La Lima de los Deseos

José María de Pereda


Cuento


Apuntes de mi cartera


Apenas un asomo de razón iluminó las obscuridades de su cerebro, ya vieron sus ojos obstáculos mortificantes, y sintió en su corazón el ansia de librarse de ellos. El silabario fue su pesadilla, porque envidiaba a los que leían «en Fleury» y escribían «de palotes»; llegó a hacerlos, y le desazonaba la experta mano que guiaba a la suya, débil y torpe; escribió solo, y maldijo del método que le obligaba a trazar las letras a pulso entre líneas paralelas; escribió después libre y suelto sobre la blanca superficie del papel, y le quitaron el sueño las lecciones de memoria, los primeros problemas de la Aritmética, la vigilancia de la niñera que le acompañaba en sus ratos de huelga en plazas y paseos; y deseó con ansia llegar a esa edad en que termina la fastidiosa tutela de los rodrigones, y comienza el niño a campar por sus respetos.

También llegó pronto esa edad, porque el tiempo vuela; y le cambiaron los bombachos cortos por los calzones de largas perneras, la holgada blusa por la tirana chaqueta, y el birretillo gracioso por el empedernido sombrero; atáronle con una correa muchos libros, en latín los más divertidos de ellos, imponiéndosele la obligación de estudiar un poco de cada cosa todos los días, bajo la férula de otros tantos profesores, a cual más huraño y desabrido; y desde aquel momento empezó a envidiar la suerte del estudiante de Universidad, que no necesitaba esclavizar los bríos de su temperamento a la engorrosa e inalterable ley de los declinados y de las conjugaciones; que era mozo con barbas y fumaba sin esconder el cigarrillo tras de cada chupada; que vestía como un caballero, viajaba solo y vivía en completa libertad. Entre tanto, cada hora de cátedra le parecía un año de cadena, cada examen le ponía fuera de quicio, y el peso de las lecciones pendientes le amargaban los pocos ratos que le quedaban libres para jugar al bote en las aceras y al marro en las plazas públicas.

Así fueron corriendo los años de su bachillerato, años que le parecieron siglos en su afán de que pasaran pronto, y también llegó a la Universidad. Para entonces ya le negreaba el bozo en la cara; y como era un mozalbete hecho y derecho, comenzaban a dilatarse, arrebolados y primaverales, los horizontes de su fantasía; el corazón palpitaba de regocijo en su pecho, rebosaba de vida y de esperanzas, y se anegaba todo su ser en un golfo de delicias, sin fondo, sin riberas y sin tempestades. Pero tenía este mar un escollo, uno no más, contra el cual se estrellaba él en cuantos rumbos le trazaban sus inquietas imaginaciones: la Universidad misma, su condición de estudiante con las horas fijas de cátedra, su escasez de dinero y de levitas, su falta de verdadera independencia. ¿Qué era él, en substancia, a la sazón? Entre los hombres, un niño; entre los niños, un hombre; es decir, que en todas partes estaba de sobra, fuera de la ley... en todas partes, menos en la Universidad: precisamente donde él no quería estar. De modo que todos sus «ideales» se realizaban fuera de la región en que el deber y la edad le colocaban... ¡Ah! la borla, ¡la borla! ¡Cuándo la ostentaría en sus sienes! ¡La borla era la libertad, la independencia, el carácter, la verdadera carta de ciudadanía! La borla en sus sienes era tener barbas, ser hombre, hablar en público, escribir, ser actor principal en la escena del mundo, adquirir fama, gloria quizás; de seguro, riquezas.

Y llegó también el día de ceñirse la borla, tras de muchos cursos ganados sabe Dios cómo, y sin haber pegado todas sus cuentas al sastre; pero pasando las penas del Purgatorio, para que en tan largo número de años no conociera su padre los apuros de su vida.

Doctor yo no sé en qué, tampoco en esta nueva jerarquía encontró lo que en ella había creído vislumbrar desde lejos. Desvanecíase su persona en la confusión de otros mil doctores de la propia ralea, y hasta observaba que no eran los más favorecidos por el aura popular los que tenían mayores merecimientos, sino mejores padrinos; ni éstos los más venturosos, puesto que cada altura que ganaban de un salto sólo les servía para codiciar con dobladas ansias otra mayor. Mortificábale esta invencible contrariedad de su carrera, y no resultaba, por ende, aquel punto el que le satisfacía para detenerse y acampar en él hasta el fin de su vida, colmadas ya sus ambiciones, y muertos, o apaciguados siquiera, sus deseos. Molestábale también aquel vivir entre fárragos insubstanciales, que no podía barrer de su pupitre, porque ellos eran su pan y su vestido; fárragos acumulados por el movimiento maquinal de su cerebro de doctor, no producto de la febril ebullición de su fantasía, que le arrastraba en bien distintas direcciones. Hastiábale, asimismo, la soledad en que vivía dentro de su propio hogar, y suspiraba echando de menos, para estímulo en su trabajo y consuelo en su fatiga, el afecto noble y generoso de la compañera elegida por el corazón, y por Dios otorgada y bendecida. ¡Venturoso instante aquél en que éstos sus deseos llegaran a realizarse! ¿A qué más afanes ya ni más intentos?

Y llegó pronto el suspirado «mañana». Pero los insaciables deseos no callaron. Faltaba algo en el cuadro de su felicidad; algo que es en el hogar doméstico lo que la brisa y los pájaros en el bosque: armonías y regocijo. Faltaban esos angelitos con ojos azules, húmedos labios y dorados rizos... Y también vinieron, según los días y los años fueron corriendo; vinieron lanzando el primer vagido antes de abrir los ojos, especie de protesta que exhala el alma, aliento de Dios, al sentir el contacto de la tierra, montón de barro de maldades. Pero los tiernos seres sólo eran ángeles en la figura; y cogían indigestiones, y padecían tos ferina y sarampión, y un soplo de aire frío los ponía a morir. La estadística acusaba una cifra espantosa de víctimas a aquella edad. ¡Qué pena cuando enfermaban! ¡Qué horrible pensamiento el de que podían morirse, cuando le asaltaban por todas partes, y le comían a besos, y le registraban los bolsillos, y le aturdían con sus preguntas sin fin en una lengua cuya gramática sólo conocen los padres!

¡Años!, ¡más años!... Que pasaran los años era su anhelo incesante, para que aquellas tiernas existencias, con mayor desarrollo, corrieran menos peligros. Además, ¿no es cada niño un problema que ha de resolver el tiempo? Y ¿qué curiosidad más lícita que la que siente un padre por conocer esa solución? ¿Qué llegará a ser aquel inocente que se aflige por la rotura de su juguete, y ríe como un loco con la mosca que se estrella contra los vidrios del balcón, imagen fiel de la razón sin guía? ¡Y qué cosas ven los padres en esas contemplaciones, a la luz de su amor y de sus deseos! ¡Qué figuras, qué cuadros se pintan en el lienzo de su fantasía!... Poetas ilustres, sabios ingenieros, invictos generales, tribunos arrebatadores... tal vez el arte glorificado, la ciencia transformada, la patria engrandecida... porque todo ello puede ser obra del hombre, y para estas aristocracias del genio no hay cuna de preferencia; y no habiéndola, ¿por qué no ha de soñarla cada padre en la de sus hijos? Verdad que tampoco la hay para los monstruos del crimen; pero Dios no ha querido dar a los padres la espantosa tortura de poder imaginarse en el inocente ser que acaricia sobre sus rodillas, al héroe del presidio o a la presa del verdugo. ¡Que vuelen, pues, las horas y los años! ¡que se aclare el misterio! ¡que se resuelva el problema!

Y voló el tiempo, y el niño inocente llegó a muchacho revoltoso, y el muchacho se hizo mozalbete presumido, y el mozalbete se transformó en hombre barbado; y en cada una de estas fases o etapas de su vida se iban retratando otras iguales de la vida de su padre, cuyos deseos, lejos de apaciguarse, a la edad de las abnegaciones y de los desengaños, crecían y se multiplicaban, porque vivía por todos y para todos y cada uno de sus hijos; y los cuidados y los afanes de éstos eran sus propios afanes y cuidados... hasta que un día, al tender la vista en su derredor, se vio solo, ¡solo en su hogar! Unos muertos, otros ausentes... ¡nadie quedaba allí ya!... nadie más que él, con la carga de su vejez y de sus achaques.

Corto, muy corto, resbaladizo y pendiente era el camino que le restaba, y aún le parecía que era lento su andar y que el tiempo no corría bastante; aún esperaba «mañana» el alivio de sus dolores y el calmante de sus pesadumbres. Débil filamento es ya lo que antes fue árbol robusto de su vida; y aun sin cesar, le muerde y le adelgaza con la lima de sus deseos implacables; y sólo cesa en él el ansia de otra cosa, cuando con el último suspiro de la vida se desprende el alma de la grosera envoltura que la ha ligado a la tierra, y libre y purificada con la resignación y el martirio, vuela a su verdadera Patria, donde el tiempo no corre, ni la luz se extingue, ni la dicha se acaba.

Tal fue, a grandes rasgos, su vida. Supla cada cual con sus recuerdos y su experiencia los detalles que faltan en el cuadro; los mezquinos, prosáicos deseos de cada instante; desde la bota que oprime, y el trabajo que fatiga, y el calor que sofoca, y el frío que entumece, hasta el festín que se aguarda, o el ascenso o el alivio o el mendrugo que se esperan. ¡Siempre el deseo empujando! ¡Siempre la lima mordiendo! Siempre, en fin, el alma, como desterrada en el mundo, ansiando por salir de él. No es otra la enfermedad que acusan nuestros deseos incesantes y nunca satisfechos: la nostalgia de la patria. ¡Lástima que no paren mientes en ello los sabios que han dado en engreirse con su ilustre progenie de gorilas y chimpancés! ¡Si al menos, y en virtud de su descubrimiento prodigioso, se vieran sanos de la enfermedad de los deseos! Pero ¿dónde los hay más insaciables que entre las luchas de la soberbia, engendrada por los impulsos de una razón sin trabas ni cortapisas?

Los hasta aquí trazados, son rasgos de la vida, digámoslo así, del hombre bueno; el cual, con serlo y todo, jamás encontró en ella un punto de perfecto reposo, ni nunca hizo jornada que, al terminarla, deseara no pasar de allí. Pues fíjese un poco la atención, para completar el cuadro, en esas regiones sombrías donde la inteligencia se atrofia y el corazón se corrompe; donde el vicio es la ley, y la miseria se impone con sus negros atributos de ignorancia, de envidias y de rencores. ¿Quién es capaz de medir el empuje y la velocidad vertiginosa de aquellos deseos? Ya no son lima que muerde en aquellas vidas agitadas: son, a un mismo tiempo, huracán que arrasa y precipita, y fuego que devora.

¿Qué es, pues, en substancia, esto que llamamos vivir? ¿Qué tesoro es ese, por cuya guarda tantas injusticias y tantas maldades se cometen en la tierra? ¿A qué queda reducido el espacio comprendido entre el recuerdo de lo último, ya pasado, y el primer deseo de otra cosa mejor?

Es posible que fueran muy otros los rumbos y el andar de los pueblos, si los hombres tuviéramos, ya que no alientos para vencer nuestras nativas debilidades, ojos, siquiera, para conocerlas y valor para confesarlas.


1900.


Publicado el 18 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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