpetus geniales le llevaban siempre mucho más allá de sus propósitos, necesitando ancho terreno y fuertes aliados para vencer en los grandes apuros de sus batallas, dejóse arrastrar fácilmente de los que le brindaron con aquellas ventajas, y que, en rigor, iban buscando su legítimo influjo en la comarca, al precio de unas cuantas lisonjas bien aderezadas.

De este modo llegó á ser don Juan de Prezanes un cacique de gran empuje en el distrito, y un enredador de dos mil demonios; pues, conocido el flaco de su carácter, no solamente lograron los seductores interesarle con alma y vida en todo linaje de intrigas, sino hacerle creer que era capitán y bandera á la vez, cuando, en substancia, no pasaba de ser la mano del gato, menos que soldado de filas en aquella tropa de polillas del bien público.

Que estas cosas y otras de parecido jaez sacaban de quicio á su verdadero y único amigo, no hay para qué decirlo; ni son de mencionar tampoco las tempestades que las cuerdas advertencias de don Pedro Mortera producían en el ánimo del impetuoso don Juan de Prezanes. Era éste, como todos los hombres irreflexivos y apasionados, enemigo mortal de la verdad cuando la hallaba enfrente de sus flaquezas; no por ser la verdad, sino por ser obstáculo. Los temperamentos como el del abogado de Cumbrales, desbordados torrentes, embravecidos huracanes, no se detienen con frenos ni con barreras. El halago y las contemplaciones los calman alguna vez; la resistencia los espolea siempre. Son una enfermedad que tiene sus manifestaciones en esa forma necesaria y fatal; y esa enfermedad no ha de curarla el enfermo, sino los que le tratan. En el ordinario comercio de la vida creen poner una pica en Flandes los que hallan una fórmula, á modo de ley social, por la que deben regirse los hombres que quieran tener derecho al pomposo título de gentes de buena educación. ¡Qué sandez tan triste! ¡Como si todos los hombres hubiéramos sido moldeados en una misma turquesa y con el barro en iguales dosis y calidades! ¡Como si el alfilerazo que apenas ensangrienta la epidermis de uno, no fuera en otro puñalada que penetra hasta el corazón!

Métome sin permiso del lector en estas honduras fisiológicas, porque por ellas andaba muy á menudo don Juan de Prezanes buscando la razón y la justicia, ó, cuando menos, la disculpa de sus arrebatos geniales, y al mismo tiempo la sinrazón, y hasta la falta de caridad con que su amigo don Pedro Mortera le contrariaba; en lo cual don Juan de Prezanes se equivocaba en más de la mitad, porque su amigo nunca le contrarió sin grave causa ni por el vano afán de que valiera la suya á todo trance; pero era demasiado crudo en sus verdades, terco en sostenerlas, socarrón aliquando y mordaz en ocasiones; y en esto no eran infundadas las quejas del irascible jurisconsulto.

Con notorios intentos de asegurarle mejor y de chupar sus caudales, lograron sus comilitones de allende hacerle el favor (¡el único que lo fué de veras!) de una señorita pobre, que por casualidad salió buena y honrada y hacendosa, y hasta supo, durante dos años de matrimonio, dulcificar las ingénitas acritudes de su marido, y hacerle placentera la vida del hogar. No duró más su dicha, porque Dios se llevó á mejor destino la causa de ella, dejando en cambio al triste viudo una niña, que recibió el nombre de Ana de su padrino don Pedro Mortera. Dos meses antes se había bautizado un hijo de éste (cuyas bodas anduvieron muy cercanas á las de su amigo) con el nombre de Pablo, siendo padrino don Juan de Prezanes.

Tan diversa como sus genios fué la suerte de ambos amigos en el matrimonio, pues cuando el del abogado se deshacía con la muerte del único sér capaz de regir y dominar aquel carácter desdichado, el de don Pedro Mortera era bendecido con un nuevo fruto. Pero Dios, que da la llaga, da también la medicina; y Ana, la niña huérfana, tuvo una madre cariñosa en la madre de Pablo y de María, y en estos niños dos hermanos con quienes vivía más que con su padre. Cuanto á éste, confundió en un solo amor, pues había para todos en su corazón de fuego, á Ana y á la familia de su amigo. Pero sus tempestades nerviosas menudeaban á medida que se dilataba el radio de sus afectos íntimos; porque, como él decía, «cada punto de contacto me produce una desolladura; y cuanto más cordiales son los unos, más dolorosas son las otras.»

Años andando, fueron Ana y María á un colegio, y Pablo, á quien don Juan amaba como á un hijo, comenzó á estudiar también; con lo cual el nervioso jurisconsulto se vió tan contrariado, solo y aburrido, que cerró el bufete para no abrirle más. ¡Ni el demonio podía aguantarle entonces! pues, para ayuda de males, su alianza con los trapisondistas de marras fué estrecha como nunca, y el campo de sus batallas vasto y revuelto á maravilla, porque los públicos acontecimientos así lo dispusieron.

Pesaba la influencia de don Pedro Mortera, por hacienda y méritos personales de éste, sobre media comarca, es decir, tanto como la de don Juan de Prezanes y sus auxiliares juntos; pero, hombre sesudo y de buen temple, veía con honda pesadumbre el uso que hacía su amigo de las huestes que por necesidad le seguían al combate, y á qué móviles obedecía; y ociosos fueron cuantos esfuerzos se tantearon para obligarle á que tomara parte en las batallas que iban poco á poco desorganizando y corrompiendo la comarca.

—Contigo—decía el testarudo labrador á don Juan de Prezanes,—contigo y para hacer el bien de este pueblo, cuando quieras y á donde quieras. Con esos vividores intrigantes, que te están chupando hasta la honra, jamás.

Entre los llamados «vividores intrigantes» contaba don Pedro Mortera á un señor de la villa, que había sido siempre muy amigo suyo, el cual señor, por hinchazones de vanidad, no tuvo reparo en ser allí delegado perpetuo de todos los poderes para sostener, de cualquier modo, la causa de los que le servían en tres leguas á la redonda, por lo que don Pedro Mortera no quiso más tratos con él, pues creía, y con fundamento, que son peores que los tunos sus cómplices y encubridores.

Pues hasta este señor, don Rodrigo Calderetas (por lo demás, «gran persona y muy caballero»), descendió de su Olimpo en la crítica ocasión atrás citada, y cuando nada habían podido conseguir ruegos ni huracanes del jurisconsulto para tratar de sacar á don Pedro Mortera de su desesperante retraimiento, «del cual podía depender hasta la suerte de la patria.» ¡Á buena parte iba la «gran persona» con sensiblerías cursis! Don Pedro no cambió de actitud. Don Juan de Prezanes tocó el cielo con las manos, y el caballero de la villa le sopló al oído que su amigo y compadre era un desafecto á la situación, retrógrado, obscurantista... y sospechoso. Ya por entonces era moda en España tener por sospechoso á todo hombre formal apegado á la tranquilidad y al sosiego. Apoyó el dictamen de la «gran persona» todo su estado mayor, y don Juan de Prezanes, que en su sano juicio se pagaba muy poco de matices políticos, en la fiebre del despecho tragó la insinuación maliciosa, y no negó la posibilidad del pecado. En honor de la verdad, no por ello dejó de querer entrañablemente á su amigo, ni volvió á hablarle más del asunto de la alianza; pero la actitud impasible de don Pedro y la repulsa consabida, causa fueron, aunque sorda y disimulada, de muchas y muy repetidas desavenencias entre los dos amigos, provocadas por las vidriosidades del jurisconsulto.

Pasó así mucho tiempo, y al cabo de él volvieron á Cumbrales Ana y María hechas dos señoritas primorosas. Desde entonces el genio abierto y animoso de la primera fué el bálsamo que calmó, ya que no llegara á curar, los desabrimientos y esquiveces de su padre, y el mejor lazo de unión entre las dos familias, tan á menudo aflojado por las intemperancias nerviosas de don Juan de Prezanes. Pablo, cuando se hallaba en el pueblo, contribuía en gran parte á aquellas reconciliaciones; pues con su sencilla bondad sabía llegar al alma de su padrino sin lastimarle, en lo cual consiste el secreto resorte con que se rigen y gobiernan esos temperamentos desdichados.

Y ahora tenga el lector la bondad de pasar al capítulo siguiente, en el cual acabará de conocer, tratándolos de cerca, á estos dos personajes, y sabrá lo que ocurrió en la entrevista que, en compendio, refirió en la mesa don Pedro Mortera.

V. ENTRE COMPADRES

Alto, enjuto, largo de brazos, afilados los dedos, pequeña la cabeza, el pelo escaso y rubio, los ojos azules y sombreados por largas cejas, nariz puntiaguda, labios delgados y pálidos, y sobre el superior un bigote cerdoso, entrecano y sin guías, por estar escrupulosamente recortado encima de aquel contorno de la boca. Tal era, en lo físico, don Juan de Prezanes. Pulquérrimo en el vestir, jamás se hallaba una mancha en su traje, siempre negro y fino, escotado el chaleco, blanquísima y tersa la pechera de la camisa, de cuello derecho y cerrado bajo la barbilla, y de largos faldones la desceñida levita; traje que se ponía al levantarse de la cama y no se quitaba hasta el momento de acostarse.

En tal guisa se paseaba, cuando fué su amigo á verle, desde su gabinete (dormitorio y despacho á la vez, como lo demostraban una cama y avíos de limpieza en el fondo de la alcoba, y afuera una regular librería, mesa de escribir, sillones, etc.) hasta el extremo opuesto del contiguo salón, espacioso, limpio y decorosamente amueblado.

No esperaba á su amigo, y se inmutó al verle allí. Don Pedro, como si nada hubiese pasado entre los dos, díjole con su aire campechano:

—Te agradezco en el alma tu deseo de verme, y aquí estoy para servirte, Juan.

Éste, sin dejar de pasearse, respondió con voz poco segura:

—Acto es, Pedro, que me obliga y te honra; pero la verdad ante todo: yo no te he llamado á mi casa; te pedí una entrevista donde tú quisieras.

—¿Te pesa que haya venido?

Detúvose en su paseo el hombre que era un manojo de nervios, miró á su amigo y compadre con ojos que lanzaban chispas, y dijo, ronco y tembloroso, dándose una manotada sobre el angosto pecho:

—¡Te juro que no!

—Pues entonces, sobran los reparos, Juan, y, si un poco me apuras, toda explicación entre nosotros; porque donde habla el corazón, calle la boca.

Y en esto, don Pedro, con los brazos entreabiertos, cortaba el camino y seguía con la vista á su amigo, que había vuelto á sus agitados paseos.

—Entiendo tu deseo y ardo en el mismo—repuso éste desviándose y esquivando las miradas y los brazos de su compadre;—pero no es tiempo todavía.

—Pues si el corazón lo pide y Dios lo manda, ¿qué te detiene?—respondió don Pedro, dejando caer los brazos, desalentado y triste. Luégo añadió con honda amargura:—¡Parece mentira, Juan, que cosas tan leves nos conduzcan á situaciones tan graves!

—Nada es leve para el amor propio ofendido... Somos de esa hechura, y no por culpa nuestra.

—Pero tenemos una razón para domar las demasías del carácter.

—Prueba es de ello que te he propuesto una reconciliación... y por cierto que no se te ha ocurrido á tí otro tanto.

—De mi casa huíste sin haberte ofendido nadie en ella; te encerraste en la tuya y te negaste á toda comunicación con nosotros, que te queremos... que os queremos más que á la propia sangre.

—Toda la vida hemos andado así, Pedro.

—Pues esa triste experiencia me ha enseñado que el mejor remedio contra tus arrechuchos es dejar que se te pasen. Por pasado dí el último cuando me llamaste, y á tu lado vine con los brazos abiertos. ¿Por qué me niegas los tuyos?

—Porque los reservo para después que hablemos y nos entendamos.

—¿Dudas de la lealtad de mi corazón?

—Dudara antes de la del mío, Pedro; mas entra en mis intentos que esta avenencia que hoy deseo y te propongo, se afirme en algo más que en el olvido de las pequeñeces pasadas... Ven, y sentémonos.

Entraron los dos compadres en el gabinete; sentáronse frente á frente con la mesa entre ambos, y dijo así don Juan, manoseando al mismo tiempo una plegadera de boj que halló á sus alcances:

—Sin ciertas diferencias que nos dividen y nos separan á cada momento, tú y yo, en perfecta y cabal armonía, pudiéramos hacer grandes beneficios á Cumbrales.

—Ese es el tema de mi eterno pleito contigo, Juan.

—Sí; pero no se trata ahora de puntillos del carácter, de la cual dolencia todos padecemos algo, Pedro amigo, aunque no lo creamos así, sino de puntos de mayor alcance y entidad; puntos en los que pudiéramos ir tú y yo muy acordes aun dentro de nuestras continuas desavenencias, verdaderas nubes de verano.

—Sospecho á dónde vas á parar con ese preámbulo; y si las sospechas no mienten, el asunto es ya viejo entre los dos. De todas maneras, déjate de rodeos y dime en crudo qué es lo que pretendes de mí.

—Viejo es, en efecto, entre nosotros dos el asunto de que voy á hablarte, y del cual no te he hablado años hace por respetos que te son notorios; pero de poco tiempo acá, ofrece el caso aspectos de gravedad que antes no ofrecía, y esto me obliga á quebrantar mis propósitos. Á la vista está que de día en día crece el encono entre los bandos en que están divididos este pueblo y los limítrofes.

—Lo que á la vista salta, Juan, es que se detestan y se persiguen á muerte los capitanes de esos bandos. Los pobres soldados no hacen otra cosa que lo que se les manda ó les exige el deber... ó la triste necesidad.

—Lo mismo da lo uno que lo otro.

—Precisamente es todo lo contrario, puesto que el día en que los jefes dejen de ser enemigos, volverán los subalternos á ser hermanos.

—Á ese fin quiero yo ir á parar, Pedro.

—¿Por qué camino, Juan?

—Por el más breve y llano. Ayúdame con todas tus fuerzas en la batalla electoral que se prepara, y el triunfo es nuestro en todo el distrito.

—¿Y después?

—¡Después!... ¿Quién ignora lo que sucede después de un triunfo en tales condiciones?

—Tú lo ignoras, Juan, pese á tu larga experiencia.

—Gracias por la lisonja.

—Pues es el mejor piropo que puedo echarte en este momento. Si te dijera yo que el verdadero botín de esas batallas era el cebo que te llevaba á ellas, no creyera, como creo, que en esto, cual en otras muchas cosas, la pasión te ciega y el corazón te engaña.

—¡Á mí?

—Sí, y además te vende. Y en prueba de que no me equivoco, voy á decirte lo que verdaderamente hoy te apura y acongoja. Desde que candorosamente te pusiste al servicio de ciertos amigotes de campanillas, tomando sus adulaciones y embustes por sinceridades, has luchado á su favor en esta comarca con varia fortuna, según que los intrigantes de por acá te han ayudado ó te han combatido. Las últimas campañas han sido terminadas muy á tu gusto, porque no te han faltado auxiliares de fama y de empuje, fuera y dentro de este municipio. No conozco al pormenor la actitud en que hoy se hallan tus aliados forasteros; pero me consta que tu vecino Asaduras, el enredador electoral más sin vergüenza de la comarca, se ha pasado al enemigo con armas y bagajes; y te has dicho, como en parecidas ocasiones: «Si Pedro me ayudara con todas sus fuerzas, mi triunfo era infalible; y triunfando yo, no solamente conseguiría el objeto principal de la batalla, sino que ponía el pie en el pescuezo á ese pícaro desleal.»

—Y ¿qué mal habría en ello?—exclamó aquí con voz airada don Juan, doblando como un espadín la plegadera entre sus dedos convulsos.

—Ninguno, ciertamente—replicó don Pedro con entereza.—El mal está en que las cosas hayan venido á parar ahí; en que tú, hombre honrado, independiente, bueno y generoso, pactaras alianzas con esa canalla, y que entre todos hayáis convertido á Cumbrales en feudo desdichado de dos aventureros.

—¡Pedro!... ¡Pedro!—gritó aquí don Juan de Prezanes, incorporándose lívido en el sillón y haciendo crujir la plegadera.—¡No empecemos ya! ¡De esos á quienes llamas aventureros, el uno siquiera, por amigo mío, merece tu respeto!

—¡Amigo tuyo!... ¡Merecedor de mi respeto! ¡El marqués de la Cuérniga, ayer traficante en reses de matadero, concursado cien veces, marrullero y tramposo, y de la noche á la mañana, y Dios sabe por qué, título de Castilla y diputado á Cortes!...

—¡Pedro!... ¡Pedro!...

—¡Amigo tuyo... porque te escribe y te adula cuando te necesita, como te escribía y te adulaba también el otro personaje de alquimia, el barón de Siete-Suelas, su digno competidor en el distrito, hoy amparado por el pillastre Asaduras!... ¡Amigo tuyo!... ¿En qué lo ha demostrado? ¿Qué favores te ha hecho?

—Cuantos le he pedido, ¡vive Dios!

—Es verdad: obra de su poder y de tu deseo son las crueles venganzas consumadas aquí en infelices campesinos que, al seros desleales en la lucha, acaso les iba en ello el pan de sus familias; favores suyos son también las ratas que habéis metido en la administración municipal, y los esfuerzos que aún se hacen para echar á presidio lo único honrado que en ella nos queda.

—¡Voto á tal—rugió aquí don Juan de Prezanes (y le echó redondo) haciendo crujir la plegadera,—que esto ya pasa la raya de todas las conveniencias!

—Á los hombres como tú, Juan—añadió don Pedro imperturbable,—y á los niños, hay que decirles la verdad desnuda; y tú eres un niño tesonudo y obcecado, porque la sensibilidad te roba el entendimiento, y la pasión te deslumbra. Tú no harías el daño que haces, pues eres bueno y honrado, si no tuvieras quien te azuzara y pusiera las armas en tus manos. Ni siquiera te excusa la ignorancia ó la perversidad de los caciques del otro tiranuelo, que á su vez hacen lo mismo. ¡Lo mismo, Juan! porque en estos desdichados lugares, las venganzas y las tropelías se cometen por riguroso turno; y éste es el favor que debe Cumbrales á sus representantes. Ellos son los toros de la fábula; el distrito, el charco de pelea; y nuestros pobres convecinos, las ranas despachurradas. Y ¿para qué esos sacrificios incesantes? Para provecho y regalo de dos farsantes vividores, caídos aquí como en tierra de conquista. ¿Cuáles son sus títulos para representarnos en Cortes? ¿Quién los ha llamado? ¿Quién los conoce en el distrito sino por la huella desastrosa que dejan á su paso por él? ¡Y quieres que yo te ayude en esta obra de iniquidad! ¡Y eso lo pretendes cuando la nación entera arde en guerras y escisiones, y hay un campo de batalla á las puertas de nuestros pobres hogares! ¡Nunca, Juan, nunca!

Ya comprenderá el lector que con mucho menos que esta andanada, soltada á quemarropa y en mitad del pecho, había sobrado para que echara chispas el hombre más cachazudo, cuanto más el irritable y eléctrico don Juan de Prezanes. El cual, trémulo y desencajado, antes que su amigo dijera la última palabra, ya había convertido en hilachas la plegadera entre sus manos. Sudaba hieles y parecía una pila de rescoldo. No le cabía en la estancia; al revolverse en ella nervioso y desatentado como fiera enjaulada, tumbaba sillas á puntapiés, y con el aire de sus faldones agitados, volaban los papeles sueltos de la mesa. Rugió, golpeóse las caderas con los puños cerrados, mesóse el ralo cabello con las uñas, amagó apóstrofes fulminantes, injurias... hasta blasfemias, y ¡caso inaudito en él! ni á una sola palabra, de la tempestad de frases iracundas que bramaba en su pecho, dieron salida sus labios. Devorábalas á medida que á borbotones acudían á su boca; y aquella plenitud de furia comprimida, la denunciaban sus ojos inyectados de sangre y el temblor de todas sus fibras. Causaba espanto el bueno de don Juan de Prezanes. Felizmente no duró mucho tiempo la peligrosa crisis, porque también obra milagros la voluntad; y la del letrado de Cumbrales fué en aquella ocasión heróica sobremanera.

Cuando, después de este triunfo, logró algún dominio sobre sus nervios desconcertados en la batalla, arrojó por la ventana la plegadera hecha una pelota; se enjugó el sudor con el pañuelo; dió algunas vueltas, relativamente sosegadas, en el gabinete, y, por último, se dejó caer en el sillón, apoyando los codos sobre la mesa y la cabeza entre las manos. Momentos después se encaró con su amigo, que no apartaba los ojos de él, y le dijo con voz enronquecida, pero no destemplada:

—Has venido á esta casa en busca de una reconciliación intentada por mí, y juro á Dios que no he de darte hoy motivos de nuevas desavenencias, como tú no las busques. Pero conste, y muy recio, que si las antiguas quedan en pie, no es por culpa de tu irascible, irreconciliable y rencoroso amigo, sino por la tuya, manso, razonable y dulcísimo Pedro.

—Por mi culpa no, Juan, puesto que no me niego ni me he negado jamás á una estrecha alianza contigo.

—¡Si pensarás que han pecado de turbias tus recientes palabras?

—El que yo me niegue á ser instrumento de cuatro intrigantes, no es resistirme á ayudarte con alma y vida á hacer algo bueno por el pueblo en que nacimos. Mas para esto es indispensable que, en lugar de ir yo á tu terreno, vengas tú al mío.

—¡Y cata ahí el puntillo montañés!—replicó don Juan con nerviosa sonrisa.—¡Ay, Pedro, qué ciego es quien no ve por tela de cedazo!

—Juzga lo que quieras, Juan, de mis intenciones: á mí me basta saber que son honradas; pero entiende que no lucharé jamás á tu lado, sino para exterminar de Cumbrales á esos intrusos tiranuelos; empresa tan fácil como necesaria y benéfica. Cien veces te lo he dicho: unámonos para arrancar la administración de este pueblo de las manos en que anda años hace; entreguémosla á los hombres de bien; hagamos porque no lleguen á pleito las cuestiones del lugar, y fállense en terreno á donde no alcance la mano del Estado ni se dejen sentir influjos de la política; guerra á muerte á los caciques, si alguno queda rezagado entre nosotros; y cuando por este camino llegue Cumbrales á ser dueño absoluto de lo que en justicia le pertenece, yo mismo abriré sus puertas á los merodeadores. La posesión de sí mismos hace cautos á los hombres; y si alguno es tan inocente que aun con los ojos abiertos cae en las redes tendidas, quéjese de su torpeza, pero no de su desamparo. Muy necio tiene que ser el que desconozca que le engaña quien se le brinda con el remedio de todos sus males, como charlatán de feria, para desempeñar un cargo que, ejercido á conciencia, más es cruz de suplicio que ocasión de prosperidades. ¿Crees, Juan, que, pensando así, puedo rechazar tus planes por la pueril satisfacción de que tu aceptes los míos?

—Puedo creer... creo, que te ciega una pasión, como tú crees que otra me ciega á mí. ¡Vaya usted á saber quién de los dos es el más apasionado!

—Aunque así sea y no valgan nada las razones que me has oído, mi ceguedad no daña á nadie.

—Lo cual quiere decir que la mía es muy nociva.

—Te he demostrado que sí.

—¡Mira, Pedro, que no se dispone dos veces de la paciencia!

—No he sacado yo á relucir este asunto malhadado. Tú me has impuesto mi complicidad en vuestros planes, como condición de nuestras paces alteradas por una chapucería. Yo no he hecho otra cosa que responderte.

—¡Hiriéndome en lo más vivo!

—Así se receta contra las malas costumbres, Juan; y esa en que estás encenagado por una aberración de tu buen sentido, es causa perenne de grandes desdichas para cuantos te rodean. Mi deber es decirte la verdad, y te la digo.

Por algo decía don Juan de Prezanes que no se dispone de la paciencia dos veces seguidas. Yo soy de su parecer, y además creo que á los hombres del temperamento del abogado de Cumbrales, no les conviene tragar la ira cuando esta mala pasión forcejea en sus pechos y busca las válvulas de escape; porque no hay ejemplo de que esta metralla haya llegado á digerirse en ningún estómago, por recio que sea; y puesto que es de necesidad el desahogo, preferible es que éste ocurra á tiempo y sazón, á que acontezca fuera de toda oportunidad, como en el presente caso. El irascible jurisconsulto, que había conseguido dominar la furia de su temperamento irritado cuando su compadre le puso á bajar de un burro, perdió los estribos y dió en los mayores extremos de insensatez, por una bagatela; por aquello de las «malas costumbres.»

Oyólo el desdichado, clavando las uñas en el tablero de la mesa y los ojos chispeantes en los impávidos de su compadre, que bien pudiera no haber pegado tan fuerte.

—¡Malas costumbres!... ¡encenagado en ellas!—repetía don Juan con voz cavernosa, y los pelos de punta y la faz desencajada.—¡Y, sin embargo, yo soy el díscolo, y el procaz, y el quisquilloso, y el descomedido!... ¡y tú el varón justo y prudente y sabio... el caballero sin tacha! ¡Ira de Dios! ¡Malas costumbres! ¡Encenagado en ellas!—tornó á repetir, entre roncos bramidos, mientras se incorporaba derribando el sillón y se hacía pedazos en el suelo una salbadera de vidrio.—¡Y eso me lo vienes á decir á mi casa, cuando te brindo en ella con la paz!... Y ¿quién eres tú? ¿qué títulos, qué poderes son los que tienes para atreverte á tanto, hipócrita, mal amigo! Si lo que te propongo no te agrada, confórmate con no aceptarlo; ¡pero no me injuries, no me hieras! ¿Ó tienen razón los que me dicen que eres de la cepa de los tiranos?... ¡Sí, vive Dios! Cuando late en el pecho un corazón honrado y se sienten en él los dolores ajenos, no se dan las puñaladas, no se ultraja á nadie á sangre fría, como tú me has herido y ultrajado hoy... y ayer, y siempre... ¡bárbaro! ¡Y quieres paz y buscas la armonía! ¿Cómo han de ser duraderas entre nosotros, si los más nobles impulsos de mi corazón se estrellan siempre contra tu intolerancia brutal! Porque me odias, porque me detestas. Y me odias y me detestas, porque soy mejor que tú, porque valgo más que tú; y valgo más que tú, ¡porque en una sola fibra de mi corazón hay más nobleza que en todo tu sér, henchido de soberbia, de vanidad y de hipocresía!

Ni una palabra dura respondió don Pedro Mortera á esta primera explosión de ira de su compadre; pero éste nunca se colocaba en tales alturas sin despeñarse después, ciego y loco, entre torbellinos de improperios y desvergüenzas. ¡Qué cosas dijo á su impasible amigo! Porque una vez enredado en aquella infernal batalla, ya no reñía sólo por el punto en cuestión: en la mente volcánica del jurisconsulto fueron eslabonándose recuerdos de supuestos agravios, hasta los más remotos del tiempo de su niñez; y caldeados al fuego de su ira diabólica, arrojábalos en palabras, como lava de un cráter y en testimonio de una vida de abnegaciones y martirios.

Trazas llevaba de no cesar la erupción en todo el día, cuando se presentó Ana despavorida y presurosa porque había oído las voces desde el corral. ¡Empresa peliaguda fué para la joven hacerse oir de su padre, desconcertado, lloroso y balbuciente! Pero lo consiguió al fin. Dueña de aquella brecha, minó con el arte de su larga y triste experiencia, y supo llegar hasta el corazón del pobre hombre, que acabó de rendir todos sus bríos á los halagos de su hija.

Entonces volvió don Pedro á ofrecerle sus brazos.

—Si te ofendieron—le dijo—algunas de mis palabras, sin tal intento salidas de mis labios, harto te han vengado las que después me has dirigido. De todas suertes, yo te las perdono con todo mi corazón. Jamás de él te he arrojado, en él vives; lee en el tuyo, Juan, y acábense de una vez para siempre estas reyertas que nos matan.

Don Juan de Prezanes, desfogadas ya sus iras, estaba más para sentir que para hablar; y tal vez á esta excusa se agarró su genio quisquilloso para no dar el brazo á torcer todavía, aunque Dios sabe si en el fondo del alma lo deseaba.

Así lo comprendió Ana; y mientras su padre se sentaba desfallecido y pálido, hizo una seña á su padrino, y díjole al mismo tiempo en voz alta:

—Este asunto corre ya de mi cuenta; y bien sabe mi padre que yo nunca dejo las cosas á medio hacer.

Con esto, se volvió á consolar al atribulado, y salió don Pedro Mortera, harto más pesaroso que complacido.

VI. DON VALENTÍN

La casa á que llegó don Baldomero después de separarse de Pablo, estaba situada en lo más desabrigado, al vendaval de la barriada de la Iglesia. Era grande y vieja, sin portalada; con una accesoria, que en mejores tiempos había cumplido altos destinos, á un costado; al opuesto un nogal medio podrido, y en la trasera un huerto lóbrego.

¡Qué tristes son en una aldea esos viejos testimonios de fenecidas prosperidades campestres! Tristes, porque al contemplarlos los ojos del sentimiento, más que las piezas herrumbrosas y dislocadas que tienen delante, ven la máquina activa que ya no existe. ¡Cuánto más alegre la miserable choza entre laureles y zarzas, con el becerrillo atado al tosco pesebre y una pollada picoteando en las goteras del corral, que el silencioso palación de abolengo, con las cuadras enjutas y encanecidas por desuso, y el pajar en esqueleto! La primera es la vida risueña, que no está reñida con la pobreza; el segundo es la muerte, ó, cuando menos, la decrepitud con todos sus achaques, tristezas y desalientos.

Tal aspecto ofrecía la casa de que vamos hablando.

Abrió don Baldomero el entornado portón del estragal, y tomó escalera arriba por una de peldaños que yesca parecían por lo carcomidos y esponjosos. Ya en el piso, entró en un salón de negro tillo de viejísimo castaño abarquillado y con jibas; el techo era de viguetería pintada de barro amarillo, y de las no muy blancas paredes pendían un retrato de Espartero, en lugar preferente, y en los secundarios una Virgen de las Caldas y un plano de Jerusalén; todas estas estampas en marcos con chapa de caoba, deslucida por el polvo de los años y la incuria de sus dueños.

Á lo largo de aquel salón, gesticulando y hablando solo al mismo tiempo, paseábase un hombre no muy alto, seco, moreno verdoso y algo encorvado; pero ágil todavía, á pesar de sus muchos años. Comenzando á describirle por la cúspide, pues no había un punto en todo él de desperdicio para el dibujante, digo que la tenía coronada por un sombrero de copa alta, con funda de hule negro; seguía al sombrero una cara pequeñita y rugosa, cuyos detalles más notables eran los ojos verdes y chispeantes, como los del gato; las cejas blancas y erizadas; la nariz un poco remangada y gruesa, y debajo, á plomo de las ventanillas, sobre una boca desdentada, dos mechas cerdosas, separadas entre sí, formando lo que se llama, vulgar y gráficamente, bigote de pábilos. Las quijadas y la barbilla sustentábanse en las duras láminas de un corbatín militar de terciopelo raído, dentro de las que se movía el flácido pescuezo, como el del grillo entre su coraza. Vestía el singular personaje pantalón de color de hoja seca, corto y angosto de perneras y con pretina de trampa; chaleco azul, cerrado, con una fila de botones de metal amarillo, hasta la garganta, y, por último, casaquín, de cuello derecho, con narices en los arranques de las aletas traseras, ó faldones rudimentarios, prenda que fué muy usada, hasta no há mucho tiempo, en la Montaña, por los señores de aldea. El de quien vamos hablando no se la quitaba de encima jamás, acaso por los vislumbres marciales que despedía, combinada con estudio con el chaleco cerrado, el corbatín de terciopelo y el sombrero con funda.

Ya habrá adivinado el lector que se trata del héroe de Luchana, don Valentín Gutiérrez de la Pernía, de quien nos ha dado algunas noticias su hijo don Baldomero, en el banco de la Cajigona.

No se cruzó un triste saludo, y estoy por asegurar que ni una mirada, entre uno y otro personaje; pero movidos ambos de un mismo pensamiento, acercáronse á una mesa que estaba arrimada á la pared y con una de sus alas levantada. Sobre el menguado y no limpio mantel, tendido encima, había una botella, dos vasos, otros tantos platos con los correspondientes cubiertos (de peltre, si no mentían las apariencias), una escudilla sobre cada plato, un cuchillo de mango negro, y como dos libras de pan en media hogaza, no de flor ni del día. Ni don Valentín se quitó el sombrero forrado de hule, ni su hijo el hongo roñoso; y no había cesado aún el clamoroso crujir de las sillas arrastradas sobre el áspero suelo, cuando se llegó á la mesa, á mucho andar, una mocetona desgreñada y en soletos, con una tartera de barro entre las manos, y en la tartera la olla humeante y lacrimosa.

Arrimándose la moza á don Valentín, acomodó la cobertera de modo que no quedara más que un resquicio en la boca del ollón; entornóle sobre la escudilla, y la llenó de caldo, soplando al mismo tiempo y sin cesar la escanciadora, para que torcieran su rumbo los cálidos vapores que subían en espesa columna vertical. Cuando hubo hecho lo mismo al lado de don Baldomero, puso la olla sobre la tartera en el centro de la mesa, y se largó á buen paso hacia la cocina, como diciendo:—Ahí queda eso, y allá os las compongáis.

Y no se las compusieron del todo mal los dos comensales. Por de pronto, partieron sendas rebanadas de pan; luégo las subdividieron en transparentes lonjas que remojaron en el caldo de las escudillas, y, por último, se tomaron la sopa resultante, que á néctar debió saberles, por lo que la pulsearon antes de paladearla. Tras este refuerzo al desmayado estómago, un trago de vino y dos castañeteos de lengua, don Valentín volcó la olla en la tartera, que encogollada quedó de potaje, sobre el cual cayeron, en las tres últimas y acompasadas sacudidas que al cacharro dió el héroe, sabedor de lo que dentro había y no acababa de salir, dos piltrafas de carne y una buena ración de tocino. Sirviéronse y engulleron copiosa cantidad de bazofia, y, tras ella, casi todo el tocino. De carne, no quedó hebra.

Ni una palabra se había cruzado todavía entre el padre y el hijo, hasta que, limpios los respectivos platos y apurados por tercera vez los vasos, dijo don Valentín, tras un par de chupetones á los pábilos del bigote, y arrojando sobre la mesa una llave que guardaba en el bolsillo de su chaleco:

—Sácalo tú.

Y con ella en la mano, fuése don Baldomero á una alacena que en el mismo salón había, embutida en la pared, y tomó de sus negras entrañas un plato desportillado que contenía como hasta tres cuarterones de queso pasiego, duro y con ojos, señal de que ni era fresco ni era bueno.

Antes de hincar en él las mandíbulas (pues es averiguado que, desde mucho atrás, no quedaban en ella ni raigones), exclamó el veterano, entre iracundo y plañidero, y como si continuara una serie no interrumpida de graves meditaciones:

—En verdad te digo que el hombre degenera de día en día, y que se acaban por instantes aquellas virtudes que hicieron del español, en otros tiempos, el modelo de los caballeros sin tacha. Ya no hay fe en los principios, ni verdadero amor á la patria, ni entusiasmo por la libertad.

Don Baldomero tragaba y sorbía, y nada respondió á su padre. ¡Estaba tan hecho á oirle cantar aquella sonata!

Don Valentín, mientras paladeaba el primer trozo de queso que se había llevado á la boca en la punta del cuchillo, continuó así:

—Digo y sostengo que no es de liberales de buena casta regalarse el cuerpo como nosotros, ni comer pan á manteles, mientras el faccioso tremola en el campo el negro pendón de la tiranía. ¿No es esto el evangelio?

—Bien podrá ser—respondió el otro, mascando á dos carrillos;—pero paréceme á mí que tendría más fuerza de verdad predicado antes de comer.

—¿Quieres decirme—saltó don Valentín,—que también yo me duermo en las delicias de Capua? ¿Quieres darme á entender, hombre sin vigor ni patriotismo, que no sé predicar con el ejemplo? Pues chasco te llevas, que, aunque viejo, todavía arde en mis venas la sangre que triunfó en Luchana; y bien sabes tú que si esta mano rugosa no esgrime el hierro centelleante en el campo del honor, no es culpa mía, sino de la raza afeminada y cobarde que me rodea y me oye, y se encoge de hombros, y se ríe de mi ardimiento, y se burla de los ayes de la patria roída por el cáncer del absolutismo.

Aquí don Valentín, devorando el último de los pedazos en que había dividido su ración de queso, arrastró hacia el centro de la mesa el plato que tenía delante; y después de beber de un sorbo, temblándole la mano y la barbilla, el tinto que en su vaso quedaba, y de plantarle vacío y con estruendo sobre el mantel, continuó de este modo, llevando la diestra al bolsillo interior del casaquín:

—Pero yo no he de faltar á mi deber, aunque el mundo entero prevarique y toda carne corrompa su camino; yo he de insistir, mientras aliento tenga, en que cada cual ocupe su puesto y lleve su ofrenda al templo de la libertad. Soy hijo del siglo; he bebido su esencia; me he amamantado en sus progresos (al hablar así reapareció su diestra empuñando una petaca de suela y un rollo de hojas de maíz); y si hay hombres á quienes ofende la luz de nuestras conquistas y seduce la parsimonia estúpida de los viejos procedimientos, yo no soy de esos hombres.

No afirmaré que lo hiciera en demostración de su aserto; pero es la verdad que, mientras tales cosas decía, raspaba con su cortaplumas una de las hojas de maíz por ambas caras, y la recortaba cuidadosamente hasta dejarla reducida al tamaño de un papel de cigarro. Púsose á liar uno, y en tanto, seguía declamando de esta suerte:

—No hay modo de convencer á estos zafios destripaterrones, de que la ley del progreso impone deberes, lo mismo que la ley de Dios... Y el progreso es fruto natural de la libertad, y la libertad padece persecuciones en el presente momento histórico... y el honor de los padres es el honor de los hijos; y donde padece la libertad, sufre el progreso; y si muere la una, acábase el otro... Pero la libertad es inmortal, porque Dios puso el sentimiento de ella en el corazón de los hombres; y siendo la libertad inmortal, el progreso no puede morir; pero pueden padecer... padecen ¡vive Dios! padecen; y padecen desdoro, porque el perjuro, el vencido en Luchana, los combate otra vez; y por el solo hecho de combatirlos, los afrenta... y el campo de batalla está á las puertas de nuestros hogares indefensos; indefensos, porque no hay patriotismo en ellos; y porque no le hay, se desoye mi voz que le invoca á cada instante, y sin cesar llama á la lid contra el pérfido... Pero yo no cejaré en mi empresa; yo levantaré el honor de Cumbrales peleando solo contra el tirano, si solo me dejan al frente de él, cuando profane este suelo con su planta inmunda. La muerte de un hombre libre lava la ignominia de un pueblo de esclavos. ¡Infelices! Ignoran que, en las corrientes del progreso, quien no va con ellas es arrollado y deshecho. Por eso mi voz es desoída aquí... por eso, en cuanto á los más, costra grosera del pobre terruño; y en cuanto á los menos, ¿qué excusa podrá salvarlos cuando la patria les pida cuenta de su conducta sospechosa? Sospechosa, sí, porque no todo es trigo limpio en Cumbrales, ¡vive el invicto Duque! Aquí también hay fósiles de los tiempos bárbaros; seres incomprensibles para quienes el tiempo no pasa, ni instruye, ni reforma, ni inventa, ni demuele. ¿En qué se conocería que vivimos en el siglo de la luz y del progreso, si ellos fueran los llamados á dirigir las corrientes de las ideas; si junto á esa raza obscurantista y retrógrada, no se alzara la de los hombres como yo?

Cuando hubo dicho esto y liado el cigarro, púsole en la boca, restregóse las palmas de las manos para sacudir el polvillo del tabaco adherido á ellas, y gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Sidora!... ¡la chofeta!

Y Sidora acudió con la única que debía quedar en el siglo; venerable joya de metal de velones, con sus dos mangos torneados, tintos en almazarrón.

Dejó la moza el braserillo clásico sobre la mesa, y marchóse, llevándose la olla vacía y la tartera con las sobras del potaje; y como ya no había qué comer ni qué beber á sus alcances, don Baldomero cogió la petaca de su padre, tomó de ella el tabaco necesario, y sin replicar ni siquiera prestar atención á lo que el veterano iba diciendo, hizo un cigarro con papel de su propio librillo, encendióle en las ascuas mortecinas de la chofeta, y comenzó á fumarle muy sosegadamente, entre eructos y carraspeos.

Don Valentín continuó un buen rato todavía declamando contra la poca fe liberal de los tiempos, hasta que reparó en su hijo, de quien se había olvidado en el calor de su fiebre patriótica; y al verle dormilento y distraído, alzóse de la silla, y díjole en tono admirativo y corajudo:

—¡Hombre, parece mentira que seas sangre de mi sangre, y que no se te despierte ese espíritu holgazán... por respeto siquiera al nombre que llevas y que, en mal hora, te pusieron en la pila, en memoria del héroe ilustre con quien vencí en Luchana! ¡Sorda y ciega sea esta imagen de él que nos preside; que á trueque de que no vea lo que eres ni oiga lo que te digo, consiento en que ignore la fe que le guardo y el altar que tiene en mi corazón!

Por toda réplica, y mientras don Valentín miraba el retrato, descubriéndose la cabeza calva, su hijo hundió los brazos en los bolsillos del pantalón, estiró las piernas debajo de la mesa, cargó el tronco sobre el respaldo hasta dar con éste y con la nuca en la pared, y así se quedó, arrojando por las narices el humo de la colilla que tenía entre los labios.

El veterano le miró con ira despreciativa; volvió á cubrirse la cabeza, y salió á cumplir con lo que él llamaba su deber, después de empuñar un grueso roten, que estaba arrimado á la pared en un rincón de la sala.

Momentos después roncaba don Baldomero con la apagada punta del cigarro pegada al labio inferior.

VII. MÁS ACTORES

De una persona que tiene estrabismo, dicen las gentes aldeanas de por acá que enguirla los ojos, ó simplemente que enguirla; y se llama la acción y efecto de enguirlar, enguirle. Ahora bien: Juan Garojos, hombre bien acomodado, trabajador, de sanas y honradas costumbres, alegre de genio y con sus puntas de socarrón, era un poco bizco; y como en esta tierra, lo mismo que en otras muchas, no bien se columbra el defecto en una persona, ya tiene ésta el mote encima, á Juan, desde que andaba á la escuela, dieron en llamarle Juan Enguirla; algunos, Juan Enguirle, y todos, al cabo de los años, Juanguirle, con el cual nombre se quedó por todos los días de su vida.

Pues este Juanguirle, un poco bizco, bien acomodado, honradote, chancero y socarrón, más cercano á los sesenta que al medio siglo, y alcalde de Cumbrales al ocurrir los sucesos que vamos relatando, hallábase en el portal de su casa, de las mejores del lugar entre las de labranza, con cercado solar enfrente, para lo tocante á forrajes y legumbres en las correspondientes estaciones, sin perjuicio de la cosecha del maíz á su tiempo (pues á todo se presta la tierra bien administrada, máxime si amparan sus frutos contra las injurias y demasías del procomún, cercados firmes y el ojo del amo, alerta y vigilante), y el corral bien provisto de rozo y junco para las camas, y de matas y tueros para el hogar la socarreña accesoria, capaz también del carro y su armadura de quita y pon, la sarzuela y los adrales, un tosco banco de carpintería, el rastro y el ariego y muchos trastos más del oficio, que no quiero apuntar porque no digan que peco de minucioso, aunque tengo para mí que, en esto de pintar con verdad, y, por ende, con arte, no debe omitirse detalle que no huelgue, por lo cual he de añadir, aunque añadiéndolo quebrante aquel propósito, que debajo de la pértiga dormitaba un perrazo de los llamados de pastor, blanco con grandes manchas negras, y que en el corral andaba desparramado un copioso averío, buscándose la vida á picotazos sobre el terreno que escarbaba.

Volviendo á Juanguirle, añado que estaba en mangas de camisa, canturriando unas seguidillas á media voz, pero desentonada, mientras pulía el asta que acababa de echar á un dalle; obra de prueba que pocos labradores son capaces de ejecutar debidamente. Raspaba el hombre con su navaja donde quiera que sus ojos veían una veta sobresaliendo, y luégo aproximaba á sus ojos la más cercana extremidad del asta; y tocando el pie del dalle en el suelo, enfilaba una visual por los dos puntos extremos; y vuelta después á raspar, y vuelta á las visuales, y vuelta también á probar su obra, empuñando las manillas y haciendo que segaba.

Cuando se convenció de que el asta no tenía pero, echó una seguidilla casi por todo lo alto; y acabándola estaba en un calderón mal sostenido, cuando el perro comenzó á gruñir sin levantarse, y se le presentó delante don Valentín Gutiérrez de la Pernía. Saludó al alcalde en pocas palabras, y en otras tantas, pero regocijadas y en solfa, fué respondido.

—Le esperaba á usté hoy, señor don Valentín,—díjole en seguida Juanguirle, volviendo á retocar el asta aquí y allá con la navaja.

—Eso quiere decir que llego á tiempo—contestó el otro.—Y ¿por qué me esperabas hoy?

—Porque, salva la comparanza, es usté como el rayo: tan aína truena, ya está él encima.

—Luego ¿ha tronado hoy, á tu entender?

—Y recio, ¡voto al chápiro verde! Y muy recio, señor don Valentín; ¡tan recio como no ha tronado en todo el año! Desde que me levanté y fué antes que el sol, no he oído otra cosa en todo el santo día... Como que si uno fuera á creerlo según suena, cosa era de encomendarse á Dios. El menistro (con perdón de usté) que fué con un oficio mío á Praducos, por lo resultante de los ultrajes de ellos en el monte de acá, entendió que le cortaban el andar; y, por venirse por atajos y despeñaderos, llegó sin resuello y aticuenta que pidiendo la unción. De la pasiega no se diga, que hasta el cuévano trajo esta mañana encogollado de supuestos al respetive, y entre ésta y el otro, y el de aquí y el de allá, que lo corren y avientan, y que dale y que tumba y que así ha de ser, hasta los pájaros del aire cantan hoy la mesma solfa. De modo y manera que yo me dije: ó don Valentín es sordo, ó no tarda en darse una vuelta por acá, al auto de lo de costumbre.

—En efecto—respondió don Valentín:—en día estamos de grandes noticias; y esto me hace creer que no te hallaré, como otras veces, mano sobre mano.

—¡Mano sobre mano, voto á briosbaco y balillo!... ¿Y esto que tengo entre ellas? ¿Parécele á usté muestra de gandulería? Antayer era castaño de pie, que se curaba en el sarzo del desván; hoy está donde usté le ve, con el pulimento del caso. ¡Y que vengan los más amañantes del lugar y le pongan peros! Esto no es echar cambas, señor don Valentín, á golpe de mazo y corte usté por donde quiera: esto es obra fina, de espiga y mortaja... y punto menos que sin herramienta, porque de un clavijón hice un vedano á fuerza de puño.

—Ya sé que te pintas solo para lo tocante al oficio; pero yo no vengo hoy á visitar á Juan Garojos, sino al señor alcalde de Cumbrales, para preguntarle qué medidas ha tomado en vista de las noticias que corren.

—Pues el alcalde de Cumbrales, señor don Valentín, cumple con su deber.

—¿De qué modo?

—Dejando esas cosas como Dios las dispone, y no metiéndose en andaduras que pueden costarle al pueblo muchos coscorrones. Ya sabe usté que es viejo mi pensar al respetive.

—Pues para ese viaje no necesitábamos alforjas, mira.

—En las que yo le he pedido á usté me ajoguen, señor don Valentín. Y, por último, usté, que no piensa en otra cosa, debe de saber lo que hay que hacer, lo que puede hacerse, y hasta cómo se hace.

—¡Eso pido, Juan, eso pido! Pero ¿quién me oye? ¿quién me ayuda? ¿quién me sigue?

—Pero usté, y vamos por partes, ¿qué es lo que teme?

—¡Que vengan!... ¡que entren!

—¡Que vengan!... ¡que entren! Pues tal día hará un año. ¡Vea usté qué ajogo! Por aquí entrarán y por allí saldrán... ú viste-berza.

—¡Bravo, señor alcalde! ¿Y el honor? ¿y el deber?

—El honor y el deber á salvo quedan, señor don Valentín; que naide está obligado á imposibles que rayan en locuras; y locura fuera, y hasta tentar á Dios, lo que usté pretende. Dejándolos venir, cuestión será de quitarles el hambre y abrirles el pajar para que se tiendan y maten el cansancio; pero cerrarles el paso es abrirnos todos la sepultura en los escombros del lugar. Con que tonto será quien al escoger se engañe.

—¡Que así se exprese la primera autoridad del pueblo!... ¡el representante del gobierno constituído!

—La primera autoridad del pueblo ha cumplido con la ley dando los hombres que se le han pedido. Allá está la flor y nata de Cumbrales: parte de ella no volverá. Al rey serví en su día; y si hoy tengo el hijo en casa, buen por qué me cuesta. ¿Qué más quieren? ¿qué más debo? ¿Mando, por si acaso, en alguna plaza fuerte? ¿Son quiénes cuatro viejos y un puñado de mozos que los amparan por deber natural, y sin más armas que el horcón y las trentes, para hacer cara á quien tiene la guerra por oficio?

—Cuando la libertad peligra, señor alcalde, no se cuentan los enemigos... ¡Numancia!... ¡Zaragoza!

—Mire usté, don Valentín, no entiendo mayormente de historias; pero en lo tocante á tener ó no cada uno el alma en su lugar, que venga el moro ú que vuelva el francés... y hablaremos. Hoy por hoy, en saldo y finiquito, hermanos somos todos; la mesma lengua hablamos; á un mesmo Dios tememos...

—Juan, no están tus entendederas en armonía con la gravedad de los acontecimientos ni con el valor de mis advertencias patrióticas; pero habiéndote en el único lenguaje que penetras, te diré que al son que me toquen he de bailar; como os portéis conmigo ahora, he de portarme con vosotros mañana. No tardará en presentarse una ocasión en que el parecer de uno solo valga más que la conformidad de todos los restantes del pueblo. Ese parecer puede ser el mío: acuérdate del año pasado. Asaduras fué el causante del conflicto, que, al cabo, se conjuró; pero yo no soy Asaduras, ni estoy, como él, supeditado á nadie que me obligue á desdecirme cuando una vez empeño mi palabra.

—¿Lo dice usté por el caso de la derrota?

—Por eso mismo.

—¡Bah! señor don Valentín, usté no tiene punto de comparanza con Asaduras, y no se meterá usté donde él se metió sin qué ni para qué. Además, usté no es labrador ni ganadero.

—Pero lo son mis aparceros y colonos.

—No es igual; pero aunque lo fuera, ya nos entenderíamos, que usté no es hombre que intente el daño del vecino sólo por el aquél de hacerle.

—¡Verás qué chasco te llevas, Juan!

—Que no me le llevo, señor don Valentín. ¡Si le conoceré yo á usté! Además, en lo tocante á lo solicitado por usté, todo lo respondido por mí es pura chanza y fantesía de palabra... Si esa libertad llega á verse aquí en trance de muerte, ya sabremos sacarla avante. Para eso nos bastamos usté y yo, y á todo tirar, Asaduras y Resquemín. Uno en este portillo, dos en el de más allá y el otro en el campanario... ¡pin! ¡pan! ¡pun! cuatro tiros hacia aquí, cuatro hacia allí, boca abajo el faicioso... y se acabó la guerra.

Como si le hubiera picado un tábano, salió corralada afuera don Valentín al oir estas palabras de Juanguirle. Celebró éste con fuertes risotadas el efecto de su chanza, y continuó raspando el asta del dalle.

En esto salió del cuarto del portal, pieza de carácter en las casas montañesas, un mozo como un trinquete: recién peinado, bien vestido, aunque no de gala, y con los zapatos, sobre medias de color, ajustados al empeine con cordones verdes. No tenía tacha el mancebo, en lo tocante á lo físico: buena estatura, hermosa cabeza y artística corrección en las demás partes de su cuerpo; pero en el modo de llevar el sombrero, en lo artificioso del peinado y en la forzada rigidez de sus miembros al moverse dentro del vestido del cual parecía esclavo más que dueño, muestras daba de ser, con exceso, presumido y fachendoso.

—No hay como tú, Nisco—díjole Juanguirle.—Hoy domingo, mañana fiesta: ¡buena vida es ésta!

—Gana de hablar es, padre, cuando sabe usté que á la hora presente tengo bien cumplida mi obligación. La ceba dejo en el pesebre, y las camas listas para cuando venga del monte el ganao. De leña picá, está el rincón de bote en bote.

—No lo dije por tanto, hombre; sino que, como te veo tan dao al zapato nuevo y al pelo reluciente de un tiempo acá, en días de entre semana...

—Voy con Pablo al cierro del monte.

—Por eso creía yo que sobraba la fantesía del vestir. ¡Para los tábanos que han de mirarte allá!...

—Pero entro antes en su casa... y ya ve usté...

—Antes y después, Nisco. Lléveme el diablo si no vives más en ella que en la tuya. Pero, en fin, si aprendes de lo que no sabes y ensalza el valer de la persona... ¡Mira qué alhaja, hombre!

Dijo, y al mismo tiempo puso el dalle en manos del mancebo. Éste echó sobre el asta varias visuales, hizo también como que segaba, y, por último, arrimó el trasto á la pared, con la guadaña en lo alto. Marcó un punto con el callo sin mover el asta, y haciendo centro con el extremo inferior de ésta, describió un arco hacia la derecha. La punta del dalle pasó entonces por la marca hecha con el callo.

—¡En lo justo, Nisco, en lo justo! Bien visto lo tengo.

—Ni menos ni más,—respondió solemnemente Nisco, entregando el dalle á su padre con todos los honores debidos al mérito de la obra.

—Ahora—añadió el alcalde,—voy á picarle, y luégo á segar un garrote de verde; y si no me le siega el dalle de por sí solo, te digo que no vale mi sudor dos anfileres.

Con lo cual se marchó Nisco á casa de Pablo; y momentos después, medio tendido en el suelo, sobre las melenas de uncir los bueyes; apoyado el tronco sobre el codo del brazo izquierdo; el extremo del asta sobre la rodilla levantada, y el filo del dalle deslizándose, al suave empuje de la mano izquierda, por encima del yunque clavado en tierra, canturriaba una copla el bueno de Juanguirle, al compás del tic, tic de su martillo, sin acordarse más del cargo que ejercía en el pueblo ni de la visita de don Valentín, que del día en que le llevaron á bautizar.

VIII. ÉGLOGA

Caminando Nisco de su casa á la de Pablo, como las callejas eran angostas y sombrías y convidaban á meditar, andando, andando, meditaba y acicalábase el mozo, pues á ambas cosas era dado, como soñador y presumido que era; y ¡vaya usted á saber por dónde volaba su imaginación mientras se atusaba el pelo con la mano, y observaba la caída de las perneras sobre los zapatos, y estudiaba aires y posturas, sonrisas y ademanes!

Á lo más angosto de la calleja llegaba, punto extremo de la parte recta de ella, paso á paso, mira que te mira el propio andar y soba que te soba el pelo, cuando topó cara á cara con Catalina, la moza más apuesta y codiciada de Cumbrales. Pareja tan gallarda como aquélla, no podía hallarse en diez leguas á la redonda. Si él era el tipo de la gentileza varonil y rústica, ella era el modelo correcto de la zagala ideal de la égloga realista. Y, sin embargo, á Nisco no le gustó el encuentro, y hasta le salió á la cara el desagrado en gestos que devoraron los negros y punzantes ojos de Catalina.

Con voz no tan firme como la mirada, dijo al mozo, cuando le vió delante de ella vacilando entre echarse á un lado para dejar el paso libre, ó detenerse para cumplir con la ley de cortesía:

—Si fuera la calleja tan ancha como el tu deseo, bien sé que los mis ojos te perdieran de vista ahora.

—Supuestos son esos, Catalina—respondió Nisco de mala gana,—que pueden venir... ú no venir al caso.

—Hijo, lo que á la cara salta, de corrido se lee.

—Si á ese libro vamos, de tí pudiera yo decir lo mesmo, Catalina.

—Abierto le llevo, es verdad; pero no leerás en él cosa que me afrente.

—Ninguna ventaja me sacas al auto.

—Eso va en concencias.

—La mía está como los ampos de la nieve.

—Entonces, ¡Virgen santa!—exclamó Catalina llevándose hasta la boca las manos entrelazadas,—¿qué color tienen los corazones falsos y traidores?

—Si por el mío lo preguntas, cuenta que te equivocas,—respondió Nisco fingiendo mal el aplomo que le faltaba.

—¡Con que me equivoco? ¡Con que tu corazón no es falso? ¡Con que no se apartó del mío de la noche á la mañana?

—Ninguna escritura habíamos firmao tú y yo.

—¿De cuándo acá necesita escrituras el querer con alma y vida, trapacero y engañoso! ¿Qué más escritura que el sentir de la persona! Desde que sé pensar, para tí ha sido día y noche el mi pensamiento: cortejantes me rondaron sin punto de sosiego... bien sabes tú que ninguno fué capaz de quebrantar la mi firmeza; y si la cara me lavaron á menudo por vistosa, por ser yo prenda tuya no tomé á embuste las alabanzas. Bienes tiene mi padre que han de ser míos: no dirás que por cubicia de los tuyos te perseguí. Señor fuiste de mi voluntad; y con serlo y todo, nunca en mi querer vistes obra que no fuera honrada y en ley de Dios... ¿Qué mejor escritura de mi parte! Y si no me engañabas cuando tanta firmeza me prometías, ¿por qué hace tiempo que de mí te escondes? Y si para mirarme á mí te puso Dios los ojos en la cara, como tantas veces me dijistes, ¿por qué no cegaron desde que no me miran? Si para mí eras en el porte la gala de Cumbrales, ¿para quién son ahora las prendas con que te emperejilas hasta para ir al monte?

Agobiado parecía Nisco bajo este capítulo de cargos; y, sin duda por no tener su causa buena defensa, sólo pudo contestar, atarugado y de muy mala gana, estas palabras:

—Hay mucho que hablar al auto, Catalina.

—¡Mucho que hablar!—repuso Catalina entre admirada y afligida.—¿Para cuándo lo dejas, falso? ¿Qué menos consuelo has de darme que la razón de lo que has hecho!

—Ahora voy muy de prisa... Mañana ú el otro...

—Sí, vete, fachendoso; vete á tomar aires de señorío, que han de caerte como arracada en oreja de mulo. ¡Ay, Nisco! no le pido á Dios más sino que sea verdad lo que se corre.

—¿Qué se corre?—preguntó Nisco más colorado que un tomate.

—No quiero decírtelo, porque no te acabe de sofocar el sonrojo, que ya cerca le anda.

—¡Yo no tengo nada que me abichorne, sépastelo!

—Si tienes ó no, el tiempo lo dirá, y allá te espero.

—Pues vete asentándote ya.

—¡Sube, sube, que chimeneas más altas han caído!

—Valiérate más mirar por lo tuyo, Catalina, que meterte en la hacienda del excusao... Y ya que me haces hablar, diréte que bien poco había que fiar de tus quereres, cuando, por volver yo la espalda, estás dando cara á otro... y de Rinconeda, para mayor inominia.

—Es verdad: uno de allá me pretende desde que tú me dejaste, y hasta sé que va á pedirme.

—Pues dile que sí, y con eso tendrás todo lo que necesitas. Yo no he de ponerte pero, que fenecida eres por lo que me toca.

Este brutal alarde de desdén produjo en Catalina el efecto de una puñalada.

—Lo que yo necesito, Nisco, para mi venganza—contestó, con los ojos arrasados en lágrimas,—son dos corazones, ó no haber querido nunca con el que tengo.

Y como, al hablar así, la ahogaran los sollozos, se llevó el delantal á la cara y apoyó el hermoso busto contra la pared.

Nisco intentó decir algunas palabras en disculpa de lo que tan mal efecto produjo en Catalina; pero no acertando á coordinar una mala frase de consuelo, cortó por lo sano largándose á buen andar.

No se sabe, á punto fijo, á dónde iba Catalina cuando se encontró con Nisco; pero está fuera de duda que, no bien le perdió de vista en la solemne ocasión mencionada, retrocedió presurosa, y, andando, andando, llegó á una casita, punto más que choza, baja, muy baja, pobre, muy pobre, arrimada, como de misericordia, al paredón más alto de unas ruinas antiquísimas, sin dueño conocido, que poco á poco se iban desmoronando, hacia el extremo occidental de Cumbrales.

Fuera de la casuca, junto á su puerta entreabierta, y sentada en un canto arrimado á la pared, estaba una vieja, flaca y apergaminada, acabando de remendar, á duras penas, por falta de vista y de pulso, un refajo negro con hilo blanco teñido en el sarro de una sartén que en el suelo yacía boca abajo.

En uno de mis libros he dicho yo que no hay en la Montaña una aldea sin su correspondiente bruja. Pues la vieja de quien voy hablando era la bruja de Cumbrales. Temida de los más y aborrecida de muchos, raro era el día sin quebranto para la pobre mujer: unas veces por que con sus artes no hacía los imposibles que se le pedían; otras porque se la creía causante de todo lo malo que acontecía en el lugar. Así es que vivía de milagro, porque lo era, y grande, vivir, como ella, de limosna, con semejante fama, tantos años encima y tales tratamientos. ¡Qué diferente vida la que pasó con su marido! Entonces trabajaban unas tierras, tenían una vaca y moraban en buena casa en el mejor de los barrios. Alternaban en todo trato lícito y honrado con sus convecinos, y hasta eran, él por lo diestro en encambar carros, y ella por lo famosa en preparar el lino, muy solicitados y bien retribuídos de las gentes. Pero, á lo mejor de la vida, acabóse la del hombre, de la noche á la mañana; y ya bien entrada en años la mujer, sola y sin valimiento, tuvo que dejar la poca labranza que trabajaba y buscar un agujero en qué albergar el achacoso cuerpo, hasta que la última enfermedad le abriera la sepultura. Halló la casuca solitaria que la muerte de otro pobre, tan pobre y desvalido como ella, había dejado abandonada; y allí se metió con el mísero ajuar que le quedaba. Mientras pudo trabajar, como obrera ganaba la borona que comía; pero agobiáronla los achaques, y tuvo que vivir de limosna. En la Montaña no se muere nadie de hambre: esto es sabido y probado, porque el más miserable parte un mendrugo con el vecino que carece de él; pero ni en la Montaña ni en región alguna del mundo, engorda la limosna á quien de ella vive, por abundante que sea. Hay siempre en el corazón humano fibras indómitas á prueba de virtudes, y raro es el bollo regalado que no produce un coscorrón al hambriento.

Como según el tiempo iba pasando íbase la buena mujer enflaqueciendo, y sólo se la veía en el lugar para pedir limosna en casa de don Pedro Mortera ó en la de don Juan de Prezanes, para ir á misa cada día de fiesta, ó de paso para la villa, á donde hacía también sus excursiones á menudo; y como no se concibe entre las gentes campesinas una mujer vieja, flaca y encorvada, sola, pobre y taciturna, sin tratos con el demonio, cata á la de mi cuento, de la noche á la mañana, bruja con todas sus consecuencias, sin lo que el supuesto no tendría maldita la gracia. Dieron en morirse muchas gallinas en aquel entonces y en faltar otras del gallinero, alguien vió plumas junto á la choza de la pobre mujer; y esto bastó para que, creyendo á la bruja aficionada al averío, la llamaran las gentes de Cumbrales la Rámila; el cual mote le quedó por nombre... también con todas sus consecuencias.

No era Catalina de las más supersticiosas del lugar, ni, en su opinión, tan mala la bruja como las gentes creían: sobraba entendimiento á la buena moza para no tragar los absurdos vulgares como pan bendito; pero faltábale instrucción y era aldeana, y, por ende, llegaba hasta dejar las cosas en «veremos,» lo cual era rayar muy alto en la materia. Quiero decir con esto que al acercarse á la Rámila, impávida y resuelta, iba tan lejos de tenerla por santa, como por confidente del demonio.

Llevábala á casa de la bruja, no la reflexión, sino un vértigo del espíritu, obra del reciente choque de su pasión generosa con el desdén brutal de Nisco. Sentía el dolor de la herida en lo más hondo del corazón, y buscaba algo que debía de haber para calmarle, aunque fuera el triste placer de la venganza. Sospechaba, pero no conocía, la verdadera causa del desvío de su novio, é ignoraba qué le dolía más, si el recelo de que otra mujer se le llevara, ó el temor de perderle ella; qué era lo que con mayor urgencia necesitaba, si reconquistar el bien perdido, ó hacer que la otra no le adquiriera para sí. En cualquiera de estos casos, ¿cómo, cuándo y por qué camino, si no tenía otra luz para orientarse en el abismo en que se hallaba que el notorio desvío del ingrato? Filtros, adivinaciones, sortilegios, hechicerías por arte del diablo, noticias ciertas, consejos sanos por modo lícito y natural, y, en último extremo, ocasión de desahogo del pecho acongojado, casi en el secreto de la confesión... Todo esto, ó mucho ó algo de ello, podía encontrarse en la choza de la Rámila; y por eso iba Catalina al antro de la bruja; y por eso, cuando se halló delante de ella, no supo explicar lo que quería. Al último, refirió la historia de sus desventuras, que es por donde debió de haber empezado. Lloró mucho, y la Rámila la dejó llorar hasta que ya no hubo lágrimas en sus ojos ni quejidos en su pecho.

IX. LAS PRIMERAS CHISPAS

Quien haya visto el mar después de un temporal deshecho, tenderse en la playa, rumoroso y ondulante, lamiendo manso lo que antes azotó iracundo, y trocados en arrullos sus bramidos, tendrá una idea del estado de don Juan de Prezanes, horas después de la borrasca que el lector presenció. En el fondo de aquella alma, transparente como el más limpio cristal, no se descubría un solo rencor. Remordimientos y heridas, sí. Remordimientos, porque su buen sentido, libre de las cadenas de la pasión, decíale que para defender su derecho no había necesidad de enfurecerse como él se enfurecía, dando con ello monstruosas proporciones á lo que de suyo era, en sus comienzos, pequeño y baladí, y rebajando lastimosamente el nivel de su propia dignidad. Hasta concedía, cierto derecho á su amigo para desaprobar sus viejas alianzas con determinadas gentes, porque á la vista estaban los muchos males qué habían producido al pueblo, y los grandes disgustos que á él le habían acarreado, sin un solo beneficio; pero nada más que cierto derecho: no en la amplitud en que su compadre se le tomaba y le comprendía. Y por aquí andaba el punto doloroso. Grabadas estaban en su memoria palabras de acero que, en el calor de la disputa, se le habían lanzado al corazón, sin respeto alguno á la honradez de sus intenciones ni á la enfermedad de su temperamento, causa eficiente de los arrebatos á que de continuo se entregaba, contra sus deseos y propósitos.

Apenábale el dolor de estas heridas, hechas sobre frescas cicatrices, y, por lo mismo, doblemente dolorosas; pero curábalas con la reflexión de que otras tales había causado él en la batalla; con el bálsamo del perdón implorado por su contendiente, y con la esperanza de que la reciente reyerta sería la última entre él y el amigo á quien más quería en el mundo. Pero, hecha entre los dos la definitiva liquidación de agravios, y vuelto cada cual á su tienda, que no se le obligara á él á dar el primer paso en la nueva y edificante vida que ambos habían de hacer en adelante. Era él el más desgraciado, el más solo y el más ofendido de los dos, y no podía arraigar la reconciliación en el fondo del alma, si se cimentaba en tan palmaria injusticia. En cambio, si, libre y espontáneamente, su amigo, ó cualquiera de la familia de su amigo, diera ese paso decisivo, ¡con qué ansia le saldría al encuentro y le recibiría en sus brazos, y firmaría entre ellos, con el olvido de todos los agravios, eternas y venturosas paces!

Así pensaba, arrimado á la mesa de su despacho, y en la palma de la mano reclinada la descolorida frente, mientras Ana, sentada á su lado y leyéndole los pensamientos (porque los hombres como don Juan de Prezanes, no solamente son niños toda la vida por su afición á las cosas pequeñas, sino por su propensión á meditar á voces), le prometía lo que él deseaba y mucho más.

—Por si te equivocas—llegó á responder su padre,—bueno será que hagas el sacrificio de acompañarme esta tarde. La soledad es mala consejera, hija mía.

Lo que en rigor buscaba don Juan al tener á Ana toda la tarde á su lado, era el convencimiento de que si alguno de la otra casa iba á visitarle, lo haría por iniciativa propia, no por sugestiones, y quizá ruegos, de su hija, quien, hablando en rigor de verdad, en lo tocante á que se cumplieran sus promesas, no las tenía todas consigo.

En esto apareció Pablo en el corral, y á don Juan de Prezanes, al verle, se le escapó del pecho un rugido de gozo.

—¿Lo ve usted!—le dijo Ana sin disimular el grandísimo que ella sintió al mismo tiempo.

No podía, en aquella ocasión, enviarse al abogado de Cumbrales emisario más de su gusto. Sin embargo, recibió al mozo con estudiada seriedad. ¡Hasta en los menores detalles son niños los hombres quisquillosos!

—¡Ya es hora de que le veamos á usted por acá, señor don Pablo!—dijo, respondiendo al saludo cordial del joven.

—¡Como, á veces, no sabe uno en qué peca más!...—replicó éste.

—Como andaban ustedes de monos—añadió Ana,—habrá creído Pablo que no estaba el horno para rosquillas.

—Cabalmente,—dijo Pablo con la mayor sinceridad.

—¿Es decir—repuso don Juan con mal disimulada vehemencia,—que, por tu gusto, me hubieras visitado alguna vez?

—Pues como de costumbre: todos los días.

—¿De manera que al verte hoy á mi lado, sin miedo de que este ogro te devore, debo suponer que, en tu concepto, esos monos ya no existen?

—Justo y cabal.

—Y ¿quién se lo ha dicho á usted, caballerito?—preguntó aquí don Juan de Prezanes, dejando traslucir, en la mal fingida dureza de la pregunta, el propósito que ésta envolvía.

—¿Quién podía decírmelo sino mi padre?—contestó Pablo sencillamente, mientras Ana iba con anhelante mirada del uno al otro interlocutor.

—¿Luego su señor padre de usted—continuó don Juan,—no se opone á que se me haga esta visita?

—Como que traigo el encargo de brindarle á usted á tomar chocolate con él... digo, si no le queda á usted algún resentimiento...

—¡Qué cosas tiene tu padre, hombre!—exclamó el nervioso abogado, llenando todo su pecho de aquella especie de aura bienhechora que esparcía en la estancia el recado de su amigo.—Yo no tengo resentimientos con nadie, y mucho menos con vosotros... ¡Vayan al diablo, si es preciso, esas cosas que no me interesan dos cominos y tan malos ratos me dan! Armonía con todos y sosiego en el hogar, Pablo: esto es vivir; que no está uno contento de sí mismo mientras se halle en guerra con los demás. Con que raya por debajo, y no volvamos á hablar del asunto.

Así comenzó á entregarse don Juan de Prezanes á la pasión de regocijo que le solicitaba rato hacía, creyendo á salvo ya todos los fueros de su amor propio. ¡Cuántas veces se había hallado en idéntica situación!

Preguntó á Pablo muchísimas cosas, sin orden ni concierto, mientras se paseaba á lo largo de la estancia; y su ahijado, muy cerquita de Ana, tan pronto contemplaba la labor que ésta tenía entre manos, como miraba las nubes por la ventana abierta. Llegando á preguntarle por la vida que traía, respondió el mozo en breves palabras, porque era escasa la materia y á la vista estaba en todo el lugar. Á lo que dijo don Juan de Prezanes:

—Pues mira, hombre: si he de decirte lo que siento, tratándose de un muchacho de tus condiciones, no me gusta ese modo de vivir. Bueno que tomes apego á las faenas del campo; bueno, en fin, que trates de ser un labrador hecho y derecho, pues que en eso has de venir á parar, según las trazas; pero en lo demás... en lo demás, Pablo, deseara yo que anduvieras con mucho tiento. Quiero decir que guardaras las distancias un poco más de lo que las guardas. Estás llamado á ser, por tu posición, la persona principal de Cumbrales, y esta circunstancia te impone ciertos deberes. Conviene que estas gentes te vean, pero á tiempo y no á todas horas y en todas partes; que te traten, pero que no te manoseen, si mañana han de tenerte en algo y ha de aprovecharles tu importancia; que los aventajes en todo lo bueno, pero que no intentes igualarlos en lo que pueda desautorizarte á sus ojos. Natural es que juegues á los bolos cada día de fiesta con los mozos de tu edad; pero no lo es tanto que bailes á su lado con las mozas en las romerías, y mucho menos que te agregues de noche á sus rondas y parranderas. Bien sé yo que á los años hay que darles lo que es suyo, y que aquí no se halla otra cosa mejor que eso para lo que pide la mocedad; pero considera que hay que estar á las duras y á las maduras, y que las duras de esos pasatiempos pueden ser muy graves para tí, sobre todo si tratas de buscar el desquite. Cuando menos, esas costumbres tienen de malo el que su centro natural es la taberna; y en la taberna, Pablo, siempre hace un desdichado papel la levita.

Ana atajó aquí á su padre, temerosa de que el mozo se resintiera de la homilía que le estaban enderezando, y dijo á éste en el tono zumbón que tan bien sentaba á la traviesa joven:

—No dirás, Pablo, que, para improvisado, es malo el sermón de tu padrino.

—¡Sermón no!—saltó don Juan, apresurado.—¡Líbreme Dios de meterme en esas honduras!... ¡y cuando aún me rasco los coscorrones de uno muy amargo! No, hijo mío; no te predico ni trato de molestarte: digo sencillamente lo que siento, porque te quiero mucho y ha venido á pelo. Y con esta advertencia, y ya que lo tengo entre los labios, he de decirte, para concluir, que no me disgusta Nisco, el hijo del alcalde: es mozo de juicio, aunque pudiera ser menos presumido y valdría más; pero ¿por qué es tan amigo tuyo? De un tiempo acá, no os separáis. Ya sé que sois camaradas de la infancia; pero me parece demasiada intimidad la que os une para lo diversas que son vuestras educaciones. Lo probable es que se te pegue á tí su tosquedad, y no á él tu cultura.

—Pues ¡vea usted lo que son los juicios humanos!—respondió Pablo, mientras Ana atendía al diálogo con vivísima curiosidad, particularmente desde que su padre había nombrado al hijo de Juanguirle.—Precisamente porque se le pegue eso que usted ha llamado mi cultura, anda Nisco tan cerca de mí un tiempo hace.

—Asegúranlo por ahí—dijo Ana con malicia;—y es raro el caso.

—Pues yo le encuentro lo más natural del mundo—replicó Pablo.—Nisco es un mozo trabajador y muy despierto, harto más inteligente en su oficio que la cáfila de zopencos que le critican. Acompañábame al cierro del monte; me enseñaba lo que yo no sabía, y me ayudaba, y me ayuda, con su inteligencia, y hasta con sus brazos, en aquellas faenas que están á mi cuidado exclusivo desde que el cierro se roturó. Escribía mal y leía peor, porque no le enseñaron otra cosa. Andando en mi casa y descansando en mi cuarto muy á menudo, vió libros sobre la mesa y quiso que le leyera algunos. Eran cuentos agradables; gustáronle y deseó saber leerlos como yo se los leía, para penetrarlos mejor; después deseó también soltarse en la escritura, y comencé á darle lecciones de uno y de otro con mucho gusto, porque yo observaba el muy grande con que él las recibía. Y así estamos. No llegará á ser nunca gran pendolista ni un lector de nota, porque el oficio que trae es incompatible con esos primores; pero adelanta, se sujeta mucho, despiértanse en él aficiones y gustos superiores á su condición, y esto es muy recomendable; y, sobre todo, padrino, Nisco es lo mejor del pueblo para los fines que usted me predica, y á Nisco me agarro.

—¡Bien vuelta, muchacho!—contestó don Juan hecho unas castañuelas;—lo cual no quita que el pobre mozo, por el camino que va, se queda tan lejos de ser hombre culto, como de las labranzas de su padre; y ¡entonces sí que le tocó la lotería! De modo que tampoco es Nisco lo que te conviene para mucho tiempo.

—Pues usted dirá,—repuso Pablo, con una formalidad tan noblota, que hizo reir á don Juan y á su hija.

—¿Es cosa resuelta—preguntó el primero,—que abandones la carrera que seguías en la Universidad?

—Resuelta.

—Pues entonces, ¿qué demonio te diré yo, hombre? Si has de vivir perpetuamente en Cumbrales; si á la edad que tienes no sacas de tí mismo recursos para hacer la vida entretenida y llevadera, sin necesidad de tocar los extremos peligrosos de que antes te hablé; y si, á pesar de estos inconvenientes, has de ocupar con el decoro debido el puesto que aquí te corresponde, sólo veo un medio de conseguirlo: cásate.

¡Cosa rara! Ana, que seguía con la vista á su padre mientras hablaba así, no bien oyó su última palabra, se puso roja como una amapola, bajó la cabeza sobre la labor, y no encontraba postura cómoda en la silla. Cuanto á Pablo, sin duda porque no había otra mujer que Ana allí, volvió los ojos hacia ella... y rojo se puso también al choque de su mirada curiosa con la turbada y eléctrica de la hermosa joven. ¡Singular efecto de una palabra vulgar y prosáica! Ni siquiera tuvo el color de la malicia, puesto que don Juan de Prezanes, cuando la pronunció, estaba arrimado á la ventana y mirando maquinalmente las nubes del horizonte.

Al volverse luégo hacia Pablo en demanda de su respuesta, ya era éste dueño de sí.

—Con que ¿qué te parece mi proposición?—dijo al mozo.

—Que tiene mucho que estudiar... y que se estudiará, padrino,—respondió Pablo con singular firmeza.

—Así me gustas, ahijado; y de tal modo, que si te decides por la afirmativa, me brindo á ser tu padrino de boda... Entre tanto, basta, si os parece, de conversación, y vamos á tomar ese chocolate que me ofrecen en tu casa. Créeme que tengo grandísimos deseos de ver á tu madre y á tu hermana, pobres víctimas inocentes de nuestras majaderías.

Dispúsose Ana á complacer á su padre; y con tal apresuramiento y tan de buena gana, por lo visto, que al recoger los avíos de costura en su primorosa canastilla, por cada cosa que guardaba ¡ella á quien jamás igualaron prestidigitadores en destreza y agilidad! dejaba caer media docena. Mas allí estaba Pablo, que se desvivía con desusado afán por recogerlas en el aire y ponerlas en las blancas y finas, pero desatinadas, manos de la azorada joven.

X. LOS HUMOS DE NISCO

Nisco llegó á casa de Pablo después que éste había entrado en la de don Juan de Prezanes. Subió el hijo de Juanguirle sin llamar, como era su costumbre, derecho al cuarto de su amigo. Al pasar por delante de la puerta de la sala, oyó que le decían desde el fondo de ella:

—Pablo ha salido.

Era la voz de María. Conocióla el mozo, retrocedió dos pasos y se colocó en el hueco de la puerta, sombrero en mano, enfrente de la joven, que cosía sentada cerca del balcón.

—En ese caso—dijo Nisco algo atarugado y después de hacer una exagerada reverencia,—me marcharé.

—Si no quieres esperarle...—añadió María, respondiendo á la reverencia con una sonrisa.

—Pues le esperaré, ya que usted se empeña,— replicó Nisco. Y se sentó, con mucho tiento y grave parsimonia, en la silla más cercana.

María volvió á sonreirse, y continuó cosiendo.

Nisco, con el sombrero en la diestra y ésta sobre la rodilla, atusándose el pelo con la otra mano... no tuvo por entonces más que decir; pero, en cambio, clavó la vista de sus ojos negros, un tanto dormilones, en María; y largo rato estuvo como hechizado, viendo aquellas manos, blancas y rollizas, pasar y repasar la aguja, y estirar la seda para afirmar la puntada; el brillo de aquel abundoso pelo negro; la transparencia de aquel cutis de rosa; la luz de aquellos ojos húmedos, y, en suma, el palpitar, apenas perceptible, de toda aquella riqueza escultural, á cada movimiento del ágil brazo.

Digo yo que todas estas cosas contemplaría Nisco, porque, según la expresión que brillaba en sus ojos, más bien parecía sorber con ellos á la joven que mirarla. De vez en cuando echaba ésta una ojeada firme y serena al mozo; y entonces el hijo del alcalde de Cumbrales no cabía en la silla.

Iban así corriendo los minutos, y Pablo no venía ni se marchaba Nisco, ni entre éste y María se cruzaba una palabra. Don Pedro estaba en el portal en plática con don Valentín, que había ido á visitarle «por un motivo muy urgente,» al decir del veterano; y su señora andaba disponiendo el agasajo con que habían de celebrarse las paces consabidas, si don Juan aceptaba la invitación que se le había hecho. De manera que los actores de la sala no podían esperar de afuera incidentes que rompieran la monotonía de la escena: tenían que romperla ellos mismos, si no la hallaban muy divertida.

Quizá pensando así, dijo, al cabo, María mientras examinaba el largo pespunte que acababa de hacer, deslizando la tela entre los dedos de sus manos:

—Y ¿cómo vamos de lecciones, Nisco? ¿Adelantas mucho?

Ya ve el lector que no podía decirse menos que esto tras un espacio tan largo de silencio.

—No tanto como yo quisiera,—respondió Nisco mal y á trompicones, por lo mismo que tenía empeño en responder al caso y con voz bien afinada. Faltábale el hábito de hablar con señoras y bajo cielo-raso, y esto ofrece gravísimas dificultades cuando se trata de soltar de pronto la voz, una voz ajustada al diapasón de la naturaleza agreste, en un centro reducido y sonoro y delante de una dama á quien se desea agradar.

María, sin fijarse gran cosa en los desentonos de Nisco, volvió á decirle:

—Es algo rara esa afición que te ha entrado de pronto á esas cosas.

—Rara, ¿eh?—contestó el mozo, más atrevido ya y menos desaplomado.—¿Cree usté que es rara? Pues quizaes lo sea, si bien se mira... y quizaes no, por otra parte.

—Ahora sí que no lo entiendo, Nisco,—díjole María riéndose muy de veras.

—Pues yo le diré á usté—añadió el mozo muy animado con la regocijada actitud de su interlocutora.—Para el oficio que traigo, no es mayormente al auto el pulimento que deseo en el porte y genial de la persona, si uno ha de estar de sol á luna, fijo en la brega del campo, sin más aquél de cubicia que lo que tiene á la vera; pero si, pinto el caso, al hombre, por su luz natural ú roce con quien la tenga, no le basta eso solo... y quiere, es un decir, quiere... vamos, valer algo más de lo que vale, bien séase por la fantesía del valer ú por tomar alas con qué volar un poco... porque sienta allí dentro... vamos, quien se lo mande, como el otro que dice... en fin, señorita, el saber no ocupa lugar; y yo quisiera, si no ofendo, saber algo más de lo que sé, por valer algo más de lo que valgo.

—Bien pensado está todo eso—replicó María muy afable;—pero algún motivo especial habrá para que tan de repente te haya entrado ese deseo.

—Pues ya se lo he dicho á usté; y si es cierto el refrán de «no con quien naces, sino con quien paces...»

—¿Luego tu frecuente trato con Pablo es la causa de todo?

—Puede que lo sea,—respondió Nisco, contoneándose en la silla y atusándose mucho el pelo.

—Pero ¿cómo ese deseo no te ha asaltado hasta ahora, siendo así que á mi hermano le tratas desde niño?

Con esta pregunta le entró al mozo tal hormigueo, que en un buen rato no le dejó sosegar.

—Consiste eso, señorita—logró responder al fin, aunque á tropezones,—en que los tiempos, al respetive que corren, van cambeando... y, por otra parte, los ojos de la cara no lo ven todo de un golpe.

—¿Es decir que los tuyos han visto, de poco acá, algo que no habían visto antes?

—¡Cátalo ahí!—exclamó Nisco, sudando de congoja y medio turulato.

—Pues á eso quería yo venir á parar—añadió la joven, como si se gozara en la angustia del aldeano.—¿Es decir que porque ahora ves algo que antes no has visto, deseas valer más de lo que valías?

—¡Eso, eso!—gritó aquí el mocetón, rojo, cárdeno y amarillo, todo á la vez.

—Pues mira tú cómo la gente se equivoca en la mitad de lo que piensa—añadió María, esgrimiendo ya con verdadera saña, contra el acorralado galán, las armas de su travesura, que aunque no eran muchas, en el desapercibido é inerme muchachón causaban heridas tremendas:—yo te creía el mozo más feliz de Cumbrales, con una novia tan hermosa como Catalina; tan conveniente para tí...

Estas palabras fueron para Nisco un golpe en mitad de la nuca. Tardó en volver del atolondramiento en que cayó; pero volvió al fin, remilgóse y dijo:

—Relative á este punto, crea usté que hay sus mases y sus menos.

—Ya lo supongo por lo que has hecho; pero precisamente en eso que has hecho está lo que no se comprende. Catalina es la mejor moza de la comarca.

—Esa fama tiene,—respondió Nisco con desdén.

—Y bien merecida. Cuéntanla muy enamorada de tí.

—Bien pudiera ser,—dijo el rústico galán, con una sonrisilla vanidosa en que se pintaba la alta idea que de su propio valer tenía el hijo de Juanguirle.

Sonrióse también María, y continuó:

—Es rica entre las de su clase.

—No diré que no lo sea.

—Tiénenla por hacendosa.

—Pshe...

—Y es lista y de mucho juicio.

—Podrá ser.

—Pues si todo eso es Catalina, ¿dónde puedes haber visto tú cosa que más valga ni que más te convenga?

Otro golpe en la nuca para Nisco.

—Onde está quien más vale que Catalina—logró decir el mozo,—bien lo sé yo. Si me conviene ú no me conviene más que la otra, también lo sé... Si se me dirá que sí ú se me dirá que no... ahí está el ite de la cosa; porque, hablando en verdá, si la merezco ú no la merezco, caso es de pleitearse mucho.

—Eso prueba, Nisco, que has puesto los ojos muy en alto.

—Confieso que sí; pero sin culpa mía, porque los ojos se van detrás de lo que apetecen, sin pedirle al hombre su parecer. Lo que decir puedo es que, desde que ví eso tan alto, ando buscando el modo de subir allá, siquiera para decir «aquí estoy» en la solfa en que debe decirse; cosa que al presente no sé... ¡que si lo supiera!...

Interesábale tanto á la joven la conversación en que se había empeñado con el bueno de Nisco, que ya no cosía. Apoyando sus brazos en la almohadilla que sobre sus rodillas tenía, jugueteaba con la tijera y mordía una hebrita de seda, cuyo extremo suelto asomaba húmedo entre sus labios frescos y rojos; miraba al mozo con no disimulada curiosidad, y estudiaba en él las impresiones que iba causándole el interrogatorio á que le tenía sometido; interrogatorio que acaso no hallen del todo verosímil las damas del mundo elegante (si entre ellas las hay con el mal gusto de leerme), la crítica superficial y cuantos desconocen el modo de ser de estas gentes montañesas. En pueblos como Cumbrales, se sabe en cada casa lo que ocurre en las demás; y en salones como el de don Pedro Mortera, donde la familia cose y habla y reza, muy á menudo se oyen relatos harto más insubstanciales y pesados que la amorosa cuita del hijo del alcalde; porque allí van los pobres á llorar las suyas; los atropellados á pedir consejos... y más de una vecina á remendar la saya ó á que le corten una chaqueta ó le escriban una carta para el hijo ausente. Además, los unos son colonos de la casa, otros han servido en ella, y todos se codean en la iglesia, en la calle ó en el concejo. De esta mancomunidad de intereses y de afectos, nace la íntima cohesión, algo patriarcal, que existe entre todas las jerarquías de un mismo pueblo; cohesión que, no por ser fecunda en ingratitudes, rencillas y disgustos, deja de existir en lo principal, afirmada en el inquebrantable respeto de los de abajo á los de arriba, y en la cordial estimación de éstos á los de abajo. Así se explica que María, con su genio parado, poco expansiva, y corta y desconfiada en su trato con gentes extrañas y de su esfera, aun sin el estímulo de la segunda intención que algún malicioso pudiera suponer en ella, se mostrase tan animosa y confiada con Nisco, á quien, además, estaba viendo en su casa desde que éste era muchacho.

Volviendo ahora al interrumpido diálogo, sépase que á la vehemente, apasionada y casi dramática exclamación del romántico hijo de Juanguirle, contestó María, mirándole de hito en hito:

—También ese propósito es juicioso y no deja de favorecerte mucho; y tanto podías estirarte tú, que á poco que ella se bajara...

—¿Cree usté que se bajaría?—preguntó Nisco anheloso, corriéndose una silla más hacia la joven.

—Hombre, de todo se ha visto en el mundo—contestó María, parándole con el fulgor de sus ojos rasgados.—Pero se me figura á mí que para que ella se baje todo lo que es necesario, y por mucho que lo desee, hay un inconveniente muy grande y muy difícil de vencer para tí. Puede creer esa persona que te llevan hacia ella miras interesadas. Esto, por de pronto. Después... y aquí está lo grave, Nisco: si dejaste de la noche á la mañana á Catalina, que tanto vale y tanto te quería, ¿cómo haces creer á... esa otra persona que la quieres más que á Catalina?

Aplanó al mozo este argumento. Meditó unos instantes, y replicó:

—La verdá es que si no se me cree por mi palabra ú no se me mandan los imposibles, para que, haciéndolos yo, se vea la buena ley del querer...

Sonrióse María y atajó al mozo de esta manera:

—Te advierto, Nisco, que nos hemos colocado en el peor de los casos imaginables. Bien pudiera ella no reparar en tales tropiezos; y eso nadie lo sabrá mejor que tú que la conoces. Todo depende del carácter y de los humos que tenga esa señora... porque yo creo que es una señora, por la altura en que la has puesto.

—¡Vaya si lo es, caramba!—exclamó Nisco, con una delectación indescriptible.

—Y... ¿la has hablado alguna vez?—preguntóle María con un poquillo de cortedad.

Aquí le entró á Nisco el hormigueo de otras veces; volvió á ponerse tricolor, volteó el sombrero entre las manos, se atusó luégo el pelo, carraspeó mucho, y dijo al fin, con voz ronquilla y destemplada, porque el corazón le daba en el pecho cada porrazo que le aturdía:

—¿Que si la he hablado!... Muchas veces... miento: ninguna... es decir, para que el diablo no se ría de la mentira: hablarla de veras, una sola.

—Pues mira, ya es algo eso. Y ¿qué cara te puso cuando la hablaste de veras?

—¡Como el sol de los cielos, porque así es la suya!

—¿Dijístele algo de lo que deseabas?

—Yo creo que sí... ó puede que no, aunque pretender, pretendílo; pero le entran á uno en esos trances tales congojas y malenconías, y unos trasudores, y siéntense unas ansias en el pecho, y pónense unas telas en los ojos, que por aquí va el hombre con la palabra, y por allá va el su pensamiento.

—Con tal que ella te entendiera... ¿sabes tú si te ha entendido?

Trocóse en fuego la timidez de Nisco, y respondió impetuoso:

—Diera este brazo por saber que sí; que tal me miraron sus ojos y tal me habló con su boca, que luceros de la noche y sinfonías de la gloria me parecieron. ¡Qué señales fueran mejores de que lo alto se abajaba!

—¿Conózcola yo, Nisco?

—¡Como al mesmo personal de usté!

—Pues, hombre, para lo poco que falta ya, dime quién es.

Quedóse aquí Nisco como quien ve visiones, con los ojos encandilados, la boca abierta, cárdeno el semblante y creo que hasta sin pulsos.

En esto se oyó ruido en el corredor, y Ana y Pablo entraron en la sala un instante después. Ana llegó á ver la escena tal como quedó á la última palabra de María. Pablo, al reparar en su amigo, le preguntó:

—¿Me esperabas, eh?

—No... sí... digo, creo que no.., es decir, puede que sí,—respondió Nisco.

—¡Hombre, parece que estás atolondrado! Pues mira—añadió Pablo mientras Ana y María se abrazaban y salían juntas al balcón,—perdona por esta tarde, que estoy muy ocupado, y vuélvete á la noche un rato, como de costumbre... si quieres.

Nisco, que necesitaba aire fresco, despidióse y salió de la sala hecho un palomino. Junto á la escalera halló á don Juan de Prezanes que subía con su compadre, el cual llamaba á su mujer á voces para avisarle la llegada del amigo. Cerca de la portalada alcanzó el mozo á don Valentín, que iba á salir también. El veterano, mientras zarandeaba el casaquín y se sonaba las narices con ímpetu, gruñía y murmuraba. Nisco le oyó decir con ira, mientras levantaba el picaporte del postigo:

—¡Sabandijas!... ¡Servilones!...

No fué Nisco en derechura á su casa: estuvo oreándose la cabeza y los pensamientos largo rato por brañas y callejos. Pasando por una encrucijada, vió venir á Catalina. Irguióse altivo al emparejar con ella, y observó que traía la cara más risueña y el andar más resuelto que horas antes.

Y díjole la moza al cruzarse con él:

—¡Híspete, pavo, que ya te pelarán!

Á lo que respondió Nisco, mirándola por encima del hombro:

—Taday... ¡probeza!...

XI. APUNTES PARA UN CUADRO

Bien corrida era ya la media tarde cuando despertó don Baldomero, porque fué Sidora á levantar la mesa y le dió en la cara con el mantel al echársele debajo del brazo. Incorporóse el hombre lentamente, bostezando mucho y con grande clamoreo; se desperezó á sus anchas, lió un cigarro y le encendió sin dejar de estremecerse ni de bostezar entre chupada y chupada. Salió después del caserón, y, paso á paso, llegó á la taberna, café de los holgazanes desidiosos de aldea.

Junto á la enrejada ventana, por donde el tabernero despachaba á los parroquianos vergonzosos, había una mesa de basto tablero, y alrededor de ella, sentados, hasta tres personajes que voy á presentar al lector, porque debe conocerlos. Vestía el uno un traje entre andaluz y de la tierra (ancha faja de estambre negro á la cintura, calañés, chaleco desceñido, y en mangas de camisa); andaría rayando con los treinta y cinco años; y como aún era mozo soltero, presumía de apuesto sin serlo cosa mayor; ostentaba en la cara anchas patillas negras; miraba gacho y hablaba ceceoso y lento, más por alarde que por natural disposición. Había estado, de mozo, en Andalucía, como tantos otros coterráneos suyos; y era casi el único resto del antiguo jándalo, de los que volvían á caballo, entre rumbo y alamares, escupiendo por el colmillo y, á creer lo que ellos mismos aseguraban, sembrando el camino real de pañuelos de seda y onzas de oro.

No le dió á éste gran cosa la vanidad por ese lado: en cambio, su boca era una carnicería, hablando, mientras acariciaba con la mano el cabo de una navaja que siempre llevaba asomando por el ceñidor, de la gente que él había despachado al otro mundo, no más que por tocarle con el codo al pasar, ó por no dejarle la acera libre, ó por mirar dos veces seguidas á la mujer que por él se moría. Con esto, con no trabajar nada, con frecuentar demasiado la taberna y con amenazar en voz sorda, marcando mucho la sonrisa, al lucero del alba á cada paso, llegó á hacerse temible en Cumbrales, aunque no hay memoria de que nadie le viera cumplir una pizca de lo mucho que ofreció en su vida, ni siquiera tomar parte en las serias contiendas de que fueron causa sus baladronadas impertinentes, en corros y romerías. Pretendió á todas las buenas mozas de Cumbrales, y de todas recibió calabazas; apechugó después con la que quedaba, y ocurrióle lo mismo. Desde entonces se hizo protector de las mozas de Rinconeda, y esto acabó de desacreditarle en su pueblo. Llamábanle el Sevillano, y nadie le podía ver en Cumbrales, pero ninguno se atrevía á decírselo á la cara.

El personaje que estaba enfrente de él en la mesa era un mocetón hercúleo, de mucha y enmarañada greña, y sobre ella, tirado de cualquier modo, un sombrero negro de anchas alas. Estaba despechugado y dejaba ver un cuello robusto, unido al abovedado pecho por un istmo de pelos cerdosos, entre músculos como cables. No era fea su cara, pero tampoco atractiva, aunque risueña. Pecaba algo de sucia, y no eran sus ojos garzos todo lo grandes ni todo lo pulcros que fuera de desear. La barba, no muy bien afeitada, y el pelo, tenían un color mal determinado, entre rubio y negro, matiz que daba una feísima entonación al rostro; el cual, sin haber en él reflejo alguno de maldad, acusaba cierta grosería de instintos que repugnaba. Pues este mocetón, también en mangas de camisa y con la chaqueta al hombro, era el famoso Chiscón el de Rinconeda, gran amigo del Sevillano de Cumbrales, y pretendiente de Catalina desde que Nisco la había dejado. Tenía algunos bienes, y era trabajador cuando quería; pero mucho más dado á zambras y bureos, y un apaleador de gran fama.

El tercer personaje era un pobre hombre, de edad incalculable á la simple vista, anguloso y acartonado, encogido y bisunto.

Aunque cargado de familia, tenía horror al trabajo duro del campo, y se había propuesto hacerse rico de sopetón; para lo cual contaba con dos elementos importantísimos: su ingenio y la manía de las herencias gordas de la otra banda. De su ingenio eran producto multitud de artefactos, para los que había pedido, con mal éxito, privilegio de invención ó cincuenta mil duros al Estado. El más ingenioso de sus inventos, y por el que revolvió la provincia entera hasta conseguir que el ministro de Fomento examinara el prodigio, fué un cepo para cazar topos en el instante en que estos minadores sempiternos arrojan la tierra sobre el prado; pero se tocó el inconveniente de que era preciso adivinar dónde iba á formarse la topera para colocar allí el aparato y juzgar de su utilidad, y no hubo ocasión de tratar del punto secundario que se mencionaba en la breve memoria del autor, ó sea el millón y medio que éste pedía por el invento, aunque con la obligación de construir uno á sus expensas para las necesidades del Gobierno de la nación. En estos ensayos empleaba la mayor parte del tiempo que pasaba en casa, serrando listones y tabletería que atrapaba aquí y allí, aviniendo y combinando pedazos, fuerzas y resistencias. Diéronle, por esto, el nombre de Tablucas, y con él se le llamaba y á él respondía, casi olvidado ya del verdadero.

No por estas atenciones descuidaba el asunto de las herencias, que todos los días le daba no poco que hacer. Siempre tenía una ó dos entre manos. Referían los periódicos que un archimillonario había muerto en el Japón, supongamos; contábanselo á él los que ya le conocían el flaco, ó lo inventaban, ó llegaba un pobre á la puerta y le decía:—«Y ello ¿habrá algo de cierto en eso que se corre al auto de unos treinta millones que están depositaos en el Gubierno de arriba, por no conocerse á los herederos del montañés que los dejó al morir en el Pirul, de Padre Santo, rey... ú cosa así?» En cualquiera de los casos preguntaba Tablucas:—«¿Está ese pueblo en la otra banda?» Contestábanle siempre que sí; y ya no necesitaba saber más.

Hubo en su familia un individuo que sobre el año 20 pasó á las Américas y de cuyo paradero no volvió á saberse nunca; y en todos los ricos, muertos abintestato en la otra banda, es decir, en América, en la China... en cualquier punto remoto de la tierra, llamárase aquél como se llamara, veía Tablucas á su pariente, rebuscando su genealogía, cotejando fechas y acumulando supuestos é imaginaciones. Colocado ya sobre el rastro del asunto, como él decía, consultábale con los licurgos callejeros de Cumbrales; después con los abogados de veras; luégo con el cónsul de la nación en que había muerto el pariente, y, por último, trataba de entenderse con el ministro de Estado. Á todo esto, llenándose los bolsillos de papelucos con nombres de personajes, respuestas vagas de este agente ó del otro alcalde, y de fes de bautismo, sin que faltara la del ignorado pariente, y arreglando en su imaginación la historia de tal modo, que el más sutil se quedaba perplejo al oirla. Todo esto le costaba dinero, viajes y molestias sin número; pero vendía gustoso el mendrugo de su familia, y jamás le cansaban las idas y venidas, ni le desalentaban desengaños ni malas razones. Así, hasta que se moría otro millonario, y dejaba, por seguir á éste, el rastro del anterior, exclamando al emprender la nueva campaña, alegre y regocijado:—«¡Bien dije yo siempre que por este lado había de venir la herencia!»

Por lo demás, aunque frecuentaba mucho la taberna, no era gran bebedor, y rara vez se emborrachaba. Hablar de sus máquinas y enseñar los papeles referentes á la millonada que estaba para caerle, era su pasión predominante fuera de casa.

Detrás del mostrador estaba, llenándole de cuentas con tiza, Resquemín, el tabernero, hombre bien engrasado, algo viejo y de áspero y avinagrado humor.

Sobre la mesa, entre los tres personajes descritos, había, además de un jarro con su correspondiente vaso, una ociosa baraja, algo parecida, por lo resobada y maltrecha, á aquélla con que Pedro Rincón y Diego Cortado ganaron al arriero de la venta del Molinillo doce reales y veintidós maravedís, si no me engaña la memoria.

Ociosa, como he dicho, estaba la baraja, acaso porque faltaba un pie para un partido á la flor de cuarenta; pero no lo estaba tanto el vaso, que á menudo andaba de mano en mano y de boca en boca, colmado del tinto que oportunamente escanciaba Chiscón, quien, por las trazas, era el que convidaba allí.

Andaba éste en tentaciones de pedir á Catalina á la hora menos pensada; visitábala por las noches, en presencia de toda la familia, pues este favor no se niega jamás en ninguna cocina montañesa, y gustábale mostrarse rumboso ante la gente de Cumbrales, por lo que esto pudiera servirle de recomendación á los ojos de su novia, que, dicho sea de paso, no se los ponía de resistencia, aunque sólo con el disculpable propósito de encender resquemores en el pecho de Nisco. Tomaba Chiscón la buena acogida por donde más le halagaba, y proponíase abreviar los procedimientos, por lo que pudiera ocurrir. De esto se había hablado algo aquella tarde entre él y el Sevillano, que con sus consejos y protección le ayudaba, y hasta acababa de brindarse al de Rinconeda para limpiarle de estorbos el camino, si por estorbo tenía á Nisco todavía. Cabalmente había sido el hijo de Juanguirle el causante de que Catalina no le diera cara cuando él la pretendió. Y bien sabe Dios que si Nisco le hizo desalojar la calleja más que á paso, fué porque él no llevaba encima la herramienta, y el otro comenzó á ventear el garrote. ¡Si le tendría ganas el Sevillano! Agradecióle el brindis Chiscón, pero desechó el servicio por innecesario.

En esto llegó Tablucas, que no habló de sus máquinas ni sacó los papeles de su pleito. Traíale últimamente muy preocupado y absorto otro asunto harto excepcional y perentorio; y por esta herida respiraba solamente, y de esto hablaba en todas partes, y de esto habló allí entonces tan pronto como se sentó y le pellizcaron la lengua Resquemín y el Sevillano, que ya conocían el conflicto.

—De lejos todos somos valientes—decía el hombre de los inventos y de las herencias, respondiendo á las chanzas de los otros;—pero allí vos quisiera yo ver, ¡córcia! allí, en la soledá de la noche, clamando la familia aterecía de espanto; y tamborilazo va y tamborilazo viene á la puerta. ¡Vos digo que aquello levanta en vilo!...

Aquí estaba el asunto cuando entró en la taberna don Baldomero. Arrimóse al lado libre de la mesa, sentóse perezosamente, y dijo, después de dar entre dientes las buenas tardes:

—Resquemín... la sosiega.

El tabernero tiró de pronto la tiza contra la pared, púsose en jarras, y moviendo á uno y otro lado la cabeza, sin apartar de don Baldomero los ojos de gato irritado, comenzó á decir con su voz atiplada:

—Me paece á mí, ¡jinojo! que el día menos pensao le va á resquemar á alguno el mote en la asadura; porque ¡jinojo! si piensan que yo soy guitarra para dejarme tocar de todo chafandín que á bien lo tenga, ya estáis aviaos... ¡Porque ¡jinojo! cuando á mí se me sube el tufo á la cabeza, soy tan hombre como el que más!... ¡Y no digo más!... ¡Y ésta y no más!... ¡Pues no faltaba más!... ¡Jinojo!

—¡Ingrato! ¡mal tabernero!... ¡Después que te lo digo para adularte, me riñes todavía?

Á esta chanza socarrona del impasible don Baldomero, replicó Resquemín hecho una lumbre:

—¡Yo no necesito las adulaciones de usté ni de naide, jinojo!... Yo me futro en ellas ahora y siempre; y en usté... y en todos los presentes... y en el mundo entero, ¡jinojo! que no estoy aquí para recreo de naide, sino por el mío, ¡jinojo!... Y el día que me dé la gana, dejo el oficio, ¡andando! que para eso tengo posibles... Y si me da el real antojo, echo todos estos trastos á la calleja, ¡rejinojo!... y si me apuran un poco, lo hago ahora mismo... ¿ve usté este vaso? ¿le ve usté bien? Pues éste es el caso que hago yo de este vaso... (Y no le rompió.)—¿Ve usté esta botella? ¿la ve usté bien? Pues éste es el caso que hago yo de esta botella. (Y la dejó donde estaba.) ¡Á mí con esas, jinojo!... ¡Si soy yo más hombre!... ¡Con burlas á mí!... Valiérales más á algunos pagar á menudo las cuentas; que á fe que la hay con más renglones que la letanía de los Santos, ¡jinojo! Y no digo de quién, porque no me da la gana: por eso... ¡Y no hay más que eso!... ¡Y sobra con eso!... ¡Jinojo!...

Después abrió los bastidores de un armarillo, y volvió á cerrarlos, y tornó á abrirlos, y al cabo cogió un vaso pequeño, le llenó de aguardiente y se lo llevó á don Baldomero.

—Aquí está la sosiega—dijo plantando el cortadillo en la mesa.—Y ¡jinojo!—continuó,—naide se extrañe de que el hombre se remonte un poco á lo mejor... porque no es uno de peña, ¡jinojo!... Y buenas son las chanzas, pero no tanto que ofendan. Tanto me estimas, tanto te aprecio. ¿No está esto en ley?... ¡Pues vívase en ley!... ¡Esa es la ley... jinojo!

Así era aquel hombre.

Chiscón y el Sevillano, sin hacerle maldito el caso, seguían comentando, medio en serio y medio en broma, los relatos de Tablucas.

—La primera vez—dijo éste, cuando calló Resquemín,—pensé que era algún vecino que llamaba con apuro. Salí corriendo, abrí la puerta... y ná, por más que miré aquí y allí. Pregunté á la viuda... porque ya sabéis cómo está la mi casa... desde aquí se ve enfilá con el esconce de la iglesia: tal como aquí está ella, y pegante por la derecha la de la viuda de Pedro Jelechos; en un mesmo portal... puerta con puerta, vamos. Pregunté á la viuda, y díjome que ni ella había llamao ni había oído porrazo alguno. Un bardalón tremendo rodea por detrás las dos casas... por allí no puede saltar naide á los huertos, ni tiempo tuvo de esconderse en ellos después de llamar, porque yo abrí tan aína como oí los golpes, y el corral no tiene más salida que la portalá; las tapias son muy altas, y en el corral no se vió alma viviente, ¡y eso que la luna alumbraba de firme! Bueno. Á la otra noche, estábamos cenando, y ¡plun! de repente, ¡zas! á la puerta. ¡Cristo mío, qué tamborilazos! ¡Naide probó más bocao allí! En esto se oye una voz, como de alma en pena, que dice por el ojo mesmo de la llave:—«¡El que salga afuera en toa la noche, ó quiera saber quién llama, perece!...» Quedéme patifuso, y entendí que la mujer y los hijos fenecían de temblor. ¡Como no saliéramos, córcia!...

—¿Y á la otra noche?—preguntó el Sevillano, que no apartaba la vista de los ojos de Tablucas.

—Á la otra noche—continuó éste,—ná, porque arreció el ábrego... ¡y esto me da á mí mucho que cavilar! ¿Hay juriacán ó negrura? Ni un soplo se oye allí. ¿Hay sosiego y luna clara? Pus ¡leña á la puerta! De modo y manera que, por unas ó por otras, de mi casa no sale una mosca tan aína como anochece... Y esta vida traigo dos semanas hace... ¡Decíme vusotros, córcia, si tal vida se puede aguantar!

Don Baldomero, en tanto, fumaba, sorbía alguna que otra vez, y parecía no dar la menor importancia al relato de Tablucas.

Preguntóle Chiscón si sospechaba de alguien, y respondió el atribulado personaje:

—¡Córcia, si sospecho!.,. Y no lo digo por la viuda, aunque mujer es de laberintos y tapujos y de un vivir como es público y notorio desde que le faltó el marido y paece que le cayeron las Indias en casa, según lo que se peripone y redondea, cuando, en pura equidá, debiera andar á la limosna, sola y sin bienes como se ve... Más poder tiene que ella y que todo hombre nació quien la mi puerta aporrea sin fegura corporal como nusotros. Lo que con ese ultraje se busca en mi casa, no lo sé á la presente; pero tocante á quien me le hace... ¡córcia si lo sé! Y lo sé, porque lo he visto... ¡lo he visto con estos mesmos ojos!... Y al auto de ello, vos diré que en una de las noches de los tamborilazos, no teniendo pecho para abrir la puerta, subíme al sobrao, y por un ujero de la ventana miré hacia el Campo de la Iglesia, por si descubría á alguno que corriera hacia acá, cuando veo encima de ese murio viejo que pega con el mi corral, y mira que mira hacia mí, un perrazo blanco y negro, que no miento si digo que era tan grande como el toro de la cabaña. Á la otra noche, el mesmo perro en el mesmo sitio... y siempre que hay garrotazos en la mi puerta, el perro en el murio. ¿Qué hace allí ese perro, córcia? ¿Qué perro puede ser ese? ¿Qué ha de ser ese perro sino ella mesma?

—Y ¿quién es ella mesma?—preguntáronle.

—¡Pus la Rámila, córcia... la Rámila! Pondría las dos orejas á que es ella. Y si miento ú no miento, ha de saberse pronto, porque tengo en el magín una idea... que se verá en su día... Y no digo más, ¡córcia!

Apuró don Baldomero el último trago de la sosiega, y dijo á Tablucas:

—Pues yo te daría un consejo... si estás en tus cabales cuando oyes los linternazos á la puerta y ves el perro en el murio.

—Lo oigo y lo veo como á usté á la presente; y lo oyen y lo ven la mujer y los hijos. ¡Ojalá no lo viéramos ni lo oyéramos pizca!

—Pues mi consejo es que hables poco de ello y que sigáis cerrando la puerta al anochecer... por si acaso te baldan de un garrotazo. Por de pronto—añadió don Baldomero cogiendo la baraja que estaba sobre la mesa,—vamos tú y yo á meter mano á estos dos valientes, en un partido á la flor; y eso te distraerá un poco.

—Hasta el anochecer y no más, ¡córcia!—replicó Tablucas;—porque en cerrando la noche, no será el hijo de mi padre quien pase junto al murio.

—Yo te aseguro que estando conmigo—díjole don Baldomero,—nada malo han de hacerte las brujas: soy un puro amuleto de los pies á la cabeza.

Aceptóse de buena gana el desafío por el Sevillano y Chiscón, á quienes tenía muy suspensos el relato de Tablucas, y se dió comienzo á la partida.

Es cosa averiguada que aquella noche, por indicación del jándalo, en lugar de ir el de Rinconeda á casa de Catalina por la calleja contigua al murio, como de costumbre, se dieron ambos un paseo, para tomar el aire, por la barriada opuesta; y desde allí, rodeando mucho, llegó á su casa el Sevillano, admirado, por primera vez en su vida, de lo que ladraban los perros en Cumbrales en cuanto anochecía, y siguió Chiscón, solo y relinchando, en busca del norte de sus pensamientos.

XII. MEDIAS TINTAS

Bueno estuvo el agasajo aquél!... ¡bueno de veras!... Primeramente, conservas de guindas y ciruelas claudias, queso de Flandes y miel de abejas; después, chocolate con sobadas de manteca y bollos de Mallorca; y para endulzar el agua, azucarillos de color de rosa. De todo había en la despensa, gracias á Dios. De lo uno, porque abundaban los frutales y los dujos en la huerta, y las vacas de leche en los establos de don Pedro Mortera; y las manos de su señora (y aprovecho esta ocasión para decir que se llamaba doña Teresa Coteros, cepa de lustre en la Montaña), así como las de su hija, se pintaban solas para entender en ese ramo de golosinas. De lo demás y otro tanto, como la villa estaba cerca, nunca faltaba en casa la necesaria provisión.

Repito que estuvo bueno, ¡bueno de veras! el agasajo, servido en amplia mesa, en mitad de la sala. Pero ¡bien le hizo los honores y le ponderó el complacidísimo don Juan de Prezanes!

—¡Buen punto de dulce!—decía al probar el de guinda.—En este ramo, Ana, tienes que bajar la cabeza delante de tu madrina: no llegas á ella... ¡y eso que lo haces bien! En cambio, no hay repostero que entienda las compotas como tú.

—Pues mira cómo te equivocas—respondió su comadre:—ese dulce es obra de María.

—¿Sí? Pues es señal de que la discípula va á dar quince y raya á la maestra. Sea enhorabuena, muchacha.

Al tomar luégo chocolate, exclamó, después de olerlo y de probarlo:

—¡Soberbio!... Esto es de tres hervidas, como mandan los inteligentes: el chocolate ha de subir tres veces en la chocolatera; luégo un poquito de reposo, y á la jícara en seguida... Dame un par de rebanadas de ese pan tostado, Pedro... y esa mantequilla fresca para untarlas... ¡Cosa exquisita!

—El apetito que tú tienes, Juan—díjole su compadre,—y los buenos ojos con que lo miras todo. ¡Eso sí que es exquisito!

—No te diré que no, Pedro; que con el ánimo atribulado, suelen los estómagos ser melindrosos. Pero no por eso deja de ser bueno lo que lo es, como esto que yo alabo... Arrima hacia acá esos bollos de Mallorca, Teresa, que esponjas de miel deben ser para el chocolate... ¡Bien á mano los tenías, mujer, para regalarme hoy con ellos!

—Ayer se hicieron, Juan,—respondió doña Teresa arrimando la canastilla llena de bollos á su compadre.

—¡Mira qué á tiempo!

—¡Ésta sí que es obra de María!—exclamó don Juan de Prezanes saboreando parte de uno, mojado en chocolate.

—Pues cabalmente los hizo mi madre—respondió, riéndose, María:—lo mismo que las sobadas.

—¡Superior estaba también la que he comido!

—Torpe andas hoy, Juan, en tus presunciones—díjole don Pedro Mortera con socarronería;—y esa torpeza no es disculpable en un jurisconsulto viejo, que debe tener buena nariz para todo.

—Cierto es eso, Pedro amigo; pero ¡hace tanto tiempo que dejé el oficio!... Sin embargo, no he olvidado el principio fundamental de la recta justicia: Suum cuique tribuere; en virtud del cual, doy á tu mujer la enhorabuena que pensaba dar á María. Conste que te felicito, Teresa.

Y así por el estilo. Á todo lo cual callaba Pablo y no decía Ana mucho más que su amiga, que también callaba. Verdad es que don Juan de Prezanes no dejaba meter baza á nadie, porque hablaba por todos.

Media hora después de anochecido, Ana y María estaban en un rincón de la solana, embutida entre los dos cortafuegos, muy salientes, de la fachada. El aire continuaba siendo seco y pesado, y no había que temer daños del relente. Ana se mecía sobre los pies traseros de una silla, apoyando las puntas de los suyos diminutos en los gruesos y torneados balaustres del balcón, para guardar el equilibrio, cuando no descansaba reclinando la silla contra la pared. María, sentada á su lado, contemplaba la luna, redonda y resplandeciente como un disco de oro bruñido, en el no muy ancho lugar que los nubarrones le dejaban libre en el cielo; y aun allí no imperaba á su antojo sobre las tinieblas de la noche, pues de vez en cuando empañaban sus fulgores pardos crespones que el viento llevaba por delante en la senda que recorría en el espacio. Estaban envueltas en sombra las montañas, y sólo las del Sur perfilaban sus crestas gallardamente sobre un fondo diáfano y luminoso.

Rato hacía que las dos jóvenes callaban. De pronto Ana, cuyo carácter alegre y travieso no la permitía hacer largas amistades con el silencio, exclamó contemplando también la luna:

—Mírala, mujer, qué rechonchaza y papujona sale ahora. ¡De qué buena gana la daba un par de carrilladas en aquellos mofletes! Asomando entre las nubes, me recuerda la cara de tía Pepa Tortas, cuando se quita la muselina.

María se echó á reir, y preguntó á su amiga:

—¿De veras hallas en la luna cosa que se parezca á un rostro humano?

—Yo no he visto eso en otras lunas que las pintadas en el calendario, María; pero, forzando un poco la imaginación, se distingue algo como nariz...

—Pues yo no veo sino un rimero de manchas...

—Justo, lo que ven los muchachos de Cumbrales: una vieja sentada encima de un coloño de espinos. Estaba robándolos de noche, y, en castigo, la sorbió la luna.

—Así dicen.

—Por bien poco se atufó esa señora... ¡Si el robo hubiera sido de un bolsillo de onzas siquiera!...

—¡Esta sí que no es ilusión, Ana!... Mira aquella nube amarillenta y sola, á la derecha de la luna. ¿Has visto cosa más parecida á un león agazapado?

—Algo tiene de eso, efectivamente... Pero si á ver vamos, mira estas pardas de la izquierda: yo veo en ellas un caballo á escape, y otro á su lado mordiéndole las crines; y detrás, un rebaño... no sé de qué; y hasta los pastores con sus palos...

—¡Ave María purísima! Yo no veo señal de esas cosas.

—Pues yo sí, y no me asombran, que, aun sin subir tan arriba, se ven otras mucho más raras. Aquí abajo, en Cumbrales mismo, hay mujer que á su amiga ¡qué digo amiga! á su hermana, le oculta el sentir de su corazón.

—¿Volvemos á lo de antes, Ana?

—Sí, señora... ¡y mucho que vuelvo! porque eso no se hace. ¡Tener ya envejecido, como quien dice, un amor en el pecho, y necesitar yo, su amiga y confidente, sacarle con tenazas lo poco que he llegado á saber!...

—Y ¿qué adelantaríamos, Ana, con que yo te hubiera dado cuenta de todo?

—Lo que se adelanta siempre en esos casos: por lo menos, hablar de ello á menudo.

—Un imposible. ¡Buen asunto para nuestras conversaciones!

—Se habla sobre el mejor modo de vencerle.

—Como yo sé que no le he de vencer...

—Pues se la riñe á usted por haberse metido en tales honduras á tontas y á locas.

—Cuanto más se manosea una herida, más duele: es preferible hacer lo que yo hago, considerando la mía incurable: tratar de olvidarla en silencio.

—Pero, María—dijo aquí Ana acercando más su silla á la de su amiga,—hablando con toda formalidad, ¿será posible que los síntomas que vengo observando en tí algún tiempo hace, y las pocas palabras que he podido arrancarte, acusen real y verdaderamente una enfermedad de tal naturaleza?

—¿De qué naturaleza?—preguntó María sorprendida.

—Me has asegurado que jamás tu padre aprobaría esa elección que has hecho...

—Y es la verdad.

—Porque hay entre él y esa persona poco menos que un abismo.

—Cabal.

—Pues en ese abismo es donde se pierde mi curiosidad, María; que aunque todos los abismos convienen en ser «negros é insondables,» según la fama (yo no he visto ninguno todavía), debe haberlos más y menos espantosos... y hasta más y menos necesarios; y tales riesgos pueden existir para tí al otro lado del tuyo, que mi padrino haya obrado como un sabio al ponértele delante.

—Muchas gracias por el consuelo, Ana.

—No te lo dije por mortificarte, María, y perdóname... pero escucha. Hay matrimonios, llamados imposibles, por discordancias de caracteres entre las dos familias interesadas; por diversidad de ideas religiosas ó políticas; por notable desequilibrio en los bienes de fortuna ó en la honra personal; por diferencia de alcurnias; y, por último, los hay que, además, son ridículos, y si me apuras, grotescos, por no concordar los novios ni en caudales, ni en jerarquía, ni en educación. Con franqueza, María, ¿cuál de estos casos es el tuyo?

Á lo cual dijo María con calor:

—¿Me prometes, si te lo confieso, responderme con la misma franqueza á las preguntas que yo te haga después?

—¿Sobre asunto parecido?—preguntó Ana.

—Idéntico,—respondió María.

Sonrióse aquélla y dijo:

—¡Qué más quisiera yo, hija mía, que tener algo de eso que contarte!

—No trates de curarte en sana salud.

—Te contaré hasta mis aprensiones: ¿quieres más?

—Eso me basta. Trato hecho, y empiezo á cumplir mi compromiso... es decir, á responder á tu pregunta.

En esto se oyó vocear á don Juan de Prezanes, que con sus compadres y Pablo continuaba charlando, á obscuras, en la sala. Sobresaltóse Ana, más por lo especial del sonido que por la fuerza de la voz, y dijo á María interrumpiéndola:

—Se me antoja que no ha de ser muy duradera esta reconciliación si se dejan los genios á su albedrío. No va á haber otro remedio, María, que armar un pronunciamiento entre nosotras.

—¿Qué temes ahora?—preguntó María.

—Escucha á mi padre.

La voz de éste era recia y destemplada entonces.

—Ya que el diablo ha metido aquí la pata—decía,—echando sobre la mesa la envenenada manzana de la sempiterna cuestión de los genios dulces ó amargos, déjese á cada cual defender el suyo en buena lid, que hablando se entiende la gente, y no metiéndose los dedos por los ojos, ¡caramba! Yo no pretendo ser mejor que nadie; pero tampoco me conformo con que otros presuman de ser mejores que yo. La forma no importa dos cominos: el fondo es lo que hay que mirar; justamente lo que menos se mira y se respeta en el mundo. Estoy cansado de oir: «don Fulano... ¡gran sujeto!... persona muy atenta, muy fina, incapaz de faltar á nadie;» y todo porque don Fulano jamás dijo una palabra más alta que otra, y tiene siempre una sonrisa en los labios... hasta cuando despluma á su vecino, ó vende la amistad jurada por un puñado de dinero ó por cosa que lo valga. Pues al contrario: «¡don Perengano!... ¡no se le puede aguantar; es un grosero, una fiera!» porque don Perengano se tasa en lo que vale y no engaña al mundo con sonrisas falsas.

—Te sales ya del carril, Juan—dijo entonces don Pedro.—Bueno es que el hombre lleve el corazón en la mano; pero en lo puramente genial, hay que irse con mucho tino; hay que contenerse, que dominarse un poco...

—Justamente, Pedro. Pero que no se eche toda la carga al irascible; que empiecen por contemplarle algo los que saben de qué enfermedad padece; que no le irriten; que no le puncen; que le concedan siquiera lo que en justicia se le debe... Y esto me trae á la memoria un ejemplo de todos los días. Cuatro personas se ponen á jugar, por pasar el tiempo. Tres de ellas son de las llamadas de mucha correa. Pierden, y permanecen serenas, inalterables, atentas, finas y comedidas en todo: lo mismo que cuando ganan. La otra persona es un hombre de los míos: nervioso, irritable, sulfúrico. Tócale perder á él y comienza á descomponerse, y acaba por ser, real y verdaderamente, inaguantable... Pero ¿por qué? Por la falta de consideración de los demás. Lo que pierde es insignificante; y no es esto lo que le irrita. Acaso sea él el más desinteresado de todos; quizá, fuera de allí, sea un manirroto para el dinero, al paso que los otros tres den primero un diente que un ochavo. Pero á las primeras señales de su inquietud, comenzaron los señores «de mucha correa» á dejar de tenerla para él; á irritarle con gestos de desagrado, con sonrisas de burla ó con palabras acres; hasta que, en fuerza de avivarse el fuego, llegó éste á la pólvora y voló la santabárbara.

—Pero ¿por qué el irascible no se contiene antes de dar ocasión á que sus compañeros, con razón sobrada, comiencen á renegar de él?

—Porque no puede: lisa y llanamente porque no puede. Cuando «los hombres de correa» pierden, no ven más sino que no ganan, que se les niega el naipe y que se levantarán de la mesa con unos reales menos de los que tenían en el bolsillo cuando se sentaron. Esto es todo lo que ven y esto es todo lo que sienten: nada de lo que siente y ve el otro.

—¿Qué puede ver y sentir ese otro, que más valga en el juego, aunque sea éste por mero pasatiempo?

—¿Qué puede ver y sentir? Un infierno de cosas y de impresiones. Ve, por de pronto, convertirse para él en leyes infalibles lo que para otros son coincidencias insignificantes. Por ejemplo: que las cartas sin valor que recibe y le hacen perder las bazas, son del palo de oros cuando da Fulano, ó del de copas cuando da Mengano; que siempre que éste enciende un cigarro ó el otro enreda con las fichas, le ganan á él un resto, ó le dan codillo, ó le acusan las cuarenta; que cada vez que Zutano se sonríe mirándole, le sacan uno á uno, y arrastrados ignominiosamente, los pocos triunfos que había podido adquirir... en suma, cada peripecia del juego parece fatalmente subordinada á un plan de la enemiga suerte. Jurara entonces que las figuras de la baraja, tendidas sobre la mesa, adquieren vida y movimiento, y que se burlan de él con sus caras ridículas y contrahechas. Pero hay algo más irritante aún que todo esto; y es una especie de diablillo que lo va señalando con el dedo para que nada pase inadvertido; diablo sin color ni formas, pero perfectamente visible á los ojos del espíritu excitado y vibrante. Toda esta infernal conjuración asedia sin descanso al jugador de mi ejemplo; y esto es lo que le incomoda y le saca de quicio; esto es lo que le ensoberbece y descompone, no los tres míseros ochavos que pierde en la partida; esto es, en fin, lo que no toman en consideración los hombres de «mucha correa» que le acosan en vez de ayudarle, no á ganar, que absurdo fuera entre contrarios, sino á vencer á los conjurados, con un poco de tolerancia y de afabilidad. ¡Valiente hazaña consuman los que de nada se quejan porque nada les duele! En cambio, quien tiene por naturaleza un manojo de cuerdas sonoras, ¿qué mucho que, cuando se le hiere, vibre alguna de ellas! Lo asombroso fuera lo contrario. Luego no se ha de buscar en él sólo el remedio contra ciertas desafinaciones de su temperamento, sino también en la prudencia de quienes se le acerquen y le traten.

—No me parece del todo mal esta teoría—dijo don Pedro,—aunque algunos reparos se me ocurren en favor de las gentes cachazudas que juegan para divertirse y no para ejercitarse en la faena espinosa de conjurar las demasías de un compañero atrabiliario; pero ¿á qué viene toda esa cuestión aquí?

—¡Pues me gusta la pregunta!—repuso don Juan de Prezanes.—¿He sido yo, por ventura, quien la ha traído?... ¿Ó piensas que me mamo el dedo... que no penetro lo que se me quiere decir?

—Por el amor de Dios, Juan, ¡no empecemos!

—¿Lo ve usted!... Ya voy yo á pagar los vidrios rotos.

—¡Te digo que no!

—¡Te digo que sí!

En este punto el altercado, entró Ana en la sala.

—Tiene razón mi padre—dijo muy formal y resuelta:—parece que se complace todo el mundo en llevarle la contraria. No es él quien ha sacado á relucir esa endiablada cuestión.

—Sí, hija mía, sí—añadió don Juan con nerviosa ironía:—sí he sido yo, el insufrible, el energúmeno de tu padre. Aquí todos son buenos, mansos é inofensivos... Ya lo ves: hasta tu madrina calla como una muerta, señal de que también ella me quiere endosar el mochuelo... Y es natural, ¡como yo tengo la culpa!... De todo, ¡de todo lo malo la tengo yo, hija mía! Aquí no oirás otra cosa.

—Pero ¿qué quieres que haga yo, Juan—dijo doña Teresa muy apenada,—si en cuanto comenzáis á hablar de eso ya me tiemblan las carnes! Lo que de buena gana haría, si pudiera, es poneros una mordaza algunas veces, como ahora.

—Con dar la razón al que la tiene, no se agravia á nadie y se evita que las cuestiones se caldeen,—observó don Juan de Prezanes.

—Pues figúrate que fué Pedro quien sacó la conversación...

—Yo no me he acordado de semejante cosa, ¡caramba!—saltó con presteza el aludido.

—Pues ni fué usted ni fué mi padre—dijo Ana.—Sépase de una vez la verdad: quien la sacó fué Pablo.

—¡Si no he desplegado los labios hace media hora!—respondió el mozo desde un rincón de la sala.

—Pues sería yo... ó el diablo, que es lo más seguro—añadió Ana, incomodada de veras.—¡Vea usted qué delito tan grave para que tanto nos empeñemos en sacudirnos de él! Tengan todos un poco de tolerancia, y verán cómo no pasan de lo justo las porfías.

—Por ese lado iban precisamente mis quejas,—exclamó don Juan.

—Pues se quejaba usted con muchísima razón,—repuso su hija.

—Lo cierto es—dijo Pablo, tal vez respondiendo más á sus recónditos pensamientos que á las palabras que oía,—que no bien comienza á sonreirle á uno un poco el corazón, ya tiene el nublado encima.

—Pues por esta vez al menos—contestó Ana,—no han de faltarte brisas que le esparzan... y le esparcerán... Ea, ¡ya le esparcieron!

Y como al decir esto se iluminara repentinamente la sala con los rayos de la luna, que reaparecía sin estorbos enfrente de las puertas del balcón, añadió con suma gracia, señalando al astro refulgente de la noche, mientras fijaba sus ojos picarescos en su padrino:

—¿Quién es el guapo que se atreve á desmentirme?

Celebró don Pedro con recias carcajadas la felicísima coincidencia, y aplaudiéronla los demás, excepto don Juan de Prezanes, que tuvo que morderse los labios porque no le desautorizara la risa que le retozaba en ellos.

—Y ahora—prosiguió Ana,—sepan ustedes, si es que mi padre no lo ha dicho, como lo temo, que este santo que hoy se celebra aquí, tiene octava; en virtud de lo cual el señor don Juan de Prezanes invita á ustedes á tomar chocolate mañana en su casa, donde espera demostrarles que si en rumbo y en despensa hay quien le aventaje, á nadie cede en cariño y buen deseo. ¿No es esto lo que usted pensaba decir, padre?

—Cabalmente—respondió de muy buena gana don Juan, que no había pensado en semejante cosa.—Sólo que con la conversación...

—Se le fué á usted el santo al cielo—concluyó Ana.—Eso sucede siempre que se habla de lo que no viene al caso. Y con esto, si ustedes no disponen otra cosa, nos retiramos mi padre y yo, que ya es hora.

Marcháronse, en efecto, tras una cordial despedida; y con marcharse estos personajes, se acabó el asunto del presente capítulo.

XIII. LAS ALAS DE CERA

Cuando Pablo y Nisco iban al cierro, su paso por las mieses de la vega era una continua observación y un incesante comentario.

—¡Lo que puede la desidia!—exclamaba, por ejemplo, el primero, delante de un prado con matorros y mimbreras.—Tres años hace no más que nació el primer escajo aquí. Con la punta de la navaja pudo arrancarse entonces: hoy da que rozar para medio día lo que se ve, y en una semana no desencasta los raigones el azadón. ¡Coja usted buena yerba así! Ni más ni menos que el que le sigue. ¿Te acuerdas de lo que era ese prado cuando le compró su dueño? La palma de la mano daba tanta yerba como él. Mírale hoy hecho una hermosura por beneficiársele mucho y á tiempo. Está visto que no hay tierra mala bien administrada, ni buena dejada en abandono... Después (yo no sé si tú has reparado en ello alguna vez): tal es la finca, tal es su dueño; según ella está de cultivo, así anda él de calzones.

—Lo que yo no acabo de entender—decía Nisco un poco más adelante,—es por qué esta tierra, que es buena de por sí, ha de perderse por la charca que tiene en medio, cuando con una sangría, por la parte de abajo, saldría lo que daña, sin llevarse la frescura que beneficia.

—¿Sabes de quién es la finca?—preguntábale Pablo.

—¡No he de saberlo?

—Pues sabiéndolo, ¿de qué te admiras, hombre? Su dueño es de los que ciegan de buena gana porque otros no vean. Esa sangría tiene que hacerse en el prado que le sigue y que peca de secano. Con las aguas que aquí sobran, ganaba mucho el otro, y hasta los de más abajo; y este hombre prefiere segar espadañas, juncos y rabos de zorra en agosto, en vez de yerba superior, á que el vecino la obtenga mediana por la virtud del riego regalado... Pues ¿qué diremos de esta heredad que hoy no da un garrote de panojas, en maíces tísicos, cuando antes era un granero de punta á cabo? Aprendió una vez el testarudo de su dueño que la cal es buena para las tierras, y, sin averiguar otra cosa, cuanta cal adquiere desde entonces, á la heredad con ella. Así la está abrasando, el pedazo de bárbaro, con lo mismo que, mezclado en las debidas proporciones, le produciría buenas cosechas.

—¡Qué quieres tú! No saben más.

—Pero saben reírse de quien les dice que se equivocan, como éste se rió de mí cuando le dije cómo debía hacerse uso de la cal, y en qué clase de tierras... ¡Buena va este año la heredad grande de tu padre!... ¡Vaya un bosque de maíces!... ¡Y qué muestra de faisanes!

—Milagros del abono, Pablo.

—Poca calabaza: así me gusta. Es fruto sin substancia y roba mucho á la tierra.

—Pero campa en la heredad.

—Eso sí: gusta ver la planta, cargada de hojas como paraguas, arrastrarse larga, larga, dejando enredado acá un miembro y allá el otro, hasta poner al sol la cabeza sobre el retoño de la linde. Pero decía un médico viejo, á quien yo conocí, que de todas las calabazas del mundo no sacaría el mejor químico un adarme de substancia; y á esto me atengo. Fruto que no alimenta, ¿de qué sirve en la heredad, sino de estorbo?

Así llegaban al cierro, verdadero muestrario de cultivos; vasta extensión de terreno, labrado en la sierra inmediata al monte, bien soleado y circuído de un vallado con hondo foso, y erizado de una espinera blanca, recia y tupida, que en la primavera, cargada de flores, parecía un muro de nieve. Allí ensayaba Pablo sus atrevimientos de cultivador cuando estaba en el pueblo; y desde que era mozo y tan pronto como se acentuaron en él estas aficiones, nunca dejó de hacer una escapada desde la Universidad, con mucha complacencia de su padre, en la estación conveniente á sus propósitos; pues no era imposible, durante el curso universitario, acomodar las exigencias de las principales labores agrícolas á los días de vacaciones.

Cómo volaba el tiempo para Pablo mientras estaba allí metido con Nisco examinando el cierro planta á planta y yerba á yerba, ponderando esto y lamentándose de aquello, lo uno porque respondía fielmente á sus imaginaciones, y lo otro porque le había producido un desengaño, lo comprenderá el lector sin que yo se lo explique en largas consideraciones, que habrían de fatigarle, y á mí también. Y ahora le advierto que si digo todo lo que dicho queda en el presente capítulo, de los entusiasmos campestres de Pablo, no es porque yo me imagine que le sientan bien á un mozo de su edad estas formalidades precoces, pues bien sabe Dios que con ellas solas y sin las muchachadas por que le reprendió su padrino, y la sencillez y noble despreocupación de que nos ha dado muestras, más apto le juzgara para zagal de un idilio cursi, que para personaje de una novela realista; dígolo para que, teniéndolo en cuenta el que leyere, dé toda la significación que le corresponde á la actitud en que, al día siguiente de haber refrescado la familia de don Pedro Mortera en casa de don Juan de Prezanes, sin detrimento de la buena armonía, Pablo y su amigo, que no se habían visto desde la antevíspera, caminaban hacia el cierro del monte.

Iban el uno en pos del otro, lentamente y pensativos. Pablo tronchando yerbas y flores con una varita que llevaba en la mano, y Nisco, con la chaqueta al hombro y el sombrero sobre las cejas, arrollando y desarrollando maquinalmente con sus índices una hoja de maíz. Pasaron junto á un maizal en que habían hozado puercos muy recientemente, y ni una palabra arrancó á los caminantes el suceso; más adelante hallaron á una familia cogiendo una heredad, cosa que nadie pensaba hacer todavía en la vega, y ni siquiera se cansaron en preguntar si el maíz aquél se cogía por tempraniego ó para secarlo en el horno... Aunque vieran cuervos picoteando las panojas, y maíces tronzados ó seturas entornadas, señales de haber entrado bestias en la mies, y tal cual prado todavía con el pelo de agosto, seco, podrido y ya sin jugos... nada, nada les ofrecía motivo para una sola pregunta, ni los sacaba de sus tenaces meditaciones.

Databan éstas, que no eran tristes por cierto, de la misma fecha. Las de Pablo nacieron del consejo que le dió su padrino delante de Ana; las de Nisco, de su conversación con María. Desde entonces andaban los dos camaradas como pareja de palominos atolondrados. Pablo, como quien despierta de un sueño agradable y se deleita en armonizar ideas no muy acordes, y en grabar en la mente imágenes fugaces y confusas; Nisco, viendo y palpando cuadros de bulto, con luz de colores y auras de tomillo y malva rosa.

Entraron en el cierro sin hablar palabra, y con el mismo silencio llegaron al punto más alto de él... y allí se sentaron subter viridi fronde, quedando ante su vista el panorama de Cumbrales y lo mejor de su vega. Llenóse Pablo los ojos de aquel hermoso espectáculo, y el pecho de aquellos aires puros y fragantes, y no dejó Nisco de dar pruebas de que también sabía sentir la hermosura de la naturaleza. Diólas primero mirando con avidez aquí y allá, á pesar de sus cavilaciones; y, por último, rompiendo á hablar de esta manera:

—Lo que se recrea el hombre con visualidades como ésta, es mucho de todo, Pablo.

Nada respondió éste, y añadió el otro:

—Pues cuando uno tiene en sus adentros algo enternecida la entraña, por estimación á otra persona que le quita el sueño, dígote que cosa es que pasma cómo la ves onde quiera que pones los ojos, ni más ni menos que si la llevaras en ellos. Así es que resulta que esa persona, sin estar delante de tí en cuerpo y alma, es á modo de luz que te lo alumbra todo... Entiéndolo yo tal, sólo con las feguraciones de un bien querer... porque no cabe en lenguas ni en papeles lo que uno viera, en salva la ocasión presente, si en manos de uno estuviera aquello que apetece ó que puede apetecer, por convenirle.

Calló Nisco porque se enmarañaba y perdía entre estas metafísicas, y acaso también porque Pablo parecía estar más atento que á escucharle, á contar los varazos que se daba en sus piernas estiradas sobre el campo.

Tras otro rato de silencio, soltó Nisco, de repente y á quemarropa, esta pregunta á su amigo:

—¿Por qué no te casas con Ana, Pablo?

Con la cual pregunta sintióse el mozo tocado en lo más profundo del alma; sacudió el letargo en que yacía, enrojeciósele el semblante, y respondió, entre contrariado y satisfecho:

—¡También tú, Nisco?

—No pensé que naide me hubiera cogido en el dicho la delantera—replicó éste.—Siempre entendí que eso debía de ser; vino á cuento ahora, y te lo dije. Por las trazas, ¿otros más que yo te han cantado la mesma solfa?

—¡Muchos!—respondió Pablo con la mayor sinceridad.

Sólo á Nisco se lo había oído en el mundo; pero hacía cuarenta y ocho horas que se lo estaba aconsejando el corazón, y el pobre mozo pensaba que no le hablaban las gentes de otra cosa.

—Y ¿qué es lo que te para—volvió á preguntarle Nisco,—siendo cosa tan hacedera y conveniente?

—Ya trataremos de eso en tiempo y sazón,—respondió Pablo, mostrándose poco dispuesto á continuar hablando del mismo asunto.

Pasado otro ratito de silencio, dijo Nisco tímidamente:

—Pues, hombre... ya que de eso no, bien pudiéramos tratar de algo que se le asemeja, respetive... á otra persona. ¿Paécete, Pablo?

—Tú dirás,—respondió éste con escaso interés.

Se le bajó el color á Nisco entonces; empañósele la voz un tantico, señales de que iba á acometer arriesgada empresa, y habló así:

—Amigo eres mío, ú no le tengo en el mundo; un sentir me enternece de un tiempo acá, y contigo le quiero tratar como corresponde. Si, llegado el caso, el sentir te ofendiere, cuenta que no te le dije, y perdona... pero considera que si de él te hablo ahora, es porque ya no me cabe en la entraña.

Con este exordio se despertó un poquillo la curiosidad de Pablo. Miró éste á su amigo, y díjole para animarle:

—Veamos qué es ello, señor enamorado.

—Bien sabes tú—prosiguió Nisco,—que hay un decir que dice que la primera vez que se quiere es cuando se quiere de veras... Pues yo te puedo asegurar que ese decir es una mentira muy gorda. Quise yo á... esa probe muchacha que está loca por mí, y antojóseme que aquello y no más era lo que había que ver en el mundo. Paecíanme de mieles sus palabras, soles sus ojos, el mesmo cielo su cara, y su cuerpo, estampa de la gracia andando; pero, hablando con verdá, aunque todo esto me paecía, ni me quebrantaba el apetito ni me quitaba el dormir... como ahora me pasa con esto otro, Pablo; que tal es, que no puedo con ello. Yo nunca tuve este desgano que me añuda el pasapán; ni este temblor de allá dentro, que me engurruña y apoca; ni este acabarme en sospiros día y noche; ni esta congoja del arca, como tengo de antayer acá, sin hora de sosiego.

—¿Desde anteayer lo tienes, Nisco?—preguntóle su amigo.

—¡Desde antayer, Pablo; desde antayer lo tengo!

—¡Malos vientos corrieron ese día!—dijo Pablo sonriendo.

—¡Ni aunque hechizos los trajeran!—respondió Nisco sin penetrar la intención de su amigo.—Desde entonces es cuando ni el sueño me busca, ni el pan me sabe, ni el trabajo me rejunde... Tal me pasa, Pablo; tal te cuento, y el por qué sabrás también, si no te ofende.

—Vamos por partes—dijo Pablo, conteniendo á su amigo que iba animándose por instantes.—Supongo que esa mujer que tales impresiones te causa, valdrá más que Catalina.

—¡Qué tiene que ver!...

—Será más guapa...

—¡Qué tiene que ver!...

—Más rica...

—¡Qué tiene que ver!

—Vamos, una medio señora.

—Medio ¿eh?... ¡Tan señora como la que más!

—Y ¿quiérete como tú la quieres?

—Eso es lo que yo no sé á punto fijo, Pablo.

—Pero ¿lo sospechas?

—Barruntos y feguraciones tengo, que bien pudieran engañarme. Por eso quiero hablar contigo y oir tu paecer.

—Pues voy á dártele en seguida.

—¡Si no te he relatado el caso!

—No lo necesito... ni lo deseo,—dijo el mozo, muy formal.

Si receló algo que no le hizo gracia, jamás se supo; pero es averiguado que habló al hijo de Juanguirle de este modo:

—Nunca te pregunté, Nisco, por qué dejaste á Catalina; pues nunca me hablaste de ese asunto, y á mí no me gusta meterme donde no me llaman. Ahora me llamas, y te lo pregunto. ¿Por qué la dejaste?

—Porque me gustó la otra más que ella,—respondió Nisco sin titubear.

—Pues eso es una mala partida, y, además, un mal negocio para tí. Así lo entiendo y así te lo digo. Tú, con tu chaqueta, tus rizos y tus labranzas, con el hacha en la mano ó bailando en el corro en mangas de camisa, eres un mozo como no hay otro en estos lugares; pero échate encima de repente una levita y arrímate á una señora, y hasta los muchachos te correrán; porque todo esto que has aprendido y antes no sabías, si te levanta mucho sobre los de tu condición, te deja todavía á cien leguas de lo que pretendes. Doy por hecho que una dama como la que sueñas te elevara á su altura de la noche á la mañana, porque hay gustos para todo: ¿qué ibas ganando en ello, valiendo, donde te ponían, mucho menos que tu mujer? Y yo creo, Nisco, que el matrimonio en que el marido no sabe guardar su puesto, es mal matrimonio; y el puesto se guarda valiendo el marido más que la mujer, es decir, siendo rey y señor de su casa, no sólo por más fuerte, sino por más entendido en cuanto les rodee en la esfera que ocupen ambos. Cuanto más tenga la una que aprender del otro, más se ufanará con él y más alta se pondrá en la consideración de las gentes. Pues dame el caso á la inversa, y verás á los dos en la picota de la zumba; porque esa es la ley... y así debe de ser. Y si esto sucede aun siendo la mujer y el marido de una misma alcurnia y de idéntica educación, ¿qué no sucederá cuando, además de ignorante, él es tosco destripaterrones, y ella una dama culta y discreta? Y ¿cómo la mujer que comienza por avergonzarse en público de las groserías de su marido, no ha de concluir por perderle la estimación, y hasta por aborrecerle en secreto? Pues á todo esto se expone, á mi entender, quien intenta lo que tú, de golpe y porrazo y sin limpiarse antes las costras del oficio, rodando mucho por el mundo y calándose los hábitos de señor por sus pasos contados. Éste es, Nisco, mi parecer.

Con las alas del corazón lacias y caídas le recibió el presuntuoso hijo del alcalde, que mayores alientos aguardaba de su amigo. ¡Y esa que Pablo sólo conocía hasta entonces el pecado! ¡Qué no se le ocurriera si también le fuera conocido el nombre de la pecadora!

Guardóle Nisco en lo más recóndito de su memoria, y callóse como un muerto.

No por verle mudo y abatido se ablandó Pablo, que era la misma sinceridad. Antes bien, tomó el punto donde le había dejado, y añadióle estas palabras:

—Por supuesto, que tú no estás enamorado.

—¡Que no?—exclamó Nisco casi haciendo pucheros.

—No—insistió Pablo.—El amor necesita algo en qué fundarse, y aquí no hay más base que el viento de tu cabeza. Eres presumido; eres ambicioso; antojósete que venían las cosas por el camino de tus deseos... y eso es lo que hoy te atolondra: la hinchazón de tu vanidad, por una ganga entre cejas. Ni más ni menos. ¡Y por esa majadería, que no pasa de un sueño tonto, dejas á Catalina!

—¡Dale con esa... miseria!—gruñó Nisco despechado y nervioso.

Cargóse Pablo de veras, y le enderezó estas razones:

—¡Miseria Catalina!... ¡la mejor moza del pueblo! ¡tan rica como tú! ¡honrada como la que más!... ¿En qué la aventajas, meleno? ¿Dónde habría matrimonio más igual ni más lucido? ¿Dónde te vieras tú más honrado, más en tu puesto, más rey y señor de tu casa, que siendo marido de Catalina, que se miraría en tus ojos y te adivinaría los pensamientos? Y ¿qué otra cosa necesitas tú, con la cuna en que naciste, la educación que tienes y el oficio que traes, para no envidiar ni al rey en su trono?... Yo no sé adular, Nisco.

—¡Bien se te conoce, paño!—respondió éste, de muy mal humor.

—Tú lo has querido.

—Es verdá; pero no lo conté tan amargo.

—Por tu bien lo dije como á mí me sabe.

—Se agradece el deseo, Pablo; pero... cada uno es cada uno... y yo me entiendo.

—Pues buen provecho te haga lo que te espera, si oyes más á tu vanidad que á mis consejos.

Y con esto se acabó la conversación. Levantóse Pablo, imitóle Nisco; y ambos, después de dar una vuelta maquinal por el cierro, sin hablarse palabra, volviéronse á Cumbrales, mudos también: pensativo, pero no triste, el uno; acongojado, lacio y gemebundo el otro.

XIV. POR LO FINO

Pablo contaba uno á uno los días que iban corriendo sin que desapareciera la extraña impresión que le había causado aquella palabra prosáica y vulgar, dicha por su padrino delante de Ana, y observaba, con asombro, que cuanto más tiempo corría, más honda se le grababa dentro de su corazón. Arrastrábanle fuerzas invencibles y desconocidas hacia el objeto de sus nuevas ansias; y, al hallarse á su lado, antes crecía que se calmaba la singular anhelación de su espíritu. Porque Ana no era entonces la traviesa y desengañada amiga de otras veces, que le entretenía, sin cautivarle, con donaires y zumbas en casto y fraternal abandono. Parecía haber perdido el atrevimiento, ó, cuando menos, la confianza; y á menudo encomendaba á sus ojos tímidos empresas que debían acometer los labios. Estas miradas, al hallarse en el camino con las de Pablo, producían choques magnéticos, que repercutían en el corazón del sencillo mozo y se revelaban en Ana enrojeciendo sus tersas mejillas, y aquel color era para Pablo algo como fuego en que iba fundiéndose poco á poco el hielo de sus pasadas frialdades.

Cuando transcurrió una semana y vió el hijo de don Pedro Mortera que estos fenómenos continuaban en progresión creciente, declaró de gravedad el caso. El cual tenía para él dos aspectos muy distintos: risueño el uno, y desagradable el otro. Risueño, porque, desde la altura á que se había elevado su espíritu, descubría espacios y horizontes que jamás había contemplado con los ojos del sentimiento. Encantábale el espectáculo por nuevo y por bello, y de aquel mundo quería hacer, y hacía desde luégo, la patria y el paraíso de su alma. Pero este mismo arrobamiento, tan dulce y sabroso, le alejaba del mundo de la realidad y de sus viejas tendencias y aficiones; de activo, fuerte y despreocupado, transformábale en muelle, débil y caviloso; extrañábanle las personas de su trato, y él mismo se consideraba desarraigado y sin apego dentro del hogar y en el seno de la familia. Éste era el aspecto desagradable del caso.

Pero el mozo se arreglaba mal con las situaciones complejas y con los caminos enmarañados; quería, aunque fuera escabroso, suelo firme y luz para caminar; considerábase á obscuras y en una senda erizada de obstáculos inextricables; no podía retroceder, porque la vehemencia misma de sus deseos le había cortado la retirada, y entróse por derecho, resuelto á llegar pronto á donde se viera claro y se pisara en firme.

Buscó á Ana, y la dijo en cuanto estuvo á su lado y sin testigos:

—¿Qué es esto que me sucede desde el día en que tu padre, delante de tí, me aconsejó que me casara?

Siempre sobresaltan á las jóvenes preguntas de esta clase, aunque las esperen; y Ana, con ser tan animosa y resuelta de ordinario, no solamente se sobresaltó al oir la de su amigo, sino que se vió en grandes apuros para contestar, entre latidos del corazón y desmayos del espíritu, estas pocas palabras:

—Pues ¿qué te sucede, Pablo?

Verdad es que, aunque sabía muy bien de qué se trataba, no debía responder mucho más que esto.

—Sucédeme—añadió Pablo,—que desde aquel instante parece que me he transformado de pies á cabeza; que no soy lo que antes era; que miro y veo de otro modo, y siento en otra forma... en fin, Ana, que me desconozco. ¿Qué pasó allí?... Yo recuerdo que te miré, y jurara que lo hice sólo por curiosidad; que tú me miraste también, y que las dos miradas se encontraron; que tus ojos, que nunca fueron cobardes, huyeron entonces, y huyendo siguen, de los míos; que de aquel choque repentino resultó algo, á modo de luz, con la que yo ví acá dentro, en lo más hondo y obscuro de mí mismo, cosas que jamás había visto ni pensado, y sentí lo que nunca había sentido. Al propio tiempo, aquella luz, y tú, y mis ojos, y los tuyos, y mi corazón, y mis pensamientos... y el aire que nos rodeaba, y el cielo que se distinguía... todo era una misma cosa; cosa que yo no podía explicar, porque era más de sentirse con el alma que de verse con el entendimiento. Apartéme de tí, y el encanto no se deshizo; pero noté que viéndote como eres, pintada en mi memoria, daba el mayor regalo á mis deseos. Desde entonces acá, en cuanto miran mis ojos sólo á tí ven; y si el campo y el aire y el sol me recrean, es porque todo lo contemplo con el ansia que siento, sin cesar de sentirla, de verte y de oirte. Esto no me pasaba á mí antes: yo te conocía y te trataba, como te conozco y te trato ahora, y tú eras la misma que eres. ¿En qué consiste esta mudanza?

Se deja comprender que Ana oyó toda esta parrafada, ruborosa y un tanto conmovida, y que, llegado el caso de responder á la ociosa pregunta final, lo hizo del modo más sencillo, natural y elocuente: clavando los ojos tímidos en Pablo y callándose la boca.

—¿No lo sabes?—añadió el impetuoso y sencillote galán.—Pues lo mismo que ahora, me miraste aquel día, y la misma luz había en tu mirada. ¿Sientes, al mirarme, lo que siento yo, Ana?... ¿Ó es que tus ojos queman, sin abrasarte?

Sonrióse la joven y preguntó á su vez:

—¿Nunca habías pensado en mí hasta ahora, Pablo?

—Sí que he pensado, Ana; pero sin ser esclavo de esos pensamientos. Cavilando hoy en lo que he sido, en fuerza de asombrarme de lo que soy, acuérdome de que, en mis ausencias, era tu pensamiento el que más me asaltaba en ciertos actos de la vida: por ejemplo, si me ponderaban una mujer por aguda ó por hermosa, contigo la comparaba para calcular lo mucho que le faltaba para valer lo que decían; si algo me robaba la atención por nuevo ó por divertido, lamentábame de que tú no lo vieras también; si un trapo de moda caía con gracia en el cuerpo de una elegante de fama, pensaba yo lo mucho más que luciría en el tuyo... y así por este orden. Pero después se borraba el recuerdo con otros bien distintos. En fin, que, sin dejar de quererte mucho, pensaba yo que te quería... como quiero á mi hermana, supongamos. ¡Pero esto otro es muy distinto!

—Y si estuviera en tu mano la elección—preguntóle Ana,—¿con qué te quedarías, Pablo? ¿con esto que hoy te asombra y desasosiega, ó con lo que ayer sentías, muy tranquilo?

—¿Quién deseará cegar, Ana?

—¡Y dices eso y lo sientes, y no sabes lo que es?

—Sí: lo sé, Ana, lo sé... es decir, sé cómo lo llaman las gentes en el mundo: lo que ignoro es por qué lo siento ahora y no lo sentía antes; por qué bastó una palabra casual para que del encuentro de dos miradas que tantas veces se habían encontrado sin conmoverse, se produjera en mí cambio tan raro y pronto.

—¡Y eso te asombra, Pablo?

—¡No ha de asombrarme?

—Oye un ejemplo. Sobre un hogar frío hay un montón de ceniza: pasas delante de él una y cien veces, y nada ves allí que la atención te llame. De pronto, hace la casualidad que las cenizas se remuevan, y aparece el fuego que ocultaban... ¿Lo entiendes?

—¿Luego tú crees que yo llevaba conmigo el fuego, y que la palabra de tu padre aventó las cenizas que le cubrían?

—Eso mismo.

—Pero el que brilló después en tus ojos, ¿dónde estuvo primero?

—¡Qué más te da, si le había?

—Pero no te sorprende el hallazgo.

—Porque tenía que suceder... porque le esperaba.

—Y ¿por qué le esperabas?

—Porque... porque Dios es justo y bueno.

—Mira—dijo aquí el mozo, echando el resto,—hablemos ya para entendernos de una vez: esto que yo siento, es amor, no tiene duda; y empiezo á comprender que es verdad lo que de él cuentan los enamorados: bien correspondido, da la vida; pero también es puñal que mata si no halla esa correspondencia... ¿Siéntesla tú en el pecho, Ana?

Cruda fué la pregunta, y harto excusada, por cierto; pero ya se habrá notado que á Pablo le gustaba mucho que le pusieran los puntos sobre las ii, y Ana no tuvo otro remedio que responder clara, precisa y terminantemente, según el sentir de su corazón; sentir tan viejo en ella, por las trazas, como las ya fenecidas indiferencias de Pablo; con lo que éste se encalabrinó hasta el punto de que quiso hacer público el suceso y llevar las tramitaciones por la posta.

—No tanto, Pablo—díjole Ana entre chanzas y veras,—que no por andar de prisa se llega primero. Nadie nos corre ahora; y no te vendrá mal un noviciado, aunque sea breve. No siempre se logra el fuego de que antes hablábamos: muchas veces se muere á poco de haberse descubierto. Cuida mucho el tuyo; y cuando estemos seguros de que no ha de apagarse, yo te avisaré. Reparte el tiempo entre ese cuidado y tus quehaceres y diversiones, lícitas, se entiende; mucho juicio... y apártate allá ahora y haz que te paseas, que llega tu padrino.

Desde aquel día ya supo á qué atenerse Pablo; penetró en los laberintos que le obstruían la senda, y halló la luz que echaba de menos; y sin descender con la fantasía del Olimpo á que le habían elevado sus nuevas impresiones, volvió á ser en Cumbrales el amigo de Nisco, el jugador de bolos, el cultivador del cierro, el amante incansable de la naturaleza y de las costumbres de su país... todo, menos el concurrente á zambras y bureos, como alguna vez lo fué, según nos dijo su padrino, en ocasión bien señalada para esta parejita de nuestros personajes. Es decir, que la pasión de Pablo dejó de ser impetuoso torrente, é iba transformándose en manso, rumoroso y cristalino arroyo (como dicen los poetas), con harto gusto y complacencia de Ana, que fundaba en el amor firme y arraigado de aquel noble mancebo todas las aspiraciones de su vida.

XV. VERDADES AMARGAS

¡Qué distintas de las de Pablo corrían las horas para Nisco! Aquellos pensamientos, dulces como las mieles, altos y relucientes como el sol y la luna, que saboreaba y entreveía el hijo de Juanguirle, sus dejos tenían ya de la ruda amarga en que el desengañado amigo los había empapado al hundirlos en la charca terrena y prosáica de sus consejos sesudos. Ya no arrullaban los sueños del presumido mozo dulces sinfonías, ni visiones de palacios de oro, donde reinas y emperatrices le vestían y le calzaban, duques eran sus mayordomos, y marqueses sus criados. Muy de continuo sentía el cencerreo del ganado en la vecina cuadra, y en sus espaldas los duros bodoques del mal tundido colchón de su pobre lecho; realidades de la vida más poderosas ya que las encantadas imaginaciones de otros días bien cercanos.

No se entienda por esto que daba Nisco por perdidas sus esperanzas; pues bien sabe Dios que aún las mimaba y las consentía, porque el esencial fundamento de ellas no había padecido, que él supiera, menoscabo alguno. Pero era indudable que en la senda de flores que recorría había topado con un tropiezo de mucha cuenta. Las palabras de Pablo fueron claras y terminantes; y esto era muy grave, no tanto por ser de quien eran, cuanto por estar muy puestas en razón. Así le dolían á él en lo más hondo de su vanidad; así las recordaba y exprimía á cada instante, y muy especialmente cuando se miraba al espejillo colgado debajo del cuarterón de su ventana; como si no comprendiera entonces, aunque lo temiera mucho, que aquéllos sus rizos pegados á las sienes, el mirar blando de aquéllos sus ojos negros, aquélla su belleza toda, en fin, con el saber adquirido, por su voluntad, y el buen querer de su corazón, no eran alas bastantes para volar hasta el sol que había contemplado cara á cara sin deslumbrarse. Desde el suceso del cierro (más de ocho días), tres veces nada más había estado en casa de Pablo, y otras tantas se habían visto y hablado los dos en la calle; pero en la calle y en casa, Pablo no era el amigo íntimo y afectuoso de antes: hallábale Nisco frío, reservado y lacónico hasta la sequedad; y como ignoraba los verdaderos motivos de este cambio, achacábale á lo que más temía; y esta aprensión le abrumaba el espíritu, porque para ayuda de sus males, ¡se conjuraban contra él tantos elementos!...

Saliendo la última vez de casa de Pablo, mustio y compungido, porque, como en las dos anteriores, halló á su amigo reservado y serio, cerrada la puerta de la sala y los pasadizos desiertos, topó, cerca de la portalada, con la Rámila que iba á entrar por ella.

—¡Hola, guapo mozo!—díjole la vieja, al notar que no le gustaba el encuentro.—No pensé que eras tú de los que temen.

—¡Temer yo!—respondió Nisco de mala gana.—¿Por qué había de temer cosa alguna?

—Eso es señal de que no la has hecho. Ya sabes: quien no la hace...

—¡Ya se ve que no la he hecho!

—¿Estás muy seguro de ello, Nisco?

—No recuerdo haberla ofendido á usté.

—¡Otra, bobo!... si no se habla de mí. Si de mí se hablara, igual fuera una de más que de menos. Me han hecho tantas, que ya no reparo. Pero bien pudieras habérsela hecho á otros.

—¡Á naide!

—¿Ni siquiera á Catalina, santuco de Dios?

—¡Dale otra más!... ¡Mire usté que es tema, puño!—dijo Nisco machacándose con los suyos cerrados las caderas.—Y á usté ¿qué le importa? y por último, usté ¿qué sabe?

—¿Pues no he de saberlo? ¿No ves que soy bruja, tocho?... El que me importe ó no, ya es distinto, y sobre esto no reñiríamos en ningún caso; pero te importa á tí, y, porque te importa, te voy á contar un cuento.

Nisco no sabía á qué santo encomendarse en aquel trance, ni sobre qué pie echar el cuerpo para descansar mejor, en el desasosiego que le consumía. Para cortar por lo sano, trató de largarse; pero la vieja se le atravesó delante, y, á mayor abundamiento, le agarró por las solapas de la chaqueta y le dijo muy seria:

—¡Escúchame... ó te muerdo!

Tembló Nisco al oir aquella amenaza en tal boca, y respondió, resignándose á la fuerza:

—¡Pero acabe pronto!

—En dos palabras te despacho—dijo sonriéndose la vieja; y añadió en seguida:—Amigo de Dios, éste era un mozo soltero, con pocos bienes de fortuna, pero amañado y trabajador que pasmaba. Pasábase lo más del día en el monte cortando varas de avellano para hacer en su casa zonchos y adrales, que vendía en ferias y mercados; trabajaba además un poco de tierra prestada, y tenía una vacuca en aparcería. Así iba tirando el hombre de Dios, con los calzones remendados y no muy llena la barriga, pero en buena salud y muy contento, porque no había conocido cosa mejor. Pues, señor, que estando un día en el monte y en lo más espeso de él, porque en lo más espeso se jallan siempre los buenos avellanos, corta esta vara y corta la otra, cátate que oye tocar el bígaru ajunto á sí mesmo, y de un modo que gloria de Dios daba el oirle. Y oyendo tocar el bígaru tan cerca, y no viendo por allí pastor que pudiera hacerlo, fuése detrás del son; y yéndose detrás del son, apartaba las malezas; y apartando y apartando, llegó á un campuco muy majo, donde vió el bígaru solo arrimado á una topera grande y sonando sin parar. Pues, señor, qué será, qué no será, acercóse á la topera, y vió que en el borde mesmo de ella y con las patucas metías en el ujero, estaba sentao un enanuco, menor que este puño cerrao, y que este enanuco era el que tocaba el bígaru. Viendo el enanuco al mozo, deja de tocar y dícele:—«¿Qué hay, buen amigo?—Pues aquí vengo,» respondió el otro, «por saber quién tocaba tan finamente; pero si es que estorbo, me volveré por donde vine.» Á lo que volvió á decirle el enanuco:—«¡Qué estorbar ni qué ocho cuartos, hombre!... sépaste que para que tú vinieras he tocado yo.» Pues, amigo de Dios, que en éstas y otras, métense en conversación el enanuco y el mozo, y cuéntale el mozo al enanuco todos los trabajos de su vida. Y contándole todos los trabajos de su vida, dícele el enanuco al mozo:—«Pues, amigo, de todo eso era yo sabedor y noticioso; y porque lo era, te llamé para preguntarte qué deseas en premio de tu hombría de bien.» Á lo que respondió el mozo:—«Con que fuera mío lo que á renta y en aparcería llevo, y dos tantos más para vivir sin esta fatiga del monte, que es la que me quebranta, creyérame el más rico del lugar y no envidiara al rey de las Indias.—Pues tendrás lo que deseas, si eso te basta,» dijo el enanuco. Y volvió á responder el mozo:—«Me basta, y hasta me sobra, si bien se mira, lo que hasta hoy he tenido y el mal uso que haría de cosa mejor, por desconocerla.» Con que, amigo de Dios, cátate que le dice en esto el enanuco:—«Coge de esta tierra que ves junto á mí, y échatela en el pañuelo.» Asombróse el mozo, porque pensó que el enanuco se burlaba de él, y tornó á decirle el enanuco:—«Cógelo, hombre, sin recelo, que de ello tengo yo llenos los mis palacios, á los que se va por este ujero en que estoy.» Por si era ó por si no era, el hombre sacó del seno el moquero, y echó en él una buena mozá de aquella tierra, y añudó luégo los picos. Y díjole entonces el enanuco:—«Ahora, vete á casa, y cuando te acuestes, pon debajo de la almohada esa tierra, según está en el pañuelo. Al despertarte mañana, verás si te he engañado.» Pues, señor, que lo hizo como se lo mandaron; y ¡quién te dice á tí que, al despertar al otro día con el sol, abre el pañuelo, y ve que la tierra se ha convertido en ochentines y onzas de oro!... ¡más de mil había entre unos y otras! Como que el pobre zonchero pensó enloquecer de alegría. Pues, señor, que, entrando en su quicio poco á poco el mozo, empezó á echar sus cuentas: tantos carros de tierra así; tantos asao; tantas reses de esta clase; tantas de la otra; el carro de tal modo; la casa de cuál otro... Y cátale en poco tiempo con unas labranzas de lo mejor y unos ganados que tenían que ver; bien comido y bien trajeado, y con buenas onzas sobrantes al pico del arca; motivao á lo que las mejores mozas le persiguieron, echándole memoriales con los ojos. Y bien lo merecía, que, no por ser buen mozo y rico, dejaba de ser trabajador y honrado, como cuando era pobre. Pero, amigo de Dios, cátate que un día se le antoja ver un poco de mundo, cosa que jamás había visto, y plántase en la ciudad, de golpe y porrazo. ¡Él que allí se ve entre tanta gala y señorío!... ¡Madre de Dios!... ¡Aquéllas sí que eran mozas, con sus vestidos de seda y sus abanicos y sus lazos de crespón y sus caras de rosa de mayo! ¡Aquéllos sí que eran mozos, con sus casacas de paño fino, sus borlajes de oro y sus botas relucientes! ¡Y qué vida la suya! Éste á caballo, aquél en coche; el otro de brazalete con la señora; paseo abajo, paseo arriba; comedia aquí, valseo allá; buena mesa, muchos sirvientes y gran palacio... vamos, que vivir así y vivir en la gloria, pata. De modo y manera, que volvió el mozo á su pueblo pensando ser la criatura más desgraciada del mundo. Volviendo así á su pueblo, cogió duda á la borona, dió en aborrecer el trabajo, y los días enteros se pasaba pensando en aquello que había visto y en ser un caballero de los más regalones; y pensando de esta manera, quería una dama por mujer, y no había que mentarle las mozas de su lugar, que todas le parecían poco para un personaje como él. Pues, amigo de Dios, que abandonó las labranzas por entero, y tuvo que comer de lo agorrao, mientras le andaba cierta idea en el majín, que no se atrevía á poner por obra; pero cátate que no tuvo otro remedio que ponerla, porque lo agorrao iba á acabarse, y él no estaba por volver á trabajar las tierras que tenía en abandono. Un día unció los bueyes al carro, puso en él media docena de sacos vacíos, y arreó hacia el monte; y arreando hacia el monte, llegó al sitio que buscaba; y llegando á aquel sitio, oyó sonar el caracol del enanuco; y oyéndole sonar, se acerca al enanuco y le dice:—«Hola, buen amigo: pues yo venía á darle á usté las gracias por el favor que me hizo tiempo atrás, y á pedirle otro nuevo, si no ofende.—¡Qué ha de ofender, hombre!» respondió el enanuco. «En siendo cosa que yo pueda, pide con libertad.» Alegrósele el corazón al mozo, y tornó á decir al enanuco:—«Pues yo deseara llenar estos sacos que traigo aquí, de la misma tierra que usté me dió la otra vez.—Todo este campo es de ella,» respondió el enanuco; «con que así, cava donde quieras y llénalos á tu gusto. No te olvides de ponerlos esta noche cerca de la cama para abrirlos en cuanto despiertes al amanecer.» Y con esto, metióse el enanuco por el ujero á los sus palacios; con lo cual quedóse solo el mozo; y cava, cava, en un periquete llenó de tierra los sacos, y se volvió á casa con ellos más contento que unas pascuas. Llegó la noche, acostóse, durmió poco con la brega que traía en el majín, y al amanecer ya estaba el mozo más listo que las liebres; y estando más listo que las liebres, pensaba en abrir un pozo muy hondo para guardar tantas onzas como iban á salir de aquellos sacos; y pensando en esto, los abrió; y abriéndolos... ¡hijo de mi alma!... no encontró en ellos más que la tierra que había cavao en el monte. Quedóse en la agonía el pobre hombre; y quedándose así, llegó á consolarse cavilando que, mirando bien las cosas, con lo que ya tenía de antes le bastaba; y cavilando esto, fué al cajón donde guardaba las pocas monedas sobrantes... ¡y tierra eran también como la de los sacos!... ¡y tierra los papeles de sus compras! Fué á la cuadra... ¡y montones de tierra los bueyes!... ¡y montones de tierra el ganado que pagó con el dinero del enanuco! No quedaba allí otra bestia que la vaca en aparcería. Reparó entonces en la casa, y vió que era la misma en que él vivía cuando era pobre zonchero: á la puerta había un coloño de varas y unos adrales á medio hacer. Gimió y golpeóse, el venturao; y al monte fué á contar su desgracia al enanuco; pero el enanuco le dijo:—«Eso que te pasa, no puedo remediarlo yo: quien por mi mano te dió la riqueza que has menospreciado, te dice ahora por mis labios que la miseria en que vuelves á verte es el castigo que da Dios á los cubiciosos que quieren pasar de un salto, y sin merecerlo, de zoncheros bien acomodados, á caballeros poderosos.» Y colorín colorao... ¿Qué te paece del cuento, Nisco?

—Pues no me paece cosa mayor—respondió Nisco, que había estado escuchándole con la boca abierta.—Pero, valga ó no valga, ¿por qué me le cuenta usté aquí?

—Cuéntotelo aquí, porque, como dijo el otro, aquí te cojo y aquí te mato; y cuéntotele también, por si conociste tú al zonchero, ú á persona que se le ameje siquiera en los humos de la chimenea.

—¡Yo no conozco ni he conocido á naide de esas señas!

—Pues yo sí, Nisco. Yo conozco á uno, amejao al zonchero en las infladuras de la vanidá; un mozo que, por tener de todo, tuvo una novia como unas perlas, que por él se moría y por él se muere.

—¡Bah, bah!—dijo aquí Nisco clavándose en la alusión de la vieja.—¡No me venga con coplas!

—No son coplas éstas—replicó la Rámila impertérrita:—son verdades como puños, que te importan más que á mí. Hace ya mucho que andas caminando hacia el monte con los sacos vacíos en el carro; y te salgo al encuentro para decirte que te vuelvas, porque sé lo que te aguarda si los llenas como el zonchero. Aquellos tesoros no son para tí, probe tonto, que guardados están para quien mejor los merece. Buenos los tienes en tu casa; vuélvete á cuidarlos, que tierra será para tí el mejor de todos ellos, si la cubicia llega á descubrírsete como al otro. Yo sé que hoy te quiere Catalina más que antes te quiso; pero también sé que no te querrá así el día en que tú seas la rechifla de Cumbrales. Y ahora vete con Dios y perdona el poste; pero no olvides el cuento de El zonchero cubicioso, que has de agradecérmelo.

Con lo que la Rámila se entró en la corralada de don Pedro Mortera, y Nisco tomó el camino de su casa, mustio y contrariado... y voy á lo que decíamos de los elementos conjurados contra los planes de este mozo: no bien abocó al estragal, encaróse con él Juanguirle, que iba á salir á picar leña en la accesoria, y le echó un trepe que ardía. En conclusión le dijo:

—¡Por vida del chápiro verde, que no sé qué te hiciera para quitarte ese hipo de monja en viernes!... Pues mira que si con guantadas se curara, ya tenías un par de ellas encima. ¡Dígote con los hombres de ahora, voto á briosbaco y balillo! Si tienes un pesar, dile ó revienta... Si son chapucerías de desjuiciado, acuérdate de que eres hijo de un hombre de bien. El demonio me lleve si yo sabía la menor cosa hasta que tu madre me lo dijo esta tarde, por haberlo aprendido ella en el río. Contábate, como yo, con los cinco sentidos puestos en la muchacha, que, en ley de verdá, vale más que tú; cuando salimos con que... ¡por vida del chápiro verde! resulta que no hay nada de lo dicho, porque el fachendoso del hijo mío hace una eternidá que volvió las espaldas. El porqué, tú lo sabrás: yo no le sé ni le sabe tu madre; y en la muchacha no consiste, que así lo juró cuando tu madre topó con ella al volver de lavar y la habló del caso, porque debía hacerlo. De nada te acusa más que de ausencia; por leal se afirma, y con llorar se venga. Esto la ensalza, si juró verdá, y á tí te honra poco, Nisco... y á mí no mucho, que tu padre soy. Si el serlo te encoge para hablar conmigo de esos particulares, no se los calles á tu madre cuando venga de la mies y te busque la lengua... porque ha de buscártela y con mucha razón. Lo que yo te digo es que, inocente ó culpado, vuelvas á tus cabales y cumplas con tu deber, que no tienes rentas para hacer vida de señor manido entre cristales... ¡Y en qué tiempo, voto al chápiro! cuando asoma la cogedera y más brazos se necesitan en casa, y cuando me veo con una zancadilla á cada vuelta que doy en el Ayuntamiento. Porque has de saberte que hasta de las locuras de don Valentín se quiere sacar partido por la gente que allí me han puesto para que tu padre caiga en la trampa, ya que no quiere cerrar los ojos á sus fechorías... porque aquello, hablando en claridá, es una ladronera consentida... Pero ¡voto á briosbaco y balillo! ¡yo les juro que á la sombra mía no las han de urdir allí mientras tu padre sea alcalde!

Y se fué á su quehacer el bueno de Juanguirle, de muy mal humor, cosa que le acontecía rarísimas veces en la vida. Pero Nisco era testarudo; y por más que el mundo entero pareciera empeñado en meterle por los ojos lo que sus ojos no querían ver, lo que tenía entre cejas allí había de estarse mientras no se lo arrancara quien allí se lo había puesto.

XVI. UNA DESHOJA

Con la secura, que no cesaba por seguir el tiempo al Sur, las mieses se pusieron hechas una bendición de Dios, y en la última semana de octubre no quedaba una caña de alubias sin pelar en las heredades, y las panojas, bien granadas y bien secas, iban á desprenderse ellas solas de los maíces, si muy pronto no las amontonaban sus dueños en el desván. Pero ¡con poco mimo las observaban éstos uno y otro día, para dejarlas expuestas á la voracidad de los cuervos, ó á los riesgos del temporal que podía presentarse á la hora menos pensada! ¡El fruto de tantas fatigas, el pan de todo el año!

Aún no había espirado el mes, cuando comenzaron á invadir la vega, por todas sus portillas, carros con altos adrales; y cada familia en su heredad, pela aquí, pela allí; panojas al garrote y garrotados de panojas á los carros; de vez en cuando, sube que sube los adrales, según iban llenándose las teleras; después, los calabazos encima de las panojas y en el payuelo de la pértiga, y hala para casa, á campo travieso, primero, tirando los bueyes dentelladas furtivas al retoño ajeno; y después, por la cambera, canta que canta el eje, untado con tocino; y ya en el portal el carro, allá va la carga de panojas arrastrada con las trentes sobre los garrotes, tan pronto llenos como subidos al desván, al hombro del mocetón ó sobre la cabeza de su hermana: en una pila el maíz, y aparte los calabazos; de éstos, los duros y berrugones á un lado, para la olla; y á otro, los blandos y aguachones, para los cerdos.

En poco más de una semana se cogieron todas las mieses, y aún sobraron días para dar una pasada con el dalle á los prados viciosos, y para sacudir muchos castaños y recoger los entreabiertos erizos, pues los muchachos empezaban á derribarlos del árbol á pedradas, y más de una magosta habían hecho ya con las castañas cosechadas así.

Todas estas faenas eran de ver en una casa como la de don Pedro Mortera, donde los frutos entraban en grandes cantidades. ¡Qué ir y venir de carros y de obreros! ¡Qué cantar en aquel corral los ejes, y vocear los carreteros, y sonar las panojas como fuelles de papel al deslizarse unas sobre otras en los adrales, y después como truenos lejanos, al caer por la rabera en el garrote; y el acompasado pisar, escalera arriba y abajo, de los que las llevaban al desván! ¡Y qué pilas se iban formando en él, clase por clase; porque el maíz de unas heredades era de grano redondo, y el de otras de diente de perro! Y cuando el desván se llenaba, la misma actividad y el propio ruido en el vasto granero de la accesoria del corral, donde ya estaba la cosecha de alubias oreándose.

Para deshojar tanta panoja, se necesitaban muchos días y mucha gente, y esta tarea la inauguraba don Pedro con una deshoja pública, digámoslo así, en el desván de la casa, por seguir una costumbre jamás interrumpida en ella, ni en otras muchas del lugar. De esta costumbre clásica de la vida campestre montañesa he hablado yo en otro libro; mas no ha de impedirme esta consideración, que no deja de ser atendible, dedicar unas cuantas pinceladas á aquella deshoja de don Pedro Mortera, siquiera por el enlace que tuvo con los descosidos acontecimientos de este insubstancial relato.

No se tasaba el número ni la calidad de las personas para entrar allí; y en la noche de que hablo, antes de las ocho, pasaban de cincuenta, jóvenes las más y de buen humor, las que estaban sentadas en el suelo alrededor de una montaña de panojas. Para alumbrar este cuadro no bastaba un farol, y había hasta tres, colgados en otros tantos postes; y aun así no se lograba más que barrer un poco las tinieblas hacia los fondos interminables del desván, donde se veían, apretadas y negras, debajo de las deprimidas vertientes del tejado.

Menudeaban los cantares de las mozas; respondían los mozos con sus baladas lentas y cadenciosas; relinchaban, entre balada y cantar, los que sabían hacerlo con recio pulmón y adecuado gaznate; reíase acá, murmurábase allá; y, en tanto, las panojas deshojadas caían en los garrotes como lento pedrisco; y la montaña del centro descendía, socavada poco á poco, mientras crecía sin cesar la cordillera de hojas que iba formándose por detrás de la gente; desocupábanse á menudo los garrotes llenos, en un espacio despejado en conveniente lugar; y el ruido que aquellas cascadas de panojas producían al caer sobre el sonoro tablado, ruido semejante al de un tren de artillería en calles mal empedradas, era como el bajo del incesante é infernal desconcierto... Y cuenta, lector filarmónico, que esto del desconcierto lo digo acordándome de lo fino de tu oreja; que, por lo que toca á las de aquella rústica gente, por muy grata y sabrosa reputaban la baraúnda.

De nuestros conocidos, veíanse en la deshoja (estilo de revistero de salones) á Catalina, Nisco, el Sevillano y Chiscón, Pablo entraba y salía á menudo, porque su padrino y Ana estaban de tertulia en la sala con motivo de la solemnidad de la noche, solemnidad tormentosa, pero, al cabo, solemnidad, en que los buenos amigos debían tomar parte para tener por un lado aquellas largas horas de barullo y desgobierno. Repito que Pablo hacía frecuentes visitas á la deshoja, porque aquella noche le solicitaban dos impaciencias á cual más poderosa: al lado de Ana, la de ver lo que pasaba en el desván; y en el desván, la de volverse al lado de Ana.

Yo no sé si fué la malicia ó la casualidad ó el diablo quien lo dispuso; pero es lo cierto que Catalina y Nisco estaban sentados hombro con hombro, y enfrente de ellos, Chiscón y el Sevillano. Nisco, que no soltaba la murria que le partía, había ido á la deshoja «por ser cosa de Pablo,» y porque no hubiera tenido racional disculpa su ausencia de allí aquella noche. Entró en el desván con su amigo, disimulando el gusanillo que le roía; tomó puesto á la casualidad en medio del barullo revuelto al comenzar la deshoja, y ¡cuáles no serían su asombro y su despecho, viendo que cuando él posaba las asentaderas en el suelo, hacía otro tanto á su lado Catalina con las suyas. Cambiar de puesto, era escandalizar; pretender que la moza cambiara, una impertinencia insostenible. Resignóse y propúsose tapar con máscara risueña y jubilosa, la corajina que le hervía en el pecho.

Al principio todo fué bien, salvo algún codazo que otro que Catalina le daba, lo cual era inevitable, porque los brazos de la moza eran argadillos, según lo que se movían, cogiendo, deshojando y despidiendo panojas sin cesar con las manos, y el terreno no sobraba alrededor de la pila; pero se fué encrespando la bulla; sonaron los primeros relinchos; comenzaron los cantares, y ya se podía echar un párrafo á media voz con un adyacente, sin ser oído de los demás.

Esta ocasión aprovechó Catalina para decir á Nisco, con la cara y el acento de la misma sátira en persona:

—Vaya, que estarás, en el punto en que te hallas y pegante á esta probeza, como si las tablas te quemaran el detrasero... Pues ¡cómo ha de ser, hijo! yo no tengo la culpa.

Nisco respondió, con la risa del conejo:

—Se está uno aquí, porque le da la gana, que estar se sabe en lugar más alto cuando al caso viene.

—Y porque no mientes ahora—replicó Catalina,—dije yo lo dicho... ¡no faltaba más! Basta mirarte, hijo, sin saber lo que se sabe, para ver que este puesto no es el tuyo. La probeza aquí, como San Pedro en Roma; pero la gente fina, como tú, á la sala con los señores.

—¡No sería la primera vez!

—¡Ya se ve que no!... ¡Y como que á la presente te estarán echando de menos! Tonto serás, Nisco, en perder la ganga por este cumplido que naide te agradece.

—¡Cada uno á su hacienda, Catalina!

—Vamos, que con lo grandona que va á ser la que te espera, no te vendrá mal un mayordomo... ¡Vaya que fué estrella la tuya, hombre!

—¡No escomencemos!

—¡El diantre tiene cara de condenao!... ¡Mira que tendrás que ver, del brazalete de una señora tan pudiente y tan fina, coleando la casaca por esas callejas!... Oiréis la misa ajunto el altar mayor... ¡Jesús y los santos del cielo no me falten en mis últimas!... Otra lotería como ella nunca cayó en Cumbrales.

Amoscóse más Nisco, y respondió á esta burla:

—¡Te digo que no escomencemos... y que no traigas en boca á quien de tí no se alcuerda!...

—¡Ni de tí tampoco, fanfarrias!—saltó Catalina con reconcentrado veneno, aunque bien disfrazado con sonrisas falsas para que los circunstantes no le conocieran.—Como no comas otro pan que el que por ahí te venga, buenas tripas vas á echar hogaño. Toma surbia con solimán de lo fino, y maja terrones por recreo, que eso es regalo para un descastao y fachendoso baldragas como tú... ¿No te dije yo que cuanto más subieras mayor sería la costalada? Pues ya te la estás arrascando días acá... Aunque piensas que no miro, bien te veo con el moco lacio, contando los morrillos de las callejas. ¿Diéronte portazo? ¡Bien lo merecías! ¡Toma estudios ahora y date vientos de señorío, mondregote, que más arriba está quien manda, para hacer josticia seca!

Nisco recibió todo este metrallazo á la oreja, sin poder contestarle á su gusto, porque la ira le cegaba ya y temía dejarse arrastrar de ella en aquel sitio. Dominóse como pudo, y remató el altercado amenazando á Catalina con un desaire en público, si no enfrenaba la lengua. Temió la moza y callóse... por entonces, porque su boca fué un alfiler para Nisco mientras duró la bulla en el desván.

Y aconteció también que, como la una y el otro siempre que hablaban se sonreían, aunque de muy mala gana, Chiscón, que no los perdía de vista un instante, tomó al pie de la letra aquel falso regocijo; creyóle señal de una reconciliación, y vió, por ende, su pleito en riesgo grave. Así lo entendió también el Sevillano; por lo que se brindó de nuevo á despachar el estorbo, si al de Rinconeda le convenía este atajo para llegar más pronto al fin de su jornada.

—Me dió á mí ya que cavilar—dijo Chiscón,—lo que pasó al respetive del sitio. Con ella vine, á mi vera estaba aquí, presentóse allá él; y cuando pensé que me sentaba arrimado á ella, ya la ví onde la ves ahora. Pues la puerta me abrió; que no, nunca me dijo... pero esto no lo entiendo.

—¡Zi no hubiera tú largao tanta zoga!...—replicóle el Sevillano.

—Verdá es—dijo el otro,—que por ansia de asegurarla mucho, bien puede haberse escapao la ocasión. Eso ha de verse luégo; que tal está el particular, que no deja más espera.

Era Chiscón hombre poco palabrero en cosas que le llegaban á lo vivo; y después de decir esto, no quiso que allí se hablara más del asunto; pero continuó viendo y observando.

Cuando cesó lo más recio de la bulla, porque los gaznates se cansaron de gritar, comenzaron los dichos y los relatos á entretener á la gente. Se apuntó algo sobre si entraría ó no entraría el facioso en Cumbrales; pero la mitad de los oyentes no creían en la existencia de él, y la otra mitad daba el riesgo por fraguado en la imaginación del ocioso don Valentín; por la cual este asunto dió poco entretenimiento. Pero salió á relucir la tribulación de Tablucas, ¡y esta materia sí que absorbió los sesos á la gente!

Por lo que allí se dijo, desde que nosotros vimos á Tablucas en la taberna de Resquemín, el asunto del perro no había mejorado un punto, si es que no andaba peor: los mismos garrotazos á la puerta en anocheciendo, y el propio animal en el murio en cuanto alumbraba la luna; la viuda asegurando que nada oía ni veía de ello á tales horas; la familia embrujada llenando de cruces puertas y ventanas de día, y tiritando de miedo por la noche; algunos vecinos de la barriada encerrándose en casa al ponerse el sol, por si acaso; muchos otros del lugar, recelosos de todo perro desconocido, y, lo que más importaba, el pobre Tablucas sin hora de sosiego para trabajar la herencia que traía entre manos, y dar en el quid de una dificultad que no podía vencer en la máquina que imaginaba para pinchar lumiacos.

Uno de la deshoja aseguró que, pasando una noche á su casa por delante de la de Tablucas, oyó los tamborilazos; que, mirando por una rendija de la portalada, creyó ver una persona que se metió corriendo en casa de la viuda; pero que de perro en el murio, no vió pizca. Un viejo que esto oyó, dijo mal de aquella mujer, y mezcló en los supuestos al hijo de don Valentín.

—¡Jos!—exclamó otro de los oyentes,—eso, ya pa con tocino, tío Pamplingue... Por ahí no va el agua de los tamborilazos.

—No vos diré que vaya—repuso el viejo.—Dicho es que vos dije por lo que dicen; que yo, ni entro ni salgo. Porque tamién se dijo si en cá de Tablucas se fisgoneaba mucho lo que pasaba en cá de la su vecina; y bien pudieran, á modo de escarmiento, y pa cerrar los ojos á éste y al otro... Pero tocante á lo del murio, ¡eso pasma de too!

Sobre lo del murio, no faltó quien dijo que podría consistir (según parecer del señor cura) en unos cantos gordos que había á medio caer en el lomo del paredón; los cuales cantos, vistos desde casa de Tablucas y alumbrados por la luna, á poco que el miedo hiciera de por sí, bien pudieran parecerse á un perro muy grande. Respondióse á esto que el tal perro se veía á unas horas y á otras no; á lo que replicó el sustentante (también por boca ajena) que eso consistía en que la luna no siempre alumbraba por el mismo lado, y que «según era el punto de alumbre, así resultaba la fegura.»

Se desechó este supuesto y cuantos se apuntaron allí fundados en lo hacedero, y acomodables á las leyes del sentido común; y cátate, pío lector, con éstas y con otras tales, á la pobre tía Rámila sobre el tapete. Ya para entonces había descendido la montaña de panojas lo suficiente para que todos los deshojadores pudieran verse las caras, aunque algo turbias y de lejos; y una sola conversación entretenía á todos los circunstantes, esforzándose mucho la voz. ¡Horrores se contaron allí de la bruja! Apenas hubo persona en el desván que no la debiera algún agravio y que no la hubiera visto, en tal ó cual forma extraña, después de cometida la fechoría; y unánime estuvo la gente aquélla en declarar que era punto menos que herejía el mimo con que se la trataba en casa de don Pedro Mortera (aquí se bajó mucho la voz), donde se le daba entrada franca, y tentar á Dios manosearla como la manoseaba la señorita María, que tanta hermosura tenía que perder. Hablóse después de otras brujas, y de las maldades de las brujas, y de todos los remedios conocidos contra todas las brujas del mundo, y se fué á parar, por fin y remate, á que lo de los tamborilazos á la puerta de Tablucas, y lo del perro del murio contiguo á su corral, era obra de la Rámila... porque no podía ser otra cosa.

En esto, ladró el mastín de don Pedro Mortera en la garita de la corralada, y, casi al misma tiempo, se oyó en el desván un grito de espanto:

—¡Ayyy!

Y un segundo después:

—¡Ahí... le tenéis! ¡Que vos come!

Estos gritos los daba el Sevillano. El primero se le escapó del pecho porque, desde que tanto se hablaba en Cumbrales de lo del murio, le levantaba en vilo el inesperado latir de los perros. El segundo le dió para borrar el mal color del otro; y como todo se concebía en aquel valiente menos el miedo, celebróse la ocurrencia por los circunstantes (saturados de relatos y comentos de brujas en figura de canes) después de haberse estremecido de horror, aunque no tanto como el Sevillano que, del primer respingo, se alzó dos jemes sobre la greña de Chiscón, el cual, puesto de pie, le sacaba un palmo.

No pasó de aquí el incidente, porque, deshojada la última panoja de la pila, y siendo á la sazón muy corrida la media noche, subieron, detrás de Pablo, los sirvientes de la casa con sendos garrotes repletos de castañas cocidas, humeando todavía, más una gran botija, capaz de seis azumbres, llena de aguardiente. Repartió Pablo las castañas con una caldereta, y tres veces anduvo la rueda sin un tropiezo. No así el que escanciaba el aguardiente, puesto que halló uno en cada moza soltera, sabe Dios si por aborrecerlo todas; con lo que tocó á más á las casadas y á los hombres, pues no quedó gota en la botija.

Y vuelta entonces á los cantares, mientras comenzaba el desfile; cantares alusivos á todos y cada uno de los señores de la casa, presentes junto al arranque de la escalera del desván, pagando, aunque soñolientos y decaídos, con sonrisas y ademanes, pues las palabras no se hubieran oído, los saludos de la gente que se marchaba con estruendo y temblor de todo el edificio.

¡Y en el corral cantares, y en la calleja relinchos y más cantares!

Nisco salió solo; Catalina, con la gente de su barriada; y como en todas ellas se armó ruido, alborotáronse los perros que, aun sin que nadie los hurgue, no cierran boca en toda la noche; muchos valientes volvieron á pensar en lo del murio, y el Sevillano se agarró de Chiscón y no le soltó hasta la puerta de su casa, pues todo aquel trayecto hubo de necesitar, por las trazas, para convencerle de que no debía de acompañar en público á Catalina, después de lo visto, hasta hablar con ella en debida forma.

Cuando el de Rinconeda tomó por la vega el camino de su lugar, solo y casi á tientas, porque no había luna aquella noche, aún llegaban á sus oídos los moribundos ecos de alguna balada, el cansado latir de los perros alborotados, y hasta el alegre cantar de más de un gallo madrugador.

Chiscón entonces soltó un relincho que repitieron todos los ecos de la vega; y ningún otro ruido turbó ya la negra soledad de su camino, sino el triste, lento y remoto gemir del cárabo en el monte, y el bufar de una lechuza que pasó volando hacia el campanario de Cumbrales.

XVII. LA DERROTA

El domingo siguiente, después de misa, hubo en el local de la escuela, debajo de la sala consistorial, una concejada como no se había visto en todo el año. Sabíase de qué se iba á tratar en el concejo de aquel día, y faltaron contadísimos vecinos. Don Valentín llegó de los primeros, apenas se oyó el tran, tran, tran de las campanas. Juanguirle, rodeado de sus concejales, ocupó la presidencia en el sitial del maestro; manifestó el objeto de la reunión, y hasta aventuró un discursillo encareciendo las ventajas de las derrotas, mientras las gentes, como sucedía en Cumbrales, no supieran dar á las mieses destino mejor, desde noviembre á marzo; invocó, en apoyo de su parecer, la ley de la costumbre, tan vieja allí como el mundo (pues no había prueba de lo contrario), y sometió el caso al acuerdo, que había de ser unánime, de sus administrados, para dar así debido cumplimiento á lo mandado «arriba.»

El discurso alcanzó la aprobación del concejo, exceptuando á don Valentín, que se levantó airado de su asiento para llorar los males de la patria y los peligros de la libertad. Puso todo este lacrimoso cuadro enfrente de la criminal indolencia de sus convecinos, «amenazados día y noche por el azote afrentoso del perjuro,» y concluyó diciendo:

Do ut des. ¿Queréis derrota? Dadme ayuda; prestadme recursos para rechazar la invasión del déspota ó morir con gloria en la batalla. Á este precio tendréis mi voto, sin el cual no se pueden abrir las mieses de Cumbrales.

Tomóse esta actitud de don Valentín en muy diversos sentidos. Quién la aplaudía entre burlas y cháchara; quién, menos paciente, denostaba al veterano y al concejo que hacía caso de semejantes chapucerías. Los que así se expresaban eran los más; y ya el debate iba tomando mal aspecto para don Valentín, cuando Juanguirle, haciendo valer su autoridad, restableció el orden y el silencio, y dijo así:

—No hay que acelerarse, ¡voto al chápiro verde! ni sacar las cosas de su quicio natural, para entenderse las personas. El señor don Valentín se queja del poco aprecio que aquí se hace de esos amenículos de política que le quitan á él el sueño de un tiempo acá; pero hay sus más y sus menos respetive al caso, y se tocará el punto en su día, con su cuenta y razón de pulso y patriotismo. Lo que ahora importa y aquí nos reúne, es lo de la derrota; y sobre este particular, estamos, gracias á Dios, en la mejor conformidad todos los presentes.

—¡Menos yo!—gritó don Valentín.

—Así se ha entendido aquí, ¿no es cierto?—dijo el alcalde, paseando una mirada maliciosa por todo el concejo.

—¡Cierto!—respondió éste á una voz.

—¡Repito que no!—volvió á gritar don Valentín, estrujando entre sus manos el enfundado sombrero.—¡Yo me opongo á que se abran las mieses este año!

—En vista de tal conformidad—dijo el impasible alcalde,—se acuerda la derrota y se levanta la sesión.

—¡Protesto contra esta infracción de la ley! —vociferaba el veterano.—¡Invoco mis derechos de vecino libre... de ciudadano español! ¡Viva la libertad!... ¡Exijo que mi protesta conste en el acta para acudir en queja á donde se me oiga!

¡Como si callara! La algarabía de la desordenada muchedumbre ahogó su voz temblorosa y descompuesta; y, á mayor abundamiento, las campanas comenzaron á tocar á derrota.

Aún no había cesado la sonata en el campanario, cuando se oyó otra más recia y atronadora en todas las callejas del lugar: mezcla de bramidos, cencerradas, silbidos y jujeos. Nadie había soltado aquella mañana sus ganados, en espera del acuerdo concejil que las campanas publicaban ya con sus sonoras lenguas por todos los ámbitos de Cumbrales.

Desaparecieron como por encanto los portillos y seturas de las mieses; y cada una de las brechas resultantes fué vomitando en la vega el ganado á borbotones, en abigarrada y pintoresca mezcla de especies, sexos, edades y tamaños: la mansa oveja y el retozón becerro; la cabra arisca y el perezoso buey; la dócil burra y la gentil novilla; la sosegada vaca, el inquieto potro de recría y el toro rozagante. Tras el ganado y por el lado de la Cajigona, que vuelve á ser nuestro observatorio, apareció la gente que lo había conducido, y mucha más que se le fué agregando; pero la parte juiciosa de ella no pasó de los bordes de la meseta. Los muchachos, armados de sendos palos, terminados en gruesa y curva cachiporra, se lanzaron mies abajo, silbando al vacuno, apaleando á las burras, ladrando á las ovejas y espantando á los potros con gritos y aspavientos. Pero no era necesaria tan ruidosa excitación para que las inofensivas bestias dieran al traste con la formalidad; pues no bien sus pezuñas hollaron el blando suelo de la mies, toda la extensión de la vega les pareció poco para campo de su regocijo.

¡Válgame Dios, qué triscar el suyo y dar corcovos y sacudir el rabo! ¡Qué mugir los unos, y relinchar los otros, y balar aquestos, y rebuznar por allí, y bramar por el otro lado! ¡Qué embestir los chicos á los grandes, y hacerse éstos los temerosos y los débiles por chanza y pasatiempo! ¡Qué revolcarse los burros, y galopar los potros sin punto de sosiego, como si el lobo los persiguiera! ¡Qué derramarse por la cuesta abajo el compacto rebaño, y entrar en la cañada, largo, angosto y serpeante, verdadero río de lana tomando la forma de su lecho! ¡Qué gallardearse á lo mejor el becerrillo negro con humos de toro, junto á la apuesta novilla, y escarbar el suelo, y bajar la cabeza, y mirar en derredor con fiera vista, y hacer la rosca con el rabo, sin qué ni para qué, puesto que ningún rival le disputaba el campo! ¡Qué perder el tiempo en estos alardes que no eran agradecidos ni siquiera observados! Hasta el manso y trabajado buey olvidaba su esclava condición, sus años y sus fatigas, para tomar parte en el general holgorio con tal cual amago de corcovo mal hecho y aun ciertos asomos de galanteo á la vaca de su vecino.

Á todo esto, ni pensar en pacer seria y formalmente. Se tiraba un bocado al fresco retoño de la hondonada, pasando de largo; y otro, más lejos, á la paulina de la heredad; y luégo otro, de refilón, al verde de una regatada; y así se andaba y se probaba todo sin fijarse en nada, creyendo acaso que lo desconocido era más sabroso que lo ya probado. Faltaba el tiempo para recorrer la blanda y fragante alfombra de la vega; y el loco y desacorde vocerío y el sonar incesante de esquilas y cencerros, enardecía las bestias y túvolas sin juicio ni sosiego cerca de una hora.

Calmados los ímpetus poco á poco, los sesudos bueyes humillaron la cabeza sobre el elegido terreno para pacer de veras y á qué quieres estómago; trocóse en manso lago, sobre este prado ó aquella heredad, cada rebaño que antes fué torrente de ovejas; enderezóse el burro, harto de revolcarse, y sin sacudirse la basura, ahogó los últimos suspiros, roncos y desconcertados, entre cogollos de helechos arrancados á la sombra de una mimbrera terminal; los potros, dejando de correr, cruzaron de dos en dos los enjutos cuellos, se espulgaron á dentelladas y por largo rato... y todo movimiento fué cesando en la vega, hasta que no se oyó en ella otro ruido que el sonoro y acompasado de las esquilas y los cencerrillos de las bestias, que los movían al pacer blanda y sosegadamente.

Entonces se retiró á paso lento, con los brazos cruzados y la pipa en la boca, el último de los espectadores que habían contemplado el descrito cuadro desde lo alto de la meseta por el lado de la Cajigona, seguro de que, al anochecer, su ganado, sin otro conductor que el natural instinto, estaría á pie firme y rumiando á la puerta del establo ó á la del corral, esperando á que se la abrieran.

En tanto, los muchachos dispersos por la vega fueron reuniéndose en pandillas; una de las cuales, la más numerosa y apta para el lance de que se trataba, se posesionó de la vasta y limpia pradera que comenzaba pocas varas abajo de la Cajigona.

Pasaban de veinte los muchachos, cada cual con su cachurra (el palo de que antes se habló); todos descalzos, los más de ellos en mangas de camisa, y no eran los menos los que llevaban al aire la cabeza, trasquilada de medio atrás hasta el pescuezo. Á esta sección pertenecían, como cabos de ella, Birriagas, largo, chupado y pálido, muy reñidor y no cobarde; Cabra, incomparable salteador de huertas y robador de manzanas; tan ducho y hábil, que distinguía de noche, y sin catarlas, las carretonas de las piqueras; Bodoques, corto de resuello y gordo, pero fuerte; seco de palabra y de muy respetado consejo; Lergato (lagarto), sutil y marrullero para escaparse sin una desolladura de donde sus camaradas dejaban tiras del pellejo; Lambieta, goloso y desdentado; y, por último, Cerojas, así llamado por dos lobanillos negros que tenía en la cara y comenzaron á asomarle poco tiempo después de haberse dado una panzada de las llamadas bruneras, en el huerto de Asaduras.

Tratábase de un desafío á la cachurra, ó á la brilla, como también se dice; juego que se inaugura y cesa con las derrotas, porque sólo en las praderas de la mies puede jugarse, y vociferaban y se revolvían los muchachos de la pandilla sobre quién debía de arrimarse á quién para equilibrar con el posible acierto las fuerzas beligerantes. Hízose al cabo lo que propuso Bodoques, y quedó la tropa dividida en dos bandos, figurando en el uno Birriagas, Lergato y Cabra, y en el opuesto Bodoques, Cerojas y Lambieta, con sus respectivos soldados de fila. Se echaron pajucas entre Bodoques y Cabra, y tocóle la mano al primero; el cual, como tonto, eligió para brillar la cabecera alta del prado en que se hallaba la patulea.

Sacó luégo del bolsillo una bola de madera, del tamaño de una pelota; requirió su cachurra, que era de acebo con porro macizo y á la veta, y se fué á ocupar su puesto. Los demás muchachos se escalonaron prado abajo en dos filas paralelas, cara á cara, á la distancia de dos cachurras próximamente. Los últimos, y en el último tercio del prado y bastante lejos de sus camaradas respectivos, se situaron, frente á frente, Cabra y Cerojas. Entonces puso Bodoques la bola de madera, ó sea la catuna, ó la brilla (que de ambos modos se llama), encima de una topera, previamente amañada; se escupió las palmas de las manos; empuñó con las dos el extremo de la cachurra, y gritó con toda su voz, sin dejar de hacer la puntería á la catuna:

—¡Brilla va!

Á lo que respondió Cabra, su contrario, poniéndose en guardia:

—¡Brilla venga!

Y replicó Bodoques:

—¡Al que rompa una pata, que la mantenga, y si no, que la venda!

Dicho lo cual, hizo unas rúbricas en el aire con la cachurra, y ¡plaf!... allá fué la brilla, rápida y zumbando, por encima de los dos ejércitos en expectativa.

Corrieron debajo de ella siguiéndola, y Cerojas se dispuso á socorrerla con su cachurra para pasarla sin que tocara el suelo; pero erró el golpe por ir muy alta; y Cabra, más sereno, dejándola perder fuerza y altura, la recogió en el aire y á su gusto, y la volvió de un cachiporrazo hasta muy cerca de la topera de donde había partido. Dos varas más, y pierden el juego los de Bodoques. Pero andaba éste muy alerta; la tomó con su cachurra apenas tocó el suelo, y la volvió al medio del prado. Como iba rastrera entonces, cayeron sobre ella las cachurras á manojos; y entre ruidoso machaqueo y discordante vocerío, tan pronto subía la catuna como bajaba. Hubo un instante en que más de diez cachurras la sujetaron contra el suelo, no queriendo nadie que su enemigo la arrastrara á su terreno. Entonces Bodoques, que era forzudo, tiró con brío, y un poco al sesgo, un cachurrazo al montón; y mientras la brilla salió rápida del atolladero, las cachurras saltaron como si las volara una mina; y cuál de ellas machacó la nariz del propietario; cuál la espinilla del colateral; otra levantó en la frente chichones como el puño, y alguien se quedó, tras de contuso, desarmado. Hubo, por ende, ayes y por vidas de dolor, amenazas y protestas; y lo de soldado en tierra no hace guerra, fué invocado por ambos ejércitos en apoyo de sus conveniencias respectivas. Mas como en la porfía no se lograba siquiera el armisticio, y entre tanto el juego continuaba más abajo con varia suerte, poco á poco, mitigándose los dolores de los contusos, fueron los ánimos entrando en caja; y aunque renqueando unos y palpándose otros los coscorrones, cada cual se arrimó á su bando y continuó con nuevo empeño la partida, que, al cabo, ganó la gente de Bodoques, metiendo la catuna en la heredad con que lindaba la cabecera baja del prado.

Como el que gana es el que tiene derecho á brillar, y brilla desde el mismo sitio en que ha ganado, las dos hileras de combatientes cambiaron de terreno al brillar Bodoques; es decir, que jugaba prado arriba la que antes había jugado prado abajo, y viceversa.

Tal es el juego de la cachurra, ó brilla, que dura en la Montaña tanto como la derrota. El lector ha visto que se reduce á pasar la catuna de un lado á otro del terreno elegido. Para impedir que el contrario lo consiga antes por su banda, hay mil ardides con que los muchachos prueban su destreza; engaños lícitos, algo parecidos á los de que se valen los jugadores de pelota. Todo es permitido allí menos la intrusión de un jugador en el terreno del contrario. Cuando tal acontece, se le apercibe con estas palabras: á tu tierra, que te pego un palo; advirtiendo que el terreno de cada cual está bien determinado siempre por las cachurras mismas en ejercicio, frente á frente y porro con porro. Pero, por lo común, si la partida está muy empeñada, se prescinde del apercibimiento y, á buena cuenta, se larga el palo en la espinilla ó en los nudillos del pie desnudo.

Juego, en fin, de lo más higiénico y entretenido, si no fuera por las quiebras que lleva aparejadas, de piernas, dientes y otras no menos integrantes y estimadas porciones del jugador.

XVIII. EL SECRETO DE MARÍA

Los mejores mercados de la villa (porque en la villa se celebra uno cada semana) son los del maíz nuevo. En ese tiempo no hay pobres en el país, y cada cual acude á aquel concurridísimo centro de riqueza á proveerse de lo que no tiene, con un poco de lo que menos necesita. Al calorcillo de esta animación, hormiguean los tratantes y las mercancías de mil especies; y unidos todos estos estímulos á la suavidad de la temperatura, la belleza del lugar y la abundancia de las vías de comunicación, acontece que cada mercado es entonces una fiesta en que toman mucha parte las gentes desocupadas del contorno.

En Cumbrales no abundan las distracciones para personas de la condición social de Ana y María; por lo cual aprovechaban éstas la del mercado, muy á menudo, especialmente en otoño. Y no se crea que iban á la villa entonces con el único fin de recrearse: llevaban los bolsillos bien repletos, amén de una interminable lista de cosas, en un papel ó en la memoria; en la cual lista había de todo, desde el manojo de chiribías, hasta la vara de raso; desde la palangana de loza, hasta la resmilla de papel de cartas; desde la madeja de seda para bordar, hasta el bombasí para un refajo; desde la libra y media de queso pasiego, y el molinillo del chocolate, y el paquete de azucarillos, y las zapatillas de alfombra, y las tres libras de arroz, y la cerraja para el armario, y el vidrio para el cuarterón de tal ventana, etc., etc., hasta el lienzo para los calzoncillos de don Juan ó de don Pedro, ó el tartán para el vestido de invierno de doña Teresa. Para conducir este revoltijo de especies inconexas, acompañaban á las jóvenes sus respectivas fámulas de mayor empuje, con sendas cestas de mimbre pelado, de dos asas, á la cabeza, sobre el rueño de colores, bien guarnecido de picos pespunteados. Las leyes del bien parecer no exigían otro acompañamiento que éste á dos señoritas que iban al mercado; pero, á mayor abundamiento, Ana y María solían llevar el amparo de doña Teresa, ó el de don Pedro, ó el de don Juan, y vez hubo de ir los tres juntos; pero una, nada más. Y vamos al caso.

Después de los sucesos referidos en los últimos capítulos; cogidas y derrotadas las mieses y comenzadas las deshojas donde había mucho que deshojar, y hasta desgranado el maíz donde éste era el pan y la moneda de la casa; hechos dos tórtolas Ana y Pablo, y no tan regocijada, pero sí muy animosa, María, acordaron los tres ir juntos al mercado el primer día que le hubiera en la villa, si el tiempo no se entornaba; y como el tiempo no se entornó, el acuerdo llegó á cumplirse.

El camino derecho para ir á la villa desde Cumbrales, es por encima de Rinconeda; pero es mucho más blando y placentero el del valle, y éste usan las gentes de Cumbrales mientras las lluvias del invierno no reblandecen el suelo de las praderas y le hacen intransitable en algunos sitios las pozas y los pantanos. Este camino tomaron, en la susodicha ocasión, por la Cajigona abajo, Ana, María y Pablo, con dos mozas de carga, bien trajeadas, rozagantes y frescotas, antes que el sol llegara al fin del primer cuarto de su diaria carrera. Caminaban los cinco en ringle, porque el sendero era angosto y en los prados sentían los pies la frescura y humedad del rocío, aún no seco por el sol que aquel día andaba á la greña con las nubes. Como los bajos de Ana y da María se mojaban al rozarse con la yerba, y para que esto no sucediera era preciso levantarlos, y levantándolos se descubrían los altos del parlanchín y menudo zapato, y algo más que los arranques de la fina y estirada media, Pablo, que iba detrás de Ana, con un pretexto mal urdido por ésta, pasó á la cabeza de la fila.

Mientras así caminaban, por todos los senderos que desde el pueblo iban á parar al que nuestros amigos seguían, bajaban gentes con el mismo rumbo que ellos. Por lo común, mujerucas con la cestilla al brazo ó el saco lleno sobre la cabeza. Unas pasaban de largo después de saludar muy atentas, y otras se agregaban al grupo de las señoras: charlatanas insufribles, aduladoras sin medida, ó torpes y encogidas hasta la tartamudez. De las primeras era la Cotorrona, alta, seca y acartonada, alegre sin ser risueña, y relatora incansable de lo suyo, de lo ajeno y de otro tanto más. Nunca perdió un mercado, y jamás se supo á qué iba á ellos, con una cesta colgada del brazo izquierdo y cubierta con un refajo tirado sobre el hombro. Nada compraba ni vendía, aunque todo lo sobaba y ponía en precio; pero dejar de tomar á la salida, en una taberna de su devoción, el pucherete de potaje y dos cuartos de queso... antes faltaría el pedazo de borona para «el su hombre.»

Esta mujer se puso detrás de Ana, y comenzó á despotricar sin que nadie se cuidara de ayudarla ni de contradecirla. En ocasiones dejaba la tarea, no para descansar, sino para meterse donde no la llamaban; como verbigracia:

—Alevante un poco más, doña Ana, que le arrastra entovía la randa por la herba... ¡Jos! no me mirara yo tanto en su caso, que, por cierto vida mía, bien tiene que locir... ¡Vaya, que quien ve esa cinturica, tan fina que se puede abarcar con la llave de la mano, y esos pies de cañamón en dulce, no pensara que tan rollizas las tenía, hija!... Dígote que onde menos se piensa... Bendito Dios, ¡cómo rejunde el buen sustento!... Y no me dejará doña María por mentirosa, aunque esa más á la vista lleva la rebustez. ¡El Señor las conserve tan majas y locías para salú propia y bien de los caballeros que tengan la suerte de merecerlas!

Sonreíase Ana, bajaba María las faldas hasta los pies, y carraspeaba Pablo. Tornaba luégo la Cotorrona á rajar con la lengua famas y caudales; terciaba de vez en cuando en el empeño alguna de las mujeres pegadizas; y de este modo se habló allí de cuantas gentes pasaban al mercado; de lo que llevaban, de lo que traerían, de lo que dejaban en casa, de la cosecha, del ganado, del Ayuntamiento, de lo del perro, y, por último, de las «malas almas» de Rinconeda, cuyas mieses comenzaban á pisar á la sazón las murmuradoras y sus taciturnos y aburridos oyentes. Pablo, en tanto, espantaba las mansas bestias que pastaban cerca del camino, para que nada temieran las dos jóvenes, ó las ayudaba á saltar esta zanja ó aquel vallado; tareas en que el mozo disimulaba mal el gusto con que oprimía la mano ó ceñía la cintura de la hija de su padrino.

Acabáronse las praderas y comenzaron los callejos, muy ásperos aunque cortos; pero no calló un punto la Cotorrona, por más que Ana lo intentó muchas veces. Después de los callejos, la sierra, donde el camino se arrastra entre brezos y matorros. Allí necesitaron Ana y María abrir las sombrillas, porque comenzaba el sol á calentar. Breve fué la subida, pues la sierra no es larga; y estar en lo alto de ella es estar en la villa, porque ya se la ve abajo, con la cabeza reclinada en la falda del monte, tendida en la linde del valle de que es dueña y señora; valle quizá el más hermoso de toda la Montaña, regado por el mismo río que hemos visto pasar al Norte de Cumbrales.

Ana y María, en un impulso que es instintivo en las mujeres en semejantes casos, antes de comenzar á bajar la sierra, que espeso monte es por aquella vertiente, se arreglaron el cabello y los pliegues de la falda, como dama que llega á la puerta de un salón de baile, y se detuvieron un buen rato, no tanto para orearse y descansar, como para deshacerse de la molesta compañía de la Cotorrona.

Quedáronse al fin solas con Pablo y las dos fámulas, y así entraron en la villa por aquel arrabal, hasta donde llegaba el reflujo del hervor que se oía más adentro; reflujo de gentes dispersas y errabundas que iban y venían sin derrotero fijo, entre casas desperdigadas y medio campesinas todavía.

Andando, andando, las casas iban uniéndose y enfilándose unas con otras, el gentío espesaba y los rumores crecían, hasta que se llegaba al foco de la ebullición, verdadero mar de cosas y de gentes, con sus bramidos sordos y su agitación incesante. Este mar estaba en la plaza, vastísimo espacio circuído de grandes edificios con espaciosos soportales de arcos de sillería. ¡Lo que había sobre aquel encachado suelo! El cestuco de patatas; el taleguillo de harina; los nabos de Reinosa; los limones de Cóbreces; las calladas del Puente; la triguera de chiribías; la banasta de manzanas; el queso de las Cabeceras; el celemín de fisanes; las tres parejas de pollos; las dos docenas de huevos... Todas estas menudencias y otras infinitas, delante de los vendedores, acurrucados en el suelo en apretadas hileras. Después, en espacios más anchos, los zapatos de Novales; las abarcas de Carmona; los yugos y prisiones de Cieza; los montes de pan en roscos, en cruz y en tortas; los calderos y trébedes de Balmaseda; los puestos de baratijas, como dedales de acero, alfileteros de latón, navajas de poco más ó menos, cordones de estambre y gargantillas de cristal; las montañas de pimientos morrones y choriceros; los corderos en capilla, quiero decir, atados de pies y manos, jadeantes, con los ojos revirados y la punta de la lengua fuera de la boca, ora en el suelo, ora danzando en el aire sopesados por el comprador; las ollas y cazuelas de barro; las cestas de mimbre; los garrotes de Peñamellera; la vasija valenciana; amoladores y zapateros ambulantes; gallineras de Asturias... y demonios colorados; y entre todo ello, los compradores y curiosos yendo y viniendo, oprimidos, casi prensados, guardando el equilibrio, bregando sin cesar y ayudándose unos á otros para avanzar un paso en el continuo atolladero de contrarios oleajes, más irresistibles que por su fuerza, por su ruido ensordecedor y mordicante.

Publicábase á gritos la mercancía; á gritos se regateaba, y á gritos se la ofrecían más barata desde otro puesto al comprador indeciso; á gritos se pedía paso donde, contra toda ley, no le había; á gritos se quejaba quien no podía apartarse á un lado por falta de terreno para moverse; á gritos se saludaban las gentes, y á gritos se citaban, y á gritos se entendían; el ferretero tocaba con el martillo una palillera sin fin sobre la mayor de sus sartenes; cacareaban los gallos; gemían los cabritos amontonados; gruñían los cerdos que pasaban, á rempujones, del mercado de los de su especie desdichada; resonaban las panderetas probadas por mozas de buena mano, y los dalles, heridos contra las piedras; roznaba el paciente burro del pasiego, atado á un pilar de los soportales, libres sus lomos por entonces de la carga que su dueño publicaba á voces un poco más allá; sonaban las campanillas de un puesto de ellas, sacudidas una á una por el aldeano que buscaba un par bien acordado, cuando no zarandeaba con toda su fuerza un collar cargado de esquilones... ¡que es lo que hay que oir!; chirriaba el eje del carro que pasaba cargado de maíz; aullaba el perro perseguido á puntapiés por el queso robado ó el pan mordido; cantaba el ciego al son de la ronca gaita, y el lazarillo al de su pandereta, herida á puñetazo seco; sonaba el martillo del herrador, y el mazo del hojalatero... y, en fin, la campana del reló cuando callaban las de la iglesia.

En los soportales alzábanse, sobre improvisados mostradores, cordilleras de paños y bayetas de todos los imaginables colores, y había detrás de los mostradores tiendas atestadas de los mismos géneros y otros sin número; y en cada calle de las que partían de la plaza, tiendas y más tiendas, y hasta en los rincones de los edificios mal alineados; y más lejos, otro mercado donde los granos y frutos de muchas especies entraban por miles de fanegas y de arrobas; y más lejos todavía, y en adecuado lugar, otro mercado de bestias de cerda; y lo mismo que en la plaza principal, en los soportales, en las tiendas, en las calles y en los otros mercados, gente y más gente, y ruido y más ruido.

Quisiera yo que el lector de ultrapuertos no tomara á broma esta pintura que le borrajeo de un pueblo montañés, que es, en España, quizá el primero entre los de su modesta categoría. Esto por lo que hace á su rápido crecimiento; pues si se mira su belleza externa y la del paisaje que le circunda, es aún más difícil hallarle competidor.

Volviendo al asunto, digo que muy buen rato antes de mediodía, comenzaron á verse en el mercado las damas de la villa, en elegante arreo, husmeando los puestos de la plaza, con su cortejo de galanes de punta en blanco. Mirábanlos de reojo y con recelosa curiosidad los caballeretes de los pueblos, que braceaban en aquel mar, un tanto desaliñados y polvorientos á causa de la fatiga y estrago del camino, y dejábanse mirar los de la villa con piadosa complacencia, seguros de su importancia incomparable.

Á María, corta de genio y muy desconfiada de su valer, la acoquinaban las actitudes de aquel encopetado señorío, ante el cual, á pesar de su lozana frescura y de su intachable atavío, se creía fea, desgarbada y mal vestida. Ana, por el contrario, dejándose llevar de su natural franco y abierto, parecía complacerse en excitar la curiosidad por el gusto de vencerla con su mirar valiente, que sabía hacer burlón y desdeñoso sin esfuerzo y muy al caso. Cuanto á Pablo, no hay para qué decir lo que se aburría y mareaba entre el barullo, sin curarse más de lo que pasaba ante sus ojos, que de las coplas de Calaínos.

Ya, para entonces, estaban las cestas repletas, y hasta colgaban de las asas, por fuera, muchas cosas que dentro no cabían; pero no había que pensar aún en volverse á Cumbrales. Necesitaban antes dar una vuelta por la villa y un vistazo á los otros mercados; porque cuando de ellos se vuelve á casa, los que no han estado allá hacen muchísimas preguntas; y es bueno saber entonces á cómo iban las alubias, y el maíz y las patatas, y los cerdos de cría y los de matanza, para responder á todos.

Y brujuleando así entre calles, vió Ana que por la acera de enfrente venía un mozo muy guapo y apuesto; que este mozo miraba mucho á María; que María se puso encendida como la grana, y que el mozo, no muy dueño de sí, anduvo, al cruzarse con ella, atarugado y confuso, amagando palabras que no pronunció y saludos que no hizo. Siguieron los de Cumbrales calle adelante, y el mozo los acompañó con la vista; y como María, al doblar la esquina, mirara hacia atrás con el rabillo del ojo, clavóse el hombre en aquella especie de anzuelo, y siguió desde lejos á María. Al cabo se arriesgó; y en la primera parada que hicieron los de Cumbrales, acercóse, al amparo del barullo; saludó muy cortés, y habló á María sin misterios ni dengues y como si fuera la cosa más natural del mundo; por lo que Pablo no paró mientes en ello. Pero Ana sí, y hasta distrajo á Pablo y logró que, durante el paseo por la villa, María y el galán apuesto se despacharan á su gusto.

Al salir para Cumbrales, preguntó Pablo á María, después de contestar al reverente saludo con que el mozo se despidió:

—¿Quién es ese?

Á lo que contestó María con mucha serenidad:

—Pues uno de aquí, que me conoce.

Y no se habló más del caso. Pero andando monte arriba, quedóse Ana muy roncera, hasta arrimarse á María, que iba detrás de todos; y mientras Pablo trepaba á largos pasos y le seguían jadeando las dos mozas, con las cestas sobre la cabeza, dijo aquélla á su amiga:

—¿Tiene algo que ver... ese que te conoce con el abismo de que hablábamos tú y yo en cierta ocasión?

—¿Por qué me lo preguntas?—preguntó, á su vez, María.

—Porque lo sospecho. ¿Quién es?

—Hijo de don Rodrigo Calderetas.

—Pues cata el abismo, y no me digas más.

—¿Abismo te parece á tí también, Ana?

—Hablo por tu boca... pero mayores los hay en el mundo: como uno que yo me temí. ¡Qué barbaridad! ¿Dónde tenía yo el entendimiento?

—¿Pues qué pensaste, Ana?—preguntó María con viva sorpresa.

—Nada, hija, nada; sino que á veces, tal se ensartan las casualidades y tales visos toman de verdad, que llega uno á ver hasta bueyes que van volando.

—Cierto—dijo María sonriéndose:—por una sarta así, llegué yo, en una ocasión, á sospechar de tí algo parecido; sólo que á mí me duró menos la sospecha, aunque no me la quitaste con razones como la que tú acabas de descubrir: bastóme un poco de reflexión.

—Pues entonces estamos en paz en ese extravagante pensamiento... ¡qué tiene que ver! Y ahora, dime, ¿dónde conociste á ese que te conoce?

—En la villa.

—Ya; pero ¿cuándo?

—Cuando vine con mi madre, dos años hace, á pasar unos días en casa de aquellos parientes suyos que se volvieron á Asturias poco después.

—Y ¿cómo os habéis arreglado para continuar lo comenzado entonces?

—Por cartas.

—¡Hola!... ¿Por el correo?

—¡Virgen María!... ¡Quién me lo mandara! Á la mano.

—Y ¿por qué mano, inocente de Dios?

—Por la de la Rámila.

—¡Miren la cordera que no teme á las brujas!... ¡Vaya si supo poner el secreto en lugar seguro! ¡Y no pensaste, criatura sin malicia, que á negocio en que anda la mano del diablo no puede ayudarle Dios?

—¿Créesle desesperado, Ana? Dime la verdad, sin zumbas.

—¿Estás segura tú de que... ese que te conoce te quiere como se debe?

—Sí, porque yo he impedido que se acerque á mi padre.

—¿Por qué lo has impedido?

—Por la guerra en que está el suyo con él. ¡No se pueden ver, Ana!

—¡Bah! Cosas de tu padre.

—Pero ¿qué piensas tú del caso?

—Que le dejes de mi cuenta.

—¡Mira que está muy obscuro!

—Yo le sacaré á la luz.

—¿Con qué, Ana?

—Con otro caso menos difícil. Verás cómo se enredan los dos; y hasta puede llegar el tuyo á ser causa de grandes bienes para todos.

—¿Qué caso es ese?

—Delante de los ojos le has tenido y no le has visto. Pero, en fin, ya te lo explicaré cuando deba. Ahora, chitón, que nos esperan Pablo y las muchachas allá arriba.

Acabaron de subir la cuesta; descansaron todos un rato en la loma; y sin otros sucesos que dignos de narrar sean, llegaron media hora después á Cumbrales, sanos y contentos, cada cual á su modo, aunque un tanto despeadas y correosas las fámulas, y algo polvorientas y rendidas, pero muy guapas, las señoras.

XIX. RETAZOS

En esto, don Rodrigo Calderetas escribió una carta á don Juan de Prezanes, en la cual carta decía, entre otras cosas, la gran persona:

«Menester será que redoble usted la vigilancia y active los trabajos en ese terreno, porque no hay momento que perder. El Barón no sosiega un punto y revuelve los imposibles. El Marqués confía en sus buenos amigos, entre los que, con justicia, le cuenta á usted, y así me lo dice. Para mantener las filas apretadas y reclutar soldados nuevos, no le duelan á usted larguezas del género consabido: aquí estoy yo para cuanto ocurra, y detrás de mí, lo que usted sabe, que puede y manda y no deja mal á sus amigos, por nada ni por nadie. Lo verá quien dude y le sirva, si, como otras veces, es preciso, por el bien del Estado, saltar por encima de ciertas consideraciones y respetos. En estas batallas no hay otro remedio que ser un poco duro de corazón con el enemigo tenaz. Dígame qué exigencias presentan esos auxiliares, para ir formando poco á poco el expediente, llamémosle así, que he de elevar á donde ha de ser despachado con las debidas recompensas y los necesarios escarmientos.

»Nos está haciendo mucho daño el diablejo de Asaduras. Háblele, óigale y cómprele, pida lo que pidiere. No habría necesidad de recurrir á estos extremos, que parecen un tanto reñidos con la sana moral, si ese amigo de usted y que tanto lo fué mío cuando yo no me había resuelto aún á sacrificar mi reposo y mi hacienda al bien de este país desventurado, que va hundiéndose en el abismo por las ruindades y atrevimientos injustificados de cuatro ambiciosos intrigantes; si ese amigo, repito, no llevara tan lejos su tesón y sus escrúpulos. Él se entenderá... y yo también le entiendo. Sí, amigo mío, le entiendo; y aunque me duela decírselo á usted, me consta, con nuevos datos, que no solamente es desafecto á las instituciones que todos veneramos, sino que también trabaja sordamente contra ellas y contra los que las apoyan, sin exceptuar á los amigos y compadres... Téngalo usted muy en cuenta, pues le interesa mucho; que á no interesarle tanto, no se detendría en estos enojosos pormenores un caballero como yo.

»Traigo entre manos el asunto del alcalde, única persona que no es nuestra en ese Ayuntamiento; mas para quitarle se necesita envolverle en una maraña cualquiera, que sirva de pretexto á la causa que se le forme. El secretario se ha comprometido á desempeñar satisfactoriamente ese ligero preliminar, con la insignificante condición de que se aprueben ciertas partidas de las cuentas municipales que aún andan por allá en tela de juicio. Cuento con la aprobación solicitada, y, por tanto, doy por destituido al alcalde, pues no cabe dudar de la destreza y buenas agallas del secretario. No se olvide que este alcalde es obra de don Pedro Mortera, que no tuvo reparo en librar una verdadera batalla contra usted, que guerreaba por Asaduras. Recuérdoselo á fin de que no se pare en cualquier escrúpulo de amistad que pudiera asaltarle la conciencia, cuando se resuelva, como lo deseo, á ayudar al secretario en sus propósitos. En la penuria en que se nos quiere poner, no debemos desperdiciar ni las migajas.

»Por eso le recomiendo mucho también la pretensión del amigo don Valentín, con cuya falanje no podemos contar con seguridad á la hora presente. Ya sabrá usted que ese respetable veterano tiene empeño en que se apruebe y se ejecute ahí su plan de defensa contra el enemigo, en el caso probable de que éste intentara entrar en Cumbrales. El tal don Valentín vino á verme esta mañana y me explicó minuciosamente el proyecto. Parecióme complicado, costoso y de éxito infalible; pero se queja el valiente veterano de que nadie le presta atención ahí, y teme no hallar los elementos que necesita para realizar sus patrióticos fines. Atribuye él en gran parte esta frialdad de sus convecinos á la influencia reaccionaria de cierta persona que no quiero nombrar porque no crea usted que me complazco en indisponerle con ella, complacencia que no cabe en el corazón de un caballero como yo; pero muy bien pudiera no equivocarse don Valentín. Lo cierto es que éste no votará á otro candidato que al de las gentes que le ayuden en la empresa, ó no votará á nadie si nadie le ayuda á él. Por demás comprendo que no es grano de anís lo que desea y necesita, y que hasta tiene sus puntas de locura la ocurrencia; pero no hallo inconveniente en que se le preste atención y se haga algo en muestra del buen deseo. Lo cierto es que nosotros, los liberales de orden y de arraigo, no estamos bien con las manos cruzadas delante de los criminales acontecimientos que son causa de los desvelos de don Valentín, y juzgo que un alarde bélico de Cumbrales contra el obscurantista rebelde, sería del mejor efecto en el país; sobre todo, si lográramos eslabonar con ese noble y patriótico sacudimiento, la candidatura de nuestro amigo el marqués de la Cuérniga.

»Como usted comprenderá, señor don Juan, yo no hago otra cosa que dar la voz de alerta y aconsejar lo que, en mi pobre juicio, debe hacerse; á ustedes toca lo restante, puesto que les interesa más que á mí el buen éxito de la batalla. Así cumplo con mi deber; y crea usted que no es leve esa cruz que arrastro. ¡De qué buena gana se la cediera á los que envidian mi legítima importancia en el país! Porque, después da todo, los pueblos son ingratos, y me pagan con perfidias y deslealtades los sacrificios que hago por ellos.»

Horas después que la carta, llegó Asaduras á casa de don Juan de Prezanes.

No describo á este personaje, porque no me le tachen de parecido á cierto Patricio Rigüelta, pariente suyo muy cercano, por parte de padre; la cual semejanza, después de todo, no tendría nada de particular, pues la da el oficio de ambos, ó, por mejor decir, la naturaleza, que produce ciertos hombres formados ya para ejercerle con fruto y lucimiento.

Y hablando el tal Asaduras con don Juan de Prezanes, llegó á decir de esta suerte:

—Mucho me alegro de que se resuelva usté á abrir la mano (cosa que hasta el presente no ha querido hacer, por lo cual el asunto no ha pasado entre ambos á mayores) para que se vea y se cuente lo que hay en ella; pues, á mi modo de ver, éste es el camino único por donde las gentes de bien llegan á entenderse... Pues yo, señor don Juan, voy á decirle á usté en lo que estimo la ayuda que con tanto empeño me busca para el marqués de la Cuérniga, y mucho me alegrara de que el precio no le pareciera subido, porque, en rigor de verdá y tanto por tanto, mejor quisiera servirle á usté, que es, como quien dice, de casa, que á ningún otro forastero de los que trabajan la partida al barón de Siete-Suelas... Son corazonás de la nobleza de uno, que no se pueden remediar. La tierra jala siempre á los suyos... y vamos al caso. No es usté ignorante, señor don Juan, de que yo pretendí, en tiempo legal, los terrenos que cercó junto al monte el señor don Pedro Mortera. Era más pudiente que yo; subiólos en remate hasta donde él solo era capaz de alcanzarlos, y quedóse con ellos... hemos de ser justos, en buena ley. Pero yo no los perdí nunca la que les tuve, ni se la perderé en los días de mi vida, porque los ojos me llevan al mirarlos hechos un jardín. ¡Qué cierro, señor don Juan!... Pues ese cierro es lo que yo pido por servirle á usté en esta ocasión... Ya veo que usté se asombra, y es natural si se mira el caso por derecho; pero déjeme acabar. Están en regla los decumentos del remate; todo se hizo como la ley manda; pero yo le aseguro que si usté me ayuda á mover á estos concejales que son de usté, antes de ocho días no conoce aquel expediente la madre que le parió; se hace una denuncia á tiempo; la apoya don Rodrigo, que ya está en autos; se manda abrir el cierro; se encausa al Ayuntamiento que engañó á la Administración con decumentos falsos; se vuelve á sacar á remate del modo que yo diré, y, sin que pasen tres semanas, el cierro es mío.

—............

—¡No se enfade, por Dios, señor don Juan! que, en postre y finiquito, ésta es una proposición como otra cualquiera. Si no gusta, tan amigos como siempre; pero no se olvide que yo no me comprometí á decir cosa que á usté le agradara, cuando usté me brindó á proponer lo que me pareciera más conveniente. Y ahora oiga otra condición que tengo que poner todavía; y eso, porque soy muy leal y juego siempre limpio: he de estar en posesión buena y bastante de ese cierro, quince días antes de las elecciones. Si usté me sirve al tenor de lo expuesto, de usté seré con todas mis fuerzas; si no, cumpliré honradamente mis compromisos con el señor Barón, que, si no me da el cierro, porque no puede, como otros podrían, sabe corresponder rumbosamente con los amigos con aquello que está á sus alcances.

—............

—¡Pero, hombre, no se alborote usté así por cosas de tan poco momento!

—............

—¡De poco momento, sí, señor!

—............

—¡Anda, hijo, anda! ¡Con que en lugar de ponerme por mote Asaduras, debieron haberme sacado las mías?... Pues mire usté: olvido de buen aquél esa ofensa, por la gracia que me hace lo otro de que si guerrea contra don Pedro, es sólo por tesón de que no valga la suya; y que tan aína como él le conceda una pizca de razón en lo que usté hace, con él se irá á donde él quiera llevarle.

—............

—¡No, no!... ¡ya veo que le pone usté cerca de los santos del cielo; y mucho deben valer esas alabanzas en boca de un enemigo!

—............

—Hombre, enemigo dije por lo que á la vista está en la ocasión presente y lo que ha estado en otras tales. La verdá es que, si vamos á hilarlo muy delgado, bien pudiera quebrarse entre los dedos. ¿En qué manifiesta corresponder á la buena amistá que usté le guarda? En casos como el presente, no le ayuda; en otros parecidos, le combate á muerte; si usté dice que blanco, allí está él para sostener que es negro, hasta en los puntos de menor cuantía; y si á creer vamos lo que rutan las gentes, no tienen ustés día de paz completa, por oponerse á todo su genio mandón y riguroso. Yo no diré que esto sea tirria y mal querer hacia usté, como algunos lo aseguran, porque en tales adentros no debo meterme; pero el demonio me lleve si tiene trazas de sentir cariñoso ni de buena intención.

—............

—No fué tal mi ánimo, señor don Juan: he respondido á un reparo que se me ha hecho, y nada más.

—............

—Cierto; pero don Rodrigo me dice que se lo proponga á usté; usté me llama á su casa; vengo y se lo propongo... De modo y manera que, apurando las cosas, lo feo de la propuesta no está en ella ni en mí, sino en el oficio que usté trae y de sí lo da.

—............

—¡No es insolencia, señor don Juan, sino la verdá pura!

—............

—Eso es muy distinto: en su casa, usté es el amo, y en su derecho está al plantarme en el corral; pero entiéndase que si usté no me hubiera llamado, yo no hubiera venido. Y con esto me largo, que también yo tengo casa, donde soy amo y señor... y no debo nada á naide.

Por último, llegó don Valentín; y tras un largo discurso, enderezado á probar el deber en que se hallaban los hombres libres de resistir á todas horas y en todos terrenos «al perjuro, que de nuevo manchaba el suelo de la patria con su planta inmunda,» se expresó así:

—Hay más relación de la que usted se figura entre servir yo al candidato de ustedes, y ayudarme ustedes en la empresa que me quita el sueño. Yo soy esclavo de mis principios políticos, y á ellos ajusto los actos de mi vida civil. Entra en mi conciencia política la ejecución del plan que traigo entre manos; y ayudando á los hombres que me ayuden, cumplo con mi deber, porque sirvo á mi causa, á la causa de la libertad, que es la causa de la patria; y, por consiguiente, obro con arreglo á mi conciencia. Yo bien sé, señor don Juan, que la empresa es peliaguda y de riesgos; pero se intenta siquiera; se ponen los medios; y, al último, si no se vence en ella, se muere con honra. Y es peliaguda la empresa, porque no es fácil despertar en estas gentes embrutecidas ciertos sentimientos delicados, con los cuales hacen proezas otros pueblos y hasta vencen los imposibles; pero también sé quién tiene la culpa de ese embrutecimiento ignominioso en que vegetan nuestros desdichados convecinos... ¡vaya si lo sé! Aquí, señor don Juan, tiene más arraigo de lo que á usted se le figura la causa del perjuro; aquí conozco yo á un pudiente que, so capa de no querer meterse en barullos de política, sirve en grande á la de su devoción, y quizá conspira en la obscuridad de sus escondrijos misteriosos; quizá él y los esbirros negros que le ayudan, afilan hoy el puñal con que á usted y á mí ha de herirnos mañana el brazo del tirano que se guarece ahora un poco más allá de esos montes. No tengo necesidad de decir á usted quién es ese pudiente, rémora de todo progreso liberal en Cumbrales.

—............

—No me ciega la pasión ni me engañan los ojos que han envejecido mirando de qué pie cojean los hombres; y ciegos deben ser los de la malicia de usted si no han visto mucho de lo que yo digo.

—............

—Eso que usted me responde honra mucho á su corazón; pero deja los supuestos como estaban. El señor don Pedro Mortera no es trigo limpio, ni, hablando en plata, tan leal amigo de usted como usted lo es suyo.

—............

—¿En qué me fundo?... Y ¿quién mejor que usted puede saberlo? ¿En qué le ha servido? ¿De qué apuro serio le ha sacado á usted cuando se ha visto con el agua al pescuezo en sus peleas electorales? ¿Qué testimonio público ha dado jamás de que es capaz de hacer por usted... lo que por él está usted haciendo ahora: defenderle?

—............

—Cierto: nunca ví que delante de él le ofendiera á usted nadie; pero igual hubiera sido, porque casos se han dado, según cuentan... y yo me entiendo.

—............

—Repito, señor don Juan, que obra usted como un caballero al expresarse así, y me callo, puesto que lo desea, aunque con el sentimiento de no quedar convencido; pero otra vez será. Por de pronto, conste, en abono de mi conducta, que, hablando de la enfermedad, no podía yo menos de investigar las causas de ella. Para concluir, señor don Juan: ¿qué hay de mi pleito?

—............

—Eso no es decir nada.

—............

—Bien conozco que usted solo muy poca cosa puede hacer; pero si no se da el primer paso siquiera...

—............

—Pues una cosa parecida respondo yo: veremos, señor don Juan, veremos; y según sea el amparo que usted me preste hoy, así será el auxilio que le dé yo mañana. Ya sabe usted dónde vivo; perdonar el mal rato... y hasta cuando usted quiera.

El mismo demonio no dispusiera mejor un plan para sacar de quicio á don Juan de Prezanes, que saboreaba con avidez las relativas dulzuras de las nuevas paces hechas con su compadre y amigo. Don Rodrigo Calderetas, Asaduras, don Valentín, personajes inconexos entre sí, por educación, por ideas, por aficiones, y, sin embargo, unánimes los tres en considerar á don Pedro Mortera enemigo solapado del quisquilloso jurisconsulto. ¡Y se lo contaban á éste sin reparo! ¡Qué de cosas no sabrían cuando tales insinuaciones se les escapaban de los labios!

Así es que al bueno de don Juan le chisporroteaba el cerebro en cuanto se quedó solo y se puso á meditar.

—¡Y sea usted dócil—exclamó de pronto dando un puñetazo sobre la mesa y apartando, de un puntapié, la silla en que estuvo sentado;—y humíllese usted y, en bien de la paz, olvide heridas y agravios, y bese la mano que ha de darle la puñalada en el corazón! ¡Y todavía seré yo el lobo indomesticable, y él el apacible y manso cordero!... ¡Hipócrita!... ¡Bribón! Pero yo te aseguro que no has de salirte ahora con la tuya. Lucharé sin punto de sosiego, por lo mismo que estas luchas te incomodan; y venceré, para que veas que ni te temo ni te necesito... ¡Si yo no voy á tener otro remedio que hacer al fin una barbaridad!

En esta tensión estaban sus nervios cuando topó con don Pedro Mortera, en uno de los paseos vertiginosos á que se había entregado en la sala.

XX. EMOCIONES FUERTES

Á tiempo llegas, ¡vive Dios!—bramó el jurisconsulto, trémulo y erizado.

—¿Ya estás con la mosca, hombre?—respondió don Pedro, parándose junto al hueco de la puerta.—¿Dónde demonios la cogiste? ¿Por qué te pica ahora?

—¡Y tienes el candor de preguntármelo!

—¿Es decir que yo debo saberlo?

—Debieras presumirlo, cuando menos.

—¿De manera que estamos como estábamos?

—Así lo quieres tú y así sucede... ¡y así sucederá, mientras los hombres no lleven, como yo, la conciencia en la palma de la mano, y escritos en la frente sus pensamientos!

—Todo eso me huele, Juan, á que has dado suelta á los tuyos, y te andan á calabazadas en la mollera. ¡Que nada te aprovechen los escarmientos y nada te enseñe la experiencia!...

—Tienes razón, Pedro: nada me enseña la experiencia... ¡tanto me cuesta creer en la falsedad de los hombres! ¡Y cuánto disgusto me ahorrara si más escarmentado fuera: si de una vez para siempre cortara por lo sano é hiciera un deslinde en el campo de ciertas intimidades!

—Como la nuestra, ¿no es eso? Mira, Juan: el pensar á voces, como tú piensas y quieres que piensen los demás, tiene la contra, amén de otras muchas, de que se hacen públicos los pensamientos ruines, como esos que, por las trazas, me consagras ahora. Por fortuna, te conozco muy á fondo; y, porque te conozco así, te los perdono, sin usar del derecho que me das, pensando mal de mí, para preguntarte por la causa de ello. ¡Qué hermoso manicomio fuera el mundo, tan lleno de hombres aprensivos, si todos pensáramos á voces, como tú lo deseas!... Pero dejemos esto ahora.

—No he de dejarlo, ¡vive Dios! que me interesa mucho ponerlo en claro.

—Corriente, Juan; pero como yo no he venido á tratar de ese punto, aplázalo siquiera hasta que yo te diga á qué vine; y, entre tanto, piensa de mí cuantas maldades quieras.

Esto dicho por don Pedro Mortera, detuvo á su amigo que por delante de él pasaba muy agitado; asióle del brazo y le introdujo en el gabinete; á todo lo cual se prestó el jurisconsulto como una máquina, pero una máquina cargada de pólvora y erizada de mechas encendidas entre espinas de acero. Cuando estuvieron encerrados los dos compadres, dijo de muy mala gana don Juan de Prezanes, continuando allí sus paseos:

—¿Á qué tantos misterios? ¿Qué es lo que tienes que decirme?

—Que merecías que no te lo dijera, por obcecado y cascarrabias,—respondió don Pedro Mortera.

—¿Puedes decirme á qué has venido, sin provocar nuevos altercados?—repuso don Juan, desentendiéndose de la chanza de su amigo.

—He venido—respondió don Pedro,—á pedirte la mano de Ana para mi hijo Pablo.

No es dado á la rudeza de mis pinceles pintar con exacto parecido la impresión que estas palabras causaron en el jurisconsulto de Cumbrales. El corazón, el cerebro, los nervios, cuanto en su sér había de inteligente y sensible, se conmovió al mismo tiempo por muchos y diversos modos. Lo inesperado del caso; la vehemencia de su amor á Ana; las prendas de Pablo, á quien quería como á un hijo; la alegría reflejada en el noble rostro de su compadre; las ruines sospechas con que él le ultrajaba un momento antes; el inmenso beneficio con que le brindaba el enemigo supuesto, y la mal probada lealtad de los amigos que con tan negros colores se le pintaban; la inquebrantable entereza del uno; las sospechosas veleidades de los otros; lo que le estaba pasando entonces; lo que le había pasado toda su vida; su soledad de siempre; el abrigo y el amor de una familia para en adelante, cuando el frío de la vejez le amenazaba con sus rigores y sus tristezas... ¿quién sabe lo que aquel hombre vió en un solo instante, á la luz de un relámpago de su cerebro tempestuoso!

Tembló de pies á cabeza; pensó que le faltaba suelo donde pisar, ó que el techo se le desplomaba encima; trocóse la fiereza de su semblante en mansa dulzura, y apenas halló voz en su garganta para decir á su amigo, volviéndose hacia él rápidamente:

—Á ver, hombre... á ver... Hazme el favor de repetirme las... eso, ¡eso que me has dicho!

Sonrióse don Pedro, que estudiaba grado á grado la transformación de su compadre, y le complació así:

—Que te pido la mano de tu hija Ana para mi hijo Pablo.

—Jesús, María y José!

—¿Tanto te asombra la pretensión, Juan?... ¿Es posible que jamás te haya pasado esa idea por las mientes?

—Jurara que no, Pedro... y no porque el caso esté fuera de lo natural y hacedero, y no sea, además, bueno y conveniente para todos... quizá, si me apuras, sea Pablo el único hombre que yo juzgue digno de ser el marido de Ana; pero está mi vida tan empapada en disgustos y contrariedades; estoy tan avezado á la obscuridad de las penas y á los quebrantos del espíritu, que ni soñando ven mis ojos cuadros de color de rosa. Así es que ahora, con eso que me dices, tan de improviso, tan de repente, tan inesperado y en tan especial ocasión, parece que salgo de una pesadilla horrenda y entro en la vida regular de los hombres libres y de los padres venturosos... ¡Ay, Pedro!... ¡Dios os lo pague!

Y aquel desdichado, siervo del más tirano de los temperamentos, y condenado al suplicio de arrastrar su corazón por todas las asperezas de la vida, lloraba como un niño.

—¡Qué demonches, hombre!—decía, entre puchero y puchero, á su amigo, que le contemplaba con cariñoso interés:—¡mire usted que es raro este efecto que me ha causado la noticia!... Te extrañará mucho, ¿no es verdad, Pedro?... Nada, somos así, y perdona la debilidad... Pues mira, hombre, me hace mucho bien acá dentro esta sacudida. Y dime, ¿qué piensan ellos del proyecto?... ¿están de acuerdo?

—¡No han de estarlo?

—¡Picaronazos!... Pero ¿de cuándo acá, hombre?

—Sospecho que desde que eran así de chiquitines.

—¿Y no se han acordado hasta ahora de decirlo?

—Por las trazas, no han caído en ello hasta ahora. Hoy me lo ha declarado Pablo, y hoy te lo cuento á tí.

—Y ¿qué dice tu mujer á eso?... ¿Qué dice María?

—Lo que digo yo; lo que piensas tú: que si á ellos no se les hubiera ocurrido, debiera ocurrírsenos á nosotros.

—¿Se te ocurrió alguna vez á tí, Pedro?

—¡Yo lo creo, Juan!

—Y ¿por qué no lo dijiste?

—Porque prefería que se anticiparan ellos, como se han anticipado.

—¿Y si no se anticipaban?

—Están en la flor de la juventud, y había mucho tiempo por delante.

—¡Para tí, que eres feliz; no para mí, que corre siempre lleno de pesadumbres!

—¿Esperas que este suceso te libre de ellas?

—De muchas sí, Pedro. La soledad fué siempre el mayor de mis males, no lo dudes. Yo hubiera sido otro hombre con la casa llena de familia y la conciencia cargada de obligaciones. La de no hacer desgraciada á mi mujer fué freno que domó los ímpetus de mi temperamento; y el amor y la abnegación con que ella pagaba el sacrificio, llegaron á hacerme hasta venturoso. La muerte me arrebató este bien cuando empezaba á saborearle... y volví á verme solo.

—¡Solo!... ¿Y tu hija, hombre de Dios?

—Precisamente nace el mayor de mis tormentos del celo heróico con que está consagrada á mí; porque ¿qué derecho tengo yo para echar sobre sus hombros la misma cruz que le tocó en suerte á su madre? ¡Vivir por ella, mirarse en sus ojos, y hacerla desgraciada! ¿Habrá tortura mayor para el corazón de un padre? Y si hoy en la noticia que me traes columbro yo la dicha de Ana para el resto de sus días, ¿qué mucho que en esa visión se deslumbre mi alma, y lo publiquen sin reparo mis ojos y mi lengua?

Trémulo estaba entonces don Juan de Prezanes, y gruesos lagrimones le corrían por la pálida faz. Mirábale conmovido su compadre, y le dijo:

—¿Te parece bien que hables del caso á tu hija estando yo delante?

—¡Vaya si me parece!... y va á ser ahora mismo.

Salió, diciendo esto, y llamó á Ana desde la puerta. No debía andar muy lejos ni muy ajena á lo que se trataba en el gabinete de su padre, porque llegó á él en seguida y muy turbada. La enteró éste de lo que ocurría, y se turbó más; pero se repuso pronto, porque no era su turbación hija de lo inesperado ni de lo desagradable. Respondió serena al obligado interrogatorio á que se la sometió, y aun traspuso los ordinarios límites, dando un poco de suelta á su corazón, alentada por el regocijo que leía en la cara de su padre. Después dijo así, volviendo á ser dueña de su genio alegre y travieso:

—Bien está todo; pero le falta la salsa que ha de hacerlo más sabroso; y esta salsa—añadió encarándose con su padrino,—va á ser de cuenta de usted.

—Pues tenla por segura—respondió don Pedro muy risueño,—si es cosa hacedera en mi cocina.

—¡Vaya si lo es!—repuso Ana.—Pero así y todo, mírese usted mucho antes de comprometerse.

—Hija mía—dijo don Pedro fingiéndose más preocupado de lo que estaba:—me vas metiendo en cuidado, ¿Qué demonio de salsa puede ser esa?

—Oiga usted la receta... pero á condición de que si, como usted dijo, es hacedera, no ha de faltar en mi boda. ¿Se acepta la condición?

—¿Y si no la acepto?—preguntó á su vez don Pedro.

—Si usted no lo acepta—respondió Ana muy seria,—no hay boda.

—¡Demonio!—exclamaron aquí los dos compadres; y añadió don Pedro:—Á tales amenazas, hija mía, no hay otro remedio que ceder. Con que venga la receta.

—Pues la salsa de mi boda—dijo entonces Ana,—ha de ser la boda de María.

Esta vez fué don Pedro Mortera quien se quedó hecho una estatua, mientras don Juan de Prezanes, entre curioso y admirado, le contemplaba con las cejas muy levantadas, la boca entreabierta y las manos cruzadas atrás.

—¡La boda de María!—repitió don Pedro sin salir de su sorpresa.—Pero ¿cómo?... ¿con quién?

—Con un novio que tiene... ¡y muy apuesto y muy guapo!

—¡María un novio! ¿Desde cuándo, mujer?

—Hace más de dos años, padrino.

—¡Y sin saber yo una palabra!... ¡Imposible!

Soltó aquí la carcajada don Juan de Prezanes, y dijo á su compadre:

—Á la zorra, candilazo... ¿Pensabas ser en tu casa más lince que yo en la mía? Pues chúpate esa.

—¡Qué lince ni qué demonio, hombre! si todo esto es una broma de tu hija. ¿No es verdad, Ana?

—No, señor, que es la pura verdad,—respondió ésta muy seria; y á continuación refirió cuanto el lector sabe del caso, pero sin decir quién era el padre del mancebo de la villa.

Asombrábase cada vez más don Pedro Mortera, y dijo al terminar Ana su relato:

—Pues si tan honrado, tan bello y tan rico es el pretendiente, ¿por qué tiene mi hija por imposible mi consentimiento?

—¡Pues ahí verá usted!... ¡Como si el reparo fuera cosa del otro jueves!

—Pero ¿qué reparo es ese, Ana?... ¡Acaba, por Dios, de una vez!

—Las pocas simpatías que hay entre usted y el padre del novio... ¡Como si los hijos tuvieran la culpa de las flaquezas de los padres!

—Apostamos algo á que... ¿Quién es ese padre, Ana?

—Don Rodrigo Calderetas.

Al oir esto, se santiguó don Juan de Prezanes y volvió la cara para que su compadre no le viera reirse.

—¡Justo!... ¡lo que yo iba sospechando!—exclamó don Pedro Mortera apretando los puños.—Pero ¿qué demonio ha hilado esta madeja en que me estáis enredando? y, sobre todo, y aun suponiendo que yo fuera capaz de ser consuegro de un hombre semejante; que yo olvidara lo que olvidar no puedo; que yo no viera lo que tengo delante de los ojos, ¿qué hay aquí hasta ahora sino el antojo de dos mozuelos? ¿qué pasos se han dado ante mí para que yo, sin desautorizarme, pueda... ni siquiera darme por entendido de lo que ocurre?... ¿Ó se trata de humillarme hasta el punto de que yo vaya á ofrecer mi hija al mequetrefe que la galantea, quizá por pasatiempo?

—En todo eso se ha pensado, padrino—respondió Ana con la más hechicera gravedad,—y todo está de manera que sólo falta el consentimiento de usted.

—Y ¿quién lo ha arreglado así, señora medianera?—preguntó don Pedro, que á duras penas contenía la risa á que le incitaba la cómica seriedad de su ahijada.

—Yo—respondió ésta.

—¡Ave María Purísima!

Don Juan de Prezanes no pudo más aquí, y soltó una carcajada que duró un buen rato.

—¡Te digo—exclamó después,—que es el mismo demonio esta muchacha!

—Pues el asunto es más serio de lo que parece, ¡caramba!—dijo don Pedro, verdaderamente alarmado.—Á ver, Ana, á ver... ¡Dime, con toda formalidad, lo que has hecho; qué lío es ese en que me habéis metido!

—No hay tal lío, padrino, sino la cosa más natural del mundo. Previendo yo lo que sucede, y compadecida de la situación de María, la aconsejé que aceptara la oferta que su novio la había hecho de hablar del caso á su padre. Si en éste hallaba oposición, ¿á qué seguir adelante? y si, por el contrario, le parecía bien, ¿por qué ocultárselo á usted? Pues habló el pretendiente; y como halló buena acogida en su padre, que no se atreve á dar ese paso que usted echa de menos, porque teme ser mal recibido, y como yo sé todo esto porque debía saberlo, á usted se lo cuento ahora. ¿Hay nada más natural... ni mejor conducido, aunque no debiera decirlo yo? Además—añadió Ana, viendo que su padrino se paseaba inquieto y cabizbajo, sin replicar una palabra, y que la incitaba su padre con los ojos á continuar el asedio:—no es sólo el bien de María lo que me ha movido á echar sobre mí el empeño de arreglar este asunto. Tiene él más alcance de lo que parece. Usted y mi padre andan siempre á la greña porque mi padre se mete más de lo que debiera en esos enredos que arman el barón de Siete-Suelas, el marqués de la Cuérniga y otros tales que de eso viven, y está á matar con don Rodrigo Calderetas, porque don Rodrigo Calderetas también se mete en esto mismo... y en otro tanto más. Es de creer que cuando usted y mi padrino sean todos unos, por... por eso que se ha arreglado hoy, mi padre tire más para los suyos que para los ajenos, y se acabe entre usted y él ese motivo tan viejo de discordias y desazones. Pues que se casa María con el hijo de don Rodrigo Calderetas, buen señor, por lo demás, y amigo de usted en otro tiempo: cátele usted ya de la familia y poniendo sus muchas influencias en el fondo común, para bien de estas pobres gentes, y á los barones y marqueses en manos de Asaduras, que es lo mismo que decir que no volverá á saberse de ellos en diez leguas á la redonda de Cumbrales. ¿Le parece á usted, padrino, de poca importancia el casamiento de María, aunque sólo se le mire por este lado?

Continuaba paseando don Pedro, mirábale anheloso don Juan, y también quedaron sin respuesta estos razonamientos de Ana, que estaba muy lejos de chancearse al exponerlos. ¿Labraron algo en el ánimo de don Pedro Mortera? No pudo saberse por entonces, porque Ana no consiguió arrancar á su padrino otras palabras que éstas, dichas al despedirse poco después:

—Hija mía, la salsa que te he ofrecido lleva demasiada sal y pimienta para comprometerme yo desde ahora á preparártela; pero con esa salsa ó sin ella, no faltará Dios de tus bodas, ni María dejará de ser tan feliz como merezca serlo.

—Envíame á Pablo en seguida,—le dijo don Juan de Prezanes, despidiéndole con un abrazo en la puerta de la escalera.

Cuando volvió á la sala, dió otro más apretado á su hija que le esperaba allí. ¡Cuánto le dijo en aquella caricia, con las lágrimas de sus ojos y los latidos de su corazón!

—¿Cree usted que va vencido?—le preguntó Ana, secándose las mejillas cuando la emoción la permitió hablar.

—¡Y cómo no, hija mía, en una causa tan injusta como la suya, y con un enemigo como tú?

* * *

Tres días después de estas ocurrencias recibió don Juan de Prezanes la visita de don Rodrigo Calderetas.

Era este personaje no muy alto, bien contorneado, aparatoso de traje y apostura, de blanca tez, teñido bigote, muy afeitado el resto de la barba, tersas, pulcras y cerradas tirillas, y gran cadena de reló.

Iba de casa de don Pedro Mortera, y le preguntó su amigo don Juan, apenas le hubo saludado:

—¿Y el asunto?

—Como era de esperarse—respondió la «gran persona;»—porque no vine yo á ofrecer ninguna puñalada al señor don Pedro Mortera, amigo mío.

—Lo sé muy bien, señor don Rodrigo; pero como no andaban ustedes en la mejor armonía, bien pudiera haber surgido alguna dificultad...

—Efectivamente; pero cuando se trata del bien de los hijos... ¡Mostró el mío tal empeño en que se diera este paso!... Cierto que don Pedro es una persona apreciabilísima, respetable y de gran posición; que su hija es bella y digna, en todos conceptos, de un esposo como el que yo la he ofrecido y ella ha aceptado, con regocijo de toda su familia; regocijo que yo juzgo sincero y cordial, no menos que la cortés acogida que me ha hecho mi antiguo amigo... aunque hubiera querido yo verle un poco más expansivo, más... en fin, como en otro tiempo; pero ¡ya se ve! hay que aparentar cierto... pues; porque el puntillo... Esto no obsta para que yo me prometa grandes ventajas para todos de esta alianza entre dos familias tan importantes, ó mejor dicho, entre tres, puesto que, según acaba de decírseme allí, el joven Pablo, hermano de María, se casa con la hija de usted... por lo que le felicito con toda cordialidad; de manera que este doble enlace nos une á usted, á don Pedro y á mí, íntima y estrechamente... Y á propósito: ¿conserva usted cierta carta que le escribí pocos días hace?

Sonrióse don Juan de Prezanes, y respondió:

—No le apene ese cuidado, que yo nunca archivo documentos de esa especie... por lo que pueda suceder.

—Aplaudo la previsión—repuso don Rodrigo;—pero no entienda usted por mi pregunta que estuviera yo alarmado ni mucho menos; aunque creo recordar que apunté en esa carta ciertas sospechas que yo tenía del señor don Pedro... Ya se ve: ¡se ensartan á veces de tal manera los sucesos! ¡parecen tan fehacientes los informes! ¡apremian de tal modo las circunstancias! ¡llegan á tan alto mis conexiones políticas! ¡solicitan mi cooperación fuerzas tan egregias y tan invencibles, y soy yo tan caballero, señor don Juan, tan caballero!... Por otra parte, este don Pedro Mortera ¡tiene un carácter tan inflexible, tan apegado á sus convicciones, tan refractario á los procedimientos usuales en estas manifestaciones del nuevo sistema político que gloriosamente nos rige!... En fin, él se entenderá. Á usted ¿qué le parece?

—Paréceme, señor don Rodrigo—respondió don Juan sin ambajes,—que le ha sobrado la razón á mi compadre siempre que se ha resistido á aliarse á nosotros para luchar en el poco limpio terreno á que le hemos llamado; porque, sean cuales fueren las ventajas del sistema nuevo, sistema que ni usted ni yo hemos tenido en cuenta para maldita de Dios la cosa al lanzarnos á las luchas de que se trata, ni él discute ni ha discutido jamás, es lo cierto que el papel que hacemos nosotros agitando estos pueblos y ensañándonos, por satisfacer míseras venganzas, en infelices desvalidos, sólo porque triunfe (digámoslo aquí donde nadie nos oye) un aventurero farsante y desagradecido, como el marqués de la Cuérniga ó el barón de Siete-Suelas, es mucho menos honroso que el de mi compadre metido en su concha y resistiéndose á ayudarnos en esta obra... verdaderamente inicua; creo, en fin, señor don Rodrigo, que, por este lado, la cuenta que haya de dar á Dios nuestro amigo, será mucho más corta que la nuestra.

—Pshe... mirada la cuestión desde ese punto de vista... pero considerando que son males corrientes, más diré, indispensables, y que, si nosotros no los causamos, alguien los ha de causar, la cosa cambia mucho de aspecto.

—El mal, señor don Rodrigo, mal es siempre y donde quiera; y causarle, jamás será obrar bien. Nosotros le causamos muy á menudo, ergo...

—Y pensando así, ¿cómo está usted siempre á mi lado y enfrente de su amigo?

—Por el condenado amor propio, por el tesón, por la soberbia, que ofuscan y enloquecen; por lo que se llama sostener la bandera... por estar demasiado hecho á esa moral de sofismas y acomodamientos. Pero esto no impide que, cuando pasa la fiebre, luzca la verdad en mi razón y diga yo lo que siento, como lo digo ahora. ¡Ay, don Rodrigo, cuánto ganaríamos usted y yo en la opinión pública y en reposo y en tranquilidad de conciencia, si desde ahora nos resolviéramos á dar un puntapié á las aspiraciones de algunos caballeros como el que fué causa de ciertos párrafos de esa carta de usted; de la tempestad que éstos levantaron en mi corazón, y del riesgo á que me expusieron; y, unidos los tres, nos consagráramos á hacer el bien de estas gentes mientras se presentaba un hombre honrado que tomara, á la fuerza, el cargo penoso que tantos vividores solicitan! No creo que éste hiciera por sí solo grandes cosas allá arriba; pero tampoco haría daño, que es bastante hacer; viviríamos aquí en paz, y, sobre todo, nosotros habríamos cumplido con nuestra obligación. Hablo, señor don Rodrigo, con la autoridad de mis desengaños, y, como quien dice, con el pensamiento de nuestro ya más que amigo, don Pedro Mortera. ¡Dichoso él que ha tenido fuerza de voluntad bastante para no poner nunca en contradicción sus obras con sus ideas!

—Á la cuenta, señor don Juan, está usted muy dispuesto á pasarse á los reales de su amigo y consuegro... si es que no se ha pasado ya.

—Cosa es, don Rodrigo, á que no puedo responder en este instante; pero, visto lo que ocurre, ni á usted ni á mí nos estará ya muy bien reñir con él y acariciar á Asaduras, que pretende...

—Sí, sí... ya recuerdo. La pretensión es grave, ciertamente, y parecería mal... pero se me ha puesto en el caso de luchar á todo trance... ¡y como soy tan caballero!... Por eso se lo indiqué á usted para que le sirviera de gobierno; que, por lo demás... ¡Esta influencia desdichada de que estoy revestido!... Créame usted, señor don Juan, que daría lo que no es decible por ser un personaje obscuro... En fin, el asunto es de meditarse, y veremos de conducirle de manera que yo no falte á lo que debo á mis compromisos ni á lo que exigen, de un caballero como yo, las nuevas circunstancias que me ligan con ustedes.

Poco más se habló entonces entre don Rodrigo Calderetas y don Juan de Prezanes. Despidiéronse con más cortesía que afecto; montó la gran persona en el caballejo que le había traído, flaco y peludo, pero con mucha placa y majos pespuntes en los arreos; agachó la cabeza al salir de la portalada, aunque ni con vara y media llegaba su reluciente sombrero á la viga que servía de dintel, y arreó hacia la villa por la calleja inmediata.

Al día siguiente dijo Pablo á Nisco:

—Me caso con Ana.

—Es de razón—contestó Nisco,—y para bien sea por muchos años. ¡Buen personal te llevas!... y de tu comenencia es, como en su día te dije.

—También se casa María.

—¿Tu hermana!

—Mi hermana.

—Con que... ¡tu hermana María!... ¿Y así, tan de porrazo?

—Tan de porrazo no, puesto que son amores viejos.

—¡Amores viejos!... ¡Naide lo diría! Y ¿con quién se casa, si se puede saber?

—Con un hijo de don Rodrigo Calderetas.

—¿El de la villa?

—El de la villa.

—Vamos, con un caballero fino y pudiente... Tal para cual, como el otro que dijo... El oro con la seda. Eso debe de ser, por lo visto... Pues por muchos años, Pablo; y si otra cosa no mandas por ahora...

—Vete con Dios, Nisco, y anímete el ejemplo.

—¿Á qué, Pablo?

—Á casarte con Catalina.

—Es verdad; tal para cual: esa es la ley. ¡Ojalá no se faltara nunca á ella... ni con el pensamiento!

—Bien te la prediqué un día, y te atufaste.

—Era hablar por hablar... ¿Y nosotros, por eso, tan amigos como siempre?

—¿Y cuál es eso?

Eso es, Pablo, el casarte tú ahora.

—¡Qué bolonio eres, hombre!: más amigos que nunca; y á cuenta de ello, démonos un abrazo... ¡Aprieta, Nisco!... ¡Qué demonches! tienes la mano fría y la cara algo pálida.

—Pshe... pamplinas del arca, motivao á que estoy en ayunas...

—Por lo demás, Nisco, igual que antes... en todo lo que no esté reñido con el nuevo estado, se entiende. Si quieres continuar las lecciones...

—¡Lecciones!... Para lo que valgo y soy, creo que ya he aprendido en tu casa... todo lo que es menester. Con que, adiós, Pablo.

—Adiós, Nisco.

XXI. PRÓLOGO DE UN DRAMA

Chiscón, porque le corrían costas en el pleito, no se descuidó en rematarle cuanto antes.

Volvió á Cumbrales al otro día, cerca ya del anochecer; y después de reforzar el ánimo con unos tragos en la taberna de Resquemín, donde le dijeron que Tablucas acababa de marcharse para meterse en casa antes de que llegara la noche, fuése á la de Catalina. Cabalmente, al entrar él, estaba toda la familia reunida, porque acababa de cenar.

Sin exordios ni tanteos, no bien se acomodó en el taburete cerca de la perezosa, cargada aún con los cacharros vacíos y los codos de la gente de casa, declaró sus honradas intenciones y expuso el inventario de sus caudales. La respuesta fué breve y terminante: se agradeció mucho la voluntad; pero se desestimó el propósito.

Chiscón, que no podía llamarse á engaño, porque á nada obliga en la Montaña á una moza soltera el abrir de noche la puerta al mozo que así lo desea para hablarla delante de la familia al amor de la lumbre, de los cuales términos él no había pasado allí, tragóse las calabazas sin meterse en más indagaciones; se despidió como pudo, y volvió á la taberna donde le esperaba el Sevillano. Llegó el hombre, que ahumaba, y pidió á Resquemín una azumbre de lo blanco para apagar el incendio.

Conoció el Sevillano dónde le dolían á su amigo las quemaduras, puso el dedo sobre las llagas, bramó el doliente; y hablando, hablando, y bebiendo, bebiendo, desfogóse el de Rinconeda á sus anchas, pero sin decir pizca de verdad. Puso á Catalina y á toda su casta para pelar; fingió haber sido en él chanza y pasatiempo lo que á tales injusticias le arrastraba; supuso que se había negado á ser paño de las lágrimas vertidas por los desdenes de Nisco; pintó en la moza los deseos, y en él el desaire; y creyendo que por esta senda arriba se encaramaba muy alto, dió en despotricar por el estilo á medida que bebía y entraban gentes en la taberna.

Al otro día todo el pueblo era sabedor de lo charlado allí por Chiscón, que, después de dormir la mona y las pesadumbres, verdaderas lenguas de sus descomedimientos, apenas se acordaba de otra cosa que de las calabazas recibidas.

El domingo siguiente se presentó en el corro de Cumbrales; y como lo valiente no quita lo cortés, algo también por vía de memorial indirecto, y mucho por alarde para desautorizar dichos y murmuraciones, invitó á bailar á Catalina; pero ésta, que tenía buena memoria y muchos agravios que vengar del mocetón de Rinconeda, le soltó á la cara un no redondo, seco y frío... y gracias que no le soltó además una desvergüenza.

Pareciéronle á Chiscón, por ser públicas, estas segundas calabazas más duras de tragar que las primeras; pero tragólas mal de su grado, aunque no sin bascas y trasudores; y fingiendo una serenidad que no tenía, apartóse de Catalina y acudió á otra moza con la pretensión. Como había sido tan mirado y visto el desaire, y en casos tales á nadie le gusta recoger lo que otro desecha, la moza invitada desairó también á Chiscón; dirigióse éste en seguida á la de más allá... y lo mismo, y así, de moza en moza, recorrió toda la fila el de Rinconeda, llevando tal carga de calabazas, que le abrumaron; con lo que perdió la poca serenidad que le quedaba y se largó de allí como perro con maza; mas no sin decir antes, con su voz de trueno, vuelto el airado rostro hacia la gente:

—¡Yo vos aseguro que he de bailar aquí mesmo, hasta que me digáis que lo deje!

Para el siguiente domingo tenía dispuesta la juventud de Cumbrales una magosta, precisamente en una castañera que lindaba con el término de Rinconeda.

Como la castañera estaba soltando el fruto de puro sazonado, y era de la pertenencia de varios vecinos de Cumbrales que tenían hijos mozos, autorizóse á éstos para que ofrecieran un sabroso regodeo á toda la gente joven con las castañas que se sacudieran de los árboles, en vez de hacer la magosta con las compradas á escote, como ordinariamente acontece. De este modo tendría la fiesta un aliciente más en los lances de la sacudida, y una ventaja de consideración el ser la fruta regalada.

Aquel día, después del rosario, no quedaron en el corro de Cumbrales más que las viejas jugando á la brisca, y unos pocos hombres en la bolera; todo lo demás se fué en alegre romería, después de hacer los mozos el necesario acopio de vino, y de proveerse también de un par de recias y larguísimas varas, camino de la castañera.

Una vez allí la gente, varazo á esta rama, varazo á la otra, desde el suelo si la vara alcanzaba al fruto, ó desde la cruz del castaño si los erizos estaban muy altos; apañando esta moza las castañas sueltas; descachizando la otra los erizos con los tacones de los zapatos y con mucho tiento para no reventar lo que guardaba la espinosa envoltura; acopiando escajos secos unos mozos; avivando en lugar conveniente dos mozas de las más amañadas la mortecina lumbre; templando otras á su calor los flojos parches de las panderetas, y mordiendo todos y todas, por un lado, las acopiadas castañas para que no reventaran en el fuego, con peligro de los cercanos ojos; canturriando unas aquí, relinchando otros allá, locuaces los más y risueños todos, el campo de la castañera, abrigado del aire y del sol por las anchas, espesas y bajas copas de los árboles, parecía un hormiguero en el ir y venir de la gente, y una pajarera en lo ruidoso y pintoresco del conjunto.

Acabóse el vareo y el acopio; trocóse la lumbre tímida en voraz hoguera, y ésta, á su vez, en descomunal brasero; hízose en él con una estaca honda sima; llenóse de castañas; volvieron á unirse los bordes candentes; y mientras se dejó al cuidado de personas de juicio é inteligencia la delicada tarea de revolver las ascuas y de sacar las castañas que fueran asándose, pero sin quemarse, en lo que estriba toda la dificultad del caso, la gente de sobra hizo corro más abajo, sonaron las panderetas, y comenzó el baile, que es la salsa de todas las fiestas aquí... «y en Valladolid,» anden en ellas el percal de á peseta y el paño burdo, ó triunfen la seda turgente y el frac diplomático. La misma raza con diferente librea; la propia carne con distinto pelo.

Duró el baile hasta que las castañas se asaron. Entonces se sentaron en rueda mozos y mozas, y comenzó á circular la bota para remojar las castañas, que se repartieron á sombrerada por concurrente. Amenizábase el regodeo con dichos y risotadas, y se tiznaba la cara con pellejos quemados al que se distraía un instante; en el cual empeño, condición especial de las magostas, eran las mujeres las más tercas.

Así se andaba allí, tan pronto sorbiendo como mascando, como limpiándose la cara con el delantal ó la manga de la camisa, cuando apareció Chiscón en la magosta, por el lado de Rinconeda. No se supo nunca si fué casual ó de intento la llegada del calabaceado mocetón, y á nadie agradó verle allí tan de improviso; pero como saludó muy atento, se le brindó con lo que había. Tomó, por no desairar la oferta, una castaña, y se llevó á los labios la bota de vino; y debió infundirle ánimos la cortés acogida, porque, en vez de seguir su camino, se sentó con los de Cumbrales.

Terminado el refrigerio, se enterró la bruja entre las ya tibias cenizas de la lumbre, y volvió á comenzar el baile. Cada moza fué sacada por un mozo, y el de Rinconeda se quedó entre los pocos desparejados que miraban; pero se tocó á lo alto, y entonces, al amparo de la costumbre, que es ley en muchos casos, y en tales como aquél, indiscutible, echó fuera al mozo que bailaba con Catalina, creyendo el testarudo que así no eran posibles las calabazas; pero se equivocó. La esquiva moza se plantó en firme en cuanto le tuvo delante, y en seguida le volvió la espalda. Sintió Chiscón el golpe en lo más vivo, y para disimular sus efectos, echó fuera al mozo que le seguía por la izquierda. También entonces se le plantó la moza. Atolondrado ya por la ira y el despecho, siguió fila abajo empeñado en hallar pareja; pero sólo halló desaires en todas partes.

Reventóle al fin la corajina del pecho, y dijo, dispuesto á todo:

—¡Quisiera conocer al que tiene la culpa de esto!

Á lo que respondió Catalina con gran serenidad:

—Pues arráncate la lengua con que me agraviastes.

—¡Arrancara yo—repuso el otro, lívido de rabia,—la que te fué con la impostura!

—Muchas son entonces las impostoras.

—¡Pues todas las arrancara yo, si las conociera!

—Con arrancar la tuya se acababa la peste.

—¿Hay quien se atreva á hacerlo entre los presentes?... ¡Pues venga á echarla mano!—dijo Chiscón, irguiendo su colosal escultura y sacando luégo fuera de la boca un palmo de lengua, ancha, gruesa y roja como la de un caballo.

Acercósele un mozo de Cumbrales, y le respondió:

—De lo que te pasa, á naide culpes en ley de josticia: que seas valiente, no se te ha negado; pero que, con sólo decirlo, llegues á campar aquí, no lo sueñes nunca. Por el corazón se mide á los hombres y no por la estampa, y corazón no falta al más ruín de los presentes. De fiesta estamos y en nuestra casa; en ella entrastes y se te brindó con lo que había; de lo demás, tuya es la culpa por no escarmentar cuando debistes. Si buscas guerra, mal haces, que, sobre no ser justa ahora, á tí te conviene menos que á nosotros.

—Y eso que me cuentas—preguntó Chiscón al templado mozo, con burlona sonrisa,—¿es amenaza ú caridá?

—Esto que te cuento—respondió el otro,—es riflisión de hombre de bien y de enemigo leal.

En tanto platicaban los dos así, Catalina reunió el cotarro y consiguió en cuatro palabras ponerle en marcha hacia Cumbrales.

—Vámonos, Braulio—dijo con resped al pasar junto al mozo que hablaba con Chiscón:—deja esa peste que te mancha.

Obedeció Braulio; y tan á punto, que quedaron sin respuesta las últimas palabras que enderezó al de Rinconeda.

En un instante se vió éste solo en la castañera. Irritóle más aquel nuevo desaire que recibía, y gritó mirando á los que se marchaban:

—Vos prometí el domingo bailar en el corro de Cumbrales hasta cansarvos... ¡Pos hoy vos lo juro por la luz que me alumbra!

Las últimas palabras de esta amenaza se perdieron entre el son de las panderetas y el cantar y el gritar desaforados de la gente de la magosta, que se largaba hacia su pueblo, mientras el sol trasponía el horizonte entre celajes de púrpura.

Desde el siguiente día comenzó á circular por Cumbrales el rumor de que los de Rinconeda pensaban armar una que fuera sonada contra sus sempiternos enemigos. Los rumores crecieron durante la semana; el jueves se dijo que se trataba de una invasión de los mozos de abajo, para dar una batalla á los de arriba en el mismo Cumbrales; el viernes se contó que vendrían mozos y mozas en son de romería á bailar en el Campo de la Iglesia, y, por último, el sábado pudo asegurarse que al día siguiente habría de todo en el pueblo; es decir, baile en competencia y palos por remate. De todo ello tendría la culpa Chiscón, aconsejado por su amigo el Sevillano.

Bajo estas impresiones desagradables, y al arrullo del Sur, que bufaba sordamente en las rendijas de las puertas y ventanas, se durmió aquella noche el vecindario de Cumbrales.

XXII. ENTREACTO RUIDOSO

Los que madrugaron al otro día (y cuenta que en Cumbrales se levanta al alba la gente) vieron que, mientras el sol salía embozado en crespones de escarlata, sobre las lomas del Sur relucía, fulguraba el celaje, como si fuera lago de cristal fundido; lago con islotes de nácar y grumos de oro; á trechos, ondas purpúreas, blancas vedijas inalterables, y rabos de gallo más efímeros, sobrenadando; y por riberas y marco en toda la redondez de este espacio, moles de negras y plomizas nubes amontonadas. Entre una y otra mole, densas brumas cenicientas, valles fantásticos de aquellas raras montañas que se prolongaban, en contrapuestos sentidos, en forma de ásperas cordilleras. En lo más alto del cielo, tenues veladuras rotas; luégo el éter purísimo hasta el horizonte del Norte, donde el celaje era cárdeno, mate y estirado, como una inmensa lámina de acero sin bruñir.

El aire era tibio y pesaba tanto sobre el ánimo como sobre el cuerpo; ni una hoja se movía en los árboles, ni una yerba en los campos; la vista y el oído adquirían un alcance prodigioso; las tintas de las montañas, más que calientes, parecían caldeadas; los contornos y relieves flotaban en un ambiente seco y carminoso que, acortando las distancias, engrandecía las moles; y el silbido del pastor y el sonar de las esquilas del ganado, llegaban claros y perceptibles al oído desde los cerros del Mediodía.

Cuando en la Montaña amanece entre estos fenómenos de la naturaleza, todo montañés sabe qué viento va á reinar aquel día; y entonces se llama al espacio brillante rodeado de nubarrones, el agujero del ábrego.

Y por allí salió este caballero, en la ocasión de que se trata, dos horas después de amanecer.

Salió blando, sosegado y apacible, y como de recreo por el campo de sus hazañas, jugueteando con el humo de las chimeneas, las mustias y ya escasas hojas de los árboles, las yerbecillas solitarias de los muros y las sueltas y errabundas pajas de la vega... Lo que haría cualquier cefirillo de tres al cuarto. En Cumbrales no levantaba el polvo de las callejas, ni movía las puertas entornadas, ni siquiera los pliegues de un refajo ni los picos de una muselina.

Así es que el señor cura tocó muy tranquilo á misa mayor, y luégo las tres campanadas para los perezosos; y la iglesia se fué llenando de gente que nada temía y sólo se quejaba del «bichorno, poco al consonante de la bajura del mes que iba corriendo.»

Con esta tranquilidad en los espíritus y sin alterarse la de la naturaleza, comenzó la misa gorjeada y solemne.

Pero no había llegado el Credo á la mitad, cuando las chanzas comenzaron á enardecer á la fiera; y la tramó con las ramas tenaces, los matorrales espesos y las ventanas cerradas, que, siquiera, le ofrecían alguna resistencia. Mas si doblegaba á las unas y bamboleaba á los otros, las ventanas no cedían ni le franqueaban el paso.

Tanteóle por las buhardillas, donde las había; y se encontró con que las más de ellas tenían los postigos clavados desde que estaban allí; quiso también entrar en la iglesia, y hasta logró apagar los cirios de los primeros tajos; pero le cerraron la puerta apresuradamente. Con estas contrariedades se fué embraveciendo poco á poco, y tornó á las ventanas con propósito de desquiciarlas metiéndose por las rendijas. Metióse, forcejeó y se hartó de dar bufidos de coraje; pero no logró su intento. En venganza, con las ramas de los frutales de los huertos, azotó las viviendas de sus dueños. Entonces conocieron éstos que la cosa iba de veras; y los que no lo habían hecho todavía, se trancaron por dentro á llave y palanca. Esta actitud equivalía á un reto; y el enemigo, rugiendo amenazas, se retiró á sus antros, como para acabar de pertrecharse. La calma y el silencio volvieron á reinar en la naturaleza; pero por pocos momentos.

Cuando reapareció el monstruo, temblaron hasta los más valientes. Sordos mugidos le precedían; y, á su paso, humillaban los árboles las erguidas copas; alzábase el polvo en remolinos; las puertas se estremecían en sus quiciales, y el día se quedó á media luz parda y traidora. Comenzó la batalla. ¡Qué estruendo!... ¡qué empuje!... ¡qué acometidas aquéllas! Algunas chimeneas vacilaron, y más de un alero crujió, soltando la carcoma de la vejez al choque de la furia; las puertas más firmes lanzaban gritos de agonía; las podridas ramas de las vetustas higueras saltaban hechas pedazos; en los manzanos tremolaba el muérdago desarraigado, como triste gallardete con que demanda auxilio el desmantelado buque; lloraban escombros las humildes socarrenas sobre sus regazos de ortigas, y chasqueaban y se conmovían los empingorotados tejadillos de las altivas portaladas.

En medio de su ferocidad imponente, el viento tenía caprichos verdaderamente pueriles: recogía las hojas dispersas en solares y callejos, y las arrinconaba donde mejor le parecía, en un solo montón: encrespábale, revolvíale, alzábale del suelo, y en rápido y sonoro remolino, subíale muy alto; allí le cernía, le ensanchaba, le encogía, le alargaba, dejábale descender nuevamente; y cuando le tenía en el suelo, dispersaba de un soplo todas las hojas, que desaparecían detrás de los vallados, en los fosos y entre los bardales; volvía á reunirías al instante sacándolas de sus escondrijos, y tornaba á amontonarlas y á cernerlas, á subirlas y á bajarlas, y á darles libertad otra vez, y otra vez á recogerlas. Con el polvo hacía diabluras: nubes espesas, diáfanas neblinas, mangas y espirales. Desconchaba los lomos de los muros revocados, y desnudaba á los viejos de sus vestiduras de yedra.

Tras estos juegos y aquellas violencias, que no eran más que un tanteo de fuerzas y un ensayo de batalla, las tablas dejaron de estremecerse y las rendijas de silbar; callaron los gemidos de los árboles, y sólo se oyó un rumor, á modo de jadeo, hacia la vega, como si sobre ella y los montes vecinos se hubiera tendido el monstruo á descansar. De vez en cuando se agitaban un poco las ramas, y el polvo y las esparcidas hojas se revolvían en el suelo. Diríase entonces que tenían cara las viviendas y los muros y los árboles, y que en ellas se pintaba el dolor de lo pasado y el espanto de lo que aún les esperaba. ¡Qué acongojado aspecto ofrecían aquellas casas con los ojos cerrados, y aquellos árboles contraídos y tiritando!

La tregua fué breve, y la embestida que le siguió, con el estruendo de cien batallas, espantosa.

En algunos embates parecía el viento macizo, y entonces resonaban sus golpes como cañonazos; y cada golpe de éstos producía un desastre: lo firme oscilaba, lo vacilante caía; las tejas se encrespaban, hervían en los tejados, como si diablillos danzaran debajo de ellas; y en la casa donde la puerta saltaba de sus pernos, barría el huracán muebles y vasares; y al buscar salida por la cumbre, removía las tablas del desván y derrengaba los cabrios. ¡Con qué astucia rastreaba los suelos y husmeaba los hogares, buscando una chispa que llevarse al pajar para regalarse con el espectáculo de un incendio!

No había punto en el lugar donde la furia no metiera su cabeza, y con la cabeza las garras, y con las garras el azote. Por eso todo era estrago y fragor en torno suyo. Silbaba furioso en huecos y rendijas, bufaba en los arbustos, bramaba en los callejones, y en las arboledas rugía; y, en ocasiones, hasta las campanas lanzaban solas desacordes sonidos, con pavor de los fieles que se guarecían en la iglesia.

Á lo lejos, un rumor incesante, como el del mar cercano en noche tormentosa: aquí, el crujir de la rama desgajada ó del tronco que se quiebra; allí, el estruendo de la pared que se derrumba, ó el zumbido del bardal que se agita desesperado y extiende sus greñas espinosas, buscando de qué asirse para que no le arranquen de la tierra que le nutre; y como complemento del cuadro, una luz tétrica y sulfúrea iluminándole; la atmósfera, sofocante y enrarecida, sin sus alegres y naturales pobladores, ocultos á la sazón Dios sabe dónde, llena de objetos raros é inconexos: tallos de maíz, hojas maceradas, polvo, astillas... y guijarros.

Con frecuencia terminan estos huracanes con una virazón rápida al Noroeste, ó galerna: remedio mucho peor que la enfermedad; pues si no llega á ésta en la fuerza del empuje, la aventaja en estragos, por el agua demoledora que trae consigo; pero cuando el Sur es estacional, como en el caso de que se trata aquí, concluyen sus furores por cansancio, y el silencio y la inmovilidad reemplazan al fragoso desconcierto.

Tal sucedió en Cumbrales al rayar el mediodía. ¡Qué triste cuadro contemplaron entonces los ojos! El Campo de la Iglesia y las corraladas estaban cubiertos de menudo escombro, ramas, cascos y hojarasca. No había árbol en el pueblo sin quebraduras ó cicatrices; algunos, arrancados de cuajo; otros, hendidos; los arbustos, lacios, desgreñados y con el follaje en esqueleto... Pero cuando la gente fué abriendo poco á poco las puertas de sus hogares, y salió de la iglesia la que en ella había estado encerrada, ¡válgame Dios, qué aspavientos los suyos y qué puestos en razón eran! Por de pronto, cada uno se echó á examinar los propios quebrantos, y luégo á compararlos con los del vecino. Y aconteció lo que siempre que se reparten desventuras: cayeron las mayores sobre los que podían menos; por lo que se llevó don Valentín el premio gordo de esta desastrosa lotería. Ninguna casa fué tan castigada como la suya: perdió la chimenea, medio alero, una ventana y la cerradura del estragal, amén de alcanzarle su parte, y no pequeña, del común revoltijo de los tejados.

Es sabido que la mitad del vecindario de Rinconeda estuvo contemplando el desastre de Cumbrales durante la furia del huracán, agazapado al socaire del cerro adyacente, y aun se afirma que palmoteaba aquella gente levantisca cada vez que un árbol se tronchaba ó caía una chimenea. Esto se corrió por Cumbrales á la hora de calmarse el viento; y fortuna fué que se tomara por cierta la noticia, pues con la indignación que produjo en el lugar, se mató la pesadumbre que cada cual sentía por los recientes descalabros.

—¡No les faltaba más—decían todas las bocas de Cumbrales,—que venir esta tarde á provocarnos! Pues ¡como vengan!...

Y jurando echar hasta las asaduras en el trance, volcaron todos la puchera mal sazonada; y con el último bocado entre los dientes, subióse cada cual á su tejado á reparar lo más perentorio, por si la turbonada que se iba formando hacia el Saliente, acababa en aguaceros antes de la noche.

XXIII. GRIEGOS Y TROYANOS

Continuaban la calma sofocante y el cielo cargado de nubes como peñascos, con unas intermitencias de sol que levantaba ampollas; los desperfectos del Sur, en tejados y cerrajas, iban poco á poco reparándose, y hasta se consolaban las gentes, unas á la fuerza y otras como podían; pero no se olvidaba un punto la anunciada invasión de los de Rinconeda; y hacia el camino de Rinconeda miraban todos los ojos de Cumbrales desde huertas, callejas y tejados, y á voces de Rinconeda sonaban todos los rumores en los oídos de la gente de arriba. Odiosa era siempre una provocación semejante... ¡pero en aquel día!... ¡después de las devastaciones del huracán, apenas encalmado!...

—¡Pues como vengan!...

Y esto decían todas las bocas de Cumbrales.

Pero subieron Cerojas y Lambieta al campanario con otros camaradas que lo tenían por costumbre; hartáronse de repicar á vísperas... y nada. Tocáronse luégo las tres campanadas al rosario; acudió la gente, llegó el señor cura, rezóle y hasta echó su poco de plática sobre la paz y concordia entre los pueblos cristianos; acabóse la piadosa tarea, que duró tres cuartos de hora... y nada. Se desocupó la iglesia; quedáronse en el porche, murmurando, las mujerucas á ese manjar aficionadas; agrupáronse de cuatro en cuatro, á la sombra de las tapias fronteras al corro del baile, las viejas, acurrucadas en el suelo, á jugar el ochavo á la brisca ó al mayor punto; avanzó la gente moza; resonaron las panderetas recién templadas; arrimáronse al calorcillo del baile muchos de los mozos aficionados, y los restantes, entre los que estaban Pablo y Nisco, entraron en la bolera; sentáronse los viejos mirones en las paredillas; oyóse la voz alegre de las cantadoras acometer la tarea con la tradicional y obligada copla

Para espenzar á cantar,

licencia tengo pedida,

al señor cura, primero,

y á la señora Josticia.

Dió principio también el baile; rifaban ya las viejas sobre si se vió ó no se vió, si se hizo ó no se hizo la prohibida seña del as ó del tres del palo del triunfo; alzóse regocijada gritería en el corro de bolos por haber hecho Nisco un emboque á la segunda bolada; correteaban Bodoques por aquí, Lergato por allí y Lambieta por el otro lado, reclutando muchachos para jugar á la cachurra en la mies, silbando unas veces, voceando otras y estorbando siempre... en fin, que el corro, lleno, como quien dice, de bote en bote, se había normalizado ya... y nada. Los de Rinconeda no venían, y los de Cumbrales llegaron á no pensar en ellos: como que el cura se fué á rezar vísperas, y el alcalde á dormir un rato.

Así estaban los ánimos cuando se presentó Cabra á todo correr por el camino alto de Rinconeda.

—¡Ahí vienen!—gritó cerca del corro de bolos.

Produjo la noticia mucha efervescencia en hombres y mujeres; tanta, que los juegos cesaron y el baile se suspendió.

—¡Eso es una cobardía!—gritó un mozo encaramándose en la pared de la bolera y dirigiéndose á los dos corros.—¡Si vienen, que vengan! ¿Pensáis que vos van á comer? Pus lo que hagan haremos... yo, por mi parte.

Gustó la arenga, aprobóse, serenáronse los espíritus y continuaron los juegos y el baile, interrumpidos más por curiosidad que por miedo, á mi entender.

En esto, apareció el enemigo en la ancha calleja por donde había venido Cabra. Era una muchedumbre de hombres y mujeres: como una romería que se trasladara de un punto á otro. Provocación como ella no se conocía en la historia del odio tradicional entre ambos pueblos. Uno á uno, tres á tres, ocho á ocho, hasta doce á doce, se habían pegado infinidad de veces los de Rinconeda con los de Cumbrales, allí en Rinconeda y en todas las romerías en que se habían encontrado, porque esto era de necesidad; pero invadir un pueblo entero al otro pueblo, con premeditación y á sangre fría, pasaba con mucho la raya de todas las previsiones.

Venían delante una ringlera de mozas, dos de ellas con panderetas, y traían en medio á Chiscón con ramos en el sombrero y en los ojales de la chaqueta, y un gran lazo de cintas en la pechera de la camisa. Parecía un buey destinado al sacrificio en el ara de un dios pagano. Esto ya era un dato para creer que la función era de desagravio y en honor del Hércules de Rinconeda. El cual traía un palo, de los de pegar, debajo del brazo: otro dato; y también lo era el verse algunos garrotes más entre la turba, toda de gente moza, que seguía á la primera fila. Si esto no era venir en son de guerra, dijéralo el más lerdo. Pero se notó que abundaban mucho las mujeres en aquella tropa, y que no todos los hombres eran igualmente temibles; se echó una ojeada al corro de bolos y al Campo de la Iglesia, y se vió que, llegado el caso, podía librarse la batalla con buen éxito. Por supuesto que las mozas de Cumbrales, al ver la actitud provocativa de las de Rinconeda, no acababan de hacerse cruces con los dedos. «¡Mosconazas!... ¡Tarasconas!...» ¡Cómo las ponían, entre cruz y cruz! Pero lo que acabó de elevar la indignación á su colmo, fué ver al Sevillano entre los invasores... ¡Con ellos venía el Opas, el don Julián de Cumbrales!

Pasó la procesión por delante de la bolera, cantando las mozas y con una en cada brazo Chiscón, y llegó al Campo de la Iglesia, donde hizo alto y relinchó de firme. Pablo dejó entonces de jugar y se encaramó en la paredilla, mirando hacia allá. Estaba algo pálido y muy nervioso. Nisco no apartaba de él la vista, y la gente de la bolera miraba tan pronto á Nisco como á Pablo. Ya nadie sabía allí cuántos bolos iban hechos ni á quién le tocaba birlar. En esto, cesó también el baile, porque Chiscón se empeñó en que habían de sentarse las cantadoras de Rinconeda donde estaban las de Cumbrales. Oyéronse voces de riña. Chiscón, después de dejar sentadas á sus cantadoras junto á las del pueblo (pues éstas no quisieron levantarse y él no cometió la descortesía de obligarlas á hacerlo), volvióse á colocar á los suyos en el mismo terreno en que acababan de bailar, y aún estaban, los de Cumbrales. Con esto creció el vocerío y Pablo bajó de la paredilla; llegóse á las cantadoras de Rinconeda y las preguntó secamente:

—¿Venís de guerra?

—De paz venimos,—respondieron las mozas.

—Pues no toquéis entonces, que tocando están quienes deben, y corro hay aquí para que bailen todos, si se trata de divertirse en paz.

—¡Á tocar se va!—dijo, en esto, un mozo de Rinconeda, mirando airado á las dos mozas increpadas por Pablo.

Las dos mozas se dispusieron de nuevo á tocar.

—¡Pues no se toca!—dijo Pablo, blanco de ira.

Y hablando así, arrancó las dos panderetas de las manos en que estaban, y rompió los parches sobre sus rodillas.

¡Cristo mío, la que en seguida se armó allí! Pero Pablo, que ya la esperaba, porque de un modo ó de otro tenía que venir, con las rotas panderetas en las manos, la cabeza erguida, la boca entreabierta, el pecho anhelante y lívida la tez, examinó el campo con una mirada rápida, y la clavó firme sobre Chiscón que corría hacia él apartando la gente como el oso los matorrales. Estremecióse el joven un momento, arrojó los aros, dió dos pasos hacia el gigante que podía desbaratarle entre sus brazos de roble, y le recibió con una puñada en la jeta, y tal puntapié en la barriga, que el oso lanzó un bramido y necesitó todas sus fuerzas bestiales para no desplomarse como torre socavada. Nisco, que no había perdido de vista á Pablo, en cuanto le vió enfrente de Chiscón saltó como un corzo desde la bolera al campo, sin tocar la paredilla, y voló hacia su amigo; pero le salió al encuentro un valentón del otro pueblo, y fuéronse á las manos. Creció con esto la bulla; saltaron detrás de Nisco los jugadores de bolos; salieron los hombres que estaban en la taberna; encontráronse con otros del bando enemigo, y la lucha se trabó en todas partes con la prontitud con que se inflama un reguero de pólvora. Acudieron al vocerío las mujerucas del portal de la iglesia, y las viejas que jugaban á la brisca, y los muchachos que correteaban por las inmediaciones, y se llenó de gente el campo, desde el corro de bolos hasta el extremo opuesto.

Toda aquella masa, al principio inquieta, nerviosa y movediza, fué enrareciéndose poco á poco, aquietándose y buscando los puntos más elevados y menos peligrosos, mientras los combatientes, en grupos enmarañados, forcejeaban, iban, venían, se bamboleaban, alzábanse y se agachaban; de manera que todo este conjunto de actores y espectadores parecía embravecido torrente encajonado de pronto en recios é insuperables muros.

Ya no se oían voces allí, ni amenazas; ni se veía el garrote describiendo rápidas curvas en el aire, porque (justo es declararlo) los de Rinconeda arrojaron los suyos cuando vieron inermes á los de Cumbrales; no brillaba, ni brilló antes, el acero homicida, porque este arma vil no se conoce en los honrados campos montañeses, si algún descastado no la usa á traición, muy raras veces. Sólo se percibían sordos ronquidos, jadeos de la respiración, desgarraduras de camisas y, de vez en cuando, un cuajjj despatarrado, como odre henchido que revienta de pronto: era que un luchador caía de espaldas en el suelo, debajo de su adversario; el cual no abusaba de la ventaja adquirida: no hería á su enemigo, ni siquiera le golpeaba en sitio peligroso; conformábase con tenerle allí como crucificado, y con responder á sus ronquidos y amenazas con sordos y mortificantes improperios; alguna vez se oía también el estampido ronco de un puñetazo sobre un esternón de acero... y poco ó nada más se oía; porque, tocante á los espectadores, ni se movían ni chistaban: allí se estaban todos con los ojos encandilados y el color de la muerte en el semblante; los muchachos, royéndose las yemas de los dedos; las mujeres, con la boca abierta, y los viejos dando mandíbula con mandíbula.

Harto claro se vió que las mozas de Rinconeda no contaron con todo lo que estaba pasando, al ir á Cumbrales como fueron; y por verse tan claro en la sorpresa y dolor que mostraban, no cayeron sobre ellas las hembras de Cumbrales y se libró de ser un verdadero campo de Agramante aquel Campo de la Iglesia.

Si un luchador, al levantar la cabeza, mostraba la faz ensangrentada, alzábase en los contornos un rumor de espanto y de indignación al mismo tiempo; y entonces alguna voz clamaba por la Justicia. ¡La Justicia! ¡Á buena puerta se llamaba! Tres concejales, el pedáneo y el alguacil estaban enredados en lo más recio de la pelea, brega que brega, no para poner paz, sino porque eran ellos de Cumbrales y los otros de Rinconeda; el juez municipal, que al empezar la batalla se hallaba en la taberna (cuya puerta trancó por dentro Resquemín, dicho sea de paso, en cuanto quedó desocupada), se escondió en el pajar... con el sobrante de la jarra que tenía entre manos; y por lo que hace al alcalde Juanguirle, ya sabemos que se fué á dormir la siesta poco después de salir del rosario.

Á todo esto, los plúmbeos nubarrones se iban desmoronando en el cielo, y extendían su zona tormentosa, cárdena y fulgurante, hasta la misma senda que recorría el sol en su descenso; y cuando un rayo de él lograba rasgar los apretados celajes y caía sobre los entrelazados grupos de combatientes, relucía el sudor en los tostados rostros manchados de sangre y medio ocultos bajo las greñas desgajadas de la cabeza; y cual si aquel rayo, calcinante y duro, fuera aguijón que les desgarrara las carnes, embravecíanse más los luchadores allí donde el cansancio parecía rendirlos, y volvía la batalla á comenzar, lenta, tenaz y quejumbrosa.

Ya sabemos dónde luchaban Pablo y Chiscón; que éste era grande y forzudo, y cómo recibió su primera embestida el valeroso mozo de Cumbrales, que si no era tan fuerte como su enemigo, tenía, en cambio, la agilidad de la corza y el temple del acero. Así saltaba, hería y se cimbreaba. Eran los dos luchadores el ariete poderoso y la espada toledana. Huir de los brazos hercúleos de Chiscón era todo el cuidado de Pablo; y entre tanto, golpe y más golpe sobre el gigante. Reponíase éste apenas del aturdimiento que le causaba un puñetazo en la boca, y ya tenía otro más recio en las narices; con lo que el salvaje, poco acostumbrado á aquel género de lucha, bramaba de ira; y bramando, esgrimía las aspas de su cuerpo, y cuanto más las agitaba, más se perdían sus derrotes en el espacio, más se quebrantaban sus bríos y más espesos caían sobre su cara, llena ya de flemones, ensangrentada y biliosa, los golpes de su ágil adversario. Pero necesitaba éste terminar de algún modo aquella lucha desigual y expuesta, y tras ese fin andaba rato hacía. No bastaba aturdir al atleta; era preciso derribarle, vencerle. Al cabo, logró plantarle un par de puñetazos entre mejilla y ceja; y con esto y otro puntapié hacia el estómago al humillar el bruto la cerviz, quedóse éste como Polifemo cuando Ulises le metió por el ojo el estacón ardiendo. Entonces se abalanzó Pablo á su cuello de toro; hizo allí presa con las manos, que tenazas parecían; sacudióle dos veces, y á la tercera, combinada con un hábil empuje de la rodilla, acaldó en el suelo al valentón de Rinconeda. Fragor produjo esta caída; pero no por el choque de las armas, como cuando caían los héroes de la Iliada, sino por el peso de la mole y el crujir de los pulmones y costillas. Cayó el gigante con el rostro amoratado y medio palmo de lengua fuera de la boca, porque Pablo, sin aflojar la tenaza de sus dedos, se encaramó á su gusto sobre el derribado coloso.

No muy lejos de Pablo andaba Nisco, que tampoco peleaba al uso de la tierra, como su adversario quería; es decir, pecho á pecho y brazo á brazo, con variantes de zarpada y mordisco, sino á puñetazo seco y á rempujón pelado; mas no procedía así porque su contrario fuera más fuerte que él, pues allá se andaban en brío y en tamaño, sino porque en el hijo de Juanguirle obraban la vanidad y la presunción lo que en Pablo la necesidad aquel día. Es de saberse que hasta para luchar á muerte era vanidoso y presumido el demonio del muchacho aquél. Así se le veía rechazar á su enemigo con un golpe seguro y meditado, y aprovechar la breve tregua para atusarse el pelo y acomodar el sombrero en la cabeza. Sus brazos, antes de herir con el puño, describían en el aire elegantes rúbricas, y no tomó actitud su cuerpo que no fuera estudiada. Parecía un gladiador romano. Estaba un poco pálido y se sonreía mirando á las muchachas que le contemplaban. Otras veces recibía con las manos la embestida del enemigo; le sujetaba por los brazos, le zarandeaba un poco, y después le despedía seis pasos atrás; y vuelta á componerse el vestido, á colocarse el sombrero, á sacudirse el polvo de las perneras y á sonreir á las muchachas, entre las que estaba Catalina, á tres varas de él, anhelosa, conmovida y siguiendo con la vista, y en la vista el alma, todos sus ademanes y valentías.

Cuando una sonrisa de las de Nisco era para ella, parecía decirle la gallarda moza con los ojos:—«¡Ánimo, valiente! que en cuanto las fuerzas y la serenidad te falten, aquí estoy yo para morir á tu lado defendiendo tu vida.» ¡Era digno de estudio y de admiración aquel bravo mozo! En su cara risueña, y mientras se acicalaba, entre embestida y sopapo, se leían claramente estos pensamientos:

—«No quiero mal á este enemigo; no tengo empeño en causarle daño; peleo con él porque soy de Cumbrales y él es de Rinconeda, y para que vea que ni le temo ni es capaz de vencerme... pero que no me toque en el pelo de la ropa. ¡Eso sí que no lo tolero yo!»

Al fin apareció por el lado de la iglesia el bueno de Juanguirle, á quien había ido á despertar Cerojas. Subió á lo más alto de la peña, recorrió con la vista azorada el campo de batalla, y se llevó ambas manos á la cabeza; luégo pateó y se lamentó y se mesó las greñas. Algunos espectadores se le acercaron encareciéndole la necesidad de que la lucha terminase; y la digna autoridad, sin hacer caso de consejos que no necesitaba, alzó el sombrero hasta donde alcanzaba su diestra, bien estirado el brazo después de ponerse sobre las puntas de los pies, y gritó así, con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Alto!... ¡á la Josticia!... ¡á la Ley!... ¡á la Costitución!... ¡al mesmo Dios, si á mano viene; que, á falta de otro mejor, á la presente su vicario soy en este lugar!... ¡Ténganse, digo, los de Cumbrales!... ¡Respeten mi autoridad los de Rinconeda!... ó si no... ¡voto al chápiro verde!...

Como si callara. Volvió á patear el digno alcalde, y cambió de sitio, y tornó á mesarse los pelos. Dos mozos de Rinconeda, que no habían hallado con quién pelear, ó no lo habían intentado con gran empeño, le miraban de hito en hito.

—¡Á la Ley!... ¡Á la Costitución!... ¡Á la Josticia!—volvió á gritar Juanguirle.

—¡Á la Josticia!... ¡Á la Costitución!... ¡Á la Ley!—repitieron algunas personas consternadas, recomendando así á los combatientes las amonestaciones de la autoridad.

La misma desobediencia.

—¡Á mí los de josticia!—insistió el alcalde, gritando.—¡Á mí los que estén por el sosiego!... ¡Déjalo ya, Bastián!... ¡suelta tu parte, Braulio!... ¡Debajo le tienes!... ¡sin camisa y machucado está!... ¿Qué más quieres?... ¿Qué más queréis los de Cumbrales por esta vez?... ¿No me oís?... ¿No vos entregáis?... ¡Voto á briosbaco y balillo, que se han de acordar de mí los peces de Rinconeda! ¡Ellos son los rebeldes á la autoridad!... ¡á la Ley!... ¡á la Costitución!... ¡Viva Cumbrales!

Oído esto por los de Rinconeda, dijo uno de ellos al alcalde, encarándose con él y tirando al suelo al mismo tiempo la chaqueta que tenía echada sobre el hombro izquierdo:

—¡Pus nos futramos en Cumbrales, en la ley y en usté que la representa!

—¡Hola, chafandín pomposo!—le replicó Juanguirle, volviéndose al atrevido y echando el sombrero hacia el cogote, con un movimiento rápido de su cabeza.—¡Con que todo eso sois capaces de hacer?... Pues mírate tú, hombre: paso lo de mi persona, y no riñamos por lo de la Ley; ¡pero relative á lo de Cumbrales, mereciera ser yo de Rinconeda si no me pagaras el agravio!

Y con esto se fué sobre el mozo, y le alumbró dos sopapos. Contestó el de Rinconeda; quiso ayudarle el que le acompañaba; impidióselo un espectador de Cumbrales, y agarráronse también los dos; con lo que se animó bastante por aquel lado el campo de batalla.

Al mismo tiempo llegó don Valentín á todo correr, con los pábilos erizados, la gruesa caña al hombro y el sombrero bamboleándosele en la cabeza. Acometió valeroso al primer grupo, y no pudo desenredarle; acometió al segundo, y lo mismo; buscó de varios modos el cabo de aquella enmarañada madeja, y no dió con él. Al último, subióse á la altura donde había predicado el alcalde, y desde allí gritó:

—¡Nacionales!... digo, ¡convecinos!... ¡Es una mala vergüenza que mientras el perjuro amenaza vuestros hogares, malgastéis las fuerzas que la patria y la libertad os reclaman, en destrozaros como bestias enfurecidas!... ¡Convecinos!... basta de saña inútil... de valor estéril... ¡guardadlo en vuestros corazones para el enemigo común!... ¡daos el fraternal abrazo... y seguidme después!... ¡Yo os llevaré á la victoria!... ¡yo os devolveré á vuestros hogares, coronados de laurel!... ¡Os lo aseguro yo!... ¡yo, que vencí en Luchana!

Mientras así hablaba don Valentín, llegó por el extremo opuesto don Pedro Mortera buscando á su hijo.

—¡Pablo!—gritó con voz de trueno, cuando estuvo junto á él.—¡Qué haces!

Y Pablo, como movido por un resorte, se incorporó de un brinco al oir la voz que le llamaba, y dócil acudió á ella; pero sin perder de vista á Chiscón, que, al librarse del suplicio en que le había tenido como clavado el valiente joven, se alzaba á duras penas, derrengado y maltrecho, con la faz cárdena y monstruosa. Sentía el vencimiento como una afrenta, y más pensaba en meterse donde no le viera nadie, que en buscar un desquite en buena ley; en buena ley, porque es de advertir que el coloso de Rinconeda no era traidor ni capaz de una villanía, aunque, por efecto de su rudeza, no se ahogara con escrúpulos de otro género; era, en suma, de los que querían, llegado el caso,

«Jugar en injusto juego;

pero jugar lealmente.»

No creyó don Pedro Mortera cumplido su deber con tener á Pablo apaciguado y junto á sí; quiso también pronunciar el quos ego de su respetabilidad indiscutible sobre aquel mar embravecido. Pronuncióle más de una vez, pero no adelantó nada. Este fracaso amilanó á los angustiados espectadores; y más se amilanaron cuando vieron tan desobedecido como don Pedro, al señor cura, que llegó inmediatamente.

—¡Esto es obra del mismo demonio!—dijo entonces una voz desconsolada.

¡Del mismo demonio!... No necesitaron oir más cuatro sujetos de los desocupados, para ponerse de acuerdo en un instante y echar á correr hacia la casuca de la Rámila.

En tanto, don Pedro Mortera, que acababa de ver á Nisco, se dirigía á él llamándole á la paz; á lo que el mozo respondió con una sonrisa, después de pegar un bofetón á su contrario. Volvía otra vez la cara hacia éste, cuando una piedra le hirió en la frente y le tendió de espaldas, sin decir Jesús. No se supo cuál fué primero, si la pedrada, la caída del herido, no en el suelo, sino en los brazos de Catalina, ó el lanzar ésta un grito como si la hubieran atravesado el corazón de una puñalada.

Vió que la sangre fluía en abundancia de la herida y pensó volverse loca.

—¡Muérame yo!—gritaba, haciendo trizas su delantal y su pañuelo para cerrar aquella brecha por donde creía ver escaparse la existencia del valiente mozo.—¡Mate Dios cien veces al traidor que te ha herido!... ¡mate otras tantas al bruto que amañó esta guerra; pero que no te mate á tí, que vales el mundo entero!... ¡Virgen María de los Dolores! ¡la mejor vela te ofrezco con la promesa de no bailar más en mi vida, si la de él conservas, aunque yo jamás la goce!

Uníase á estos gritos el vocear del contrario de Nisco, negando toda participación en la felonía; chispeaban los ojos de Pablo buscando entre la muchedumbre algo que delatara al delincuente; ordenaba don Pedro lo más acertado para bien del herido; acudían gentes aterradas á su lado; y mientras esto acontecía y se buscaba á Juanguirle entre los combatientes, las tintas de los celajes iban enfriándose; desleíanse los nubarrones, cual si sobre ellos anduvieran manos gigantescas con esfuminos colosales; una cortina gris, húmeda y deshilada, como trapo sucio, se corrió sobre los picos más altos del horizonte; brilló debajo de ella la luz sulfúrea del relámpago, y comenzaron á caer lentas, grandes y acompasadas gotas de lluvia, que levantaban polvo y sonaban en él como si fueran de plomo derretido.

XXIV. DEUS EX MÁCHINA

Corrían, corrían los cuatro sujetos hacia casa de la bruja, y en un periquete llegaron allá. Sin detenerse á llamar á la puerta, abriéronla de un empellón, y vieron á la Rámila acurrucada junto al llar de la cocina, soplando unos carbones á los cuales estaba arrimado un pucherete cubierto con un casco de teja.

—¡Allí tiene el unto!—pensaron los cuatro al reparar en el puchero.

La vieja se volvió hacia ellos y se estremeció. Ni aun en son de paz entraba allí nadie que no le armara guerra. ¡Qué intenciones no llevarían aquellos hombres que atropellaban su casa en ademán airado!

—¡La gente se está matando!—dijo uno sin acercarse mucho á la Rámila, porque su miedo supersticioso podía más que el mal intento que le conducía.

—¿Qué gente?—preguntó la vieja temblando.

—La de Cumbrales.

—¿Ónde?

—En el Campo de la Iglesia.

—¿Por qué?

—Porque vinieron los de Rinconeda, acometieron, y se respondió como era debido.

—¿Y por qué no vais á separarlos?

—Allá estuvimos; pero no podemos.

—¡Muy en su punto traéis la ropa para haber hecho cosa mayor! ¿Y la Josticia?

—Panza arriba lo más de ella, y el alcalde en mucho apuro.

—¿Por qué no se hace respetar?

—Porque primero es lo otro: pa eso es de Cumbrales.

—Y vusotros, ¿de ónde sois entonces?

—¿Por qué es la pregunta?

—Porque debiérais estar ayudando á los vuestros, y no escondidos como liebres en este ujero.

—Se ha convenido allá, en vista de que ni la Josticia ni el señor cura ni don Valentín ni don Pedro Mortera pueden con aquello, en que andan en el ajo manos que no son vistas de ojos corporales... y á eso venimos.

—¿Á qué?

—Á que vaya á deshacerlo el mesmo demonio que lo amañó.

La pobre anciana, que había cobrado algunas fuerzas de espíritu en el recelo que mostraban los cuatro invasores, que permanecían agrupados cerca del que con forzada valentía llevaba la voz, se desalentó mucho al oir la última respuesta de éste y al notar cierta resolución en la actitud de los otros tres. Intentó, sin embargo, sacar el posible partido del miedo que inspiraba su mala fama, y preguntó al hombre que hablaba, con sus remedos de hechicera de teatro:

—Y ¿quién es ese demonio?

—Usté lo es.

—¡Yo?... Pedazo de bruto, si yo fuera el demonio, ¿no estuviérais ya asados los cuatro, en pena del mal querer que aquí vos trae?

Miráronse los hombres nada seguros de estar en lo cierto, y hasta recelosos de que aquel supuesto demonio, si le apuraban mucho, hiciera lo que hasta entonces no había hecho, sabe Dios por qué consideración. Uno de ellos, acaso el más bruto, se aventuró á decir:

—No alcanza tanto el poder de usté, aunque mucho sea para hacer mal.

—Pues entonces, almas de Dios, ¿á qué venís aquí?

—Á que vaya usté á deshacer aquello.

—¿Cómo he de deshacerlo?

—Con el conjuro que mejor le cuadre.

—¡Jesús me valga!—clamó entonces la pobre vieja,—¿por qué me habrá nacido á mí esta fama tan negra y desdichada!

Probó la exclamación que la Rámila perdía terreno; envalentonáronse los otros al notarlo; acercáronse más á ella, y gritó uno en tono amenazante y descompuesto:

—¡Pronto, que pa luégo es tarde!

—¡Pero, hijo, si yo no puedo hacer lo que queréis!

—¡Por buenas ó por malas!

—¡Que soy una pobre mujer sin ventura, que nunca mal hice á naide!

—¡Echarla mano!

—¡Por los clavos de Jesús!...

—¡Llevémosla arrastrando, si por sus pies no va!

—¡Miráime de rodillas pidiéndovos misericordia!

Cuando decía esto la infeliz, ya tenía encima las manazas de dos hombres que tiraban de ella y se disponían á arrastrarla.

—No hay remedio—pensó entonces entre angustias mortales:—ó arrastrada aquí si me resisto, ó arrastrada allá si voy y aquello no se calma... ¡la muerte de todas maneras!

El apego á la miserable vida la inspiró un recurso.

—Dejáime un instante, que yo pueda hablar,—dijo á los dos verdugos.

Aflojaron éstos los dedazos, y habló así la Rámila, sentada en el suelo, con los mechones grises sobre la faz amarillenta y afilada, y el mísero jubón desabrochado y roto, obra todo de aquellos bárbaros:

—¿Creéis de veras que yo soy bruja?

—Como nos hemos de morir,—la contestaron.

—¿Y estáis seguros de que mi poder basta para poner en paz á los que riñen en el Campo de la Iglesia?

—Como lo estamos de que usté fué quien armó esa guerra.

—¿Arméla desde allá?

—No, desde aquí mesmo, porque de aquí no ha salido esta tarde, por las trazas.

—Esa es la verdá, hijos míos. Dios me mate si de esta choza he salido desde que vine de misa esta mañana. Pues desde aquí tiene que ser el conjuro. Dejáime que le haga, y dirvos vusotros. Yo vos aseguro que cuando allá lleguéis, todo estará en paz.

—¡Pamemas por salvar el pellejo!

—¡Es que si no vos vais, aunque me quitéis aquí la vida aquello no acabará!

—¿Y si se nos engaña con la promesa?

—Si vos engaño, almas de Dios, con volver acá y hacerme trizas, está la deuda finiquita. ¡Á bien que naide vos ha de pedir cuentas de la fechuría!

Se miraron otra vez los cuatro, como en consulta, y entendiéronse con los ojos. Uno de ellos tomó la voz de los demás y habló así:

—Trato hecho: si al llegar al Campo de la Iglesia nusotros no está la gente en paz, llame usté á Pateta que la socorra, porque no le queda otro santo que la ampare contra la ira de todo el pueblo.

Dicho esto, salieron á buen paso. La lluvia, hasta entonces contenida, comenzaba á formalizarse; los achubascados celajes se extendían en todas direcciones, y el aire refrescaba. Sin levantarse del suelo, dió la Rámila gracias á Dios por haberla sacado con vida del primer trance, y discurrió el modo de conjurar el último y el más grave. Incorporóse después; se aliñó lo mejor que pudo; se echó otro refajo sobre la cabeza; cubrió con ceniza la mortecina lumbre, y salió de la choza. ¿Á dónde? Á donde hubiera un poco de caridad; á casa de don Pedro Mortera; á la del señor cura... á esconderse donde no la delataran si, al llegar los cuatro forajidos al Campo de la Iglesia, la batalla no se concluía.

Trancando estaba la puerta por fuera, cuando la lluvia espesó de tal modo, que la anciana tuvo necesidad de volverse á la choza mientras aquello pasaba. Pero el aguacero continuaba espesando á toda prisa; y espesando, espesando sin cesar, acortábanse los horizontes; dejaron de verse todas las montañas; después todos los montes; después los cerros; después los confines de la vega; luégo la vega misma; después la iglesia, y los árboles, y las casas... y, en fin, todo menos la braña y los cercados más próximos á la choza. Cada hondonada era un lago; cada roderón un torrente. Mirando al cielo, parecía que de él bajaban líquidos cables, gruesos y apiñados; ensordecía el ruido de aquella inmensa cascada, y el agua que rebotaba al llegar al suelo la que vertían las nubes, era otra lluvia hacia arriba, contra la que no hay defensa fuera de techado. Pero hasta entonces llovía sereno y á plomo; gustaba ver aquellos chorros infinitos cayendo rápidos, sonores é incesantes, como gusta y entretiene en el silencio de la noche la llama del hogar lamiendo las negras paredes de la chimenea.

De pronto hubo una virazón al Noroeste; rugió el vendaval arisco; llevóse por delante el diluvio; azotó con él muros y terreros; revolcó las copas de los bardales en las charcas de las callejas; tumbó cuanto el Sur de la mañana había dejado vacilante y removido; la noche anticipó media hora su venida; y la Rámila, tranquila por entonces, cerró por dentro la puerta de su choza, volvió á atizar la lumbre y se acurrucó junto á la llama sin quitarse el refajo de encima de los hombros, porque empezaba á sentirse el primer frío del invierno.

Cuando los cuatro sujetos que la habían atormentado llegaron, echando los bofes y calados hasta los huesos, á dar vista al Campo de la Iglesia, ni huellas de lo ocurrido quedaban en él. El agua corría por todas las camberas, se desbordaba en los senderos profundos, y saltaba y hervía en los llanos al impulso de la que seguía cayendo.

La gente se amontonaba en el portal de la taberna y en el de la iglesia, y toda ella era de Rinconeda: los hombres, desgreñados, rotos, sucios de fango y de verdín, con las caras borrosas, hinchadas, tintas en lodo y en sangre; las mujeres, en refajo, con las sayas vueltas sobre la cabeza. Unas y otros inmóviles, taciturnos y con los ojos fijos en las goteras del corral y el oído atento al rumor de la lluvia.

En el portal de Tablucas había gente de Cumbrales. Allí se metieron los cuatro sujetos de marras, y allí aprendieron que la pelea había cesado cuando el agua no cabía ya en canales; es decir, según se calculó en el acto, poco después que ellos salieron de la choza de la Rámila, justamente cuando ésta debió de acabar el prometido conjuro; conjuro que, sin duda, armó el temporal que estaba reinando, como se arman siempre que los demonios andan por la tierra desencadenados, ya por obra de hechicerías, ya por gracia del hisopo. Deshecha la maraña del Campo de la Iglesia, Resquemín tuvo el buen acuerdo de encerrar en la taberna á los hombres de Cumbrales que en ella se refugiaron, para separarlos de los de Rinconeda; otros corrieron á sus casas, y el resto de la gente se guareció en la de Tablucas por no mezclarse con el enemigo que asubiaba en el portal de la iglesia.

—¡Y negaréis entoavía que esa mujer es el mesmo demonio!—exclamaba Tablucas, después de oir los relatos y las conjeturas de los cuatro sujetos.—¡Y no tendré yo razón para jurar que ella es quien me golpea la puerta y se planta en ese murio en fegura de perro!... ¡Y la dejestis con vida!... ¡Córcia, si soy yo que vusotros, allí finiquita hoy!... Y pué que vos pese no haberlo hecho; que la que es mala por el gusto de serlo, ¿qué no será cuando la ofenden? En éstas y otras tales, arreció el viento sin disminuir la lluvia; y como éstos son signos de durar la tormenta, y la noche se venía encima, los de Rinconeda, después de breve consulta, salieron de sus refugios y emprendieron la marcha hacia su lugar, entrando en las pozas por derecho y sin tratar de defenderse contra el diluvio que los empapaba y el viento que los embestía de frente, porque hubiera sido trabajo inútil, amén de embarazoso. ¡Cómo volvían escurridos, sucios, desaliñados, taciturnos y maltrechos aquellos mozos que, horas antes, habían venido emperejilados, alegres, sueltos y provocativos! Acaso, mientras caminaban en fila, como ratas huyendo de la inundada alcantarilla, pensaban en que sus hogares podían ser asaltados por el torrente que bajaría ya de las laderas; y este pensamiento los espoleaba. ¡Justo castigo de sus malos deseos de la mañana, cuando el Sur levantaba en vilo los tejados de Cumbrales! No iba Chiscón en aquella triste caravana, ni se le había visto en el pueblo desde mucho antes de acabarse la refriega.

Del Sevillano nadie supo dar noticias ciertas. Aseguróse por la noche en la taberna de Resquemín que había desaparecido del corro tan pronto como se armó la sarracina. Muchos temieron entonces los estragos de su navaja; pero nadie le vió entre los combatientes. Sin embargo, se afirmó, con el testimonio de Bodoques que le columbró desde lejos, que él fué quien agazapado entre unos posarmos, detrás de la pared de un huerto, hirió á Nisco con la piedra arrojada desde allí; y aun juraba Bodoques, según el narrador, que el tiro no iba al hijo del alcalde, sino á Pablo, por el modo que tuvo el Sevillano de hacer la puntería. Verosímil pareció la hazaña en quien fué capaz de presentarse en Cumbrales al frente del enemigo invasor; y bien hizo aquella noche el traidorzuelo en no aportar por la taberna, porque toda su fama tremebunda no Je hubiera librado de una mano de leña como para él solo.

Excusado es advertir que se hizo público allí el caso de la Rámila, el cual acabó de afirmar entre aquellas gentes su opinión de bruja rematada; y Dios sabe lo que hubiera sido en caliente, de la infeliz, á no estar la noche tan fría y tempestuosa.

Sobre el estado de Nisco se contó mucho y muy contradictorio: desde darle por muerto, hasta creerle ya sano y de pie. Á última hora entró una vecina suya en busca de vino blanco para ponérselo, con aceite y romero, en paños sobre la herida. El bravo mozo había recobrado el conocimiento y estaba fuera de todo peligro.

XXV. MIEL SOBRE HOJUELAS

El temporal siguió reinando hasta cerca de media noche. Á esa hora se corrió el viento al Norte, cesó el agua, rasgáronse los nublados, fuéronse adelgazando por momentos; y cuando apareció el sol del nuevo día, desplegó el lujo de sus rayos en un cielo sereno, azul y limpio como el cristal de un espejo. Pero la brisa terral era fría y húmeda; los tejados de Cumbrales relucían; los bardales goteaban; las callejas eran charcos; las praderas brillaban como sartas de rica pedrería, y comenzaba á oirse por las barriadas del pueblo el clan, clen de las herradas almadreñas de los transeuntes, entre los que apenas se veía uno sin negros cardenales ó arañazos en la cara, muestras dolorosas de la refriega del día anterior.

Á media mañana salió Pablo de su casa en dirección á la de Nisco, á cuyo lado había permanecido la noche antes con Catalina, que no se apartaba un punto de allí, hasta que el mozo se despejó y pudo conocerse la importancia de la herida.

Este suceso, desde el momento de su ocurrencia, así como el recuerdo de los que le habían precedido, traíanle caviloso é indignado por todo extremo; pero aún le mortificaba más la cola que trajo para él su intervención personal en la batalla.

No hubo modo de ocultárselo á don Juan de Prezanes; y no bien lo supo, fuése á casa de don Pedro Mortera, donde ya se hallaba éste con su hijo tranquilizando á su madre, á María y á Ana, que también estaba allí: las tres le contemplaban y le oían acongojadas y suspensas. La entrada del jurisconsulto fué airada y sombría, como celaje de tormenta. Increpó duramente al joven por haberse mezclado en un revoltijo tan indigno de un hombre de sus condiciones, y en ocasión tan reñida con calaveradas de semejante jaez. ¿Qué idea tenía de la seriedad del trance en que estaba empeñado con él, con Ana y con su propia familia? ¿Pensaba entrar con aquellos resabios de una fatal educación, por una tolerancia mal entendida, en el nuevo hogar, donde su hija debía ser reina y no mártir? Y así por el estilo.

Respondió Pablo como pudo y como lo sentía; replicó don Juan irreflexivo y cáustico; intervino don Pedro, herido por las intemperancias de su compadre, tras de apenado más que él por el suceso; enfurecióse el otro... y se armó la gorda. El resultado fué que don Juan de Prezanes salió, echando chispas, de casa de su compadre, llevándose á Ana consigo y quedándose los demás atribulados y mustios.

Así estaban las cosas cuando iba Pablo á casa de Nisco, maldiciendo la casualidad que le había hecho intervenir en la batalla, y prometiéndose, para en adelante, huir, como de la peste, de toda ocasión que pudiera acarrearle disgustos semejantes.

Y andando así, al revolver un recodo de la calleja, enfrente de la barriada en que vivía Juanguirle, se encontró tope á tope con el Sevillano. Toda la sangre del corazón sintió Pablo que le subía de un salto al cerebro cuando se vió tan cerca del traidor que, según se afirmaba ya por todos, había herido á Nisco y quizá provocado, con sus consejos á Chiscón, el conflicto del día antes. La ira le hervía en el pecho, y la indignación le impelía y le tentaba; pero el propósito que había formado le contuvo y quiso seguir su camino sin darse por enterado del encuentro. Creíase el Sevillano, como todos los bravucones de su ralea, en el imprescindible deber de medir con los ojos, con aire de perdonavidas, á todo hombre que á su lado pasara, en paz y en gracia de Dios, se entiende. Con doble motivo debía de hacerlo con Pablo, á quien detestaba por su valentía del día antes y por otras razones más; y eso hizo en aquella ocasión el matasiete de Cumbrales en cuanto notó que el joven se inmutaba y volvía la cabeza por no verle, señales de timidez y apocamiento, á juicio del jandalete; por lo que, no contento con mirarle burlón y desdeñoso, se puso en jarras delante de él y le dijo contoneándose:

—¿Tenía osté algo que ecirme, camará?

Se necesitaba ser de hielo para que una actitud, una mirada y unas palabras como aquéllas, se quedaran sin respuesta. Pablo, temblando de pies á cabeza, no de miedo, sino de ira, pero con la voluntad refrenada, se detuvo también y respondió:

—En verdad que no es poco lo que te dijera, si de decir lo que siento tratáramos ahora.

—Po míate tú: yo me peresco por platicá con loj amigo. Con que venga de ahí, que pa ezo e la lengua e la boca.

—Calla la tuya y aparta á un lado, que voy de prisa.

—En el moo e abrirze camino ze conoze el temple e la prezona. Pero ya ze ve, ¡como no tenemoj ahora quien nos guarde la eparda como teníamoj ayé, no gayeamo tanto!...

—Y tú ¿qué sabes lo que pasó ayer?... ¿Dónde estuvistes?

—Librando á Cumbrale de una banduyá, con no meter en zambra la jerramienta... ¡Ayí eztuve!

—¡Como las liebres, debajo de los posarmos!

—Camará, ¿ezo e china tirá á la jeta?

—Esto es advertirte que te conviene menos que á mí alargar la plática. Con que déjala donde está, y sigue tu camino para que yo siga el mío.

—Y ¿quién te le cierra?

—Tú.

—¿Y pa cuándo e la voluntá e l’ hombre?

—Para cuando se necesita, como yo la necesito ahora; no para pasar, sino para dejar de hacerlo. ¿Quieres más?

—¿No lo eztá viendo, nene?

—¿Buscas quimera?

—¡Zi de ezo vivo!...

—Pues yo no la quiero.

Todas estas respuestas de Pablo las tomaba el Sevillano por encogimientos del espíritu; y en tal creencia, envalentonábase, y á una provocación añadía otra más irritante. Como llegó á alzar mucho la voz, los pocos transeuntes que asomaban por las callejas inmediatas deteníanse con la azada ó el rozón al hombro, á ver y oir; y también salieron al portal ó á la ventana gentes curiosas de las casas más próximas. Por fortuna para el Sevillano, todos estos testigos eran mujeres, viejos y muchachos, entre quienes el recuerdo de la víspera no había de producir un acto vengativo. Seguro de esto, complacíale la presencia de todos, porque iban á ser testigos de la humillación de Pablo y, por ende, de su bravura sin rival, puesto que Pablo había vencido el día antes al hombre más fuerte de la comarca. Redobló, pues, sus provocaciones, y llegó á decir á Pablo, cuadrándose delante de él:

—¡No ze paza po aquí!

—Por última vez te pido—respondió Pablo, verde y convulso,—que me dejes pasar.

Á lo que respondió el Sevillano con burlona sonrisa y fuerte voz:

—Jindama ze llama ezo en la tierra é lo valientej’ onde yo juí el amo.

Pablo no apartaba un punto de su memoria la pasada desazón con su padrino, el disgusto y las reprimendas de su padre, sus compromisos, sus propósitos... Todo lo tenía presente y todo pesaba sobre su razón, hasta entonces dueña y soberana de él; pero aquella provocación, dispuesta sin duda por el mismo diablo, en el punto en que había llegado á ponerla el atrevido, era mucho más de lo que se podía sufrir con paciencia y delante de testigos. Cególe la indignación; crujieron sus puños y sus dientes apretados; olvidóse de todo menos del miserable que le provocaba, y díjole, en una actitud que le hizo dar un salto atrás:

—¡Fuera de ahí!

El Sevillano no contaba seguramente con aquella rápida mutación que le causó tan descomunal efecto. ¡Quién sabe el partido que hubiera tomado entonces el valiente al hallarse á solas con Pablo! Pero el duelo era público, y había que sostener la fama de cualquier modo, por vil que fuera.

Al saltar hacia atrás llevó las manos al ceñidor; y, sin perder de vista á Pablo, tiró de la navaja, la abrió rápidamente y se puso en actitud de defensa. Entonces fué Pablo quien retrocedió á su vez, al brillo repulsivo de aquella arma innoble, que le hirió la vista como la luz de una centella. Al mismo tiempo lanzaron un grito las mujeres que presenciaban la escena. Eso buscaba el valentón: imponerse por el espanto.

En cuanto se vió dueño del terreno, parecía que con manos, ojos y boca deshacía y devoraba el mundo entero. ¡Qué ademanes! ¡qué gestos! ¡qué miradas!

—¡Aquí ze ven lo guapo, zeñó futraque! ¿Pa qué jué el impétu?... Otro arrempujonsiyo; y aunque zea poco á poco, ayégate acá... ¿ú quierej’ un calezín pa vení ma repozao?

Así hablaba el jandalete, mientras Pablo luchaba entre el deseo que tenía de acogotarle, y el horror que le infundía el arma de los presidiarios.

—¡Arrójala, traidor!—dijo, sin apartar la vista de la navaja.

—¡Po zi e un arfeñique, tonto! Ven á chumpale... ¿ú penzaba que te iba á valé conmigo la sancaíya, como con el otro de ayé?

Y Pablo, mordiéndose los nudillos de coraje, detestando á aquel hombre provocativo, y con fuerzas y valor para luchar con él, no se atrevía á acercársele, porque... porque tenía miedo, así como suena; pero miedo á su navaja, cuyo aspecto le repugnaba como el de un bicho venenoso.

—¿Vienej’... ú voy?—dijo el bravo dando un paso hacia Pablo. Este dió otro también... hacia atrás.

—¡Cobarde!—gritó, al notarlo, el Sevillano.

Aquella palabra penetró como un bisturí en todas las fibras del mozo... pero no le hizo moverse del sitio que ocupaba. Un sudor frío le bañaba el rostro, y el corazón le aporreaba las paredes del pecho, como si protestara contra la cordura de la cabeza.

Los espectadores de la escena estaban aterrados y gritaban á Pablo que huyera, porque no era igual la lucha; con lo que iban subiendo de punto los atrevimientos del matón, que llegó á hablar así, dando otro paso hacia el ofuscado joven, el cual también dió otro... hacia atrás:

—No quiero tu vida, que ya veo la mala calidá que tiene; pero te voy á pintá un muñeco en la jeta pa que le llevej’ á la boa el día que te cazej’, y tenga la moza argo güeno que mirá en tí.

¿Han visto ustedes saltar un tigre?... digo, ¡qué han ver, ni Dios lo quiera! pero lo habrán oído ó lo habrán visto pintado. Pues como salta un tigre, rápido, fiero y gallardo sobre su presa, así saltó Pablo sobre el atrevido jaque tan pronto como le oyó mezclar en sus bravatas lo que él guardaba en el relicario de su pecho. Cañones que le hubieran puesto delante, no habrían conseguido detenerle en su ímpetu sublime.

Al ver al uno en brazos del otro, y la navaja aparecer y desaparecer entre ambos, alborotóse la gente espantada; acudieron nuevos curiosos de la vecindad, y entre ellos Juanguirle, que se abalanzó á los combatientes. Pero no era necesaria su ayuda. En pocos momentos desarmó Pablo á su enemigo; le sopapeó, le revolcó en el fango, volvió á levantarle asido por las greñas, le dió dos puntapiés, y arrojó el arma vil á una poza, mientras el valiente, huyendo del alcalde que se empeñaba en prenderle, y de la rechifla del público, corría que se las pelaba, escupiendo basura y chocleándole los zapatos llenos de agua sucia de la charca.

Pablo, salpicado de barro, desaliñado y convulso, se dejó de comentarios ociosos, y fuése apresurado á casa de Juanguirle, deplorando que el suceso no hubiera ocurrido á siete estados debajo de tierra.

Nisco estaba mejor y ya sentado en la cama. Asombróse al ver á su amigo en tan desastroso aspecto; refirió éste el caso, y le abrazó el hijo de Juanguirle, lamentándose de no haberle ayudado, siquiera con la presencia, y de que hubiera salido vivo del empeño el traidor de la navaja. Preguntóle si le había herido con ella.

—Nada absolutamente—respondió Pablo.—Ni un arañazo me ha costado pisotear la fama de ese bribón. Un dolorcillo siento hacia esta costilla del lado izquierdo; pero no es de golpe alguno, sino de un esfuerzo que hice al levantarle de la poza.

Después se lavó las manos y la cara; se arregló el vestido; volvió á sentarse á la cabecera de la cama, y mudó de conversación; hasta que entró Juanguirle, que se había quedado charlando con los vecinos.

Pablo, mientras oía al alcalde lamentarse de no haber preso al bribón cuando pudo y debió hacerlo, palpábase con la diestra el punto dolorido y se revolvía mucho en la silla.

—¿Qué tienes?—le preguntó Nisco. Á lo que respondió el joven:

—Que me anda aquí algo tibio y pegajoso... nada; pero me causa una impresión muy desagradable.

Por consejo de Juanguirle, muy alarmado, se descubrió la parte donde Pablo sentía lo que tanto le molestaba. Las ropas estaban allí empapadas en sangre, y ésta continuaba fluyendo, aunque no en abundancia, de una herida en el costado. Nisco y su padre palidecieron.

—¡Y yo que dejé escapar á ese villano!—exclamó Juanguirle mesándose el pelo.

—¿Qué es lo que tengo?—preguntó Pablo.

—¡Una herida que hay que cuidar, hijo!—respondió el alcalde.

—¡Una herida!... ¿Cuándo me la hizo, si yo no sentí nada?

—¡Bueno estabas tú para sentir, aunque te hubieran abierto en canal!... ¡Y estamos sin médico hace cuatro meses! ¡Voto á briosbaco y balillo!...

—Ande usted—repuso Pablo sonriendo, más por disimulo que por ganas,—que como se curó Nisco me curaré yo. Lo que importa es que en mi casa no se sepa esto.

—No estoy, Pablo—dijo Nisco,—porque esas cosas se oculten. Bueno es que, por de pronto, se ponga un reparo para que llegues á tu casa sin asustar á la gente con la vista de la sangre; pero después... Cierre la puerta, padre, y curémosle con lo mismo que el suyo me curó ayer á mí. Dicen que dijo don Pedro que el agua fresca es el mejor remedio para las heridas. Desnúdate, Pablo, de medio arriba.

—Es cierto—añadió Juanguirle, azorado y presuroso.—Desnúdate, hijo, en tanto voy yo por el agua y unos trapos.

Salió, cerrando la puerta por fuera, y descubrió Pablo su tronco, blanco como el alabastro, fornido y esbelto como el de un Apolo de Fidias.

—Tiéndete en la cama,—le dijo Nisco arrimándose él á la pared.

Hízolo así Pablo; entró Juanguirle con una jofaina llena de agua, y media sábana vieja al hombro, y dióse comienzo al lavatorio. La herida estaba sobre una costilla. No se metieron los improvisados cirujanos en otras investigaciones; pero vieron que tenía medio palmo de larga, y esto los asustó. Hecha esta primera operación, pusieron unos paños empapados en el mismo menjurje con que se curaba Nisco la descalabradura; sujetáronlos con una ancha venda; vistióse Pablo, y le dijo Juanguirle, que le quería de veras:

—Ahora, á casa, hijo mío; cuéntalo del mejor modo que te parezca; ¡pero cuéntalo, por el amor de Dios! y llama á un médico en seguida, porque esos boquetes suelen tener la salida por donde menos se piensa... ¡Ah, como yo llegue á echar mano al traidor!... Y ¡voto al chápiro verde que he de echársela, ó no seré más alcalde de este pueblo!

Salió Pablo poco después, hallando en el portal, muy afligida, á la alcaldesa, que, por ciertos respetillos pudorosos, no había asistido á la cura; chanceóse con ella para tranquilizarla, y se encaminó á su casa, pensando, más que en la herida, en el efecto que iba á producir en las dos familias la noticia del suceso, si es que no había llegado ya en alas de la oficiosidad de ciertas gentes entrometidas.

¡Vaya si había llegado! Y salía ya don Pedro portalada afuera; y se asomaban al balcón madre é hija desoladas y sin color en el rostro; y acudía Ana, con el alma en un hilo, y quedaba don Juan en su casa echando chispas por los pelos erizados y tempestades por la boca.

Nada dijo Pablo de la herida; pero refirió el encuentro tal y como había sido.

—Ésta es la verdad—añadió.—Yo no lo he buscado; ello se vino solo... ó traído por Satanás. Sé que es llover sobre mojado; barrunto cómo estará mi padrino; conozco lo que á ustedes les aflige el caso por el color que tiene; pero no lo pude evitar... Perdóname, Ana: otra vez me dejaré poner la mano en la cara, si te gusto más, bien abofeteado y huyendo, que mal vestido y triunfante.

—¡Pero dicen que te hirió con una navaja!—exclamó su madre palpándole desatinada todo el cuerpo.

—¿En dónde?—dijo Pablo con fingido asombro, pero cuidando mucho de que su madre no le tocara donde le dolía ya más de lo que él esperó.—No hagan ustedes caso de charlatanes... ¡y por el amor de Dios, no hablemos más de estas cosas!

—Y... ¿ese hombre?—le preguntó don Pedro, que hasta entonces no había desplegado los labios, aunque se los había mordido muchas veces.

—Huyó corrido como una liebre—respondió Pablo;—y dudo que vuelva á vérsele por Cumbrales en mucho tiempo.

Ana, en tanto, descolorida y angustiada, no apartaba sus ojos del mancebo, cuyo aspecto le daba mucho que pensar.

—¡Tendrá que oir tu padre ahora!—la dijo Pablo.

—La verdad es—interrumpió don Pedro, que se paseaba cabizbajo y sombrío,—que se combinan de tal modo las cosas, que sin el genio irascible de Juan, hay para darse á Barrabás con ellas.

—¿Qué dijo al aprenderlo, Ana?—preguntó Pablo.—Cuéntalo todo sin reparos, porque conviene saber á qué atenerse.

—Poco, pero bueno—respondió Ana, esforzándose por echar á broma la cuestión.—Ya con la noticia sola de la agarrada, se había puesto que tocaba las vigas con la cabeza; pero al saber que había andado la navaja por medio, entendí que le daba algo. Entonces me dijo: «mírate bien, Ana; que por el camino de esas aventuras se va á presidio.»

—Y tú ¿qué le respondiste?

—Yo... corrí hacia acá, porque eso de la navaja me heló la sangre en las venas.

Acabóse pronto esta conversación; llegó el mediodía, y Pablo comió muy poco. Después se encerró en su cuarto y se pasó la mayor parte de la tarde con la cabeza entre las manos y los codos sobre la mesa. La herida no sangraba ya; pero le dolía mucho. Al anochecer sintióse destemplado y sediento; le ardía la cabeza, y tuvo necesidad de acostarse. Su madre y su hermana habían entrado á verle varias veces; pero él había conseguido, si no tranquilizarlas, por lo menos convencerlas de que nada grave tenía. Don Pedro, que todo lo observaba, llamó á un criado y le dijo:

—Ensilla el caballo y prepárate tú para ir á donde yo te envíe.

En seguida se fué al cuarto de Pablo. Acababa éste de acostarse. Le pulsó, le tocó la frente... y se nubló la suya.

—¡Tú estás herido, Pablo!—le dijo angustiado, pero enérgico:—horas hace que lo estoy sospechando.

—Es cierto—respondió el mozo.—No me he atrevido á decirlo delante de las mujeres, por no alarmarlas.

—¿Y yo?... ¿soy por ventura una de ellas? ¿No sabes, insensato, que en estas ocasiones no deben desperdiciarse ni los instantes?

Le dió cuenta el enfermo de la precaución que se había tomado en casa de Juanguirle, y quiso don Pedro examinar la herida. Toda la fuerza de su voluntad, que era mucha, necesitó para no lanzar una exclamación de espanto al ver aquel ancho boquete con los bordes inflamados y sanguinolentos. Volvió á cubrirle como se lo permitió su aturdimiento; dejó á Pablo y voló al portal, donde esperaba el criado con las espuelas calzadas y el caballo listo.

—¡Á escape á la villa!—le dijo.—Avisa al médico de casa; adviértele que se trata de una herida, para que traiga á prevención siquiera lo más indispensable; que monte en este mismo caballo, si no tiene otro más veloz, y que venga en el aire, porque el herido está muy grave.

Este recado le oyeron doña Teresa y María, que andaban con oídos sutiles detrás de la verdad. Al descubrirla se espantaron, y corrieron hacia el dormitorio de Pablo. Don Pedro las detuvo.

—Pero ¿se morirá, Dios mío?—exclamaba la dolorida madre, mientras su hija lloraba amargamente.

—¡Silencio, por la Virgen!—les decía don Pedro por lo bajo.—¡Que no os oiga; que nada conozca! Entrad allá, vedle, acompañadle; pero como si nada grave sucediera.

—¡Hijo de mi corazón!... Pero ¿crees que se halla en peligro de muerte?

—¡No lo permita Dios!—dijo don Pedro, descubriendo, en lo trémulo de la voz y en las lágrimas que asomaban á sus ojos, el dardo que tenía clavado en el alma.

Luégo entraron todos en el cuarto del enfermo, que yacía postrado en el sopor de la fiebre.

XXVI. DE VARIOS COLORES

¡Qué noche!... El tiempo pasaba; el médico no venía; Pablo continuaba agravándose, y nadie se atrevía allí á aventurar un remedio, porque el aspecto de la enfermedad ataba las manos indoctas, que bien podían dar veneno por triaca. Se entraba y se salía á cada instante, y se andaba de puntillas en la estancia á media luz; se aplicaba el oído á la agitada y seca respiración, y la palma de la mano á la ardorosa frente del enfermo; y cada acto de éstos producía una pregunta muda y anhelosa en los ojos contristados de los demás. Del cuarto de Pablo se iba á todas las puertas y ventanas que daban al corral; y por cada rendija se escuchaban los ruidos de afuera, hasta los más leves rumores... el latir de algún perro, los golpes del pesado rodal, las esquilas de la yunta, las almadreñas del carretero, algún cantar lejano... todo muy de tarde en tarde. Después, el silencio absoluto, impenetrable como la obscuridad que le envolvía... ¡ni un sonido que se pareciera al de las herraduras del brioso caballo de don Pedro sobre los resbaladizos cantos de la calleja!

Nada se le había dicho á Ana de la alarmante gravedad en que se hallaba Pablo; pero hasta en las ondas del aire hay oficiosos correos para las malas noticias; y ésta no tardó en llegar á casa de don Juan de Prezanes.

Cenando estaban ya padre é hija: ésta triste y sobresaltada por los sucesos del día, y aquél sombrío, mudo y desazonado por la misma causa, pero vista con ojos bien distintos de los de Ana. Cayó entre ambos la noticia como la guadaña de la muerte; y, yertos y despavoridos, alzáronse al punto de la mesa; abrigáronse mal y de prisa, y volaron al lado del enfermo.

Se adivinan, sin que yo las describa, las impresiones de Ana junto á aquel lecho en que yacía Pablo medio aletargado por la calentura. Corríanle á la infeliz las lágrimas por las mejillas, y ahogaba los sollozos en su pecho y las palabras en su boca; pero no pudo evitar que sus manos se posaran trémulas y codiciosas sobre la frente caldeada del enfermo.

—¡Se abrasa el desdichado!—tuvo que decir entonces, porque la pena y el sobresalto de que se vió acometida, la impusieron aquel desahogo.

Abrió los ojos Pablo al oir aquella voz, y dijo, queriendo sonreírse:

—Esto pasará pronto...

—¿Cómo te encuentras, hijo mío?—le preguntó su madre, anhelosa y acongojada, aprovechando el inesperado momento de lucidez para explorar el estado del enfermo.

—Bastante bien—respondió éste volviendo á cerrar los ojos.—El calor me incomoda mucho... ¡Más agua!

Sobre la mesita cercana al lecho había una botella, casi vacía ya, y una copa con agua. Ana se apoderó de ella rápidamente y la acercó á los labios ardientes de Pablo. Este cogió con su mano, que abrasaba, la copa, y con la copa la mano de Ana; y así bebió, sorbo á sorbo, como si le refrescara, más que el agua que bebía, el contacto de aquella piel fina y rosada, misterioso centro en que á la sazón convergían los anhelos de dos almas y la esencia de dos vidas.

Mientras esto pasaba, don Juan de Prezanes (que ya se había quejado amargamente de que no se les hubiera dado antes la noticia) preguntaba á todos y á cada uno cómo había sido aquello; qué trámites había seguido la agravación; á qué hora se había ido á buscar al médico; por qué no venía ya... y todo cuanto podía preguntarse y mucho más, espeluznado, nervioso, inquieto y descolorido. Pero cuando observó que Pablo hablaba, y tan pronto como Ana volvió á poner la copa sobre la mesa, no pudo contenerse y avanzó hasta la cabecera del lecho. Pulsó al enfermo, le palpó la frente, le arropó cuidadoso, le subió el embozo de las sábanas y volvió á bajársele; tornó á subírsele, quiso hablarle, y se contuvo; le arregló la almohada, y otra vez las ropas; volvió al intento de preguntar algo... y tampoco dijo nada. Iba y venía; escuchaba la respiración del enfermo y miraba á los circunstantes; y á todo esto le temblaban los labios y la barbilla, y los ojos se le humedecían; sacaba el pañuelo del bolsillo; llevábale rápido á las narices; daba con ellas un trompetazo seco; volvía á guardarle... en fin, mareaba.

Al último, estalló así:

—¡Pablo... hijo mío!... Yo no sé si algo de lo que ayer te dije puede haber contribuido á la desazón en que te hallas. Si es así, ¡perdóname, por el amor de Dios!... Yo no podía presumir... no era fácil adivinar... Creía tener mis razones, estar en mi derecho; porque cabe muy bien que un viejo como yo, en determinados casos de la vida, reprenda á un mozo como tú, que se halla en salud cabal, como tú te hallabas cuando yo te reprendí... quizá con mayor dureza que la debida, porque á la lengua más la mueve el temperamento que la voluntad. Pero aquello pasa... pasó como pasan las tempestades; y ahora me asusta el temor de que el recuerdo de ello pueda afligirte la memoria en el estado en que te ves... Por supuesto, que no le doy importancia maldita, y creo que eso ha de desaparecer como un relámpago... ¡Pues no faltaba más!... Pero, aunque pasajero, te postra en la cama y te hace padecer... ¡Si supiera yo dónde hallar al infame que te hirió!... ¡Y ese médico que no llega!... ¡Y al bestia que fué á traerle no se le habrá ocurrido buscar otro á faltas de él!... Hay gentes que entienden algo de remedios caseros para estos lances perentorios. Aquí todos somos unos burros que no sabemos jota de ello. Nada se nos ocurre para aliviar á este infeliz que se abrasa, Dios sabe por qué... ¡Y esto es precisamente lo que hay que averiguar cuanto antes; y sólo puede averiguarlo un médico, y el médico no viene!... ¡Si estos bestias de Cumbrales no hubieran despedido al suyo hace cuatro meses!... Hombre, ¿no sería bueno mandar otro propio con el caballo del cura? No soy gran jinete; pero me atrevo á ir hasta el fin del mundo en busca de un médico ahora mismo...

Hablaba y hablaba sin cesar don Juan de Prezanes, al tenor de lo apuntado, mientras se paseaba inquieto y taciturno su compadre por delante de la puerta de la estancia, y permanecían las tres mujeres junto al lecho de Pablo, como otras tantas estatuas de la melancolía.

Notábase demasiado calor allí; lo advirtió el enfermo y se desalojó el cuarto, quedando en él solamente doña Teresa, sentada junto á los pies de la cama.

Pasó otra hora; y ya don Pedro había dado las órdenes para que se fuera en busca de otro médico, cuando se oyeron en el corral las herraduras del caballo que debía traer lo que con ansia mortal se esperaba...

Y lo traía el noble bruto sobre sus lomos empapados en sudor.

Digo que llegó el doctor, forrado, por cierto, de pies á cabeza en altas polainas, recio capote y descomunal bufanda.

Cómo fué recibido, no hay que contarlo, pues ya se sabe con qué ansiedad se le esperaba.

Siempre sucede lo mismo en idénticos casos; lo cual no nos impide, cuando estamos en cabal salud, poner á los médicos á bajar de un burro, por ignorantes y matasanos. Así somos, con la gracia de que en otros muchos lances de la vida, aún somos peores y más injustos y más ingratos. Pero vamos al asunto.

Tardó el médico, porque se hallaba ausente de la villa cuando fueron á buscarle. Llegado á su casa, le enteró de lo ocurrido el criado de don Pedro; después salió á encargar á un farmacéutico los medicamentos que juzgó necesarios, operación nada breve... Pero, en fin, ya estaba allí, aunque un poco retrasado, con un frasco en cada bolsillo y llena de emplastos la cartera. Aunque entradillo en años, era chancero y alegre; por lo que sus palabras (después de oir de pie, y mientras se despojaba de los pesados abrigos que llevaba encima, la relación hecha por don Pedro) fueron á modo de brisa que, si no barrió, adelgazó mucho los negros celajes que abrumaban el ánimo de aquellas buenas gentes.

Entró luégo en el cuarto del enfermo, seguido de don Pedro Mortera y de don Juan de Prezanes. Salió doña Teresa; cerróse la puerta y comenzó el reconocimiento, que fué largo y escrupuloso.

La herida, por estar muy inflamados sus bordes, no pudo examinarse como el doctor quería; pero era indudable, por lo que estaba al alcance de la sonda y lo que respondía el enfermo, que no era profunda, sino á lo largo de la costilla sobre la cual estaba.

Hízose la cura como debía de hacerse; se le dió á Pablo una bebida al caso; se recomendó el silencio y el desahogo en la estancia, y volvieron á salir de ella los hombres. Las tres mujeres los esperaban en el carrejo, con la ansiedad que es de suponerse. El médico habló así entonces, sin cuidarse maldita la cosa de bajar la voz:

—Es más el ruido que las nueces. La calentura, que es muy alta, tendría gran importancia si la herida fuera penetrante; pero felizmente no lo es, y de ello he de convencerme más tan pronto como disminuya la inflamación á beneficio de lo dispuesto ahora. Pablo es nervioso y vehemente; han pasado muchas horas perdidas desde que fué herido; precedió al lance una escena violenta, según me han dicho, y parece ser que vino tras otra por el estilo ocurrida ayer. Todo esto contribuye, indudablemente, á poner á Pablo en el estado de exacerbación en que se halla; estado que no juzgo grave, ni mucho menos, aunque á los ojos profanos lo aparenta... Con que á cenar, si no lo han hecho ustedes ya; á la cama después los que no velen, y á dormir sin penas ni cuidados; que, ó yo me engaño mucho, ó esto ha de ser obra de pocos días.

¡Bendita boca! ¡Bendita ciencia que por ella habló! ¡Benditas palabras que rompieron en un instante las férreas y candentes ligaduras que oprimían y abrasaban tantos corazones henchidos de amor al valiente mozo!

Una hora antes habían llegado Juanguirle, el padre de Catalina y media docena más de vecinos de las inmediaciones, á saber noticias del enfermo, de cuyo estado gravísimo comenzaba á hablarse en el pueblo, y á ofrecerse á todo cuanto ellos pudieran hacer en servicio y descanso de la casa. Todos estaban en la cocina aguardando el resultado de la visita del médico, y á todos les dió cuenta don Pedro Mortera, muy regocijado, del fallo del doctor.

Este consintió en quedarse allí aquella noche, y era muy corrida ya la mitad de ella, cuando Ana y su padre, después de haber visto que Pablo dormía con relativo sosiego, se retiraron á su casa.

Á la mañana siguiente la calentura había cedido mucho; tenía poca sed el enfermo, y la herida presentaba mejor aspecto; con lo que el médico, confirmándose en su primer dictamen, se volvió á la villa.

No entra en mis propósitos, ni vendría muy al caso, escribir la historia detallada de la enfermedad de Pablo. Lo que importa conocer aquí es el resultado de ella; y á este propósito, digo que, tres días después de lo narrado, el enfermo estaba completamente limpio de calentura, y su herida, nueva y cómodamente examinada por el doctor, en las mejores condiciones apetecibles.

Como ya se le permitía hablar, Nisco, que había saltado de la cama en cuanto supo lo que á su amigo le ocurría (aunque, por acuerdo de Juanguirle, lo ignoró hasta que hubo pasado lo más grave), le acompañaba algunos ratos.

No era ya el mozo aparatoso y remilgado de antes. Presentábase en la nueva etapa de su vida sencillo, modesto y bondadoso. ¡Cuánto había ganado en el cambio! Atribuíase éste en casa de don Pedro Mortera al reciente percance que aún le tenía con la frente vendada, y á su pena por lo acontecido á Pablo; pero yo sé que el descalabro que principalmente había dado origen á tan notable transformación, era bien diferente del que le produjo la pedrada del Sevillano. El resto fué obra de la abnegación de Catalina, ejemplo admirable que acabó de abrir los ojos al iluso.

Estando una tarde sentado á la cabecera de la cama de Pablo, llegó Chiscón al portal, hallándose en él don Pedro Mortera. Descubrióse con respeto el hercúleo mozo, y habló así al caballero, que le miraba con repugnancia:

—Tiénenme por amigo del hombre que ha puesto á Pablo en peligro de muerte. Nunca lo fuí, señor don Pedro, aunque dejé que me lo llamara y que á mi lado se le viera muchas veces. De saber acabo la maldá del alevoso; habrá quien piense que consejos míos le movieron la mano traidora, como á mí los suyos me acabaron de mover la voluntá á preparar la guerra del domingo... y aquí vengo, señor, á lavarme, con la verdá, de la mancha de esa duda. Yo no soy santo; la ira me tienta muy á menudo; y, por verme fuerte, gústame que valga la mía más de lo que debiera gustarme; pero guerreo en buena ley, cara á cara y con armas iguales. Á Pablo busqué así: pudo más la su maña que la mi fuerza, y vencióme... Usté lo vió. Dolióme la afrenta, es verdá; pero juzguéla castigo por mano de un valiente, y de allí no pasaron mis rencores, aunque la pena fué grande. Sin ser visto de naide, volvíme á mi casa... ¡Por el santo nombre de Dios, juro que, desde mucho antes de enredarme con Pablo aquella tarde, no he vuelto á ver al traidor que al otro día le dió la puñalada!

Cayó mucho hacia la benevolencia la antipatía con que miraba don Pedro á Chiscón, cuando éste acabó su apasionado razonamiento, y le dijo el grave señor, pero sin dureza:

—Nadie ha sospechado aquí semejante cosa: puedes estar tranquilo.

—De justicia son, señor don Pedro; pero con no ser más que de justicia, estimo mucho esas palabras. Y ahora—añadió el mocetón, manoseando el sombrero,—si en ello no ofendiera...

Y aquí se paró; pero don Pedro, leyéndole el pensamiento, noblote y generoso, al través de aquella rudeza medio salvaje, le dijo, señalando hacia la puerta del estragal:

—Sube á ver á Pablo si quieres.

—Ese favor iba á pedir, señor don Pedro,—respondió Chiscón agradecido.

Un momento después crujían las tablas de los peldaños, holladas por los herrados zapatones del gigante.

Llamó arriba con un deogracias que retumbó en toda la casa. Apareció doña Teresa; y después de oir al mocetón, le condujo á la estancia de Pablo.

Por entrar, habló en términos parecidos á los que empleó delante de don Pedro Mortera. Pablo, por toda respuesta, desde la cama en que estaba sentado le alargó su mano pálida, fina y un tanto descarnada; mano que desapareció al punto entre las dos de Chiscón y enormes, atezadas, callosas y peludas.

—Dicen—añadió el de Rinconeda un poco conmovido,—que anda oculto por temor á la justicia. ¡Que Dios le libre de caer en la de mis manos!

Después soltó la de Pablo y tendió una de las suyas á Nisco, diciéndole:

—La misma culpa que en la herida de Pablo, tengo en la pedrada que te alcanzó á tí, obra de un mismo traidor. Por lo demás, si prenda tuya quise tomar, fué porque abandonada la ví. Confieso que el no me sacó de quicios; pero no todo lo que después vino fué sólo intento mío, que lances y consejos lo fueron arreglando así. Á lo tuyo te has vuelto ahora, y has hecho bien, que la prenda lo vale y la merecías más que yo.

También Nisco le alargó la diestra, en señal de amistad sin resentimientos. Después se enteró Chiscón muy al por menor del estado de Pablo, y celebró cordialmente la mejoría. Luégo se despidió cortés, á su manera, y salió del cuarto, carrejo adelante, dejando aquí un pastel de arcilla blanda, y allá un chinarro, de lo agarrado en las callejas por sus zapatones, y haciendo temblar los suelos en cada zancada.

En tanto, había llegado Juanguirle muy apurado, y estaba con don Pedro Mortera en el cuarto del portal. Tratábase de un oficio del alcalde de Praducos al alcalde de Cumbrales, recibido por éste en aquel momento.

—Ya usted lo ve—decía Juanguirle:—esas gentes se han desbandado por estar muy perseguidas, y andan en pandillas cortas de merodeo por acá y por allá. Han entrado en Praducos y en Sopando... y en Coloños, que está á dos pasos de este pueblo. Verdad que ha sido entrada por salida, á lo que parece, y que se han conformado con unas cuantas raciones. De todas suertes, ¿qué le parece á usted, señor don Pedro, que hagamos en Cumbrales, en virtud de este aviso que me dan?

—Hablar poco de ello y tener mucho juicio—respondió don Pedro;—y, sobre todo, cuidar de que nada sepa don Valentín, que puede hacer una majadería que nos cueste muy cara á todos.

—Eso mismo creo yo... porque, señor, una aldea abierta, de poco vecindario, sin otra arma que el sable de ese loco...

—Y tan loco será como él quien llegue á escucharle con paciencia; y mucho más loco, quien se pare á considerar lo que podrá creerse de los que no le hagan caso.

—¿Quiere decirse que este oficio... como si hubiera caído en un pozo?

—No tanto, porque debe servirte el aviso para estar alerta y prevenido, á fin de evitar al pueblo cuantas vejaciones puedan evitarse, si tenemos la mala suerte de recibir esa visita.

—Pues alerta está, señor don Pedro; y Dios sobre todo.

—Esa es la fija... ¡y cuidado con don Valentín!

XXVII. GENIO Y FIGURA...

La rápida y feliz convalecencia de Pablo volvió á normalizar la vida en ambas casas; con lo que reaparecieron en el salón de don Pedro Mortera los rollos de holandas y los paquetes de batistas que días antes anduvieron por allí entre manos de Ana, de María y de doña Teresa; preparativos de boda y mínima parte de lo que se había encargado con igual destino á las modistas y costureras de la ciudad.

Había, pues, tertulia constante en casa de don Pedro, á la que no faltaban Pablo, muy animoso aunque algo dolorido y débil todavía; su cuñadito en ciernes, por las tardes, y don Juan de Prezanes cuando menos se le esperaba. Ya para entonces y desde antes de los trágicos sucesos referidos, las familias de don Pedro Mortera y de don Rodrigo Calderetas se habían hecho sendas visitas; por lo que también se vió más de tres veces al caballero de la villa, con su señora y su otro vástago (una jovenzuela pálida y muy peripuesta, que se llamaba Niquis, contracción elegante del vulgar Nicasia que le arrimó en la pila su padrino, un pañero acaudalado, pero de poco gusto), en la apacible reunión aquélla.

Antes la enfriaban que la divertían los ceremoniosos continentes de estos tres personajes; pero eran sus visitas actos de cortesía, y había que agradecerlas. En cambio, cuando se hallaban solos los de Cumbrales y el novio de la villa, que era suelto y ocurrente, se cobraban con usura los ratos tan mal empleados; porque hasta el mismo don Juan de Prezanes andaba hecho unas castañuelas, y solamente en cinco ó seis ocasiones se había ido del seguro con su compadre por cosas de poco más ó menos.

En fin, que todo era paz y alegría entre aquellas gentes, y hasta se habían fijado las bodas para el día en que Pablo se viera completamente restablecido (restablecimiento que ya daba el convaleciente por alcanzado), cuando olió don Valentín lo de allende los montes, por más empeño que puso Juanguirle en que ignorara lo que de oficio le había dicho su colega de Praducos. Pero ¿dónde se movería el perjuro que no lo advirtiera el oído sutil del veterano de Luchana, que sólo vivía para odiarle y para combatirle?

No bien averiguó lo de Coloños, voló á casa de Juanguirle. Le preguntó, le increpó y hasta le excomulgó; pero sólo burlas y malas razones pudo obtener del alcalde de Cumbrales. Entonces corrió á la villa, y asaltó el despacho de don Rodrigo Calderetas.

—Ahora—le dijo sin preámbulos ociosos,—todos ustedes son unos; don Pedro Mortera no podrá negarse á tomar en cuenta las indicaciones patrióticas que usted le haga, ni usted á hacérselas en vista de la gravedad de los sucesos que tenemos encima.

—Cierto es—dijo el caballero,—que ustedes y nosotros estamos amenazados de una invasión á la hora menos pensada; pero es también un hecho que las fuerzas se han subdividido...

—Tanto mejor para vencerlas, señor don Rodrigo.

—No hay necesidad, don Valentín, de tomarlo tan por lo serio, puesto que siendo grupos insignificantes los que merodean por ahí, no son de temer extorsiones de gravedad. Piden unas cuantas raciones, se les dan... y se van tan contentos. Esto es mucho más sencillo y conveniente que una resistencia armada que puede costar perturbaciones y sangre. Ya ve usted cuántos más elementos hay aquí que en Cumbrales para resistir, y cuánta mayor responsabilidad adquirimos ante la historia nosotros que ustedes, y, sin embargo, á nadie se le ha ocurrido aquí apelar á medidas extremas que...

—Yo, señor don Rodrigo—expuso don Valentín, comprimiendo la ira que ardía en su pecho,—no tengo nada que ver con lo que en esta villa se haga en el caso de que se trata. Impórtame sólo la honra del pueblo en que nací, y esa es la que quiero salvar... porque debo salvarla. Don Pedro Mortera es el único hombre que en Cumbrales puede llevar á buen término mis propósitos; usted puede hoy mover el ánimo de mi convecino, y al mismo tiempo hacer que don Juan de Prezanes acabe de ponerse á mi lado, porque lo uno ha de venir como consecuencia de lo otro. Del pie que cojea el don Pedro, no lo ignora usted, y aquí mismo hemos hablado de ello los dos, no hace mucho tiempo, con leal franqueza...

—Se hablan muchas cosas, señor don Valentín, con sobrada ligereza, aunque la lealtad mueva los labios y esté el corazón henchido de los más hidalgos sentimientos. Verdad que hablamos algo de lo que usted dice; verdad que apoyé entonces, hasta cierto punto, las nobles miras de usted; cierto que se las recomendé, digámoslo así, al señor don Juan de Prezanes... pero hay circunstancias en la vida... y no siempre los informes son exactos; la lealtad se engaña muchas veces, y los caballeros, como yo, estamos expuestos á padecer alucinaciones...

—Es decir, que don Pedro Mortera, para usted, es hoy muy distinto de lo que fué ayer... En plata, que ya es liberal y trigo limpio.

—Quizá, quizá, señor don Valentín.

—¡Cómo había de resultar otra cosa!—exclamó el héroe, con la sonrisa más burlona que puede imaginarse, y un brío impropio de sus muchos años.—¡Cómo había de salir cosa mala un consuegro ricachón!

—¡Señor Gutiérrez!...

—¡De la Pernía, señor de Calderetas!—corrigió don Valentín, alzándose sobre las enjutas piernas.—Y entienda usted que para cantar ahora esos laúdes, no había para qué entonar el otro día tantos vituperios... Fortuna que sé yo demasiado á qué atenerme.

Y con esto salió don Valentín de casa de don Rodrigo Calderetas, sin tomarse el trabajo de despedirse de él.

Husmeando en la villa luégo, fué llenando de pormenores el saco de sus noticias; y tan atacado le puso y tal se convenció de que el peligro no daba ya instante de espera, que se vió á punto de que le faltara el resuello á medio camino de su casa.

¡En qué estado llegó! Jadeante, amarillo y desencajado; con el sombrero en el cogote, el bastón al hombro, los ojos encandilados y los pábilos con espuma. Era media tarde, no había comido aún, y se negó á probar las sobras de la comida de su hijo, que Sidora le había guardado. Se encerró en su cuarto, arrojó el sombrero y el bastón sobre la cama, y se sentó á descansar en una silla vieja. No había otra mejor allí.

Á los pies de la cama había una percha de castaño negro y apolillado ya; sobre la percha, un guardapolvo muy ancho, y sobre el guardapolvo, entre dos viejas sombrereras de cartón, una caja de pino, más alta que ancha, con tapadera sujeta con un cordel. En aquella caja clavó la vista don Valentín en cuanto se sentó á descansar, y de aquella caja se apoderó, empinándose sobre la silla, tan pronto como no le fué necesaria para reposo de su cuerpo fatigado.

Desatado el cordel y alzada la tapadera, sacó á pulso el héroe un morrión descomunal, envuelto en Gacetas arranciadas. El morrión era de herrada, más ancho de arriba que de abajo, de felpa algo raída y marchita de color, y con grandes chapas y carrilleras de metal. Después de colocar con mucho mimo sobre la cama el morrión, don Valentín abrió un cofre que había en otro rincón de la estancia. En aquel cofre estaba el resto del uniforme: una casaca azul de faldones muy largos y talle muy corto, vueltas amarillas (el veterano había servido en fusileros) y acribillada de botones en las picudas solapas; un pantalón de dril blanco; dos charreteras con flecos de cordoncillo de plata, ennegrecidos, mohosos y de un palmo de largos; un sable envainado, con su correspondiente tahalí, y un pompón, amarillo también, como de media vara de alto, envuelto en dos bulas de la Cruzada.

Todo lo fué colocando en el orden debido sobre la cama, y para cada pieza tuvo un requiebro de amor y de entusiasmo su boca balbuciente. ¡Cuántos años hacía que su cuerpo no se envolvía en aquellos arreos marciales! ¡Quién le diría á él que aquellas reliquias del tiempo de sus glorias habían de volver á salir á la luz del sol, precisamente para ahuyentar al «monstruo de la tiranía,» á quien él mismo había enterrado en Vergara!

En fin, que se quitó el casaquín y los calzones, y se encasquetó el uniforme sobre la escasa ropa que le quedaba encima del rugoso pellejo. Pero ¡cuánta sobra veía por todas partes! ¡Cómo se le hundía el chacó y le hacían alforjas la casaca y los pantalones! Todo había mermado en el héroe; todo menos el corazón, que le tenía tan grande y tan lleno de amor á la causa de la libertad, como en los albores de su juventud.

—No hay remedio—discurría mientras atacaba de papeles la badana interior del morrión, añadía ropa vieja al peto de la casaca y colgaba las prendas de la paz en la percha de castaño:—me declaro á mí mismo en estado de guerra, y publico yo solo y para mí solo la ley marcial... Haré el último esfuerzo para adquirir auxiliares; y si no los hallo, yo seré general, y ejército, y hasta plaza fuerte; y después... ¡á vencer ó morir!... ¿De qué lado vendrá el enemigo? No lo sé. ¿Qué fuerza será la suya? No debe importarme. Sé que anda cerca y que puede estar aquí á la hora menos pensada, y esto me traza la senda. Á ello me atengo, porque ese es mi deber. Sabré cumplirle.

Iba anocheciendo ya. Sidora había salido de casa, y don Baldomero no había vuelto á ella. Apareció don Valentín en la sala armado de pies á cabeza. Se cuadró delante del retrato de Espartero; desenvainó el sable; presentóle como cuando pasa el rey; después saludó marcialmente, describiendo en el aire ancha curva con la bruñida hoja; giró hacia la derecha sobre sus talones; envainó... y fuése.

Media hora después aparecía en el despacho de don Pedro Mortera, el cual personaje se creyó bajo el imperio de una pesadilla, al contemplar la extraña catadura del que se le puso delante.

Don Valentín habló así, temblando de emoción y de fatiga:

—Mi ansiedad y este equipo en que vengo, le dicen á usted, señor don Pedro, que no hay tiempo que perder y que es llegada la hora de hacer un esfuerzo, si ha de hacerse. El enemigo puede venir, vendrá, de un momento á otro, y no hay que contar con que la autoridad de Cumbrales se aperciba á la defensa... Á usted acudo, por última vez, á pedirle una parte, por mínima que sea, de su legítimo influjo sobre estas gentes pacíficas, para que me ayuden en la empresa que estoy resuelto á acometer. Con ese auxilio, y con el que obtendré seguramente del señor don Juan de Prezanes...

—¡El auxilio de don Juan de Prezanes!—exclamó don Pedro Mortera mirando con asombro á don Valentín.—¿En qué se funda usted para creer que le obtendrá?

—En que no se resistió á concedérmele cuando otra vez se le pedí.

—Mentira.

—¡Señor don Pedro!... ¡Yo no miento nunca!

—Pues vaya usted á pedírsele, y déjeme en paz.

—Sí, señor, que iré... y me le concederá, por lo mismo que usted me le niega. Cuento con él, porque me le ha ofrecido y es caballero... y muy liberal.

—Pues será tan mentecato como usted si le ha oído con paciencia, y loco rematado si le aplaude.

—¡Ira de Dios! Si eso es ser loco, ¿dónde está la cordura?

—En quien, teniendo atribuciones para ello, se apoderara de usted ahora y le encerrara en una jaula, antes de que con sus majaderías produzca una ociosa alarma en el pueblo.

—Esa es la justicia de los tiranos: amarrado el mastín, y suelto el lobo entre las ovejas.

—Todo lo que usted quiera, con tal que me deje en paz inmediatamente.

—Eso es echarme de casa.

—Figúrese usted que sí, y buenas noches.

—¡Yo no hago eso con nadie, señor don Pedro!

—Yo con todos los que vengan á molestarme con locuras como la de usted.

El pobre don Valentín ya no supo qué replicar á esto, porque no se le ocurrían sino improperios, y no se atrevía á soltarlos, ni estaban su boca balbuciente ni su pecho jadeante para meterse en recias disputas. Conformóse con apretar los puños y mirar fiero y torcido á don Pedro Mortera, y se largó, poniéndole entre mandíbulas (pues ya se ha dicho que ni raigones tenía en ellas) de tirano, servilón y mal patriota, que no había por dónde cogerle.

¿Quién sabe lo que anduvo después, de puerta en puerta, predicando aquí, amenazando allá: al uno porque era joven y debía toda su sangre á la patria; al otro, porque tenía hijos á quienes dar ejemplo de independencia y valor; á éste, porque estaba amenazado su hogar de un atropello; á aquél, porque su novia y su hija podían ser presa de los «inmundos chacales!»... Pero nada consiguió sino servir de espectáculo á las atónitas gentes, con su pompón cimbreante, su morrión descomunal, sus charreteras lacias, sus faldones inmensos y su pantalón blanco salpicado del lodo de las callejas, ¡en tal mes, á tales horas y con la helada que estaba dejándose sentir!

Eran cerca de las nueve de la noche cuando llegó á casa de don Juan de Prezanes, último refugio de sus mortecinas esperanzas.

Hay que advertir que, á la sazón, se disponía el bueno del jurisconsulto á ir á buscar á su hija, que aún estaba en casa de don Pedro Mortera, entregada á los sabidos afanes de costura. Don Juan se había despedido de allí aquella tarde algo amostazado, porque su compadre le hizo la contra en no sé qué pequeñeces, con no sé qué palabras y qué gestos; gestos y palabras que le traían mareado desde que se había encerrado en su casa, dándolos vueltas en el magín; y claro es que cuanto más lo revolvía en aquel horno, más le caldeaba y más burlón y más dominante iba pareciéndole don Pedro Mortera. De modo que volvía á casa de éste de muy mala gana, y sólo porque se lo había prometido á su hija que le esperaba allí. En este propósito y con un humor endemoniado, le halló don Valentín. No fué menor el asombro que le produjo la rara silueta del héroe, que el causado en cuantas personas le habían tenido delante aquella noche. Dijo el pobre hombre qué pensamientos le sacaban de casa á tales horas y en aquella guisa, y se asombró más don Juan y le tuvo lástima.

—¡Es posible, don Valentín—exclamó,—que hasta ese punto le enardezca á usted su manía?

Precisamente lo que no comprendía don Valentín era que se llamara manía á su ardimiento patriótico, y que se asombrara nadie de su bélica actitud enfrente del enemigo. Respondió en este sentido al jurisconsulto, y añadió:

—No hay para qué hablar más en demostración de esta verdad palmaria, no hace mucho tiempo aceptada por sus amigos de usted... y aun por usted mismo.

—¡Por mí?

—Por usted no fué negada al menos, cuando le pedí su apoyo con la recomendación del señor don Rodrigo Calderetas; apoyo que tampoco le pareció entonces cosa del otro jueves... Verdad que estaba de por medio el señor don Pedro Mortera, á quien tratábamos de combatir. Hoy han variado las circunstancias, bien lo veo, y con ellas el fondo de ciertas personas á los ojos de otras.

—Señor don Valentín, hoy, como ayer, don Pedro Mortera es un caballero, mi mejor amigo, casi mi hermano. Si tiene sus debilidades, yo tengo las mías también; pero ésta es cuenta para ajustada entre él y yo solos, si lo tenemos por conveniente.

—No entiendo, señor don Juan...

—Pues esto quiere decir que hoy le prohibo á usted, como se lo prohibí en la ocasión que cita, traer á cuento el nombre de esa persona, si no es para honrarle como se merece.

—Pues á eso respondo hoy, señor don Juan de Prezanes, lo mismo que respondí entonces á usted por una observación idéntica y con razones que en aquella ocasión no tenía: que don Pedro Mortera corresponde muy mal á las ausencias que hace usted de él.

—¿Quién se lo ha dicho á usted?

—Nadie, porque lo he oído yo mismo.

—¿Á quién?... ¿en dónde?... ¿cuándo?

—Á don Pedro Mortera, en su casa, dos horas hace.

—¡Falso!

—Mentecato le llamó á usted, con todas sus letras, y por tan digno le reputó como á mí de ser encerrado en una jaula.

—¡Falso!... ¡falso!

—Tan cierto como estamos aquí los dos, frente á frente.

—Repito que es falso, señor don Valentín... y si no lo es, quiero que lo sea. ¿Me entiende usted? ¿Me entiende usted, espíritu diabólico y tentador?

—¡Pero, señor don Juan!...

—¡Vaya usted al demonio! Lárguese usted de aquí cuanto antes, y déjeme en paz, ¡si esto es ya posible!

Y salió don Valentín, que no podía con el peso de tantas contrariedades ni con el del morrión que le abrumaba.

Quedóse solo otra vez don Juan de Prezanes; y quedándose solo, comenzó por quitarse el sombrero, que ya se había puesto para ir á buscar á su hija cuando entró don Valentín, y por arrojarle sobre la mesa. Después, con las manos en los bolsillos, echó á andar, á andar por el cuarto, de aquí para allí, y, por último, se enredó en la siguiente maraña de reflexiones, sin dejar de moverse como un azogado:

—Que vengan á decirme ahora que esto es una ofuscación de mi genio impresionable y feroz. Que venga el hombre de más paciencia... que venga Job en persona; que se coloque en mi lugar, y á ver cómo se las arregla; á ver qué cara pone cuando le larguen por la espalda una puñalada así. Que no se pase un día sin que el mejor de sus amigos... ¡amigo!... le dé un alfilerazo, y celebren y aplaudan la gracia hasta sus propios hijos; que responda á esas provocaciones y á esas burlas ahogando su dolor y su pesadumbre con una prudencia heróica; que gentes de todas cataduras le digan una y otra vez: «ese amigo no es cosa buena y te quiere mal;» que se indisponga con todas esas gentes por defender el honor del falso amigo, es decir, que pague con caricias sus bofetones; que los vínculos de amistad lleguen á ser de parentesco; que busquen al santo Job y le mimen y le halaguen; que cuando más confiado se entregue á los halagos y á los mimos, sienta otra vez en sus carnes las heridas alevosas, y vea el arma sutil en la mano que le acaricia; que se resigne y calle todavía, aunque, tras de ofendido, oiga que le murmuran por violento é intolerable; que tenga, en fin, la evidencia de que el amigo, á sangre fría, con premeditación y en medio de la plaza pública, como quien dice, le llama á boca llena mentecato, y le juzga digno de ser encerrado en una jaula de locos... y á ver si Job no acaba por darse á todos los demonios y por buscar al falso amigo y armar un escándalo que sirva de ejemplo á todos los oprimidos, y de escarmiento á todos los hipócritas... Pues yo, el irascible, el insoportable, tengo más paciencia que Job; porque devoro acá dentro, en este pecho donde no cabe la nobleza de mi corazón, esas provocaciones alevosas.

Sentíase don Juan sofocado en la estrechez del gabinete, y abrió la ventana. La noche no estaba tan serena y estrellada como antes. Reaparecía el Sur; amontonábanse nubarrones en el cielo, y la luna sólo á intervalos lucía. Algunas bocanadas de aire llegaban á la ventana, trayendo consigo rumor de lejanas voces; rumor de que don Juan no se dió cuenta, porque no estaba entonces ni para oir ni para ver sino lo que tenía dentro y le hervía en la mollera.

—¿Qué móviles son los que guían á ese hombre—se decía el jurisconsulto volviendo á pasear intranquilo y vertiginoso,—para conducirse como se conduce conmigo? Su altanería, su soberbia... el empeño de imponerme sus ideas y sus gustos hasta en las cosas más nimias, como se los impone á cuantos le rodean ó le deben algo. Pero yo no le debo nada, ¡voto á Lucifer!... nada, si no son disgustos como éste que ahora me enciende la sangre. No soy tampoco un zafio campesino que necesite pedirle permiso para discurrir. Tengo mi criterio propio, mis luces en la inteligencia; tantas luces... más luces que él, sí, señor; ¡muchas más! porque he visto más mundo, he estudiado más libros y he ejercitado más el entendimiento, ¡muchísimo más! ¡Tengo, cuando menos, iguales derechos que los suyos á ser oído y respetado; á hablar donde él hable, á pensar donde él piense, á vivir donde él viva!...

Aquí ya don Juan de Prezanes, sin percatarse de ello, decía á voces todo lo que iba pensando; y como si su amigo estuviera provocándole en el hueco de la ventana, delante de ella era donde más aspavientos hacía y más levantaba la voz.

Entre tanto, los rumores de afuera continuaban acercándose, y llegaron á oirse próximos á la pared del corral, por la parte de la calleja.

Tampoco entonces reparó en ellos.

Volviendo á sus paseos y á su monólogo, llegó á decir, enardeciéndose por instantes:

—¡Me quieres idiota?... ¡me quieres esclavo?... pues chasco te llevas, ¡tirano! Tengo una razón... á Dios se la debo, y por ella soy libre... ¡libre como el pájaro y el aire!

En esto, y mientras la luna se escondía detrás de espesos nubarrones, y se oía ruido cercano, como de gentes en tropel, don Juan de Prezanes temblaba, y se arrimó á la ventana, y sintió dentro de sí una cosa que le exigía un esfuerzo supremo; algo que necesitaba salir de su pecho y de su garganta, veloz y bullicioso; algo que le oprimía el corazón y le golpeaba el cerebro... No pudo contenerse más. Echó todo el busto fuera de la ventana; y, apretando los puños, gritó loco, desaforado:

—¡Viva la libertad!

En aquel instante crecieron los rumores de la calleja y se agitaron unos bultos en la obscuridad; brillaron dos fogonazos; se oyeron dos tiros, y lanzó un grito don Juan de Prezanes, desapareciendo de la ventana mientras saltaban las maderas hechas astillas, y en polvo los cristales.

Casi al mismo tiempo sonó hacia la iglesia otro tiro que pareció un eco de los primeros.

XXVIII. SICUT VITA...

Mientras caminaba don Valentín, después de salir de casa de don Juan de Prezanes, calleja arriba, por donde vino el tropel de que se hace mención en el capítulo antecedente, resbalando en este morrillo y metiéndose en aquella poza, tropezando aquí y estando á pique de caer allá, despechado y febril, reflexionaba de este modo:

—Nada espero, nada temo, nada quiero; en nadie confío sino en Dios y en el odio que tengo al perjuro. Tristeza en mí, tristeza y soledad en mi casa, menosprecio y burlas en la ajena, viejo, moribundo ya; envuelto en los hábitos de mis glorias, con la espada de Luchana al costado... ¡qué mejor ocasión que ésta para dar el último grito de libertad, delante del sempiterno enemigo de ella? ¡Qué muerte más señalada para un hombre como yo?... ¡Ah, si topara con ellos esta noche!

Pensando así, andaba, andaba, y corría el sudor por los surcos de su cara rugosa, porque la gimnasia que iba haciendo, el peso del uniforme y la brega que traía desde media mañana, no eran para menos; y andaba maquinalmente y sin rumbo determinado, aunque á veces creía oir en sus adentros una voz que le aconsejaba seguir adelante y apercibido, porque por allí se iba.

Y andando, andando, llegó á un recodo que formaba la calleja, y oyó ruido de voces y de pasos inseguros al otro lado. Le latió el corazón con desusada fuerza. Llevó la diestra á la empuñadura del sable, y detúvose. Los rumores se acercaron más. Don Valentín aguzó entonces el oído, la vista, hasta el olfato. Parecía un sabueso delante de la barda. Cierto que tenía, por don misterioso de la naturaleza, una nariz para conocer al perjuro por el rastro, como el perro la tiene para el jabalí.

—¡Él es!—dijo balbuciente y conmovido.

Sin otras averiguaciones, desenvainó el sable y plantóse en mitad de la calleja, bien alumbrada entonces por la luna.

Y no se equivocaba don Valentín: era él, ó, por lo menos, algo que lo aparentaba. Á la vuelta del recodo, á pocas varas de distancia, apareció un grupo armado y vestido como el héroe suponía. El grupo no llegaba á una docena de hombres; pero era un ejército para don Valentín, solo y viejo y casi inerme. Nada le importó esta reflexión que no pudo menos de hacerse: antes le infundió mayores bríos en medio de aquella fiebre que le estaba devorando horas hacía. Se afirmó sobre los pies, enderezó cuanto pudo el encorvado cuerpecillo; y temblando de entusiasmo desde la coronilla hasta los talones, gritó, resuelto á todo, presentando el jadeante pecho al enemigo:

—¡Alto ahí!

Y el enemigo se detuvo; y aun hizo más, para gloria de don Valentín: retrocedió, acaso porque creyera que había fuerzas militares detrás de aquellos arreos, en cuya vetusta é inusitada conformación no pudo reparar de pronto y á tan escasa luz como la intermitente de la luna; pero es lo cierto que retrocedió, y á esto se atuvo el héroe.

—¡Cobardes!—gritó en seguida, ebrio de entusiasmo, partiendo hacia los ocultos invasores.—¡Huís de un hombre solo, viejo y desarmado!... ¡Dadme la cara, bandidos!

Esta baladronada, que puso en evidencia su pequeñez y su soledad, perdió á don Valentín. Sin ella, acaso hubiera corrido aquella noche detrás del enemigo alucinado. Pero éste se rehizo con la advertencia, y se encaró con el extraño retador.

—¡Matadle—dijo el que mandaba allí,—si no se entrega callando!

—¡Entregarme yo!—exclamó don Valentín,—¡y á vosotros, infames!... ¡Muerto, sí; pero rendido, nunca!... ¡Viva el Duque!

Y se lanzó, blandiendo el sable, al enemigo que, á su vez, le embestía.

—¡Viva la lib!...

El infeliz no acabó de dar este segundo grito de su heróico ardimiento, porque se sintió oprimido y atropellado por aquellos hombres; los cuales, al verle un momento después, en el paroxismo de su rabia, caer de espaldas en la calleja y quedar inmóvil, creyéronle muerto ó poco menos, y allí le dejaron, continuando ellos el camino que antes llevaban.

Ya sabemos cómo respondieron dos de los más irreflexivos de la partida, al grito casual de don Juan de Prezanes; y es de saberse ahora que el lance no hubiera concluido así, á juzgar por las trazas, sin el otro tiro que sonó hacia la iglesia y puso en precipitada fuga á los invasores, señal de que andaban con poca tranquilidad y perseguidos de cerca por enemigos más serios que el pobre don Valentín.

El cual permaneció muy cerca de una hora tendido sobre el fango de la calleja; y allí se hubiera muerto de frío, ya que no de los golpes ó de la corajina que tal le habían puesto, sin la llegada de Juanguirle y de algunas otras personas que le acompañaban, entre ellas Nisco, armadas de sendos garrotes, excepto el montanero y el alguacil, que llevaban, para estorbo y compromiso, como ellos decían, dos fusilones de chispa.

Comenzaba á moverse un poco y á balbucir palabras inconexas en el momento de topar con él la ronda.

—¡Siempre me temí yo algo de esto, voto al chápiro verde!—dijo el alcalde al levantar á don Valentín, cogiéndole por debajo de los brazos;—aunque nunca pensé que llegara á tanto. El diablo me lleve si no está á punto de entregar el alma... ¡Agarray vusotros por las patas, muchachos!... ¡Uf!... ¡cómo está de barro, el infeliz, hasta el cogote! Vamos, señor don Valentín, un poco de ánimo, que la cosa no es tanto como aparenta. Dígote que fué suerte para todos que al demonio de Lambieta le moviera la curiosidad de los tiros y saliera á tiempo de ver correr á los causantes vega abajo, y me diera parte y saliera yo también, y se viera lo visto y se discurriera lo discurrido; que si no, aquí fenece esta noche el venturao del hombre, sin tus ni mus. ¡Voto á briosbaco y balillo, que hubiera sido caso de andar en coplas!... ¿Estáis ya? Pues hágase ahora la silla con los brazos... ¡Ajá!... Tú, por aquí, Nisco... Sostenle tú la cabeza por atrás, Ogenio... ¡Jum! mucho la zarandea para cosa buena... Apañay vusotros esa espada y ese murrión... ¡Mil demonios si no hace media fanega larga el sandifesio! Y á todo esto, el de su hijo... ¡por vida del chápiro verde! pondría las orejas á que anda por onde no debe. ¡Cuando no espante yo de una vez á esa pingolondona, afrenta del lugar y acabación de las casas honradas... voto á briosbaco y balillo!... ¿Qué tal vamos, señor don Valentín?

—Mal,—respondió el pobre hombre, con apagada voz, mientras con todo su cuerpo inerte, movido arriba y abajo y de un lado á otro, marcaba el andar desconcertado de los mozos que le conducían.

Así llegó á casa, donde le recibió Sidora entre aspavientos y declamaciones, y se trató de desnudarle para meterle en la cama.

—¡Eso no!—dijo don Valentín.—Nadie me despoje de lo que llevo encima. Ya que no me ha valido para bandera, quiero que me sirva de mortaja. Con eso no lo profanará nadie, vendiéndolo por un vaso de aguardiente.

—¿Quién piensa en mortajas ahora, por vida del chápiro verde!

—Yo, hijo, yo... yo, que me muero sin remedio... ¡Siento un frío... y una debilidad!...

—¡Algo caliente, y un vaso de buen vino!—gritó Juanguirle encarándose con Sidora;—y si no lo hay en casa, á la mía volando por ello, que guardado tengo un botellón de la Nava rancio, para estas ocasiones.

Corrió Sidora á la cocina por una taza de caldo del que reservaba todos los días para comienzo de la cena de don Valentín, y descerrajando la alacena de la sala, por no parecer la llave, se sacó una botella de vino blanco que denunció la fámula.

Probó con dificultad uno y otro el extenuado y yerto veterano; reanimóse un instante, y dijo, mientras le envolvían en mantas sobre la cama, pero sin desnudarle:

—Estos fríos no se curan á la lumbre... Son los de la muerte. Por tanto, que venga el cura, y á escape... que cristiano soy ante todo... y como cristiano debo y quiero morir.

Fueron en busca del cura dos mozos de los allí presentes, pues uno solo no se atrevía en noche de tales peripecias; y en tanto preguntó don Valentín:

—¿Y el perjuro?

—Ajuyó al monte tan aína como pisó á Cumbrales—respondió Juanguirle.—Y ello ¿tropezóle usté, ú qué fué lo que así le puso?

—Topé con él, Juan... por la misericordia divina... Acometíle como debía... solo, frente á frente... Arrollóme porque eran muchos... sentíme golpeado... caí... acabóme de aturdir un golpe en la cabeza... y no sé más... Pero si huye el inicuo... ¡bendito sea Dios!... ¡quién piensa en otra cosa?... De todas maneras, yo bien conozco ahora que ciertos asuntos... no debieran tomarse tan á pechos... pero no lo puedo remediar... Muriendo así, muero á mi gusto... Esa es mi ley... Obscura fué la hazaña y no servirá de ejemplo... ni el Duque la conocerá... pero Dios la ha visto... ¡Viva el Duque!... ¡Viva la!...

No pudo más el pobre hombre. Quedóse inerte y amarillo, y todos pensaron que allí acababa; pero volvió á revivir, y diéronle otro sorbo de vino.

En esto entró don Baldomero, que nada ignoraba ya, porque se lo habían dicho los mozos que iban por el cura, al encontrarle en el Campo de la Iglesia. Presentóse más encogido, torvo y desaliñado que de costumbre; y con esto sólo pintó la pena que le causaba el suceso, si es que alguna sentía real y verdaderamente. Así se acercó á la cama, sin desplegar sus labios ni sacar las manos de los bolsillos.

Vióle don Valentín, y díjole:

—Solo te quedas, Baldomero... porque yo me voy... la verdad sea dicha, sin gran pena de no volver á verte... aunque un poco mayor que la tuya... por perderme de vista... Eres un Adán, y no espero que te enmiendes... pero, ya que por tí no lo hagas... por el honor de tu padre... no acabes de perder la vergüenza al acabar con lo que te dejo... Conserva á Sidora, que ha sido muy fiel y cuidadosa... págala en seguida la manda que le hago en el testamento... que hallarás entre mis papeles... aléjate de ciertas compañías... acércate más á Dios... y aparta allá un poco ahora para que yo piense en Él mientras llega el señor cura.

Fuése á la sala don Baldomero, y allí se dejó caer en una silla, con las piernas estiradas y la cabeza caída sobre el pecho. Juanguirle mandó despejar por completo el cuarto, y él mismo dió el ejemplo; pero sin perder de vista al moribundo hasta que llegó el señor cura.

Se confesó don Valentín despacio y bien, como hombre que era de mucha cuenta y razón, aunque las de su conciencia las saldaba cada año, y no eran complicadas, según el lector habrá ido comprendiendo; recibió después el Viático y luégo la Unción; hasta que, á poco más de la media noche, apagándose el último soplo de su vida, entregó á Dios el alma, limpia y candorosa como la de un niño.

Quedóse Juanguirle con algunos de su ronda velando el cadáver, y se acostó don Baldomero.

Amanecía apenas, cuando llegó á la puerta del estragal una mujer. Conocióla en la voz Juanguirle, salió á su encuentro y la apostrofó así, atravesado delante de ella:

—¿Aónde vas? ¿Qué buscas? ¿Quién te llama aquí?

—¿Á usté qué le importa?—respondió con desgarro la mujer.

—¡Voto á briosbaco y balillo—exclamó Juanguirle,—que, si un poco me apuras, haré que valga mi autoridad y te lleven aonde no te dé el sol en mucho tiempo!... ¡Taday, moscalindrona!

—Sepa usté que vengo aonde puedo, y en busca de lo que es mío.

—¡Taday, zarramplinga! Si algo te deben y de algo vos remuerde la concencia, bien que lo cobres y la pongáis en gracia de Dios... y aticuenta que poco se pierde, porque tal para cual; pero á su tiempo: no ahora ni aquí... ¡Aguarda siquiera á que saquen de casa al que, vivo, nunca te hubiera dejado entrar en ella!

—¡No es usté quién para mandar en este sitio!

—Para cerrarte la puerta á tí y á cuantos jedores como tú la quieran apestar, todas las casas de Cumbrales son mías. ¿Lo entiendes, cárabo? Pues vuélvete al monte, ó te escurro yo á guantás... ¡Y mira que á mí no me la dais con la pamema de lo del murio, como al simplón del tu vecino!

Con esto se volvió Juanguirle arriba, porque la mujer aquélla se largó hecha un veneno.

XXIX. LO DEL MURIO

Al grito de don Juan de Prezanes y al fragor de las ventanas hechas trizas, acudieron las criadas que estaban al otro extremo de la casa. Halláronle tendido en el suelo, juzgáronle asesinado, aturdiéronse; y sin otras averiguaciones, corrieron despavoridas á casa de don Pedro Mortera.

Aunque no dijeron cuanto pensaban y sentían, sus palabras, y más que sus palabras, el modo de decirlas, produjo el efecto que es de presumir; y entre aspavientos y gritos, trasladóse en un verbo la familia entera, con sirvientes y adherentes, á casa de don Juan de Prezanes.

Ya estaba éste de pie; pero aturdido y medio alelado. Entró don Pedro delante; y al oirle hablar con su amigo, los que detrás iban, llevando medio acongojada á Ana, avanzaron en tropel. Todo lo que antes era angustia, se trocó en curiosidad al ver el aspecto que ofrecía el cuarto sembrado de astillas y de cascos de vidrio, y en medio don Juan, que no acababa de romper á hablar. Ana se colgó de su cuello; y aunque le colmaba de caricias, anhelante y llorosa, el hombre parecía una estatua.

Al fin respondió al torbellino de preguntas con que le acosaban por todas partes:

—¡Yo no sé qué demonios puede haber sido!... Estaba poniéndome el sombrero... es decir, me le había puesto ya, para salir en busca tuya, hija mía... De pronto, oí ruido hacia la calleja, abrí un poco esa ventana, y... ¡pin! ¡pan!... todo fué estruendo á mi alrededor, como si la casa se desplomara. No sé si alguna astilla... ó el sobresalto; pero es lo cierto que aquí me ví, un momento hace, tendido en el suelo, sin poder darme cuenta de nada... luégo entrásteis vosotros, y he recordado esto poco que os refiero. Nada en substancia, como veis... Pero ¿quién demonios soltó los tiros cuando yo... es decir, cuando abrí la ventana?... ¿Habéis oído algo vosotros, Pedro?...

—Nosotros—respondió éste,—oímos esos tiros de que hablas, y otro más hacia la iglesia; y precisamente estábamos disputando sobre si habían sido tres ó dos y el eco de ellos, cuando llegaron tus criadas que te vieron aquí tendido al acudir al grito que diste.

—¿Á qué grito, hombre?—saltó don Juan apresuradamente.—¡Si yo no dije una palabra!

—Por lo que refirieron las muchachas—añadió don Pedro con socarronería,—lanzaste un ¡ay! terrible, sin duda al caer...

—¡Vamos!... al caer. Sí, porque lo que es antes de los tiros...

Al decir esto don Juan se estremeció de pies á cabeza, en una convulsión nerviosa.

—Lo esencial es que hayas salido ileso de la catástrofe—prosiguió don Pedro mientras los demás no apartaban los ojos de don Juan, que, poco á poco, iba serenándose.—¿Quieres tomar algo?

—Nada, nada... una taza de salvia, si acaso, porque estoy algo nervioso.

Voló Ana á preparar el antiespasmódico, y tornó á preguntar don Pedro á su compadre:

—¿Estás seguro de no haber recibido herida ni golpe?

—Ya lo veis... nada siento, nada me duele... digo mal, un coscorrón debo tener aquí...

Tenía, en efecto, don Juan un chichón en la cabeza; pero cosa insignificante.

—Sin duda contribuyó este golpe—dijo don Pedro,—á que perdieras el sentido cuando caíste.

Y añadió por lo bajo, al oído de su mujer:

—Apostaría las orejas á que tu compadre hizo una barbaridad. Aquella voz que yo oí antes de los tiros, fué la suya, no me cabe duda.

—Pero á todo esto—insistió don Juan de Prezanes,—¿de dónde salieron aquellos dos tiros cuando yo grité... es decir, cuando abrí la ventana?

Y se estremeció de nuevo, como si le asaltara un escalofrío.

—Pues nadie lo sabe—respondiéronle,—como no se sabe quién soltó el de hacia la iglesia.

—¡El demonio ha andado suelto aquí esta noche!

—Días hace que no huelga en Cumbrales.

—En fin, de buena te has librado.

—¡Sí, sí!... y hablemos de otra cosa, si queréis,—concluyó don Juan volviendo á estremecerse.

—Es que el asunto es grave, y hay que averiguar...

—¡Vaya si lo es! Pero dejad siquiera que me tranquilice antes un poco.

Llegó luégo Ana con la infusión de salvia; tomóla el sobrexcitado señor, y se entonó mucho; pero no dejó de temblar cada vez que salía á colación el caso de los tiros, caso que no cesaba de salir.

Media hora después apareció Juanguirle en la sala con la gente de que le hemos visto acompañado en el capítulo anterior. Iba desalado, porque le habían referido horrores de lo ocurrido en aquella casa.

—¡Pícaros!—dijo cuando se enteró de la verdad.—¡Si la intención es lo que vale, en garrote vil acabéis!

—Pero ¿quién fué? ¿Llegaremos á saberlo al fin?—preguntaron á Juanguirle.

—¿Quién había de ser, voto á briosbaco y balillo! El faicioso mesmo,—respondió el alcalde.

—¡Demonio!—exclamó don Pedro, mientras don Juan se estremecía y las mujeres se miraban sobresaltadas.

—Pero ¿dónde está ahora?—preguntó Pablo.

—Camino del monte, según mis noticias.

—Así me lo explico yo todo—decía, en tanto, don Juan:—siendo ellos, naturalmente habían de responder... es decir, tenían que hacer una de las suyas. Vieron luz, vendrían acosados...

—¡Vea usted si don Valentín estaba en lo cierto!

—¡Don Valentín!—gritó don Juan de Prezanes.—Ahora recuerdo que poco antes del suceso, estuvo aquí, de gran uniforme. ¡Desdichado de él si le han visto con aquella arboladura!

—Pues á rondar vamos, señor don Juan—dijo el alcalde;—y si no se le llevaron, que lo dudo, con él hemos de dar. Con que, ya que no hacemos falta aquí, después de dar el parabién por lo poco que ha sido en comparanza de lo que pudo ser...

—Pero ¿quién los ahuyentó, Juan?—preguntó don Pedro.

—Se cree que un tiro que oyeron hacia la iglesia, ó que creyeron oir: tal venían ellos de recelosos y perseguidos. El intento era, según voces, llegar á mi casa y pedir raciones, ó cosa que lo valiera... Con que lo dicho, y á la paz de Dios, que vamos á recorrer el pueblo para ver el rastro que han dejado.

Salió Juanguirle con su gente, y ya sabemos que halló á don Valentín; cómo le halló y lo que aconteció en su casa, hasta que amaneció el nuevo día.

Una hora después, mientras las campanas doblaban á muerto, el alcalde, acompañado solamente de Nisco y del alguacil, continuó la ronda, interrumpida durante la noche por los narrados sucesos; pero la mayor parte de los vecinos ni siquiera tenía noticia de lo acontecido. Felicitábase de ello el alcalde; y ya iba á dar por concluída su exploración, cuando se le ocurrió detenerse delante de la choza de la Rámila. Digo que se le ocurrió, porque su primera intención, por consejo de sus acompañantes, fué pasar de largo. ¿Qué había de buscar allí nadie, y mucho menos gente hambrienta y fugitiva? Y aunque hubiera ido alguien... y aunque hubiera matado á la bruja, ¿qué? Esta reflexión no se la hizo Juanguirle; pero se la hicieron sus acompañantes, y por eso le aconsejaron tan inhumanamente.

—Criatura es de Dios como nosotros—dijo el alcalde después de vacilar un momento,—y derecho tiene á mi amparo como la que más.

Y entró resuelto en la choza; cosa que le costó bien poco trabajo, porque la puerta estaba entreabierta y desquiciada.

En el rincón de la izquierda había una mísera cama sobre un zarzo viejo, sostenido por cuatro estacas; y en aquella cama yacía la Rámila, quejándose y con la cabeza entrapajada. Á las preguntas de Juanguirle respondió:

—Yo no sé qué decirte, hijo de Dios. En la cama estaba y oí golpes á la puerta y el hablar de mucha gente. Pedían agua para beber, y parecióme entenderles que querían saber por dónde se iba á casa del alcalde. Levantéme; los porrazos iban á más; y al ir á correr la llave saltó la puerta, dióme en la cabeza, caí, descalabréme de esta otra parte, y medio me descoyunté este brazo. Atontecióme el golpe... y ahí me estuve en el suelo lo más de la noche, sin saber lo que hicieron aquellos hombres, que me parecieron armados, aunque no lo jurara, porque con el golpe de la puerta sobró para que yo no viera más por entonces... Creo que esto no sea cosa de muerte; pero me resquema y me duele mucho. Sola me veo y sin más amparo que el de Dios. Ya que Él te trae acá, hazme la misericordia de decir en casa del señor don Pedro cómo me hallo... y de enquiciar esa puerta, siquiera para que las bestias no entren aquí mientras yo no pueda salir de la cama... si está de Dios que he de salir, para jalar otro poco de la cruz que arrastro por el mundo.

El bueno del alcalde, por de pronto, y al saber que la pobre vieja estaba en ayunas, mandó á su hijo y al alguacil á buscar á las casas más próximas lo que con mayor urgencia reclamaba el estado de la infeliz; le reconoció, mientras aquéllos volvían, las heridas de la cabeza, que eran varias aunque no graves; las lavó cuidadosamente y las cubrió de nuevo, único bálsamo de que podía disponer allí donde no había gota de aceite en la alcuza, ni casco que revelara que había contenido jamás un sorbo de vino; y cuando, pasado un rato, estuvo más consolado el estómago de la Rámila con lo que trajeron el alguacil y Nisco, fuéronse los tres, no sin enquiciar antes la puerta, bien seguro Juanguirle de que, tan pronto como relatara aquella gran necesidad en casa de don Pedro Mortera, de nada carecería ya la infeliz menesterosa.

Cerca de la iglesia, de vuelta para su casa, encontró Juanguirle á Tablucas. Preguntóle éste por el resultado de su exploración, y contóle el alcalde el percance de la Rámila, dándole por remate y en chanza la enhorabuena. Tablucas se puso pálido.

—¿Ónde tiene las heridas?—preguntó al alcalde.

—En la cabeza,—respondió éste.

—¿Muchas?

—Varias.

—¿No muy grandes?...

—Así, así... regulares.

—Con que regulares... Y ¿no se queja de más?

—Un brazo del mismo lado tiene también de mala manera.

—¡Del mismo lado!... ¡y puede que sea el derecho!

—El derecho es.

—¡Córcia!... ¡el derecho!... ¡Con que el derecho!... ¡Y puede que diga que todo ello resultó de una caída!...

—Eso afirma, y verdad será; no porque lo que yo he visto no pudiera ser lo mismo de arma de fuego, y de refilón, según está el pellejo como una criba.

—¡De arma de fuego!... ¡de refilón! ¡María, Madre de gracia!... ¡Córcia!... ¡córcia!... ¡córcia!

—¿Qué mil demonios de piojera te roe, que no paras, alma de Dios?

—¡No es cosa, no es cosa!... Es que ando yo así tiempo hace; y luégo ¡tanto se corre hoy de unos y otros!... Y ¿no barrunta ella cómo fué?

—¿Pues no te lo relato punto por punto? ¿Á que acabas por llorarla después de haberla plagado de maldiciones? ¡Por vida del chápiro verde, que si te entiendo me atenacen!

—¡Córcia!... ¡y luégo dirán de uno que si torna, que si vira!... ¡La luz mesma no es más clara que ello! ¡María Santísima de la Encarnación y el Sursumcorda Paráclito y Unigénito!...

Esto dijo Tablucas santiguándose aturullado y tembloroso; se volvió hacia su casa, y apretó á andar, sin despedirse del alcalde que le vió alejarse, santiguándose de asombro, á su vez.

¡Era muy singular aquel Tablucas!

Ya nos dijo en una ocasión que tenía en el magín un proyecto para acabar con el mal demonio que le perseguía. Desde entonces, como también sabemos, su vida fué una incesante agonía: cada noche, los tamborilazos á la puerta; cada luna, el perro en el murio. Á todo esto, solo con su familia y entregado con ella á los horrores de su tribulación; porque pensar que nadie entrara en aquella corralada después de anochecer, era pensar los imposibles. ¿Quién era el guapo que á tanto se atrevía? Alguien, bien acompañado, por supuesto, se aventuró á pasar por la calleja, muy cerca del murio, mientras brillaba la luna á más y mejor; pero nada vió encima del ruinoso paredón, sino los mencionados cantos, que se bamboleaban cuando apretaba el viento, y un ramajo tísico de laurel que asomaba entre ellos, de medio lado. De aquello no resultaba forma de perro ni de cosa que se le pareciera, y esto convenció al valiente explorador y á las gentes que le oyeron después, de que lo que veían Tablucas y su familia lo veían ellos solos, porque para ellos solos se mostraba allí, por arte del demonio.

Lo cierto es que Tablucas no pudo más, y que un día le pidió la escopeta á Resquemín. Díjole, en confianza, para qué la quería; y el tabernero, que era supersticioso, no solamente se la dió, sino que le aplaudió el intento.

—Apunta bien y á cañón posao—le dijo al entregarle el arma:—de oreja á paletilla; que en estos casos no está el mal en tirar al enemigo, sino en dejarle vida para vengarse... ¡Jinojo!

El mismo Resquemín cargó la escopeta con un puñado de pólvora y medio maquilero de metralla. Un palmo asomaba la baqueta fuera del cañón después de apretado el último taco. Puso también la cápsula en la chimenea, y, por si faltaba, dió á Tablucas media docena de ellas.

Pues, señor, que se fué Tablucas á casa al anochecer, precisamente cuando el pobre don Valentín salía de la suya á la del alcalde. Reunió la familia en la cocina; declaró ante ella su pensamiento, y terminó el discurso con estas palabras:

—Porque, hijos míos, esta vida no es para llevada mucho tiempo; y aquí traigo la muerte ó la salvación de todos. Si retingla mucho, taparvos las orejas... lo peor será para mí; pero lo que es tirar, ¡córcia! lo que es tirar, tiro, aunque se me venga la casa encima.

Después se trató de cenar: ¡para cenar estaba la familia de Tablucas! Así como así, no había qué, sino un poco de borona fría y unos cascos de cebolla. De modo que cuando salió la luna y se oyeron los tamborilazos á la puerta, y, entre la consternación de su mujer y sus hijos, empuñó la escopeta y subió al desván Tablucas, casi podía éste comulgar. ¡Y bien le hubiera venido al pobre, según lo trasudado, amarillo y congojoso que iba!

Por último, se acercó á la ventana, se tumbó en el suelo boca abajo, y por una rendija muy ancha miró... ¡Allí estaba el perrazo, mitad blanco, mitad negro, con la boca abierta y los ojos saltones, fijos en la ventana; de medio adelante, echado sobre las manos tendidas; de medio atrás, empinado y con el rabo tieso, en actitud de lanzarse sobre la presa á la menor provocación! Tablucas cerró los ojos y pensó desmayarse. Luégo se reanimó un poco.

—Veamos—se dijo,—qué cara me pone, haciendo que tiro.

Y sacó con mucho pulso el extremo del cañón por la rendija; le apoyó en la misma tabla; hizo la puntería... y nada: el perro inmóvil como un canto. Alentó aquello al hombre; resolvióse; apuntó donde le dijo Resquemín, y ¡Virgen de los Milagros, qué estruendo bajo aquel techo carcomido! ¡qué llover cascotes el tejado, y qué rodar Tablucas por el suelo con una astilla de la culata en la mano, única porción que á la vista quedaba de la escopeta, tan bestialmente cargada por el tabernero!

Aquel tiro fué el que se oyó casi al mismo tiempo que los otros dos enderezados á don Juan de Prezanes.

Pero el perro no estaba ya en el murio.

—¡Ya lleva lo que necesita, córcia!—exclamó Tablucas cuando se cercioró de ello, y no le vieron tampoco su mujer y sus hijos, que subieron al desván inmediatamente.—Lo peor es que de la escopeta no queda más que esta pizca; pero él se empeñó en cargarla tanto, y con su pan se lo coma.

Un muchacho tropezó luégo con el resto del arma en un rincón del desván. No había reventado el cañón; solamente se había partido la caja, y esto afirmó á Tablucas en la idea de que el tiro no se había extraviado en el camino que llevaba.

Que el suceso causó verdadero regocijo en la familia, no hay que decirlo. Hasta se atrevió Tablucas á salir fuera de la portalada, pensando hallar al perro descuartizado al pie del murio.

—Aquí hay unos cantos que antes no había; pero no hay señal de perro, muerto ni vivo—dijo la mujer, que le acompañaba.—¡Toma!... ¡y son los de arriba que ya no están allí!

—Habrán caído con el perro—contestó Tablucas con el mayor convencimiento.—Y el que él no esté aquí, no te pasme, ¡córcia! que esas gentes no fenecen como nusotros, y suelen convertirse en jumera hidionda... Pus mira que algo de ella me da en la nariz, ó yo no sé agoler ya... De toas suertes, mañana amanecerá Dios y se verá lo cierto. ¡Ah, córcia, lo que va á verse!

Ahora comprenderá el lector por qué á Tablucas le causaron tan honda impresión las noticias que de la Rámila le dió el alcalde.

Llevólas á casa y después á la taberna, muy en confianza; y como aquella noche, aunque alumbró la luna, ni hubo tamborilazos á la puerta ni perro en el murio, afirmóse más Tablucas en sus trece, y fué rodando la bola, y todo Cumbrales lo supo al día siguiente, y muy pocos dejaban de creer que lo que á la Rámila le dolía era el metrallazo de Tablucas.

Mas el triunfo de este pobre hombre no fué completo. Había logrado demostrar que la bruja no era invulnerable; quizá dejar descubierto un camino por donde otros podían llegar hasta matarla, ó matar á otras tan brujas como ella; pero la Rámila vivía; y aunque en el murio no se la vió más ni en la puerta se oyeron sus garrotazos, la bruja no podía dejar de vengarse; y el temor de aquella venganza fué el espadón que tuvo sobre su cabeza el pobre Tablucas; temor tan insufrible como las apariciones del perro, hasta que Dios dispuso de la infeliz anciana y se la llevó á mejor vida que la que le cupo en suerte entre los crédulos campesinos de Cumbrales, que no se han curado todavía, ni se curarán jamás, de esas flaquezas, como tantas otras gentes que no son de Cumbrales, ni montañesas ni campesinas.

XXX. REBAÑADURAS

Esto se acaba, lector, y ¡ojalá te pese de ello! Por mi gusto, hubiera soltado la pluma después de escrito el capítulo que antecede, pues, en rigor de verdad, todo lo que á decir voy no vale dos cominos, y ya no ha de salvarme si lo que atrás queda tira de mi pobre fama hacia lo hondo. Pero allá va, porque, al fin, soy hombre de cuenta y razón, y hay lectores que no perdonan ni los maravedís del pico.

Enterrado don Valentín; exterminado el perro del murio; hartos los vecinos todos de Cumbrales de hablar de los sucesos de aquella noche, que hicieron palidecer el recuerdo de los del domingo de marras, y atreviéndose ya Tablucas á volver solo á su casa á todas horas, acabó el pueblo de normalizarse con la noticia, oficial y auténtica, de que no quedaba rastro de facioso en muchas leguas á la redonda, y con la no menos grata y comprobada de que, al marcharse, se había llevado por delante al Sevillano, que, desde la felonía hecha á Pablo, andaba fugitivo de pueblo en pueblo y de encrucijada en encrucijada, en una de las que fué atrapado y metido en filas; lance que deploró Chiscón en gran manera, porque pensaba resarcirse de todas sus pesadumbres descoyuntando los huesos al pícaro matasiete que tanto le había comprometido y desacreditado á él.

Estando así las cosas y reinando otra vez el Sur, aunque con intermitencias de chubascos, porque, al cabo, asomaba diciembre; restablecido Pablo por completo y terminados los pertrechos de boda, don Juan de Prezanes...

¡Era muy raro lo que le acontecía á este señor desde los tiros aquéllos! Se había convertido en una malva. Tan suave y tan dócil era. Por de pronto, le dijo á don Rodrigo Calderetas, después de ponerse de acuerdo con don Pedro Mortera:

—Que no cuente conmigo el marqués de la Cuérniga, ni ahora ni nunca. Por lo demás, aquí le queda el campo para que le explote á su gusto; pero será mejor que no se acuerde de ello, por si acaso. Lo mismo digo por el barón de Siete-Suelas y por cuantos personajes de su calaña traten de merodear por esta tierra bajo el amparo de usted ó de cualquier otro en quien recaiga el virreinato cuando usted le deje ó le pierda. Yo me permito aconsejarle otra vez más que le deje, en alivio de todos y especialmente de usted mismo. ¡Qué bien se está así, como yo estoy ahora, en paz y en gracia de Dios y con los nervios en reposo perfecto!

No era perfecto, sin embargo, el reposo, puesto que á menudo le acometían aquellos estremecimientos momentáneos, que ya observamos en él en la noche de los tiros. De tarde en cuando le decía el temperamento: «aquí estoy,» y quería el jurisconsulto como emberrinchinarse; pero en seguida recordaba la última corajina que había tenido; asaltábale el temblor de arriba abajo; pedía por Dios que se cambiara de conversación; complacíanle todos de buena gana, y se quedaba hecho unas dulzuras.

Pues digo que estando así don Juan de Prezanes, Pablo restablecido y los preparativos terminados, tal ansia mostró porque las bodas se celebraran pronto, y tan de acuerdo estuvieron con él los cuatro novios, que no hubo manera de contrariarle... Y se celebraron las bodas antes que mediara diciembre, en un día de sol esplendoroso, aunque muy frío de crepúsculos. Pero ¿qué importaban estas leves crudezas á los que llevaban la primavera en la mente y el estío en el corazón?

Casáronse, pues, Ana y María, y casóse también, al mismo tiempo, Nisco con Catalina, á quien llenaron de regalos las dos venturosas jóvenes, como Pablo llenó á Nisco de otros no menos valiosos y adecuados. Fué aquél un día de fiesta para Cumbrales; pues entre deudos, amigos y curiosos, se llevaron de calle todo el vecindario. ¡Bien le fué entonces á la Rámila! ¡Bien les fué á todos los pobres! ¡Bien le fué al cura, y, sobre todo, á los muchachos que le ayudaron! Entre ellos andaban Cabra y Lambieta. Á más de cinco reales partieron, ¡que ya es partir! pues nunca llegó á seis cuartos lo que sacó en los casorios y bautizos más solemnes cada muchacho de los arrimados allá.

Á propósito de la Rámila. Don Pedro Mortera le habilitó una casita con huerto, que tenía cerca de la suya, y allí pasó los poquísimos años que vivió todavía, relativamente feliz y descuidada. Resquemín la surtía de pan, no de muy buena gana, aunque por cuenta de don Pedro, y Tablucas lo censuraba altamente. María no se cansó nunca de mirar por ella, aunque la Cotorrona se le arrimó muchas veces al salir de misa para aconsejarla que llevara sus caridades hacia otro lado, porque hacer bien al demonio era ofender á Dios y perder la limosna.

Ya ve el lector cómo va acabando esto no del todo mal que digamos, por lo que toca al paradero de cada personaje. Casi resulta un cuento ejemplar de lo más edificante, porque hay que añadir á lo dicho que la mujer aquélla que despabiló Juanguirle desde la escalera de don Valentín, volvió á insistir al día siguiente; y como no estaba allí el alcalde entonces, entró, y no volvió á salir; porque don Baldomero, después de pagar á Sidora la manda de su amo, la plantó en la calle y dejó en su lugar á la otra, que era la viuda de marras. Y quedándose allí la viuda, comenzó á mandar en casa más que su dueño; y mandando así, mandóle un día que se casara con ella; y casóse don Baldomero, que á aquellas fechas (dos semanas después de la muerte de su padre) dió en tomar cada curda de aguardiente, que ardía. Pero las tomaba en casa, á cuenta y mitad con su mujer; y esto siempre era una circunstancia atenuante.

Excuso decir á ustedes que á Juanguirle no pudo hincarle el diente el secretario; antes fué éste quien estuvo á pique de ir á presidio, porque el alcalde le rebuscó los pliegues y le halló el contrabando. ¡Qué cosas descubrió! Pero tuvo lástima del pícaro, que era padre de familia, y se conformó con quitarle el destino, á ruego de don Rodrigo Calderetas, que se comprometió, en cambio, á no volver á amparar á ningún tunante; y lo cumplió entonces uniéndose á sus amigos de Cumbrales para perseguir á Asaduras y á su protegido el de Siete-Suelas; por lo que aquel año no hubo elecciones allí por falta de candidato.

Y en esto, avanzaba diciembre; desapareció por completo el Sur; y aunque la alfombra de verdura, con todos los imaginables tonos de este color, cubría la vega, la sierra y los montes, porque estas galas no las pierde jamás el incomparable paisaje montañés, los desnudos árboles lloraban gota á gota por las mañanas el rocío ó la lluvia de la noche; relucía el barro de las callejas, porque el sol que alumbraba en los descansos de los aguaceros no calentaba bastante para secarle; andaba errabunda y quejumbrosa de bardal en bardal, arisca y azorada, la negra miruella que en mayo alegra las enramadas con armoniosos cantos; picoteaba ya el nevero en las corraladas, y acercábase el colorín al calorcillo de los hogares; derramábanse por las mieses nubes de tordipollos y otras aves de costa, arrojadas por los fríos y los temporales de sus playas del Norte; blanqueaban los altos picos lejanos cargados de nieve; cortaban las brisas; reinaba la soledad en los campos y la quietud en las barriadas; iba la pación de capa caída; y mientras al anochecer se arrimaban las gentes al calor de la zaramada, ardiendo sobre la borona que se cocía en el llar, y se estrellaba contra las paredes del vendaval la fría cellisca, la aguantaba el ganado, de vuelta de las encharcadas y raídas mieses, rumiando á la puerta del corral, con el lomo encorvado, erizado el pelo, la cabeza gacha, el cuello retorcido y el rabo entre las patas; señales, éstas y aquéllas, de que se estaba en el corazón del invierno, nunca tan triste ni tan crudo como la fama le pinta, ni tan malo como muchos de ultrapuertos, que la gozan de buenos sin merecerla. Pero otras injusticias mayores comete todavía esa señora con la Montaña.

¡Qué suerte la mía si con este librejo, ya que no lo haya logrado con tantos otros informados del mismo sentimiento, consiguiera yo, lector extraño y pío, darte siquiera una idea, pero exacta, de las gentes, de las costumbres y de las cosas; del país y sus celajes; en fin, del sabor de la tierruca!

 Polanco, octubre de 1881.


Publicado el 20 de diciembre de 2016 por Edu Robsy.
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