La Mujer del César

José María de Pereda


Novela corta



I

No se necesitaba ser un gran fisonomista para comprender, por la cara de un hombre que recorría a cortos pasos la calle de Carretas de Madrid, en una mañana de enero, que aquel hombre se aburría soberanamente; y bastaba reparar un instante en el corte atrasadillo de su vestido, chillón y desentonado, para conocer que el tal sujeto no solamente no era madrileño, pero ni siquiera provinciano de ciudad. Sin embargo, ni de su aire ni de su rostro podía deducirse que fuera un palurdo. Era alto, bien proporcionado y garboso, y se fijaba en personas y en objetos, no con el afán del aldeano que de todo se asombra, sino con la curiosidad del que encuentra lo que, en su concepto, es natural que se encuentre en el sitio que recorre, por más que le sea desconocido.

Praderas de terciopelo, bosques frondosos, arroyos y cascadas, rocas y flores, eran las galas de su país. Nada más natural que fuesen las grandes vidrieras y los caprichos de las artes suntuarias el especial ornamento de la capital de España, centro del lujo, de la galantería y de los grandes vicios de toda la nación.

Este personaje, que debía llevar ya largas horas vagando por las aceras que comenzaban a poblarse de gente, miraba con impaciencia su reloj de plata, bostezaba, requería los anchos extremos de la bufanda con que se abrigaba el cuello, y tan pronto retrocedía indeciso como avanzaba resuelto.

En una de éstas, bajó a la Puerta del Sol y comenzó a mirar en todas direcciones, como quien se halla en un país enteramente desconocido. Al cabo, preguntando a unos y consultando a otros, llegó a la calle del Príncipe y entró en un espacioso portal, cuya elegante escalera subió rápido. Llamó a la puerta del primer piso, y atravesando alfombrados corredores con la desenvoltura propia del que ni los envidia ni los necesita, llegó a un ancho salón cubierto de maravillas de lujo, y allí se detuvo, vacilante, unos momentos. El silencio que reinaba en la habitación y la escasa luz que penetraba por los pesados cortinajes, cortaron evidentemente sus bríos.

En tal situación de ánimo, se dejó caer en una butaca, junto a un velador sobrecargado de dijes y papeles.

Mientras manoseaba maquinalmente algunos de éstos, comenzó a recorrer la estancia con la vista, más avezada ya a la oscuridad que le envolvía...

Y aquí caigo yo en la cuenta de que voy dando a este mozo cierto aire siniestramente misterioso, que así cuadra a su carácter como a un santo una pistola, y de que esto me obliga a poner las cosas en su punto antes que las sospechas del lector lleguen adonde no deben de llegar.

Al efecto, con esa virtud maravillosa, inherente al novelista libre, voy a hacer que mi hombre piense recio; recurso precioso que ha engendrado el monólogo y el aparte en el teatro, merced a lo cual se entera del más recóndito pensamiento de un personaje el espectador más sordo, sin que de él se percaten sus más inmediatos interlocutores.

Y manoseando papeles el de la bufanda, cayéronsele dos al suelo; y cediendo a esa tentación que no es propia exclusivamente de las mujeres, sino también de los hombres cuando nadie los ve, después de recogerlos sobre la alfombra leyó en uno de ellos:

—...»Por un aderezo de oro y perlas... ea... tor... ce mil... «¡Qué barbaridad!

Y luego en el otro:

—...»Por dos cortes de vestido... siete mil cuatrocien... «¡Ave María Purísima!

(Esto ya lo dijo plegando las cuentas y dejándolas sobre el velador): —He aquí dos despilfarros que harían feliz a una familia pobre... ¡Desventurado Carlos! A este paso no te bastan las minas del Potosí.

Después volvió a pasear su vista por la habitación.

—Naturalmente —pensó—: a tal templo, tales vestiduras... ¡Y si fuera esto solo! —continuó, llevando sus meditaciones a otra parte—; ¡si fuera esto solo lo que me hormiguea en el alma! Pero anoche, aquellas horas de venir a casa, sola, peor que sola, con ese mequetrefe extraño... su intimidad con él; la indiferencia de ambos hacia el marido... la impasibilidad de éste... ¿Podrá llegar la moda a justificar tales hechos?... De todas maneras, Carlos no es tonto; yo no he tenido tiempo de hablar con él todavía... En fin, ello dirá —exclamó muy recio, levantándose y mirando su reloj—. ¡Canastos! —murmuró—; las diez y media ya, y nadie resuella en esta casa. Pues dígote que andarán bien servidos tus litigantes... Por vida de... ¡Carlos!... ¡Carlitos!... (Esto lo gritaba acercándose a una de las puertas inmediatas.)

Entonces, bajo las colgaduras que la asombraban, apareció, envuelto en perezosa bata, un hombre de regular estatura, de rostro bello, aunque muy pálido y ojeroso, coronado por una frente ancha y bien delineada, sobre la que caían, en elegante y natural desorden, algunos mechones de cabellos negros y lustrosos.

—¡Querido Ramón! —exclamó tendiendo los brazos al que le llamaba.

—¡Acabaras de levantarte, caramba! —dijo el llamado Ramón, correspondiendo con igual expresión de cariño.

—¡Cómo qué!... Si hace dos horas que estoy en mi despacho.

—Pero durmiendo.

—Alegando, si te parece.

—Que para el caso es igual; porque si tú no dormías, dormiría Isabel.

—Eso sí que no lo sé.

—¿Cómo que no lo sabes?

—Como que duerme ahí en frente, y a las horas que mejor le parecen.

—Y viva la autonomía, como ahora se dice. Pues, hombre, sábete que por respetos a ella no entré a sacarte de entre sábanas. Figúrate que me levanté a las siete, porque la cama nueva, aunque sea de blandas plumas, siempre se extraña, además de que yo soy, por hábito, madrugador; en seguida me eché a la calle, y he recorrido la mayor parte de las de la capital, y me he extraviado en la mitad de ellas; he visto cuanto puede verse de balde en Madrid, en tres horas de incesante movimiento; me he aburrido mucho; he vuelto a casa... y aquí me tienes —añadió Ramón, mirando con extraña curiosidad la cara de su interlocutor.

—¡Pobre montañesuco! —exclamó Carlos riendo—; ¿con que no te divierte Madrid por la mañana?

—Ni tampoco por la noche —respondió Ramón intencionalmente, buscando nuevos puntos de vista a la cara de Carlos.

—Ya se ve, como no se parece a nuestro pueblo...

—Por desgracia...

—Pero, ¿qué diablos miras con tanto empeño? —preguntó Carlos, chocándole la curiosidad de Ramón.

—¿Quieres hacerme el favor —replicó éste muy serio—, de abrir una de esas vidrieras que dan a la calle?

—¿Para qué?...

—Para que entre la luz... No me arreglo bien con las medias tintas.

Carlos complació a Ramón, y volvió a sentarse a su lado. Entonces éste, aprovechándose de la claridad que inundaba la sala, miró a su sabor la cara del primero, y no pudo reprimir un movimiento de sorpresa.

—Carlos —exclamó alarmado—, anoche, medio aturdido aún con el zarandeo del viaje, y a la luz artificial, no pude darme cuenta de tu fisonomía; pero ahora veo por ella... que no estás bueno...

—¡Ave María! —respondió Carlos esforzándose por sonreír—. Te ciega tu cariño de hermano.

—No, ¡vive Dios!... Y es que sin duda trabajas demasiado.

—Te aseguro que me sobra salud.

—Yo insisto en que te falta mucha de la que tenías. Mira, Carlos, que en la posición que ocupas, jamás te perdonaría, ni tampoco Dios, que te afanases por ahorrar algunos maravedís... Verdad es que gastas largo y tendido; pero tu mujer es rica.

—Y en tu concepto, ¿esa razón me excusa de trabajar?

—De matarte trabajando, sí... Y ¡qué diablo! en último caso, ¿no vales tú medio Madrid, cuanto más una millonaria?... Nada, chico, date vida de canónigo, ya que puedes, que de soltero bien sudaste el pan que comiste... Y cuenta que esto mismo respondí a nuestro tío Pablo no ha muchos días, cuando me dijo: «Desengáñate, Ramón, Carlos hizo la gran jugada del siglo.»

—¡Eso dijo! —repuso Carlos con gesto de mal reprimido disgusto—. ¡Cuántos, Ramón, dirán aquí otro tanto al verme pasar! ¡Y te extraña que trabaje como si lo necesitara para comer!

—Luego trabajas mucho.

—Trabajo mucho, sí... ¿A qué negártelo? —contestó Carlos con decisión—. Trabajo —continuó con aire de lícito orgullo—, cuanto necesito para sostener mi casa a la altura en que la ves.

—¿Y también los gastos de tu mujer salen de ese trabajo? —preguntó Ramón, quizá recordando las dos consabidas cuentas.

—También —respondió Carlos—, y en ello fundo mi mayor satisfacción.

—¡Alma de Dios!... Tú te estás matando... Y ¿por qué?... ¡Voto al!... No, señor, eso no es justo... ni siquiera decente. Tú, tan honrado, tan caballero, trabajando diez años hasta adquirir un nombre que es hoy la gloria del Foro español, ¿no has de tener derecho para descansar al amparo de ese mismo dinero que has ganado, y de lo que, por ser de tu mujer, es tuyo legítimamente?

—No conoces, Ramón, la villana condición de las gentes, ni sabes hasta qué punto soy yo aprensivo —repuso Carlos con cierta amargura—. Además —añadió con repugnancia—, el diablo no sosiega; y si un día, entregado yo a la holganza, imbuyera en Isabel esa idea...

—¡Cómo!

—¡Oh! yo nada sospecho —se apresuró a decir éste—; al contrario, Isabel es la bondad misma; pero quiero ponerme en todos los casos y vivir prevenido. Además, el trabajo me es indispensable... la ociosidad me enerva.

—¿Y sabe ella todo eso?

—Si lo supiera no lo consentiría... ¡Pero de todo te pasmas, hombre! —añadió Carlos, fingiendo una admiración que estaba muy lejos de sentir.

—No es extraño —dijo con sorna Ramón—. Soy nuevo en Madrid y vengo de nuestra aldea... Por eso, si mis preguntas te ofenden, perdona mi franqueza ruda, pero leal, y me callo como un muerto.

—¿También sensible? —se apresuró a decir Carlos en el tono más afable que pudo, creyendo haber ofendido la cariñosa sinceridad de su hermano—. ¿De cuándo acá necesitas tú mi autorización para sondearme la conciencia?

—Pues entonces, prosigo —dijo Ramón con la mayor formalidad—. ¿Quién administra los bienes de Isabel?

—¿Quién ha de administrarlos sino yo?

—Claro; y ella creerá que todas sus rentas se consumen.

—Jamás trató de averiguarlo.

—¿Y en qué las empleas?

—En cuanto puede dar un producto fijo y seguro.

—Ahorrar para el diablo.

—No tal.

—¡Más claro!...

—¿Quién te dice que mañana?...

—Por ejemplo, un heredero...

—¿Y por qué no? Verás entonces cómo las circunstancias varían.

—En fin, quédese este punto para mejor ocasión, y pasemos a otro. ¿Eres feliz?

—¡Qué pregunta!... Sí lo soy...

—¿No te aturde el ruido del gran mundo?

—No le oigo desde aquí.

—Es verdad. Pues a tu mujer la embriaga.

—Como que es su elemento.

—Y esa divergencia de gustos ¿no te desazona siquiera?

—Como ella vive con el suyo y yo con el mío...

—¡Extraña conformidad! Pero ¿no sería preferible que tu mujer se amoldase a tus costumbres?

—Y ¿por qué no he de amoldarme yo a las suyas?

—Porque no es eso lo que Dios manda, sino lo otro.

—Según y conforme. En el presente caso, se trata de una mujer joven, hermosa, nacida, como quien dice, en el gran mundo, unida a un pobre segundón de la Montaña, abogado sin porvenir...

—No hoy ¡vive Dios! que lo que más te sobra es la buena fama.

—Gracias al apoyo que me prestó aquel hombre generoso...

—Poco a poco, y vamos a ajustar bien esa cuenta. El padre de Isabel, parte de cuya reputación, en sus últimos años, se la dio la inteligencia, el talento... sí, señor, el talento de su joven pasante, tuvo al morir el deseo, más que el deseo, el empeño de que Isabel, su hija y única heredera de su inmensa fortuna, se casara contigo.

—Por lo mismo —dijo Carlos, con menos entereza de la que aparentaba—, Isabel es para mí una prenda sagrada, un santo recuerdo de tan noble protector. Además, entre Isabel y yo no existía una pasión, ni mucho menos: yo acepté su mano con más reconocimiento que amor, y ella la mía sin repugnancia, hasta de buena gana; pero nada más.

—¿Y qué quieres decirme con eso? —repuso con vehemencia Ramón—; ¿que no tienes derecho alguno sobre tu propia mujer? ¿Que no es su honra la tuya?

—Líbreme Dios de pensarlo —respondió Carlos visiblemente contrariado con el rumbo que tomaba el interrogatorio—. Pero Isabel es buena, es honrada, me profesa hoy un cariño arraigadísimo; tengo, en fin, completa confianza en su virtud, y no puedo, no debo separarla de ese elemento en que se ha educado, y por lo cual no la daña.

—¿Y si la dañara?

—¡Ramón!

—Antes me has dicho que quieres vivir prevenido.

—Es cierto; pero hay asuntos de tal delicadeza...

—Corriente: respetemos esos asuntos frágiles; pero dime en conciencia, ¿no es verdad que viviendo ambos en perfecto acuerdo, con respecto a gustos y a costumbres, seríais mucho más felices?

—¡Quién lo duda?

—Pues tratad de vivir así.

—Es peligroso el intentarlo, porque para ajustarse al gusto del uno, tiene que violentarse el otro... Además que, como te he dicho, cabe también la felicidad en nuestro actual sistema de vida.

—Lo creo; pero no lo comprendo.

—Porque para juzgar ciertas cosas hay que mirarlas desde la altura conveniente. Desengáñate, Ramón: la vida que tú haces en el pueblo no es la más a propósito para comprender la del gran mundo.

—Podrá ser —replicó Ramón con fingida sinceridad—, que ciertas cosas de por acá no sean en el fondo lo que nos parecen a los rústicos de por allá, y entonces tú estás en lo cierto; pero yo creía que las razones de sentido común tenían la misma fuerza en todas partes.

Evidentemente molestaba mucho a Carlos esta conversación, en la cual cerraba siempre el paso a sus evasivas el buen sentido de su hermano. Así, pues, resuelto a cortarla a todo trance, púsose de pie, y, fingiendo echar a broma el asunto, dijo a Ramón alegremente:

—Ayer viniste a Madrid por primera vez en tu vida, y aún te encuentras desorientado. Deja que lleves algún tiempo más a mi lado, y entonces, con las necesarias luces, aclararemos éste y otros puntos análogos que tan oscuros te parecen hoy. Entre tanto, vamos a dar una vuelta antes de almorzar.

—¡Cómo una vuelta! —dijo Ramón, a quien le dolían las piernas de recorrer las calles.

—Salgo todos los días a estas horas un rato. Tú estás cumplido conmigo, y puedes quedarte en casa si no quieres acompañarme.

—¡Pues no faltaba más! ¿He venido yo a Madrid para eso?

—Entonces aguárdame un instante mientras me visto.

Y con tal objeto, Carlos entró en su habitación.

No le quedaba a Ramón la menor duda, por el interrogatorio a que acababa de someter a su hermano, de que éste y su mujer eran diametralmente opuestos en gustos e inclinaciones; es decir, que se hallaban, según su criterio, de patitas en el sendero por el cual llegan más pronto los matrimonios a tirarse los trastos a la cabeza.

Ramón amaba hasta con delirio a su hermano, y se comprende. Eran, los dos, únicos hijos de un honrado mayorazgo montañés que había muerto con la pena de no dejar una fortuna a cada uno. Ramón, el mayor de los huérfanos, era el más fuerte y más apegado a las cosas del país. Carlos tenía otras inclinaciones y otro tipo: era más idealista y más fino. Como la escasa herencia no bastaba para sostener a los dos hermanos en una posición enteramente desahogada, haciendo el mayor, muy gustoso, un sacrificio, pasó Carlos a Madrid a estudiar una carrera, eligiendo la de abogado, por prestarse mejor a las tendencias de su carácter. Los triunfos obtenidos durante sus estudios recompensaron cumplidamente las privaciones a que Ramón se sometía gustoso en su aldea con objeto de que Carlos viviese con algún desahogo en Madrid. Concluida su carrera, y merced a la brillante fama que dejaba en la universidad, tuvo la fortuna de que le llevara a su lado una celebridad forense que contaba en su avanzada edad casi tantos millones como triunfos ruidosos. Lo demás lo sabe ya el lector. Cuando Ramón tuvo noticia del proyectado enlace de su hermano, poco después de morir su protector, creyó volverse loco de alegría. Sin embargo, no tuvo valor para acceder a las reiteradas instancias de aquél asistiendo a sus bodas. El ruido que barruntaba en ellas no se avenía bien con la patriarcal sencillez de sus costumbres. Prefirió visitar a Carlos más adelante, y así lo hizo, pero tardando año y medio en cumplir su palabra. Llegó a Madrid a las altas horas de la noche, y encontró a su hermano muy atareado en su despacho. Isabel se hallaba en un baile, y cuando vino a casa la acompañaba un joven, extraño a la familia, muy elegante, muy afectuoso con ella, y muy ceremonioso con su marido, que no parecía ni fijarse siquiera en semejante circunstancia. A él le escoció tanto, que le hizo soñar después algunos desatinos; y soñó despierto mucho más, cuando hubo sondeado el espíritu de su hermano en la forma que conocemos. La impasibilidad del rostro de Carlos al recibir a su mujer la noche anterior, ¿era hija de una confianza absoluta, o de una resignación estoica? Lo primero le parecía muy expuesto; lo segundo muy indigno, y ambas hipótesis inadmisibles en un hombre de buen sentido. De todas maneras, lo que estaba presenciando en casa de su hermano no era ni lo que éste merecía, ni lo que él se había imaginado. Por todo lo cual, y después de meditar un rato.

—Se me antoja —pensó—, que mi viaje a Madrid me ha de dar algo que hacer.

En esto Carlos, en traje de calle, apareció a la puerta de su habitación, precisamente al mismo tiempo que entraba Isabel en la sala por la puerta de enfrente.

Todo el adorno de su persona consistía en un blanco sencillo peinador que la envolvía el talle, y el cabello prendido con el más natural abandono. Sin embargo, estaba hermosa en la acepción más legítima de la palabra. La hermosura de Isabel era verdaderamente clásica, hasta el punto de que, por la severidad y corrección de sus formas y proporciones, parecía un mármol griego. Era ligeramente rubia, con ojos que no eran enteramente negros; ojos que, por la firmeza y tranquilidad con que miraban, jamás revelaban el verdadero temple del alma que a ellos se asomaba. Tras una fisonomía como aquélla, lo mismo podía albergarse el fuego de todas las pasiones, que el hielo de todas las indiferencias: todo parecía caber en aquel busto majestuoso, menos la pueril veleidad de femenil coquetería. Y así era, en efecto. Isabel, que había nacido para no ser una mujer vulgar, era por naturaleza refractaria a esas mil frivolidades que forman el encanto de los salones para la inmensa mayoría del bello sexo. Educada en el gran mundo casi desde niña, le amaba porque no conocía otra cosa mejor, y tomaba de él lo que más se adaptaba a su carácter: la ostentación, pero sencilla y sin el menor alarde. Con ese recurso, a faltas de un titulo nobiliario, y sin más ejecutoria que su belleza y su elegancia, había conquistado el primer puesto en cuantos salones frecuentaba, que eran cabalmente los más aristocráticos de Madrid. Que tuvo aduladores y apasionados, aun después de casada no hay para qué decirlo. Mas como ninguno de ellos logró siquiera hacerla meditar un solo instante, no se cuidó de observar el efecto que en ellos causaban sus desdenes. Tomaba del mundo lo bueno con lo malo; y lo malo era, en su concepto, entre otras plagas, la de esos hombres tenazmente conquistadores. Juzgábalos, en fin, como una molestia necesaria, pero no temible: deshacíase de ellos como de las moscas en verano, y nada más. —Bueno es que consten estos ligeros apuntes en honra y gloria de Isabel.— Pero ésta era mujer al cabo, y como tal, o mejor dicho, como de la falsa madera humana, no podía menos de ser débil por alguna veta; y la veta de Isabel era la ostentación, que ya hemos dicho que constituía el único o el mayor atractivo que parecía ofrecerle el gran mundo: por lo tanto, esta mujer, que no se curaba jamás de los admiradores que pudieran quemar incienso en los altares de otras bellezas; que veía impasible y desdeñosa pasar a su lado intrigas amorosas, rencillas de etiqueta y otras menudencias análogas, no podía prescindir de echar una mirada de curiosidad al talle, al cabello o al vestido de la más apuesta dama que se permitiera la osadía de aspirar a igualarse con ella en lujo, o en novedad siquiera, ya que no en elegancia. Yo les aseguro a ustedes que, aunque ella jamás provocaba la lucha, una derrota en este terreno, si no la desesperaba ni la desconcertaba, porque al cabo tenía talento, cuando menos la hacía meditar mucho. Es preciso que conste bien esta otra circunstancia porque no se juzgue como impropio de su carácter algo que más tarde pueda ocurrir a nuestra heroína. Por de pronto, es segurísimo que, sin una preocupación por el estilo, no hubiera madrugado tanto como madrugó en la ocasión en que acabamos de verla aparecer a la puerta de su gabinete; madrugada que llenó de asombro a su marido, porque no acostumbraba a verla levantada hasta la hora de almorzar.

—Os he sentido hablar aquí —dijo Isabel respondiendo al saludo de Ramón y a la exclamación de sorpresa de Carlos—, y he salido a saludaros. Y usted —añadió dirigiéndose a Ramón con deliciosa afabilidad—, ¿no ha extrañado la cama?

—¡Extrañar!... —respondió Ramón, verdaderamente encantado ante los atractivos de su cuñada—. Con salud, conciencia tranquila y larga jornada, duermo yo sobre un pedernal, cuanto más sobre mullidos colchones.

—Y tú, Carlos, ¿cómo estás?

—¿Yo?... perfectísimamente —respondió éste esforzándose por sonreír.

—Protesto —interrumpió Ramón, dispuesto a aprovechar aquella coyuntura que se le ofrecía para entrar en materia.

—¿Cómo es eso? —dijo Isabel sorprendida.

—Ha de saber usted, Isabel —continuó su cuñado...

—Poco a poco —interrumpió Carlos a su vez, con notoria intención de cambiar de asunto—, ese usted no pasa delante de mí. ¿No sois hermanos? Pues tú por tú como Dios manda.

—Aceptado desde luego —dijo Isabel alegremente.

—¿Sí? —añadió Ramón, haciendo una pirueta—; pues a llano no me echa nadie la pata. Y en prueba de ello prosigo diciendo que te decía, Isabel, que Carlos...

—Que no decías nada, o que no sabías lo que decías —interrumpió precipitadamente Carlos—, porque nos vamos en seguida. Repara que Isabel aún no se ha vestido, que es ya muy tarde y que, si hemos de almorzar hoy después de pasear, no tenemos tiempo que perder.

—Te veo —pensó Ramón.

—¿Ibais a salir, quizá? —preguntó Isabel.

—Estábamos ya en marcha, como quien dice —respondió Carlos, empujando a Ramón hacia la puerta.

—Pues andad, que luego hablaremos... digo, si no es tan grave el asunto que no admita dilación —repuso Isabel, mirando con sonrisa burlona a su cuñado.

—¡Bah! gravísimo —dijo Carlos.

—¿Crees que no? —le contestó Ramón muy serio.

Carlos soltó una carcajada.

—Corriente, hombre —dijo Ramón encogiéndose de hombros y apretando el nudo de su bufanda—. Pues en el cuerpo no se me ha de pudrir —añadió por lo bajo. Y continuó en alta voz—: Conque, en marcha; pero quedamos Isabel y yo, en que...

II

Dos nuevos personajes que van a entrar en escena, exigen de mi escrupulosidad algunas palabras que los den a conocer previamente. Son personas de calidad, y á tout seigneur, tout honneur.

Refiérome al marqués y a la marquesa del Azulejo, que habitaban el cuarto segundo de la casa en que nos hallamos con el cuento.

El marqués, que lo era por derecho propio, rayaba en los cincuenta eneros, pues me consta que no eran abriles, y era todo lo orondo, cepillado, bruñido, risueño y perfumado que puede ser un aristócrata que vive de sus rentas, no escasas, y que no tiene nada que hacer... Digo mal: este marqués tenía una obligación de pura vanidad, merced a lo que daba por bien empleada la sujeción a que le condenaba de vez en cuando su cumplimiento.

Era en Palacio yo no sé qué cosa muy honorífica, a manera de sac-ancos: ello es que le valía el derecho de gastar su poco de tricornio y aun sus remedos de espadín, amén de la indispensable bordada casaca, los días de gran ceremonia en la corte. La marquesa, que, antes de serlo por su casamiento, no pasaba de ser una infanzona tronada con amagos de hambrienta, no era mucho más joven que su marido, y como él se conservaba, aunque con el auxilio de ciertas mistificaciones, rechoncha y bien parecida. Los gacetilleros de la prensa elegante, la llamaban «deliciosa» y «confortable»; pero la verdad es que no pasaba esta señora de ser una jamona bien conservada, hablando en vulgo neto. Eran, en suma, el marqués y la marquesa, tal para cual, por lo que hace a figura. Con respecto a genio, ya variaba el asunto. El marqués era dúctil, bonachón, incapaz de enfadarse... todo «un nazareno»; la marquesa era impresionable, hasta vidriosa, tornadiza y exigente.

Por eso, siempre que estaban juntos más de media hora, reñían; es decir, reñía la marquesa. El marqués atribuía estas incongruencias de carácter a la falta de un vástago que hubiera dado un poco de atractivo constante al hogar doméstico, pues es de saber que el tal matrimonio, a este respecto, había sido tenazmente infecundo. Debo hacer una salvedad, sin embargo. De recién casada la marquesa, dio a luz un heredero; pero se puso tan nerviosa con el lance, y llegaron a serle tan insoportables los jipidos de la criatura, que hubo necesidad de echar a ésta de casa y encomendarla a los cuidados de una aldeana.

A los dos meses de hallarse el niño en el campo, fue un día a Madrid la nodriza con las ropas del ángel de Dios, diciendo que éste se había largado al otro mundo de un hartazgo... y que allí estaba aquello. La marquesa soltó un grito de sorpresa y un par de onzas de propina para la nodriza; recogió el hatillo como un recuerdo, y no tuvo el lance más consecuencias... ni el marqués más herederos.

Firme éste en sus propósitos de no fomentar con sus indiscutibles derechos domésticas desavenencias, había ido cediéndolos de tal manera, que hasta su propia personalidad había quedado absorbida en la de su mujer, para los efectos ordinarios del trato social. Llamábanle en el mundo el de la Azulejo, y este mote afrentoso le califica mejor que cuanto yo pudiera decir, sabiendo, como ya saben ustedes, que el titulo nobiliario era suyo y no de su mujer.

Pero todas estas abdicaciones importaban un rábano al santo varón, porque al precio de ellas le era lícito entregarse de lleno a la satisfacción de todos sus caprichos y pasiones.

¡Y qué pasiones las del señor marqués!

¡Y qué calaveradas!

Algo más graves eran las que se contaban de la marquesa, pero yo nunca las creí. Tenían un encanto especial para ella los hombres de moda, y le gustaba atraerlos a su lado, por pura vanidad solamente. En cuanto al afán con que seguía sus pasos cuando de ella se separaban para quemar incienso en otros altares, nada más inocente en un carácter como el de la marquesa, cuyo flaco era la curiosidad llevada a la exageración.

Y precisa era la más refinada mala fe para juzgarla de otro modo, cuando era notorio que, a los pocos año-e casada, su verdadera pasión fue la mística. Frecuentaba los templos; pedía a las puertas de ellos para todas las comunidades y asociaciones religiosas habidas y por haber; protegía las casas de Beneficencia; paseaba con las Hermanas de la Caridad, y enseñaba la doctrina a los niños de la Inclusa. Todo, por supuesto, sin perjuicio de sus obligaciones mundanas, pues no estaba reñido, como ella decía, el trato de Dios con el trato del mundo.

Mas acá sufrió un cambio bastante notable su modo de ver esas cosas. Quizá para la esfera en que habitaba no fuera del mejor gusto su exagerado misticismo; yo no lo sé, pero es lo cierto que de repente, dejando algunos de sus rezos públicos y sin romper por completo con la caridad de Dios, entregóse de lleno a la filantropía. Ingresó en varias asociaciones de este jaez, y, por último, fue miembra de una consagrada exclusivamente a la regeneración social de la doncella menesterosa, cargo en el cual la encontramos nosotros, alcanzando señaladas victorias y dedicándole lo mejor de su tiempo.

Congratulábase el marqués de ver a su mujer tan bien entretenida, -ólo le pedía a Dios que apartase de ella el demonio de la curiosidad, que era el que le obligaba a él muchas veces a andar hecho un zarandillo averiguando vidas ajenas para satisfacer un antojo que, después de todo, para nada servía a su mujer, puesto que se trataba de tal cual calavera que sólo a Dios debía las cuentas de su conciencia. Lamentábase también de este defecto, porque a menudo le acarreaba inesperados trastornos en su vida íntima, en la cual se dejaba sentir el consejo caprichoso del último extraño, antes que el suyo propio.

Curiosa la marquesa por carácter, y ya en segunda fila por edad, es excusado decir que las mujeres que más brillaban en los salones que ella frecuentaba eran el objeto preferente de su curiosidad. Y como Isabel brillaba sobre todas, Isabel fue la que más le llamó la atención. Por eso se hizo su amiga, y después su vecina, y, por último, su sombra. Con ella iba a todas partes, con ella volvía y en su casa entraba treinta veces al día, si treinta veces pasaba por delante de sus puertas, bajando o subiendo la escalera. Por supuesto que no le ocultaba a Isabel la causa verdadera de aquella adhesión sin ejemplo; pero se reía de ella, la utilizaba en cuanto le era conveniente, y se resignaba gustosa a lo demás. La verdad es que la marquesa, en medio de tantos cuidados, no estaba a gusto en ninguna parte, ni dormía tranquila una sola noche.

La en que llegó Ramón a Madrid fue de las más borrascosas, alcanzándole al marqués no pequeña parte de la borrasca, empujado por la cual fue a dar el apreciable matrimonio al primer piso la mañana siguiente, en el momento mismo en que se disponían a salir Carlos y Ramón, y sin dejar a éste concluir la comenzada frase la estrepitosa locuacidad de la marquesa, que tomó el salón como terreno conquistado.

Hago gracia al lector de aquella granizada de palabras y de otras muchas que fueron su consecuencia; de la cara de vinagre que puso la marquesa cuando supo que un hombre tan ganso como Ramón podía ser cuñado de Isabel, y del pasmo que se apoderó de Ramón al presenciar aquella invasión inesperada.

—¿Y a qué debemos el gusto de ver a ustedes tan temprano honrando esta casa —preguntó Carlos socarronamente cuando más tarde le fue posible hacerse oír.

—Acontecimiento, ¿eh? —respondió el marqués entre burlón y quedo—. ¡Les digo a ustedes que ni lo de Waterlóo!...

—Tan oportuno como siempre —observó la marquesa mirando a su marido con gesto del más soberano desdén—. Para este hombre —continuó—, no hay más asuntos importantes que los suyos.

—Egoísmo de sexo;—dijo Isabel.

—O falta de seso —murmuró Ramón hacia su hermano.

—Pero, en fin, ¿de qué se trata? —volvió a preguntar Carlos—, porque la verdad es que ya se halla vivamente excitada mi curiosidad.

—Señores —respondió la marquesa, tomando cierta actitud parlamentaria—. Se trata de un asunto que, a ser exclusivamente mío, puedo asegurar a ustedes que no me hubiera sacado de casa un minuto antes de lo acostumbrado; pero como entraña intereses de la asociación...

—¡Oiga! —exclamó Ramón muy serio.

—¿Conque de la asociación nada menos? —dijo Carlos.

—De la asociación —le repitió el marqués en tono campanudo, atreviéndose a hinchar los carrillos como si tratara de comerse una carcajada.

—De la asociación, sí, señor —recalcó la marquesa mirando a su marido con ojos de basilisco—. Y ahora, juzguen ustedes —añadió dulcificando la voz y la mirada—, y vean cómo, si bien la patria no peligra por la importancia del suceso, vale éste lo necesario para justificar mi presencia aquí a estas horas.

Diose la marquesa unos golpecitos sobre los labios con su leve pañuelo de batista, y continuó así:

—So pretexto de hallarse enferma y de ser huérfana, una joven de veinte años solicitó nuestro amparo. Tocóme por riguroso turno el despacho de la solicitud; pasé a casa de la solicitante; aprecié sus necesidades; propuse a la Junta los socorros que juzgué necesarios; se aceptó la proposición, y la huérfana los percibió puntualmente por espacio de tres meses. Hace quince días se nos manifestó, por persona competente, que la socorrida compartía la pensión con un amante, de la peor especie. Llamósela; negó los hechos; se instruyó la sumaria en toda regia; resultaron muchos indicios vehementes y no pocas circunstancias agravantes; informó al tenor de ello la fiscala, y la presidenta decretó para hoy la vista del proceso en la sala de audiencias, con toda la solemnidad de reglamento. Ahora bien, yo defiendo a la acusada, y al efecto tengo señalada la palabra para esta tarde a la una; mas como la tramitación ha caminado tan de prisa y no he podido estudiar el asunto a mi placer, voy ahora mismo a la secretaría a dar un repaso al expediente. Conque ¿se van ustedes enterando?

Ramón quedó, no sólo enterado, sino atónito: los demás personajes de la escena, que ya tenían bien conocida a la relatora, la dedicaron un «bravo» de los más estrepitosos.

—Ahora —añadió ésta—, díganme ustedes si el asunto vale bien la pena. Se trata de una denuncia que puede privar a una desvalida de un socorro necesario, o ser causa de que se aplique a otra persona más digna de él; no veo, pues, por qué no se han de depurar los hechos hasta que resulte clara y palpable la verdad.

—La prueba plena —dijo Carlos.

—Justamente. Y de todas maneras, por trivial que sea mi ocupación de hoy, nunca lo sería tanto como la de mi marido. ¿Saben ustedes qué es lo que le saca de casa tan temprano y no le ha dejado conciliar el sueño en toda la noche? Pues la colosal empresa de probar un tronco.

—Poco a poco —dijo el marqués con mucha formalidad—. No negaré que un asunto semejante, en absoluto, no es para desvelar a nadie; pero conviene saber que cuando este nadie soy yo y el tronco es para mis carruajes, el asunto tiene más de tres bemoles. ¿Hoy es viernes? Pues bueno: desde el último lunes llevo probados, comprados, vendidos o cambiados, tres pares de caballos.

—Y ¿por qué esos caprichos? —preguntó Carlos.

—Que se lo diga a usted mi mujer.

—No le hagan ustedes caso —se apresuró a replicar la marquesa—. La verdad es que si él tuviera mejor gusto para comprar...

—Si hubiera más fijeza en los tuyos... —repuso el marqués un poco sulfurado—. Pero en saliendo a la Castellana dos veces con un mismo tronco, ya te aburres de él... digo, te obligan a que te aburras; y esto es lo que a mí me carga.

—¡Cómo es eso! —exclamó Isabel fingiéndose admirada.

—Muy sencillamente —respondió el marqués—. El amiguito de casa, el consabido títere a la moda, el indispensable vizconde del Cierzo, que helado le sople a él, este mequetrefe, digo, que, como ustedes saben, sale con nosotros muy a menudo, tiene la peregrina costumbre de desacreditar mis caballos. Si son alazanes, porque no son negros; si negros, porque no son alazanes; si andaluces, porque no son ingleses; si ingleses, porque no son andaluces... y así hasta el infinito. Pues bien: mi mujer, que en materia de gustos es tornadiza como una veleta, apenas oye al vizconde la emprende conmigo... y adivinen ustedes el resto.

—¡Qué exagerador! —exclamó la marquesa con voz ronca y como tratando de romper el pañuelo entre sus dedos crispados, fingiendo una indignación que estaba muy lejos de sentir.

—Por lo cual —continuó su marido sin hacerla caso—, he resuelto comprar enteramente al gusto del señor vizconde; y por eso, después de haberme comprometido ayer tarde a cambiar dos caballos que compré anteayer, le he citado a mi casa para hoy a fin de que vayamos juntos a la prueba esta misma mañana; pero, como de costumbre, ha faltado a la cita. Mi mujer tenía prisa; el chalán está avisado para dentro de un cuarto de hora, y temiendo que otro me lleve la pareja si no acudo a comprometerla a la hora convenida, dejé en casa recado al vizconde para que vaya a reunirse conmigo... Y aquí me tienen ustedes en marcha. Conque, con franqueza, ¿es empresa de tres al cuarto la que voy a acometer? ¿Está bien justificada mi desazón de anoche?

La marquesa continuaba exagerando su indignación al oír a su marido; Carlos e Isabel se miraban, y Ramón, no pudiendo soportar la calidad de aquellos dos, para él extraños caracteres, excitaba por lo bajo a su hermano a salir cuanto antes a dar el proyectado paseo.

Complacióle Carlos y despidiéronse ambos sin grandes cumplimientos, acompañándolos el marqués y quedándose la marquesa todavía al lado de Isabel «unos instantes» que robaba de buena gana a su defendida, para dedicarlos «al amor entrañable que consagraba a su amiga».

Solas las dos, exclamó la marquesa con grandes aspavientos:

—¿Pero has visto qué marido, Isabel?

—¿El tuyo?

—Me da fatiga su estupidez.

—No sé por qué.

—¡No le oíste?

—¿Lo del vizconde?

—¿Y te parece poco?

—Ríete de ello.

—Sí, cuando pasa entre nosotros; pero ese majadero lo mismo lo cuenta en la Puerta del Sol, o en pleno Casino.

—¿Y qué?

—La maledicencia cunde.

—Teniendo la conciencia tranquila como tú la tienes...

—¡Oh, lo que es eso!... Pero ocurre casualmente que ese hombre ha dado en asediarme con la más pegajosa galantería, y hasta parece que hace ostentación de ello...

—No importa: la virtud siempre triunfa.

—Vamos, Isabel, que si a ti te sucediera... Y a propósito —añadió con el tono de la mayor inocencia—, también a ti te distingue con no escasas atenciones.

—Distinciones bien poco placenteras, por cierto —repuso Isabel ingenuamente.

—¿De veras? —dijo su interlocutora sonriendo maliciosamente.

—¿Y puedes tú creer otra cosa? —respondió Isabel de un modo que impuso a la marquesa.

—Pues anoche no lo creería nadie al veros —se atrevió ésta a insistir.

—Mucho nos mirabas.

—Soy curiosa, ya lo sabes.

—O aprensiva.

—¡Isabel!...

—Repara, amiga mía, que no te llamé celosa; y mal pudiera llamártelo, cuando, según tu propia confesión, las atenciones del vizconde, lejos de agradarte, te molestan.

—Y te lo repito.

—Pues entonces...

—No es una razón el que a mí me desagraden sus obsequios, para que a ti...

—Muchas gracias, marquesa.

—¿Por qué me las das?

—Por el favor que me dispensas haciéndome capaz de aceptar lo que a ti te repugna.

—Cuestión de gustos, Isabel, que no afrenta a nadie.

—¿Me permites que te llame inocente?

—No me atrevo yo a llamarte otro tanto.

—Pues haces mal; y me lo llamarías con mucho derecho si supieras qué me preocupaba anoche cuando tú creías que me estaba absorbiendo el seso la galante travesura del vizconde.

—¿De veras?

—Palabra de honor...

—Si no temiera ser indiscreta...

—Si tú me prometieras no reírte de mí.

—Te prometo estar más seria que un doctor en estrados.

—Pues bien: me preocupaba la de Rocaverde.

—¡Esa te preocupaba!

—Precisamente ella, no.

—¿Sus públicos alardes con el banquero?

—Tampoco.

—¿Con el general?...

—Eh, hija, todo lo conviertes en sustancia. Nada de eso.

—Pues entonces no atino...

—El vestido que llevaba.

—No era una cosa del otro jueves, a no ser la novedad de su dibujo.

—Pero le había traído la modista para mí.

—Pues la culpa fue entonces de la modista.

—A quien ella engañó con indignos embustes.

—¿Y eso es todo?

—Lo de anoche sí; pero antes me había ocurrido otro tanto con un aderezo, y antes con un carruaje, y antes con una porción de cosas más que no necesito decirte.

—Como tú estás de moda y ella es muy vana... Porque de otra manera no comprendo esa pugna, de que debes reírte.

—Me reí la primera vez, y la segunda... Y aun la tercera; pero en fuerza de hallarme a esa mujer atravesada delante de mis deseos, y de verme contrariada a cada instante por tan ridícula manía, ha llegado a causarme el efecto irritante de una mosca impertinente.

—Pues tienes contra ella un remedio eficacísimo.

—¿Cuál?

—Sus escasas rentas. No tardará en rendirse por hambre.

—Sí, pero entre tanto, me martiriza... y me martiriza, porque yo soy la primera en conocer todo lo pequeño y pueril del asunto... ¡No sabes cuánto daría por tener noticia de un deseo suyo para contrariársele, especialmente antes de su reunión de esta noche!

—¿Estás invitada a ella?

—«La primera», según me afirmó.

—Te vendré a buscar entonces.

—¿Luego vas tú también?

—Yo soy la segunda invitada, puesto que tú eres la primera. A mí no me disputa los vestidos, porque no estoy de moda como tú; pero en cambio cree que me lastiman mucho sus intimidades con el vizconde, y procura que las presencie con la frecuencia posible.

—De manera que el tal vizconde es universal...

—Está de moda también... Pero ¡Dios mío! —exclamó de repente la marquesa cambiando de tono y poniéndose de pie—. Mi pobre defendida está perjudicándose con mi conservación.

Y tendió sus manos y presentó ambas mejillas a Isabel.

—Quedo haciendo votos por el mejor éxito de tu noble empresa;—dijo ésta dándola un beso en cada carrillo y recibiendo otros dos simultáneos.

Y con esto y los apretones de manos y los adioses de ordenanza, salió la marquesa de la sala y quedóse en ella Isabel un poco pensativa.

Habíale enconado mucho sus resentimientos con la de Rocaverde el recuerdo de ésta evocado con su amiga, y se daba a cavilar con más empeño sobre un plan de venganza tan pronta como ejemplar.

Esto por una parte. Por otra, la sospecha de sus intimidades con el vizconde, manifestada por la condesa, no dejaba de escocerla un poco el ánimo. Verdad era que su conciencia estaba tranquila; verdad también que a la marquesa la hacía hablar un despecho de mal género, y verdad, por último, que la tal marquesa no tenía un adarme de sentido común; pero ¿no podía haber nacido aquella misma aprensión en otras personas más discretas? Y ¿a qué fin había de sospechar nadie de ella, que era honrada y leal a sus deberes?

La verdad es que Isabel permaneció largo rato sumida, aunque no muy profundamente, en esas meditaciones, y que sólo salió de ellas cuando un fámulo llegó anunciándole la visita del vizconde del Cierzo.

—¡Que no estoy visible! —exclamó con ira, encaminándose rápida a su gabinete.

Pero no tuvo tiempo de llegar a él. Acababa de entrar y se hallaba delante de ella, planchado, perfumado, pulido, rizado, intachable de elegancia y apostura, el anunciado personaje.

III

Antes de pasar más adelante, van a saber ustedes quién es ese dichoso vizconde tan traído y tan llevado.

Tenía apenas veinticinco años cuando murió su padre, dejándole una renta de cincuenta mil duros. Era hermoso, cuanto puede serlo el maniquí de un sastre parisiense, y había recibido la más acabada educación en los mejores picaderos, garitos y otros puntos culminantes de Madrid: en todas partes, menos en la universidad.

Así, pues, conocía en literatura el género flamenco, y en historia el reinado de don Juan Segundo, el famoso picador de caballos.

Por ende, tuteaba a Cúchares, se hombreaba con Leotard, y conocía a los artistas del hipódromo con todos sus pelos y señales.

Aunque de la pata del Cid, don Francisco Pérez de Vargas, Guzmán, Machuca, Moncada, etc., etc., y por contera vizconde del Cierzo, en la necesidad de elevarse a la región social que sus instintos apetecían, desprendióse de buen grado, como de otros tantos estorbos, de sus apellidos linajudos, y quedóse Francisco Pérez a secas. Pero, en su afán de popularidad, parecióle esto todavía poco gráfico. Faltábale al nombre cierto aderezo indispensable a un personaje de su posición y de sus aficiones. Felizmente, un banderillero resolvió la dificultad, llamándole una noche, en el Suizo, Frasco Pérez. Desde aquel instante quedó aceptado el nombre como mote de guerra, y comenzó a volar su fama por todos los rincones de Madrid y un poco más afuera.

Su prurito era la originalidad, y ésta la ostentaba, en calles y paseos, en sus trajes, en sus trenes, y hasta en el dije más insignificante que llevara sobre su persona. Los sastres se le disputaban para vestirle, los zapateros para calzarle y las fábricas de coches para construírselos ajustados a su fantasía. Impuesto de este modo su gusto a los artistas, quienes de éstos se valían, por necesidad, no tuvieron más remedio que pagar algún tributo a las originalidades de Frasco Pérez.

Alardeaba de rumboso, y lo era; y para correr la fama de sus proezas de este género, contaba con un estado mayor de admiradores que, por afecto a su persona, y no por lo que se les pegaba, comían con él, asistían a su palco en los teatros, montaban sus caballos, paseaban en sus carruajes, y hasta se ponían sus abrigos.

Contábanse de él mil originalidades. Ya, que daba la puntilla a los caballos, o que pegaba fuego a los carruajes que había regalado a sus queridas desechadas; ya, que hacía forrar de terciopelo y oro las paredes de la cuadra de su jaca favorita; ya, que regalaba una fortuna en pedrería a una bailarina en la noche de su beneficio; ya, que enviaba a planchar las camisolas a París, después de haberlas lavado en Andalucía... En fin, todo se contaba de él menos que hubiese dado jamás unos calzones viejos a un pobre. Eran, pues, sus gastos reproductivos, si no en dinero, en fama, que era lo que él buscaba; ambición tan legítima como cualquiera otra.

Pero esta fama no paraba en Madrid. Cándidos forasteros seguían de lejos la marcha triunfal de Frasco Pérez, y al tornar a sus hogares se creían muy honrados si llevaban una levita que se diera un aire a las que gastaba el famoso madrileño. Y de él le hablaban a usted en todas partes, y referían sus hazañas más ruidosas, y, aumentando el entusiasmo con la distancia, casi le ponían en la categoría de los grandes hombres de la época. De este modo, Frasco Pérez era tan popular en las capitales de provincia como en la de España; hasta el punto de que, provincianos que llegaban primerizos a Madrid, preguntaban dónde podrían conocer a Frasco Pérez, antes que por posada en que albergarse.

Cuando ya nada le quedó que ambicionar en punto a gloria, y cuando su caudal había sufrido no pequeña merma, acordóse de que existía otro campo en que espigar, en el cual podrían darle fácil entrada la fama de sus prodigalidades y su olvidado titulo nobiliario.

Así fue que, sin largas meditaciones, dejó la elegancia cursi con que tanto había brillado, los gabanes a media nalga, los tacones hiperbólicos, las corbatas de fantasía, los carruajes vaporosos, los lacayos macarenos, etc., etc., y se dio al boato serio: al saco de anchos vuelos, al severo frac, a la nívea corbata, al cochero asturiano de maciza pantorrilla, y a la grave carretela; olvidó las bailarinas por las marquesas, y se introdujo resueltamente en los salones del gran mundo, que se creyeron muy honrados al dar albergue a aquella oveja descarriada hasta entonces entre las escabrosidades y malezas de la vida airada.

Comenzaba a favorecerle también la fortuna en sus nuevas empresas, cuando se encontró con Isabel, y no tardó en conocer la diferencia que había entre este carácter y los que hasta entonces había tratado en la «buena sociedad». Parecióle su conquista, ya que no imposible, muy difícil, y trató de acometerla con los recursos de la estrategia más acreditada. Al efecto, estudió el terreno y estableció su principal batería en el de la marquesa del Azulejo, de facilísimo acceso, desde donde podía hostilizar a su gusto el objeto de sus afanes. Así se explica su familiaridad con Isabel, familiaridad que tanto había chocado a Ramón. Era el íntimo amigo y acompañante de la marquesa, y ésta no se separaba jamás de Isabel. Conocía perfectamente las horas a que estaban en casa y fuera de ella los distintos individuos de ambas familias, y sabía sacar gran partido de esta circunstancia.

Dígalo si no su falta de asistencia a la cita que le dio el marqués, según acabamos de oír a éste. Lejos de acudir a ella, observó desde sitio conveniente la salida de las personas que hemos visto despedirse de Isabel; subió a casa de la marquesa cuando estaba seguro de no hallarla en ella; bajó a la de su amiga, donde se coló como hemos dicho, y fingiendo sorprenderse mucho al encontrarla sola.

—Mil perdones —dijo: me acaban de asegurar arriba que hallaría aquí al marqués, y me he permitido...

—El marqués —respondió Isabel con la mayor sequedad—, ha salido ya de aquí y le espera a usted.

—Efectivamente —repuso el vizconde, deseando entrar en conversación—: el marqués me necesitaba hoy...

—Como de costumbre.

—¡Tan temprano y tan satírica!

—No hay tal: él mismo acaba de confesármelo. Parece que le es usted indispensable, sobre todo en la elección de caballos para los carruajes de la marquesa.

—Cierto es que ha dado en el capricho de comprar ciertas cosas a mi gusto; y, consecuente en este propósito, me citó para esta mañana, en su casa, a las diez y media; pero he venido algo más tarde y me he encontrado sin él.

—¡Contrariedad lamentable!

—No para mí, pues me proporciona el placer de ver a usted una vez más.

—Es usted incorregible.

—Y usted implacable.

—Soy buena amiga de usted, y quiero ahorrarle un trabajo inútil.

—Es usted muy compasiva —replicó con despecho el apasionado joven—. Lástima que no pueda yo corresponder con toda mi gratitud...

—¿Por qué no?

—Porque no es la compasión la recompensa que merece la pasión que usted me inspira.

—Vuelve usted a olvidar que habla conmigo —dijo Isabel con glacial desdén.

—Y ¿qué haría yo —exclamó el vizconde con creciente entusiasmo—, para demostrar a usted todo lo grande, todo lo profundo del afecto que la consagro?

—Ocultarle donde yo no le vea.

—¿Le teme usted acaso?

Isabel miró al títere con la sonrisa más despreciativa.

—No, me repugna —contestó en seguida.

—¡Virtud sublime! —exclamó con cierto tono de ironía.

—Mujer honrada, y nada más —contestó Isabel con firme acento.

—¡Oh, yo te humillaré— se atrevió a pensar el mentecato.

—Me permitirá usted recordarle —añadió Isabel cambiando de tono y dando un paso hacia la puerta de su gabinete —que le espera el marqués.

—En efecto —respondió el vizconde rebosando de despecho—: lo había olvidado ya... Así, pues... hasta la noche —continuó sin moverse del sitio en que se hallaba.

—¡Cómo!

—Porque supongo que no faltará usted a la reunión de la Rocaverde.

—Es probable, en efecto, que asista a ella.

—Tengo noticias —continuó el impávido en su afán de prolongar la visita— de que se hacen esfuerzos heroicos para que la fiesta exceda en brillo a cuantas la han precedido y puedan sucederla.

—Recursos no faltan a esa señora si quiere utilizarlos —dijo Isabel por decir algo.

—Sin embargo —replicó el otro, deseando dar interés a la conversación—, de los que destina a su propia persona, puede faltarle uno.

—¿Pues cómo?

—Anda por medio cierto aderezo...

—¿Eh? —interrumpió Isabel picada de su demonio tentador.

—Un aderezo —continuó el vizconde más animado—. Un aderezo que...

Y se detuvo de repente, como si temiera decir algo más de lo que convenía.

Pero esta reserva excitó más la curiosidad de Isabel, que había comenzado a acariciar una esperanza.

—Veo —dijo con intención de obligar más al vizconde—, que ese aderezo encierra algún misterio, y me arrepiento de haber intentado descubrirle.

—¡Qué diablo! —exclamó el vizconde como si venciera un escrúpulo—. ¿Por qué no lo ha de saber usted? Se trata de un aderezo que vale algo más de lo conveniente para esa señora.

—¿Tan económica se ha vuelto? —preguntó Isabel con aire de la más inocente sencillez.

—O tan necesitada. Vale la joya dos mil duros.

—¿Y cuánto da por ella?

—Treinta mil reales.

—¡Diferencia harto mezquina!

—Sin embargo, se disputa hace un mes.

—No lo comprendo.

—El joyero no vende más que al contado a ciertos parroquianos.

—¿Y qué?

—Que la Rocaverde, por más que exprime y combina, nunca saca más que treinta mil reales.

—Pero tendrá crédito.

—Hasta cierto punto —dijo con sonrisa burlona el vizconde.

—¿Y tanto empeño muestra por la joya esa señora?

—Júzguelo usted: ha cometido la ligereza de enseñársela en el escaparate a algunas de sus amigas, como cosa ya de su pertenencia y comprada exclusivamente para estrenarla esta noche.

Isabel no podía ocultar su gozo porque la fortuna se mostraba con ella más que propicia. Se le venía a la mano la ocasión más oportuna que podía desear para satisfacer su mayor anhelo.

—¿De manera —insistió con ansiedad— que todavía no es suyo ese aderezo?

—Ni mucho menos —respondió el vizconde sin acabar de comprender el interés que Isabel iba mostrando en el asunto.

—¿Y cree usted que llegará a serio? —volvió a preguntar.

—Si yo no quiero, no.

—¡Cómo así! —dijo Isabel visiblemente disgustada con tal respuesta.

—Muy sencillo —replicó el vizconde perfectamente en su terreno ya—. He presenciado alguna de las infinitas luchas que han tenido el joyero (que precisamente es el de usted) y la compradora; y como conozco la dificultad material en que ésta se halla de vencer el obstáculo y la debo no pocas atenciones, he querido proporcionarla hoy un buen rato. Al efecto, he dicho al joyero: «envíe usted el aderezo a esa señora, diciéndola que acepta su oferta; y yo le respondo a usted de la diferencia, y aun del valor total si es necesario.» De manera que a la hora presente esa joya es mía más que de la Rocaverde.

—¿Aunque yo se la pida al joyero?

—Aunque usted se la pida; porque precisamente para prevenirme contra toda eventualidad, le dije que puesto que el aderezo quedaba por mi cuenta, no dispusiera de él sin mi permiso verbal o escrito.

Isabel se quedó pensativa, sin poder disimular el disgusto que esta contrariedad le acusaba. El vizconde, por el contrario, veía en el afán de aquélla algo que le ofrecía una ocasión de serla necesario, y lo tomó en cuenta.

—Hablemos claros, Isabel —dijo sin preámbulos—. ¿Usted desea adquirir ese aderezo?

—Sí —respondió Isabel sin escuchar más que a su capricho—, y a todo trance.

—Pues de usted será.

—¿Cómo?

—Haciendo que se le entreguen a usted.

—¿Y qué dirá esa señora?

—Ya inventaremos una disculpilla.

—Entonces envío por él...

—¿Olvida usted que es indispensable que yo mismo dé la orden?

Isabel no pudo disimular un gesto de desagrado.

—¿Y por qué ese reparo? —dijo el vizconde tratando de vencerle para el mejor éxito del plan que se proponía—.Yo tengo que pasar ahora por la joyería necesariamente. Nada más sencillo que decirle al joyero que envíe el aderezo a su casa de usted en lugar de enviarle a la de esa otra señora. Él se alegrará mucho del cambio... y a mí me saldrá más barato el servicio —añadió sonriendo maliciosamente el galante personaje.

Isabel vio cumplido su afán de tanto tiempo y no reflexionó más.

—Pues bien —dijo resuelta—; acepto ese favor, y prometo en pago de él explicar a usted esta noche la causa de este capricho.

—Y yo voy a dar el recado inmediatamente.

—Hasta la noche... y gracias —dijo Isabel con amable sonrisa.

—Iré a recogerlas —respondió el vizconde despidiéndose y saboreando el placer que sentía al considerar el arma que en sus manos colocaba Isabel.

—He aquí —pensaba ésta entre tanto—, cómo hasta del hombre más molesto y antipático puede sacarse un gran partido... ¡Oh! ¡no digo dos mil duros, diez años de mi vida me hubieran parecido hoy poco para comprar una ocasión como la que se me presenta de humillar la tonta vanidad de esa mujer!

IV

Una hora más tarde, y vueltos ya de paseo Carlos y Ramón, éste bostezaba aburrido y solo en el salón que ya conocemos, mientras su hermano despachaba un asunto urgente, de los mil que le ocurrían a cada instante, desde que había dado a sus negocios una extensión tan extraordinaria. De pronto apareció un criado, llevando un grande y vistoso estuche sobre una bandeja de plata.

—¿Adónde vas con eso? —preguntó maquinalmente Ramón.

—Acaban de traerlo para la señorita —respondió el fámulo.

Ramón, que, como buen aldeano, era curioso, detuvo a éste, cogió el estuche, miróle por todas partes, le abrió al cabo, y entonces los rayos de un verdadero pedregal de diamantes le hirieron la vista.

—¡Santísimo Dios! —exclamó echándose hacia atrás.

Después volvió a observar aquello con mayor detención, hasta que fue cayendo en la cuenta de lo que era.

—¡Y decir a Dios —pensó—, que por estos cuatro colgajos se habrá pagado un dineral!

En esto observó que por debajo de una de las piezas de la alhaja asomaban las puntas de un papel cuidadosamente plegado.

—Será la cuenta —se dijo—. Vamos a ver si asciende a tanto como las otras dos juntas.

Tiró del papel, le desdobló... y se quedó hecho una estatua al leer en él lo siguiente:

«Cumplo, Isabel, el más grato de mis propósitos, haciendo llegar a sus manos el disputado aderezo, y espero verle esta noche por corona sobre la reina de la belleza. Allí estará para recoger las prometidas gracias, su apasionado Vizconde.»

El primer cuidado de Ramón, después de leer esta fineza cursi, disimulando cuanto pudo la impresión que le causaba, fue despedir al criado.

—Yo se lo entregaré a mi cuñada —le dijo.

Solo ya con lo que él creía cuerpo de un delito, le dio cien vueltas entre sus manos; le leyó otras tantas; apostrofó a su cuñada de mil modos diferentes; imaginó cincuenta planes de castigo para la que así abusaba de la hidalga confianza de un hombre como su hermano, y concluyó por comprender que no había más que un partido que tomar: hacérselo saber a Carlos. Esto podía conseguirse de dos maneras: en el acto, o esperando a que los acontecimientos hicieran más notoria la criminalidad de Isabel. Lo primero le pareció muy cruel para su hermano, que ni sospechaba siquiera la posibilidad de tamaño desastre. Lo segundo era, sin duda alguna, más prudente, y a ello se atuvo.

Por de pronto se guardó el papel en el bolsillo, y llamó a su cuñada.

Al salir ésta de su gabinete la presentó el estuche.

—Esto han traído para ti —le dijo observando cuidadosamente su semblante.

Isabel se abalanzó al estuche, le abrió, devoró con sus ojos el aderezo, pero no dijo una palabra.

—Creo que viene —añadió Ramón intencionalmente—, de parte de... del vizconde de... de no sé cuántos.

—Ya lo sé —respondió Isabel sin disimular su contento—. Le esperaba.

Y dando a Ramón las gracias con la más hechicera de las sonrisas, volvió a su gabinete y se encerró en él.

¡Calculen ustedes lo que pasaría entonces por el ánimo del sencillo montañés, que no conocía, como el lector y yo, la historia de aquel regalo! Pensó ver a su cuñada roja delante de la prueba de su pecado, y se la halló risueña, desenvuelta y hasta burlona, como si el pecar así fuera su oficio.

Este nuevo, gravísimo dato, estuvo a pique de dar al traste con su plan de prudencia. Púsole fuera de sí, y, como una fiera en su jaula, dio cien vueltas a la habitación; trató de penetrar en la de su hermano para contárselo todo; retrocedió arrepentido; volvió a leer el papel; tornó a guardarle en el bolsillo... hasta que felizmente le llamaron a almorzar cuando más enredado se hallaba entre tan opuestos pareceres; pero en la mesa observó a su cuñada más risueña, más amable y más expansiva que nunca con su marido, y ya no le quedó la menor duda de que le estaba engañando. Súpole a rejalgar cada bocado, y se encerró en el silencio más sombrío.

V

Poco tiempo después pasaba en el cuarto segundo una escena que merece referirse para mayor claridad de este asunto.

El marqués había llegado sin ver al vizconde, y la marquesa con el pleito perdido. Estaba, pues, la apreciable pareja dada a todos los demonios.

—¡Ya podía yo estar esperándole hasta el día del juicio! —exclamaba el pobre hombre dando vueltas por la habitación.

—¿Conque tampoco ha ido a la prueba? —le preguntó la marquesa.

—¡En eso pensaba!

—¡Vaya una formalidad!

—¡Cuándo te digo que es un zascandil!...

—¡Cuando te digo que tienes muy poco aguante!

—¡Otra te pego!...

—Ya has oído que vino a casa después que tú saliste de ella. ¡Tenías tanta prisa!

—¡Esta es más gorda! ¿Quién sino tú estaba de prisa? ¿Quién sino tú me hizo salir de casa a aquellas horas? Lo que te aseguro es que no tenía grandes deseos de encontrarme.

—Aprensiones tuyas.

—¿Aprensiones mías? ¡También es fuerte cosa que para todos has de hallar una disculpa siempre, menos para mí!...

—Eso te probará que no la mereces.

—Pues juzga tú misma la oportunidad con que se la aplicas ahora a tu amigo. Figúrate que, cansado de esperarle en la caballeriza y de pasearme por la acera de la calle y de mirar hacia todos los puntos por donde pudiera asomar, me acordé de que a aquellas horas solía hallársele en el bazar de su joyero haciéndole la tertulia con otros desocupados como él. Deseando concluir de una vez el enojoso asunto que me sacaba de casa, me voy en aquella dirección, llego a la joyería... y ¡te aseguro que tenía que ver aquello cuando yo entré!

Al decir esto cambió de tono el marqués, adoptando un airecillo de maliciosa reserva; pero tan desgraciado, que no logró excitar la curiosidad de la marquesa.

—¿Y qué me importa eso? —repuso con el mayor desdén.

—Nada. Pero figúrate, para formarte una idea, que se trataba de cierto aderezo regalado por... cierto prójimo a... cierta mujer de su marido; que esta mujer le irá luciendo esta noche a la recepción de la Rocaverde, y que el podenco del marido irá quizás a su lado tan satisfecho y tan orondo...

—Todos son lo mismo.

—Hasta cierto punto, querida. Cosas hay que el más lince no las ve; pero hay otras tan gordas, que para dármelas a mí por corrientes, muy recio había de tronar.

—Porque tú eres una excepción... Pero, después de todo, ni ese lance tiene nada de raro, ni veo por qué me lo cuentas.

—De raro no tiene, en efecto, gran cosa, por lo que hace al fondo; pero hay algo en la forma que indigna. Bueno que cada hombre tenga un enredo, o diez, o veinte, si por ahí le arrastra el demonio, ya que hay mujeres que se prestan a ello; pero tenerlos de modo que todo el mundo los conozca y con el único afán de darse importancia, como le sucede a ese títere de vizconde... ¡Ay!... ya la solté.

Oírlo la marquesa y dar un brinco como si le hubiera picado un alacrán, fue todo una misma cosa.

—¿Conque según eso se trata del vizconde? —preguntó con ansiedad.

—Ya que lo dije...

—Y bien...

—Pues nada, que, por lo visto, llegó el vizconde a la tienda, que estaba llena de ociosos; pidió un magnífico aderezo, y después de hablar algunas palabras con el joyero, escribió en un papel algunos renglones, se los leyó por lo bajo a varios de los circunstantes, metió el papel en el estuche, puso éste en manos de un dependiente, y le dijo en voz recia: —«A casa de...» y pronunció un nombre muy conocido en Madrid. Después, volviéndose hacia los mismos a quienes había leído el papel, les dijo: —«Al vérsele puesto esta noche, me diréis si mis esfuerzos eran escarceos ociosos, como me asegurábais a cada instante.» En este momento llegué yo, y chocándome estas palabras que cogí al vuelo, traté de que me las explicaran; pero sólo conseguí averiguar lo que te he contado. Ahora bien; como la dama es de copete y el vizconde hombre de ruido, calcula tú el que se armaría en la tienda con semejante suceso.

—Pero no me has dicho el nombre de esa dama —repuso la marquesa echando lumbre por los ojos.

—En cuanto al nombre, hija mía —observó el marqués con la mayor ingenuidad—, no me fue dado averiguarle, por más esfuerzos que hice.

—Pues ¿qué me importa lo demás? —exclamó su dulce mitad en una verdadera explosión de ira.

—Ah, se me olvidaba lo más notable. Parece que el aderezo regalado a esa dama es uno que estaba destinado a la Rocaverde para esta noche.

—Le conozco entonces.

—¡Tú!

—Sí, porque ella me le enseñó en el escaparate al pasar, uno de estos días; pero me aseguró que era ya cosa suya, y en esta cuenta estaba yo.

—Pues ahí verás.

—¡Pero eso es una vileza!

—¡Bah! una de las viejas mañas de ese mozo, y nada más. Desengáñate, el vizconde no busca los triunfos sino por el escándalo, y le importa poco que existan con tal de que el público los acepte como hechos consumados.

—¿Y la honra de una mujer no merece más respeto? —dijo la exmística hecha una furia, como si ella fuese el guardián jurado del honor ajeno.

—Pues, hija mía, de tipos como el vizconde está lleno el mundo.

—¡Buen consuelo!

—Con tal de que os sirviera de gobierno...

—¿Y a mí qué me dices con eso?

—Contesto a lo que preguntas.

—¡Estúpido! —murmuró la marquesa mirando a su marido con gesto despreciativo, y volviéndole la espalda.

—Que se pierda por mala una mujer —pensó el marqués viendo alejarse a la suya—, vaya con Dios, si ese es su destino; pero que se la lleve el diablo, como a ésta, por averiguar lo que no le importa un rábano, no lo comprendo.

Y se quedó tan serio.

VI

Aquella misma noche se hallaban alrededor de la chimenea en casa de Isabel, esperando a que ésta diera la última mano a su prendido, la marquesa, su marido, Carlos y Ramón. La primera, hecha una verdadera lástima de encajes y pedrería; el segundo, de rigurosa etiqueta; Carlos, de bata y pantuflas, y Ramón como siempre. El marqués revolvía los tizones; su mujer miraba sin pestañear los monigotes de la chimenea; Ramón no cabía en la butaca, de desasosiego, y Carlos, más pálido y ojeroso que nunca, miraba cómo se retorcían las cintas de fuego entre los tizones, que se iban consumiendo a su contacto, como la humana vida entre las malas pasiones. Ninguna conversación llegaba a formalizarse allí, por más que el marqués las apuntaba de todas clases, y Carlos trataba de conjurar aquella monotonía recordando a la marquesa su perdido pleito. Así se pasó una hora.

Al cabo de ella apareció Isabel.

Y aquí lamento yo mi falta de erudición indumentaria, pues por ello me es imposible decir al lector de qué tela era el vestido de la hermosa dama, cómo se llamaba cada pieza de adorno, cuántas eran estas piezas, a qué época de la historia respondía la falda, o a cuál las ondulaciones o escabrosidades del peinado, y tantísimos otros interesantes pormenores que no se le escaparían en este caso al último de los cronistas del «buen tono».

Únicamente diré, y eso por decir algo, que los altos del cuerpo del vestido iban sumamente bajos, y que los bajos de las mangas subían hasta muy cerca del sitio que debían ocupar los altos del cuerpo, merced a lo cual Isabel llevaba al aire libre mayor cantidad de carnes que la que autorizan una moral severa y los usos ordinarios de la sociedad. Esto aparte, Isabel estaba deslumbradora de hermosura... y de diamantes. Llevábalos sobre el pecho, sobre la cabeza, en las orejas y en los brazos; y aunque tan desparramados iban, Ramón reconoció en ellos los mismos que por la mañana había visto amontonados en un estuche. Este reconocimiento le hizo dar un brinco sobre la butaca, brinco que sacó a la marquesa de sus meditaciones y la obligó a volver la cabeza hacia Isabel: fijóse entonces en el aderezo, que brillaba como un incendio con los fuegos cruzados del salón y de la chimenea, y lanzó a poco un ¡Jesús! que hizo abrir un palmo de boca al marqués, que iba, con los ojos, de la marquesa a Isabel, de Isabel a Carlos y de Carlos a Ramón, sin acabar de comprender la causa de aquellos ademanes extremosos.

Carlos, entre tanto, observaba el cuadro con la mayor serenidad. Su rostro, como de costumbre, era un pedazo de mármol sobre el cual no asomaba el menor destello de la situación de su ánimo.

Isabel, objeto entonces del escándalo de unos y de la curiosidad de otros, se calzaba los guantes risueña; y de seguro era el personaje, de cuantos formaba el grupo, que tenía el alma más en reposo.

A todo esto, la marquesa había dejado la butaca; Ramón se paseaba por la sala hecho un veneno, y el marqués, acercándose disimuladamente a su mujer, le preguntaba por lo bajo:

—¿Qué pasa?

—El aderezo —respondió ella con ira reconcentrada.

—¿Qué aderezo?

—¡El de tu cuento, imbécil!

—¿Dónde está?

—Sobre Isabel.

—¡Zambomba! —exclamó el meleno abriendo medio palmo de boca y mirando a Carlos con ojos de compasión.

—¡La gazmoña! ¡La virtud de bronce! —murmuraba trémula su mujer.

—¡Qué fortuna la de ese pillo! —se atrevía a pensar el marqués.

—Cuando ustedes gusten —dijo Isabel, echando sobre sus hombros túrgidos un elegante abrigo.

Y mientras la marquesa se ponía el suyo y el marqués se vestía un gabán sobre el frac, Ramón, trocando en apacible su gesto de hiel y vinagre, se acercó al grupo diciendo:

—Un momento más, si ustedes me le conceden. En estos salones de Madrid, ¿se admite a los hombres honrados en su traje habitual?

—Según sea el traje —contestó Isabel riendo.

—El mío, por ejemplo —dijo Ramón muy serio.

—Tanto como eso... —observó Carlos movido de cierta curiosidad.

—Entonces —añadió Ramón dirigiéndose a éste—, te ruego que me prestes un frac con todas sus inherentes zarandajas.

Imagínense ustedes la sorpresa que causaría en los circunstantes tan inesperada salida.

—¡Extraña pretensión! —le dijo Carlos.

—Nada de eso —respondió su hermano—: he pensado que ver este pueblo en las calles, no es ver a Madrid; y como yo he venido a verle, de paso que a ti, quiero estudiarle una vez siquiera en los salones... aunque no sea más que por llevar algo curioso que referir en el pueblo. Pero es difícil que vuelva yo a hallarme tan dispuesto como ahora a dar ese paso, y que se me presente una ocasión tan favorable como la reunión a que ustedes van esta noche. He aquí por qué me propongo asistir a ella, en la inteligencia de que Isabel no tendrá a desdoro presentar en la buena sociedad a un hermano tan rústico como yo.

—Pero ¿hablas de veras? —insistió Carlos lleno de extrañeza, mientras Isabel se hacía cruces y el marqués se pasmaba y la marquesa se daba a los demonios con aquella nueva contrariedad.

—Como si fuera a morirme —respondió Ramón resueltamente.

—Entonces —dijo Carlos—, si estas señoras quieren tomarse la molestia de esperar un rato, yo me comprometo a transformarte en un elegante de primer orden.

—¿Y qué mayor gloria para mí —añadió Isabel riéndose de veras—, que contribuir a reconciliar con las vanidades del mundo a un filósofo como Ramón?

—Va a ser el gran acontecimiento de la noche —observó el marqués con un poquillo de ironía.

—Será lo que usted guste —le dijo Ramón saliendo con su hermano—; pero me ha entrado ese antojo... y yo soy así.

Carlos tenía bien conocido el carácter de Ramón, refractario a toda sujeción, incompatible con todo género de etiquetas; habíale observado desde el mediodía, inquieto, sombrío, receloso; había notado también un repentino sobresalto al acercársele Isabel últimamente, y, por fin, su pretensión de asistir con ella a una fiesta del gran mundo, le parecía mucho hasta para soñado por un hombre como su hermano. ¿Qué pasaba, pues, por Ramón que quizá se relacionaba con su cuñada? Carlos no podía comprenderlo; pero que pasaba algo extraordinario, era para él evidente.

Con el objeto de averiguarlo, tanto como con el de servirle, acompañó a Ramón a su gabinete; pero en vano, mientras le vestía y acicalaba, le provocó la lengua: ésta no se movió sino para decir:

—He venido a Madrid a conocer de todo, y por eso voy esta noche al gran mundo. Si esto os desagrada, me quedaré en casa; pero si deseáis complacerme, no me contrariéis este capricho.

Carlos, que encontraba, hasta en las inflexiones de la voz de su hermano, algo de nuevo y aun de solemne, dejándose llevar sin disimulo de los impulsos de su corazón.

—No solamente —le dijo— no te combato el propósito, sino que te aconsejo que persistas en él... Y que procures aprovechar bien el tiempo esta noche,

—Gracia-espondió Ramón—; yo te juro que no te daré motivo para que te pese haberme aconsejado así.

¡Y qué ganas se le pasaban, entre tanto, de contar a su hermano todo aquel capítulo de iniquidades que estaban abrasándole la memoria y punzándole la lengua!

A todo esto iba empaquetándose en un traje de etiqueta; y salvas algunas estrecheces de frac por razones de espaldas, el improvisado gentleman no dejaba de estar presentable.

Faltábale únicamente lo que se llama, no sé por qué, chic de buen tono; y esto lo confirmaron la risa de su cuñada, el mohín de la marquesa y el respingo del marqués, cuando Ramón apareció delante de ellos con marcial desenvoltura y diciendo por toda excusa:

—Me faltan los guantes blancos para acabar de ponerme en carácter; pero los compraré, al pasar, en una guantería. Conque, perdón por la tardanza, y cuando ustedes gusten...

—Andando, pues —dijo Isabel, tomando alegremente el brazo de su cuñado.

El apreciable matrimonio salió detrás.

Al quedarse solo Carlos, dejó caer su cuerpo en una butaca y la cabeza entre sus manos.

Debo al lector la explicación de estas tristezas y la de algunas, al parecer, incongruencias de carácter de este personaje. Ninguna ocasión como ésta para echar un párrafo sobre el particular.

Carlos no engañó a su hermano cuando le dijo que al casarse con Isabel, no existía entre ambos una pasión ni mucho menos. Isabel conocía las brillantes cualidades morales de Carlos, que, por otra parte, era un mozo distinguidísimo y agradable. Un rival de más noble alcurnia y de mayor lustre social, quizá hubiera hecho muy difícil, si no imposible, el proyectado enlace; pero ese rival no existía ni Isabel le echaba de menos, especialmente desde que conoció los deseos de su padre en favor de su joven protegido. El anciano letrado no podía ignorar, con su experiencia y su talento, que su hija, en poder de un hombre sin más titulo que los de una ejecutoria ni más ambiciones que las de los vanos triunfos del lujo y la ostentación, llevaba muchas probabilidades de ser desgraciada, contribuyendo a ello su mismo caudal, que había de servir, sin duda alguna, para sostener esas mismas vanidades, cuando no otras menos lícitas del vanidoso.

De aquí su idea de unirla a Carlos, cuya modestia, cuya laboriosidad, cuya hidalguía, cuyo talento, formaban raro contraste con la petulancia, con la ligereza, con la ignorancia, con el impudor de la juventud brillante que en derredor veía.

En cuanto a Carlos, con la poco común hermosura de Isabel, su carácter noble y su fortuna inmensa, ¿cómo había de rechazar el pensamiento de su protector?

Cierto es que cuando consideraba con todos sus peligros la región que era el elemento natural de su novia y descendía a meditar sobre sus propias tendencias, tendencias al trabajo, al aislamiento del hogar y a la modestia en todo, cruzaban por su fantasía cuadros que no eran de color de rosa y horizontes nada risueños; mas ¿para qué servían el buen sentido y la previsión y tantas otras dotes que no le faltaban a él? Además, en todas partes hay media legua de mal camino, y no era mucho el contrapeso de estos imaginarios peligros tratándose de las positivas ventajas que se le iban a las manos.

Cuando, terminado el luto por la muerte de su padre, volvió Isabel al gran mundo, Carlos, que ya había formado su resolución de sostener su casa a expensas de su trabajo para evitar los inconvenientes que le hemos oído exponer a su hermano, la acompañó siempre; pero no tardó en comprender que, así por sus ocupaciones como por carácter, le era imposible continuar por semejante senda. Aquel mundo, sobre robarle las mejores horas de estudio y de meditación, le oprimía, le asfixiaba; sus vanidades le afligían y sus exigencias le repugnaban.

Entonces llegó para él la cuestión grave. Su retirada le era indispensable; pero al retirarse ¿dejaba a Isabel allí o se la llevaba consigo? Esto, ¿con qué derecho? Aquello, ¿con qué razón de buen sentido?

Isabel era buena y de muy nobles y honradas inclinaciones; pero tenía demasiados atractivos para dejarla sola en una región en que la lisonja, la galantería, el lujo y todas las vanidades imaginables entran por lo más esencial.

Sin embargo, Isabel no había conocido otro elemento que aquél; trasplantarla a otro más humilde era desorientarla, sofocarla, violentar su carácter, contrariar, tal vez, los deseos de su padre, que allí se la entregó, pues Carlos no desconocía que al pasar Isabel de la tutela de su padre a la suya, no había cambiado de terreno, digámoslo así, sino de pastor.

¿Cuál de todos estos inconvenientes era el más atendible?

En la posición de Carlos no era fácil decirlo.

He aquí el razonamiento que por conclusión se hacía después de una batalla por el estilo: «Mientras yo no tenga un motivo serio que exponerla por disculpa, no debo alejarla del mundo; hablarla de precauciones, sería ofender su virtud, o acaso despertar el enemigo que aún no conoce... En todo caso, dejemos pasar los días sin perder por completo de vista los acontecimientos, y... ello dirá.»

Arreglado a este modo de pensar, Carlos adoptó un sistema conciliador, dejando de ir a la sociedad sin retirarse de ella por entero.

Y así las cosas, crecieron las necesidades de su casa, y para cubrirlas todas tuvo precisión de aumentar las horas de su trabajo; pero a costa de su salud. Isabel no reparó siquiera en ello.

Este fue el golpe más rudo que sufrió la resignación de Carlos; pero tampoco tenía derecho a quejarse de él. Su mujer podía decirle siempre: «¿por qué trabajas?» y a él no le era dable, decentemente, responderla: «porque no puedas decirme nunca que vivo a expensas de tu dinero».

Falto de salud y recargado de trabajo y de disgustos, se retiró por completo de la sociedad, y entonces empezaron sus grandes amarguras; porque al considerarse lejos del peligro, dio en verle en su fantasía con proporciones colosales, y a su mujer caminando hacia él, vencida por una atracción irresistible.

Pensó en conjurarle de una vez para siempre, apelando a su indisputable autoridad de marido. Para ello era preciso hablar a Isabel, con cierto cuidado, sí, pero hablarla al alma. La ocasión era la que jamás se presentaba. La misma mujer que, considerada lejos de él, le inspiraba tan serios cuidados, ¡le parecía de cerca tan incapaz de faltar a sus deberes! ¡Mostrábase siempre tan serena, tan digna, tan en posesión de sí misma! ¡Inspirábale tal confianza cuando la comparaba con la marquesa, su vecina e inseparable amiga; cuando observaba el efecto de burla y aun de lástima, que en ella causaban las trivialidades y flaquezas de la fatua cortesana!

Y así se le pasaban las horas y los días, y jamás llegaba la ocasión de realizar los propósitos que formaba en sus soledades.

Para hacer éstas más angustiosas todavía, representábasele, sobre todas sus meditaciones, el desvío de Isabel, ¿Qué significaba aquella glacial indiferencia al dejarle solo y dolorido cada vez que concurría a las fiestas del mundo?

«Y ese mismo mundo —pensaba para colmo de amarguras—, ¿qué juzgará de mí cuando me ve, al parecer, tranquilo en mi bufete, mientras mi mujer, mi propia honra, anda a su libertad conquistando el aplauso de los salones?»

Y en éstas y otras, sufriendo siempre acerbo martirio en el alma, pasóse más de un año y llegó Ramón a Madrid.

Tampoco a él se le habían ocultado los tenaces galanteos del vizconde; pero en este punto estaba tranquilo, porque jamás creyó a un tipo semejante capaz de hacer vacilar la virtud de Isabel.

Sin embargo, fue aquel mequetrefe uno de sus mayores sufrimientos, por ser el único hombre a quien había visto intentar siquiera tamaño ultraje a su honra.

Estaba, pues, con esta disculpa más resuelto que nunca a establecer en su propia casa la honrada tranquilidad a que le daba derecho su cualidad de jefe de familia, máxime desde que su hermano estaba siendo testigo de ciertas apariencias que sólo con serlo le afrentaban.

Sensible en este punto y hasta visionario, no hay para qué decir con qué cuidado observó hasta el menor movimiento de los producidos en su casa desde el mediodía, por la aparición en ella del dichoso aderezo, especialmente al presentarse su mujer adornada con él; tanto que sin la inesperada resolución de su hermano, acaso hubiera tornado el mismo partido, cuando no el de prohibir a Isabel salir de casa aquella noche. Ignorante de lo que ocurría, pero en el firme convencimiento de que ocurría algo extraordinario y tal vez grave, el mejor remedio era cortar por lo sano y tomar en el acto el partido que estaba resuelto a tomar muy pronto. Esto no sería muy diplomático, pero sí muy saludable.

Por eso aplaudió en su interior el deseo de su hermano, que, sin hacerle a él sospechoso ni violento, podía contribuir a descubrirle la verdad sin menoscabo de la honra; por eso, dejándose llevar de sus impresiones del momento, pero guardando siempre el debido respeto a su propia dignidad, le hizo aquella advertencia mientras le vestía; advertencia que, aunque vaga en los términos, quizá fue comprendida por Ramón, por esa intuición misteriosa que une a dos seres a quienes afecta un mismo infortunio o sonríe una misma felicidad.

En tal situación de ánimo, y enfermo más que nunca del cuerpo, le dejó Isabel aquella noche sin fijarse siquiera en los estragos que en su semblante iban haciendo tantas horas robadas al sueño y al reposo, para adquirir las enormes sumas que ella despilfarraba sin duelo en caprichos y frivolidades.

VII

La condesa viuda de Rocaverde luchaba ya, con la desesperación del vencido, contra los rigores del tiempo, y en vano reparaba con artificios de tocador las brechas que a cada momento abría en su cara el implacable enemigo. Verdadero monumento en ruinas, quedábale tal cual vestigio de su pasada hermosura, que celebraban los solterones, sus contemporáneos, y estudiaban los jóvenes aficionados a la humana arqueología.

El conde de Rocaverde fue muy rico; y aunque no tan pródigo como su mujer, cuando a los pocos años de casado murió... «por no enfadarse» como decía la fama, no dejó al mundo más que una triste memoria de su carácter, algunas deudas de consideración y sus salones muy acreditados entre los más famosos de la buena sociedad madrileña.

Pasó algún tiempo, y cuando la gente de pro esperaba ver a la viuda pidiendo una plaza en un asilo de caridad, desechando rumores de mal género, a propósito de no sé qué banquero, hete aquí que se la ve reaparecer en el gran mundo, más rumbosa, más elegante y más cortesana que nunca.

La maledicencia es como el hambre: dándole lo que le gusta, se calla... por de pronto. Y tal sucedió con la de Rocaverde. Entretuvo agradablemente y con inusitada frecuencia en sus salones a la gente del buen tono, y ya cesó ésta de ocuparse en averiguar de dónde salían aquellas misas, dado que la sacristía la había dejado a secas el difunto.

¡Y qué período aquél de fiestas a las que concurría todo lo más selecto y granado de la aristocracia, de la banca, de la prensa y de las artes!

Allí se hacía música; allí se declamaba, poniéndose en escena a veces, en un teatrito al caso, por las jóvenes más pudorosas y los hombres más formales, lo más aplaudido del repertorio contemporáneo... francés, por supuesto; y allí, finalmente, se celebraban esos bailes pintorescos que tanto dieron que hacer a los sastres, a las modistas y al sentido común, en la confección de trajes alegóricos: trajes de crepúsculo, trajes de tempestad, trajes de luna, trajes de ira, trajes de compasión... trajes de todo lo imaginable, pues la gracia estaba en representar una estación del año, o una hora del día, o una efeméride, o una pasión, o una virtud, o una enfermedad, o el Mississipi, o el cable submarino, de cuatro tijeretadas sobre algunas varas de tul o de satén, entretenimiento que tomaban y suelen tomar por lo serio nuestros hombres de Estado y nuestra prensa grave.

Pasaron así algunos años, al cabo de los cuales se fue observando que el tiempo hacía los mismos estragos en la cara de la condesa que en sus salones; es decir, que éstos dejaban de revestirse con el lujo y la frecuencia de costumbre, a medida que aquélla se marchitaba.

Poco a poco fueron disminuyendo en número las fiestas, y llegó un día en que dejaron éstas de ser periódicas, y se convirtieron en extraordinarias, en casos raros.

En este período fue cuando la de Rocaverde, como si quisiera reconcentrar las débiles fuerzas de sus recursos agonizantes, según la fama, para consagrarlas a un solo objeto de más fácil logro, se dedicó, con la saña propia de una beldad en ruinas, a quemar fuera de su casa los últimos fuegos de su esplendor. Por eso la hemos visto, según Isabel y la marquesa, luchando con la elegancia de la primera, y conquistando el supuesto amante de la segunda; brillo y adoraciones que el tiempo la iba negando.

A esta misma época pertenece la reunión a que vamos a asistir como espectadores el lector y yo; fiesta trabajosa, como preparada con las rebañaduras de la antigua abundancia, y decidida entre angustias de bolsillo y exigencias de acreedor.

No por eso ofrecía su casa aquella noche triste aspecto: había rodado por ella demasiado la abundancia para que no quedara en días de apuro algo con que cubrir las apariencias.

En cuanto a la concurrencia, se componía, como siempre, de lo mejor de la «buena sociedad» madrileña.

Allí estaba la encanijada solterona aristocrática, verdadera gaviota imponderable, envuelta en muelle plumaje de céfiros y encajes; la robusta matrona de plateados rizos y sonora voz, égida, guía y maestra de su pimpollo, aspirante a cortesana, fresca y delicada criatura que, viendo del revés sus conveniencias, buscaba aquel agosto sofocante para desarrollar sus abriles risueños; las del jubilado funcionario X***, de quienes se contaba que, puestas por su padre en la alternativa de comer patatas y vestir con lujo, o comer de firme y vestir indiana, optaron sin vacilar por lo primero; la rolliza codiciada heredera de un banquero de nota, buscando con ojos de diamantes una ejecutoria de primera clase para ennoblecer las peluconas de su padre; la sublime viuda, de rostro dolorido, que entretenía allí sus penas mientras labraba en un claustro retirada celda para enterrarse en vida; la dama esplendorosa y rozagante que movía un huracán con sus vestidos y muchas tempestades con sus coqueterías; la inofensiva esclava del buen tono, que se exhibía así por cumplir un deber de «su posición»; la pudorosa beldad que recitaba arias de Norma y cantaba monólogos de Racine...

Pululando, culebreando, plegándose como mimbres o irguiéndose como alcornoques (no siempre han de ser palmeras los términos de comparación), veíase al «distinguido» pollo, osado, enjuto y con el emblema de su linaje hasta en los faldones de la camisa; al joven sentimental que cantaba de tenor, y aguardando a que se lo suplicasen, lanzaba miradas de agonía a las mujeres sensibles; al «hombre de mundo» que cifra sus glorias en herborizar en la mies del vecino mientras abandona la propia a la rapacidad de otros botánicos; al ferviente demócrata, cuya sátira implacable era en cafés y en periódicos el azote de las clases de levita; pero que solía reconciliarse algunas veces con el frac y los guantes blancos, cuando le invitaban a codearse con la aristocracia, y, sobre todo, a cenar con ella; y por último, cruzando los salones, o retorciéndose el mostacho enfrente de cada espejo, o adoptando posturas académicas en cada esquina, al hombre parco en saludar, de ancho tórax y pescuezo corto, de buenas carnes y soberbia estampa, que no hablaba a nadie, pero que parecía decir a todo el mundo: «caballeros, esto es lo que se llama un buen mozo»; hombres felices si los hay, que al volver a casa esperan siempre oír llamar a su puerta al discreto lacayo que les trae perfumado billete en que la marquesa, su señora, les pide una cita y su amor.

Al paño, es decir, medio oculto entre los de una portiére, el literato viejo, aplaudido autor dramático que buscaba en aquel cuadro modelos para sus caracteres, o que gustaba de que creyesen los demás que eso es lo que hacía; el anciano papá que devoraba un bostezo, mientras sus hijas devoraban más afuera con los ojos otros tantos acomodos de ventaja; el recién presentado, joven de pocas malicias y menos resolución, que ardía en deseos de lanzarse a aquel mundo en que recreaba su vista, y no se atrevía, porque no conocía a nadie ni confiaba gran cosa en su travesura.

Más atrás, el hombre de Estado departiendo sobre la última sesión de Cortes o preparando una combinación ministerial; el flamante gobernador de provincia, que le escuchaba a respetuosa distancia porque le debía el destino... y quizás el frac novísimo que vestía, y que concurría allí, según él, para dar un adiós al mundo de los placeres; según otros, a tomar aires de importancia y un poco de escuela que implantar en los salones del alcázar de su imperio.

Hojeando los álbums en los gabinetes, o chupando los puros de la casa en las salas de fumar, el hombre de negocios, el rico banquero, el general encanecido en cien pronunciamientos, digo batallas, el periodista de nota, etc., etc., etc.

Y sobre todos estos grupos, por encima de tanto personaje, dominándolo todo, el tipo por excelencia, el hombre indispensable, la verdadera necesidad del personaje del presente siglo en las altas regiones de la moda: Lucas Gómez. Por eso su entrada en el salón era una entrada triunfal; y aunque indigesto de faz y mal cortado de talle, saludábanle las viejas, sonreíanle las mamás, mirábanle tiernas las solteronas y buscaban con ansia sus lisonjas las beldades más altivas.

Lucas Gómez era el cronista, el trompetero de aquellas fiestas; el mejor y más digno cultivador de esa literatura de patchoulí que ha fijado la reputación de ciertas publicaciones serias entre la gente «de importancia». De él eran, y nadie se las disputaba, ciertas frases felices de buen tono; de él eran los chocolates bullangueros, los tés bailantes, los colores fanés, los abriles de tul, las pasiones de popelina, y tantísimos otros neologismos con que se enriqueció la literatura elegante, que devoraban y devoran con especial deleite los nobles herederos de las glorias de aquellos grandes hombres cuyos hechos asombraban al mundo. Él, erudito de guardarropía, con una paciencia admirable hacía la historia y describía los mil detalles de cuanto llevaba sobre su persona cada mujer; él restauraba a las feas llamándolas simpáticas; él sahumaba a las hermosas comparándolas con el arrebol de la aurora o con un bouquet de violetas, lirios y rosas de Alejandría; él adulaba a la obesa mamá llamándola gentil matrona, y mal había de andar el asunto para que la enjuta y acartonada solterona de ojos de basilisco y hocico de merluza no alcanzara en sus crónicas, cuando menos, la cualidad de espiritual; hacía a todos los hombres de negocios opulentos; a todos los militares bizarros; a todos los periodistas eminentes; a todos los títulos de Castilla preclaros varones; a todos los artistas inspirados, y a todos los gacetilleros populares literatos.

Para aquel hombre todo se subordinaba a las leyes del buen tono: hasta la muerte; pues al gemir sobre la fresca tumba de una dama noble, no recordaba sus virtudes, ni las fingía siquiera, sino que inventariaba sus roperos, sus joyas, sus carruajes, sus admiradores y sus talentos para brillar en aquel mundo que perdía en ella el mejor de sus atractivos, el más esplendente de sus astros.

Tal era Lucas Gómez, el mimado y lisonjero cronista de las fiestas del gran mundo cuyos buffets le engordaban.

Pues bien: hallándose reunidos todos los enumerados y otros muchos elementos por el estilo; estando, como si dijéramos, en pleno la reunión, fue cuando aparecieron en ella nuestros conocidos: radiante de satisfacción y de hermosura Isabel, descompuesta y febril la marquesa, en babia su marido, y hecho un mártir Ramón en su postizo traje de etiqueta.

Tres embestidas había dado aquella mañana la de Rocaverde al aderezo consabido, y ya se disponía el joyero a enviársele, de acuerdo con el encargo que, después de la segunda, le había hecho el vizconde, cuando se presentó éste otra vez en la tienda con la contraorden que sabemos.

Cómo se pondría la vanidosa señora al entender que no solamente no existía ya la alhaja en venta, sino que la había adquirido Isabel, y por mediación del vizconde, adivínelo el lector. Todos sus talentos de mujer de mundo, todo su don de gentes, toda su experiencia en el trato de ellas, fueron necesarios para que no cometiera aquella noche cien inconveniencias al «hacer los honores» de su casa. Iba y venía sin tregua ni sosiego, y aunque risueña y cortesana siempre, sus ojos lanzaban fuego y su lengua era un cuchillo. Observándola bien, había en ella, como diría un imitador ramplón de las extravagancias de Víctor Hugo, algo del viento que zumba, algo de la pólvora que se inflama, algo del perro que muerde... sobre todo cuando recibió a Isabel y la vio engalanada con el fatal adorno. Centellearon sus ojos, y al estrecharla las manos con exagerada pasión, cualquiera diría que pulverizaba entre sus dientes las duras piedras del aderezo.

Isabel, que se gozaba en aquel martirio, hízole la presentación de su cuñado; recibióle ella con la burla más fina y más punzante que pudo proporcionarla su deseo de vengarse de algún modo de la hermosa dama; y tomando de la mano al impávido lugareño, llevóle de persona en persona a todas las de la reunión, presentándole como «un hermano político de Isabel, que acababa de llegar de su pueblo».

Importábanle muy poco a Ramón aquellas exhibiciones ridículas, puesto que las aprovechaba para recorrer mejor todos los rincones de la casa en busca del objeto que a ella le había conducido: el vizconde. Le había visto una sola vez, pero estaba seguro de que le conocería donde quiera que le hallara. Así es que cuando la condesa, acabada la burlesca revista, le soltó de su mano, Ramón, convencido de que el vizconde no se hallaba aún en la casa, solo se cuidó de elegir en ella un punto desde el cual pudiera observar la llegada de aquél.

Y llegó, en efecto, a las altas horas, seguido de una pequeña corte de admiradores, invadiendo el salón principal como terreno conquistado.

Conocióle en el acto Ramón, y disimulando cuanto pudo sus intenciones, púsose sobre sus huellas y procuró no perderle de vista un solo momento.

Nada de particular observó en mucho tiempo, sino algún que otro rumor al pasar, referente a cierto chasco dado a la condesa, y alguna que otra mirada al adorno de Isabel; rumores y miradas que convertía al punto en sustancia la aprensiva obcecación del sencillo aldeano. Su cuñada, entre tanto, aunque objeto, como siempre, de las atenciones de todos, no fijaba su conversación con nadie, y el vizconde mismo no había hecho más que saludarla, como a otras muchas personas.

Continuó la reunión con sus peripecias de carácter; y al llegar el cansancio y el hastío, que son dos de ellas, fuéronse replegando a las orillas muchos tertulianos que antes parecían no caber en el salón entero ni tener en todas las de la noche horas suficientes para gastar los bríos que llevaban.

De estos retirados eran el vizconde y sus amigos, que se habían colocado a la embocadura de un gabinete. Ramón se instaló en el gabinete mismo, ocultándole los pliegues de la cortina a las miradas del primero, y no tardó en advertir que los calaveras, vamos al decir, colmaban de felicitaciones y plácemes a su jefe, que éste recibió con afectada solemnidad, como un héroe las coronas. Llamábanle «Cid de los salones», «Sansón de toda esquivez», «rey de la reina» y otras cosas semejantes; respondía a todas el laureado, que «había cumplido su palabra»; que «las montañas más altas tienen, tanteadas de cerca, algún sendero por el cual son accesibles», y así por el estilo.

Hasta allí, el diálogo, aunque muy malicioso e intencionado, era soportable para el que le escuchaba afanoso detrás de la cortina; pero bien pronto salió a relucir el nombre de Isabel con todas sus letras, y entonces sintió Ramón una cosa dentro de sí con la cual no contaba. Zumbáronle los oídos, y una nube sangrienta le oscureció los ojos. Había ido a aquella casa con el único objeto de observar, y veía venir sobre su temperamento impresionable algo que iba a poder más que su resignación.

Tras el nombre de Isabel vinieron al diálogo las alusiones tan claras como injuriosas, y, por último, se evocó, por el mismo vizconde, con burla sangrienta, el de Carlos, «pacientísimo marido y predestinado borrego».

Al oír esto, Ramón no pudo sufrir más: ciego de ira, aunque conservando todavía una sombra de respeto al sitio en que se hallaba, cogió al vizconde, que hablaba desde el salón, por los faldones del frac, le metió de un tirón en el gabinete y cuando allí le tuvo, le sacudió las dos bofetadas más sonoras que ha oído el presente siglo.

Terciaron los circunstantes, sujetaron al agresor, y empezaron en las inmediaciones los comentarios de costumbre; atribuyóse el lance por unos a alguna burla hecha por el vizconde al desentonado personaje; por otros a una disputa sobre política... por todos a todo menos a la verdad.

Entre tanto salió Ramón a la sala, no antes que la noticia del lance; buscó a Isabel, y al hallarla la soltó al oído un «vámonos de aquí» tan acentuado, tan entero, tan exigente, que no la permitió ni el tiempo necesario para avisar a la marquesa, que estaba lejos de ella.

Ya en el coche los dos, Isabel, que conocía algunos pormenores del suceso, atribuido por el rumor a una broma de mal género que se había querido dar a su cuñado, se atrevió a preguntarle:

—¿Y qué es lo que te ha ocurrido?

—Nada que pueda interesarte... por ahora —respondió secamente Ramón.

No volvieron a hablar una palabra más en el trayecto que recorrieron juntos.

Al llegar a casa, preguntó Ramón por Carlos, y supo que estaba recogido ya. Dio las buenas noches a Isabel, y se encerró en su cuarto.

Arrojó lejos de sí el vestido opresor de etiqueta, sustituyéndole con el suyo cómodo y holgado; comenzó a pasearse como una fiera en su jaula, y de este modo pasó más de dos horas. Al cabo de ellas, rendido por su propia agitación más que por el sueño, tendióse vestido sobre la cama, y así dejó correr la noche.

¡Jamás le pareció otra más larga ni más penosa! Todo su afán era que viniera el día para hablar con Carlos.

VIII

Tan pronto como vio penetrar un rayo de luz por las vidrieras, saltó de la cama, dejó su habitación, se fue derecho a la de su hermano, en la cual entró sin anunciarse de modo alguno, y no se sorprendió poco cuando halló a Carlos paseándose y con señales de haber dormido tanto como él.

Al verle así, no tuvo valor para decirle de pronto toda la verdad. Sin embargo, juzgó preciso decírsela de alguna manera.

Carlos, por su parte, no pudo disimular el dolor que le causó la tan temprana visita de su hermano, cuyo aspecto sombrío no revelaba ninguna noticia tranquilizadora.

—Vengo —dijo Ramón por todo prefacio— a que echemos un párrafo, y te ruego que te sientes.

Carlos se dejó caer como una máquina en un sillón, mientras su hermano se sentaba en otro a su lado.

El infeliz abogado se hallaba en la situación moral del reo a quien van a leer la sentencia que puede llevarle al patíbulo. El único resto de fuerza que le quedaba le empleó en sonreírse por todo disimulo. Después exclamó en son de broma:

—Bien está lo del párrafo: la hora es lo que me choca un poco.

—Pues no debe chocarte —repuso Ramón—. He dormido mal, porque no estoy acostumbrado a fiestas como la de anoche; y, por otra parte, ayer me autorizaste implícitamente, puesto que madrugas tanto como yo, a que entrara en tu aposento si me encontraba aburrido y solo en el mío.

—Corriente. ¿Y qué quieres decirme?

—Quiero... insistir en mis trece: en que eres poco venturoso.

—¡Otra vez!

—Otra vez y ciento.

—Pues yo insisto en que te equivocas... y te suplico que no volvamos a hablar del asunto. Soy rico, tengo algún nombre, Isabel es bella... en una palabra, tengo hasta el derecho de que se me crea feliz.

—Todo lo tienes, en efecto, menos una mujer que lea en tu corazón y que se amolde a tus hábitos.

—Ya te he dicho que Isabel...

—Isabel no te comprende, o, por mejor decir, no se toma la molestia de estudiarte. Tú te desvelas, tú consumes la vida miserablemente por ella; y ella, entre tanto, triunfa y despilfarra, y jamás tiene en sus labios una palabra de cariño en pago de tu sacrificio.

—Pero Isabel es muy honrada...

—Y por ventura, ¿te atreverás a asegurarlo? ¡Harto hará si lo parece!

—¡Ramón!...

—No te amontones, y escúchame: tu mujer vive en una atmósfera en que la vanidad, la lisonja, las rivalidades del lujo y la coquetería entran por mucho, si no por todo; tu mujer es libre en esa atmósfera como el pájaro en la suya; en esa atmósfera vive perpetuamente la seducción, y tu mujer es muy hermosa. ¿Tendría nada de extraño que, mientras tú duermes descuidado en la soledad de tu casa, tendieran en la del vecino redes a tu honra? ¿Y sería tu honra la primera que ha sido presa en esas redes?

—¡Por caridad, no me atormentes más!

—¿Luego lo crees posible?

—Sí —exclamó Carlos con voz terrible y con los puños crispados, dejando ya todo disimulo—; hay momentos en que hasta eso creo, y... ¡sábelo de una vez! padezco horriblemente. Mi dignidad, mi carácter, la gratitud que debo a su padre, el amor que he llegado a sentir por ella, su desvío aparente o cierto hacia mí, su sistema de vida, el mundo, mi conciencia, mis deberes... todo esto junto en revuelta y agitada lucha, es un puñal que tengo clavado en el corazón, y me va matando poco a poco.

—¡Desdichado! Y ¿por qué no le arrancaste?

—Porque no pude... ni puedo.

—Eres un niño débil, Carlos, y esa debilidad no te la perdonará Dios, ni el mundo tampoco.

—Y ¿qué he de hacer?

—¿Qué? Tener carácter. Tenle una vez, si aún es tiempo, o te pierdes.

—¡Ay, Ramón! —exclamó Carlos con amargura—, eso mismo me lo digo yo cien veces al día; pero al llegar el momento decisivo, al recurrir a mi carácter, al imponerme con mi autoridad y mis derechos, me faltan las fuerzas, y, te lo confieso, hasta llego a creer que soy yo el reprensible, porque no me ajusto a sus costumbres.

—Pero ven acá, alma de Dios —dijo Ramón, ensañado contra aquella inaudita manera de discurrir—. ¿No has pensado nunca en que lo que es hoy en Isabel un descuido, hijo de la agitación en que la trae el mundo, podrá trocarse mañana en indiferencia, y otro día en olvido, y después en desprecio... y, por último, en una afrenta para ti, porque ya no será el recuerdo de sus deberes ni el de tu honra valladar suficiente de su virtud, si hay quien sepa asediarla?

—Pero ¿por qué insistes tú con tan horrible tenacidad en ese tema, pregunto yo a mi vez? —repuso Carlos con mal reprimida desesperación.

—Porque me enciende la sangre el ver cómo te desvives por contemplar a tu mujer, y cómo haces traición a tu carácter y a tu talento para disculparla, cuando yo tengo pruebas de que Isabel... no lo merece.

Al oír esto Carlos, pensó ver abierto a sus pies el abismo de todos los dolores y de todas las afrentas. Faltáronle las fuerzas y el valor para preguntar cuanto le ocurría en su natural deseo de descubrir la amarga y temida realidad, y sólo pudo decir con voz ahogada, y mirando a su hermano con expresión de anhelo, de angustia, de horror y de esperanza, todo junto:

—¡Pruebas!... ¿De qué?

Ramón se disponía a responder algo que fuese la verdad, sin lo cruel de la verdad misma, cuando apareció un criado anunciando la llegada de dos personas que deseaban hablarle con urgencia, y no pudo menos de bendecir en sus adentros aquella casualidad que alejaba un poco más el momento de dar a Carlos el golpe fatal. Carlos, por el contrario, la maldecía, porque a la altura a que habían llegado las explicaciones, no podía permanecer más tiempo sin conocer la verdad. Entre tanto, uno y otro extrañaban aquella visita, supuesto que Ramón, fuera de su familia, no conocía a nadie en Madrid.

De pronto asaltó a éste el recuerdo del lance de la noche anterior, y antes que Carlos pudiera adquirir la menor sospecha, se levantó rápido y se hizo conducir por el criado a la presencia de los dos visitantes.

IX

—¿Es reservado lo que ustedes tienen que decirme, caballeros? —les preguntó sin más saludos.

—Cabalmente —le contestaron.

—Entonces, pasemos a mi cuarto.

Y en él los introdujo, cerrando después cuidadosamente la puerta.

Carlos, mientras esto sucedía, estaba en ascuas. En ciertas situaciones de la vida, todos los ruidos, todos los movimientos, todos los colores, todo lo imaginable, responde a un mismo objeto: al objeto de la preocupación que nos domina. Aquellos dos personajes preguntando por su hermano, a quien nadie conocía en Madrid; su ida «al mundo», su inesperada e intempestiva visita a su cuarto, la interrumpida conversación, todo esto era muy grave y todo le parecía íntimamente ligado con la tempestad que destrozaba su alma desde la noche anterior, y más especialmente desde las últimas palabras que le había dirigido su hermano. Ciego y desatentado salió tras él, viole encerrarse, en su cuarto con los recién llegados, a quienes tampoco conoció, y pareciéronle siglos los minutos que duró la secreta entrevista.

Veamos lo que pasó en ella.

Tan pronto como se sentaron los tres, dijo Ramón:

—Sírvanse ustedes manifestarme cuál es el objeto de su venida, pues yo no tengo el gusto de conocerlos.

Los desconocidos eran personas de gran pelaje— mucho gabán, mucha patilla, mucho guante, mucho olor a pomada y afeites, y, sobre todo, mucha afectada lobreguez de fisonomía.

Uno de ellos respondió a Ramón después de carraspear:

—Usted, caballero, no habrá olvidado el lance de anoche.

—¡Ni mucho menos! —exclamó ingenuamente Ramón—. Pero juraría que no les había visto a ustedes ni a cien leguas de él.

—Es lo mismo para el caso —dijo el otro en tono muy lúgubre—. Nosotros no venimos aquí por nuestra propia cuenta, sino por la del señor vizconde del Cierzo.

—¿Y qué se le ocurre tan temprano a ese señor?

—Lo que es natural que se le ocurra después del suceso de anoche.

—Pero como lo más natural en ese caso sería un dentista, y yo no lo soy...

—Nos permitirá usted que le advirtamos —dijo el hasta entonces silencioso embajador— que hay ocasiones en que ciertas bromas no están justificadas.

—Respondo sencillamente a la observación que me ha hecho este otro caballero —replicó Ramón—; y como hasta ahora nada me han dicho ustedes que exija mayor solemnidad, no veo por qué ha de tomarse a broma mi respuesta.

—Pues bie-ijo el señalado por Ramón—, para abreviar y para entendernos de una vez: venimos de parte del señor vizconde del Cierzo a pedir a usted una satisfacción.

—¡Satisfacción a mí! —exclamó Ramón haciéndose cruces—. ¿Por qué y para qué?

—Por lo ocurrido anoche, y para vindicar su honor nuestro representado.

—¿Les ha dicho a ustedes ese señor por qué le abofeteé yo?

—Lo sabemos perfectamente.

—¿Y aún se atreve a pedirme satisfacciones?

—Es natural.

—¡Natural! ¿Por qué ley? ¿Con qué criterio?

—Por la ley que rige en toda sociedad decente, y con el criterio de todo el que se tenga por caballero.

—Pase la decencia de esa sociedad, siquiera porque estuve yo en ella; en cuanto a que el vizconde sea un caballero, lo niego rotundamente.

—Señor mío —exclamó el más soplado de los dos representantes—, hemos venido aquí a pedir a usted cuenta de un agravio hecho públicamente a un caballero, y no es esa respuesta la que a usted le cumple dar.

—Efectivamente; pero la doy porque la que procede no puedo dársela más que al interesado, que se ha guardado muy bien de ponerse a mis alcances.

—Es decir, que rehúsa usted...

—¡Pues no he rehusar?

—En ese caso, nombre usted otras dos personas que se entiendan con nosotros.

—¿Para qué?

—Para arreglar los términos en que usted y el señor vizconde...

—¿De cuándo acá necesito yo procuradores para esas cosas?

—Desde que no están autorizados los duelos sin ese requisito.

—¡Acabaran ustedes con mil demonios!... ¡Conque se trata de un duelo?

—Como usted se resiste a dar una satisfacción cumplida...

—Vamos, es esa la costumbre... Y no extrañen ustedes ésta mi ignorancia, porque allá, en mi pueblo, no se gastan tantas ceremonias para romperse el bautismo dos personas que desean hacerlo.

—Ya lo suponíamos. De manera que, ahora que está usted al corriente de todo, no se resistirá a nombrar esas dos personas...

—Respecto a eso, señores míos, lo mismo que antes.

—¿Es decir, que tampoco quiere usted batirse? —dijo el emisario de más aire matón, mirando al desafiado con un poquillo de menosprecio.

—En manera alguna —insistió Ramón muy templado.

—Me parecía a mí —objetó con desdeñoso gesto—, que cuando se abofeteaba a un hombre en público, habría valor suficiente en el agresor para responder más tarde con las armas en la mano...

—Poco a poco, señor mío —saltó Ramón muy amoscado—. Tengo mi opinión formada sobre eso que se llama entre ustedes lances de honor, opinión que no juzgo necesario exponer ahora; mas esto a un lado, y aun considerada la cuestión con el criterio de ustedes, creo que el único hombre que no tiene derecho para acudir a este terreno es aquél a quien, como al vizconde, abofetea otro por haberle infamado cobardemente, y por lástima no le mata.

—¡Rancias ideas!... —exclamaron riendo ambos padrinos.

—Y ¿a quién hace usted creer —añadió uno de ellos— que rehúsa un lance por eso y no por otra cosa peor?

—¿Y a mí qué me importa que se crea o que se deje de creer? —contestó Ramón con la mayor naturalidad—. Lo que puedo asegurar a ustedes es que a media vara de mis barbas no se reirá nadie de mí sin que le meta yo las suyas hacia adentro... Y esto les baste a ustedes.

—Ya se ve, cada uno tiene de su propia honra la idea que mejor le parece, por más que...

—¿Por más que, qué? —preguntó Ramón muy en seco.

—Por más que a la sociedad no le parezca tan bien.

—En pocas palabras, caballeros, y por si a ustedes les va pasando por la cabeza que puede ser miedo lo que me hace hablar así. Que tengo el corazón en su lugar, lo he visto ante cien peligros algo más graves que el que ofrece el cañón de una pistola de desafío, que acierta una vez por cada ciento que dispara; y en cuanto a lo demás... sin jactancia, no sería para mí, ni siquiera empresa difícil, echar a cada uno de ustedes por el balcón, o a los dos juntos si me pusieran en ese caso.

—¡Caballero! —exclamaron los dos embajadores poniéndose muy foscos y de pie.

—Aseguro a ustedes —se apresuró a decir Ramón con la mayor ingenuidad—, que no he dicho eso en son de amenaza, ni mucho menos; sino para indicarles de algún modo que no es miedo ni debilidad lo que me domina... y para que les vaya sirviendo de gobierno.

—Pues bien —observó uno de los padrinos más dulcificado en tono y en gesto—, quiere decir, que usted ni da satisfacciones ni acepta un lance.

—Cabales.

—De manera que implícitamente autoriza usted a nuestro representado para que, donde quiera que le encuentre, pueda declararlo así...

—Su representado de ustedes —dijo Ramón ya muy cargado— puede hacer eso y cuanto guste, porque corre de mi cuenta arrancarle a bofetadas los dientes que le dejaron en la boca las dos de anoche, donde le encuentre, con eso... y sin eso.

Miráronse los padrinos y no con gesto de burla, fingieron lamentarse del mal éxito de su cometido, porque conocían el carácter del señor vizconde y temían las consecuencias, y salieron haciendo reverencias a Ramón, que los condujo a un medio trote hasta la escalera, por temor de que oliera algo Carlos, que andaba rondando por las inmediaciones.

X

Reunidos otra vez los dos hermanos, enardecido más y más Ramón con la escena en que acababa de figurar, e inquieto como nunca Carlos con lo que aquél le había dicho al separarse de él, se hacía indispensable para ambos una explicación terminante de todo lo ocurrido. Bajo tal supuesto, Carlos dijo a su hermano, despojándose ya de todo miramiento:

—Ramón, no puedo dudar de lo entrañable de tu cariño hacia mí. Pues bien, ese cariño y el interés que, como nacido de él, debe inspirarte mi felicidad, te ponen en el caso de decirme, sin duelo ni consideración, cuanto pasa. Si lo que pasa es grave, para poder obrar yo en consecuencia; si son aprensiones mías, para mi tranquilidad... ¡Todo menos esta situación de horribles temores! ¿Qué significa esa visita; qué las últimas palabras que me dijiste al ir a recibirla; qué tu ida inesperada a la sociedad... qué, en fin, tantos otros sucesos raros que estoy observando desde ayer?

—Nada... y mucho —respondió Ramón, que siempre temía herir demasiado directamente el corazón de su hermano—. Nada si aún es tiempo de atajar el mal en su progreso; mucho, si lo que he visto no son amagos, sino la enfermedad misma.

—Pero, ¿qué has visto? —preguntó Carlos con ansiedad—. ¿No reparas que en la situación en que se encuentra mi espíritu, más daño que la realidad misma me hacen los miramientos con que me la ocultas?

—¡Tienes razón, voto al demonio! —dijo Ramón conmovido—. ¿A qué tantos rodeos ni preparativos cuando el enfermo puede morirse entre tanto? Escucha. Las dos personas que acaban de estar conmigo, venían a pedirme una satisfacción en nombre del vizconde del Cierzo; esa satisfacción me la pedía el vizconde porque anoche le di dos bofetadas en casa de la condesa de Rocablanca, o negra, o verde, o como se llame; le pegué las dos bofetadas allí, porque le oí jactarse de merecer de Isabel más atenciones de las que a tu honra convienen; se jactaba de ello, porque Isabel lucía unos diamantes que le había regalado él aquel día; y, por último, fui yo a la reunión aquélla porque, después de sorprender por la mañana el regalo en tu propia casa, vi por la noche que Isabel le llevaba a la fiesta, lo cual era señal de que le aceptaba de buen grado, y quise ver en qué términos daba tu mujer a ese hombre las gracias que, por lo visto, le había prometido. Esta es la historia compendiada de los sucesos. He aquí ahora la prueba del más grave.

Y esto dicho, Ramón, sacándole del bolsillo, puso en las manos trémulas de Carlos el billete que había encontrado en el estuche del aderezo.

A medida que el primero iba acercándose al fin de su relato, se producía una notable transformación en el ánimo de Carlos.

Lo que aterraba a éste, antes de conocer aquellos datos, era la posibilidad de que le exhibieran una prueba de que Isabel no era ya dueña del corazón que jamás creyó él poseer por entero. En tal caso el mal no tenía ya remedio. Isabel era mujer al cabo, y podía tener esa y aun otras debilidades análogas. Pero lo que le decía Ramón era de un género incompatible con ella, y demasiado, por tanto, para tomado al pie de la letra. Isabel podría llegar a faltar a sus deberes, pero no de aquel modo; podría conquistar su virtud un hombre, pero no un hombre como el vizconde; podría vencérsela con una pasión, pero jamás con una dádiva, como a una esquiva niñera; podría, en fin, por una aberración de su talento y de su carácter, llegar a dejarse dominar por un acto semejante, y aun a recibir una expresión material de su cariño; pero hacer ostentación de ella a la faz del mundo, a la de su propio marido, jamás. Isabel podría serlo todo, menos vulgar y necia.

Arguyéndose así Carlos a medida que Ramón le hablaba, cuando tomó en sus manos el papel mencionado, asombróse el último al observar que no le producía el efecto que él temía. Carlos no estaba tranquilo ni mucho menos; mas para el hombre que había llegado en sus recelos al punto a que él había llegado, la historia hecha por Ramón y el contenido ambiguo del billete eran, ya que no un consuelo, cuando menos una tregua en su posible desventura.

Así, pues, leído el papel con gran presencia de ánimo, dijo a Ramón:

—En todo esto hay un crimen indudablemente; una verdadera infamia, que no quedará impune; pero esta infamia no es, ni ser podía, de Isabel.

—¿De quién es entonces? —preguntó Ramón admirado.

—Del que firma este billete —respondió Carlos estrujándole en su mano.

—Y ¿qué más da para ti?

—¡Mucho, Ramón! Pude haber perdido a Isabel a más de la honra; y hasta aquí no veo más que una apariencia en ello, tal vez preparada por ese miserable. Tremendo será esto para mí, pues rastros dejan tales apariencias que no se borran jamás; pero al cabo no es el peor de los dos males que me amenazaban.

—Pero, ¿en qué puedes tú fundarte para aceptar esa idea?

—En tu propio relato, en este papel, en el carácter de tu cuñada... y en otras mil razones que tú no puedes alcanzar, porque no conoces como yo el mundo ni el corazón humano.

—¿Y en esta confianza vas a dormirte otra vez?

—¡Oh, eso no! —dijo fieramente Carlos, que ya se había puesto de pie—. Colocado para mis propósitos en la peor de las hipótesis, voy a proceder en todo, y sin pérdida de un solo instante, con la energía que tienes derecho a exigir de mí. ¡Yo te juro que no he de dar al mundo el triste espectáculo de un marido resignado!

Y esto dicho, y dejando a Ramón en su cuarto, se dirigió al de Isabel.

XI

Habíase ésta levantado rato hacía, porque su sueño de aquella noche no había sido tan tranquilo como los de costumbre, merced al recuerdo del lance de su cuñado; recuerdo a que, en la soledad de sus meditaciones, daba mil formas y colores diferentes, aunque, en honor de la verdad, le examinó por todas partes menos por donde debía, lo cual prueba la gran tranquilidad de su conciencia en ese particular, y hasta qué punto se embotan los espíritus más sutiles cuando solo se alimenta la cabeza de pueriles vanidades.

Grande fue su sorpresa cuando vio entrar a Carlos, cuyo semblante disimulaba mal el estado de su alma.

—Isabel —la dijo, sentándose a su lado—, seguramente que no podrás tacharme, en buena justicia, ni de hombre egoísta ni de marido intolerante.

La sorpresa de Isabel rayó en asombro al oírle hablar así.

—Y ¿por qué me dices eso? —le preguntó.

—Porque no me califiques de importuno ni de ligero por lo que pienso decirte; porque entiendas que estás en este momento en el caso de hablarme con la lealtad que tengo derecho a esperar de tu carácter y de las consideraciones que te he guardado siempre.

—Por favor, Carlos —dijo Isabel angustiada—; si quieres que responda a tus propósitos, dime claro cuáles son éstos, y no me atormentes más con ese lenguaje tan extraño en ti.

—Voy a hacerlo. Respetos a la memoria, para mí siempre sagrada, de tu padre, y a tus propios merecimientos, me impidieron, desde que soy tu marido, decirte lo que, pesándome demasiado sobre el corazón, ha venido haciendo de mi vida un martirio insoportable.

—¡Carlos!

—Sí, Isabel: un martirio horrible, un calvario angustioso.

—Pero, ¿por qué?

—Por no atreverme a decirte: «El género de vida que traes, el elemento en que vives, lejos de mí, lejos de toda verdad, es la senda que conduce más fácilmente al olvido de todos tus deberes.»

—Pero, ¿me hablas de veras, Carlos?

—Con el corazón en los labios, Isabel; y déjame continuar. No me atrevía a decirte: «La mujer que se consagra toda a los triunfos livianos del mundo, está muy próxima a arrastrar por los salones su propio decoro y la honra de su marido.»

—¡Pero eso es enorme, Carlos! Yo no te he autorizado ni con mis actos ni con mis palabras para que tan duras me las dirijas.

—Déjame concluir, Isabel, porque me abrasan los labios otras que necesitas oír por tu propio bien y para desahogo de mi corazón. No quise decirte nunca: «En la imposibilidad en que me hallo de ajustarme a tus costumbres, porque en ese mundo no quepo yo, porque me ahogo en él, amóldate tú a mis hábitos sencillos y tratemos de hacer en nuestro hogar una residencia de amor y de ventura, a lo que podemos aspirar por muchos títulos.» Yo no podía decirte esto, porque, diciéndotelo, creía ofender la rectitud de tus miras y la nobleza de tu corazón, en las cuales creía con ciega fe. Pero al mismo tiempo que te creía incapaz de faltar a lo que a mí me debes y a lo que te debes a ti propia, temía las apariencias de ello; porque es ley de ese mundo que habitas, quemar lo que se le acerca o manchar lo que quemar no puede... Desgraciadamente —añadió Carlos con voz sorda—, ya no es posible evitar que caigas en uno de estos dos peligros.

—¡Jesús! —exclamó Isabel fuera de sí.

—¡Es la verdad!

—¿Y después de decírmela de ese modo, pretendes que te agradezca esas contemplaciones que me has guardado y han sido la causa de que lleguemos a ese extremo... que tú conocerás, porque yo no sé todavía de qué se trata?

—No busco tu agradecimiento, Isabel, sino tu lealtad. ¡Demasiado lamento y maldigo esas contemplaciones!

—¡Y bien!...

—¡Que me calme! —dijo Isabel con voz terrible, levantándose erguida—; ¡que me calme cuando me acusas quizá de una infamia! ¡que me calme cuando me afrentas!

—¡Oh, repara, Isabel, que, al afrentarte a ti, me afrentaría a mí propio! Yo no soy, pues, quien te afrenta.

—Pero, Carlos, ¿me quieres volver loca, o lo estás tú?... ¿Quién puede ser capaz de sospechar de la rectitud de mis acciones, ni siquiera de la de mis pensamientos?

Óyeme un instante más. Anoche ocurrió un lance de mal género en los salones de la condesa de Rocaverde.

—Lo sé.

—Los protagonistas fueron mi hermano y el vizconde de siempre.

—¿Y qué tiene que ver?...

—¿Sabes por qué abofeteó Ramón a ese... infame?

—No... ¡Acaba!...

—Porque le oyó jactarse, entre otros como él, de haber vencido tu, por lo visto, proverbial esquivez.

—¡Virgen María!

—¿Sabes con qué probaba su aserto el procaz?

—¡Con qué?...

—Con un aderezo que tú lucías, y que, según parece, te había sido... enviado por él.

—¡Y tú has podido creerlo, Carlos? —exclamó Isabel en el paroxismo de la desesperación, arrasados sus ojos en lágrimas.

—Yo —respondió Carlos sordamente— no he tenido más remedio que leer lo que dice este billete.

Y alargó a Isabel el que le había dado Ramón.

Isabel, que en un momento había comprendido la verdad de lo que pasaba, recordando la ligereza con que se fió el día antes del vizconde, tomó el papel y le leyó precipitadamente.

—Está —dijo a poco, regándole con sus lágrimas—, bien tendido el lazo. Pero ¿de dónde ha salido este papel que yo no he visto? ¿Cómo ha llegado a tus manos?

—Este papel venía dentro del estuche...

—Y cayó en poder de Ramón —continuó Isabel, que recordó entonces que éste fue quien le entregó a ella el aderezo—; y Ramón, como si también se conjurara contra mí, te le dio como una prueba de mi crimen.

—No culpes a Ramón todavía —dijo Carlos intencionalmente.

—Tienes razón —repuso Isabel adivinándole—: mal puedo culparle cuando aún no me he disculpado yo. ¿No es así?

Carlos guardó silencio. Su mujer sollozaba. A poco se enjugó ésta el llanto, miró a aquél serena y majestuosa, y

—Carlo-e dijo con voz entera—, comprendo que me sería imposible desvirtuar en este instante a tus ojos todas las pruebas con que me acusas: es ese tejido de infamias demasiado fuerte para que yo pueda deshacerle con una palabra. Sin embargo, antes de contarte la historia de ese que crees regalo, quiero, por lo que valga, hacerte una advertencia: si algún día hubiera sido yo capaz de faltar a lo que debo a tu honra y a la mía, mi propio decoro me hubiera obligado a decirte antes: «Carlos, me faltan fuerzas para resistirme; préstame las tuyas.» Ahora, oye la verdad de lo ocurrido.

Y esto dicho, Isabel refirió punto por punto cuanto había pasado el día antes entre ella y el vizconde.

Carlos no podía tranquilizarse con aquella explicación ni con otra alguna, por muy palpable que apareciese la verdad; que en asuntos de honra, tanto duele perderla como el temor de que nos la crean perdida. Mas con respecto a la supuesta delincuencia de su mujer, daba más importancia a las aseveraciones, y sobre todo a la actitud de ésta, que a las alarmas y exageraciones de su hermano. Así, pues, no le sorprendieron los descargos de Isabel, porque los esperaba por el estilo desde que conoció los antecedentes del fatal asunto.

Pero quedaba en pie otro muy grave, para el que desgraciadamente no había disculpa ni remedio: el escándalo. Isabel y el vizconde eran demasiado conocidos en la alta sociedad para que el suceso dejara de haber trascendido ya a corrillos y salones. Este era el verdadero clavo que atravesaba el corazón de Carlos. ¿Qué merecía el hombre que le había colocado a él en tan terrible situación? Por eso, desde que habló con su hermano, todos sus odios se convirtieron a un solo punto, a una sola persona: el vizconde.

Isabel, por su parte, era demasiado discreta para desconocer la inmensidad de su desdicha. No dudaba que ante Carlos, que la conocía bien, le sería dable justificarse; pero ¿cómo se justificaría ante el mundo? Esta idea le arrancó del corazón un torrente de lágrimas.

Carlos, que no le había contestado una palabra al oír sus explicaciones, la dejó intencionadamente sumida en aquel dolor, y salió del gabinete. Entró en el suyo, se vistió precipitadamente, rogó a su hermano que acompañase a Isabel, cuyo estado le refirió, mientras él volvía, que sería muy pronto; encargóle también que entre tanto no dijese a nadie que faltaba de casa, y salió de ella apresurado.

XII

Momentos después se hallaba Ramón al lado de su cuñada: ésta dolorida y sollozando; el otro con el corazón oprimido, pero sereno. Cuando Isabel notó la presencia de Ramón, le dijo con acento triste:

—¡Qué mal hiciste en no haberme advertido lo que pasaba, antes que a Carlos, desde que adquiriste la primera sospecha!

—Culpa fue de tu marido, que no me consintió hablarte de lo que me saltó a los ojos apenas llegué a esta casa.

—¡Cuánto dolor me hubieras evitado!

—¡Dejando que el mal extendiera sus raíces, y fueran mañana la afrenta y el escándalo más grandes! ¿Te parece?

—¿Luego tú también me crees culpada?

—Creo, Isabel, lo que he visto ayer, lo que me pasó anoche y lo que está pasando hoy. Nada más, y es bastante.

Isabel se ahogaba bajo el peso de esta nueva indirecta acusación, remedo de las que le harían, fundadas en las mismas apariencias, aun las personas que más tratasen de favorecerla. Buscando algún alivio a su pena, hizo, lo mismo que a Carlos, la relación de los hechos verdaderos; pero era Ramón bastante más aprensivo y obcecado que su hermano, y si bien oyó con gusto las disculpas, no las aceptó con la fe que hubiera deseado.

—Ya ves —prosiguió Isabel—, cómo me hubiera sido imposible evitar lo que está sucediendo.

—No tanto —dijo Ramón—, si hubieras sido un poco discreta en leer fisonomías.

—No comprendo...

—Porque no te dedicaste jamás a estudiar la de tu marido, como era tu deber.

En esto apareció la marquesa, en traje de confianza, afectuosísima, locuaz, hecha un brazo de mar, inaguantable.

Isabel apenas tuvo tiempo para secar sus ojos y tomar una actitud que revelara menos la tormenta que corría su alma.

—Buenos días, Isabel... señor don Ramón —dijo la invasora tendiendo la mano al aludido, que no podía comprender aquella explosión de repentino afecto hacia él—, doy a usted los más cumplidos y sinceros parabienes...

—¡A mí, señora! ¿Y por qué?

—¿Por qué? Por lo que hizo usted anoche... y eso que no debía perdonar el desaire que me dieron ustedes marchándose de allí sin decirme una palabra... Pero, en fin, algo había que dispensar en unas circunstancias como aquéllas... además de que, por otra parte, yo no soy rencorosa, y prueba de ello es que estoy aquí tan pronto como he dejado la cama.

—Muchas gracias —dijo Isabel calando la intención de su amiga.

—¡Oh, no hay por qué, Isabel! —continuó aquélla con una movilidad que mareaba—. La verdad es que el sitio, la ocasión y demás, no justificaban mucho un atentado semejante; pero, por otro lado, el señor guardaba el decoro debido, y no todos están obligados, por nacimiento, por educación o por costumbre, a llevar el frac con todo el chic de rigor. ¿No es cierto?... Yo no sabía nada de lo ocurrido más que el porrazo y el consiguiente barullo; pero cuando ustedes salieron, pude averiguar que el vizconde había querido reírse de usted a sus mismas barbas...

Isabel y Ramón se miraron, dudando ambos que la marquesa hablara de buena fe y que no les ocultase la verdad de los rumores esparcidos por el salón a raíz del suceso.

La charlatana continuó sin fijarse en aquella mirada ni en el rubor que asaltó las mejillas de Isabel.

—El caso es que el vizconde merecía un correctivo ejemplar, porque es vano y lenguaraz como él solo, y que al cabo le encontró donde menos podía esperarle. Y adviertan ustedes que lo que hizo anoche no vale nada en comparación de lo que suele hacer a cada instante... ¡Oh, algún día le van a costar aún más caras sus calaveradas, y a fe que lo tendría bien merecido! Para él no hay nada sagrado, y lo mismo atropella reputaciones que cambia de vestidos... Figúrense ustedes que ayer tarde entró en la tienda de un joyero cuando más llena estaba de ociosos; tomó un riquísimo aderezo que, por lo visto, deseaba adquirir la Rocaverde; llamó a un dependiente después de escribir un billete tiernísimo, cuyo contenido leyó a gritos; metió el billete en el estuche; entregó éste al dependiente, y le dijo con voz muy recia: «a casa de... Fulana (no se me ha dicho el nombre) y entrégasele a ella en propia mano». ¡Calculen ustedes qué rechifla se armaría allí, y cómo quedaría la honra de aquella mujer... y la de su marido, porque, según parece, es casada!...

A medida que iba hablando la marquesa, las rosas de las mejillas de Isabel tornábanse poco a poco en lirios; íbanle faltando las fuerzas al mismo tiempo, y próxima estuvo a desplomarse bajo el peso de su vergüenza; pero la consideración de que la falsa amiga estaba más al tanto de la verdad que lo que aparentaba y de que se expresaba así por herir más impunemente, la prestó, en un acceso de indignación, los bríos que necesitaba.

Iba a continuar sus irónicas lamentaciones la marquesa, gozándose en el martirio de su amiga; pero ésta, levantándose airada,

—¡Basta! —la dijo.

—¿Por qué me interrumpes en ese tono? —preguntó la marquesa dulcificando el suyo y fingiéndose sorprendida.

—Porque tu conducta en este momento está siendo más vil que la de tu vil amigo al hacer lo que nos has referido.

—¡Isabel!...

—Sí, porque estás abusando villanamente del arma que ha puesto en vuestras manos una desdichada casualidad; porque estás sirviendo admirablemente los fines de ese infame calumniador, avezado a los triunfos fáciles que mujeres... como tú, le han procurado, haciéndole creer que todas somos lo mismo; porque estoy resuelta a no consentir que siga adelante esa criminal burla, y a hacer que comprendan los que hoy me difaman la diferencia que hay entre una mujer de honor y una despreciable... cortesana.

Verde, amarilla, azul, jaspeada se ponía la marquesa al oír a Isabel; quería contestar, y le faltaba la voz; quería imponerse con un ademán, y le faltaba el movimiento: estaba allí clavada, rígida como una estatua, condenada a oír sin replicar aquellos apóstrofes de acero.

Ramón desconocía a su cuñada; aplaudía en silencio su actitud, y comenzaba a creer en su inocencia.

Entre tanto, Isabel, no creyéndose satisfecha con lo que había dicho, cogió el malhadado aderezo, que aún estaba sobre su tocador, conforme le había dejado al quitársele la noche antes, y arrojándole en el suelo a los pies de la marquesa,

—¡Toma! —le dijo con ira y desprecio, mientras saltaba la alhaja hecha pedazos—, por si, creyéndola debida a tu adorador, es esa prenda la que te mueve a esgrimir contra mí el puñal de tu despecho... ¡Pero vete, y no encones más con tu presencia los recuerdos del tiempo que he estado concediéndote una amistad que no merecías!

La marquesa, que seguía siendo, más que una mujer, un autómata, miró a Isabel como una hiena, y echando espumarajos por la boca, y lágrimas de rabia por los ojos, salió como una exhalación.

—¡Esto es demasiado, Ramón! —exclamó Isabel al quedarse sola con éste, dejando correr de nuevo el llanto por sus mejillas.

—Y ¡qué has de hacerle ya, desdichada? —la dijo Ramón vivamente conmovido.

—¡Cómo! —replicó Isabel fuera de sí—. ¿Será posible que una mujer como yo no pueda demostrar su inocencia; que una mujer que no tiene que arrepentirse ni siquiera de un pensamiento indigno, haya de verse obligada a bajar su frente ante el mundo como una criminal? ¿Con qué justicia, Ramón?

—Con la de ese mismo mundo, Isabel, en que se confunden tan fácilmente las honradas con las perdidas.

—¡Es que yo desharé esas apariencias que hoy me condenan!

—No lo dudo; pero ¿cómo?

—No lo sé; pero necesito hacer algo con ese fin... Por de pronto, salir de aquí... ir a... ¿Me quieres acompañar, Ramón?

—Sin duda... Y ¿adónde vamos?

—¡Qué sé yo!

Y tiró del cordón de la campanilla. Presentóse un criado, y le mandó que pusiesen al momento un coche.

Mientras se vestía precipitadamente, recogía Ramón del suelo los pedazos dispersos del aderezo, y murmuraba al propio tiempo:

—¡He aquí un caudal despilfarrado, que, como todos los despilfarros y por castigo de Dios, no ha traído sobre el despilfarrador más que desventuras y tardíos arrepentimientos!

XIII

Veamos ahora qué hacía Carlos entre tanto.

Cuando se vio en la calle, y a pie, porque su afán no cabía en ningún carruaje, pensó que todos los transeúntes le señalaban con el dedo, y leían cuanto pasaba por su corazón. Con ésta y otras análogas preocupaciones, aceleró el paso, y en muy pocos minutos llegó a casa del vizconde. Hízose conducir a su presencia inmediatamente, y le halló departiendo con los dos personajes que habían ido poco antes a conferenciar con Ramón.

Al verle el vizconde enfrente de sí, sintió algo, como escalofrío, que subiendo del pecho le puso el semblante más pálido que lo de costumbre. No diré que aquello fuese señal de miedo, pero tampoco que se pareciese al color de la arrogancia.

Cuando dos hombres se hablan por primera vez, en las circunstancias ordinarias de la vida, siempre la mirada del uno domina a la del otro, porque es muy raro que los dos valgan lo mismo, y desde aquel instante queda el dominado a merced de la razón del dominante. Cuando los que se encuentran son el juez y el reo, no hay para qué decir quién vence a quién. Por eso no digo yo cómo miraba Carlos al vizconde y cómo miraba el vizconde a Carlos.

—¿Me esperaba usted? —le preguntó éste con voz entera y en una actitud en que jamás se le había visto.

—No por cierto —respondió el interrogado, menos seguro de sí mismo—. Ningún asunto había pendiente entre nosotros, y ésta es la primera vez que he tenido el gusto de ver a usted en mi casa.

—Es que quizá me reservaba para pagar en una sola visita todas las que usted me ha hecho.

—No comprendo...

—Va usted a comprenderme.

—Advierto a usted que estos dos caballeros son de confianza.

—Me importa poco que lo sean o dejen de serlo.

—Es que puede usted decir delante de ellos cuanto guste.

—Pienso que nos han de oír algunos más.

—Tampoco lo entiendo; pero, en fin, usted se explicará.

—Vengo a decirle a usted que necesito su sangre y su vida...

—Me permitirá usted que le advierta —observó muy mesuradamente el apostrofado—, en primer lugar, que no es usted con quien yo tengo que arreglar un asunto de esa especie; y, en segundo, que si usted insiste en hacer suya la cuestión de su hermano, aquí tengo dos personas de mi confianza: entiéndase usted con ellas, o nombre otras dos que le representen, y cuando se hayan entendido me tendrá usted a sus órdenes. Entre tanto, hemos concluido.

Y dicho esto, el vizconde trató de salir del aposento afectando aires de altivez, que sólo contribuyeron a encender más la cólera de Carlos; pero éste le cerró el paso, mientras le decía enfurecido:

—Y yo, en cambio de esas advertencias, sólo tengo que repetir que, en cuestiones de honra propia, no delego mis poderes en nadie; que yo soy la ley, el juez y el ejecutor, y que no abrigue usted la más remota esperanza de que este compromiso pueda terminarse como tantos otros lances mal llamados de honor.

—Y yo insisto en que no tengo con usted ninguno pendiente.

—Es decir, que usted rehúsa...

—Repito que no tengo satisfacción alguna que dar.

—Si no son satisfacciones lo que yo busco. Ya le he dicho que quiero arrancarle la vida...

—Pues yo no quiero, no debo proporcionarle a usted ese gusto sin un motivo justificado.

—¿Luego no es bastante el que usted conoce y aquí me trae?

—¡No!

—¿Ni éste tampoco? —dijo Carlos sacudiendo tan estupenda bofetada al vizconde, que le hizo caer hecho un ovillo entre un sillón y la puerta.

—¡Oh! —rugía el insensato al verse en tan humillante situación—. ¡Mi revólver!.. ¡Mis espadas!

Echáronse en esto sobre Carlos los dos, hasta entonces, mudos testigos de aquella escena. Levantóse el caído, y quiso, en un momento de exaltación nerviosa, arrojarse sobre su agresor; pero al hallarse otra vez con aquel rostro de mármol y con aquella mirada de acero, faltáronle los bríos, y corrido y acobardado cayó en brazos de uno de sus amigos, llorando como un niño.

—Bien le está llorar como una mujer a quien ofende como las víboras —dijo Carlos mirándole con desprecio.

—Hasta aquí —observó entonces el que le sostenía—, hemos respetado la actitud en que respectivamente se iban colocando ustedes; mas desde ahora estamos resueltos a impedir todo género de violencias, indignas de dos personas que se precian de bien nacidas.

—Lo verdaderamente indigno —respondió Carlos con altivez—, es atacar traidoramente el honor ajeno, y buscar después la impunidad en la propia cobardía.

—Es que yo no dudo que el señor vizconde sabrá aceptar como un caballero la responsabilidad de esos cargos —replicó su amigo mirándole con mucha intención.

—Y sólo en ese supuesto puede contar con nosotros —añadió el segundo testigo con no mejor intención que el primero.

El vizconde en tanto mordía el pañuelo con que secaba a hurtadillas las lágrimas que se le escapaban y la sangre que brotaba de algunas rozaduras de su cara; luchaba con la furia de su afrenta y el temor que le infundía la resuelta actitud de Carlos. Un duelo con aquel hombre tenía que ser a muerte, y él no encontraba en su corazón fuerzas para tanto. Tampoco podía confiar en la esperanza de una tramitación larga y diplomática que prepara un desenlace menos sangriento, porque su contrario no daba treguas. Era, pues, preciso decidirse en seguida. La lucha fue atroz, aunque duró pocos minutos. Sus dos amigos y Carlos pudieron observar cómo aquella exaltación febril fue cediendo, hasta que el desdichado cayó en un abatimiento que alarmó a los testigos.

—¿Necesitas algo que podamos hacer por ti? —le preguntó uno de ellos.

—No —respondió a poco el vizconde, mirando a todos con rostro sereno—. Lo que necesito es dar la mayor prueba de valor que puede exigirse a un hombre que blasona de caballero... Necesito decir que no tengo corazón bastante para vengar la afrenta que acabo de recibir, en la forma en que el señor lo pretende, y, por consiguiente, que estoy dispuesto a darle la única respuesta que me cumple y que puede reparar, en parte siquiera, el daño que ayer he podido causarle cegado del demonio de mi vanidad.

Los dos amigos se miraron asombrados. Carlos empezaba a compadecer a aquel desdichado, que prosiguió así:

—Ayer presenciasteis todo lo ocurrido en el asunto que aquí nos reúne; os prestasteis después a representarme en el que tenía pendiente con el hermano del señor: no me neguéis vuestra asistencia en el momento más solemne de los varios que va teniendo para mí este desdichado quid pro quo. Si asentís a mi deseo, seguidme a donde voy a conduciros, si el señor está dispuesto también a acompañarme, en la seguridad de que es mayor el sacrificio que voy a hacer por su honra, que dañada fue la intención con que se la comprometí.

Los dos amigos no se opusieron a este deseo. Carlos también asistió a él. ¿Qué más había de exigir a aquel miserable?

Mandó el vizconde preparar un carruaje; y en él colocados nuestros cuatro personajes, fueron conducidos, por orden de aquél, hasta la puerta de la consabida joyería, que se hallaba ocupada por la tertulia de costumbre a tales horas.

Grande fue la sorpresa de los ociosos cuando aparecieron ante ellos los cuatro personajes del coche. La palidez de Carlos, ciertas huellas que se dejaban ver demasiado en la cara del vizconde y el aspecto sombrío y mustio de los otros dos acompañantes, tras de las noticias que habían circulado ya, y acababan de aumentarse allí sobre la cachetina de la noche anterior, hicieron al punto creer a aquellos murmuradores que iban a ser testigos de alguna escena desagradable.

Y así fue, en efecto. El vizconde, apenas entró el último de los que le acompañaban, cerró la vidriera de la calle, y, reclamando la atención de los circunstantes, les recordó su manera de proceder allí mismo el día anterior; juró que sólo un impulso de necia vanidad y de injustificable despecho le había obligado a escribir unas palabras y a pronunciar otras que había lastimado el honor de una señora que no nombró por respeto a la misma, y porque todos los allí presentes sabían de quién se trataba. En seguida refirió la verdadera causa de todo, exigiendo como un deber de los que le escuchaban, que repitiesen aquella retractación para restablecer la verdad, donde quiera que la viesen alterada con daño de la honra de la persona calumniada por él.

Carlos, al oír hablar al vizconde, podía contener mal sus iras, porque no tenía noticia de que también allí hubiera andado su honra por los suelos; pero en buena justicia no debía exigir más a aquel hombre después de lo que con él había hecho en su casa. Molestábale mucho también el estar presenciando semejante escena, por si había delante una sola persona que pusiese en duda la sinceridad de aquellas explicaciones, caso en— el cual era su papel bien poco simpático; mas ¿cómo salvar tantos inconvenientes sin desatender el asunto principal? Hervíale la sangre con éstas y otras consideraciones, e iba a poner término breve a la escena, cuando paró a la puerta un carruaje, del cual descendieron Isabel, pálida y ojerosa, y Ramón, con gesto avinagrado. Detúvose un instante la primera, atemorizada con la presencia de tanta gente, y tal vez hubiera retrocedido sin realizar su plan, a no haberse fijado en su marido y en el vizconde. Diéronle ánimos la idea del amparo del primero y la indignación que de nuevo la hizo sentir la vista del segundo, y entró con aire resuelto.

—¡Tú aquí, Isabel! —la dijo Carlos admirado, saliendo a su encuentro.

—Sí —respondió Isabel de modo que se la oyera— Venía a pagar un aderezo que ayer me enviaron de aquí por conducto de nuestro buen amigo el vizconde, que quiso cedérmele, pues era ya suyo, y sólo con su orden podía adquirirle yo... Circunstancia que, por cierto, ha sabido explotar bien en beneficio de su vanidad ese... miserable.

Los ojos de Isabel se arrasaron en lágrimas al pronunciar esta palabra con voz trémula, dirigiéndose al autor de su desdicha.

—Señora —le dijo entonces el vizconde adelantándose respetuosamente—. Por duro que sea el martirio a que ha sometido a usted una fatal ligereza mía, puedo asegurar que es infinitamente mayor la tortura que a mí me cuesta... Y la que habrá de costarme en la situación a que voluntariamente me condeno.

Iba a replicar Isabel, pero Carlos se adelantó.

—No más —dijo con voz cariñosa, pero solemne—; mi presencia aquí y la de algunas otras personas, como estos dos señores, a quienes ya conoce Ramón, debe probaros que este asunto está ya juzgado y castigado en forma. Asunto en extremo delicado, puesto que se relaciona contigo, no debe tocarse más en sus detalles, ni aun para tributársete el respeto a que eres acreedora. En ellos se ocupará el señor vizconde con el afán que ha mostrado aquí al dar el primer paso en el camino de las reparaciones, que son hoy el mayor peso que tiene sobre su conciencia; y no dudes que así lo hará, pues sabe, por dolorosa experiencia, cuánto le va en ello.

Y esto dicho, Carlos dio el brazo a Isabel, y salieron los dos a la calle, seguidos de Ramón.

XIV

Un cuarto de hora más tarde, se hallaban los tres reunidos en casa. Isabel lloraba, Carlos recorría la estancia y Ramón meditaba.

—¡Carlos! ¡Carlos! —exclamó al fin aquélla, arrojándose en los brazos de su marido—. ¡Hay huellas que no se borran jamás!

—Sí, Isabel; y ese es el puñal que no puedo arrancar de mi corazón.

—¡Mal podrás, en ese caso, perdonarme nunca!

—A ti, sí; a mí es a quien no perdonaré jamás, pues soy la causa de todo.

—¡Tú!

—Yo, sí; yo, que no supe mostrarte con tiempo el peligro que corrías, pues en ese terreno, como en ningún otro, debe hacerse comprender a la mujer que no le basta ser honrada, sino que, como la del César, necesita parecerlo.

—¡Oh! no volveré a ese mundo en que con tanta facilidad se mancha el honor más limpio con las apariencias del deshonor.

—Al contrario, Isabel: ahora soy yo quien te manda volver a él, pero por poco tiempo. Retirarte después de lo ocurrido, sería tanto como declararte vencida por esos miserables. Es preciso, pues, que te vuelvas a presentar delante de todos ellos, y con la frente muy alta. Después...

—Después, yo le pediré a tu hermano un rincón en su casa...

—Mucho salto es ése —dijo Ramón sonriendo—: de lo más alto de la corte al más bajo de los cortijos.

—Con algo menos habrá bastante, Isabel —repuso Carlos—. Bueno es que conozcas el humilde y honrado techo bajo el cual vi la luz primera, y ¡ojalá que nunca de él te quieras alejar después! Pero entre ese extremo y el único que hoy conoces, hay un medio, en Madrid mismo, en cualquiera parte, lleno de encantos y de paz.

—Y ¿cuál es ése, Carlos?

—El hogar doméstico; sus mil detalles, que no conoces todavía, al calor de los cuales, y no de otro modo, se. forman y viven las dos grandes figuras de la humanidad: la esposa y la madre.

—¡Oh, yo trataré de conocerlos y de amarlos!

—Pues bien, cuando los conozcas y los ames, yo seré el primero que te ponga a las puertas del gran mundo, y te diga: —«Entra, si te atreves.»


Publicado el 22 de octubre de 2018 por Edu Robsy.
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