Los de Becerril

José María de Pereda


Cuento


Los taleguillos blancos llenos de ropa de muda, unas alforjas atacadas de chorizos y garbanzos, y un paraguas. Éste es el equipaje de cada familia al meterse en el tren en la estación más próxima.

Cuando se apean en Santander, el padre carga con las alforjas, amén de la capa, que también se echa al hombro; la madre con un taleguillo y la criatura que amamanta; una jovenzuela, con el otro talego, y un rapaz de doce años, con el paraguas.

Vienen a Santander porque el padre tiene dúlceras en las piernas, y dúlceras en el cuadril de la derecha; la madre, desde el último parto, «añudados los gonces» de la rodilla izquierda; el mamoncillo no puede echar los últimos dientes «de por sí solo»; la jovenzuela ha cumplido ya quince años y está pálida como la cera, y el rapaz, que va para doce, tiene los labios como un embudo, el cuello como un botijo, y le salen ya los lamparones por detrás de las orejas.

Por consejo del médico de Becerril de Campos, vienen a tomar los baños de mar, porque éstos han de curar todas y cada una de las dolencias enumeradas.

Con estas esperanzas y aquel equipaje, y en el orden de formación en que hemos ido citándolos, llegan a la Dársena y echan Muelle adelante con el asombro pintado en los ojos y en la boca.

El molinete que suena; el vapor que cruza la bahía, el ligero esquife que se desliza sobre las aguas, como la golondrina en el espacio; la sardinera que grita su mercancía; el coche que pasa rápido; el carretero que aturde la vecindad con las blasfemias de costumbre; el marcial arreo y las infantiles galas; sedas, tules, libreas y levitas, chaquetas y manteos... Todo esto junto y revuelto, casi en torbellino, que es lo primero con que tropiezan los ojos del viajero que desde la estación del ferrocarril se lanza, de sopetón, al Muelle en una tarde de verano, aturde y deslumbra con sobrado motivo al sedentario y patriarcal lugareño de tierra de Campos.

Pero el coche, y «los señores», y el soldado, y «las damiselas», todo, en fin, lo que es terrestre, cabe perfectamente en las presunciones de los de Becerril, y luego dejan de admirarlo. Lo que realmente los fascina por de pronto, y acaba por atontarlos, es «lo marítimo». Les faltan ojos para contemplarlo y hasta narices para olerlo.

—¡Míales, míales, hijo! —vocea la madre—. ¿No te lo ecía yo?... Más altos son los palos que el campanario del pueblo.

—¡Pus anda —añade el padre—, con el otro que va río abajo! Mal rayo me parta si no ahuma como si llevara los demonios aentro. ¿Qué tié que ver el tren con esto! ¡Pus ávate con el barquillico que lleva a la zaga!...».

—Será la cría, padre —grita el rapaz.

—Puá que, hijo: no te diré yo que no lo sea.

—Y toas éstas que están arrimaicas aquí lo paecen tamién... ¡Cristo, cuánta barca!... y allá va una cargá de cubetos... ¿Y dende esta orillica se pescará el fresco?

—¡Otra con el inocente! Eso se pesca en alta mar, borrico.

—¿Pues no es esto la alta mar?

—¡Anda si qué! ¿Pus no oístes a aquel señor que venía en el tren a la vera de tu madre, que esto es el puerto? ¡Qué tic cacer esto pa-onde está la alta mar!

—Y ¿ónde está esa mar?

—En cuantico alleguemos a casa, di que se ve de golpe.

Y en éstas y otras por el estilo, admirando acá, exclamando allá, parándose aquí, retrocediendo en el otro lado, preguntando a este «caballero» y a la otra «buena mujer», llegan a Miranda, en el cual barrio tienen apalabrada una habitación que les ha buscado otra familia castellana que les precedió en el viaje.

Al ver el mar desde aquellas alturas, los padres se atolondran y los hijos se estremecen, considerando que al día siguiente han de meterse todos ellos en tales honduras.

Como el barrio de Miranda es el que eligen siempre los castellanos, por la doble razón de economía y de proximidad a la playa, tienen ocasión los nuestros de hacer rancho en la misma casa en que viven, con otros paisanos instalados en ella también. De todas maneras —y por eso traen las alforjas llenas de provisiones—, siempre «se ajustan» sin la comida.

El primer baño no le toman sin grandes recelos, sobresaltos y serias meditaciones: los chicos lloran y los grandes tiemblan de miedo, mucho antes de temblar de frío; pero, al cabo, bien agarrados éstos a las cuerdas, y a empellones los muchachos, van entrando todos poco a poco, hasta que, después de acurrucados, les llega el agua al pescuezo. Es decir, que se quedan a la orilla, donde, al romper las olas, tras de machacarles los cuerpos como mazos de batán, les hacen sorber la arena a carretadas.

En la misma guisa que salieron del tren, exceptuando el detalle de las alforjas, van al baño y vuelven de él: con la propia capa el hombre, las mujeres con los talegos y la criatura, y el rapaz con el paraguas. La capa para arroparse, el paraguas para quitarse el sol el de los lamparones, y los taleguillos para guardar la ropa del baño.

Catorce de a media hora recetó a cada uno el médico de Becerril; pero ellos, que traen muy contado el tiempo y el dinero, toman dos cada día, y así despachan en una semana, cuando no en media, echándose en remojo una hora por la tarde y otra por la mañana.

Siempre que no están en el baño, o comiendo, o durmiendo la clásica siesta, se los hallará corriendo las alturas de la costa, metiendo la cabeza en todas las grutas y rendijas de las penas, y preferentemente escarbando los arenales para acopiar pelegrinas y caracolillos, por las cuales baratijas se perecen.

Antes de volverse a Becerril, o a Frómista, o a Amusco, al pueblo, en fin, de Castilla del cual procedan, bajan dos veces a la ciudad: una para verla y comprar a la chica unas arracadas de cascaritas, y otra para visitar, por adentro, un vapor-correo, y, si le hubiere en el puerto, «un barco de rey».

Por lo demás, son los bañistas más metódicos y decididos de cuantos se zambullen en el Cántabro. Ni en los días de más resaca perdonan el remojón. De manera que si también en la hidroterapia obra la fe prodigios, estas buenas gentes se vuelven a Becerril tan sanas como corales.


Publicado el 17 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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