Las Visitas

José María de Pereda


Cuento



I

Ponte los guantes, lector; sacude el blanco polvo de la levita que llevabas puesta cuando despachaste el último correo (supongamos que eres hombre de pro); calza las charoladas botas que, de fijo, posees; ponte majo que hoy es día de huelga, no hay negocios en vamos a hacer visitas.

Este modo de pasar el tiempo no será muy productivo que digamos; no rendirá partidas para el debe de un libro de caja; pero es preciso hacer un pequeño sacrificio, lo menos una vez a la semana, en pro del hombre-especie de parte del hombre individuo; es decir, dejar de ser comerciante para ser una vez sociable.

Y para ser sociable, es de todo punto necesario atender a las exigencias del gran señor que se llama Buen-tono. Ser vecino honrado, independiente y hasta elector, son cualidades que puede tener un mozo de cuerda que haya sacado un premio gordo a la lotería.

Para vivir dignamente en medio de esta marejada social, es indispensable tener muchas «relaciones», hacer muchas visitas, aunque entre todas ellas no se tenga un amigo.

Porque amistad es hoy una palabra vana: es un papel sin valor, que nadie toma, aunque le encuentre en medio de la calle.

La amistad, tal como la comprenden los hombres de buena fe, es una señora que, si bien produce algunas satisfacciones, en cambio acarrea muy serios compromisos, y no es esto lo que nos conviene. Hállese un afecto, llámese como quiera, que aparentando las primeras evite los segundos, y entonces estaremos montados a la dernière. En esta época de grandes reformas todo lo viejo debe desaparecer como innecesario, si no quiere pintarse al uso moderno.

Dar los días a la señora de A.; despedirse de la condesa de B.; apretar la mano al barón de C.; refrescar con el capitalista D.; hablar en calles, plazas y cafés de la última reunión de las de Tal, o del de las de Cual; decir «a los pies de usted» a cuantas hembras crucen por delante de uno, y no conocer a fondo a nadie, es lo que se llama vivir a la alta escuela moderna; ser un fuerte apoyo de la flamante sociedad.

¡No se concibe cómo se arreglaban las gentes cuando no se conocían las tarjetas, ni se pagaban los afectos con papel-visita!

Por eso tenemos el derecho de reírnos de su crasa ignorancia.

Pero no te rías, lector, en este momento, porque vamos a entrar de lleno en el asunto, y el asunto es tan serio, que la menor sonrisa le profana.

Descúbrete, pues, y chitito.

La visita de rigor es un vínculo sui géneris que une a dos familias entre sí. De estas dos familias no puede decirse que son amigas, ni tampoco simplemente conocidas: son bastante menos que lo uno y un poco más que lo otro; es decir, están autorizadas recíprocamente para no saludarse en la calle, para hacerse todo el daño que puedan; pero no deben de prescindir entre sí del ofrecimiento de la nueva habitación, ni de la despedida al emprender un viaje, ni de la visita al regreso, ni del regalo de los dulces después de una boda o de un bautizo.

Esta definición parecerá un poco ambigua a primera vista; pero si se reflexiona un poco sobre ella, se comprenderá menos.

Y lo peor es que no se puede dar otra más clara, porque lo definido es incomprensible.

Vaya un ejemplo, en su defecto.

Doña Epifanía Mijo de Soconusco, y doña Severa Cueto de Guzmán, son visita.

Ricas hasta la saciedad y envidiadas de cuantas se quedaron unos grados más abajo en la rueda de la voluble diosa, son la esencia de buen tono provinciano, que es la equivalencia o copia de la etiqueta cortesana, si bien, como todas las copias, bastante amanerada, o, como diría un pintor, desentonada. Mas la entonación de cuya falta adolece el cuadro, está perfectamente compensada con la riqueza del marco que le rodea; lo cual, en los tiempos que alcanzamos, vale algo más que los rancios pergaminos de un marqués tronado.

Y no se crea por esto que doña Epifanía despreciaría una ejecutoria si la hubiera a sus alcances. Dios y ella saben lo que ha trabajado para encontrar, entre las facturas de su marido don Frutos, algún viejo manuscrito que la autorizara para pintar en sus carruajes algún garabato heráldico; ya que no león rampante en campo de gules, siquiera una mala barra de bastardía entre un famélico raposo y una caldera vieja en campo verde; pero siempre tan nobilísimos deseos han tenido un éxito desdichado. Los únicos manuscritos que parecieron de algún valor, eran efectos a cobrar; las barras eran más de las precisas, pero de hierro dulce y ya estaban vendidas; la caldera se halló en la cocina, pero era la de fregar; por lo que hace al raposo, le dijeron que, aunque abundaban en el país, eran muy astutos y difíciles de atrapar.

A pesar de tan funestos desengaños, no vayan ustedes a creer que doña Epifanía desistió de su proyecto. Persuadida, por lo que había oído alguna vez, de que la heráldica es una farsa, y que cada cual se la aplica según le parece, concibió un proyecto magnífico si se le hubieran dejado llevar a cabo. Ideó cruzar en una gran lámina de oro, la barra, colgando de ella la caldera; en el cuartel que quedaba vacío, retratar el gato, ya que el raposo no se prestaba a ello, y para orla, a manera de toisón, encajar un rosario de peluconas de don Félix Utroque. Todo esto cubierto por detrás con un pañolón de Manila, en defecto de un manto santiagués, debía hacer un efecto sorprendente, y sobre todo, un escudo que si aristocráticamente valía poco, en cambio, en riqueza intrínseca, mal año para todos los más empingorotados de la historia. Tal fue el proyecto de doña Epifanía; mas a don Frutos, que, aparte de ser hombre de gran peso, es bastante aprensivo con sus puntas de visionario, se le antojó que aquel grupo de figuras era una batería de cocina; que el gato mayaba; que la caldera sonaba contra la barra, y que bajo los pliegues del pañuelo asomaba la punta de un estropajo, lo cual era hablar muy recio en heráldica y exponer a grave riesgo su posición entonada.

Dos Frutos negó su consentimiento, por primera vez en su vida, a un capricho de doña Epifanía. Por eso no gasta librea su servidumbre.

Más afortunada doña Severa por haber dado su mano a un Guzmán, le ha sido muy fácil llenar su antesala y sus carruajes de coronas y blasones, sin más trabajo que encargar a un pintor unas cuantas copias de las armas del defensor de Tarifa, armas que, dicho sea de paso, apenas fueron expuestas a la pública consideración, produjeron terribles disgustos al infeliz que las consideraba como su mejor obra. ¡Pobre Apeles, y cómo le pusieron las visitas de doña Severa, y hasta gentes que nada tenían que ver con ella! ¡En mal hora para su fama emprendiera aquella obra! Nadie quiere reconocer en los cuarteles del escudo el pensamiento de la de Guzmán. Quien toma la torre por un barril de aceitunas; quien por un balde de taberna; a unos recuerda el tajo de un herrador; a otros el yunque de un herrero; a éste un cuévano pasiego; al otro la cubeta de un zapatero; y en su afán etimológico, no falta quien le compare con el tamboril del Reganche. El puñal del héroe, que aparece en el espacio, también varía de nombre a medida que le van observando. Ya es una lesna, ya una navaja de afeitar, el flemen de un albéitar... en lontananza, es decir, allá a lo lejos, como existen en la mente los recuerdos de lo ya pasado.

Entre tantas divergencias, doña Epifanía endereza su opinión hacia otro lado. Sostiene, siempre que viene a pelo y aunque no venga, que las alhajas y los blasones valen tanto como el que los lleva; lo cual en el asunto de que se trata podrá ser un poco exagerado, pero en tesis general es la mayor verdad que ha salido de los labios de la señora de don Frutos. El fragmento de un vaso sobre la pechera de un rico negociante, pone en grave riesgo la reputación de un diamantista, al paso que el mismo Soberano lanzando sus rayos de luz bajo las solapas del humilde gabán de un hortera, parece un cristal mezquino; la espada de Alejandro en la diestra de un cocinero, no vale más que un asador. Todo lo cual, traducido libremente, significa que el hábito no hace al monje.

Pero sea de esto lo que fuere, es indudable que la blasonada señora figura en el gran mundo (no se olvide que estamos en una provincia), y es individua de cuantas asociaciones filantrópicas se crean; circunstancia que, por sí sola, constituye el crisol en que se prueba hoy el verdadero valor social de las gentes principales.

Al grano, lector.

La señora de don Frutos ha dado la última mano a su prendido; y enterada, por su libro de memorias, de las visitas con quienes está en descubierto (técnicas), se ha decidido a cumplir (id.) primero con doña Epifanía, o expresándonos a mayor altura, con la de Guzmán.

Provista la visitante de todo lo necesario para el caso (sombrilla, abanico y tarjetero), sale a la calle a pie, no por falta de carruaje, sino porque la distancia no le exige; y sin alterar por nada ni por nadie su grave marcha, llega a pisar el lujosísimo estrado de su visita, que aparece, a poco rato, con la sonrisa en los labios.

Oprímense ligeramente las manos (la etiqueta no permite más); y, después de las preguntas de ordenanza, añade doña Epifanía:

—¿Y ese caballero?

(Con permiso del dómine de mi lugar, ese caballero es Guzmán).

—Bien, gracias —dice su costilla—: está en el escritorio y siente mucho no poder saludar a usted. ¿Y Soconusco?

Pues está bien, gracias: ocupado, corno siempre, en sus negocios.

Aquí se constipa doña Epifanía, y su abanico revuelve un huracán. Hay que advertir que esta señora trata, siempre que puede, de mencionar a su marido con el nombre de pila, y por lo mismo sus visitas se empeñan en usar el apellido.

Como de ordinario le sucede, esta vez le amargó el Soconusco, y quedó la conversación interrumpida un breve rato, hasta que doña Severa, algo más diplomática y traviesa, volvió a anudarla.

—¿Conque usted, según eso, no se ha movido de su casa este verano? —dijo la de Guzmán, después de haber tocado el capítulo de los viajes.

—¡Como pienso ir muy pronto a París por dos o tres meses, o por todo el ivierno, si me acomoda!... —contestó la de don Frutos, poniendo un gesto que quería decir: «chúpate esa».

—¡Ay, dichosa de usted que sale de este destierro! Yo también había pensado en ese viaje; mas con el trastorno de los baños primero, y ahora con la indisposición de la niña, temo no poder hacerle hasta la primavera.

—Pero lo de Mariquita no es cosa de importancia.

—¡Jesús!, ya se ve que no; pero, con todo, ¿cómo había de salir yo de casa dejándola tan delicada?... ¡La pobre!... ¡Quince días con dolor de muelas! ¡Bien tranquila estaría yo!...

—Eso se le pasará pronto —insistió doña Epifanía, que a todo trance quería obligarla a confesar la verdadera causa que le impedía el viaje.

—También yo lo creo así, pero la convalecencia.

—Cuestión de dos días, hija...

—No te hace, siempre quedará algo delicada.., y ¡qué sé yo! —añadió ya picada—, la inquietud... y... porque el amor de madre...

—(¡A quién se lo cuenta) —díjose la otra señora; y en voz alta:

—Tiene usted razón; para no ir con toda libertad, más vale quedarse en casa.

Doña Severa no contestó. Esta vez venció doña Epifanía, que enseguida mudó de conversación.

—¿Y cómo han estado los baños?

Pues como siempre: mucho barullo y nada en limpio. Aquello se va poniendo incapaz... Yo, gracias a que estaban allí la marquesa A, la generala B y la condesa Z, con quienes pasaba el rato, que si no, me hubiera vuelto en cuanto llegué. ¡Qué bromas! ¡Qué bailes! Aquella gente parece que no tiene prencipios.

—Por supuesto que no los tiene, y por aquí sucede lo mismo; hay una mescolanza que nadie la entiende.

—Pero por Dios, señora, que sepan distinguir de colores tan siquiera.

—A buena parte va usted.

—¡Si yo estoy atontada con lo que veo! Esa gente de todo saca partido; lo mismo de una boda que de un intierro.

—Así anda ello —dice la de don Frutos con cierto retintín—. Por algo menos se ha visto muchas veces intervenir a los de policía.

—¡Ya se desengañarán alguna vez! —exclama entonces en tono profético la de Guzmán.

—Sí; pero entretanto, como dicen ellas, «gozamos y vivimos».

—Y luego extrañarán que... Más vale callar.

—Dice usted bien: hay cosas que no valen la pena de que una trate de ellas.

La conversación toma otro giro nuevo; pero le toma como la tijera de un sastre, sobre el mismo paño.

Cuando la visitante cree que ha pasado el tiempo preciso para la visita (la de rigor le tiene rigorosamente marcado), cambia el abanico a la mano izquierda, pónese de pie, tiende la diestra a la visitada, asegúranse por la milésima vez sus profundas simpatías, dánse el último adiós en la escalera, y poco después está doña Epifanía en la calle, haciendo rumbo a otra visita, con quien se halla también en descubierto.

No trataremos de seguirla, porque las visitas de rigor todas son lo mismo, con ligerísimas variantes.

Despidámonos, pues, de ella con toda la galante gravedad que el caso exige, y vamos a hacer otra de distinto carácter.

II

Si te estorban los guantes, amigo lector, puedes quitártelos; si el charol te oprime los pies, puedes sustituirle con anchas botas de becerro; si las tirillas te sofocan, aflójate sin reparo la corbata; si el négligé, en fin, te gusta más que el acicalamiento, adóptale enhorabuena, que la visita que vamos a hacer es de confianza y admite la comodidad en todas sus formas, como no le falte el asco.

Todas las horas del día y de la noche, hasta las diez, son hábiles para esta ceremonia, excepto la de la una de la tarde, que es la de comer, y la en que las señoritas de la casa se están vistiendo. En la primera suele transigirse algunas veces en obsequio a la franqueza; pero en la segunda no se abre la puerta, ni a cañonazos, especialmente a los que gastamos pelos debajo de la nariz. El tocador de una dama ha sido, es y será siempre una fortaleza inaccesible (no por ello inexpugnable); porque las mujeres, desde que la primera satisfizo aquel antojo que tan caro nos costó, han tenido, tienen y tendrán un misterio bajo cada pliegue, misterios que sólo conocen ellas y los que, por dejarse arrastrar del demonio de la curiosidad, no reparan en condiciones.

Por estas y otras razones de no menor calibre, doña Narcisa y su linda polluela, la segunda de sus tres hijas, han ido al anochecer a casa de doña Circuncisión, madre de dos pimpollos que son el encanto de los paseos y la ilusión de su casa.

Dos meses hace que las visitantes y las visitadas no se han visto juntas; pero no por eso carece de oportunidad la visita, porque sobre ser ésta de confianza, las tres niñas han sido compañeras de enseñanza, y las dos mamás cuentan una amistad de muchos años. ¿Qué importa, con estas circunstancias solas, un olvido de dos meses?

La cara de doña Narcisa está radiante de elocuencia; su paso es decidido, su respiración visiblemente anhelosa. Su hija la sigue con dificultad y con menos risueño semblante, aunque no por eso te lleva triste. Llegan a la puerta de doña Circuncisión, llama con los nudillos de la mano doña Narcisa, abre una doncella, introduce a las visitantes en un gabinete, salen las visitadas, y lo que allí pasa es un verdadero motín, aunque sin la gravedad trágica de los que se usan en calles y plazuelas en estos días de confraternidad y bienandanza: refiérome al estrépito y al movimiento.—¡Carolina! —¡Doña Circuncisión! —¡Elisa! —¡Soledad! —¡Doña Narcisa!... —¡Pícara! —¡Ingratas!... Voces en todos los tonos, chillidos, exclamaciones, estallido de besos, crujido de muebles, ruido de seda... Todo ello junto hace temblar la casa por algunos instantes. Al fin se calma la tormenta. Las mamás se sientan en el sofá, y las tres polluelas en las sillas inmediatas, pero agrupadas, compactas, como las flores de un ramillete.

—¡Dos meses sin venir a vernos!

—Hijas, otros tantos habéis pasado vosotras sin poner los pies en mi casa.

—¡Anda, pícara!

—¡Andad, ingratas!

—¡Y al cabo de tanto tiempo vienes tú sola! ¿Por qué no te acompañó Mercedes?

Carolina contesta con una sonrisa particular, y mira de reojo a su mamá.

Doña Narcisa no lo ve, porque está hablando con su amiga, a quien dice en el mismo momento:

—¡Qué ganas traía de llegar!... Por supuesto, por ver a ustedes, en primer lugar, y después por descansar un rato... Como que ya había pensado dejar esta visita para mañana.

—Muchas gracias por la atención.

—Ya se ve que sí... Precisamente porque no me gusta venir a esta casa de cumplido. ¡Y como hoy tengo el tiempo tan escaso!... Hija, gracias a que estas cosas suceden muy pocas veces en la vida, que si no... ¡Las escaleras que yo he subido hoy!

—¿Tantas visitas han hecho ustedes?

—Figuréselo usted, doña Circuncisión: desde mi casa hasta aquí, que es una regular distancia, he visitado a todas mis relaciones... y ya sabe usted que son algunas.

—¡Ave María Purísima! Comprendo que esté usted rendida... ¿Pero qué idea le ha dado a usted hoy de hacer tanta visita?

—Va usted a saberlo, que a eso he venido... y por lo mismo dije antes que estas cosas suceden pocas veces en la vida.

—¡Hola! —exclama doña Circuncisión, haciéndose toda oídos.

—A ver, a ver —dicen sus hijas con una sonrisilla maliciosa, acercándose más a doña Narcisa.

Carolina abre el abanico, le mira por ambos lados y se hace la distraída.

Doña Narcisa, después que es dueña de todo el auditorio, le dirige, sonriendo, estas palabras:

—Tengo que dar a ustedes una noticia que, me parece, les ha de ser agradable.

—Si lo es para ustedes, desde luego —contesta el auditorio.

—Sí, por cierto... Pues la noticia es... que se casa mi hija Mercedes.

—¡Que sea enhorabuena mil veces! —grita a doña Narcisa su amiga doña Circuncisión, estrujándole la mano y mirando con cierta languidez a sus dos hijas.

Éstas, al mismo tiempo, abrazan a Carolina colmándola de plácemes y asediándola a preguntas.

—¡Pero qué callado se lo tenían ustedes! —dice doña Circuncisión.

—No hay tal cosa —replica doña Narcisa.

—Crean ustedes que hasta hace tres días no se ha espontaneado ese señor.

—¿Y quién es él?... si se puede saber, se entiende.

—Claro está que sí... Pues un tal don Simeón Carúpano, sujeto muy recomendable, aunque poco conocido aquí.

—Efectivamente; yo no recuerdo... ¿Le conocéis vosotras, chicas?

Las dos polluelas, después de reflexionar un rato, dicen que no; pero la mayor de ellas, arrepintiéndose enseguida, exclama:

—Espere usted; creo que le conozco. ¿Es un señor... de alguna edad?

—Ese mismo —contesta Carolina—; cetrino, bajito... no conoceréis otra cosa.

—¡Eh, mujer! —repone su mamá con disgusto—; no es para tanto. Es verdad que no es alto, pero tampoco choca por lo bajo; y si no fuera tan cargado de hombros, sería hasta esbelto. El color, es verdad que no es de rosa, ni muy sano; pero sería preciso un cutis de cera para que no perdiese muchísimo al lado de un pelo tan blanco como el suyo. La edad no es la de un joven; pero no es tan avanzada como cualquiera creería al oír a esta chiquilla: cincuenta años... poco más.

—¡Bah!... ¿eso qué vale? —contesta doña Circuncisión, como si hablara con la mayor sinceridad.

—Es que las mujeres de ahora no quieren más que donceles; como si la vida de un matrimonio estuviese reducida al día de la boda. Lo que yo le dije a Mercedes: «mira que en el día hay muchas necesidades, y el amor de un hombre hermoso no puede satisfacerlas todas; y cuando hay privaciones, hasta el amor se entibia. Por el contrario, cuando hay recursos, todos los obstáculos se allanan; y el hombre que los tiene, si además es honrado y caballero, acaba por hacerse amar, aunque no sea un Adonis. Ahora haz tu gusto». Y como dio la casualidad de que don Simeón es tan rico como hombre de bien y Mercedes no es tonta, no ha habido más dificultades para el asunto que las que usted acaba de oír.

—Ni era de creer otra cosa. ¡Ave María!

—Adivine usted, doña Circuncisión, lo que se dirá por ahí: lo menos que su padre, porque el pretendiente es rico, la ha obligado, «la ha sacrificado», que es la frase de moda entre la gente sensible.

—¡Cómo se va a creer eso, doña Narcisa! No sea usted aprensiva.

—¡Ay, doña Circuncisión!, yo conozco bien el mundo y sé cómo juzga de las cosas.

—Sí, pero el mundo les conoce bien a ustedes, y no puede, en justicia, atribuirles ciertas miras... Yo, por mi parte, encuentro muy en su lugar la boda, pues que es del gusto de toda la familia y especialmente de la novia; y la vuelvo a felicitar a usted con todo mi corazón.

—Y yo se lo agradezco a usted con el mío, porque sé lo mucho que ustedes nos aprecian.

—Ustedes se merecen eso y mucho más.

—Usted nos honra demasiado, doña Circuncisión.

—Les hago a ustedes justicia, doña Narcisa.

—Gracias, amiga mía.

A la vez que las dos mamás en este diálogo, se han ido enredando en otro muy animado las tres polluelas, y separando poco a poco del sofá hasta formar grupo aparte.

—¿Sabes, Carolina, hablándote con franqueza, que yo no esperaba esta noticia? —dice muy bajito la mayor de las dos hermanas.

—Ni yo tampoco —añade la pequeña.

Carolina mira hacia su mamá, y viéndola engolfada en conversación con la otra señora se vuelve hacia sus amigas, y haciendo un graciosísimo gesto en el que se revela su disgusto, les dice lacónicamente:

—Ni yo.

—Yo esperaba otra cosa.

—Y yo.

—Y yo también.

—César es un chico muy guapo, muy fino y de talento, según dicen. No tiene una gran fortuna, pero está bien acomodado, quería mucho a Mercedes... y Mercedes a él, si no me engañó cuando me lo dijo.

—No te engañó.

—Pues, hija, no comprendo lo que está pasando.

—Ni yo.

—Ni yo.

—Pues yo sí lo comprendo, vamos, ¿a qué te he de engañar?

Apostaría una oreja a que a César se le despidió en cuanto se presentó ese hombre.

—Algo ha habido de eso.

—¿Lo ves?

—¡Eh!, ¿por qué no se ha de decir la verdad entre amigas de confianza como nosotras? ¿Queréis saber lo que hubo?

—Sí.

—Sí.

—Pues bien: César era muy bien recibido en casa, como sabéis; Mercedes le quería... y toda la familia le quería también. En esto, viene recomendado a papá ese hombre, da en visitarnos a todas horas... y yo no sé lo que pasaría en el escritorio y con mamá; pero es lo cierto que a ellos todo se les volvía hablar de los hombres ricos, y de lo buenos que eran para las jóvenes; decir que «oro es lo que oro vale», ponderar a don Simeón y marear a Mercedes con sus gracias. A todo esto, no se le ponía muy buena cara a César; y tan cierto es, que él lo conoció, tuvo una pelotera con Mercedes y faltó algunos días de casa. Diose Mercedes por ofendida, riñó algo con él, y como al mismo tiempo mamá no se cansaba en obsequiarle, creyó el infeliz que mi hermana no le quería ya... y se largó para no volver. Entonces apretó de firme el otro, mamá le ayudó más que nunca, y Mercedes, por pique, dijo que sí. Le pesó al principio; pero dice que ha encontrado luego tan fino y tan complaciente a don Simeón, que se casa con él muy a gusto. Ahí tenéis todo lo que ha pasado.

—Ya me sospechaba yo algo de eso... Pero, hija, francamente, aunque me lo jures, no creo que Mercedes llegue a querer a ese vejestorio.

—Ella lo asegura.

—Ella dirá lo que quiera... Y puede que tenga razón después de todo; que, según yo voy viendo, las mujeres, cuando se trata de mejorar de fortuna, nos dejamos convencer enseguida...

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Pero doña Narcisa ha concluido su párrafo con su amiga, y quiere marcharse.

—Pon los huesos de punta, Carolina; que tu papá nos estará esperando.

—¡Tan pronto! —exclaman las tres niñas.

—Para vosotras, cuando estáis reunidas, nunca alcanza el tiempo. Otra vez hablaréis más despacio... Vámonos, hija.

Nuevo estrépito en la casa, nueva confusión.

—Conque repito la enhorabuena, y désela usted de mi parte a Mercedes.

—Y de la mía.

—Y de la mía... ¡Que no se te olvide, Carolina!

—Gracias.

—Gracias.

—Ya iremos un día de éstos a verla.

—Cuando ustedes gusten. (Muchos besos.)

—Adiós, doña Circuncisión. —Adiós, doña Narcisa. —Adiós, niñas. —No me olvidéis, ingratas. —Ven a vernos a menudo. (Siguen los besos.) —¡Hija, qué gruesa te vas poniendo, Carolina! —Es muy precoz esta chica; tiene más pantorrilla que yo. —Lo dicho, y memorias. —¡Agur!... —¡Adiós!... —¡Adiós!...

Los últimos ósculos resuenan en la escalera.

Dejemos en ella a nuestras conocidas, y vámonos a otra parte.

III

—¿Está la señora?

—Creo que sí.

—Pero ¿está visible?

—Debe estar acabando de vestirse.

—Pásela usted recado.

—Tenga usted la bondad de pasar a la sala, caballero.

El que pasa al estrado, lector, es Alfredito, pollo incipiente con aspiraciones a hombre formal; Alfredito, con el pelo escarolado, pantalón con crecederas, gabán con más vuelos que una golondrina, sombrero abarquillado, guantes de color de calamina, botas de flamante charol y bastón de sándalo.

Hétele contemplándose ante un espejo, en tanteos de una seductora sonrisa y de una reverencia de verdadero gentleman, para presentarse ante el objeto de su visita, o examinando uno a uno los cuadros de la sala, después que se ha convencido de su beldad y desenvoltura. No te extrañes si ves que en medio de la delicadeza con que se atusa el cabello y arregla el pantalón sobre la bota, deja escapar un suspiro de angustia y se tira con agitación de los cuellos de la camisa: es que pisa por primera vez aquel terreno, y recuerda entonces que quizá no esté para ello debidamente autorizado.

Ocho días hace que en un tren de placer se halló colocado entre una mamá... como todas, y una hija, rubia como un doblón, rolliza como una muñeca, fresca y lozana como una rosa.

Desde el muelle de Maliaño hasta Renedo, hay más que suficiente distancia para que un pollo endose un centenar de fascinadoras miradas, para que reciba otras tantas incendiarias, y para que crea que ha hecho efecto.

Por otra parte, la flamante raza femenil no escrupuliza mucho en materia de aceptaciones; en vistiendo a la europea, todo es papel corriente.

Esta circunstancia justifica las ilusiones de Alfredito, que, tan pronto como llegó a la estación, ofreció sus servicios a las dos señoras, porque los tres llevaban igual destino; y como el día era de campo, los servicios fueron aceptados mientras pasaban las horas hasta el retorno del tren. Dudar que Alfredo echó los bofes para hacerse necesario y cumplido caballero a los ojos de las damas, sería lo mismo que decir que éstas hallaron el placer que habían soñado; que no bostezaron trescientas veces, sentadas en el viejo tronco de una cajiga, mientras dirigían la vista hacia el Oeste en busca de una columna de humo, mensajera de una locomotora, y lo mismo que negar que al día siguiente, aun contra la experiencia y la verdad de los hechos, sostenían las mismas señoras que se habían divertido.

La hora del retorno llegó, y nuestro visitante se colocó en un coche de primera con sus acompañadas.

Ya sabía que ella se llamaba Luisita, y su mamá doña Tadea, y que eran hija y esposa de un gran contribuyente, circunstancia que no dejó de animar bastante al galán para sus futuros propósitos.

Cuando se despidieron en el Muelle, Alfredito se prometió a sí mismo que aquello no había de quedar así; y aunque no le ofrecieron la casa, no dudó que en ella sería bien recibido.

Aquella noche soñó con Luisita, con el párroco y con la luna de miel.

Desde el día siguiente se dedicó a recorrer bailes, reuniones, teatros y paseos con el objeto de encontrarse con su conquista, ponerse a su lado y echarla un discurso sentimental que llevaba estudiado. Pero todo fue en vano: ella no pareció por ninguna parte.

Un día le dijo su papá que en cuanto se lo permitieran los negocios de la casa, iba a hacer un viaje... lo menos hasta Torrelavega, y que él, Alfredito, le acompañaría.

Para el que nunca pasó de Cajo o de Renedo, un viaje hasta Torrelavega es un acontecimiento vital.

Alfredito, pues, se echó a la calle para contárselo a sus amigos y consultarles sobre la forma de un traje y acerca de otros preparativos indispensables.

Como además de pollo era enamorado, pensó que el viaje le prestaba cierta aureola de interés. En su consecuencia, trató de hacer sus visitas de despedida, y consultó si debería ir a casa de Luisita, ¡único remedio que le quedaba a su abatida esperanza!

—¡Vete, y sobre mí los resultados! —le dijo otro pollo que no tenía por dónde cogerse, en fuerza de ser flaco y encanijado.

—¡Oh magnífico amigo! —exclamó entusiasmado Alfredo, como se entusiasman los chiquillos siempre que encuentran un apoyo a sus antojos—; ¡tú me reconcilias con la sociedad que ya me hastía sin ella!... ¡Corro ahora mismo a verla!...

Poco después salía de su casa con lo más selecto de sus galas, en dirección a la morada de su conquista de Renedo, como él la llama aún.

Ya le hemos visto llegar hasta el estrado, y casi arrepentirse de tanta temeridad.

Los instantes que pasan sin que aparezca lo que él desea, los cree siglos. ¿Si vendrá ella?, ¿si saldrá su madre?, ¿si hará el diablo que salga el papá?

Esta idea le hizo temblar, y hasta le indujo a marcharse a la calle; pero entonces oyó crujir el vestido de seda de alguna persona que se acercaba a la sala, y se quedó. Era doña Tadea.

—A los pies de usted, señora.

—Beso a usted la mano, caballero... No tengo el gusto de...

—¡En buena me he metido! —se dijo el otro—: ¡ya no me conoce!

Y perdiendo el color, dejóse caer en una butaca.

—Señora —balbuceó—, me he tomado la libertad de...

—Me parece —le interrumpió doña Tadea, después de reflexionar unos instantes—, que no es la primera vez que nos vemos; pero no recuerdo cuándo ni dónde.

—Hemos viajado juntos —añadió el pollo, más animado ya.

—Ya recuerdo: hasta Renedo, ¿no es verdad?

—Justamente, señora.

—¿Y decía usted que?...

—Que pensando marchar dentro de unos días, me he tomado la libertad de venir a despedirme de ustedes.

—Gracias, amiguito. ¿Y va usted solo?

—No, con papá.

—¿Para dejarle a usted en algún colegio?

Hacer a un pollo galanteador capaz de ser colegial, es el mayor insulto que se le puede dirigir. Alfredito se mordió los labios de coraje, y pasando la diestra por su bigote... futuro, contestó ahuecando la voz:

—No, señora, voy a viajar por gusto.

—¡Ah!, ya. ¿Y adónde van ustedes?

—Pues, por ahora, a Torrelavega.

—¡Hola! ¿Por mucho tiempo? —repuso doña Tadea, disimulando la risa.

—Pues por lo que quiera papá.

—Se va usted a divertir.

—Así lo espero; tengo muy buenas noticias de ese país: dicen que la gente es muy animada.

—¡Yo lo creo!

—Sin duda que me voy a divertir.

—Bien hecho; deben aprovecharse todas las ocasiones de dar expansión al ánimo, aunque el de usted no debe estar muy combatido.

—¡Quién sabe! —exclamó Alfredo con dolorido acento.

—¿Será posible?

—¡Ay, señora!, las pasiones no reconocen edad ni categoría.

—Es cierto. Y ¿hace mucho que padece usted?

—Muy poco tiempo —contestó él con intención, por si Luisa estaba escuchando detrás de alguna puerta—. Libre y feliz vivía procurando estudiar el mundo al través de un prisma por el cual las pasiones y las flaquezas, apareciendo en toda su desnudez mezquina y reflejándose en la mente del profundo observador cuyo corazón palpitara al abrigo de... pues las... y los... en lucha tenaz, y luego la seducción de los atractivos...

—Dispense usted, amiguito, que me llama la cocinera —dijo doña Tadea, cortándole su inspirado discurso y lanzándose fuera de la sala para reír a sus anchas.

Alfredo se quedó estupefacto, y, herido en su amor propio, juró marcharse enseguida si no iba Luisa a la visita. Al mismo tiempo sacó su reló y vio con espanto que señalaba la una y media. En su casa se comía infaliblemente a la una, y conocía muy bien el genio de su papá: un retraso de media hora siempre le había valido una caricia con la punta de una bota paterna por debajo de los faldones del gabán.

Este recuerdo excitó su materialidad de una manera tan notable, que, olvidándose de su Filis y de que aún no se había despedido de doña Tadea, caló el sombrero y se dispuso a marcharse. En esto volvió a entrar aquella señora.

—¿Se retira usted ya?

—Si usted no dispone otra cosa...

—Que lleve usted feliz viaje, y...

—Gracias, gracias. A los pies de usted —y sin aguardar contestación, escapó hacia la escalera.

Entonces, al fin del corredor, por la estrecha puerta de un cuarto adyacente a la cocina, salió una mujer desgreñada, con una bata de percal de color de polvo, y en chancletas. Era Luisa. Pero Alfredo, como iba buscando a la elegante viajera de Renedo, pensó que aquélla era la cocinera, y se fue sin saludarla.

IV

Supongamos que la escena pasa en un salón, a media luz, adornado comm'ilfaut.

En el centro de un muelle sofá está una señora vestida de rigoroso luto: a sus dos lados y en otros varios asientos, formando semicírculo, hay muchos personajes de ambos sexos, de distintas edades y parecidas condiciones. Todas sus fisonomías están graves e impasibles.

Los hombres miran al suelo mientras tocan en el bastón una marcha con los dedos, o se afilan las puntas del bigote, o se pasan la mano por la barba, o juegan con los sellos del reló.

Las mujeres agitan el abanico, se arreglan la mantilla, tosen de vez en cuando y miran de reojo a la presidente del mustio cortejo. Ésta lanza un hondo suspiro, levanta los ojos al cielo y hace un gesto como si tratase de contener una lágrima que asomara entre sus párpados, rojos como los de una cocinera que ha picado cebolla.

Su marido, sentado entre los concurrentes y a corta distancia de ella, contesta con un rugido que bien pudiera tomarse por el resuello de un cetáceo, saca el pañuelo del bolsillo, cruza las piernas y murmura:

—¡Cómo ha de ser!

Los demás personajes, por hacer algo, cambian de postura en sus respectivos asientos, suspiran por lo bajo y exclaman:

—¡Válgame Dios!

Después sigue un intervalo en que no se percibe otro ruido que el de las respiraciones y el de los abanicos que no cesan de agitarse.

Nuevos personajes aparecen en escena. Es un matrimonio.

Todos se levantan para recibirle.

Los recién venidos penetran en el semicírculo; la señora enlutada y su marido dan dos pasos al frente y, sin cambiar con ellos una frase, les tienden la mano.

Luego se estrechan las señoras del sofá para hacer lugar a la que llega, la cual toma asiento y dice:

—No se molesten ustedes.

Su marido se coloca más abajo.

—Con permiso —murmura, y se deja caer.

Después vuelve todo a quedar en silencio.

Ahora me preguntas tú, impaciente lector, ¿qué significa ese cuadro lúgubre? ¿Se ha muerto alguno?

—Sí, amigo: doña Casilda Guriezo, la señora enlutada, acaba de perder un tío en San Francisco de la Alta California; un tío a quien nunca conoció más que de oídas. Sólo sabe de él que hace cuarenta años marchó de su pueblo, en calidad de grumete, en un bergantín, a Matanzas, y que acaba de morir en remotos climas, legando su inmensa fortuna a los pocos parientes que le quedan en la madre patria.

—¿Y por eso —me replicas—, está tan llorosa y abatida; por un tío a quien nunca conoció, cuando hay padres cuya muerte no deja en el corazón de sus hijos más huella que la que dejó en el Océano el bergantín que condujo al grumete a Matanzas?

—¿Y eso qué, malicioso? ¿No ves que ese tío ha dejado a su sobrina la miseria de ciento cincuenta talegas, mientras aquellos padres han tenido la desfachatez de morirse ab intestato, por no tener de qué? ¿Qué menos ha de hacer doña Casilda que llorar unos días y vestirse seis meses de negro?

—¿Y esa gente que ahora la rodea?

—Son sus visitas que van a darle el pésame, después de haber rogado a Dios por el alma del difunto en las pomposas honras que se acaban de celebrar en la mejor iglesia de la población.

—¿Y por qué se presentan todos con cara de herederos?

—Porque, «donde estuvieres, haz como vieres».

La escena sigue muda algunos instantes más, hasta que doña Casilda se vuelve a la señora que tiene a su derecha para hacerle algunas preguntas.

Esto es para la reunión lo que el «rompan filas» para un pelotón de quintos; el «hasta mañana, señores» en una cátedra de humanidades. Cada uno se dirige hacia la persona más inmediata; y, aunque a media voz, el semicírculo se fracciona en varias porciones y en otras tantas conferencias.

—¿Ha visto usted el correo de hoy, don Tiburcio?

—¡Ojalá no le viera!

—¿Otra tenemos?

—No fuera malo... quiero decir que... que no sé cuál es peor.

—¿La expedición de harinas acaso?

—Sí, señor... ¡desgraciadísima!

—¡Hombre, qué lástima!

—Y aún hay más.

—¡Conque... hay más!

—Lo de Alaejos...

—¡Aprieta!

—¡Ni un garbanzo!

—Hombre, ¿qué me cuenta usted?... Conque ni un garbanzo.

—Bien sé yo quién tiene la culpa; pero deje usted, que a cada puerco, como usted sabe, le llega su San Martín.

—¡Oh!, perfectamente, sí, señor; vaya si le llega... Conque todo, todo desgraciado... ¡Hombre, qué lástima!

—Sí, señor... ¡todo!

—¡Vea usted... qué demonio!

A la derecha de este señor que con todo conviene y de todo se admira, así se trate de la elocuencia de Bellini como de la música de Demóstenes, pero que todo lo escrupuliza si puede terminar en el Diario de su casa, se ventila otro asunto cuya índole nos evita revelar el sexo, y hasta el seso, de las personas que en él toman parte.

—Desengáñese usted, que todas son a cual peor...

—Si parece mentira que se porten así después que tanto se hace por ellas... Mire usted que en mi casa jamás se las reprende; todo lo contrario: tiene cuanta libertad desean.

—Así paga el diablo a quien le sirve.

—Si por más que usted se empeñe, no puedo creer...

—En hora buena; pero sírvale a usted de gobierno que la puse de patitas en la calle en cuanto empezó con esas historias.

—¿Nada más que por eso la despidió usted?...

—Es que hoy por ti y mañana por mí.

—Pero, ¿qué es lo que dijo? ¡Alguna tontería!

—Por supuesto; pero irrita oírlas.

—A mí no me importaría tres cominos.

—Cuando son cosas serias...

—En mi casa hago lo que me da la gana.

—Mucho que sí; pero... cuando se aumenta...

—Por eso quisiera saber lo que ha dicho.

—¡Dios me libre! Soy muy enemiga de mezclarme en chismes ni en cuentos. Además, tal fue la rabia que me dio su descaro, que ni siquiera la escuché. ¿Qué me importa a mí si en casa de usted nunca se come a la hora; ni si hay madres de tres hijos que pasan el día haciendo moños y ensayando pasos al espejo para ir por la noche al baile; que no saben en dónde están los calcetines del marido, ni los pañales del último retoño que está gimiendo a los pies de la cama de la nodriza, mientras ésta despide a un primo que va a la Isla de Cuba; ni si hay mujeres que aprecian más un vestido que al padre de sus hijos? No, amiga, esas cosas no las oigo yo nunca de boca de una mujer así... Como yo la dije: «esa no es cuenta que hemos de ajustar nosotras: si hay mujeres tan simples y madres tan frívolas, con su pan se lo coman... Vaya usted con Dios, que no me conviene usted».

—¿Y eso es todo lo que pasó?

—¿Y cree usted que es poco?

—¡Bah! ¿Y qué tengo yo que ver en ello?

—Nada, si a usted le parece...

—Por supuesto... Y hablando de otra cosa: cuando salgamos de aquí va usted a ver un vestido que acabo de comprar en la tienda de enfrente... verá usted qué bonito es... Eso de la cocinera ya lo arreglaremos otra vez.

—Como usted quiera.

Tampoco falta allí quien habla con su vecino del tiempo, a falta de otro asunto más importante; del tiempo, que es siempre el refugio de un diálogo agotado ya de materiales; la rama de salvación de un enamorado cuando al frente de su ídolo no sabe por dónde empezar, en fuerza de ser mucho lo que tiene que decirle; el amparo del que se las ha con un prójimo a quien apenas conoce, o le merece pocas simpatías y está deseando que se largue; del tiempo, en fin, que ha sido, es y será el objeto de la conversación de todos los aburridos y de todos los tontos.

También hay quien, muy bajito y con una cara muy triste, dice a su vecino:

—¡Cuidado si hay personas de suerte!... Vea usted, meterse en caja, de sopetón, un pico de dos o más milloncejos...

—Lo dice usted por...

—Chitón, que mira doña Casilda.

Estos personajes son inherentes a toda sociedad, por pequeña que sea; y téngase presente que si hay algo que echar a perder, como ellos dicen, son los primeros que llegan y los últimos que se van.

El aspecto de la visita, en general, es animado, pero grave. A veces apunta la risa en los labios de los visitantes y retoza vergonzante en los de los visitados: enseguida desaparece para dejar el puesto a la circunspección. Alentado por el rumrum de la sociedad, no falta quien aventure un chiste; mas al punto se retira dos pasos atrás, como diciendo: «yo no he sido». El cuadro no tiene carácter propio: ríe con un ojo y llora con el otro.

Doña Casilda ha preguntado a una amiga que en dónde hallará buenos lutos para sus niñas.

—Encárguelos usted a París —le responde ésta—: son más baratos y mejores que aquí.

—¡Les hacen tanta falta! Ya se ve ¡como no contábamos con este golpe! ¡Ayyyyy... qué desgracia!

Estupefacción en la visita; todos suspiran.

Después de algunos instantes de recogimiento, el más atrevido se levanta, da dos vueltas al sombrero entre sus manos, mira en torno de sí como pidiendo parecer sobre su nueva determinación, y un «vámonos, si usted quiere» le contestan algunas bocas de otros tantos individuos que a la vez se ponen de pie; hacen una profunda reverencia a doña Casilda, dan un apretón de manos a su marido, y con una grave inflexión de pescuezo hacia los que se quedan, se largan fuera de la sala.

¡En nuestros días todo se hace con una precisión asombrosa!

En un caso igual, los antiguos se hubieran despedido diciendo «acompaño a ustedes en el sentimiento... Dios les dé a ustedes salud para encomendarle el alma»; a lo cual los herederos contestarían «amén», marchándose los visitantes en la persuasión de haber dicho, al menos, a lo que fueron a la casa mortuoria. ¡Necedad como ella! Cerca de una hora pasaron algunos en casa de doña Casilda, y ni siquiera la dirigieron la palabra. ¿Para qué? Una frase de consuelo en tales casos no sirve más que para recrudecer la herida...

Cuando nuestros personajes están en la calle, nótaseles igual transformación que si salieran de un sermón de cuaresma: sus lenguas se desatan y sus ojos chispean; parece que quieren vengarse de la violencia en que han vivido durante la visita. El uno llama la atención sobre el gesto de la señora; el otro sobre los ronquidos de su esposo; éste sobre que la cocinera estaba atisbando la escena detrás de las cortinillas; el más cauto se conforma con decir que dineros y calidad, etc., y que ya, será algo menos de lo que se dice. A nadie se le ocurre una palabra sobre el papel que ellos han desempeñado en la comedia.

Al quedarse solos los herederos cónyuges míranse cara a cara, con una sonrisa que quiere decir «¡qué felices somos!», y volviéndose la espalda mutuamente, se van a saborear a sus anchas el dolor que les ha causado «un golpe tan tremendo».


Publicado el 18 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
Leído 5 veces.