Los Buenos Muchachos

José María de Pereda


Cuento


I
II
III

I

Lector, cualquiera que tú seas, con tal que procedas de uno de esos que llamamos centros civilizados, me atrevo a asegurar que estás cansado de codearte con los personajes de mi cuento.

Así y todo, pudiera suceder que no bastase el rótulo antecedente para que desde luego sepas de qué gente se trata; pues aunque ciertas cosas son en el fondo idénticas en todas partes, varían en el nombre y en algunos accidentes exteriores, según las exigencias de la localidad en que existen.

Teniendo esto en cuenta, voy a presentarte esos chicos definidos por sí mismos.

—«Yo soy un hombre muy tolerante; dejo a todo el mundo vivir a su gusto; respeto los de cada uno; no tengo pretensiones de ninguna clase; me amoldo a todos los caracteres; hago al prójimo el bien que puedo, y me consagro al desempeño de mis obligaciones».

Esta definición ya es algo; pero como quiera que la inmodestia es un detalle bastante común en la humanidad, pudiera aquélla, por demasiado genérica, no precisar bien el asunto a que me dirijo.

Declaro, aun a riesgo de perder la fama de buen muchacho, si es que, por desgracia, la tengo entre algunos de los que me leen, que soy un tanto aprensivo y malicioso en cuanto se trata de gentes que alardean de virtuosas.

Esta suspicacia que, de escarmentado, a más de montañés, poseo, es la causa de que los llamados por ahí «buenos muchachos» hayan sido repetidas veces, para mí, objeto de un detenido estudio. Por consiguiente, me encuentro en aptitud de ser, en datos y definiciones, tan pródigo como sea necesario hasta que aparezca con todos sus pelos y señales lo que tratamos de definir.

Pero como no ha de ser interminable esta tarea, he de reducir la infinita procesión de ejemplares que veo desfilar ante mis ojos, a tres grandes modelos, en cada uno de los cuales se hallan reunidas las condiciones típicas que andan repartidas entre todos sus congéneres.

Primer modelo.—Buen muchacho que ya cumplió los cuarenta años. Señas particulares, indefectibles: es gordo, colorado, nada garboso, muy escotado de cuello y de chaleco, recio de barba y escaso de pelo. Habla mucho y se escucha.

Segundo modelo.—Buen muchacho que no ha cumplido los treinta y cinco. Señas particulares: enjuto, macilento, cargado de entrecejo y de espaldas, vestido de oscuro, muy abrochado, largo de faldones y pasado de moda. Este ejemplar tiene, necesariamente, a la vista y como si fuera marca de ganadería, una señal indeleble: verbigracia, un lobanillo junto a la oreja, un lunar blanco en el pelo, una verruga entre cejas, la nuez muy prominente, o toda la cara hecha una criba de marcas de viruelas. Habla bastante y con timbre desagradable, casi siempre en estilo sentencioso, y a menudo con humos de gracioso.

Tercer modelo.—Buen muchacho que raya en los veinticinco. Señas infalibles: rollizo, frescote como un flamenco y miope. Rompe mucha ropa, y procura llevarla muy desahogada; es hombre de poco pelo y de no mucha barba; habla más que una cotorra, muy recio y con los términos más escogidos del diccionario. Detalle peculiarísimo: antes de adquirir en público el título de «buen muchacho», ha gozado, durante seis años, entre las diversas tribus de su familia, la opinión de hombre precoz.

En vista de todos estos datos, podemos sentar la siguiente regla general:

La edad de los «buenos muchachos» varía entre veinticinco y cincuenta años.

Como detalles comunes a los tres modelos, pueden apuntarse los siguientes:

Son mesurados en el andar; saludan muchísimo, descubriendo toda la cabeza; en sus paseos buscan la compañía de los señores mayores, y en tales casos, miran con aire de lástima a los jóvenes que a su lado pasan, si van muy alegres o muy elegantes; usan a todas horas sombrero de copa, y se calzan con mucho desahogo; temen de lumbre los tacones altos y por eso los gastan anchos y muy bajos; sacan chanclos y paraguas al menor asomo de nube en el horizonte, y en cuanto estornudan tres veces seguidas, guardan cama por dos días y se lo cuentan después a todo el mundo; no fuman, o fuman muy poco, pero chupan caramelos de limón y saben dónde se venden un vinillo especial de pasto y garbanzos de buen cocer; conservan con gran esmero las amistades tradicionales de familia, y al hacer las visitas de pascuas o cumpleaños, llaman a la visitada «mi señora doña Fulana»; la preguntan minuciosamente por todo el catálogo de sus achaques físicos, y siempre tienen algún remedio casero que recomendarla; se dedican a negocios lucrativos, mejor dicho, están asociados, y en segunda fila, a personas que saben manejarlos bien; y, por último, se perecen por echar un párrafo en público y familiarmente con las primeras autoridades de la población, y se rechupan por formar parte de cualquiera corporación oficial u oficiosa, con tal que ella trascienda a influyente y a respetable.

Hasta aquí, algo de lo que el menos curioso debe haber visto en esos personajes; desde aquí, lo que todo el mundo puede ver en los mismos si se toma la pequeña molestia de levantar los pliegues de la capa con que la señora fama parece haberse empeñado en protegerlos contra críticas y murmuraciones.

II

Hallábame yo, no ha mucho, cerca de un pequeño círculo de murmuradores de mayor edad, con quienes ningún lazo de amistad íntima, ni siquiera de simpatía personal, me ligaba; y dicho se está que yo oía, veía y callaba. Hablábase a la sazón de un suceso ocurrido recientemente en el pueblo, con sus vislumbres de escandaloso, cuando entró en escena un personaje muy conocido mío, y muy amigo, al parecer, de aquellos murmuradores. Parecía el tal fundido en uno de los tres modelos que dejo registrados; y no digo en cual, porque no es necesario.

—Aquí llega... Fulano, que podrá darnos algunos pormenores más del suceso —dijo un murmurador.

—Voy muy de prisa, señores —respondió el aludido—, y sólo me he acercado a ustedes con el objeto de saludarlos... Pero, en fin, ¿de qué se trata?

—Pues, hombre, de la novedad del día... de cierta joven que ha desobedecido la paterna autoridad.

—Efectivamente: tengo entendido algo que suena a eso mismo; pero como no me gusta meterme en la hacienda del vecino, y dejo a cada uno vivir a su antojo, no he querido enterarme muy a fondo.

—Pero es lo cierto que usted sabe algo...

—De manera que algo, algo, por muy sordo que uno se haga...

—Vamos, que ya sabrá usted más que nosotros.

—Les aseguro a ustedes que no. Soy de lo menos dado a chismes y murmuraciones, como es bien notorio... Pero entendámonos: ¿se refieren ustedes a la chica mayor de don Geroncio?

—Cabales.

—¿De la cuál se dice que dos horas antes de ir a la iglesia a casarse con el chico menor de don Atanasio, se plantó y dijo: «no me caso ya», por lo que su padre la amenazó iracundo, de lo cual no hizo ella caso maldito, y resultó un escándalo, y se deshizo la boda?...

—¡Justamente... eso es!... ¿Ven ustedes cómo... Fulano sabía los pormenores del lance?

—Repito que no sé una palabra más de lo que de público se dice. Hay asuntos, como éste, que, sin saber por qué, me repugnan... Pero observo que ustedes me miran con recelo, como si me callara cosas muy graves.

—¡Hombre, no!

—Pues a mí se me antoja que sí, y, señores, yo soy muy delicado en ciertas materias: está por medio la reputación de una joven que puede lastimarse con una sola suposición injuriosa, y esto es bastante a mis ojos para que, en descargo de mi conciencia, me apresure a contar la verdad del caso, es decir, lo que a mí se me ha referido: —Saben ustedes que hace quince días tuve un golpe de sangre a la cabeza, por lo cual, ya repuesto, me ordenó el médico que paseara de madrugada cuando la temperatura lo permitiera. Salía yo esta mañana a cumplir este precepto, con el cual por cierto, me va muy bien, cuando ¡plaf!, tropiezo, al volver la esquina de la plaza, con doña Severa, que, como no ignoran ustedes, por parte de su difunto marido don Estanislao, es prima política de la señora (que esté en gloria) de don Geroncio, y, por consiguiente, tiene motivos poderosos para estar al tanto de los asuntos particulares de esta familia, aparte de que a doña Severa siempre se la ha considerado mucho en aquella casa, por su capacidad y don de gobierno. Pues, señor, como daba la casualidad de que no veía yo a esta señora lo menos hacía... sí, ¡vaya!, ¡yo lo creo!... lo menos... lo menos... quince días... ¿qué digo?, aguárdense ustedes y perdonen: el día de San Lorenzo fue cuando la vi; estamos hoy a... veintitrés días justos hace que la saludé a la puerta de su casa... cabalmente tenía yo que preguntarla dónde había comprado una pasta para matar ratones, que ella usaba con gran éxito, y allí mismo me dio la receta de memoria, porque resultó que la tal pasta era invención suya, digo, de un choricero extremeño que se la confió en secreto por no sé qué favores que la debía... Pues a lo que iba: encuentro esta mañana a doña Severa, y —«¿Cómo está usted, señora mía? —la pregunto. —Bien, ¿y usted, don Fulano? —Pues para servir a usted. —¿Y la familia? —Tan buena, gracias... ¡Caramba, cuántos días hace que no la veo a usted! —Pues no he perdido una misa desde que no nos vemos. Precisamente es hoy el día en que debí haberme quedado en cama, siquiera hasta las diez. —Efectivamente: la encuentro a usted algo pálida y desmejorada. —Le aseguro a usted que no sé cómo me tengo de pie. —¿Se encuentra usted mal? —Mal, precisamente, no; pero ayer tuve un disgusto con la cocinera, y estoy sufriendo hoy las consecuencias. Figúrese usted que a mí me gusta mucho la merluza; pues, señor, la condenada (Dios me perdone) de la chica, dale con que había de traerme siempre abadejo. Chocándome, como era natural, tanta obstinación, pues yo sabía muy bien que no faltaba merluza en la plaza, indago por aquí, pregunto por allá, y averiguo ayer que la muy pícara daba todos los días las sobras del principio a un soldado, su novio, que se pela por el abadejo. ¡Imagínese usted cómo yo me pondría al saberlo!... Por supuesto que lo primero que hice fue plantarla de patitas en la calle, y tan deprisa, que la dije que volviera más tarde por el baúl y la cuenta. ¡En mal hora a mí se me ocurrió semejante idea! ¿Creerá usted, Fulanito, que, la muy sin vergüenza, se me presentó a las dos horas acompañada del soldadote para que éste repasara la suma, y que entre los dos me pusieron como hoja de perejil sobre si faltaban o dejaban de faltar seis maravedís? —Nada me choca, doña Severa, de cuanto usted me dice, que algo parecido podía añadir yo de lo ocurrido en mi casa: el ramo de sirvientas está perdido. —¡Ay, Fulano, lo peor es que el de amas no está mucho más ganado! —También es cierto. —Vea usted a mi pobre primo Geroncio: ¡qué horas está pasando por causa de esa hija a quien ha mimado tanto! —En efecto he oído anoche que esa chica ha roto, por un capricho, su proyectado casamiento. —¿Capricho, eh?, ¡buen capricho me dé Dios! —Así se dice al menos. —Así se dice, porque de alguna manera decente ha de tapar la familia el pastel descubierto. —¿Luego ha pasado algo grave? —¡Gravísimo... Fulano!... y ya ve usted si yo lo sabré cuando he sido y estoy siendo el paño de lágrimas del desdichado Geroncio. —No lo dudo... Pero ahora caigo en que, siendo secretos de familia esos sucesos, estoy pecando de indiscreto al hacer ciertas preguntas. —De ningún modo, Fulano; usted es una persona muy decente, y hasta debe conocer esa clase de líos para ejemplo y escarmiento en el día de mañana, si se resolviera a casarse. —Usted me favorece demasiado, doña Severa. —Le hago a usted justicia, Fulano. —Gracias, señora. —Repito que no hay por qué darlas; y sepa usted (por supuesto, con la debida reserva) que si la boda de mi sobrina no se ha llevado a cabo, es porque el novio descubrió a última hora que la muy taimada había tenido un año antes relaciones íntimas, muy íntimas, entiéndalo usted bien, con un joven andaluz que estuvo aquí veraneando. —Pero ¿tan íntimas fueron, señora? —Tan íntimas, que faltando horas nada más para ir a la iglesia, se plantó el novio al conocerlas, y dijo que nones. —¿Luego no fue ella quien se opuso? —¡Qué había de ser, hombre!... eso se ha dicho para tapar...». Y etcétera, señores —añadió el narrador, con una sonrisita que apenas tenía malicia—; por ahí fue hablándome doña Severa, y lo que acabo de referir es lo único que, en sustancia, hay de cierto sobre el particular.

—¡Que no es poco! —objetó un chismoso, con diabólica expresión—. ¡Cuando yo decía que usted sabía grandes cosas!

—Hombre, si bien se mira, no es tanto como parece —continuó el suavísimo Fulano—. Y de todas maneras, señores, conste que lo he referido aquí en el seno de la confianza y teniendo en cuenta, además de lo que dije al empezar, que una cosa leve callada con misterio, autoriza a suponer otra muy grave: que la mayor parte de ustedes son padres de familia que no echarán el ejemplo en saco roto.

—¡Bravo! —exclamaron algunos oyentes casi enternecidos con este rasgo.

—Conque, señores, vuelvo a recomendar la reserva, y me voy a mis quehaceres —saltó casi ruborizado el amiguito de doña Severa.

Y se marchó.

—¡Qué discreta observación! —dijo uno de los que se quedaron.

—¡Qué juicio tan aplomado! —añadió otro.

—¡Es un gran muchacho! —exclamaron todos.

—¡Valiente infame! —dije yo, y era lo menos que podía decir, con esta franqueza que Dios me ha dado, largándome también, y sin despedirme, por más señas.

Nada se me contestó en el acto; pero me consta que, refiriéndose a mí, se dijeron luego en el corrillo primores como los siguientes:

—¡Qué víbora!

—¡Qué lengua de acero!

—Con veneno semejante es imposible que haya en la sociedad una sola virtud incólume.

Todos estos pormenores forman un detalle que no es de los menos típicos en los «buenos muchachos».

Veamos otros.

Detestan cordialmente todo cuanto no pertenece al gremio del cual son, según dicen, humildísimos miembros; y hablan con afectada lástima, pero con sincera indignación, de los hombres aficionados a los trabajos del ingenio; se jactan de apreciar la prensa periódica, sea del matiz político, científico o literario que se quiera, en mucho menos que el papel de empaque, y son para ellos novelistas y poetas sinónimos de gente perdida. Esto, en general; pero cuando son sus convecinos, sus antiguos condiscípulos, tal vez sus amigos, los que escriben, los que peroran, los que pintan, ¡de Dios les venga el remedio a estos desdichados!

—Hoy todo el mundo escribe, todo el mundo charla, todo el mundo emborrona un lienzo y garrapatea el pentagrama —gritan escandalizados los «buenos muchachos»—. ¿Qué es esto? ¿Dónde estamos? ¿Adónde vamos a parar? Señores, el que más y el que menos de los que en nada figuramos conocemos algo de esas materias, y pudiéramos echar en ellas nuestro cuarto a espadas practicando un poco; pero ¿sería esto suficiente?, ¿nos autorizaría para erigirnos en maestros ni en directores de la opinión pública? ¡No faltaba más!... ¡Pues no son pocas las pretensiones de la gente del día!

Así se explican: veamos cómo se conducen.

Estarán ustedes cansados de hallar en los periódicos de su pueblo centenares de remitidos, al tenor del siguiente:

Señor Director de El Vigilante.

«Muy señor mío y de mi mayor consideración: Aunque ajeno por carácter y por mis habituales ocupaciones a las lides periodísticas, me tomo la libertad de remitir a usted las adjuntas mal perjeñadas líneas, por si tiene a bien insertarlas en su apreciable periódico. La cuestión que las motiva es, en mi humilde sentir, de gran interés para toda la población, y en ello confío para que usted, etc., etc., etc.».

El asunto que se desenvuelve en el remitido y que, según el humilde sentir del comunicante, encierra gran interés para toda la población, es un guardacantón que sobresale media pulgada más de lo que previenen las ordenanzas, o un árbol que se seca en el paseo... o si debe andar cubierto o en pelo por los claustros, durante la celebración de la misa, el perrero de la catedral.

Otros tres detalles esencialísimos distinguen siempre a estas producciones, a saber: lo poco que figuran en ellas los artículos determinados, y lo demasiado que juega la rosa de vientos, lo cual da motivo a cada paso a frases del siguiente jaez: «entrando en mencionado paseo por el lado del Sudeste; tomando la alineación por la fachada vendaval de repetida casa...». Por último, la firma. Esta tiene que ser necesariamente Un curioso, Un contribuyente, Un vecino, o Un amante de su país.

Pues bien, lector, cualquiera de estos motes es el modesto velo con que tapa el rubor de su vera efigies, para dirigirse al público, un «buen muchacho», es decir, uno de esos hombres sensatos, aplomados y sin pretensiones, que detestan la prensa porque no sabe tratar cuestiones que enseñen algo, porque no es capaz de exponer teorías de transcendencia o de universal interés; uno de esos hombres, en fin, que no hallan jamás otro bastante autorizado para erigirse en intérprete, ya que no en director de la opinión pública.

Y no puede quedar la menor duda de que citados artículos pertenecen a referidos autores, porque éstos, en el mismo día del alumbramiento, o en el siguiente a más tardar, teniendo la bondad de interesarse mucho por la salud de uno, le abordan en la calle para enredarle en un diálogo como el siguiente:

—«¿Cómo va, amigo mío?

—Pues, hombre, vamos viviendo.

—¡Cuánto me alegro!

—Muchísimas gracias... ¿Usted tan gordo y tan guapo?

—Gracias a Dios... Pero retírese usted un poquito a la derecha.

—¿Qué ocurre?

—Que está usted colocado junto a una losa quebrada, y un pie se disloca con la mayor facilidad.

—No veo yo la quebradura...

—En efecto, era una ilusión mía... Como en este pueblo anda el ramo de empedrados peor que en Marruecos... Y, a propósito, ¿ha visto usted un comunicado que publica ayer El Vigilante?

—¿Sobre Marruecos?

—No, señor; sobre el guardacantón de la calle X...

—Sí que le he visto.

—¿Y qué le ha parecido a usted?

—Pues, hombre... bien.

—Lo celebro infinito, pues como está hecho al correr de la pluma, no hubiera sido difícil que algún descuidillo...

—Según eso, ¿es de usted?

—Ya que usted lo ha conocido, no lo quiero negar.

—Es usted muy modesto.

—Hombre, no; pero no tengo pretensiones de escritor. Así es que cuando quiero llamar la atención del público hacia un asunto de interés tan general como el que ayer saco a relucir en mi escrito, firmo con un nombre cualquiera... Yo he escrito mucho sobre policía, ¡muchísimo!, sólo que no me gusta darme importancia; porque, vamos, no tengo pretensiones de ninguna clase.

—¡Oh!, ya se conoce bien.

—Por lo demás, el artículo de ayer creo que abraza cuanto se puede decir sobre el particular.

—¡Vaya si abraza!

—Pues me alegro mucho; que eso me ha de animar a concluir otro que traigo entre manos acerca de la maldita costumbre que hay aquí de colgar la ropa blanca en los balcones... Por supuesto que es un trabajillo sin pretensiones de ninguna clase.

—Naturalmente, pero eso no impedirá que yo le lea con gusto.

—Muchas gracias.

—No hay por qué».

También me consta que esos remitidos se leen, por su autor, en familia, con grande aplauso del severo papá que, rebosando en satisfacción por todos los poros de su cuerpo, se vuelve hacia su conjunta para decirle, muy bajo, pero de modo que lo oiga el elogiado: «Estos muchachos son el mismo demonio. ¡Mira que está bien hilado el tal impreso!».

Vamos ahora a otro terreno.

Hay una junta de acreedores, de contribuyentes, de vecinos formales, o de arraigo; una junta, en fin, en la que se trate del vil ochavo o de salvar los intereses de la plaza. Toman la palabra los más expertos y autorizados; llénanse recíprocamente de piropos, abordan la cuestión por cien lados diferentes; llégase, tras de muchos sudores y fatigas, a vislumbrar un acuerdo definitivo; va a darse por concluida la sesión, y he aquí que se oye una voz perezosa y afectadamente tímida que pide la palabra. Concédesela el presidente, y se levanta una persona que comienza a hablar en estos términos:

—«Señores: como desconozco completamente la ciencia del derecho, y soy en materia de negocios la más incompetente de todas las personas que componen esta respetable reunión; y como tampoco tengo pretensiones de orador, quizá vaya a decir un disparate al hacer uso de la facultad que me ha concedido el digno señor presidente; pero, así y todo, me parece a mí que teniendo en cuenta esto y lo otro (resume desastrosamente cuanto han dicho los que han hablado antes, y añade cincuenta desatinos de su cosecha) la dificultad está vencida. Repito, señores, que tal es el punto desde el cual debe mirarse la cuestión, según mi humilde entender. He dicho».

«Bravos» por acá y «bravos» por allá. Rumores en todos los rincones. —¿Quién es ese? —Pues el hijo de don Zutano. —¡Excelente chico! —Nómbrase la indispensable comisión, y entra en ella, el primerito, el orador. Al día siguiente no se le puede sufrir. —Como yo dije, como yo propuse... bien que ya usted me oiría... ¡y eso que no está uno hecho a esos lances, ni tiene pretensiones de orador!... ¡Ah!, pues si no me tira de la levita don Práxedes, que estaba a mi derecha, ¡qué cosas salen a relucir! Pero es uno condescendiente y poco amigo de llamar la atención, ¡que si no!...

Aunque no necesito decir quién es este orador, bueno es que se tenga presente que pertenece, por su tipo, al tercer modelo.

Veámosle ahora en el teatro. Se acaba de representar un drama moderno que ha alcanzado un triunfo. A él no le ha merecido un solo aplauso. Lejos de ello, se vuelve a su vecino y le dice:

—Amigo, yo no sé si diré un disparate, porque no soy competente en literatura; pero esta obra, según mi humilde entender, no merece el ruido que está metiendo. Valerse de una aldeana para el principal papel, y no haber en toda la comedia más que dos personajes de buena sociedad, me da muy pobre idea del talento del autor. De ese modo también yo hago comedias.

El vecino le mira estupefacto, y el censor, creyendo que le apoya, continúa.

—Desengáñese usted, el teatro va en decadencia; ya no se escriben comedias como La trenza de sus cabellos y La conquista de Granada. ¿Pues y los actores? Ahí han estado ustedes aplaudiendo a ese primer galán como si supiera lo que hace... ¡Dónde estaba aquel Lozano!... ¡Ese sí que cortaba el verso! Parece que le estoy viendo salir, vestido de moro y a caballo, por debajo del palco del ayuntamiento. Valía más una mirada de aquel hombre, que toda esa comiquería junta.

Oyendo música, aunque no menos descontentadizos, son más lacónicos siquiera.

—¿Qué le parece a usted? —se pregunta a uno de ellos.

Y responde necesariamente:

—Hombre, yo no soy del arte; pero por más que ustedes digan, esta música está tomada, al pie de la letra, de «El Hernani».

Si le buscamos a la esquina de la plaza, se le hallará deteniendo a un transeúnte para decirle con mucho misterio:

—¿Ve usted aquella chica que está hablando con un cabo de la guarnición? Pues es la cocinera de don Ruperto Puntales: dos horas lleva ahí: he tenido la curiosidad de contarlas en mi reló. Buena andará aquella cocina, ¿eh?

O sino:

—Don Aniceto, una palabra: esa doncella que cruza ahora la esquina y va cargada de cartones, me parece que sirve en casa de doña Telesfora.

—Bien, ¿y qué?

—Nada, que es la sexta vez que, en hora y media que llevo en esta esquina, ha salido de ese bazar cargada de género. Sospecho que el pobre marido de su ama no hace hoy el gasto con dos mil reales. Después vendrán los apuros... y algo peor. Bien empleado les está.

En un paseo público hacen el mismo papel: comparar las galas que ven, con los caudales de quienes las lucen, y demostrar siempre y donde quiera, que llevan el alza y baja de cuanto respira y se agita en la población.

Creo que el lector no necesita más noticias para orientarse por completo en el terreno a que he querido traerle, ni para hallar pertinente y hasta de alguna transcendencia moral la exposición de estos apuntes...

Se me olvidaba decir que los buenos muchachos son, por regla general, solteros. Si les da por casarse, son en el hogar doméstico unos tiranuelos, chismosos y casca-rabias; y esto es lo único en que varían al variar de estado.

Otro dato. Casados o solteros, son en política conservadores, de justo medio y ancha base.

III

Si tratáramos ahora de llamar las cosas por su verdadero nombre, deduciríamos de todo lo expuesto, dentro de la más inflexible lógica, que el «buen muchacho» no es otra cosa que un quídam soberbio, entremetido, fisgón e ignorante. Escandalízase de los hombres que, sin remilgos ni estudiadas protestas de humildad, se muestran en lo que valen, y él, con la previa advertencia de que no vale nada, se atreve a meterse en todas partes para imponer su razón a los demás. A nadie concede competencia para nada, al paso que él, confesándose el último de los hombres, se porta como si la tuviera para todo; no halla en la pluma ni en los labios de su vecino una cuestión que le parezca bastante digna de ocupar la atención pública, y al día siguiente pretende él absorberla entera sacando a plaza pequeñeces y vulgaridades de portería. Ofende a su moralidad un pecado oculto, y él, para enmendarlo, le descubre, le comenta y le propaga; no juega, no jura, no malgasta; pero, con la mejor intención, se conduele a gritos de Juan y de Pedro, que juran, no ahorran y, según sus noticias, juegan. En suma, sus labios jamás se abren para elogiar: siempre para maldecir.

Por lo demás, el ser «buen muchacho» es un gran negocio, máxime cuando el teatro representa una población lo suficientemente pequeña para que todos nos codeemos y nos conozcamos.

El vecino de enfrente, persona que tiene el don de discurrir con alguna claridad más que la multitud, es víctima de una adversidad cualquiera, acarreada por una serie de sucesos inevitables. —Me alegro —dice el rumrum—: ese hombre lo tenía bien merecido; es una mala cabeza, un fatuo, un pretencioso.

Sucédele eso mismo a un «buen muchacho», y dice la Fama: —¡Pícara suerte, que nunca quiere proteger a los buenos!

Acúsasele por alguien de una acción poco edificante, y dice la misma señora: —¡Calumnia!... Fulano no puede ser reo de semejante delito; yo abono su conducta, porque... es un excelente muchacho.

Al primero se le enreda, al pasar, un botón en los flecos del chal de una modista, y doña Opinión, la mala, le marca con el dedo como a un desenfrenado corruptor de la pública moralidad.

Enrédasele al otro la honra entera entre los hechizos de la mujer de su vecino; asoma el escándalo la oreja, y exclama doña Opinión, la buena: —«¡Atrás!, que es un buen muchacho incapaz de cometer tan feo delito». Si el escándalo pugna, y forcejea y vence al cabo, la mujer es la serpiente que le ha seducido: todo menos lastimar en lo más mínimo la cándida sensibilidad de su amante.

Hay vacante un puesto que exige a quien ha de ocuparle mucho tacto y mayor experiencia, y, sin saber cómo, empieza a sonar el nombre de un buen muchacho; crece el ruido, formase la atmósfera, provéese la plaza en un hombre nulo o sin merecimientos, y apenas la justicia severa se dispone a condenar la elección, grita el rumor atronador de la Fama: —Me alegro, porque el elegido es... «un buen muchacho».

Trátase de una heredera rica que se halla en estado de merecer, y al punto dice aquella señora: —«¡Qué buena pareja haría esa chica con... Fulano, que es un gran muchacho!». Y los ecos van repitiendo la ocurrencia, y se la llevan a la aludida, y se echa ésta a cavilar, y comienzan las embajadas oficiosas de los aficionados a la diplomacia casamentera, y aceptan la mediación las partes beligerantes, y... «es cosa hecha» exclama un día con aire de triunfo la gente. Y añade: «y me alegro, no solamente por el novio, que es un buen muchacho, sino por lo que van a reconcomerse los otros».

... Los otros, lector, son los desheredados de la fama de «buenos muchachos», que tal vez no conocen a la novia, y que, de seguro, no han cruzado una palabra con ninguno de los que forman la opinión que tan cordialmente antipática se les presenta.

Cuando un padre sencillo reprende a su hijo por una falta propia de la edad, vuelve los ojos con envidia a un «buen muchacho»; si éstos no van al teatro más que dos veces por semana, no se puede ser hombre de bien yendo tres; cuanto en costumbres es un pecado, deja de serio desde el momento en que le comete un «buen muchacho»; las mamás los miran con un memorial en cada ojo; las autoridades los saludan como a las mejores garantías del orden... hasta los agentes de policía los acatan y reverencian, porque ven en ellos otros tantos futuros concejales...

Júzguese ahora del riesgo que yo corro al estrellarme contra tanta popularidad... y eso que todavía no he dicho que un «buen muchacho» es necesariamente tonto de remache.

Y dirá aquí el lector cándido: —¿Cómo puede un tonto adquirir tal fama de discreto?

Y pregunto yo a mi vez a ese lector: —¿Han sido nunca otra cosa los ídolos del vulgo de levita?

Por de pronto, apuesto una credencial de «buen muchacho» a que si yo tomo de la mano a un hombre, de los muchos que conozco, que se pasan la vida luchando brazo a brazo con la adversa fortuna, sin reparar siquiera que a su lado cruzan otros más felices con menores esfuerzos; a uno de esos hombres verdaderamente discretos, verdaderamente generosos, verdaderamente honrados; apuesto, repito, la credencial consabida a que si le tomo de la mano y le saco al público mercado, no encuentro quien le fíe dos pesetas sobre su legítimo título de buen muchacho, título que se le ha usurpado para ennoblecer a tanto y tanto zascandil como se pavonea con él por esas calles de Dios.

Por tanto, lector amigo, y para concluir, voy a pedirte un favor: mientras no se adopte en el mundo civilizado la costumbre de dar a las cosas y a las personas el nombre que legítimamente les pertenece, si por chiripa llegara yo a caerte en gracia (lo que no es de esperar) y desearas darme por ello un calificativo honroso, llámame... cualquiera perrería; pero ¡por Dios te lo ruego!, no me llames nunca buen muchacho.


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Publicado el 18 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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