Gonzalo González de la Gonzalera

José María de Pereda


Novela



Al señor D. R. de Mesonero Romanos

Porque tuvo usted la bondad, cuando publiqué mi primer libro, de saludarme punto menos que como a una lumbrera en el arte de pintar costumbres, atrevíme a esperar que, andando el tiempo, llegaría yo a escribir una obra tan excelente, que fuera digna de ser ofrecida al Curioso Parlante maestro eximio cuyos cuadros eran, y siéndolo continúan hasta la fecha, mi delicia por lo primorosos y mi desesperación por lo inimitables. Pasaron los años y compuse más libros; y aunque nunca me faltó la estimulante recompensa de las alabanzas de usted, el que yo había soñado no llegaba. Sin adelantar gran cosa en el oficio, apuntáronme las canas; y con esta ganancia, perdí para siempre aquellas candorosas ilusiones. Convencido ya de que la más mala de mis obras es la última que escribo, dedico a usted ésta, en la seguridad, de que la siguiente, si llego a concluirla, ha de ser mucho peor.

Sírvase usted, mi querido maestro, aceptarla, ya que no por buena, como público testimonio de la cordialidad con que es de usted agradecido amigo y admirador entusiasta,

JOSÉ MARÍA DE PEREDA.

I. Que puede servir de Introducción

Trepando por la vertiente occidental de un empinado cerro, se retuerce y culebrea una senda, que a ratos se ensancha y a ratos se encoge, cual si estas contracciones de sus contornos fueran obra de unos pulmones fatigados por la subida; y buscando los puntos más salientes, como para asirse a ellos, tan pronto atraviesa, partiéndole en dos, un ancho matorral, como se desliza por detrás de una punta de blanquecina roca. Así va llegando hasta la cima; tiéndese a la larga sobre ella unos instantes para cobrar aliento, y desciende en seguida por la vertiente opuesta.

Por esta senda arriba me va a acompañar el lector breves momentos, si quiere orientarse con facilidad en el terreno en que van a desenvolverse los sucesos, cuya fiel y puntual historia ha de ser este libro... Y cuenta que no le llevo por el atajo, porque el cerro está cortado a la izquierda por el río, y por la derecha forma parte de la estribación de una montaña de muy difícil acceso.

Supongámonos, pues, colocados ya sobre la cumbre de Carrascosa (que así se llama el cerro, por razón, según fieles informes, de lo fecundo que es en acebos, o carrascas); y mirando hacia la parte opuesta a la vertiente por la cual hemos subido. Domina la vista un extenso valle encajonado entre montañas y dividido por el río, que, como he dicho, corta el cerro a nuestra izquierda, y continúa después deslizándose unas veces, despeñándose otras, rugiendo acá, tronando allá y murmurando siempre contra las estrecheces que a cada paso le ofrecen las montañas o los peñascos que contornean y forman su escabroso cauce. Retirándose a larga distancia del río, en señal de temor a su vecindad, arrímanse los pueblecillos del valle a las faldas de las montañas vecinas, entre cuyos robledales se agazapan, dejando de avanzada los blancos campanarios, que con sus vibrantes lenguas se envían mutuos saludos de paz y de alianza desde la una a la otra ribera, cada vez que el alba asoma o el sol se oculta, a cuyos ecos responden en los tranquilos rústicos hogares los de la oración que se eleva a Dios en acción de gracias por el nuevo día alcanzado, o en demanda de perdón para la culpa, si el sueño que se busca para reposo del cuerpo fatigado ha de ser el comienzo de la eternidad.

Uno de estos pueblecillos se desparrama en el ancho recodo que forma en sus bases unidas el cerro de Carrascosa y la montaña, ya mencionada, de nuestra derecha. De esta ventajosa posición procede gran parte de la fama de sus terrenos en el valle: gozan en todas las épocas del año del sol fecundante del mediodía, y están a cubierto de los fríos y de las iras del norte y del vendaval, temibles enemigos de las buenas cosechas.

Llámase el pueblo Coteruco de la Rinconada, por distinguirse de otro Coteruco de la Sierra, que hay a la otra parte del río. Y aconsejo al curioso lector que no se canse en buscarle en el mapa pues lo mismo él que Sotorriva, Jelechoso, Pedreguero, Solapeña, Verdellano, Pontonucos, y los restantes pueblos del valle, y el valle mismo, y Carrascosa, y cuanto ha visto desde la cumbre de este cerro, pertenece a la geografía moral de la Montaña, del uso privativo del novelista.

Coteruco no es grande: apenas tendrá ciento cincuenta vecinos, cuyas habitaciones podríamos contar desde el punto en que nos hallamos, si semejante minuciosidad nos fuese necesaria; pero de todas ellas, principalmente en tres hemos de penetrar en el curso de esta historia, y esas tres son las que voy a registrar en la memoria del lector. La primera, grande, de cuatro aguas, es la que más se interna en el valle: tiene anchos y firmes balcones de madera, y está circuida de un alto muro que guarda una extensa y bien provista huerta, por detrás, y forma por delante una vasta corralada; son blancas sus paredes, serio el color de sus puertas y ventanas, limpio y bien recorrido su tejado, sin picos ni otros mamarrachos harto comunes en las construcciones rurales de la Montaña, y la huerta es un primor de aseo y buen orden.

El segundo edificio, situado al centro, en lo más alto del anfiteatro que forma una gran parte del pueblo, es un caserón solariego, de ennegrecidos y mohosos paredones, con un escudo de armas entre cada dos huecos y sin una sola ventana que bien cierre ni tenga completos los cristales: ondulan los aleros de su tejado, y el férreo balconaje a partes se desmaya con los años, y a partes se deshace roído por el orín y las celliscas; sobre dos viguetas empotradas en la pared del mediodía, hay un cajón que sirve de tiesto a algunas mortecinas matas de claveles, y en el mezquino huerto contiguo a la casa, mal cerrado por un muro ruinoso que tumba sus achaques sobre un lecho de ortigas y se envuelve en un viejo manto de tupida hiedra, sólo se ven tres manzanos tísicos, dos rosales viciosos, una mata de ruda y algunos pies de berzas y posarnos.

La tercera casa, en alto también, aunque no tanto como la solariega, y mucho más que ella al mediodía, es nueva, flamante, y se alza sobre tres arcos, no rebajados, sino jibosos, de asperón tiznado de amarillo y chocolate; y a todo lo largo de su fachada principal, construida de la misma piedra, corre un balcón de hierro, formando sus balaustres grotescas canastillas y entrelazadas parábolas y volutas, con tres huecos pintados de verde esmeralda, festoneados de blanco. Sobre el tejado se levanta un mirador, o linterna, y sobre ésta una fragata de hierro, cuyo bauprés tiene el encargo, aunque rara vez le cumple por la pesadez del artefacto, de marcar la dirección del viento. Delante de la casa hay un jardincillo, tan pobre como presuntuoso, circuido de una serie de venablos, pues a lanzas no llegan, mal forjados por el herrero vecino, y enfilados entre dos llantas débiles y mal avenidas.

Réstame decir que estamos al comienzo del año memorable de 1868; que con tocas de nieve se engalanan las crestas de las montañas del horizonte, en tanto las más cercanas lucen en sus faldas, entre escuetos y ennegrecidos robledales, los verdes remiendos de sus brañas y el rojo mate de sus resecos helechales; que el suelo del valle remeda, con ventajas, un tapiz de terciopelo partido por ancha cinta de plata; que el sol moribundo, hiriendo las cimas de nuestra izquierda, parece que saca de sus blancos capillos haces de oro entre polvo de diamante, mientras los montes del otro lado se rebujan en las húmedas sombras de la tarde; y, en fin, que todo este conjunto de maravillas se le ofrezco al lector como un detalle de carácter, no porque a mí me asombre por nuevo, ni siquiera por raro, en el siempre y a todas horas y en todas las estaciones del año, maravilloso panorama montañés.

Orientado ya en el teatro de los sucesos que he de referirle, puede el lector retirarse de la escena, bien entendido que su presencia en ella ha de servirme de estorbo más que de otra cosa, desde este instante en que doy comienzo a mi tarea, hablándole de las personas que habitan la casa de cuatro aguas.

Heredero de un nombre de bien notorio abolengo en el país, e hijo único de un rico propietario en quien habían recaído, por falta de sucesor más cercano, los caudales de tres de sus consanguíneos, don Román Pérez de la Llosía recibió en su juventud una educación que, según los aparentes propósitos de su padre, había de llegar a abrirle las puertas de la Universidad; pero el educando, aunque despierto y de buena pasta para adquirir con facilidad la forma de un doctor, suspirando siempre por el aire de sus montañas y por la libertad del valle nativo, sólo por pundonor de alumno se echaba a pechos las abstracciones metafísicas, las arideces del latín y los problemas del álgebra; había nacido y se había formado en el campo; su alma estaba identificada con aquellos horizontes y aquella fragancia de la naturaleza, y se le entumecía en el cuerpo cuando se consideraba en lo porvenir ensartando sofismas en el foro, como jurisconsulto, o recetando a tientas contra las mil y mil plagas físicas, ajenas a la doliente humanidad. Algo por el estilo expuso respetuosamente a su padre tan pronto como recibió el grado de bachiller, a lo cual respondió el discreto anciano enviando al joven Román a viajar, durante dos años, por donde le pluguiese, más que por contrariar las inclinaciones de su hijo, por someterlas a buena prueba.

Cuando Román volvió a Coteruco dando a su padre discreta relación de lo que había visto en España y fuera de España, y no escaso testimonio de que sabía observar y distinguir, hallése más apegado que nunca a sus antiguas aficiones campestres. No le pesó a su padre el conocerlo, pues se veía muy avanzado en edad, no muy cabal de salud, y su hijo era, al fin, el único llamado a heredarle y a cuidar de aquellas labranzas que él también había heredado y mejorado no poco.

Dueño de ellas, al cabo, por muerte de su padre, el ya hecho y derecho mozo Román acabó de aficionarse a la vida de labrador, y se casó, a los treinta años de edad, con una dama del mismo valle, que murió cuatro después, dejándole una niña por fruto de su matrimonio. Hondísima mella produjo en su corazón esta desgracia; pero hombre de alma bien templada y de levantadas miras, logró sobreponerse a su infortunio, y hasta sacar partido de él para dar mayor alcance a los impulsos de su generosidad en bien de sus convecinos, en su gran mayoría ligados tradicionalmente a su casa, como colonos de ella unos, y todos como deudores de grandes beneficios.

Lo que en su razón le dictaba, lo que había visto y lo que había aprendido, infundiéronle el convencimiento de que el mayor bien que al cielo debían aquellos aldeanos que le rodeaban, era su sencilla y honrada ignorancia. Sostenerlos en ella era su principal cuidado... Y no se escandalicen de lo absoluto de la afirmación los zapateros ilustrados que lleguen a conocerla, pues, andando, andando, se justificará la aparente herejía.

Empecemos por advertir que don Román poseía como nadie el don de hacerse respetar de los labriegos, don rarísimo y extraño sobre toda ponderación. Verdad que era alegre, campechano, caritativo, modesto en el vestir, frugal en la comida, forzudo e inteligente en el trabajo, lo cual acometía a veces para predicar con el ejemplo a sus criados y colonos; que uncía un par de bueyes al aire; que sabía echar las tres cordadas con la sal del mundo sobre la balumba de un carro de yerba, y hasta conducirá éste por el camberón más pindio y entornadizo, sin que se derramara una gota de agua, aunque se pusiera lleno de ella hasta los bordes, un cántaro encima de la carga. Pero todo esto y mucho más lo saben otros, y no consiguen ese dominio absoluto. La magia de don Román estaba en la oportunidad con que daba, negaba o reñía; en la penetración de «aquel ojo» que era la admiración de sus convecinos.

—Si tuviera la bondad de emprestarme un par de pesetas... —le decía un Adán de mala ropa y triste cara.

—¿Para qué las quieres, borrachón?... Lo que te voy a dar es un soplamocos, si no te largas más pronto que la vista.

Y el pedigüeño se largaba sin chistar; y lejos de enfadarse por el recibimiento, murmuraba para sus andrajos:

—Yo no sé ónde mil demonches aprende este hombre las cosas. El diablo me lleve si no las huele.

Pues bien: ese mismo sujeto se acercaba otro día a don Román, y con las mismas palabras le pedía el mismo dinero, pretextando la misma necesidad; y don Román le daba un duro y unos calzones viejos y un pan de dos libras; y el dinero no iba a la taberna, ni los calzones ni el pan se vendían por aguardiente.

Con aquel ojo leía desde su casa la razón en las contiendas de sus convecinos, y anonadando al culpable con dos apóstrofes de acero, sin dar largas alas ni ensalzar muy arriba al inocente, restablecía la paz quebrantada.

Merced a esta vista penetrante, sabía demasiado que todo su prestigio y todo el peso de su fuerza moral, no alcanzaban a darle la victoria acometiendo de frente ciertas flaquezas rutinarias: en este terreno y con aquella táctica, la proverbial desconfianza montañesa es invencible; por eso las atacaba de soslayo, en su propósito inquebrantable de que lucieran en beneficio de aquellos labriegos, a quienes tanto amaba, los frutos de sus observaciones y de sus lecturas y las ventajas de su carácter y de sus riquezas; por eso, en lugar de decirles, por ejemplo: —«La remolacha es una hortaliza que suple ciertas épocas del año a la yerba, con la ventaja de producir en las vacas alimentadas con ella mayor cantidad de leche; sembrad remolacha,» les decía: —«Váis a ver cómo siembro remolacha, cómo mis vacas la toman, cómo dan más leche que si se alimentaran de yerba, y cómo puede hacerse esto casi de balde y sin perjuicio de la ordinaria cosecha de maíz».

Y cuando todo esto lo veían confirmado los aldeanos en las hermosas vacas que don Román criaba en sus establos, iban poco a poco aceptando la reforma; mas como para establecerla de lleno, así como para el cultivo de los forrajes que igualmente aceptaron, se necesitaba la inviolabilidad de las mieses, consiguió también don Román otro objeto que no hubiera logrado jamás buscándole de frente: que se desterrara de Coteruco la nociva costumbre de las derrotas. Entonces adquirió extrañas razas de ganado, y las propagó en el pueblo mejorando las indígenas.

Por medios análogos acreditó el uso de nuevos aperos de labranza, y hasta logró que en el pueblo mismo se construyeran iguales o parecidos; y venciendo aún mayores dificultades, llegó a conseguir que Coteruco se distinguiera de todas las aldeas del valle por sus hermosas calzadas, sólidos pontones y lujosos abrevaderos. Y digo que «venciendo mayores dificultades», porque el ayuntamiento era siempre su enemigo mortal, y jamás don Román quiso formar parte de él. Es fenómeno digno de estudio esa antipatía con que en los pueblos rurales miran los ayuntamientos a los vecinos del carácter benéfico, íntegro e. independiente de don Román. Dicen los que creen entender algo en achaques de esta especie, que se explica el fenómeno por la calidad de la gente que aspira al cargo de administradores del municipio aldeano; por la lucha sorda que necesariamente ha de entablarse entre los omnipotentes pardillos de la Justicia, interesados en llevar la administración por los caminos de la rutina viciosa, aun jugando limpio, y las nobles y desinteresadas miras del independiente administrado; dicen... ¡qué sé yo lo que dicen, entendidos y maliciosos, sobre el caso! Pero yo lo pongo en cuarentena, y limítome a citar el hecho. Conste así, y haga el lector el uso que le plazca de la noticia.

Lo que a don Román costaban en dinero estas reformas y aquellas innovaciones, no hay que decirlo; pero todo, aunque era mucho, lo daba por bien empleado el buen señor, pues, merced a ello, era Coteruco la gala del valle; sus campos, los más productivos y los más productores; sus habitantes, los mejor vestidos y los más alegres; su taberna, la más desprovista y la menos concurrida; sus desvanes, los más repletos, y sus ganados, los más lucidos. Este era el único galardón que apetecía; el exclusivo fin a que aspiraba en sus dispendiosos desvelos el generoso Pérez de la Llosía.

Tenía una biblioteca adecuada a sus aficiones, y estaba suscrito a dos revistas de agricultura e industria, y a un diario de noticias, no por inclinación a la política, pues la detestaba con todo su corazón, sino por tener una idea, en las soledades de Coteruco, de cómo andaba por los grandes centros la cosa pública en todas sus fases. De cuanto en sus libros y en las tres publicaciones se contenía que pudiera entretener, enseñar o divertir a los labriegos, les enteraba minuciosamente en ocasiones como la que fuego estudiaremos. Únicamente les ocultaba cuanto se relacionase con el fango de la política al menudeo. Para don Román, llevar esta política a una aldea, equivalía a encerrar una víbora en un nido de palomas.

En el instante en que comienza nuestro relato, tenía don Román cincuenta y dos años, y conservaba el buen humor, las fuerzas y la robustez de los treinta; sólo algunas canas sembradas entre su espeso cabello y sus patillas, cuidadosamente recortadas, le denunciaban por hombre de edad. Era su aguileña faz morena, no por la naturaleza, sino tostada por la intemperie, como lo demostraba la blancura de su cuello; de talla mediana, pero bien aplomada, y suelto y vigoroso de miembros.

Para adquirir completa idea del carácter y de los hábitos de este personaje, y al propio tiempo conocer a otros, es indispensable que entremos en su casa, tres horas después que el lector se retiró, por mi consejo, de lo alto de Carrascosa.

De todas las callejas y desfiladeros de Coteruco iban desembocando en la plazoleta frontera a la portalada de don Román, negros bultos, de muy atrás denunciados por el monótono clan, clan de sus almadreñas al pisar sobre los morrillos del empedrado, o por el intermitente fulgor del cigarro, o por el sonoro relincho repetido por los cien ecos de los vecinos montes. Aquellos bultos, uno a uno, o en grupos, según lo disponía la casualidad, a medida que llegaban a la portalada, abríanla; atravesaban el corral, donde se oía el suave cencerreo del ganado que rumiaba en las cuadras inmediatas; entraban en el ancho soportal, descalzábanse las abarcas, arrimábanlas en apretada fila a la pared; y en escarpines, después de alzar la pesada aldabilla del portón del estragal, tomaban escalera arriba. Como sombras atravesaban, medio a oscuras y en silencio, el largo pasadizo que terminaba en la cocina; penetraban en ella, previo saludo de «Dios sea en esta casa,» e. iban sentándose sobre el poyo que se extendía por toda la línea de las paredes. Ardía, junto a la testera, copiosa fogata, y a todos alcanzaban su luz y su calor. Así fueron reuniéndose no menos de cincuenta labradores de Coteruco, como se reunían todas las noches de invierno en aquel sitio, y aun algunas de verano en la plazoleta de la portalada. Allí no se negaba la entrada a nadie, excepto a los borrachos contumaces, a los maridos crueles o a los hijos desnaturalizados, géneros que, en honor de la verdad, apenas eran conocidos en aquel lugar. Don Román presidía estas reuniones, ya iniciadas en vida de su padre; y tan identificado estaba con ellas y tan familiarizado el pueblo con la casa, que a la casa iba hasta el recaudador de contribuciones a cobrar las del vecindario allí reunido, previo anuncio, fijado en la puerta del Consistorio, de hacerlo así en tal o cual noche, sin que a don Román le causaran más extrañeza ni más extorsión ésta y otras parecidas algaradas, que la venida del sastre a tomarle medida de unos pantalones.

No faltaban, en la ocasión de que vamos hablando, los personajes que podían considerarse el alma de aquellas tertulias: Juan Antón el de la Portilla, autoridad de peso en plantíos y labranzas: Gorión el de la Junquera, la flor de los ganaderos; Toñazos el de la Callejona, carpintero ingenioso, sin dejar de ser buen labrador; Chisquín Bisanucos, afamado decidor, saco de marrullerías y camándulas, etc., etc. También se encontraba allí aquella noche el famoso Patricio Rigüelta, llamado por sus convecinos el Judas de la tertulia (a la cual asistía raras veces) y acaso se lo llamaran con razón. Era hombre de cincuenta años, moreno, enjuto, de ojos pequeños y mirada innoble, muy risueño y muy hablador. Tenía un poco de chalán, otro poco de arbitrista, muy poco de labrador y mucho de correntón y aventurero; era muy aficionado a ser concejal, pleitista perdurable y enemigo encarnizado de todos los ayuntamientos, cuando no lograba formar parte de ellos. Acaudillaba en Coteruco a todos los viciosos y haraganes que no tenían entrada en casa de don Román, y se despegaba de sus convecinos por costumbres, carácter y figura, como el agua del aceite. Que este sujeto no era santo de la devoción de don Román, no hay que decirlo; pero le admitía en su casa porque jamás le pidió permiso para entrar en ella: sospechaba, como sus tertulianos, que Rigüelta iba a su cocina para saber lo que allí se trataba, y venderlo en ocasión oportuna, si le convenía.

Y corriendo la velada sus primeros trámites de carácter, llegó a decir Gorión, rascándose la cabeza:

—Y ello, don Román, ¿se anima usté o no se anima? ¿mando u no mando? ¿voy u no voy a la feria de San José?

—¡Y dale con el tema! —respondió don Román volviéndose hacia Gorión. —Pero ¿qué demonio de coscojo se te ha metido en la mollera con esa feria dichosa, de un mes acá?

—Coscojo, coscojo, por decir coscojo, no es tanto como a usté se le figura el que a mí me ha entrao; pero mire usté, señor don Román, que tengo mucho ganao en la corte; que con el solano de antaño no hemos tenío pación ni toñá; que el agosto puede ser, u puede no ser; que si no es, el ganao no ha de roer los peales; que ahora se paga bien; que tengo hoy dos novillas que nos pueden dejar a usté y a mí un platal de ganancia, porque... mejorando lo presente, espejos de cristal paecen pa mirarse la cara en ellos... vamos, que regienden de gordas y se pueden lavar con dos cuartos de aceite.

—¡Y que no vale mentir! —manifestó Chisquín.

Miróle Gorión con dureza, y preguntóle muy serio:

—¿Va con segunda, Chisquín?

—¿Cómo ha de ir con segunda, hombre de Dios, si no había dicho endenantes la primera? —respondió Bisanucos, con su obligada sonrisilla maliciosa.

—Es que —replicó Gorión, —yo no quiero segundas; porque si tú entiendes mucho de sotilezas y requilorios, a engordar ganao... ni tú ni tu agüela.

—¡Cuidado con las segundas, Chisquín!... —dijo don Román a esto, fingiéndose enfadado. —Gorio tiene razón que le sobra, y tú eres tan buen malicioso como mal ganadero. Y si no, vamos a ver: ¿qué le das a la Galinda, que cada día está más encanijada?

—¡Ajá!... —interrumpió Gorión; —sacúdete ese tábano, y güelve por otro, Chisquín... ¿qué le das tú a la Galinda?

—¡Silencio todo el mundo! —exclamó don Román, mirando a Gorión con fingido enojo. —Quiero yo vérmelas mano a mano con este valiente. Con que sepamos, señor Chisquín, de qué vive ese pobre animal.

—Pues, hombre —respondió Chisquín, con su risita de siempre, —vive de lo que hay en el pajar... Y de lo que arranca de vez en cuando.

—Pues si esperas pagarme la renta de este año con las ganancias que te deje esa vaca, medrado estás.

—Eso, don Román, no me apura gran cosa que digamos...porque onde no hay... y, por último, usté no me ha de llevar a la cárcel, ni me ha de rematar la caldera.

—¡Fíate y no corras, Chisquín!

—¡Toña!... ¿Habéis oído?... ¡Pues no dice!... ¡Jajajá!

—¿De qué te ríes, chafandín?

—¡Toña, toña, toña! ¡Eso sí que tendría que ver!... ¡Don Román embargando a un rentero!

—Así me diera la gana.

—¿Cómo ha de darle, hombre? —exclamaron varias voces.

—¿Qué cómo ha de darme? —replicó don Román un poquillo picado de su derecho; —en cuanto la idea se me ponga entre los cascos.

—¿Cómo se le ha de poner a usté esa idea en jamás de los jamases?

—Poniéndoseme, ¡canastos!

—¡Que eso no puede ser, hombre!

—¿Apostamos a que me váis a negar hasta el derecho de pedir lo que es mío?

—Eso no; pero lo otro... lo otro, don Román, no es usté capaz de hacerlo.

—Y ¿cuál es lo otro?

—El embargo.

—Digo y sostengo que estaría en mi derecho obligando al lucero del alba a pagarme lo que me deba... ¿lo entendéis?... Y por cierto que si lo hiciera, no sería la primera vez.

—¡Toma! —exclamó Chisquín: —lo dice por Barriluco. Pues de ese modo, vaya usté embargándome a mí, ¡carafles! Un hombre que le debe tres duros por rentas de uno y otro; que no quiere pagarle, y gasta cada día dos pesetas en la taberna, y sale de ella hecho un cuero de vino; que va usté, y por el aquél de sostener la razón, le lleva a juicio; pide que te embarguen la caldera, se queda usté con ella por la deuda, y al otro día se la manda a casa a la mujer, con un item más de un ochentín de cinco duros.

—Eso, Chisquín, es hablar por hablar y meterte en lo que no te importa... Y hasta puede no ser verdad. El hecho es que Barriluco pagó lo que me debía, y a eso has de atenerte. Con que procura engordar un poco a la Galinda para no llevarte un chasco... Y se acabó la historia. ¿Cómo está tu madre, Blas?

—Va bien, muy bien, desde que el médico la asiste.

—¡De buena se ha librado!

—Verdá es.

—¡Bárbaros, más que bárbaros!...

—También es cierto; pero ello, don Román, pongámonos en los casos.

—No hay tales casos, sino falta de sentido común: por eso sois recelosos con la razón, y os váis como bestias detrás del primer charlatán que quiere robaros el dinero. ¡Mire usted que es ocurrencia! Bizmar de pies a cabeza, después de descoyuntarla los huesos, a una pobre anciana porque está inapetente y descolorida... Pues ¿cómo ha de estar a sus años, pedazo de bárbaro? Fortuna que lo supe a tiempo; que si no, a esta fecha está ya la infeliz con mi abuela.

—No diré que no.

—Lo que siento es no poder echar a presidio a la pícara forastera que explotó tu credulidad robándote cuatro duros después de martirizar a tu madre... Es preciso hacer ejemplares castigos para que vayáis abandonando esa y otras brutales preocupaciones.

—Y volviendo al caso, señor don Román —interrumpió Gorión, que no disimulaba su impaciencia, —¿llevo u no llevo a la feria las novillas?

—¡Llévalas con mil demonios, con tal que me dejes en paz! —respondióle don Román, formalmente sulfurado; y luego, volviéndose hacia Gorión, díjole clavando en él sus ojos penetrantes: —¿Quieres apostar a que después de tanto empeño en ir a la feria, no las vendes allá?

—¿Qué no las vendo?

—No, señor.

—¿Por qué?

—Porque no es ese el ajo que a ti te pica; porque no vas a venderlas; porque lo que tú quieres es fachendear con ellas y pintar la mona en la feria... ¿Acerté? Ahí le tenéis colorado como un tomatazo reventón... Pues te vas a llevar un solemne chasco, porque yo también voy a enviar mis dos novillas... Y con los collares de pelo.

—Hombre —replicó Gorión con un poquillo de resquemor—, tocante a eso... allá nos veremos, don Román. Buena es la Cordera de usté; pero la otra... la otra. ¿a qué hemos de decir lo que no es?... la otra, don Román, no llega a las mías..

Aquí se entabló una acalorada contienda sobre si llegaba o no llegaba, en la que tomaron parte casi todos los tertulianos; y al terminarse, quedando el punto dudoso, dijo Gorión, sobándose la barbilla con la zurda y mirando risueño a don Román:

—Y al auto de eso que usté dijo de los collares, ¿querría emprestarme dos de los que le sobran, pa las mis novillas?

—¡Hola! —exclamó el buen Pérez de la Llosía. —¿Con que también he de darte yo las armas para luchar contra mí?... Pues te presto los collares... ¡para que veas el miedo que me infundes!... Y, además, te hago una apuesta: vamos a poner en precio las novillas en la feria; y todo lo que ofrezcan por las tuyas más que por las mías, te lo regalo en dinero; y al contrario, me regalas tú a mí lo que ofrezcan por las mías más que por las tuyas.

—Con la Cordera de usté no entro yo a eso, don Román.

—¡Ah, fachendoso!... ¿Con que te encoges?

—Yo nunca he dicho que valga esa novilla menos que las mías.

—Pues, canario, con la otra va la apuesta.

—¡Con la otra!... Mire usté, don Román, que eso es robarle el dinero.

—Esa caridad es miedo, Gorio.

—Le aseguro a usté, don Román, como en la hora de mi muerte, que hablo con todo el sentir del corazón, y que si otra me queda, con ella reviente.

—Pues por lo mismo queda hecho el convenio... Y te prevengo que, del dinero que te gane, no te perdono un cuarto, y que si para cobrarme te embargo la caldera, no espere tu mujer que se la devuelva al otro día.

—Tocante a eso, señor don Román —dijo Gorión con jactanciosa solemnidad, —ya sabe usté que, para las ocasiones de apuro, siempre hay en casa de un hombre de bien media onza al pico del arca.

—Pues no la gastes por si tienes que dármela.

Entre tanto, en el rincón más oscuro de la cocina estaba Carpio Rispiones con las manos en los bolsillos, la cabeza caída sobre el pecho y los ojazos clavados en la lumbre.

—¿Qué demonios cavilas —díjole de pronto don Román, —que parece que se te escapa la enjundia por entre los dientes?

Sacudió Carpio el sopor, miró perezoso a don Román, y respondióle:

—Cavilo, don Román, que va usté a tener que echar otro paseo a la villa.

—Y con él serán cinco... A bien que para lo que a ti te cuestan... ¿Pues qué nueva tripa se te ha roto allá, alma de Dios?

—La de siempre... ¡Cuando le digo a usté que al fin me apandan el prao y no cobro lo que dí por él! ¡Por vida de los senfinitos!...

—Si tú no fueras un mastuerzo...

—Si no es por eso, hombre... sino que a uno, como le ven así tan aína le sorben como te chumpan. Cuando va usté y habla y pone los ites en la palma de la mano, la cosa marcha por su carril; pero llámanme a mí, pregunta de acá, pregunta de allá, tan pronto que arre, tan pronto que ticha, ni yo lo entiendo, ni sé lo que respondo, ellos ponen lo que les conviene; y el demonio me lleve si de esta vez no me dejan a la mesma santimperie de Dios padre.

—Eso te enseñará a andar por el camino derecho. Si hubieras hecho la compra con las formalidades legales, habrías sabido a tiempo que el prado estaba vendido ya, y no te vieras hoy envuelto en un lío que ha de costarte caro. Consuélate ahora con el papeluco que te firmaron en la taberna por creerle más barato que una escritura en regia. ¡Melenos!

—Don Román, carta del muchacho hemos cogido hoy, —gritó un tertuliano de los más arrimados a la lumbre.

—¿Llegó sin novedad?

—Bueno, gracias a Dios... y papeles cantan, —añadió el de la carta, sacándola de su chaqueta. Desdoblóla, metióse más por el fuego, y leyó a tropezones, entre otros párrafos, de todos bien conocidos, estos dos:

«Es una barbaridá... barbaridá, el agua que tienen los mares... los mares, que hemos navegado... navegado. Padre: le digo a usté que no acababa uno de ver aguas... aguas; tan aína azules, tan aína verdes... verdes; aguas a la derecha, aguas a la dizquierda; aguas por delante, aguas por detrás... por detrás... Y cielo por arriba... ¡mucho cielo! De modo y manera, que de tierra no vimos pizca hasta que lleguemos a ésta.

«Padre: sabrá usté que ésta es una ciudá manífica... manífica, con un caserío de lo mejor que puede verse... verse... Y un señorío de lo más majo y prencipal; birlochos por todas partes, tiendas a manta de Dios... de Dios... Vamos, que el verlo pasma y atontece al hombre... al hombre... Padre, dirá usté a don Román que en su día cumpliré con él como un caballero... caballero; pues el darlo él de por sí como un regalo por mi bien, no es decir que yo no lo deba delante de la cara de Dios... de Dios...»

—Etcétera, etcétera, etcétera —interrumpió don Román, que no gustaba de alabanzas, y mucho menos donde la gente las oyera: —lo esencial es que ha llegado bueno; y lo que has de pedir a Dios, es que el pobre chico no sufra un amargo desengaño de la suerte.

—Que todo podría ser, —objetó el de la carta.

—¡Se ven tantos de esa misma procedencia!

—Tampoco faltan afortunados, don Román.

—¡Que pocos son! Grandes, inmensos beneficios debe esta provincia al dinero de América; hijos cuenta entre los que allá labraron su fortuna, que son verdaderas glorias, no ya de sus familias, sino de su patria; pero ¡qué caro lo ha pagado ésta! Con el ejemplo de estos hombres, que yo admiro y pongo sobre mi cabeza, ¡cuánto iluso ha perecido en el mayor desamparo, y cuánto mentecato ha vuelto sin fe, sin conciencia, sin afectos, corrompido el corazón e inculto el entendimiento!... Y vaya ahora una noticia de las gordas que os gustan. ¿Sabéis vosotros qué cosa es el Canal de la Mancha?

—Pues el Canal de la Mancha —dijo Toñazos, —bien claro se declina ello de por sí... Un canal, a modo del de Castilla, que estará, si a mano viene, en tierra de manchegos.

—Nada de eso: el Canal de la Mancha es un mar.

—¿Un mar mayor?

—¿Qué más da que sea mayor o que sea menor? Es un mar en toda regla, colocado entre Inglaterra y Francia, y mar muy bravo, por añadidura.

—Bien ¿y qué?

—Actualmente llegan ferrocarriles a una y a otra orilla; y los viajeros, dejando los coches de los trenes, embárcanse en vapores combinados con ellos, y pasan el mar, y vuelven a meterse en el tren que les aguarda a la otra parte.

—Corriente: ¿y qué?

—Que esto no es cómodo, además de ser muy peligroso en ciertas épocas del año, cuando el mar se embravece...

—Claro está que sí.

—Por lo cual se trata ahora de que los trenes pasen el Canal de parte a parte.

—Quiere decirse que harán barcas grandes, de modo que puedan llevarse a la otra banda el tren entero y verdadero. Pues eso, don Román, aquí lo hacemos todos los días con los carros en la barca de la Pasera.

—Ya; pero como, en ese caso, sobrarían los trenes o sobrarían los barcos, porque el procedimiento, sobre complicado, sería más peligroso...

—Pues ¿de qué se trata?

—Se trata de que pase el tren por debajo del agua.

—¡A tu abuela con eso!

—Os digo que sí.

—¡Que a tu abuela con eso, hombre!

—¡Y dale, mastuerzos! Os repito que es posible... Y cierto.

—Pero, don Román, ¿cómo ha de pasar un tren por debajo del agua sin que se ahogue el insuncorda que vaya adentro?

—Abriendo un túnel, es decir, un agujero por debajo del suelo de la mar.

—¡Anda, hijo, anda!... sobre echarlas, gordas, que se vean bien... En primeramente, señor don Román, las mares mayores no tienen calo, ni ha habido cristiano que se le alcuentre.

—Pues, señor Chisquín, ha de saber usted que ignora muchas cosas, aunque no lo crea así, y entre otras, que la mar tiene suelo, y muy a la vista, y que esto lo saben cuantos andan sobre ella y todos los que no andan, con tal que tengan sentido común.

—Y aunque haya ese suelo, siquiera por no desmentirle a usté, ¿quien es el guapo que le juriaca, sin más ni más? ¿qué come? ¿qué bebe? ¿cómo alienda?

—¿Qué come, qué bebe y cómo respira un minero en Reocín o en Mercadal? Una vez debajo de tierra, ¿qué más da tener encima una montaña que la mar?

—Y el traqueteo del agua ¿no es nada? Y el peso de los barcos ¿es maquillero de poya? Le digo a usté... que a tu abuela con la choba.

—Eso decíais cuando aquello otro que os conté del Canal de Suez... Y ya os he leído cómo es obra que se da por terminada.

—Pero, hombre, al cabo, al cabo, aquello si mal no recuerdo, era muy diferente: mar acá, mar allá y tierra de por medio. Pues, señor, que queremos abrir una sangría pa que las aguas se junten: pues cava, cava, y ajonda, ajonda. Que no basta un hombre: se ponen ciento, u, pinto el caso, un millón; y la cosa se hace, porque se trabaja a la cara de Dios y a la luz del día... eso, si es que a la fecha se ha hecho, porque de lo que dicen papeles y yo no veo por mis ojos, no fío dos bisanes.

A todo esto, Patricio Rigüelta tecleaba mucho con los dedos delante de la nariz, y con gestos muy expresivos, hablaba bajito a unos cuantos que le escuchaban con avidez. Uno de ellos, más vehemente o más curioso, no pudo contenerse y preguntó en voz muy alta a don Román:

—Y ello ¿qué hay de cierto en lo que aquí se nos rifiere?

—¿Qué se refiere ahí? —preguntó a su vez don Román, frunciendo el ceño, porque se temía siempre alguna imprudencia del intrigante Rigüelta.

—Se rifiere que en Madrí anda la cosa mal, y que si va de la que va, no queda rata que lo cuente. Dicen que un general se ha soliviantao a las puertas del mesmo palacio, y ha pedío la cabeza de la reina... y, en fin, horror de cosas.

—Diré a usté, señor don Román: yo he referido...

—No hay nada que referir, señor Patricio.

—Perdone usté, señor don Román: cuando las cosas toman viso...

—Bolas de periodistas hambrientos, deseos mal disimulados... Y por último, ya sabe usted que he prohibido solemnemente que en mi cocina se hable de política, ni se mencione cosa que con ella se roce...

—Es que el caso es ahora muy diferente. La noticia la trajo ayer el Estudiante...

—¡Buen conducto!

—No debe ser malo, porque viene echao por el Gobierno.

—¡Gran cosa nos regala el Gobierno!

—Cogiéronle con otros compañeros... a lo que él refirió al mi hijo, que sabe usté que es también medio estudiante y muy amigo suyo; y por no echarlos a Ceuta, mandáronlos cada uno a su pueblo... ¡Tremenda dice que la tuvo ayer tarde con el señor cura al encontrarle en Carrascosa, al auto de eso!... Porque como él viene tan confiado en que van a triunfar los suyos...

—¿Vuelta otra vez, señor Patricio?

—Es la noticia, señor don Román.

—Pues por lo mismo.

—Será pobreza mía, pero no acabo de atinar por qué no hago bien en darla.

—Porque no nos hace falta en Coteruco... porque confite a confite se hacen los niños golosos; y esa y otras y otras noticias semejantes, unas veces falsas y otras ciertas a medias, son los confites de la política en estas apacibles soledades a donde no han de llegar los rayos, por mucho que truene en Madrid.

—Pero el saber un poco de todo no daña...

—No, cuando lo poco es bueno; sí, cuando lo poco es malo, y tal vez falso, y desde fuego incomprensible para estas sencillas gentes, como lo que usted ha referido.

—Pues yo creía que un labrador también es hijo de Dios, y podía, si a mano viene, entender de esas cosas... Y hasta llegar a manejarlas en su día.

—La dificultad no está en creer, señor Patricio, sino en tener razón. Yo os he explicado una vez el procedimiento que se usa en ciertas industrias bien dirigidas. Uno hace ruedas, otro tornillos, otro muelles, otro agujas, otro esferas, otro cajas y otro monta el reló, eligiendo lo mejor de cada pieza. De este modo se forma una máquina que marca las horas con una precisión asombrosa. Pero si el de los tornillos, en vez de hacerlos bien, se mete a fiscalizar al que hace ruedas, o el de las ruedas usurpa sus atribuciones al de las cajas, o todos aspiran a montar relojes sin construir buenas piezas, la máquina no se moverá, o andará como cabeza de loco. No es otra cosa una nación. Mientras el sabio estudie, y el zapatero haga zapatos, y el labrador cultive la tierra, un niño puede encargarse del gobierno de todos los pueblos; pero si el zapatero aspira a general, y el labriego tosco a pronunciar discursos y a desentrañar los misterios de la política, y el sacamuelas a presidir el Gobierno, y todos los ciudadanos a ser ministros, el Estado no tendrá pies ni cabeza... Y a las pruebas me atengo. Esta es mi convicción arraigada. Por las noticias al menudeo, se llega a los comentarios; por los comentarios, a la disputa; por la disputa, a la pasión, y por la pasión, al olvido de los deberes propios. La educación, el talento natural y otras mil causas providenciales, pueden, enhorabuena, hacer de la madera de un rústico labriego un gran legislador; pero esta preeminencia no se adquiere manejando la esteva, y algo la revela que yo no he visto todavía lucir en la frente de ninguno de mis convecinos de Coteruco, ni la espero a merced de cuatro noticias de otros tantos sucesos políticos o de media docena de discursos de un estadista vulgar, o de un novelero ambicioso y desautorizado. Por esto, señor Patricio, y mucho que se le parece, he desterrado de mi tertulia todo género de noticias que con la política militante se rocen, como se roza la que usted ha traído. Lo que fuere sonará, y entonces sabremos lo que ha sucedido, y estas sencillas gentes harán lo que hoy: obedecer al que mande, y trabajar en sus haciendas para llenar el desván de panojas y el pajar de buena yerba.

—¡Esa es la fija! —gritó Gorión.

—¡Cabales! —respondió a coro la tertulia.

—Pues, caballeros —dijo entonces Rigüelta con más despecho que convicción, —que no valga lo dicho, y si esto ha sido guerra, que nunca haya paz.

Mientras éstas y otras cosas de parecido jaez ocurrían en la cocina, en el salón situado enfrente de ella, es decir, al otro extremo del corredor, a la luz de un quinqué de porcelana, colocado sobre una mesita cubierta con pintoresco tapete, agrupábanse tres mujeres alrededor de un brasero de bruñido azófar.

Una de ellas, en la plenitud de su primavera, bordaba la cifra de un pañuelo blanco, recostada con indolencia entre el velador y el respaldo de la silla en que se sentaba. A su izquierda, y metiendo por las brasas los anchos pies embutidos en enormes zapatillas de cintos negros, acomodábase la segunda, mujer más que cincuentona, con todo el pelaje de un ama de gobierno, morena y vulgar de faz, pobre y seca de carnes, de cabello entrecano, y muy rebujado el busto en chaquetas y mantones. Aunque tenía espejuelos sobre la nariz, no daba puntada en su labor sin arquear las cejas y entreabrir la boca, señal de la torpeza de su vista, cuando no de la pesadez del sueño que la perseguía. Enfrente de estos dos personajes, y medio descoyuntada en otra silla, hacía media una mocetona robusta y colorada, entre cuyos dedos callosos y amoratados apenas se veían las gruesas agujas de acero; bregaba con ellas para enfilar el punto que la preocupaba; pero el sueño podía más que su voluntad, y por cada arremetida a la tarea, daba tres cabezadas al aire. De vez en cuando se estremecía la quintañona, clavaba la aguja en la tela, empuñaba la badila y echaba una firma en el brasero.

Volviendo a la joven que bordaba, sépase que, sin ser su rostro hermoso en la acepción clásica de la palabra, era por todo extremo interesante, gracioso y atractivo: ligeramente moreno el cutis; negros los ojos; negras, bastante espesas y primorosamente perfiladas las cejas; negro, lustroso y abundante el cabello; tersa y elevada la frente; aguileña la nariz; sana, menuda y apretada la dentadura, y un tanto gruesos los labios, pero húmedos y sonrosados, con los cuales parecían vivir los picarescos ojos en maliciosa inteligencia, expresada en una perpetua sonrisa, cuya pimienta eran dos hoyuelos que se marcaban cerca de las mejillas. Las manos eran pequeñas, blancas y rollizas; los pies, a juzgar por el que se entreveía, blandamente apoyado sobre la caja del brasero, dignos de las manos, y el busto no carecía de ninguna de las curvas y redondeces que exige la arquitectura femenil al uso.

Ya supondrá el lector, sin que yo se lo diga, que esta joven era la hija de don Román Pérez de la Llosía, y sirvientas suyas las otras dos mujeres. Añadiré que la joven se llamaba Magdalena; la quintañona, Narda, y Sebia la mocetona; que Narda había zagaleado a Magdalena después de haber amamantado a su madre, y era, a la sazón, su criada de confianza, su auxiliar indispensable en toda clase de faenas domésticas, y hasta su mejor y quizás única amiga, y que Sebia valía para poco más que arrimar los pucheros a la lumbre.

Era el salón muy grande, a la usanza casas de campo montañesas, de fines del siglo pasado y comienzos del actual. En el muro testero veíase una Purísima, que no era un primor de arte, ni mucho menos; a la derecha de este cuadro, el retrato de don Román, y a su izquierda, el de su difunta y nunca bastante llorada compañera: ambas pinturas obra, al parecer, del mismo pincel que la Virgen; en las demás paredes, la historia de Moisés, en grandes litografías iluminadas, con marcos dorados. Completaban el adorno del salón un sofá de caoba con rojos almohadones sobrepuestos, las sillas correspondientes, una consola de floreros, candelabros, un estuche de lujo con incrustaciones doradas, y una gran bandeja, en los sitios de rigor; un reló de música, con enorme caja de cedro, enfrente de la Purísima, y, por último, un piano, de los llamados verticales, enfrente de la consola.

Y no se asuste el lector por esto del piano, y por tratarse de una doncella, hija de un labrador rico, que borda y medita en una noche de invierno en un caserón de aldea. No voy a hablarle ¡líbreme Dios de ello! de esos lirios del valle, ridículamente sensibles, que lloran con las flores y hablan con las golondrinas, y se escapan con el primer duque disfrazado de cazador, que las sorprende triscando con los borregos o apagando la sed en el cristal de la fuente.

En cuanto Magdalena cumplió ocho años, fue puesta por su padre en un afamado colegio de la ciudad, con objeto y encargo de que aprendiera todo lo necesario y lo menos inútil de lo superfluo; y como don Román entendía que la música es el mejor compañero en la soledad, y no desconocía que una joven acostumbrada al ruido de la ciudad había de echarle de menos en el aislamiento de su aldea, sabiendo que Magdalena, por su consejo, había aprendido a tocar el piano, llevó uno a Coteruco cuando su hija, sin cumplir los quince años, volvió a su lado poseyendo cuantas prendas se necesitan para encargarse del gobierno de una casa.

Por cierto que la primera vez que sonó el instrumento en aquella patriarcal aldea bajo los ágiles dedos de Magdalena, produjo un alboroto en el vecindario. Acercáronse de puntillas a la sala los asombrados tertulianos de la cocina, en cuanto le oyeron, y al otro día no se habló de otra cosa en Coteruco.

—Pues ello —decían los que habían visto y oído el portento por la noche, respondiendo a los que les pedían informes sobre el caso—, es a manera de órgano: primeramente, un cajón muy grande y muy reluciente, onde paece ser que está metida la música; dispués una delantera, como la tabluca de un vasar; y allí, con los deos, tecleo arriba y tecleo abajo... Y lo demás ello suena de por sí.

Desde entonces se llamó en el pueblo a la hija de don Román, la Organista.

Por lo demás, nunca pasó Magdalena de ser una muchacha como todas las de su edad y de su educación: alegre a ratos, a ratos no tan alegre; bastante afecta a su pueblo, pero no tanto que no hubiera oído con mucho gusto de los labios de don Román la noticia de que pensaba trasladar sus penates a la ciudad; piadosa sin gazmoñería, caritativa sin tasa, creyente a puño cerrado; de alma sencilla y recta, sin dudas ni lobregueces racionalistas ni otras inverosimilitudes de culta marimacho; más dada a la amena literatura que a meterse en nebulosas metafísicas, cuando se trataba de recrear el ánimo; un poco desigual de letra, algo peor de ortografía, y amante de su padre hasta donde puede serio la mejor de las hijas; pero sin haber contraído compromiso formal de no separarse de él cuando un buen mozo, con las demás condiciones apetecibles, entrase por el corral a pedir su mano en toda regla.

Tomándolo por barruntos de semejante cosa, Narda se empeñaba aquella noche en que Magdalena andaba pensativa y cavilosa desde meses atrás; pero la doncella lo negaba, y para afirmar la una y para negar la otra, aprovechábanse los momentos en que la mocetona cabeceaba. Al cabo la abatió el sueño por entero, cruzáronse, desmayadas, sus manos sobre el regazo, desplomóse su cabeza sobre el pecho, comenzaron los ronquidos, y dijo Narda a la doncella, sin perder de vista a la durmiente:

—Desengáñate, Magdalena: los años son grandes maestros; yo tengo algunos sobre mi vida, y me han enseñado mucho. ¡Lo que a mí se me escape!...

—¡Y dale con el tema! —replicó Magdalena, no tan enfadada como quizás hubiera querido ponerse. —¿No te he dicho cien veces que nada nuevo me pasa?

—Pero como yo no lo creo...

—¿Y tengo yo la culpa de que seas necia, y porfiada, y aprensiva?

—Pero como no soy aprensiva, lo que resulta es que no soy necia ni porfiada, y que tú te recatas de mí... Y que eso no está bien hecho. Mira, hija mía, lo que más cuesta ocultar es el sentir del corazón; y el tuyo, créeme, te vende muy a menudo.

—¿En dónde?... ¿Cuándo?... —preguntó Magdalena visiblemente alarmada.

—¿En dónde?... En la iglesia. ¿Cuándo? Todos los domingos.

Al oír esto, pintáronse de subido carmín las mejillas de Magdalena, y en vano volvió la cara a la sombra, y hasta quiso hundirla en el pañuelo que bordaba.

—¿Lo ves?... —insistió Narda inexorable. —Pues lo mismo que esas rosas ahora, te salen a la cara los pensamientos a cada instante. Escúchame. De meses acá, reparo, cuando estoy en misa junto a ti, que hay en la iglesia un santo de carne y hueso a quien tienes más devoción que a los del altar.

—¡Narda!

—Sí, hija mía: es un galán, forastero por más señas, que ha dado en la flor de venir a Coteruco a oír misa, acaso por devoción también a alguna otra imagen en cuerpo y alma...

—¡Tienes unas ocurrencias!...

—Mejor ha sido la tuya... Y cuando ese galán te mira, parece que te roba los ojos que tienes puestos en el devocionario, y te los va levantando poco a poco hasta que se clavan en los suyos.

—¡Qué aprensiones!

—¿Aprensiones, eh? Y después, cuando sales, te espera enfrente de la puerta, y sigue mirándote... Y hasta te saluda, y tú también le miras... ¡y hasta te sonríes, mujer!

—Narda... ¡yo no hago esas cosas!

—¡Miren la escrupulosilla!... ¡Ni aunque el caso fuera mancha de pecado mortal... Lo haces, Magdalena, y bien hecho está, ¡qué diantre! que, después de todo, el mozo no es costal de alubias. ¡Vaya si es galán y bien portado! Pues en cuanto a bien nacido...

—¿Todo eso sabes, Narda? —exclamó Magdalena riéndose.

—¿No he de saberlo, hija mía?... Y mucho más.

—Pues ya sabes más que yo.

—Bien pudiera ser así, que a tiempo y con pulso tomé lenguas de lo que era menester.

—¿Y qué supiste, Narda?

—¡Hola! ¿pícate la curiosidad? Pues ¿por qué te roe ese gusano, si no hay nada de lo dicho?

—Por admirar el arte con que vas haciendo una montaña de lo que ni siquiera es grano de arena.

—¡Ay! si mío fuera ese grano, y de oro fino además, ¡qué buenas Indias tuviera yo!

Esto dicho, miró Narda a Sebia.

—Hace rato que duerme: no te cuides de ella, —dijo Magdalena adivinando la intención de Narda; a lo que añadió ésta con mucho retintín:

—¡Vaya, que en todo estás!... ¡Buen grano en ese para mi montaña!

—¡Maliciosa!

—¡Cicatera!... Merecías que no te lo contara.

—Si tanto lo encareces, cállalo, Narda; que al cabo, nada me va en ello.

—¿De veras?... Pues en castigo de tu disimulo, voy a aburrirte con la noticia. ¿Sabes a Sotorriva?

—Nunca allá estuve; pero sé que es el último pueblo del valle, de la parte acá del río.

—Así es. Pues en Sotorriva hay un caballero muy pudiente, cristiano viejo y más noblajón que el Cid. Ese caballero se llama don Lázaro de la Gerra, y tiene un hijo, fuerte como un roble, derecho como un huso, suelto como un corzo, fino como la seda, más galán que don Gaiferos, de hablar más dulce que un romance, y más listo que la pimienta; corrió muchas tierras y estudió en muchos libros; un año ha que tornó al valle... Y siete meses que oye misa en Coteruco. Llámase don Álvaro, y lo demás lo sabes tú mejor que yo... ¿Aburrióte la noticia, Magdalena? ¡Por Dios que cualquiera juraría lo contrario, al ver cómo se te fruncen los soles de la cara y se te ahondan los hoyuelos de las mejillas!

Y era verdad que Magdalena sonreía con más expresión que de costumbre, y, olvidada de su labor, no apartaba sus ojos de los de Narda, mientras ésta le daba los prometidos informes. Hubo unos instantes de silencio; y dijo luego Magdalena, trocando su sonrisa en expresión de alarma:

—¿Sabes qué pienso, Narda?

—Mejor es que me lo digas, para que yo no me equivoque también en el supuesto.

—Pues pienso si a mi padre le habrá entrado la misma aprensión que a ti.

—¿Todavía las aprensiones?... Tu padre, Magdalena, oye misa muy delante de nosotras, y tiene su devoción sobrado arraigo para que se la roben miradillas de enamorados. Pero ya que a tu padre traes a cuento, bueno es que no olvides lo que le debes... quiero decir, que no vayas muy allá en esos amoríos sin su consentimiento; no es hurón ni asombradizo, ni se apartará nunca de lo que sea regular... y, sobre todo, es tu padre, y a más, honrado y caballero, y te tiene en las niñas de sus ojos.

—Sano es el consejo, como tuyo, Narda; pero, créeme, no le necesito por ahora.

—¡Por vida de los fingimientos!... Pues mira, Magdalena —añadió la cariñosa Narda, hondamente resentida del tenaz disimulo de la doncella, —quien así niega la verdad a quien diera la vida por ahorrarle una pena, no va con la ley de Dios. Eso es mentir, y mentir sin necesidad, que es la única mentira que no tiene perdón.

—No te enfades, Narda, ni te resientas —repuso Magdalena, mirando con ternura a la buena mujer, —y ponte en lo justo. Aunque todo eso que tú has visto lo hubiera visto yo también, ¿qué es, en substancia, para darlo visos de formalidad? ¿Qué proyectos he de alzar sobre ello, que no sean temerarios y hasta reprensibles a tus mismos ojos? Que un joven forastero oiga misa en este pueblo; que alguna vez me mire en la iglesia o al salir de ella; que la curiosidad... o la simpatía, me arrastre a mirarle también de vez en cuando; que por cortesía se descubra delante de mí, y que por atención le devuelva yo el saludo...¿qué vale todo esto?

—Eso, de por sí, ya es algo, Magdalena, porque hay muchos modos de mirar y hasta de quitarse el sombrero; pero aunque nada fuera, para llegar a ello se ha pasado por otra cosa; y eso es lo que yo no sé.

—Pues vas a saberlo ahora mismo, Narda, para que no vuelvas a tomar por disimulo lo que es prueba de cordura.

En esto, Sebia, como buque en marejada, después de haber estado largo rato balanceándose de medio arriba, pegó una arremetida hacia adelante, faltóle apoyo y dio con las manos en la ceniza del brasero.

—¡Malos demónchicos! pa el sueño, que no me deja en paz esta noche! —murmuró, incorporándose y recogiendo del suelo la media y el ovillo de algodón azul. —Dígote que si no me agarro a la ceniza, meto los bocicos en la lumbre.

—Merecido lo tenías, ¡marmotona! —díjole Narda con ira, no sé si porque la moza había interrumpido el diálogo en lo más interesante, o por lo que aparentaba, mientras Magdalena se reía del lance como una chiquilla.

Lo que digo yo —replicó Sebia, —es que si esta noche se hubieran leído historias, o nos hubiera tecleao el peano la señora, o usté nos hubiera relatao romances, como otras veces, no me durmiera yo; pero están ahí sin decir jos ni muste las horas del Señor... Siquiera me hubieran tomao la lición de cartilla... —En verdad que para lo que adelantas... No sé cómo no se la acaba la paciencia a la señora. Tres meses hace que andas en el silabario, y todavía dices: s, i... so.

—De modo y manera que naide nace enseñao; y la que nunca las vio más gordas...

En esto dieron las nueve y media en el reló de música, y comenzó el desfile de los tertulianos de la cocina. Cuando salió el último y se trancó la portalada, entró en la sala don Román seguido de tres mocetones, sus criados de labranza.

—¿Estáis prontas? —preguntó.

—Cuando usted quiera, —respondió su hija levantándose, en lo que la imitaron las criadas.

Tomó cada cual su rosario, sacándole unos del bolsillo y quitándosele otros, como los criados, del pescuezo; hincóse de rodillas don Román junto al sofá, delante de la Purísima; arrodilláronse también los demás; y amos y criados confundidos en un solo grupo, en la pieza más respetada de la casa, diose comienzo a ese piadoso ejercicio, tan arraigado todavía, por fortuna, en las costumbres domésticas de la familia montañesa. En concepto de la aprensiva Narda, jamás clavó Magdalena los ojos en la Virgen con más fervor que aquella noche.

Concluido el rosario, como en casa de don Román se cenaba al anochecer, cada cual se retiró a su habitación; no sin haber apagado antes la cuidadosa Narda la lumbre de la cocina y las ascuas del brasero, y puesto en manos de su amo un farol, limpio y brillante como la plata.

Alumbrándose con su luz, recorrió don Román toda la casa; bajó a las cuadras, por si había en ellas alguna res suelta o enredada en sus peales; cercioróse de que estaba bien cerrada la portalada; soltó el mastín, que ya le esperaba amarrado a la cadena en su garita, y dejóle dueño del corral, como fiel centinela, no por miedo a sus vecinos, ni quizá a los pocos mal afamados del valle, sino por seguir una costumbre inveterada en él, hija probablemente de ese inexplicable temor que infunde, con sus sombras impenetrables y sus extraños rumores, un monte cercano.

Terminada su ronda, volvió a casa, encerróse en su cuarto, rezó sus oraciones y se acostó, durmiéndose al punto, pues nunca niega sus beneficios el sueño reparador a quien se tiende en el lecho sin dudas en la mente ni espinas en la conciencia.

II. El estudiante

El cura de Coteruco no era un santo, ni blasonaba de serlo, y para sabio le faltaba mucho; pero era virtuoso, infatigable en el ejercicio de su delicado ministerio, y no carecía de elocuencia persuasiva para dirigir frecuentes y oportunas pláticas a sus feligreses; daba a los pobres cuanto le sobraba, y algo más, y no se separaba dé la cabecera de los enfermos en peligro de muerte. Sus recreos eran bien sencillos: cultivar un huerto que tenía, pasear por las praderas del valle, subir a Carrascosa y estar allí dos horas contemplando el paisaje; hacer de vez en cuando una visita a don Román, que le apreciaba mucho, o quedarse en el pórtico de la iglesia, o en la mitad de la mies, echando un párrafo sobre la siembra, la cosecha o el ganado, si había quien se mostrara gustoso en hablar de ello. Ni más taberna, ni más baraja, ni más escopeta, ni más tertulia. Rayaba en los sesenta años, se llamaba don Frutos, y podía gloriarse de que los recogía muy saneados en el pueblo, de la semilla de su ejemplo y de sus predicaciones. Era alegre, discreto y muy comunicativo.

Subía don Frutos desde Coteruco a Carrascosa la víspera del día en que subimos el lector y yo, mientras hacía lo mismo por la vertiente opuesta un mozalbete, caballero en un rocín de alquiler, cuyo espolique, y a la vez dueño del jamelgo, caminaba más de cien varas atrás.

Era el jinete poca cosa en estampa, y petulante en el aire, acaso porque de tal se le daban unos quevedos montados en su nariz, medio ocultos bajo el ala de un sombrerillo, con la cual intentaba el mozo librar a sus ojos de los rayos del sol que le herían a ratos y muy bajos, como que esto sucedía al acabarse la tarde. Llevaba una maletilla en el arzón trasero, y en el delantero una muleta atravesada, señal de la cojera del jinete, que bien se echaba de ver en lo seco y contrahecho de una de sus piernas, y en el estribo correspondiente, colgado media vara más arriba que el del otro pie.

Al llegar a la cumbre, halláronse tope a tope el señor cura y él.

¡Reverendísime pater! —dijo con cháchara el de a caballo, después de contemplar a don Frutos un instante.

—¡Ave María Purísima! —exclamó el cura luego que hubo mirado al jinete, con la diestra sobre los ojos, a guisa de pantalla.

—¿Cómo anda el pastor por estas alturas, tan lejos de su rebaño?

—Pues, hombre, porque donde menos se piensa se halla alguna oveja descarriada.

—No dirá usted eso por la que acaba de encontrar en esta loma.

—¿Y por qué no he de decirlo?... ¿Tan en el redil te crees?

—Sin jactancia, padre cura: mucho más que usted.

—Alabo la modestia, aunque no me extraña, que de carne soy y pecador me creo... Pero ¿qué vientos te traen en estos tiempos y a estas horas por aquí?

—Vengo a dar un pienso a esa reata de bestias que usted pastorea en Coteruco.

—Buena es la intención; pero no lo digas muy recio en la plaza del pueblo, porque no todos son mansos, y puede alguno de ellos molerte el pienso sobre las costillas; y a fe que lo sintiera.

¿De corazón?

—¿Y por qué no?

—Por el piadoso placer de ver descoyuntado a un hereje.

—¿Por tal te tienes, Lucas?

—Por tal me tienen las bestias negras.

—Ese chiste ni siquiera es tuyo; pero así y todo, creo que te equivocas.

—¿Pues acaso me tienen por santo?

—¡No faltaba más!... Tiénente por lo que eres, y no por otra cosa.

—¡Morrocotudo será el concepto!

—No hay tal: tiénente por un pobre chico que erró la vocación, y se metió a filósofo terrorista, cuando nació para sacristán de mi parroquia.

—¡Presbítero!...

—¡Ni más ni menos, qué diablo!

—¡Así son vuestros juicios!

—No dan más de sí los hombres.

—Esa confianza os pierde, ¡clérigos!... Esa contumacia en el error... ¡en el crimen!... os ha de costar cara. ¡Ay del día de las justicias!...

—Desde que estáis amenazándonos con él, ya ha llovido.

—Pues yo os anuncio que el trueno estalló ya, y que la hora se acerca.

—Te juro que no he visto un mal relámpago.

—Porque «tienen ojos y no ven».

—Bien podrá ser eso,

—Los huracanes de la idea regeneradora zumban en todos los ámbitos de España:

—Pues hombre, aquí tenemos un invierno delicioso.

—Porque «tienen oídos y no oyen».

—No diré que no, si en ello te empeñas, ¿Y son esos los vientos que hacia acá te empujan?

—Acaso, acaso.

—Vaya, pues me alegro mucho; porque si he de ser desollado vivo en castigo de mi contumacia, siempre será un consuelo para mí que me desuelle mano conocida.

—Eso de desollar se queda para vosotros, inquisidores, tiranos, verdugos del pensamiento!... Nosotros traemos la luz, el amor, la regeneración del hombre por la libertad y la idea...

—Supongo, Lucas, que no traerás contigo todo eso; pues para guardar tantas cosazas, no es mucho que digamos la maleta.

—Las traigo aquí, ¡clérigo estúpido!...

Y se dio en la frente una palmada feroz.

—Tampoco me parece el recipiente muy allá.

—Para los que juzgan los libros por el forro, y aprecian las cabezas por el volumen, chica es la mía, en efecto; pero llenóla el Gran Ser de su esencia, y un rayo de esa luz pesa más que todas las bayonetas de vuestros ejércitos de verdugos.

—Hombre, si mal no recuerdo, eso lo dijo, aunque mejor dicho, un guerrero, mientras inundaba el mundo de bayonetas, quizá para comprobar el aserto, y más tarde fue empujado por ellas, con su luz y todo, a morir a obscuras en un peñasco solitario.

Las verdades fallan de continuo por las ambiciones de los hombres que las profanan; pero las verdades son eternas.

—Mucho que sí, Lucas, y la demencia incurable. Con que ya hablaremos más despacio; ve en paz, y que Dios te alivie, que yo voy a sacudir, con el viento de estas alturas, ese olor de sacristía que tales bascas te da.

Tras esto se alejó don Frutos muy risueño, y echóle Lucas una mirada desdeñosa desde la alteza de su jamelgo.

—¡Clérigo, clérigo... clérigos! —gritó al cura después de pensar un rato la respuesta.

Arreó luego un espolazo con la pierna buena al cuadrúpedo, y comenzó a bajar por el sendero de Coteruco.

En las primeras casas, arrimado a la esquina de una de ellas, encontró a su amigo y contemporáneo Gildo Rigüelta, hijo del buen Patricio, mozuelo presuntuoso con aires macarenos sin más oficio ni beneficio que seguir a su padre en sus correrías y trapisondas: llamábanle de mote el Letradillo por sus alardes de pendolista y sus pujos de resabido. Estrecháronse Lucas y él las diestras, y hablaron largo rato. Al despedirse, por acercárseles el espolique, dijo Lucas a Gildo:

—Si oyes esta noche contar que está a la muerte el cura de Coteruco, no preguntes de qué se muere: es de un calentón de orejas que acabo de darle yo en el alto de Carrascosa.

Picó en seguida el jamelgo, internóse en la aldea, llegó al ya mencionado caserón solariego, apeóse a la puerta con trabajo, apoyóse en su muleta, pagó al alquilador lo convenido en la villa donde dejó el ferrocarril para tornar el caballo, y entró en el lóbrego portalón con el maletín al hombro y canturriando, con su voz atiplada, el himno de Garibaldi.

III. Lo que Narda ignoraba

Todas las romerías que he visto en la Montaña y fuera de ella, se parecen entre sí como las aves de una misma pollada; en todas, con leves diferencias de colores y accesorios, preside el mismo objeto, que es divertirse brincando la gente joven, y recrear los ojos la muy madura.

Podrán asarse vivos los romeros de las Castillas bajo un sol inclemente, sin un triste ramajo que les preste un palmo de sombra; vestirán las mozas la estameña negra y bailarán al son de la zampoña y del tamboril, con Salicios de zahones y gorra de pelo; beberán de lo de Toro los aficionados, y harán del lastre con palominos o abadejo, cuando no con chorizos ahumados o empanadas de borrego; jugárase al toro más allá con dos navajas por cornamenta y una tranca por estoque; entrará la gente en la ermita del Santo con más o menos compostura; podrán los chicos revolcarse en el polvo de la llanura, y los jóvenes de viso echarse a rodar de un cerro abajo... Y así por el estilo... Podrá el valle montañés estar literalmente tapizado de flores y verdor; veránse sus senderos invadidos por una juventud tan alegre como los colores de sus vestidos; habrá junto al pueblo de la fiesta un extenso cajigal a cuya sombra se reúnan los romeros que atraviesan el valle, y los que bajan por los cerros inmediatos, y hasta los que se columbran en las montañas de más allá: las mozas con el blanco moquero en la mano y entre sus pliegues preso el ramillete de claveles y mejorana; los mozos con la chaqueta al hombro, el zapato de color, los finos pantalones y la camisa de anchas y ondulantes mangas, recién planchada, tal vez por la moza de sus pensamientos; sonará bajo los copudos árboles la alegre encascabelada pandereta, no tañida por mercenarias manos, sino por las zagalas más apuestas y cantadoras de la romería; bailaráse a su compás en ordenadas fijas y haránse las mudanzas tradicionales sin que el pudor proteste ni la moral se escandalice; jugaráse a los bolos en adecuada plaza, y aquí habrá una carral de vino sobre una pértiga, con la cacharrería de ordenanza, y allí una cantina con pollos con arbejillas, saturados de azafrán, y carne guisada, con su dejillo de laurel estimulante; y por todas partes rosquillas y caramelos encarnados, y agua de limón «como la nieve», y perojillos roderos y otras frutas de la estación, y el ruido y el alborozo pertinentes; no irá moza a tomar puesto junto al baile a esperar la fina invitación de algún mancebo, sin haber entrado antes a rezar al Santo de la ermita y depositar su óbolo en el platillo que al efecto estará sobre las andas de aquél, y admirado el arco de pañuelos, cintas, acericos y relicarios, bajo el cual se hallará expuesta la imagen todo el día en el cuerpo de la iglesia; y ni moza ni zagal se retirará a la tarde sin cargar el pañuelo de perdones, para obsequiar en el pueblo con la tostada avellana o la dulce rosquilla, a las personas de su cariño, que no participaron de la fiesta... Podrá, digo, haber éstas o parecidas diferencias de detalle entre las romerías montañesas y otras de allende; pero en lo esencial son idénticas. Por eso no describo la que en este capítulo nos hace al caso; trabajo que fuera, por otra parte, amén de inútil, peligroso para mí, puesto que descritas andan otras iguales por pluma tan egregia como la de Juan García, en providencial y honrosa recompensa de los borrones con que las ha tiznado, en más de un libro, esta mía pecadora. Pero hay un detalle en la romería montañesa que yo debo citar, porque ignoro en este instante si pertenece también a las de ultra-puertos, o si ha sido citado ya alguna vez, y, sobre todo, porque nos hace falta en la presente ocasión: refiérome al salón que se prepara en el Ayuntamiento, o en una casa particular, o en un palacio inhabitado, que nunca suele faltar en el pueblo de la fiesta, para que el concurrente señorío baile en él por lo fino, mientras la gente menuda se zarandea en el cajigal al uso de la tierra.

El verano anterior a la fecha que hemos puesto al comienzo de esta puntual historia, estuvo rechispeante como nunca, merced a lo abundante que se presentaba la cosecha en el valle, y a lo esplendoroso del día, la romería de la Asunción en el pueblo de Verdellano. Salieron a relucir sobre uno y otro sexo los mejores trapos de la juventud elegante de tres leguas en contorno, y no faltó Magdalena acompañada de su padre, que no quería privarla de esas distracciones que la gustaban mucho, y eran las únicas que podía ofrecerle en aquellas agrestes soledades.

A media tarde, cansada ya de la romería, llegóse con don Román al palacio llamado de los Cárabos, por los muchos que en él hacían sus nidos, de la propiedad del duque del Infantado (porque es de saberse que en esta provincia casi todos los palacios viejos pertenecen a ese señor), en cuyas destartaladas entrañas (ya se comprenderá que aludo a las del palacio) se había habilitado una gran sala, con tres docenas de sillas heterogéneas, algunos bancos inconexos, y dos calderones llenos de agua azucarada, sobre una mesa colocada en un ángulo, de los cuales cántaros se sacaba el refresco con un tanque de latón, y se ofrecía en un vaso, huérfano de toda familia, al sediente que lo solicitaba; y, por último, una tarima construida con tres cajas vacías, sobre la que dos ciegos, con sus respectivos lazarillos, tocaban... lo que salía, en sendos violines, con el acompañamiento de los triángulos, o hierros, que hacían sonar los dos muchachos siempre que no necesitaban el tiempo y los brazos para bostezar y desperezarse.

Cuando entró Magdalena en el salón, descansaban músicos y danzantes. No eran la frescura ni el brillo la cualidad llamativa de aquellos tules, sedas y muselinas; ni la moda ofrecía allí un carácter de absoluto dominio. Conocíase de lejos que ciertos verdes marchitos habían, años antes, salido azules de la fábrica, y lazos andaban por el cuello y sobre el busto, que en el moño estuvieron luengos días, presos allí por la moda; no todo lo que se ceñía a un cuerpo podía jactarse de no haber nacido falda, y algo arrastraba por el suelo, muy estirado, que primero vivió fruncido en la cintura. En el corte se notaba la mano industriosa, pero indocta, de la necesidad; en el calzado dominaba el charol marchito, cuando no con grietas; los guantes denunciaban, a larga distancia, muchos restregones de miga y alguna jabonadura: abundaban las cadenas de similor, y no escaseaba la pedrería falsa.

Pero si los hábitos no eran de lo más exquisito, las caras y los cuerpos eran muy otra cosa. ¡Cuidado si los había macizos y bien contorneados! ¡Caramba si había rostros saludables, con ojos que echaban lumbres... y hasta memoriales! No los desairaban, por cierto, los donceles del salón, un si es no es atrasadillos también de moda, según lo que culebreaban y se retorcían entre las damas, se afilaban los bigotes, o tecleaban en el sospechoso metal de la leontina, mientras sus ojos fruncidos o sus rientes labios lanzaban saetas de amor o ternezas de romance.

Así estaba la escena cuando Magdalena, acompañada de su padre, apareció en el salón, vestida sencillamente de blanco y, por todo adorno, un lazo de color de rosa en el pecho y una dalia en la cabeza.

Cesó por unos instantes el rumrum de la gente; pero, pasada la sorpresa, comenzó más recio, mientras todas las miradas estaban fijas en la linda doncella de Coteruco. Saludáronla cuantas y cuantos la conocían; encomendóla don Román a la compañía de una familia de su amistad; rodeáronle algunos señores graves que tenían a mucha honra sus apretones de manos; y, poco afectos a lo que allí pasaba, dejaron divertirse a la gente joven, y se volvieron a respirar el aire libre del campo.

No era ingenua curiosidad todo aquel afán con que miraban las damas del salón a la recién llegada; había mucho de ansia de encontrar en ella un defecto que justificase unos cuantos mordiscos de lengua a su persona o a su atavío. Era Magdalena harto conocida en el valle por su fama de bella, de elegante y de rica; y en aquella ocasión urgía demostrar que la fama se engañaba, siquiera en la mitad. A la vista estaba que la hija de don Román, sin dijes, moños, armaduras, dengues ni fingimientos, era lo único que descollaba por su frescura y por su aroma en aquel ramillete de trapos rebosados y mustia pasamanería; mas por eso mismo era indispensable compensar un poco la diferencia con el peso de una murmuración tolerable, y aún en uso, entre personas «de buena educación». Convínose, pues, entre las mujeres, némine discrepante, en que no correspondían los méritos a la fama, y en que ofendía la exagerada sencillez de su arreo lo encopetado y solemne de aquel concurso, y consoláronse así las maldicientes.

En esto reanudó sus tareas ímprobas la orquesta; rebulléronse los danzantes, y se vio Magdalena asediada de solicitudes. Durante una hora no la dejaron sosegar, y la instaron al baile en todos los estilos concebibles, desde el meloso y el laberíntico más osados hasta el encogido y tartamudo más ruborosos; devoráronla con su mirar fogoso aquellos rostros mofletudos de encrespados bigotes y engomado pelambre, y la aburrieron excusas impertinentes y finezas cursis, églogas cerriles y metáforas empalagosas, ya aludiendo a la blanca ovejuela del valle, ya llamándola pintoresca amapola de Coteruco; tapáronse con remiendos del tiempo faltas de más adecuado asunto y hasta de sentido común, y ya no sabía, mientras bailaba o respondía a un saludo, cómo librar sus manos nacaradas y finas, a la sazón cubiertas con transparentes guantes de los restregones de tantas otras ardorosas y velludas. Jamás la dominó la pasión de la danza; pero aquella tarde estuvo a pique de renunciar al baile por todos los días de su vida. ¡Cuántas veces miró hacia la puerta, ansiando que entrara su padre en el salón para volverse con él a Coteruco!

En una de estas ocasiones, hallóse su mirada con la de un nuevo concurrente a la fiesta. Casualidad fue; pero es lo cierto que las dos miradas se encontraron; que del choque producido por la curiosidad, brotaron chispas de interés, y que algo como asombro acabó por reflejarse en los ojos del que entraba, que no pensó, sin duda, hallar entre aquel concurso dama de tantos atractivos.

Y aconteció que el recién llegado, joven y apuesto, después de orientarse en el salón, tornó a mirar a Magdalena; que Magdalena, nueva en aquel género de guerrillas, entre el deseo de mirar al joven y la ignorancia de su deber, le miró al cabo y se puso colorada, sin saber por qué; que el galán se fue acercando sin dejar de mirarla; que luego la invitó a bailar; que aceptó Magdalena llena de complacencia, pero sin pizca de serenidad; que la gentil pareja bailó lo menos que pudo, y prefirió pasear por la sala, mientras las demás bailaban; que el mancebo habló mucho a Magdalena, y, por las trazas, muy al caso; y, en fin, que al volver la joven a sentarse, si lícito fuera en el mundo publicar los pensamientos, hubiera dicho a su galante caballero, en el momento en que se separaba de ella: «He aquí una pesadumbre con que yo no contaba».

¡Qué diferencia tan extraordinaria halló Magdalena entre la discreción y el donaire de su nuevo acompañante, y la petulancia o la insipidez de sus antecesores! Desde el timbre de su voz hasta el corte y color de su vestido; desde lo ameno de su conversación hasta la elegante sencillez de su apostura, todo era nuevo e interesante para la sencilla muchacha.

Ya no le parecía el salón tan sofocante, ni aquella sociedad tan empalagosa; y si continuaba mirando hacia la puerta, bien sabe Dios que a ello no la movía el deseo de ver entrar a su padre.

Llegó éste, al cabo; propúsola, pues que la tarde se acababa, volver a Coteruco; despidiéronse entrambos de amigos y conocidos; hubo para el gallardo mozo, que a poca distancia de Magdalena la contemplaba, una mirada y un saludo que casi eran la denuncia de un corazón que empieza a mecerse en dulces y jamás sentidas impresiones; recibió en idéntico lenguaje una ferviente despedida... y notó la inexperta doncella, andando el camino de su aldea, que ni la conversación de su padre, ni la fragancia de las mieses, ni los alegres cantares y las gozosas comparsas de romeros que también volvían a sus hogares, lograban sacarla de sus meditaciones. Había en su memoria un empeño tenaz de recordar hasta la más insignificante palabra de las muchas que te había dirigido el incógnito galán; una extraña manía de descomponerlas y aquilatarlas, no solamente en ideas, sino también en colores y en sonidos.

Que no las usaron tales los hombres que la habían hablado hasta aquel día, no admitía duda; que en ellas, sin embargo, no había la manifestación explícita de un propósito determinado, también era evidente; pero que en el conjunto de aquellos sonidos, de aquellas actitudes, de aquellas miradas, había algo de extraño que no podía estudiarse con el criterio de la razón, sino en el fondo del alma, bien claro se lo decía el sentir de la suya.

Entre tanto, ignoraba quién era, de dónde venía y a dónde se encaminaba aquel hombre, nunca de ella visto y que, sin embargo, tan de su intimidad le parecía. Esta consideración, bien diluída en el claro entendimiento de Magdalena cuando las horas pasaron y el reposo calmó la fiebre de su imaginación, devolvió la quietud a su espíritu.

Pero fueron corriendo los días de aquella semana, y llegó el domingo, y el gentil mancebo apareció en la iglesia de Coteruco, robando la devoción a Magdalena y haciendo revivir en su pecho impresiones apaciguadas por el frío raciocinio.

Todo esto es lo que Narda ignoraba y hubiera referido Magdalena, ahorrándome a mí el trabajo de escribir este capítulo si la mocetona Sebia hubiera resistido un rato más la marejada del sueño, y no hubiera dado tan pronto con su cuerpo en los arrecifes del brasero.

Juzgue ahora el lector con qué placer oiría la enamorada doncella los datos que Narda le proporcionó, referentes a la procedencia del galán de sus pensamientos... Y vamos a otro asunto.

IV. Los de la casona

Don Lope del Robledal de los Infantes de la Barca, Ceballucos y la Portillera, heredó, con el no muy esponjado mayorazgo de su padre, la carga de un segundón mal avenido con su suerte, vidrioso de carácter, algo jugador de naipes, un si es no es mocero y muy poco madrugador. Don Lope era todo lo contrario: levantábase al alba, no se le conocía el más pequeño desliz amoroso, y jamás tomó las cartas en sus manos; su genio era igual e inalterable, aunque, como los cardos agostados, áspero y seco a todas horas y por todas partes, y nunca mostró afán de poseer más de lo que le cupo en herencia. Verdad es que sin la carga de su hermano hubiera tenido con ello hasta de sobra, porque era parco y poco escogido en la comida, aborrecía el vino, y con decir que se calzaba y se vestía en Coteruco, dicho queda cómo se vestía y cómo se calzaba. En cambio era un fumador terrible en toda la extensión de la palabra, pues fumaba de lo pasiego en pipa de barro, y no se quitaba la pipa de la boca en todo el santo día de Dios; es decir, que tumbaba al hombre de más bríos, que sin precaución se le acercara. Había aprendido a leer y a escribir regularmente en la escuela del pueblo, y desde entonces sólo usaba lo primero para repasar el catecismo y recrearse en el Quijote, que sabía de memoria, y lo segundo para ajustar las cuentas a sus renteros.

Era alto, robusto, de hermoso y varonil semblante, bien encajado entre una espesa barba y una recia y tupida cabellera, de ordinario rapada. Había en toda su persona, no obstante el desaliño con que la ataviaba y la rudeza de su trato, cierta noble marcialidad que, el decir de sus convecinos, revelaba la madera de la casta. Jamás salió del valle nativo; y en él fue siempre su principal distracción subir a Carrascosa y sentarse a horcajadas en un escueto peñasco que avanza tres varas sobre el río, y estarse así las horas muertas fumando su pipa y contemplándole deslizarse a cuarenta pies bajo los suyos, o arrojando astillitas al torrente para ver cómo el agua las sorbía en un punto y las escupía más abajo. Sin duda por lo que el hidalgo le montaba, era conocido aquel peñasco, y aún lo es, en Coteruco, con el nombre de Potro de don Lope. Gustaba también de hacer largas excursiones por los montes circunvecinos, acompañado únicamente de su pipa y de un garrote; y era preciso que nevara mucho y que las huellas del oso se vieran en las cañadas más próximas, para que él se animara a llevar la escopeta. Para hallarle en casa, fuera de las horas de comer y de dormir, había de llover a cántaros; y en tales casos era ocioso preguntar por él, porque no soltaba el Quijote de las manos. Decíase que era muy caritativo; pero no se le podía probar bien esta virtud, supuesto que, llevado de la aspereza de su carácter, echaba las limosnas por debajo de la puerta del necesitado, y ¡ay del que fuera a darle las gracias creyéndole autor del beneficio!

En una ocasión se cayó un muchacho al río, y dando tumbos agua abajo, al llegar medio aturdido y pidiendo socorro al ancho y profundo remanso de Carrascosa, antojósele que el Potro de don Lope se lanzaba al abismo y se precipitaba sobre él. Algo, no obstante, pesado y voluminoso, se desgajó de lo alto y cayó a su lado; pero lejos de aniquilarle, después de sumergirse y volver a flotar, resoplando, cargóle en sus espaldas y le sacó a la orilla. Jurara el muchacho, en su angustioso aturdimiento, que quien le había librado de la muerte era don Lope en cuerpo y alma, y así se lo dijo después a su madre. Fue ésta en el acto, llorando gratitud, a ver al solariego; y aunque le halló con las ropas mojadas aún y sangrando por una descalabradura, tal negó don Lope el supuesto, tan de veras aseguró que no se le daba una higa porque se ahogaran todos los muchachos de Coteruco, tanto se enfureció con la insistencia de la agradecida madre, y con tales visos de cumplirlo la amenazó con romperle una costilla si no le dejaba en paz ir a mudarse la camisa, que la buena mujer se largó pensando que el miedo había hecho ver visiones a su hijo.

Llevábanse los dos hermanos, don Lope y don Pelayo, como el gato y el perro; y si los muebles y la vasija no andaban en casa por el aire hechos añicos muy a menudo, consistía en que don Lope se hacía el sordo a los incesantes atrevimientos de don Pelayo... Y hay que advertir, para tener una idea de los sufrimientos del mayorazgo, que al paso que éste era autoritario y creyente, al segundón, efecto acaso de su desairada posición en la familia, le daba por demagogo y por impío desenfrenado. Sostenía el tal, que el único modo de vivir en paz en el mundo era hacer y pensar cada uno lo que mejor le pareciese; teoría muy aceptable y seductora, si no chocara a cada instante con el distinto parecer de los demás. Esto contestaba don Lope, tragando a regañadientes, y en bien de la paz, las imposiciones y las herejías de su hermano; pero la rudeza de su carácter llegó a protestar contra tantas y tan repetidas debilidades, y le obligó, por huir del extremo a que le arrastraban sus ímpetus, a cortar toda comunicación con don Pelayo. Desde entonces vivieron como dos lobos: en una misma caverna, pero en distinto agujero.

Corriendo así los años, don Pelayo supo que allende el valle suspiraba una huérfana, algo contrahecha, pero de buena legítima, tras de los hierros de la cárcel en que la guardaba un tutor asaz codicioso de la administración de sus bienes. Rompiendo por todo el menesteroso y atrevido segundón, presentóse al carcelero; hízose ver y oír de la cautiva; mostróle con su atavío, de propio intento relumbrón y ostentoso, toda la retahíla de su linaje; y como la pretendida estuviera resuelta a aceptar al mismo Pateta, a trueque de salir de aquellas tenebrosas doncelleces por la virtud de un marido, le recibió por tal, y acallaron las protestas del tutor con amenazas de otros arbitrios que la ley tiene de reserva para casos semejantes,

Ello fue que se formalizó el casamiento y que don Lope se halló un día con dos huéspedes a la mesa, en la cual comía solo y muy complacido tiempo hacía: su hermano y su flamante cuñada.

—Me he casado —le dijo don Pelayo, —y vengo a vivir aquí con mi mujer, que es esta señora. Ya sabes mi teoría: cada cual haga lo que mejor le parezca. Esto es lo que mejor me ha parecido, y esto hago. Tú seguirás dándome la comida; y como ella trae la cena y el desayuno, y para lecho nos basta el mío, en nada se altera el presupuesto, ni en cosa alguna te perjudico.

Sin preguntarle don Lope dónde ni para qué había tomado mujer, dio orden a su cocinera de que no aumentase el ollón cotidiano ni siquiera en una alubia, y continuó haciendo su vida acostumbrada.

La recién casada, Brígida de nombre, era fea como un pecado mortal, perversamente educada, plebeya por todos cuatro costados y tullida del derecho. Aceptó a don Pelayo para ser libre y gozar del mundo; y como don Pelayo, en cuanto entró en posesión de sus bienes, no se curó de otra cosa que de vivir a expensas de ellos, Brígida cayó en la cuenta de que, saliendo de su tutor, ni siquiera había ganado en cárcel, pues la que tenía en Coteruco era harto más vieja y más triste que la de su pueblo. Y así se armaba cada pelotera entre los cónyuges, que temblaba la casa.

La cual, a todo esto, y sin un reparo desde muy atrás, aun antes de pasar al dominio de don Lope, iba abriendo a la luz de los nuevos tiempos una gotera cada día y una rendija cada semana, sin que se cuidara nadie de cubrirlas ni de rellenarlas: don Lope, porque, siendo suyo el edificio, carecía de sobrantes para superfluos; don Pelayo, porque decía que quien se había zampado las pechugas del mayorazgo, obligado estaba a roer sus muchos huesos. Así llegó a verse la casona de los Robledal de los Infantes de la Barca, Ceballucos y la Portillera, con sus tillos de viejo castaño roídos a medias, y a medias descoyuntados al esfuerzo del roble de las vigas que se retorcía siempre como estómago con hambre; con sus recios paredones tiznados por el polvo de los tiempos y agrietados por las flaquezas de la vejez; con sus muebles tradicionales pasando uno a uno, y derrengados, a los vacíos desvanes, donde las ratas y las goteras iban acabando con ellos; así llegó a verse, en fin, aquella fortaleza, vencida por el invierno, que se complacía después en introducir por el asendereado ventanaje todas las iras de su inclemencia.

Pasaron dos años, y Brígida dió a luz una niña que no trajo un pan debajo del brazo, ni ramo de olivo en la mano; antes obligó a su madre, a quien la naturaleza había negado la necesaria robustez para sustentarla, a nutrirse de más caros y escogidos alimentos; con lo cual, y las noches pasadas en vela por los lloros incesantes de la recién nacida, don Pelayo se desesperaba, y don Lope gruñía, y la infeliz madre se acongojaba, y en la casona no se lograba momento de paz ni de sosiego. A puro azote e improperio, aprendió la niña a dar los primeros pasos y a balbucir algunas palabras; y cuando supo andar, el más insignificante estropicio le costaba largas encerronas en el desván, y la menor desobediencia, un sopapo de su padre; hasta que, al cumplir siete años, la envió éste, más por vanidad de estirpe que por el bien de su hija, a un rudimentario colegio de la villa.

Un año después tuvo el desavenido matrimonio un hijo, en cuya naturaleza parecían reflejarse los desabrimientos de sus padres y la lobreguez del albergue en que vino al mundo: tal era de encanijado, llorón y desagradecido al insulso néctar que chupaba del esquilmado pecho de su madre. Quiso ésta robustecer aquel vástago sin jugos dándole todos los suyos, y el generoso esfuerzo le costó la vida.

Quedó el niño al cuidado de su padre, o más bien, al de una zagaleja que le prestó un vecino por un pedazo de pan; y descalabrándose aquí, rodando allá por el polvo, y balbuciendo ternos y maldiciones, asido del rabo del mastín en el portal, o revolcándose en las ortigas de la huerta, arribó la criatura a los cinco años, época en que su hermana volvió a casa y don Pelayo se murió, no sé si de una tisis galopante, como dijo el médico, o de la crónica perversidad de su carácter, nombrando a don Lope tutor y curador de los huérfanos.

Aceptó el solariego el cargo como una nueva desventura, y para aliviarla en lo posible, encareció a su sobrina el deber en que estaba de atender al cuidado de su hermano. ¡A buen apoyo se arrimaba!

Osmunda (así se llamaba la sobrina de don Lope), a los trece años, era el fruto roñoso de aquel semillero de odios, de injurias, de castigos, de recelos y de tinieblas en que había empezado a vivir; vicio corrosivo contra el que nada pueden más tarde los esfuerzos del cultivo en más soleado terreno, porque la roña va en el jugo de la planta.

Cuando trasmontó los cerros de su pueblo y entró en el colegio donde veía niñas alegres y madres que de vez en cuando las visitaban para besarlas, y padres que se regocijaban en ellas; cuando supo que en los usos ordinarios del mundo no se imponían a los niños castigos bárbaros por faltas propias de la edad; que no se acallaba un lloro con una bofetada, ni se curaba el miedo que infunde a un inocente un cuarto obscuro, encerrándole en él por toda una noche; cuando se penetró, en suma, de que el cariño tiene sus manifestaciones propias e inequívocas, y que jamás son éstas la cara hosca, la mano airada o la palabra seca y punzante, sintió su corazón oprimido, y algo como vergüenza de decir quién era su familia y en qué rincón de la tierra se guarecía; envidió la suerte de aquellas compañeras que gozaban una dicha que jamás ella había conocido, ni conocería ya, y notó que su espíritu se embravecía delante del bien ajeno. Así vivió en el colegio desvelándose en el trabajo, no por deseo de instruirse, sino por saber más que sus compañeras, que la temían y no la amaban; y así volvió a Coteruco.

Al entrar en casa, parecióle ésta más grande, más vieja, más vacía que nunca; pintáronsele en la memoria las escenas borrascosas representadas a cada hora bajo aquellos seculares techos; viose hasta sin el débil apoyo de su madre, tal vez víctima de los genios bravíos de los dos hermanos, más que de su amor al enfermizo fruto de sus entrañas, y odió a su padre, y a su tío, y hasta al encanijado niño. La muerte de don Pelayo, ocurrida poco después, arrepentido y mártir, movió un poco su corazón hacia la buena senda; la necesidad hizo luego otro tanto, y así logró don Lope que su sobrina no abandonara por completo a su hermano, Lucas de nombre.

Más tarde, cuando éste supo hablar y correr, el deseo de correr y de hablar con alguien la indujo a aliarse estrechamente al rapaz, que, como todo bicho humano de ruin naturaleza, era precoz en marrullas y picardías. Siempre estaba dispuesto a difamar al prójimo y a descalabrarle de un panojazo desde la ventana, y Osmunda muy complacida en ayudarle a lo primero y en aplaudirle lo segundo.

Llevóle su tío a puntapiés a la escuela para que le domaran, y en ella se hizo inseparable amigo de otro chico de su edad, de nombre Gildo, con el cual, andando los meses, consumó las más altas empresas que en el pueblo se conocieron en el arte de esquilar tapias, robar huertas y dar carrancas a los perros para impedirles ladrar. Una noche volvía Lucas muy tarde a casa, y temiendo las iras de su tío, dijo a su hermana, que le esperaba impaciente, que le echara una cuerda por la ventana. Hízolo así Osmunda, y comenzó Lucas a trepar, estribando con los pies en las rendijas del muro; pero se rompió la cuerda, y Lucas, desde muy cerca del alféizar de la ventana, dio con todo su cuerpo en tierra, y se perniquebró. Curó mal, después de tardar mucho en salir de la cama; y como la pierna se le quedó seca y encogida, desde entonces, siempre que el mal inclinado muchacho hacía alguna de las suyas, exclamaba la gente: «¡Si ese está señalado de la mano de Dios, y no puede ser bueno!».

Entre tanto, Osmunda iba haciéndose moza talluda y el círculo de sus aspiraciones ensanchándose. Sabía que no era rica; casi se atrevía a confesar, delante de su vieja cornucopia, que para hermosa le faltaba todo el camino, y no intimaba con nadie de puertas afuera; por todo lo cual creía muy difícil que llamase a las suyas galán alguno en demanda de su mano. Estas meditaciones la ponían a rabiar. Así llegó a los veinticinco.

Por entonces le entraron pujos a Lucas de «ser hombre por la ciencia y el saber», párrafo que había tomado de un folleto que trajo de la ciudad Patricio Rigüelta y regaló a su hijo «para que se instruyera en las cosas tocantes al buen sentir de las gentes de ilustración liberal». No deseaba don Lope otra cosa. Díjole cual era su legítima, a fin de que más tarde no se llamara a engaño el mozuelo; púsole, a cuenta de ella, en un colegio de la ciudad, a estudiar filosofía, con la condición de que no volviera a casa hasta que fuera bachiller; y así se cumplió.

Al hallarse Osmunda sin su hermano, creyó ver cerrada la última ventana de su prisión, y acabó de darse a Barrabás.

Al mismo tiempo que Lucas salía del pueblo, entraba en él Magdalena, rebosando en juventud y alegría, adorada de su padre y bendecida de las gentes. Osmunda, por el contrario, era marchita y huraña, mal vista de propios y olvidada de extraños; la hija de don Román era rica, y vivía en una casa firme, cómoda, limpia y blanqueada, y tenía, para recreo, un piano en la sala y muchas flores en el jardín; la hija de don Pelayo era casi pobre, vivía sobre carcomidos tableros, entre cuatro paredes sucias y agrietadas, y por toda distracción, tenía la hiel de soledades y el despego de don Lope. El efecto inmediato de estos contrastes que a cada instante saltaban a los ojos de Osmunda, fue su odio a la inocente Magdalena.

Terminada la filosofía, trasladóse Lucas a Madrid e ingresó en la Universidad. Los instintos de rebeldía, que él llamaba independencia, iniciados en Coteruco, le dieron ya carácter en el colegio; hízose allí afectado pensador, y entró en Madrid hecho un pedante. No se le caían en la boca la patria esclava y la razón con cadenas. Utilizó los desenfrenos de su padre para afirmar que él era hijo de un mártir de sus ideas libres y regeneradoras y anatematizó en don Lope al esclavo de todas las preocupaciones de derecho divino, y al tirano de su familia.

De los innúmeros disgustos que dio a su tío en todo este tiempo y el pasado en la ciudad, y del dinero que despilfarró, no hay para qué hablar. Sólo diré que al segundo año de Universidad, vivía a expensas de su hermana y de don Lope.

Dos viajes había hecho a Coteruco durante su residencia en Madrid, a pasar las vacaciones de verano; y el tercero hacía, fuera de toda sazón, cuando le hemos visto llegar. La causa la conoce el lector a medias. La verdad es que en aquellos días de sobresaltos y de tirantez, al reunirse con otros camaradas en el café, hablaron más de lo conveniente sobre determinadas cosas y señaladas personas, que a la sazón eran género de contrabando a los oídos de la policía; que a ésta no le pareció bien que la misma algarada se repitiera tres veces por los mismos sujetos en la propia mesa del mismo café, y que no creyéndolos pájaros de bastante cuenta para enviarlos a Filipinas, a Fernando Póo... o a presidio, los encaminó a sus respectivos hogares, sometidos a la vigilancia de la autoridad.

Y ahora que sabemos quién es el tal Lucas, y quiénes las personas que habitan el caserón solariego, entremos en él detrás del recién llegado.

Pocas horas antes había sabido don Lope por el alcalde, la cual autoridad acababa de recibir un oficio en que así se le prevenía, que Lucas volvía a su pueblo bajo partida de registro, como quien dice. La noticia, como se deja comprender fácilmente, puso al solariego fuera de quicio. Desahogó sus primeros furores con Osmunda, y defendió ésta a su hermano, no contra su tío, sino contra la canalla que de tal modo procedía con un personaje de la importancia de Lucas, hasta que la ingénita sequedad de don Lope puso fin al altercado.

Media hora llevaba el infanzón de pasear, como pantera en jaula, a lo largo del tétrico corredor, echando a su pipa carga tras de carga, y al mismo tiempo Osmunda, sentada en un viejo sillón junto a la ventana contemplando la ruda del huerto con su gesto habitual de displicencia, cuando se presentó Lucas a la puerta de la escalera. Conocióle su tío en el modo de pisar, volvióse rápido hacia él, y preguntóle con la cara y la voz preñadas de tempestades:

—¿A dónde vas, mentecato?

—Ya usted lo ve, —respondió el otro con la mayor frescura.

—¿De dónde vienes?

—De Madrid.

—¿Por qué a estas horas?

—Porque a los tiranos les ofende la luz, y donde ven un rayo de ella la ahogan, temerosos de un incendio.

—¡Eso no es responder a mi pregunta!

—Eso es traducir al lenguaje de la verdad el hecho infame de haberme enviado esos verdugos al destierro, so pretexto de que conspiraba.

—¡Pues esos verdugos no han cumplido con su deber!...

—No se apure usted, tío, que emplazados los dejo... Y el día se acerca.

—¡Porque esos verdugos debieron ahorcarte!

—¡Tío!...

—¡Sí! porque tú no has cumplido como bueno abandonando el estudio para meterte en lo que no te importa, ni comprendes, ni lícitamente puedes hacer.

—¡Señor don Lope!

—Porque esas aventuras insensatas han de hacer inútiles nuestros sacrificios, y de costarnos el mísero mendrugo que nos queda para vivir, y la vergüenza de verte algún día ¿qué digo?... de verte ya perseguido, como los malhechores, por la Guardia civil.

—¡La Guardia civil es la palma gloriosa de los mártires de la idea!

Miró don Lope a su sobrino, como si le entraran ganas de darle un puntapié; contuvo la intención a duras penas, y le volvió la espalda, yendo a buscar el consuelo de su pipa al opuesto extremo de la casa,

Lucas, en tanto, se acercó a su hermana y pasó con ella largo rato en animada conversación.

Osmunda tenía entonces treinta y tres años; Lucas veinticinco, y don Lope pasaba de los sesenta: llamaban a éste en Coteruco, el Hidalgo de la Casona; a su sobrino, el Estudiante de la Casona; a Osmunda, la de la Casona, y a los tres juntos, los de la Casona.

V. Los propósitos del estudiante

Dos días después, es decir, el siguiente al en que comienza nuestro relato, departían en la celda desabrigada de Lucas, éste y su amigote Gildo Rigüelta con su mejor ropa y muy afeitado, porque le gustaba rozarse con los señores de copete, y no le desagradaba verse contemplado por Osmunda, que, al cabo, era dama de lustre, y dejar en ella un buen recuerdo de su interesante «personal». Remilgábase en la silla que ocupaba, chupando a ratos un puro de grandes apariencias, pero de perversa calidad, que sostenía entre dos dedos muy estirados de la diestra, y a ratos manoseándose el atusado cabello partido en dos pabellones desiguales que iban a concluir en un rizo aplastado sobre cada sien.

—Tal es, amigo, la situación de las cosas —dijo Lucas cuando hubo hablado largo rato con el Letradillo. —La cuerda no puede estar más tirante, y, por lo mismo, tiene que romperse por donde conviene a los hombres de nuestras ideas: con ella se hundirá todo lo existente. Cuando llegue ese momento supremo, debemos estar prevenidos.

—Es de razón, —respondió Gildo después de enviar con su boca una columna de humo hacia el techo.

—Supongo —continuó Lucas, —que este pueblo seguir como estaba.

—Pura verdá.

—Un rebaño de bestias fanatizadas por el cura y explotadas por la tiránica filantropía del hipócrita don Román.

—Pshe... poco más o menos.

—Pues es indispensable abrir los ojos a estos desgraciados.

—¿Para qué?

—Para que vean la luz de las nuevas ideas.

—Pero, Lucas, ¿qué demonios tiene que ver esta gente con?...

—El sol que en breve aparecerá sobre los horizontes de la patria, ha de alumbrar hasta los más humildes y apartados rincones.

—Paréceme a mí, Lucas, que eso debe depender del sol, y no de nosotros.

—Si hay estorbo delante de un objeto, inútil es que los rayos del sol alcancen hasta él: no verá su luz, no sentirá su calor.

—Verdá es eso.

—A nosotros nos toca quitar esos estorbos, si los hay y los vemos. Los hay aquí: luego debernos separarlos.

—Y ¿cuáles son?

—La ignorancia..., el fanatismo.

—Bueno. Y ¿qué es lo que quitan?

—La prosperidad.

—Hombre... ¿qué te diré yo?... La verdá es que este pueblo, séase por lo que sea...

—Justo: me dirás que Coteruco tiene los desvanes abarrotados de panojas, los pajares henchidos de yerba, las cuadras llenas de hermoso ganado, las tinas mediadas de tocino, las callejas bien empedradas, los regatos encauzados, la mies hecha un jardín, la taberna en quiebra y la iglesia como una tacita de plata... ¿No es eso?

—Cabal.

—No lo niego...

—Pues por eso creía yo que, para pueblo de labradores, no había más que pedir.

—¡Labradores!... ¿Y quién te ha dicho a ti que los hay ya?... La nueva civilización no reconoce clases, oficios ni profesiones: para ella no hay más que ciudadanos con la obligación de ilustrarse para entrar en el concierto de los pueblos libres.

—Y ¿qué es eso, si se puede saber?

—Eso es la conquista de los derechos individuales, imprescriptibles, inalienables, anteriores y superiores a toda legislación.

—Tampoco lo entiendo, Lucas; y perdona.

—Dime, pobre ignorante, ¿qué hace el próspero Coteruco, sino dar sus economías al erario y sus hijos al ejército?

—Poco más que nada.

—Y en cambio de esos sacrificios, ¿qué intervención tiene en la administración de los caudales del Estado? ¿Qué iniciativa es la suya en los arduos problemas de la política nacional?

—Verdá es que no tiene nada de eso.

—Pues hay que conquistar para Coteruco esa intervención y esa iniciativa.

—Y ¿cómo se conquistan?

—Haciendo, por de pronto, que se bajen los adarves y se alcen los muladares.

—¿Aónde están esas cosas?

—Estas cosas son una figura retórica.

—Vamos, quiere decir que todo ello no pasa de una figuración.

—Todo ello quiere decir que es preciso elevar lo que está caído y abatir lo que está en alto; más claro, hay que romper el doble yugo del confesionario y del feudalismo, que pesa hoy sobre estos labriegos, y dar otra dirección a sus aspiraciones... en una palabra, tenemos que desbaratar el absurdo prestigio del cura y de don Román, y sustituirle con el nuestro.

—Como quien dice, hacerles cambiar de yugo.

—Eso no, porque con nosotros serán libres; y cuando lo sean, los ilustraremos para que lleguen a erigirse, no en miserables labriegos de Coteruco, sino en ciudadanos activos de la patria.

—Y pregunto yo, Lucas, y perdona: cuando todo esto sean, ¿tendrán mejor camisa?

—Tendrán, desde luego, la conciencia de su valer y la dignidad de sus derechos. Me parece que bien vale esto una camisa, y aun el mejor de los capotes.

—Sobre todo si no arrecia mucho el frío.

—Juzgábate menos incrédulo, Gildo.

—¿No ves, Lucas, que hasta ahora no hemos tratado en serio de esas cosas, aunque muchas veces te oí hablar de ellas, pero al aire y por decir?

—Yo pensé que te agradaban.

—¡Y vaya si me agradan hoy!... Y hasta las pondero en muchas partes. Sólo que, por lo mismo que son ya de mis ideas, quiero acabar de entenderlas... Y hacerte estos presentes al auto de responder con tus respuestas a los que tampoco me entiendan a mí.

—Paréceme cuerdo tu propósito y te le aplaudo.

—Pues sigo, y perdona. ¿Qué mil demonches puede valer todo lo que se haga en Coteruco para el fin de una obra tan grande como la que me has especificado endenantes?

—De muchos granos de trigo se compone una cosecha, Gildo. Además, este pueblo tiene, para el caso, más importancia de la que tú te figuras. Lo que en él se haga, puede influir... influirá seguramente, en los restantes del valle, porque Coteruco es el más afamado y rico de todos ellos. De este modo, el día, no lejano, en que triunfe la santa causa, al clavar yo la bandera de la libertad en el campanario de Coteruco, recibirá la gran revolución el saludo de toda la comarca. Me parece que esto es algo.

—¡Por Dios que las bordas bien... y hasta te voy entendiendo!

—Y los beneficios de la nueva era se dejarán sentir en estas soledades, lo mismo que en los centros populosos, y cada cual llevará su merecido... ¿lo entiendes?

—¡Vaya si lo entiendo!

—Que se haga esto en toda España, y la redención será completa. Cumpla cada uno con su deber, como yo cumplo con el mío aquí donde el destino me ha colocado, y la tiranía no existirá más en el viejo solar de la inquisición y de los frailes.

—¡Bien, Lucas! ¡Carafles lo que tú sabes!... Pero, dime, ¿Cómo empezamos esa obra? ¿Qué tengo yo que hacer en ella?

—De los trabajos en grande escala, te enteraré en su día. Por de pronto, puedes entretenerte, si quieres, en ciertos accesorios menudos que siempre sirven para despejar el camino...

—Pero ¿cuáles son esas menudencias? Yo quisiera que tú me las retaporcionaras bien, al auto de no caer en equívoco de peligro para el caso.

—Pues, hombre, puedes dedicarte desde luego a propagar ciertos dichos. Siempre que te halles en la taberna, en el corro en el portal de la iglesia... en fin, donde quiera que haya gente que te escuche, puedes decir... por ejemplo, que el cura tiene moza; que se emborracha en casa...

—Pero, Lucas, ¡eso es una impostura!...

—Pues por lo mismo hay que decirlo, si hemos de desacreditarle... Puedes añadir que don Román es un usurero y un hipócrita, y que su hija tiene deslices graves...

—¡Lucas!...

—Que el Gobierno que los protege y ampara, es una cuadrilla de ladrones que irán al palo dentro de unos días, con todo lo que está por encima del Gobierno y es peor que el Gobierno y que el mismo Lucifer...

—Yo no digo eso, Lucas, —exclamó el Letradillo, no disimulando la repugnancia que le causaba el cinismo de su amigo.

—Pues así se hacen esas cosas, caballero Gildo —repuso Lucas con su vocecilla atiplada, envuelta en una sonrisa desdeñosa—; y cuando no hay pecho para acometerlas, se queda uno en su tranquilo rincón, y se renuncia a la gloria de contribuir al triunfo de las grandes ideas... y hasta al provecho de la victoria.

—Pero, hombre —manifestó Gildo un tanto sosegado, tal vez por lo de la gloria más que por lo del provecho prometidos por el derrengado apóstol, —¡eso de decir cosas tan gordas de personas tan honradas!...

—Todos los medios son buenos cuando el fin es santo, Gildo; y si retrocedes por esa miseria, no eres hombre.

—¡Por vida de todos los carafles, Lucas, que la cosa tiene que pensar!... Hombre soy como el que más; pero te aseguro que eso de levantar falsos testimonios...

—No son tan falsos como a ti se te figura; pero, aunque lo fueran, eso es el alta del oficio: con que, o déjale, o desempéñale con valor como yo le voy a desempeñar en lo más grave.

—Mírate mucho, Lucas, que estás debajo de la Justicia.

—Ya sabremos atar las manos a esa señora.

—No te fíes mucho.

—Eres un gallina, Gildo.

—No temo a ningún hombre, Lucas.

—Pues a la vista está.

—No tiene que ver lo uno con lo otro, bien lo sabes tú. Déjame siquiera pensar el caso.

—Nunca te lo prohibí, Gildo; pero no olvides el fin cuando te asusten los medios... Entre tanto, respóndeme a unas cuantas preguntas que necesito hacerte.

—Ya te escucho.

—¿Qué es de don Gonzalo?

—Por ahí anda tan campante.

—¿Qué hace?

—Desde que acabó la casa y se metió en ella, nada.

—Me parece buen sujeto.

—Algo fachendoso y retorcido.

—Pshe... tiene dinero y no mucho de Salomón.

—¿Le conoces tú bien?

—Le traté el verano pasado: él había venido al pueblo pocos meses antes.

—Y ¿qué te pareció?

—Bastante bien: es hombre del día, y con un hermoso instinto democrático. Echaba pestes del cura, y hasta de los que iban a misa; llamaba guajiros a estos labriegos, y en todo pensaba como yo.

—Vamos, eso ya es algo... Pues ahora va a misa todos los domingos.

—Donde estuvieres, haz lo que vieres.

—Y la oye en el altar mayor, ¡y bien que se retuerce para que relumbre la cadena del reló, y manotea para lucir los guantes amarillos!

—¿Qué tal se lleva con don Román?

—Las puras mieles se hace cuando le ve, ¡y bien majo que se pone para ir a visitarle!

—¿También le visita?

—Ahora no tanto como antes; pero le visita, y hasta se corre si se casa con Magdalena.

—¡Canastos! Pero será decir por decir...

—No sé lo que habrá de cierto; pero tocante a las visitas, no son más que pura cortesía, porque aquí, en confianza, te diré que mi padre, que es muy amigo suyo, te ha oído las mil indinidades sobre don Román, y, en mi concepto, no le puede ver.

—¿Luego sabe disimular y fingir?

—Como lo de la misa.

—Y a Magdalena ¿tampoco la puede ver?

—Sospecho que esa le gusta mucho, y que por ella hace todo lo demás.

—¿Por qué detesta entonces a su padre?

—A mi modo de ver, por la sombra que le hace en el pueblo.

—Y la gente ¿cómo le considera?

—A decir verdá, muy poca cosa... Y eso es lo que a él le quema; sólo que disimula.

—¡Vamos!... Y con mi tío ¿cómo se lleva? —Ni bien ni mal: ya sabes lo que es don Lope.

—Sí, muy cerril.

—Aquí dio en entrar muy a menudo.

—Lo observé, en efecto, el año pasado. ¿Continuó entrando después que yo me fuí?

—Algo menos. También se dijo entonces si se casaba o no se casaba con tu hermana.

—¡Qué afán de casarse, hombre! Se conoce que tiene dinero.

—Ahí verás tú.

—Me parece que hemos de entendernos.

—¿En qué?

—En todo lo que sea necesario. Por ahora conténtate, Gildo, con lo que sabes, haz lo que te encargué, y punto en boca; que secreto de muchos... lo que sigue, y no olvides que, en estos tiempos, los deslices de lengua se pagan muy caros.

—Pues no lo eches tú en saco roto, Lucas, que más te va en ello que a mí.

—Pierde cuidado, Gildo, que soy viejo en el arte.

—¿Mandas otra cosa?

—Por ahora no.

—Entonces te dejo, que tengo que hacer.

Y mientras esto decía Gildo, puesto ya de pie, estirábase el chaleco y sacudía las piernas y miraba hacia el pasadizo, por si andaba Osmunda por él, con ánimo de hacerla una despedida «con señorío»; y como a nadie vio en aquella penumbra, tendió la diestra al cojo, estrechósela éste con la suya, dándose al propio tiempo aires de importancia suma, y salió Gildo de la casona.

VI. Don Gonzalo

Vivía en Coteruco, muchos años ha, un hombre a quien llamaban en el pueblo Antón Bragas, porque nunca tuvo las suyas nuevas ni a medida, y siempre pecaban de anchas. Lo de anchas, consistía en que Antón era pequeñito y flaco, y cuantos calzones recibía de limosna le venían grandes; y lo de no ser nuevas, dicho queda el por qué con haber dicho que se las daban de limosna.

Además de pobre, era Bragas un perdido en toda la extensión de la palabra, porque era un borracho contumaz, vicio que después de consumirle la escasa hacienda que poseyó, acabó por dejarle sin camisa y sin vergüenza.

Y aquí debo advertir que los calzones de limosna no se le daban por compasión que inspirara el desnudo a sus convecinos, sino porque Bragas los había amenazado (y cumplió la amenaza más de tres veces) con andar en cueros vivos a la intemperie, si ellos no se encargaban de vestirle.

Dejáronle también sus acreedores, por compasión a dos hijos que tenía —una muchacha y un muchacho—, la casuca que les servía de albergue y había traído al matrimonio, con algunas tierras más en la mies contigua, la que fue esposa de Bragas y madre de aquellas criaturas; infeliz mujer a quien mataron las pesadumbres... Y tal cual paliza del perdulario que se las causaba.

Ya Bragas había llegado con sus vicios al grado sumo en que se cogen las chispas solamente con acordarse del vino, y para maldita de Dios la cosa necesitaba la casuca de limosna, pues nada había en ella que vender ni que comer, y las monas las dormía allí donde el sueño le derribaba, unas veces en el goterial de la taberna, otras en el foso de un vallado, y a menudo sobre los morrillos de la calleja, cuando su hijo, el chicuelo Colás, dijo a su hermana —que tenía dos años más que él—: «De padre, sólo podemos esperar hambre, palizas y miseria; su mala fama ha de perseguirnos en el pueblo, y nadie en él ha de abrirnos las puertas con buena voluntad; estamos viviendo como de milagro, y esto no puede durar; hay que tomar un partido, y muy pronto. Creo que tú debes irte por los pueblos del valle en busca de un amo a quien servir, mientras yo me voy por el mundo, que es más grande. Alguna vez nos encontraremos... Y si no, hasta el día del Juicio por la tarde, que a esa hora, de fijo, hemos de hallarnos».

Parecióle cuerdo el consejo a la muchacha, y tomóle al otro día, muy de madrugada, al pie de la letra. En cuanto al consejero, traspuso el alto de Carrascosa; y anda, anda, llegó a la villa.

Al ver a un rapaz de aquel pelaje, que no pedía limosna, sino la manera de ganar un pedazo de pan, nadie se le negó; y así acalló el hambre los primeros días. Ofreciósele colocación en una taberna; pero se acordó de los desastres que había traído sobre su familia el vicio de su padre, y miró con espanto aquel empleo.

En una fragua se necesitaba un muchacho para tirar del fuelle, y Colás aceptó el cargo de muy buena gana. A los seis meses de estar desempeñándole, supo, por un vecino de Coteruco, que Antón Bragas había amanecido muerto en una calleja, y que su hermana había hallado en Solapeña una casa buena en que servir. Lloró Colás la muerte desastrosa de su padre, aunque considerándola como lógico y merecido término de su vida desastrada, y se alegró de la buena fortuna de su hermana; y cual si después de estos dos sucesos nada le quedara que hacer, a la vista, como quien dice, de su pueblo, trasladóse a la ciudad en busca de más anchos y luminosos horizontes.

Dos años permaneció en ella tanteando oficios que abandonaba al mes por poco lucrativos, y eso que le producían lo necesario para comer y vestirse, amén de albergue, aunque no muy lucido. Pero es de saberse que el joven Colás era muy dado a la ostentación de su persona, y que desde que la vio sin los pingajos que, a medias, la envolvían en su pueblo, todo le parecía poco para pavonearse con ello los domingos. Y aún iban mucho más allá sus aspiraciones. Desde que entró en la villa, y vio sus calles empedradas, y sus tiendas aparatosas, y tantos señores de levita, y por aquí uno en carruaje, y otro por allá rigiendo engalanado bruto, y damas de rosado cutis que arrastraban faldas de vaporoso telas, miró con asco los remiendos de su ropaje, y tuvo por afrenta el cisco que te tiznaba las manos y la cara. Entróle una comezón extraña en el espíritu, como si una voz interna le gritara «¡ánimo y a ello!» y así salió de la villa. Pero la comezón se le exacerbó furiosamente en la ciudad, cuando vio reproducidos en ella, y en mayores proporciones, los atractivos que en la villa le fascinaron. La voz interna le habló claro entonces, y Colás comprendió que aspiraba a ser un gran señor y que necesitaba hacerse rico para conseguirlo; pero a la vez se persuadió de que a tales alturas no se llega trabajando en un taller, por caro que el oficio se pague. De aquí su desaliento, sus impaciencias y sus veleidades en el trabajo. Aguijoneado, a la vez que por su inconsciente ambición, por las facilidades que en aquel puerto se le ofrecían para realizarlo, asaltóle la idea de irse a América, donde la plata, en su concepto, se rastrillaba en las calles. Hecho el propósito, ahorró lo necesario para el pasaje; y sin otro equipo que el que llevaba encima y dos viejas camisas de repuesto, se embarcó para el otro mundo.

Ni en qué parte de él se estableció, ni los pormenores de la lucha heroica que sostuvo para fijar la rueda de la fortuna, son aquí del caso. Sólo diré, en honra del hijo del difunto Bragas, que en veinte años no le dio el sol más que los domingos, ni trató más gente que la que llegaba a su zaquizamí para dejar el óbolo sobre el sucio mostrador, en cambio de la grosera mercancía que iba buscando; que ni por un momento le marchitó tan larga esclavitud las rosas de su imaginación montañesa, ni mella hizo en su espíritu, templado en Coteruco al fuego de las iras del borracho Antón y al frío de todas las desnudeces y amarguras de la miseria; antes al contrario, esponjóse en aquel tugurio sombrío que hubiera sido la tumba de otro mortal de más holgada procedencia que Colás, porque el tugurio era lo primero que éste poseía, y lo poseía en indisputable propiedad; y era propiedad de pingües rendimientos para quien, como él, nada apetecía sino dinero, ni sabía lo que eran necesidades del espíritu.

De aquella civilización entre la cual vivió tantos años, no vio más que la que pasaba a ratos por delante de su puerta, muy de prisa, y la que creyó adquirir en la lectura de media docena de novelas patibularias y otras tantas del género racionalista cursi, que siempre ha estado muy en boga entre la gente de mandil y de trastienda. Fuera de esto y del completo olvido hasta las sencillas prácticas cristianas que le enseñó su madre y repetía en la escuela de Coteruco cuando asistía a ella, era el mismo Colás de veinte años antes, no obstante los cuarenta cumplidos que sumaba al dar por terminadas sus tareas; en el cual momento, y para colmo de su dicha, al mirarse al espejo después de lavarse las costras del oficio, juzgóse hermoso y sobremanera distinguido. En suma: de Colás podía decirse que había encontrado, al despertarse en América, lo que soñó dormido al embarcarse en Europa con aquel rumbo. Ni más ni menos.

Así, pues, ni por un instante le tentó el deseo de acrecentar su caudal arriesgándole en nuevos y más complicados negocios. Nada quería por ese camino, ni en aquellas tierras ni entre aquellas gentes para él extrañas e incomprensibles. Colás, pues, no sentía la codicia de mayores caudales: sólo aspiraba a realizar sus ilusiones con el que poseía; no era ambicioso; era vano y presumido; no apetecía el potente, pero complicado, influjo de los grandes capitalistas en los ruidosos centros mercantiles, sino el relumbrón ostentoso y directo de su persona en la tranquila región de la sociedad y de la familia; quería la consideración galante de las gentes de levita y las sombreradas y el acatamiento y hasta la admiración de la masa subalterna; quería, en una palabra, ser el primero entre los primeros; pero lo quería allí donde le habían conocido el último de los últimos.

Sus ilusiones se habían forjado en otra región de la cual partió para adquirir los medios de realizarlas, y estos medios los tenía ya en la mano. Para penetrar mejor sus intenciones, leamos sus pensamientos en el supremo instante de hacer el último recuento de su caudal.

—Llegó mi hora, y hay que aprovecharla. Por de pronto, a Europa por los Estados Unidos, a cepillar un tanto la persona y a tomar los aires día y la substancia del saber de los tiempos. Con esto, y lo que aprendido tengo en mis lecturas y lo que a un hombre se le alcanza de por sí cuando es ilustrado y ha corrido el mundo, como yo, y, sobre todo, con una renta, bien saneada, de tres mil duretes, como la mía, a Coteruco. Coteruco estará como yo le dejé, mitad en barbecho y mitad de por labrar. Unos cuantos melenos que andan en dos pies por milagro; un cura que les llenará la cabeza de cuentos; un señor que se dará humos de personaje porque tiene cuatro terrones y una casa con portalada; un infanzón con más hambre que vanidad... Y pare usted de contar. Si yo me presento allí, bien portado, con media docena de baúles de cuero inglés, y comienzo por hacer una gran casa con arcos de sillería... Pero ¿dónde viviré, entre tanto, sí hoy no la tengo digna de mí en el pueblo?... Ya lo pensaré desde la villa, donde haré una parada triunfal, si, como es seguro, no se empeñan los notables en llevarme a vivir en su compañía... Compraré muchas tierras, y tendré colonos. Desde luego me harán alcalde, pero yo no querré serlo por ahora; la gente menuda me quitará el sombrero desde media legua; los pudientes me echarán memoriales para que me acerque a ellos; y en cuanto concluya la casa, elegiré para esposa a la señorita más fina del valle. Introduciré en todo él las costumbres modernas; reformaré la manera de pensar de aquellas atrasadas gentes; quizá llegue hasta el Gobierno la noticia de mi valer y de mi importancia... Y ¿quién sabe?... marqueses hay por el mundo de tan basta madera como la mía.

Tras estos pensamientos, traducidos por Colás en el estilo que le era propio y del que luego hablaremos, envió su caudal a Europa, mientras él se daba una vueltecita por Nueva York.

Quince días estuvo en esta famosa ciudad ilustrándose a la manera de tantos otros europeos trashumantes, más avisados que él, en un lenguaje, unas costumbres públicas y una legislación de que no comprendió una jota; y en cuanto se hizo el necesario equipaje para llenar dos maletas de cuero, diose ya por empapado en la cultura norte-americana, y pasó a Inglaterra...

Pero, a todo esto, el lector no le conoce de vista todavía. Voy a presentársele en el momento en que se coloca delante del objetivo de un fotógrafo para que éste le haga medio millar de retratos «de cuerpo entero».

Vedle: de mediana talla y vestido de finísimo paño negro; sus anchos pies contorneados de juanetes, calzados con refulgente charol; rapada la barba; doblado el cuello de la camisa bajo el del escotado chaleco, con un lacito de mariposa, hecho con las deshiladas puntas de la corbata; la pechera tersa y bordada, y culebreando sobre ella y el chaleco, en varias direcciones laberínticas, una cadena de oro; muy rizadito el pelo, y descansando sobre las dos laterales escarolas de rizos, más bien que ajustado a la cabeza, un sombrero de copa alta; en la diestra mano un bastón de manati con puño de oro; la izquierda caída sobre el muslo correspondiente, oprimiendo entre los dedos un par de guantes de respeto, y ambas cubiertas de vello por el dorso. Correspondiente a la apostura y al arreo era la faz. Su rasgada boca, en señal de eterna seductora sonrisa, alzaba las comisuras de sus labios camino de las orejas; éstas grandes y algo velludas en los bordes del oído; fruncidos y garzos los ojuelos, las cejas no muy pobladas, la frente plana y angosta, la nariz encorvada y gruesa, y el cutis áspero y trigueño.

Cuando esta figura se movía, contoneándose como niña dengosa, marcaba con el bastón los pasos sin descomponer la dignidad de la marcha; y muy erguida y oscilante la cabeza, miraban sus ojos a uno y otro lado, como si buscaran corazones que hechizar con aquel flujo de sonrisa que chorreaba de sus labios.

Cuando se sentaba «en sociedad», caía en la silla con la misma gracia que andaba; y todo el secreto de su elegancia estaba en la manera de golpearse la boca con el puño del bastón, cogido éste blandamente por su mitad con sus dos manos.

El lenguaje de este hombre se adivina: era meloso y fino, como el huevo hilado: decía frido, cercanidas y cacado.

Juzgándose en Liverpool, y ya con los retratos en la maleta, a las puertas de su casa, asaltóle las mientes una idea abrumadora: ¿con qué nombre se presentaba él en la sociedad española, siquiera fuese la de Coteruco? Su padre, vulgo Antón Bragas, se llamó Antonio González; su madre— Nisia Boñigones; él tenía por nombre Nicolás; y llamarse Nicolás González a secas, valía tanto como Perico el de los Palotes, y añadir los Boñigones maternos, era tumbar de espaldas al más valiente.

Torturándose el magín para salir de este apuro, recordó que tenía dos nombres de pila, y que el segundo era Gonzalo, por el santo del día en que nació; el cual nombre le sonó bien, y parecíale, no sólo fino, sino hasta de buen solar; pero uníale luego al apellido, y ya resultaba la monotonía y hasta la vulgaridad. Lo que él necesitaba era cierta música, algo como cascabel al remate del apellido, que le diera resonancia y aun remedos de añeja estirpe. Había en el pueblo Pérez de la Llosía, y Robledal de los Infantes de la Barca, Ceballucos y la Portillera, y, entre otros sembrados por el valle, Gutiérrez de los Coteros, Coterones de la Cuérniga, López de los Acebales, y Sánchez de la Pedreguera; y algo por el estilo de estos sonoros y campanudos apéndices quería él; como si, por ejemplo, en vez de González, se llamase... de la Gonzalera... —Y ¿por qué no? —se dijo, dándose de pronto una palmada en la frente, como quien halla inesperada resolución de arduo problema, —¿no soy González? ¿dejaré de serio por estirar un poco el apellido? ¿no le encogen otros, o le ponen en abreviatura? Pues el más o el menos no quita la calidad a las cosas... Pero habrá escrupulosos que se empeñen en que yo sea hijo de mi padre, y que a todo trance me firme González después del nombre de pila, que, de por sí, ha de series sospechoso».

Y dándose así de calabazadas con estas dificultades, ocurriósele al fin llamarse de la Gonzalera, sin dejar por eso de firmarse González; con lo cual, tras de tapar la boca a los reparones, combinaba una firma de rechupete, al modo y manera de las más sopladas de los contornos de Coteruco. En cuanto a los que pudieran tacharle el remoquete final... ¿estarían ellos muy seguros de que tenían más claro el origen y la explicación los de la Pedreguera, de los Acebales, o de los Camberones con que se engreían y pavoneaban?

Acto continuo voló a encargar a un litógrafo un millar de tarjetas de variadas cartulinas, con el nombre, estampado en ellas de anchos y repicoteados caracteres de múltiples colores, de GONZALO GONZÁLEZ DE LA GONZALERA.

Con estas tarjetas, aquellos retratos, un par de baúles más, la ropa correspondiente a ellos y la cultura de este conjunto representaba (sobre la que ya tenía norte-americana), adquirida en Inglaterra mientras le retrataban, le vestían y se hacía entender por señas, o hablando muy recio su propio idioma, en tiendas y paradores, vínose a España echando pestes contra los españoles, y contra la incuria, y la ignorancia, y la cocina, y los caminos, y los sastres, y los zapateros, y... ¡hasta la literatura de los españoles! Nada hallaba a su gusto en su patria el bueno del hijo de Bragas el de Coteruco; ni siquiera un palmo de tierra digno de asentar en él aquellas plantas que tantas veces hollaron descalzas y sin protesta las espinas de Carrascosa, mientras el desnudo y hambriento Colasillo guardaba las cabras de sus convecinos, por un arenque frío entre dos pedazos de borona».

Llegado a la villa donde comenzó su carrera tirando del fuelle de una fragua, establecióse en la mejor posada, y del propio recadista de Coteruco se informó de cuanto le interesaba saber acerca de su pueblo. Entre otras muchas cosas, supo que su hermana, de quien don Gonzalo no se había acordado en América, había muerto pobre, pero no abandonada de los amos a quienes sirvió diez años. No lloró esta pérdida de la antigua compañera de sus desventuras; pero la sintió en su corazón, que quizá imputó a su memoria el delito de haberla olvidado tan pronto. Supo también que había en el pueblo una casa recién concluida, de solana y corral, cuyo dueño se veía precisado a venderla para pagar a los que le habían dado a préstamo las tres cuartas partes de lo gastado en hacerla, y la compró.

Dos semanas más adelante envió los necesarios cachivaches para amueblarla, amén de un ama de gobierno que en la villa le proporcionaron, y trasladóse a Coteruco, precedido de sus séis baúles de cuero inglés con vistosas chapas de metal.

Precedídole había también su fama de hombre rico, y hasta su propósito de fabricar en breve una casa de arcos sobre los cimientos de la paterna choza, no sé si para borrar hasta las huellas de su estirpe, o para darla mayor prestigio; mas ni por esas ni por otras se voltearon las campanas al verle asomar sobre el cerro de Carrascosa, ni lo que más adentro le llegó, se le disputaron los notables para hospedarle en sus viviendas, ínterin él labraba el palacio proyectado; ilusión que, como se ha dicho, acarició en su mente soñadora el esplendoroso y reluciente don Gonzalo al enderezar su rumbo a Europa.

Y pasó un día, y pasaron dos; y ni por asomarse al balcón con gorro de terciopelo bordado, en la cabeza, y en mangas de camisa para que brillara más el áureo culebreo de su cadena despilfarrada sobre su chaleco; ni por tirar a la calleja, cuando alguien pasaba por ella, colillas de medio puro, acudían las doncellas del lugar a ofrecerle canastillos de flores y velludos piescos, ni los señores a brindarle su alianza y su respeto. Alguna vieja pedigüeña se le presentó con un par de pollos tísicos en son de memorial plañidero, para alivio de añejos ayunos o de histéricos pertinaces.

Patricio Rigüelta fue a verle, andando los días, y púsole sobre las mismas nubes, movido del afán de poner mucho más abajo, y aun despellejados, a los notables de Coteruco. Esto levantó un poco los abatidos humos de don Gonzalo; pero llegóse después a saludarle don Frutos, el señor cura, que era hombre muy cumplido; y lo echó a perder con la mejor intención. Díjole que se complacía en ver que la suerte había sido justa por aquella vez, colmando de dones a quien tanto y tan desnudo había rodado por el polvo de la miseria; con lo cual se ensoberbeció el indianete, cuyo prurito era olvidarse y pretender que los demás se olvidasen de que era hijo del perdulario Bragas.

Supo don Román de que pie cojeaba el recién venido, a quien, siendo él mozo, había conocido muchacho y dádole de comer muy a menudo, y se apresuró a visitarle porque no tomara a desdén su alejamiento; pero como hombre cuerdo, limitóse en la visita a darle la bienvenida y a ofrecerle todas las atenciones y la buena voluntad de un convecino. Echó de menos don Gonzalo en este tributo de cortesía un sahumerio a su importancia de acaudalado y a su saber de hombre del día, y amoscóse, tachando a don Román de lugareño incivil y de vanidoso destripaterrones.

Pero, en medio de todo, diéronle estas visitas ocasión, al devolverlas, de zarandear durante tres días su levita y su manatí por las callejas, no sin amargos contrapesos; pues bien sabe Dios lo que el hinchado personaje se requemaba cada vez que las viejucas del lugar, al cruzarse con él, se santiguaban, llenas, quizá, de complacencia, exclamando al verle alejarse: «¡Bendito sea el Señor que tanto puede! ¿Quién le diría al infeliz muchachuco de Antón Bragas que había de pasearse por estas callejas lleno de oro y paño fino, como un caballero de los más prencipales?». Y cuando tras esto, y algo parecido, salía a relucir el por qué de llamarse Gonzalo con el item más «de la Gonzalera», sin pizca de Colás González, como se llamó de niño, dábase a Barrabás el hombre; y gracias si, alguna que otra vez, oía por consuelo la afirmación de un transeunte de que, «según se corría por el pueblo, el llamarse así el hijo de Bragas, era motivao a que la reina, sabedora de sus caudales y de la mucha mano que tuvo en la otra banda, le dió esa nomenclatura».

La primera vez que don Gonzalo entró en casa de don Román, conoció a Magdalena. ¡Y cómo se puso, al verla, de dulce y remilgado el ya de suyo meloso y presumido visitante! Aquella joven elegante, fresca y risueña, hija de un señor pudiente, respetado y de noble solar, era la realidad, mejorada en tercio y quinto, de sus más hechiceras ilusiones; y como ni siquiera puso en duda el éxito de sus ya nacidos propósitos, al despedirse de ella hecho un caramelo, alargó a don Román, mientras lanzaba ternísima mirada a su hija, juzgando el regalo como fuerza del mejor gusto, un ejemplar de su retrato y una tarjeta verde con letras de oro.

Y aguijoneándole la impaciencia estas emociones súbitas, en aquella misma semana comenzóse por su orden a desgajar peñascos de la vecina montaña, para edificar la casa en proyecto. Necesitábala pronto para nido de sus amores, y también para conquistar, con esta nueva ostentación de su riqueza, el respeto y consideración de sus convecinos, que continuaban mirándole con la mayor indiferencia, y hasta con cierta sonrisilla maliciosa.

Como su vida de rico era una perpetua equivocación, la obra emprendida sólo sirvió para poner de manifiesto sus resabios de origen y su falta absoluta de cultura. Pensaba que al hombre de dinero le sentaba muy bien la dureza de sus jornaleros, y con ellas los confundía, a la vez que les escatimaba, con reflejos de avaricia, el mísero salario. Murmuraba de ello la gente y trabajaba renegando; y don Gonzalo, para trocar el descontento en admiración, ostentaba en cada lance de apuro, subiéndose a la pared más alta, una nueva cadena en su pecho, o un anillo nunca visto en su mano; o bien disparando tres docenas de cohetes, so pretexto de que se ponía clave en tal arco, o se sentaban en el otro los salmeres; con lo cual, si no lograba el objeto que se proponía, daba pábulo a las rechiflas de los maliciosos del lugar, que le ponían de roña fina, fachendoso y bragucas, que no había por donde cogerle.

Al propio tiempo, juzgando que el hombre de caudal, que ha rodado por el mundo, está obligado a ser irreligioso, jactábase de no ir a misa, y se burlaba de las pláticas del cura y de la credulidad de sus feligreses. Delante de don Román invocaba a los Estados Unidos y a Inglaterra, en testimonio de que los pueblos verdaderamente ilustrados no se confiesan, pensando que con estos atrevimientos, desconocidos en aquel rincón apacible y patriarcal, iba el padre de Magdalena a admirarle como a un asombro de cultura y de saber, y él a sembrar de flores el sendero que había de conducirle a los brazos de la garrida doncella.

Tres meses necesitó el ilustrado don Gonzalo para caer en la cuenta de que iba muy errado en la que se echaba; que la gente menuda se reía de sus alardes, y que don Román iba poco a poco cerrándole la puerta de su casa.

Entonces trató de enmendar el yerro, pero no reconociéndole de buena fe, sino cambiando de conducta y declarando que lo hacía por ir con la corriente, y porque lo contrario era «echar margaritas a puercos», con lo cual lo puso peor.

Pero es el caso que a medida que crecían las frialdades de don Román, subía en él como la espuma el deseo de conquistar a su hija, y bajaba la esperanza de llegar a ser el hombre necesario y más influyente de Coteruco; suma de contrariedades que le traían con una carga de desazones que jamás había previsto.

A todo esto frecuentaba ya la casa de don Lope; y si bien éste para nada se curaba de él, Osmunda le trastornaba el poco seso que tenía. Osmunda estaba entusiasmada con don Gonzalo, porque don Gonzalo en su primera visita le había dejado, con su retrato, una tarjeta azul celeste con letras de color de fuego, tintas en las cuales había leído la infanzona: «celos y amor vehemente». Desde aquel día, Osmunda entrevió la esperanza de quebrar la pesada cadena de su larga soltería, y por la mano de un marido que podía colocar en las suyas el arma que ella necesitaba para vengar su descolorida pobreza en la humillación de las más acaudaladas señoras del valle. Y aduló sin tregua ni sosiego a don Gonzalo, poniéndole en saber, en riqueza, en elegancia y en talento, sobre todos los personajes de la comarca, a los cuales difamaba al propio tiempo. Creíase el indianete merecedor de los encomios de Osmunda; y como no sospechaba qué intentos movían aquella lengua viperina, recibía también como justas y pertinentes sus difamaciones, que, por otra parte, se amoldaban perfectamente a sus deseos. Así, y con los sahumerios que también le echaban Patricio Rigüelta y la corta falanje de pardillos que éste capitaneaba, enemigos mortales, aunque cautelosos, de cuanto a él le hacía sombra en el pueblo, íbase convenciendo más y más de la injusticia con que se le posponía en Coteruco a don Román, y se le negaban los homenajes que se tributaban a éste. Era, pues, Osmunda el soplo que avivaba el fuego de los odios de don Gonzalo, cada vez que una chispa de razón aparecía en la mollera del hijo del Bragas y veía éste a su luz la conveniencia de amoldarse de buena fe a los hábitos sencillos y apacibles de don Román, y de renunciar a sus propósitos de vencerle en importancia y en respetabilidad, cualidades que no se conquistan, sino que nacen de carácter, como el aroma nace de la flor.

En estas luchas empeñado, no desconoció que sin vencer por completo a don Román, o sin atraerse por algún medio sus simpatías, era perder el tiempo pensar en acercarse a Magdalena para pedirla solemnemente en matrimonio. Aplazó la ejecución de este propósito para más adelante, como si sólo dependiera el éxito de su conducta pública, y limitóse a que se le dejara siquiera entreabierta la portalada de aquella casa, nunca por completo cerrada para él por don Román, que era tan cortés como prudente y avisado. En cuanto a Magdalena, no volvió a presentarse delante de don Gonzalo en las varias visitas que éste hizo a su padre. Tampoco pudo saber el meloso galán qué destino habían alcanzado en aquel recinto en que vivían presos sus más tiernos pensamientos, su retrato y su tarjeta, prendas pintorescas de su galantería, que en el caserón de Osmunda figuraban el uno colgado en el muro testero de la sala, bajo un dosel de siemprevivas, y la otra encajada entre el marco y el desazogado cristal de la apolillada cornucopia.

Así las cosas, llegó Lucas de vacaciones, y vio en don Gonzalo al hombre que él necesitaba; es decir, uno que fuera lo suficientemente vano y mentecato para aplaudir sin reserva sus lucubraciones político-filosóficas, y lo bastante rico para que no se sospechara que el despecho del hambre o el ansia de mejorar de fortuna, le movían a maldecir de cuanto los demás bendecían y ponderaban.

Por su parte, don Gonzalo vio en Lucas el órgano sonoro y retumbante de sus propias ideas; o mejor dicho, la palabra que necesitaba para expresar conceptos que no penetraba, pero que por la pompa y la novedad le seducían y cautivaban.

—¡Al fin hallé con quién hablar en los jarales de Coteruco! —decía Lucas refiriéndose a don Gonzalo; mientras don Gonzalo, recordando a Lucas, exclamaba:

—¡Qué lástima que este chico tan despierto no tenga cincuenta mil duros!

¡Como si Lucas con cincuenta mil duros hubiera pensado en meterse a demagogo!

Volvióse el estudiante a Madrid al fin del verano, dejando el germen de sus delirios en el alma de don Gonzalo, ya bien saturada de dudas y rencores, fruto natural de sus mezquinas vanidades; y dos meses después se dio por concluida la casa de arcos.

Propúsose su dueño establecerse en ella de un modo ruidoso y llamativo; y después de amueblarla rumbosamente y de colgar en la sala la historia, en láminas, de Mazzeppa, presidida por el retrato del general Espartero, invitó a medio Coteruco a un sarao inaugural. Trajo de la villa los bizcochos y los azucarillos por arrobas; a carretadas las peras en dulce, y por cántaras el agua de limón; y con esto y el blanco de la Nava que acaparó en el pueblo, y los guisotes que preparó su cocinera, se pusieron Rigüelta, Barriluco y otros comensales de tal jaez, que ya no distinguían los dedos de la mano. Entre brindis, bocados y libaciones, se disparaban cohetes por todas las ventanas del edificio; tremolaban al aire blando de la noche los colores nacionales sobre el palo mayor de la fragata del tejado; y los relinchos de los ociosos mocetones, que desde abajo respondían al estruendo del banquete, aturdían la barriada. Pero ¡ay! don Gonzalo jurara que la soledad del desierto y el frío de las estepas le envolvían en medio de aquella muchedumbre comilona, embriagada y soez. Ni don Román, ni don Lope, ni el señor cura, ni siquiera Toñazos el de la Callejona, ni Juan Antón el de la Portilla; no ya los señores de levita, pero ni aun los labradores de alguna formalidad, habían respondido a la invitación ni concurrido al sarao para darle el apetecido carácter con su presencia. ¡Y don Gonzalo que había soñado hasta con el concurso de Magdalena, a cuya beldad reservaba el obsequio de tres botellas de suspiros que habían de lanzarse al espacio en vistosas y variadas luces desde la copa de un rosal silvestre, de propio intento trasplantado al diminuto jardín contiguo a los arcos!

Decididamente el hijo de Antón Bragas caminaba en Coteruco de equivocación en equivocación.

Desde aquella noche funesta, cayó el ánimo de don Gonzalo en un abatimiento desconsolador. Temió perderlo todo en la lucha insensata que había intentado; y con el propósito de salvar del desastre siquiera a Magdalena, economizó sus visitas a Osmunda, que estimulaba sus rencores; y no solamente fue a misa todos los domingos, sino al altar mayor y con los mejores trapos de su equipaje. Mas no por eso le miró don Román con tiernos ojos, ni don Frutos te tomó por convertido, ni Magdalena, adivinándole las intenciones en sus miradas de azúcar, le propuso un rapto a media noche; ni, la verdad sea dicha, dejó don Gonzalo de tener montada sobre sus narices la respetabilidad inconquistable de don Román y el desdén implacable de todos sus convecinos. El pobre hombre era un verdadero mártir de su vanidad.

Sobre su débil razón estaba siempre esa venda que le cegaba; y al abismo se arrojara impávido, como hubiera un malvado que le empujara hacia él halagando su flaqueza.

Tal era, lector, el personaje por quien hemos oído preguntar a Lucas, en el capítulo anterior, a su amigo Gildo Rigüelta, el Letradillo currutaco; tales los propósitos y los desengaños de don Gonzalo González de la Gonzalera, fundador y habitante de la última casa de las tres que he señalado al lector al comienzo de este libro, desde lo más alto del cerro de Carrascosa.

VII. Cómo empezó

Envuelto en una bata de rayas blancas y verdes, con zapatillas de terciopelo azul bordadas en oro, en los pies, y cubierta la cabeza con un gorro de la misma materia y del propio color que las zapatillas, hallábase don Gonzalo afectadamente reclinado en el sofá de la sala de su casa, con su eterna sonrisa en los labios y los ojos puestos en Lucas, que había ido a visitarle y estaba sentado a su izquierda.

Y decía el maligno cojo, continuando su conversación:

—Aquí, como en todas partes, el sentido moral está pervertido; la fuerza se halla en la rutina; el prestigio en la ignorancia... en el absurdo; el progreso lucha siempre con las preocupaciones; lo viejo impera, lo nuevo se traduce en locura o en maldad...

—¡Por ahí te duele, camará! —exclamó don Gonzalo, después de aprobar con el gesto cada palabra de su amigo.

—¡Pues si salta a la vista! —continuó Lucas, —y usted mismo es el vivo testimonio de esta verdad. Usted, nacido en Coteruco; hombre que ha vuelto a él después de haber adquirido la ciencia del mundo, la savia de los nuevos tiempos (don Gonzalo saludó); que se ha identificado con el progreso actual; que ha fundido sus ideas en el crisol de la libertad (otro saludo de don Gonzalo); que ha inaugurado su establecimiento entre sus convecinos derramando el oro y embelleciendo el pueblo con atrevidas construcciones ajustadas al gusto de la época, ¿qué consideraciones goza aquí? ¿No sigue llevándoselas todas un filántropo ambicioso, un reaccionario ignorante?

—Le diré a usted, señor don Lucas —interrumpió don Gonzalo, aunque satisfecho del rumbo que tomaba el asunto, un poco perplejo por lo que iba teniendo de personal; —como no me he propuesto... ¿está usted? tirar chinitas a nadie para ver quién es más guapo, dejo correr las cosas... ¿me entiende? que otro viso tomaran si yo fuera tentado de la vanidad y dijera a estas gentes: «aquí está un hombre». Porque, camará, a quien tanto ha visto y tanto papel ha hecho, ¿qué le va a ensalzar el arrumaco de cuatro guajiros?

—Concedido, señor don Gonzalo; pero eso, que honra mucho a la ilustrada modestia de usted, es lo que afrenta a estas estúpidas gentes; porque ellas son quienes debieran apresurarse a rendir a usted los homenajes que consagran a un ídolo grotesco.

—Pues velay, camará —dijo don Gonzalo, relamiéndose de gusto al oír a Lucas cantar en la cuerda que más le gustaba a él. —Y ¿qué le vamos a hacer?...

—¿Que qué le vamos a hacer?... Justicia seca, señor don Gonzalo; y muy pronto... como que no a otra cosa he venido yo a Coteruco.

—¿Tanto como eso, señor don Lucas?... ¡Já, já, qué humor de chico éste!

—Nada de broma, amigo mío: le juro a usted que esto es muy serio; y para que vea que no le adulo, le declaro que esa preeminencia que se le debe a usted en justicia, no es la principal en mis propósitos, sino que la necesito para conseguirlos... la necesitamos... mejor dicho, la necesita la patria.

—¡Carambita, carambita!... explíquese más claro el amigo, —dijo a esto don Gonzalo, dejando de reír y acercándose más a Lucas. Éste, después de afirmar los quevedos sobre la nariz, continuó:

—Ya le he pintado a usted el estado de fermentación en que se hallan los ánimos hoy, y le he demostrado la seguridad del próximo triunfo de nuestras ideas. Pues bien: ahora le confío, bajo la garantía de su honor, que al desterrarme el Gobierno a este pueblo, recibí del centro revolucionario el encargo de preparar toda esta comarca para el gran suceso.

—¡Caspitina!...

—Claro es que mis trabajos han de comenzar por Coteruco, y mucho más claro todavía, que estos comienzos han de limitarse, por de pronto, a desembarazar el camino de todo género de obstáculos. Y ¿cuáles son estos obstáculos? Las viejas influencias, los injustificados prestigios... ¿Me entiende usted, señor don Gonzalo?

—¡Vaya si le entiendo!...

—¿Y lo aplaude?...

—Déjeme entenderle del todo, camará, y entonces hablaremos.

—Prosigo, pues. Los obstáculos de Coteruco tienen fortísimas y extensas raíces: para extirparlas, se necesita fuerza, habilidad y perseverancia. Declaro que poseo estas dos últimas cualidades; pero confieso también que me falta la primera... Por eso necesito que me la preste quien la tenga; y como usted la tiene, a usted se la pido.

—¡A mí! —exclamó don Gonzalo frunciendo el entrecejo. —¡Quiere usted que yo mismo sea quien!... Señor don Lucas, usted no me conoce.

—Señor don Gonzalo, no me ha dejado usted concluir. ¡Cómo me hace usted capaz de proponerle que vaya usted de casa en casa diciendo: «yo valgo más que don Román Pérez de la Llosía, y sé más teología que el cura y reclamo para mí el respeto que a éstos consagráis! ¡No faltaba otra cosa!

—Pues ¿qué es lo que usted quiere?

—Quiero matar un prestigio con otro prestigio; quiero aniquilar un poder con otro poder; una fuerza con otra fuerza; quiero destruir una preocupación con una verdad; quiero, en suma, una bandera para mis ejércitos... Porque yo no me forjo ilusiones, señor don Gonzalo: yo sé que por donde quiera que vaya predicando la verdad y anunciando prosperidades a los incrédulos, han de reírse de mí, porque no tengo cincuenta mil duros que den peso y autoridad a mis palabras. Pero si enfrente de las ilusorias virtudes de ese filántropo ponemos las reales y positivas de usted; si al desenmascarar al farsante protector podemos ofrecer a los desengañados el apoyo efectivo y desinteresado de una persona como usted; si al derribar lo viejo y carcomido alzamos otra cosa nueva, potente y saludable, no podrá nadie, en buena justicia, tacharme de malévolo ni de envidioso, como aquí es uso y costumbre; y la luz se hará, y Coteruco será nuestro.

—¡Vamos!... —dijo aquí don Gonzalo, revolviéndose impaciente en el sofá: —eso ya es distinto.

—Y cuando esto se haya conseguido —continuó Lucas, asediando sin tregua al indianete, —transformaremos en dos días el pueblo; le infundiremos nuestras creencias y nuestras esperanzas, y llevaremos el contagio a todo el valle; y cuando en él se sepa qué manos rigen el timón de la nave, vendrán a acogerse a ella todos los náufragos de la vieja fe.

—¡Canastillas!

—Y para entonces triunfará la gran causa; y diremos a los héroes que la hayan conducido a la victoria: «aquí está nuestro contingente de trabajo en bien de la libertad, y aquí el hombre a cuyo prestigio se debe la redención de este valle...»

—¡Caracolillos de mi vida!...

—¡Y sobre ese hombre se fijarán las miradas de los que residan en las alturas del poder, y le decretarán, como a los héroes de Roma, los honores del triunfo, y llegará a ser el árbitro de los destinos de su país.

—Cállese, Lucas, cállese, que la amistad le ciega.

—¡España habla por mi boca, señor don Gonzalo! —exclamó el cojo, con entonación melodramática, descargando el último golpe sobre aquella mollera henchida de vanidades de relumbrón. —¿Comprende usted ahora por qué dije al principio que la patria exigía que reivindicase usted para sí la preeminencia que de justicia se le debe en Coteruco?

—¡Cascaritas, con el modo que tiene, camará, de ensartar las cosas! Pero dígame y perdone: en todo ese trabajo, ¿qué me toca a mí hacer?... Porque supongo que no llegaremos tan arriba sin arrempujar algo con el hombro...

—Nada, o poco más: adhesión pasiva a nuestros actos y a nuestros dichos, y sacrificar un poco, de vez en cuando, el vil ochavo.

Frunció la jeta el de la bata al oír esto, rascóse la punta de la nariz, carraspeó y dijo a Lucas:

—Explíquese, amigo, sobre este último particular.

—¿Sobre el del ochavo?

—Ajá.

—Figúrese usted que a un aparcero de la otra casa se le demuestra que el aparente beneficio que recibe de don Román, puede obtenerle real y positivo... de otra persona; que el aparcero deja sus tierras y sus ganados, y toma otros que le da usted con mayores ventajas...

—Adelante.

—Tenemos ya el ejemplo de un desembolso.

—Es verdad.

—Pudiera citar otros cien por el estilo.

—No hay para qué.

—No me negará usted que los desembolsos de esta clase son reproductivos.

—¡Pshe!...

—Necesitamos también, como base de todos nuestros trabajos, fundar una especie de cátedra.

—¡Hola!

—Sí, señor: una cátedra en que se predique incesantemente el descrédito de ciertas cosas y personas, manifestando la razón oculta de las unas y descubriendo los bastardos propósitos de las otras.

—¡Mire qué idea!

—Yo he observado, señor don Gonzalo, que al campesino más íntegro y de más honrada conciencia, se le hace tragar hasta la herejía si se le da disuelta en un vaso de vino regalado. Es, pues, indispensable que nuestra cátedra se establezca en la taberna, donde maestros en el arte de exornar el trago con toda la gárrula palabrería de los buenos bebedores públicos, sostengan vivo el fuego de la conspiración. De este modo conseguimos dos objetos a cual más importante: inculcar en estas gentes nuestros salvadores principios, y arrancarlas de la esclavitud del trabajo para acostumbrarlas a pensar, a la lucha de las ideas... más claro, corromperlas, como dicen los hipócritas del antiguo régimen.

—¡Pero, don Lucas!...

—Mientras en la taberna se predica así, los ecos lo van repitiendo en el corro de los bolos, y en el pórtico de la iglesia, y en el concejo, y en la mies... Y, desengáñese usted, don Gonzalo, cuando las cosas se aseguran en tantos sitios a la vez, el hombre más terco vacila y cree.

—Es natural.

—Pues bien: esta cátedra demanda algún gasto... algo como cuenta corriente del tabernero con usted.

—¡Conmigo!...

—O con Patricio Rigüelta, por ejemplo... o con su hijo u otra persona de nuestra confianza, que al fin se entienda con usted.

—Ya me entero.

—Y cuando la obra se consume en Coteruco y sea llegada la hora de propagarla por los pueblos del valle, se necesitarán agentes discretos, proclamas, pasquines, auxilios a vacilantes menesterosos... ¿me entiende usted?

—¡Vaya si le entiendo!

—Pues también estos gastos son reproductivos... son como letra que recoge usted hoy para reembolsarse, con pingües beneficios, el día del triunfo definitivo.

—Y dígame, señor don Lucas —preguntó don Gonzalo, nada risueño, después de sobarse mucho las manos y de tener fija en ellas la vista, —¿ha pensado, por ventura, en las quiebras del negocio?

—No las tiene, —aseguró con el mayor aplomo el Estudiante.

—Pues, así y todo... no me conviene, —dijo don Gonzalo con resolución.

—¡Que no! —clamó Lucas, alzando las manos sobre su cabeza en señal de asombro.

—Andandito que no.

—Pero ¿por qué?

—Porque... porque ya le he dicho, camará, que no soy tentado de la bambolla; que no quiero guerra, ni que por mí se indisponga la gente: el que más valga, buen provecho le haga y con Dios se vea.

—Pero, don Gonzalo, ¿y nuestra obra regeneradora? ¿y el triunfo de nuestra causa, y...?

—Créame, don Lucas: todo lo que por esa causa trabaje Coteruco, y la carabina de Ambrosio pata.

—¡Incrédulo! —exclamó el mozalbete afectando pesadumbre.

—La verdad por delante, amigo mío: las ideas me gustan y el triunfo le deseo; pero los cálculos fallan... Y el que lo tiene lo pierde.

—¿Y si no fallan?

—Acuérdese de que la autoridad le vigila, y cuente que sus pasos han de ser seguidos.

—Pero usted queda siempre a cubierto.

—Por el rastro se da con la liebre, camará.

—Señor don Gonzalo, las grandes empresas exigen algún riesgo.

—El que está bien en su casa, no debe meterse a gobernar la ajena.

—La posición impone deberes...

—No se canse, don Lucas, que, por ahora, no resuelvo nada.

Lucas leía en la mente de su interlocutor, como si estuviera metido en ella. Don Gonzalo quería la batalla en Coteruco, pero presenciándola desde su balcón; quería mucho más el triunfo de la pintada conjuración en el valle, y aparecer entonces al frente de los triunfadores para que sobre él lloviesen cargos y preeminencias de honor; pero no quería arriesgar un cuarto en la empresa, ni aparecer ligado con su persona a los promovedores del trastorno, por miedo a las consecuencias de un fracaso, demasiado probable a sus ojos. Leyendo todo esto Lucas en la mente de don Gonzalo, comprendió que era inútil insistir en aquel momento en arrancar al indiano una declaración terminante de adhesión a sus proyectos; pero convencido también de que don Gonzalo había mordido el cebo echado a sus infladas vanidades de carácter, propúsose atacarlas de otro modo más indirecto y seguro, en ocasión oportuna, y se levantó diciendo a don Gonzalo, al mismo tiempo que le tendía la diestra:

—Admiro y respeto esas dudas que le impiden a usted adherirse desde ahora a mis planes; pero confío en que, meditando sobre ellas, el propio convencimiento ha de completar la obra que dejan empezada mis pobres argumentos.

—De menos nos hizo Dios, camará, —respondió don Gonzalo, mientras, sin soltar la mano de Lucas, le conducía escalera, bañando toda su cara en una inmensa sonrisa.

De vuelta en la sala, quedóse pensativo largo rato; después se dio una palmada en la frente, como si se le ocurriera una gran idea, y envió a llamar a Patricio Rigüelta.

Mientras éste llegaba, el indianete, contemplándose en el espejo, decía para su bata rayada:

—A lo que se ve, esta gente necesita de mí. Si me entrego a ellos, visto está quién ha de pagar el pato en un lance desgraciado; además de que a mí no me cuadra, por razones que sabe bien este corazóncito (aquí suspiró don Gonzalo), romper de lleno con ciertas personas. Lo que me conviene es sacar la sardina con la mano del gato, y eso es lo que voy a hacer. El demonio me lleve si se me había ocurrido idea tan amoldada a mis deseos. Vea usted cómo donde menos se piensa... Pero este Lucas es una ventisca que todo lo esparce, y puede comprometerme a lo mejor... Patricio, con tener peor intención, es más sereno en el golpe, y menos sospechoso. Le diré lo que me pasa, tocando el cielo con las manos; y como es hombre que entiende a media palabra, él hará cuanto sea necesario para conseguir lo que pretende Lucas; yo quedo a cubierto de toda sospecha... Y hasta iré a denunciar la conspiración a la otra casa, ¡sí, señor, que iré! y ofreceré mi amparo y me agradecerán el servicio... Y seguirá la bola rodando por el pueblo, y creciendo y creciendo, y la gente revoltosa empujándola sin cesar, porque esa gente necesita de mí... ¡Al fin, se te hace justicia, Gonzalillo; ya se te busca; ya la luz de tu importancia alumbra a estos ignorantes; Coteruco va a ser tuyo, y el valle entero te saluda, y te aclamará mañana como a su rey y señor!

Tomó, tras estas palabras, marciales actitudes por vía de ensayo, hasta que, oyendo en la escalera la voz de Patricio, hízose el escandalizado y el ofendido, y en tal guisa recibió al trapisondista.

VIII. Los primeros miasmas

Pasaron días, y todo era calma y tranquilidad en Coteruco. El Estudiante parecía un modelo de juicio y de cordura: a cada veinticuatro horas se presentaba al alcalde, como le estaba ordenado, y se le veía muy de continuo con don Gonzalo en el jardincillo de éste, matando lumiacos y caracoles, o ayudándole a preparar terreno al abrigo de nortes y vendavales, para hacer semilleros. Alguna que otra vez paseaba con Gildo por la mies; pero lenta y sosegadamente, sin los aspavientos y manoteos que eran en él señales infalibles de que andaba a vueltas con sus filosofías enrevesadas y sus políticas tumultuosas. Patricio, consagrado con rara asiduidad a sus industrias, era una malva; Gildo acompañaba a su padre cuando no paseaba pacíficamente con Lucas; y en cuanto a don Gonzalo, notorio era en el pueblo que sólo se preocupaba con adquirir tierras y ganados para darlos en renta y en aparcería, con ventajas inusitadas en el valle para llevadores y aparceros. Ni siquiera visitaba a Osmunda, o lo hacía muy de tarde en tarde, motivo por el cual hasta la infanzona había puesto freno a su lengua y hecho un alto en su fiebre difamadora.

La entrada de la Cuaresma no contribuyó poco a esta calma extraordinaria del ya, de suyo, calmoso y apacible vecindario de Coteruco. Era allí costumbre tradicional celebrar durante ese tiempo y en las primeras horas de la noche, cristianos ejercicios en la iglesia, con los cuales, compuestos de pláticas, rosario y examen de catecismo, preparaba el párroco a sus feligreses para el cumplimiento pascual. Por eso la entrada de la Cuaresma era la señal de cerrarse (como diría un revistero elegante de los salones de Madrid) la distinguida cocina de don Román.

Como de costumbre, don Frutos tocaba la campana poco después de anochecido; y tampoco en esta ocasión necesitó repetir la llamada, porque la gente acudía placentera y obediente... hasta hay quien asegura haber visto, en las primeras noches, a Lucas y a don Gonzalo, sentados debajo del coro con la mayor compostura, oyendo las pláticas de don Frutos. Ni lo confirmo ni lo niego; pero lo consigno para que se vea hasta qué punto reinaba la tranquilidad en Coteruco en los comienzos del mes de marzo de aquel año memorable.

Mediando estaba, cuando dio en hablarse por el pueblo de un empeñado partido a la flor de cuarenta, que se jugaba desde dos noches antes en la taberna, entre Patricio y Barriluco, contra un tal Facio Lindones y otro, su compañero, Polinar Trichorias; es decir, entre los cuatro bebedores de más saque, y floristas más diestros de Coteruco y sus contornos. Pero no era esto lo grave. Éralo, y mucho, el que, según noticias, se jugaba nada menos que una becerra, que había de comerse guisada en las Pascuas de abril, con el aditamento de tres arrobas de patatas, pan y vino a discreción, al cual banquete habían de asistir hasta treinta convidados entre los más asiduos concurrentes a la batalla. Ésta había de durar quince noches consecutivas, al fin de las cuales se haría una liquidación general, y los compañeros que salieran alcanzados en ella, pagarían la salsa; porque es de saberse que las tajadas, o sea la becerra, la regalaba Patricio, de las varias que tenía para el abasto de carnes, del cual era rematante. Las mujeres empezaron a lamentarse del mal ejemplo que con esto se daba a sus maridos y a todos los hombres de bien. Díjose juego que varios de unos y de otros, llevados quién de la curiosidad, quién del olor del convite prometido, concurrían en excesivo número a presenciar la batalla, y que durante ella se bebía no poco a buena cuenta, y se oía lo que no eran bendiciones; porque es de saberse también que los cuatro combatientes eran tan famosos en el pueblo por su decir sin trabas ni pelos en la lengua, como por su beber sin calo ni medida.

De Barriluco, en el mero hecho de jugar asociado con Rigüelta, suponíase que éste cargaría con su escote, en el caso de perder ambos la partida; pero a Facio y Polinar, sin oficio ni beneficio, vagos perdurables, desacreditados hasta el punto de que nadie quería darles una heredad a renta ni una res en aparcería, ¿quién los garantizaba en un caso desgraciado? ¿Cómo el tabernero, cuya desconfianza era proverbial en Coteruco, les servía jarro tras de jarro, a cuenta de los perdidosos, y, con cargo a la misma, convidaba a los espectadores? ¿Habría perdido el juicio el tabernero? ¿Habrían descubierto los jugadores alguna mina de onzas acuñadas? ¿Andaba en todo ello alguna mano pródiga y sutil, que pagara el gasto y dirigiera el partido?

Nada de esto era creíble, y, sin embargo, el hecho era notorio: el partido existía en plena Cuaresma; el vaso circulaba a discreción entre los jugadores y entre los curiosos, que cada noche aumentaban en número; y mientras se bebía y se jugaba, se hacían irreverentes y mordaces alusiones a determinadas cosas y personas, dignas del mayor respeto. Testigos de intachable formalidad, enviados a la taberna exprofeso, lo declararon así.

Don Frutos observó que al mismo tiempo que estos rumores crecían, menguaba la concurrencia de hombres a la iglesia, por la noche. Alarmóse el buen párroco, y se acercó un día al tabernero para recordarle la obligación en que estaba de hacer un esfuerzo para poner coto a aquel desmán que podía concluir en un escándalo, sin ejemplo en tan morigerado vecindario. Negó el tabernero la gravedad supuesta al caso. En su concepto, los cuatro jugadores estaban mejor en su establecimiento a aquellas horas que profanando la iglesia con irreverencias y desenvolturas, como lo tenían por costumbre, y era la verdad, las pocas veces que en ella entraban. Lo de la becerra eran dichos de la gente, y podía comerse o no comerse en la Pascua; y en cuanto a los curiosos, se reducían a unos pocos que, al pasar por delante de la taberna, entraban, se detenían un instante a comprar lo que necesitaban, después de dar un vistazo a la mesa de juego, y se marchaban sin despegar los labios.

Don Frutos halló poco tranquilizadoras estas explicaciones, y expuso sus inquietudes al alcalde; pero el celoso representante de la autoridad, que no era ciertamente el menos asiduo de los concurrentes al espectáculo, respondió al cura que mientras la taberna siguiera cerrándose antes de las diez, y no hubiera en ella ruidos ni camorras, no juzgaba prudente ni equitativo prohibir aquella reunión de inofensivos ciudadanos.

Tampoco podía tranquilizar al buen párroco esta evasiva respuesta; juzgóla, por el contrario, alarmante en grado sumo, y se acercó a don Román para pedirle su opinión sobre el caso. Conocíale el caballero en todos sus pormenores, y menos gracia le hacía cuanto más le examinaba. Pero si el tabernero negaba la gravedad de los sucesos, y el alcalde se ponía de parte de los jugadores, y los pocos de sus tertulianos, que por casualidad habían presenciado alguna noche la partida, no cesaban de lamentarse del mal ejemplo que en la taberna se estaba dando, ¿qué había de hacer el buen Pérez de la Llosía? Lamentarse también de lo que pasaba y no decir a nadie la mitad de lo que su ojo sutil veía en la trama de aquella casualidad, en lo presente, y columbraba en lo porvenir, si el mal adquiría desarrollo, o no se ahogaba en su misma pestilencia.

Don Frutos renunció a todo propósito de atacarle en su guarida, y le acometió denodadamente en sus pláticas nocturnas; pero los claros de su auditorio no se llenaban; antes bien se extendían, al paso que aumentaba cada noche el público de la taberna con los desertores de la iglesia».

IX. La feria de Pedreguero

Así las cosas, llegó el día de San José, y Gorión adornó sus novillas con los collares que le prestó don Román, mientras éste preparaba también las suyas para el gran concurso con no menores galas y atildaduras. Y en verdad que los cuatro animales lo merecían. Eran de casta suiza cruzada con la tudanca montañesa, que es tanto como decir que tenían el pelo gris, los anchos y las carnes de la primera, juntamente con el garbo y la gallardía de la segunda. Había, no obstante, notables diferencias de detalle entre las cuatro, ya en las ojeras, más o menos claras; en el lomo más o menos corrido; en el gris del pelo, más o menos lavado, etc, etc. Pero éstas y otras diferencias, como la de edad, sólo podían apreciarlas los inteligentes: los curiosos, como el lector y yo, no veían en aquellos animales, caminando hacia la feria, más que cuatro alhajas, modelos de hermoso ganado.

Habían convenido don Román y Gorión en no vender para carne a ningún precio (de casa del primero no salía jamás una res a la carnicería), y en pedir mucho hasta última hora, con el fin de recoger la mayor suma posible de ofertas. Concluídas éstas, se compararían unas con otras y se deduciría la diferencia. No se olvide que la apuesta se había hecho con la mejor novilla de Gorión y la menos buena de las de don Román. Éste se resignó a quedarse en casa, para que no se creyera que su presencia en la feria podía influir en pro de sus novillas, quitando a los compradores la libertad de regatear a su gusto: un criado inteligente le representaba al lado de Gorión.

Pedreguero, donde se celebraba la feria, no está lejos de Coteruco; pero va el río entre ambos, por lo cual, la barca de la Pasera, única que goza el derecho, y para eso le paga, de pasaje, no tuvo aquel día momento de reposo. Desde el amanecer afluyeron los ganados de toda la parte occidental del valle, buscando la rampa del embarcadero, en tropel unos, unidos otros, en ordenada hilera éstos, rezagados aquéllos, bramando y retozando muchos, y todos alborozando la comarca con el sonido incesante de sus esquilas y cencerrillos. Uníase a este ruido discordante el hablar recio de los conductores, que se trocaba en salvaje gritería al acercarse a la barca. —«¡Nela, ese jato!» «¡Chisco, esa vaca!...» «¡Ataja la Galinda!...» «¡Qué se va la Corva!...» «¡Déjala ya!...» «¡Toma, Morena!» y silbido va, y berrido viene, y cornada por aquí, y garrotazo por allá; y en la barca no cabe el ganado, y un becerro se tira al río, y te siguen media docena de ellos, y sus dueños vocean y reniegan, temerosos de que, al alcanzar la otra orilla, se extravíen; y gritan de nuevo para que los detengan Nel o Sidro que han pasado ya; y en esto, la barca vuelve de vacío, después de haber cobrado un cuarto por persona y seis maravedís por cabeza. Así hasta las diez de la mañana, hora en que la feria se colma de ganado; y lo mismo al anochecer en la otra ribera, al retorno de lo no vendido y de lo comprado por los feriantes de la parte de acá.

Cerca ya de Pedreguero, la bulla crecía; columbrábanse los blancos toldos de las cantinas; y se respiraba el tufillo de las cazuelas sobre las brasas, entre mondos cudones bajo los primeros árboles del cajigal de la feria. Entraban en él los ganados por todo su perímetro, y cuál ganadero elegía para sus reses la despejada braña; cuál otro amarraba su pareja, por inquieta y asombradiza, al rugoso tronco; quién buscaba lo más sombrío para hacer menos visible la roña de un cuero chamuscado; quién prefería los rayos del sol para que brillaran más las prendas de sus rozagantes bestias; y en el ínterin, los compradores y los curiosos hormigueaban, viendo, palpando y preguntando, sin que se durmiera el cuidadoso pedáneo ni la vigilante Guardia civil, temerosa de que anduviese por el ferial la extraña mano aleve que, en concursos idénticos, suelta la mosca que produce la dispersión tumultuosa del ganado; horrendo conflicto que se aprovecha para robar con poco riesgo. La feria, pues, entró en su primer y más importante período. En el segundo había de entrar por la tarde, transformándose en romería, sin dejar de ser feria por completo.

Don Román no hallaba punto de sosiego en su casa. Aquel hombre campechano y rumboso en todo, liberal y desprendido, no podía resignarse a perder la apuesta que tenía empeñada con Gorión. Su criado, aunque inteligente y celoso, podía haber elegido mal sitio para colocar las novillas, no estar atento a engallarlas cuando los compradores las contemplasen; no arrearlas a tiempo cuando hubiera necesidad de pasearlas para observar la soltura y aplomo de sus remos; no encarecer debidamente ésta o la otra cualidad... ¡Y si por cualquiera de estos descuidos triunfara el vanidoso Gorión!... Don Román se resignaba a todo, menos a que una res de su casa, en que él tuviera puestos los ojos por buena, se estimara en menos que otra de su vecino, en igualdad de condiciones.

Con este escozor en el ánimo, pidió su comida a las once; y a las dos de la tarde, no pudiendo resistir más, pero tratando de disimularlo, propuso a Magdalena un paseo hasta la feria. La tarde estaba hermosa, como tarde primaveral; el camino seco y ya festoneado de margaritas, esa microscópica flor, ornamento profuso de las praderas montañesas, la primera que brota en cuanto el invierno recoge su triste manto de escarchas y el sol aparece secando las pozas y encauzando los regatos vagabundos. Era, además, costumbre del señorío circunvecino, que tan escasas cuenta las distracciones, concurrir por la tarde a las ferias, del mismo modo que a las romerías, aunque con menos boato. Nada, pues, había de extraño en la proposición de don Román, ni de particular en que la aceptase su hija; antes al contrario, tenía ésta, desde meses atrás, inexplicable complacencia en asistir a las fiestas del valle, como si en algunas de ellas esperara continuar el asunto que quedó pendiente en el baile del palacio de los Cárabos.

Porque Magdalena estaba fluctuando entre impresiones de muy opuesta naturaleza. Si los viajes de Álvaro a Coteruco, si sus miradas, si sus saludos significaban lo que ella creía... Y deseaba, ¿por qué no se lo decía? ¿Qué juicio formar de aquel hombre que parecía adorarla, y al mismo tiempo huía de decírselo? ¿Qué pensar de aquel afecto que no ansiaba saber si era correspondido? ¿Huiría Álvaro de don Román? Entonces Álvaro no era digno de que Magdalena pensara en él. ¿Habría alguna razón especial que le impidiera ser más explícito, sin dejar de quererla bien y honradamente? En tal caso, era peligroso sostenerle en la confianza de que ella conocía ese amor y le aceptaba. Así cavilaba de continuo Magdalena, y cavilando estaba en lo propio cuando su padre la invitó a ir a la feria.

Adornóse lo mejor y más pronto que pudo; y seguida de Narda, que debía acompañarla mientras don Román estuviese ocupado en la feria, echaron los tres camino de ella, libre, por ser la hora que era, de ganado y de feriantes.

En tanto que don Román se internaba en la arboleda, buscando con ansiedad a su criado y a Gorión, Magdalena y Narda torcieron hacia el lado en que la romería se iba formando; punto en el cual se veían ya algunos y algunas elegantes del valle, discurriendo alrededor del corro en que bailaba la gente labradora al son de las panderetas.

No tardó don Román en dar con lo que buscaba. Gorión, al verle, le saludó con un gestecillo de satisfacción, que al buen Pérez de la Llosía le supo a rejalgar; buscó en la cara de su criado la razón de aquel gesto, y la halló como de hiel y vinagre. He aquí lo que había pasado.

De más de dos docenas de proposiciones que se habían hecho por las dos novillas de la cuestión, no había una en que la de don Román no quedase vencida por una diferencia que variaba entre doce y cinco duros. Tal rezaban los apuntes hechos por los dos interesados, en los respectivos librillos de fumar. Por la Cordera, o sea la novilla buena de don Román, se hubiera dado lo que por ella se hubiera pedido; pero sobre ésta no había apuesta, ni razón para que la hubiese, ni motivo, por consiguiente, para que su dueño se creyera con ella vengado de Gorión que le vencía con la otra.

Cuando llegó don Román, acababa de retirarse el último comprador, y aún estaba contemplando desde lejos la novilla de Gorión y hablando con dos asesores que le habían acompañado en el tanteo. Había ofrecido doce duros más por ésta que por la del primero; don Román se enteró de ello, y después de leer y confrontar rápidamente las listas de las proposiciones apuntadas en los dos librillos de fumar, llamó al comprador citado con una seña, por demás expresiva. Acercóse el hombre, sombrero en mano.

—¿Cuánto has ofrecido por esta novilla? —le preguntó don Román señalando a la suya.

—Cuarenta duros.

—¿Y por la de Gorio?

—Cincuenta y dos, para servir a usted, señor don Román.

—¿Y tú entiendes de ganado?

—Pues, mejorando lo presente, señor don Román, no dejo de entenderlo.

—Arrea esa novilla, Blas, —dijo el caballero a su criado.

La novilla se gallardeó alrededor del árbol bajo el cual pasaba la escena.

—¿Qué tienes que pedir a ese animal, que encuentres en el de Gorio? —preguntó don Román, fijando la vista en la del comprador.

Este, un tanto pesaroso de no agradar a tan distinguido caballero, pero muy firme en su parecer, no obstante lo que en él pudiera pesar el muy justamente acreditado de don Román, díjole:

—Sin que esto sea menospreciar la hacienda de nadie, señor don Román, la novilla de usted no tiene el herraje que la de Gorio; es de ojo más triste, y más caída de cuadril; zambea un poco de la derecha...

—¡De la derecha!... Tú sí que zambeas; pero es del entendimiento.

—Me paece a mí que lo que está a la vista...

—Lo que está a la vista es que no entiendes una jota.

—Pues mire usted que me he hecho viejo en el oficio... y, por último, de usted es la novilla y mío el dinero; la feria es tanto para pedir como para ofrecer, sin ofensa de nadie ni menosprecio de la cosa. Otro dará más.

—¡Ni aunque me la pesaran en oro!

—Y hará usted bien, si en tanto la estima.

Y el hombre, después de saludar muy fino, se retiró.

Lances semejantes se reprodujeron con motivo de nuestras ofertas; pero don Román no oyó una que no fuera una derrota para él.

Como al lector han de interesarle muy poco los detalles de esos lances, sobre todo si es de los muy dados al guante blanco (aunque dudo que los de tal librea se dignen comunicar con el anti—elegante y zarandeado realismo de mis libros), dejo aquí la feria y voy con el relato a un extremo del robledal, donde bulle la gente joven y desocupada, y se oyen cantares, y hasta brilla la seda de las damas, entre los pintorescos atavíos de las zagalas.

Algunas varas detrás del grupo de bailadores y curiosos, había un tronco seco tendido sobre la menuda yerba de la braña, fuera del robledal. Sentada en el tronco, haciendo garabaros en el suelo con el regatón de la sombrilla, y fija en ellos la mirada, hallábase Magdalena; a su lado, hablándola muy cerca del oído y contemplándola al mismo tiempo con ojos de enamorado. Álvaro, golpeándose maquinalmente las charoladas botas de montar, con un latiguillo que tenía en la mano; Narda, haciéndose la distraída, como en casos tales se hacen todas las dueñas de confianza y todas las madres excesivamente cuidadosas por casar a sus hijas, se sentaba en un extremo del tronco, y ya no sabía a que cadera encomendar el peso del suyo, ni a que lado enviar sus miradas, porque había agotado el catálogo de sus posibles actitudes, en su doble papel de Argos vigilante y Mercurio complaciente, y en todo había fijado la vista sin el consuelo de que a su oído, tan experto como sutil, llegara una sola frase que satisfaciera su ávida curiosidad.

Álvaro, cabalgando gallardamente en un brioso corcel, había aparecido en la feria cuando Magdalena, desalentada por no ver a nadie, acababa de sentarse en el madero. No bien la hubo conocido, apeóse rápido, entregó el caballo a un chicuelo de los varios que solicitaron esa tradicional manera de ganarse unos cuartos en las romerías montañesas, y corrió a saludarla. La sencilla joven, al verse junto a él tan de improviso, púsose encendida como la grana; después, pálida como la cera, y luego, se halló sin voz para responder a su saludo. Saltábale el corazón en el pecho, sus sienes latían y los oídos le zumbaban. Cerró los ojos, oyó las primeras palabras de Álvaro entre aquel tumulto de su organismo, y apenas las comprendió; pero debieron de ser dulces y placenteras, porque el alboroto se fue calmando con ellas, como se calma la tempestad cuando el sol aparece y brilla en un cielo sin nubes. Atrevióse después a mirar a la cara del hermoso mancebo; pero al hallar su ardiente mirada en el camino, volvió los ojos de su regazo, y tembló sin saber por qué. Álvaro, en tanto, la refería sus tristezas, sus alegrías, sus temores, sus esperanzas, sus dudas, su fe; y ella, que de buena gana hubiera referido otro tanto, y aún mucho más, no hallaba, en su aturdimiento, fuerzas para responder una sola frase; pero su misma actitud era un libro abierto, y en él leyó Álvaro cuanto anhelaba su corazón. Díjola por qué hasta entonces no había continuado la conversación interrumpida tantos meses antes. En su entender, sólo en ocasiones como la que acababa de ofrecerles la fortuna, libres de toda presión extraña, podían dos almas confiarse sus más íntimos secretos. Las miradas, aunque dicen y penetran mucho, no lo dicen ni lo adivinan todo: refieren el conjunto, no explican el detalle; no descubren el obstáculo, los planes de familia, los escollos del carácter... Esto, y mucho más, puede salir al encuentro al hombre, que sin otro guía que su corazón henchido de ternura, y su mente colmada de ilusiones, llamase a las puertas de la mujer soñada, para ofrecerle su amor y su mano, como se los ofrecía Álvaro a Magdalena en aquel instante. Díjola tras esto quién era él, y todo cuanto Narda la había dicho ya; y al pedirle una respuesta que le librara del ansia en que vivía, la púdica joven tampoco halló en aquel lance de prueba palabras entre sus labios que del apuro la sacaran, y tuvo que pintar a Álvaro la dificultad con los ojos. No acertaba la infeliz a explicarse qué eran aquel placer que la oprimía el pecho; aquella íntima alegría que, como las penas, llevaba lágrimas a sus ojos; aquel purísimo sentimiento que la sonrojaba como si fuera un delito. Pero Álvaro la comprendía perfectamente, y aceptó la turbación de Magdalena por la mejor de las respuestas. Después, descendiendo de la región del sentimiento a la de los hechos y propósitos, habló de unos y de otros, y pudo Magdalena ir orientándose poco a poco en aquel terreno, recobrar su serenidad perdida, y llevar a la conversación todas las discreciones y armonías de su palabra.

En esto apareció don Román; y al verle su hija y Narda, se levantaron súbitamente, como si el estar sentadas allí fuera un delito. Álvaro se levantó también, quedándose algunos pasos detrás de ellas. Llevaba el buen caballero pintada en su cara la mortificación en que le traía el suceso de la feria.

Al acercarse a Magdalena, rompía en pedacitos el papel en que había hecho la liquidación de las ofertas, por la cual acababa de pagar nueve duros a Gorión, que se vio más ufano que perro con pulgas, con la ganancia: no por lo que intrínsecamente valía, sino por el triunfo que representaba.

—¡Cuando digo que en el valle no hay un ganadero que sepa lo que trae entre manos! —exclamó mientras arrojaba al suelo los pedazos de papel.

—Por las señas —dijo Magdalena sonriendo al verle tan sulfurado, —¿perdimos la apuesta?

—La perdimos —contestó don Román muy serio, —y declaro que lo siento como si hubieramos perdido un mayorazgo.

Entonces reparó en Álvaro que se acercó a saludarle. Magdalena se apresuró a presentársele, diciendo, no poco turbada:

—El señor don Álvaro de la Gerra.

—¿De Sotorriva? —preguntó a éste don Román.

Álvaro contestó afirmativamente.

—¿Hijo, acaso, del señor don Lázaro?

—En efecto.

—Tengo un grandísimo placer en estrecharle la mano de usted. —Y mientras lo hacía, añadió:

—El señor don Lázaro es un amigo a quien respeto tanto como admiro, por sus virtudes y su talento. Es la prez del valle.

Cómo sonó este elogio en el corazón de los dos enamorados, excuso yo decirlo. Miráronse ambos, y añadió don Román:

—Hace mucho tiempo que no le veo.

—No sale de casa —contestó Álvaro, —y, desgraciadamente, se lo impide la salud más que los años, aunque tiene ya muchos. Sin esta circunstancia —continuó mirando a Magdalena, —quizá no tardara usted muchos días en saludarle.

—Siempre lo tendré a gran honra, y bien sabe Dios cuánto deseo su alivio. Entre tanto, ofrézcale usted mis respetos, y cuénteme por su mejor amigo, si digno de ello me juzga.

—¡No sabe usted hasta qué punto, señor don Román! —exclamó Álvaro, estrechando nuevamente la mano del noble caballero y mirando a Magdalena, que apreció, sin duda, en todo su valor, la exclamación de Álvaro.

Despidiéronse luego todos, porque la tarde refrescaba, y salieron de la feria los de Coteruco, mientras Álvaro, gratificando rumbosamente al muchacho que había cuidado de su caballo, montó en él y tomó el camino de Sotorriva, por el que, merced al estado de su ánimo, todo le parecía flores y tomillo, trovas y melodías.

Don Román, en tanto, erre que erre con sus novillas y las de Gorión, y dale con la apuesta perdida y con la ignorancia de los feriantes. Magdalena no le oía. Todas las potencias de su alma eran esclavas de un mismo tirano; pero tirano de cadenas de oro y mazmorras de luz y de fragancia. Narda sola contestaba a su amo, hasta que, alcanzándolos Toñazos, cerró con él don Román a brazo partido, sobre el mismo tema; y andando, andando, adelantáronse a las mujeres un buen trecho. Quiso entonces Narda sondear la conciencia de Magdalena y saber algo de lo tratado, bien cerca de ella, en la braña contigua al robledal de la feria, cuando se vieron sorprendidas por una voz melosa que dijo, dirigiéndose a Magdalena:

—Cuide la madamita de no salir del sendero, que hay rocido entre la yerba.

Quien tal hablara era don Gonzalo, con sombrero de copa alta, guantes azules, bastón de manatí y levita ceñida.

Volvióse Magdalena al sentirle, sobrecogida como quien despierta de un sueño delicioso con el graznido del mochuelo.

—¡Ah!... ¡don Gonzalo! —dijo con el desaliento con que se recibe una pesadumbre.

—A los piececitos de usted, niña, celebrando su encantadora salud. Al papaíto ya le veo allí tan bueno.

Y esto lo ensartó el indianete descubriéndose la cabeza, encorvando el espinazo y rasgando la toca hasta los oídos. Pero la joven, sin contestar una palabra, parecía ir contando uno a uno los guijarros de la senda.

De aquella actitud y de la expresión gozosa que daban al semblante de Magdalena los pensamientos que la preocupaban, dedujo don Gonzalo que su fino sentir no había de ser desairado. Esto le animó a continuar el asedio, y dijo, como preámbulo:

—A lo que parece, ustedes han venido a recrearse por estas cercanidas... Muy bien hecho: la tarde lo pide, por su hermosura y templanza.

—Pshe... —respondió la joven por responder algo.

—Hay que aprovechar las ocasiones, Magdalena, de desplayarse un poco por el mundo: no hace buen genial vivir siempre en subterránedos como Coteruco.

Advierto que estos subterránedos, aquellos desplayamientos y cercanidas, y otros análogos pulimentos de palabra, eran como el flauteado del órgano de la elocuencia de don Gonzalo, registro que sólo tocaba éste cuando se ponía tierno, o era la situación patética y sentimental... Y ruego al lector escrupuloso que no me tache los vocablos por inverosímiles, pues a extremos tales conduce en muchos Gonzaleras indoctos, o, si se quiere, ignorantes, el afán americano de marcar mucho los dos y das finales, como signo de finura de lenguaje.

Magdalena lo sabía por tradición montañesa, y contestó, sin reírse, con otro monosílabo mal articulado.

—Sucede también —continuó, tras unos instantes de silencio, el meloso don Gonzalo, con los ojos casi en blanco y la boca hecha una media luna patas arriba, —que al hombre le asaltan tiernas melancolidas cuando menos se lo espera... ¿me comprende usted, madamita? Y entonces necesita el agasajo de las intemperies para consuelo de su tierno corazón.

—Es verdad, —dijo sin entenderle Magdalena, siempre con el alma engolfada en dulcísimos recuerdos.

—¡Ah! —exclamó el indianete, tomando aquellas palabras y aquel arrobamiento por donde más le convenía a él, —¡y si el hombre tuviera la dicha de saber, al respezto de esa atrocidad de dolor, si sus llagas serían curadas, aunque fuera paulativamente, por la correspondiencia de su adorada!

Aquí le apuntó la risa a Magdalena, aunque ni remotamente sospechaba a dónde iba a parar aquella extravagante lamentación; y para conjurar el peligro de que el meloso galán la viera reírse de él, bajó la cabeza sobre el pecho, y aún volvió la cara hacia el lado de Narda.

—¡Oh! —tornó a exclamar don Gonzalo, en presencia de aquel, en su dictamen, pudoroso abatimiento; —pero el hombre iznora... ¡lo iznora por desgracia! si sus finas ternezas son correspondidas; y esto le roba su dormir, y hasta sus caudales le parecen supérfludos, por no decir de sobra.

Con esto creció el peligro en que Magdalena se encontraba; y no sabiendo qué hacer ni qué decir, por hacer algo, y algo que la deleitase, suspiró pensando en Álvaro.

Para el azucarado galán fue aquel suspiro fuego que redujo su ya blando corazón a tierna gelatina. Tembláronle las mandíbulas y las piernas; cerráronse sus ojuelos; quiso decir de una vez todo lo que deseaba, y faltóle la voz. Narda, que iba dada a Barrabás con la intrusión del indiano, díjola al oído algunas palabras, y las dos aceleraron el paso; de modo que cuando don Gonzalo salió de sus amorosas agonías y quiso continuar la interrumpida declaración, se vio a tres dedos de las espaldas de don Román. Renunció de mala gana a sus intentos por entonces, y saludóle muy fino; pero don Román pagó con poco brío la fineza; y so pretexto de que la tarde se acababa y el embarcadero de la Pasera se hallaba libre de ganado en aquel instante, aceleró la marcha. Siguiéronle todos a su paso, y no hubo más conversación. Pero don Gonzalo observó, pasando el río y en el camino hasta Coteruco, al enviar tiernas e investigadoras miradas a Magdalena, que la gentil doncella iba dominada por hondas cavilaciones, y no dudó que, era él quien se las causaba.

Con estas ilusiones en la cabeza, llegó a la portalada de don Román, despidióse de todos hecho una jalea; y derretido de amor y de esperanzas, entró luego en su casa, en la cual no halló sueño aquella noche, porque se la pasó en vilo sazonando un propósito que pensaba realizar sin tardanza, como verá el lector en el capítulo siguiente.

X. Lo que descubrió la feria

Madrugó mucho don Gonzalo, como quien no ha pegado los ojos en toda la noche; afeitóse con gran esmero; fregó y pulimentóse el pellejo, hasta sacarle lustre, y preparó las ropas más apreciadas entre cuantas guardaba en sus baúles; toda esta faena, acompañada de trémulos suspiros, palpitaciones de corazón e incesantes, lánguidas y voluptuosas miradas al espejo. Después, como aún no era, hora de realizar sus meditados planes, entretúvose en ensayar reverencias, sonrisas y posturas; ya blandas y rendidas, ya nobles y resueltas, ya llanas y familiares; hizo entradas y salidas, ora pasando al gabinete desde la sala, ora tornando a la sala desde el gabinete; imaginóse diálogos y discursos, metáforas expresivas, réplicas ingeniosas, todo género, en fin, de artificios y travesuras de lenguaje, y de todo quedó satisfecho y complacido. Almorzó luégo de prisa y sin apetito; vistióse despacio; empapó en esencias varias su pañuelo de bolsillo, sus guantes azules y hasta los faldones de la levita; y al marcar las once su reló, puso el sombrero blandamente sobre sus rizos escarolados, tomó el manatí, volvió a mirarse al espejo, suspiró virando los ojos al mismo tiempo, y se lanzó a la calle con aquel hechicero contoneo que era su orgullo, por ser, en su creencia, la fuerza de su elegancia. Así llegó a casa de Magdalena. Halló a Narda en el portal, y por ella anunció a don Román que deseaba hablarle con mucha urgencia.

Momentos después, don Gonzalo se descoyuntaba a reverencias en el salón que conocemos, delante del comedido Pérez de la Llosía, y se sentaban ambos en el sofá, debajo de la Purísima—, grave e impasible el uno; conmovido, inquieto y desatinado el otro.

Tardó mucho el indianete en romper a hablar; y no parecía sino que estaban los almohadones rellenos de tachuelas punta arriba, según lo que el pobre hombre revolvía las asentaderas sobre ellos, y tecleaba con los dedos en el manatí, y movía el pescuezo entre los cuellos rígidos de su camisa, ínterin hallaba modo de entrar en materia. Sin duda le parecía ésta muy grave para acometida de frente, porque después de flanquearla con aquella mímica embarazosa, habló de la feria y de las labores de la estación, de la última nevada y de la futura cosecha; de todo menos del caso.

Al fin, y cuando ya se le iba acabando al otro la paciencia, amparóse del recuerdo de Magdalena, llenó con él todo su corazón vacilante, y se atrevió a expresarse del siguiente modo:

—Pues los asuntos que aquí me traen, mi señor don Román, son dos, y los dos muy serios... Si usted se sirviera escucharme...

—Rato ha que no hago otra cosa.

—Se estima la fineza... Y prosigo. Primeramente, yo vine a Coteruco a descansar de las fatigas de mi trabajo, y a gastar, como el otro que dice, entre los míos y en santo amor y compaña, el dinero que honradamente gané.

—Nada más puesto en razón.

—Viniendo así a mi pueblo, me encontré con la iznorancia de las gentes: no eran quién para uno amoldado a la buena sociedad de los tiempos. De modo y manera, que fabriqué mi casa, como usted sabe, y me encerré en ella, atenido a cuidar de mis peculios y a vivir con algo de ellos, pues del total del rédito me sobra, sin que sea bambolla, más de la mitad... ¿Comprende usted?

—Hasta ahora, no mucho que digamos.

—Seguiré el relate. Este comportamiento mío no ha sido al gusto de todos: al cabo, no es uno onza de oro... Y sé que tengo enemigos; sé que de mí se han dicho, señor don Román, las miles indiznidades por esos inseztos venenosos: que si fui, que si voy, que si vengo... en fin, ¡herejidas! Pero como mi conciencia estaba muy limpia, y no debo a nadie un centavo, me reí de los dichos, y la guerra se ha ido acabando ella sola... ¿Se va enterando usted?

—Ni pizca.

—Pues voy al caso. Cuando a mí me dejaron en paz, echaron la murmuración hacia otra parte, y la impostura con ella; pero ¡cosa admirable! yo que me había reído de lo que conmigo iba, no he tenido calma para oír callado lo que va con el prójimo... ¿Se entera?

—Siga usted.

—Pues, señor, un día y otro llegan a mis oídos voces y más voces, dichos y más dichos; ahora atacando al pensar, después a la hombría de bien, mañana... a esto y a lo otro, y luego... vamos, cosas que no se pueden oír, hasta que reflexioné y dije: «los hombres de algún valer están obligados a ampararse en los apuros, porque si no, los inseztos se nos vienen encima; cada uno arrempuje lo que buenamente pueda, y allá voy yo con todo mi pecho a cumplir con mi obligación». Y le aseguro a usted, señor don Román, que hice los imposibles y que apreté por lo más duro; pero a fuerza mayor el valiente se rinde, y yo no pude solo contra tanto; porque es de saberse que hay de por medio conspiración en regia, y lo que es peor, intenciones del mismo demonio.

—Bien, ¿y qué? —preguntó aquí don Román con una seriedad y una firmeza que. desconcertaron al indianete— ¿por qué me cuenta usted eso a mí?

—Pues se lo cuento, señor don Román, para decirle en seguida, como ahorita tengo el honor de hacerlo: con usted va la historia, y aquí me tiene dispuesto a rendir la existencia carnal a su propio lado, si a mano viene, para sacar triunfante por el medio A o el medio B que a usted se le ocurra, la diznidad y valía de persona tan respetable.

Don Román miró al indiano, entre burlón e indignado, y le preguntó con sorna:

—Dígame usted, señor mío: cuando de usted murmuraban, ¿conocía a los murmuradores?

—Tanto como conocerlos... Pero sospechaba.

—Pues yo conozco a los que me calumnian, los tengo con frecuencia delante de mí, y no me doy por entendido.

—¡Carambita!... ¡eso ya es demasiado!... No estará usted muy convencido...

—Tengo la seguridad —continuó don Román, tocando con su diestra el hombro de don Gonzalo—, de poner mi mano sobre cada uno de ellos sin equivocarme.

El indianete tembló bajo el peso de aquella mano que le parecía el espadón de la Justicia, y dijo con insegura voz:

—Yo celebro mucho que usted tome así esas cosas. A la verdad, no merecen más que el desprecio; pero yo me arrepiento de haberle ofrecido mi ayuda para combatirlas, porque, en mi lugar, usted hubiera hecho otro tanto. ¿Es verdad?

—No lo sé, porque yo jamás consiento en mi casa que se hable mal de nadie, ni fuera de ella lo autorizo con mi presencia.

Don Gonzalo se quedó yerto, y luego dijo:

—Pero ¿tendré la satisfacción de saber que no le ofende la voluntad con que hice la oferta?

—Puede usted estar seguro de que aprecio su voluntad en todo lo que vale.

—Pues eso me regocija, —exclamó don Gonzalo, mostrándose quizá más gozoso de lo que estaba.

Hubo tras estas palabras un buen rato de silencio.

—¿Tenía usted más que decirme? —preguntó don Román, al ver que el indianete no chistaba. Don Gonzalo volvió a sudar, apremiado por esta pregunta. —Voy a ello, si usted me lo permite, —respondió, pasando el perfumado pañuelo por su cara. Luego carraspeó, se aplomó en el sofá, y dijo así: —Yo, señor don Román, creo que el hombre, cuando llega a su edad varonil, y tiene buenos sentires y su por qué de caudal, y además es desvalido de toda familia, debe buscar esposa que le consuele y acompañe.

—Es muy cierto.

—Pues bien: yo estoy sólido en el mundo, y en lo mejor de la vida; tengo tres mil pesos de renta, y el corazón cautivo de una madamita, y he determinado contraer alianza con ella.

—Que sea en buen hora.

—Ese parecer me alienta, señor don Román.

—Hombre, no veo la razón... Si fuera el de la dama...

—Ese, señor don Román, aunque lo tome usted a vanagloria, creo que le tengo también muy favorable a mi fino deseo.

—Pues entonces...

—Ahí verá usted.

—Absolutamente nada.

—Quiero decir que me falta un requisito de mucho suponer; un requisito que vengo a cumplir hoy, diciendo: señor don Román Pérez de la Llosía, imploro amante y rendido la mano de Magdalenita, su adorada y hermosa hija de usted.

Don Román recibió la demanda como si se le hubiera desplomado el techo sobre la cabeza; después miró con asombro a don Gonzalo (que se había quedado como santo en éxtasis) recordando haberle oído decir que tenía el beneplácito de la señora de sus pensamientos; pero en seguida, desechando por absurda y extravagante su pasajera idea, tomó el caso a broma, y respondió al compungido galán:

—¡Con que me pide usted la mano de mi hija?

—Con toda reverencia y humillación.

—Pues las cosas, señor mío, o hacerlas bien, o no hacerlas.

Dicho esto, se levantó; acercóse a la puerta de la sala, y llamó a Magdalena.

Don Gonzalo creyó ver en estos pormenores y en aquellas palabras, el término inmediato y venturoso de sus tiernas agonías.

Apareció Magdalena. Su padre le dijo, señalando a don Gonzalo:

—El señor acaba de pedirme solemnemente tu mano.

—¡Mi mano! —exclamó aturdida la gentil doncella, temiendo que su padre, que con tal formalidad la hablaba, estuviera de acuerdo con el indiano.

—Tu mano, sí, —, insistió don Román imperturbable.

—¡Sí, Magdalenita —expuso don Gonzalo, acercándose a la joven, entre receloso y confiado, pero siempre blando y pegajoso; —esa mano de nácara y ambrosida para consuelo de mi rendido corazón!

—Pero, padre —se atrevió a preguntar la angustiada muchacha—, ¿es esto serio?

—Hija mía, ya lo ves... ya lo oyes,

—¡Y usted me pregunta!...

—Yo... te consulto.

—Consultamos a usted, Magdalenita, —añadió don Gonzalo, que tomaba las exclamaciones de esta por explosiones de un gozo mal disimulado.

—Pues bien —dijo Magdalena con una entereza impropia de su carácter infantil, pero no del horrendo trance en que se creía colocada, —si a mi decisión se deja... eso, resuelvo que ¡jamás!

—¿Se entera usted? —preguntó entonces don Román al indianete.

Pero éste, falto de fuerzas y hasta de aliento, no le respondió. Volvióse hacia Magdalena su padre, y díjola con cariñoso acento:

—Perdóname, hija mía, el mal rato que acabo de darte... Adivinaba tu respuesta, y por eso te la pedí, aunque el señor me había asegurado que contaba con tu aquiescencia.

—¡Con la mía!... Y ¿quién le ha autorizado para asegurarlo, si en su vida ha hablado conmigo particularmente, hasta ayer, y puedo jurar que no sé lo que me dijo?

—¿Lo oye usted bien? —preguntó don Román a don Gonzalo, con voz áspera y gesto duro. —Ningún motivo tiene usted para asegurar un hecho que, siendo cierto, sería grave por desconocerle yo.

En don Gonzalo acababa de verificarse una transformación que no es rara en naturalezas como la suya, siempre solicitadas de los resabios de origen, mal extirpados por una falsa educación, o por carencia absoluta de ella. Pasado el estupor que le produjo el amargo desengaño, en lugar de buscar un recurso para salir de aquel trance con el menor desaire posible, entregóse de lleno al furor de su despecho, y domináronle sus instintos rencorosos y vengativos. Enderezó el cuerpecillo, brillaron sus ojuelos como dos ascuas, trocóse en apretada lanzadera la media luna de su boca, y respondió, con voz ronquilla, a las palabras de don Román:

—Es cierto que hasta ayer no he hablado con esta señora. Entendí que me había comprendido lo que la dije... Y esa fue mi equivocación. En lo que valgo me he ofrecido, sin afrenta para nadie; y si lo que valgo es poco, yo no tengo la culpa de no valer más.

—Señor González... —replicó don Román—, porque creo que así se llama usted, puesto que así se llamó su padre: le he oído a usted sus pretensiones; se las he transmitido en santa calma a mi hija, para que jamás tuviera usted el derecho de creer que pude yo influir en su decisión, y quedara el caso resuelto de una vez para siempre; lo que usted aseguraba ser señal de aquiescencia en ella, no lo es, y usted mismo lo declara así, y yo me doy por satisfecho... Nada hay en todo esto que, en buena justicia pueda ofenderle. Deje, pues, lo de la afrenta, que aquí no viene al caso, y entienda que, a mis ojos, las tachas no están en la bajeza del origen, pues que todos somos hijos de nuestras obras, sino en avergonzarse de él por frívolas e insensatas vanidades.

Si don Gonzalo entendió lo que esto quería decir, yo no lo sé: el hecho es que, sin tratar de contestarlo, despidióse airado y salió de la casa enfurecido.

Cuando el padre y la hija estuvieron solos, dijo el primero a la segunda:

—Ya que de estas cosas tratamos, quiero que entiendas, Magdalena, que así como yo no me creo con el derecho de imponerte mi voluntad en elección de tanta transcendencia, tú estás en el deber de no dar un solo paso en tan escabroso terreno sin aconsejarte de mí.

Magdalena palideció y bajó la cabeza, como si se juzgara Culpable. Don Román la contempló un momento y dijo,

—¿Ves, hija mía, cómo yo no me equivocaba?...

—¿En qué? —preguntó la joven con insegura voz.

—En una sospecha que adquirí esta mañana... Y verás cómo. Después que al despertar me vi libre de la desazón que me produjo el lance de la feria... porque no quiero ocultarte que sentí muchísimo perder la apuesta en tan solemne concurso...¡qué quieres! cada hombre tiene su manía; yo la tengo por el ganado que crío: se me figura que es lo más hermoso del mundo, y me hace daño que un Gorión le críe mejor, aunque sea de lo mío y de mi propiedad; dígote, pues, que cuando me vi libre de esa preocupación, y me hube reído de ella, vínoseme a las mientes el hijo de don Lázaro de la Gerra, a quien vi en la feria hablando contigo; recordé entonces haber visto a ese joven muchas veces, al salir de misa, en este pueblo; y ocurrióseme preguntarme: ¿por qué se conocen Magdalena y él? Y así, de recuerdo en recuerdo y de respuesta en respuesta, vine a parar, hija mía... por las trazas, a la verdad.

Decía esto don Román por la turbación de Magdalena, que crecía a medida que él hablaba.

—¿Me equivoco en mis presunciones? —añadió don Román después de una corta pausa.

—No, señor, —le respondió al fin Magdalena, con segura voz, aunque no con ojos enjutos.

—Luego me has ocultado...

—¡Eso no!...

—Pues, hija mía; no lo entiendo.

—Dos veces —añadió Magdalena—, ha hablado ese joven conmigo: lo que en la primera me dijo, casi en presencia de usted en el baile de Verdellano, era harto insignificante para hacer sobre ello cálculo alguno; lo que sentí pensando en ello y en las visitas a que usted se refiere a la iglesia de Coteruco, tampoco era para confiado a nadie, y mucho menos a mi padre. En la segunda ocasión fue más explícito, y lo que me dijo me ponía en el deber que usted me ha recordado; pero note usted que eso me lo dijo ayer tarde, y que el tiempo corrido desde entonces no es mucho para vencer ciertos reparos quien, como yo, jamás se vio en apuro tan grave.

Refirió en seguida, como su turbación se lo permitió, cuanto Álvaro la dijo de sus deseos y propósitos; oyólo don Román muy atento, pero reflejándose en su enérgico semblante cierta expresión melancólica, y dijo a Magdalena, cuando ésta, confusa y ruborizada, concluyó de hablar:

—Nada tengo, hija mía, que reprender en tu conducta, ni otra distinta esperaba de tu buen juicio y bien probada cordura; y por lo mismo, creo que no se te ocultará que en la situación en que el asunto se halla, no debe ir éste más adelante sin que don Lázaro, o alguno en su nombre, lo solicite de mí. No siempre los cálculos de los padres van acordes con el corazón de los hijos: pudiera darse este caso en Sotorriva, y te quiero demasiado y estimo mi honrada medianía en lo suficiente, para no ver sin honda pesadumbre que, sin perjuicio de la mutua estimación de amigos, don Lázaro me tuviera mañana en poco para consuegro, y en menos a ti para señora de su hijo: que esto vendría a significar, en substancia, un desacuerdo en esa familia por no entrar en los gustos del padre el casamiento de don Álvaro, o por tratar de casarle con determinada mujer. ¡Conduce a tan extremados reparos el amor a los hijos! No seré yo quien a sabiendas peque por este flaco; y en mi deseo de armonizar tu inclinación con las recíprocas conveniencias, vuelvo a decirte, por tu bien y por el mío, que en tan delicado asunto no olvides el deber en que te hallas de tenerme siempre, y en cuanto sea compatible con el respeto, por tu único amigo y consejero.

Calló don Román y no replicó Magdalena; y respetando el primero los poderosos motivos del silencio de la segunda, la besó en la frente. Tras esta muestra del amor de su padre, lleno el corazón de esperanzas, salió Magdalena de la sala, en la cual permaneció don Román largo rato, meditabundo y melancólico; pues aunque juzgaba lógico y natural el hecho que le preocupaba, jamás había pensado que tan pronto viniera a disputarle un extraño la mitad del corazón de aquella niña, que era la luz de sus ojos y la ilusión de su vida.

XI. Aegri somnia

En cuanto don Gonzalo llegó a casa, envió un recado a Patricio para que, sin pérdida de un solo instante, fuera a verse con él. Acudió el pardillo, y díjole el indianete mientras se despojaba de sus galas:

—Hace tiempo le llamé a usted a este mismo sitio para contarle qué se me quería hacer jefe de una conspiración contra determinadas personas de este pueblo.

—Es verdad.

—Le declaré, camará, que no estaba de ese humor, y también afeé muchas de las cosas que, según se me había dicho, y yo repetí a usted, se trataba de hacer en público.

—Cierto.

—Y a los pocos días volvió usted a relatarme que se había armado en la taberna un partido a la flor, que debía durar dos semanas... Y que se jugaba una becerra.

—Cabales; y como la cosa era de saberse y a usted no le ofendía, también le di cuenta, unos días después, de que el partido iba animándose; que acudía mucha gente a vernos, y que, entre envite y envite, algo se murmuraba que luego se repetía en las cocinas del lugar.

—Justamente; y yo, para probar que no me agraviaba esa diversión, me brindé a pagar de mis peculios la becerra, con la condición de que no lo supiera nadie más que usted.

—Así se ha cumplido... Y la partida marcha que es una gloria, y la gente acude que es una bendición, y aquello es un belén que rechispea... Y a la iglesia no va un alma.

—Pues bien: hoy vuelvo a llamarle a usted para decirle que, además de la becerra, doy un carnero y pago la salsa y el vino... Siempre con la condición de que esto quede entre los dos, y diga usted, si el caso llega, que todo ello es humorada de usted. ¿Me entiende? Pero que acuda mucha gente... ¡mucha! que la partida se anime; que se hable hasta por los codos todas las noches... yo me derrito por la alegría... ¿Me entiende, camará?

Y don Gonzalo, cuando esto decía, estaba fuera de sí: tenía los ojos inyectados de sangre, le temblaba la barbilla y apretaba los puños. Patricio le miraba con asombro, y respondió sin dejar de contemplarle:

—Se hará como usted desea, señor don Gonzalo.

—Pues no tengo más que decirle, —concluyó éste, indicándole con un ademán que se largara de allí.

Entendióle el pardillo, y respondió, mientras hacía una grotesca reverencia, en señal de despedida:

—Con pocas pedradas como ésta, acorrala usted en dos días a Coteruco... A bien que por más acorralado, no doy dos cuartos.

Y como le había visto salir poco antes de casa de don Román, al bajar la escalera murmuró para sí:

—El demonio me lleve si no paece que a este hombre le han dado carrancas en la otra casa.

Como si las tuviera en las fauces, pasó el indiano la tarde, febril y desesperado; y llegó la noche, y fue para él la cama tormento de espinas, Magdalena le había dado calabazas en crudo, y su padre le llamó González a secas, negándole el derecho de llamarse cosa más decente. Le habían herido a un mismo tiempo en su corazón y en su vanidad. Estaba roto el ensalmo de sus guantes azules, de su bastón acaramelado y de sus levitas relucientes. ¿De qué le servían ya estas prendas y otras no menos coruscantes? ¿De qué su palacio ostentoso? ¿De qué su remilgado contoneo y hechicera sonrisa? ¡De incesante y bárbaro martirio, puesto que nada hablaban al corazón de la empedernida ingrata para quien labró su palacio, y antes se engalanaba, se balanceaba y se sonreía el desventurado! En adelante cubriría el espejo con fúnebres crespones, y enfundaría en áspera lona sus baúles, y dejaría que el escajo, la garduña, las zarzas y los helechos invadieran los pespunteados cuarterones de su jardín. En cuanto soñaba y le pertenecía, palpitaba antes el recuerdo de la ingrata, y oía el crujir de su vestido vaporoso, y aspiraba el casto aroma de su hermosura, y hasta sentía el excitante rumor del ósculo apasionado... En lo sucesivo no verían sus ojos más que el pálido semblante y el espantado mirar de la inicua, ni a sus oídos llegarían otros sones que el fatídico ¡jamás! en cuyos afilados garfios se desgarraron sus tiernos deseos, al salir por vez primera del corazón.

Y esto lo vería y esto lo oiría siempre y a todas horas: en el cristal del espejo, y en la soledad de la alcoba, y en las estampas de la sala, y en la fragata del tejado, y entre los arcos de su alcázar, y en los rosales del jardín... ¡en todo cuanto fue antes su delicia, su recreo... su orgullo!

Pero ¿estaba puesto en razón el desdén de Magdalena? ¿Merecía su ardiente pasión el pago que recibía? ¡Qué absurdo! ¿Quién podría, en buena justicia, negar que él era hermoso, y elegante, y rico, y discreto, y docto? Y reuniendo él todas éstas y otras muchas ventajas, ¿cómo se atrevía a despreciarle la orgullosa lugareña?

Discurriendo y batallando así incesantemente, algo como fiebre se apoderó de él, que a las altas horas de la noche, sumiéndole en caliginoso letargo, llegó a producirle deslumbradores delirios.

En uno de ellos vio que se abrían las puertas de su dormitorio, y que avanzaba hasta su lecho, entre vistosos fulgores de luces de bengala, ordenado escuadrón de púdicas beldades con diademas de oro en la frente y guirnaldas de olorosas flores en las manos.

Dulces y arrobadoras melodías sonaban en tanto, y a su compás danzaban voluptuosas las doncellas en derredor del lecho largo rato. Después sellaron, una a una, con sus rosados labios, la ardorosa frente del iluso, y con níveo y perfumado cendal enjugaron el sudor que el rostro le humedecía, y la más bella, más gentil y más pegajosa, ciñéndole la cabeza con sus ebúrneos brazos, le dijo con voz sonora y argentina, en tanto las otras beldades le contemplaban con ojos lánguidos y amorosos:

—¡Oh, tú! mortal hechicero, en quien las gracias prodigaron sus dones, ¿por qué gimes? ¿por qué lloras? ¿Qué se te da a ti del áspero desdén de una tosca lugareña? ¿Por qué en tan ruín señora pusiste el rico tributo de tus finos deseos? ¿Qué vale esa tarasca para llenar el abismo de tu corazón apasionado, ni beber con caricias delirantes el caudal de ambrosía que vierten a raudales las eternas sonrisas de tu boca?... Mira en tu rededor reinas, emperatrices y duquesas, que, rendidas, imploran que trueques el duro potro de martirio en que ahora te agitas y retuerces, en blando y voluptuoso nido de sus amores castos, ardientes, infinitos. Todas te amamos, todas te pretendemos; sacude la modorra que te abate, abre los saeteros ojos, contémplanos y elige.

Tras estas palabras, volvieron a agruparse las vírgenes y derramaron sobre él frasquetes de patchoulí, rosas de Alejandría y yemas acarameladas. Y en tanto, las campanas de Coteruco sonaban con triste clamoreo, porque Magdalena se moría de envidia y de remordimientos. Después entrelazaron sus guirnaldas, colocáronle blandamente sobre ellas, y comenzaron a mecerte en el aire. Sintió en una de estas sacudidas que por todas las extremidades de su cuerpo se le escapaba la vida, larga, larga, larga y delgada como un hilo; pudo el amor al pellejo más que la fuerza de las ilusiones; hizo un desesperado esfuerzo para asirse a algo... Y despertó. Mas todo era silencio y obscuridad en su aposento. Ni una reina, ni una emperatriz, ni una triste duquesa halló a su lado que le confirmara la verdad del cuadro embriagador de su delirio. Pero si el hecho no existía, su recuerdo, vivo y palpitante en su memoria, le sugirió una idea. Demostrado estaba, hasta por el sueño de que acababa de salir, que si no de reinas y emperatrices, porque no existían en los contornos, él era merecedor, por sus prendas y caudales, de la dama más apuesta y encopetada del valle.

No obstante, Magdalena te había desdeñado y su padre le tuvo en poco, evocando recuerdos, que él creía borrados para siempre Por los rayos de su flamante esplendor. Era, por tanto, indispensable que la vanidosa familia le viera codiciado de mujer que valiera tanto como Magdalena en ranciedad de estirpe. Y ¿quién lo valía en Coteruco? Osmunda. Osmunda no era bella, ni elegante, ni fresca, ni tenía la virtud de conmover su corazón sensible y ardoroso; pero era de ilustre solar, y dama de fina cepa. No la tomaría por esposa; pero explotaría en beneficio de sus intentos aquella fervorosa adhesión con que le distinguía y abrumaba la infanzona. Magdalena lo vería; y al contemplarle siendo el embeleso de otra dama ilustre, conocería el valor de lo desdeñado, y lloraría su insensatez, y él podría entonces vengar el desdén con otro más inclemente, o adquirir por conquista lo que solicitó como esclavo. En cuanto a don Román, ¡en buenas manos había caído para que no le pagara el ultraje hasta con réditos!

No pudo dar comienzo a su acordada empresa en el mismo día, porque le costó más de cuatro de recogimiento la indigestión de las calabazas; pero en cuanto logró andar sin vértigos ni sudores, vistióse con esmero y se trasladó a la Casona con el doble fin de hablar con Lucas y enloquecer a su hermana. Al primero le dijo lo que ya éste sabía por Patricio, que lo había leído en los mal disimulados deseos del indiano: que estaba resuelto a sacrificar sus escrúpulos en aras del patriótico pensamiento del Estudiante. Con Osmunda fue un sinsonte canoro, e hizo prodigios de flauteado. La infanzona echó fuego por los ojos, y tembló de placer sobre la silla. En aquella mujer toda pasión tomaba aspectos bravíos. Jamás había hallado al indiano tan fogoso e insinuante; y en su propósito de aislarle más para conquistarle mejor, clavó a Coteruco, en cuerpo y alma, en la picota de su mordacidad. Don Gonzalo se sintió crecer hasta la alteza de los inmortales, al verse venerado de aquel modo.

Cerrada ya la noche, Lucas y su amigo salieron juntos de la Casona.

—Osmundita —la dijo el meloso al despedirse, —hasta la vista.

—¡Hasta siempre... Gonzalo! —contestó la solariega con voz fogosa y ojos centelleantes, oprimiendo entre los dedos de su mano, lívida y descarnada, la velluda y rechoncha que el otro le tendió.

La llaneza del tratamiento, inusitada en Osmunda, conmovió al indiano; y viendo a la hermana de Lucas a la luz que la abrasaba, hasta llegó a decirse:

—Pues, bien mirada, esta mujer no es fea.

Lucas se despidió de don Gonzalo en cuanto salieron a la calle.

—Voy a la cátedra, —le dijo.

—Mucho cuidado, amigo, con la Justicia que le vigila.

—La Justicia está ya presa, señor don Gonzalo.

—Con todo, no hay que fiarse...

—Estoy haciendo allí mucha falta. Mis sustitutos han explicado ya, con gran éxito, lo preliminar y accesorio; precisa que entremos de lleno en materia, y a eso voy esta noche... ¡Qué progresos, don Gonzalo!... ¡No salgo de mi asombro! ¡Qué idea la de ese endemoniado Patricio! Con una becerra en salsa vamos a conquistar a Coteruco.

Separáronse. Don Gonzalo se encerró en su casa, bien indemnizado, en su concepto, del berrinchín de las calabazas, y Lucas entró en la taberna.

XII. El cenagal de Coteruco

La noticia de que se añadía un carnero a la becerra y se hacía un proporcionado aumento de convidados al festín de la Pascua, se extendió rápidamente por el pueblo y llevó nuevos y no pocos espectadores al partido, con lo cual el escándalo acabó de penetrar en los pacíficos hogares de Coteruco. Eran allí todas las mujeres partidarias decididas de don Román, que tenía a raya los vicios de sus maridos; sabían lo que en la taberna se trataba delante de éstos, y los veían llegar a deshora de la noche, y no siempre en sus cabales. Reprendíanlos ellas, murmuraban ellos; y como los más crédulos o suspicaces dejaban traslucir las sugestiones de que iban henchidos, la indignación de las mujeres crecía, y llegaba al apóstrofe seco y punzante; el apóstrofe provocaba una réplica brutal, la réplica un lamento, el lamento la disputa, y la disputa arañazos y repelones más de dos veces. Algo se reflejaba de estos desacuerdos domésticos en la mies al otro día (andábase, a la sazón, en las faenas de la siembra); algún cuchicheo se notaba el domingo en el corro; pero podía asegurarse que, de tejas afuera, el respeto a don Román sellaba todavía los labios e impedía toda manifestación irreverente, hasta en los autores del infame complot. De todas maneras, lo que estaba sucediendo en el pueblo era por todo extremo alarmante, y aumentaba en gravedad de día en día: la taberna parecía absorbente vorágine que se engullía a los hombres de Coteruco en cuanto salían dos pasos más allá de los umbrales de sus puertas.

En la noche a que en este capítulo nos referimos, no se veía a los cuatro jugadores, ni el velón que los alumbraba sobre el tosco tablero de roble que servía de mesa: tan circuídos estaban de curiosos. Amontonados unos sobre otros, de puntillas los más bajos, estirando todos el pescuezo y abriendo mucho los ojos y la boca, trataban de leer en los mugrientos naipes lo que ligaba cada uno, o quién envidiaba en falso, o quién se caía con treinta y ocho, o quién aceptaba el resto con veinticinco, sabiendo, por discretísima seña del compañero, que había cuarenta redondas en el mano. Real y positivamente lo entendían aquellos cuatro jugadores. Cada envite era una emboscada, y un prodigio de previsión cada caída. Estos atractivos y el inaudito valor de lo jugado, daban a la partida un interés incalculable. Además, Patricio hablaba como un sacamuelas, y siempre fue muy celebrada en el pueblo su garrulidad; Barriluco no cantaba un punto ni tendía una sota sobre la mesa, sin traer a cuenta los resbalones de algún notable; Facio echaba la culpa de sus golpes desgraciados a los deslices del cura, y Polinar se jactaba, en son de burla, de no apurarse por las pérdidas, porque cerca estaba don Román para sacarle de apuros «con su cuenta y razón», como había sacado en su día a Barriluco; el cual, a instancias de Facio, contó el episodio de la caldera y desmintió en redondo que se la hubieran devuelto a su mujer con dinero encima, jurando, por aquellas cruces que hacía con los dedos (un poco torcidas, eso sí), que para rescatarla tuvo que vender uno de la vista baja (con perdón de los oyentes) y un celemín de fisanes.

En éstos y otros análogos trances, los concurrentes se miraban entre sí, y Patricio los miraba de reojo; y cuando en alguno de ellos notaba incredulidad, o siquiera duda, le alargaba un vaso de vino de lo del jarro que estaba sobre la mesa para consumo de los jugadores, y solía decir, como si le inspirara el piadoso fin de que allí no saliera nadie lastimado en su reputación:

—Cuando los dichos son de ese modo, ya es pasarse de lo justo. Todos sabemos muy bien que a Dios no se le engaña. Pues dejemos a Dios que se entienda con el que obra mal... y nosotros, a lo que estamos.

—Es de razón, —se le contestaba, apurando el vaso... Y el veneno.

El mismo Barriluco dio luego la noticia de que don Gonzalo había regalado a un aparcero de Verdellano su parte de ganancia en una res vendida en la última feria de San José. amén de otra cantidad muy respetable para levantar un hastial medianero.

—¡Esas son las verdaderas caridades —dijo Polinar, —y no algunas que yo sé, con mucha trompeta... y ná en junto!

—¡Oh... don Gonzalo! ¡No sabéis vosotros la gran persona que es! Di que se le ha mirao con mal ojo desde que vino, y eso le ha quitao a él de hacer muchos beneficios— porque es hombre opíparo de dinero y no sabe lo que tiene; y de por sí, blando como unas dulzuras. Y arrimao al pobre como la uña a la carne... ¡Hay que ver sus sentires cariñosos, como yo los veo a cada hora, y su gemir y sospirar por el bien del necesitao, cuando mas le murmura y menosprecia la envidia de la gente!... Y, por último, es de la cepa nuestra; y esto vale mucho en su día para entenderse con él cada uno en sus inclemencias.

Dijo esto Patricio alargando un vaso de vino a Carpio Rispiones, que estaba de pie a su lado oyendo con asombro, pero sin repugnancia, cuanto se decía en bien del indiano y en mal de su protector generoso.

—Seis envido, —añadió el trapisondista después de recoger el vaso vacío que le volvió Carpio, y poniendo, al mismo tiempo que envidaba, en el centro de la mesa, seis granos de maíz tomados del montoncito que le correspondía.

Quísolos Facio y se dio la tercera carta. Pasó éste, que era mano, guiñando el ojo a Polinar, su compañero. Patricio reenvidó diez: Polinar echó entonces el resto, y el envidante le aceptó con cuarenta; pero las tenía Facio de mano, y gano el juego.

—Se ha ganado en ley, caballeros, —dijo Patricio sin incomodarse.

—Está perdido en regla —objetó Facio; —no ha podido hacerse más que lo que ustedes han hecho para defenderse.

—¡Vaya, que no sois ranas!

—¡Pues digo que vosotros!...

—Quien diz que maneja el naipe como una seda —apuntó el cáustico Barriluco, —es el señor cura.

—Ya no tanto, —repuso muy grave Patricio escanciando un vaso de vino y ofreciéndosele a Facio.

—¿Con que también le gusta a ese santo tirar de la oreja a Jorge? —exclamó Polinar.

—¡Ufff! —respondió Patricio sacudiendo al aire la mano izquierda, mientras con la derecha escanciaba otro vaso a Barriluco; —y si no, que lo diga a su amigote, el señorón de la otra casa.

—¿También ese?

—Pues ¿qué ha de hacer, hombre? De más arriba o de más abajo, leña somos todos del mismo tronco.

—¡Y yo que hubiera jurado que en su vida habían roto una cazuela!...

—No diré que por la presente las rompan de esa clase; pero bien me acuerdo yo cuando se armaba cada zalagarda en Pontonucos, en casa de la Peripuesta, que estaba de guapa entonces que robaba los ojos de la cara...

—¿Allí iban?

—Un pie detrás de otro, con una porrá de señorones del valle.

—Pues ¿de ónde piensas tú —dijo Barriluco —que ha sacao el cura la casa y el huerto, y el ganao que, por más que él lo niegue, tiene en aparcería por el valle, y los botes de onzas que están enterraos donde él sabe muy bien?

—¿Luego sacamos en limpio —añadió Polinar fingiendo una sorpresa candorosa, —que allí se jugaba de largo?

—¡Ayayay!... ¿así estamos, inocente? ¡Allí se jugaba a cuanto Dios crió; y se bebía y se comía... Y lo demás!

—Pero, hombre, ¡no digas que un señor cura... Y un don Román!...

—¡Pues ahí está la hipocresía de esos fariseos!... Y no te cuento nada de andar los dos una noche a testarazo limpio sobre si la hija de la Peripuesta se amejaba más al uno que al otro... aunque yo diré para mí que la muchacha, y a la vista está, es la mesma estampa de la Organista.

Aquí hubo un murmullo huracanado entre los oyentes—, y Carpio, que no salía de un asombro sin caer en otro mayor, dijo, después de rascarse mucho la cabeza, mirando con ceño adusto al maldiciente:

—Si todo lo que se acaba de decir es tan cierto como eso, maldito si ajuntáis boca con verdá. Conozco a la muchacha de la Peripuesta, y por cierto vida mía que más paece ratón despellejao que presona humana.

—De modo —replicó Barriluco un poco desconcertado, —que si se toman las cosas al pie de la letra y rata por cantidá... pero mírala en su andar, en su aquél de voz y su finura de ojos...

—Taday, ¡niquitrefe! —gruñó Carpio; —eso no es más que habladuría y fanfarria... El hombre ha de ponerse siempre en la razón...

—Justo y cabal, —interrumpió Patricio, temiendo que sus cómplices, con el afán de probar mucho, no probaran nada. Después llenó el vaso hasta los bordes y se le ofreció a Carpio.

—Carpio dice la verdad —añadió en seguida guiñando el ojo a Barriluco: —para juzgar a los hombres, no hay que sacar las cosas de sus quicios... Y, por último, lo que he dicho siempre: si hay hipócritas que hacen negocio con la buena fama y engañan a los pobres para chuparles el sebo el día de mañana, con Dios se verán que les ajustará las cuentas... Nosotros, a lo que nos importa. A ti te toca dar, Facio.

Y puso en manos de éste la baraja.

—Es de razón, —dijo Carpio, devolviendo a Patricio el vaso vacío.

Barajó Facio; apiñáronse los espectadores, que se habían aumentado con el atractivo de la murmuración, y continuó el partido con las peripecias usuales y la pimienta convenida.

En esto entró Lucas, y no pudo acercarse a la mesa de juego para ver a los jugadores y satisfacer como uno de tantos, su fingida curiosidad. El tabernero, orgulloso de ver visitada su casa por levita de tan fina calidad, apresuróse a ofrecerle una silla junto al mostrador, donde también se agrupaban ociosos fumando, bebiendo y charlando de pie, y a ratos oyendo lo que en otro corrillo, sumido en las tinieblas del fondo de aquel local, hablaba Gildo Rigüelta, no muy alto, pero sin réplica, señal de que sus oyentes iban de acuerdo con él.

Rodeó la gente del mostrador a Lucas, y Lucas, al hallar así la ocasión que iba buscando, no quiso desaprovecharla. Habló a su modo; consiguió que se le hicieran muchas preguntas sobre las cosas del día; respondió a ellas como mejor cuadraba a sus intentos; habló de los de la revolución que se esperaba, y cátale explicando con ejemplos, deducciones y comentarios, una lección de sufragio universal, materia nueva en aquellas regiones. Era el alcalde el más cercano oyente; pero como, en su concepto, ni aquélla era la política, ni tendía a perturbar el orden, ni a soliviantar los ánimos, la digna autoridad aplaudía que se las pelaba.

Entre tanto, en el grupo de la sombra se oían a intervalos palabras y frases sueltas, por las cuales se conocía que el tema de Gildo era demostrar que ciertos y determinados beneficios, en apariencia, eran en el fondo, y bien examinados, una infame picardía; y que el párroco de Coteruco no era mejor ni peor que todos los curas de la cristiandad; es decir, un vividor a expensas de la crédula ignorancia de los pobres babiecas, sus feligreses.

Y al propio tiempo el vaso no paraba, y el tabernero, que en su vida se había visto en otra, no daba paz a la mano, retorciendo la llave de la canilla, ni a los pies, corriendo de un lado a otro. Así sudaba el quilo; pero le sudaba muy a su gusto, porque Patricio se había comprometido a responder del gasto que se hiciera a cuenta del partido, y el tal no era hombre que se dejase embargar ni aun por el valor de la taberna. Apuntando iba, por ende, lo que se sorbía; ¡y Dios sabe cómo lo apuntaba, sin reposo ni sosiego para hacerlo con estricta equidad!

A medida que Lucas se iba engolfando en sus explicaciones, el grupo que rodeaba a los jugadores fue agregándosele poco a poco; y en cuanto se acabó el juego que estaba pendiente, los jugadores mismos, a propuesta de Patricio, acudieron también a oír al Estudiante, el cual, según dijo el trapisondista en voz resonante y apasionada, tenía la gracia de Dios en la punta de la lengua, y en el caletre la sabiduría de los tiempos y el pan de los pobres.

El grupo de Gildo, y Gildo a su cabeza, pasó también a engrosar el auditorio de Lucas.

Cuando éste se vio rodeado de aquella muchedumbre que le devoraba con los ojos, y oscilaba lenta y acompasadamente, porque los más se hallaban a medios pelos, y abrumaban con la pesadumbre de sus cuerpos vacilantes a los menos, quienes, a su vez, los volvían a la vertical por aliviarse de la carga, incesante maniobra de la cual resultaba aquel vaivén de marejada; cuando oyó el sordo roncar de tantas respiraciones contenidas, y vio el ansia que mostraban los más lejanos por encaramarse en bancos y ventanas para no perder palabra ni ademán, sintióse el energúmeno poseído del genio de los grandes tribunos: abandonó el estilo familiar de la conferencia; saltó sobre el mostrador, ágil y suelto, sin que se lo estorbara en lo más mínimo su pata coja; afirmóse allí en su muleta, arrojó el sombrero lejos de sí, encrespó con los dedos el poco pelo de su cabeza, lanzaron sus ojos rayos de entusiasmo, alzó la diestra en ademán solemne, y exclamó, a grito pelado:

—¡Insignes ciudadanos de la patria!... ¡ilustres víctimas de los tiranos de Coteruco!: me habéis oído la explicación del sufragio universal, fuente de todos vuestros derechos, hoy conculcados y desconocidos; base, cimiento, cuerpo, remate, fin y corona de la soberanía popular... Empero necesitáis ahora que, retrotrayendo mis ideas al cauce generador de vuestros males, y dejándome llevar del sacro impulso de mi patriótica indignación, os ponga el dedo sobre la llaga. ¿Sabéis cuál es la fuerza que os aleja de la posesión de esos derechos? ¿Cuál es el misterio fatal que os priva de ser libres, soberanos, poderosos y felices? Oídlo bien: el señor feudal y el confesionario... o en términos más concretos: el clericalismo. Más concreto todavía: el clérigo... En una palabra, el cura... Este cura, el cura de allá, el cura de la otra parte, todos los curas de España, todos los curas del mundo... ¡todos los curas de la humanidad! (Asombro en el auditorio). ¡Ah! ¡el cura! ave siniestra que os arranca los ojos para que no veáis la luz... Pero ¿sabéis vosotros, desdichados, lo que es el cura? El cura es la ignorancia. Por eso no se asoma nunca, como nosotros, los hombres de la ciencia, a la ventana de la inmensidad, llamada telescopio. ¡La verdad le aterra!... Pero ¿por qué se turba el mundo? ¿Qué rumor se oye en los espacios? (Movimiento de curiosidad en los oyentes). ¿Es el juicio final? (Terror en unos e inquietud en otros, según el estado de cada cual). ¿Es el ángel exterminador? (Conatos, en algunos, de echar a correr). No hay que temer. (Explosión de tranquilidad). Es vuestra redención que llega a pasos de gigante... Es el estruendo que produce la caída del clérigo en el abismo de su expiación, empujado por el coloso de la ciencia... El día se acerca, ciudadanos de Coteruco; la luz ilumina ya los horizontes de vuestro valle. Yo os lo anuncio, yo os lo digo. Desechad el escrúpulo, romped la cadena, abrid los oídos a la nueva enseñanza que yo os predico... que nosotros os predicamos; y muy pronto la España toda, toda la Europa, toda el Asia, toda el África, toda la Oceanía... ¡toda la humanidad! sentirá en la corola de su espíritu el rocío consolador de la noticia de vuestra soberanía rescatada... He dicho.

—¡Eso es hablar, puñales! —gritó Patricio echando el sombrero al alto y bajando de un brazado a Lucas del mostrador. —¡Qué vengan aquí pedriques que vengan aquí misioneros... que vengan los mismos pájaros del aire, a ver si cantan como este pico de oro!... ¡Caballeros, este sermón hay que mojarle!

Con la cual noticia la muchedumbre, hasta entonces muda y como atolondrada con el discurso del Estudiante, empezó a revolverse, a gruñir y a carraspear; a dar, en fin, señales de vida.

El vaso volvió a circular de boca en boca, hasta que se agotaron seis jarros de los mayores—, y Gildo gritó entonces, desde la altura de su banco:

—Señores: el pedrique que habéis oído no tiene vuelta; pero a las palabras se las lleva el viento, si no hay detrás obras que las amparen... Eso digo yo, y el que sea valiente, que me siga.

Tras estas, palabras se lanzó a la puerta. Barriluco, Facio y Polinar le siguieron tambaleándose; Patricio, después de buscar la razón de aquella salida en la cara de Lucas, que le dio a entender que también le ignoraba, resolvióse a apoyar a su hijo a todo trance.

—Dirvos, hijos míos, dirvos —aconsejó a unos y a otros de los más remolones; —dirvos con él, que cuando él vos llama, con razón será.

Y empujando a éste y palmoteando en las espaldas del otro, salieron todos de la taberna, como bestias los más borrachos, y movidos de la curiosidad los más serenos. Ya en la calle, a las once de la noche, la muchedumbre comenzó a relinchar y a dar corcovos; y siguiendo a Lucas, detuviéronse todos debajo de las ventanas del señor cura, a quien saludaron con una docena de morrillazos a los cristales, otras tantas seguidillas indecentes que entonaron a porfía Gildo y Barriluco, y un sin cuento de apóstrofes soeces, que los más borrachos se creyeron en el deber de lanzar a los oídos del santo varón. Hecho esto, y algo más que no es de escribirse en este libro, dijo una voz:

—¡Ahora... a la otra casa con lo mismo!

Pero cual si la proposición hubiera sido una descarga cerrada, desbandáronse como palomas todos cuantos eran tertulianos de don Román. Pensáronlo mucho los que se quedaron a pie firme; y al cabo se fueron a dormir la mona a sus respectivos domicilios, donde todo era sustos y congojas, como en el resto del pueblo con motivo de la algarada.

¡No había memoria en Coteruco de un escándalo semejante!

XIII. La bola de nieve

Al día siguiente fue don Frutos a casa de don Román, y le halló en la huerta, paseándose desazonado y triste.

—¿Sabe usted lo ocurrido anoche? —le preguntó.

—Nada ignoro, señor don Frutos, —le respondió el caballero.

—Y ¿qué le parece a usted?

—Que me siento avergonzado, como si fuera yo el delincuente y no una de las víctimas del infame complot.

—¿Luego usted sigue creyendo que le hay?

—A no estar ciego...

—Pero, señor don Román, yo no puedo acabar de comprender qué fines guían a esos infelices.

—Esos infelices son ciegos instrumentos de cuatro bribones que los han seducido.

—Y ¿cómo es posible eso en tan poco tiempo? ¿Cómo se ha obrado tan rápidamente esa transformación?

—En virtud de un aparente absurdo que es, sin embargo, un hecho notorio en todas partes; en virtud de esa fuerza misteriosa que es impotente contra la debilidad de un hombre solo, y conquista y avasalla a un pueblo entero en un instante.

—Pero los beneficios recibidos... la gratitud...

—¡La gratitud!...

—¿Duda usted que la conozcan?

—No dudo: lo niego.

—¡Cáspita, don Román, me parece demasiado eso!... Y no lo digo por lo que está pasando en este pueblo... Pero tanto como negarles en absoluto ese sentimiento...

—Señor don Frutos, una cuerda no vibra lo mismo tendida sobre un tosco madero que sobre pulida caja.

—Cierto es; pero no caigo...

—Esto quiere decir que lo que usted y yo entendemos por agradecimiento, no se parece en nada a esa misma virtud sentida por ellos.

—Es verdad: les falta la educación, que viene a ser, siguiendo el símil de usted, la caja armónica de esa y otras cuerdas semejantes.

—Cabal.

—Pero así y todo, el respeto que todavía le conservan a usted, prueba que los beneficios recibidos...

—Señor don Frutos, vive usted en una lamentable equivocación si cree que el respeto que me ha guardado esta gente hasta hoy, es obra de mis beneficios.

—De ellos y de la posición social de usted...

—Error también, amigo mío. Estos hombres no piensan, ni ven, ni sienten como nosotros; viven adheridos a la costra de los sucesos, y, a lo sumo, escarban en ella, pero no ahondan; juzgan con los sentidos, y no ven más allá del reducidísimo círculo de sus ideas, por necesidad mezquinas y personales, como sus hábitos y tendencias. Por eso, señor don Frutos, a estos hombres no se les domina por el prestigio del saber ni de la alcurnia, ni aun por el interés de la dádiva; hay que penetrar en su terreno, bajarse hasta ellos, asimilarse, digámoslo así, su propia naturaleza, y después aventajarlos en todo... hasta en fuerza bruta. Así llegué yo a dominarlos... Y así se les ha dominado siempre en todas partes. ¿Quién ha arrastrado a las masas populares lejos de sus deberes, o hasta la más sublime epopeya? Hombres de su misma estofa; jamás el atildado razonamiento del tribuno desconocido, ni el ostentoso relumbrón del personaje.

—Concedido; pero entonces ¿cómo se explica que esta vez se hayan dejado convencer tan pronto, aun contra la realidad de los hechos?

—Porque los elegidos para predicadores son hombres de su misma condición; diestros en la elección de armas y terreno para dar la batalla con buen éxito... Y cómo estos infelices que, además de ser suspicaces por ignorantes, son montañeses, o lo que es lo mismo, dos veces suspicaces, han de dudar hoy que usted es un hipócrita y yo un tirano, si hay quien se lo asegura y se lo demuestra con testimonios, aunque falsos, en la taberna, en la calle, en la mies... en todas partes y a todas horas.

—¡Qué indignidad!

—No es, por tanto, don Frutos, la caída lo que a mí me sorprende, pues siempre la juzgué posible por lo mismo que conozco muy bien la condición de los caídos: lo que me admira es que haya hombres tan infames que se complazcan en arrastrar a la perdición a estos ignorantes que vivían felices en su estado.

—Si combatiendo el mal con un poco de habilidad...

—Sería perder el tiempo. Piedra que rueda al abismo, podrá detenerse, pero no retrocederá; y si se detiene, caerá a la menor presión que se ejerza sobre ella. ¡Ruegue usted a Dios que la total caída no ocurra mucho antes de lo que temo, y no presencie Coteruco el espectáculo de su completa ruina!

—No es creíble, don Román, que eso suceda tan rápidamente y sin que nos dé tiempo para... ¡caramba! siquiera para luchar con gloria.

—Vea usted lo que hemos caminado en poco más de una semana. La taberna, antes abandonada, no se cierra; las borracheras se siguen y se alcanzan; el escándalo es el estado ordinario del pueblo; la blasfemia se ha echado a la calle, y el desenfreno del vicio y de la rebeldía ha llegado a su colmo anoche, apedreándole a usted las ventanas... De manera que, a poco que extraños elementos ayuden, como por desgracia ayudarán en breve...

—Cierto; pero...

—Note usted que se ha elegido la Cuaresma para consumar esos actos de barbarie.

—No lo niego,

—Es decir, que anda en el negocio una mano experta en el mal; y no cabe duda de que en el propósito de recoger el fruto a todo trance, se ha herido al árbol en el corazón.

—Pues yo, don Román, a pesar de todo, venía con el ánimo de que llegáramos a un acuerdo sobre el caso.

—Y ¿qué acuerdo cabe, señor don Frutos?

—Tal vez trabajando usted sobre los que vienen por aquí por la noche...

—¡Si ya no viene nadie... o como si nadie viniera! Vienen unos pocos, por cumplir y de mala gana, y como luchando entre la verdad y la calumnia, a juzgar por la cara que me ponen. A la menor palabra mía que no les halagara, tomándola por disculpa irían a reunirse con los de la taberna. ¡Si le aseguro a usted que no sé cómo mirarlos, en mi afán de contener el desastre, y hasta llego a parecer yo el delincuente y no la víctima! ¡Con qué pena los veo, don Frutos, caminar al abismo con la venda sobre los ojos! ¡Sangre mía que fueran, no me causara su perdición tan honda pesadumbre!

—¿Y como no, señor don Román, si su felicidad era obra de usted?... Pues juzgue usted ahora lo que a mí me pasa. Toco la campana todas las noches al rosario y a la doctrina... Como si callara. De ocho días acá, no acuden a la iglesia más que viejos, mujeres y chiquillos; pero no a rezar, sino a gemir y a pedirme que traiga a sus hijos y a sus maridos a la buena senda. Y ¿cómo traerlos? Hablo a uno, reprendo a otro, amonesto a cuantos encuentro en la calle, predico desde el presbiterio en cuanto oigo toser hombres en la iglesia; dícenme todos que hablo como el Evangelio; danme grandes esperanzas, y hácenme promesas muy formales de enmienda... Hasta he tratado de ir a la taberna misma, para cogerlos con el delito entre las manos. ¡En hora feliz deseché el propósito juzgándole contraproducente! ¡Buena hubiera quedado mi autoridad en medio de la horda que anoche apedreó mi casa! Por fortuna, no estaba yo en ella, que había ido a acompañar a la pobre tía Piquera, a quien ayer sacramenté, y se veía sola y abandonada, porque el bárbaro de su hijo estaba en la taberna hecho una cuba, y la nuera en el molino desde por la mañana. De hallarme en casa, hubiera salido al balcón a cumplir con mi deber, protestando siquiera contra las horribles blasfemias que, según noticias, proferían aquellos cafres; y tal vez me hubiera tocado algún morrillo de los que me dejaron sin cristales, y hasta sin una ventana, que saltó hecha astillas. De manera, señor don Román, que no sé qué hacer en tan gravísimo trance.

—Y la autoridad ¿por qué no toma cartas en el asunto?

—Ya las toma. Según me han dicho, el alcalde era uno de los que dirigían la serenata.

—¿Se convence usted de que sería inútil toda tentativa por nuestra parte?

—Ya; pero también cruzarse uno de brazos...

—¿Y quién se cruza? ¿No cumple usted con su deber predicando la verdad donde quiera que su palabra es respetada?

—Sí; pero...

—¿Ha de profanar usted su ministerio, luchando a brazo partido con borrachos y bribones?

—Pero usted, señor don Román...

—Yo, señor don Frutos, desautorizado por la calumnia para meter en la buena senda a los que de ella se han separado, no puedo hacer otra cosa que encerrarme en mi conciencia y librar a mi decoro de la afrenta de justificarme delante de esa canalla.

—Verdad es; pero muy triste.

—Más triste fuera, señor don Frutos, que de esta podredumbre sin ejemplo, no salváramos usted y yo... siquiera la dignidad.

—En fin, señor don Román, no insisto; pero yo no puedo callar.

—Ni debe usted tampoco, señor cura; pero cuide mucho de ver en qué terreno asienta el púlpito; pues no en todas partes tiene igual fuerza la palabra divina, aunque sea un santo el que la predique. ¡Y Dios quiera que antes de mucho no le nieguen a usted el respeto hasta en el altar mayor!

Don Frutos se separó de don Román, convencido de que no era empresa fácil hallar el acuerdo que fue buscando a su casa.

El domingo siguiente, es decir, dos días después de este suceso, se esperaba un sermón fulminante a misa mayor, y la gente no cabía en la iglesia. Don Frutos andaba muy lejos de pensar en defraudar las esperanzas de sus feligreses. Estuvo terrible. Acometió de frente el asunto, cosa que hacía raras veces; y no vaciló en afirmar que conocía los móviles de los que agitaban la discordia en pueblo tan feliz y venturoso. Hubo para los malévolos, para los ingratos, para los escandalosos, para los blasfemos; y pintó el cuadro de lo porvenir de Coteruco con los colores más patéticos y sombríos.

Observóse que los hombres que oían el sermón desde el cuerpo de la iglesia, como si tuvieran horror a la luz que de lleno los hería, con el pretexto de hallar banco en que sentarse, iban metiéndose, uno a uno, debajo del coro y en lo más obscuro. Cuando allí no cabía ya una pulga y el silencio era completo, Barriluco, que se hallaba acurrucado sobre unos ciriales tendidos debajo de la escalera, dijo a media voz, recogiendo un apóstrofe del cura a los maldicientes:

—¡Como yo te convidara a comer las asaduras de la becerra, ya hablarías de otro modo!

El dicho cayó en gracia, como toda desvergüenza, y el contagio de la risa fue avanzando, de onda en onda, hasta el altar mayor. Inspiróse don Frutos en la atrevida irreverencia para caer con nuevos bríos sobre los contumaces, cuando apareció a la puerta de la iglesia el perrazo de Patricio dando aullidos espantosos, porque de propio intento acababa Gildo de sacudirle dos estacazos tremebundos. Aterróse al pronto el auditorio, que no estaba en el secreto; y entre lo de «¡echar afuera esa bestia!» «¡de poco te asustas!» «¡el demonio parece que anda suelto en Coteruco!» «¡a ver si vos calláis!» «¡mejor fuera arrasar la taberna!» «¡pícaros!» «¡silencio!...» y otras voces y otros clamores incómodos y perturbadores, don Frutos se vio obligado a suspender el discurso en lo más caliente, poniendo a Dios por testigo de lo que hacía «por no ver profanada la Cátedra de la Verdad por el demonio de la impostura y del sacrilegio».

Los temores de don Román se habían realizado. Los estragos de la conspiración llegaban ya a la iglesia. La bola iba engrosando a medida que rodaba.

Contra aquella podredumbre no había otra defensa que separar lo sano de lo corrompido, para no perderlo todo. Pero ¿quedaba algo sano en el pueblo? ¿Quedaba algún espíritu sin contagiarse de aquella peste asoladora que iba invadiendo al vecindario de hogar en hogar, de corrillo en corrillo, hiriendo de muerte a los más rudos, despertando sospechas en los más avisados y excitando la curiosidad de todos?

XIV. Cómo estaban los mejores

Y aconteció que Cargio y Gorión se encontraron en una calleja: Carpio con un rozón al hombro, y Gorión con peal de hierro al brazo, por llevar las manos ocupadas en liar un cigarro. Y dijo Gorión parándose delante de un convecino:

—Ya que te alcuentro, Carpio, echa un misto si le tienes.

Carpio se descargó del rozón; y como no tenía mistos, echó una yesca. Encendió Gorión en ella, y, en buena correspondencia, ofreció su petaca de sucia a Carpio, que medio la desocupó sobre la palma callosa de su mano izquierda: tomó después de devolver la petaca, un papel de su propiedad, que saco del bolsillo de su chaleco; y mientras bregaba con sus dedazos para meter en tan angosta envoltura tal cantidad de tabaco, dijo a Gorión:

—¿Aónde vas por ahí, si se puede saber?

—A la fragua voy, a dar una calda a este peal. ¿Tú, por las trazas, vas al monte?

—Sí: a rozar voy una suerte pa la corralá.

Chuparon ambos sus respectivos cigarros durante unos instantes, sin cambiar una palabra. Carpio se echó al hombro el rozón. Era señal de que se disponía a continuar su camino. Gorrión le dijo entonces:

—Hombre... ya que aquí los ajuntamos tan a mano, voy a decirte un sentir, si no te ofende.

—Pues tú dirás, Gorio, —repuso Carpio volviendo a bajar el rozón y cargándose sobre el asta.

Gorión, procediendo a la inversa, echóse al hombro el peal alumbró tres chupadas al cigarro, que sonaron como tres bofetones, y dijo a Carpio:

—¿A ti qué te paece de eso que se corre?

—Pero... ¿me lo preguntas, o me lo vas a decir?

—Lo mesmo me da, Carpio.

—No soy de ese pensar, Gorio.

—Hombre... es que no quisiera engañarme.

—Pues aticuenta que yo tampoco.

—Y si, pinto el caso, el ditamen de un hombre de bien, como tú, le atajaba a uno su mal ver...

—Di tu sentir, Gorio, que yo no te encultaré el mío...

—Pus, ya que te empeñas, dígote, Carpio, que, de tres días acá, no sé de qué mano viene el viento, al auto de conocer a los hombres.

—¿Díceslo, Gorio, por esas voces que han salido de la taberna?

—Andando, Carpio. Allá me fui una noche, por aquello de «¿aónde vas, Clemente?...» y yéndome allá, con ánimo de ver cómo se las manejaban esos botarates de la becerra, ¡en jamás de los jamases otra igual aquí vimos!... arriméme, arriméme; y, amigo de Dios, oí las miles desvergüenzas de unos y otros, y a pique estuve, Carpio, de entrar a guantás con Barriluco cuando le oí que tomaba en boca a don Román para afrentarle.

—Pus aticuenta, Gorio, que eso mesmo me aconteció a mí.

—Debió caer en ello Patricio, porque al otro día buscóme hacia la portilla de la mies... ¡y tales cosas me dijo!... ¡tales historias me contó!...

—A mí me vino con los mismos ites y manejes.

—Dispués acá... no lo niego, Carpio, he vuelto a la taberna, y... vamos, te confieso que cada vez me da menos amargor lo que se cuente de uno y otro... A la verdá, que por allí andas tú también.

—No lo niego, Gorio; pero lo que yo digo es que por más que se cuente y Patricio nos relate... ¡hay cosas, Gorio, hay cosas!... ¡te digo que hay cosas, que yo no las trago ni a jorcón!»

—Bien está eso, Carpio, y lo mesmo me digo yo a mí mesmo para mí solo... pero luego viene el dicho del uno y el del otro, y... vamos, se entontece el hombre.

—Pero, Gorio, pongámonos en lo justo; y lo justo es al respetive de lo que te voy a estipular: contra lo que uno tiene delante de los ojos y en la palma de la mano, ¿qué vale el decir de las gentes?

—Y ¿qué es lo que tú ves, Carpio, delante de los ojos y en la palma de la mano?

—Pues veo, Gorio, al auto de don Román, un favor en cada palabra.

—No está eso mal, Carpio; pero salta Patricio y dice, a lo mesmo, que al auto de cazar, unos cazan corto y otros cazan largo.

—No lo entiendo, Gorio.

—Quiere decirse que unos siembran para coger mañana, y otros el año que viene.

—Ponlo más claro, Gorio, si te paece.

—Póngolo, Carpio, ya que te empeñas: dicen que don Román hace los favores con su cuenta y razón que si no los cobra mañana, los cobra el otro día, y a buena cuenta se lleva el respeto del vecindario, y, como quien dice, el campar en Coteruco, que, al fin y postre, ha de ser de él de punta a cabo, por artes de la gente de soflama que manda en el gobierno de arriba... Dispués, Carpio, no es oro todo lo que reluce, según se ha venido a averiguar. Ya oistes jurar a Barriluco que era mentira lo de la caldera, y que para golverse a ella tuvo que vender su hacienda...

—Yo no creo a Barriluco por su palabra ni por sus juramentos, Gorio... Gentes hubo que vieron el ochentín en manos de la su mujer.

—Pero también se dijo, Carpio, allí mesmo, aunque muy al escucho, que bien podían tener todos razón, porque, por entonces, la mujer de Barriluco era una perla de guapa.

—¡Gorio!... eso es mal pensao, y tú no lo puedes creer.

—No lo creo, Carpio; pero rifiero lo que se estipula al auto.

—La verdá es, Gorio, si hemos de hablar, como el otro que dijo, al consonante de la reflixión, que en dando el hombre en cavilar, cavila los imposibles.

—¡Ahí está la jaba!

—Que las cosas se van viniendo ellas solas a magín; viniendo, viniendo... Y jilando, jilando...

—¡Cuando yo te digo que sí!...

—¿Te alcuerdas tú de cuando se le quemó la casa a Chisquín?

—Como si fuera ahora mesmo.

—Bueno; pues entonces recordarás que aquello se iba en pavesas, sin que naide atinara por ónde echarlo mano. Chisquín se jalaba del pelo, la mujer se esvanecía, los mozucos moquiteaban, y nusotros mira que mira la hoguera... Y ná. Llega, en éstas y otras, don Román con sus sirvientes y un demónchicos de bomba que había traído de Inglaterra pa regar la huerta de banda a banda; forma la gente que andaba por allí; y unos por el pajar, otros por la cocina, unos por detrás, otros por delante aquellas mujeres a la puerta, y estos muchachos a la bomba, y él al frente de todos con las llamas en las patillas, antes de dos horas se acabó la quema. Al otro día hizo de por sí mesmo el tanto más cuanto del ultraje de la casa, y le dijo a Chisquín:

—Ahí lo tienes en dinero para echarla arriba otra vez... «¿te enteras tú bien de esto que te rifiero, Gorio?

—Como si lo tuviera delante de los ojos, Carpio.

—Pues escúchate y perdona: hablaba yo de lo mesmo a la hora con Barriluco, ponderando la caridá de don Román, y va y me dice:—Calla, tocho, que todo eso es comedia... Y cebo». —«Pero, hombre», díjele yo, «¡el dinero, dinero es, y lo que don Román hizo en la quema, público fue, y a la vista está! ¿qué le importaba a él que la casa se quemara, si la casa es de Chisquín?» Auto a ello, me respondió de esta manera: —«¿No ves, tonto, que Chisquín le debe mucho dinero y muchos servicios, y al señorón le trae cuenta que, el probe siempre tenga fincas, pa cobrarse él en su día, como se cobrará de ti y de mí?» Parecióme, Gorio, muy mal el dicho por entonces; pero ¿quién te dice a ti que da en venírseme al magín unos días hace desde que va uno oyendo esas otras cosas que se corren; y jilando, jilando!...

—¿No te lo decía yo, Carpio?

—Qué quieres, Gorio; yo...

—¡Como te ponías tan aquello, porque yo creía!...

—Pues ahí verás, que no andaba muy lejos de pensar como tú... sólo que me costaba mucho confesarlo, porque, a la verdá, me cuesta mucho creerlo... Pero va uno a la taberna... golpe en la taberna; va uno al corro... golpe en el corro; va uno a misa... golpe en el portal de la iglesia. Tanto y tanto se ventea el dicho, amigo de Dios, que o matarlos o creerlos. Yo no diré que sea bien hecho lo de la noche del señor cura... porque fue algo demás la bulla; pero si Gildo canta la verdá y el Estudiante no la enculta...

—¡Pus ese es el mate mío, Carpio!

—Y que no hay que darle vueltas, Gorio: si lo del beneficio es u no es, puede ponerse en pleito; pero lo que es lo otro... lo otro, en lo tocante a lo otro, la cosa no tiene escape.

—Y ¿cuál es lo otro, Carpio?

—Lo que se nos encultaba de la pulítica.

—¡Como que eso fue lo que a mí me abrió los ojos!

—Por ello empecé yo a cavilar en lo demás.

—Lo que al respetive nos ha estipulado Gildo por boca del Estudiante, es mucho cuento.

—Lo que yo digo es que habiendo en la pulítica tanto que nos importaba, no debió ese hombre cerrarnos los ojos al auto de ello.

—Pero es que cerrándolos nos dejaba a oscuras y a su mandato, y podía servir con nusotros a los señorones pudientes de arriba, que, en su día, han de servirle a él dándole la mitá del valle.

—¡Ajá!... Y no podía uno salirle al encuentro con lo de que delante de la cara de los ensalzados, todos semos iguales, y tan voto es el mío como el voto suyo, y tal anochece labrador, que puede madrugar intendente.

—Y que de mandar Juan a mandar Pedro, va el llevarle a uno los hijos al servicio, o el dejárselos en casa; el pagar lo que pagamos en dinero, o no pagar pizca de ello, como ahora se va a ver si trunfan los ensalzaos.

—Y ello ¿qué nos darán si triunfan?

—Por lo visto, mucho güeno.

—Falta nos hace algo de eso, que de majar terrones, harto está uno.

—Esa es la fija.

—Vaya, Gorio, que no te fue mal en la feria: vendistes, al último, las novillas en lo que quisistes, y a más apandastes un puñao de duros por la apuesta.

—Qué quieres, Carpio: empeñóse el hombre en que había de valer la suya, hasta en la crianza del ganao, y pagó la fantesía.

—Pues átala al dedo, y vete jilando, Gorio... ¿Has vuelto a su casa?

—A decirte verdá, cuatro días hace que no le veo.

—Y yo cinco.

—Dende que corren esas cosas, no sé qué cara ponerle, ni la que me pondrá él a mí sabiendo que estoy al tanto.

—Por igual me alcuentro yo, Gorio—, y témome que dos cuartos de lo mismo les pasa a los demás... ¿En qué te paece a ti que parará todo esto?

—Malo lo veo, Carpio, si no trunfan los del Estudiante y ponemos aquí la ley—, que aunque me duela mirar mal a ese hombre, tal se han puesto las cosas...

—El ite está en que yo le debo unos cuartos.

—Al que más y al que menos le sucede otro tanto.

—¿Y si pide?

—Con pagar se queda en paz.

—Ya; pero si falta, pinto el caso...

—De probes no hemos de salir.

—Verdá es eso.

—Y tanto da debérselo a él como a quien lo apurra para pagarle.

—Cierto es también.

—Las cosas, Gorio, hay que ponerlas en su punto. Si nos da reses, buenas ganancias le dejamos; si nos da tierras, con su por qué las da... Verdá es que uno tenía siempre aquella puerta abierta; pero también nos íbamos con él aonde nos quería llevar, como rebaño de bestias, salva sea la comparanza y mejorando lo presente... Quiere decirse, Gorio, que, aunque no le cobre uno la mala voluntá que se les ha descubierto, finiquitos estamos de cuentas a toas horas.

—Es de razón... ¿Vas esta noche a la taberna?

—Si ha de pedir uno parte en la becerra, no se puede faltar. —Ya sabrás que se ha añadido un carnero. —También le paga Patricio, según se corre. —Hay quien dice que anda en ello la mano de don Gonzalo. —Posibles tiene a manta de Dios, según se rifiere.

—Y a lo que se ve, es hombre de buena entraña.

—Pus tampoco era santo de la devoción de allá, ni había que mentar su nombre en la cocina. —¡Pa que vayas jilando, Gorio! —Dejémoslo estar, Carpio.

—Mejor será... Saca la petaca, si te paece.

Sacóla Gorión, hizo cada cual un cigarro, encendió yesca Carpio, y comenzaron los dos a dar sendas chupadas resonantes. Carpio volvió a echarse el rozón al hombro, y dijo:

—Si no mandas otra cosa, Gorio, voime al monte.

—De razón es ya, Carpio; yo también me voy a la fragua. —Entonces, a más ver, Gorio.

—Que haiga salú, Carpio.

XV. El verdadero fondo del cenagal

Casi al mismo tiempo que Gorión y Carpio hablaban en la calleja lo que puntualizado queda en el capítulo anterior, Patricio y Gildo, sentados en el poyo del portal de su casa, departían al tenor siguiente:

Y decía Gildo:

—Ya que platicamos de esto, vamos, padre, como el otro que dice, a ver si nos entendemos.

—Habla, hijo, habla, que bien sabes, —respondió Patricio, guiñando sus ojuelos de raposo.

—Pues digo, padre, que lo que aquí está pasando no se vio jamás en Coteruco.

—Hablaste, Gildo, con verdá.

—Que el trabajo que llevamos es mucho trabajo para cristianos que tengan todavía un poco de vergüenza.

—¿Eh?... —gruñó Patricio frunciendo mucho los ojos y enseñando los dientes.

—Que por mucho que el fruto sea, no paga lo que cuesta alcanzarle.

—Pura verdá, Gildo.

—Y yo pregunto ahora: ¿qué nos va ni qué nos viene a nosotros en todo ello?

—¿Eh? —volvió a gruñir Patricio, con el propio gesto que antes.

—Que para quién trabajamos usté y yo.

—¿Todavía no lo has conocido?

—Creo que no, padre.

—Pues para ti y para mí, simple.

—No lo entiendo.

—Bien a la vista está.

—Don Gonzalo cree que se trabaja para él.

—Ya sabes que a don Gonzalo le faltan la mitá de los sentidos.

—Lucas piensa que es para «la causa de la libertad».

—Lucas no está ya en Zaragoza por un milagro de Dios.

—Y el que más y el que menos de los de afuera, jurará que no nos guía otro aquél que hacer daño a don Román.

—¡Bastante me importa a mí don Román, por sólo ser don Román!

—Pues usté dirá ahora.

—Digo que tú y yo estamos jugando en esta comedia una fortuna.

—No alcanzo a verla.

—Ya lo verás en cuanto venga lo que se está armando por el mundo... Y vendrá, según papeles cantan y noticias corren.

—¡Tatatá!...

—Niega lo que quieras, Gildo; pero suponte, por un caso, que es verdá.

—Supongo.

—Lucas no es hombre de caber en Coteruco tan aína como los ensalzaos trunfemos... Todo lo que él dice en contra y sobre mejorar el pueblo y el valle, es pantomina y embuste, que no trago... ni tú tampoco.

—Corriente que no.

—Tenemos a Lucas fuera de combate. Pus évate con don Gonzalo. ¿Crees tú que este hombre sabrá, en jamás de los jamases, hacer cosa en concierto sin nosotros?

—Mucho puede la autoridá que irá a sus manos.

—Onde no hay cabeza, Gildo, no hay que temer. De modo y manera, que vendrá a quedar la cosa entre tú y yo.

—Pero si Lucas no se va...

—Aunque se quede, y aunque don Gonzalo llegue a discurrir de por sí solo, que no lo creo, ni el uno ni el otro son quiénes para mover a esta gente. ¿Qué han hecho ellos hasta hoy al respetive de eso? Menos que nada: pedricar el uno medio en latín, y cerner el otro la levita, con más miedo que vergüenza.

—¿Quién ha arrancao estas gentes de la cocina de don Román y del respeto de don Frutos? ¿Quién la ha corrompido en tres días, hablando la verdá? Ese pico tuyo y esta agudeza mía, aunque mal me esté el decirlo... Y el día que el dinero de don Gonzalo o la palabrería de Lucas quisieran reclamar para ellos el vecindario de Coteruco, ¿qué han de poder contra nosotros, que hemos sido capaces de arrancársele a don Román, que tiene dinero, talento y corazón para medio mundo? Desengáñate, Gildo: onde quiera que a ti y a mí se nos ponga, al trunfar la que se está armando, siempre seremos los amos de Coteruco.

—Pues pinte usté el caso.

—Píntole. Más arriba o más abajo, yo he de estar en el Ayuntamiento y tú has de ser secretario, o Carrascosa se ha de ajuntar con el Pico de los Cabrales.

—No está mal pensao, padre, ni mirándolo bien, sería cosa del otro jueves.

—Aunque lo fuera, Gildo... Y voy al caso. Tú sabes muy bien que a mí me conviene echar a la lumbre algunos papeles que andan en poder del depositario de fondos... cosas de mis arbitrios y trapisondas; papeles que siempre están clamando contra mí, por si debo o no debo... ¡Qué ocasión para quemarlos!

—Si no le sucede a usté lo que la última vez que fue concejal...

—¿Que no pude echarlos mano, por más que hice?

—Justamente.

—¿No ves, tonto, que este Ayuntamiento no ha de formarse como los otros, sino en barullo y vocerío, y que, motivao a la zambra que yo cuidaré de armar en su hora, se dará por bueno y por corriente lo que en eso y otras cosas se encuentre entero y en su sitio?

—Ya me hago cargo...

—¡Pues dígote el Sel de la Tejera, que, echando por corto, pasa de doscientos carros!

—¿Piensa usté apandársele, padre!

—Siempre le tuve entre los dientes, hijo mío... ¡Si es el avío de un pobre!

—En todo caso, saldría a remate.

—¡Inocente!... En esas jaranas, los pueblos tienen horror de gastos; y como el Gobierno tardará mucho en meter en caja el barullo, cada Ayuntamiento buscará sus arbitrios, que en su día se darán por buenos, por la cuenta que tendrá a los de arriba, que estarán en igual caso que nosotros. Pido yo, en bien de los pobres, que se venda el Sel, o que se inmortalice, como habla Lucas; y a puertas cerradas me quedo con él, a cuenta de débitos que tendrá el Ayuntamiento conmigo, por esto o por aquello, que yo arreglaré campantemente... Y a otra cosa.

—Pero como no ha de estar usté solo en el Ayuntamiento...

—Como si lo estuviera, Gildo, para el caso.

—Dudo yo que don Gonzalo, que de seguro estará, se deje engañar como los melenos de afuera.

—Don Gonzalo se dará por muy servido con que yo le consienta apandarse el monte que está detrás de su casa, y le conviene para ensanchar la posesión.

—Pintar, bien lo pinta usté, padre.

—Habas contadas son éstas, hijo: yo te lo aseguro... Y ¿qué me dices, Gildo, del platal de esta gente que, para la fecha del caso, andará sin pies ni cabeza?

—¿Qué platal es ese, padre?

—No me negarás, hijo, que esta recua de bestias, que por un vaso de vino y cuatro mentiras mal hilvanadas, han perdido las Indias que tenían a la vera de don Román, andando los días han de dormir la mona en las callejas, y así han de jalar del mango de la herramienta, como yo bendecir de Padre Santo. Y has de ver, Gildo, entonces, cuando no tengan pan que llevar a la boca, y la mujer pida el de cada día, y el hijo un trapo para abrigar las carnes, y la contribución lo suyo, vender una finca por un mendrugo, y firmar, entre sorbo y sorbo, ochenta pagaderos con la hacienda, por ocho recibidos de presente para salir del ansia del apuro... ¿Te enteras, Gildo?

—Me entero, padre... más de lo que quisiera.

—¿Ahora te pasas y antes no llegabas?

—Es que no creí que iba usté tan lejos.

—Y ¿qué te duele en ello, ángel de Dios?

—Duéleme el pensar que no es honrao traficar con la desgracia del vecino.

—¡Honrao!... ¿Y lo es todo lo que estamos haciendo tú y yo de algún tiempo acá?

—Por ahí me dolía a mí cuando empezamos a hablar.

—Pues, hijo, ya es tarde para echarse atrás. Y ya que la casa se quema, calentémonos a ella; y lo que tú y yo no cogiéramos, otro lo aprovecharía... y, por último, ni tú ni yo tenemos la culpa de lo que pasa: mandados somos, que no mandadores.

—Pues si en eso no pensara yo, ¿cree usté que mi concencia...?

—¡Concencia!... ¡Ay, Gildo, qué poco sabes del mundo! La concencia es según que se la trata: mímala mucho, y no te dejará sosegar con quejas, de día ni de noche; olvídate de ella, y no dirá siquiera «esta boca es mía».

—¡Buena está esa cuenta!

—No se echan otra los hombres de bien, en estos casos. Por lo demás, Gildo, todos quisiéramos hacer el agosto sin segar la mies; pero no hay tortilla sin cascar huevos... Así es el mundo, y así ha de ser hasta que fenezca: unos cuerda, y otros pescuezo; y si lo quieres más claro, diréte que hasta falta a la ley de Dios el que, pudiendo ser araña, se contenta con ser mosca.

—Pero estos infelices que no tienen culpa ninguna, ¿por qué han de pagar por todos?

—Porque nacieron para eso, Gildo, como la mies para el dalle. Esos infelices, aquí y en Ingalaterra, son el río que revuelven de vez en cuando, para matar el hambre, cuatro pescadores necesitaos. Ni punto más, ni punto menos. Atente a ello, hijo, y considéralo bien; considera lo que semos y lo que podemos ser en el día de mañana, y ten confianza en tu padre, que él te dirá quién es cuando le veas bracear en medio del remolino... Y vamos ahora, muchacho, a discurrir el modo de dar el golpe que ha de acabar de atontecer a estas gentes, y de cortarles toa retirada.

—Usté dirá, padre.

Mas como lo que se trató en esta parte del diálogo no nos importa gran cosa, echo aquí la cortina para que el lector descanse unos instantes, ínterin se preparan los actores, que han de salir vestidos de gala en el capítulo siguiente.

XVI. El festín

Reflexiónese un instante sobre lo que significa guisar una becerra, por pequeña que sea, y un carnero, aunque no peque de grande, y servir la masa resultante en múltiples y variados condumios, a sesenta convidados, en una taberna de aldea, con su ajuar mezquino y a mucha distancia de un mercado en que surtirse de lo más indispensable para cumplir tan difícil cometido, y se comprenderá lo que se revolvió en Coteruco desde ocho días antes del acontecimiento.

La Semana Santa fue un incesante escándalo. Por de pronto, el pueblo entero estuvo pendiente del festín de la Pascua; y público fue que no cumplieron con ella muchísimos de los que jamás habían faltado a este precepto; como lo fue también, con asombro de propios y extraños, que el Ayuntamiento no tuvo a bien acercarse al confesionario, quebrantando así la tradición inalterada en Coteruco desde que los nacidos se acordaban. Por ser muchos los solicitantes, hubo siempre que sortear entre ellos doce rollizos mocetones que cargasen con los dos pasos de la procesión del Jueves Santo; pues en la ocasión de que se trata, a duras penas, y muy rogados, halló don Frutos ocho, harto desiguales y no muy forzudos, que cargasen con la Oración del Huerto y Jesús atado a la columna, cuando al tabernero se le estaba brindando, para ayudarle, lo mejor de cada casa... ¡Qué más! hasta Toñazos el de la Callejona armó de mala gana el esqueleto del Monumento, dejándole inseguro y desnivelado porque tuvo que invertir toda la semana, complacidísimo, en arreglar con tablones, parte de ellos arrancados de sus propias pesebreras, la mesa del festín en el piso alto de la taberna. Díjose también que el mayordomo de la iglesia no trabajó lo necesario para buscar las mejores colchas para el Monumento; y es averiguado que por no haberse atrevido a pedírselas, como de costumbre, a don Román, ni a encargar a Magdalena el adorno de la almohada de la Cruz, estuvo aquél deslucido como nunca.

Todos los afanes eran para la función de la taberna: el mismo Juan Antón prestó tres fuentes y un caldero estañado; Chisquín, dos cargas de leña; Gorión, cuatro sillas y seis platos, y Carpio, una sartén y tres cazuelas. No se citaba un solo tertuliano de don Román que no hubiera contribuido, o no estuviera dispuesto a contribuir, con algo, siquiera consistiese en trabajo personal, para el mayor lucimiento de la anhelada fiesta. De este grupo fueron la mayoría de los invitados al regodeo, no tanto por su fiel asistencia al partido, cuanto por razones políticas que se le alcanzarán fácilmente al lector. Pero había otros tantos de ellos, y muchos más de los otros, que andaban a la husma del festín, persuadidos de que habría salsa para todos; de manera que nadie se negaba a ayudar al tabernero en sus preparativos.

Por tres juegos habían perdido la batalla Patricio y Barriluco; pero nadie creía que la pagaban ellos, desde que se supo, a última hora, que se aumentaba el agasajo con dos calderadas de arroz con leche. El nombre de don Gonzalo había dado en sonar con tal motivo; y como Patricio no mostraba gran empeño en negarlo, y hasta había declarado la verdad a un par de amigos, «en confianza», tomaron mucho cuerpo los rumores y alcanzó con ellos gran auge el indianete, no poco alzado ya en la opinión pública durante la Cuaresma.

Cada vez que Rigüelta le visitaba, procuraba ir acompañado de alguno de la otra casa, para que le rindiera pleito homenaje. Así fue viendo en la suya don Gonzalo a los principales tertulianos de la cocina de don Román. Pero acontecía a menudo que, para demostrarles Patricio que podían pasarse muy bien sin la protección que habían perdido, presentaba un necesitado al vanidoso hijo de Bragas, excitándole a que le socorriera; lo cual no le agradaba tanto como los sahumerios, pues con ello iba saliéndole muy cara la conquista del suspirado predominio.

Prueba fue a sus ojos del que iba adquiriendo, la solemne invitación que se le hizo a que tomara parte en el banquete... ¡como si no le pagara él de su bolsillo! Agradecióla en sumo grado el mentecato; pero creyó muy político no aceptarla, aunque con la promesa de no privar por entero de su bizarra presencia a los comensales.

Fueron éstos más de sesenta en propiedad; pero cerca de otros tantos los pegadizos que rodeaban la mesa y comían, de pie, de lo que sobraba, que era mucho, y bebían de lo que abundaba en jarros y botijos sobre la mesa, debajo de ella y en cada rincón de la sala. Al olor de lo de arriba, llena estaba también la parte baja de la taberna. Bebíase allí mucho, aunque a expensas propias, y no poco se pellizcaba de los guisotes que subían y de las sobras que bajaban en jirones tibios y manoseados.

Como estaban abiertas puertas y ventanas, y aun así no se podía respirar en aquella pocilga, y se gritaba mucho arriba y se hablaba muy recio abajo, las inmediaciones de la taberna estaban llenas de muchachos que de vez en cuando se dispersaban por el pueblo, llevando a hogares y corrillos noticias detalladas de cuanto pasaba y se decía en el banquete. De este modo puede asegurarse que todo Coteruco asistió a él.

Empezó al mediodía del domingo; y a las cinco de la tarde, deglutida la becerra a fuerza de vino, descuartizóse el carnero, que exigió, para atravesar los esófagos rendidos, nuevos auxilios del jarro. Los comensales más valientes empezaron entonces a perder la serenidad; y como los muchachos de afuera continuaban su espionaje, nadie ignoró en el pueblo cuántos y quiénes de los concurrentes al festín rodaban a aquellas horas por el suelo, o roncaban sobre la mesa.

De entre los más serenos escogió Patricio tres, y con ellos pasó a invitar a don Gonzalo y a Lucas a tomar el arroz con leche que iba a servirse. También esto se supo inmediatamente en el lugar, como se supo que habían aceptado la invitación los dos caballeros; que acababan de entrar en la sala, en medio de un estrépito de voces roncas y destempladas; que el alcalde, que ocupaba la cabecera de la mesa, se la había cedido a don Gonzalo, y que Patricio había colocado enfrente de él a Lucas. Era la pura verdad.

El Estudiante tomó en su diestra un vaso mugriento lleno de vino tinto, y alzándole sobre su cabeza, brindó por la unión de aquellas gentes, prenda segura de la prosperidad futura de Coteruco, si no se apartaba de la buena senda que había emprendido. Contestáronle eructos, restregones y bramidos. En seguida brindó don Gonzalo con las mismas ideas de Lucas, y a propuesta de Patricio, saludósele con un ¡viva el señor de la Gonzalera! que fue tanto como alzarle sobre el pavés, allí donde no había sino tarteras de barro mal cocido.

Sirvióse luego a los dos señores copiosa ración de arroz con leche, la cual probaron por corresponder a la fineza; y con el pretexto de no dar motivo a los malévolos para interpretar torcidamente el hecho de su presencia allí, retiráronse al instante. La verdad era que aquello les daba asco y, aunque obra suya, les infundía cierto miedo.

Patricio, al verlos salir, dijo mascando a dos carrillos:

—¡Esto se llama, caballeros, parcialidá y estimación de veras ¡Ésta es la verdadera gente de saber y de posibles, y el sol que alumbra y da calor a los pobres! Yo vos digo que seréis unos desagradecidos si no los ponéis en las niñas de los ojos, como a padres y superiores de vusotros... ¡contra todo viento y a toda resistencia!... ¡del insuncorda mesmo que se pusiera por delante!

Levantóse aquí, no sin trabajo, Chisquín Bisanucos, el niño mimado de la otra casa; hizo algunas tentativas de discurso; y no pudiendo compaginar cosa con orden ni sentido, dijo balbuciente:

—Otorgo al auto. —Y desplomóse.

Gildo se alzó luego, en un extremo de la mesa, rojo el semblante, deshechos sus rizos, suelto el cuello de la camisa y desatacados los pantalones y el chaleco. Tomó el asunto donde lo dejó su padre, y gritó desaforadamente:

—Siempre he dicho yo que donde están las obras no valen tres cominos las palabras. Pues ahora vos digo que llegó la ocasión de que se vea quién es hombre como Dios manda, y quién un chafandín de pantomina; quién va por los caminos regulares, y quién ha venido aquí por el solo aquél de llenar la panza.

—¡Hombre soy como el que más! —dijo a esto, con voz de trueno, Juan Antón, sin levantarse.

—¡Repito al consonante! —añadió Toñazos oscilando.

—¡Lo mesmo estipulo! —balbució Gildo—; y por la buena voluntá, que corra el vaso, si mal no vos paece.

Y corrió el vaso, y corrió la noche; y Barriluco y Facio y Polinar, con cuyas respectivas chispas se contaba para alegrar el festín, no levantaron cabeza desde las primeras horas, ni cosa más divertida hicieron que dar manotadas en la mesa, reírse como idiotas y canturriar indecencias.

Al rayar las diez, cuando los comensales de arriba iban apaciguándose y los concurrentes de abajo disminuían, y quedaban libres de curiosos los alrededores de la taberna, tomó el festín un aspecto enteramente nuevo. Las mujeres de los que, según noticias fieles, no podían rascarse ya, invadieron la sala del convite. Unas llorando y otras maldiciendo, todas intentaban sacar de allí a sus maridos. Entre éstos los había de buen vino, y tomaron el lance a broma, y aun algunos de ellos lograron calmar a sus afligidas y escandalizadas mujeres... Y hasta verlas sentadas a su lado saboreando el pecaminoso trago. Otros, más bravíos, recibieron las amonestaciones con denuestos y amenazas serias; pero todos, blandos y duros, convinieron unánimes en que no podían retirarse a dormir, porque faltaba lo mejor.

Y lo mejor fue que, obedeciendo una orden súbita de Patricio, se levantó la gente como pudo, abandonó la sala, y unida a los bebedores de abajo, ¡que también estaban buenos! echóse en tropel a la calle, aquí tropezando el débil, cayendo allí el muy cargado, y los más firmes pisando con mucha dificultad, pero todos gruñendo o vociferando, en estridente y desacorde algarabía. Parecía aquello una piara de cerdos despeados, conducida por pastores energúmenos.

Así llegó la turba, un poco mermada por los que iban quedándose en el camino, abrumados por el peso de la borrachera, a la plazoleta de don Román. Muchos entraron en ella sin darse cuenta de lo que hacían; algunos hubieran jurado que se hundía el terreno bajo sus pies, y nadie estaba libre de cierto temor delante de aquella mole sombría que se alzaba entre la obscuridad de la noche, como los fantasmas del miedo a los monstruos de la conciencia. Pero el estruendo continuaba, siempre agitado de propio intento por los Rigüeltas, y en él se fortalecían los ánimos más débiles y vacilantes. De este modo pudo repetirse allí la vergonzosa escena que se había representado noches antes enfrente de la casa de don Frutos, excepto el detalle de las pedradas, dicho sea en honor de la verdad, que se omitió no sé si por prudencia, o por no haber brazos que alcanzaran tan lejos, pues aunque descollaba mucho el edificio sobre las tapias, estaba bastante retirado de ellas. Mas si faltaron pedradas, de sobra anduvieron las injurias, porque Barriluco y Polinar, que eran quienes debían entonar ciertas copias insultantes e indecentes (compuestas ad hoc, según fama, por Gildo, y según vehementes sospechas, por Lucas), borrachos perdidos, olvidáronse del son, y trataron de enmendar el contratiempo vomitando insultos y blasfemias que provocaban otros idénticos, entre coros de rebuznos y alaridos salvajes.

No duró mucho el escándalo, porque el ruido de una ventana que se entreabrió en el piso alto de la casa, bastó para que la turba se desbandara como si la persiguieran a tiros.

En el fondo de una calleja de las que desembocaban en la plazuela, estaban ocultas tres personas que presenciaron, a la débil claridad del estrellado firmamento, la dispersión tumultuosa. Siguieron de lejos a los fugitivos de mejores pies, y fueron observando cómo los más borrachos iban arrastrándose hacia sus casas, o se quedaban, cual bestias ahítas, tendidos en el suelo. Cerca ya de la taberna, defendíase un hombre, a duras penas, de los tirones que le daba de la chaqueta, y de las súplicas que entre sollozos le hacía, su mujer. El hombre se empeñaba en entrar de nuevo en la taberna; la mujer pedía por Dios que se fuera con ella a casa, porque bastaba lo que había hecho para perdición de la familia; y así bregando y porfiando los dos, el hombre alzó la pesada mano, descargóla con ira sobre la cara de su mujer, y tendió a la infeliz cuan larga era. Los tres personajes que inspeccionaban el terreno, como los ladrones el campo de batalla después de terminada, conocieron en el hombre que tal felonía acababa de ejecutar, al antes manso, inofensivo y modelo de virtudes domésticas... ¡a Toñazos el carpintero!

Uno de los susodichos tres, se volvió entonces al que tenía a su lado, y le dijo con voz atiplada y pedantesca:

—Señor don Gonzalo, Coteruco es de usted ya. Trabajemos, ahora que ha roto las ligaduras que le oprimían, para que sea de la patria y de la libertad.

—¡Jamás creyera que tan pronto lo consiguiéramos! —respondió don Gonzalo.

—Esa es la gloria de Patricio, —replicó Lucas, señalando al tercer personaje; el cual se apresuró a responder con hipócrita modestia:

—He cumplido con mi deber, y nada más.

Y los tres se largaron a dormir, tan satisfechos y tranquilos, como si no fueran, cada uno a su modo, merecedores de un grillete.

XVII. Más leña al fuego

Ocurrió al otro día lo que era de esperar: los antes adictos a don Román, que habían asistido al banquete, no aún bastante corrompidos de alma para meditar sin remordimientos sobre lo que habían hecho y dicho la víspera, desde que dieron en ir a la taberna a presenciar el famoso partido, sostuviéronlos, contra las protestas de la conciencia, el atractivo del espectáculo, la golosina del jarro y sobre todo, la esperanza del gran acontecimiento pascual. Pero este había pasado, y nada veían por delante cuyo saboreo les endulzara las amarguras de los recuerdos.

Los más borrachos en el festín se afanaban al día siguiente por saber de sus mujeres qué habían hecho ellos durante la noche desde que salieron de la taberna hasta que se fueron a dormir; y cuando se les dijo que habían insultado groseramente a don Román, se aturdieron. Idéntica impresión causó el recuerdo de este suceso en los que tenían una idea vaga de haber tomado parte en él. Parecíales excesivo el desacato, o, cuando menos, poco sazonado.

Pero como ni el ofendido había de brindarles con el perdón, ni ir a implorarle, ya porque probablemente no le obtendrían, ya porque, después de todo, don Román los había traído engañados, y en su derecho estaban alejándose de él, hicieron lo que hace todo el que quiere acallar los gritos de la conciencia: empeñarse en engrandecer las causas de la caída, para justificarla a sus propios ojos. Desde entonces se buscaron con ansia unos a otros; y haciendo buenos a Lucas y a los Rigüeltas aunque movidos de diferente propósito que éstos, descuartizaron los de don Román, exprimieron sus jirones, de lengua en lengua, y no los soltaron hasta que las fibras de los más santos hubieron extraído las más absurdas indignidades. ¡Qué bien los conocía el nobilísimo caballero!

No le iba en zaga Patricio en ese punto; y prueba de ello es la visita que, no bien se levantó al otro día, hizo a don Gonzalo. Le halló gozoso y hasta rejuvenecido.

—Camará —le dijo el indiano al verle entrar, —sabe usted más que Lepe... ¡Cascaritas, si hemos corrido en poco tiempo!

—Pues lo que importa, señor don Gonzalo —respondió Patricio—, es que no perdamos en una semana lo que hemos ganado en tres... Y a tratar de eso vengo yo.

—Hable usted, pico de oro.

—Pues hablo; y digo que no conoce usted a esta gente.

—Confieso, camará, que no tanto como usted.

—Pondría las dos orejas a que hoy andan parte de los que tanto ruido hicieron anoche, metiéndose por los bardales para que no los vea el sol.

—¿Arrepentidos?

—Los más.

—¿Teme usted que se vuelvan a la otra casa?

—Eso no, porque ni allí los admitirían ya, ni ellos entrarían de buen aquél con el escajo que tienen en el alma, gracias a este pico y al muy resalado del hijo mío. ¡Vaya si lo ha trabajado a ley el muchacho!

—No lo ha hecho mal.

—¡Le digo a usted que como unas perlas!

—Pues que siga por ahí.

—No vale eso ya, don Gonzalo: una razón puede matarse con otra.

—Y ¿cómo no ha sucedido eso en tantos días?

—Porque en ninguno de ellos ha faltado el vaso de vino para remachar la palabra; porque los hemos tenido como rebaño de bestias, salva sea la comparanza, acorralados en la taberna: porque al olor del pienso de ayer, se fueron metiendo, metiendo, y no vieron el barro hasta que les llegaba a la boca.

—Bien: ¿y qué?

—Que ya se hartaron, y que como no tienen otra becerra en qué pensar, pensarán en lo que han hecho.

—Enhorabuena. camará; pero esas fiestas no se pueden tener cada día: son muy caras.

—No lo niego— pero se inventan otras más baratas.

—Mire que esta guerra me balda; y considere, caracoles, que de quince días acá, no hago más que botar dinero.

—Otros lo botaron antes... Y, por último, también ha visto usted en su casa, haciéndole la rosca, la nata y flor de la tertulia del señorón.

—Pshe...

—Y desde media legua le saluda a usted la gente,

—Puede valer más el coscorrón que el bollo.

—Pero el asunto era sacar a la gente de la otra casa, y esto ya lo conseguimos.

—Pues ahí estábamos antes, camará— y a ello le dije que para llegar al fin que deseamos, que bien silbe usted que no es todo la vanidad de tener yo el respeto que ayer se llevaba ese caballero, sino el bien de estas gentes...

—Entendido: ¿y qué?

—Que sigan predicando los que para ello valgan.

—También dije yo a eso que una palabra se borra con otra palabra por lo que sostengo que basta ya de sermones.

—Pues ¿qué se necesita?

—¡Taberna, taberna... y taberna! Mire usted, señor don Gonzalo: yo no sé en que consistirá; pero es el Evangelio que hombre que toma ley al vaso y al palabreo que va con él en la taberna, no sirve para otra cosa: cuente usted que lo que entre sorbo y sorbo se le mete debajo de los cascos, no sale de allí más que con la mortaja.

—Santo y bueno; pero ¿qué tengo yo que ver en eso?

—Allá voy. Yo no digo que se les dé una becerra cada día; pero puede hacerse otra cosa. Hoy, supongamos, hace bueno y se arma un partido a los bolos, y se juega un plato de callos... Pues seis que juegan y catorce que miran, son veinte; estos veinte que van luego a comer lo jugado a la taberna, y veinte que se arriman al olor, son cuarenta... y, desengáñese usted, con cuarenta personas por delante, cualquier cosa que uno diga o que uno haga, campa y luce... Lo que digo de los bolos, porque hay buenos jugadores entre los de allá, digo de la baraja.

—Pues háganlo, ¡canastillas!

—Sí; pero usted debe comprender que así, en frío, no se encuentran en cada calleja hombres que jueguen cada día una merienda... quiero decir, que la paguen.

—Y ¿qué pretende, camará?

—Que mientras la gente se va animando a hacerlo de por sí, se me autorice para remedar entre cuatro amigos un escote en que puedan entrar otros cuatro convidados.

—¡Ajá!... ¡te veo!

—Y cuando la gente se vaya calentando, y en una merienda se arme otra, y no se cierre la taberna hasta las dos de la mañana, verá usted como al otro día el rozón se cae de la mano, y los maíces no se sallan, la yerba no se siega y las vacas se enflaquecen.

—¡Guapísimo, camará!

—Pues a este estado tiene que llegar Coteruco, si hemos de mandar en él; y como usted me ayude un poco, respondo de alcanzarlo en todo este verano.

—Y estando así la gente, ¿piensa mangonearla a su gusto?

—Mire usted, don Gonzalo... yo no sé en qué podrá consistir, aunque ello es la pura verdá: en mi vida pude meter el diente a un hombre trabajador; pero que le dé por la holganza y la bebida: ya estoy yo haciendo de él lo que se me antoja... Sí, señor, tengo esa gracia, aunque me esté mal el decirlo.

—¿Y cree usted, volviendo a lo principal, que si los dejamos de la mano se largarán, a pesar de lo que hemos adelantado?

—Se van, un pie tras otro, y sin gloria ni provecho para nadie. Los perderá el señorón, y no los ganaremos nosotros... ni, lo que es peor, la libertad; porque ellos solos se irán consumiendo poco a poco, cayendo aquí y levantándose allá.

—Pues, camará, yo para nada los necesito.

—Pues por el lado que los tengo se pudran, señor don Gonzalo.

—Sin embargo, carambita... ¡eso de que la libertad los pierda también mañana u otro día!... Señor Patricio, las grandes causas piden grandes sacrificios... Ya que empezamos a beneficiar a este pueblo, que no se quede la obra a medio hacer por esé pico más o menos... ¿Me entiende, camará?

—Como si cantara yo por su boca de usté, señor don Gonzalo.

—Pues no hay más que hablar.

Y se largó el pícaro, muy satisfecho, quedándose el otro muy remilgado y complacido. Dos horas después, se fue el indianete a ver a Osmunda y a Lucas, en cuya compañía pensaba saborear la pimienta de los comentarios sobre los sucesos de la víspera, y hasta los futuros.

XVIII. Luz entre sombras

No necesito hacer grandes esfuerzos, seguramente, para que el lector se persuada de que la bacanal de la Pascua causó a don Román una amarguísima pesadumbre. Era vanidad lícita la que él tenía en considerar aquel pueblo, morigerado y feliz, como obra suya. A ella se había acostumbrado a ver en cada labrador un hijo que necesitaba sus cuidados y sus desvelos, y se los dedicaba con la incansable abnegación de un padre. ¡Y todo aquel edificio, levantado a costa de tantos esfuerzos, se desplomaba en pocas horas, socavados sus cimientos por la piqueta alevosa de cuatro miserables!

Pero si todo esto era triste para su alma generosa; si el corazón se le desgarraba al ver cómo aquellos desgraciados iban, paso a paso, acercándose al abismo; si la ingratitud de todos ellos, aunque no le sorprendía, le atormentaba, ¿qué no sentiría el noble caballero cuando se vio insultado por una turba de borrachos, que antes fueron hombres de bien y objeto de su cariño, y que, a la sazón del agravio, aún le debían hasta la camisa que llevaban puesta?... Dudó de sus propios oídos y hasta de su razón. ¡Tan enorme juzgaba el atentado! Quiso convencerse de que aquellos improperios y aquellas groserías e indecencias, arrojados a su nombre por discordantes y tartamudas voces, eran alucinación de sus sentidos; que tantas inmundicias como el silencio de la noche introducía en su hogar por huecos y rendijas, no eran lanzadas en son de afrenta por los hombres que habían aprendido en su cocina a ser honrados y felices; y abrió una ventana. El ruido que produjo fue el que dispersó a la ebria muchedumbre. Al sentir sus pasos atropellados y percibir los bultos sustrayéndose, en la densa obscuridad de los callejones inmediatos, al poder maravilloso de sus pupilas, no le quedó la menor duda de que no le engañaban los sentidos... ¡Los miserables que le habían insultado eran aquellos que corrían como ladrones sorprendidos en el crimen!

Sintió su pecho oprimido, y el fuego de un volcán en el cerebro. Un cuarto de hora permaneció asomado a la ventana, sin darse cuenta cabal de lo que hacía. El fresco ambiente de la noche fue templando poco a poco el ardor de su frente, y entonces su vista y sus ideas se elevaron a la esplendente bóveda, cuyos sublimes misterios eran la suprema ambición de su alma cristiana y de su fe incorruptible. Admiró la divina grandeza que en obra de tanta maravilla se le mostraba, y ofreció, en descargo de su debilidad, aquella miserable pequeñez que servía de tormento a su flaca naturaleza.

Más en reposo su espíritu después de haberle elevado sobre las viles pasiones de la tierra, recogióse a su habitación y oró como de costumbre; pero el sueño no cerró sus párpados. Había logrado dominar su indignación sobreponiéndose al motivo de ella; pero sus ideas, si bien en región serena, libraban en su cerebro, aunque lenta y ordenada, muy reñida batalla. Acusábanle de no haber sabido completar su obra. Había logrado construir el edificio; pero no acertado a darle la necesaria consistencia para asegurarle contra los asedios de un mal intencionado o de un envidioso. De indóciles, descuidados, suspicaces e indolentes aldeanos, llegó a formar un pueblo de inteligentes, laboriosos, morigerados y felices labradores; pero algo dejó de hacer, algo faltó a su obra, cuando en tan pocos días se derrumbó lo que se fue elevando en el transcurso de muchos años. No es fuerte, no está bien construido lo que se destruye con un soplo en un instante.

Examinó en seguida la marcha de los acontecimientos; y vio, de una parte, imposturas groseras, calumnias mal urdidas y ambiciones mal disimuladas; de la otra, incapacidad absoluta de distinguir el bien del mal, la verdad de la mentira. «Aquí está el flaco», se dijo; y luego discurrió así: «¿De qué procede esta incapacidad? De falta de criterio. ¿Y la falta de criterio? De otra falta de educación. Y esta falta, ¿se me puede imputar a mí como una culpa? No. Yo me he afanado por enseñar a estos hombres cuanto podía conducirlos a mejorar su condición de labradores, y por ilustrarles la inteligencia en todo lo que fuera compatible con esa misma condición... Pero también me afané porque ignorasen lo que, mal entendido, los llevaría a aborrecerla por deseo de otra cosa que no penetrarán jamás sin dejar de ser lo que son. ¿Hice mal en esto, por lo que, en la apariencia, se opone al curso de las ideas, según el criterio de los flamantes reformistas? No, mientras no se me demuestre que puede hacerse de cada tosco labrador un estadista, sin dejar el arado de la mano: o que pueden resignarse a labrar sus heredades y a no comer otro pan que el que produzcan éstas, los hombres que poseen la ciencia del gobierno de los pueblos; o, en fin, que lo de Jauja no es conseja estúpida, y puede llegar un día en que, siendo todos los españoles consumados políticos y altos funcionarios, de la tierra broten, en virtud de la ley maravillosa del progreso intelectual, las casas construidas, el pan en hogazas, y planchadas las camisas, y viertan las nubes, en vez de los prosaicos aguaceros de ahora y de antaño, las onzas acuñadas y la ciencia digerida... Tiene, pues, por necesidad, que encerrarse en muy angostos límites la instrucción del hombre rudo del campo, cuyas ocupaciones han de alejarle, necesariamente, del trato de toda persona extraña a su condición... Luego su criterio no puede tener jamás el temple del de los hombres avezados a luchar contra la astucia, la deslealtad y la perenne mentira del mundo... luego yo no obré mal dejando de fomentar en estas gentes insensatas ambiciones, ni es cargo que, en buena justicia, puede hacérseme... ni siquiera es esa falta de criterio enfermedad cuya curación deba intentarse... Pero la falta existe y debe remediarse con algo; y este algo ¿qué es? El cuidado de separarlos del mal, como se separa el fruto sano del podrido. Para esto no alcanza el poder de un hombre aislado, como yo: necesita hallarse revestido de una fuerza de autoridad que sólo tienen los representantes de la ley divina y de la ley social. El primero señala el vicio y le condena; el segundo le busca, le persigue en sus madrigueras y le extermina... Este último ha faltado aquí, no el primero, que, ni por un instante, se ha separado de su deber. Pero ¿quién pudo en este pueblo ejercer tan delicado cargo y ser, a la vez que juez severo, padre cariñoso y vigilante de sus administrados? ¿quién pudo, en la ocasión presente, haber atajado el mal en sus orígenes, y exterminarle, en vez de hacerle irreparable uniéndose a los malvados y aplaudiendo sus iniquidades?... Nadie más que yo, sin el propósito que siempre hice de no aceptar cargo ni preeminencia que pudiera traducirse en logro de mezquinas ambiciones. Pero ¿qué hay que fiar de la virtud que necesita un tutor para no dar a cada instante en las garras del vicio?... ¡Extremada sutileza!... Pues ¿cómo se guardan de los ladrones las alhajas? Con cerrojos. Hay que considerar que no se trata de una virtud aislada, de un hombre que se encierra en su conciencia y en su casa: se trata de un pueblo entero que tiene muchas puertas abiertas al campo de las asechanzas, y escasos centinelas que sepan distinguir el enemigo del hermano... Pero también es triste que un pueblo virtuoso no pueda guardarse por sí mismo... ¿Y qué ha de hacer un conjunto de virtudes pegadizas, hijas del egoísmo en su mayor parte, sino quebrarse al menor descuido, si las adquiridas por el convencimiento y templadas al fuego de todas las batallas, se adulteran, se corrompen... y hasta se venden? ¡Ay!... ¡Es que nos olvidamos de nuestra condición miserable; de que habitamos, como de tránsito y por supremo designio, este montón de tierra donde la vida es un perpetuo deseo, y nuestro viaje una incesante caída!...Pero, así y todo, ¿puedo yo, con mis propias fuerzas, evitar la que ahora lamento? ¿He cumplido con mi deber cruzándome de brazos enfrente del enemigo? Sí: luchando contra él, le daba una importancia que me desautorizaba: ciertas acusaciones no debe mencionarlas un hombre honrado, ni aun para desvirtuarlas, porque se mancha con ellas y rebaja el nivel de su dignidad; y la mía es aquí muy necesaria. Si mañana vuelven a mí esos hombres, me encontrarán limpio hasta del polvo de esta inicua batalla, y no me creerán animado del deseo de venganza, porque no me han oído quejarme del agravio... Sin embargo, esto es cuestionable, como lo es también si yo pude dar a sus criterios más luz, sin tocar el extremo de que huía... Pero ¿quién es el hombre que en tan espinosa materia se atreve a decir, sin temor de equivocarse: «hasta aquí lo conveniente; desde aquí lo temerario»? Y, en esta duda necesaria, ¿debe pecarse por exceso, descorriendo todos los velos, o por defecto, ocultando todo lo peligroso? ¿Es preferible el deslumbramiento del primer caso, o la sorpresa a que se expone una curiosidad excitada de pronto? El primer extremo es inevitable; el segundo es contingente... luego el segundo es preferible. Y, entre tanto, no hay duda, mi obra ha sido imperfecta. ¡Ceguedad humana! ¡tanto blasonar de linces, y no penetran nuestros ojos más que la costra miserable de las más comunes dificultades!»

Y en esta batalla empeñado, quedóse al fin dormido el noble Pérez de la Llosía, dejando la cuestión intacta, como seguirá, si Dios no dispone otra cosa, por los siglos de los siglos.

Tampoco dormía Magdalena mientras velaba su padre: las pesadumbres de éste y las inquietudes propias, la quitaban el sueño. No ignoraba la candorosa doncella, por informes adquiridos por Narda, que andaba don Gonzalo en la conjuración, y antojósele que pudiera ser causa de la actitud del indiano, el desaire recibido por éste en sus pretensiones amorosas. En tal caso, ella era quien acarreaba a su padre tan amargos disgustos.

¡Qué consideración tan dolorosa para la pobre niña!

Inquietábale, asimismo, la inexplicable desaparición de Álvaro. Desde el día de la feria de San José, no había vuelto a verle, ni a saber de él. ¿Dónde se hallaba? ¿Por qué hizo conocer a su virgen fantasía regiones de luz, para complacerse luego en rodearla de tinieblas? ¿La habría olvidado ya? ¿Estaría enfermo?... Magdalena salía muy poco de casa, y entre Sotorriva y Coteruco había rarísimas comunicaciones y sobrada distancia para que pudiera curarse en dudas tales sin exponerse a publicarlas; y aún no estaba ella en el caso de correr este riesgo, cuyo temor la había obligado, acordándose de la advertencia de su padre, a prohibir a Narda que diera un solo paso en averiguación de la verdad. Pero debemos hacer justicia a los nobles sentimientos de la doncella: en la noche de que se trata, más que en Álvaro pensaba en su buen padre, insultado por un populacho soez e ingrato; en su padre, que lloraba el fracaso de unos intentos a los cuales había consagrado lo mejor de su vida; y en el deseo de aminorar el dolor que le atormentaba y remediar el mal en lo posible, buscaba en su corazón fuerza bastante para llevar a cabo un proyecto más heroico que razonable.

En estas cavilaciones la sorprendió la luz del alba, que se introdujo por los entreabiertos postigos de su balcón, no a despertar, como en lo ordinario, los risueños cuadros de su juvenil imaginación, sino a alumbrar los pavorosos fantasmas que por ella vagaban.

Levantóse y abrió todas las vidrieras, y aunque la estancia se inundó de luz y el día se presentaba sin una sola nube en el cielo, parecióle éste obscuro y sombrío, como cuando los vapores se aglomeraban en él para descender sobre las montañas y bajar al valle convertidos en torrentes. Se asomó al balcón, y vio a su padre en la huerta. No le extrañó el suceso, porque don Román madrugaba siempre; pero le halló sereno y tranquilo ocupándose, con un criado, en dirigir las ramas de un cerezo; y aunque tampoco esto le causó admiración, porque conocía el temple de aquella alma, dio alivio a su pesadumbre, pues las penas son menores cuando se las domina, como las dominaba su padre.

Envióle los buenos días, envuelto el saludo en una sonrisa forzada, y se le devolvió don Román con otro que parecía decirla: «No has cerrado los ojos en toda la noche».

Permaneció mucho tiempo en la huerta. Más de las diez eran cuando entró en casa. Magdalena le esperaba para hablar con él. ¿Huía el buen padre de entrar con su hija en explicaciones sobre lo que se proponía ir olvidando poco a poco? Todo es creíble. Pero Magdalena, que quizá lo sospechaba, sentía la necesidad de descargar su conciencia de un grave peso, y así despertó la curiosidad de don Román. Hízole saber los recelos que la inquietaban, de que su resistencia a aceptar la mano de don Gonzalo fuera la causa de la conducta de éste, y se declaró «dispuesta a todo», si con ello los odios se acababan y volvían las cosas a su anterior estado.

Entendióla su padre, y enderezándose nervioso, como si acabara de morderle una víbora,

—¡Tú! —exclamó, lanzando sus ojos rayos de indignación. —¿Y me haces a mí capaz... ¡Virgen María! de arrojarte a esos alanos para acallar sus ladridos?... ¿Tan desacordado me crees? ¿En tan poco te estimas, hija mía?

En seguida se acercó a ella, la miró con ternura y la dijo acariciando sus manos ebúrneas:

—Hasta el supuesto de que se consumara semejante sacrificio, me horroriza, Magdalena.

Iba a contestar la joven, cuando súbitamente se quedó como estatua marmórea, clavados los ojos en la portalada, que se veía desde allí al través de las vidrieras del balcón. Don Román siguió con su mirada la dirección de la de Magdalena: Álvaro, a caballo, acababa de entrar en el corral.

Salió apresurado a recibirle a la puerta de la escalera, y momentos después estaban ambos caballeros en presencia de Magdalena, conmovida y gozosa. Álvaro puso en manos de don Román una carta que decía así:

«Mi amigo y señor: Inveterados achaques tiénenme, por mal de mis pecados, prisionero en ésta su casa há ya largos días; y como éstos siguen corriendo sin que Dios sea servido darme la libertad con el alivio, resuélvome a decirle a usted por escrito lo que juzgo más digno de ser tratado de palabra; ni el asunto es de los que se prestan a largas treguas, ni a más que las vencidas se avienen las naturales impaciencias del dador de la presente carta, que lo será, Dios mediante, mi hijo don Álvaro.

Hame confiado éste su decidida y bien meditada inclinación hacia su señora hija de usted, la cual conoce sus sentimientos, y, por lo visto, no los desdeña. Por lo que a mí respecta, bendigo a Dios que se ha servido conducir el afecto de mi hijo hacia prenda de tan alto valor—, y pues que en obtenerla estriba su felicidad, dejando siempre a salvo las particulares miras de usted, me atrevo a pedirle la mano de doña Magdalena para el citado don Álvaro, a quien por honrado, discreto y buen cristiano, fío yo con cuanto valgo y soy.

Interin tengo la altísima honra de reiterar a usted verbalmente petición tan mal escrita, sírvase dar a ésta la solemnidad que el valor del caso reclama, y contarme, como siempre, por su mejor amigo y S. S. Q. S. M. B.

LÁZARO DE LA GERRA».

Cuando la hubo leído se la dió a Magdalena, diciéndola:

—Contigo va esto, hija mía: entérate.

Don Román dijo a Álvaro mientras Magdalena leía:

—Hacerme de nuevas en este asunto, fuera, señor mío, no sólo pueril, sino ridículo. Magdalena es mi hija, y es cristiana; y dicho está con esto que en materia tan delicada no ha tenido secretos para su padre. Conozco, pues, sus sentimientos más íntimos, y aceptando por garantía de la lealtad de los de usted la fianza de tan cumplido caballero como su señor padre, abiertas le quedan las puertas de mi casa, en la confianza de que no será Magdalena quien se las cierre..., ¿Me equivoco, hija mía?

Bien sabe el lector que no se equivocaba don Román, y así lo confirmó la interpelada con una sonrisa tan pudibunda como elocuente. Luego dijo el buen señor, no sin violencia, dirigiéndose a Álvaro:

—Una condición quisiera poner... he dicho mal, una súplica desearía hacer en este momento solemne.

—¡Súplica usted! —exclamó la cariñosa doncella clavando sus ojos anhelantes en su padre, que luchaba heroicamente contra la emoción que estaba a punto de dominarle.

—Llámalo como quieras, hija mía... ¡Pero no te separes de mí jamás!... Don Álvaro —dijo al joven—: siendo niña, perdió a su madre; desde entonces tengo depositados en ella todos mis afectos... Si se va de mi lado, me quedaré solo... ¡enteramente solo!

¡Cuántos recuerdos asaltaron su mente en aquel instante! Leyólos todos Magdalena, y arrojándose en los brazos de su padre, le dijo conmovida:

—¿Cómo pudo sospechar usted que hiciera yo eso jamás?

—Felizmente —expuso Álvaro, —no hay para qué pensar en ello.

—Su padre de usted, señor don Álvaro —dijo Pérez de la Llosía—, tiene más de un hijo, si mal no recuerdo.

—Tengo, en efecto, una hermana.

—Entonces no será egoísta el señor don Lázaro: partiremos como buenos amigos, si llega el caso. ¿No es cierto?

Hablóse luego mucho, y con gran contentamiento de los tres. Aquel día comió Álvaro en la casa, y Narda hizo prodigios en la cocina, en honor de tanta fiesta.

Cuando fue hora de que don Román se retirara a reposar la comida, no a dormir la siesta, pues jamás adquirió tal costumbre, Álvaro, en cuyas manos puso aquella cortés y discreta carta para su amigo don Lázaro, montó a caballo y salió de Coteruco, acompañándole Magdalena con la vista hasta que desapareció en uno de los recodos del valle. El sol estaba entonces velado por las nubes, y, no obstante, hubiera jurado la enamorada doncella que, al revés de lo que vio por la mañana, el campo y el firmamento y las montañas resplandecían de luz y de alegría. ¡Poder de la imaginación!

XIX. Historia de cinco meses

En todo este largo período desde el instante en que termina el capítulo anterior, no presentan los sucesos de Coteruco aspecto de novedad bastante para que, sin cansancio del lector, puedan detallarse minuciosamente. Juzgo, por ende más cuerdo hacer un ligero resumen de todos ellos, que sirva de enlace de los ya referidos con los que han de relatarse después.

Llevados a ejecución los proyectos de Patricio, siguiéronse con asombrosa regularidad los partidos a los bolos y a la baraja; los vencedores hallaban siempre otros tantos valientes que los retaban para el otro día; y de este modo, el lar de la taberna no se enfriaba jamás, ni los pringosos manteles de la mesa en que se jugó la becerra se levantaban. Hoy se comía una fuente de callos; mañana un cazuelón de caracoles; y avezada la gente a tales luchas y festines en el corro y en la taberna, apenas podían distinguirse los días festivos de los de trabajo.

De los efectos de aquella epidemia se resentía ya todo el organismo del pueblo; por todas partes, por todas las conversaciones se iba a parar a la taberna. Si el gato de la vecina estaba gordo, y esta observación se hacía delante de tres personas, y el gato pasaba a la sazón, una pedrada le tendía sin vida, dos manos hábiles le despellejaban; y a la noche siguiente, guisado por la tabernera, le comían los cuatro que le habían sentenciado, después de haber decidido la baraja quiénes pagarían la salsa y el vino. Si de carnes saludables se trataba y había quien rechazase la del perro, otro sostenía que, bien guisada, podía comerse como la mejor, surgía la disputa, traía consigo la apuesta, se mataba un can de un garrotazo... Y a la taberna con él, y a vencer, a fuerza de vino, la repugnancia que a los más bravos causaban aquellas hebras correosas.

Sobre si llovería o no al día siguiente, apuesta de una azumbre de lo blanco; convite porque se terminó una labor dos horas antes de lo presumido, y convite, en buena correspondencia, al que convidó; parva de aguardiente aquél, porque iba al monte, y sosiega el de más allá, porque tenía sed al pasar por delante de la taberna... Y en medio de tantas francachelas y de tantos regodeos, unas veces se pagaba con lo que había, y otras se dejaba a deber: en este caso, como la deuda era sagrada, había que pagarla pronto, y para ello, vendíase lo del desván a cualquier precio, quedándose, por de pronto, sin los ofrecidos y necesarios zapatos los chiquillos, o sin refajo la mujer. Como consecuencia de todo esto, las amargas quejas, los brutales denuestos y los subsiguientes golpes en el hogar; frutos naturales de las borracheras en la taberna y de los jolgorios en la calle, de todo lo que hubo prodigiosa copia en Coteruco en ese tiempo, durante el cual las labores del campo se hicieron mal y fuera de sazón.

No hubo ya necesidad de atacar la buena fama de don Román. El grado de corrupción a que habían llegado sus antes adictos convecinos, fue la sima que los apartó de él. Ninguno de los seducidos por los agentes de Lucas creía ya encontrar en don Gonzalo lo que había perdido en la otra casa: todos comprendían que habían caído demasiado pronto en la red tendida, y que jamás debieron llegar tan al extremo como llegaron en sus manifestaciones hostiles al noble caballero, por propio interés; pero veíanse ya esclavos de aquella corruptora tiranía; y enfrente de la serenidad inalterable de don Román, parecíales éste limpio espejo en que ellos se contemplaban degradados y embrutecidos, y le odiaban, y, por instinto, deseaban destruirle.

Con esto quedaba cumplida la primera parte del programa de Lucas. Para que la segunda se cumpliese también, es decir, para hacer «ciudadanos activos de la patria» de los que habían dejado de ser «miserables labriegos», trabajaron sin descanso los insignes redentores de aquel puñado de infelices. Predicáronles teorías deslumbradoras, con sus ribetes de socialistas, en frases campanudas y rimbombantes que la astucia de los Rigüeltas traducía al lenguaje del país, único accesible a sus incultas inteligencias; pintábaseles con horribles colores todo lo existente, y como un paraíso de felicidades lo porvenir; echáronse nombres a su voracidad maliciosa, como se echan huesos a perros hambrientos, y hasta entraron en Coteruco periódicos de batalla, que corrían de mano en mano y deletreaban los embrutecidos aldeanos en el rincón de la cocina o en el poyo del portal, mientras los maíces se estiraban en la mies, pálidos y entecos, clamando por una azada que los librase del pan de cuco que les chupaba el jugo de la tierra, y el ganado mugía en los pesebres, azotándose hambriento los hundidos ijares con el rabo.

Álvaro continuó durante un mes visitando a Magdalena. Don Lázaro hizo un esfuerzo, y acompañó en uno de estos viajes a su hijo; y las dos familias acordaron entonces que el casamiento de los novios tuviese lugar quince días después; pero la delicada salud del caballero de Sotorriva se alteró de nuevo, y vióse obligado a abandonar el valle con su hijo, para tomar no sé qué aguas de muy lejos. Volvió de ellas más achacoso que fue, lo cual sucede con mucha frecuencia en tales casos; y entre alivios pasajeros y recaídas graves, fue corriendo el verano sin realizarse el anhelado proyecto.

Pero le olió bien pronto don Gonzalo; y aquéllos sus intentos de atormentar a Magdalena con la conquista de Osmunda, que le devoraba con los ojos y le aturdía con una fogosidad sin ejemplo, trocáronse súbito en un arrebato de despecho que acabó por inflamar su mimosa pasión en un infierno de deseos. Notólo Osmunda, redobló sus agasajos de pantera celosa; comparó el indianete la apacible y fragante primavera de la que le desdeñaba, con el otoño cenagoso y desabrido de la que le perseguía, y empezó a tener miedo a la noble hija de don Pelayo.

Un día puso ésta un pingajo de crespón negro sobre la guirnalda de siemprevivas que adornaba el retrato de don Gonzalo, en señal del luto que vestía su corazón por las infidelidades del ingrato, y se aterró el sin ventura, creyendo ver en aquel trapo una amenaza de muerte. Sacó fuerzas de flaqueza, y volvió al lado de Osmunda a mentirle dulzuras de jarabe, mientras su corazón andaba preso, sin esperanzas, dentro de la fortaleza de la otra casa, y su memoria llena de los hechizos de la beldad que le había despreciado.

Estos pesares distraía con las noticias que le llevaba Lucas a cada instante, sobre la marcha de los políticos acontecimientos. Le había cumplido el Estudiante una parte de sus promesas, y esto alentaba al indiano para tener fe en el cumplimiento de las demás. Era ya dueño de Coteruco (aunque un tanto al estilo constitucional, quiero decir, que reinaba y no gobernaba) y pronto lo sería del valle, y colgaría cintas de sus olajes, y el bastón de manatí sería cetro en sus manos, y manto imperial su bata rayada, y egregia corona su gorro de terciopelo, y alcázar majestuoso su casa de arcos. Así traducía su ardiente sed de importancia la hueca palabrería con que Lucas le apuntalaba a todas horas la vacilante fe revolucionaria, y distraía el espantoso miedo que tenía a que el día menos pensado entrase la Guardia civil en Coteruco, y se le llevara atado, codo con codo, a encajarle un par de balas en la mollera, al socaire de Carrascosa por andarse metido en caballerías revolucionarias, en aquellos tiempos en que hasta las paredes oían.

Porque ya no eran conjeturas más o menos racionales lo que exponía Lucas ante el ánimo irresoluto de don Gonzalo; eran noticias auténticas y comprobadas. Como el alcalde fue la primera víctima de los embustes del avieso cojo, pudo éste hacer, bajo la garantía de su palabra, frecuentes viajes a la ciudad, desde que por el misterioso decir de los periódicos y otros rumores que, en casos tales, se oyen siempre, sin llegar a averiguarse jamás de dónde nacen ni por dónde vienen, comprendió que la gorda iba a estallar mucho antes de lo que él se figuraba. De estos viajes volvía con las alforjas atestadas de noticias frescas y palpitantes: que por allá avanzaban éstos; que hacia la frontera huían los otros; que navegando a velas desplegadas venían los gallitos del cotarro; que lo viejo se derruía hasta los cimientos, que sobre ellos se alzaría lo flamante, a cuyo solo nombre las fortalezas abatían sus muros, enmudecían los cañones y se quebraban los aceros mejor templados.

Tales y parecidas eran las nuevas que Lucas daba a don Gonzalo, y luego propagaban de casa en casa los Rigüeltas, bien diluídas en su estilo peculiar.

En el calor de estos sucesos, el Estudiante, que no había abandonado el proyecto de llevar la revolución a todo el valle, enviaba a Barriluco de pueblo en pueblo, esparciendo proclamas adquiridas en la ciudad; pero el emisario, cuando no volvía cojeando, traía la cabeza entrapajada, o se rascaba las costillas; porque aquí le apedreaban y allí le molían, y de todas partes le echaban como a perro goloso, siendo griego para aquellas gentes el estilo, el fin y la ocasión de tales papelejos.

Una noche, después de algunos días de ausencia, entró Lucas en Coteruco pálido, jadeante y a uña de caballo, como quien dice; buscó al alcalde, y le obligó a certificar, en papel de oficio, que la digna autoridad no había dejado de ver en el pueblo al tal sujeto, ni por un solo instante, desde que por orden superior había sido puesto bajo su vigilancia.

Fue el caso que Lucas, habiéndose encaminado a la ciudad, tuvo que presenciar en ella, tras de muchos y muy entretenidos desahogos populares, como romper símbolos coronados, tiznar las paredes de ciertos edificios con letreros rimbombantes, desarmar policías, y lo demás de rúbrica, sangrientos y desaforados combates entre griegos que atacaban y troyanos que se resistían; vio luego a éstos abandonar el campo, arrollados por los otros; y como él era de los primeros, aunque no en lo de batirse, pensó que se volcaba la tortilla de sus ilusiones; temió que los vencedores le echaran la zarpa; y loco, desalentado, huyó a campo travieso, como liebre acosada por galgos. De pueblo en pueblo, de escondrijo en escondrijo, corriendo de noche y oculto de día, no descansó un instante, ni su sangre latió en las arterias, ni sus pulmones se dilataron, hasta que llegó a Coteruco y obtuvo del alcalde la susodicha certificación.

Contóle después el motivo de su alarma, y no se le ocultó tampoco a don Gonzalo. Tembló el primero, de miedo a que se descubriese su complicidad con el revolucionario, y por idéntica razón se pasmó al indianete; y en un tris estuvo Lucas de que este doble pánico, puesto de acuerdo, no le entregase a las iras de los soldados triunfantes, para alejar los delatores, con esa muestra de adhesión a lo existente, toda sospecha de simpatía hacia lo vencido.

Lucas no supo jamás este verdadero peligro en que se halló; pero es cosa probada que don Gonzalo y el alcalde trataron largamente el asunto, y que no fue asomo de vergüenza lo que les impidió llevar a cabo el proyecto, sino falta de confianza en la verdadera situación de las cosas políticas.

Esto aconteció al finalizar el mes de septiembre.

XX. Los relámpagos

Unos días después entró don Frutos en casa de don Román, algo caído de cerviz y mustio de semblante. Don Román se paseaba desasosegado en el salón que conocemos.

—Corren malos vientos, señor don Román, —dijo don Frutos por único saludo.

—No deben extrañarle a usted, señor don Frutos —respondió don Román. Meses hace que la tempestad reina y el desastre se está viendo.

—Pensé que lo ocurrido en la ciudad era señal de conjuro.

—Un esfuerzo convulsivo de la agonía, o, como le dije a usted entonces, una grieta que se tapó para que el volcán respirase con más fuerza por el cráter.

—Le aseguro a usted que no salgo de mi asombro.

—¿Asombro de qué?

—De ver como esto se va tan tontamente.

—Quien ve un pueblo, señor don Frutos, ve una nación entera.

—Pero, señor: un arbolito de pocos años se resiste al azadón que intenta arrancarle, porque tiene ya hondas raíces en la tierra; ¡y tantos siglos acumulados se dejan aventar de un puntapié!

—Aquí anochecimos un día en santa calma, y amanecimos al siguiente en completa anarquía.

—Es verdad... ¡y por una becerra en salsa!

—Ni más, ni menos.

—¿Y sabe usted, señor don Román, que desde que me enteré, por noticias y papeles, de la estructura y armazón de este gran suceso, me está dando en la nariz cierto olorcillo?...

—El tiempo dirá si usted es hombre de buen olfato. Entre tanto, el desastre es un hecho.

—Así me va pareciendo a mí... como me parece también que a usted le preocupa mucho.

—Imagínese usted, señor cura, al hombre de más sereno espíritu, que viene caminando años y años por una senda, escabrosa a veces y a veces blanda y placentera, pero siempre a la luz del sol; que, de pronto, la senda penetra en una caverna sin luz y sin guía de ninguna especie; pero no hay otro paso que aquél para continuar el viaje, y que es imposible retroceder: ¿dejará el hombre, por valiente que sea, de temblar delante del misterio tenebroso, antes de penetrar en él? Pues a la boca de esa caverna estamos usted y yo en este instante, en la duda de si nos perderemos en el obscuro laberinto de sus senos, o saldremos a la luz de la otra parte.

—El ejemplo está copiado de la verdad, y no tiene réplica... Pues, señor don Román, agarrémonos a la ventaja que llevamos los cristianos a los valientes sin fe: ¡Dios sobre todo, y adelante!

—Ese es mi lema, don Frutos, y no ceso de invocarle desde que me considero a la entrada del misterio.

—La verdad es, dejando el símil y viniendo a lo concreto, que de éstas han entrado pocas en libra en España, y que el lance es para que tiemblen los hombres de ciertas ideas, en presencia de las qué vierte a su paso la triunfante revolución.

—No son las ideas lo que a mí me causa miedo, sino los hombres.

—Tanto monta, señor don Román.

—No lo creo así, señor cura: en la necesidad de que predominen ciertas ideas cuando los hombres que las proclaman son esclavos de ellas, podemos, los que profesamos otras muy distintas, vivir bajo su imperio; mas cuando detrás de las ideas se ocultan vulgares ambiciones y odios de secta, no hay defensa posible, ni otra elección que el martirio o las catacumbas.

—Y como yo tengo para mí, porque la experiencia nos lo viene demostrando, que en tales casos las ideas no son otra cosa que asideros para trepar a la cumbre del imperio codiciado, digo que tanto me dan los hombres como las ideas... Y a Coteruco me agarro, ya que usted, con gran exactitud, y a ese propósito, le ha comparado a la nación.

—Por eso temo a los hombres, don Frutos; porque aquí, como en todas partes, no es la justicia la que impera en tales casos, sino la pasión, la fiebre... Mas, dejando a un lado este género de consideraciones y volviendo al mísero detalle de Coteruco, ¡cuán otra fuera la situación de mi ánimo en estos instantes, si no hubiera ocurrido la afrentosa caída de este pueblo!

—No lo dudo.

—¡Con qué tranquilidad, aunque no sin pena por los riesgos que la patria pueda correr, viéramos hoy pasar la tempestad sobre nuestras cabezas, bien seguros de que sus estragos habían de sentirse muy lejos de este pacífico rincón! Otras hemos visto, si no tan recias, tan peligrosas; y mientras los tronos han vacilado y la sociedad se ha conmovido, aquí ha seguido su curso inalterable la vida honrada y laboriosa de estas sencillas gentes, que no han de pasar de labriegos, así se desquicie el mundo con revoluciones.

—Es la pura verdad.

—¡Y decir que han bastado cuatro miserables para robarnos en un instante esa envidiable paz!... ¡Misterioso poder del veneno!

—¿Luego usted teme que ese cataclismo se deje sentir aquí?

—¿Cómo dudarlo? ¿No los oye usted cada día, y, sobre todo, no ve cómo la mano que los dirige los lleva engañados hacia una región ilusoria? ¿Cómo, en fin, se cuenta con ese suceso para explotarle cada cual en beneficio de sus miserables ambiciones? Desengáñese usted, don Frutos: aquí va a verse no poco ridículo y algo de ello estúpido; pero mucho que ha de costar lágrimas y ha de ser la ruina del pueblo entero, cuando no del valle.

—Por más arruinado, no doy dos cuartos.

—No lo creo yo así: tal como está hoy esta gente, aún podía traérsela al buen camino... Yo me comprometía a ello si se me daba autoridad y fuerza bastante para perseguir, con la ley en la mano, los vicios públicos y a los instigadores a la anarquía. ¡Bien sabe Dios que esa esperanza no me ha abandonado un instante, de algunos días acá! Pero era en el supuesto de que no triunfase en el corazón de España una política que, por de pronto, ha de llevar a las extremidades el desorden y el barullo, y poner la fuerza y la autoridad precisamente en manos que yo había de inutilizar para conseguir mi objeto. Esto ha sucedido ya, o sucederá muy pronto: no hay, pues, esperanza de salvación para estos infelices.

—Luego tenía razón el mentecato Lucas cuando me amenazaba con eso mismo.

—Ya usted lo ve.

—Pero yo no puedo creer que en cosas tan terribles tengan razón los mentecatos.

—Y no la tienen, señor cura: lo que a veces tienen es fuerza, porque así lo disponen los acontecimientos...

—Sí... Y las becerras en salsa.

Aquí llegaba el diálogo cuando se oyeron grandes voces hacia la iglesia, y luego el repicar de las campanas y el estallido de cien cohetes. Corrió don Frutos al balcón, dirigió la vista al campanario, y distinguió en lo más alto de él a una persona que amarraba a la cruz de piedra en que terminaba la espadaña, un palo a cuyo extremo ondeaba un trapo rojo coronado con algo que parecía un gorro de dormir.

—Ahí tiene usted la confirmación de mis palabras, —díjole don Román, que también miraba hacia el campanario.

El curo no quiso ver más. Sintió su sangre hervir de indignación; y sin despedirse siquiera, salió de la casa y se encaminó a la iglesia.

Mientras don Frutos corría, ansiando saber quién había permitido semejante profanación, pues éralo, y mayúscula en su concepto, meter en la casa de Dios el fango de la política callejera, don Román cerraba las vidrieras y decía para sí:

—Por estos sainetes empiezan siempre las tragedias del populacho. Preparémonos a lo que venga... y Dios sobre todo.

XXI. El estampido

Medio Coteruco se agrupaba delante de la iglesia, a cuya puerta acababa de aparecer Lucas después de haber enarbolado la bandera en el campanario. Rodeábanle los Rigüeltas, Facio, Polinar y Barriluco, con sendos estandartes alzados, si tal nombre merecían unos trapos sucios, sujetos por un lado a una caña amarrada por el medio a la punta de la otra más larga. Al pie de la escalinata yacían desvencijados los tres confesonarios de la iglesia, sacados de ella momentos antes por orden de Lucas. Chisquín lanzaba cohetes al espacio, y el sacristán, mientras su hijo repicaba las campanas, le proveía de tizones. La muchedumbre, atónita, a partes se relamía y a partes relinchaba, según los genios. ¡Tenía que ver aquello!

Lucas, resobado, sucio y descosido por la brega que acababa de tener en el tejado, desde lo alto de la escalinata en que se hallaba reclamó el silencio por breves momentos.

—¡Coterucanos! —dijo cuando todo ruido cesó—, la vieja sociedad ha fenecido: ved hechos astillas a vuestros pies sus nefandos atributos, mientras en la cúspide del campanario brilla el símbolo de las nuevas ideas... Saludémosle, ciudadanos, con la expresión sublime en que se funden y amalgaman las aspiraciones de los grandes pueblos, y digamos todos a una voz: ¡Viva la libertad!

—¡Vivaaaa! —gritó la muchedumbre, en una especie de alarido salvaje.

—¡Coterucanos! —volvió a gritar Lucas, —vosotros no sabéis todavía el tesoro que habéis adquirido; lo que vale la libertad, ese santo derecho que la Providencia os otorga, apiadada de vuestro largo calvario, condolida de las ronchas que el látigo del tirano levantara uno y otro día en vuestras generosas espaldas... ¡Qué horror, dioses inmortales!... Mas ¿qué digo la Providencia?... Nada la debéis... Vosotros sois quienes, con vuestro propio y denodado esfuerzo, lográsteis romper las cadenas y arrancar la libertad de las mazmorras de la tiranía... ¡Ya sois libres! ¡Ya no hay tiranos en Coteruco!

—Mientes, ¡pícaro!... ¡impostor!... ¡Ahora es cuando empiezan aquí la tiranía y la barbarie; el tirano eres tú y cuantos te han ayudado a corromper a estos infelices que, en buena justicia, debieran arrastrarte por el mal que les has hecho!

Quien tal dijo fue el pacientísimo don Frutos, tan pronto como, jadeante y convulso, apareció entre sus antes dóciles y morigerados feligreses, y vio en el suelo los confesonarios destrozados. Quedaron sin réplica sus palabras; y el sacristán, que había dado la llave para abrir la iglesia, se deslizó entre la gente para que no le viera el cura.

—¡Sacrílegos! —continuó éste, cada vez más indignado: os habéis atrevido a profanar la casa de Dios con vuestra mascarada grotesca... No lo hubierais hecho delante de mí... ¡miserables! porque habría sabido cumplir con mi deber; porque... tenedlo entendido para siempre: ni me engañan vuestras farsas inicuas, ni me amedrentan vuestras baladronadas estúpidas.

Esto lo dijo don Frutos mirando respectivamente al grupo de la escalinata y al pelotón de abajo. Hubo entre unos y otros algún movimiento y ciertos rumores, que sólo consiguieron enardecer más al indignado párroco.

—¡Fuera de ahí! —gritó a los primeros. Y uniendo la acción a las palabras, lanzóse a la escalinata y separó bruscamente a los que ocupaban el vano de la puerta. Despejado así el camino, entró en la iglesia y enderezó sus pasos rápidos a la escalera del campanario.

—¡No moverse! —dijo Lucas entonces a la gente, que no pensaba en semejante cosa. —Como anciano, merece nuestra compasión—, como presbítero, nuestro desprecio. Está vencido, y quiere ocultar de ese modo el rubor que le causa el recuerdo de sus crímenes delante de nuestras virtudes.

—¡Pero nos ha llamado sacrílegos! —dijo una voz.

—¡Y a mucha honra! —contestó Lucas, —si lo dijo por lo que hemos hecho en esta casa... ¡Sacrílegos ellos, que han conspirado contra los augustos derechos del pueblo! ¡Sacrílegos e infames ellos, que han tenido aherrojada durante tantos años vuestra sacrosanta libertad!

Por tales trigos andaba la fantasía del energúmeno, cuando cayó en medio del grupo de oyentes la bandera del campanario, hecho jirones el trapo y en seis pedazos el asta.

—¡Profanación! —exclamó Lucas al verla.

—¡Echarle también a él! —gritó el feroz Polinar. —¡Arriba, muchachos!

Pero nadie se movió.

—¡Quieto todo el mundo! —dijo Lucas, atravesándose en la puerta, por la que nadie trataba de entrar. —Seamos en todo más grandes y más generosos que ellos; perdonémoslos, porque no saben lo que se hacen; recojamos esos profanados restos del símbolo de nuestra redención social, y cumplamos el fin para el cual os he convocado... ¡Ciudadanos! vais a hacer una imponente manifestación de vuestros derechos y de vuestra soberanía, que admire en Coteruco a los libres, y confunda de vergüenza a los tiranos... Marchad detrás de nosotros, en dos filas ordenadas, alegres sin jactancia, solemnes sin soberbia, como quien ejecuta el acto más augusto y transcendental de la vida. Al llegar al Consistorio, se os hablará para datos cuenta de gravísimos asuntos que os conciernen; y para que el espíritu patriótico nos asista en toda su excelsitud, invoquémosle, al emprender la marcha, con el mágico grito de ¡Viva la libertad!

—¡Vivaaa!

—¡Viva el pueblo soberano!

—¡Vivaaa!

—¡Viva Coteruco libre!

—¡Vivaaa!

Tras este desahogo, la procesión se puso en marcha. Abríala Lucas con la bandera desgarrada, puesta en un palo nuevo, y detrás iba Polinar con un estandarte en el cual se leían estas palabras, mal trazadas con tinta negra: ¡Pena de muerte al ladrón! Seguíales alguna gente, entre chicos y grandes, en dos filas, y continuaba Barriluco, cuyo estandarte decía: Amor al trabajo honrado, con su contingente de enfilados devotos. Así iban interpolados con la gente los demás estandartes. El de Patricio ostentaba este lema: Moralidad, Justicia; el de Facio, este otro: ¡Guerra al vicio!; el de Gildo decía: ¡Mueran los intrigantes!; y por último, en el del sacristán, que acababa de unirse a la procesión con el suyo correspondiente, campeaba esta leyenda: Libertad de cultos. Detrás de este pingajo iban Carpio, Gorión, Toñazos y Chisquín, llevando a hombros un confesonario desvencijado.

La procesión se encaminó en derechura a la plazoleta de don Román. Allí encaramaron a Lucas en un árbol, desde cuyas primeras ramas echó pestes contra los tiranos y los caciques. Diéronse a la conclusión del discurso los indispensables vivas y mueras; y como la casa no se abrió por ninguno de sus huecos, bajaron a Lucas del árbol, y tomó el rumbo de la de don Gonzalo la patriótica manifestación. Salió éste, al verla, a la solana; saludó con el gorro a los pendones; victoreóle la gente; le conjuró Lucas que se pusiera a su lado en la procesión; bajó el indianete, con hongo aplastado y corbata al desgaire, en señal de su entusiasmo por la causa popular; aparejóse con Lucas, y siguió marchando gravemente la procesión hasta la casa de Ayuntamiento.

Había sobre la puerta principal de este edificio un escudo de armas de España, mal pintado en un tablerillo azul. Lucas pidió un carbón y una escalera, Trajéronle la de un pajar inmediato, y tomóse el carbón de una fogata que ardía, sin saberse para qué, al cuidado del alguacil, muy cerca de la puerta del Consistorio. Encaramóse el cojo con alguna dificultad en la escalera, y, alargando el brazo, borró con el carbón la corona del escudo. En seguida trazó en el blanco muro, con el propio cisco y en letras muy gordas, esta leyenda: «Cayó para siempre la raza espúria de los tiranos. ¡Castigo justo a su maldad inicua!».

La muchedumbre, después de deletrearlo, rugió de gusto, sin saber por qué. Diéronse luego los gritos de rúbrica, y Lucas, seguido de don Gonzalo y de los que llevaban estandarte, entró en el Consistorio. Momentos después apareció en el balcón, rodeado de aquellos vistosos trapos, como un héroe bajo los trofeos de su victoria, y habló así:

—¡Coterucanos! Habéis respondido como un solo hombre al generoso esfuerzo hecho por la patria para reconquistar su libertad. La revolución se ha consumado en Coteruco sin que se derrame una sola gota de sangre. ¡Loor a vuestra sensatez, sólo digna de vuestro elevado patriotismo! Oídme ahora: los representantes de la autoridad de este heróico pueblo, al agonizar la ominosa situación derrocada por vuestro empuje sublime, desean dar un público testimonio de su adhesión al nuevo orden de cosas... ¿Lo permitiréis?

—¡Sí, sí! —gritaron abajo.

—¡Avanzad, ciudadanos!

A estas palabras, el alcalde y varios concejales del depuesto Ayuntamiento, aparecieron en el balcón.

—Hablad —les dijo Lucas—: el pueblo generoso os perdona y desea estrecharos contra su corazón.

El alcalde avanzó hasta los balaustres; braceó allí de firme, desahogó el pecho a uno y otro lado, y dijo a gritos, después de pensarlo mucho:

—¡Señores!... ¡nos prenunciamos también!

Y no dijo más la digna autoridad cesante; pero Lucas acudió en su auxilio; y después de abrazarle, en representación de todo el pueblo exclamó:

—La emoción, el entusiasmo, llena todo su corazón, y su lengua no alcanza a expresar tantas y tan sublimes ideas... Pero bastante ha dicho para que todos le entendamos.

Siguieron a estas palabras nuevos gritos de entusiasmo, y continuó Lucas, sacando un papel del bolsillo:

—No creáis, ciudadanos, que por retirarse de esta casa tan dignísimos sujetos, se queda Coteruco huérfano de autoridad. Sabed que, mientras otra cosa se acuerda, se ha formado una Junta revolucionaria, la cual se compone de los individuos siguientes:

Don Gonzalo González de la Gonzalera, presidente.

Don Lucas del Robledal de los Infantes de la Barca, Ceballucos y la Portillera, vicepresidente.

Vocales:

Ciudadanos Patricio Rigüelta, Selmo Barriluco, Facio Lindones y Polinar Trichorias.

Vocal secretario, Gildo Rigüelta.

Esta Junta está nombrada por aclamación, ¿no es verdad?

—¡Sí! —respondieron los del balcón, que eran los nombrados.

—¡Sí! —rugieron los melenos de abajo.

—Pues oídme ahora —continuó Lucas—. Esta Junta, nombrada por aclamación popular... ¿lo entendéis bien?... por el pueblo, que ya es soberano y se gobierna a su antojo; esta Junta, digo, que ha hecho cuanto habéis visto y algo cuyos frutos veréis inmediatamente, ha nombrado, también por aclamación popular, un Ayuntamiento que, en lo que sea de su competencia, trabaje en bien de sus administrados y de la patria y de la libertad... ¡Viva la libertad! (¡Vivaaa!) Compónenle las siguientes personas:

Alcalde popular:

—Don Gonzalo González de la Gonzalera.

Teniente de alcalde:

—Don Lucas del Robledal de los Infantes de la Barca, Ceballucos y la Portillera.

Concejales:

—Ciudadanos Patricio Rigüelta, Selmo Barriluco, Facio Lindones y Polinar Trichorias.

Secretario letrado, Gildo Rigüelta.

—¡Viva el Ayuntamiento popular! —gritó el buen Patricio.

—¡Vivaaa! —respondieron abajo.

—¡Viva el alcalde don Gonzalo!

—¡Vivaaa!

—¡Viva la libertad!

—¡Vivaaa!

En medio de aquella fiebre de gritos y discursos, don Gonzalo se vio acometido de una irresistible comezón de hablar, de decir algo a aquel pueblo que le victoreaba, y del cual acababan de hacerle rey y señor, aunque soberano se le llamara en el nuevo orden de cosas y en la candente locuacidad de Lucas. No iba preparado, porque no entró en sus previsiones semejante detalle; pero sobrábanle entusiasmo y confianza en sus dotes, y se lanzó, sin otros preliminares, a la barandilla; echó allí toda la música de su oratoria al registro del flauteado, que, como ya se ha dicho, reservaba para las grandes ocasiones, y dijo así, entre largas pausas y muchos arrepentimientos:

—¡Pueblo mío! Terneza grande siente mi corazón por esas alabanzas con que me ensalzáis... ¡Ay, amados míos de mis entrañas! Cuando desde estas alturas eminentes en que me habéis puesto, contemplo la geografía, del mundo, no sé lo que me padecéis debajo de mí, ni lo que me pasa, porque las carnecitas se me reblandecen de considerar si podré con la carga que me habéis echado encima... Porque estos tiempos no son los otros, y un señor de un pueblo, que ya es rey de por suyo, no es un mendigo pordiosero, y la libertad... ¡viva la libertad! (¡Vivaaa!) la libertad pide requilorios que no están a la mano de los iznorantes... Yo he corrido mucho mundo; canso estoy de ver cosas; he aprendido mucho en lezturas y en personas, y sé lo que vale la estrución de las gentes para llegar al ojezto de la libertad... ¡Viva la libertad! (¡Vivaaa!). Tal será, pueblo mío, el primer alcuerdo de éste vuestro fino servidor... ¡Estrución hasta que sepáis, los que tenéis sentido corporal, para qué sirve bien manejado!... Y lo mismo digo de vuestras hijas y de vuestras mujeres... ¡De vuestras mujeres, sí!... que también son hijas de Dios (Rumores en el balcón), quiero decir, ciudadanas de la libertad... ¡Viva la libertad! (¡Vivaaa!) porque autas son para ilustrar con sus talentos a la tierra que les dio el ser. ¡Cuántas mujeres sabias podría yo nombrar aquí!... Catilina... Florida Blanca... Rosa Buré... Pues mujeres fueron conocidas y honradas por todo el mundo, una del tiempo de los moros, si no estoy equívoco, y las otras, dambas a dos, del de la francesada... Pero de esto y otras cosas maníficas trataremos en su día. Hoy por hoy, pueblo mío, no quiero más que daros la enhorabuena, y con ella un montón de gracias por la fineza que me habéis hecho en vuestro bien, y por la patria y la libertad... ¡Viva la libertad! (¡Vivaaa!).

—¡Pido la palabra! —gritó en esto Patricio, arrimando su estandarte a la pared.

—¡Que hable! —vociferó la gente.

—Pues digo —habló el pardillo, ocupando el puesto de don Gonzalo—, que comisionado por la Junta para tomar cuentas a la Justicia saliente, lo hice esta mañana, y sobre la mesa están los papeles que se me entregaron. ¡Horror de cosas hay allí, ciudadanos, que claman al Dios verdadero! Y no lo digo por los hombres que acaban de ser de la Justicia, sino por los tiempos atrás, tiempos de los tiranos inominiosos que aborrecían de muerte la libertad... ¡Viva la libertad! (¡Vivaaa!). Pero nosotros no somos vengativos, ni queremos la ruina de nadie, y hemos resuelto echar, como el otro que dice, raya por debajo, y hacer cuenta nueva desde hoy. Auto a lo mesmo, se acordó quemar los papeles del caso para que en jamás de los jamases se vea nadie tentao de la mala voluntá de revolver cuentos viejos en esta casa, que, desde ahora pa sinfinito, será ascua de oro por lo limpia y sol de los soles por lo clara. Tal digo con esta fecha, de lo que dará fe el letrado secretario hijo mío, en bien de la patria y de la libertad... ¡Viva la libertad! (¡Vivaaa!).

Dijo Patricio y se internó en la sala. Acto continuo volvió a aparecer en el balcón, cargado de libros y papeles.

—¡Leña a ese fuego! —gritó al alguacil que cuidaba de la hoguera.

—No la hay, —respondió Gildo, que se había colocado junto al alguacil.

—¡Echar ese confesonario! —dijo Lucas: —para eso le hemos traído.

El confesonario, hecho astillas, comenzó a arder, mientras exclamaba el cojo en tono plañidero:

—¡Así perezcan todos los enemigos de la libertad y tiranos de la conciencia!

Cuando las llamas se alzaron rugiendo, avanzó Patricio hasta la barandilla del balcón, y arrojó sobre ellas un brazado de papeles, diciendo al mismo tiempo a Gildo:

—¡Allá va eso, hijo mío!... Son los del depositario.

Gildo reunió cuidadosamente los dispersos papeles, y los echó en la lumbre poco a poco, en tanto Patricio, con el busto fuera de la barandilla, contemplaba con ansia los estragos que en ellos hacía el fuego. Cuando no quedaron más que cenizas, lanzó al aire otro montón de papeles, y dijo a la muchedumbre:

—¡Divertiros con todo eso!

Y los muy bestias de abajo, como si fueran ganando en ello una lotería, se apresuraron a recogerlos y a quemarlos, entre gritos feroces a la soberanía del pueblo, a la patria y a la libertad.

Terminado el acto, Lucas volvió a hablar desde el balcón.

—¡Ciudadanos! —dijo—, en nombre de la Junta revolucionaria, os dirijo la palabra. Coteruco queda constituido con arreglo al nuevo orden de cosas proclamado por la triunfante y gloriosa revolución, a la cual habéis contribuido poderosamente. En honor de tan fausto acontecimiento, se decretan tres días festivos a contar desde mañana. Entregaos, pues, al regocijo sin penas ni cuidados, que la Junta vela por vosotros; y cualquiera disposición que adopte, cuyo conocimiento os interese, se fijará al público en los sitios de costumbre. Mas antes de retiraros a donde lo tengáis por conveniente, en señal de íntima unión, y, a la par, de entusiasmo por la ilustre jerarquía que en el mundo civilizado acabáis de conquistar, gritemos desde el fondo de nuestros corazones: ¡Viva la libertad!

—¡Vivaaa!

—¡Viva el pueblo soberano!

—¡Vivaaa!

—¡Viva Coteruco libre!

—¡Vivaaa!

Tras éstos y otros parecidos desahogos, los hierofantes del balcón se retiraron a saborear un agasajo que ellos mismos se habían preparado en el salón de sesiones; y la compacta masa de abajo se fue disgregando poco a poco y medio atolondrada, como si acabara de recibir una paliza, y no el bautismo de su redención política.

Una hora más tarde, el silencio y la quietud reinaban en el pueblo; pero como reinan en sombrío tugurio, en el cual se ha andado a navajadas, después que ha salido la justicia de recoger los muertos y prender a los agresores.

XXII. El fruto de la semilla

El nuevo municipio inauguró su imperio con algunos acuerdos solemnes, puestos en ejecución apenas consignados en el libro de actas. Por el primero, se dio al pueblo, hasta entonces llamado Coteruco de la Rinconada, la denominación de Coteruco de la Libertad; por el segundo, se bautizaron sus vías públicas con nombres históricos adecuados a las circunstancias, inscribiéndose éstos en amplios tarjetones de madera, allí donde faltara la esquina de un edificio o la tapia de una huerta. Por eso se llamaba la explanadita frontera a la casa de don Román, Plaza de Padilla; la braña contigua a la iglesia, Campuco del General Riego; la del Consistorio, Plaza de la Revolución; y así por el estilo había Callejo de Marco Bruto, Cambera de los Comuneros y Corralada de Garibaldi. Por el tercer acuerdo, se inscribieron en la sala capitular del Consistorio, y bajo el rótulo de Hijos ilustres de Coteruco de la Libertad, los nombres de don Pelayo del Robledal de los Infantes de la Barca, Ceballucos y la Portillera; de Antonio González (Bragas), y de otros ascendientes de los Rigüeltas y de Polinar Trichorias, notoriamente rebeldes, en vida, a toda ley y autoridad; libres, en fin, en el sentido más lato de la palabra.

Para que nada faltase de lo principal y característico en pueblo, se estableció un club del que hablaremos luego más por extenso, en el piso alto de la taberna, pagándose el alquiler del local, por redundar la mejora en beneficio del vecindario, de fondos municipales, si bien con cargo al capítulo de calamidades públicas, por dictamen de Patricio, que no halló otro medio de embeber esta partida en el presupuesto general del Ayuntamiento. Con tal motivo, la taberna izó una bandera en el tejado, y escribió este rótulo sobre el hueco principal de su fachada: «¡AL SOL DE LA LIBERTAD! —Líquidos y otros comestibles».

Verificadas en breves días éstas y otras no menos transcendentales reformas, redactó Lucas una historia detallada de todo lo acontecido en el pueblo, desde su llegada a él; historia en que no se economizaban los elogios al narrador; y con este documento, firmado por cuantos allí sabían escribir, y legalizado y la Junta revolucionaria, encaminóse a la ciudad, dejando a don Gonzalo y a Patricio órdenes y advertencias para el mejor gobierno de aquella ínsula redimida, mientras él volvía de conferenciar con la Junta superior de la provincia acerca de varios puntos relacionados con la futura prosperidad de Coteruco, digno, por su heroico esfuerzo en pro de la gran causa, de la protección de sus pontífices.

Lo que en rigor de verdad iba buscando Lucas, ya lo presumirá el lector; y yo le aseguro, a mayor abundamiento, que cuando el fogoso patriota desplegó ante los hombres que mandaban en la ciudad el fárrago que llevaba en el bolsillo, no fue para decirles: «Ved aquí a mi pueblo y lo que vale,» sino: «Éstos son los frutos de mis persecuciones, de mis martirios, de mis enseñanzas y de mi talento. Venga ahora el mendrugo».

Pero los señores aquéllos harto tenían que hacer con desembarazarse de los millares de Lucas que los asediaban con idénticos pretextos y las mismas aspiraciones; y despacharon al de Coteruco con buenas esperanzas y veinticinco fusiles viejos, de chispa, más cuatro sables de los cogidos a la disuelta policía, una caja de tambor, de las antiguas, y una corneta abollada, animándole a que con estos elementos continuase su obra regeneradora en el valle, mientras se preparaba digna recompensa a sus preclaros servicios. Hizo Lucas, como quien dice, de tripas corazón, y tomó el hierro viejo con la esperanza de convertirle, tarde o temprano, en regalona credencial; y con estos emblemas luminosos de los pueblos libres, trasladóse al suyo, no tan ufano como salió de él.

En un discurso, tan hinchado y fogoso como todos los de su cosecha, explicó al pueblo, congregado ad hoc delante del Ayuntamiento, lo que era la milicia ciudadana y para qué servía. Recibióse no muy bien su invitación a formar voluntariamente en las de los guerreros de la libertad, alegando algunos suspicaces, por disculpa, que no se les amañanaba bien eso de ser libres sujetándose a la tiranía militar; pero con una explicación ingeniosa de este aparente contrasentido, y algo como amenaza de alistamiento forzoso, repartiéronse allí mismo los fusiles entre los más fervientes adictos a la nueva situación, y se eligieron dos sujetos que habían sido en sus mocedades tambor y corneta, respectivamente, en el servicio del rey; los cuales se hicieron cargo de la caja y del broncíneo tubo (como dijo cierto poeta), merced a una promesa de gratificación mensual con que el Ayuntamiento les disipó sus reiteradas repugnancias. Acto continuo se nombró capitán del batallón a Patricio, teniente a Gildo y sargentos a varios sujetos que lo habían sido de veras, entre ellos Barriluco. A don Gonzalo, como alcalde, se le encumbró a la jerarquía de Comandante general; y a Lucas, en atención a su cojera que le inutilizaba para el servicio activo, se le hizo subinspector de las fuerzas.

Pocos días después, en cuanto se hubo visto lo que lucía y campaba la milicia maniobrando en la mies, y lo recio que tosía en el pueblo un miliciano, fue preciso abrir un nuevo alistamiento para dar ingreso en las filas a la mucha gente que lo solicitaba, y aun se llegó al extremo de limitar la edad entre veinte y cuarenta años; sólo que como no había fusiles para todos, se acordó que los voluntarios excedentes se armasen con estacas, para el buen efecto de la perspectiva: así como así, no había municiones para los fusiles, ni los fusiles, por roñosos, magullados y carcomidos, hubieran podido servir para las municiones.

Haciendo otro esfuercito el providente Ayuntamiento, en justa correspondencia al entusiasmo de los milicianos, regaló a cada uno de ellos un kepi verde con cinta encarnada, lo cual obligó a Patricio y a Gildo a costearse una levitilla con galones y estrellas, según el grado respectivo; y al ver que la cosa iba tan seria, don Gonzalo se echó casaca con entorchados, faja azul con fleco de oro, tricornio con plumas, espolines dorados y una jaca torda que le costó veinte duros. En cuanto a Lucas, se conformó con un kepi de tres galones y un bastón con borlas.

Y como las milicias populares son tanto más útiles cuanto más se parecen al ejército regular, la de Coteruco no perdonaba medio de elevarse a la altura de las más aguerridas y disciplinadas. Al amanecer, diana por el tambor y la corneta; a las ocho, lista; a las once, ejercicio por pelotones en la mies; a las cuatro de la tarde, formación en el Campuco del General Riego; amén de que, con el fin de acostumbrar a los voluntarios a las faenas militares, entraban cada día diez hombres de guardia en el Ayuntamiento.

Entre tanto, era la época de la recolección del maíz y del retoño, y ni el retoño ni el maíz se recogían de traza.

—Hay que segar el prao de la Tabona, y las panojas se caen solas en la heredá y los cuervos las consumen, —decía la mujer.

—Yo no puedo ahora-respondía el marido—. Por orden del señor Comendante general, tenemos instrucción a las nueve.

—Por la tarde, si no.

—Tampoco: me ha citao el sargento a examen de tática melitar, para las tres y media.

—Mañana entonces.

—Mañana entro de guardia.

—Pasao mañana... me toca de ordenanza en casa del señor Comendante.

—¡Pero, hombre, ayúdame siquiera esta noche a deshojar las pocas panojas que hemos cogío la muchacha y yo!

—Esta noche no podrá ser, porque hablo en el clus.

—¡Válgame la Virgen y el Señor me ampare! ¿Qué va a ser nosotros a este paso!

—Ya ves tú, lo primero es lo primero.

—¡Lo primero!... lo primero es tu obligación, tu hacienda, tus hijos... ¿De qué demónchicos sirve todo eso que te trae entontecío? ¿Qué pan te vale? ¿qué vestido nuevo?

—Sirve para la libertá.

—Para la libertá... ¡meleno! Libertá buena la tenías tú cuan eras dueño de tu casa y de todas las horas del día; al paso que todo zarramplín te manda, y no hay bribón que no te pellizca hacienda que tienes abandoná.

Patrona!... ¡cuidao con la lengua, porque ya no semos los hombres que juimos endenantes!

—Harto lo veo por mi desgracia. ¡Virgen de las Amarguras! Semejantes diálogos no cesaban un punto en los hogares del pueblo; y como el tiempo corría y las labores no se hacían ellas solas, y las necesidades apremiaban y crecían como la espuma, la cosecha se malvendía en la mies, y el ganado se daba al desbarate.

La novedad de la milicia excitó en grado sumo la curiosidad de los pueblos inmediatos; Pontonucos, especialmente, se despoblaba cada vez que los voluntarios aparecían en el valle maniobrando a la voz de sus capitanes, en medio del estruendo de los bélicos instrumentos. Para los espectadores, era aquello un incesante carnaval, que no tardó en producir sus naturales resultados.

Tenían los de Pontonucos fama de zumbones y un tanto bravíos: la verdad es que desde que se iniciaron las algaradas políticas en Coteruco, habían ocurrido entre uno y otro pueblo varios choques y colisiones, aunque de escasa importancia. Sospechábase con estos antecedentes, que a ellos respondía el empeño, que se dejaba ver en el batallón, de elegir para teatro de sus operaciones bélicas el terreno más próximo al término municipal de Pontonucos, como si se tratara de imponer a sus habitantes con aquellos alardes de poder y de fuerza. Estando así las cosas, dio en circular por Pontonucos una historieta que merece ser referida aquí. Decíase que estando los voluntarios de prácticas en el sitio de costumbre, un número que se había separado de las filas, no sé con qué urgencia, volvió del monte vecino azorado y presuroso, y dijo a don Gonzalo que mandaba las fuerzas: —«¡Mi Comendante general, por la Sierra de los Gatos bajan hacia acá dos civiles!» —«¡Cascaritas!» respondió el jefe; «¡y nosotros que no tenemos licencia de armas!»— «Claro», añadió el otro; «y nos la pedirán, y nos recogerán los fusiles...» —«Y si nos resistimos, lo tomarán por lo serio... Y con esa gente no se juega... ¿Estas seguro de que son civiles?» —«Los he visto, mi Comendante general... y apostaría a que en cuanto se encaren con nosotros, hacen una barbaridá». Y volviéndose rápido hacia su gente, gritó el guerrero: —«¡Batallón! ¡Media vuelta hacia Coteruco!... ¡Paso acelerado!... ¡March!...».

Y desapareció la tropa, como si la persiguieran lobos. Fábula o historia, esto se contaba allí. Pero lo que está fuera de duda es que en ello se inspiraron los de Pontonucos para salir una tarde desaforadamente del pueblo, armados con sendos garrotes de acebo, en ocasión en que los milicianos fachendeaban en la mies, y caer sobre ellos como una granizada. Don Gonzalo, sin detenerse a consultar el caso con nadie, arrimó las espuelas al tordillo, y no paró de correr hasta su casa, dejando en el camino el sable y el tricornio. Siguiendo su heroico ejemplo, sus gentes se desbandaron tumultuosamente. Unos pocos osaron hacer cara a los acometedores; pero, en lucha tan desigual, fueron desarmados, tras de sacar las costillas molidas a garrotazos.

De este suceso nació una antipatía horrible entre los dos pueblos; y bastaba que en uno se dijese «¡viva la Pepa!», para que el otro gritase «¡viva la Juana!»; y como de todo ello se juzgaba en otras aldeas circunvecinas con diversidad de criterios, menudeaban las palizas en el valle, que era una bendición.

No por la atención que tan ruidosos y complicados asuntos demandaban, descuidaba el Ayuntamiento de Coteruco los de su más inmediata competencia. Por de pronto, se formó un expediente relativo a gastos de equipo y armamento de la milicia local; y como en él aparecía que don Gonzalo y Patricio, movidos de altísimos sentimientos de patriotismo, habían anticipado los necesarios fondos para tan sagrada atención, porque en el tesoro municipal no dejó un maravedí la «ominosa tiranía derrocada», hubo que rematar fincas del común para liquidar las cuentas, llevando los dos acreedores su desprendimiento hasta el punto de darse por bien pagados, Patricio con el Sel de la Tejera, y don Gonzalo con el monte vecino a su casa.

También quisieron estos dos filántropos recompensar de algún modo los perjuicios materiales que sufrían sus administrados por atender con incansable celo al mejor servicio de la libertad; ¡y era de ver cómo se afanaban a porfía aquellos pródigos para acudir en auxilio de los más apurados, y darles oro de buena ley por una mala pareja de bestias, o por una finca descuidada, cuando no por grano... o por un simple papelejo firmado en la taberna entre dos luces!

Mucho dijeron los maldicientes sobre el verdadero valor de estos socorros, con el piadoso intento que de ordinario persigue a las almas benéficas; pero el negocio del Sel produjo un completo cisma en el Ayuntamiento, y un escándalo en el vecindario.

Polinar, que no pudo agenciarse para unos calzones nuevos, ni en el remate de los predios del común ni en los innumerables contratos particulares que sus dos compañeros de autoridad celebraban cada día, comenzó a murmurar de Patricio, a tacharle de hombre desleal a su palabra, y a declarar en público y en privado que chasco estupendo se llevaba si creía que él, Polinar, había entrado en la Justicia para decir «amén» a todas las picardías del trapisondista, sin su cuenta y razón; que otro muy distinto fue el convenio entre ambos... Y que le iban a oír los sordos. Pero Polinar tenía en su historia ciertas páginas sombrías que Patricio sabía de memoria; y con la amenaza de publicarlas, acallaba éste sus furores de ordinario. Calló también esta vez el quejumbroso, aunque con protestas y valentías que sólo podían explicarse por el flamante encumbramiento en que fiaba el tal; pero las palabras habían caído en buen terreno, y fructificaron en descrédito gravísimo de Patricio y de don Gonzalo, sin necesidad de que Polinar insistiese en difamarlos... En fin, que el pueblo, que ya antes de mandar en él los seides de Lucas estaba hecho una lástima, era una completa podredumbre dos meses después de imperar la nueva Justicia.

Nada podía contra ella la heroica batalla que sin cesar libraba el bueno de don Frutos; antes parecía que el mal se propagaba a medida que le combatía. Aun en esta creencia, el santo varón continuaba redoblando sus esfuerzos en bien de sus feligreses, si, no con la esperanza de atraer a los dispersos, con el propósito de que no se comiera el lobo las pocas ovejas que le quedaban en el redil. Por eso, aunque llovían sobre él las provocaciones y las afrentas, seguía impávido su camino, complaciéndose en pagar las ingratitudes con beneficios, y las injurias con actos de caridad, a los que andaba asociada, aunque oculta, la mano de don Román, quien, como todo buen padre, más amaba a aquéllos sus hijos adoptivos, cuanto más extraviados los veía.

Avanzaba el invierno, y aun se acababa el año, y nada sabía don Gonzalo, a pesar de su omnipotencia, del estado en que se hallaba el proyecto de casamiento de Magdalena. El misterio más impenetrable le envolvía. Verdad es que la otra casa parecía un convento, desde muchos meses atrás. Este largo silencio sobre caso tan grave, había amortiguado los rencores y hasta hecho renacer las perdidas esperanzas del reyezuelo. ¿Habría cambiado de opinión Magdalena? ¿Estaría pesarosa de haberle desdeñado? Posible era, porque, como él decía: «Yo comprendo que esa mujer menospreciara mis caudales, mi figura y mi ropaje de simple particular, porque hay gustos raros e incomprensibles; comprendo también que no la seduzca mi cargo de alcalde, ni la deslumbre mi preponderancia en el pueblo, porque ella no ve cómo me carteo con personajes de la ciudad, ni sabe que aquí no se da un paso sin que yo lo autorice con mi palabra o con mi firma; pero no es posible que haya dejado de maldecir la hora en que me despidió de su casa, desde que me ha visto sobre mi jaca torda, con mi tricornio y mi faja, mandando el batallón. ¡Cuidado si estoy hermosísimo de esa manera!... ¡Oh, caerá, caerá rendida a mis pies, y yo la recibiré en mis brazos, porque la necesito para esplendor de mi gloria!»

Saboreando tales quimeras, fuese una noche a ver a Osmunda que no desconocía las inclinaciones del indianete, y a todo trance quería curarle de ellas.

—Voy a darte una noticia —le dijo la infanzona, que ya le tuteaba— El domingo se proclama Magdalena.

—¡No puede ser eso! —respondió don Gonzalo dando un brinco, como si le hubiera mordido una culebra.

—¿Te escuece, alma ingrata? —le preguntó Osmunda con sorna. —Pues sírvate de consuelo que lo sé de buena tinta.

—¡Pues no se casará! exclamó fuera de sí don Gonzalo.

—Y a ti ¿qué te importa? —volvió a preguntarle la solariega, con mal disimulado rencor. — ¿Con qué derecho has de impedirlo?

El indianete conoció que había ido demasiado lejos en sus ímpetus; y con ánimo de enmendar el yerro, exclamó con gran énfasis:

—¿Con qué derecho, dices? Con el que tiene todo buen liberal para aplastar a los réztiles donde quiera que asomen la cabeza para prosperar... ¡Que paguen sus crímenes!

Y sin aguantar la respuesta de Osmunda, se fue al club, en busca de Lucas, con el cual habló largo rato y muy en secreto en el Salón de conferencias, que era un pajar vacío de la misma taberna.

XXIII. En el que habla don Lope

Osmunda decía la verdad. Magdalena iba a proclamarse con Álvaro en la misa del domingo próximo.

Don Lázaro no se había restablecido por completo, ni era de esperarse que lo consiguiera tan pronto, corriendo a la sazón lo más crudo del invierno; y don Román no juzgaba prudente, así por el carácter que iban tomando los sucesos en Coteruco, como por la situación moral de los novios, aplazar por más tiempo la boda. Si don Lázaro se restablecía para entonces, asistiría a ella; si no, se prescindiría de toda solemnidad, o se celebraría en Sotorriva: de todas maneras, el casamiento no podía retardarse más. Comprendido y acordado así por las dos familias, se procedió al arreglo de los pormenores y se le entregaron a don Frutos las proclamas que habían de leerse una sola vez en la iglesia.

Llegó el domingo en que este requisito iba a cumplirse, y Magdalena no se halló con fuerzas para presenciar ese acto que siempre excita la curiosidad de los asistentes; por lo cual pidió permiso a su padre para ir aquel día con Narda a oír misa a Pontonucos. Concediósele don Román, y quedóse él solo a oír la de don Frutos, pues, sin motivo muy justificado, nunca faltó a la misa parroquial de su pueblo.

No ocurrió en ella cosa que saliera de lo usual y acostumbrado: cierto rumor producido por la lectura de los pregones, y muchas caras vueltas de pronto hacia el sitio ordinariamente ocupado por Magdalena; muchos ojos fijos después en don Román, y nada más.

Concluida la misa, comenzó la gente a salir de la iglesia. Enfrente de la puerta había seis voluntarios armados, al mando de Patricio, de gran uniforme. Nadie puso atención en ellos: costumbre había en Coteruco de ver a sus guerreros en todas partes. Cuando salió don Román, desenvainó Patricio el roñoso sable, mandó a sus soldados calar bayoneta, dio algunos pasos al frente, encaróse con el noble caballero, y le dijo con voz no muy segura:

—En nombre de la patria y de la libertad, dese usted preso.

A estas palabras, avanzaron los voluntarios y rodearon a los dos. Don Román se quedó mudo de sorpresa al oír semejante intimación y verse encerrado entre bayonetas; dudó si soñaba o si su razón se había extraviado de repente; quiso romper el cerco para ver si era dueño de su voluntad, y el cerco se estrechó más. La sangre afluyó a su cerebro, y, por un momento, la cólera le puso fuera de sí; acudió entonces a los bríos de su ánimo indomable, y consiguió refrenar su exasperación; alzó la cabeza y dijo a Patricio con voz entera:

—¿Con qué derecho se me atropella así?

Patricio, por única respuesta, puso en sus manos un papelejo que decía:

«El capitán de las fuerzas populares de Coteruco de la Libertad se apoderará del ciudadano Román Pérez de la Llosía, donde quiera que le halle, y le conducirá, sin pérdida de un solo momento, al punto que se determina en la adjunta comunicación.

El Alcalde popular,
DE LA GONZALERA».

—¡Pero esto —dijo don Román, reprimiendo mal su indignación—, es una infamia!

—Es una orden, ciudadano, y yo la cumplo, —respondió Patricio con grotesca altivez.

—Y ¿qué punto es ese al cual se me conduce?

—Lo sabrá usted en sitio conveniente.

Por la imaginación de don Román pasó una idea horrible. Dominado por ella, miró a Rigüelta con toda la fuerza escrutadora de sus pupilas, y le dijo:

—Quien tal documento se atreve a suscribir, es muy capaz de haber firmado también mi sentencia de muerte; y en cuanto a vosotros, seguro estoy de que no repugnaríais el papel de verdugos. Así, pues, si existe el propósito de asesinarme como a un salteador de caminos, tras el primer bardal que hallemos al salir de aquí, exijo que se declare en el acto... porque necesito un sacerdote que me absuelva y me infunda valor bastante, no para morir sino para perdonaros.

—¡La libertad no asesina, ciudadano! —exclamó con ridículo énfasis Patricio.

—Primero que volver el arma contra usté, me clavaría yo en ella, señor don Román.

Quien tal habló fue Carpio, uno de los seis voluntarios. Fijóse en él el caballero, y le dijo, contemplándole con lástima:

—Pues entonces, ¿qué haces aquí, desdichado?

—El deber no tiene entrañas...

—¡El deber!... ¡Dios eterno, qué mofa se está haciendo aquí la ignorancia de estos infelices!... En suma, vaya a donde vaya, necesito ponerlo en conocimiento de mi hija.

—La escribirá usted desde el punto de su destino.

—Tengo que arreglar algunos asuntos en mi casa.

—Y yo tengo orden de no oírle a usted protesta ni reclamación, si no es la de una caballería para su uso; pero de poco andar y no briosa.

Don Román comprendió que era inútil y arriesgado para él discutir cosa alguna con aquel bribón, y se dejó conducir sin nuevas réplicas hacia Carrascosa, en la situación de ánimo que fácilmente presumirá el lector.

Momentos después salió de la iglesia don Lope, acompañando a Osmunda. Oyó el Hidalgo lo que se decía entre la gente, aún estupefacta y aturdida; averiguó, preguntando, toda la verdad, y sintió de repente en todos sus músculos un raro cosquilleo que le excitaba a correr detrás del preso. Permaneció unos instantes como luchando contra su deseo; vencióle al fin, y se desahogó exclamando con voz iracunda y cavernosa:

—¡Mamarrachos!

Osmunda, entre tanto, con su gesto habitual de soberano desprecio, retirada algunos pasos de su tío y de la gente, aunque todo lo había oído, aparentaba no dar al asunto la menor importancia.

Camino de su casa, preguntó don Lope a su sobrina:

—¿Dónde está tu hermano?

—¿Acaso me da cuenta de la vida que hace? —respondió con sequedad Osmunda.

—Pero te habrás visto...

—Le vi con Gildo, hace dos horas, ir hacia Pontonucos, y no sé si ha vuelto.

—¡Quiera Dios —murmuró sordamente el Hidalgo—, que no ande su mano en esta infamia!

Osmunda frunció el hocico rugoso, se encogió de hombros y no respondió una palabra. Entraron en casa. Don Lope, sin ir a su cuarto a colgar el hongo en la percha, comenzó a pasearse en el ancho y sombrío corredor, olvidándose, por primera vez en su vida, de encender su pipa. El cosquilleo de antes volvía a atormentarle. ¡Cosa más rara! ¿Qué pasaba debajo de aquella corteza ruda y agreste? Ni el mismo Hidalgo lo sabía. Andaba, andaba, y cada vez andaba más de prisa para templar el desasosiego, y más le irritaba así.

—No puede negarse —discurría—, que esa casa ha hecho grandes beneficios al pueblo; que esa persona ha sabido siempre honrar el limpio nombre que lleva; que el más escrupuloso no hallará tacha que poner a su conducta, y que si esta gente supiera lo que es vergüenza y sentido común, besaría la tierra donde él pone sus plantas... ¿Y qué? ¿Me importa a mí dos cominos todo ello? ¿Le debo yo algo a ese caballero? Absolutamente nada... Pero es el caso que esta desazón que ahora siento, más se encona cuanto más pienso en lo que acaba de ocurrirle... ¿Será porque creo a mi sobrino causante del atropello?... ¡Bah! Yo he visto caer a Coteruco en dos días, y revolcarse en el cieno de todos los vicios, y blasfemar de Dios, y afrentar a su ministro, y dar, como tropel de energúmenos, en todas las sandeces y en todas las abominaciones imaginables; he tenido la evidencia de que este canalla era el principal demonio corruptor, y me he limitado a romper con él y con su hermana toda comunicación: el hecho, aunque infame, no me sorprendía. Cuatro pícaros explotando a cuatrocientos ignorantes: esto se ve en todas partes, y se verá hasta el fin de los siglos, porque es el producto natural de la condición humana. ¿Procederá mi inquietud de hoy de que este crimen sea el mayor que he presenciado en mi vida? En efecto: lo injusto de la medida en sí, la calidad, las condiciones del atropellado, el sitio, la ocasión, tan solemne para él; tantos derechos, tantas esperanzas, tantos sentimientos pisoteados, escarnecidos en un solo instante; tantas alegrías ahogadas en lágrimas por el golpe alevoso de media docena de bribones sin ley y sin Dios, claman al cielo pronta y terrible venganza... Pero ¡canastos! ¿qué me va a mí, ni qué me viene en todo ello?... ¡Nada, absolutamente nada: ni tanto así!... Luego ¿por qué no miro esta indignidad con la indiferencia con que he visto tantas otras?... ¡Por vida de las flaquezas humanas!... Apostaría una cosa buena a que toda esta comezón que me hace discurrir así, es obra del nublado de estos días... Como si lo viera... ¡Pues me importa a mí bastante el mundo entero, para que se me altere la sangre por picardía más o menos!... De todos modos, cada uno en su casa... Y lo que sigue. Que le encarcelen, que le fusilen, que le ahorquen... ¿y qué? Yo no he de meterme por eso donde no me llaman... ¡Rayos y centellas!... ¡Pícaros, bribones!

Cerca de una hora pasó don Lope engolfado en semejantes meditaciones—, hasta que de ellas le sacaron fuertes y acompasados golpes en la escalera, como los que daba Lucas con la muleta sobre los peldaños cuando subía o bajaba.

Apareció, en efecto, el Estudiante en el pasadizo, pero seguido de Magdalena y Narda, ambas sobrecogidas y pálidas. Quiso Lucas conducirlas al páramo que en aquella casa servía de estrado; pero en cuanto distinguieron al Hidalgo entre las sombras del otro extremo del carrejo, las dos mujeres corrieron hacia él. —Señor don Lope —exclamó Magdalena con voz angustiosa—, ¿dónde está mi padre?

Don Lope se quedó yerto, mudo de sorpresa, al oír la pregunta y conocer a quien se la dirigía. Luego se encaró con su sobrino, y le dijo con voz alterada:

—¿Por qué se me hace a mí esa pregunta?

A lo cual respondió el otro, con cínico descaro:

—Hallé a estas señoras al salir de la iglesia de Pontonucos; y como por ahora nada tienen que hacer en su casa, las he conducido a ésta, donde, según las prometí, tendrán noticias de... esa persona.

—¿Qué quiere decir eso? ¡Habla claro... y pronto! —exclamó don Lope con voz imperiosa y amenazante mirada.

—Quiere decir —añadió Lucas—, que mientras la ley juzga al tirano, éstas, que son prendas inconscientes, quedan aquí protegidas por el sagrado pabellón de la libertad.

—¡Jesús! —exclamaron aterradas Narda y Magdalena.

En don Lope se obró entonces una transformación espantosa: clavó los ojos centelleantes en su sobrino; su robusto cuello se hinchó poco a poco; dilatáronse sus narices; la espesa y ruda barba se encrespó sola; sus dientes rechinaron bajo los labios encogidos; encorvó los brazos musculosos; apretó los puños como si quisiera triturar los dedos contraídos; y azulada, verde la tez, estremecióse de pies a cabeza, como león con la cuartana, y lanzó de su pecho un rugido salvaje, vomitando con él estas palabras solas, que retumbaron en todos los ámbitos de la casa:

—¡Gran pillo!

Y, al mismo tiempo, uno de sus puños cayó sobre la cabeza de Lucas, que se desplomó en el acto, como bestia herida en la nuca por la maza del carnicero.

Magdalena se aterró, y hasta sintió lástima del miserable acogotado, enfrente de aquella figura que tenía la grandeza de Alcides y la ferocidad del león.

Hubo unos instantes de silencio, durante los cuales pareció que se habían petrificado los personajes de la escena.

Movióse el primero don Lope. Se volvió hacia Magdalena, y la preguntó dulcificando cuanto pudo la rudeza de su voz:

—Señora, ¿me cree usted hombre honrado y bien nacido?

Magdalena, clavando los anhelantes ojos en el Hidalgo, como si esperara de él su salvación, contestó afirmativamente.

—Pues bien —continuó don Lope— por honrado y caballero y delante de la cara de Dios, juro a usted que no tengo parte en la infamia cometida.

—Eso ya lo sé yo, señor don Lope —replicó Magdalena anegada en llanto—. Pero mi padre... ¿dónde está mi padre? ¡Yo quiero verle, estar a su lado!...

El Hidalgo se mordió los labios y ahogó entre ellos una imprecación; luego se atusó la barba con ambas manos, convulsas y descoloridas, y se expresó así:

—Señora, va usted a decir que me meto en lo que no me importa; pero ya que las cosas vienen así rodadas —y aquí alzó don Lope su hermosa cabeza y extendió uno de sus brazos, trémulo aún por la emoción que le dominaba—, juro también por el nombre que llevo y por Dios que me oye, devolverle a usted a su padre, o lavar el borrón que hoy ha caído sobre Coteruco, quemando en las llamas que le devoren por sus cuatro costados, a los infames autores del atropello.

En esto apareció Osmunda, torva, desgreñada, hecha una Euménide. Vio a hermano tendido en el suelo, y se abalanzó a él, fulminando improperios sobre su tío y sobre Magdalena, a quien acusaba de instigadora del furor del Hidalgo. Lucas comenzaba a volver en sí.

—¡Qué salvajismo... tan feudal!... —balbució el fanático, alzando el busto poco a poco, apoyándole en el brazo derecho.

—¿Dónde está don Román Pérez de la Llosía? —le preguntó don Lope con voz estentórea, inclinándose sobre él en cuanto le vio moverse, y como si se hallara dispuesto a derribarte de nuevo si no obtenía contestación satisfactoria. Lucas debió entenderlo así, y se apresuró a contestar con voz dolorida:

—Camino de la capital.

—¿Para qué?

—Para que aquella superior autoridad disponga lo más acertado.

—¡Qué iniquidad! —exclamó Magdalena sollozando.

—¡Qué gazmoñería! —dijo Osmunda remedando a la atribulada joven.

—¡Silencio, víbora! —tronó don Lope cogiendo a su sobrina por un brazo. Vuelto después hacia Magdalena, dijo a ésta:

—Tengo ya un plan, señora... Y tú —dijo a Osmunda—, ven conmigo.

Y, medio arrastrando, la sacó de allí, la encerró en un cuarto interior, trancó la puerta y guardó la llave en el bolsillo; condujo después a Lucas a otro calabozo por el estilo, encerróle en él y recogió también la llave. Vuelto al pasadizo el Hidalgo después de tomar su gruesa cachava, instó a las dos mujeres a que le siguieran. Cuando los tres bajaban la escalera, dijo don Lope:

—Conviene que estos pícaros no se vean ni comuniquen con nadie hasta que yo vuelva.

—Pero ¿a dónde vamos? —preguntó Magdalena en la mayor ansiedad.

—Ahora trataremos de eso, —respondió don Lope.

—¡Virgen María, qué desgracia!

—Más grande pudiera ser, créalo usted.

—Pero ¿qué delito ha podido cometer mi señor para que se haya hecho con él esa picardía? —preguntó a su vez Narda, que daba diente con diente.

—El delito de ser honrado y bueno, —dijo don Lope.

—¿Ese es un delito? exclamó Magdalena.

—Sí, señora —respondió el Hidalgo con gran aplomo: cuando mandan los bribones, como sucede hoy aquí... Pero vamos a lo que importa y no da treguas. Yo necesito dos... tres, o cuatro días, para llevar a cabo mi plan... porque me he permitido tener uno, señora. Digo que necesito más de un día para realizar mi plan, y creo que éste es demasiado tiempo para dejarla a usted en su casa sin el amparo de su señor padre... Quien hace un cesto, hará un ciento.

—¡Es verdad! —contestó la joven. —¡Dios mío, qué situación!

—Estaría usted mucho más segura en Sotorriva; pero los usos corrientes del mundo se oponen a ello, y hay que respetarlos.

Este recuerdo de Sotorriva trajo a Álvaro a la memoria de Magdalena, y uniéndole ésta al de su padre, creyó destruida toda su felicidad con un solo golpe. Inclinó su hermosa cabeza, y respondió a don Lope con un mar de lágrimas.

—No hay que abatirse —continuó el solariego—, que todo se remediará, Dios queriendo... Y ha de querer, porque nuestra causa es la suya... Usted tiene parientes cercanos en Solapeña, ¿no es cierto?

—Sí, señor.

—Pues con ellos van ustedes a permanecer hasta que yo vuelva... quiero decir, hasta que volvamos. ¿Me entiende usted?

—¡Ay, señor don Lope! —exclamó Magdalena en el colmo del desconsuelo—, nosotras iremos a donde usted quiera llevarnos... porque yo no se pensar ni discurrir en este momento... ¡parece que me falta la vida lejos de mi padre!... ¡Dios piadoso, qué será de él!... ¡Narda, Narda, no me abandones un instante, porque me moriría de horror a mi soledad!

Hablando así, reclinó su cabeza sobre el honrado pecho de su aya.

—¡Abandonarte yo, Virgen María!... ¡Qué pensamientos... hija de mi alma!... ¡La pena te roba la luz del entendimiento!

Y mientras así hablaba Narda, derramando torrentes de lágrimas, sofocaba a Magdalena entre sus brazos y la comía a besos.

—Puesto que estamos conformes —añadió don Lope, conmovido delante de aquel cuadro—, voy a disponer un carro convenientemente para conducirlas a ustedes.

—No, no —dijo Magdalena separándose de Narda—: eso llevaría tiempo, y no hay un instante que perder. El pueblo está cerca, el día hermoso, y podemos ir a pie.

—Pues andando, —exclamó don Lope, dando dos pasos en el portal.

—Pero ¿no va usted a buscar a mi padre ahora mismo? Narda y yo iremos solas al pueblo... sabemos el camino...

—De ninguna manera. Yo no me separo de usted hasta dejarla en lugar seguro.

—¡Es que el tiempo vuela, don Lope!

—Ya ganaré después el que ahora perdamos.¿Se fía usted de mí, señora?

—¡Oh, sí! —exclamó la joven, mirando con expresión de esperanza y de gratitud la ruda, pero noble, fisonomía del Hidalgo. —Usted no miente nunca.

—¡Nunca, señora! —respondió don Lope con sublime ingenuidad: —¡antes trituraría mi lengua con los dientes!

Un momento después, salieron de la Casona los tres personajes; trancó el Hidalgo el portón y guardó también la llave en el bolsillo, y sollozando las mujeres, torvo, ceñudo, amenazante don Lope, como nublado de estío, a buen andar llegaron a la mies y tomaron el camino de Solapeña.

XXIV. En el que sigue hablando don Lope

Aunque el lector se lo habrá figurado ya, créome en el deber de decirle que la prisión de don Román y el conato de secuestro de su hija, fueron acuerdos tomados por don Gonzalo y Lucas en su entrevista en el «salón de conferencias» del club, unas noches antes.

El soberbio cacique quería, a todo trance, impedir el casamiento de Magdalena; y el maligno cojo, que todo lo convertía en substancia, propuso lo que ya sabemos por los hechos referidos, con el doble fin de servir a su amigo y quitar del pueblo un constante peligro para el desarrollo de los intereses revolucionarios. Sabía que Osmunda odiaba a Magdalena, aunque jamás se cansó en averiguar la causa, y no halló mejor carcelero que su hermana para guardar a la hija de don Román. El proyecto pareció de perlas al flamante reyezuelo, sobre todo en lo de tener a Magdalena bajo su inmediata vigilancia, como la tendría en la Casona. Aquella misma noche firmó y selló una comunicación para la primera autoridad de la provincia, remitiéndole a don Román, «como persona reaccionaria e influyente, que sin cesar conspiraba contra la nueva legalidad». Aceptó Patricio de muy buena gana el encargo que se le confió; proveyósele de la orden que conocemos; eligió, de propio intento, a Carpio para formar parte del piquete, y se decidió que se diera el golpe al salir de misa el reo, para mayor solemnidad. En cuanto a Magdalena, se contaba con separarla de su padre en aquel instante mismo; pero súpose que había ido a oír misa con Narda a Pontonucos, y se encargaron Lucas y Gildo de apoderarse de ella en el camino. Siguiéronla desde la iglesia, al salir de misa; y cuando iba a entrar en el término de Coteruco y se dirigía a su casa, se la acercaron advirtiéndola que tenían que comunicarle importantes noticias referentes a su padre, a quien asuntos graves habían alejado del pueblo. Sobrecogida y asustada la inocente joven, que sospechó algo funesto, diéronla por garantía de seguridad a don Lope a quien hallaría esperándola para informarla de todo; y así evitaron los miserables que la hija de don Román y Narda los siguieran sin acudir ellos a medios violentos, que, de otro modo, hubieran usado.

Cerca ya de la iglesia, se detuvo Gildo a hablar con un transeúnte. Momentos después alcanzó a Lucas, y le dijo al oído:

—Todo se ha hecho como estaba mandado.

A la puerta de la Casona se despidió, y Lucas y las dos mujeres subieron.

Don Gonzalo, desde por la mañana, no hallaba instante de sosiego. Su frecuente trato con Patricio; la índole de los manejos en que andaba metido a cada hora; la facilidad que su omnipotencia repentina le daba para satisfacer sus mezquinas vanidades y llevar a buen término y remate muchos y nada limpios, pero lucrativos, negocios, habían acabado de encanallarle, robándole, como por ensalmo, aquellos pujos de gran señor que, aunque pegadizos, le inclinaban siempre hacia la buena senda. Era, pues, el indianete, a la hora en que le mencionamos en este capítulo, un completo canalla, capaz de todas las villanías que se le aconsejaran en pro de su mayor encumbramiento, o de más cuantiosas ganancias. Pero no tenía pizca de iniciativa ni de corazón; y en cuanto se veía sin Lucas o sin Patricio, asustábase de sus propias fechorías y temblaba de miedo.

Parecíale muy grave lo que había hecho con don Román, y sus agentes le habían informado de que el suceso había producido grande y no buena impresión en el pueblo. No se atrevía a salir de casa, y Lucas, aunque pasaban las horas, no aparecía por ella. Gildo, de mal talante, fue a verle al mediodía. Le confirmó lo que ya le habían contado sobre el mal efecto causado en el pueblo por la prisión de don Román, y añadió que acababa de ver a don Lope salir de Coteruco acompañando a Magdalena y a Narda. Esto era gravísimo. Jamás el Hidalgo había saludado a aquellas mujeres, ni mostrádose parte en cuestión alguna fuera de su casa. ¿Qué ocurría en la de Lucas?

Con el deseo de averiguarlo, salieron ambos a la calle y se acercaron a la Casona. El portón estaba cerrado: otro fenómeno alarmante. Llamaron a Lucas: nadie se asomó a las ventanas. Llamó don Gonzalo a Osmunda: silencio sepulcral.

Volviéronse mustios y pesarosos por donde habían ido; y para mayor desconsuelo, se le figuró a don Gonzalo que los transeúntes le miraban de mal ojo. Gildo se comprometió a averiguar lo que pudiera, y el otro se encerró en su casa.

Entre tanto, llegaron a Solapeña don Lope y sus dos protegidas; y esclavo el Hidalgo de su sistema de no meterse nunca donde no le llamaran, dejó a Narda y a Magdalena a la puerta de la casa de los parientes de ésta; y sin aceptar las gracias que, llorando, le daban las dos mujeres, entre súplicas y encargos para el prisionero, tomó la vuelta de Coteruco, a donde llegó, con la cachava al hombro, a la una de la tarde.

Abrió el portón y luego la puerta del calabozo de Lucas, y halló a éste acurrucado en el suelo, por no haber allí mueble mejor en que sentarse, con la cabeza entre las manos. Levantóse el cojo al ver a su tío, y díjole éste sin más preámbulo:

—Sígueme a mí cuarto.

Lucas obedeció como un autómata.

El cuarto de don Lope era como él: grande, sombrío, pobre desaliñado: una cama torneada, de alto testero, con colcha y rodapié de indiana; una percha de roble; un ropero de cabretón; un crucifijo y una benditera en la pared, sobre la cama; un palanganero en un rincón; una mesa de encina junto a la ventana; un viejo sillón junto a la mesa, y sobre ésta un tintero de estaño con dos plumas de ave, el Quijote en dos tomos, en pasta entera, varios libros de devoción y algunos pliegos de papel de barbas. No había más allí.

—Siéntate ahí, —dijo el Hidalgo con voz ronca a su sobrino, señalándole el sillón. Sentóse Lucas.

—Habéis enviado a ese caballero continuó don Lope—, fuera de aquí, so pretexto de que conspira contra vosotros, y de que, por el bien del Estado, conviene tenerle seguro. ¿No es esto lo que has querido darme a entender en tus retóricas estúpidas?

—Justamente, —contestó Lucas, sin atreverse a protestar contra estos calificativos de su tío.

—¡Cuenta, miserable, con no mentir, porque en ello te va la vida!

—Digo la verdad.

—Pues vas ahora mismo a poner una comunicación a la propia persona, o junta, o autoridad, o lo que sea, en que digas todo lo contrario.

—¡Tío!

—Yo no soy tu tío, ¡gran canalla! soy tu juez; y si un poco me apuras, un rayo que te haga polvo ahora mismo.

Lucas tembló bajo la mirada feroz de don Lope.

—Vais a decir —continuó éste—, que una lamentable equivocación os ha hecho prender, por conspirador, al hombre más honrado y benéfico de toda la comarca; que de su libertad depende el sosiego del pueblo y hasta la tranquilidad del valle entero, y que me delegáis a mí, persona de toda vuestra confianza... confianza no, que esto sería mentir... de vuestro mayor respeto, para tratar de este asunto con... con quien sea.

Lucas empezó a escribir en este sentido, sin proferir una sola palabra por vía de reparo, y don Lope a pasearse con agitación, siguiendo la diagonal del cuarto.

Terminado el escrito, se le entregó el cojo a su tío. Leyóle éste detenidamente, y se le devolvió a Lucas diciéndole:

—Bien está. Firma y pon el sello.

—No iba el otro firmado por mí; y en cuanto al sello, le tiene el alcalde.

—¿También es él quien firmó antes?

—Y quien puso el sello.

—Lo mismo da... óyeme bien: si en cualquiera de estos pormenores me ocultas la verdad, juro por el lustre de mi nombre, al que jamás lograrán manchar las vilezas de tu sangre bastarda, desollarte vivo, así te ocultes en el centro de la tierra.

Dichas estas palabras, sacó una llave de su bolsillo y se la arrojó a Lucas diciéndole:

—Bajo esa llave está tu hermana, horas hace, en ese primer cuarto de la derecha; puedes darle libertad, o dejarla que se pudra allí; como quieras: a mí me es igual.

Después volvió a empuñar la cachava, bajó la escalera, salió de casa y se encaminé a la de don Gonzalo, a todo andar.

El reyezuelo se estremeció cuando le tuvo delante.

—¡Mi buen amigo don Lope! —exclamó haciendo de tripas corazón, descoyuntándose a cortesías. —¿A qué debo la altísima honra?...

—Inmerecida es, en efecto, la que le hago entrando en esta... pocilga, —dijo don Lope escupiendo a un lado, con el gesto más despreciativo.

—¡Pocilga! —replicó el indianete desconcertado. —No veo la razón...

—Ni quiero cansarme en darla... Pocilga dije, y dicho se queda.

¡Qué humoradas gasta este buen don Lope!—dijo entonces don Gonzalo, fingiendo de mala manera tomar el caso a risa.

—¡Humoradas!... —recalcó el Hidalgo con tremebundo retintín. No se relamerá usted con las mías... ¡espantajo! Con que basta de sainete, y haga usted alguna vez justicia, ya que tanta bribonada viene cometiendo por el afán de dar lustre a una levita que se le cae de los hombros.

—¡Señor don Lope!...

—¡Señor... Bragas!... ¿También delante de mí se le remontan los humos?... Pues tenga muy entendido que vengo resuelto a metérselos a testarazos en la chimenea, si no me sirve al punto en lo que aquí me trae.

—¡Vaya un modo de pedir favores!

—No vengo a pedir favores, sino a exigir la reparación de una infamia cometida por usted.

—No caigo...

—¡Firme usted esta comunicación!

—Si usted hubiera empezado por ahí...

—Si usted no hubiera tratado de ocultar su falta de vergüenza con bajas zalamerías, ya habríamos acabado. ¡Firme usted aquí!

Don Gonzalo, desconcertado y lívido, como que luchaba entre la ira y el miedo, cogió el papel que don Lope le presentaba, entró en su gabinete y firmó.

—Ahora el sello, —dijo el Hidalgo, que le seguía los pasos.

Don Gonzalo estampó al margen el sello de la alcaldía, que estaba sobre la mesa.

—¿Se ha enterado usted del contenido? —le preguntó don Lope, mientras guardaba en el pecho el documento.

Don Gonzalo, que le había leído rápidamente, contestó con afectada dignidad:

—Como creo que, no me ha de imponer usted cosa que no sea justa, no he reparado...

—La conciencia le habrá dicho lo que los ojos no hayan penetrado... Y ahora reproduzco aquí la advertencia que en mi casa acabo de hacer a su digno camarada de picardías: el menor acto que se encamine a desvirtuar éste que estoy ejecutando, le pagarán ustedes con el pellejo, así se escondan en los abismos del infierno.

Y sin otra despedida, salió el solariego de casa de don Gonzalo.

Mientras éste se desmayaba en el sillón de su despacho, don Lope se dirigió muy de prisa a casa de don Román. Le llevaba éste una delantera de cinco horas, y aunque caminaba a pie, llegaría mucho antes que él a la primera estación del ferrocarril. No había que pensar en alcanzarle, ni tampoco convenía atajarle en el camino; era preferible, para la futura seguridad del preso, que le dieran la libertad en la capital, en vista del documento que él llevaba, y de lo que añadiría de palabra. Este había sido siempre el propósito de don Lope, y por eso no se apuraba tanto como Magdalena, cuando se trataba de ganar tiempo. Lo que ahora le importaba era llegar a la ciudad lo más pronto posible, y eso trató de hacer.

Tenía don Román dos caballos de silla, grandes, fuertes y andadores. El Hidalgo mandó a Blas que le preparara el mejor. Blas y los restantes criados, que sabían cuanto había ocurrido a sus señores, andaban alejados por la casa. Supusieron que en la orden de don Lope se contenía algo bueno para su amo, y en un instante le sirvieron, sin pedir ni recibir explicaciones.

Cabalgó don Lope ágil y vigoroso; salió a la plazuela, enderezó el rumbo a Carrascosa; y arrimando las espuelas al bruto, gallardo, firme, ceñido a él con las hercúleas piernas, se le vio muy pronto, como veloz Centauro, perderse entre los matos del sendero, aparecer en los tramos despejados, destacar su perfil sobre la cumbre de la sierra, y desaparecer como una sombra en la vertiente del otro lado.

XXV. El club

Aquella noche estuvo rechispeante. Era domingo, y además había sucesos nuevos y graves en el pueblo. Como domingo, la concurrencia fue mayor que de costumbre; más metida en vino, más hedionda por consiguiente, más pegajosa, más inquieta, más soez y más grosera; como día de sucesos gordos, la curiosidad excitada, los ánimos vidriosos, la suspicacia en el disparadero; los tímidos, atrevidos, y los atrevidos, procaces.

El local no era grande; los techos muy bajos; el suelo, con media pulgada de basura, y las paredes, con lamparones y telarañas. En una de las laterales se alzaba un púlpito que, por decreto de la Junta, se había llevado allí de la ermita de San Roque; en la testera, una mesa; sobre ésta una vela de sebo en palmatoria de barro, un tintero de cuerno, un cuadernillo de papel, un jarro y un vaso; detrás de la mesa, dos sillas; alrededor de la sala, bancos, maderos y cajones boca abajo. El púlpito era para los oradores; las dos sillas, para el presidente y el secretario, y en los asientos del contorno se acomodaba la gente. Por una puerta frontera a un antepecho que daba al corral, por donde el tabernero, en tiempos «ominosos» empayaba la yerba del agosto, se pasaba al pajar vacío, que, como queda dicho más atrás, servía, por disposición de Lucas, de salón de conferencias, aunque rara vez le usaba nadie fuera del estado mayor; pues la masa popular todo lo hacía en el club, muy a sus anchas.

Como el hablar mucho seca las fauces, y allí se hablaba sin cesar, jamás faltaba el vino en la sala: por eso he puesto el jarro sobre la mesa, como detalle de carácter.

La prisión de don Román, de todos ignorada hasta que llegó a ser un hecho, dejó a los que la presenciaron medio aturdidos. Reflexionando sobre el caso un momento después, juzgáronle como un atropello fuera de toda razón y de toda conveniencia. Cundió rápidamente la noticia, y con ella los pormenores, siempre abultados, del acto: lo valiente que estuvo el preso; las palabras que enderezó a Patricio; las que éste respondió acobardado; la palidez de Carpio, y lo tentado que estuvo a sacar la cara por don Román y ensartar en la bayoneta a Facio, que estaba a su lado; si tal mujer se enternecía; si la otra provocó a los voluntarios; si el preso les prometió que algún día se acordarían de él...en fin, cuanto en casos tales es costumbre exagerar en favor del oprimido, estimulado el narrador, sin conocerlo, de esa hidalguía inexplicable que flota, aun entre la misma canalla, sobre todas las barbaridades y tropelías del más fuerte, llámese como se quiera.

Uniéronse pronto a ésta y otras abultadas noticias, las que dieron las personas que habían visto a Magdalena, angustiada, entre Gildo y Lucas, y después, llorando sin consuelo, salir de Coteruco acompañada de don Lope. «Que la infeliz, que la venturada; que qué culpa tenía ella de los pecados de su padre, dado que en él los hubiera; que hacer derramar lágrimas a quien tantas había enjugado a los probes, no era de hombres de bien ni de cristianos», y así por el estilo; y, por último, que para que don Lope se arremangara una vez y saliera de su cascarón, preciso era que la injusticia levantara dos codos por encima del campanario; y que si en tales donaires daban los que podían, tras de lo mucho que se llevaba visto, sería cosa de no poder vivir en Coteruco.

Téngase aquí presente también lo que indicado dejo más atrás sobre el prestigio que los mandones llevaban perdido en el pueblo, desde que empezaron a administrarle: no habían dado a cada vecino un pan por el trabajo de comer otro, al paso que ellos se habían zampado hornadas enteras, y comenzaba a llamarse a engaño aquel hato de borregos, cuyo vellón fueron buscando. Es decir, que se hallaban los esquilados en la mejor de las disposiciones para aceptar sin pruebas cuanto se propalara en desdoro de los esquiladores. Así es que cuando se trató de investigar la causa del atentado, fue voz unánime que todo ello provenía de envidias y deseo de venganza: según unos, de «Bragas», por haberle echado de casa don Román; según otros, de los Rigüeltas, porque nunca los había admitido de buena gana en su cocina; según varios, de Lucas, por complacer a su hermana, que envidiaba a la Organista por rica y guapa moza, y porque se casaba con un galán como unos soles.

Tras esto salió a relucir lo de «¿quién era don Gonzalo, después de bien considerado, sino el hijo de un perdulario, sin pizca de principios ni enseñanzas; quiénes los Rigüeltas, más que unos trapisondistas y fulleros, y quién Lucas, sino un hereje con más hambre que vergüenza?»; y como es natural, se comparó con todos ellos a don Román, que, al fin y postre, había heredado la levita, tenía mucho sentir de cabeza, y no se metía con nadie. Comparóse también su prisión alevosa con los insultos que se le dirigieron desde la calle, la noche del inolvidable festín, pero ¿qué tenía que ver la una con los otros? Que el hombre prohibido por la bebida, en una ocasión salga de la taberna y falte a éste o al de más allá, tiene su disculpa; pero que, porque yo sea fuerte y poderoso, atropelle al vecino y le maltrate, no tiene perdón de Dios».

Esta era la opinión corriente sobre el caso, y había decidido empeño en engrandecer el atentado reciente, para borrar hasta la memoria del que, por más que se disimulara, venía siendo el gusano que roía la conciencia de los hombres de Coteruco.

Entróse luego en el terreno de los inconvenientes que el atropello podía acarrear. Provocando de esa manera a una familia de tanto viso y poder, se llamaba la desgracia sobre el pueblo, porque las cosas podían cambiar de la noche a la mañana, encenderse el fuego de las venganzas, y pagar justos por pecadores... En fin, lector, sucedía en Coteruco en aquella ocasión, lo que en tu pueblo y en el mío en idénticas circunstancias: mientras los caciques manosean al populacho y le piden su consentimiento para destruir, y en su nombre vociferan y conspiran, todo va bien; desde el momento en que el plan se realiza, y los directores se encaraman en lo más alto de sus propósitos, y derriban la escalera de un puntapié, la muchedumbre los aborrece y busca un apoyo, para vengarse de ellos, hasta en lo mismo que difamó primero; y este cambio de ideas es tanto más súbito, cuanto más reducido es el terreno en que los hombres se exhiben y los hechos se desenvuelven.

Obedeciendo a esta ley ineludible, llegaron los de Coteruco en sus juicios, comentarios y deducciones, al extremo indicado, con motivo de la prisión de don Román Pérez de la Llosia; y bajo impresiones tales, bien remojadas, por añadidura, en la taberna durante casi todo el día, acudieron por la noche al club, resueltos a sacar a plaza el caso, si no por un sentimiento de justicia, por aprovechar la ocasión que se les presentaba de mortificar a los chicofantas y niquitrefes del lugar.

Entre tanto, Lucas, Gildo y don Gonzalo, sabedores de ello, deliberaron largamente sobre si sería o no conveniente asistir al club aquella noche. Lucas, aunque magullado y dolorido, sostuvo la afirmativa, porque, en su concepto, retraerse era aparentar miedo y, por ende, perder prestigio. Triunfó como siempre su política, y se resolvió que los tres irían al club dispuestos a todo. Ocurrió esto en la Casona.

Osmunda pudo lograr unos momentos para hablar con don Gonzalo. ¡Cómo le puso de traidor, de villano y mal nacido por haber intentado hacerla guardadora de su odiada rival!

—¿No has comprendido —la dijo el apostrofado, —que si acordamos depositarla aquí fue para castigarla por tu propia mano?

—¡Mentira! —replicó Osmunda: demasiado sabes que sólo viéndola casada con otro puedo tranquilizarme yo.

—Eso era cumplir su mayor gusto.

—Y el mío también, ¡ingrato, libertino!

—¡Osmunda!

—¡Ay, Gonzalo! —exclamó la fidalga, pasando rápidamente de lo fiero a lo sentimental: —esta situación me va matando poco a poco... ¡Sácame de ella o quítame la vida!

—¡Pero Osmundita!...

—Estoy loca, Gonzalo mío, loca... ¡loca! porque te amo, te adoro... ¡y tengo celos!

Y al hablar así con los ojos virados, puso Osmunda sus manos sobre los hombros del asendereado personaje, que se estremeció de vanidad. Iba a responder sin saber qué, cuando le llamó Lucas con mucha prisa. Acababa de cerrar la noche, y urgía ir al club. Don Gonzalo se agarró a la llamada para salir de aquella situación embarazosa; hizo dos mimos empalagosos a Osmunda y se separó de ella.

—Este hombre —dijo la infanzona al quedarse sola; es un animal; pero tiene dinero, y ha de ser pronto mi marido, o acabará Coteruco hecho pavesas.

—Esta mujer —pensaba al mismo tiempo don Gonzalo—, será lo que se quiera; pero está loca por mí... ¡Y yo estoy muriéndome por la que me desprecia!... ¡Qué ingrato... qué libertino soy!

Cuando llegaron al club los tres personajes, había en él una jumera que apenas permitía ver la llama de la vela, y un hedor que tumbaba, mientras que el ruido de las conversaciones atolondraba y ensordecía.

Don Gonzalo ocupó la silla presidencial, Gildo la de secretario, y Lucas, después de pedir la venía a la mesa, subió al púlpito. Todos los ruidos cesaron de pronto. Gildo leyó el acta de la sesión anterior, y el presidente anunció que, como de costumbre, antes de entrar en la orden del día, se dedicaría media hora a preguntas y reparos. Toñazos pidió la palabra, y rompió el fuego diciendo «que se cantara claro al auto de la cosa referente al consiguiente del caso de don Román; que así lo pedía por ser de justicia y de la comenencia del interés de todo el pueblo, y hasta de la vergüenza y bien parecer del vecindario.

Respondió el presidente poco y mal, y se animaron otros muchos concurrentes a continuar la tarea acometida por Toñazos; intervino Gildo en la reyerta, sulfuróse un poco y le vocearon; tomó Lucas la palabra desde el púlpito, y habló de los «sacrosantos intereses de la libertad», de «la mano oculta de la reacción», de la necesidad de tomar medidas heroicas con «los perturbadores de la paz pública», y añadió que, en bien de ésta, se había preso al ciudadano Pérez de la Llosía y conducido a la capital, «para que la ley inexorable castigase su iniquidad». Pero las tales palabrejas estaban ya muy gastadas en Coteruco, y no causaron el efecto que de ellas esperaba el orador; antes bien sirvieron de pretexto a nuevos y más crudos reparos, y hasta insolencias, que pusieron en apuro grave al presidente. Iba tomando el asunto muy serias proporciones, cuando a Gildo se le ocurrió aconsejar a don Gonzalo que se pasara a la «orden del día». Hízose así, no sin alguna dificultad, y se le concedió la palabra a Lucas. El cual dijo:

—Continúo, mis queridos conciudadanos, la exposición y análisis de los derechos individuales, base, fuente y origen de la soberanía popular. Tócame hablar hoy de la libertad del pensamiento, y de la inviolabilidad de la palabra y de la conciencia. Llámase libertad de pensamiento el derecho que tiene cada ciudadano, no solamente de pensar lo que mejor le parezca, sino de decirlo, de imprimirlo, de publicarlo. Os pondré un ejemplo: hay entre vosotros quienes creen que es una tontería, propia de gentes fanáticas e ignorantes, ir a misa y confesarse con el párroco, porque Dios no ha mandado semejante cosa... o porque Dios no existe, o porque Dios es el mal, como ha afirmado algún eminente pensador. (Fuertes rumores). No hay que alarmarse, ciudadanos: por ahora no discuto a vuestro Dios, ni le maltrato; pongo un ejemplo, como otro cualquiera, para que comprendáis el punto que os explico; y digo que, con sólo pensar esas cosas, os hubieran tostado los verdugos de otros tiempos, al paso que hoy podéis decirlas a gritos en medio de la calle y a las barbas del Padre Santo. ¿Me habéis entendido?

—Pido la palabra, exclamó una voz entre rumores.

—El ciudadano Chisquín la tiene, —dijo el presidente.

Levantóse Bisanucos en un rincón de la sala; se encaramó en el cajón que le había servido de asiento, y habló así:

—El caso ese pide plática larga y mucha explicativa. Y digo yo al auto: ¿puede el hombre cantar todo su sentir a la luz del sol?

—Ya he dicho que hasta de Dios inclusive.

—Corriente; pero ¿no tiene nadie derecho para quebrantarme un güeso después de oírme?

—¡El pensamiento humano está sobre toda ley!

—Bien está. Pues ahora digo que ese derecho es cosa buena. No hay nada que al hombre dañe tanto, como los pensares que se le pudren en el cuerpo.

—¿Oís, ciudadanos —exclamó Lucas en un arrebato de entusiasmo, cómo hasta el instinto es libre-pensador?

—Ahora lo veremos —replicó Chisquín, —que con lo dicho no estoy bien al tanto de la cosa, y necesito que me la pongan en la palma de la mano. Pinto un caso: a mí se me figura, de muchos días acá, que a los presentes, y otros muchos más de este pueblo, se nos está engañando sin maldita la conciencia... ¿Puedo decirlo a gritos?

Gildo y don Gonzalo se miraron; Lucas se apresuró a responder:

—Hay que distinguir entre el derecho y la oportunidad...

—¿Tengo o no tengo ese derecho? —insistió Chisquín impávido.

—¿Quién duda que le tiene usted? Pero...

—Pues si le tengo, a él me agarro; y lo dicho, dicho. ¡Aquí se nos engaña! (Rugidos de aprobación en la concurrencia). ¡Y además se nos roba! (Explosión de entusiasmo en los contornos; don Gonzalo manotea; Gildo se pone de pie, y Lucas vocifera en el púlpito). Y quien nos engaña y nos esquilma es el señor, y el señor, y el señor (Chisquín va señalando al presidente, al secretario y a Lucas), y otra buena pieza que, a la presente, no se halla en el pueblo. (Aplausos horribles, entre protestas y conjuros).

—¡Ciudadanos! —gritó Lucas, —¡eso no puede tolerarse!

—¡La autoridad —añadió el presidente, —protesta contra esas palabras!

—¡Pido que se le lleve a la cárcel! —aulló Gildo, trémulo de ira.

—¿A dónde iríamos por ese camino? —continuó el del púlpito.

—Entonces añadió Chisquín, alentado por los aplausos de sus compañeros, —¿qué derecho es ese que se nos da? ¿No habéis dicho que con él puedo yo negar a Dios, y hasta decir que es muy malo?

—¡Eso sí! —respondieron a una voz los de la mesa y el del púlpito.

—Pues ¡carafles! —continuó Bisanucos, —si tales infamias pueden decirse del mesmo Dios, ¿en qué peco yo declarando que el hijo del difunto Bragas es un fachendoso, sin pizca de sentido ni de vergüenza, y el Estudiante de la Casona un granuja, y los Rigüeltas unos pillos?

Lo que ocurrió en el club después de estas palabras, no es para descrito. Gildo, verde y convulso, arrojó el tintero a la cabeza de Chisquín; Toñazos, que estaba cerca de éste, se abalanzó sobre el hijo de Patricio, y de dos guantadas le metió debajo de la mesa; don Gonzalo, aturdido y trémulo, no sabía qué decir ni por dónde escaparse; Lucas bajó del púlpito casi rodando, y a merced del barullo y del estruendo que había en la sala, huyó por la puerta del pajar: los pocos partidarios que los Rigüeltas tenían allí quisieron defender a Gildo; pero la gran mayoría cayó sobre ellos como un pedrisco, y los dejó tendidos y magullados; llegado ya al espanto el miedo del presidente, abrió éste las puertas del balcón, que no estaba muy alto, y se dejó caer al corral; sin sacudirse la basura que agarró en la caída, echó a correr y no se detuvo hasta el Consistorio, donde, a gritos, pidió el auxilio de la guardia; fue ésta al club, mientras su Comandante general se encerraba en casa con barrotes y doble vuelta; pero enterada de lo que ocurría, juzgó arriesgado el trance y se volvió al puesto, dejando que el motín se acabara por sí solo.

Acabóse, en efecto, por cansancio, dos horas después, quedando en el suelo docena y media de combatientes, entre borrachos y contundidos... — y también se acabó aquella noche el ya bien cercenado prestigio de los hombres que habían arrastrado al pueblo a tales desvaríos.

XXVI. La fuerza de la razón

El día siguiente, por la tarde, volvió Patricio de la ciudad con sus guerreros. Formados en ala, fieros los continentes y resuelto el paso, como si acabaran de ganar una gran batalla, entraron en el pueblo. Pero a la poca gente que los vio llegar, debió importarle una higa tanta fanfarria, porque no se detuvo nadie a contemplarlos, y hasta se les miró con cierto gestecillo de burla.

Por la noche fue Gorión a casa de Carpio.

—Vengo —le dijo—, al auto de que me cuentes lo que a bien tengas, respetive al viaje, antes que te vayas al club.

—No he pensao en ello, Gorio; que el cuerpo más me pide cama que palabrería de chanfaina.

—Bien estipulao está así, Carpio, y tamién hablaremos al auto cosas que te pasmarán.

—Curao estoy, Gorio, de sustos, con lo que viendo vamos; a más de que, respetive a lo de anoche, algo me ha dicho persona que por lenguas lo sabe.

—Con estos ojos lo vi, Carpio; y a la presente juraría que me engañaron. ¡Tan gordo fue aquello! Con que, si a mano viene, cuenta del viaje, que de lo de acá te pondré en seguida al tanto.

—Pus diréte a eso, amigo de Dios, que de aquí salimos... yo no sé por ónde, que, a la verdá, me daba en cara lo que se hacía con esa persona, y a cien leguas de ella hubiera querío verme u que la tierra me tragara allí mesmo de repente... porque, Gorío, hablando en josticia de razón, la cosa no era para tales estrépitos.

—Ese fue aquí el pensar de las gentes, Carpio.

—Así es, Gorio, que no sé por ónde caminemos en la primera hora. Alvertí, sí, que Patricio iba muy fachendoso coleando la levita y entornando la cachucha, y que Barriluco y Facio se daban tamién mucho lustre cuando topábamos con gente. A todo esto, el hombre caminando como unas perlas, sin decir «esta boca es mía...» aunque yo jurara que por aentro le andaba la portisión, por los sospiros que se tragaba, y otros que en color le salían al semblante de la cara angunas veces. Y el caso es, Gorio, que siendo él el preso, paecía que lo éramos nusotros, según el miedo con que le mirábamos y el respeto que le teníamos... ¡Qué quieres, hombre! respetive a mí, se me venía a la memoria a cada paso el pan que le comí y los favores que me hizo...

—Anda pa lante, Carpio, con el relate.

—¿Duélete quizaes a ti tamién por esa banda, Gorio?

—Anda, te digo, si a bien lo tienes, y cuenta delviaje, Carpio.

—Voy a servirte, Gorio; y dígote que ni gota de agua ni punto de sosiego quiso tomar el hombre en tóo el camino. Cuanto más andaba, más fresco se ponía; y el que más y el que menos de nusotros, no podía con el arma al llegar a la estación del tren. Allí quiso Patricio meter mucha bulla pa que la gente le viera... ¡y tamién allí (te lo juro, Gorio, por éstas que son cruces) tentao estuve yo de envasarle la bayoneta en el arca! porque has de saber, pa que lo sepas, que al verse injuriao así el señor don Román, soliviantóse de vergüenza, y glárimas le saltaron a los mesmos ojos de la cara.

—Mala estuvo esa partía, Carpio: te lo confieso.

—Te digo, Gorio, que si te tengo a la vera entonces... hacemos una gorda entre los dos.

—Anda pa lante, Carpio...

—Voy allá, Gorio. Pues llegó en esto runflando el tren... como tú sabes que runfla...

—Sí: runfla una barbaridá. Dos veces le he visto.

—Y llegando el tren, en él nos metimos. Sentóse el hombre, sentémonos los demás tamién; y sin hablar unos ni otros una palabra, como alma que lleva el diablo lleguemos a la ciudá al cerrar la noche. Saquemos al preso del tren; llevémosle a un palación muy grande y muy negro, con un portalazo lleno de faroles y de soldaos de veras; dejáronnos con ellos, y subió Patricio con el preso por una escalerona que había a la mano derecha. Allí se nos comió a preguntas sobre el caso: dijimos que éramos inorantes del motivo; y en éstas y en otras, pasó media hora y dieron en entrar y salir señores; y pasó otro tanto de tiempo, y cátate, Gorio, que se para delante de la puerta un caballo medio reventao, y tan cubierto de basura, que más que caballo paecía pila de mortero acabao de batir; y cátate, por último, que al pararse el caballo, tirase de él abajo, hecho una pura lástima de barro, la mesma estampa de don Lope el de la Casona. Quedéme, Gorio, patifuso. —«¿Ónde habéis puesto al señor don Román?»—me preguntó en cuanto me echó la vista encima. «Por esa escalerona arriba subió con Patricio,» —dijele yo. «Cuida de este animal hasta que yo baje», —tornó a decirme. Y con esto, púsome en la mano los ramales del freno, y espenzó a subir los escalerones, como si fueran los de su mesma casa. Como media hora dispués, bajó Patricio hecho vinagre; mandóme dejar el caballo en manos del primer soldao que por caridá quiso cogerle, y fuímonos tóo el piquete a una posá, muy allá, muy allá, aoride se entraba por una corte llena de machos, con perdón de lo presente.

—¿Y qué vos contó Patricio de lo que pasó arriba con el preso?

—Ni palabra, Gorio, pudimos sacarle del cuerpo, respetive al caso; aunque, por dichos escapaos, alvertí que el viaje de don Lope debió quitarle dá que cruz que ya tenía entre los dientes, por esa y otras valentías, y desconcertar las miras de estas gentes. Ello dirá, Gorio.

—No me pesará, Carpio, si he de hablar en verdá... Y di lo que te falta del relate.

—Poco es ello, Gorio, y voy a servirte. Esta mañana madruguemos con el aquél de ver la ciudá hasta que saliera el tren paecióme que la gente se reía del personal de Patricio con su sable, su levita y su cachucha... La verdá es que, dispués de ver aquellos oficiales tan majos y bien puestos, que andaban por allí, el nuestro capitán paecía la mesma estampa de la tarasca del Corpus. Pus golviendo al caso, anduvimos horror de calles, y nos devertimos en grande liendo en las esquinas muchos papelones amejaos por su decir, a los que pega Lucas a la puerta del Ayuntamiento; sólo que aquéllos estaban en letra de molde. Y en éstas y en otras, llegó la hora, volvimos a la posá, y salimos de ella con nuestras armas al hombro.

—¡Camparíais mucho, Carpio!

—Pus créete que nos rechiflaron los muchachos, Gorio.

—¿Qué me cuentas?

—La verdá pura, hijo... como que pensé que Patricio se nos desmayaba de congoja... Así caminábamos hacia el tren, cuando vi pasar, como si fuera al palación de que te hablé, ¿a quién creerás?

—Si tú no me lo dices...

—Al mesmo don Álvaro que se pregonó ayer con la Organista.

—Le avisarían el caso...

—Era natural. Y debió llegar a uña de caballo, porque tamién iba escripío de barro. ¡Guapo mozo es, de veras! Pus a lo que te iba: metímonos en el tren; lleguemos a la estación de la villa sobre las once; echemos pie a tierra, y uno tras de otro, matando la sed muy a menudo, entremos en Coteruco; y aquí me tienes, Gorio, sin saber a la hora presente lo que pasa al auto de don Román.

—Bien está el relate, Carpio; y ¡harto será que a anguno no le quede memoria de la fechuría de ayer!

—No te diré que no, Gorio, porque en el mundo tan aína bajan las cosas como suben; y por la presente, no estaría de más un escarmiento... aunque algo de él me alcanzara; que por bestia y poco alvertío, mucho merezco... como a ti te pasa, Gorio, y al que más y al que menos de este pueblo.

—Bien podrá ser, Carpio; y a estipularte voy lo que acontició anoche en el clus, si oírlo quieres.

—Cuenta, Gorio, que en ello seré muy servido.

Gorio narró entonces, punto por punto, cuanto el lector sabe del suceso.

—Con que «vete jilando», Carpio, —dijo Gorio a su convecino en cuanto acabó su relación.

—¿Por qué me lo dices, Gorio?

—Porque los días pasan y no se amejan, y el hombre alcuentra escarmientos cuando busca panes llovíos de arriba, Carpio.

—No te entiendo, Gorio.

—Ayer fue, como quien dice, cuando nos pintaban estos hombres las maldaes de don Román.

—Verdá es...

—Y yo cavilaba en ellas; y viniéndoseme al magín otras iguales, pintábatelas a ti, y tú me decías: «vete jilando, Gorio», como el que dice: «ese hombre no es cosa buena.»

—Alcuérdate de lo que se nos ofrecía...

—No te culpo, Carpio; pero la verdá hay que decirla siempre: perdimos aquello y no ganemos cosa anguna en otra parte... na se nos dio de lo ofrecío.

—¡Darnos, Gorio!.. ¡Lo que nos han quitao quisiera yo para salir de apuros!

—Muchos me ahogan cada día, Carpio.

—Sin una mala res me alcuentro, y tengo la cojecha empeñá.

—La casa hipotequé a Patricio por veinte duros que me reclamaba el tabernero; la mujer tengo desnuda, y de rotos se me caen solos los calzones.

—Una onza me emprestó el alcalde la otra semana, y tuve que fírmarle un recibo por quinientos reales a pagar en agosto.

—¡Buen réito te cobra el hijo de Bragas!

—Sí no lo hubiéramos ensalzao tanto, otra cosa fuera, Gorío.

—El mal estuvo en caer, Carpio; que una vez caídos, nunca faltaría sanijuela que nos chumpara la sangre.

—Bien dices, Gorio; y, a la verdá, que en el pueblo los hay más agobiaos que nusotros.

—Los hay, Carpio, sin un carro de tierra en la mies, ni un grano en el desván, ni una res en la corte, cuando antes fueron opíparos de labranzas y cojechas... Dígalo Toñazos.

—¡Y tantos como él, Gorio! Pero ¿cómo se han deshecho tan aína esos bienestares?

Como los tuyos y los míos, Carpio: onde no se trabaja y se bebe mucho y se anda a dishoras, y se juegan pollos y carneros a cada instante, bien claro está lo que ha de suceder...

—Es de razón; y si, además, motivao a que no siempre se halla el hombre en sus cabales cuando hace el gasto, le cobran ochenta por ocho, y por los ochenta que le prestan pa salir del ahogo, le hacen pagar ochocientos en su día... saca la cuenta, Gorio.

—Y vete jilando, Carpio, que ellos son los que se van alzando con el pueblo.

—¡Y si fuera eso no más, Gorio! Pero el aquél que al hombre le queda en el cuerpo cuando se ve sin posibles por sus mesmos vicios... el clamar de la mujer, el soliviantarse del hijo...

—Andando, Carpio; y sin que el hombre tenga el derecho de decir «ca uno a su puesto,» porque él fue el causante del daño y el que se comió malamente el pan y el sosiego de su familia...

—Pues ¿y qué me dices, Gorio, cuando el hombre, en tales congojas, se alcuerda del bien que tenía y se le fue de entre las manos por culpas de malos consejeros...?

—No me hables de eso, Carpio, porque es el ujano que me barrena la entraña día y noche.

—No hay que darle vueltas, Gorio: en cuanto el hombre se aparta de Dios, no puede esperar cosa buena; y a ti y a mí, y al que más y al que menos, se nos tiene muy lejanos en ese particular.

—Habla de otra cosa, Carpio; que cuando en tales puntos cavilo, me pasmo de que no llueva rescoldo en este pueblo.

—Pus, Gorio, aquí ha de verse pronto anguna que suene mucho, porque la maldá se paga, más tarde o más temprano.

—Dicen, Carpio, que ahora va a venir eso del voto.

—Esos torrendos nos darán a ti y a mí pa matar el hambre.

—Y ello ¿valdrá algo pa salir de un apuro?

—Lo que te han valío el fusil, y el clus, y los pedriques de Lucas, y el tricospio del alcalde... ¡pura jumera!

—Como dicen que igual podré yo votar que el más poderoso.

—Y es la pura verdá; sólo que tú y yo tendremos que ir por onde nos manden los que pueden dejarnos a puertas si no vamos detrás de ellos; ¡y gracias que no diga el uno arre y otro ticha!

—¿Quiere decirse, Carpio, que ese voto es otro compromiso para el probe?

—Como too lo que se nos da, Gorio... que más vicio que esta soflamería es el refrán que sabemos: «¿aónde irá el güey que no are?»

—Esa es la fija, Carpio... Y voy a decirte un sentir.

—Dile, Gorio, a tu satisfación.

—Pues digo que, a lo que se va viendo, don Román hablaba como un libro y sabía mirar por uno. ¡Si el hombre naciera dos veces, Carpio!

—Calla, Gorio, al auto de eso; que por golver yo a lo que fue, diera una pata... Y ahora, dime qué tábano picó al Hidalgo, que le hizo tomar cartas en el juego de ayer; que lo he visto, y cuento me paece.

—Inorante soy de ello, Carpio; pero córtese que golpeó al sobrino y estuvo a pique de echar por el balcón al alcalde.

—¡Siempre lo bueno, Gorio, se queda a medio hacer!

—Verdá es, Carpio; pero algo es algo, y por poco se empieza... Con que si no mandas otra cosa...

—¿Vaste al clus, Gorio?

—No me lo mientes, Carpio, que aborrecío de él estaba, y, de anoche acá, me da calambrios el alcuerdo. A casa voy, yo no sé a qué... Y esto te digo porque sé que han de pedirme pa comer mañana, y yo no tengo que dar, si no son pesaúmbres.

—Güelve tamién esa hoja, Gorio, que ya siento a la mujer que por el estragal anda, y en verdá te digo que tampoco esa viene a dar.

—Entonces, ya que na me mandas...

—Por la presente no, Gorio: cansancio tengo, y a me voy.

—A mas ver, Carpio.

—Que haiga salú, Gorio.

XXVII. La luz de una conciencia

En casa de Patricio se trataba, a la misma hora, de los propios asuntos que en la de Carpio; sólo que en el método se procedía a la inversa; es decir, se empezaba por lo del club, porque, en opinión del hijo de Rigüelta, este capítulo revestía mayor interés que el del viaje a la ciudad.

Gildo, machacado, triste y rencoroso, contó a su padre cuanto había pasado la noche antes, fijando mucho su atención en que las agresiones y el cisma hubiesen partido de dos personas como Toñazos y Chisquín, ambas procedentes de la cocina de la otra casa; jefes, una vez sacados de ella por la conspiración, de todos los reclutados en el mismo campo, y los más fervorosos partidarios de la flamante situación, aun mucho después de proclamada la farándula en Coteruco. Este síntoma, con otros que el mozuelo venía notando desde algún tiempo, como el desprestigio de su padre y de don Gonzalo, le demostraban que la indisciplina más anárquica iba asomando la oreja allí, y que el hato de borregos, tan dócilmente conducidos hasta entonces, se transformaba en tropel de bestias bravías, muy dispuestas a devorar a sus pastores. Por último, la actitud de don Lope en los sucesos de la víspera, cuyos detalles tremendos enumeré Gildo, acabaron de dar al cuadro, por él descrito y juzgado, un tinte lúgubre y fatídico.

Patricio lo escuchó todo rascándose la cabeza y frunciendo los ojuelos, señales inequívocas de que le amargaba lo que oía.

—Y ¿qué piensas tú del golpe de ayer? —preguntó Patricio a Gildo, tras unos instantes de silencio.

—Pienso, padre, que se obró de ligero al darle; pienso que los antojos de un hombre de tan poco valer como el alcalde, no son quién para que por ellos se comprometa... lo que usté ha comprometido... Y bien dicho lo dije el sábado por la noche.

—Adelante, Gildo, con la cuenta.

—Pienso, padre, que sin tantas bullas y jolgorios, desde que somos los amos aquí, se hubiera ido más lejos de lo que hemos ido, con pie más firme y sin protesta de nadie... Esto pienso, y lo que ya le he dicho endenantes.

—Pues no piensas, hijo, como debes en lo más de lo que has pensado. Y ahora sábete que el mal no está en la prisión de ese hombre al tunturuntún, sino en que en la ciudad haya más juicio y más nobleza de lo que yo creía.

—No veo, padre, que tenga que ver lo uno con lo otro.

—Ahora lo verás, Gildo. No te negaré que el golpe de ayer fuera clavo a que se agarrara esta gente para sacar a flote la cabeza por la noche; pero si la prisión hecha aquí se hubiera sostenido allá; si yo hubiera vuelto a Coteruco pudiendo decir: «asegurado queda ese hombre por sécula sinfinito y porque nos ha dado la real gana», que sería tanto como amenazar al más guapo con ponerle a la sombra, si se deslizaba en tanto así contra nosotros, hubieras visto, Gildo, a los valientes de anoche venir a echarme memoriales para que tú los perdonaras, y a ponerme a mí más alto que la cruz del campanario. ¡Bastante me importarían entonces los escándalos de esos borrachos, ni los humos de don Lope! ¡El Hidalgo!... ¡No hubiera él vuelto a poner los pies en Coteruco, sin que yo le trincara codo con codo y le sacara de aquí por donde ayer salió el otro!... Pero con las gentes que imperan allá, con sus miramientos y blanduras de señorío... ¡Vaya usté a hacer revoluciones como Dios manda!

—¿A lo que oigo, padre, la cosa no salió en la ciudad tan bien como aquí?

—Te digo, hijo, que en un tris estuvo que el preso no me llevara a mí a la cárcel, con mis voluntarios y todo.

—Eso será, padre, un decir de usté.

—Escucha el cuento, y verás si me chanceo. Has de saber, hijo, que yo entré en aquel palacio como Pedro por su casa... ¡Como que llevaba conmigo pájaro de mucha cuenta, y esperaba que se me agradecería el osequio! Estaba la autoridá bien acompañada de personas de viso y mangoneo, según lo suelto que hablaban y lo que cernían la levita por allí. Dije a lo que iba y presenté lo que llevaba; sonó muy recio, porque todos callaron para mirarle, y hasta la mesma autoridá se quedó sustifacto.

—Y ¿qué dijo el preso?

—Ni palabra, hasta que muy fina se la dirigió la autoridá. Tocóle hablar entonces... Y ríome yo, Gildo, de parlanchines como Lucas: en los jamases oí más sustancia en menos conversación, ni mayores razones con más sosiego. La verdá hay que decirla: hombre es que nació para hacerse puesto y lugar delante del más majo, y ver la luz entre lo más oscuro. Punto por tilde estipuló el supuesto de la entraña de la prisión, como si nos hubiera escuchado cuando se trató del caso. Los presentes le oyeron, y hablaron entre sí algunos de ellos; y sonáronme a «ligerezas lamentables,» «venganzas ruines,» «miseriucas de aldea» y a otras tales, palabras que apañé entre las que salían en la conversación... ¡como si el hombre ese no fuera capaz de ser tan malo como el peor!... Y la cosa no me hizo reír.

—Y ¿qué decía la autoridá?

—La autoridá, hijo, fuérase por lo que se fuera, no daba al auto muchas lumbres... Miraba a éste y respondía al otro; y aunque cortés con el preso, atornábalosl a todos enseñando el documento que yo le di, como diciendo: «verdá será, pero papeles cantan».

—Su deber era ese, padre.

—Pero con más dureza, hijo; y sin tantos ites y manejes, visto el papel de nusotros, debió mandar al hombre a lugar seguro... porque esa es la ley en tiempo de rigüeltas; y si no, no hacerlas, que es lo que yo digo. Pues verás. Estando así las cosas, dieron en entrar señores... ¡yo no sé quién los avisó, o cómo lo golieron! y abrazo va, y saludo viene al preso, y el que menos de ellos ofreciéndose con hacienda y vida a responder del hombre y de su respeto a la ley imperante.

—Serían neos padre.

—Ensalzaos eran, Gildo, a lo que ver pude.

—¿Y la autoridá...?

—La autoridá, reblandeciéndose a cada paso; pero siempre, eso sí, resolviendo con el papel que tenía en la mano. A mi modo de pensar, Gildo, la cosa hubiera quedado en «veremos,» que siempre era sacar algo, aunque no mucho, sin lo que aconteció después; y lo acontecido fue que se abrió la puerta de repente y se nos plantificó en mitad de la sala... ¡el Hidalgo de la Casona!... El mismo, hijo, y con el barro hasta el cocote, por más señas.

—¡Tendría que ver, padre!

—Espanto daba, hijo: osos he visto yo en el monte, de mirar más blando. Tan aína como supo quién era el que mandaba allí, fuese a él y puso en sus manos un oficio... Sospeché en el caso la pura verdá, y dime por muerto.

—Y ¿qué hizo el preso cuando vio a don Lope?

—Rematar la obra, como si el diablo le aconsejara; olvidarse de todo, y preguntarle por su hija. Contó el Hidalgo ce por be lo que tú y Lucas hicisteis con ella, y cómo él la había recogido, y en qué lugar; y allí verías, Gildo, a aquel hombre, tan valeroso hasta entonces, llorar como una criatura, para perdición nuestra.

—¿Perdición nuestra, padre?

—Si, hijo; porque los que ya, al leer el oficio de don Lope, me miraron de muy mal ojo, cuando oyeron lo hecho con la Organista y vieron el dolor del padre, entendí que me zampaban... Y anda con que «el caso era infame,» y dale con que «había que poner coto a esas tropelías, para honra de la revolución...» ¡horror de cosas, Gildo! Acerquéme a la autoridá a decirla, con respeto, que bien podía haber sido el oficio traído por el Hidalgo arrancado a la cobardía del alcalde; y allí fue el temor de que se me mandara arcabucear, según se puso la señoría... Pamemas, Gildo; que como se oyó al preso y se le creyó por su palabra respetive al atropello, bien pudieron creerme a mí y dejar la cosa tan siquiera en el aire hasta saber lo cierto. Pero había ganas de amparar al hombre contra nusotros los liberales, y ahí está la jaba.

—Y ¿qué sucedió después?

—Sucedió, hijo, que al ver el sesgo de las cosas, quise tomar soleta, y que por entonces no lo consintió la autoridá. Puso un oficio para este alcalde, que echaba lumbres, por su mal gobierno y proceder, y me le entregó con estas palabras: «Que se me acuse recibo de esta comunicación, y lárguese usted de ahí inmediatamente». Salí echando chispas, y muy contento porque no me mandaban a la horca. Llegué aquí, entregué el oficio a ese... Bragas, y pensé que se acongojaba de angustias al leerle.

—¿Y don Román?

—Allá quedaron todos como la uña y la carne... ¡Pantomina, Gildo, pantomina! Ensalzaos de pega... Total igual de estas andróminas: que con tanto batallón y tanto mangoneo, estamos aquí en el aire, y que tenemos que agarrarnos más en firme.

—¡Bueno está el pueblo para eso, padre!

—No te quejes del pueblo, Gildo, que no se ha portado mal hasta la presente. Mírate lo que eres, mira lo que fuiste, y di si en menos tiempo ha podido darnos más.

—No hable de eso, padre, que nadie nos puede ver.

—Después de haberte comido la carne, ¿qué se te da a ti por los huesos que arrojastes al corral?

—Mala cuenta es esa; que mucho vale la estimación de las personas.

—Eso va en gustos, Gildo; y escucha lo que te quiero decir. En lo tocante a bienes, quédanos en el pueblo muy poco que apandar: a subio está en mi casa lo que no he podido evitar que se recoja en la del alcalde, fuera de lo mucho que pertenece a don Román. Quiere decirse que, en caudales, estamos al cabo de lo que te prometí en su día, y aun antes con antes de lo que era de esperar. Hoy por hoy, Gildo, ni el sable ni el Clus me valen ya de gran cosa de por sí mesmos, y necesito darme otras importancias más imponentes, sin desatender por eso el intento de ir redondeando la hacienda poco a poco.

—No le entiendo, padre.

—Voy allá, hijo. Ya sabes que muy pronto va a haber eliciones para las Cortes del Congreso.

—Lo sé.

—Pues sábete además que voy a tomar parte en ellas.

—¿Por quién?

—Por mí mesmo.

—¿Por usté, padre?

—Por mí, hijo.

—¿Está usté en sus cabales? ¿Quién le conoce a usté? ¿Quién ha de ayudarle? ¿Qué pito iba usté a tocar allá?

—Estoy en mis aplomos; me conocen en el pueblo; me ayudarán los que deben hacerlo, y no sé qué pito me correspondería en el Congreso, porque no he pensado entrar en él por hoy.

—Entonces, ¿por qué se cansa en buscar quien le vote,

—Por dos motivos. Sé que al alcalde se le ha recomendado ya por el Gobierno la persona que conviene sacar avante, y sé que don Gonzalo ha de echar los bofes al auto, porque cree que en la ganancia le va una cruz o da qué gracia... Pues enfrente de esa persona me pongo yo con las gentes que aquí me están obligadas, por deudas y otros compromisos serios; se armará la gresca consiguiente, y al fin de la batalla oservará el más ciego que, hoy por hoy, nadie manda más fuerza que tu padre en Coteruco. Éste es el primer motivo.

—¿Y si el alcalde puede más?

—¡Bah!... En buena o en mala ley, yo te juro que ha de valer la mía... Y vamos al segundo motivo. Bien sé, Gildo, que no he de tener más allá de un centenar de votos en este pueblo, y algo que pellizque en los cercanos; pero esto no me puede quitar a mí la satisfación y la gloria de haber andado en candidatura.

—¡Vaya una gloria!...

—Más de lo que se te figura, Gildo. Hoy por hoy, soy Patricio Rigüelta, el arbitrista que se mete a personaje y lleva un revolcón... Suponte, hijo, que se ríen de mí por el atrevimiento y el descalabro, que es cuanto puede suceder... Pues pasa un año, u pasan dos, y ya nadie se alcuerda de los cien votos que tuve; y al decir yo «anduve en candidatura,» los que me oyen, o lo saben, me suman con los que fracasaron conmigo con muchos votos, sin tener en cuenta los pocos míos; y ya no soy el rematante de Coteruco, que hizo la triste figura en la elección, sino un hombre pudiente que anduvo en candidatura y estuvo a pique de ser diputado... Y con ese antecedente, Gildo, la persona se encumbra mucho en el respeto de las gentes... Y al fin y al cabo, se sale con la suya y llega a las Cortes... o a punto que le convenga más...

—¿Y con toda resolución ha pensado usté en ello, padre?

—La tenía hecha, hijo; pero desde lo de ayer, las horas que pasan sin echar la soflama a la calle, parécenme siglos.

—¿Soflama va a dar también?

—Discurriéndola vine por el camino, y en el magín la tengo ya, de rechupete... Y no se hable más del caso; pero desde mañana empezaremos a trabajar sobre él, sin perder hora ni perdonar medio.

—Bien está; pero de lo de anoche ¿en qué quedamos?

—¿De los moquetes que te alumbraron?

—Paéceme a mí que la cosa bien merece...

—¿Quién se para en eso, hijo?... Además de que contra fuerza mayor, nada se puede... Guarda la ofensa, eso sí, pero con disimulo; y en primera ocasión, cóbrate en buena moneda.

—Pero la sangre jierve, y no da aguante.

—Más nos han aguantado ellos, hijo: considéralo.

En esto, resonaron dos golpes a la puerta; salió a abrir Gildo, y entró el alguacil con recado para Patricio de que fuera éste a verse inmediatamente con el alcalde.

Al salir de casa el pardillo, momentos depués, vio pasar por delante de la puerta un bulto colosal que iba hacia la Casona. Era don Lope que volvía, con la cachava al hombro. Patricio no salió a la calle hasta que el bulto se perdió en la obscuridad y sus pasos cesaron de oírse. Tal miedo le infundía don Lope.

—Esto me prueba —murmuró el intrigante—, que el pájaro ha vuelto al nido... Por mucho que Gildo diga, esta vuelta tiene más que roer que los moquetes de anoche.

XXVIII. Nubes siniestras

Lucas se hallaba al lado de Osmunda cuando entró don Lope en la Casona. Le llamó el Hidalgo a su cuarto y le dijo:

—Mañana, en cuanto amanezca, saldrás del pueblo para no volver a él mientras yo viva.

Quedóse absorto el cojo, y no supo qué responder.

—¿Me has entendido? —añadió don Lope, mirándole con fiereza.

—Perfectamente —respondió Lucas. Pero ¿a dónde voy? ¿Cómo viviré?

El Hidalgo arrojó sobre la mesa un pliego cerrado.

—Con ese mendrugo, —dijo al mismo tiempo.

Lucas se abalanzó al papel y le abrió con ansiedad. Era una credencial de un destinillo subalterno, que se le daba en la ciudad. Poco valía; pero al fin era algo que, en su concepto, le ponía en camino de conseguir mucho más, acercándole al calor de la vida política. Quiso mostrar su agradecimiento a su tío, creyéndole causante del beneficio que recibía; pero don Lope se le anticipó diciéndole:

—Te prevengo que mi propósito fue, después de decir a la superior autoridad lo perniciosa que era tu presencia aquí para la paz pública, y hasta para el decoro de la bandera que has levantado y crees defender, suplicarle que te llevaran entre bayonetas y te pusieran a buen recaudo por mucho tiempo; pero un corazón demasiado generoso intercedió por ti...

—Tengo buenos amigos en todas partes —interrumpió Lucas con énfasis: son harto notorios mis sacrificios por...

—¡Mentecato! —dijo a esto don Lope, mirando a su sobrino con el mayor desprecio. Al hombre a quien ayer atropellaste inicuamente aquí, y a sus amigos de la ciudad, debes ese pedazo de pan. Medita unos instantes sobre ello; y si te queda un asomo de vergüenza, lava con tu vida infame la mancha que has arrojado sobre el nombre que llevas. Nada más tengo que decirte.

Con estas palabras y un ademán harto expresivo, despidió al energúmeno, que, por entonces, no tenía gran empeño en departir con su tío. Separóse de él, muy a gusto, y fue a enterar a Osmunda de lo ocurrido, si bien ocultándole la historia de la credencial, cuyo origen atribuyó a sus altos merecimientos. Sintió la infanzona gran pesadumbre al considerar que volvía a verse sola en la inmensidad de aquel triste calabozo; pero nada dijo a su hermano, cuya prosperidad no la pesaba, límite máximo de sus más entrañables sentimientos. Púsose en el acto a acomodar en el viejo maletín el inverosímil equipaje de Lucas; y, entre tanto, salió éste de la Casona a despedirse de sus amigos y averiguar lo que aún ignoraba sobre el recibimiento hecho en la ciudad al prisionero, asunto que había despertado en gran manera su curiosidad, desde que supo que don Román volvía regalándole credenciales después de haberle enviado él entre bayonetas.

Cuando el cojo llegó a casa de don Gonzalo, hallábase éste empeñado en gran porfía con Patricio. Le había llamado el alcalde para que le prestara todo su poderoso auxilio en favor de la candidatura recomendada por el Gobierno, y Patricio le había respondido que su auxilio le necesitaba él para sí propio. Ni ruegos ni amenazas lograron ablandar la dureza del pardillo.

—Mire usted —decía don Gonzalo, casi llorando—, lo que reza este oficio que usted mismo ha traído, camará. Estoy a pique de que me formen un consejo de guerra, y yo necesito hacer algo en bien de esas gentes poderosas. Tengo una carta particular y secreta en que se me manda echar el resto por la candidatura... ¡Mire, por Dios, que si no, me jundo, camará!

—Señor don Gonzalo —contestaba Patricio con mucha calma: por complacerle a usté se dió ese paso ayer. Si hubiera salido bien, para usté hubiera sido el fruto. Salió mal; pues sean para usté las consecuencias.

—Pero ¿qué va a sacar usted de esas batallas, hombre de Dios? ¿Qué méritos le llevan a tan altas ambiciones?

—Parecidos a los que a usté le encajaron de un golpe en los tres puestos más altos de Coteruco...

—¿Con que no hay modo de entenderse?...

—Ninguno, al menos que usté no se resuelva a ayudarme a mí.

—¡Tendría que ver, camará!

—No haría en ello más que pagar lo que debe a quien tanto te ha ayudado a usté hasta hoy.

—¡Son muy distintos los casos!

—No lo dirá quien esté en sus cabales.

—Dejemos por ahora esa cuenta, señor Patricio, que ya se ajustará algún día, y entienda, por de pronto, que la guerra que va usted a hacerme, de nada le servirá.

—Eso es lo que hemos de ver.

—Tengo ya de mi parte a todos los hombres que algo pueden aquí: me han dado su palabra.

—Mientras no tenga usté la mía...

—¿Piensa usted volverlos atrás, camará?

—Pienso hacer al respetive todo lo que pueda, señor alcalde; y ya sabe usté que no es poco.

En esto entró Lucas. Enteróle don Gonzalo de lo que ocurría, y el fanático aplaudió las «nobles aspiraciones» de Patricio, y hasta pronunció un discurso ponderando la necesidad de ver a «las clases trabajadoras» en los altos poderes del Estado. Al atribulado alcalde se le acabó de desmayar el alma con aquel desengaño que no esperaba; y mayor fue su angustia todavía cuando Lucas les hizo saber que al día siguiente se marchaba de Coteruco para no volver.

—Pero aunque me voy —añadió con cómica solemnidad—, mi espíritu quedará entre vosotros. Me llaman los hombres que disponen de los destinos de la provincia, y ya supondréis que a su lado trabajaré siempre por la prosperidad de este noble rincón, cuya cultura es obra nuestra.

No se tranquilizó don Gonzalo con estas promesas, porque iba conociendo que la palabrería de Lucas no acarreaba más que conflictos; pero Patricio vio la noticia por un lado más placentero. La marcha de aquel personaje le dejaba a él dueño absoluto del pueblo. Diole la enhorabuena con todo el corazón, y a su vez largó un discurso sobre la conveniencia de que los hombres de saber y de palabra estuvieran donde debían estar. Abrazó a Lucas, prometió éste ir a despedirse de Gildo luego que hablara con don Gonzalo, y salió el pardillo derecho a la taberna, donde esperaba hallar, y así sucedió, a Polinar Trichorias, para interesarle en su concebida empresa antes que don Gonzalo te comprometiera, o para arrancarle el compromiso si le había empeñado ya.

Estaba Polinar a aquellas horas bastante cargado de vino, y precisamente despellejando a los Rigüeltas en un círculo de maldicientes, con motivo de los sucesos del club. Llamóle Patricio aparte, habló con él pocas palabras, y salieron juntos a continuar la conversación en la calle.

Enterado Polinar del caso, respondió al solicitante que estaba comprometido con don Gonzalo, y que él no tenía más que una palabra. Patricio no retrocedió por eso en su empeño. Polinar era hombre de gran valer en tal empresa. Su carácter siniestro, sus aires de matón y su reciente encumbramiento en el municipio, le daban grandísima influencia sobre todos los perdularios del lugar; y como últimamente pertenecían a este gremio la mayoría de los hombres de Coteruco, en una lucha sin cuartel era un enemigo terrible para los caciques. Harto lo sabía Patricio, y por eso insistió con él, empleando todos los recursos de su táctica seductora, bien acreditada entre gentes de su pelo. Pero de nada le sirvió esta vez. Polinar tenía, según aseguraba, muchos agravios que vengar en Patricio, y hasta se alegraba de que se le hubiera presentado aquella ocasión de contrariarle.

Abandonó el capitán de voluntarios el recurso de las dulzuras, y adoptó el de las amenazas.

—Ya sabes, Polinar —dijo a éste—, que no hay hombre sin hombre.

—Por eso me buscas tú a mí ahora —respondió Polinar con mucha calma—, porque me necesitas.

—No lo niego, Polinar; pero caso puede llegar de más apuro que el presente, en que tú me busques a mí... Y no me alcuentres tampoco; que el que no siembra, no coge.

—Por siembras de algún beneficio le he dado al alcalde la cosecha de este favor que he de hacerle. Respóndote, Patricio, con tu mesma ley, para que no te quejes.

—Pues a ella me agarro, y te digo que, beneficio por beneficio, el que a mí me estás debiendo de años atrás, no tiene comparanza con ninguno.

Los ojos de Polinar brillaron como dos ascuas entre las tinieblas de la noche; y si tan densas no hubieran sido éstas, Patricio habría visto en la fisonomía de su interlocutor algo de siniestro y amenazante.

—No es de hombres de corazón —dijo Polinar conteniéndose—, echar a otro en cara favores que le hayan hecho... ¡pero echarlos cuando no los hay, Patricio!...

—Pues tampoco es de hombres de bien olvidar el beneficio: ¡pero negarle cuando está delante de los ojos, Polinar!...

—¡Yo no te debo nada!

—¡Me debes... la vida! ¿Te paece poco?

—¡Patricio!...

—No alborotes, Polinar, que no te tiene cuenta.

—¡No me provoques tú!

—¡No me niegues la luz del día!

—Tengo todas mis cuentas ajustadas al respetive.

—Bien sabes que eso no es verdá; que puedo perderte el día que me dé la gana...

—¡Patricio!

—Que se echó tierra al asunto, porque no se hallaron pruebas bastantes, y que se te puso en libertad dejando abierta la causa...,

—¡Mira que no respondo de mí!...

—Pues has de oírlo para que en la memoria lo tengas al trabajar contra mí. En el monte había un hombre cuando distes el golpe al transeúnte, y ese hombre, que te vio sin ser visto, recogió junto al muerto pruebas que te condenan.

—¡Patricio!...

—Y esas pruebas están en lugar seguro, y saldrán en su día con mi declaración... Y te llevarán al palo...

Todo esto lo decía Patricio en voz baja, nerviosa y punzante, y Polinar lo oía mordiéndose los labios cárdenos, acariciándose el negro ceñidor con las manos trémulas, y mirando al atrevido con ojos de hiena. Con sobrehumano esfuerzo consiguio dominar otra vez los impulsos que le atormentaban, y respondió con voz sorda, asiendo de un brazo a su temerario interlocutor:

—Ya te habrás hecho cargo, Patricio, de que tomo a chanza eso que dices, cuando aquí que naide nos oye ni nos ve, no te he metido un palmo de hierro en la asadura.

Estas palabras recordaron al ofuscado trapisondista que había ido demasiado lejos en sus provocaciones a aquel hombre, en sitio tan solitario y hora tan avanzada.

—No es decir esto, Polinar —respuso bajando mucho la temperatura de sus humos, —que yo quiera hacer uso de cosa alguna que te pierda... sino que como tú te niegas a todo... hasta a confesar que me debes ese favor...

—¡Y lo niego otra vez!

—Entonces ¿por qué en otras ocasiones no lo has negado?

—Para acabar de un golpe, Patricio, esta porfía, en bien tuyo... y de los dos: si tus ojos no te engañaron en lo que dices que viste en el monte en aquella ocasión, tenlo en cuenta y no me provoques; que quien hace un cesto, hará un ciento; y mal andaría la cosa cuando, si me vendieras, me faltara un rato como éste para mandarte a la eternidad antes que a mí me llevaran al palo.

Dijo Polinar, alejó de sí a Patricio con un empujón y se volvió a la taberna. El trapisondista permaneció unos instantes en la actitud en que le dejó la brusquedad del otro; rascóse la cabeza, como acostumbraba en los casos de apuro, y dijo, al cabo, para sí, mientras caminaba lentamente hacia su casa:

—El aviso es de estimar; pero pagar, me lo pagas, como en la presente no me sirvas; que a dar golpes sin que suenen, no me ganas tú ni la perra que ha volver a parirte.

XXIX. Sucesos transcendentales

Don Román, Álvaro y don Lope, a caballo los tres, volvieron juntos de la ciudad; pasaron a todo correr de sus fatigadas bestias por delante de Coteruco, y siguieron, sin detenerse, a Solapeña.

Renuncio a pintar la entrevista de don Román con Magdalena y la buena Narda. El lector puede imaginársela.

Don Lope dijo a la primera, tan pronto como los brazos de su padre se resignaron a desprenderse de ella:

—Ofrecí a usted, señora, devolverle la prenda que la habían robado: he cumplido mi palabra; y después de hacérselo ver, a lo cual únicamente he venido aquí, tengo el honor de besar sus pies y de pedirle su venía para retirarme.

Las manos quisieron besar Magdalena y Narda, henchidas de gratitud, a aquel hombre que, bajo la corteza tan ruda, ocultaba un corazón de oro; pero el Hidalgo se resistió a ello, como si le acosaran víboras.

—Ni lo intentéis siquiera —les dijo don Román sonriendo. —A mí no ha querido admitirme en la ciudad ni las gracias, cuando la vida me parecía poco para pagarle el servicio que me ha hecho. Y como le conozco y él me conoce, no insisto en ofrecerle testimonios de mi eterna gratitud...

Antes que don Román llegara a decir estas últimas palabras, don Lope hizo una grave y gallarda reverencia, y salió de la estancia sin pronunciar palabra alguna. Montó a caballo en la corralada, llegó a Coteruco, entregó en casa de don Román el jadeante bruto; y después de decir a Blas que su amo quedaba sano, bueno y contento en Solapeña, recogió la cachava que había dejado detrás de la puerta del estragal el día antes, y se encaminó a la Casona, en cuyo trayecto estuvo Patricio a pique de tropezar con él, como vimos en oportuno lugar.

Hecha una compendiada relación de cuanto le había ocurrido desde que se habían separado Magdalena y su padre, prohibió éste que se le volviera a mencionar semejante asunto. Quería considerarle como un sueño desagradable, e ir dándole al olvido poco a poco.

—Sin embargo —añadió—, esto no se opone a que le aproveche como lección; y en prueba de ello, y contando con que no siempre se hallan en lances parecidos hidalgos como don Lope, deseo que cuanto antes tenga Magdalena quien, por deber, la ampare y defienda, aunque yo le falte. ¿No opina usted como yo, señor don Álvaro?

Álvaro y Magdalena se sonrieron, y ni por asomos pensaron en desmentir a don Román.

Quiso éste que el casamiento se efectuara el jueves, como estaba convenido antes de leerse las proclamas; pero Narda se atrevió a replicar a su amo que, aunque la boda no había de ser tan vistosa como hubiera sido en mejores circunstancias, no eran los novios tan pelones que se les pudiera arreglar el agasajo en dos días solamente. Gracias si para el sábado lograba ella, con ayuda de vecinos, preparar lo menos que pedía una fiesta como aquélla, en casa de tantos caudales.

Narda tenía razón, y no se la negó su amo ciertamente. Autorizóla gozoso para que dispusiera lo necesario, de acuerdo con la interesada, pero sin hacer mucho ruido, y quedó convenido que el sábado se celebraría la boda.

Álvaro salió aquella misma noche para Sotorriva, y don Román, al día siguiente muy temprano, para su casa, con Magdalena y Narda. En el camino se encontraron con don Frutos que, después de decir misa, iba a Solapeña a abrazar al libertado prisionero. Durante la ausencia de éste, todas las horas que le dejó libres su ministerio las había dedicado a consolar a Magdalena. Sabíalo ya su padre, y por ello le estrechó entre sus brazos con la doble efusión de su cariño y de su gratitud.

Al aproximarse los cuatro a Coteruco, salía de él hacia Carrascosa, Lucas, a caballo en la tordilla del alcalde, seguido de un muchachuelo que había de volver con el jamelgo desde la estación de la villa. Nadie más le acompañaba. Ni siquiera su amigo Gildo despedía a aquel tribuno a cuya voz se habían transformado las patriarcales costumbres del pueblo que abandonaba, y cuyos delirios quedaban en él proclamados como leyes. La ingratitud humana da siempre ese pago a los reformadores que se encumbran, lo mismo en Coteruco que en cualquier parte. Todos los que suben entre música y laureles, suelen bajar entre silbidos, cuando no por el balcón. Y atribuyo el hecho a la humana ingratitud, porque no puedo creer que el pueblo tenga razón siempre que se llama estafado por sus redentores políticos.

En cuanto a Lucas, con su credencial en la maleta y las esperanzas en mejores destinos, me consta que se pagaba muy poco del desdén con que le veían irse para no volver, los descamisados ganapanes de Coteruco.

El viernes por la tarde llegaron los señores de Sotorriva. Don Lázaro, muy mejorado de sus achaques, quiso hacer un esfuerzo en honor de tanta fiesta. Era hombre que rayaba en los setenta años; alto, pálido, bien proporcionado de cuerpo, y de cabeza noble y aristocrática; iba pulcra y severamente vestido; y a pesar de sus años y de sus padecimientos, regía con gracia y soltura el brioso caballo en que hizo el viaje. Su hija, de menos edad que Álvaro, era lo que se llama vulgarmente una muchacha muy bonita; es decir, una joven de intachables pormenores plásticos, pero cuyos ojos, sonrisas y ademanes no dicen todo lo que un aprensivo lee con delectación en la mujer ajena, y le asusta en la propia. Llegó entre su hermano y su padre, sentada en claveteado sillón de terciopelo rojo, sobre una jaca doble, airosa y bien arrendada.

Ya para entonces se había provisto Narda en la villa de cuanto faltaba en Coteruco para la comida del día siguiente; y como los preparativos de la cocina estaban encomendados a buenas manos, sólo tuvo que ocuparse aquella noche en disponer las habitaciones para los huéspedes, tarea en que la acompañó Magdalena, sacando de los respectivos roperos y cajones las colchas de damasco, las sábanas de holanda con blondas de encaje, los candeleros de plata y las sobremesas de tapicería; riquezas tradicionales y de abolengo, que no salían a luz más que en las grandes solemnidades. ¡Pues si supiera el lector cómo había aderezado Narda la estancia nupcial con antiguas riquezas tales y otros modernos primores, que al efecto se habían ido adquiriendo en la ciudad, desde que se concertó el casamiento!... Pero no cometeré yo la indiscreción de profanar ese púdico misterio con las miradas del público; ni de faltar a los buenos usos y costumbres de aquella ilustre casa, levantando siquiera la punta del velo que encubre lo que no debe ser visto.

A la mañana siguiente, muy temprano, Magdalena, con las preciosas galas que Álvaro la había regalado y los collares y anillos riquísimos de sus mayores; don Román, vestido de rigorosa etiqueta, con gruesos diamantes en la pechera y valiosos dijes en la áurea cinta de su reloj; el novio, no peor ataviado ni con menos ricas alhajas; don Lázaro y su hija, que habían de ser los padrinos, bien provistos de ellas también, y en adecuado arreo, salieron juntos de casa, siguiéndolos la ávida curiosidad de los criados y la fiel Narda, en cuerpo y alma, que también había avisado a don Frutos para que la confesara. Decía la buena mujer que, a los ojos de Dios, tanto valdría su ruego por la felicidad de los que iban a casarse, como el del más guapo; y que si en santa gracia se querían poner sus amos y los padrinos para que la súplica llegase bien arriba, en santa gracia deseaba ponerse ella, como la más pecadora.

Al salir de la portalada el cortejo, se halló con la plazuela invadida por una muchedumbre de curiosos, en la cual abundaban las mujeres. De entre ellas salieron doce, jóvenes y garridas, con sendas panderetas adornadas de lazos y cascabeles; y formándose de cuatro en cuatro, pusiéronse delante de los novios, y comenzaron a cantarlos al uso tradicional del país, sin olvidar en las coplas a don Román ni a los padrinos. Narda se echó a llorar como una boba, al ver aquello. ¿Cómo era posible que llegara a casarse «su Magdalena» sin que se desplomara Coteruco para decirle, al verla pasar: «bendita seas por todos los días de tu vida, y bendita en la otra, y bendito cuanto te quiere y te rodea»?. Si tenía que suceder eso: siempre lo había creído ella así, porque los verdaderamente malos no pasaban en el pueblo de media docena; los demás eran engañados. ¡Dichosa la hora en que aquellas mozas idearon tal festejo! Así pensaba Narda. En cuanto a su amo, ¿a qué ocultarlo? jamás hubo héroe a quien halagaran los honores del triunfo, como a su corazón generoso aquella espontánea y sencilla manifestación de cariño. Aquellos cantares entre la respetuosa actitud de la muchedumbre, le conmovieron. Cuando pasó la comitiva, las mujeres saludaron y los hombres se descubrieron la cabeza... y allá atrás, en la última fila, con los sombreros en la mano y los ojazos muy abiertos, estaban Carpio y Gorión... ¡Oh, sí, bien claros los vio don Román! ¿Por qué no se acercaban más? ¿Por qué se escondían, si estaba él deseando verlos a su lado? Y para que ninguna duda quedara a aquellas gentes de su manera de sentir, pasó delante de ellas con la cabeza descubierta y la sonrisa en los labios. Magdalena saludó con el pañuelo; Álvaro y su padre imitaron el ejemplo de don Román. Entonces la muchedumbre prorrumpió en un solo grito de «¡vivan los novios!» y los ecos de la montaña no habían cesado de repetirle, y todavía andaban por el aire los sombreros de Carpio y de Gorión.

Aquel grito acabó de conmover al generoso Pérez de la Llosía: sonábale como la voz del hijo pródigo que, arrepentido y cariñoso, llamaba a las puertas de su padre, y él estaba dispuesto a abrírselas de par en par y a recibirle entre sus brazos.

Bajo tan hermosas impresiones entró la comitiva en la iglesia; y confesaron todos, y unió don Frutos, con la bendición de Dios, a aquellos dos seres felices, unidos ya entre sí por el amor de sus corazones.

Momentos antes de empezarse la misa, llegaron los parientes de Solapeña. El templo estaba lleno de gente; y al terminarse la ceremonia, las cantadoras acompañaron hasta la plazoleta a los recién casados. Hízolas entrar en casa Magdalena; y ella misma, después de abrazar y de besar a una, en representación de las demás, regaló a todas variadas y abundantes golosinas, presentadas por la gozosa Narda en ancha y cincelada bandeja de plata.

No hubo modo de reducir a don Lope a que asistiera, ya que no a la ceremonia de la iglesia, cuando menos a la comida del mediodía.

—¿A qué santo? ¿por qué razón? ¿qué tengo yo que ver en todo eso? —pensaba el Hidalgo después de despedir a don Román, que fue a invitarle, con grandes instancias.

—Pues sírvale a usted de gobierno —le había dicho éste al salir, que en la mesa habrá un cubierto destinado a usted. Allí se estará intacto y representándole, si usted no nos honra con su asistencia. No merece menos consideración la persona a quien hoy debo la alegría de mi casa.

Y como lo dijo se hizo: durante la comida, y a la derecha de don Frutos, hubo un cubierto de respeto y una silla desocupada.

Tampoco he de decir nada al lector de aquel acontecimiento extraordinario; ni una palabra de aquella mesa cubierta, materialmente, con la maciza plata acumulada durante diez generaciones de Pérez de la Llosía, sobre finísimos manteles; ni el más leve comentario acerca de la comida, en que se mezclaban, de muy mala gana, los tradicionales estofados, potajes y pepitorias, obras de las manos de Narda, con los modernos condumios hechos por mercenaria cocinera; las macizas reposterías de antaño, con las vaporosas e impalpables merengadas del nuevo estilo; el chacolí de la tierra, con el Burdeos delicado; el patriarcal, añejo Málaga, negro como la tinta, dulce como las mieles, con el liviano, bullanguero y parlamentario Champagne. De nada de esto, repito, ni de otras cosas parecidas, quiero dar cuenta detallada al lector. Y al proceder así, me acomodo a los deseos de don Román, que, en virtud de los tiempos que corrían, se propuso celebrar el acontecimiento con una comida de familia íntima, más bien que con una boda ruidosa.

¡Ah! pues si los tiempos hubieran sido distintos; si Coteruco no hubiera prevaricado; si el casamiento de Magdalena hubiera sido un año antes, ¿cómo dejara él de hacer, en alguna forma, partícipe de la boda al vecindario?... ¿Para qué quería su provista bodega, los ajamonados perniles y el colmado gallinero? Pero en esto no había que pensar ya. ¡Harto era, y hasta milagroso le parecía, por lo inesperado, el síntoma de reacción benéfica que había notado por la mañana en sus convecinos!

Meditando en esto se hallaba poco antes de alzarse los manteles, cuando don Frutos dijo, sacando del bolsillo interior de su levita un ancho papel impreso:

—Aunque a don Román no le deleite mucho, por esta vez, y en gracia de lo que tiene de cómico este documento, voy a leerle en alta voz para fin de fiesta.

—¿Qué es ello? —preguntaron.

—Ustedes lo verán. Me consta que se ha impreso tal como su autor se le dictó al pendolista; que ha llegado calentito de la ciudad anoche, y que a estas horas deben estar en el pueblo y parte del valle inundados de hermanos gemelos de este ejemplar que he recogido al venir acá.

El documento leído por el cura don Frutos, después de bien considerado, no era, en el fondo, otra cosa que todos los manifiestos de todos los aspirantes a diputados a Cortes; con la ventaja, a mi entender, sobre ellos, de estar perjeñado en el estilo y forma usuales y corrientes entre los electores a quienes iba enderezado, lo mismo en lo substancial que en su no escasa parte de exornación patriotera. No se había visto ni se verá, en su género, obra más en carácter ni con mayor fuerza de colorido local.

—Veo —le dijo el cura—, que a usted, señor don Román, no le ha hecho reír el manifiesto. Celebróse mucho, en efecto, su extraña comextura. Particularmente don Frutos, se desternillaba de risa a medida que ib a leyendo. La cara de don Román era la única que en aquel regocijado concurso estaba seria y hasta contristada.

—Para los más necesitados... ¡sean quienes fueren!

—Me dura aún lo último que usted me entregó con igual fin, —respondió el párroco tomando el dinero.

—No importa —añadió don Román: aquello era... aquello; y esto es el pan de la boda de mi hija. ¡Que, como pan bendito, los nutra y los consuele!

—Ni mucho menos, —respondió el interpelado.

—Permítame usted que le diga —añadió don Frutos, —que eso es ya llevar las cosas al extremo.

—¿Se le figura a usted?

—Y me figuro la verdad neta.

—¡Ojalá sea así! Pero, entre tanto, oigan ustedes en qué me fundo para pensar como pienso. Esta mañana vi, con grandísima complacencia, la actitud de este pueblo delante de nosotros: parecía que el cansancio, el peso de sus propias locuras, le arrojaba al buen camino.

—Y eso es lo cierto.

—Sin duda alguna. Pues bien: esa payasada que tanto les ha hecho reír a ustedes, o la ambición insensata que la ha producido, ha de ser causa de que los rencores, los odios, las borracheras y los escándalos consiguientes, vuelvan otra vez a arrollar a estos infelices y a arrastrarlos de nuevo al olvido de sus deberes y conveniencias.

—No lo espero, señor don Román.

—Al tiempo invoco por testigo, señor don Frutos.

Cuando, dos horas más tarde, se retiraba éste a su casa, le alcanzó don Román junto a la escalera, y poniéndole en la mano un pesado cartucho de monedas de oro, le dijo:

—Para los más necesitados... ¡sean quienes fueren!

—Me dura aún lo último que usted me entregó con igual fin, —respondió el párroco tomando el dinero.

—No importa —añadió don Román: aquello era... aquello; y esto es el pan de la boda de mi hija. ¡Que, como pan bendito, los nutra y los consuele!

XXX. La catástrofe

No cabe en libros lo que padeció don Gonzalo el día de la boda de Magdalena; y como si todo el pueblo se hubiera conjurado para martirizarle a él, no se le acercaba una persona sin clavarle la espina correspondiente.

¿Ha visto usted a la Organista? ¡Gloria de Dios daba mirarla cuando iba a la iglesia! ¡Los mesmos soles del cielo tenía en la cara! ¡Pues dígote con los avíos que llevaba encima!... Medio mundo valía aquella riqueza... Y el novio es majo de veras... ¡Y cómo deben estimarse los venturados de ellos! ¡Qué mirar de ojos tan embustero entre los dos! Me gustó el cántico que les echaron las mozas. No, y lo que es ella, bien merece eso y mucho más; que buena es como la mesma dulzura de las mieles. Pues a su padre no le cabía en el vestido, de lo ancho que iba recibiendo las sombreradas de la gente... Justo era el obsequio, que el hombre, caballero es de por suyo y bueno para el pobre, aunque otra cosa se pinte y se declare aquí y allá... También es respetoso y principal el señor de Sotorriva. ¡Vieja debe ser, por las trazas, la levita en su casa!... ¡Vamos, que le digo a usted que la boda campaba, como no se vio otra cosa ni se verá!

¡Y así toda la mañana; y el alcalde obligado a decir «amén» a cada ponderación, porque no se le descubriera el despecho que le roía el alma! Cegado por esa pasión, no hay barbaridad que él no hubiera cometido aquel día, para impedir que Magdalena llegase a ser la esposa de Álvaro; pero ¿de quién valerse para que le ayudara en la empresa? ¿Cómo dar el golpe sin exponerse a las iras del pueblo, que tan cambiado estaba, o a morir bajo los puños de don Lope, o a ser conducido preso y despojado de todos sus cargos y preeminencias? ¿No se había declarado, por unos y por otros, inviolable aquella, para él, funesta familia? El infierno debió de darle la autoridad y el mando que tenía, cuando en sus manos se trocaban en esposas y grilletes que le dejaban expuesto a las burlas y mamolas de la contraria suerte.

Para alivio de su tormento, cerca del mediodía se vio Coteruco inundado por una lluvia de ejemplares del manifiesto de Patricio. La lectura del chusco documento fue la gota que hizo desbordar las iras de su pecho. Llamó a todos sus agentes y auxiliares; y aunque estaban ya bien instruidos para la empresa, les dijo:

Este infame papel de ese intrigante revoltoso, nos obliga a trabajar con mayor empeño. ¡Guerra sin cuartel, aunque haya necesidad de pegar fuego al pueblo! Al fin y al cabo hemos de ganar la batalla, y ganándola, todo lo nuestro se dará por bien hecho, por gordo y bárbaro que sea. Tú, Polinar, tienes la lista de la gente: para los que vayan, habrá vino a discreción y cigarros... Y diles que también tajadas abundantes. Para los que se nieguen y me están obligados... ¡basta la camisa! y si hace falta, garrotazo limpio, que yo respondo. ¿Entienden, camarás?

—Entendido —dijo Polinar; pero sepa usted que Patricio tiene pensado hacer de las suyas en el momento de votar la gente.

—Y ¿cómo se remedia eso?

—Pasando por mi mano todas las papeletas.

—¿Es decir, haciéndote presidente de la mesa?

—Justo y cabal.

—Pues lo serás.

—De ese modo, no tema usted nada.

—¡Hay que ganar la elección en este pueblo, a todo trance! ¿Lo entendéis bien?... ¡A todo trance! ¡Yo respondo! En idéntico lenguaje hablaba Patricio, casi al mismo tiempo, a sus auxiliares. Si don Gonzalo tenía renteros, él también los tenía; si el uno era alcalde y Comandante general, de pantalla y relumbrón, el otro era la verdadera autoridad en el Ayuntamiento y entre los voluntarios; si las usuras del ambicioso hijo de Bragas le proporcionaban un contingente de votantes enmarañados en las redes de ciertos contratos firmados a obscuras, él tenía echados muchos lazos corredizos a otros tantos pescuezos, y estaba dispuesto a tirar de los cordeles que tenía en su mano, a la menor señal de indisciplina; si el indianete se valía de malas artes a última hora, él tenía las faltriqueras atestadas de fullerías para marear al más listo; y, por último, si el poderoso alcalde daba carne, pan, vino y cigarros a sus electores, el «honrado albitrante» daría eso mismo y algo más a los que le votaran.

¡Qué cosas se vieron en Coteruco desde aquel día, para satisfacer la soberbia de los dos jaques! Los que eran vasallos de uno o de otro, menos mal; pero los infelices que se hallaban con un pie en cada señorío, y de éstos eran los más, ¿cómo servir al uno sin ofender al otro? ¡Cuántas veces maldijeron la hora infausta en que les otorgaron ese derecho irrisorio! Porque allí se cumplían las amenazas, y los apremios no se hacían dos veces, y los embargos no cesaban; y el que tenía tierras y ganados a renta y aparcería, sin ello se quedaba, de la noche a la mañana, y otro lo cogía a cambio de su voto. Los despojados ponían el grito en el cielo, y echaban la culpa del despojo a supuestas intrigas del ganancioso, y éste endosaba el cargo a los agentes, y los agentes, a su vez, a sus mandantes. Y a todo esto, el pueblo en ebullición, matando sus pesadumbres, alentando sus esperanzas o desahogando sus furores, en la taberna; y sobre si esto es inicuo, o el otro es un bribón, y el de más allá tiene la culpa, por lo que le vale; o «los nuestros saldrán avante porque somos más fuertes»; y que no y que sí, y que mandrias y que tunos y ladrones, armábase la disputa, y el vino fermentaba en los estómagos, y subían sus vapores a las cabezas, y venían, como consecuencia natural, los bofetones, las agarradas y las palizas.Y como cada mujer tiraba por lo suyo, y las riñas de los maridos eran por defender la hacienda que los ambiciosos les arrancaban de las manos para dársela a otros, cada vecina reñía con su vecina, ylos hijos amparaban a sus madres, y rifaban con los hijos de las madres de enfrente, que las injuriaban; y hasta los gatos y los perros bufaban y latían en aquel desconcierto estrepitoso y tremebundo.

Gildo había sido abofeteado tres veces por Toñazos, porque Toñazos echaba pestes contra Patricio, y el hijo quería levantar la pisoteada honra de su padre. El cual tuvo varias agarradas con Polinar; agarradas serias y peligrosas, porque Polinar no desistía de hacerle la guerra, y hasta se jactaba de ello, y Patricio no cesaba en su imprudente empeño de amenazarle con resucitar antecedentes que el otro no quería oir.

Bajo tales auspicios dio comienzo la batalla electoral. El primer choque fue una derrota para Patricio: sólo un secretario pudo arrimar a la mesa, la cual quedó constituída con gente de don Gonzalo, bajo la presidencia de Polinar. Este descalabro afectó hondamente al pardillo, y hasta le hizo perder su habitual serenidad. Desconcertado y furioso, y siempre en su empeño de obtener mayoría de votos en aquel colegio (que, para gobierno del lector, se había establecido en el piso bajo del Ayuntamiento, vasto almacén desmantelado, con dos solos huecos a la calle: la puerta de ingreso y una ventana), agitábase como un poseído, y no adelantaba gran cosa. Llevaba a sus electores asidos del brazo hasta la urna, y no los soltaba hasta que la papeleta desaparecía en el fondo.

Cambiósela con arte a muchos de sus contrarios; pero cuando el primero de éstos vio que la trampa no pasaba por la aduana de Polinar, los restantes descambiaron, y fuéronse por donde su legítimo pastor los conducía. Con estos y parecidos artificios, las protestas, los reniegos y las amenazas no cesaban en uno y otro campo; el local estaba lleno de gente, y medio Coteruco en los alrededores. La guardia se había retirado de allí durante aquellos días, por un alarde de legalidad del alcalde, aunque para establecerse en el portal de la iglesia y estar allí pronta a cualquier llamamiento suyo.

El último día, Patricio llevaba una desventaja de treinta votos, y no le quedaba más reserva que una docena escasa de electores, entre tullidos y moribundos, y otros tres o cuatro que de intento se habían ausentado. Gildo y los demás agentes habían salido a buscar a los unos y a los otros, «por buenas o por malas», pues faltaba una hora escasa para que se diera por terminada la elección. En cuanto a él, que vinieran o no los ausentes, al dar su voto, a última hora, metería en la urna un puñado de papeletas que a prevención llevaba en el bolsillo. Si el engaño pasaba inadvertido, bueno; y si no, armaría escándalo, iría la urna por la ventana, se daría por no hecha la elección del día... Y el que pasa un punto, pasa un mundo.

Corrió el tiempo, y sólo vinieron, casi arrastrados por Barriluco y Facio, un tísico in extremis, bárbaramente arrancado del lecho, y un anciano octogenario, trémulo y encorvado, que hacía seis años no salía de la cama sino para tomar el sol en el portal de su casa. Ambos, entre quejidos de dolor y ansias de la debilidad, protestaban contra la inhumana violencia que se ejercía en ellos; pero Patricio, sin parar mientes en tales delicadezas, y apremiado por el tiempo que volaba, brutal y descomedido ayudó a sus sayones a arrastrar a los dos infelices hasta la mesa, donde, después que votaron, los abandonó como cosas que para nada le servían ya; y allí se hubieran muerto si Carpio y Gorión, que se hallaban entre los espectadores, no los hubieran conducido a sus respectivos domicilios.

Y seguía el tiempo pasando, y Gildo no parecía con los reclutados. Quedaban apenas diez minutos disponibles. Patricio se comía los puños de rabia, y en vano se asomaba a la puerta y miraba en todas direcciones. Las reservas no llegaban.

—Pues señor —se dijo: serenidad, y a dar el golpe cuanto antes.

Acercóse a la mesa, y con los trámites de rigor, entregó al presidente una papeleta; ocurriósele hacer, sobre la ortografía con que estaba escrito su propio nombre en ella, no sé qué observación, y mientras adelantaba el tronco sobre la mesa para oír la respuesta del interpelado, deslizó en la urna media resma de papeletas. Pero Polinar, aunque saturado de vino y harto de tajadas, como sus adjuntos, no se dormía con tales enemigos enfrente.

—¡Arre allá, so tuno! —gritó mientras echaba la zarpa al contrabando y le cogía en el aire, a la vez que arrojaba con la otra a Patricio dos varas atrás.

El pardillo acabó de cegar con aquel fracaso y aquella sacudida. Verde y tartamudeando de ira, volvió a acercarse a la mesa, y allí gritó convulso:

—¡Protesto la palabra que se me ha dirigido!... ¡Protesto el atropello que se ha cometido conmigo en el acto de votar!... ¡Protesto la persona que de tal modo acaba de ultrajarme!

—¡Y la mesa protesta la bribonada que usté ha hecho, llenando el cántaro de papeletas! —respondió Polinar, comenzando a palidecer, síntoma en él de mal augurio.

—¡Una bribonada yo! —rugió Patricio. —¡Y eso me lo dices tú!... ¡Tú... delante de la cara del pueblo que te escucha!

Polinar se estremeció como si una tempestad le envolviera en sus fluidos.

—Yo te lo dije, sí... yo te he llamado tuno... ¿Y qué? gritó, clavando en Patricio su mirada fosforescente.

—¿Y no temes —replicó Patricio cada vez más descompuesto—, que aquí mismo te haga yo volver las palabras al cuerpo con una sola que yo diga!

—No... ¡tunante!... —respondió Polinar, lívido ya como un cadáver y temblando de pies a cabeza.

—¡Dios de Dios! —aulló Patricio, ebrio de coraje. —¡Y te atreves a tanto!... ¡ladrón!... ¡asesino!...

Y al estallar así, se inclinó hacia Polinar, le escupió en la cara y, a mayor abundamiento, le arrojó la urna a la cabeza.

Yo no sé cuál fue primero, si los insultos y el golpe o el oírse bajo la mesa un chirrido horripilante, el plantarse de un brinco sobre ella Polinar, con los labios contraídos, los dientes apretados, los ojos sanguinolentos y blandiendo en su diestra una navaja descomunal, y el desaparecer del local cuanta gente en él había, unos por la ventana y otros por la puerta.

Un segundo bastó a Patricio para ver, al fulgor siniestro de aquella arma innoble, el peligro que le amenazaba; pero en aquel átomo de tiempo, si la expresión vale, se había quedado solo con su terrible enemigo.

Huyó de él aterrado y delirante y con el frío del espanto en su corazón; jurara que el álito infernal de aquella furia que, entre blasfemias horrendas, le pedía la sangre y la vida, abrasaba sus espaldas; y en tan espantosa pesadilla, la puerta, que estaba a diez pasos de él, veíala allá lejos, muy lejos... como si nunca pudiera llegar a alcanzarla. Cuando creyó haber corrido muchas leguas, y las piernas se le entumecían y la respiración le faltaba ya, sus manos, trémulas y descoloridas, agarraron con ansia las codiciadas hojas, que habían quedado plegadas sobre el marco al salir la gente; pero ¡qué agonía! estaban cerradas con llave por fuera. ¡Los cobardes habían cometido aquella iniquidad, obedeciendo más al pánico que los espoleaba, que a la voz de la caridad que apenas llegaba a sus oídos! Una inspiración del momento quizás un acto maquinal, le hizo coger un viejo tablero que había al alcance de sus manos; la desesperación le dio fuerzas, y le arrojó hacia atrás, por encima de su cabeza; tan a tiempo, que;cayó sobre el brazo de Polinar en el momento en que éste le dirigía una puñalada. Hubo para el infeliz tres segundos de tregua, mientras su perseguidor recogía del suelo el arma que se le había caído con el golpe, y se preparaba, con doblada furia, a acometer de nuevo. ¡Ni voz hallaba, entre tanto, en su garganta el desventurado para pedir socorro! Volvió los ojos a su derecha, pensando escaparse por la escalera que arrancaba desde allí entre los tabiques y conducía al piso alto, que tenía balcón y ventanas por donde arrojarse, y vio con espanto que la puerta de aquella escalera estaba cerrada también; acordóse entonces de la ventana contigua a la mesa, y corrió a ella sorteando, como por milagro, la primera puñalada que le asestó Polinar en cuanto se rehizo; pero el asesino conoció la intención de la víctima, y le cortó la retirada. Patricio, ya sin fuerzas, quiso ampararse con la mesa, y logró con aquel recurso burlar por otros dos instantes la ferocidad salvaje de su perseguidor. En esto apareció una sombra en la ventana. Patricio, que estaba enfrente de ella en aquel momento, conoció a don Frutos, y le vio arrojarse desde el umbral adentro, y abalanzarse a Polinar en el instante en que la navaja de éste iba a alcanzarle, y hasta se oyó decir:

—¡Teme a Dios, Polinar!

—¡Fuera estorbos! —rugió entonces el asesino, más embravecido con aquel obstáculo inesperado. Y al mismo tiempo, asestó una puñalada al cura, que cayó contra la mesa, sin lanzar un grito, pero llevándose ambas manos al costado derecho.

Y como si aquel crimen hubiera dado nuevos bríos a la fiera, de un salto, verdadero salto de tigre cebado en sangre, alcanzó a Patricio y le hundió la navaja en el pecho.

—¡Muerto! —clamó el mísero, desplomándose en el suelo en medio del triste local.

Al mismo tiempo, don Frutos, sin lanzar un suspiro, caía también, inerte y cadavérico, a los pies de la mesa; y Polinar, después de arrojar el arma homicida entre sus dos víctimas, saltaba por la ventana muy tranquilamente.

Era horrible aquel cuadro unos instantes después. Bajo cada figura había un charco de sangre, y en el lodo que formaba al mezclarse con el polvo arcilloso del pavimento, se revolcaba Patricio luchando con la muerte. Roncos quejidos lanzaba de su pecho, y entre la espuma sanguinolenta que asomaba a sus labios balbucía algunas palabras entrecortadas y confusas.

—¡Misericordia!... ¡perdón! —dijo, con entera claridad, en un esfuerzo convulsivo de su agonía terrible.

En el mismo instante abrió los ojos don Frutos y fijó la vista en él.

—¡Válgame Dios! —murmuró con voz débil y apagada, —ese desventurado se muere sin que nadie le socorra... Pues yo no estoy mucho más valiente que él... ¡Si pudiera gritar!... Pero esos miserables no acudirían. ¡Ni aun para que entrara yo se atrevieron a abrir la puerta!...

—¡Confesión! —volvió a decir Patricio.

—¡Dios mío! —exclamó, al oirle, don Frutos.

—¡Un poco de fuerza para llegar hasta él!... ¡Es una oveja de mi rebaño... y, mientras yo respire, no puedo consentir que el lobo se la coma!

Logró, tras estas palabras, enderezar el busto, agarrándose con las manos a un pie de la mesa, y comenzó a arrastrar todo el cuerpo hacia Patricio, separado de él por una distancia de tres varas.

—Dudo mucho —pensaba, —que me dure la vida hasta el fin de este viaje. ¡Cuidado si es largo y penoso!... No importa: moriré cumpliendo con mi deber, y Dios me lo tomará en cuenta.

Llegó, al fin, con sus negras vestiduras empapadas en la sangre de los dos charcos, a coger con sus manos, frías y trémulas, una marmórea y amarillenta de Patricio, cuya agonía terminaba por instantes. Llamóle; pero no obtuvo más respuesta que un débil quejido.

—Hijo mío —le dijo, acercando su boca al oído del moribundo: un instante de arrepentimiento sincero, lava toda una vida de pecados... Si en tus labios no hay ya palabras, ni en tus ojos una mirada para responderme, ve si en tu mano queda fuerza bastante para que yo la sienta en la mía... ¡Gracias a Dios!... aún me comprendes y puedes contestarme... No olvides, hijo, en este supremo trance, que por enormes que hayan sido tus pecados es mucho mayor la divina misericordia... ¿Sientes verdadero pesar de haberla ofendido?... ¡Bien! ¿Perdonas de todo corazón a tus enemigos?... Pues en nombre de Dios Todopoderoso, cuyo indigno ministro soy en la tierra, te absuelvo de todos tus pecados.

Bendíjole al mismo tiempo; y un instante después, la vida de aquel hombre se acabó con un estremecimiento y un quejido.

Don Frutos no podía ya más. Exánime y dolorido, tendió su tronco inerte sobre el cadáver.

Entonces se abrió la puerta de la estancia. Una persona penetró en ella con paso resuelto, mientras otras cien retrocedían aterradas ante el espectáculo que se ofreció a su vista. Don Román era la persona que había entrado.

—¡Qué horror! —exclamó, juntando las, manos y con el semblante demudado. —¿Cómo se ha consentido esto?¿Qué han hecho esos cobardes que no amarraron la fiera antes de que causara tantos desastres?

Después se acercó a aquel horrible montón.

—¡Es un cadáver! —dijo cuando hubo reconocido el de Patricio; luego, pulsando a don Frutos, exclamó: —¡Vive aún!

Entonces reclamó el auxilio de la gente que desde muy lejos le observaba, y sólo consiguió que se alejara mucho más.

Sabido es de todos el miedo que tiene el vulgo a la Justicia, en casos como el que se refiere, lo mismo tratándose de muertos que de heridos. Don Román comprendió que tenía que habérselas él solo con don Frutos. Urgía poner remedio a su estado, si remedios humanos le alcanzaban ya. La naturaleza le había dotado de grandes fuerzas musculares: acudió a ellas, y cargó al cura sobre sus espaldas. Hubo en la gente un alarido de espanto cuando don Román, con el vestido, la cara y las manos manchados de sangre, apareció en la calle cargado con lo que se creía el cadáver, también ensangrentado, de don Frutos.

Al mismo tiempo llegaba el alcalde, al frente de un pelotón de voluntarios armados.

—¡En la taberna dicen que está! —gritaron algunos espectadores.

Entendió el aviso el valiente, y, pálido como la cera, retrocedió con sus hombres a prender a Zolinar, que, según se dijo, y era la verdad, después de cometer el doble crimen, había ido a la taberna, en donde se había sentado, taciturno, sombrío y como atolondrado. Preso el reo sin resistencia, condújosele al lugar de la catástrofe. Reconoció la navaja y confesó su delito.

Al mismo tiempo entró en el local Gildo, que volvía de Pontonucos... No seré yo quien relate lo que sintió y lo que hizo aquel hijo desventurado delante del cadáver de su padre. Antes bien quiero poner fin a este negro capítulo, y le pongo diciendo que don Román llevó a su propia casa al moribundo don Frutos para no abandonarle un instante en los cuidados que su estado reclamaba, y que al entrar en la corralada llamó a Blas y le dijo—¡Revienta mi mejor caballo, si es preciso; pero llega en el aire a Solapeña, y tráete al médico volando!

XXXI. Otra catástrofe

Largos días pasaron sin que la población de Coteruco viera disiparse aquella nube negra, sofocante y abrumadora que cayó sobre todos los ánimos el infausto día más atrás historiado. Muchos, aunque lo confesaban muy bajito, creyendo así ensañarse menos en la memoria de los muertos, pensaban que la mano justiciera de Dios había andado en el asesinato de Patricio; otros sostenían que sus faltas, aunque grandes y muchas, no merecían tan bárbaro y sangriento castigo, porque con algo menos se hubiera satisfecho la justicia humana si le hubiera residenciado; quién tomaba un poco de ambos pareceres, y quién no manifestaba ninguno, aunque todos convenían en compadecer al muerto y encomendarle a Dios. ¡Pero don Frutos! ¡El bondadoso sacerdote, cosido a puñaladas en premio de la generosidad con que se lanzó al peligro para proteger al débil! En este crimen había circunstancias que espantaban al pueblo: había inhumanidad, barbarie, como en el cometido en Patricio, y, además, sacrilegio; y el cielo no podía menos de fulminar su maldición sobre el rebaño que, pudiendo, no había librado a su pastor de las garras del tigre.

Esta creencia y los comentarios a que daba lugar, más el recuerdo del cadáver de Patricio; de la aparición de don Román con el cuerpo ensangrentado del párroco a las espaldas; del aspecto de Polinar al encaminarse a la taberna después de el doble crimen, erizado el áspero cabello, cárdeno el semblante extraviada y torva la vista, robaron el apetito y el sueño a aquellas gentes, y en muchos días no se oyó un grito en Coteruco, ni despachó el tabernero dos raciones, ni por el club apareció nadie.

En cambio, no sosegaba un punto la portalada de don Román, entrando y saliendo por ella las personas que sin cesar acudían a enterarse del estado de don Frutos. Un día se les dijo que el médico le había declarado fuera de peligro; y entonces empezó el pueblo a respirar con desahogo (algo por amor al enfermo, y mucho por creer que con el alivio del cura descargaban de un gran peso a sus conciencias) y a entrar en su vida normal; pero, justo es decirlo, ni se acercó al club, aunque sí a la taberna, ni hubo autoridad que redujera a los voluntarios a dar la guardia en el fatal recinto en que había ocurrido la catástrofe. Verdad es que, por unas y otras causas, el Parlamento y la Milicia habían llegado a ser empalagosos en Coteruco.

Pues bien: todas las enumeradas tristezas y amarguras que abrumaron al pueblo en aquellos días, que pasaron de quince, eran tortas y pan pintado comparadas con las que pesaban sobre el espíritu de don Gonzalo. Sentíase éste poseído de los mismos terrores y supersticiones que el vulgo de Coteruco, y, además, acosado por una cadena de particulares espantos, que, cuanto más tiraba de ella, más pesada y más larga le parecía. Espantábale la muerte de Patricio, por lo que en sí tenía de espantable; ¡pero también porque se juzgaba causante de la tempestad que produjo los destructores rayos. Si él no hubiera tomado tan a pechos la elección y no hubiera azuzado a Polinar contra Patricio, no existiría el crimen cuyo recuerdo le espeluznaba; y cuando su conciencia comenzaba a sacudirse de este cargo, alegando por razón las exigencias del empleo y otras de igual peso, y descansaba su espíritu en un poco de tranquilidad, aparecíasele Gildo, medio loco, errante de callejo en callejo, de bardal en bardal, como un idiota a veces, desesperado otras, pero siempre jurando vengarse del ingrato que pagó los favores de su padre entregándole a la barbarie de un asesino.

Con respecto a don Frutos, acusábale su conciencia de haber consentido que el anciano sacerdote se encerrara en el antro con la fiera, cuando su deber de alcalde era, puesto que se hallaba en la calle con los curiosos, abrir la puerta que los cobardes cerraron, y entrar a proteger, siquiera con su presencia, al perseguido, en lugar de huir, como huyó, lejos del teatro de los horribles sucesos con el pretexto de rodearse de algunos voluntarios que dieran fuerza a su autoridad.

En incesante lucha con éstas y las otras cavilaciones, ni hallaba manjar bien sazonado, ni sueño que sus párpados cerrara, ni lecho que le pareciera bien mullido. Y cuando, por un instante apartaba sus ojos de tan negras visiones y los volvía en torno suyo buscando un escudo con que ampararse contra tan rudo machaqueo, sus tristezas se colmaban, porque se veía solo... peor que solo, muy mal acompañado. De aquellos amigos, cuyos consejos habían sido las alas que le encumbraron en Coteruco, ¿quién le quedaba para sostenerle? Nadie. Lucas se había marchado para no volver ni acordarse más de él; Patricio había muerto, quizá maldiciéndole, y Gildo parecía no vivir sino para odiarle; el pueblo, a cuyo frente se hallaba, ni le quería, ni le temía, ni le respetaba; en el nuevo Ayuntamiento no le quedaban más que cuatro perdidos, acaso dispuestos a venderle por un vaso de aguardiente; don Román, que le había despreciado en una ocasión, debía detestarle desde que él le arrancó del hogar entre bayonetas; y, por último, ¡hasta don Lope, que con nadie se había metido en el pueblo, se la tenía jurada de muerte, y le había, moralmente, pisoteado! ¿Qué era, pues, el atribulado personaje en la alteza de los puestos que ocupaba, al precio de tantas seducciones, de tantas calumnias, de tanta perturbación y de tantas picardías!... Nada: un irrisorio espantajo, expuesto a todas horas al capricho de los vientos. Así no podía vivir: el vértigo del abismo te dominaba, y a su lado no había una mano que le sostuviera. ¿Cómo salir de tan apurada situación?

El recuerdo de Osmunda surgió, al cabo de los días, en su memoria, como una luz que disipaba las tinieblas que le rodeaban. Osmunda resolvía todas las dificultades. En el amor de la infanzona hallaría él la fuerza que necesitaba y los consuelos de que carecía. Casada Magdalena, ninguna tentación le arrastraba a mejor parte, cuando se consideraba unido a la hermana de Lucas; y este enlace no le produciría solamente amor y domésticos placeres: daríale también respetabilidad y brillo, ingiriendo y purificándose la cepa del borracho Bragas en la secular encina de la empingorotada familia de la Casona. Y cuando esto sucediera, ganaría un poderoso auxiliar, o, cuando menos, perdería un enemigo terrible en don Lope. ¿Qué otro casamiento podía darle tan estupendas ventajas?

Un día se vistió como en los tiempos de sus más risueñas ilusiones, y se fue a la Casona. Halló a Osmunda triste y hasta desesperada. Don Gonzalo no la había visitado desde el día en que don Lope le visitó a él. ¡Tal miedo le infundió el Hidalgo!

—¡Ingrato! —dijo la infanzona en cuanto le tuvo junto a sí.

—¡Osmundita! —replicó él, poniéndose tierno y melindroso. —No me culpes a mí; culpa a tantas indiznidades como pasan en el mundo.

—¡Sola, sola... siempre sola aquí!... ¡qué tristeza! —exclamó Osmunda casi llorando, y creo que de veras.

—¡Y yo solo, solo... siempre solo allá! —respondió don Gonzalo haciendo pucheros.

—¡Qué pena da eso!

—¿Me amas, sinsonte de mis jardines?

—¿Y me lo preguntas tú... arrullo de mis esperanzas!

—¡Osmundita!

—Gonzalo mío, ¿qué quieres decir?

—¿Te gusta esta mano?

—¡La adoro!

—Pues vengo a ofrecértela.

—¡Gonzalo!... ¿De veras?... ¿No me engañas?... ¡Jesús... Dios mío!

—¿Por qué te alegras tanto?

—Porque... porque te amaba, y me moría de tristeza lejos de ti... Pero ¿qué vale todo ello junto al premio que me ofreces?

—Esa pasión me hechiza, Osmundita... ¡Si supieras cuánto te necesito!

—Pues ¿y yo a ti?... ¡Virgen de la Soledad!... ¡Pídeme, pídeme Gonzalo mío... ¡pídeme sin tardar un solo instante más! Mi está en su cuarto... ¡Vete, háblale!

—¡Cascaritas! —dijo aquí don Gonzalo un poco desconcertado. —¿Y si me recibe mal...?

—¡Imposible!... Yo soy dueña de mi voluntad, y tú no vas a consultar la suya, sino a cumplir con un deber de cortesía.

Don Lope se quedó asombrado cuando conoció las pretensiones del hijo de Bragas. Quizá, aunque tenía de éste la más desastrosa idea, le parecía demasiado pesada la cruz que él mismo elegía para expiar sus pecados. Por lo demás, bendijo a Dios que le librara a él del infierno de su sobrina, y sólo puso a don Gonzalo tres condiciones: que la boda había de celebrarse inmediatamente; que Lucas no había de asistir a ella, y que Osmunda se iría desde la iglesia a casa de su marido.

Todas se cumplieron ocho días más tarde; y Osmunda, después de aberse unido a don Gonzalo ante el cura de Pontonucos, por hallarse aún en cama don Frutos, pasó a ser la señora de la casa de arcos, y del pueblo, por ende.

El alcalde quiso solemnizar sus bodas con fuegos de artificio, maniobras militares, recepción oficial y otras análogas pomposidades; pero la futura alcaldesa, que cazaba más largo que su futuro marido, no queriendo hacer un triste papel al lado de Magdalena, cuyas bodas se recordaban aún por todo el vecindario, le quitó de la cabeza semejantes marnarrachadas, y hasta le exigió que se celebrara el casamiento al amanecer y con extremada modestia. Así se hizo.

Pasado había apenas otra semana de esto que voy refiriendo, cuando los vecinos más inmediatos a aquella ostentosa morada, oyeron resonar en ella fuertes y destempladas voces. Carpio y Gorión salieron de sus respectivas viviendas, y se aproximaron al jardín para enterarse de lo que ocurría en casa del alcalde.

La bulla era en el comedor, pieza a la cual correspondía una de las puertas extremas del balcón.

—La señora es la que más grita, —dijo Carpio escuchando.

—Lo mismo me paeció antier, —observó Gorión.

En esto se oyó un estrépito de mil demonios, y vieron Gorión y Carpio salir zumbando una sopera, entre los vidrios despedazados de la puerta entreabierta, correspondiente al comedor, y luego un pan de dos libras, y después a don Gonzalo mismo, buscando por el balcón una entrada a la sala, y, por último, a Osmunda, tirándole con los platos, los cuchillos y hasta las castañas de la mesa.

—¿Qué dices a esto, Gorio?

—Bien a la vista está, Carpio.

—Verdá es... Quien mal anda... ¿Te alcuerdas, Gorio, de estas gentes, menos de un año há?

—Como si lo viera, Carpio: no les cogía en el pueblo... Y todo era entre ellos cánticos y solfeo.

—Y ná les bastaba al auto de apandar y darse jabón.

—Pues vete jilando, Carpio... El uno echao de su casa y del lugar, a moquitones y testarazos, por su tío; Patricio...

—No me lo mientes, Gorio; que las carnes me tiemblan cuando me alcuerdo...

—Gildo no es hombre ya: a una bestia se ameja, fuera del alma, y pa vivir así, morirse es mejor...

—Lástima le tengo, Gorio.

—Tocante al alcalde... con lo visto sobra, Carpio.

—No hay que hablar de ello, Gorio.

—¡Y decir a Dios que esos hombres son los que han perdío al lugar, y nos han dejao a puertas!...

—Harto caro lo pagan, Gorio.

—Bien está; pero vete jilando... Y no lo eches en olvido, Carpio.

—Más tarde o más aína, la mano de Dios cobra las deudas; por demás lo sé, Gorio.

—¡Si uno naciera dos veces!

—Dejémoslo aquí, si te es igual!

—Dejao está por la presente.

—Pues entonces... a más ver, Gorio, haiga salú, Carpio.

XXXII. Conclusión

Hallábase don Frutos entre don Román y sus hijos, tomando chocolate después de haber dicho misa por primera vez desde el suceso triste que en aquel pueblo no se olvidaba un punto.

—Ya usted lo ve, señor don Román: me encuentro más fuerte que un roble, y como si nada me hubiera pasado.

—Gracias a Dios, es la pura verdad, —respondió don Román.

—Por consiguiente —continuó don Frutos—, no se negará usted hoy a darme su licencia para volver a mi casita...

—No hay que pensar en eso, señor cura.

—¿Pero usted no ve, alma de Dios, que me está echando a perder? ¿Qué va a ser luego de mí, acostumbrado, como ustedes me tienen en esta casa, a tantos mimos y regalos? ¿Les parece poco lo que han hecho conmigo hasta hoy para que todavía?... ¿Quién soy yo, pobre gusano, para que ángeles como Magdalena hayan velado mi sueño, y usted y don Álvaro no se hayan separado un punto de mi cabecera durante tantos días y tantas noches?... ¡Déjemme, señores míos; que me avergüenzo de ser objeto de tantas bondades, y ya se me figura que tardo en volver a mi celdilla, para no ocuparme en otra cosa que en pedir a Dios por usted, única moneda en que un pobrepárroco puede pagar los beneficios recibidos!

—Y ¿a qué viene esa jaculatoria, señor don Frutos? —observó don Román entre grave y chancero. —Pues qué, ¿nos conocemos de ayer usted y yo? ¿Es un acto del otro jueves, ni que merezca andar en papeles, el que yo te alce a usted del suelo, donde se halla moribundo y abandonado, y le recoja en mi casa, y le preste con mis hijos los cuidados que la gravedad del mal reclama, y no podría tener en otra parte por falta de recursos y de asistentes?

—Cierto, certísimo... Y ustedes me perdonen, en gracia del sentimiento que me mueve a hablar así; pero... en fin, señor don Román: seis días hace que me hallo en disposición de trasladarme a mi casa, y usted no ha querido...

—Yo no podía darle a usted el alta en este hospital, mientras no le viera consagrado, como antes, a sus piadosas tareas.

—Pues ya lo estoy, señor don Román: hoy he dicho misa; por consiguiente, venga mi papeleta.

—No puede ser, señor cura.

—Ya usted lo oye, don Frutos; no hay licencia, —dijo Magdalena, alegre como unas pascuas.

—¿Que no puede ser? —exclamó el cura. —Pero, señor, ¿por qué?

—Por lo que va usted a oír —dijo don Román en tono decidido, pero con la faz súbitamente transformada, como si abordara el asunto con repugnancia. No os ocultaré que los horrendos crímenes de aquel día infausto, me contristaron hondamente.

—Harto se le ha conocido, padre —díjole Magdalena—, y aún lleva usted a la vista las marcas de la pesadumbre.

—No era el caso para menos, hijos míos... Pues bien: desde que le alcé a usted del suelo, señor don Frutos, hice el propósito de abandonar este pueblo tan pronto como mis cuidados no le fueran a usted necesarios.

—¡Abandonar este pueblo! —repitieron casi a un mismo tiempo los tres oyentes asombrados.

—Ni más ni menos. La ridícula vanidad de un mentecato, infernalmente explotada por dos o tres bribones, bastó para trocar, en ocho días, a los hombres más honrados y virtuosos, en un tropel de inmundas bestias. Yo presencié esa caída; y aunque la lloré con el alma, como se llora un bien perdido, nunca me abandonó la esperanza de ver a los extraviados tornar a la buena senda: al fin y al cabo, aquella mancha era de las que se lavan. La necesidad me hizo ver más tarde el borrón que un asesino arrojó sobre este suelo, ya manchado. ¡No quiera Dios que mis ojos presencien la mayor afrenta que puede hacerse a un pueblo cristiano: alzarse el patíbulo entre sus hogares!

—Pero, señor don Román, eso es ir muy lejos con los temores. No creo yo, ni Dios lo permita, que tal cosa aquí suceda.

—Si no sucede, don Frutos... puede suceder, porque motivos hay; y a eso me atengo. Además, llegué a figurarme, no há mucho, ciertamente, que la resurrección de este pueblo estaba a dos dedos de verificarse. Un suceso a que usted no quiso dar importancia cuando yo se le presentaba como muy temible, volvió luego a embrutecer a estas gentes. Esto, aparte del espantoso crimen a que dio lugar, me ha producido un grandísimo desaliento. Las recaídas, después de una grave enfermedad, siempre son muy peligrosas para el enfermo. El caso es que todo esto junto me oprime el alma, y me punza y me espolea, y me obliga a realizar cuanto antes mi propósito: solo, si vosotros, hijos míos, queréis permanecer aquí; con vosotros, si no os cuesta gran trabajo acompañarme... Iremos a la ciudad, donde, con otra vida y otras costumbres, y viendo otras caras y otros objetos, tan diversos de los que me han rodeado durante tantos y tan felices años, quizá se vayan curando mis heridas poco a poco. Y si Dios es servido de encauzar un día este torrente de groseras y corruptoras pasiones, tornaré a mis lares queridos... si es que la ausencia de ellos me deja vida con qué volver... De todas maneras, hijos míos, yo necesito salir de aquí, porque estos aires me ahogan, y este suelo me abrasa los pies.

Digámoslo con franqueza: ni a Magdalena ni a su marido causó la menor pesadumbre este discurso de don Román. Dejar las soledades del campo, casi en el corazón del invierno, por los atractivos del mundo, nunca desagrada a los jóvenes; y mucho menos si son recién casados, y ricos y venturosos, y, por contera, prestan con el sacrificio un gran favor a un padre sin segundo, como acontecía en el caso de mi cuento. Dolíase Magdalena, es verdad, de los dolores que a tal extremo conducían a aquel dechado de nobleza; pero ¿no era él quién veía en ese extremo la medicina de sus males? ¿No era suya la exigencia de salir de aquel pueblo a todo trance? Luego no había razón para que ella recibiera con pesadumbre la noticia de un proyecto que, a la par que era muy de su agrado, se encaminaba a curar las tristezas de su padre.

Respondióle en este sentido, o en otro idéntico, y Álvaro estuvo muy lejos de pensar de distinta manera que su mujer. Cuando el punto se hubo esclarecido lo necesario, y hasta quedó resuelto que Álvaro marcharía al día siguiente a la ciudad, a fin de disponer el alojamiento para acomodarse la familia, mientras con más espacio se arreglaba el albergue definitivo, dijo don Frutos, en todo este concierto mudo y prudente espectador:

—Muy bien, señor don Román; pero en todo ese plan de vida no veo yo nada que se oponga a mi salida de esta casa; por el contrario, la hace indispensable...

—Es que yo cuento, señor don Frutos —replicó don Román-con que va usted a hacerme el favor de trasladar su petate a ella... de vivir aquí...

—¡Esta es más gorda! Pero considere usted, hombre de Dios...

—Todo está considerado, señor cura... Estoy resuelto a no cerrar la casa. Si la cerrara, creería no volver jamás a ella. Nada más triste que un hogar sin lumbre y sin ruido, y con las puertas siempre cerradas... ¡las puertas, que son los ojos de su fisonomía! Mis criados, mis labranzas, mis ganados... todo seguirá aquí como hasta hoy, sin otra diferencia que ser usted quien vigile y mande, en lugar de ser yo... Me escribirá de vez en cuando; yo le contestaré; y de este modo, me parecerá más corta la distancia que me separe de este desdichado rincón...

—Pero ¿cómo he de atender yo a estos laberintos, sin exponerme a desatender mis deberes? a los primeros el tiempo que le dejen de sobra los segundos, que será muy bastante: no podía yo pretender otra cosa, señor don Frutos... Por lo demás, tiene usted sobrada afición a la labranza, para que me quede el menor recelo de que, ocupándose de las mías, ha de aburrirse... Y no se hable más del asunto.

Muy pocos días después de este diálogo, y tan pronto como Álvaro escribió desde la ciudad que el albergue estaba dispuesto, acomodaron Narda y Magdalena lo más indispensable en unos cuantos cofres; púsolos Blas bien acaldados en un carro, y enviáronse desde luego a la ciudad. Al otro día, muy temprano, oyeron misa todos los de la casa. Cuando a ella volvieron de la iglesia, había en el corral dos caballos aparejados y un carro con toldo: éste, con los bueyes uncidos, al cuidado de Blas, ahijada en mano, y los otros, cogidos de las riendas por un rnozuelo, sirviente también de la casa.

Omito de buen grado todo lo concerniente a los lloriqueos de Narda, a la emoción de Magdalena y a la palidez de don Román, porque se iban, y a los sollozos y gimoteos de Sebia y de las demás que se quedaban. Lo que importa saber es que Magdalena y Narda se acomodaron sobre los mullidos colchones del carro; que don Román y el cura montaron en los caballos, y que en esta guisa salieron de Coteruco y tomaron el camino de Carrascosa, con ánimo de llegar a la primera estación del ferrocarril a hora conveniente. Allí pensaba separarse de ellos don Frutos.

Y andando, andando, después de haber sido despedidos por la curiosidad de medio pueblo y por las lágrimas de todas las mujeres, y hasta (si hemos de atenernos a muy graves informes) por las de Carpio y Gorión, llegaron a lo alto del cerro, cuando el sol, sin una sola nube que manchara el azul purísimo del cielo, inundaba todo el valle en sus cascadas de luz trémula y brillante. Don Román no pudo pasar de allí sin volver los ojos a aquella tierra querida. Allá abajo, casi a sus pies, estaba Coteruco tendido sobre los regazos del cerro y de la montaña, como un borracho que ha dormido la mona a la intemperie. Parecíale que aquellas casitas, aún blancas, resto de perdidas virtudes, con sus ventanas entreabiertas y sus aleros tirados sobre la frente, se avergonzaban del sol que las hería de lleno, porque alumbraba los vicios que encubrían. ¡Coteruco!... ¡el cenagal del etéreo, de que era preciso huir para no envenenarse en su atmósfera! ¡Coteruco!... ¡antes plantel de virtudes, a la sazón foco de la pestilencia que iba llevando la muerte, de pueblo en pueblo, a todo el valle!

En éstas y otras cavilaciones, dejando vagar la imaginación en un golfo de conjeturas y supuestos, sus ideas llegaron a adquirir realidad y formas delante de sus ojos; y hubo un momento en que vio arder los caseríos, perdido el amor al trabajo, corrompida la fe y desenfrenada la discordia; y destrozarse, al último, los pueblos entre sí, sobre aquellas verdes praderas convertidas en sangriento campo de batalla— «Ya vais,» pensó entonces, «ya vais, ilusos, en el concierto de los pueblos libres; pero váis como la piedra arrastrada por el torrente, entre el légamo del fondo, obstruyendo el cauce y embraveciendo sin cesar las aguas que corren sobre vosotros al mar de todas las ambiciones. Ayer teníais los hogares llenos de paz y de abundancia; hoy vivís hambrientos, desnudos, desesperados y con la envidia y el odio en el corazón. ¡Esto os han dado los apóstoles que os redimieron de la esclavitud de la fe y del trabajo honrado!»

Para sacudirse don Román de aquella abrumadora pesadilla, apartó sus ojos del valle, y se volvió hacia don Frutos, que le aguardaba a algunos pasos de distancia. Unióse a él, y juntos caminaron corto trecho hasta alcanzar el carro que iba a empezar a descender por la otra vertiente, después de haber seguido la parte llana del camino sobre la loma del cerro. En aquel instante se fijó don Román en un bulto negro que descollaba sobre el Potro de don Lope. Eran las espaldas del Hidalgo. Enderezó éste todo el busto al oír el ruido de los que llegaban; volvió la varonil cabeza, y se descubrió con noble marcialidad al conocer a don Román. Contestaron éste y don Frutos al saludo en igual forma, y Magdalena con su pañuelo; y después de contemplarse breves instantes ambos caballeros, cubrióse don Lope y tornó a su primera postura, apoyando los codos en sus muslos y hundiendo la cabeza entre las manos... Visto de perfil en aquella actitud, con su barba blanca, y descansando sobre las espaldas las anchas alas de su chambergo, tenía algo del viejo profeta llorando sobre los escombros de la ciudad impía. Don Frutos dijo a don Román, cubriéndole ambos la cabeza:

—¡Qué lástima que tan hermoso corazón se halle bajo tan ruda corteza!

—Peor fuera la sensibilidad en la envoltura y la corteza en el corazón, —respondió don Román.

—Verdad es, —dijo el cura.

Anduvieron algunos pasos en silencio, y de pronto se dio don Román una palmada en la frente.

—¿Qué le ocurre a usted? —le preguntó don Frutos.

—Ocúrreseme —contestó, señalando con la diestra hacia don Lope—, que con ese corazón de oro y ese carácter de hierro, por apoyos, acaso no se hubiera derrumbado nuestra obra de Coteruco.

—Ya; pero ¿quién era el guapo que los arrimaba a ella?

—Otro corazón tan grande como el suyo... si yo no hubiera tenido una venda sobre los ojos.

Momentos después, los dos jinetes y el entoldado vehículo desaparecían al otro lado del cerro.

Y es fama que en aquel instante, Osmunda, que apostada en su balcón no los había perdido de vista desde que empezaron a subir la cuesta, exclamó, dirigiéndoles un burlesco saludo con la mano:

—¡La del humo!

Y se añade que, habiéndola reprendido el alarde el perínclito «de la Gonzalera», que a su lado estaba, dióle ella un soplamocos, y le dijo por consuelo:

—¡Estúpido! ¿todavía no has comprendido que aquello tenía que barrer a esto, más tarde o más temprano?

—¿Por qué razón? —diz que preguntó el alcalde, entre curioso y dolorido.

—Porque una sola de sus virtudes pesa más que todos nuestros miserables artificios... Cállalo; pero no lo olvides.


Septiembre de 1878.

Manifiesto de Patricio Rigüelta

«Don Patricio Rigüelta, natural de estos reinos nacionales y sus islas contingentes; mayor de edad; examinado en sus infancias en ortografía gramatical y cuentas hasta partir por entero; de profesión albitrante, con otras industrias saludables; hoy día pudiente y de arraigo; Capitán de las fuerzas populares y teníente Alcalde de este pueblo,

A TODO EL ORBE TIRRÁQUEO DE LA PROVINCIA,

«DIGO: Que me ofrezco a ir, por mí y ante mí, según mis peculios y sin el sustipendio de tanto más cuanto, a las Cortes del Congreso, por sufragio liberal, al resultante de lo que estipulo al calce y continuación:

«Soy liberal desde mis tiernas infancias; nunca aprendí en la escuela el catecismo, y por no comulgar en Pascua Florida, me anunciaron, con otros fieles, a la puerta de la iglesia, nueve años relativos en los tiempos inominiosos de los servilones amoderados y otros a igual respeuto; han llovido sobre mis costillas horror de golpes de la autoridad por prenunciamiento contra el mandato costituido no según mis inclinaciones, y no ha sido quien ningún alcalde servil para sacarme un real de impuesto, que he sido el primero a pagar cuando han imperado los de nusotros.

»Así soy por lo que toca a endenántes; y a la vista está lo que soy de presente. ¡Que hable Coteruco por mí; que se diga quién ha hecho otro tanto en el redondel del Valle por la causa de la libertad... ¡Viva la libertad! que se diga quién lleva la voz, y por qué la lleva en junta revolucionaria, ayuntamiento popular y batallon de voluntarios y hasta en el mesmo Clus, si a mano viene, y quién echó a puntapiés la tiranía de aquí, y trajo todos esos amenículos de la libertad! ¡Viva la libertad! ¡Que salgan al frente esos otros candidatos que han de hacerme la guerra, y no tienen en el orbe del distrito el valor de dos anfileres ni el arraigo personal! ¡Que presenten su por qué, como yo presento el mío!...

«Pues évate para el dia de mañana: Si por los ufragios que me deis llego a entrar en las Cortes, por darvos gusto votaré yo hasta los imposibles. Por supuesto, nada de quintas, nada de curas, nada de Papa; nada de Rey, nada de enseñanza, nada de mortalización, nada de hipotecas, nada de comercio, nada de trabajo, nada de garrote vil y nada de contribución. ¡Abajo con ello! y ¡Viva la libertad! El que sea más listo, que más agarre, y buen provecho le haga, que por eso los dedos de la mano no son iguales.

«Item. —Me comprometo a no pedir sustipendios nacionales, si no es para los liberales de esta vecindad y otros que me voten con el sufragio; pues bien se lo merecen si triunfamos».

«Item. —A la vera del Gobierno seré un precurador constante de todo el redondel de la provincia, y esto no es decir en vano para los que saben bien lo que yo soy tocante a emportuno y osequioso.

«Item. —Soy recio de voz, resisto hora y media en puro grito, y sé de memoria dos pedriques liberales que no tienen vuelta, aunque les haga la contra el sécula sinfinito.

«Item y finalmente. Por todos estos trabajos no admitiré sustipendio de arancel, sino lo que buenamente quiera gratificar la fineza de los interesados.

«¿Vos convengo así? Pues, en otro caso, pedir sin cortedad, que yo a todo me allano. Y si no vos satisfacen promesas, también me comprometo a firmar un papel en que costen las mías, y a comérmele en el día de mañana si falto a ellas. —En todas las maneras, no vos aceleréis, y fijarvos bien en lo que semos unos y otros; Con hombres como yo, triunfaremos; con los otros, nos perdimos.

«Al consiguiente de ello quiero que coste, y así lo firmo con esta fecha, presente el secretario letrado, hijo mio, que dará fé si hace falta.


«Coteruco de la Libertad, Diciembre de 1868.


Publicado el 22 de octubre de 2018 por Edu Robsy.
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