I. De Nino Casa-Gutiérrez a un su amigo
Madrid, julio 30 de 188...
Si por una, para mí, desdichada casualidad, no hubiera estado yo ausente el día en que tú pasaste por aquí como un relámpago, te hubiera enterado de palabra de estas graves cosas que voy a referirte ahora por escrito y de mala manera, porque tras de no tener el tiempo de sobra, jamás despunté por hábil en el manejo de la pluma. Yo te aseguro que no la tuviera en este instante entre los dedos sin el honrado temor de que adquieras por el rumor público las noticias que debo darte yo antes que nadie y que a nadie. O somos o no somos amigos «de la infancia:» Pílades y Orestes, los gemelos de Siam, como alguien nos ha llamado al vernos tan unidos en las prosperidades y en las tormentas de nuestra no larga, pero bien azarosa vida; o hemos o no corrido juntos los temporales de nuestro mundo tan calumniado por los que no le conocen, y bien poco entretenido para los que le conocemos a fondo, cuando las arrastradas circunstancias (vulgo, dinero) no concuerdan en género, número y caso con la omnímoda libertad, que nunca falta, de explorarle en todas direcciones. En fin, hombre, y por no enredarme en estos líos retóricos que me apestan: que me considero en la obligación de contarte esto gordo que me pasa, y que te lo voy a contar del mejor modo que pueda.
«Mi padre me dijo un día, hará cosa de tres semanas, estas o parecidas lisonjas: «Vas a cumplir luego treinta años; tienes casi todos los vicios y todas las necesidades que puede tener un mozo de tu prosapia; necesitas un caudal para sostener la vida que haces, y no sabes ganar honradamente una peseta. Hoy comes de la olla grande, porque no te cuesta otro trabajo que meter el cucharón en ella; pero esta ganga tendrá su fin más tarde o más temprano, y es deber mío, ya que a ti no se te ocurre, tratar de que el desastre te coja apercibido contra los riesgos de la miseria de levita, la más horrible de las miserias, o de que el demonio te infunda la idea de levantarte la tapa de los sesos para mejorar de suplicio. Que el desastre ha de venir, es evidente, porque yo no he de ser eterno; y al mudarme al otro mundo, es posible que haya que enterrar de limosna en éste, la ilustre carga de mis huesos. Éstos y un poco de ruido que se apagará en el oído de las gentes antes que la última salmodia de mi entierro, será toda la herencia que os deje para sostén de las pomposidades en que os habéis educado por haceros dignos de la jerarquía social que os cupo en suerte. Contando con ello, te quise dar una carrera. Probaste varias, y todas te parecían a cual peor, porque cualquiera de ellas te reclamaba el tiempo y la atención que tú necesitabas para darte la gran vida que te has dado entre otros distinguidos vagabundos como tú. Por pura bambolla, apechugó tu hermano con los rudimentos de la carrera diplomática; y por obra de misericordia y milagros de mis influencias, ingresó en ella tiempos andando. Casose tu hermana Amelia con el duque de Castrobodigo, y anda tu otra hermana, María, a pique de ser vizcondesa de la Hondonada, con gran regocijo de tu señora madre, que se perece por estos similores de mundo elegante.»
Recuerdo todos estos pormenores ¡oh amigo incorrupto! porque la fuerza de la sorpresa, que rayó en asombro, me los grabó en la memoria a mazo y escoplo: jamás me había hablado mi padre de esos particulares, ni le había visto yo tan grave ni tan elocuente; y te los traslado casi a la letra, porque tras de no ser un secreto para ti ni para nadie de nuestro mundo, así me salen al volar de la pluma, y temo embarullar el relato si me meto a poner diques y reparos a la corriente de mis ideas.
Pues verás. Todavía añadió mi padre a lo dicho este parrafejo, que no es malo: «Cierto que es el mío nombre de gran resonancia en el país; que me revuelvo y me contoneo en el fondo de eso que se llama cosa pública, como el pez en el agua; me dan convites en provincias los hombres afiliados a mi partido, y peroro a los postres en loor o en contra del gobierno, según que sea o no sea de mi gusto; que mis palabras se escriben por los papanatas de la prensa local, y transmitidas por el telégrafo a la de la corte, se descifran mis cláusulas como los misterios de la Esfinge: cierto que soy jefe de mesnada en las Cortes, y que, por serlo, cobro el barato en ellas a cuando la hora es llegada y la ocasión lo pide; que mi nombre danza en corrillos y papeles, y salta y rebota en tertulias y comisiones a cada crisis ministerial y a cada gresca parlamentaria; cierto, en suma, que hoy en a cumbre del poder y mañana en los profundos de la oposición, a todas horas soy en España y sus Indias, caudillo de empuje, hombre de pro, pájaro de cuenta, como me llaman por ahí, o, si lo prefieres, personaje conspicuo; pero cierto es también que todo esto junto, con ser tanto y tan visible, convertido en substancia de puchero es puro caldo de borrajas. Cuanto más alto me levantan, más caro me cuesta el pedestal... vamos, que no me da el oficio sino lo estrictamente necesario para ejercerle con la debida exornación. Envidio a los que saben desempeñarle con frutos más copiosos y positivos; pero no acierto a imitarlos. Será torpeza o repugnancia, o un poco de cada cosa; pero es la pura verdad. Entre tanto, yo pago cada lunes y martes las nuevas trampas del duque de Castrobodigo, por respeto al relativo bienestar de la duquesa; el diplomático, cuyo sueldo no le alcanza para sus gastos superfluos, mantiene a mi costa todo el relumbrón de su diplomática persona en las cortes extranjeras; tu madre y tu hermana María, ya sabes qué vida se dan y a qué altura rayan entre las damas más encopetadas de Madrid; de ti no se hable: juegas, viajas, tienes los caballos a pares, y sabe Dios qué otros lujos por el estilo te permitirás también; y esto, y aquello, y lo de más allá, todo es agua en un mismo arroyo; todo sale del pobre manantial de la nómina de tu padre; todo es dinero de Estado, sangre del mísero contribuyente, como dicen los declamadores cursis, abogados inocentes de las sempiternas «clases productoras.» En una palabra, hijo, que en esta casa se vive al día, y que hasta el vivir así me parece un milagro, aun con la ayuda de ciertos sablazos gordos que tú no conoces. Figúrate, pues, qué será de todos vosotros el día en que Dios me llame a rendirle cuentas minuciosas de lo mucho que lo debo. Con que ¿te vas enterando?»
Pues ¿no había de enterarme? Pero ¿por qué se empeñaba el buen señor en que me enterara entonces de todos esos puntos que ya tenía olvidados de puro sabidos? Preguntéselo, y me respondió:
«Te cuento esas cosas, para que las grabes en la memoria; y te las cuento a ti solo, porque, entre todos los de tu casta, tú eres el que ha de pasarlas más amargas en este mundo si yo me largo de él antes de que hayas adquirido un modo honroso de vivir.»
¿No creería cualquiera, como yo creí, al oírle hablar de este modo, que le había poseído de pies a cabeza, y de la noche a la mañana, el presentimiento de una muerte próxima?
Nada menos cierto, sin embargo. Rodando las palabras, hube de prometerle, acomodándome a su deseo, aceptar lo que él me propusiera para mejorar de fortuna y conjurar los riesgos del pavoroso mañana de la negra hipótesis. Hecha la promesa con la debida solemnidad, me propuso el precavido autor de mis días un casamiento ventajoso. Así, en estas mismas palabras.
Tomé la proposición a risa, porque a la distancia de mis pesimismos, arraigados por obra de mis prácticos conocimientos de ciertas dificultades de la vida social, me resultó muy semejante al ridiculus mus de El parto de los montes. Riose mi padre a su vez, pero de muy distinta manera que yo; y saliendo a relucir los cómos y los dóndes que eran de necesidad en el diálogo, llegó a decirme el providente señor, palabra más o menos: «Aunque, sin ser un Adonis en lo físico, no tienes tacha para figura decorativa del mundo en que vives, no hay padre de los nuestros que te fíe medio duro con la garantía de tu persona. En este particular, gozas en la sociedad en que brillas, de todo el descrédito que mereces; mas aun suponiendo que este juicio mío fuera equivocado y te salieran aquí a docenas las novias ricas, me libraría yo mucho de proponerte la mejor de ellas, porque no sería negocio para ti. Éstas, con milagrosas excepciones, son finquitas de lujo, que cuanto más producen, más devoran. Agrégalas un inquilino tan desgobernado como tú, y ayúdame a sentir. Lo que a ti te conviene es una mujercita educada en unas costumbres enteramente distintas de las nuestras; que tenga mucho dinero y gaste poco; que estime por nimbo glorioso para su cabeza de provinciana distinguida, el título nobiliario que yo te cederé de los dos que poseo de ayer acá; que, a pesar de ello y de ser nuera de un personaje de mis campanillas, ocupe en tu casa, fíjate bien, en la tuya, el puesto que por la ley le corresponde, ni más ni menos; y que con el ejemplo de sus buenas costumbres, de su economía, de su buen gobierno, de su cariño desinteresado, etc., etc., infunda en su marido apego al hogar y a la familia, y amor al trabajo honroso... En fin, punto más, punto menos que una novia para el galán edificante de un cuento mural de Las tardes de la granja. Esta novia, además, ha de ser guapa... y lo es, y existe como te la pinto, y tú la conoces, y la has tratado mucho... y te ha calado las intenciones... y te las acepta por buenas y honradas... y te acepta a ti también con los brazos abiertos. ¿Quieres más?»
Imagínate, ¡oh Pílades incombustible! mi asombro al oír todo esto, y calcula mi estupefacción cuando resultó que era la pura verdad. Oye lo que averigüé entrando en explicaciones con mi padre. El señor don Roque Brezales, o de los Brezales, como ha dado en firmar últimamente, es un comerciante ramplón, honra y prez del gremio de la plaza, la ciudad más importante de la cesta española del mar Cantábrico. Este señor (hablo de Brezales), bueno y honradote en el fondo, es hombre de poca estética y menos literatura, vulgar de estampa y de mala ortografía; pero tiene formado de sí propio juicio muy diferente del mío, y hasta se siente a ratos, mordido del ansia de ser personaje, desde que, por azares de la suerte y ya bien entrado en años, se vio nadando en posibles, imagen con que pinta el vulgo de su país el colmo de la riqueza. Este comerciante opulento tiene dos hijas, Irene y Petra, bellas las dos, aunque cada cual a su modo. Irene es algo melancólica, con dejos de arisca y desengañada; tiene buen entendimiento y, sobre todo, unos ojos morunos, verdinegros, que de pronto parecen tendidos a la larga y como dormitando a la sombra de sus negrísimas pestañas; pero que, bien observados... Hombre, yo he visto en los primorosos ríos de su tierra algo parecido a esos ojos: ciertos remansos junto a la acantilada orilla, bajo un tupido dosel de laureles y madreselva. En la inmóvil superficie de aquel agua sombría, se refleja toda la fragante espesura del dosel con el peñasco gris de la margen, y un jirón azul pálido del cielo, y un pedazo de nube cenicienta, y la cara y el busto, invertidos, del observador. El conjunto es hermoso; y, sin embargo, por lo que hay de misterioso allí. ¿Qué habrá debajo de aquellas aguas silenciosas y sombrías? Y se piensa alternativamente en el cieno viscoso y en la arena finísima; en la negra caverna atestada de monstruos, y en la gruta fantástica de las hadas bienhechoras. Por supuesto, que no hay que tomar este símil al pie de la letra tratándose de los ojos de esa Irene; pero es de la casta de los que vendría a aquí más al caso, y aun coincidiría con él exactamente, y eso por la malicia del observador, si Irene fuera una mujer de intriga y bien fogueada en las batallas del mundo galante; pero ¿qué diablo de trastienda ha de haber en una provinciana inexperta, dócil y mansa como una corderita sin hiel, que comulga todos los meses y oye misa casi todos los días? Los ojos de Irene son así, como pudieron ser de otra manera; y si, bien mirados, parece que descubren tantas cosas ocultas, es porque la boca correspondiente peca por el extremo opuesto: el no decir la mitad de lo que se juzga necesario; y eso que falta siempre en sus conversaciones, lo va a buscar el curioso adonde cree que puede hallarlo, y para la atención en los ojos y en ellos lee todo lo que le da la gana. Ésta es la pura verdad. Te añadiré ahora que Irene es ligeramente morena, de correctísimas facciones y garrida estampa.
Petra no se parece a su hermana ni en carácter ni en figura. Es alegre, habladora y expansiva, con más que puntas y ribetes de maliciosa y mordicante. Se pinta sola para remedar a los gomosos memos y a las amigas cursis. Siempre tiene novio, o ganas de tenerle. Es casi rubia, muy guapa, de regalar estatura, pie menudo y talle primoroso.
Estas dos hijas tienen una madre que se llama doña Angustias, de bastante buen ver todavía. No es de la pata del Cid, ni, apurándola un poco, deja de enseñar la hilaza de su procedencia vulgar; pero lleva bien la ropa y es simpática en su trato. Va con sus chicas «al mundo» de por allá, y desempeña bastante bien el papel que la corresponde. El tal mundo se reduce a media docena de bailes particulares, a dos o tres en el Casino, las visitas de cumplido, las soarés del Gobernador, los conciertos del verano, la fiesta de los Juegos florales, y el teatro, cuando le hay. Se paga mucho de las buenas formas y se perece porque la vean sus conterráneas en íntimas relaciones con personajes de Madrid. Lo propio que su marido.
No recuerdo bien el origen de la amistad, ya vieja, de este señor con mi padre, cuyas influencias poderosas aprovecha constantemente para activar o enderezar en Madrid la lenta o torcida marcha de los graves asuntos de interés, casi siempre mercantil, municipal o provincial, en los cuales ha de intervenir la pesada mano del Gobierno de la nación. El señor de los Brezales es hombre cortés y agradecido, y nunca ha dejado de corresponder rumbosa y delicadamente a los favores de mi padre. Con todas estas cosas, mi familia y la suya se han tratado mucho en las distintas ocasiones en que hemos veraneado en aquella ciudad, cuya playa no tiene semejante en Espana por su hermosura. Yo conozco y estimo de veras a estas apreciabilísimas personas, particularmente a Irene y a Petrita, a quienes he tratado con más frecuencia. Pero ahora resulta, según mi padre, que Irene, que es la mía, la mujer que se me destina para redimirme, en lo mortal, de la miseria, y en lo eterno, de la perdición, «me ha calado las intenciones, y las acepta por buenas y honradas;» y el demonio me lleve si, cuando he hablado con ella, he tenido otra que la de pasar el rato agradablemente en tan buena compañía. Claro está que no me he cansado en desmentir el aserto de mi padre, y que me he dejado correr muy a mi gusto al empuje de esta casualidad, que cabe en lo posible de los caprichos humanos; pero se me aguzó grandemente el deseo de conocer los pormenores de este inesperado descubrimiento y de aquel plan arreglado por mi padre, y he aquí cómo habían pasado las cosas. Vino a Madrid mi futuro suegro y se hospedó en nuestra casa, tras de muchos ruegos de mi padre y no pocos míos. Como sus quehaceres no eran muchos, los dos amigos pasaban juntos largas horas del día y de la noche; y pasando así las horas, mi padre halló sobradas ocasiones de apuntar, con la destreza en que es maestro, la especie que, por lo visto, le bullía en sus adentros mucho tiempo hace; y cátate, amigo recalcitrante, que no bien asomó la punta de la idea, el otro, que, por las trazas, rumiaba también de muy atrás los mismos pensamientos, se puso a tirar de ella; y tira que tira, no cejó en su empeño, hasta verla entera y verdadera en la misma palma de su mano. Según refiere mi padre, el buen señor no podía ni quería disimular el regocijo que la ocurrencia le causaba. Mis prendas personales, el apellido que llevo, mi título nobiliario... ¡oh, qué fortuna para su hija primogénita, tan superior a cuantos hombres pudieran inútilmente ambicionarla en los mezquinos ámbitos de su pobre ciudad! Él era rico, muy rico; y una vez realizado el enlace, ni por su parte ni por la de su familia se reñiría por el tanto o por el cuanto, o por si aquí o por si allá: se haría lo que nosotros dispusiéramos, porque lo que ellos querían, era la felicidad de Irene; y esta felicidad la hallaría al lado de su marido, donde quiera que alcanzaran los rayos esplendorosos de la gloria de su nombre. Aún creo que dijo el satisfecho señor mucho más que esto que yo te transcribo casi en los propios términos en que me lo refirió mi padre, sin darte cuenta de ello, porque no vale la pena de recordarse, y para muestra quizás sobra con lo apuntado. Pero faltaba conocer las intenciones de Irene, que eran el eje de toda aquella máquina tan fácilmente construida. «... No hay que apurarse por eso,» contestó el señor de los Brezales a este reparo que mi padre le presentó: «tengo ciertos testimonios de que Irene conoce las intenciones de su señor hijo de usted, y aun de que no la desagradan. A mayor abundamiento, en cuanto vuelva yo a mi casa, que será pronto, pondré la cuestión sobre el tapete, sondearé las voluntades y escribiré a usted el resultado sin perder correo.» Y dicho y hecho: al otro día, dejando encomendados a su amigo sus negocios, tomó el tren del Norte; y media semana después escribía a mi padre estas pocas palabras que te copio, porque poseo la carta, en una letra deshilvanada y garrapatosa, señal del apresuramiento con que escribía y de las hondas emociones que le dominaban en aquellos instantes: «Tratado el grave asunto consabido en consejo de familia, todos conformes, todos gozosos y todo llano por nuestra parte. Anticipen cuanto puedan el viaje que tenían proyectado a esta ciudad, para que Antonino acabe de entenderse con la interesada y se dé con ello el fin y remate que merece un negocio tan felizmente planteado. Los abraza, y los saluda, y los adora en nombre propio y en el de toda esta familia, su desde hoy más que amigo y admirador, Roque de los Brezales.»
Y así están las cosas, amigo mío: mi familia forzando la máquina para anticipar el veraneo cuanto sea posible, y yo deseando con grandes ansias que llegue la hora de ver confirmadas las promesas del padre por los labios de su pistonuda hija, aquella morena de los verdinegros ojos, que me aguarda con los brazos abiertos. Y ahí tienes el caso, es decir, mi caso, en toda su magnitud, a lo ancho, a lo largo y a lo profundo. ¿Qué te parece de él? Por lo que a mí toca, ya habrás conocido que le considero de perlas a lo profundo, a lo largo y a lo ancho. Fíjate bien, y verás que no es para menos, ¡caramba! Irene es una moza de buten, tiene guita larga, es una viaud de bronce, será el modelo de la perfecta casada con los hechizos de una odalisca oriental, y me espera con los brazos abiertos, como a su dueño y señor, que jamás había caído en la cuenta de que tuviera esclava de tal valer... ¡a mí! un medio bohemio del gran mundo, abocado a la miseria según el autorizado parecer de mi padre y unas cuantas razones de sentido común. Cierto que, aunque mal educado, no soy lo que se llama una mala persona, porque no tengo vicios de los que afrentan, y dejo en la senda que he recorrido hasta la hora presente, más astros de mentecato que de hombre perdido; pero, al cabo, está en lo cierto mi señor padre al decir, como dijo de mí, que gozo, entre las gentes que me conocen, de todo el descrédito que merezco. Y esto ya es algo. En fin, que la ocurrencia del precavido autor de mis días ha sido de las más felices que padre alguno ha tenido en este mundo sublunar, y sus resultados un premio gordo para mí. Y tan gordo le considero y tal valor le doy, que casi tengo remordimientos de haber tratado el asunto tan descuidada e irreverentemente como lo he tratado en esta carta. Retiro, pues, de ella toda expresión que disuene lo más mínimo de la augusta solemnidad con que yo deseo darte cuenta de este grave suceso, en el secreto más inviolable de la amistad que nos une y por las razones que en su lugar quedan expuestas, y atente a ello, que es lo que vale, no sólo por ser mi última palabra, sino la pura verdad.
Entre tanto, te lo repito, me consume la impaciencia porque llegue cuanto antes el día venturoso de mi salida de este inaguantable asadero. Porque además de los excepcionales motivos declarados, hay otros que se bastan y se sobran para hacerme deliciosa la temporada de verano en aquella población, donde ya no se me considera como un forastero más. Conozco y trato a muchísima gente allí, particularmente del elemento crema, el cual me tiene en tanto, que hasta he dado mi nombre a algunas prendas atrevidas de vestir. He dirigido con gran éxito varios cotillones de compromiso, y se busca y se respeta mi dictamen en los conflictos más serios de los clubistas del Sport en todas sus manifestaciones; me regala el Ayuntamiento lugar preferente en la fiesta de los Juegos florales, y el Asmodeo de la localidad, como a todos y cada uno de los de mi casta, me gorjea y sahuma cuando llego y cuando me voy, cuando monto, cuando bailo y cuando estreno prendas a mi modo, lo cual ocurre un día sí y otro no... Vamos, que se me considera entre aquellas honradas y sencillas gentes, como de la casa. ¡Figúrate lo que sucederá cuando llegue a caer de veras y para siempre en los brazos consabidos de la morenita de los ojos verdinegros!... Y punto redondo.
Ahora guarda estas confidencias mías como en el secreto de la confesión; y adiós, envidiosote, porque es imposible que no me envidies si has tenido paciencia para leer con la debida reflexión todo lo que te he declarado. Si no la has tenido, tanto peor para ti. De todas maneras, y con la promesa de volver a escribirte desde allá para que nada ignores de lo que debes de saber, recibe un apretado abrazo de tu amigo y ex-camarada de abominables glorias y de insanas fatigas,
NINO.»
II. Entre dos luces
Mientras la carta precedente corría a su destino por la línea de Francia, el bueno de Casallena, más ojeroso y macilento que de costumbre, casi afónico de puro lacio y melancólico, explicaba a su interlocutor, hombre que ya le doblaba la edad y con cara de pocos amigos, las últimas torturas con que le había martirizado el azote de su temperamento. Es de advertir que los departientes ocupaban dos lados opuestos de una mesa del mejor café de aquella ciudad costeña que se menciona en la carta; que sobre la mesa había, amén de los codos de los dos personajes, un chocolate con mojicones y tostadas fritas, un platillo con pasteles y una copa llena de Jerez, en el lado correspondiente al joven Casallena, y a plomo de sus negras y no muy tupidas barbas; y en el otro lado, otra copa con un líquido refrigerante, que sorbía a ratos el hombre de la cara hosca, porque así se le calmaban ciertos dolores nerviosos del epigastrio, que a la sazón le mortificaban de tiempo en tiempo; que la mesa estaba junto a una de las puertas abiertas de par en par de la fachada principal del edificio; que declinaba la tarde, y que el ambiente salino que se respiraba desde allí, despertaba en los ojos nuevas y más fuertes ansias de contemplar el panorama grandioso que tenían delante en cuanto miraban hacia afuera, saltando por el estorbo de la abigarrada muchedumbre que hormigueaba en la empedernida faja que sirve de divisoria entre los edificios enfilados con el del café de que se trata, obras mezquinas de los hombres, y aquella incomparable marina, obra maravillosa de Dios. De tarde en tarde entraba en el mismo establecimiento la familia de Amusco o de Villalón, recelosa de que la gente de la ciudad la tuviera en poco para acomodarse allí, con su aparejo algo burdo «pa según lo que los currutacos usan;» pero dispuesta a darse un regodeo, con lo mejor y más caro de «la casa,» para quince días; o el grave magistrado del Supremo, en vacaciones, hombre fino y culto si los había, pero con la aprensión incurable de que todo bicho viviente es un reo sobre el que pesa perpetuamente la jurisdicción de la Sala a que él pertenece; o el gomoso, descuajaringado de tanto correr de la ciudad a la playa y viceversa, en busca de algo que no encontraba... y por este arte, dos docenas de personajes desperdigados y aburridos, que se iban acomodando sosegadamente en este diván o en aquella banqueta.
Así las cosas, llegó a decir Casallena, después de deglutir medio mojicón empapado en chocolate:
—Todo eso será verdad, y no deja de consolarme un tantico; pero le aseguro a usted que lo de anoche fue tremendo.
—Y ¿qué fue lo de anoche? —preguntó el otro, apretándose un ijar con la mano del mismo lado, y llevándose a los labios con la otra la copa medio vacía.
A esta pregunta se tragó Casallena el resto del mojicón; y con masa de él aún entre las mandíbulas, respondió, mientras se limpiaba las puntas de los dedos con la servilleta:
—Primeramente me costó una brega de tres horas coger el sueño, si sueño puede llamarse ligero sopor...
—Sueño, y de los mejores, —afirmó en tono desafrido el de enfrente, después de escupir la mitad del buche que había tomado de aquel líquido que, por lo turbio, más parecía agua de fregar que de naranja.
El joven del mojicón se le quedó mirando fijamente a través de sus quevedos, mientras, a tientas, empleaba las dos manos en partir, con los índices y pulgares solamente, una de las tostadas fritas. En seguida se puso a mojar a pulso la tira con que se había quedado en la diestra, y preguntó, con cierta inseguridad, volviendo a mirar a su interlocutor:
—¿De los mejores dice usted?
—De los mejores —insistió el interrogado, derribando al mismo tiempo hacia el cogote su chambergo de anchas alas, con lo que dejó al descubierto toda su cara de coronel de reemplazo;— de los mejores, porque de ahí para adelante, caer en ello, tratándose de temperamentos como el de usted... si por su desgracia se parece al mío, como afirma, es peor que caer en un despeñadero. En esos sueños profundos hay golpes que contunden, y carreras vertiginosas, y cornadas de toros desmandados, y coces de caballerías, y casas incendiadas sin puertas por donde huir, y riñas a gritos con las personas más queridas, y deslealtades de amigos... todo lo que más duele y más fatiga en el cuerpo y en el alma. Salir de un sueño de éstos es como salir de una pulmonía. ¿Le pasan a usted cosas como éstas cuando duerme de veras?
El interpelado se tomó otra tira de la tostada, bien empapada en chocolate, y respondió como entre serias dudas:
—Le diré a usted: algo de ello...
—¡Algo de ello! —exclamó con desdén el interpelante, descolgando de sus narices, no chatas ciertamente, sus quevedos de oro, y poniéndose a limpiar sus cristales con el pañuelo.— Entonces se queja usted de vicio.
—¡De vicio!
—De vicio, sí, señor. A mí me pasa todo eso y mucho más, y a diario... Tome usted nota de ello y prosiga. ¿Qué fue eso tan tremendo que le ocurrió a usted anoche?
—Vaya usted haciéndose cargo —respondió el joven metiendo mano a la segunda tostada.— Apenas atrapé ese poco de sueño que le dije... ¡zas! una sacudida liorrorosa de pies a cabeza. Hubiera jurado que me levantaba a una altura de dos metros sobre la cama, pero rígido y en una pieza, lo mismo que un tablón.
—Eso es el alfa de la educación histérica que está usted adquiriendo, —interrumpió el de los anteojos de oro, volviendo a montarlos sobre su nariz.
—Después —continuó el otro, a la vez que se limpiaba los labios con la servilleta, muy dulcemente, para no descomponer el artificio de sus bigotes, rizados hacia arriba por imperio extravagante de la moda,— se me fijó un dolor angustioso, que más parecía mordisco, aquí, muy adentro, entre el pericardio y la...
—¿Y nada más? —preguntó bruscamente el otro, arrojando a la calle el agua turbia que quedaba en su copa.
—Aguarde usted y perdone —prosiguió con mucha calma el mozo de los bigotes ensortijados hacia arriba.— Al mismo tiempo que ese dolor mordicante y aflictivo, sentía una sobrexcitación intolerable en el gran simpático, que, desengáñese usted, es la raíz de donde arranca esa plaga de sensaciones insufribles...
— ¡Vaya usted a saberlo!
—Le aseguro a usted que sí; créame...
—Como usted guste.
A medida que se acentuaba la sobrexcitación —añadió el mozo sorbiendo y mordiendo, con gran pachorra, entre período y período de su relato,— iba entrándome por la misma punta de los pies una especie de hormigueo cosquilloso de lo más inaguantable; este cosquilleo avanzaba cuerpo arriba, y, a cada paso de su invasión, se hacía más irritante; en la región del pecho, era manojo de ortigas; entre el colchón y la espalda, vidrio pulverizado, y entre las barbas, ¡oh! entre las barbas le juro a usted que no se podía resistir: lo mismo que si me las fregaran con un cepillo de alfileres punta afuera. No pudiendo parar en la cama por más vueltas que daba en ella y posturas inverosímiles que tomaba, levanteme de un salto, vestime medio a oscuras, me pasé el resto de la noche en claro y me cogió el nuevo día molido de los huesos, quebrantado de espíritu y con el cerebro hecho un bodoque.
Miró al decir esto con ojos de pena a su interlocutor, que le contemplaba con afectuosa curiosidad, mientras se afilaba tan pronto las puntas de sus bigotes grises como la de su perilla cana; y como éste no cesó de contemplarle ni le dijo una palabra, el joven, limpiando las paredes interiores de la jícara con el último pedazo de las tostadas, y después de tragarse la sopa resultante, encarose de nuevo con él y le dijo:
—Vamos a ver, ¿qué tiene usted que replicar a eso?
—¿No tiene usted nada que añadir a ello? —preguntó a su vez el interpelado.
—¿Qué más he de añadir, hombre de Dios? ¿Aún le parece a usted poco?
—Pues si no pasa de ahí la historia —respondió el otro encendiendo un pitillo, —insisto en lo que le dije: todo eso que a usted le sucede, es el alfa de la cosa; la primera estación del Calvario a cuya cima han llegado ya otros mártires con la pesada cruz a cuestas.
—¡Morrocotudo consuelo para mí! —replicó Casallena, retirando hacia el centro de la mesa el servicio vacío de chocolate y poniendo en su lugar la copa de Jerez y el platillo con pasteles.
—Hombre —dijo el de los bigotes grises y la cara hosca, —según dictamen de usted mismo en parecidas ocasiones a ésta, consuelo le resulta de saber que hay otros desdichados que padecen los extraños males de usted.
—Pero ¿es verdad —preguntó el joven remojando en el Jerez un español—, que hay alguien que padezca esas tarantainas que yo padezco? ¿tantas y tan fenomenales? ¿que las haya padecido usted?... ¿que las padezca todavía?
—¡Hormigueos cosquillosos!... ¡dolores mordicantes!... ¡cepillos de alfileres! —exclamó el hombre, echando una humareda de su cigarro por boca y narices, mientras su interlocutor sorbía media copa de Jerez para facilitar la deglución de un tercio de canutillo que se había tragado en seco— ¡Valiente puñado son tres moscas!... Pero después de todo, ¿qué mil demonios me pregunta usted a mí? ¿No es usted médico, y (sin adularle) de los de buena casta? Y ¿es posible que en la práctica de su profesión, aunque no larga todavía, no haya hallado usted datos bastantes para darse las respuestas que a mí me pide?
—Gracias por el piropo, señor y amigo de mi alma —dijo impasible, imperturbable, el joven.— Cierto que soy médico, aunque indigno y por mi desdicha; pero (y acepte usted esta honrada confesión que voy a hacerle, como si me fuera a morir) no digo a mí, que ahora comienzo, pero a los mismos que ya se caen de viejos en la profesión, ¡les da la ciencia cada castaña... y tan a menudo!... De esas enfermedades que duelen de verdad y son tan antiguas como el hombre, sabe uno la génesis y las guaridas, y hasta las mañas; se las persigue y se las encuentra por mucho que se escondan; se las pesa y se las mide; y, por último, se lucha contra ellas cara a cara y en terreno despejado; y si no se vence siempre en estas luchas; queda el consuelo de haber luchado con honra; pero de estos males nuevos, que ni se ven ni se palpan; que sin doler matan, dejándonos sólo la vida necesaria para sentir las angustias de la muerte; de estos males de ahora, que traen su origen quizás del mundo que fenece y que la raza humana que degenera y se encanija, no se sabe, mi respetable amigo, una palabra; son la verdadera laguna de la ciencia de curar; y como sucede en las demás ciencias con sus lagunas respectivas, nosotros, no pudiendo sanear la nuestra, hemos querido taparla con algo que deslumbre a los profanos; y la hemos puesto un mote en griego: la llamamos neurosis, o neuropatía, o histerismo... y con ello, queriendo explicarlo todo, no explicamos nada; pero salimos del paso con el paciente que se queja de que le canta y le aletea un canario en el pecho, o que le muerden ratones las alas del corazón, o que siente martillazos en el cerebro y vértigos que le hacen ir de cabeza cuando más descuidado está, o que no halla, a lo mejor, suelo firme en que pisar, a lo más deleitoso de su paseo... «Fenómenos histéricos sin importancia maldita,» le decimos, por decirle algo; y si con ello no se consuela, le añadimos aquello de «por males de nervios, nunca se tocó a muerto;» y si todavía no se conforma, le citamos a Juan, a Pedro y a Diego que padecen lo propio que él; y si ni aún esto basta, le añadimos que no tienen cuenta los años que llevan padeciéndolo. Ordinariamente, con esto se satisface... por de pronto. Fíjese usted bien —añadió con gran parsimonia el preopinante, después de apurar de un sorbo, bien sostenido, su copa de Jerez, y de echar la zarpa a un almendrado del platillo:— se consuela con lo mismo que desalentaría a otro enfermo que no fuera nervioso: con saber que sus males pueden durar tanto como su vida, por larga que ella sea. ¿Ha visto usted cosa más rara? —concluyó, hincando los dientes en el almendrado.
—Sí, señor —respondió el interpelado, sin titubear.— He visto, estoy viendo a cada rato, incurrir en el propio absurdo vulgarísimo a los mismos hombres de ciencia que se asombran de que el vulgar incurra en ellos.
—Verbigracia, yo, ¿no es eso? —repuso el mozo dando la segunda dentellada a su pastel.
—Cabalmente, —contestó el otro.
—Pues siento —dijo Casallena sin dejar de mascar,— que me haya usted tomado la delantera con la pregunta. Justamente iba yo a citarme a mí propio como ejemplo de ese absurdo. Sí, señor: yo, médico y todo, consulto mis males con el primer nervioso que me quiera oír, y me consuelo con saber que hay pacientes con mayor carga de ellos que la mía, y hasta me creo curado si se me asegura, con un testimonio vivo, que se llega a la vejez más remota con esa cruz a cuestas. Ya habrá podido usted observar —añadió el joven zampándose el tercero y último pedazo del pastel,— el singular deleite con que yo me permito departir con usted muy a menudo sobre estas cosas; con usted, el ejemplar más rico de variedades morbosas, de la especie en cuestión, que yo he conocido.
—Es favor —dijo aquí con mucha cortesía el aludido.
—Le juro, mi respetable y respetado amigo —replicó el otro sin atragantarse con el pastel que mascaba,— que es justicia seca, por desgracia de usted. Sí, señor; y usted no sabe todo el placer y bienestar que me proporciona, cuando en mis tristes alegatos, como los de hoy, me devuelve ciento por uno, y particularmente si a cada nuevo fenómeno de los que le pinto en mí, me responde que le conoce usted treinta años hace por experiencia propia...
—Tantísimas gracias, —recalcó el otro entonces, saludando con la cabeza.
—Es la verdad —prosiguió el médico,— aunque usted se empeñe hoy en meter el asunto a barato; y no por la increíble enormidad de que yo fuera capaz de gozarme en los padecimientos de usted, sino por el absurdo disculpable y corriente de que antes hablábamos; porque cuanto más envejecido veo en otro paciente el mal que me atormenta a mí, más garantías de larga vida me ofrece. De todas maneras, amigo y señor mío de mi alma —continuó el mozo dando la primera dentellada al último pastel del platillo,— dure lo que durare este suplicio que padezco... y padecemos, es muy duro de sufrir: no hay hora placentera, ni rato con sosiego; se desmedra y aniquila uno tontamente...
—Y ¿qué tal de apetito? —preguntó aquí de golpe y muy risueño el escuchante, después de echar una rápida ojeada al pedazo de pastel que tenía Casallena entre manos, y a la cacharrería desocupada que quedaba a su lado sobre la mesa.
—Pues gracias a que no le he perdido por completo —respondió el interpelado muy serenamente y sin alterar el ritmo acompasado de su masticación.— Con el estómago sin lastre, soy hombre muerto.
—Y por eso lastra usted a menudo, a lo que veo.
—Maquinalmente, créalo usted.
—¿De modo que con este lastre, ya no necesita otro... hasta el de la cena?
—Es posible que tome antes un sorbete... Me entonan mucho esas golosinas heladas cuando estoy nervioso, como estos días empecatados.
Sonriose aquí el hombre maduro, y, cambiando súbitamente de gesto, preguntó al mozo:
—Y dígame, compañero de plagas, y hablando con la mayor formalidad, sin que esto quiera significar que ha sido broma lo otro, ¿no ha hallado usted, en medio de las torturas de su neurosis, algo, relacionado con ella, que moleste más que la neurosis misma?
Meditó unos instantes el interpelado, mirando de hito en hito al interpelante, y acabó por encogerse de hombros.
—Pues yo lo he hallado muchas veces —dijo entonces el último:— ciertas gentes que le motejan a usted de huraño si sufre en silencio el azote de sus males; y le califican, con burla, de aprensivo, y le comparan con las mujeres dengosas, si les expone usted el motivo de la mala cara con que le ven y por lo cual le riñen. Para estas gentes, naturalezas de pedernal, nadie está enfermo mientras no lleve las tripas en la mano o la cabeza despachurrada. ¡Y esas mismas gentes, pletóricas de salud, llaman al médico a deshora porque tienen la lengua un poco blanquecina!
—¡No me hable usted de esas gentes! —exclamó el joven, exaltándose de golpe basta la indignación.— Las conozco bien; me han atormentado mucho con sus zumbas irracionales... No soy hombre sanguinario ni rencoroso; pero le aseguro a usted que, al oírlas, las hubiera pegado un tiro.
—Justamente —asintió el otro con la mayor sinceridad.— Un tiro. Es lo único que se me ha ocurrido a mí en cada caso idéntico; pero un tiro en la misma boca del estómago. ¡Egoístas! Y vamos a otra cosa: ¿quiere usted, no sanar, porque eso es imposible, pero aliviarse algo de esas tarantainas?
—Pero, hombre, ¡si llevo agotados cuantos recursos caben en todos los sistemas curativos, desde la hidroterapia hasta!...
—¡Qué hidroterapia ni qué camuesas! Todo eso es... barometría como dice un comprofesor de usted, que no ha querido ejercer desde que se toma la temperatura del enfermo con termómetro, y se le dan inyecciones de morfina entre cuero y carne. ¿Ha visto usted muchos carreteros con neurosis? ¿muchos cavadores?... ¿muchos hacendados de esos que parecen cavadores y carreteros?
—Ni uno.
—Pues ahí está el golpe: hágase usted un poco carretero, un poco cavador, un poco negociante; quiero decir, despréndase de aquello que más le separa espiritualmente del negociante adocenado, del cavador y del carretero, y verá usted cómo, poquito a poco, se va usted robusteciendo y entonando. El consejo no es nuevo ciertamente; pero no por viejo deja de parecerme más racional y recomendable cada día. Usted, como poeta, pero de los nacidos para serlo... Y note usted de paso, amigo Casallena, qué fino estoy esta tarde: antes le ponderé como médico, y ahora le ensalzo como poeta...
—Así estoy yo de abochornado y de corrido...
—Son más sinceros mis elogios que esa protesta; y si le he llamado la atención hacia ellos, es porque, como usted sabe muy bien, no los uso a diario... y vamos al asunto. Usted es poeta, repito; y como tal, lleva usted en el cerebro y en el corazón mayor cantidad de ideas y de sentimientos de la que proporcionalmente le correspondería si la distribución de esos dones la hiciera Dios por partes iguales entre sus criaturas más o menos racionales. Esa sobrecarga, amigo mío, es la que desequilibra y abruma, porque, con singularísimas excepciones, siempre cae en cuerpos que no pueden con ella. ¿Qué tiene usted que oponer a esta teoría?
—Nada absolutamente como teoría; pero como caso práctico referente a mí, mucho, ¡muchísimo!
—¿A ver?
—Ni yo soy poeta del calibre que usted me da, ni hay en mí esa sobrecarga de ideas ni...
—Pura modestia, más o menos falsa.
—Corriente; pues seamos inmodestos por un instante, y supongamos que llevo sobre mí ese excesivo bagaje que usted dice: ¿cómo me las arreglo para ser un poco carretero, y un poco cavador, y?...
—Escandalícese del consejo, y llévenme a la cárcel, por dársele, los que no sean cavadores, ni carreteros, ni hacendados que lo parecen; pero tómele si tiene mucho apego a la pelleja: no haga usted coplas.
—¡Santas y buenas! Pues si no escribo una medio siglo ha...
—El escribirlas es lo de menos: lo grave está en pensarlas, en el condenado vicio de estar revolviendo de día y de noche el rescoldo de la mollera. Eso es lo que mata. Haga por olvidar que le tiene allí, acostumbrándose poco a poco a mirar más hacia afuera que hacia adentro; déjese de ser haragán, y conviértase en hombre trabajador.
—Perdone usted; pero me parece que no casa bien con lo otro de las fatigas y vigilias de que usted quiere descargarme, para mejorar de salud, eso de llamarme haragán...
—Es que no soy yo quien se lo llama: se lo llaman el cavador y el carretero, y el negociante rico que parece carretero y cavador. Para estos vanidosos del trabajo, no merece tal nombre el que no pueda traducirse inmediatamente en fruto positivo y material, como el trabajo del buey. Pasarse las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio, luchando a brazo partido con los fantasmas de la cabeza; perder la salud y la vida por dar forma, y color, y movimiento en un rimero de cuartillas a un mundo que le bulle a usted en embrión en la sesera, no es trabajar ni Cristo que lo fundó. Los trabajadores de esta especie son vagos de profesión en el concepto de aquellos caballeros admiradores del buey, lo cual no impide que, cuando son ponentes en un litigio sobre ochavos, o se quejan en público de una infracción de las leyes de policía urbana, hagan gemir las prensas con el dictamen o el «remitido,» y guarden «el impreso» como título glorioso, después de asombrarse de que no se haya desquiciado el mundo al conocerle. ¿Me va usted comprendiendo mejor, amigo Casallena?
—Perfectamente, señor y amigo de toda mi consideración y respeto; pero si tan racional y recomendable es el consejo que usted me da para curarme de mis males, ¿por qué no le utiliza usted para curarse de los suyos, que tienen la misma procedencia?
—Porque no lo hice cuando era tiempo de hacerlo; hoy, comenzando a envejecer y encenagado ya en el vicio, no tengo fuerzas para desarraigarle ni tiempo para empeñarme en ello. Además, por cuestión de esos cuatro días más o menos que me quedan, ¿a qué cambiar de postura? Prefiero pasarlos de borrachera en borrachera, hasta morir, como el beodo del cuento, abrazado a la cuba de mis amores. Y con esto dejémoslo, que es peor meneallo; y siquiera para demostrarme que quiere usted poner en práctica mi consejo, mire usted hacia afuera y recree los ojos un instante en ese ramilletito que pasa. Cuatro son las flores, ¡y qué bizarras! ¿Quiénes son ellas? Quiero decir, dos de ellas, porque a las otras dos ya las conozco, así como a la señora que las acompaña.
Volviose todo ojos Casallena, después de afirmar sus lentes sobre la nariz, y respondió, alargando mucho el cuello hacia el ramillete, como si intentara olerle:
—Las dos desconocidas son forasteras: crema fina de Madrid.
—Vamos, de esa que usted canta cuando pulsa la lira de los salones... ¡y ese sí que es vicio feo!
Sonriose Casallena como si tomara el dicho por una de las cosas compasibles de su interlocutor, y díjole:
—¿Volvemos al ramillete?
—Con mucho gusto; y digo a ese propósito que me han parecido mejor que las dos madrileñas, las otras dos de acá que las acompañaban... porque, o yo no he visto bien, o eran las de Brezales. Parece mentira que sean hijas de tal padre... buena persona en el fondo, eso sí; pero de un corte de todos los demonios. La morena es cosa superior: tiene una cara de enigma tebano, que se la doy al más valiente.
—Sobre todo, de una temporadita acá, —apuntó maliciosamente Casallena.
—¡Hola, hola! Conque de una temporadita acá... ¿Y qué enfermedad es ella, señor doctor?
—Pensé que usted la conocía, y por eso aventuré la observación.
—Le juro a usted que no sé palabra.
—¿Es usted de fiar?
—¡Hombre! ¿Esas tenemos ahora?... ¡Tras de las intimidades que nos hemos confiado?
—Es que la dolencia de que se trata, no es del cuadro patológico de las nuestras.
—Tanto mejor para conocida..
—Le aseguro a usted que si no mienten mis informes, y son el Evangelio, hay en el caso para un comienzo de novela.
—¡Para un comienzo de novela! ¡Y se lo callaba usted! ¡Ni que anduvieran tiradas por los sucios esas cosas!
—¿Ve usted cómo no resulta hombre de fiar? ¡Si conoceré yo a las gentes!
—Señor de Casallena, tentador de apetitos contrariados: ¡el caso, o la vida!
—¡Canario! ¿Es seria la intimación?
—A muerte.
—Pues siendo así, no vacilo en la elección. Entrego el caso.. Oiga usted lo que se dice, y es la pura verdad...
Pero no pasó de aquí la historia, porque aparecieron delante de los dos interlocutores, y en el vano de la puerta del café, hasta tres amigos de ambos, concurrentes infalibles a la mesa a aquellas horas. Mozos eran los tres, y, año arriba, año abajo, de la edad de Casallena. Soldados de una misma legión, también tenían su correspondiente nombre de guerra, por el cual eran bien conocidos; porque hay que advertir que Casallena no se llamaba así ni en los registros civiles ni en los libros parroquiales. Juntos peleaban a menudo en el revuelto campo de las letras; y aunque bisoños los cuatro, habían ganado ya lauros que los hacían bien merecedores del entusiasmo con que luchaban por ellos, en el vagar que les dejaban las tareas de sus deberes profesionales. Dicho sea en honra suya, eran, con sus no muy viriles frontispicios, desgarbados por la insulsa indumentaria que imponían las leyes de la crema elegante, una ejemplar excepción entre muchos de sus congéneres: esa juventud frívola que se conforma con vestir a la última moda y caer bien en los salones de tono, y tiene en poco a los que saben algo de más jugo que eso. Los tres saludaron al hombre de la cara hosca, de los lentes de oro y de las barbas grises, con un apelativo más cariñoso que puesto en razón, y fueron correspondidos con sendos y cordiales apretones de manos. El más mozo de los cuatro amigos, y, por ende, de los tres recién llegados, Juan Fernández de mote, era la encarnación palmaria de la alegría descuidada y bulliciosa. Hablaba a voces y se reía a carcajada seca; atestaba sus ocurrencias de equívocos chispeantes, y con el sombrero en la coronilla, las manos acá y allá, las piernas como las manos, los grises ojos retozones y la voz desembarazada y resonante, remataba sus vehementes períodos con citas atinadísimas de personajes estrafalarios o de autoridades de gran nota. Escribía mucho y con frecuencia; y con ser tan hablador, aún corría más su pluma que su palabra. Pero, por una de esas incongruencias fenomenales en que se complace a menudo la naturaleza, este mozo, tan regocijado y tan ligero en su trato familiar, tan chancero y risotón, no escribía jamás en broma. Dábale el naipe por los asuntos serios, y era un dogmatizador de todos los diantres y un crítico de los más hondos.
Pues este tal, picando en muchos puntos a la vez y metiéndolos todos a barato, entre restregones de pies, crujidos de la banqueta y disparos de carcajadas, tuvo la culpa de que a Casallena se le olvidase, cuajada en la misma punta de su lengua, la historia que había prometido al señor de la cara hosca. Pero no era éste de los que renuncian fácilmente a satisfacer los antojos de la curiosidad, cuando les muerde de veras; y en aquella ocasión le mordía de firme por lo visto, pues apenas hubo pasado lo más recio y estruendoso de aquel coreado palabreo, encarose con Casallena y le dijo:
—Venga ahora eso que iba usted a contarme cuando entró esta gentezuela.
Pero también esta vez se le atascó la historia en la garganta, y fue causa de ello la presencia de un nuevo personaje que se acercaba entonces a la mesa desde el fondo del café.
Mozo era también, como los otros cuatro; pálido, más que algo pálido; miope, afilado de faz y no muy medrado de cuerpo. Andaba con lentitud y sin hacer ruido con los pies. Llevaba entre los dientes una pipa de espuma, a medio culotar, y en la pipa un disforme tabaco con sortija; los brazos muy pegados al tronco, y las manos en los bolsillos del pantalón; el espinazo bastante encorvado, y el cuello muy erguido, por lo cual lo primero que se veía, y más chocaba en él, eran dos cosas: la cruz que formaba su puro descomedido encalabrinado en la pipa, con la línea horizontal de su fino bigote, y el centelleo de sus lentes, heridos de plano por la luz. Vestía y calzaba según los cánones más rigorosos de la moda reinante, y era limpio y atildado de pies a cabeza, en persona y en arreo. Los que sólo le conocían de verle en público tal como queda descrito, le tomaban por el prototipo del gomoso insubstancial y petulante, y abominaban de él. Después de tratado a fondo y de conocer sus gustos y su correa para conllevar impávido contrariedades y achaques que a otres hombres más fuertes los ponen a morir, se convenía en que era mozo de raro temple; cuando estos datos se sumaban con su estilo descarnado y lacónico y con ciertas y bien comprobadas genialidades, resultaba un carácter, cosa que no abunda en los tiempos que corren, y menos en los mozos que se usan; y, por último, después de añadir a esta ya respetable suma la cuenta que daba de lo que había visto, y sentido y observado en sus largos y extraños viajes, llegaba a confesar el más duro de convencerse, que en aquel cuerpo endeble había también un alma de artista. Y no quedaba otro remedio que estimarle muy de veras y añadirle a la suma de los pocos que, a su edad, son dignos de que les estrechen la mano los no muchos hombres ya maduros que no se corrigen del pecado de creer y proclamar que hay trabajos y aficiones que, aunque producen menos, ennoblecen mucho más que el trabajo y el instinto del buey; sin que esto quiera decir que los trabajos de esta índole no sean útiles y honrosos, cuando son limpios. Pero ya que tanto se ha ensalzado a la hormiga, justo es que alguien se atreva, de vez en cuando, a declarar lo que tiene de bueno la pobre cigarra.
Llegó el joven a la mesa; saludó en pocas palabras y con suma cortesía; fue muy cariñosarnente recibido; sentose sin hacer ruido al lado del señor de las barbas grises y la cara hosca, que se la puso bien risueña, por cierto; quitose de la boca la pipa para frotarla un ratito con su pañuelo y pedir al camarero, que se le acercó, una bebida helada; volvió a pulso la pipa a su boca, y se dispuso a oír en absoluto mutismo y con estoica tranquilidad, lo que en aquel concurso se debatiera o se murmurara.
No se sabe a ciencia cierta si Casallena después de saludar a su amigo, estuvo dispuesto a cumplir su compromiso empeñado con el señor de enfrente: lo que no tiene duda es que este señor, apenas vio que ahumaba ya la pipa del joven recién venido, se encaró con Casallena otra vez, y le dijo, rebosando la impaciencia en sus palabras:
—Vamos, continúe usted ahora, o, mejor dicho: comience usted con mil demonios. ¿Qué es lo que le pasa «de una temporadita acá», a la chica mayor de?...
Indudablemente estaba de malas aquel asunto tan apetecido por la curiosidad del interpelante, porque ni siquiera le fue dado a éste terminar su interpelación. Impidióselo en su amigo y coetáneo que se plantificó de golpe y porrazo, como llovido de las nubes, delante de la mesa por el lado de la calle. El cual amigo, aunque de aire decente, no era alto ni muy derecho, ni elegante en el sentido que dan a esta palabra los fieles vasallos de la moda: en su ropaje, aunque de buena calidad, había abusos de tijera por resabios y manías de otros tiempos. Su cara, de buen color, era aguileña, su gesto habitual, de pimienta con vinagre; el corvo pico de su nariz le partía en dos porciones iguales el entrecano bigote, y le caían hacia los hombros, enrarecidas y lacias, unas patillas grises que habían sido en otra edad tupidas, negras y lustrosas. Estaba en muy buenas carnes, y eran contadas las personas que, al llamarle, anteponían el don a su nombre de pila, Fabio. Para todo el mundo era Fabio López; y nada más puesto en razón tratándose de un hombre como él, que era un talego de cosas, sempiterno mozo disponible, y con un espíritu, cuando estaba de buenas, juvenil y brioso como en los tiempos primaverales de sus campañas universitarias.
Llegando, pues, este sujeto como él llegaba de ordinario a aquel sitio y otros tales, hablando a voces y encajando en cada frase media docena de interjecciones crudas, entre mordisco y chupada a su cigarro sempiterno y de los peores, increpó de este modo a los cinco mozos de la tertulia, casi al mismo tiempo que arrancaba con los dientes el tercio superior de su tabaco, que parecía un hisopo:
—¿Qué canastos hacéis aquí vosotros, pollos invernizos, mientras andan por ahí afuera esas mujeres tan guapas, muertas de necesidad? ¡Reconcho, qué morena! Cada día me parece mejor. Ahí arriba me he topado con ella. ¡Canastos, qué ojos tiene, y qué despachaderas en el gesto! Esas, esas son, reconcomio, lo que hay que apetecer: las que a mí me gustan; las bravías; que haya que cogerlas a lazo y sujetarlas con acial. ¿No es verdad, compañero? (su coetáneo). ¡Canastos, qué mujer esa!... Verdad que a usted ya le tienen estas cosas sin cuidado... ¡Si fuera usted un pobre huérfano desamparado como yo!... Y tú, Casallena de los demonios, ¿para cuándo guardas las coplas finas y el ponerte tristón y languiducho? De seguro, para lavar la cara a las cursis de Madrid, como las que iban con ellas... Con ellas he dicho, porque, canastos... ¡mira que la hermana, en su clase de rubia garapiñada!... Te digo que debe ser una pura guindilla... Hombre, tú, que eres médico, y a propósito de estos delicados particulares, ¿cómo me explicas ese fenómeno... fisiológico?... ¿Cómo de un padre tan feo y tan bruto, pueden resultar dos hijas tan guapas? ¡Canastos, qué morena!... Córrete un poco allá, Picolomini, mal jurista, que hoy necesito yo mucho espacio y mucho viento... y mucha fragancia marina, como decís los poetas de regadío; muchas sales de... ¿de qué, Casallena? Porque resulta ahora que las aguas del mar abundan en sales de... en fin, de esas que vienen a respirar los escrofulosos de Zamarramala, engañados por los de tu oficio. Pues de esas sales necesito yo también ahora, o del aire que las trae, que no es lo mismo; y además... ¡Casaa!... ¡Así llaman los de Becerril al mozo del café!... ¡Concho, qué brutos!... Tráete un vaso de agua con azucarillo; y por si acaso está muy fría, tráete también la botella de coñac para echarla unas gotas. Pues sí, señor: la trigueñita esa, es cosa de verse de cerca. ¿Usted, compañero, ya ha tomado su uvita para amortiguar las neuralgias? ¡Canastos! en otros tiempos se curaba usted las murrias que le partían, con canutillos a pasto... ¡Eso sí! arrojando siempre la punta de ellos, con cara de asco, como si los tragara a la fuerza, cuando lo hacía porque no llegaba la crema hasta allí. ¡La hipocresía de la gula!... por la falta de creencias. Ahora, todo lo malo que se hace es por la falta de creencias. ¡Canastos con la falta de creencias! Ya estoy yo de esas faltas hasta la coronilla... Para eso, el pobre Casallena no se ha tomado, contando por los indicios visibles y los antecedentes que se le conocen, más que un chocolate con media arroba de tostadas fritas, dos platillos de pasteles y una copa de Jerez. ¡Ángel de Dios!... Pero, hombre, éste siquiera tiene la franqueza de su voracidad: se come hasta las migajas, y lame las paredes del pocillo. Lo peor es que, para lo que te luce... Y ¿dónde habéis dejado al gomoso de mi otro sobrino? ese sportman platónico, quiero decir, sin caballo ni esperanzas de tenerle... casi lo propio que el amigo que le ha pegado esos vicios y no tiene más cabalgadura que una pollina casera. En octubre la manda a estudiar a los montes de su lugar, y en junio se la traen pelechando. Pues apuesto una desazón a que ese sobrino mío está esperando en casa el perfumado billete de la última condesa de Madrid que se ha prendado de él, sólo con verle pasar por enfrente de sus balcones. ¡Canastos con los tenorios anodinos que se gastan ahora!... Por supuesto, también por la falta de creencias... ¡todo por la falta de creencias!... Pues volviendo a la rubia, quiero decir, a la otra, porque yo prefiero, pero con mucho, ¡con muchísimo! a la morena... ¿qué demonios me han contado a mí de esa real moza, ahora que me acuerdo? Pues yo algo sé... por supuesto, de lo limpio... Y después de todo, a mí ¿qué canastos me importa? Agua que no has de beber... Pero conste que su padre no se la merece, ¿no es verdad, muchachos?... Ni tampoco ninguno de vosotros, con franqueza, aunque la modestia o la necesidad os haga crear cosa muy distinta... Esa mujer debió haber nacido en mis tiempos, cuando los elegantes no andábamos, como los de hoy, en babuchas y de corto y apretado por la calle, como niños zangolotinos... ¡Reconcho, qué raza y qué modas!...
Y así sucesivamente: los amigos del preopinante escuchaban a veces riéndose, y a veces temblando de miedo, a que entre aquel encadenamiento de ocurrencias fulminantes, expelidas a voces, estallara a lo mejor una claridad que resonara demasiado en los ámbitos del café, que iba colmándose poco a poco de concurrentes; pero no pudieron meter baza por ningún resquicio del monólogo. El alud los arrollaba siempre, hasta que entrando en escena nuevos contertulios, este pintor, aquel periodista, el otro estudiante y el recomendado de más allá, la tormenta fue calmándose, y se encauzó la murmuración, haciéndose más extensa.
En esto se andaba, citando se plantó delante de todos, en la acera inmediata, el mismísima señor de los Brezales, como él se firmaba, o Brezales a secas, como le llamaba todo el mundo. Ya se ha dicho de este sujeto que era el tipo de la vulgaridad enriquecida; y aquí se confirma el aserto, con la añadidura de que era así, no sólo en conjunto, sino en cada uno de sus pormenores físicos y morales: vulgar de pelo, y de orejas, y de pies, y de bigotes, y de espaldas, y de ojos, y de ropa... vulgar, en fin, hasta en la manera de atreverse a ser chancero y gracioso, o solemne y profundo, según los casos, entre gentes de poco más o menos, con la osadía que da a los hombres de escaso meollo la posesión del dinero atropado con la escobilla del atril. Gentes de poco más o menos eran para él las de la mesa; y por serlo, se anunció a ellas con el registro chancero en esta forma:
—¿A quién se despelleja hoy aquí, señores del plumeo?
—Precisamente a usted y a toda su casta, —respondió López con la velocidad y la fuerza del rayo.
El señor de los Brezales soltó una carcajada. Pura broma, para corresponder a la del otro. Porque toda aprensión podía entrar en su cabeza, menos la de que fuera, en ningún caso, materia despellejable un hombre tan rico y tan serio como él, y que, además, se carteaba íntimamente con un «estadista» de los más sonados.
—¡Ah, pícaros, beneméritos de una cárcel! —añadió a la carcajada.
—En cambio —replicó el implacable López,— a otros, con menos títulos, los creerá usted merecedores de la patria... y así va el mundo chapucero...
—¡Oh, qué buenas cosas tiene este don Fabio! —dijo brezales volviendo a reírse, pero sin caer en la cuenta de que merecedor no significaba lo mismo que benemérito; y luego, cambiando de tono y de actitud, prosiguió:— Vamos a ver, caballeritos: yo ando reclutando gente, y a eso he venido aquí.
—Y ¿para qué es la recluta? —le preguntaron.
—Para la junta de ahora mismo —respondió.— ¡Pues me gusta la ocurrencia! ¿No han visto ustedes la convocatoria en El Océano de esta mañana?
Nadie de los presentes se había enterado de ella.
—¡Ésta es más gorda! —añadió Brezales verdaderamente asombrado.— Son ustedes, si mis noticias no fallan, los que escriben ese papel, y ahora resulta que no saben lo que en él se dice. ¡Así anda ello!
—Pero ¿de qué junta se trata, mi señor don Roque? —preguntó Casallena con su voz suave y acompasada.
—De una extraordinaria —respondió solemnizándose un poquito el interpelado,— que va a celebrar dentro de media hora la Alianza Mercantil e Industrial...
—Para el fomento —interrumpió Casallena,— y desarrollo de los intereses locales... Ya recuerdo el título.
—Y de la cría caballar —añadió Fabio López a media voz; y luego volviéndose a Brezales y soltándola toda, le preguntó:— Y ¿qué tenemos nosotros que ver con eso?
—Por si lo tienen me he acercado aquí —respondió el buen hombre.— ¿Ninguno de ustedes es socio?
—¿Qué canastos hemos de ser? —exclamó el otro.— Esa sociedad es de hombres de mucho pelo, y ésta que usted ve aquí es gente de escasa pluma.
—Pues es de lamentar —dijo Brezales,— porque convendría que los que redaztan papeles concurrieran allá para pintar las cosas tal y como son en sí, y no salirnos luego con un sinfundio por fiarse demasiado del relate de otro.
—Pero ¿tan importante va a ser lo que allí se ventile? —le preguntaron.
—¡Importantísimo! —respondió Brezales acabando de solemnizarse y de erguirse.— ¡Muy importante! Se van a presentar a la discusión de la Junta tres proyectos maníficos. Los conozco bien, porque se me han consultado repetidas veces. He tenido ese honor.
—¿Y de quién son, si puede saberse? —preguntó el coetáneo de Fabio López.
—¿Pues de quién han de ser, canastos? —exclamó éste, revolviéndose mucho sobre la banqueta:— de Joaquinito Rodajas. Apostaría las narices.
—Pues se quedaría usted sin ellas —replicó el candoroso Brezales,— porque los proyectos no son de ese caballero, a quien no tengo el gusto de conocer, sino de otro que, por cierto, no es estimado aquí en todo lo que vale... porque somos así; pero que vale mucho, ¡muchísimo! ¡Oh, qué gran muchacho! Jamás le pagará la población la mitad de lo que le debe.
—¿Y no se puede saber quién es esa segunda Providencia que nos ha caído de lo alto? —preguntó el de los lentes de oro y la cara hosca.
—Joaquinito Rodajas, hombre: ya se lo tengo dicho, —respondió su coetáneo, poniéndose hasta de mal humor.
—Y yo vuelvo a repetir —dijo midiendo las sílabas el sencillote Brezales,— que padece usted una equivocación, señor don Fabio. No son de ese los proyectos; y en penitencia de la terquedad de usted y del poco aprecio que hacen todos ustedes de estas cosas tan interesantes para el fomento y desarrollo de los intereses locales, ni les digo ahora a qué se confieren los proyectos, ni el nombre de su autor. Cuanto más, que mañana se sabrá todo por los papeles públicos. Y con esto me voy, porque ya irá a empezar aquello, y hay que dar ejemplo de puntualidad... Si por caso ven ustedes algún socio de La Alianza, háganme el favor de arrearle para allá de mi parte... Con la tonía y la pachorra de estas gentes, no se puede atar con arte cosa que valga dos cominos. Adiós, señores.
Y se fue, y le cortaron un nuevo sayo los de la mesa; y como ya comenzaban los sirvientes a encender los mecheros de1café, señal de que también estarían encendiéndose las luminarias del ferial, espectáculo que no perdía nunca el amigo y coetáneo del hombre de la cara hosca, y a éste le iba pareciendo demasiado fresco el ambiente que se colaba por la puerta abierta, marcháronse también los dos antiguos camaradas, apretándose el uno los ijares de vez en cuando, y taciturno y avinagrado el otro, indefectible término y paradero inmediato de las mayores alegrías de aquel singular temperamento.
III. A claustro pleno
Como en la escalera no había otra luz que la del mechero de la meseta del segundo piso, donde estaba el domicilio de La Alianza Mercantil e Industrial, para, etc., etc., el acaudalado Brezales tuvo que subir a tientas y con tropezones los primeros tramos, bisuntos, desnivelados y estrechos, y acometer después, con las manos por delante, los retorcidos corredores de la casa, porque de la luz del mechero, aunque estaba abierta de par en par la puerta de ingreso, no alcanzaba al interior más claridad que la estrictamente necesaria para que viera el entrante lo denso de las tinieblas en que se zambullía. Envuelto ya en ellas don Roque, comenzó por arrimar su abrigo de verano a la pared, creyendo que le colgaba de la percha, que debía de estar por allí, sobre poco más o menos; y guiándose después por el rumor de las conversaciones de los consocios que se le habían anticipado, pudo llegar al salón que buscaba, sin detrimento grave de su respetable persona.
El tal salón era relativamente espacioso y estaba empapelado de obscuro, por lo que no alcanzaban a ponerle a media luz las de seis medias velucas que se quemaban en dos candeleros de zinc bronceados, que había sobre la mesa presidencial, de modesto cabretón en blanco, con tapete verde, y en dos palomillas de hojalata, contiguas a las jambas de la puerta. La mesa de cabretón, tres sillas adjuntas a ella y como cuatro docenas más arrimadas a las paredes, componían el pobre, pero honrado ajuar de aquella estancia y de la casa entera, alquilada por lo más granado y pudiente del comercio y de la industria, etc... de aquel rico pueblo, para tratar, con el necesario reposo y la debida comodidad, los asuntos enderezados al «fomento y desarrollo de los intereses locales.» Cuando se constituyó la sociedad, el presidente (cuya elección fue una verdadera batalla, porque las falanges de Brezales, que le disputaba el campo, lucharon como leones), que era hombre de buen gusto, y otra docéna de «despilfarrados» como él, trataron de vestir y de alumbrar el local con cierta decencia, que, cuando menos, le hiciera algo llamativo, ya que no resultara, ni con mucho, en consonancia con el esplendor de sus altos destinos. Pero se presentó en la primera junta general un voto de censura fulminante contra los atrevidos, alegando los proponentes, entre otras cosas, que allí no se iba a hacer vida muelle y regalona a expensas de nadie, sino a trabajar y a desvelarse por el bien de todos; por el «fomento y desarrollo de los intereses locales;» que todos estos trabajos y desvelos estaban reñidos con los perfiles del lujo, sin contar con que el comercio, el verdadero comercio, el comercio de los sudores y de los honrados afanes, era de suyo modesto, sencillo y, si bien se miraba, hasta un poco desaliñado y grasiento; que, después de todo, ¿qué más daba una banqueta de pino desnudo, que un sillón de terciopelo; una araña de treinta luces, que un candil de cocina? ¿Tenían algo que ver estas chapucerías de damisela con los importantes asuntos que iban a ventilarse en la casa de La Alianza Mercantil e Industrial, para el fomento y desarrollo de los intereses locales? Vela más, colgajo menos, ¿daban ni quitaban razones en los debates que pudieran promoverse allí? Hubo entre los agredidos de este modo quien se atrevió a replicar humildemente (en vista de que estaba con los suyos, para aquellos y otros análogos particulares, en una insignificante minoría), que bien que el cogollo y nata de los acaudalados de la famosa plaza mercantil se sentara, para celebrar sus juntas más importantes, en banquetas de pino, o en el suelo y hasta en cueros vivos, como los guerreros de Campolicán, si esto les parecía más cómodo y más barato, y hasta les engordaba; pero en cuanto al alumbrado, ¿por qué no había de aumentarse, siquiera con una libra de bujías, cuando las juntas se celebraran de noche, para no entrar a tientas por los pasillos y poder verse las caras los socios en el salón? Así como así, con el aumento de bujías y todo, no llegaría la cuota mensual de cada socio a media peseta. Faltó poco para que se le zamparan por el atrevimiento los protestantes, cuyo leader era Brezales, no por roñoso, sino por haber sido derrotado por ellos en la elección de presidente. Y como, además de esto, se había presentado ya otra proposición, que tenía muchos partidarios en la sociedad, solicitando que ésta se trasladase a un local que los firmantes habían hallado en un barrio más modesto, y que sólo rentaba cinco reales y cuartillo, importando muy poco, al lado de esta gran ventaja, las dos tabernas contiguas al portal, y la pobreza mal oliente de los vecinos de la escalera, los de la minoría, por no perderlo todo, transigieron en lo del alumbrado, y así seguían las cosas.
Se cuentan aquí todos estos pormenores, que a algún suspicaz pudieran sonarle a pujos de meterse de mala manera en la hacienda del excusado, o cuando menos a voto de censura a los araucanos de aquella mayoría, pura y simplemente porque no se dude de la veracidad del historiador, al describir, como se ha descrito, la desnudez y las tinieblas de aquellos ámbitos, tan ilustres por sus destinos. Se sabe ya, pues, por qué no había más luz ni mejores muebles en el local de La Alianza Mercantil e Industrial, etc., etc., y queda a salvo de la tacha de inverosímil, entre las gentes «despilfarradoras,» la pintura que se hizo de aquel cuadro. Y adelante ahora con el cuento, es decir, con la historia.
Cuando entró Brezales en la sala, aún no había comenzado la sesión, y los concurrentes, de pie y fumando los más de ellos, departían en corrillos sobre el triple objeto de la convocatoria, o sobre la importancia o impertinencia de cada uno de los tres proyectos; o bostezaban de fastidio, según las circunstancias y los genios; pero sobre todos los rumores del salón, descollaba la voz del proyectista, rebozada, digámoslo así, en el continuo y desacorde crepitar de los papeles que manoseaba y revolvía hacia un lado y hacia otro, hacia arriba y hacia abajo, golpeando sobre ellos a lo mejor y metiéndose los al más frío por los ojos. Tras el hechizo de aquella voz se fue el bueno de Brezales, paso a paso y de puntillas, con las manos cruzadas sobre los riñones, la cabeza un poco vuelta y el oído en acecho. Llego así al grupo, conteniendo hasta la respiración y haciendo señas con un dedo sobre los labios para que no se diera nadie por entendido de su llegada; se colocó detrás del sustentante, bajando mucho la cabeza y retorciendo un poco más el pescuezo para recoger, con el único oído que de algo le servía, hasta las migajas de aquel sabroso palabreo; y cuando el hombre que se desmedraba por el bien de sus ingratos convecinos puso fin al razonamiento que tenía entre dientes a la llegada de Brezales, éste, conmovido de entusiasmo, le abrazó por la espalda, exclamando al propio tiempo:
—¡Eso es hablar con substancia! ¡Eso es pensar con aplome! ¡Eso es hacer algo por el verdadero progreso de la localidad! Señores —añadió dirigiéndose a todos los del grupo,— hay que votar eso y que apoyarlo... hay que echar hasta los hígados para que se realice, y para ello cuenten ustedes con lo que soy, con lo que tengo y con lo que valgo.
El de los proyectos se volvió hacia Brezales, de cuya presencia no se había percatado hasta entonces; y tras una mirada de alto abajo, que, bien leída, significaba «eso es lo menos que yo sé discurrir cuando me pongo a ello,» y respondió en voz melosa y con disfraces de tímida.
—Gracias, señor don Roque; pero verá usted cómo no pasa ninguno de los proyectos, como sucede con todo lo verdaderamente serio y útil que se presenta aquí. A mí, personalmente, poco me importa, porque confío en que no ha de faltar en el día de mañana quien haga justicia a mis desinteresados desvelos; pero lo siento por este pueblo que os vio nacer, en cuyo daño vienen a parar todas esas... miserias, por no decir otra cosa.
—¡Envidias! dígalo usted, y muy alto, porque es la verdad —exclamó Brezales, decidido ya a todo por obra de sus entusiasmos.— Envidia, envidia y no más que envidia.
—Eso —dijo humildemente el otro,— a Dios que los juzgue; pero bien pudiera ser.
En esto se oyó, hacia la única mesa que había allí, el repiqueteo de una campanilla clueca, señal de que iba a comenzarse la sesión. Los concurrentes, sin dejar de fumar los que fumando estaban, fueron arrimándose a las paredes del local, descubriéndose poco a poco y sentándose en las sillas. Ocuparon las suyas detrás de la mesa el presidente y dos individuos de la junta directiva; y después de los trámites de reglamento, aquel señor, de buena traza por cierto, con palabra bastante fácil y no mal estilo, dio cuenta del objeto de la reunión. Hecho esto, dijo:
—El señor don Sancho Vargas tiene la palabra.
El aludido por el presidente era el hombre de los tres proyectos. Ocupaba una de las sillas arrimadas a la pared frontera a la mesa. Le hería de lleno la extenuada luz de uno de los cabos de la puerta, y se le distinguía bastante bien a tres o cuatro pasos de distancia. No había nada más visto que él en la población, y quizás consistiera en eso el poco relieve que daba su persona en el flujo y reflujo, en el ir y venir del público semoviente. No chocaba por alto ni por bajo, por flaco ni por gordo, por guapo ni por feo; lo mismo decía su cara afeitada al rape, que con barbas; igual le sentaba el vestido flojo y descuidado, que el traje de media etiqueta, y tanto daba suponerle una edad de cuarenta años, como de sesenta y cinco. Las dos caían bien en su físico adocenado e insignificante. No era nativo de aquella ciudad, a la cual, siendo él muchacho aún, se había trasladado su padre desde otra relativamente cercana y donde la suerte no se le mostraba muy propicia en sus especulaciones mercantiles. Mientras fue mozuelo, no se le conocieron otras aficiones que el atril del escritorio, el fisgoneo de las vidas ajenas y la compañía de los «señores mayores.» Muerto su padre, continuó él, su heredero único, los negocios de la casa, ni muchos ni muy lucidos. Esto acabó de afirmar allí su reputación de juicioso y serio; y como hablaba en juntas, comisiones y corrillos formales, y ponía comunicados en el «órgano de la plaza» sobre el ramo de policía y capítulos del arancel de Aduanas, y nunca se sonreía, y además desdeñaba el trato de los hombres algo mundanos, artistas, poetas y demás «gente perdida» de la sociedad, ciertos señores del comercio le admiraron, y aun le juraron por listo y por capaz de todo lo imaginable... Y como la espuma desde entonces.
Alzose el tal de la silla, con el rollo de sus papeles entre manos, y comenzó a hablar en estos términos, palabra más o menos, con voz lenta, algo flauteada y temblorosa, como la de aquel que tira del hilo de su estudiado discurso con miedo de que se rompa o se le trabe a lo mejor:
—Señores: me levanto con el temor y la cortedad que son propios de las personas humildes como yo, cuando, después de concebir grandes, colosales proyectos, se creen en el deber patriótico de exponerlos ante un concurso tan ilustrado como el que en este momento me presta su atención. («¡Bravo!» en varias Partes de la sala.) Además de estos motivos, hay otros particularísimos a mi humilde persona, que me hacen confiar muy poco en el buen éxito de mis tres últimos proyectos; y digo últimos, porque, amén de los ya bien conocidos de todo el mundo, tengo otros, igualmente vastos y transcendentales, que no conoce nadie más que el modesto ciudadano que tiene el honor de dirigiros la palabra en este instante, y que de día y de noche, robando las horas al sueño y al descanso corporal, se sacrifica al bienestar de sus semejantes y al engrandecimiento de la ciudad que casi le vio nacer. (¡Ah! ¡Oh! ¡Mucho! ¡Mucho!) ¡Gracias, señores míos; gracias por los alientos que me infundís con esas muestras de cariño a mi humilde persona! Y ya que se toca este punto, entiendo yo, señores, que estoy en el deber de dejarle bien ventilado antes de pasar más adelante en mi discurso. Sí, señores, yo me desvelo, yo me desmejoro, yo me desvivo por hacer algo, por crear algo, que no se ha hecho aquí todavía, porque quizás no se ha sabido hacer, o no ha habido hombres con bastantes agallas para intentarlo. Yo con la pluma, yo con la palabra, yo con mi prestigio (que alguno tengo aquí y fuera de aquí; aunque me esté mal el decirlo), he trabajado, vengo trabajando, como todos sabéis, de muchos años a esta parte, en todos los ramos de los intereses materiales: desde la policía urbana, hasta lo que vais a tener el honor de conocer dentro de unos instantes; y todo por la prosperidad y engrandecimiento del pueblo que os vio nacer; y debo decirlo muy alto: me envanezco de verme poseído de este sentimiento patriótico; de ser tan patriota como el primero... ¡más patriota que ninguno de mis convecinos, por muy patriotas que sean! («¡Bravo, bravo!» en los sitios de costumbre.) Pues bien, señores, así y todo, yo tengo enemigos, y de muy varias calidades: hay quien pone tachas a mis concepciones, y más de dos sabiondos que llaman de zapatero a mi estilo. Así, señores, ¡de zapatero! Claro está, señores, que yo desprecio estas miserias, porque estoy a inmensa altura comparado con toda esa cáfila de charlatanes envidiosos. («¡Por ahí, por ahí!» en las sillas de siempre.) Sí, señores, ¡de envidiosos! ¡La envidia! Ésta es la rémora en este desdichado pueblo que casi me vio nacer (¡Bravo, bravo!), donde jamás habrá armonía entre los elementos pudientes, ni se llevará a cabo mejora que valga dos cominos, porque a los hombres de genio se les ahoga; y basta que una cosa la proponga Juan, para que la combata Pedro, su envidioso enemigo, por buena y útil que ella sea...
Al llegar a esta palabra el orador, le atajó el presidente con un recio matraqueo de la campanilla acatarrada.
—Estoy a las órdenes de Su Señoría, —dijo enfáticamente el atajado, soñando, quizás, en sus modestas alucinaciones, que en aquellos instantes estaba trabajando por el bien de la nación entera en los escaños del Parlamento, a la faz de la Europa, que le decretaba retratos de cuerpo entero en las cajas de cerillas.
—Déjese usted, señor Vargas —contestole el presidente, con una suavidad que cortaba un pelo en el aire,— de pomposos tratamientos que no corresponden a la humilde categoría del puesto que aquí ocupo, y tenga la bondad de considerar que todo eso que usted nos cuenta está fuera de su lugar en esta ocasión y en este sitio, ademán de ser muy grave.
—¿Muy grave? —exclamó el de los tres proyectos, con fingida pesadumbre, porque se relamía de gusto interiormente al caer en la cuenta de que, sin pretenderlo, había revuelto un poquitín de cisco, a modo de incidente parlamentario.
—Muy grave, sí —insistió el presidente,— y muy fuera de sazón, como se lo voy a demostrar a usted.
Y se lo demostró en muy sencillos razonamientos. Sancho Vargas, como todos los humildes de su calaña, tenía por enemigos y por envidiosos a cuantos discrepaban de sus rotundos pareceres en lo más mínimo, y no acataban sus proyectos como a las palabras del Espíritu Santo, cuya sublime autoridad no había alcanzado todavía él. Siendo esto notorio, como igualmente lo era que a sus instancias estaba reunida allí la Sociedad para discutir la importancia de los proyectos que él sometía a su juicio y a su dictamen, o sobraba la reunión, o estaban de más las palabras duras con que el proyectista castigaba de antemano a los que pusieran tachas a sus obras.
—Por lo demás —añadió el presidente,— ¡dichoso usted, que tiene enemigos que le envidien! Para mí los quisiera yo; porque, o no entiendo jota en achaques de la vida, o sólo es envidiable y envidiado lo que descuella sobre la masa anónima del vulgo. En ningún tonto se ceba jamás la envidia.
Aquí se clavó el de los tres proyectos, tomando por donde más le halagaba la sutil ironía del presidente; y no fue poca fortuna para todos, porque con los razonamientos anteriores, que le escocían como un vapuleo, iba hinchándose de «noble indignación» el vapuleado; sus partidarios se retorcían en sus asientos, y a don Roque se le encrespaban los pelos grises: señales todas de una borrasca que, por poco que durara, había de durar más que la luz de las seis velucas, que se corrían como unas condenadas y se anegaban en lagrimones como rosarios de almendras.
En fin, que tras del obligado tiroteo de explicaciones, y protestas, y salvedades entre el orador y el presidente; dos intentonas malogradas de don Roque de arenga fogosa a sus partidarios para que, «como un solo hombre,» empujaran avante en la Sociedad los grandiosos y salvadores proyectos de aquel perínclito ciudadano (paráclito dijo él), que de su cuenta quedaba después sacarlos triunfantes arriba con la fuerza de sus influjos, bien conocidos de todos; una ligera escaramuza, nacida de estos malogros, entre Butibambas y Muzibarrenas, por asomos de los nunca fenecidos resabios de prepotencia tradicional entre las dos dinastías, y vuelto a lanzar el quos ego por el presidente para calmar el agitado oleaje de aquel mar insulso, desenfundó el hombre de los tres proyectos los papelotes del primero, y comenzó a dar cuenta de él. Decía el rótulo:
Medios de mejorar las condiciones higiénicas, económicas y morales de la masa obrera de esta capital.
Después iba un preámbulo enorme, en que se discurría larga y perezosamente, hasta con citas en latín de Breviario, sobre la reciprocidad de deberes entre los pobres y los ricos; causas con causas, efectos mediatos e inmediatos de las crisis mercantiles del mundo conocido, y, por consecuencia, de las actuales penurias «del proletariado trabajador;» y por fin y remate se exponía el modo razonado, «en el humilde concepto» del razonador, de redimir al obrero de aquella localidad de las dos tiranías más insoportables y perniciosas: la tiranía del propietario, y «la del aire putrefacto o corrompido.» Para conseguir este gran triunfo, se fabricaría un barrio de obreros, al tenor de lo marcado en los croquis que acompañaban a la Memoria, en el extenso campo baldío «radicante» al extremo Oeste de la población. Las casas serían anchas y bajas, aisladas unas de otras, con su jardincito delante y su huertecito atrás; su comedor con estufa para el invierno, y una terraza al saliente para jugar las criaturas y tomar el fresco toda la familia en las noches de verano; amplia y bien soleada cocina, con servicio de agua a caño libre... y por el estilo lo restante.
—Y ¿cuántas casas de esas entran en el proyecto? —preguntó un socio impaciente, no se sabe si con recta o torcida intención.
—Todas las que se necesiten, —contestó con altivez el sustentante.
—Vamos —replicó con suma humildad el otro,— a razón de una por cada obrero que se presente. ¡Pues casas son! Y suponiendo que haya terreno bastante para construir esa nueva ciudad, ¿de dónde ha de salir lo que cuesta tan grande obra?
—De donde lo haya, y sin meter mano en las arcas de usted —respondió muy amoscado Sancho Vargas,— como hubiera usted visto inmediatamente sin necesidad de preguntármelo. ¡Bueno estaría, señores, mi proyecto, si, por aliviar las cargas de esa benemérita clase menesterosa, arrojara yo otra tan pesada sobre los hombros de los pudientes! ¡No, señores, no acabo de caerme de un nido! («¡Bravo!» en algunas sillas. Don Roque guarda la frase feliz en su memoria, para utilizarla en la primera ocasión que se le presente.) Se cuenta con que el Ayuntamiento, disponiendo de lo que es suyo, ceda el terreno gratis, y con que el Gobierno de la nación dé el dinero necesario para las obras. (Rumores de varias clases en todas las filas del salón. El presidente se rasca suavemente la cabeza con un dedo encorvado, y dice algunas palabras al vocal de su derecha, que cierra los ojos, y, a su vez, se rasca la barba con otro dedo, encorvado, también.)
—¿Tendría la bondad de decirnos el señor don Sancho —preguntó un socio muy cortés de la minoría,— si se ha de pagar algo por vivir en esas casas?
—¡Buen nabo arrancaría el pobre obrero con el regalo que tratamos de hacerle —respondió con olímpico desdén el sustentante,— si tuviera que pagarle en alquileres! Para no salir de tiranos, ¿a qué redimirle del casero, que le esquilma hoy?
—Entiendo yo, señores —dijo a esto un concurrente que era dueño de unas cuantas viviendas de gente pobre,— que no son mayormente... ¿cómo lo diré?... correctas, ciertas expresiones que el señor de Vargas ha dedicado a los dueños de casas de poco precio; y entiendo, además, que, como no se las ha dado hechas y de balde el Gobierno, a ninguna ley de arriba ni de abajo faltan cobrando, tarde y mal, la miseria que les paga el pobre que quiere vivir en ellas.
—¡Oh, mi señor don Celedonio! Yo le juro a Su Señoría, quiero decir, a usted, con la mano puesta sobre mi honrado corazón —exclamó entonces el orador balanceándose mucho de medio arriba, de puro sumiso y complaciente, pero al mismo tiempo asombrado del poder de su palabra revoltosa y del arte que le había infundido el cielo para brillar «en su día» entre los adalides más famosos de «los Cuerpos Colegisladores;»— yo le juro, repito, que no he tenido la menor intención de ofender a la honrada y benemérita clase de propietarios y contribuyentes por lo urbano. Si alguno ha entendido de otro modo esas palabras, pronunciadas en el calor de la improvisación, y no se cree satisfecho con esta declaración de un hombre que no miente jamás, yo las retiro desde luego. («¡Bravo! ¡muy bien!» en las sillas de siempre.)
—Corriente, y a otra cosa —replicó el llamado don Celedonio;— y ya que estoy en el uso de la palabra, tenga la bondad de decirnos el señor don Sancho quién va a pagar a los inquilinos de esas casas en proyecto el agua a caño libre que ha de haber en ellas, y de dónde ha de salir el dinero para reparaciones y demás.
—Voy a satisfacer la curiosidad de usted —respondió el interpelado,— porque aquí consta ese considerable pormenor, como todos los que atañen al proyecto; y a su tiempo los hubiera conocido la Sociedad, si las impaciencias de algunos no me hubieran obligado a cambiar de método en la exposición del plan entero. Esos dos importantes renglones a que usted se refiere, se cubrirán, con sobras, según el irrebatible cálculo que consta en la Memoria que quedará sobre la mesa, por medio de un impuesto sobre varios artículos de lujo, y de otro, personal, sobre el pasaje trasatlántico que toque en este puerto en toda clase de embarcaciones. (¡Ah! ¡Oh!)
—Bien estará todo eso cuando usted lo ha hecho y lo cree realizable —díjole el don Celedonio, probablemente con la mejor intención, porque no era hombre de segundas;— pero entiendo yo que va a ocurrir una grave dificultad el día en que esa nueva ciudad esté concluida, porque el Ayuntamiento haya dado los terrenos, el Gobierno el capital, y el impuesto sobre indianos y otros artículos de lujo se haya dejado cobrar como una seda; y esa dificultad es, entiendo yo, la de que al hacer el reparto de las casas, la mitad de la clase pudiente se va a declarar masa obrera. Yo, desde luego, pido una de esas casas, más baratas y mejores que la mía, que no es del todo maleja. (Risas y Protestas en todo el salón.)
—¡Ah, señor don Celedonio, señor don Celedonio! —clamó entonces el proyectista, con arrastres hondísimos de su voz amargurada;— ¡que un hombre como usted, tan formal como usted, de la brillante posición de usted, tome a broma de mal gusto un asunto tan serio, tan elevado, tan transcendental; un proyecto que me ha costado a mí tantas horas de cavilar, tantas noches sin dormir, sin otra esperanza de galardón que el bien de una clase menesterosa, en este pueblo que casi me vio nacer! ¡Ah, señor don Celedonio, señor don Celedonio! ¿Qué dejamos entonces para esa gentezuela de poco más o menos, que me tiene a mí por simple y se mofa de mi estilo? (¡Bravo! ¡Mucho! ¡Admirable! ¡Intrigantes! ¡Envidiosos!) Ya lo oís, y yo no lo he dicho. Ya lo oye el señor presidente; y cuando el río suena... («¡Eso, eso! ¡Por ahí duele! ¡Duro, duro!» —Consta en documentos que don Roque Brezales gritó en aquel incidente ruidoso como un desesperado.)
El presidente, a todo esto, sacudía la campanilla a más y mejor, y se esforzaba por meter en su cauce aquel manso río que se había desbordado súbitamente; pero no logró su objeto sino a duras penas. Cuando consiguió hacerse oír, dijo al inconsciente revoltoso de los tres proyectos, recogiendo su alusión directa y personal:
—Nada de lo que aquí se ha gritado por sus amigos de usted, señor Vargas, me hace cambiar de opinión sobre lo que dicho le tengo acerca de los envidiosos que le persiguen; y todo lo mantengo ahora, porque dos cañonazos, o tres, o ciento, no alcanzan más que uno solo.
—No entiendo el símil, mayormente, —respondió algo atarugado y un si es no es jadeante el aludido.
—No es —replicó el presidente muy fino,— de absoluta necesidad que usted lo entienda, con tal de que haya entendido lo restante.
—Eso sí.
—Pues con ello basta y sobra: quédese aquí el incidente, y vamos al asunto; pero por derecho, porque el tiempo corre que vuela, y no hay más luz en toda la casa que la que está consumiéndose aquí. (Risas.) Es la pura verdad, y la digo porque sería una mala vergüenza para nosotros tener que levantar la sesión, o continuarla con cerillas por habernos quedado a oscuras.
Para evitarlo y llegar cuanto antes al nombramiento de la comisión que debía estudiar el proyecto y dar su informe sobre él, el presidente hizo un resumen de los puntos que abarcaba. Sancho Vargas le dio por bien hecho.
—Pido la palabra, —dijo entonces airadamente un socio de los que, siendo en la calle unos infelices, concurren a todas las juntas generales con cara feroz, y no despliegan los labios sino para residenciar a todo el mundo.
Concediósela el presidente, y dijo, de medio lado, con ceño adusto y con voz fiera:
—Según resulta de lo que acaba de oírse, el Ayuntamiento ha de dar de balde la inmensidad de terreno que ocuparán las innumerables, cómodas y lujosas habitaciones que han de regalarse a los obreros; el Estado, la millonada enorme para construirlas, y un impuesto sobre ciertos artículos de lujo y el pasaje trasatlántico, para conservarlas, con su caño libre, sus terrazas y sus jardines de recreo. No me meto a averiguar ahora si esto es cosa de sainete, o un proyecto digno de que le tome en consideración una Sociedad tan formal como la nuestra; pero antes de que pase a la comisión que ha de poner esas dudas en claro, pregunto yo al señor don Sancho Vargas: ¿con qué contribuye él, con qué contribuímos nosotros a ese vasto y costosísimo proyecto en que todo está pagado ya? ¿Qué pone él, qué ponemos de nuestra parte, para mover con el ejemplo las naturales resistencias del Gobierno y del Municipio? No tengo más que preguntar.
Mirole Vargas con desdén olímpico, y le respondió altanero:
—Yo pongo, nosotros ponemos lo único que me toca y nos toca poner: la iniciativa... el prestigio, la gestión poderosa. ¿Le parece a usted poco?
—Muy poco —respondió el arisco fiscal.Con todo ello junto, si lo saca usted a la plaza por garantía, no levanta un empréstito de tres pesetas. (Aprobación y protestas, según los grupos.)
—Pues demos de barato —replicó Sancho Vargas encrespándose de veras,— que todo eso sea verdad, y los que ponen tachas a mi proyecto tengan siquiera un asomo de razón: yo pregunto, yo pregunto, señores, porque puedo y debo preguntarlo; yo pregunto, yo les pregunto ahora mismo: ¿por qué habéis ensalzado, hasta las nubes otros proyectos semejantes, y elevado a sus autores a la categoría de los grandes genios y a la excelsitud de los semidioses? Y estos semidioses y estos grandes genios, ¿qué más pusieron de lo suyo en sus obras que lo que pongo yo de lo mío en las mías? Nada yo; nada ellos. Total, igual. Y, sin embargo, ellos por las altas cumbres entre voladores y bengalas, y yo por el polvo de los suelos, rechiflado y con coroza. (Rumores, acá de adhesión, y acullá de protestas.) ¿Hay quien lo duda? Pues falta razón para ello. ¿Queréis que os cite nombres? ¿que os determine casos?... ¿que os recuerde fechas?... (¡Sí, sí... ¡No, no! ¡Fuera! ¡fuera!... ¡Bravo, bravo!... ¡Basta, basta! ¡A otra cosa! ¡Sí, sí! ¡No, no!)
Otro arrechucho, otra batalla, y nuevos y mayores esfuerzos del presidente para poner paz entre aquellas embravecidas falanges, capitaneada la más fogosa de ellas por el pacífico Brezales, que aquella noche estaba dispuesto a armar camorra con el lucero del alba.
—Se procede al nombramiento de la comisión —grita el presidente cuando su voz pudo oírse en aquella baraúnda,— y se recomienda la brevedad.
El señor don Roque Brezales, como ya se ha indicado, contaba en la Sociedad con muchos adeptos cuando se ventilaban puntos como los de la libra de velas de marras; pero fuera de estos casos, siempre que se las había con las falanges del presidente, que eran las mejor vestidas y de más gramática, perdía la batalla; y eso le pasó aquella noche con motivo del nombramiento de la comisión de tres individuos, por más que se brindó a ser candidato él mismo para dar mayor prestigio a la cosa, y los apasionados del autor del proyecto hicieron prodigios de fortaleza. Toda la comisión salió de los otros.
Con la rescoldera de este trago en el cuerpo, se alzó nuevamente, después de reanudada la sesión, el heroico autor de los tres proyectos para dar cuenta del segundo. En el cual se trataba de una Indispensable y definitiva reforma del puerto de aquella ciudad.
—Pido la palabra, —dijo, al enterarse del caso, un concurrente gordo, grandote, muy planchado y extenso de pechera, bigotes erizados y ojos de paquidermo.
—¿Para qué la pide usted? —le preguntó el presidente.
—La pido —respondió el otro con un retintín muy singular,— porque de esos particulares tengo yo que hablar, ¡y mucho! (Risas y exclamaciones de un estilo nuevo allí aquella noche.)
Prometiole el presidente que hablaría cuanto quisiera, pero a su debido tiempo, y mandó continuar en su tema al sempiterno preopinante. El cual dio lectura a una larga disertación, con latines también, en que se intentaba demostrar que las reformas actuales, que tantos caudales costaban ya al erario público, eran deficientes y absurdas; que se había cortado con miedo la bahía, y que era de imprescindible necesidad, para la conservación del puerto, sacar toda la línea de muelles construidos y proyectados medio kilómetro más al Sur.
—¿Otra tajadita más? —exclamó un oyente.— Pelo a pelo, se quedan los hombres calvos.
—Esa es la opinión del vulgo, que no ve más allá de sus narices, —contestó con altivo desdén el de los proyectos.
—Gracias, señor narigudo —replicó el oyente, que era de los bien vestidos.— Pero eso mismo nos solían responder los sabios que se empeñaron en la actual reforma, calificada de absurda ahora por usted, cuando los chatos la llamábamos disparate.
—No es el caso el mismo —repuso el gran proyectista,— puesto que ustedes desaprobaban la reforma porque robaba mucha bahía, y yo la declaro absurda porque no roba todo lo que debe.
—Pues por mí —dijo el otro,— que la roben de punta a cabo; ¡para lo que queda ya de ella!...
—¡Ah, señores! —exclamó el sustentante, tomando aires de profeta gemebundo,— y ¡cuán lamentable es hablar de memoria en tan delicados particulares! ¡Cuán lastimoso el desconocimiento de determinados principios científicos! ¡Si los hubiérais estudiado como yo, robando el tiempo al dormir, por no quitársele a los deberes mercantiles que sobre mí pesan! ¡Si hubiérais conversado largamente con los hombres de la facultad, como he conversado yo, una, dos, diez, ciento y mil veces, en este pueblo y fuera de él con vigilias y dispendios cuantiosísimos, y no del peculio ajeno, sino a expensas del propio, con el más honrado, con el más patriótico, sí, señores, con el más patriótico desinterés! ¡Ah, señores: si supiérais vosotros, como yo sé, lo que son los hilos de corriente, y la ley maravillosa de las arenas en suspensión! ¡Si supiérais, repito, que es un hecho, comprobado por la ciencia, en sus cálculos de gabinete, que cuanto más angosto es un canal, mayor es el tiro de la corriente, y mayor la cantidad de sedimentos que se lleva consigo!
—¡Vaya si sabemos eso, aunque chatos, quiero decir, aunque legos! —saltó de pronto el mismo concurrente bien vestido.— Y aún sabemos algo más: sabemos, sin habernos costado grandes vigilias ni cuantiosos dispendios; en fin, lo que se llama de balde, que cuando la anchura del canal sea cero, no entrará en él un mal grano de arena... ni tampoco una gota de agua.
—Esa es una exageración de mal gusto, —replicó Vargas en tono despreciativo.
—Esto es —afirmó el otro, sin enfadarse,— un corolario de las perogrulladas científicas que tan caras le han costado a usted... aunque no tanto como al puerto.
El hombre gordo de bigotes erizados y ojos de paquidermo, que no cesaba de murmurar por lo bajo desde que había salido a relucir aquel asunto, pidió aquí la palabra; pero con tal interjección y de tal modo, que el presidente se apresuró a concedérsela, y lo hizo en estos términos:
—Diga usted lo que guste, señor Acémilas.
—Aceñas —rectificó el aludido, entre una explosión de risotadas del concurso.— Aceñas; Juan Aceñas, que no es lo mismo.
—Es cierto —añadió el presidente,— y usted me perdone, señor don Juan, la equivocación, que fue motivada por la semejanza de las dos palabras.
—Puede usted excusarse explicaciones —dijo Aceñas arrellenándose más a gusto en la silla,— y hasta quitarme el don, aunque me sobra din para llevarle, porque a mí me tienen sin cuidado lo mismo las pullas de arriba, que las risotadas de abajo; yo sé lo que soy, y sé lo que es cada uno de los demás aquí presentes, y a esto me atengo... Vamos, ¿no ha quedado sobrante un poco de risa para celebrar esta «animalada de Aceñas,» como se llama por ahí a todo lo que yo digo?... ¿No?... ¡Qué pobres hombres éstos, que ni siquiera saben reírse a punto y sazón! Señor presidente, yo empiezo por no levantarme para hablar, porque si las sillas no se han puesto aquí para comodidad de los que las pagamos, no sé yo para qué canastos se han puesto... Además, yo no entiendo de ese teatro que ahora se usa en estas reuniones, como si fuéramos a hacer leyes para la nación..¡Comedias! (Redobles de campanilla y advertencias del presidente.) Voy allá de contado; pero que conste lo dicho. Todo lo que aquí se ha manifestado, principalmente en lo que toca a reformas del puerto, en una sarta de disparates.. (Protestas de muchos, y en especial de Sancho Vargas y de Brezales.) No hay que picarse, caballeros, porque lo que digo de lo que aquí se ha dicho, lo extiendo a lo que en el puerto, se ha hecho... Porque (exaltándose brutalmente) yo tengo también mi proyecto correspondiente, pensado por mí... discurrido por mí... estudiado por mí, paso a paso sobre el terreno; y quiero que este proyecto se conozca, y se estudie, y se ejecute... y se ejecutará, porque tengo medios, sin contar con los de ustedes, que no necesito para hacer que se tome en consideración donde debe de tomarse. Este proyecto mío, que se imprimirá en su día para que le conozca el mundo entero, he querido explicarle aquí, aunque sólo por encima, porque supe que se iba a presentar otro esta noche, que es el del señor Sancho Panza... digo, Vargas... También yo confundo los nombres, señor presidente. (Éste se muerde los labios, por no reírse, mientras sacude la campanilla, y Vargas vomita tempestades de indignación, cortadas por sus idólatras.) Sólo que el señor don Sancho tiene menos correa que yo, a lo que veo... ¡Otro pobre hombre! ¡Apurarse ahora por una asnada más o menos de este borrico de Aceñas!... Sí, señor, de este borrico... Así me llama usté a mí cuando me mientan delante de usté... Pues ahora vamos a ver quién es más; y para ello, dígase y conózcase mi proyecto, y compárese con el suyo. (Atención con sonrisas y zozobras.) El proyecto mío no se anda con miseriucas y chapucerías de cuartillo de agua más o menos, quitado al caudal de la badía; yo tomo las cosas más en grande y más de lejos: o echarlas patas arriba de una vez, o no poner mano en ellas. En mi plan entra también la ciudad entera, con un desarrollo territorial de legua y media, por el Oeste y Norte, y poco menos por el Nordeste y Sur clavado. Diréis... «ésta es otra burrada de Aceñas.» (Risas y rumores varios.) Pues van a ver ahora los sabios de la matemática cómo no hay que estudiar en muchos libros para hacer esos milagros. Yo no me quedo en el puerto; yo salgo de él, y, siguiendo la costa de la parte de acá, me planto en Cabo Chico, y desde allí saco un espigón, mar afuera, de una largura de dos millas, vara más o menos; y de pronto, tuerzo a la derecha sesgándome un poco, y sigo con el muro hasta empalmarle con el peñasco de acá de la boca del puerto. Con esto consigo matar los temporales del Noroeste en aquel sitio, y la ganancia del territorio robado a la mar por los murallones. (Asombro, carcajadas y hasta pateos.) Naturalmente que a alguno le ha de escocer esto, sin saber lo que se pesca. ¡Cómo que la playa de baños y toda la pompa de lujos que anda por allí, queda debajo del rataplén! (Más carcajadas y más pateos.) Pero no se paran a calcular esos inocentes propietarios, como lo he calculado yo, lo que valdrá un carro de tierra entonces en aquel sitio... ¡cien veces más de lo que vale hoy! Ya está arreglado de esta suerte lo de la parte de afuera. Vuélvome ahora al puerto; y desde la misma punta de él, por la banda de adentro, arranco otro murallón, aguas arriba, separándome hacía el Sur, sobre un kilómetro, de esa miseria de muelles que están en obra y estarán por muchos años; y al llegar como a la metad de la badía, vuelvo de repente sobre la izquierda y la cruzo de parte a parte. (Horror de exclamaciones.) Me parece, señores, que la ganancia en tierra firme, por este lado, no es floja tampoco.
—Pero, hombre —interrumpió un concurrente algo socarrón,— ¿qué vamos a hacer de tantísimo terreno como adquirimos de esa manera?
El hombre gordo se le quedó mirando unos instantes, con gestos y contorsiones tan pronto de ira como de burla, y al fin le respondió:
—Pues mire usted: con ser tanto, y sin contar las dos leguas de ensanche que yo doy por el Oeste, puede que se necesite todo, si es que llega, para construir la ciudad que ha discurrido el señor don Sancho Panza... digo, Vargas.
Lo que aquí pasó no es para pintado. El aludido, puesto de pie, fulminó protestas contra el casi sacrílego agresor, y cargos durísimos contra el presidente. Sus idólatras, con Brezales a la cabeza, hacían otro tanto, y hasta pateaban y esgrimían los puños; el presidente desbadajó la campanilla a fuerza de zarandearla; otros señores declaraban que no les parecía el suceso para tanto vocerío, y esto sulfuraba más y más a los sulfurados; Aceñas, sin moverse de su silla, se reía como un inocente de los unos y de los otros, y azuzaba con sus gestos, provocativos de puro estúpidos, las iras de los más desbaratados. Se temió que iba a concluir a silletazos aquello, que por momentos se encrespaba; pero, por una feliz coincidencia, las luces de los cabos espirantes comenzaron a oscilar, como si el vocerío las asustara, produciéndolas desmayos; y el presidente, tomando pretexto de ello, dio por terminada la sesión cubriéndose la cabeza. Cubrirse, y espirar de golpe las seis luces de los cabos, no se sabe si por alguna corriente de aire establecida de pronto, o porque se anegaran al fin en el exceso de sus lágrimas, fue todo uno.
Esto acabó de aplacar la borrasca como por encanto. Oyéronse algunos charrasqueos de fósforos de cocina, frotados contra las cajas; viéronse varios puntitos luminosos en la densa obscuridad; y, guiándose con ellos, abandonó el salón la masa negra de los concurrentes, que parecía, por lo apiñada y presurosa, un rebaño de merinos.
Don Roque Brezales iba de los más zagueros, y aún logró quedarse el último, con otro socio, un sujeto que nunca desplegaba los labios en aquellas reuniones ni en otras parecidas, ni se apasionaba por nada ni por nadie.
—Pero ¿ve usted, hombre? —le dijo Brezales, sudando hieles todavía y con los pocos pelos erizados, tirándole de los faldones de la levita para que se pusiera a su lado.— ¿Ve usted qué cosas? Si esto se escribiera en libros, se diría que no era cierto, que era pintar por pintar. ¡Qué gentes, qué desatinos!
—¿Por quién lo dice usted? —le preguntó el otro.
—¿Por quién he de decirlo? Por ese bestia de Aceñas. ¡Qué proyecto el suyo! ¡Y consentir que eso se trate aquí!...
—¡Pues mire usted que el del otro!...
—¿Es posible que usted se atreva a compararlos?
—Sí, señor; y aún me quedo con Aceñas, que, siquiera, me divierte.
—Nada —exclamó aquí don Roque en el colmo del despecho:— el mal incurable, el mal de este pueblo; la tonía en unos, la burla en otros, la envidia en muchos y la inación en todos. Lo poco que se intenta, a nadie parece bien, y nada se hace al cabo. Aquí falta unión, aquí falta patriotismo, aquí falta...
—No se canse usted, don Roque —le interrumpió con mucha serenidad su acompañante:— aquí no hay más envidias ni más rencores que en otras partes; aquí no falta patriotismo ni deseo de hacer cosas buenas y bien hechas: lo que falta son hombres, porque aquí no hay más que hombrucos.
Con lo que don Roque, que se creía un gigante, y por otro tenía a Sancho Vargas, tachó a su desengañado amigo de envidioso, y no se dignó responderle.
IV. Vista interior de don Roque
Llegó a la calle el pobre hombre, espeluznado y sudoroso, mucho de ello por las fatigas de la batalla reciente en la atmósfera caldeada del salón, y no poco por la subsiguiente brega para encontrar medio a tientas su abrigo, que, enredado entre los pies de sus consocios, había ido a parar, hecho un bodoque, a un montón de barreduras escondido detrás de la puerta de salida. Iba solo ya y tapándose la boca con su pañuelo de bolsillo, porque el relente era fresco y él tenía un miedo cerval a las pulmonías; eran algo pasadas las diez y media, y en las calles que recorría no encontraba un alma, porque el movimiento y los atractivos de la población, a aquellas horas, no estaban por allí. Las gentes bullían a rebaños hacia el sitio de las ferias recientemente inauguradas, o alrededor del templete de la gran plaza, en el cual tocaba de balde la música del Hospicio. Por aquella plaza, o muy cerca de ella, tenía que pasar él para dirigirse a su casa.
Siempre había considerado el buen hombre la música como uno de los ruidos más incómodos; pero aquella noche los halló verdaderamente insoportables. Le remedaban la voz del presidente de La Alianza, que, por más que hubiera negado el hecho, se había querido burlar, se había burlado más de dos veces, de la seriedad de su excelente amigo, el gran muchacho, el gran patriota Sancho Vargas, y los rumores provocativos de los que apoyaban la sospechosa actitud del enfatuado presidente, y, sobre todo, las gansadas, los rebuznos del animalote de Aceñas, que había conseguido, gracias a ciertas tolerancias de mal gusto y de peor ley, disolver a coces, materialmente a coces, una reunión de la cual debió haber salido en triunfo, con hachas encendidas y en un coche tirado por la junta directiva, para mayor solemnidad, el ilustre autor de tan atrevidos planes. ¡Cómo le mortificaban al buen señor los revolcones dados en la sesión a su ídolo, y a él mismo, y a todos los amigos de los dos! Pero ¿en qué consistiría que aún le mortificaba mucho más que todo ello el recuerdo de aquellas pocas palabras que acababa de oír de boca del hombre de hielo, lima sorda y traidorcillo?... ¡Cuidado si era cargante la música dormilona de aquellas palabras! «¡Pues mire usted que el del otro!...» Y este otro era, como quien no dice nada, su gran amigo Sancho Vargas; y el proyecto estrafalario y estúpido a que él, Brezales, se había referido con justa indignación, el de Aceñas. ¡Equiparar tales cosas y hombres tan desemejantes! ¡y con aquella frescura, y como quien no rompe un plato! Pues aún no eran estas palabras de su amigo las que más daño le habían hecho, sino las últimas. ¡Esas, esas sí que le habían escocido y mortificado! ¡esas eran las que verdaderamente daban la medida de cuanto había de dañino en aquella naturaleza de sorbete: «¡Aquí no hay hombres, sino hombrucos!»
—¿A qué llamará hombres de verdad esa ave fría de los demonios? —preguntose al llegar a este punto con sus pensamientos, mientras torcía el paso por una de las avenidas laterales de la plaza para huir de la vista de las gentes ruido de la música, que le impedían entregarse a sus meditaciones con la atención ardorosa que él necesitaba en aquellos instantes de fiebre.— Vamos a ver —se decía.— ¿Cómo han de ser los hombres que tú necesitas? ¿Cómo son los hombres con quienes tratas? ¿Cómo soy yo, finalmente? Hice mal, muy mal, ahora lo conozco, en darle la callada por respuesta, en mostrarme tan desdeñoso y altanero. Verdad que, en aquellos momentos, no se me ocurrió cosa mejor que responderle, como ahora se me ocurre, como se me ocurrió en cuanto nos separamos, yo hecho un rescoldo, y él tan fresco como una lechuga. Pues sí, señor: yo debí de meditar un poco las cosas sin tomar las suyas tan a pechos; y después de meditarlas, cogerle por un brazo, traérmele conmigo, y, puestos los dos en la calle, decirle: —«Vamos, amiguito, a ajustar esas cuentas al céntimo, porque es asunto el que has tocado que tiene más cola de lo que tú te figuras para el bien de este pueblo que nos ha visto nacer a dambos; y estás muy equivocado si piensas, por lo que a mí toca, que acabo de caerme de un nido.» (Me parece que no hubiera estado mal encajada aquí la ocurrencia que le pesqué a Sancho Vargas en la sesión.) «Píntame con pelos y señales esos grandes hombres, si no quieres que yo te diga que tú y otros muchos como tú habláis solamente porque tenéis boca;» y él me contestaría: —«Pues los hombres que yo echo en falta, han de ser así y asao.» Y resultaría que estos hombres no serían, a no estar loco el alma de Dios, fantasmas del otro mundo, sino personas de carne y hueso... como cada hijo de vecino; que no han nacido enseñados ni con un tesoro en cada dedo, y en cada ojo la virtud de sacar jamones de las peñas y ochentines acuñados de las losas de la calle, no más que con mirarlas y quererlo; habrán tenido, de muchachos, sus dolores de tripas y sus escuelas, y aprendido lo que todos, y un librejo de menos o de más, y a lo sumo, cuando han llegado a ser hombres, les habrá soplado mucho la fortuna, y bien aquí o en la otra banda, habrán hecho un gran caudal. Viéndose ricos ya, se habrán casado a su gusto, y habrán montado la casa a la altura correspondiente, y llegado a ser alcaldes, y presidentes de esto o de lo otro, y a tener muchos amigos de viso y dos o tres carruajes; y a viajar por media Europa, con la familia, y a llevar la palabra en el Casino entre los más espetados de los mayores contribuyentes; y a comer de lo mejor, y a vestir de lo más fino; a que se cuente con ellos y con su óbalo en todas las empresas, grandes y chicas, de la plaza, en los abonos al teatro y en la llegada de personajes de nota a la población; en fin, y por echar el resto, que tengan sanas intenciones, una buena voluntad y pecho para tirar una onza por la ventana cuando la ocasión lo pida. Me parece que, por escogido y ambicioso que sea el amigo, no podría pedir más que esto; y al oírlo yo, le diría: —«Pues si así han de ser tus hombres, ¿de qué te quejas, mala casta? Bien cerca de ti los tienes y no los ves; no te diré que a docenas, pero sí todos los que necesitas. Déjalos, déjalos que ellos se desenvuelvan y se explayen a su gusto; no le echéis zancadillas cuando se muevan, ni agua fría en sus entusiasmos, y ya los verás... Pero ¿qué has de ver tú, zarramplín de los demonios, réztil miserable? ¿Qué has de ver tú, caso que tengas ojos, si te los ciegan esos señorones replanchados que no encuentran bueno más que lo suyo y lo que tú murmuras, sólo porque con ello ofendes a los que les hacen sombra y quisieran ver en cueros vivos? Apártate, apártate de esas malas compañías, que, por más que te hagas el distraído, bien sé yo que las buscas y celebras. Déjalas, y ya que no te vengas con nosotros, ponte en la mitad del camino; y entonces verás dónde están los rencores y las envidias, y la causa de que en este pueblo, que nos vio nacer, no se haga cosa con cosa; y dónde, finalmente, los verdaderos hombrucos que todo lo echan patas arriba, porque, por mucho que se encaramen, no ven más allá de sus narices, como les dijo, con muchísimo salero, ese bobo que tú quieres poner al simón de Aceñas el beduino.» Pero como si callara: se aferraría en sus trece y me negaría la verdad; y entonces yo, cogiéndole de las solapas, le añadiría: —«Niega, niega, ciego de los ojos; niega hasta la palabra de Dios, que abonado eres y abonados sois para más de otro tanto; pero escucha este cuento: Yo tuve unas infancias pobres; yo barrí escritorios en pernetas, después de haber aprendido las escuelas sin zapatos y con pegas y remiendos en los calzones; yo hice los imposibles por rebasar de la raya de dependiente, porque bien se me alcanzaba que no pasar de allí en los días de la vida, como no hubiera pasado sin un milagro de Dios, era oler y no catar lo que a mí se me había metido entre cejas; y alcanzándoseme todo esto, con los ahorros de seis años de escribiente pagué un pasaje de tercera en un bergantín de mala muerte, y me planté en el otro mundo. Allí sudé sangre pura de mis venas en quince años de trabajo, no te diré cuál, ni cómo, ni en dónde, porque esto no es del caso, ni te importa un pito, curiosote y mentecato; pero sábete que aquel sudor me dio sus frutos en dinero, ¡muy buenos frutos! y que no pareciéndome bastanté para lo que se me había metido entre cejas, embarqueme con ello para acá, presupuesto a estirarlo a fuerza de golpes de fortuna, o a que el demonio se lo llevara todo de una palada. Llegué, establecime en grande, abarqué mucho, hasta más de lo que debía, pero sin dar cuarta al pregonero ni salirme de mis quicios; y las cuentas no me fallaron, y la suerte me ayudó; y fui ganando, y ganando, y metiéndome en cuantos negocios se me ponían por delante; y la buena fortuna comprobando con su ayuda lo bien hecho de mis cálculos. Y ya, con tanto ganar, las ganancias, solas de por sí, me traían los caudales a mi casa. Y así, hasta la hora presente. Yo tengo fincas, yo tengo barcos, yo tengo papel que vale montañas de oro, yo tengo... en fin, de cuanto Dios crio para riqueza de los hombres, y de todo tengo mucho y sano, y en rédito floreciente. Yo me casé, cuando quise, con la mujer que se me antojó; y ahí está: que se vea si hay otra dama en el pueblo que más campe, ni con hijas más guapas, más elegantes y vistosas y de más fina educación. Tengo los coches a pares, y ropas de lo mejor; los pudientes más soplados y mandones me hacen la rosca desde lejos; la mitad de la población me envidia los caudales, y la otra mitad los pone por comparanza como antes ponía las minas del Potosí. No he sido alcalde ni diputado cincuenta veces, porque no me ha dado la gana y porque yo me entiendo; pero lo han sido otros, porque a mí se me ha antojado que lo fueran. Y si me falta hasta la hora presente la jefetura del partido aquí, por artimañas que yo me sé, no tardaré en tenerla como es de justicia y de necesidad. Por lo pronto, tengo por amigo íntimo al primer hombre de la nación; tan íntimo, que, cuando le apuran las necesidades de sus altísimos cargos, a nadie le confía sus ahogos más que a mí, porque sabe que le saco de ellos con la vida y con el alma; y, a pesar de toda esta pompa, soy de buen acomodar: me da lo mismo el centeno de tres días, que el pan de flor tierno; estos mecheros de gas, que los farolillos de aceite, y las dulzainas de esa música del Hospicio, que el ruido de una cencerrada; no quiero mal a nadie, deseo el bien de mi pueblo, según mi leal saber y entender, y estoy, como hombre de larga experencia, por lo positivo. Pago, porque no se diga, la suscrición de tres periódicos de Madrid, que no leo; estoy abocado a una gran cruz, y no conozco otros libros que los de mi casa de comercio... ¿Te vas enterando, parlanchín sinsustancial? ¿Te has hecho bien cargo de la historia? ¿Te parece moco de pavo? Pues ese hombre soy yo, tal y como te he hecho el relato. Y dime, ahora que me conoces bien; dime ahora, dengosillo de pampurria; si a esto llamas todavía un hombruco, ¿dónde están y de qué son los hombrones de otras partes? ¡Ah, pízmeo isinificante! ¡Ah, fariseo indigente!... Ni te necesito ni te temo; pero vete a dar cuenta de lo que me has oído a los hombrazos que se divierten, como tú, con las burradas de Aceñas...» Y con este último golpe le hubiera dejado para no volver a hacer pinos en todos los días de su vida a veinte leguas de mí. ¡Pues no se me ocurrió cosa tan natural y en justicia! Pero otra vez será, que aún tenemos la pelota en el tejado, y hay juego abierto para una buena temporada...
De pronto, y cuando ya no llegaban a sus orejas ni los más recios trombonazos de la banda del Hospicio, y el relente de la noche hubo secado la última gota de sudor en el más escondido de sus poros, sintió que se le apagaban los fuegos de sus preocupaciones, como se habían apagado los seis cabos del salón; que entre aquellas tinieblas frías se volcaba la máquina de sus pensamientos, y que se le enseñoreaban del meollo, por haber quedado encima otros, tan mortificantes y de tal peso, que le abatieron los bríos y hasta le cortaron el andar.
—¡Válgame Dios! —se dijo entonces en un estremecimiento espasmódico y mientras se levantaba hasta las orejas el cuello del pisoteado gabancete.—¡Que sea yo tan inconcuso (nunca se averiguó qué significación quiso dar a esta palabra) que me esté batallando horas y horas por arreglar la hacienda del vecino, cuando no sé a la presente cómo desenredar el lío gordo de mi casa! Yo risueño, yo chancero, yo a pique de romperme el bautismo por intereses del prójimo, y... ¡por vida del otro jueves!... ¡Si las gentes supieran la procesión que me anda por dentro!... ¡Y aún habrá quien piense que no soy bastante hombre! ¡Chapucerín del demonio! En mi casa, en mi casa es donde yo necesito demostrarme a mí propio que lo soy, y quedar satisfecho de haberlo sido. Y el serlo o no serlo es cuestión de vida o muerte para mí, o para mi formalidad, que da lo mismo, tratándose de quien se trata. Pero ¿qué cuerno ha de prometer uno cuando tiene hijas regaladas, porque lo merecen, y se le cae la baba delante de ellas? Pedirán la luna, y será uno capaz de salir por esas calles y revolver el mundo entero por ponerla en precio tan siquiera. ¡Vaya usted a echárselas de hombre con enemigos así!... Y no hay más remedio que echárselas cuando la necesidad lo pide... Como me las echaré yo, y tres más nueve. ¡Pues no faltaría otra cosa!... Lo cierto es que si yo hubiera sido llamado a formar, de sus principios, al género humano, hubiera hecho cosa muy diferente de lo que se ha hecho en el particular. «Tú, hija —hubiera dicho yo, pinto el caso,— que has de ser educada y mantenida por el padre que te dio el ser y no puede querer para ti cosa alguna que no te convenga, no tendrás más pensamientos que los que te preste tu padre, mientras viva y sea hombre de bien y de posibles, porque, en otro caso, no hay que hablar.» Con esto sólo, ya tenía uno evitados los disgustos más gordos de las familias. Pero no se ha hecho así, por una mala inteligencia, en mi humilde sentir, y ¿cómo vamos a enmendarlo ya?... No queda otro remedio que espabilar bien las luces que uno le debe a Dios; palpar y medir el terreno; pisar en seguro, aunque sea poco a poco, pero siempre adelante, y, en último extremo, armarse de fortaleza, y cartuchera en el cañón... ¡Válganme todos los santos del cielo! ¡qué bien se dicen estas cosas, pero qué trabajo cuesta llevarlas a cabo, si se llevan alguna vez!
Pensando de esta suerte y andando poco a poco, llegó a su casa, de portal no grande, pero muy pintarrajeado, de poca luz y mucho candelabro; preguntó a la portera si habían venido las señoras; respondiole que sí; guardó en el bolsillo del gabancete el pañuelo que había llevado sobre la boca, y subió a buen paso, porque supuso que le estarían esperando para cenar. Y no se equivocaba en la suposición. Por entrar en el vestíbulo, le dio en las narices el olor de la infalible ensalada de fríjoles, y en los oídos el traqueteo de las sillas del comedor y de los platos de la mesa.
—¿Ya están cenando? —preguntó con un poco de cortedad a la criada que le había abierto la puerta.
—No, señor: arrimándose a la mesa solamente, —respondió la moza.
—Es natural... Me he retrasado más que de costumbre. ¡Por vida! Y luego, alzando la voz y enfilándola por el largo pasillo que tenía a su izquierda, dijo: —Allá voy en seguida; no me esperéis para empezar.
Después tomó por el otro pedazo de corredor que tenía a su derecha, y a los pocos pasos se zambulló, a oscuras, en su cuarto. Dio con la caja de cerillas, al primer tanteo de sus manos, sobre una mesa de noche; encendió la bujía en cuya palmatoria había hallado los fósforos; se despojó del gabancete, que estaba como un trapo de fregar, y después de la americana y del sombrero; vistiose una larguísima bata de percal (porque a esto de las batas le había dado él siempre gran importancia, como prenda de singular distinción); se atusó de prisa y a dos manos la revuelta pelambre de su cabeza redonda; la cubrió con una gorrita de seda; despachó en el aire otros menesteres del momento; apagó la luz, y volvió a salir del cuarto, que era grande, con dos camas, y dos perchas, y dos lavabos, y dos butacas, y dos sillas, y dos cuadros con dos vírgenes, varias ropas colgadas, y por los suelos calzado del género común de dos.
Desde la mitad del pasillo, andando hacia el comedor, y como si hablara para sí solo, comenzó a dar excusas por su tardanza. Era la segunda vez, en todo el verano, que hacía esperar a las mujeres de su casa. Cada lunes y cada martes tenía él que esperarlas a ellas dos horas para cenar y otras tantas para comer; pero eso no tenía que ver para el caso: ellas eran ellas, y él era él. ¡El hombre, no por ser marido y padre, estaba dispensado de ser complaciente, cortés y caballero con las damas! aunque fueran sus hijas y su mujer, como lo estaban la mujer y las hijas «del hogar doméstico» de ser puntuales, por ser damas, «con sus obligaciones de tales fuera del propio domicilio.» Así, textualmente, pensaba el señor don Roque acerca de este delicado particular.
Por eso, y no por otras razones, llegó al comedor pisando menudito y echando pestes contra los compromisos anexos a la condición de hombres importantes, y contra La Alianza Mercantil e Industrial, con sus juntas extraordinarias, y sus intrigantes, y sus envidiosos, y sus beduínos, que le habían sacado a él de sus casillas aquella noche y entretenido malamente dos horas más de lo regular.
Pues ¿y cuándo le tocó el turno de las excusas a doña Angustias, que estaba muy lejos de acriminar a su marido por la tardanza? ¡Lo que ellas habían tenido que hacer y que moverse! Estaban rendidas de cansancio y muertas de debilidad, y por eso se habían arrimado a la mesa en cuanto conocieron, por el modo de sonar de la campanilla, que era él quien llamaba a la puerta. A las cinco y media de la tarde habían salido en coche las tres, para hacer varias visitas en los hoteles de la playa; desde allí se habían venido con ellas las de Gárgola. Tres y dos, cinco. Apenas cabían en el landó; pero apretándose, apretándose... En vilo venía una de las chicas. Después habían ido a pie a las ferias. ¡Qué rebullicio aquél y qué matraqueo! ¡Cuánta gente ociosa y cuantísimo descortés! ¡Qué manera de mirar la de algunos, y qué chicoleos tan cursis a lo mejor! ¡Hasta los vocingleros de las tiendas, con el pelito atusado y bailando en el aire las porquerías que deseaban vender, se permitían echar sus flores! Y eso de día, porque de noche, aquello era ahogarse de calor y de apreturas; ya se lo tenía advertido a sus hijas: que no contaran con ella para andar de noche por allí. Lo había hecho una vez, para que vieran la iluminación... pero una y no más. Al salir del ferial se encontraron con las de Sotillo, solas como siempre y campando por sus respetos. Verdad que ya estaban bien aseguradas de peligros. ¡Qué peripuestas, qué charlatanas y qué insufribles! Tuvo que presentárselas a las de Gárgola, que se quedaron pasmadas al oírlas. ¡Mujeres más simples! Ellas eran buenas, eso sí, y complacientes y cariñosas como nadie; pero mareaban, y además se ponían en ridículo. A las pobres chicas las habían vuelto tarumba con las grandezas de costumbre. Las habían preguntado por todas las familias más sobresalientes de Madrid, ¡y con una frescura!... Si se había casado Lola Torrijos; Tita Quiñones estaba algo desmejorada la última vez que la habían visto en «el Real.» Por entonces enviudó la duquesa del Pámpano. ¡La pobre! Daba compasión oírla. ¡Qué dolor el suyo!... Lo mismo que si las trataran a todas con la mayor intimidad. Salió, por supuesto, a relucir lo de los primos grandes de España y tíos embajadores; y si las aprietan un poco, hubieran soltado lo de sus entronques lejanos con príncipes y virreyes. Después de esta parada, que fue larga, un paseo de extremo a extremo de la población; y vuelta a la playa en ferrocarril para acompañar a su casa a las dos amigas; allí nuevas detenciones y nuevos paseos, y un poco de música en el salón de conciertos; y vuelta a la ciudad, y más paseos, y más música en la plaza, hasta las diez y media muy dadas...
La doña Angustias narraba bien: tenía buenas caídas, y suma gracia para subrayar las malicias con la voz y con los ojos, que aún eran parleteros. Había facilidad y soltura muy agradables en todos sus movimientos; conservaba sana la dentadura, y abundante el pelo, ya gris, de su cabeza, bien conformada; y aunque pecaba en exceso la redondez de sus carnes, todavía le sentaba bien la ropa, sin esforzar mucho el ingenio su modista. Su marido la escuchaba sin pestañear, pero no con aquella delectación extática de otras veces: parecía más atento que a saborear las sales del relato, a estudiar el efecto de ellas, por debajo de la visera de su gorra, en la cara de Irene. Algo de esta curiosidad debía sentir también la misma narradora, sobre todo cuando su hija Petra, por no creer, sin duda, bastante marcados los trazos de determinadas siluetas, como, verbigracia, las de las famosas de Sotillo, había salido en su ayuda con el santo fin de darles el necesario relieve con aquella magistral donosura de que Dios la había dotado, y era el embeleso de su madre, voto de excepción en la materia: en estos casos, y aún en otros más, doña Angustias miraba también a Irene con el rabillo del ojo, como la miraba Petrilla muy a menudo, picada igualmente de la misma curiosidad.
Y a todo esto, Irene callada como un marmolillo, comiendo poco más de nada y reflejando en su cara que tenía la consideración puesta en asuntos bien extraños a los que se ventilaban allí.
Positivamente era lo que llamaba el de Madrid, en su jerga flamenca, una mujer de buten, o lo que es lo mismo, en castellano honrado y decente, una real moza; pero no estaban en lo justo ni él ni el inflamable Fabio López, al afirmar el primero que, detrás de los negros, rasgados y velludos ojos de Irene, había, o podía llegarse a ver, un alma preñada de misterios temerosos; y el segundo, que eran el reflejo de un espíritu bravío y casi montaraz. Nada de eso: vista de cerca y desapasionadamente, la hermosura de aquellos ojos, aunque negros y sombríos, era noble, hasta dulce; y más que encubridores de cavernas con endriagos, eran bruñido espejo en que se retrataban altas ideas y sentimientos nobilísimos. Podría verse allí la entereza de alma, el tesón de un honrado propósito, la sinceridad de un carácter retraído llevado al último extremo; pero, observando con buena fe, nunca los insanos instintos, ni los antros misteriosos, ni la trastienda temible. Así que lo que aquella noche se veía en ellos, no eran rencores fríos ni propósitos de melodrama, sino sentimientos hondos, preocupaciones amargas y penas de las más vulgares y corrientes en el proceso de la vida. Y de que así lo estimaban también todos y cada uno de los que la acompañaban a la mesa, era una prueba palpable lo forzado de los chistes en la conversación, y el tinte singular de las miradas que se la dirigían a cada instante, particularmente el de las de Petrilla, que rayaba en melancólico a fuerza de ser compasivo. Sobre las demás partes de su cuerpo, estaba en lo cierto la fama: no tenían pero, y esto le baste al lector para forjárselas a su gusto.
Las excusas de don Roque y los relatos de su mujer anotados por Petrilla, dieron para los fríjoles, para las chuletas de ternera y hasta para unas frituras de lenguado que había por extraordinario aquella noche; pero cuando llegó el turno a los postres (pasta de guayaba contrahecha y queso de Flandes), ya no había de qué hablar, y reinó el silencio en el comedor, que, por más señas, ni era grande ni chocaba por lo bien vestido: un aparador embutido en la pared; un espejo mediano sobre una chimenea, en la de enfrente; un trinchero en la inmediata hacia la calle; papel de a peseta en todas ellas, más un reló y dos bodegones malos; una lámpara de pacotilla; la mesa, con muy modesto servicio; unas sillas de nogal... y nada más.
El estado de ánimo de Irene hacía muy violenta la situación en los demás comensales, sin otros ruidos allí que el de los platos y tenedores, y el ir y venir de la fámula que servía a la mesa. Había que romper de cualquier modo aquel silencio tan embarazoso para todos, y a Petrilla se le ocurrió pedir a su padre que contara lo que había pasado en la reunión de La Alianza. No podía ofrecérsele a don Roque un plato más de su gusto para fin y remate de la cena. Le daría el asunto para mucho más de lo que se necesitaba, y ocasión de nuevos desahogos de la bilis que aún le abrasaba.
Comenzó el relato con la mayor parsimonia, y poco a poco se fue calentando: puso a unos en los cuernos de la luna, y a otros para pelar; llegó hasta las lindes de lo elocuente en ciertas ocasiones, y en otras al foco mismo de lo desbaratado y feroz. Dijo hasta desvergüenzas. Pero el demonio de la chiquilla, fuera por el simple deseo de enredar más el asunto, o porque lo sintiera así, tuvo la ocurrencia de ponerse de parte de los otros; y remedó a varios de los de su padre, y los pintó de tal arte, que doña Angustias se atragantaba de risa, y a la misma Irene le apuntaban amagos de ella entre los labios. A Sancho le desolló vivo.
—¡Eso sí que no te lo consiento! —exclamó entonces, hasta iracundo, don Roque, que ya se había amoscado de veras con la deslealtad de su hija.— Búrlate de los demás, búrlate de mí mismo, de tu mismo padre, si quieres; pero no me toques a ese hombre, ni en broma. ¡La única cabeza de ley que hay en el pueblo! Y en últimos y finalmente, ¿qué sabes tú de esas cosas, bachilleruca del diantre?
—No te me enfades, papá —respondió Petrilla con una sonrisa, y un acento, y un caer de ojos que pellizcaban,— porque no vale la pena; pero desengáñate: ese Sancho... Panza, es tonto, y tonto por lo serio, que es el peor género de tontería que se conoce.
—¡Chiquilla!
—Corriente; que no lo sea —añadió Petrilla hecha una malva al ver a su padre tan sulfurado.— Después de todo, como yo no me he de casar con él...
Y como en esto acabara doña Angustias de guardar los postres en el aparador, y comenzara la doncella a recoger la cristalería y los mendrugos de pan; apagadas las iras de don Roque y vuelto a su ordinario y pacífico nivel por la virtud de cuatro zalamerías de Petra, diose por terminada la sobremesa, y cada mochuelo (salva sea la comparanza) se fue a su olivo.
Don Roque y su mujer salieron los últimos. Al abocar al corredor, y no habiendo nadie que los oyera, dijo al primero la segunda, en voz muy baja y en tono algo dolorido.
—Estas negruras de Irene no se despejan.
—Ya se le irán despejando —contestó, quizá de buena fe, don Roque.— Y de todas maneras, mañana... será otro día.
V. El «Casino Recreativo»
Debe saberse cómo ejercía de miembro de aquella sociedad el señor don Roque Brezales. Desde luego entendía por Casino, no las salas de juego, ni los gabinetes de lectura, ni el amplio vestíbulo, ni tantas otras piezas «secundarias» del local: a todo esto lo miraba él con una indiferencia que rayaba en menosprecio. El verdadero Casino, el único Casino, lo que por Casino entendía y reverenciaba don Roque, era el salón «principal,» aquel salón de rojas colgaduras de terciopelo, espesa alfombra, mullidos sillones y voluptuosos divanes, gran chimenea de mármol con juego de reló y candelabros, espejos de «cuerpo entero» y vistoso mirador. Aquello sólo era el Casino para él, y apurándole un poco los entusiasmos, cierto camarín, de vara y media en cuadro, embutido entre el patio y el extremo más remoto de un pasadizo; y no por el mechinal en sí, sino por cierto aparato prodigioso de blanquísima porcelana que contenía, arrimado a la pared, con su impetuoso y abundante chorro de agua cristalina, que bajaba, no sabía él de dónde, pero que duraba en continua descarga tanto como permaneciera su dedo pulgar apretando el botón que había al alcance de la diestra. Las horas muertas se pasaba el buen hombre entre aquella porcelana fría y reluciente y aquel botón, aprieta que aprieta, por dar a sus oídos el regalo del estruendo de aquella catarata, que parecía, por el sonar, una cellisca, y se iba hundiendo, con rumores de hervor y gorgoritos, por el tragadero invisible de «este demonches de cosa.» Grande era el entusiasmo con que usaba y abusaba de ella; y mayor aún su indignación contra los inciviles socios que no se conducían allí con la compostura y los miramientos respetuosos que él.
Pero, al fin, se resignaba a que este mínimo departamento sirviera para todos. No así por lo que toca al salón. El salón era suyo, exclusivamente suyo y de una docena escasa de caballeros privilegiados como él. Y tal cual lo pensaba, sucedía. El salón, en rigor de verdad, era de ellos; y siéndolo venía de otros tales, como por juro de heredad, desde los tiempos más remotos. Para ellos solos era el calorcillo de la chimenea en los días invernizos; para ellos la frescura del salino ambiente que inundaba en verano aquellos ámbitos desocupados; para ellos el recreo del holgado mirador a las horas convenientes; para que ellos descabezaran el sueño después de la bazofia del mediodía, los cómodos sillones; para que desentumecieran las piernas sin la molestia del ruido de las pisadas, el alfombrado pavimento, y para ellos, en fin, antes que para nadie, la servidumbre de la casa, que les limpiaba el polvo de las botas cuando llegaban del paseo; iba a los respectivos domicilios a buscarles los paraguas o los abrigos, según los casos; les abría o les cerraba las vidrieras; aumentaba o disminuía la luz de los mecheros; les llevaba los recados para este amigo o para el otro pariente que estaban en el gabinete de lectura, o en la sala de tresillo, o en los claustros de la Catedral; o sufría pacientísimamente la catilinaria que le soltaban, porque habían hallado papeles rotos en el suelo, o sabían que los gemelos marinos se habían sacado de allí para hacer uso de ellos «los mequetrefes de la otra sala;» y así por este arte, y hasta para traerles, en casos muy singulares, el vaso de agua limpia, único regalo que se permitían dar al estómago durante sus largos solaces; y ese porque no costaba dinero.
En aquel vetusto Senado, cada cual de las senadores tenía su gracia especial, su papel asignado, o mejor dicho, el papel que le había ido resultando, por selección necesaria y forzosa de la vida de relación entre los demás organismos tan singulares y egoístas como el suyo. Uno poseía el «don de la lectura con sentido» en alta voz, para las sesiones de Cortes y las vistas de causas célebres; otro despuntaba por socarrón con gracia para chismes y cuentos de vecindad; otro tenía la comezón de las obras públicas, así del municipio como de los particulares, y se pintaba solo para llevarlas una cuenta corriente por hiladas de ladrillos y maseradas de mortero; a otro le poseía el ansia de la estadística inútil y hasta mal oliente: por ejemplo, lo que abultaban, lo que pesaban y lo que valían los pellejos de patatas consumidas en Londres cada veinticuatro horas, considerados como simples mondaduras frescas destinables a la fabricación de aguardientes; bien transformados en materia putrefacta aplicable a la agricultura... y así sucesivamente, hasta el último de todos, el más viejo y descuajaringado, cuyo destino exclusivo era apurar los relatos y comentos de los demás por medio de interrupciones sagaces y de reparos maliciosos. Teníase por el Quevedo de aquel parnasillo en escabeche. Don Roque venía a ser como el Panglós de aquel recinto, el mejor de los posibles, a su entender.
Aunque ninguno de los actores desempeñaba su papel con los honrados fines de divertir a los demás, ¡rescoldo para ellos! sino por pura vanidad de oficio, por afán de lucir sus talentos en aquel perenne certamen de indigestos regañones, como la censura era la fibra dominante en la naturaleza de todos ellos, convenían siquiera en el deleite de poner tachas a todo lo que caía por su banda, desde las obras de cal y canto, hasta las de misericordia. Todo iba mal hecho, todo caro, todo mal entendido; todo era excesivamente ancho y escandalosamente lujoso: así se daba al traste en cuatro días con los caudales más fuertes y con la administración mejor montada. Lo mismo que si lo pagaran ellos de su propio peculio.
En honor de la verdad, don Roque era de lo más optimista o inofensivo que había allí: siempre votaba con los menos mordaces, y hallaba atenuaciones que exponer; quería una prudente tolerancia para los desaciertos, y mucha moderación en las censuras; y no se atrevía a cosas mayores, porque estaba muy agradecido a aquéllos sus consocios que medían con la misma vara que él a ciertas y determimadas personas de dentro y de fuera de la casa. De las primeras, es decir, de las que tenían acceso al salón principal del Casino y formaban como galanes, digámoslo así, en aquella compañía de actores «de carácter anciano;» entre las contadísimas que gozaban de este raro privilegio, eran Sancho Vargas y otro «buen muchacho» que era el ojo izquierdo de don Roque; y hubiera sido el derecho, a llegar un poco antes que el indiscutible, incomparable y sempiterno proyectista, al trato del admirador de ambos.
Pero el tal ojo izquierdo veía por los dos, aunque parecía corto de vista. Era un mozo «de buen arte,» guapo sin ser hermoso, bien vestido siempre, y, mejor que elegante, pulcro y cepillado. Paseaba con método; se sentaba a pulso; nunca tenía rodilleras ni rebarba en los pantalones, ni barro en las bruñidas botas de becerro; usaba chanclos en invierno; sombrero de copa y bastón en todos los días claros del año; levita cerrada, a la inglesa, de mayo a octubre, y gabán entallado desde noviembre a junio. Era doctor en derecho, y no tenía «gran bufete;» pero ejercía de abogado, aunque de abogado pacífico y complaciente, en todos los actos de su vida social. Hablaba, sin ser elocuente, con agradable corrección, y sabía bastante de muchas cosas, y todo lo necesario para pasar por docto, sin esforzarse, entre las vulgaridades de su trato, y por discreto y sesudo entre los que sabían tanto como él. No se le descubrían vicios ni calaveradas, ni sus coetáneos recordaban haberle conocido muchacho. Parecía haber nacido así, graduado de doctor, de pies a cabeza, por dentro; y con aquellos atalajes de hombre formal, y al mismo tiempo de «guapo joven,» por fuera.
Sancho Vargas creía que para merecer el dictado de grande hombre hacia donde caminaba él con pie seguro, era indispensable comenzar por no asombrarse de cosa alguna; por no reírse jamás, sobre todo cuando se riera el vulgo; por poner en cuarentena hasta lo más comprobado; por andar lentamente, con la cabeza erguida y contando las pisadas con el bastón; por hablar con ceño adusto y con voz algo plañidera, y, en fin, por desdeñar, hasta el desprecio, cuanto a él no le cupiera en el cacumen. Así se le vio en la sesión de La Alianza; así se conducía en todas partes, y así, por consiguiente, se portaba en el salón principal del Casino Recreativo, donde se le reverenciaba, y no soltaba la lengua sino para enconar las heridas, obscurecer lo dudoso y ennegrecer lo ya oscuro, aunque con la previa salvedad de que él ni entraba ni salía, ni tenía otra aspiración que el bien y el sosiego de todos, y particularmente la prosperidad del pueblo que casi le había visto nacer.
Pepe Gómez, el ojo izquierdo de don Roque Brezales, era todo lo contrario, allí y fuera de allí. Frío, como sus manos, pálidas aun en el rigor del verano; con una sonrisa inalterable escondida entre el rubio y atusado bigotejo y el puño del bastón, que pasaba y repasaba dulcemente por él, con excursiones rápidas a los contornos inmediatos de las recortadas patillas; los ojos azules clavados en los interlocutores, y el cuerpo blandamente acomodado en el sillón, escuchaba en silencio el palabreo fogoso de la más enconada pelotera; y cuando le tocaba meter baza porque le pidieran su dictamen, o le provocaran a ello de cualquier modo, sin lo cual no desplegaba sus labios, jamás hallaba un desatino, por gordo que fuera, sin su lado sustentable, ni rasgo de cordura que, bien apurado, no se pudiera mermar en una buena porción. Esto era táctica en el avisado mozo para no quedar mal con nadie y restablecer el alterado equilibrio entre aquellos encrespados censores, incapaces de estimar la verdad verdadera, aunque se les metiera por los ojos, y mucho menos de humillar a su yugo las cervices. Y como este procedimiento le usaba el precavido Gómez sin perder el ritmo grato de su voz armoniosa, con la sonrisa en los labios, frase elegante y muy a tiempo lisonjera, el más adusto de los corregidos deponía el ceño y hasta quedaba muy satisfecho del corrector. Decíase que con esta táctica y su discreto modo de ser en todo, venía persiguiendo desde la Universidad la estimación de los hombres de dinero... y un buen acomodo con cualquiera de sus hijas. Dichos de las gentes, que si se declaran aquí es por puro escrúpulo de biógrafo imparcial y minucioso. Don Roque, que aunque era de los batalladores, nunca de los agresivos y siempre de los más lisonjeados por el dulce mediador, le aplaudía y le admiraba; y allá en sus adentros, después de contemplar alternativamente a Sancho Vargas y a Pepe Gómez, no podía menos de hacer un paralelo entre los dos.
—Gran cosa —se decía entonces,— es ese Vargas, por su cabeza maravillosa para los grandes planes, y su correa para llevarlos a cabo, y su valentía para sostener que son los mejores del mundo; pero este Gómez, con esa finura de palabra, y ese saber de todo, y ese don de poner paz en las más reñidas guerras, y ese consejo tan sabio y tan bien dicho, que parece que se le va ocurriendo a uno, y se pasma de que no se le haya ocurrido antes que a él... ¡buen muchacho es igualmente; buen muchacho es de veras!... ¡Vaya un par de mozos esos!...
Y por estas razones y otras tales, que también se les ocurrían a los demás consocios viejos del salón principal del Casino Recreativo, eran admitidos en él, no sólo sin protesta, sino con muchísimo gusto, Sancho Vargas y Pepe Gómez, amén de dos o tres actores de «medio carácter» que gozaban del mismo privilegio, porque, a faltas de lo proyectista del uno y de las altas prendas del otro, quizás servían allí de cabezas de turco para probar los bríos de la sátira, o el temple de la atrabilis de los barbas más intolerantes de aquella reducida hueste de censores de la legua.
Ello es que en aquel medio desierto salón no entraba nadie más que ellos, ni otros ojos que los suyos se recreaban en el mirador contiguo y único de la sociedad. Se daban casos, muy raros, de que algún tertuliano del salón vecino, destinado a la gente joven, penetrara en el principal con algún motivo muy apremiante. ¡Era de ver cómo lo hacía!: asomando primero la cabeza, como para pedir permiso, y después andando de puntillas y medio a escape, como quien quiere indicar que lo hace por precisión y por un solo momento. Pero lo cierto es que, aunque nadie le pegaba por ello, había allí cada mirada y cada gesto, que equivalían a un silletazo.
¿Cómo don Roque, que era una poza en la cual se reflejaban en seguida todos los relumbrones, no había de tomar por lo serio aquellos prestigios, aquellos derechos, aquella inviolabilidad del salón privilegiado y, por inapelable jurisprudencia, hasta las genialidades de aquel casi augusto senado de que él era miembro?
Había que verle cuando presentaba en el Casino a algún personaje de su amistad, o que le estuviera recomendado: le llevaba a trote vivo, como toro entre cabestros, de sala en sala y de pasillo en pasillo, por todo «lo secundario» de la casa. «El gabinete de lectura —iba diciéndole y andando.— Mucho papel, mucho libro, ¡psch! para calentarse la cabeza la gente curiosa que pierde aquí lo mejor del tiempo... La sala de los billares: bastante espaciosa... aquí se juega cuando no hay otra cosa que hacer, y se pasan los hombres las horas muertas, dale que dale y trastazo va y trastazo viene... ¡psch! Hay gentes que no se conciben... Otro pasadizo que va a las salas de tresillo... Pues aquí hay algo verdaderamente digno de verse.» Y se detenía delante de la puerta del mechinal ya mencionado. La abría después de cerciorarse de que no había nadie adentro, y se colaba allá, empeñándose en que le siguiera el otro, que ya se daba por enterado. —«Pase usted, pase usted —insistía,— que no ha de pesarle... No está esto todo lo curioso que debiera, porque hay hombres ordinarios hasta lo incapaz; pero ¡mire usted qué cosa tan bien entendida!... ¡mire usted qué hermosura de utensilio! Todo porcelana de la misma Ingalaterra, con su tablero de alza y baja; ¿ve usted? y con sus bisagritas doradas... Y el tablero, de caoba maciza... Pues verá usted ahora lo mejor en cuanto yo apriete este botón de la pared. Verá usted qué chorro de agua tan hermoso, y con qué estrépito sale. (Riissschsss...) Pues así se estaría un mes entero si yo no levantara el dedo de aquí. ¿Ha visto usted cosa como ella?... Aquí el aguamanil con su toballa, su jabonera con su pastilla: ¿ve usted? para las manos. Le digo a usted que es una lástima que tengan derecho a esto cuatro pulgares rústicos que no debieran de usar levita... Y vamos andando. Las salas de tresillo, con todo lo necesario para los viciosos que consumen aquí la vida y los dineros tontamente. Otra sala de recreo para la gente moza. Demasiado bien alhajada para el trato que la dan los mequetrefes que no saben estimar el valor del dinero... Éste es el recibidor por donde entramos antes... bien espacioso: aquí para los abrigos, esto para los paraguas... y esta puerta, la que da a la gran pieza de la sociedad. Aquí la tiene usted: éste es nuestro salón. Aquí hallará usted, a las horas de costumbre, una docenita escogida de buenos amigos, personas verdaderamente ilustradas, con quienes se pasan muy buenos ratos hablando de cosas serias. Verá usted qué mirador: es un coche parado... Medio mundo se ve desde él... Para ayudar a la vista natural, tenemos estos gemelos, que nadie usa en la casa más que nosotros. Son de Ingalaterra también, como la porcelana de antes... No hay como los ingleses para hacer las cosas bien... Ahora le voy a presentar a usted a estos cuatro amigos que casualmente se hallan en el salón... Señores, tengo el gusto de presentar a ustedes a don Fulano de Tal, opulento capitalista de tal parte; o al marqués de Esto o de lo Otro, persona de mi mayor estimación y amistad... El señor don Felipe Casquete, comerciante retirado y rentista fuerte; el señor don Anselmo Gárgaras, propietario riquísimo y mayor contribuyente... el señor don Lucio Vaquero, más propietario y contribuyente todavía que él; y el señor don Sancho Vargas, del comercio de esta ciudad, y nuestra gran cabeza. No digo de él lo que merece y vale, porque no se ofenda su mucha modestia y cortesía natural...»
Don Roque, pues, había llegado a hacer de aquel salón algo como lugar sagrado en donde penetraba a las horas de culto con fervor entusiástico, y hasta con unción casi mística. Para sus alegrías, para sus pesares, para sus proyectos en germen... para todo necesitaba de aquellos tonos encarnados, de aquel mirador vistoso, de aquellos suelos alfombrados, de aquella oscura chimenea, de aquéllos sus privilegiados consocios, de sus voces cascajosas, de sus caras avinagradas, de las zumbas insípidas del uno, de la iracundia del otro, de las pesadeces de éste, de las displicencias de aquél, de las lamentaciones de Sancho Vargas y de las dulzuras de Pepe Gómez: todo ello en conjunto y cada cosa de por sí, tenía la virtud de inspirarle ideas, de fortalecerle el ánimo, de desahogarle el corazón de más de cuatro corajinas, y de mejorarle el estilo.
¡Y hubo un día en que unos cuantos mequetrefes, como los del salón vecino, alborotando a la sociedad y seduciéndola, lograron barrenar sus estatutos tradicionales y hacer que se bailara, ¡que se bailara! cuando los mocosos tuvieran antojo de ello, en aquel salón jamás profanado, ¡precisamente en aquél! Y ya se había bailado muchas veces, y se bailaría otras muchas más; y cada vez que se bailaba, los candelabros con lágrimas de estearina al día siguiente, y la alfombra pisoteada, y los muebles trastrocados... En fin, no se podía hablar de eso... Y no se hablaba jamás de la negra desventura en el sanedrín aquel.
Pues bueno: al despertarse don Roque al día siguiente a la sesión borrascosa de La Alianza, no quiso pensar, por de pronto, en las murrias de Irene ni en lo que con estas murrias se eslabonaba por detrás y por delante, sino en el fracaso de los suyos y de los proyectos de Sancho Vargas; en las burradas de Aceñas; en la complicidad manifiesta del presidente, y en las palabritas cortantes del hipocritilla de marras al salir a oscuras de la sesión. Se le ocurrió entonces mucho y nuevo que replicarle, y también al presidente, y a cuantos habían hecho la contra a los proyectos, y hasta al rocín de Aceñas; le entró con esto una comezón que no le dejaba parar en la cama, y levantose muy desazonado. Le picaba también la curiosidad de saber lo que dirían del suceso los dos periódicos de la localidad que él recibía, y eran ambos de la mañana. Desayunose deprisa; y al bajar al escritorio, mucho antes de la hora de costumbre, ya le habían metido en casa, por debajo de la puerta, El Océano, el cual periódico no se clareaba gran cosa acerca del asunto. Empleaba una de cal y otra de arena. Buenas eran las intenciones del proyectista; beneficiosos quizá sus proyectos; realizables acaso; pero también habían sido muy cuerdos los reparos que se le habían hecho; y para eso se discutía, para depurar las cosas y quedarse con lo mejor de lo bueno. En cuanto a los planes de Aceñas, no eran, al fin y al cabo, más que un modo particular de ver en el asunto, con el mejor y más patriótico de los deseos... En suma, que todo lo hallaba pasadero el articulista, menos la escasez de alumbrado en el salón de actos de una sociedad tan respetable. Lo de haberse quedado a oscuras a lo mejor tanto caballero pudiente, y verse obligados a salir del local alumbrándose con cerillas, no le parecía cosa mayor.
—Pues tampoco a mí las explicaderas tuyas, grandísimo pastelero, —exclamó don Roque, poco ducho en paladear ironías, arrojando con furia el periódico.
A poco rato llegó al escritorio el otro, El Eco Mercantil. ¡Éste sí que cantaba claro y ponía el dedo sobre la llaga! Según él, era una mala vergüenza lo que había pasado allí. Hasta se había puesto en duda, por la malevolencia de un puñado de pigmeos, la capacidad inmensa y el inconmensurable patriotismo del insigne autor de los dos proyectos que, una vez realizados por los medios fáciles y llanos que con asombrosa lucidez se exponían en la Memoria razonada («que, por cierto, dio motivo a uno de los discursos más hermosos y conmovedores que se habían oído ni se oirían en aquel salón»), hubieran engrandecido y regenerado a aquella infortunada ciudad, tan digna de mejor suerte. No había habido recurso, por innoble que fuera, de que no se echara mano para matar en germen aquella grande obra, fruto de colosales esfuerzos de una inteligencia superior, y de incalculables y mal agradecidos desvelos. Hasta se había acudido al arma del ridículo, explotando la estulticia de un desdichado, cuyos desvaríos, consentidos por el presidente, habían sido el castigo providencial de la desatinada conjura. Y así a este tenor seguía cantando el papel.
Don Roque le leía temblando de gusto y punteándole y comeándole con ¡bravos! y con ¡leñas! que a él mismo le levantaban del sillón destripado en que se sentaba.
—Esto siquiera le venga a uno y le consuela de verdad —díjose después de acabar la lectura.— Así se escribe, ¡con alma! Y no como vosotros, cantarines de chanfaina... «Pero ¡qué demonio! —pensó de pronto,— si, bien mirado el caso, lo de El Eco es como tener un tío en Alcalá... porque está puesto por el mismo Sancho Vargas: lo sé yo por el aire de ello, y porque siempre ha hecho lo mismo. Pero, con todo —añadió después de cavilar un poco,— la cuenta sale: la gente que no está en la malicia, no verá más que lo que cantan las letras de molde. ¡Buen golpe, amigo! ¡Bueno de veras!»
Y con esto se consoló por de pronto, y fue entreteniendo las impaciencias hasta la hora de darse un desahogo a todas sus anchas en el Casino. Las horas de culto en aquel santuario eran después de comer y antes de cenar. Comió poco; y con lo último de ello entre los dientes, se largó de casa, ignorando si, en lo veloz del paso que llevaba, podía más que el deseo de llegar pronto al gran salón, el de alejarse del otro lío, del doméstico, cuyas marañas no quería tocar mientras no se desenredase de las del primero, porque al pobre hombre jamás le habían cabido dos enredos juntos en el meollo, y aún le acontecía a menudo, como entonces, posponer en sus preocupaciones lo principal a lo secundario.
Todos sus consocios, menos Sancho Vargas, estaban ya allí. Tomó el caso a señal de que se le preparaba un triunfal recibimiento, como función de desagravio, y en esta inteligencia modificó el andar y rectificó su continente para encajarse mejor en el papel que le correspondía; pero no hubo tal cosa. Le dejaron llegar como todos los días, y, si quiso un saludo, tuvo que comprarle con otro. Esto le descuajaringó. Aguzó el oído útil para pescar el asunto de las varias conversaciones desanimadas que se cruzaban entre sedentarios y ambulantes, y no pescó una pizca de lo que él iba buscando. Nueva desilusión: ni siquiera se hablaba de ello.
Acaso hubieran hablado ya; pero ¿por qué no se renovaba el tema al verle llegar a él? ¿No era él la cabeza del partido derrotado en la sesión memorable? ¿No equivalía a un garrotazo en la suya el fracaso jaleado de los proyectos de Sancho Vargas? Y ¿por qué aquellos hombres no se movían para desagraviarle, por de pronto, y después para ayudarle a tronar contra el enemigo común? ¿Habrían prevaricado también? ¿Sería posible que ya no quedara en el pueblo más hombre de fiar, más hombre serio que él y, a todo tirar, Sancho Vargas? Todo podía creerse, visto como iban corrompiéndose las cosas del mundo, achicándose los caracteres y rebajándose las estaturas.
Sintiendo agigantarse la suya con el calor del supuesto, arrimose a Pepe Gómez, que poseía la única cara decente que había allí, y sentose a su lado. Saludole el otro con la más reverente afabilidad, y hasta tuvo la delicada ocurrencia de preguntarle:
—¿Y qué tal, mi señor don Roque? ¿Se va pasando ya la desazón de anoche?
—¡Desazón? —preguntó a su vez el hombre, con mal disimulado despecho; y en seguida prosiguió, alzando la voz, de modo que le oyeran los demás consocios, que no se curaban de él: —No fue grande, a Dios gracias; pero grandes o chicas, le aseguro a usted, mi buen amigo don Pepe, que no tiene vergüenza el hombre formal, independiente y serio que se las toma por convecinos ingratos, por compañeros... descorteses...
Y recorría con los ojos los grupitos del salón a medida que acentuaba las palabras, por ver si descubría en algunos señales de que les escocían. Pero nadie se daba por dolorido, ni siquiera por enterado de ellas.
—Es así el mundo, señor don Roque —dijo el pulido mozo, golpeándose una pernera con el bastón y enseñando los blancos dientes por la abertura de una sonrisa—, ¡y sabe Dios lo que sería si los hombres de empuje y de buena voluntad, como usted, le dejaran entregado a sus flaquezas originarias! Hágase el bien y peléese por las buenas causas, que no faltará quien lo vea, y lo estime, y lo bendiga...
—¡Cierto, cierto!, exclamó don Roque clavándose por el pecho en la lisonja del otro.— Pero, hombre, déjenle a uno el consuelo de desahogar sus disgustos entre los buenos amigos... si es que los hay. Que le ayuden, ¿eh? que le pregunten esto o lo otro sobre el caso... vamos, que le escuchen y le desenfaden tan siquiera. Porque si...
En esto entró en el salón Sancho Vargas, sofocado, jadeante, sudoroso, con el sombrero a media cabeza y un periódico en la mano.
—¡Esto es el colmo ya de la desvergüenza! —dijo en alta voz;— el sainete de la comedia que se representó anoche en la sociedad por esos caballeros finos y tolerantes, que me soltaron a Aceñas a última hora, como quien suelta un toro de Colmenar... Y nada: aquí no hay enemigos, aquí no hay envidiosos, como decía nuestro digno presidente. ¡Ah, señores! ¡ah, señores! ¡qué paradero aguarda a este pueblo que os vio nacer, por el camino que seguimos!
Preguntósele qué era lo que ocurría; a lo cual respondió, después de arrimarse a la chimenea y de desplegar el periódico arrugado que empuñaba:
—Pues ocurre lo que ya era de esperar, después de visto lo de anoche y lo que quiere decir esta mañana el gazmoñito de El Océano.
—Yo no leo más que El Eco Mercantil, y ese desde que tengo uso de razón, —dijo aquí un socio de los más ariscos y de los más viejos.
—¡Ah! pues gracias a ese respetable periódico, que pone hoy las cosas en su punto —replicó Sancho Vargas;— que si no, medrado estaba el público, y medrados estábamos nosotros con lo que pasó anoche, con lo que dijo esta mañana El Océano, y con lo que acaba de decir este papel que traigo en la mano, La Bocina del País, ese periódico desarrapado, insolente...
Pero ¿qué es lo que dice? —preguntó desde su asiento don Roque, que tiritaba de miedo y renegaba de las digresiones del otro.
—Una friolera —contestó Sancho Vargas, metiendo los ojos por el papel.— Se figura en la copla (porque el cuento está en copla, y de columna y media), que se titula Las constituciones de Sancho Panza, una ínsula...
—Hombre, ¡una ínsula! —exclamó aquí un erudito del auditorio, una de las dos cabezas de turco.— Y ¿qué es eso de ínsula?
—Ínsula —contestó Sancho Vargas, mientras se mordía los labios para disimular la risa Pepe Gómez, y abría don Roque los ojos y la boca para pescar en el aire la definición de la palabreja, que desconocía también,— es... lo que irá usted viendo poco a poco. Se figura una ínsula, una ínsula llamada Ba... ba... Aguarden ustedes. Ba... bara... Barataria... en fin, una ínsula que inventa el coplero, y a esa ínsula va Sancho Panza de gobernador... ¡Vean ustedes qué barbaridad! y va instruido por don Quijote, que ya se sabe que era un caballero que se volvió loco; y como instruido por un loco, el gobernador Sancho Panza empieza a arruinar la ínsula publicando y haciendo cumplir constituciones en que se manda, bajo pena de la vida, punto más, punto menos... lo que se contiene en mis dos proyectos leídos anoche en La Alianza... hasta que le sueltan un novillo de tres años... En fin, caballeros, lo mismo, ¡lo mismo que lo otro!
—Pues eso debe de ser gracioso —apuntó el Quevedo de allí.— Léanoslo usted, amigo don Sancho.
—¡Yo leer estas inmundicias! —exclamó Vargas indignado.— Sería hacerles una honra que no se merecen... Y hasta me extraña la indicación, hablando como lo siento.
—Y diga usted —interrumpió don Roque, que daba ya diente con diente, dirigiéndose a Sancho Vargas:— en el supuesto de que sea usted Sancho Panza el de la ínsula, ¿quién es el don Quijote que le instruyó en lo que debía de disponer en ella?
—Pues ese don Quijote —respondió Sancho Vargas con su poco de fruición,— debe de ser usted, por las trazas.
Riose el cónclave con esto, empalideció de ira don Roque, alzose del sofá súbitamente, irguiose hasta donde le fue posible y; encarándose de medio lado con el grupo de sus consocios, díjoles, con voz un poco descompuesta, cargado sobre el bastón y con un pie enderezado hacia la puerta de salida:
—Éstos son los frutos de ciertas semillas; éstas son las alas que dan a los malos las tolerancias de los buenos... Tomen, tomen ustedes a juego cosas como las de anoche, duérmanse, duérmanse en las delicias de crápula, y en la tonía y la pachorra, y diviértanse como si nada hubiera pasado, mientras el ofendido se consume la entraña de disgusto; déjenle, déjenle que se pudra solo... y no digo más. Adiós, señores.
Dijo, y se largó de allí, sofocado de coraje; pero muy satisfecho del alcance de sus indirectas y del aire de su salida.
VI. Crema fina
Aquel día rebasó de los límites de lo empalagoso La estafeta local de El Océano. Como no iba firmada, las gentes indoctas que la habían leído se la colgaban a Casallena, fundándose en que aquél era su estilo, clavado; es decir, el estilo de que él abusaba cuando metía la pluma a revolvedora de estirpes, elegancias y finiquituras «de sociedad;» porque, como ya se ha indicado más atrás, Casallena valía mucho más que todas esas chapucerías de similor: pensaba por todo lo alto y escribía como un jerifalte; era agudo, ingenioso, castizo y ameno hasta más no poder; sólo que en cuanto le llegaba el acceso de cronista elegante, ¡adiós mi dinero! ya estaba con los ojos virados, la mano en la mejilla, y lánguido, lánguido, lánguido, trocando el tintero de sus glorias por una dulcera, y empapando las lisonjeras hipérboles de su pluma en almíbar de cabello de ángel. Entonces se dejaba ir como todos los del oficio ese, aunque, con algunas diferencias de arte, que no eran apreciables al paladar iliterato del vulgo leyente. Por esas diferencias, que saltaron bien pronto a los ojos de los expertos, se conoció al golpe que en lo de aquel día no había puesto su mano Casallena, como era la pura verdad; sin que esta aclaración signifique que era menos empalagosa, en lo esencial, aquella sección de El Océano, cuando la perjeñaba él.
Comenzaba de este modo:
«En el exprés de hoy se espera a la distinguidísima familia del egregio duque del Cañaveral, marqués de Casa-Gutiérrez. Es verdadera y hondamente lamentable para sus numerosos amigos de aquí y para la elagante colonia madrileña que nos honra este verano con su residencia en los hermosos hoteles de nuestra playa incomparable, que altísimos deberes políticos y particulares impidan a aquel insigne prócer acompañarla en el viaje, y le obliguen a retrasar el suyo algunos días. Felizmente no serán muchos, porque también en este modesto y oscuro pedazo de la patria querida reclaman al gran estadista excepcionales asuntos, que, por ser de los que tocan al corazón y esparcen en el sagrado del hogar el ambiente de las bendiciones del cielo y la luz de las auroras de mayo, han de arrastrarle bien pronto, con fuerza poderosa e irresistible, al seno de su adorada y elegante familia. ¡Ah, si no temiéramos pecar de indiscretos! ¡Ah! si lo que está todavía oculto, aunque, en transparentes cendales, en gasas sutiles, como ángeles entre arreboladas nubes, no lo estuviera, ¡qué grata, qué dulce, qué arrobadora noticia daríamos hoy a nuestras bellas y elegantes lectoras! Pero nos está vedado, nos está prohibido, nos está... ¿cómo lo diremos?... défendu, añadir una palabra más, y no la añadiremos. Entre tanto, consuélese nuestra high life con saber que dentro de pocas horas tendrá la dicha de poseer a la egregia dama, duquesa del Cañaveral y marquesa de Casa-Gutiérrez; a su digna hija, la bella, la elegante, la dichosa, la afortunada (como que en ella se adunan, y coexisten, y se compenetran la hermosura, el esprit y las riquezas); la bella, repetimos, la elegante, la dichosa, la afortunada duquesita de Castrobodigo; a su otra hija, la espiritual, la incomparable por su distinción y su donaire; en fin, María Casa-Gutiérrez, y está dicho todo; al joven duque de Castrobodigo, prez de la nobleza castellana y honra del Sport-Club; y, por último, a nuestro queridísimo amigo, al brillante joven Antonino Casa-Gutiérrez, unido a la buena sociedad de este pueblo por tantos y por tan fuertes vínculos; vínculos que aún se afianzarán más y más, estamos seguros de ello, en el transcurso de este verano; verano feliz y venturoso para ciertas almas d'élite, que bien merecido se lo tienen. Pero tente, pluma: ¿qué cendales, qué gasas tenues, qué nubes vaporosas ibas a desgarrar imprudente y temeraria? ¡Oh! el choque de la felicidad ajena en corazones bien nacidos, da por fruto inmediato la indiscreción. Es el torrente que avanza y se desborda. Perdón, afortunados e ilustres jóvenes, si del exceso de este mi desbordado torrente de entusiasmo por vuestra felicidad, se ha disgregado de la onda arrolladora un copo siquiera de leve espuma, que agite, que conmueva, que deshaga un solo pliegue del cendal, de la gasa, de la nube que oculta el delicioso misterio a los ojos voraces de la pública curiosidad.»
Después iba esto:
«En el mismo exprés debe llegar, según autorizadas noticias, el joven aristócrata y distinguido clubman, vizconde de la Hondonada, que desde hace días tiene tomada habitación en el hotel inmediato al que ha de ocupar durante la season elegante de este año, en la incomparable playa de esta afortunada ciudad, la egregia familia mencionada en el párrafo precedente, y de la cual forma parte el astro esplendoroso y vivificante, cuya atracción arrastra en pos de sí, como a su mimado planeta, al ilustre viajero de quien vamos hablando, y que ha de caer de lleno en el foco de aquel sol sin manchas, que calienta sin quemar, dentro de breve tiempo: a la vuelta de la hoy dispersa sociedad elegante de la corte, a sus hogares; a la apertura de los aristocráticos salones, templos suntuosos del lujo, de la elegancia y de la felicidad. Como este fausto suceso no es un secreto ya para nadie en el gran mundo, no pecamos de imprudentes al dársele a conocer a nuestras elegantes conterráneas, con la lícita vanidad de ser los primeros en cumplir esta ambicionada misión... ¡Qh, gracias, gracias, a quien es causa hechicera de ello, por tan inmerecida como honrosa merced!»
Y más abajo:
«Jira elegante.— Nos consta que se dispone una para dentro de pocos días al delicioso río Pipas, ideada por la galante y bizarra juventud de nuestra distinguida sociedad, en obsequio de las bellas y aristocráticas forasteras que son el ornamento de nuestra ciudad y de su playa incomparable, el presente verano, y de los hombres importantes de la política y de la alta banca, que nos honran más de lo que merecemos, eligiendo este apartado cuanto bello rincón de la patria común para solaz y descanso de sus trabajados espíritus, durante los días estivales. La jira se hará en uno de los vaporcitos de La Pitorra, fletado con este fin. El programa de la fiesta, con el menú del almuerzo, que ha de servirse a los invitados en una verde pradera festoneada de pomposos castaños y de atildados abedules, y cedida al efecto por un honrado y generoso labrador de aquellas pintorescas y fragantes comarcas; ese programa, repetimos, que ha de ser, por cierto, una curiosidad originalísima y del más depurado buen gusto, una primorosa obra de arte, en fin, será repartido con los billetes de invitación. Ahora, que el genio protector de los pastoriles recreos, espejo y remembranza de la feliz Arcadia de los poetas bucólicos; que las Ninfas y las Hadas y las Napeas bienhechoras, de aquellas aguas, de aquellos prados y de aquellas arboledas, conjuren las hurañas nubes, para que el día de la fiesta depongan los odres de sus diluvios, y dejen que luzca el sol en toda su pompa, que nunca será tanta que amengüe el brillo de los refulgentes astros que han de surcar, en el esbelto vaporcillo de La Pitorra, las mansas y cristalinas aguas del afortunado Pipas.»
Y así, por este arte, venía luego la noticia de un baile «en los lujosos salones del Casino Recreativo,» y detrás de ella la de «muy acreditados rumores de un five o'clock de confianza en casa de los distinguidos señores de Rasquetas, y un garden-party en la deliciosa quinta de los condes de Muñorrodero, a las altas horas de la noche, con hachas de viento, fumívoras, y farolillos a la veneciana.»
Y aún venían otras cosas más tan de plañir y amurriarse el lector, de pura dulcedumbre deleitosa, como las precitadas; pero como, en rigor de verdad, ninguna de ellas es propiamente conexa con el asunto del presente capítulo, con excepción de la primera, y eso porque no se diga que se sacan aquí los personajes por los cabellos y sin su debida filiación y razonada procedencia, vamos al asunto verdadero, comenzando por declarar que El Océano de aquel día, aunque empalagoso, estaba perfectísimamente informado.
Media hora antes de la llegada del expreso, el tronco de yeguas alazanas de don Roque Brezales, enganchado al landó recién venido de París, piafaba inquieto delante de la estación del ferrocarril, o tascaba el freno, resoplando y revolviéndose bajo las ligaduras de su flamante guarnición de plateado hebillaje, al sentir sobre sus amplios y rollizos lomos la tralla sutil con que castigaba sus impaciencias el adusto cochero, con sombrero de copa alta, guantes de color de teja y tirillas muy almidonadas, señal de que se repicaba gordo aquel día en casa de sus amos. Detrás de este coche formaba, también abierto, el de don Lucio Vaquero, que se le había prestado a Brezales para aquellos altos fines; porque aunque don Roque tenía más de un carruaje, sólo contaba con un tronco para todos ellos; y así resultaba que en los trances de apuro se veía en la necesidad de molestar a los amigos, que también le molestaban a él en idénticos casos. No era, por cierto, tan majo y tan vistoso el tren del señor Vaquero como el de su amigo Brezales; algo cuarteados tenía ya los barnices el landó y bien resobada la vestidura de tafilete morado, y no se distinguía el cochero ni por lo bien vestido ni por lo muy afeitado; ni tampoco relucían de gordos los desmazalados caballones, que dormitaban con la cabeza caída y el belfo lacio; ni de nuevos ni de limpios los arreos que llevaban encima; pero podía pasar todo ello, y, por último, el que daba lo que tenía no quedaba obligado a más.
Mientras estos dos carruajes daban «el tono» entre una docena de otros harapientos y desvencijados que acudían allí para buscarse la vida, exponiendo la de los infelices viajeros que en ellos se metieran, en el andén de adentro aguardaban, él con camisa limpia, sombrero de copa, levita seria y bastón de manatí, y ellas dos arreadas con los trapos y aditamentos que rigorosamente exigía la moda para aquellos lances y aquellas horas, don Roque Brezales, su mujer y su hija Petra, que, por cierto, estaba muy linda. Irene, por motivos de gran monta, no estaba allí; y esto, precisamente esto, era lo que amargaba aquellos instantes solemnes de la vida de don Roque, que no conocía el disimulo ni la fuerza de voluntad.
—¿No ha de ser chocante, mujer —decía a la suya, atormentado por un hormigueo interior que le consumía;— no ha de ser chocante que sea ella, precisamente ella, la única de la familia que falte aquí en esta ocasión?
—Y ¿qué vamos a hacerle? —respondió al último doña Angustias, harta ya de los ahogos de su marido.— ¿Es nuestra la culpa? ¿Hemos de traerla en una camilla y con la Guardia civil? ¡Buenos alientos me das, en gracia de Dios! Ten, ten un poco de correa, y atrévete a mentir con arte, como tendremos que mentir nosotras. Pues si todos los malos pasos fueran como éste... Harto peor es el otro, y no te apura tanto.
—¡El otro! —exclamó don Roque con espanto.— Porque le veo más lejos... ¡Pero si tú supieras!...
—¡Bah, bah! —contestó hasta con desgarro doña Angustias.— A ver si me dejas en paz; y ya que no me des ánimos, no me los quites. ¡Pues estoy yo lucida, para salir de apuros, con un hombre de tus agallas! Mejor fuera que consideraras, y no miento, que no tiene ella toda la culpa, y que nos está mirando ahora, y más ha de mirarnos después, toda la población, unos por curiosidad, y otros por envidia, y muchos... sabe Dios por qué. Con que hazte el pequeñito, y échate por los suelos.
Todo esto lo hablaba a media voz el excelente matrimonio, mientras paseaba por el andén, y Petrilla se entretenía alegremente en un corrillo de amigas suyas, que también aguardaban la llegada del exprés. A aquellas horas, ya había llamado don Roque como diez veces a un mozo de equipajes, conocido suyo, para encargarle siempre una misma cosa.
—Note olvides, ¿eh? Además de la familia del señor duque, mi amigo, vendrá un vizconde joven, amigo de ellos, y mío por lo tanto, que también traerá su correspondiente equipaje, ¡y no poco! Ojo a todo ello, y nada más te importe en cuanto llegue el tren. ¡Cuidado con que me faltes hoy!
Pasó otro cuarto de hora, y se oyó la última señal de la campana. Don Roque sintió también unos pitidos muy lejanos, hacia el Oeste; luego, y más próximo, el son clamoroso de una bocina; después, por encima de una peña vio unas guedejas flotantes de humo tan blanco como la nieve; y, por último, abocar a la llanura de aquel lado la faz monstruosa, negra como la pez y con un ojo solo hacia la frente, como los cíclopes de la fábula, llamados ojáncanos por Brezales, del monstruo que conducía en la panza lo que aguardaba el pobre hombre con descomedidas emociones; tan descomedidas, que, al ver aquello, le dio el corazón diez porrazos contra las paredes del pecho; llegó el hormigueo de antes a ser temblor espasmódico; empalideció el moreno sucio de su cara, y comenzó a no encontrar en el andén espacio bastante para revolverse.
—¡Venancio! —gritaba al mozo de equipajes, girando a un lado y a otro con el cuerpo y con la vista.— ¡Aquí, a mi vera, como te tengo dicho!... ¡Petrita! —añadía buscándola con la vista y alzándose de puntillas para mirar por encima de la muchedumbre que había ido reuniéndose allí.— ¡Acá con nosotros en seguida, que ya vienen! Y tú, Angustias, no te separes mucho, porque, ya lo sabes, el primer envite sobre el caso ha de ser el tuyo, si no hemos de echarlo a perder... Y es la gaita que no veo por aquí gentes de nota que yo contaba por seguras para recibirlos como es de razón. Ni siquiera el Gobernador civil... Pues no me parece eso bien del todo... Puede que no lo supiera... a pesar de que El Océano bien recio lo ha trompeteado... Verdad que cabe también que él no lo haya leído... Tampoco veo a don Lucio, que me prometió venir... ni a Sancho Vargas, que es la misma puntualidad y cortesía... ¡Venancio!... ¡No te alejes, caray! ¡Petrila!... ¡acaba de venir, mujer!... Pues, señor, ya está ahí. (¡Válgame la Virgen Santísima!)
En esto el monstruo se iba acercando, arrastrándose, arrastrándose, con un fragor sordo y profundo, como si, por donde se arrastraba, cayeran lluvias de peñascos en los abismos de la tierra; crecía por momentos el diámetro de su cabeza enorme, coronada de blancas y espesas crines; el ojo de la frente, dilatándose también, rechazaba en manojos los rayos del sol, que le herían de plano; y por la ancha hendidura de sus mandíbulas entreabiertas, asomaban las llamas de sus fauces incandescentes. Ya se oía el acompasado jadeo de su respiración de volcán, y el gotear incesante de sus espumarajos de fuego sobre la senda tapizada de empedernidas escorias. Acercose más, amortiguando la rapidez de su marcha, dócil al mandato del hombre que, encaramado en su cerviguillo negro, parecía regirle por una de sus antenas de acero; las gentes del andén, enfiladas poco antes a lo largo de la orilla, retrocedieron dos pasos, movidas de un mismo impulso temeroso; viéronse asomar racimos de cabezas por otros tantos agujeros de la panza del reptil; resonó bajo la alta techumbre de cristal el acompasado clan, clan, de la plataforma, al pasar sobre ella los cien poderosos e invisibles pies; siguió el monstruo avanzando lenta, descuidada y majestuosamente, como si aquellos ámbitos resonantes fueran la caverna de su elección para descanso de sus fatigas; y sin dejar de deslizarse todavía, y mientras se cruzaban entre los viajeros y los espectadores miradas de curiosidad, sonrisas cariñosas, saludos entusiásticos, en medio de un vocerío discordante, de unos rumores de colmena, del chirriar de las carretillas y el gritar de los empleados, fueron abriéndose las portezuelas cuyos eran los agujeros por donde asomaban los racimos de cabezas, y con ello quedaron a la vista las entrañas del endriago, henchidas de gentes de todas cataduras, que empezaban a bullir y revolverse en sus celdillas, como los gusanos en el queso.
—¡Aquéllas creo que son! —gritaba a lo mejor don Roque, que no cabía en su vestido.
—¿Cuáles? —le preguntaba su mujer, que toda se volvía ojos para mirar a derecha e izquierda.
—Las que van en ese reservado que acaba de pasar.
—Que sí. —Que no. —Que los de este compartimiento. —Que los de aquél de más abajo. —Que los del coche-salón. —Que los de la berlina...
Hasta que Petra, más serena y con mejor vista, dijo en el momento de detenerse el tren:
—Aquí están.
Y se lanzó con su madre hacia un «reservado» que se había detenido a pocos pasos de allí. Don Roque las seguía, tirando y llevándose a remolque al mozo de equipajes.
Nino y otro joven, que debía de ser, y lo era en efecto, el vizconde de la Hondonada, estaban de pie, tapando toda la portezuela, como dos fardos de bacalao, pues no a otra cosa más elegante se parecían con los guardapolvos, o fundas de lienzo crudo, que los envolvía de pies a cabeza; asomaba la suya, tocada con un sombrerete inverosímil, con muchos colgajos de gasas y buen acopio de flores y de hortalizas contrahechas, la «espiritual» y «donairosa» María, por la ventanilla de la izquierda; y por la de la derecha, que estaba desocupada, se veía en el fondo al resto de la familia como buceando en un mar de cestos, de maletas, de líos, de cartones, de sombrillas y cabás, que, ora se despeñaban en cascada desde las redes de la cornisa, ora rodaban en oleajes por el suelo. En medio de estas marejadas, revueltas por las impaciencias de la duquesita y su marido, flotaba, por decirlo así, la duquesa madre, sosegadamente entretenida en enderezarse los moños, tender sobre la cara el tupido crespón de color de rosa de su sombrero con lilas, y en esponjar los marchitos perifollos de su juvenil atalaje.
Nino y su futuro cuñado, en cuanto vieron a la familia de don Roque correr hacia ellos, saltaron al andén; y María, aunque con cara de mala gana, hizo en seguida otro tanto. Cambiados los besos, los apretones de manos y los saludos de costumbre, y hecha por Nino la presentación del vizconde en debida forma, saltó la pregunta que tanto espantaba a don Roque:
¿Por qué no estaba allí Irene?
Huyendo de la respuesta, que había quedado a cargo de las mujeres, Brezales se coló en el vagón abierto, seguido del mozo de equipajes y de la servidumbre de las señoras, que acudía presurosa desde su correspondiente agujero.
—¡Duquesa y señora mía!... y usted, señor duque, y usted, señora duquesita... —fue diciendo, por entrar, a medida que pasaba la más desocupada de las manos, la del bastón, de uno a otro personaje:— sean mil veces bien llegados a esta pobre, pero hermosa tierra, en que tanto se les quiere, y se les desea, y se les aguarda.
Se cree que don Roque llevaba en la memoria, desde la víspera, esta salutación, a la que correspondió la duquesa madre con media cabezada y tres cuartos de sonrisa; la duquesa joven con un poco más de teatro, y el duque con una explosión de alegría falsa; pero, con ser tan poco en conjunto, aún lo atajó don Roque a la mitad para decir:
—Ante todo, señores míos: aparten de estos equipajes lo que hayan de llevar ustedes a la mano, y hagan que me de los talones quien los tenga, para que este mozo, que es de mi mayor confianza, después de cargar con lo sobrante de aquí, recoja lo facturado... a ver, Venancio, ponte a las órdenes de estos señores... y ya sabes lo demás. Ustedes no tienen que ocuparse en nada, absolutamente en nada, más que en descansar en cuanto lleguen al hotel.
Y mientras, unos instantes después, se armaba otro tiroteo de besos y de saludos a la misma puerta del vagón, entre los del andén que querían entrar y los del vagón que se daban mucha prisa por salir, don Roque, colándose por los resquicios, asaltó al vizconde para pedirle... el talón de su equipaje, con los honrados fines que se conocen.
El vizconde, dándole las gracias con una cortesía muda, sacó una carterita de su bolsillo de pecho, y comenzó a rebuscar en ella con los dedos.
—¡Cadamba! —dijo algo impaciente porque tardaba en hallar el papelejo mezquino.— ¿Ónde le puse llo? ¡Toma! si le tae mi alluda de cámada... ¡Pedeguín!... ¡Pedeguiiinnn!
Con lo que quedó demostrado que el «distinguido clubman,» como le llamaba el cronista de El Océano, no andaba tan corriente de lengua como de pergaminos, defecto que parecía adivinarse en su cara rubiota y mofletuda, de ojos azules mortecinos, boca grande, labios gordos y entreabiertos, dientes largos y barba colorada, poco nutrida y rizosa. El cuerpo era arreglado a la cara, y el aire arreglado al cuerpo.
Precisamente todo lo contrario de su novia, que era menudita, pálida, de ojos negros, pero chiquitillos; nariz afilada, labios lisos y muy apretados, pocas líneas curvas en su talle, y muy suelta de pico cuando quería hacer uso de él, que, por las trazas, no debía de ser muy a menudo.
Esto mismo, en escala mayor, es decir, un poco más alta, un poco más gruesa, un poco más sana de color, con los ojos un poco mayores, los labios algo más abiertos, y algo más abundante de palabras y de sonrisas, era su hermana, «la bella, la elegante, la dichosa...» Cuyo marido la sacaba un palmo a lo alto, pero ni una pulgada a lo redondo, por donde quiera que se le tomara la medida. Era deslavazado como él solo, de poco pelo, barba lacia y dientes podridos.
Nino era bastante más bajo que su cuñado, muy marchito de cutis y excesivamante largo y correoso de pescuezo; muy enjuto de piernas y no desagradable de fisonomía, aunque andaban sus facciones a cien leguas de lo correcto y armónico. En todo él, de pies a cabeza, en unos puntos porque se transparentaban, y en otros porque saltaban a los ojos, se veían las rozaduras que deja sobre la naturaleza humana el paso continuo de las pasiones sin freno y de las horas despilfarradas.
En rigor de verdad, lo mejor de los recién llegados parecía, a cierta distancia, la vieja duquesa, como obra de talla y como bloque; sólo que, vista de cerca, ¡estaba ya la obra tan apolillada y emplastecida!...
En fin, tales como Dios los había hecho y el tiempo había ido transformándolos, unos cargados con paquetes y otras con saquitos más o menos caprichosos; éste medio entumecido, y la otra renqueando, y todos en peletón y revueltos con la familia de don Roque, entraron en el caudal del arroyo de gentes, que, desbordado por el andén, se iba encauzando, con bastantes apreturas, en el callejón de salida a la otra parte de la estación.
Una vez en la explanada, desmandose Brezales del rebaño, llamó a voces a los dos cocheros, arrimaron éstos algo más los respectivos carruajes, distribuyéronse en ellos las nueve personas; y pocos minutos después el complacido don Roque, llevando a su derecha a la duquesa del Cañaveral, al atravesar lo más vistoso de la población con rumbo a la playa, casi, casi se admiraba de que no estuvieran colgados los balcones y no se arrojaran desde ellos, entre estallidos de cohetes y el clamoreo de las campanas de la catedral, canastillas de rosas deshojadas, versos en papeles de colores y palomitas con lazos, sobre las gentes ilustres que le acompañaban y le seguían.
¡Ah! sin las negras y mortificantes visiones que iban persiguiéndole implacables, y le danzaban delante de los ojos, sobre el regazo de la duquesa, a las barbas del vizconde y donde quiera que fijara la vista azorada y recelosa, ¡qué grande, qué espléndido, qué venturoso hubiera sido aquel día para él!
VII. Las de Sotillo
Eran tres también, como las hijas de Elena; pero con la diferencia notabilísima de que ninguna de las tres de Sotillo era mala, dicho sea en honor de la verdad, si la condición de fisgonas, charlatanas, entremetidas y embusteras, no quita ni pone un ápice a la buena fama de las mujeres; porque si se conviene en que quita, hay que declarar forzosamente que las tres de Sotillo eran punto peores que la más mala de las tres de Elena. La mayor se llamaba Jovita; la mediana Salomé, y la pequeña Loreto. Jovita era viuda sin hijos; Salomé y Loreto, solteras, y las tres huérfanas de padre y madre desde bastantes años atrás. Jovita andaba más cerca de los cuarenta y cinco que de los cuarenta; pero estaba muy bien conservada: era morena, de abundosas carnes, cuello corto y pelo negro y un tanto rizoso, de buena estatura, cara vulgar y aire resuelto. Salomé picaría en los treinta y ocho: tiraba a rubia, era esbelta y muy bien redondeada de contornos. A cierta distancia, con su andar airoso y su flamear de trapos y de pelos, cautivaba la atención de los inadvertidos transeúntes. De cerca ya no sucedía lo mismo: tenía la boca grande, y los dientes ralos y amarillos; el cutis áspero, la nariz un poco torcida, y los ojos chiquitines; y en cuanto al pelo, aquel pelo que ondulaba siempre al compás de las pisadas o al capricho de la brisa, desgajado en copos encrespados de las alturas de la frente, había quien opinaba que no era suyo, es decir, que era crepé, muy bien imitado del natural, eso sí, pero, al fin, postizo. Loreto, con los treinta y tres muy corridos, no era morena, ni rubia, ni blanca, ni hermosa, ni fea, ni notable por prenda alguna de su persona. El verdadero valor plástico de las otras dos, se puso algunas veces en tela de juicio por los desocupados y murmuradores de ambos sexos. Sobre las prendas personales de Loreto, nadie porfió jamás. Siempre fue para todo el mundo «Loreto Sotillo,» o a lo sumo, «la menor de las de Sotillo;» y de aquí no pasaba el interés de las gentes.
Así era por fuera cada una de las tres hermanas; por dentro, todas ellas eran lo mismo: las tres charlatanas; las tres curiosas; las tres ponderativas hasta el embuste inverosímil; las tres serviciales, cariñosas y placenteras; las tres igualmente engreídas de su linaje, de su riqueza, y a cual más incansable en recordar, en visitas y tertulias, al bisabuelo virrey, al abuelo corregidor, al tío superintendente; las alhajas por celemines, «de mamá,» y los prestigios y rimbombes «de papá,» en las cinco partes del mundo; a este general famoso, a aquel senador renombrado, al duque de X. y al embajador Z... todos amigos íntimos, cuando no parientes cercanos de la familia... En cuanto a las dos solteras, ¡si las tres fueran a decir las proporciones que habían desdeñado!... Y así.
Entre tanto, ni eran verdaderamente ricas, ni tal sangre azul corría por sus venas. Gozaban de «un buen pasar,» por auge fortuito de lo poco heredado del vulgarísimo matrimonio, y de lo aportado a la comunidad, con su cuenta y razón, por supuesto, de lo legado a Jovita por su marido, capitán de alto bordo, muerto de unas calenturas perniciosas en la costa de Guinea. Vivían en buena casa en el mejor de los barrios de la ciudad; vestían bien, se trataban con lo más escogido del pueblo, tuteaban a las señoras más entonadas, y comían a sus mesas cuando les daba la gana; eran bien recibidas en todas partes; vivían en perpetua visita, y en invierno daban reuniones todos los jueves, y se quedaban en casa para los íntimos la mayor parte de las tardes y de las noches; viajaban de vez en cuando... y siempre las tres juntas, y las tres alegres y felices y sabiendo las mismas cosas, es decir, todas las cosas que ocurrían en su pueblo, por arriba y por abajo, por dentro y por fuera.
Sabían, por consiguiente, lo de Irene, tan bien como don Roque mismo, o mejor, puesto que sabían algo que ignoraba todavía el pobre hombre, y de lo cual la propia interesada desconocía detalles muy importantes. Y sabiendo lo más, claro es que habían de saber lo menos, como el día y hora de la llegada de los de Madrid, con todos los episodios dramáticos que la noticia había producido en casa de «las de Brezales.» Así fue que, cuando Salomé, que había madrugado más que sus hermanas, leyó en El Océano de aquel día la primera parte de su Estafeta local, se sonrió con el más soberano desdén y corrió, con el periódico en la mano, al dormitorio de sus hermanas, que también lo era suyo; y aquí es de justicia advertir que ni para esa tan importante función de la vida podían estar separadas las de Sotillo. Cabalmente estimaban ellas los ratos de acostarse y de levantarse como los más tentadores y al caso para computar noticias, redondear resúmenes y cambiar impresiones. Conste, pues, que, por éstas y otras razones, dormían en un mismo cuarto, grande y debidamente provisto, eso sí; pero, al cabo, un cuarto con tres camas.
Dos de ellas estaban desocupándose cuando entró Salomé con el periódico.
—¿No os parece —dijo en cuanto cerró la puerta,— qué enterado anda de noticias Casallena? Primero se las viene echando de lince al contarnos que los de Madrid llegan hoy en el exprés. Desde ayer tarde lo sabemos nosotras. Pues escuchad esto otro.
Y les leyó en alta voz aquellas fiorituras cursis, en que el revistero quiere que se sepa y que no se sepa lo del acordado casamiento de Irene con Nino Casa-Gutiérrez.
—¿No está bien enterado el angelito de Dios? —continuó diciendo después de leer.— ¡Buen desayuno habrá tenido con ello Irene, si lo ha visto!... Por supuesto, que ella no va a la estación a recibirlos.
—Poca delicadeza tendría si fuera —apuntó Jovita, mientras bregaba por encajar los ganchos de su corsé en los agujeros correspondientes, que no coincidían como debieran,— con la perrada que la han jugado y la situación en que la han puesto... ¡Si parece mentira! Yo, en su caso, les enseñaría los dientes; y que vinieran, que vinieran los unos y los otros a ponerme delante la morcilla...
—¡Oh!, ya los enseñará, no tengas cuidado —dijo Loreto debajo de las faldas de una bata de percal que estaba pasándose por la cabeza.— Ya los enseñará... ¡Buena es ella para no hacerlo si se le pone en el moño, como tiene que ponérsele!... ¡Pobrecilla! ¡Qué noche habrá pasado!
—¡Y qué mañana estará pasando! —continuó Jovita.— ¿A qué hora quedó en verse Rita con la Cándida, Salomé?
Rita era la doncella de «las de Brezales,» y la Cándida una criada vieja, vieja en el mundo, y vieja en la casa de las de Sotillo; especie de hurón que ellas tenían para meterle en todas las conejeras y poner al alcance de su fisgoneo insaciable los secretos más recónditos. Los que no descubrían ella o la Nisia, la costurera de la casa, sólo Dios era capaz de descubrirlos.
Salomé contestó a la pregunta de su hermana:
—En cuanto se marchen ellos a la estación, y después que vuelvan con los otros, si ocurriera algo de particular.
—Y Pancho, ¿quedó ayer tarde en venir hoy también? Porque yo no comprendí lo que dijo al despedirse... ¡Es particular lo que ese chico menudea las visitas de algunos días acá!
—Pues bien claro está el motivo, mujer: nos cree enteradas de cosas que a él le interesan mucho, y viene a averiguarlas.
—Sí; pero de refilón y por sorpresa. ¿Por qué no las pide claramente?
—Porque entonces tendría que confesar lo que siempre ha disimulado por razones que ellos sabrán; y como las dos familias no se muerden y está el pobre tan aislado de ella últimamente, el muy zorro se las busca como puede. Y a eso viene aquí. Estoy segura de que está muy agradecido a la obra de caridad que hacemos adivinándole la intención y contándole cuanto sabemos y hasta lo que sospechamos. ¡Mira que también él debe de estar pasándolas bien amargas!... Por cierto que anteayer encontré al Padre Domínguez... ¿no os lo había dicho?... al salir de misa de ocho; y hablando, hablando, me preguntó por Irene ¡con un interés tan particular!... Dice que no la ha visto hace más de una semana, y que, como la halló tan espelurciada entonces, temía que no anduviera buena... Con que yo sospeché que me venía con segundas, y probé a tirarle un poco de la lengua, por si él andaba, en el ajo... ¡A buena parte fui! Lo que resultó fue que me sacó a mí él casi toda la verdad... ¿Querrás creer que se me hizo de nuevas?... ¡Ah! Otra cosa: también habla El Océano de la jira al Pipas: es cosa segura ya, por lo visto.
—Pues hay que trabajar eso —dijo Jovita deslizándose por el borde de la cama,— para que no nos suceda lo de la otra vez, que nos dieron la gran tostada. ¡Si ese arrastrado de Casallena se dejara ver, como solía!...
—Estará con las lombrices —replicó Salomé.— ¡Ah, qué imposible de chico!... Cuando más falta hace... Pues lo del baile del Casino, también resulta cierto; es decir, por cierto lo da El Océano, como da un fivocloque de la de Rasquetas, y una de esas... intemperies, nocturna, con hachas y farolillos, de la Muñorrodero. Nada, pinitos de gente pobre por remedar a la del gran mundo... ¿A que todo sale farándula?
—Mira, Salomé —interrumpió aquí Jovita, abrochándose sobre el rollizo busto un peinador muy holgado:— ya que estás aviada tú, dile a la muchacha que nos vaya sacando el chocolate, porque no hay tiempo que perder. Ese tren llega a las nueve y media.
—No te apures —respondió Salomé,— que el coche ha de pasar por esta calle a la ida y a la vuelta, y desde bien lejos le conozco yo en el rodar. Hoy llevan el landó nuevo. Yo creo que el farolón de don Roque le ha traído de Francia solamente para darse pisto este verano con la familia de su consuegro, el duque ese de la fachenda... ¿Me querréis creer? Pues es la pura verdad: me carga mucho tener que ir a visitarlos en cuanto lleguen. Pero ¡estamos tan obligadas! ¡Y ellos son tan imposibles!... ¡Ay, qué gentes!... Bien mirado, lo mejor es Nino, con estar medio podrido... Pero siquiera es francote y... al paso que los otros... Aunque no dejan de ser corrientes y amables, la verdad sea dicha...
—Y ya que se trata de esas cosas —interrumpió Loreto atándose una corbatita de crespón para tapar dos costurones escrofulosos que tenía en el pescuezo,— ¿en qué quedamos? ¿vamos o no vamos a visitar a las de Gárgola?
—Mujer —respondió Jovita, dándose unas manotadas en las caderas, porque tenía la aprensión de que abultaba con exceso por allí,— en la duda, pequemos por carta de más. Yo creo que debemos ir. ¿No es verdad, Salomé?
—Y mucho —dijo ésta abanicándose con El Océano, porque el día había amanecido caluroso en extremo, y en aquella habitación se sudaba el quilo.— Sea lo que se quiera, es la verdad que, aunque no las conocemos más que de haberlas saludado una tarde en las ferias, ello fue porque nos las presentó doña Angustias, de quienes somos tan amigas; y siendo tan amigas de doña Angustias, estamos medio obligadas a serlo también de las que lo sean de ella. Además, las de Gárgola ¡nos recibieron de un modo y nos hablaron con una consideración!... Solamente a mí, lo recuerdo muy bien, me miraron tres o cuatro veces, de una manera tan distinguida y tan interesante, como si quisieran darme a entender que tenían grandes deseos de entrar en relaciones con nosotras... ¡Ay, que ya van esos!..
Dijo; derribó la silla en cuyo respaldo apoyaba una mano; arrojó el periódico que la servía de abanico en la otra, y salió disparada del dormitorio; siguiola, a escape también, Loreto, haciendo pedazos con los pies El Océano que se le había enredado en ellos; y Jovita, que era la menos ágil y estaba acabando de calzarse con los apuros de siempre, suspendió la tarea, rompió a correr a su modo, y, estorbándole una zapatilla que tenía a medio calzar, la largó de una pernada para correr mejor. Aún llegaron las tres al mirador del gabinete de la sala a tiempo de ver pasar por la ancha calle el landó flamante y descapotado de «las de Brezales,» con toda la familia dentro, menos Irene.
—¿Veis cómo no va? —dijo Salomé con entonación de triunfo, mientras respondían las tres con cabeceos, sonrisas y besamanos a los saluditos que en idéntica forma las dirigían los del coche.— ¡Ay, qué elegantísima y qué sencilla va Petra!... Es el diablo esa chiquilla, hasta para disimular pesadumbres... y trapisondas.
—Vaya, que no las disimula mal su madre —añadió Jovita.— Y todavía luce cuando se viste, mujer... Parece que trae de herencia el señorío, como nosotras.
—En cambio, don Roque —apuntó Loreto,— cuanto más majo se pone, más enseña la estopa... ¡Ay, qué arte de almacenero en domingo lleva el infeliz!... ¡Válgame Dios, lo que hacen las talegas!..
—Pero ¿cómo no le habrán dicho en casa —observó Salomé,— que no es de tono ir al tren, a estas horas, de media etiqueta, aunque se vaya a recibir a duques y vizcondes? Al fin, señoríos de ayer acá... El demonio que le aguante esta temporada.
—Sí: cuando estaba mejor para esconderse debajo de una escalera y purgar allí ese pecado tan gordo de su bambolla.
—Pues veréis la que arma con el personaje nuevo, con el vizconde de la otra, de María, que, si no ha cambiado, parece una merlucilla en salsa verde... Y ¿cómo se van a componer tantos señorones en un landó solo?
—¡Otra boba!... ¿Pues no sabes que va también el de don Lucio Vaquero?
—Pues si no le han tenido antes en lejía, buenos van a ponerse de sebillo los que le ocupen: eso sin contar con la mugre del cochero y la sarna de las caballerías.
—Y a todo esto, la pobre Irene, mujer... ¡lo que ella estará pasando!... ¡Y lo que la espera!
—¡Pues mira que también lo que aguarda a los de Madrid!...
—Ya veréis cómo al último no es tanto como parece...
—Si estuviera yo en el pellejo de ella, no se saldrían con la suya.
—¿Quién sabe si se saldrán?
—Pues no tendrá vergüenza Irene, mira.
—En fin, allá veremos.
En éstas y otras se fueron a tomar chocolate deprisa y corriendo y consultando el reló para no faltar al paso de los dos carruajes, de vuelta de la estación y camino de la playa, quedándoles antes un ratito para lavarse la cara y arreglarse los moños a la ligera.
Aún no los habían dado el último toque, cuando llegó la Cándida trasudando y con fuelle. Espera que te espera, no había salido Rita. Tuvo ella que subir y colarse, bien armada de disculpas, por si acaso. Pero no hubo necesidad de ellas. En el mismo recibidor, sin ser vistas ni oídas las dos, pudo enterarse de todo. La señorita no había pegado el ojo en toda la noche: ruegos, lágrimas, sermones por la mañana: nada había bastado a reducirla a que fuera a la estación. Estaba emperrada en que no y que no había de ser, y se salió con la suya. No había ido. En cuanto se fueron los demás, unos a la fuerza y otros de mala gana, y todos porque no se diga, se había levantado y pedido el desayuno. No cató bocado: se puso a hojear el papel del día, y topó algo allí que la llegó muy adentro; porque la Rita la había visto, por el ojo de la cerradura, dar pataditas en el suelo, y después de hacer «un ruño» con el papel, echarse a llorar como una Magalena. Y así quedaba. Y no sabía más la buscona de los demonios.
—¡Lo mismo que nosotras calculábamos!
—¡Igual!
—¡Igual!
Y tan satisfechas y ufanas como si hubieran resuelto en una batalla decisiva la sempiterna cuestión de Oriente, se largaron al mirador para aguardar allí, con tiempo de sobra, la llegada de los viajeros.
Media hora larga de estufa, porque el sol daba de plano en aquella jaula de cristales, les costó la pueril curiosidad. El landó de don Roque apareció el primero. En seguida pescó Salomé que el coche venía muy mal cargado.
—Me lo estaba figurando —dijo a sus hermanas revolviéndose entre ellas como si tuviera hormiguillo,— porque no es ésta la primera vez que lo hace. El santo varón, muy repantigado en el lugar preferente al lado de la duquesa, y al vidrio una señora... Creo que es María... ¡anda, morena!... ¡Y cómo se descoyunta el infeliz mirando hacia los balcones para ver si alguien le envidia! ¡Hínchate, pavo, que ya me lo dirás cuando te sienten las plumas a disgustos!... ¡Hombre más imposible!... ¿Saludaremos con el pañuelo o con la mano?
—Jesús, qué emperifollada viene la duquesa! —observó Jovita sin responder a su hermana.— Toda color de barquillo: parece una momia empajada... Creo que nos saludan ya.
—Pues tenías razón, Salomé —dijo Loreto:— la del vidrio es María... ¡Ay, qué imposible está con ese tiesto de legumbres en la cabeza! Ahora sí que creo que nos saludan.
—Por sí o por no, saludemos nosotras... Así, con pañuelo y todo... ¡Bien llegados! ¡bien llegados!
—¡Mira con qué cara lo pide el pastralón de don Roque!... Sí, hombre, sí... ¡toma percalina con correa!
—Y el que va al lado de María debe de ser el vizconde... Ahora le veremos mejor... Ya está de frente.
—¡Hija, qué cebollón es!
—¡Y qué rojote y qué soso!
—La duquesa mira ahora.
—Y el vizconde se quita el sombrero... ¡Bien venidos, señores!... ¡Y qué bocaza de espuerta tiene!
—¡Bien venidos! ¡bien venidos!... Ya nos contesta María... ¡Adiós, adiós!
—¡Qué esmirriada viene este año! Parece un serrucho la infeliz. Os digo que está imposible esa chica.
—Qué quieres, hija, no es para engordar el lance.
—¿Qué lance?
—¡Miren la inocente! Pues ¿no tiene ya la boda para caer?
—¡Vaya un susto! ¡Bastante le importará a ella eso! Si estuviera enamorada...
—Y ¿por qué no ha de estarlo?
—¿De ese mostrenco?
—¡Qué cosas tienes, mujer!... ¡Adiós, adiós!... Pues mira, no dejan de ser afables en medio de todo; y la duquesa saluda con mucha gracia: se la conoce a cien leguas que es señora de mundo; siempre lo dije yo... ¡Agur, agur!... ¡Hasta luego!
—Ya están ahí los otros. ¡Como sardinas en banasta vienen! Tú, que no puedes, llévame a cuestas. A los rocines de don Lucio, la mayor carga.
—El del pescante es Nino. ¡Ay, qué tipo está!
—Parece que viene oliendo la corrida en pelo que le espera... Petrilla va espalda con espalda con él... ¡Qué mona, mujer!
—¿Sabéis que Amelia tiene mejor traza que cuando estuvo la última vez?
—¿Es la que viene a la derecha de doña Angustias?
—Naturalmente. Y enfrente suyo el duque... ¡Ay, qué pescuezo trae el infeliz, y qué encorvadón está!... Ya nos han visto.
—¡Bien venidos, señores!... Con el pañuelo todas a una, como antes... ¡Agur, Amelia... hasta luego!
—¡Adiós! ¡Adiós!... Saludad también vosotras otro poco, que van a doblar la esquina.
—Ya ¿para qué?
—Por si acaso miran hacia acá, y por los que nos estén mirando a nosotras desde la calle.
—¡Adiós! ¡Adiós!... ¡Adiós!
Al perderse de vista el coche, y aleteando todavía maquinalmente con su pañuelo, se le ocurrió una duda a Salomé:
—¿Habremos caído en falta nosotras con no ir a recibirlos a la estación?
Unánimemente declararon Jovita y Loreto, después de pensarlo un poco, que no.
Con esto iban a retirarse del mirador, donde estaban asándose vivas, cuando se le ocurrió a Salomé preguntar, apuntando con la mano a dos sujetos, o mejor dicho, a dos mitades (inferiores) de sujeto, que se movían en la calle, debajo de sendos quitasoles de percalina blanca:
—¿No es Casallena uno de ellos?
—Por el andar, parece él —respondió Loreto.— Ahora se le ve mejor... Justamente: el mismo... Y el otro, Juanito Romero.
—¡Esos sí que sabrán cosas! —exclamó Jovita relamiéndose;— y además, lo de la jira y lo del Casino...
—Pues por eso precisamente me fijaba yo tanto —repuso Salomé.— Cerca de quince días hace que no he echado la vista encima a esos condenados... Y antes no salían de aquí... Pues como lleguen a mirar, los llamo... ¡Ay! que me parece que mira Juanito... Por si acaso... ¡Adiós, tunantuelo!
—Ya te contesta —apuntó Jovita.— Y ahora mira también y saluda Casallena... Pues me alegraría que subieran un ratito.
—Y yo también, —añadió Loreto.
—¿Sí? Pues ahora lo veréis... Voy a amenazarlos. ¡Ah, pícaros, qué correa del pellejo les he de sacar a ustedes en cuanto los tenga a tiro!... Ya me han comprendido el ademán.
—¡A ustedes, a ustedes, sí! —ayudó Loreto con cuatro cachetitos al aire.
—¡Vaya si me las han de pagar!— continuó Salomé.— ¡Y se hacen los ignorantes y los santitos de Dios!... Ahora los llamo... ¡Suban, suban! —Y pintaba la acción con la cabeza y con las manos.— ¡Suban, y verán si nos mordemos la lengua!
—Entender, lo han entendido —observó Jovita;— pero parece que dudan, como si fueran a estorbar... Marca más las señas; nosotras también se las haremos... ¡Que sí, picarones; que queremos ajustarles a ustedes las cuentas ahora mismo!
—¡Suban, suban, y verán cuántas son siete!
—Creo que van a decir que sí... Se miran uno a otro... Que sí han dicho...
—¡Ya vienen!
Cuando los vieron dirigirse hacia el portal, corrieron las tres al interior de la casa, cerrando puertas del corredor, que estaban abiertas, y escondiendo a puntapiés cepillos y cogedores y otros útiles de limpiar que andaban por los suelos; ajustándose los talles, encrespándose las faldas y retocándose el cabello; poniendo en orden algunos muebles de la sala; entornando los postigos de los balcones y corriendo las colgaduras para templar la crudeza de la luz, que de ordinario las molestaba y en aquella ocasión mucho más: todo a escape; y tan a escape, que aún les sobró tiempo para volver al vestíbulo y entreabrir la puerta de la escalera antes de que llegarán a ella los dos mozos que subían.
VIII. Nada en substancia
Jadeaban Casallena y Juanito Romero cuando llegaron a la meseta del piso de las de Sotillo. Al cabo era un tercero con entresuelo, y el calor sacaba ampollas aquel día. Las tres hermanas los aguardaban amontonadas a la puerta, a medio abrir. Casallena, pálido de suyo, bastante largo y muy estrecho, con la fatiga y el calor verdegueaba un poco en la penumbra de la escalera, y costaba trabajo entenderle las primeras palabras que dijo allí, por lo tenue de la voz y lo reseco de lengua. A Juanito le sucedía lo propio, pero por causas diametralmente opuestas: era regordete y bajo, y al hablar jadeando, le resultaban gritos, por ingobernable impulso del ancho fuelle de sus pulmones.
Por fortuna, lo que quisieron decir al llegar no fue de importancia; y tanto valdría que lo hubiera sido, porque las tres de Sotillo se lo hablaban todo y a un mismo tiempo, sin escuchar a nadie ni saber lo que decían a punto fijo. Mucho apóstrofe, mucha amenaza en broma, mucho mote y mucha injuria de chanza; risitas picaronas y carcajadas a la fuerza; y ellos entrando poco a poco en medio de la algarabía, con excusas irónicas, hiperbólicas protestas y algún epigrama cruel que se perdió en el estruendo; y así hasta la sala, después de haber sido despojados violentamente en el camino de los sombreros y de los quitasoles.
A Casallena ya le conoce el lector por haberle visto y oído en la tertulia del café, que se pintó en el capítulo II, con bastantes pormenores; pero no a Juanito Romero, aunque era de los concurrentes a la mesa aquella tarde y todas las tardes. Sólo que le dio entonces por no desplegar los labios ni hacer otra cosa que balancearse en la silla que ocupaba, como tenía por costumbre siempre que le acometía el spleen, es decir, lo que él llamaba spleen porque había estado en Inglaterra; pues, en rigor de verdad, no excedía todo ello de una ligera distracción; y por eso pasó inadvertida para el lector esta figura, de los primeros términos de aquel cuadro, y del que bien puede llamarse «de honor,» de la juventud de entonces; o, siguiendo el símil ya usado más de una vez en este descosido relato, una de las canoras cigarras de aquella ciudad de hormiguitas.
En lo físico, ya se acaba de decir que era regordete y bajo; añádase ahora que tenía cutis de mujer, la barba y el pelo negros, y en los ojos un ligero estrabismo convergente, con lo cual, y una sonrisa que de continuo le retozaba en los labios, tomaba su cara una expresión, como entre cándida y maliciosa, que resultaba agradable, y se tendrá su retrato de cuerpo entero. En lo moral no se desmentía lo físico. Era dúctil y complaciente en grado sumo, y la curiosidad el demonio que más le tentaba. Caía muy bien entre damas, y poseía el don de entretenerlas y la virtud de sufrir con deleite a las más inaguantables. Sabía cosas de las que a ellas les gustan, y, sobre todo, contárselas bien, obra mucho más difícil de lo que parece; pues entre lo cáustico y lo empalagoso, entre lo nimio hasta la insulsez y lo culto hasta la petulancia insoportable, se han dado de calabazadas y desacreditado para siempre más de cuatro galanes finos: con diploma de narradores amenos en corrillos de barbudos. Pide un temple singular el trato con la mujer ociosa y-elegante, en el que entran, como a gentes principales, aunque parezcan al profano materia inerte, hasta el metal de la voz y el manejo de los dedos índices. Juanito Romero conocía este temple, y además gozaba, por don generoso de la naturaleza, de cierto instinto de asimilación de inclinaciones y gustos femeniles, que le daba hecha la mitad de su labor en él, para otros, inútil empeño de tener «mucho partido con las señoras.» Por lo demás, era mozo listo, doctor en derecho, escribía con gracia y hablaba bien, lo mismo de toga que de americana.
—A ustedes, grandísimos pícaros —decía Jovita en el momento de sentarse en el sofá, junto a los dos amigos,— hay que cazarlos a tenazón... ¡ja... ja... ja!... para darse una el gustazo de decirles cuatro perrerías...
—Que bien las merecen, o no hay ya justicia en el mundo —añadió Salomé desde su sillón, forrado de seda azul, como toda la sillería de la sala:— ¡cerca de quince días sin poner aquí los pies, ni dejarse ver en ninguna parte! ¿Habrá picardía como ella?
—Así es que, en cuanto los vimos a ustedes —continuó Loreto desde el sillón frontero al de Salomé,— después que pasaron los amigos de Madrid, dije yo a éstas: «¡a ellos, antes que se nos escapen!...» Y todavía andaba con remilgos esta boba.
—Mujer —replicó la aludida,— teme una abusar; porque cuando ellos se nos venden tan caros...
—Y además —añadió Jovita,— la hora no es de las más a propósito para hacer visitas a nadie; y como ellos son tan cortos y mirados, aunque a una le sobre franqueza para recibir a los buenos amigos con la casa revuelta, y de trapillo, como estamos ahora...
—Visita, ¿eh? —exclamó Salomé, retorciéndose como un sacacorchos, a fuerza de contorsiones y de manoteos al aire y de mirar a unos y a otros.— ¡Buena visita te dé Dios! A juicio es a lo que vienen aquí: a dar estrecha cuenta de su mala conducta. ¡Jajajá!
Y en verdad que, al verlos codo con codo, embutidos en un ángulo del sofá, con las cabezas algo caídas y sufriendo resignados y silenciosos aquel aluvión de cargos con que los aturdían las tres mujeres que los rodeaban, más que caballeros en visita, parecían dos rateros en la prevención, después de haber sido atrapados con las manos en la masa por los guardias municipales.
Pero, en fin, como todo pasa en este mundo, también pasó la borrasca aquélla de vana palabrería; y entonces Casallena pudo meter baza en la conversación, y hablar estas cuatro palabras, siquiera por decir algo:
—Yo, señoras mías, les doy, ante todo, infinitas gracias por esa estimación que me demuestran echándome aquí tan de menos; pero les juro que con este arrastrado oficio que me tocó en suerte, no soy dueño de mí mismo cuando más necesito serlo; y créanme que, sin un motivo tan poderoso, no me hubiera castigado con la pesadumbre de no verlas a ustedes y no gozar de su amenísimo trato en tantos días.
—Digo —añadió Juanito Romero,— dos cuartos de lo propio. ¿Quieren ustedes que se lo acredite con un testimonio en papel sellado de los señores de la Audiencia, que ya están aburridos de tenerme delante todos los días oyéndome decir casi las mismas cosas para defender a bribones de un mismo pelaje? Porque también esa ganga es de las que da mi oficio.
—¡Miren los santitos de Dios —dijo, a todo esto Salomé, que era la más traviesa de las tres hermanas,— que no son capaces de romper un plato, qué vida tan ejemplar y aprovechada han traído! Para el diablo que los crea. Como si no supiéramos aquí...
—Palabra de honor, Salomé.
—Pueden ustedes creernos...
—Pues no se les cree —insistió Salomé con nuevas contorsiones,— porque no debe de creérselos; y, sobre todo, porque papeles cantan.
—¿Qué papeles? —preguntó Casallena fingiéndose muy sorprendido, y mirando tan pronto a Juanito como a Salomé.
—Sin ir más lejos —respondió ésta,— El Océano de hoy.
—¡Ajá! —apoyaron las otras.
—Y ¿qué hay en ese periódico —preguntó Juanito Romero con mucha socarronería,— que nos acuse y nos comprometa de tal modo?
—Nada que tenga que ver con usted, la verdad sea dicha —contestó Salomé;— pero con Casallena, ¡uf! Toda la Estafeta local, de punta a cabo. ¿Les parece poco?
—Chúpense esa, —dijo Loreto.
—Y vuelvan por otra, —añadió Jovita.
—Pues vuelvo —dijo Casallena,— y pregunto lo mismo que preguntó éste: ¿qué hay en la Estafeta local de El Océano de hoy que demuestre lo que ustedes afirman, para mi perdición?
—La prueba innegable —respondió Salomé,— de que se ha pasado usted toda la semana de fisgoneo. No se aprenden en menos tiempo tantas cosas como las que usted cuenta allí con tantos pelos y señales... Pero, hijo, si en todas ellas anda usted tan bien informado como en lo que nos tapa con aquellas nubes y con aquellas gasas tan transparentes y vaporosas, que le devuelvan el dinero, porque eso es robárselo.
—Y de mala manera, —apuntó Jovita.
—En primer lugar, señoras mías —dijo Casallena,— yo no puedo ni debo responderde eso, porque no lo he escrito. Habrá sido éste.
—¿Yo? —dijo Juanito respingando un poco.— Yo no hago esas cosas nunca por escrito. No me da el naipe para ello. Será obra de Juan Fernández.
—Juan Fernández —observó Salomé,— no las gasta de ese género... a juzgar por lo que escribe con su firma.
—Usted no sabe —dijo Casallena muy serio,— de lo que es capaz Juan Fernández cuando pierde los estribos: no hay hipérbole que le asuste ni estorbo que le detenga.
—Pero, después de todo —dijo Juanito,— ¿qué hay de malo en lo que se declara allí?
—Hablando con formalidad —interrumpió Jovita,— y sea quien quiera el que lo ha publicado, allí se da a entender que está arreglado el casamiento de Irene Brezales con Nino Casa-Gutiérrez, y todo el mundo sabe aquí lo que hay sobre el particular.
—Y, francamente —añadió Salomé,— aquellos sahumerios acaramelados resultan una broma muy pesada para la pobre Irene...
—Que ha hecho añicos el periódico en cuanto lo ha visto, —concluyó Loreto, queriendo ponerse grave...
—Por supuesto —interrumpió Salomé,— que no ha ido a recibirlos, como ustedes habrán notado...
—Ni ha pegado el ojo en toda la noche —añadió Jovita,— después de una batalla atroz con los de casa: ellos que había de ir, y ella que no... Les digo a ustedes que se van a ver grandes cosas a la hora que menos se piense..
—Bien decía yo-observó Salomé, cambiando también de tono y de maneras,— que conociendo estos chicos, como deben de conocer, lo que ocurre sobre esa caso infeliz, no habían de ser tan imposibles que fueran a publicar...
—Luego mal podía —dijo Casallena,— ser de mis manos esa mala obra, que yo lamento como ustedes.
—Palabra de honor —añadió Juanito Romero, con evidente deseo de ser creído,— que no sabemos de quién es, y que hace un rato deplorábamos éste y yo el suceso. De seguro se ha dado la noticia con la más honrada intención, por alguno que ignora lo que está pasando. ¡Como allí entra tanta gente a todas horas!...
—¿De manera —repuso Salomé,— que tampoco sabrán ustedes lo que hay de cierto sobre la jira de que se habla más abajo?
—Eso sí —respondi6 Juanito,— porque somos de los paganos.
—De los rumbosos: no sea usted tan modesto...
—Pues rumbosos, sí, señora. ¿Qué quiere usted? O somos o no chicos finos, de lo mejor en la clase; y estamos obligados a obsequiar a los forasteros distinguidos con la flor y nata de lo que tenemos.
—De manera —observó Jovita,— que las que no somos ni forasteras ni distinguidas, nos quedaremos en tierra, como de costumbre.
—Eso sí que no —respondió Juanito.— Porque las forasteras no han de ir solas en la jira, y de la flor y nata han de ser también las indígenas que las acompañen; y siendo esto así, díganme ustedes cómo es posible que se que den sin cartas en ese juego las mejores jugadoras. ¿Me explico, señoras mías?
—Además —añadió Casallena,— Juanito es de la comisión, y con esto está dicho todo. De manera que podrá pasar hasta el ochavo moruno; pero no lo que pasó la otra vez en un caso semejante. Conque váyanse preparando, amigas de mi alma, que la cosa va a ser pronto a las primeras mareas vivas.
—Pues no se hable más de esto —repuso Jovita,— y dígannos si es cierto lo demás.
—¿Cuál es lo demás? —preguntó Casallena.
—Lo del baile del Casino.
—Para después de la jira, si la crema de acá tiene agallas para correrse.
—No entiendo...
—Para pagar los gastos; porque ya va de tercera este verano.
—¡Ave María! —exclamó Salomé;— ¿tan al rape andan esos chicos pudientes?
—Se han dado casos, Salomé, bastantes casos, de renunciar al deleite por la pícara contra de lo que cuesta. Hay que decir la verdad: los chicos son de buen querer; pero los papás son de otra pasta muy distinta: cera antigua, de esa que no se corre fácilmente...
—¡Ay, qué chicos éstos más famosos! —dijo riéndose Loreto.— Y lo del fivocloque de la Rasquetas, ¿es o no cierto?
—Rumores, y nada más, según mis noticias —respondió Juanito.— No pegan ni con cola esas fiestas en verano.
—Y lo del garden-party —añadió Casallena,— —idem per idem: rumores, y no más que rumores, a mi entender. Y a fe que lo siento, porque es fiesta que luciría.
—¡Vaya!, —exclamó Salomé aguzando mucho la atención.— Con esos hachones...
—Fumívoros, —concluyó Casallena muy serio.
—Eso es —asintió Salomé atormentada por el deseo de saber lo que quería decir fumívoro, pero sin atreverse a declararlo.— Y también farolillos a la veneciana... Son cosa de gran lucimiento esos hachones...
—¿Ustedes los han visto alguna vez? —preguntó Juanito.
—¡Muchísimas! —respondieron las tres hermanas a un tiempo con pasmosa formalidad.
Casallena y su amigo se miraron de reojo.
—Mujer —observó inmediatamente Salomé,— lo que yo no recuerdo bien es cómo estaban colocados la última vez que los vimos... me parece que fue en una fiesta de esa clase que dio el marqués de Pajeros... ni en qué consistía lo de...
—¿Lo de fumívoro? —preguntó Juanito.
—Cabal.
—Pues eso consiste —repuso el mozo, atusándose la barba y contoneándose en el sofá, en un botón que tienen hacia el medio... ¿Se enteran ustedes? Hacia el medio. Pues bien: se aprieta en él sin cesar; y el humo, ¿eh? el humo... en lugar de subir, baja... baja y se cuela por un canalito interior que hay en el hacha. Allí se enfría en seguida, con el relente de la noche... ¿se van enterando? y acaba por convertirse... en algo así como... como rocío; rocío que se corre hasta el extremo inferior del canalito, y cae, por último, en gotas, al suelo. De ahí le viene el nombre de fumívoro al hachón: se traga su propio humo, para que no moleste a nadie.
—Justamente! —exclamó Salomé marcando el adverbio con dos palmadas y medio saltito en el sillón.— ¡Cabeza como la mía! ¡Pues poco que nos llamó a nosotras la atención!... ¿no os acordáis?... aquel teclear de los hombres con los dedos. «Pero, mujer,» os pregunté yo una vez, «¿por qué teclearán así sin parar?» Y era para eso, para apretar el botón del humo. Ni señal de él notamos en toda la noche.
Los dos amigos no sabían cómo ponerse para contener la risa, que se les escapaba a borbotones.
—De lo que no estoy yo segura —continuó Salomé,— es de si aquella fiesta fue lo que se llama una verdadera... inclemencia... quiero decir, intemperie, de esas como la que piensa dar la de Muñorrodero...
—¿Un garden-party? —preguntó Casallena, relamiéndose de gozo, porque le tenía grandísimo siempre en oír despotricar a aquellas excelentes señoras.
—Eso mismo —respondió Salomé.— ¡Nunca me acuerdo de la condenada palabra extranjera! Pues esa fiesta que se llama así, es la que a nosotras nos mete en dudas. ¡Como ha visto una tantas! Porque ustedes no pueden figurarse qué vida de reventadero es la nuestra en cuanto llegamos a Madrid, por el afán de obsequiarnos tantísimos parientes y amigos como allí tenemos, relacionados con lo mejor de la corte... Y tanto ve una y tan deprisa y en tantas partes casi a la vez, que se forma una maraña con los recuerdos de todo, y se vuelve una imposible, vamos, lo que se llama imposible.
—¿Y por eso —dijo Casallena,— no sabe usted en este instante, a punto fijo, lo que es un garden-party?
—Cabalmente.
—Pues yo tampoco.
—¿Que no lo sabe usted?
—No lo creas, Salomé, —dijo Loreto.
—¡Grandísimo embustero! —exclamó Jovita.— ¡No saber una cosa tan sencilla un cronista de salones!
—Pero de salones de acá —corrigió con gran mesura Casallena,— que no es lo mismo, ténganlo ustedes muy en cuenta. Además, yo no he puesto eso de la Muñorrodero en El Océano, y no estoy obligado a descifrarlo. De todas maneras, aquí tienen ustedes a Juanito que nos puede sacar a todos de dudas, porque conoce el inglés... y los hachones fumívoros.
—Lo mismo que estas señoras —dijo el aludido muy impávido.— De modo que si la fiesta en que ellas los vieron fue un garden-party, ya saben en qué consiste.
—Pues no es otra cosa, —afirmó Casallena para salir del paso.
—¿Nada más? —preguntó Salomé, como si le pareciera poco y lo hubiera visto alguna vez.
—Nada más, —contestaron los dos amigos.
—Y hablando de otra cosa —dijo Loreto,— ¿han estado ustedes en la estación a la llegada del exprés?
Contestáronla que no.
—¿De manera que no saben ustedes qué recibimiento ha tenido esa familia allí?
Otra vez la dijeron que no.
—¿Ni han tenido ocasión de conocer de vista al vizconde ese que ha llegado con ellos, novio de María Casa-Gutiérrez?
Tampoco habían tenido esa ocasión, sino a medias, viendo pasar los dos coches rápidamente hacia la playa.
—Hijos —exclamó entonces Salomé,— ¡qué ganga se han perdido ustedes! ¡Ay, qué tipo!
—¿Y no sería mejor —preguntó Juanito,— que echáramos unos parrafejos sobre el caso de la otra, de la pobre Irene Brezales, enfrente de esta complicación tremenda de sucesos?... ¡Qué tosas sabrán ustedes!
—¡Para la inocente que se las contara si las supiera! —le respondió Jovita.
—Y ¿qué sabemos nosotras que no sepan ellos? —le dijo Salomé.— No te dejes seducir, Jovita, que estos tunantes son muy largos.
—No sé —respondió Casallena,— por qué hemos de saber nosotros tanto como ustedes saben.
—¡Pues digo! —repuso Salomé,— ¡los íntimos del interesado!
—Ese interesado harto hace con llevar la cruz en silencio y medio a oscuras; porque ésta es la verdad: ignora la mitad de lo que le pasa... digo yo que la ignorará.
—¡Y quieren ustedes que sepamos nosotras mucho más! ¡Estaría bueno eso!... Vamos a ver, para hablar un poco de todo: ¿conocen, digo, tratan ustedes a las de Gárgola?
—¡Buenas personas! —respondió Casallena.
—¡Guapas chicas! —añadió Juanito.— Este verano andan mucho con las de Brezales. ¿De qué les viene la amistad?
—De haber sido recomendada toda la familia a la de don Roque por un corresponsal muy poderoso de Madrid... Creo que ellas también son ricas...
—Y desde luego muy guapas, como afirmó hace un instante Juanito, que es voto en la materia —dijo Casallena,— y además muy sencillas y además muy elegantes, y además muy modestas... Y ¿por qué me preguntaban ustedes si las tratábamos?
—Porque nos dieran algunas noticias de ellas, —respondió Salomé.
—Creía yo —dijo Juanito,— que eran ustedes amigas suyas.
—Pues ahí está el caso —observó Loreto,— que estamos a punto de serlo...
—Nos han ofrecido su casa —apuntó Jovita,— y pensamos ir a visitarlas de un día a otro.
—Nos las presentaron las de Brezales —añadió Salomé,— una tarde, porque ellas les habían pedido ese favor... Conocen en Madrid a algunos parientes nuestros; y, sin duda, por lo que les han oído, tenían ese deseo tan natural. Y ¿qué ha de hacer una? Esto, aun tratándose de personas menos distinguidas y simpáticas que esas... Por lo demás, hijos del alma, pueden ustedes creérmelo, y lo mismo les dirán éstas, porque las tres pensamos de igual modo sobre este particular: cada nueva relación que nos cae de esa clase, es una pesadumbre; porque se va haciendo aquí la vida imposible en el verano. No hay cuerpo que lo resista, ni tiempo que alcance para tantas atenciones y jaleos. En las calles no se cabe, el ruido aturde, el polvo ahoga; aquí las ferias, allá conciertos; hoy toros, mañana jiras; fuegos esta noche, en la siguiente veladas en la playa, aunque allí siquiera hay espacio y fresco que respirar; ¡pero en el ferial!... en aquel callejón de fuego, pues no parece otra cosa, tan angosto y tan espeso de luminarias por arriba y por los lados, con los gritos de los tenderos, y el cencerrear de los teatrillos, y la marca de gentes que la llevan a una en vilo, materialmente en vilo, algunas veces; y métase usted en este barracón, apestando a moco de candil, para ver el monstruo de las tres cabezas, o los hombres chiquitines, o los espectros ensangrentados; o en el circo de los caballitos, o en el caserón de las fieras, y en esta rifa y en aquel barato... porque hay que verlo todo, y dar cuenta de todo a los que no lo hayan visto, para que vayan a verlo, como si fuera negocio de una... Por suerte, ya acabó eso por este año. Deme usted luego las visitas de cumplido y no de cumplido a éstas de Valladolid y a las otras de Salamanca o de Segovia, y lleve a las recomendadas de la Ceca a la Meca para hacerlas los honores y muy agradable la temporada, ahora en tranvía, después en ferrocarril y luego en vapor, y al otro día en coche por la carretera; a este paseo, a aquel espectáculo; a la playa; de día por esto, de noche por lo otro; al pueblecillo de aquí, porque es de secano; al de allá, porque es de regadío... en fin, la mar de cosas, de gentes y de jaquecas. Y así, más de medio julio y casi todo agosto... ¡Ay, qué ganas tengo de que llegue septiembre!...
No dijo más Salomé, porque la faltó el resuello; pero lo dicho lo dijo de perlas. Casallena y su amigo la aplaudieron a rabiar, por entusiasmo de artistas solamente, puesto que les era bien notorio que todos aquellos lamentos eran un puro embuste.
—Y tiene muchísima razón, —añadieron al aplauso de los mozos las otras dos embusteras.
—¡Yo lo creo! —exclamó Salomé en un arranque de actriz poseída; y luego, sin considerar que desmentía con ello todo lo que acababa de fingir, continuó: —¿Y para qué? Para que venga el otoño y nos quedemos en cuadro, y cada uno se meta en su casa, tristón y macilento, a murmurar de su vecino y a husmear vidas ajenas o a pedir por Dios a infelices como nosotras que, de vez en cuando, los reunamos aquí para no morirse de pesadumbre y de frío... porque hay que decir la verdad: los inviernos en este pueblo son imposibles, ¡lo que se llama imposibles!
Aquí también la aplaudieron los mozos; pero no por la brillantez del párrafo, como antes, sino por lo que, en opinión de ellos, tenía de verdad en el fondo; es decir, por todo lo contrario de la otra vez; cuenta en que no cayó la aplaudida, ni tampoco sus hermanas, porque las tres andaban tan acordes en estas incongruencias del meollo como en todo lo demás.
Estando en estos graves asuntos ocupada la tertulia, se oyó la campanilla del vestíbulo, y luego la puerta de la escalera; en seguida un pisar de cierto modo en el corredor; y, por último, el mismo sonido de pasos lentos, que no sonaban, en el gabinete contiguo a la sala. Momentos después asomaba la jeta en ella, dejando todo lo restante de su cuerpecillo acartonado en el carrejo, la Cándida.
—Señorita Jovita —llamó con su voz de monago con anginas.— Con permiso de los señores...
—¿Ustedes me le dan? —díjoles la viuda, muy zalamera, a medio levantarse del sofá.
—Sí, señora —respondió al punto Casallena, tocando con el codo a su amigo y poniéndose de pie.— Y además nos vamos.
—¡Tan pronto! —exclamaron Loreto y Salomé, levantándose, como movidas por un resorte, de sus respectivos sillones, en los cuales no cabían desde que oyeron las pisadas silenciosas del visitante del gabinete.
Juanito Romero fue el que se tomó el trabajo de decirles cuatro embustes de cajón, que procedían allí para justificar un acto que acababa de hacerse forzoso para ellos, y de añadir media docena más, alusivos al contrabatido del gabinete, mientras Casallena paseaba maquinalmente su mirada melancólica por aquellas paredes, salpicadas de retratos detestables, y por aquellos muebles y rinconeras, atestados de charras porquerías de la industria, presumiendo de obras de arte.
Bajando la escalera los dos, dijo el uno a otro:
—Por supuesto, que el del gabinete es él.
—¡Quién lo duda? —respondió el preguntado.— Con ese modo de pisar, en esta casa, y a raíz de llegar los otros; blanco y migado, y se come con cuchara...
—Pancho Vila neto...
IX. Lo de Irene
No era broma, como a verse va.
Es cosa averiguada que, desde el punto y hora en que don Roque Brezales intimó con la familia del «prócer» y vio que su hijo (el del «prócer») entraba en su casa (en la de don Roque) como Pedro por la suya, le cautivó la idea de casar a Irene con Nino. Si tomó de buena fe las familiaridades o franquezas amistosas de éste con su hija por inteligencias de otra especie, no se sabe a punto fijo, como se ignora igualmente si de los deseos y aprensiones de don Roque participaba su mujer, y si hubo entre ambos conversaciones o acuerdos acerca del particular. Pero son hechos innegables, que no mentía el pobre hombre, aunque anduviera muy lejos de la verdad, cuando, en Madrid afirmaba al «prócer» que Irene había calado las intenciones de Antonino y que no las desdeñaba; porque en aquel instante, por la fuerza de sus deseos, creía él que así debían de pasar las cosas, y así las soñaba; que cuando, vuelto a su casa, trató del asunto con su mujer, ésta no le halló descabellado, y que, sin cruzarse entre los dos el más mínimo reparo, resolvieron dar comienzo a la empresa sin perder un solo instante.
Doña Angustias llamó a Irene a su cuarto, es decir, al cuarto de doña Angustias, donde se hallaba ya don Roque paseándose con inquietud.
Encerrados los tres allí, porque doña Angustias hasta corrió el pasador de la puerta por miedo a la curiosidad de Petrilla y al fisgoneo de las criadas, aquélla, en cuanto tuvo a Irene sentada a su lado, la dijo, con no muy segura voz, porque de ciertos particulares nunca se habla con serenidad completa:
—Te hemos llamado aquí para informarte de un asunto que te interesa mucho, y a nosotros también. Tu padre, que está mejor enterado que yo, te dirá lo que ocurre... Díselo, Roque.
Don Roque, que no había cesado de ir y venir por el cuarto, ni de carraspear, estudiando el discurso que juzgaba necesario para dar a la escena la solemnidad debida, ya que no para convencer a Irene, porque desde luego la daba por convencida, acudió al llamamiento de su mujer; acercose a las dos, y plantado, con las manos en los bolsillos, delante de su hija, a quien aquellos preparativos inesperados y teatrales tenían suspensa y como azorada, la dijo, tanteando mucho las palabras y sacándolas una a una del montón de su memoria:
—Hija mía, yo no sé si tú te habrás hecho el cargo alguna vez de lo mucho que vales, y de que pudiera llegar un día en que necesitaras tomar estado... Porque hay que pensar en todo, Irene, y estar muy al tanto de cómo son las cosas en sí para salir por la puerta del medio cuando sea llegada la hora de salir por alguna parte...
Don Roque, haciendo una pausa aquí, debió asombrarse de este gallardo artificio de su ingenio, porque fue como de triunfo la expresión de sus ojos al clavarlos en Irene, que parecía estar viendo visiones por lo extraño de su actitud y de sus miradas, tan pronto a su padre como a su madre.
—¿Te has enterado bien de estas reflexiones mías, hijas de la experiencia de los años y de mis cariñosos sentimientos paternales? —preguntó don Roque a Irene, sin apartar de ella su triunfal mirada.
Y como tampoco a esta pregunta respondiera una palabra Irene, que iba de asombro en asombro, añadió don Roque estas otras:
—Pues yo he pensado por ti en esos delicados particulares, porque ese era mi deber, ¿estás tú? y además, porque quiero, porque queremos, sobre todo, tu felicidad... tu felicidad, ¿me entiendes? Fíjate bien: tu felicidad. Corriente. Esta chica (me he dicho yo para mis interiores muchas, muchísimas veces) esta chica, por su personal elegante, por las riquezas de su honrado padre y por la educación que tiene, llamada en su día a tomar estado, no hay quién que se la merezca en toda la geografía de esta ciudad, por rico, y peripuesto, y currutaco que sea el hombre que la pretenda. Otras campanillas que las que aquí se usan ha de sonar el pretendiente que se la lleve en justicia y con el consentimiento de sus padres. ¿Es así o no es así, Angustias, el modo que yo he tenido siempre de considerar este delicado punto de mis deberes... de nuestros deberes, mejor dicho?
—Así es, sobre poco más o menos —respondió doña Angustias, que estaba en ascuas entre el estilo desbaratado de su marido y las sensaciones que iban reflejándose en la cara de su hija, primero roja como la grana, y pálida al fin, como la muerte.— Pero creo yo que sería mejor sacarla cuanto antes de la curiosidad en que la hemos metido con este aparato y esta... Mira, hija mía —añadió acercándose más a ella y expresándose en el tono medio chancero, medio grave, pero siempre cariñoso, que tan diestramente usan las mujeres cuando la ocasión le pide, como entonces le pedía:— se trata de que un joven muy conocido nuestro... y tuyo, galán, distinguidísimo, ilustre, y titulado además, desea casarse contigo; y que su padre, el primer hombre de España, se lo ha hecho saber al tuyo... ¿No es así, Roque?
—Justamente, —respondió Brezales, alegrándose de que su mujer le hubiera sacado tan fácilmente de su atasco.
A todo esto, Irene había bajado la cabeza, como si de pronto se le hubiera caído la casa encima. Ni siquiera preguntó de qué novio se trataba; pero nada de ello admiró a don Roque, porque no esperaba él menos en aquel trance de una muchacha tan ruborosa, tan inexperta y tan recogida como Irene. En cuanto a doña Angustias, posible es que leyera algo más que su marido en aquel abatimiento repentino de su hija, si se ha de juzgar por ciertas arrugas de su entrecejo mientras la estuvo contemplando en silencio unos instantes.
Pasados los cuales, la dijo muy afectuosa:
—Conque ya me has oído, hija mía: dinos ahora tú algo.
—Justamente —añadió don Roque,— dinos lo que te parezca.
—¡Lo que me parezca! —repitió al cabo Irene, con una voz insegura, desentonada y angustiosa, como si la emitiera a la fuerza y sin saber para qué.— Y a mí, ¿qué ha de parecerme?...
—Eso es —dijo don Roque, apoyándola muy ufano,— ¿qué ha de parecerle a ella? Lo que a nosotros. Hay preguntas bien excusadas. ¿No es cierto, Irene?
—¡Qué ha de parecerte? —exclamó doña Angustias, prescindiendo en absoluto de la interrupción de su marido.— Bien o mal, o ni lo uno ni lo otro... Para eso sirve el entendimiento... y la curiosidad. Por de pronto, ni siquiera nos has preguntado quién es él.
—Tiene usted razón —respondió Irene, como una máquina de hablar lento y desmayado.— No se me había ocurrido.
—Es natural, ¡qué demonio! —dijo aquí don Roque, que cuanto más miraba y oía a su hija, más fascinada la creía por la visión de la felicidad con que la brindaban.— Estas cosas siempre conmueven; y así, de golpe y porrazo, mucho más. Vaya, mujer, digámosla de una vez de quién se trata, para sacarla cuanto antes de su apuro. ¿Quieres que se lo diga yo? Pues allá va, que no es para afrentar a nadie: Antonino Casa-Gutiérrez, el hijo de nuestro ilustre y gran amigo el duque del Cañaveral... Ese es el novio de usted, señora marquesa de Casa-Gutiérrez, o duquesa del Cañaveral, como usted guste. ¡Ja, ja, ja!
Y soltó aquí la carcajada el bendito de Dios, admirado otra vez de su travesura, y convencido de que, con el apóstrofe ingenioso, había dado a su hija la última y más sabrosa dedada de miel. Pero Irene no acusó el recibo de la noticia con una sola palabra, y hasta hubiera podido creerse que no se había enterado de ella, a no ser por una mirada que dirigió a su padre, y que era, para un lector más ducho en el manejo de esos libros, un poema de dolor, de invencibles repugnancias y de asfixiante desconsuelo.
—¿También ahora nos vas a dar la callada por respuesta? —la preguntó doña Angustias con un desabrimiento que no pudo reprimir al verla en aquella actitud de estatua melancólica.— ¿O es que lo habías adivinado por las señas?
—Justamente, —respondió Irene, con los ojos empañados.
—Es claro —añadió don Roque, hecho unas castañuelas.— Si aciertas lo que llevo en la mano... ¿eh?... ¡Ah! picarilla. Juegan los pasiegos... digo, riñen los contrabandistas, y descúbrese el pasiego... ¡Voto al chápiro, que te ha de caer la corona esa como santo en la peana! Y no te apures, que aquí hay cera larga para alumbrarle. ¡Ja, ja, ja! ¡Y qué calladito se lo tenían!... ¡Vaya, vaya, vaya!
Irene volvió a mirar a su padre, como si le pegara con los ojos.
—¿De manera —dijo doña Angustias,— que nada tienes que replicar a lo que te hemos dicho? ¿que todo te parece bien? Y ¿cómo no había de parecerte así? Si hubiera motivos para otra cosa, no te lo hubiéramos propuesto nosotros, que queremos tu felicidad... ¡Ay! hija mía, ¡cuántas han de envidiarte!...
—¿Cuántas? —interrumpió don Roque.— Todas, casadas y solteras; el pueblo entero de punta a cabo... ¡Ah, farolones de retreta! ahora se verá quiénes son personas de comiflor, y quiénes menudencia de chapucería... Pero de esto ya hablaremos. Ahora, hija mía, tranquilízate poco a poco; da gracias a Dios por lo mucho que te quiere... y déjame que te dé un abrazo, porque tengo mucho antojo de ello.
Precisamente en aquel instante se levantaba Irene del sillón en que había estado sentada. Parecía que le faltaba aire que respirar en aquella habitación, y que sus angustias crecían a medida que su padre la llenaba de parabienes. Entendió él, al verla levantarse, que se apresuraba a cumplirle los deseos, y corrió a estrecharla entre sus brazos. Suerte fue el antojo para la infeliz; porque, sin aquel arrimo, se hubiera desplomado en el suelo. Por eso estuvo largo rato abrazada a su padre. En cuanto se le hubo pasado el vértigo, desprendiose del arrimo y salió de la estancia apresuradamente, ocultando las lágrimas que se le agolpaban a los ojos.
—¡Vaya, que la ha hechizado la noticia! —dijo a los pocos momentos don Roque hacia su mujer, que aún tenía la vista clavada en la puerta por donde había salido Irene.— ¡Si eso era de esperar, Angustias, era de esperar! Blanda va la infeliz como una cera, y dulce como unas mieles. Ya se ve ella, inocentona y cobarde, y nosotros encerrándola aquí con tanto misterio, como si fuéramos a sacarla los ojos; decirla de golpe y porrazo: «ya se sabe lo que tan callado teníais,» cuando quizás estuviera temiendo, la bendita de Dios, que se lo tomáramos a pecado mortal...
Doña Angustias volvió entonces la mirada hacia su marido, y le preguntó:
—¿De veras te parece que va satisfecha?
—Pero, mujer de Dios —exclamó don Roque maravillado de la pregunta,— ¿es posible que tú lo dudes?
—Psch... de dudar es —respondió doña Angustias con cara hasta de negarlo en absoluto.— Y en el caso de que tú no te equivoques, ¿qué hacemos por de pronto?... Porque ella, fíjate bien, no ha dicho una palabra ni en bien ni en mal.
—Pues harto claro está lo que hemos de hacer —replicó don Roque esponjándose mucho:— escribir inmediatamente al duque que con formas y adelante. ¿Qué otra cosa ha de hacerse?
—Hombre, ponerse siquiera de acuerdo con ella... Puede que tenga algún reparo que hacer...
—¡Otra vez los reparos!... Y ¿por qué ha de hacerlos? Y ¿por qué no los ha hecho aquí, si se le hubieran ocurrido? ¡Pues mira que el asunto es para ponerle reparos! ¡Qué desconocimiento del corazón humano y de las cosas del mundo, señor!... Pero ya que tan cortas de vista sois, porque no tenéis las mujeres obligación de calar más adentro, suponte que a Irene, por razón de su inocencia y de su cortedad, se le ocurriera que este escrúpulo y que el otro; que este dengue y que el de más allá... Pues en lugar de andarnos con apelativos tú y yo, mandar que venga ese médico de Madrid cuanto más antes; y verás cómo la deja como unas perlas, en un dos por tres.
Doña Angustias, después de oír a su marido, reflexionó unos instantes; y al cabo de ellos, levantose del sillón y dijo muy resuelta:
—Puede que tengas razón.
—¡Pues yo lo creo! —exclamó don Roque contoneándose y despidiendo rayos de vanidad satisfecha por todos los agujeros de su faz.— Y vamos a ver —añadió descendiendo unas cuantas gradas de la altura en que se había encaramado de repente,— ¿se le dice algo de esto a Petrilla?
—¿A Petrilla? —repitió doña Angustias, quedándose un poco pensativa. Y luego añadió:— Que se lo diga su hermana si quiere; y si no se lo dice y ella nota algo y pregunta... En fin, ya habrá ocasión de que lo sepa cuando deba saberlo. Por de pronto, tú escribe la carta que ha de ser la que cierre todas las puertas de escape; léemela después a mí sola, ¿entiendes? a mí sola, y ponla tú mismo en el correo, en el de hoy; que por más que creas otra cosa, también entiendo yo algo, aunque mujer, de esos corazones humanos y de esas cosas del mundo de que hablabas antes.
Muy pocas palabras más que éstas se cruzaron entre los dos interlocutores en aquella ocasión tan señalada, que es la que dio origen a la carta de don Roque, que se reproduce en la escrita por Nino Casa-Gutiérrez desde Madrid a un su amigo.
Ahora conviene saber que Irene, con sus apariencias y su fama de «terrible,» era, en determinados casos, la mujer más pusilánime que pudiera imaginarse; y siempre, y a todas horas, el espíritu más honrado, más sincero y más impresionable que jamás encarnó en criatura humana. En los corrientes y ordinarios sucesos de la vida, su corazón y su cabeza marchaban al unísono y como un péndulo de compensación; pero en cuanto las cosas la llegaban al alma, se recogía maquinal y súbitamente dentro de sí misma, y ¡adiós frescura, y lucidez, y fortaleza! Corazón, inteligencia, juicio... todo se le desmoronaba a un tiempo; de todo ello desconfiaba, y todo lo temía ya. Hasta que pasaban los efectos más tempestuosos del inesperado choque, adquiría el espíritu su reposo, y recobraban su ordinario equilibrio las dislocadas ideas y las perturbadas sensaciones. Esto era, en substancia, Irene; y por ser así, ella, que por don de Dios tantas y tan buenas armas tenía para haber luchado valientemente en aquella emboscada en que fue sorprendida, se sintió indefensa y huyó cobarde, por lo que tuvo para ella de inesperado el suceso y de repulsivo el asunto.
Pero era la pesadilla de tal condición para aquel ánimo inexperto, que corrieron muchas horas antes que Irene lograra darse cuenta cabal de lo que la estaba pasando. Después comenzó a formar propósito de resistirse a muerte, y, por último, a trazar el plan de resistencia. Por fortuna, y en concepto suyo, la gravedad misma del caso daba tiempo para todo o la engañaba mucho la memoria, o ella en nada había consentido. Apenas había desplegado los labios en la memorable entrevista. Pensó consultar el punto con su hermana; pero fiaba poco de su consejo, porque la creía muy tocada de las vanidades de familia, y aplazó la consulta... para más adelante, si la juzgaba necesaria.
Entre tanto, aquel día no salió a la mesa ni a la calle; le pasó encerrada en su cuarto, afirmando a Petrilla que tenía un ataque de jaqueca a los demás, que se guardaban mucho de preguntarla lo que tenía cuando entraban a verla, les pagaba con medias palabras las que ellos la dirigían para infundirla alientos, como si realmente estuviera enferma. Para don Roque todo aquello era un efecto natural de las placenteras emociones recibidas con la noticia. Doña Angustias fruncía el entrecejo y callaba la boca.
Así pasaron des días. Durante ellos, Irene, que ya salía a la mesa, aunque pálida y desalentada, dueña de todo su discurso y bien provista de resolución y de entereza, se vio tentada varias veces a provocar otra entrevista como la primera para resolver su conflicto con una negativa terminante, apoyándola, en caso necesario, en razones de buen temple, que tenía acopiadas para eso; pero, reflexionando que nadie había vuelto a decirla una palabra que tuviera la más remota conexión con el empecatado negocio, al paso que su padre y su madre hasta despilfarraban las de cariño, por si esto era señal de que, enjuiciadas las cabezas y vistas las cosas claras, se pretendía poner término al asunto de aquel modo tan prudente y delicado, que a ella le parecía de perlas, decidiose a callar también; y a la chita callanda observaba, para ajustar su conducta a los sucesos.
Corrieron dos días más, y comenzó a hacerse en aquella casa la vida normal de los mejores tiempos, porque Irene se mostraba animosa y hasta risueña a ratos. De lo cual deducía su madre que la reflexión la había curado de las aparentes repugnancias, y el optimista don Roque, que no se había equivocado al creer que todos los desconciertos y desmayos de su hija habían sido «pura tremolina de gusto.» Por lo que hubo entre ambos cónyuges muchos y muy halagüeños comentarios.
Petrilla, en tanto, husmeaba como un diablejo, tentada de una curiosidad devoradora; porque no podía ocultarse a su malicia que, desde la jaqueca de su hermana, allí estaba pasando algo muy desacostumbrado. Preguntó una vez a Irene, e Irene se encogió de hombros; preguntó también a su madre, y su madre la envió enhoramala; por último, acudió a su padre, el cual, como ya no le cabía el secreto en la boca, le tuvo en la misma punta de la lengua para declarársele a la curiosuela; pero no le declaró tampoco, aunque confesó que había secreto. Era lo más que podía exigirse de su escasa fortaleza.
—Lo sabrás en su día, —dijo a Petrilla con mucho encarecimiento.
—¿Luego hay algo que saber? —preguntó ella devorándole con los ojos.
—Puede que sí, —respondió don Roque.
—¿Y por qué no se me dice? —replicó la otra casi llorando.— ¿No soy yo de casa, como los demás?... ¿O se desconfía de mí?
—Vaya, niña —contestó su padre muy chancero, dándola unos golpecitos en el hombro,— menos curiosidad y más cachaza. La prometo a usted que sabrá lo que debe saber en cuanto llegue lo que hace falta... y no digo más.
Lo que hacía falta era la contestación del «prócer» a la carta de don Roque; la cual contestación llegó al día siguiente, acabando de sacar de sus quicios mal seguros a Brezales.
Como escrita con evidente intención de que se leyera en familia, la carta aquella era un prior en su género; la quinta esencia de una de las muchas habilidades que poseía el famoso, cortesano, politicón de largos colmillos, marqués de Casa-Gutiérrez y duque del Cañaveral. Brezales la devoró temblando de vanidad y de gusto. En seguida llamó a su mujer y a Petrilla; y sin preparar a ésta con otro exordio que la advertencia de que escuchara con religiosa atención, la leyó en voz campanuda de punta a cabo.
Petrilla se quedó estupefacta.
—¿Irene conforme con eso? —exclamó haciéndose cruces.
—Ya lo ves —respondió su padre, metiéndole la carta por los ojos.— Y ¿por qué no ha de estarlo, señora mía?
—¡Imposible! —afirmó la jovenzuela con la mayor seguridad.
Doña Angustias miraba tan pronto a la una como al otro; pero no desplegaba los labios.
—Ahora lo veremos, —contestó don Roque triunfante.
Y llamó a Irene al cotarro. El corazón la dijo al entrar y enterarse del cuadro aquel, que allí iba a suceder algo parecido a lo otro; y se inmutó, pero sin perder la entereza de su ánimo, porque desde lo de marras, vivía muy pertrechada y apercibida.
—Acaba de regocijarte, hija mía —la dijo su padre, después de cerrar la puerta del gabinete en que acontecía: lo que se va narrando,— que ya tenemos aquí la última palabra sobre el consabido asunto... Y ¡qué palabra, Irene, qué palabra! En fin, como de quien es. Escucha.
Y se dispuso a leer la carta en alta voz.
Doña Angustias las estaba pasando de muerte, y Petrita toda se volvía ojos para penetrar en lo más profundo de su hermana, a quien iba amontonándosele una borrasca en el entrecejo.
El contenido de aquella carta, que leyó don Roque conmovido de entusiasmo, cayó sobre la infeliz como una bomba. Creía posible a todas horas que se reprodujera algo de lo pasado; pero ¡tanto como aquello!... Lo brutal del golpe la aturdió por unos instantes; pero no la acobardó como la otra vez. Rehízose pronto; y encarándose valiente con su padre, pálida de indignación y con el alma dolorida, preguntole:
—¿Qué es esto? ¿Quién lo ha autorizado sin contar conmigo? ¿Cuándo he dado yo mi consentimiento?
Don Roque se quedó hecho una estatua; su mujer no sabía dónde meterse, y Petrilla los miraba con un gesto que venía a significar: «¿No lo decía yo?»
—Pero, mujer —se atrevió a apuntar Brezales,— ¿no habías quedado tú conforme en todo y por todo?
—¿Yo conforme con eso? —exclamó Irene asombrada de la pregunta.— ¿Cuándo? Ni ¿cómo era posible que me conformara? Pero en la duda, si la han tenido ustedes, ¿cómo no han vuelto a consultarme antes de dar ese paso? ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué se hacen conmigo esas cosas?
Y aquí, la desdichada se dejó caer en un sillón, anegada en lágrimas. Don Roque comenzó a hacer pucheros, mientras su mujer y Petrilla acudían a consolar a Irene.
Sucedieron a este día otros dos tan amargos como él para toda la familia de Brezales. Irene, después de repetir una y cien veces que jamás se prestaría al sacrificio que querían imponerla, volvió a incomunicarse con todos y a pedir al silencio y a la soledad los consejos que necesitaba para hallar una salida, si la había en el negro abismo en que la habían arrojado. Petrilla la visitaba a menudo por la puerta de comunicación de sus respectivos dormitorios. Al principio se limitaba a sentarse a su lado, oírla llorar y dirigirla de tiempo en tiempo alguna de las palabras de ese montón de frases hechas que el uso ha consagrado para lances como aquél y para las visitas de duelo. Después ya se atrevió a colarse más a fondo.
—Pero, alma de Dios —llegó a decirla,— ¿cómo tú, tan fresca y desengañada cuando quieres, te dejaste coger de esa manera?
—Como te hubieras dejado tú —respondió Irene enjugándose las lágrimas.— Porque lo que conmigo se ha hecho es una verdadera infamia... con la mejor intención, si quieres; pero, al cabo, una infamia, y de las más negras... Me llamaron allá, me encerraron con ellos... Yo no sospechaba para qué. Papá comenzó a prepararme con unos rodeos muy extraños y unas ponderaciones... muy ridículas, puedes creerlo... Con esto sólo, ya no sabía yo ni dónde estaba... soy así con todo lo serio que me coge desprevenida. Después le cortó mamá el sermón en lo más enrevesado; y en cuatro palabras me dijeron entre los dos que el duque ese, ese estafador de bobos ricos, como unos que yo me sé, había pedido a papá mi mano para el sin vergüenza de su hijo... Yo cegué entonces, Petrilla; me aturdí, como si de pronto me hubiera caído encima un peñasco. Me hicieron unas cuantas preguntas que dejé sin responder... porque me faltaba serenidad para poner en orden todo lo que yo sentía... Además, papá no me daba tiempo para nada, porque él respondía por mí arreglando las cosas a su gusto... Esto me desconcertaba cada vez más, y ya no tenía otro pensamiento que salir pronto de allí para serenarme un poco y pensar con calma las razones que había de dar para negarme en redondo... en redondo, Petra; porque te aseguro que antes me dejaría descuartizar que consentir en eso. Levanteme medio muerta, y salí del cuarto en esta situación que te explico. Contaba yo con que se trataría el caso honradamente. ¡Cómo había de sospechar que en cuanto volviera la espalda habían de escribir a Madrid diciendo que yo estaba conforme!... Porque esto es lo que resulta de la carta que me han leído. ¿Tú te enteraste bien de ella?... Hasta nos vende el caso como un gran favor el señor farsante ese. ¡Y al bendito de nuestro padre se le caía la baba al leerlo! ¡La vanidad, Petrilla, la vanidad tonta que consume al inocente de Dios, tiene la culpa de todo esto!... Pues bien: cuando yo me iba serenando un poco, y hasta empezaba a creer que se quería dar al olvido el asunto, y por eso no volví a mencionársele a ellos... ocurre lo que tú presenciaste. ¿Ha sido esto honrado y decente? ¿No hubieras caído tú también con esa misma zancadilla traidora? ¡Y mamá, que debe ver estas cosas más claras que su marido, le ha ayudado en esa indignidad! Y tú misma, ¿por qué no me has dicho algo de lo que se tramaba?
—¡Yo! —exclamó Petrilla al punto, muy resentida del apóstrofe de su hermana.— ¡Me hace gracia, mujer, cuando la primera noticia que tuve de ello fue la carta esa que me leyeron unos momentos antes que a ti! De otro modo bien distinto habrían pasado las cosas si tú no hubieras sido tan reservada conmigo y me lo hubieras contado en seguida... Pues bien te busqué la lengua aquel día y al siguiente; porque lo de la jaqueca no me lo tragaba yo.
—Tienes razón, Petrilla, y perdóname; pero ya te lo he dicho: al principio, yo no sabía dónde estaba ni lo que más me convenía; y después, con la ilusión de que todo había concluido, no me apuraba mucho por que lo supieras. Tiempo quedaba para ello.
—Corriente —dijo Petrilla con la mayor formalidad.— Y ahora, ¿qué es lo que piensas hacer?
—Seguir negándome a todo por encima del mundo entero, —respondió Irene con gallarda entereza.
—¿Y por qué? —preguntó Petrilla cruzándose de brazos y mirando a su hermana con los ojos cargados de malicias.
—¡Está buena! —respondió la otra sorprendida muy desagradablemente con la pregunta.— ¿Ahora salimos con eso? ¿A que vas a concluir por encarecerme el acomodo?
—Verdaderamente —replicó la cendolilla,— que no es lo que se llama una ganga para una chica de tus prendas, con aquel pescuezo, y aquella calva, y aquel color de membrillo, y aquella duquesa madre, y la otra duquesa hermana, y el duque viejo, y el mozo, y la avefría soltera... pero es galán distinguido, viste al pelo, no es tonto... y será duque; fíjate bien, Irene: será duque; y su señora, duquesa, por consiguiente, y duquesa de Madrid, que es ¡vaya! ¡uf!...
—Pues mira —dijo Irene que casi se sonreía con las cosas de su hermana,— ya que tanto te deslumbran esas pompas, carga tú con ellas, que a tiempo estamos. Así como así, lo que a él le interesa, y a toda su ilustre casta también, no es la persona de tu hermana, sino el dinero de tu padre.
—Lo siento mucho; pero no puedo ni pensar en ello —respondió Petra con afectada gravedad,— porque estoy comprometida: bien lo sabes... Pero no iba yo por ahí precisamente —añadió variando de tono y de ademanes:— más bien te quería preguntar si en esa resolución que has formado de negarte... a eso, no entra por algo... lo otro.
—Te juro —respondió Irene, coloreándosele por un momento las mejillas, como si hubieran pasado rápidamente sobre ellas un velo carmesí,— que aún sin eso otro, que apenas existe más que en tu malicia, hubiera pensado lo mismo... ¿Pues en tan poco me tienes que has podido dudarlo? ¡Ay, Petra! Considera lo terrible del caso en que me veo; ayúdame, si puedes, en algo, y dejémonos de bromas... Mira, ayer, en mis deseos de salir por alguna parte, escribí una carta a ese... prócer, como le llama papá. Me costó Dios y ayuda: todo me parecía poco, y todo me parecía demasiado. Quería yo decirle que se habían comprendido mal las cosas, y que yo no había pensado en conformarme con semejante proyecto. Que agradecía el favor, pero que no podía aceptarle. Lo sentía mucho; pero así era la verdad. Esto escribí, sobre poco más o menos; pero en seguida vi que, con decir eso a los de Madrid, dejaba por embusteros y bobalicones a todos los de mi casa; porque, por las señas, todos vosotros danzábais como entusiasmados en la carta de papá... y rompí la mía en doscientos pedazos... Y así estoy, atada de manos y pies; expuesta a que el proyecto maldecido se publique, ¡y ya verás cómo se publica! y sin poder decir a las gentes: «no hagan ustedes caso, que todo es un puro embrollo de...» ¡Jesús, María y José, lo que iría descubriéndose!... ¿Ves, Petrilla, ves cómo si papa mismo no rompe esto por sí mismo, como está obligado a hacerlo en conciencia, y como Dios le dé a entender, no hay salida para mí sin un ruido escandaloso?
Petrilla, hondamente afectada, se abrazó con ella y la besó muchas veces. Después siguieron hablando sobre el mismo tema y proponiendo salidas, que iban desechando a medida que las examinaban.
Entre tanto, don Roque y su mujer también tocaban a menudo el cielo con las manos. En hacer esto y en declarar que habían procedido con suma ligereza, era lo único en que iban ambos de acuerdo cada vez que hablaban del espinoso asunto. En todo lo demás relacionado con él, no podían entenderse. Doña Angustias, aunque tan vana como su marido, más perspicaz que él, estimando cada cosa en su verdadero valor, desde que había conocido que era profunda e invencible la aversión de Irene al proyectado bodorrio, quería que don Roque deshiciera, con una carta bien terminante, lo que había hecho con otra; porque lo primero era el bienestar de su hija y el sosiego de la casa. Su marido lo veía muy de otra manera. Afirmaba que su hija llegaría a convencerse, porque era imposible que no se convenciera de que consistía su felicidad y el ustre de toda su casta en casarse con Nino Casa-Gutiérrez, primogénito del duque del Cañaveral, el primer hombre de España. Que creyendo esto de buena fe, y amando como él amaba a Irene, era una locura, una indignidad, un cargo de conciencia romper de lleno con aquella ilustre familia. Que se adoptara, por de pronto, un ten con ten; que se diera tiempo al tiempo, y, entre tanto, que se volviera a tratar del caso con la interesada serenamente y con el fuste que reclamaban las conveniencias de todos. Hasta entonces, Irene solamente había dicho «que no:» faltaba conocer las razones en que fundaba la negativa; y allí le esperaba él.
Y llegó también el día en que se la puso en el trance apetecido por su padre. Cabalmente no deseaba ella otra cosa. ¡Qué biografías hizo de todos y cada uno de los miembros de la «egregia familia.» Se les veían hasta las entretelas del corazón. A ella, a Irene, la habían buscado de cebo para pescar las talegas de su padre; y aún con estas intenciones, todavía se dignaban concederla por marido al perdulario que la jugaría a una carta cuando no le quedara un real de lo estafado a su suegro. No podía darse burla más desvergonzada en los unos, ni inocencia mayor en los otros. Tardó en hablar, pero se despachó a su gusto. Don Roque estuvo a punto de excomulgarla. Doña Angustias echó el montante, y exigió, en bien de todos, que las cosas quedaran así por de pronto, confiando en que la reflexión y la prudencia irían arreglándolas al gusto de cada uno; pero como esto no resolvía nada, Irene, por despedida, declaró que vieran cómo deshacían la maraña las manos que la habían enredado, porque ella ya había dicho y hecho cuanto tenía que hacer y que decir en tan abominable particular.
Sin embargo, está bien averiguado que al otro día, muy temprano, fue a consultar el caso con «el Padre,» el Padre Domínguez, varón docto y de gran consejo, director de la congregación; porque Irene era una de las más fervorosas y entusiastas Hijas de María. Nunca había llevado al confesonario temas de aquella delicada naturaleza; pero «el Padre» era muy bueno, muy virtuoso, muy sabio y muy prudente, gran amigo de la familia; y el apuro de ella muy excepcional y por todo extremo apremiante. Así y todo, la costó entrar en materia después de ventiladas las de la ordinaria confesión; mas a fuerza de empeñarse en ello, aunque parte a medias palabras y el resto entre sollozos comprimidos y tapándose mucho con el velo por los dos lados de la rejilla, logró decir lo que quería. Oyola el Padre con suma atención; meditó el punto largo rato... pero tampoco la sacó de apuros. Aprobó su resistencia, si era mansa y con los respetos debidos, y la causa de ella bien fundada; la recomendó la paciencia, ¡mucha paciencia!... «pero lo de hablar a tu padre, hija mía, ya es harina de otro costal. Eso de meterse en las casas ajenas a fallar en asuntos de familia, es más de lo que a ti te parece. Sin ello y todo, nos ponen los malévolos como hoja de perejil. Conque figúrate tú si nos metiéramos... ¡Ave María Purísima! Ahora, si tu padre me llamara, o tu madre... entonces ya sería otra cosa. «Y con esto, y una buena porción de consuelos cariñosos y de sabias amonestaciones, dio por evacuada la consulta el Padre Domínguez.
No echó Irene en saco roto la salvedad de su confesor; y en cuanto volvió a casa, trató con Petrilla de si sería o no conveniente inducir a su madre a que pusiera el conflicto en manos del Padre Domínguez. Petrilla optó por la afirmativa y se prestó a desempeñar la embajada, y hasta la desempeñó; pero sin éxito bueno. Doña Angustias había hecho los mayores esfuerzos con su marido para que aquello concluyera cuanto antes como Irene deseaba; pero él dudaría de la bondad de Dios antes que de la grandeza e infalibilidad de su amigote, y no había que soñar en que el compromiso se rompiera bruscamente, y mucho menos en que aceptara la intervención de un extraño si no era para ayudarle a salirse con la suya. Ella trabajaba sin cesar con el fin de ir conllevando las cosas hasta que Dios preparara una salida franca, si es que quería prepararla... Lo peor era que el día menos pensado diría aquella familia «allá voy,» en la inteligencia de que estaban aguardándola ellos con vida y alma... pero que Dios proveería, y que, por de pronto, no se hablara más del maldecido negocio.
Y esto fue lo más terminante y claro que Irene logró recabar de los que la rodeaban, en alivio de su amarga tribulación. Hizo por su parte cuanto pudo, que no fue mucho, para echarse el alma a la espalda; y con la resolución firme y jurada de no cejar en su negativa cuando quiera donde quiera que le plantaran el caso delante, volvió a su vida habitual, aunque, más que a gozarla, a arrastrarse dolorida por ella.
Entre tanto, «el público» lo supo todo, porque siempre se saben estas cosas, y cada cual explicaba de distinto modo la resistencia de Irene; pero nadie se ponía en lo exactamente cierto, como también es uso y costumbre en los «dichos de las gentes.»
Y así se estaba: «el público» haciendo diagnósticos a porrillo sobre la palidez y el desánimo de Irene, cada vez que la veía; los de su casa afanándose por distraerla y por alegrarla; don Roque, amén de esto, convencido de que la tempestad iba pasando, por lo cual entretenía las impaciencias de su «consuegro» con cartas que no hubieran ido al correo si las hubiera visto su mujer; y la víctima, la pobre Irene, haciendo de tripas corazón, pasando la mitad de las noches en vela, siempre con la visión de su conflicto delante de los ojos, y el espanto por lo que pudiera acontecer a la hora menos pensada...
Hasta que, al cabo, aconteció, y hubo que decírselo. Según rezaba un telegrama que acababa de recibirse, ellos habrían salido de Madrid aquella misma tarde, y llegarían en la mañana del día siguiente. Las cosas (hablaba don Roque) venían así rodadas; había que considerarlo todo; echar penas a un lado; ponerse en lo justo, y tomar parte en el regocijo de los demás, que por bien de ella se regocijaban. Esto acabó de enloquecerla. Encerrose en su cuarto; acudió su hermana; lloró con ella; la dijo muchas cosas, unas para consolarla, otras para reñirla y todas para convencerla; acudió también su madre, con los mismos recursos y los propios fines; y hasta llegó don Roque con la bata flotante y la visera torcida, y arrimose al grupo, caídos los brazos y entrelazadas las manos palma abajo, sin decir una palabra, pero mirándola triste y suplicante, clavados e inmóviles en el suelo sus anchos pies. Y todo esto aumentaba sus mortificaciones, hasta que pidió, por caridad, que la dejaran sola con sus desdichas, ya que nadie quería ayudarla a descargarse de ellas.
Pasó una noche cruel, y la halló la luz del nuevo día enteramente desvelada y algo febril. Corriendo las horas, oyó que se rebullía su hermana en su aposento; y poco después la vio entrar por la puerta por donde se comunicaban las dos. Irene no se dio por entendida. Adivinaba el motivo de aquella madrugada. Petrilla le confirmó sus presunciones en seguida. El tren llegaba a media mañana, y había que vestirse antes, y no de cualquier modo. Conoció que su hermana no había dormido un instante en toda la noche, aunque Irene aseguraba lo contrario; pero no quiso porfiar por no recrudecer las heridas. En cambio, insistió mucho para animarla a que les acompañara... «a eso» que había que hacer aquel día sin remedio alguno.
—Sería ponerlo peor —respondió Irene.— Nada tiene de particular que yo me quede por enferma, y lo tendría que me vieran allí del modo que habrían de verme.
Petra convino en ello, como convino también su madre poco después. Sólo don Roque pensaba allí de distinto modo; porque por encima de las pesadumbres de su hija, aunque le llegaban muy adentro, y de cuanto con ello y otro tanto más pudiera relacionarse, ponía él por impulso involuntario y natural, irresistible, como el del humo liviano que eleva al globo huero por los aires, los miramientos y agasajos debidos a la ilustre familia del «egregio prócer;» miramientos y agasajos que, solamente por el hecho de ser agradecidos, refluían en don Roque y en toda su casta, transformados en lluvia de gloria refulgente.
Esto no lo declaró así entonces; pero bien hondo, aunque callado, lo sentía, cuando montó con su mujer y Petrilla en su carruaje, pensando más en la cara que pondrían los otros al ver que no salía ella a recibirlos, que en las angustias que la pobre quedaba pasando por pecados que no había cometido.
Irene oyó el rodar del coche alejándose hacia la estación del ferrocarril, y sintió un relativo descanso al considerar que se hallaba sola. Como la cama era un lugar de tortura para ella, probó a levantarse para esparcir la negrura de sus pensamientos con el ruido y la luz del nuevo día, y se halló más valiente de lo que esperaba. Vistiose; despachó a la ligera sus ordinarias tareas de tocador; y para acreditar más a los ojos de sus sirvientas su alegada indisposición, quedose en su cuarto por entonces, y mandó que la sirvieran allí el desayuno.
Por un exceso de celo, suponiendo que no hubiera en el caso ni un asomo de malicia, su doncella, muy poco tiempo después, la sirvió, con el chocolate, El Océano que acababa de colarse por debajo de la puerta, fresquecito y tentador. Irene, después de convencerse de que «no la entraba» el desayuno, cogió el periódico, y, maquinalmente, buscó en él la sección preferida de sus «bellas y adorables suscriptoras:» la Estafeta local. La vio muy nutrida de materia, y, por distraerse un poco, púsose a leerla. A los pocos renglones ya crepitaba el papel entre sus manos ebúrneas y temblorosas; algo más adelante, frunció el entrecejo, y, mejor que leer, parecía traspasar las frases almibaradas con las saetas de sus ojos indignados; por último, rompió a llorar y arrojó el periódico al suelo.
—Pero, señor —pensaba entre tanto la infeliz:— ¿quién va con estos cuentos, a los periódicos? Y ya que ellos lo saben, ¿por qué lo cuentan? Y ya que lo cuentan, ¿por qué el Gobernador no los lleva a la cárcel? Y ya que esto no se haga, ¿por qué a una no le ha de ser permitido poner las cosas en lo cierto y desmentir públicamente a esos grandísimos mentecatos, embusteros, adulones y babosos?... ¡Dios mío!... Pero si, bien mirado todo, no tienen ellos la culpa... ¡Virgen María! ¿Por qué se ha llegado hasta aquí? ¿Por qué me pasa a mí esto?... Pero yo tendré valor... ¡Juro a Dios que he de tenerle para acabar de una vez con martirio insoportable!
Y haciendo coraje y, derramando lágrimas quedó, con los codos sobre el velador y la cabeza entre las manos.
X. Soledades
La lámina de un aparato tan ingenioso que nos diera estampadas en ella las evoluciones del pensamiento humano, sería cosa bien digna de verse en determinadas crisis de la vida. Allí aparecerían, en caracteres legibles, los derroteros del discurso en medio del vertiginoso rodar de las ideas; el hilo sutil que enlaza las más mezquinas con las más sublimes, las lúgubres con las risueñas, las cómicas con las dramáticas; la gran lógica, en fin, de lo que nos parece, a la simple observación, génesis estrafalaria de los pensamientos incongruentes que centellean en el fragor de las borrascas del cerebro.
Por carecer de un utensilio semejante que, al fin, inventará el Edisson menos pensado, se llamó loca a sí misma Irene varias veces, mientras permaneció en la postura descrita al final del capítulo precedente. Tales y tan inconexas fueron las ideas que iban desfilando por su cabeza enardecida. Quería pensar con reposo, como lo pedían la ocasión y los sucesos; discurrir con lucidez para dar con una salida clara y pronta en el negro calabozo en que se hallaba, y se le venían a las mientes, pero en chispazos, como pasan las estrellas errantes por la bóveda celeste en la obscuridad de la noche, la noticia de El Océano, el busto de Jovita Sotillo, el andar de Casallena, el salón de conciertos de la playa, el uniforme del jefe de la estación del ferrocarril, la duda de si eran de plata o de oro los galones de su gorra y de sus mangas, el Padre Domínguez y la última comunión general de las congregantas; «el prócer,» su metal de voz, su continente espetado; su hijo, ¡aquel pescuezo de buitre! ¡aquella calva en el cogote!...
—Por aquí, por aquí está la miga de lo que yo quiero pensar —se decía entonces con el ansia del avaro que, a tientas, da con algo que le parece tesoro.— Aquí es donde yo necesito esforzar el discurso para combinar mis planes; esto es lo que me importa, y nada más que esto.
Y puesta de nuevo a pensar, volvía a escapársele el pensamiento a los asuntos más extraños y a los lugares más remotos.
—¡Loca, loca! —exclamaba la infeliz al verse tan extraviada del camino que se empeñaba en seguir.— ¡Qué tienen que ver con mis pesadumbres todas esas boberías, señor Dios misericordioso?
Y tornaba a encauzar el pensamiento, y volvía el pensamiento a escapársele por los más enriscados vericuetos.
—¡Loca, loca sin remedio! —exclamaba otra vez, golpeándose la cabeza con las manos que la sostenían.
Hasta que determinó incorporarse y ponerse en movimiento. Hízolo así; recorrió en todos sentidos la estancia; y como la atormentaba una sensación como de un hierro caliente alrededor de la cabeza, cogió un abanico y se hartó de darse aire con él. Recurso inútil. Como si el aire fuera el de un horno caldeado, cuanto más se abanicaba, más le ardía la cabeza. Al fin, por la puerta de escape, y con los rodeos necesarios para no ser vista de nadie, se dirigió al cuarto-tocador.
Encerrada en él, despojose de cuanto la estorbaba, que no era mucho, para lo que intentaba hacer. Acercose al lavabo; llenó de agua la ancha jofaina hasta los bordes; mirose al espejo y se quedó asombrada, no del contorno gentil y la blancura turgente de sus brazos desnudos y de su garganta descubierta, sino del cerco enrojecido de sus ojos y del sello profundo que, en tan pocas horas, habían dejado las penas, y las lágrimas en su rostro.
Tras una ablución abundante, destrenzó su pelo y le desató; ahuecole después, metiendo por debajo, hacia la nuca, los dedos entreabiertos de ambas manos, y la negra madeja fue esponjándose y extendiéndose por la espalda, y sobre los ebúrneos hombros y los brazos admirables, como una catarata espesísima de cardadas fibras de seda. Después acabó el peine la obra comenzada por las manos; y cuando ya se encontró Irene más aliviada del peso mortificante con aquel oreo de su cabeza, volvió a atarse la profusa mata; la recogió al desdén, pero no sin gracia, porque en este punto siempre son muy escrupulosas las mujeres, por afligidas que se hallen; terminó su peinado; volvió a vestirse a la ligera, como estaba antes; notó que era ya dueña y señora de su discurso, y cometió el disparate de arrellanarse en una mecedora que había allí, para echarse con sus cavilaciones por donde no había logrado echarlas hasta entonces, cuando debió haberse largado a tomar el aire por las encrucijadas de la casa medio vacía.
Ello fue que se quedó allí; que se dio de nuevo a pensar, y que cayó en seguida en la cuenta de que en aquellos momentos, o la trampa se lo había llevado todo, o la gente estaba ya en sus alojamientos de la playa; ella a dos dedos de la gran escena, y el caso, por consiguiente, a pique de dar el estampido. ¡La gran escena! Éste era el pensamiento que la sacaba de quicios. ¡Y era inevitable! Entonces hundió su discurso en las lóbregas regiones por donde deben haber pasado los últimos pensamientos de todos los reos en capilla. Cuando han apurado los medios racionales de salvación; cuando ya sus esperanzas no tienen un asidero en lo humano, el apego a la vida debe haberles infundido muchas y bien extrañas imaginaciones: desde la del repentino motín desarrapado, que comience por abrir las cárceles y derribar los patíbulos, hasta la del temblor de tierra que destruya en un instante la mitad del globo, y siembre la consternación y el espanto en las gentes del otro medio.
Irene, en la proporción correspondiente, sintió también el influjo de estas empecatadas ideas. Podía muy bien suceder que no hubieran llegado todavía, y consistir esto, o en que a última hora hubieran suspendido y aplazado el viaje, por indisposición repentina de alguien o por otro motivo cualquiera, o porque el tren... El tren, bien miradas las cosas, no dejaba de ofrecer peligros serios a cada paso. Por de pronto, descarrila fácilmente; y sin contar, ¡Dios no lo permitiera! los lances más desgraciados, como el rodar por un despeñadero, o el amontonarse hecho astillas en las negruras de un túnel o en el fondo de un barranco, abundaban a maravilla los casos de piernas rotas, de muñecas dislocadas de... —¡Señor y Dios poderoso! —se dijo escandalizada al andar con sus pensamientos por estas encrucijadas diabólicas,— yo no deseo ninguna de esas barbaridades para nadie, yo no soy capaz de eso; pero ellas se vienen rodando a mi imaginación por ser cosas corrientes y de todos los días. Caigo en esos supuestos malos, a fuerza de pensar en los que puedan ser causa de lo que tanto deseo: que no lleguen nunca; que jamás vengan aquí. Yo no pondré el estorbo para que descarrile ese tren, ni ningún otro del mundo; pero si está decretado que ha de descarrilar un tren más, y ha de ser precisamente el tren en que ellos se han metido, ¿qué culpa me cabe a mí en la desgracia, ni en qué peco al considerar que pueden haberse vuelto a Madrid para curarse la pierna dislocada o la cabeza rota?... ¡Dios mío! ¡Dios mío! Si no tuviera que pensar en salir viva del trance inicuo, bárbaro, en que se me ha puesto, yo no cavilaría estas atrocidades... Y ¿en qué quedamos? —vino a decirse a poco rato y después de dar una nueva dirección a su pensamiento.— En estas repugnancias mías, tan hondas y tan invencibles; en este propósito inquebrantable que tengo de resistirme con todas mis fuerzas, ¿qué cantidad representa él?
Sobre este tema, que tenía muy trabajado desde que se vio enredada en el intrincado laberinto, discurrió largamente; pero no sacó en limpio nada nuevo. Él no había llegado a infundirla lo que se llama una pasión, una embriaguez amorosa. Ella, por razón de su fama de rica, más que por la fuerza de una hermosura en que no creía, llevaba oídas muchas impertinencias y grandes sandeces a los hombres que se la habían acercado en el trato corriente de aquella sociedad y de otras semejantes; pocas, muy pocas, fuera de allí. A ninguno de esos hombres se parecía él: todos la habían llenado la cabeza de lisonjas cursis y de requiebros vulgares, y al menos indiscreto de ellos se le transparentaban los mezquinos planes entre la hojarasca de sus «declaraciones» de manual. ¡Y cuidado que habían abundado los buenos mozos entre los aspirantes! Otra singularidad de Irene: no la hacían gracia maldita los buenos mozos. Eran muy fatuos, por lo común, y todo lo fiaban al poder de su gallardía, con la vanidad de merecerlo todo, a título de gallardos, aunque fueran unos majaderos. ¡Qué cosas la habían dicho los buenos mozos! ¡Con qué ojos la habían mirado, y con qué aire de conquistadores la habían paseado la calle! Pues ¿y los meramente distinguidos, los que sin pizca de hermosura, y hasta en los puros huesos, habían pretendido cautivarla por la sola virtud de sus prendas de sastrería, de sus borceguíes de ganapán, sus cabellos aplastados y sus actitudes de idiota? Él no era buen mozo, ciertamente, en la acepción más usual de estas palabras; pero tampoco de los otros. Su distinción no le resultaba de la librea de la clase, sino de las cualidades que le eran propias: de su entendimiento, de su cultura, de su tacto singular para decir y hacer las cosas y elegir sitios y ocasiones de manera que, sin hipérboles ni ostentosos alardes, realzaba la sinceridad de sus dichos y la firmeza de sus nobles afectos y propósitos. No era impaciente ni pegajoso, pero sí leal y resuelto; y en la borrasca que ella estaba corriendo, le sentía, sin verle, a todas horas, con el oído alerta y el ojo avizor. No daría un solo paso en su ayuda sin una señal que se lo ordenara; pero tampoco habría obstáculo que le detuviera ni peligro que le arredrara si la señal se le hacía. Esto era querer bien, y mucho, y a tiempo; y ella, si no enamorada, estaba, cuando menos, satisfecha y agradecida. No era, pues, un mal de los ya incurables; pero sí de los que podían llegar a serlo, fomentando poco a poco, con un trato más continuo y descarado, lo que hasta entonces no pasaba, por su parte, de una agradable aquiescencia a los testimonios de él. Nacían, por consiguiente, sus repugnancias hacia el otro, no de la fuerza del contraste de los dos, sino de lo que daba el caso de sí, por su propia naturaleza abominable. Le repugnaba el hombre, que le había sido antipático y repulsivo como simple amigo de su familia, por la estampa, por el carácter, por su padre, por su madre y por toda la casta de él que ella conocía; por la conducta falsa y rastrera, y las villanas intenciones de todos ellos, secuestradores infames de las flaquezas de un pobre hombre, para chuparle el dinero. Porque si no se tiraba a eso, ¿a qué se tiraba con aquel modo inaudito de proceder? En fin, que sus repugnancias eran absolutas, independientes de cualquier otro sentimiento lastimado con ello: lo aborrecía porque era de suyo aborrecible, y con él y sin él lo hubiera aborrecido lo mismo.
Metida en estas honduras de nuevo, notó que volvía a enardecérsele la cabeza. Temió de lumbre el mal rato que la esperaba si no cortaba a tiempo por lo sano; y poniéndolo todo en manos de Dios, en un arranque decisivo, salió a orearse por la casa.
Atravesaba el vestíbulo precisamente ea el instante en que la doncella abría la puerta de la escalera y entraba en él doña Mónica, la beata, con su manto de velillo y sus faldas escurridas de estameña del Carmen. Era una pobre mujer que venía a menudo por allí, generalmente a la hora de tomar chocolate por las tardes, y muy antigua protegida de la familia. Don Roque la manejaba los cinco mil reales que había heredado del único hijo que tuvo de su matrimonio con un empleado cojo del ramo de Loterías; el cual hijo había muerto seis años hacía, ocho después que su padre, hombre linfático, y por eso acabó de un tumor frío en una rodilla; lo mismo que el hijo, es decir, en lo de linfático; porque el tumor le tuvo éste (que ya empezaba a hacer ahorrillos para el día de mañana en un comercio de Madrid) en la boca del estómago, y además en el pescuezo, y además en la cabeza del fémur. Con el producto de los cinco mil reales; el de sus trabajos de costura para algunos «señores eclesiásticos,» y lo que se le pegaba a menudo «por la caridad» de unas cuantas familias «de lo principal,» que miraban por ella, vivía tan guapamente doña Mónica, arrimada a «un matrimonio de bien» que la daba lumbre y un buen cuarto en su casa por poco dinero. Era delgadita, algo acartonada, de voz un tanto nasal, hablar pausado, pero continuo; cabeza un poco entornada a la izquierda, con inclinación hacia el pecho al mismo tiempo, y ojos de expresión aflictiva; por lo cual, y la costumbre de andar y de hablar con las manos cruzadas sobre el estómago, parecía un mal remedo de una Dolorosa en cromo que ella tenía sobre la cabecera de su cama. A pesar de estas señales de su persona, no era gazmoña la beata, ni resultaba indigesta su conversación, ni pesada su visita para las señoras de su trato; y esto consistía, sin duda, en que para cada cual hería la tecla correspondiente de sus varios registros. Para las señoras dadas o propensas a la mística, sabía textos de la Guía de Pecadores, ejemplos del Camino recto y seguro para llegar al cielo, milagros recientes de la Virgen de Lourdes, y, sobre todo, ofrecer en extracto comentado el último sermón o lectura del predicador de sus entusiasmos en la novena del Carmen o en la fiesta de San Matías; para las piadosas algo mundanas, tenía un caudal inagotable de noticias de vecindad, como rumores de casamientos, de enfermedades peligrosas, de avenencias o desacuerdos entre personas antes bien o mal avenidas... noticias que iba dando poco a poco, y como si las dejara caer, entre las referentes al Coro de Siervas o a la Corte de María; pero todo ello, entiéndase bien, con la honradísima intención de ser agradable a las personas que tanto la favorecían, sin ofensa para nadie ni agravio de la ley de Dios.
A pesar de esto y de lo bonísima que era en el fondo Irene, cuando se topó con ella tan de improviso en el recibidor lo tuvo a contrariedad muy grande. ¡Para coplas de beata estaba su cabeza entonces! Pero en seguida pensó muy de otro modo por lo mismo que tenía preocupaciones que la atormentaban, necesitaba escobas para barrerlas de tarde en cuando. Por lo que recibió a doña Mónica con mucha afabilidad y la llevó consigo al gabinete de la sala, la segunda pieza en la escala categórica de las «de recibir.»
—Yo no sé si incomodo —dijo doña Mónica mientras se sentaba poco a poco en el borde de una butaca, sin dejar de mirar a Irene con sus ojuelos entornados,— viniendo a estas horas y en un día tan ocupado para ustedes... según acabo de saber en la portería.
—Usted no incomoda nunca, doña Mánica —la respondió Irene en ademán placentero y cariñoso;— y mucho menos hoy, créame...
—Es que he sabido también —añadió la beata con voz algo plañidera y un mirar muy dolorido,— que se había usted quedado en casa algo indispuesta... Como que casi esto sólo me animó a subir para preguntar siquiera; y preguntándolo estaba a la muchacha, cuando Dios nuestro Señor me la puso a usted delante.
—Y es la verdad, doña Mónica —dijo Irene esforzando una sonrisa que no se dejaba pintar en sus labios,— es la verdad que ando estos días un poco trastornada de salud; pero no es cosa de cuidado, gracias a Dios.
—La Virgen Santísima lo quiera así —respondió la beata levantando hasta el pecho sus manos cruzadas sobre el estómago, y los ojos a la cornisa del gabinete.— Pero, aunque ello sea poco, pudiera incomodarla a usted la conversación.
—Al contrario: me viene de perlas para distraerme en estos ratos tan largos, sola y sin nada que hacer. Con que así dígame, sin miedo de molestarme, qué es lo que se le ocurre a estas horas tan desacostumbradas para usted.
—Pues páguele Dios la bondad que tiene conmigo en la salud que merece —dijo doña Mónica muy agradecida y satisfecha,— y sepa que venía a estas horas, en primer lugar, a traer a ustedes las papeletas de este mes. Anoche me las entregó el sacristán con la mía, según hace todos los meses... Voy a dárselas a usted...
Sacó del hondo bolsillo de su vestido de estameña un librejo de oraciones, muy resobado, y de entre sus hojas arranciadas, dos papeletas de los Píos oficios del Sagrado Corazón de Jesús, las cuales entregó a Irene diciéndola:
—La comunión y desagravio, ya verá que es el seis. No hay fallecida... Me parece que usted, si no recuerdo mal, ha caído Víctima...
—Es la pura verdad —respondió Irene con una sonrisa muy amarga, mientras pasaba la vista por la papeleta que le correspondía:— me ha tocado ser víctima en este sorteo. Dios sabebien lo que se hace.
—Y ni la hoja del árbol se mueve sin su santa voluntad —observó en tono solemne la beata,— y hasta de los pajaritos del aire cuida su Divina Providencia.
—Eso es lo que consuela, doña Mónica; digo, lo que debe de consolar a los que se ven cargados de penas y abandonados de todos... ¿Y qué otra cosa se le ocurre a usted?
—Pues hágase usted cuenta, doña Irene, de que nada más, si bien se mira; porque verá usted: yo salí de casa, o mejor dicho, de la última misa de las tres que he oído esta mañana, con la intención de traer a ustedes las papeletas, y con la de pedir al señor don Roque treinta y cuatro reales y cuartillo de lo que me hace la caridad de administrarme...
—Pues ya sabe usted que no está en casa —interrumpió afablemente Irene;— pero no la apure esa dificultad si le corre prisa esa pequeñez de dinero...
—Muchísimas gracias, señorita Irene, y el Señor la recompense la buena voluntad; pero no hay para qué se moleste, porque verá usted lo que ha pasado. Ya sabe usted lo caritativa que es conmigo doña Mercedes, la señora de don Anselmo Vila, lo mismo que él... y lo mismo que todos los de su casa; porque la verdad es que no sé a quién de ellos debo más caridades y agasajos. De aquí viene la mucha ley que los tengo, particularmente al señorito Pancho, que es hasta manirroto conmigo.
Irene, en quien ya so había notado algún desasosiego al oír citar a la familia aquella, cuando oyó este último nombre en labios de la beata, sintió, y era la verdad, que se le encendía un poquito el color de las mejillas, por obra de dos sacudidas anormales de su corazón. Tosió sin necesidad, llevándose al mismo tiempo su pañuelo a la boca, y enmendó dos veces su postura en la silla que ocupaba.
Doña Mónica, haciendo como que no lo notaba, o sin notarlo en realidad, continuó diciendo, tras una brevísima pausa:
—Pues cátese usted que, saliendo hace un rato de la última misa, me encuentro casi a tope y calle arriba, al paso que él usa siempre, con el señorito Pancho. «El Señor le acompañe,» le dije yo un poco recio para que me oyera. Oyome, conoció la voz, volvió la cara hacia mí, y corrí yo a saludarle, porque, tras de merecerse esta cortesía de por sí mismo, hacía ya bastante tiempo que no tenía el honor de hablar con él. Conque, señorita de mi alma, parose hecho unas dulzuras en cuanto le alcancé; y pregunta va y respuesta viene entre los dos, con un cariño y una parcialidad de su parte, que la Virgen de las Misericordias se lo galardone tanto como yo se lo agradecí. Pues, señor, que andan las palabras y llegan, en su punto, las de «adónde» y «para qué;» a lo que yo dije, porque no cometía en ello falta ni pecado, y era la pura verdad: «a casa del señor don Roque a pedirle un puñado de reales de los de mis propios peculios para salir de una dificultad, no muy grande por la misericordia de Dios...» Conque, señorita de mi alma, quién le dice a usted que lo mismo es oír esto el señorito Pancho, que preguntarme cuánta era la cantidad del apuro, declarárselo yo, llevarse él la mano al bolsillo del chaleco, y poner en las mías dos duros cabales. «Que sí, que no, que no los merezco, que eso y mucho más, que toma y que vira...» en fin, que no bastaron razones y que tuve que tomarlos... Pues, señor, que acerté a decirle que todavía con eso no me ahorraba el viaje, porque tenía que entregarla a usted las papeletas que la acabo de entregar; y vuelta a enredarnos en preguntas y respuestas: él sobre si vengo mucho o poco por aquí, y yo sobre lo que tengo que agradecerles a ustedes, y a usted, particularmente, señorita Irene; porque la verdad debe decirse, y es la verdad pura que la caridad de usted conmigo no tiene medida, como la misericordia de Dios nuestro Señor. ¡Válgame la Divina Providencia, cómo me clavaba los ojos por detrás de los espejuelos, igualmente que si me oyera por ellos y no por los oídos, en tanto que yo le hablaba de estas cosas! ¡Vea usted, señorita, lo que puede de por sí misma la cristiandad de un corazón, cuando con sólo hablar de ella, aunque sea por labios tan pecadores como los míos, se cautiva la atención de los hombres más metidos entre la pompa mundana! «Pues toma este pico más, siquiera por lo que tienes de agradecida,» me dijo por conclusión... Y, pásmese usted, señorita: me planta en la mano, que quieras que no, otros dos duros. Con esto y poco más se despidió de mí, encargándome mucho que no dejara de entregar las papeletas con la puntualidad a que estaba obligada por los beneficios que recibía de usted. De modo y manera, senorita, que, con la lotería que me ha caído esta mañana, ya no necesito del señor don Roque la cantidad que pensaba haberle pedido; ni que usted se tome el trabajo de dármela en nombre de él, voluntad que agradezco lo mismo y más que si el favor se me hubiera hecho.
Grande sería la atención con que Pancho Vila escuchó los panegíricos que la beata le hizo de Irene; pero quizás no tanto como la de ésta al oír el relato de doña Mónica. Lo de las prodigalidades del joven, a medida que la beata iba encareciéndole los sentimientos caritativos de ella, es decir, hablándola de Irene, la cautivaron de tal modo, que dejándose llevar de sus primeras impresiones y sin darse clara cuenta de lo que hacía, apenas hubo pronunciado la relatora la última palabra, se incorporó de repente y salió de la estancia, con los ojos radiantes y el ademán resuelto.
—Vuelvo al instante, —dijo a la beata al levantarse.
Y al instante volvió con un papelejo de color, en varios dobleces, entre manos.
—Los días —dijo al sentarse otra vez,— no amanecen del mismo color para todos: para unos son de fortuna, y para otros de pesadumbres. Hoy la ha tocado a usted ser afortunada. Dele gracias a Dios, y tome estos cinco duros para con los otros cuatro... La caridad es contagiosa, y yo además he caído en la cuenta de que hace ya mucho tiempo que no la socorro con nada.
Doña Mónica, con los ojos muy abiertos y clavados en los de Irene, desenlazó las manos que, según costumbre, tenía entrelazadas, y estiró los dedos, y hasta niveló las palmas; pero no separó las muñecas de la boca del estómago. Irene, adivinando su asombro, la puso el billete en la diestra, y hasta le dobló los dedos al ver que ella no lo hacía, y la dijo al mismo tiempo:
—No la pasme esta largueza, doña Mónica. Yo tengo mi poco de hucha para obras de caridad, y de vez en cuando me da el tema por pasarme de la tarifa ordinaria. Esta vez le ha tocado a usted aprovecharse del despilfarro. Será porque lo merece. Dele gracias a Dios, y pídale por los afligidos y por los desamparados de los hombres... Y vuélvase por aquí un día de éstos, porque tengo unas prendas de ropa y algún calzado que darla. Lo tenía reservado para usted; sólo que ya no me acordaba. ¿Me ha entendido?
Preguntaba esto Irene, porque doña Mónica no cesaba de mirarla en silencio, ni daba otras señales de vida que un parpadeo incesante y unas ondulaciones muy raras en los labios. De pronto se escurrió de la butaca, se puso de rodillas delante de Irene; y, rompiendo a llorar, la dijo:
—¿Qué hice yo, pecadora de mí, para merecer tantos favores? Déjeme, señorita de mi vida, que la bese esas manos bienhechoras; digo, no, los pies con que pisa la tierra que ha de pudrir estos huesos miserables... y eche Dios justiciero sobre mí, que nada valgo y que para nada sirvo, las penas que estén destinadas para afligir ese corazón de perlas...
Pero Irene, viendo a la beata resuelta a hacer lo que iba diciendo, forcejeó con ella hasta levantarla del suelo, por el cual empezaba a arrastrarse para besarla los pies.
—Éste es asunto concluido ya —la dijo al mismo tiempo,— y no hay para qué hablar de él, ni merece el pago que usted quiere darle. Serénese un poco; váyase ahora en paz y en gracia de Dios, porque yo tengo algunas cosas de urgencia que hacer en seguida, y vuélvase, como la dije, mañana o pasado, o cuando quiera; pero vuelva alguna vez que otra: ya sabe con qué gusto se la recibe aquí.
Tras esto y poco más, salió del gabinete la beata secándose las lágrimas con el pañuelo y lanzando suspiros muy hondos y temblones. Irene la acompañó hasta la puerta. Allí la despidió con unas palmaditas en la espalda y algunas frases cariñosas, y se volvió a su cuarto.
—¡Señor... Señor! —se dijo al verse otra vez sin testigos.— Yo estoy engañándote sin conciencia. Esto que he hecho con esa pobre mujer y cuanto la he prometido, no es caridad ni cosa que se le parezca: todo es obra de un arrebato egoísta; de un estallido de algo que llevo en el fondo de mi corazón, sin saber a punto fijo por qué ni para qué, ni lo que ocupa allí, ni lo que pesa, ni lo que vale... Soy mujer; estoy sola y a oscuras, cargada de pesadumbres, y atada de pies y manos... Esa cuitada me trae en unas palabras un rayo de luz que alumbra mi calabozo y alivia mis penas, y me infunde un poco de valor y de fortaleza. Es como la mensajera providencial de un alma, de la única alma que en el mundo parece condolerse de las tribulaciones de la mía... No sé a dónde voy, ni qué me propongo, ni qué plan me guía en lo que acabo de hacer; sólo sé que he visto como un hilo de comunicación entre el alma libre y la prisionera, y que no quiero romperle ni soltarle de mis manos... por lo que pueda acontecer. ¿Hago bien en ello? ¿Hago mal?... ¡Señor misericordioso! Tú, que lees en el fondo de los corazones; tú, que conoces y estimas sus flaquezas y la ceguedad de nuestros ojos, inspírame lo más honrado, y ten compasión de mí...
En este punto de su mental deprecación la sorprendió el ruido del landó flamante que se detenía a la puerta de su casa... Hasta el pensamiento se le cuajó de repente a la infeliz. ¿Qué esperanzas o qué males la traería reservados en el fondo aquella nueva caja de Pandora?
XI. Confidencias
Irene, con el ceño sombrío, los ojos azorados; el color pálido, los labios entreabiertos, de pie en medio de la habitación, como una arrogante estatua en la cual el genio de la escultura helénica hubiera querido representar la curiosidad mezclada de recelos y temores, vio entrar a su hermana Petrilla abanicándose mucho la enardecida faz, radiante de malicias y algo desmadejada de cuerpo por el calor y el trajín de la mañana; dejarse caer en la butaquita que poco antes había ocupado ella; reclinar el gallardo busto contra el respaldo; estirarse; poner los piececillos, primorosamente calzados, uno sobre otro, y darse más aire, ¡muchísimo aire! con el abanico, que crepitaba en su linda mano como si estuviera haciéndose añicos. De pronto enderezó el tronco, plegó las rodillas, arrojó la sombrilla y el abanico sobre la silla inmediata, y se llevó ambas manos al sombrero para quitársele, exclamando al mismo tiempo:
—¡Hija, qué calor, qué trajines... y qué gentes esas! Pensé que no se acababa el encierro en toda la mañana... ¡Son tantos y tan especiales!...
—De manera —pensó Irene sin poderlo remediar,— que ni suspendieron la salida de Madrid, ni el tren ha descarrilado... —Y en voz alta dijo, acercándose a Petra, pero sin sentarse:— ¿Con que ya han llegado?
—Con toda felicidad —respondió Petra colocando el sombrero en la silla y recogiendo el abanico.— Ahí los tienes, enteros y verdaderos, para lo que gustes mandarles, con su vizconde y todo, que parece una panoja; y además nos ha salido zazo... habla con zopaz en la boca, y es goldinfón y dubiote... ¡Ay, qué tipo!... ¡Y te quejas tú del tuyo, ambiciosona!... Ni más ni menos...
—¡No me digas eso ni en broma, Petrilla! —exclamó entonces Irene apretando los puños y dando dos pataditas en el suelo.— Tras de que yo estaba poco desatinada y nerviosa, vente con chungas, ahora que he perdido la última esperanza...
—Pues ¿qué esperanza tenías, atreviduela de Satanás?
—La de que no hubieran venido... por cualquiera causa... ¿Qué sé yo? Una esperanza sin pies ni cabeza, como la de todos los desesperados... ¿Y papá y?...
—Ahora mismo los oigo en el recibidor: yo me adelanté a ellos en la escalera. Papá viene hecho un palomino; mamá yo no sé cómo viene: desde luego, muy disgustada. En seguida entrarán aquí. Si estás en tus trece, tente firme; pero sin exagerar, por respeto al pobre señor que está en la agonía con estas cosas, y sería el mejor padre del mundo si no fuera por el pícaro ramo de vanidad que le ciega algunas veces, como ahora. Bien lo sabes tú... Y chitón, que ya llegan para saber si te has muerto de pesadumbre... En cuanto nos dejen solas, te contaré lo poco que tengo que contarte para que estés al corriente de lo que tanto te interesa.
Llegaron, en efecto, don Roque y su mujer al cuarto en que estaban sus hijas, también fatigados y porosos: don Roque verdegueando, y doña Angustias como si tuviera escarlatina; los dos muy contrariados, aunque cada cual por distintas razones, y los dos queriendo aparentar que no había motivos para ello.
—¿Qué tal, hija mía? —preguntó a Irene su madre por entrar.— ¿Cómo has pasado la mañana? ¿A qué hora te levantaste? ¿Qué has almorzado?
A todas estas preguntas respondió Irene del mejor modo que supo, mientras su padre la devoraba con los ojos rebosando de cariño y de súplicas fervientes; al último, creyendo el buen hombre que estaba en la obligación de decirla algo también, y respirando, como siempre, por su herida, aventuró estas palabras, encareciéndolas mucho con el acento:
—Aquellos señores, tan atentos y cariñosos contigo, ¡que lo sienten tanto! y que ya tendrán el gusto de verte...
A Irene le hizo un efecto la fineza como si la hubieran punzado las carnes con alfileres.
Conociolo su madre, y respondió a su marido:
—Eso por entendido, hombre. ¡Pues podían no interesarse por una cosa así... o de aparentarlo siquiera!... Mujer —añadió dirigiéndose a Petra con intención notoria de torcer el rumbo de la conversación,— ¿al fin supiste a quién iban a esperar en la estación las chicas de Casquete, con quienes estuviste hablando?
—Pues a su hermano Sabas, que, por lo visto, ha perdido curso, y no ha habido modo de arrancarle de Madrid hasta ahora.
De este jaez fueron las pocas cosas que se trataron allí; hasta que, con la disculpa de que necesitaban cambiar de vestido para descansar, don Roque y su señora salieron del cuarto.
Solas otra vez en él las dos hermanas, dijo Irene a Petra, sentándose muy arrimadita a ella:
—Dime ahora todo cuanto tengas que decirme, sin callarte la menor cosa.
—Pues allá va —respondió Petrilla,— como lo quieres; y así y todo, verás qué poca importancia tiene, y que no pasa de lo que tú misma puedes haberte imaginado. En cuanto se paró el tren y nos vieron, ¡zas! la pregunta que era de esperarse. «Y ¿qué es de Irene?» Se les respondió que andabas algo malucha estos días, y se lo tragaron tan guapamente; Nino, el tuyo, en particular, que me echó una ojeada de carnero mortecino, como si quisiera decirme: «¿malucha, eh? cuéntamelo a mí, que tengo la culpa de ello.» No sabía el ángel de Dios que era la pura verdad... Hija, hablándote como lo siento, se va poniendo incapaz este chico... Desde que no le vemos, le ha crecido el pescuezo medio palmo, y le ha engordado la nuez una barbaridad, le encuentro mucho más amarillo y más calvo, y se me figura que se le menean los dientes de arriba cuando habla... Por lo demás, tan gomoso y tan descuajaringado como siempre. Como íbamos espalda con espalda, él en el pescante y yo al vidrio, se retorcía el espinazo muy a menudo para volverse hacia mí y hacerme preguntas muy picaronas sobre tu enfermedad... ¡Hija, qué simple! Más de dos veces estuve tentada a decirle: «no te untes.» A la punta de la lengua lo tuve, créemelo.
—¡Qué lástima que no lo dijeras, Petrilla! ¡Cuánto me hubiera abreviado eso el camino que yo tengo que andar!
—Yo creo que mamá lo conocía, porque ¡me echaba unos ojos de compasión desde el asiento de enfrente, y me daba cada rodillazo! Lo mismo que si quisiera decirme: «merecer, bien lo merecen él y toda su casta; pero aguántate por la buena hasta mejor ocasión.» A todo esto, también Amelia la preguntaba a ella, de vez en cuando, con ojos muy picarillos, por los motivos de tu enfermedad; y a la pobre mamá todo se le volvía zarandear el abanico, hacer como que se sonreía, responder medias palabras y cambiar de conversación. Nada, mujer, que vienen en la cuenta de que estás hecha un jarabe dulzón, y muriéndote de hambre de ser la nuera del prócer ese y la señora de su hijo.
—¡Primero descuartizada en pedacitos así! —dijo Irene, temblorosa de ira y señalando con la uña del pulgar media yema del índice de la misma mano.
—Es natural —asintió Petrilla cerrando los ojos y abanicándose con brío. En seguida cambió de postura, y añadió:— Pues bueno: el duque, que iba a mi izquierda, con cada diente como esta varilla, si fuera de corcho como es de sándalo, también se permitía sus indirectas sobre tu indisposición. ¿Habrase visto pasmarote igual? Lo dicho, mujer: que se les figura que nos traen el premio gordo. ¡Ah! por si se me olvida: resulta que el vizconde de María... ¡Ay, qué chica esa! Ya la verás cómo viene: lo mismo que una lombriz.
—Y ¿qué es lo que resulta del vizconde? —preguntó Irene, temiendo que se le fuera la especie apuntada a su hermana, cuyos vapuleos a la ilustre familia la entretenían mucho.
—Pues resulta —continuó Petra,— que se llama Puncio, y que, por elegancia, le llaman Ponchito, y que nos ha salido tonto; que además es rojo colorado, y gordinflón; vamos, lo que te dije antes, lo mismo que una panoja con pelos, y a más a más, ceceoso... En fin, una pura lástima... Y para ella sobra, hija, sobra de verdad; porque tiene un ver, hoy por hoy... Pues escucha: papá con la duquesa vieja... ¡Ay, cómo está esta señora! Aquello, Irene, no es ya mujer: es una droguería. ¡Y qué pingos por todas partes, y qué dengues de niña interesante! Te digo que te pierdes una suegra que no te la mereces, vamos.
—¡Petrilla, no me irrites más de lo que estoy!
—Corriente. Pues digo que papá, con la duquesa vieja, María y su Poncio correspondiente, rompieron la marcha en el landó nuestro; y, casi a la zaga de ellos, salimos los pobres en el coche de don Lucio, ¡con cada lamparón, y cada pingajo, y con un apestor a bodega húmeda!... ¿Pues, y el cochero? ¡Qué cabeza con bardales! ¡qué sombrero, espelurciado y con apabullos! La levita se le caía a pedazos, y los cuellos, de estopilla, tenían rebarba con mugre, y creo yo que hasta miseria. Vamos, un tren incapaz. ¿Para qué querrán los dineros esas gentes, mujer? En la estación, nadie, lo que se llama nadie, a recibirlos, más que nosotros: «ni siquiera Sancho Vargas,» como decía papá, que quiere poner en los altares a ese santo simple... En las calles, poca gente que nos admirara... Los únicos conocidos, Casallena y Juanito Romero, primeramente. ¡Verdad que hacía un calor en aquellas avenidas! Y ¿sabes que ya no me pone Casallena aquellos ojos tan tiernos que antes me ponía, ni me alude en sus Jueves de caramelo? Nada, que por más que los exprimo y los estrujo, no saco una pizca de substancia para mí. Y lo siento, porque, como escribir, escribe de lo mejor. En los balcones, las de Sotillo, a la ida y a la vuelta. ¡Qué saludarnos, hija, con manos y con pañuelos, y qué amontonarse una sobre otra, y moverse hechas un ovillo de acá para allá! ¡Lo que ellas habrán despotricado sobre todos y cada uno de nosotros! Pero, en cambio, en el mirador del Casino... pintiparado y en acecho, con su ropita sin manchas, su bastoncito de ballena, su carita de porcelana y su aire de señor jurisconsulto, el impertérrito Pepe Gómez... a este mozo, en buena justicia, debiera darle yo la cruz de la perseverancia. Parece que está diciéndome, siempre que me ve, y hasta cuando me habla: «nada, usted no se apure por mí: échese cuantos novios quiera; diviértase a sus anchas con ellos, que aquí la aguardo yo siempre para cuando usted no tenga cosa más de su conveniencia que elegir.» Pues mira, Irene, bromas aparte: si a ese chico, que habla y se explicotea bien, te lo aseguro, y que está muy lejos de ser tonto, le pudiera quitar yo ese barniz de huevo hilado que tiene, puede que... en fin, ya hablaremos de esto en otra ocasión... ¿Te ríes? Pues haces mal, porque tengo acá mis ideas... Ahora, para hablar de todo un poco, te añadiré que debajo del mismo mirador, en el vano de la puerta principal, con los lentes echando chispas hacia nosotras cuando pasábamos para doblar la esquina, estaba el otro, él... ¡Hola! Ya me pescaste la idea.
—¿Por qué lo dices? —preguntola Irene.
—Por lo encarnada que te has puesto —respondió Petrilla, dando a su hermana dos golpecitos en la mejilla con el abanico cerrado.— Y, en verdad, que no hay para qué. Avergüéncense las gentes por las cosas malas; pero ¿por eso? Pues a lo que iba: era él, que quería cerciorarse de que tú te habías quedado en casa; a lo menos eso leí en el modo que tuvo de saludarme y de saludar a mamá.
—Y mamá —preguntó Irene con mal disimulada avidez,— ¿le contestó?
—¡Vaya! —respondió Petrilla encareciendo mucho las palabras,— ¡y con poca zalamería, que digamos! Pues, mira, me alegré de ello. Y ¿por qué le había de contestar de otra manera? Ella no sabe jota de lo que pasa: punto menos que yo, que casi he tenido que adivinarlo. Y aunque lo supiera, ¿qué? ¿Viene de casta de judíos? ¿No es bien decente? ¿no es bien juicioso? ¿no es despierto y de gustos bien delicados y superiores? Cierto que no estamos en las mejores relaciones con su familia, y que no nos visitamos; pero ¿conoces tú dos pudientes en el pueblo que se puedan ver? ¿No están y estamos todos aquí como el perro y el gato? Y ¿por qué? Vamos a ver, ¿por qué? Porque cada uno cree que el faldón de su camisa tiene cuatro dedos más de tela que el faldón de la camisa del otro, o porque yo soy de los Cumbreras de este barrio, y tú de los Altamiras del de más allá... ¡Hija, qué rabia! Y a todo esto, si nos van a pasar el rasero a unos y a otros, talega más o menos, allá salimos... Pero ¡benditas sean las horas del Señor! ¡lo que a mí se me ocurre cuando hablo con formalidad en asuntos de importancia! Pues quería yo decirte que, hoy por hoy, y sin ciertos inconvenientes que ya se orillarán, no había motivo de escándalo en que dijeras tú a la hora menos pensada: «con él va a ser y tres más.» Y lo sería, Irene, lo sería, no lo dudes. La fuerza de voluntad hace milagros... ¡Toma! como si yo saliera diciendo mañana u otro día: «se me antoja Pepe Gómez...» ¿Te ríes? Pues que dé en arrugar un poco más los pantalones y en quitarse los chanclos en invierno... en fin, que suelte de una vez ese aire que tiene de muñeco de vidriera, y verás si te hablo en chanza... Te repito que tengo acá mis ideas en remojo.
Aquí se replegó la hechicera parletana sobre sí misma; volviose hacia Irene, y, abriendo y cerrando el abanico, cogiéndole por los extremos más anchos de las varillas principales, la preguntó muy seria:
—Con franqueza, ¿quieres que hablemos de eso un ratito?
—¿De lo de Pepe Gómez? —la dijo Irene, que estaba como embelesada con el arrullo de aquel torbellino de ingenuidades picarescas.
—¡Qué Pepe Gómez ni qué cochifritos! —repuso Petrilla, volviendo, casi de un salto, a su postura anterior.— Del otro, del de la puerta del Casino, de él, del tuyo, mujer, y de lo que tiene que ver contigo.
—Pues hablemos, —respondió Irene después de dudar un poco, algo nerviosa, ligeramente pálida y brillándole en los ojos negros, medio escondidos en la espesura de sus pestañas, los hondos sentimientos de que nacía su bien formada resolución.
—Eso me gusta —repuso Petrilla.— Pero no has de andarme con remilgos, como acostumbras, ¿entiendes? De lo que hablemos no ha de salir cosa mayor que te saque del apuro en que te ves, ni que me enseñe mucho más de lo que me sé yo; pero siquiera refrescarás el paladar, y, en fin, hablando se entiende la gente. Con que échate a temblar, porque ya empiezo: siempre me has dicho que se reducía todo ello a poco más de una aprensión mía; y a mí me constaba que esos dichos, arrancados a la fuerza de tu boca, eran un puro embuste.
—Te repito que no lo eran, bien examinadas las cosas.
—A ver si te callas y me dejas hablar a mí sola hasta que yo te pregunte. Yo sé cómo fue naciendo eso: de la manera más simple, como nace todo lo de su casta; yo conocí cuándo se iba poniendo en punto de caramelo, porque, desde que caí en la malicia, no os quitaba ojo en cuanto os poníais a hablar juntos, las pocas veces que se han dado estos casos a mi presencia... y creo que no se han dado otros. ¿Me engaño, Irene?
—No te engañas.
—Corriente. Que tengo alguna experiencia en esos negocios, no me lo negarás... ¿Me lo niegas?
—No te lo niego.
—Adelante. Con esta experiencia y la curiosidad que me roía, observaba yo gesto por gesto, ademán por ademán, el modo de buscarte y de hablar contigo él, y la manera de dejarte tú encontrar y de responder después a todo lo que te decía; la cara y el aire con que se apartaba de ti; el aire y la cara con que te apartabas tú de él, y el tiempo que te duraban después esas señales... ¡Ay, hija mía de mi alma! sabrían mucho esos pajaritos parleteros, que son la pesadilla de los niños enredadores; pero donde se presente un ojo como el mío, que se metan el pico debajo del ala. Mira, mujer: tan claro veo yo en esos enredijos, que hasta juraría que oigo las conversaciones, a fuerza de saber mirar. Créeme, Irene: también se oye con los ojos. Pues bueno: sabiendo yo lo que pasaba, te hacía alguna pregunta que otra; y tú, inocentona de Dios, sin contar con que te estabas poniendo colorada, siempre me respondías haciéndote la ignorante y llamándome visionaria y maliciosa. ¡Qué falta de franqueza! Y yo podía haberte dejado tamañita, lo que se llama acoquinada, cantándote la pura verdad; diciéndote, es un suponer: «no estás lo que se llama enamorada de ese galán que te ha salido; pero él, por haber salido a tiempo, por sus buenas prendas de carácter, por saber decir las cosas y por cien razones más que estiman las mujeres formales y de buen gusto, como tú, te ha hecho sentir allá dentro lo que no has sentido nunca; le oyes con deleite, te apartas de él con cierta pena y te dejas llevar de muy buena gana por ese caminito que parece haberte puesto delante de los ojos el ángel de tu guarda.» ¿Eh? ¿Qué tal? ¿Con qué vergüenza me hubieras negado estas cosas si yo te las hubiera cantado al oído? ¿Eran o no eran ciertas?... Quiero y mando que me respondas.
—Ciertísimas, —exclamó Irene, «la terrible» Irene, con la sumisión y la obediencia conque hubiera respondido en el confesonario al Padre Domínguez.
—¡Hola! —exclamó entonces Petrilla, fingiendo mirar a su hermana con altivo enojo.— ¿Conque yo no me equivocaba en mis supuestos? Y ¿por qué se me negaban cuando no hacía más que apuntarlos? Quiero que también se me responda a este particular.
—Los negaba —respondió Irene,— porque temía que no pasaran las cosas de allí...
—¡Con que temías que no pasaran las cosas de allí! Pues señal de que te sabían a mieles, golosaza... En fin, no quiero abusar de mis ventajas en la situación en que te ves; pero dime: ¿han pasado a más desde entonces?
—Están lo mismo que estaban.
—También a mí me lo parecía; porque, por más que he observado... De manera, hija de mi alma, que estás en ayunas de eso desde que te partió la bomba de lo otro.
—Justas y cabales.
—Pues mira: una vez llegué yo a sospechar si las de Sotillo hacían aquí algún papel más que el de amigas.
—Quisieran hacerle; pero yo no me he atrevido a que le hagan, ni debo atreverme; porque, sin contar con lo que esas cosas se me resisten, ponerlo en sus bocas sería como anunciarlo en la esquina de la plaza. Ellas, como habrás notado, deben estar enteradas de lo que me está sucediendo ahora, y no sé por dónde.
—Pues yo lo presumo y hasta lo doy por cierto: lo saben por la Cándida, esa galusa que es uña y carne de nuestra doncella, de Rita, que las pesca en el aire... Sigue ahora.
—Todo es posible, por más cuidado que una tenga. Él es amigo de las de Sotillo, y ellas son amigas nuestras; él debe de visitarlas ahora más a menudo que antes, y ellas lo achacarán a deseo de saber algo de mí, y quizás le regalen el oído dejándose caer con noticias semejantes a las que a mí me traen, unas verídicas y otras supuestas, para darse por bien entradas y prestarnos un servicio que no les ha pedido nadie... Es extraño que no lo hayas notado tú.
—¡Vaya si lo he notado, y hasta me he aprovechado de ello en tu beneficio más de dos veces!
—Son así; y, por esta vez, páguelas Dios el fisgoneo.
—Te ha sentado bien, ¿eh?
—Mujer, siquiera me ha dado el consuelo de saber que hay alguien que, aunque de lejos, se interesa en mis desdichas.
—Gracias, en nombre de los que andamos más cerca.
—No tiene nada que ver lo uno con lo otro, Petrilla.
—Adelante: hasta ahora sabes que él va a menudo a casa de las de Sotillo; que husmea desde allí, con la prudencia que él usa, las noticias que necesita, y que ellas están dispuestas a prestarse, entre vosotros, a desempeñar un papel de más importancia que el de amigas de los dos. ¿Por qué no redondeas el asunto, como dice papá de los negocios, cogiéndolas por el buen deseo?
—¡Quién me lo mandara, Petrilla, con lo charlatanas que son! Ya te lo dije antes. ¡Ah! si el diablo me tentara a dar un paso de esa clase, medio harto más fácil y seguro se me ha presentado aquí esta mañana.
—¡Hola, hola! —exclamó Petrilla al oír esto, arrimándose mucho a Irene y queriendo sacarla las palabras con los parleros ojos.— A ver eso, a ver eso, que ya se sale de cuanto yo podía sospechar en ti, corderita de Dios.
Irene la refirió entonces, en abreviatura, todo cuanto la había ocurrido desde que se levantó, y la visita de la beata con todos sus pormenores.
—Yo no sé —dijo en conclusión,— si tendré alientos alguna vez para echar mano de este recurso, o si la necesidad llegará a obligarme a hacer uso de él; pero, por de pronto, me alegro mucho de tenerle a mano, y hasta se me figura... no te rías de mí, Petrilla, que me le manda Dios, compadecido de la soledad en que me veo. Y si no, ¿por qué me produjo aquel efecto tan grande y tan consolador la simple noticia de las larguezas de él con doña Mónica, según ésta iba hablándole de mí? ¡Ay, Petrilla! puede que esté yo pensando y diciendo disparates; pero, por desgracia mía, no me faltan disculpas para ello. De todas maneras, yo no haré nada sin consultarlo contigo.
—Gracias por la confianza —dijo Petrilla con mucha seriedad; y después de meditar un ratito, sin dejar de abanicarse ni de mirar a su hermana, añadió:— ¡Y con toda esa dosis de amor en el cuerpo, cuando un día te pregunté, aquí mismo, si en el aborrecimiento que sientes por el otro, el que te dan, entraba por algo la buena ley que tienes por él, por el que tú deseas, me respondiste que no, y hasta casi me negaste esa ley! ¿Esto es conciencia, Irene?
—Y te respondería hoy lo mismo, por lo que toca a las repugnancias. Con él y sin él, las sentiría de igual modo que las siento. Por lo que hace a lo demás, ya te he contestado antes; y si ahora me ves un poco más decidida y algún tanto entusiasmada, consiste en que, según van aumentando las estrechuras en que me ponen, más seguro y tentador voy viendo el único asidero que conozco para salvarme... Pero ¡santo Dios misericordioso! ¿a qué perdemos el tiempo así? ¿Por qué echamos estas cuentas tan galanas? ¿Qué más da que él me siga de lejos o de cerca, y que eso me complazca o me moleste? Si éstos son castillos en el aire y montoncitos de arena. ¡Si lo que es de una certeza terrible y desesperante es lo otro, lo que acaba de llegar y está llamando ya a las puertas de esta casa!
—Pues que llame y que entre —dijo Petrilla con valerosa resolución.— En tus manos está que eso no prospere ni se salga con la suya; y no prosperará como te empeñes en ello. Y si ni te empeñas tú, porque mienta otra vez más esa fachada que tienes, me empeñaré yo, y saldrá la escoba, y se barrerá de esta casa toda la basura que deba barrerse; y si duele, que duela; y si hay escándalo, que le haya, y que le pague quien le deba... Te digo, Irene, que todavía no me has visto a mí seria, lo que se llama seria de verdad, ni una vez tan sólo... Ahora escucha la que te falta saber del relato interrumpido.
Irene, entre conmovida y risueña, tomó la rubia cabeza de su hermana entre sus manos, y la dio un sonoro beso en la frente.
—¿Dónde lo habíamos dejado? —preguntó Petrilla, después de pagar con otro beso la caricia de su hermana.
—A la puerta misma del Casino, —respondió Irene.
—A él, sí —replicó Petrilla sonriendo con los ojos llenos de malicia;— pero nosotros, ¿por dónde íbamos ya?
—Doblando la esquina y contestando mamá al saludo que la había hecho...
—¡Picarilla! no pierdes ripio... Pues verás: hasta la playa, no ocurrió cosa que te importe; porque supongo que te tendrá sin cuidado la cuenta que les fui dando de las familias forasteras que ocupan los hoteles que íbamos dejando atrás; y lo que ellos me decían sobre el color de la mar y las barcas pescadoras; lo poco que allí se había hecho desde su venida anterior, y lo mucho que faltaba por hacer... vamos, lo de costumbre en todos esos señores que nos honran todos los veranos con su presencia entre nosotros, como dicen los periodistas que los inciensan a cada paso que dan. Después que llegamos, hubo lo que puedes presumir entre ellos y nosotros: «Que suban un ratito para gozar un poco más de su grata compañía. —Que ya habrá tiempo para todo, y lo que ahora importa es que ustedes reposen de las fatigas del viaje. —Que ustedes no estorban nunca, porque son como de casa. —Que eso es una gran honra para nosotros. —Que todo eso y otro tanto se lo merecen ustedes, además de que ya entre nosotros no debe de haber cumplidos.» (Esto lo dijo el duque enseñando todo el pedregal de la boca, bien coreado por toda la familia.) «A Irene, que no sea cosa de cuidado y que ya iremos a verla en cuanto sacudamos el polvo del camino. —Que tantísimas gracias...» Y era de ver, hija de mi alma, lo que sucedía a papá cada vez que salía tu nombre a relucir. Decía hasta inconveniencias, por empeñarse en cambiar de asunto, y no sabía dónde meterse: daba codazos a todos, y nos pisaba los pies. A mamá tampoco le gustaba la sonata; pero tenía más serenidad y más recursos para ladear el tema. Esta algarabía duró, en el recibidor del hotel, cerca de media hora; y en todo ese tiempo no se apartó Nino de mí, ni dejó de decirme cosas bonitas para que yo te las dijera a ti de su parte, mientras él tenía el regalado gusto de venir a verte esta tarde misma. A esto le respondí muy templada que no pensara en ello, pues te pondría en la negra precisión de no recibirle, porque estabas en la cama... En fin, Irene, yo no sé cómo todos y cada uno de ellos no han conocido la verdad de lo que pasa, y que están aquí de más y apestándonos... ¡Ay, qué gentes!
—Pero, al fin, ¿en qué quedasteis? —la preguntó Irene llena de angustias mortales. ¿Viene o no viene esta tarde?
—A punto fijo no lo sé —respondió Petrilla.— Tú, por si acaso, vive prevenida; hazte más enferma de lo que estás, y, si es preciso, métete en la cama... Por supuesto, te hago estas recomendaciones, poniéndome en tu lugar; porque si de mí se tratara, esta misma tarde, lejos de esconderme de él, le daba el primer escobazo. ¡Ah, sí! ¡lo mismo que Dios está en los cielos!
Tampoco Irene hubiera hecho ascos a la escoba de su hermana, si no se tratara más que de satisfacer sus deseos; pero veía siempre delante de la barredura el compromiso y la obcecación de su padre, y esto la ataba las manos. La escoba llegaría a esgrimirse, ¡vaya si se esgrimiría! pero con su cuenta y razón y de manera que no se lastimara con los escobazos más que lo que merecía ser lastimado.
Sobre estos delicados particulares hablaron otro ratito las dos hermanas. En conclusión, dijo Petrilla:
—De vuelta a casa, mamá venía triste, y papá como azorado. Lo que más le espanta es la idea de la venida del prócer. Por palabras que le pesqué, de las pocas y mal hilvanadas que dirigía a mamá, con la gente que ya está aquí quizás pudiera entendérselas en un caso apurado; pero con él, con el prócer, ni hay que soñar en que se atreva, ni concibe que tú no llegues a caer de tu burro, por la cuenta que te tiene y la honra que te va en ello, como a cada uno de nosotros... ¡Que es un infeliz, Irene, lo que se llama un infeliz... de lo más desatinado!... ¡Ah! una advertencia, por si acaso no has caído en ello: Nino, vicioso y antipático y una calamidad para marido, está muy lejos de ser tonto. Tenlo presente cuando hables con él; que de esta buena coyuntura, una mujer de tus luces y de tu prudencia puede sacar mucho partido.
Estando aquí la conversación, volvió a entrar en el cuarto doña Angustias, vestida de fresco, y se sentó al lado de sus hijas «en dulce amor y compaña.»
XII. De Brujuleo
Después de convenir Casallena y Juanito Romero en que a las de Sotillo, tan buenas en el fondo, tan honradas y cariñosas, les faltaba en la máquina del meollo lo menos, menos, la rueda catalina, torcieron por la primera bocacalle en busca de la gran arteria de la ciudad, que, por céntrica, larga, sombría y angosta, y correr por ella las bienhechoras brisas del salino nordeste estacional, estaba a aquellas horas cuajada de transeúntes, lo mismo de los afanosos que de los desocupados; porque daba para todos los gustos, y dándolo continuará probablemente, en las eternas y calurosas mañanas estivales.
Casallena había terminado ya su visita médica; eran poco más de las once, y nada tenía que hacer hasta las doce, hora en la cual se iba a la playa por el ferrocarril a tomar el baño de ola, que le desconcertaba los nervios, aunque él, médico y todo, creía lo contrario. Su amigo se bañaba también a la misma hora y en el propio sitio, con fines diametralmente opuestos; es decir, para combatir su tendencia a engordar, y con ello ir haciéndose más nervioso de lo que era. Lo probable es que, sin percatarse de ello, los dos se bañaran en la playa a aquellas horas por ser las de moda; la del remojo de la fine fleur de las damas y galanes indígenas y forasteros. El mundo menos crema, o que, siendo crema en rigor, se pagaba poco de los estatutos y ordenanzas de la clase, aprovechaba la ocasión y los sitios más de su gusto, como los seres comunes y hasta el vulgo de solemnidad.
De estas castas eran, es decir, de la crema despreocupada, del vulgo pudiente, de las humildes linfáticas y de la gente menuda, la mayor parte de las mujeres que volvían entonces, bien de la playa, bien de las ensenadas del puerto; unas de aparejo corto, con un gran lío de ropa entre brazos, y otras con los trapitos y accesorios chic, del ritual de la correspondiente jerarquía; pero todas con el cabello lacio, la cara macilenta y las faldas escurridas.
Algunas de las que se cruzaban con ellas eran ya de las de la crema, que iban, ataviadas en regla, en el orden debido y con el acostumbrado cortejo de gomosos, en perfecto atalaje de bañistas distinguidos... de la sección del mediodía; vamos, de lo más crema. Con muchas y con muchos de éstos y de los que volvían, se saludaron Casallena y su amigo, y con algunas se detuvieron, pero solamente unos instantes: cuatro palabritas sobre las cosas corrientes, las peripecias del baño o la frialdad del agua; y adelante, que la calle era larga y había que recorrerla toda, porque estaba apetecible de verdad, por concurrida y fresca.
Andando acera arriba, los detuvo Sancho Vargas, que bajaba con el sombrero en la mano y vestido de dril, contoneándose grave y mirando ceñudo.
—Hombre —les dijo, pero ladeándose más hacia Casallena que hacia Juanito Romero,— no soy de los que buscan las ocasiones con gran empeño; pero tampoco las desprecio cuando se me vienen a la mano.
Como los dos amigos ascendentes estaban bien avezados a las genialidades pomposas del descendente, no dieron la menor importancia a sus palabras ni a su finchada actitud. Preguntáronle, para salir del paso, por qué los decía aquello, y él respondió, ahuecándose más y acentuando en las losas de la acera, con el cuento de su bastón, las palabras más salientes:
—Lo digo porque, al hallarme con ustedes aquí, recuerdo ciertos particulares, a modo de deuda pendiente... Por supuesto, que yo no doy estima alguna a esas cosas tan pequeñas, comparadas con la magnitud de los asuntos que a mí me preocupan de día y de noche; pero soy franco y desengañado como todo el que no tiene una sola falta de qué arrepentirse, y no quiero ocultar nada de lo que siento cuando llega la ocasión de manifestarlo.
—Tampoco por estas señas cayeron los dos amigos en lo que quería decirles el orondo Sancho Vargas; pero entraron ya en curiosidad de saber de qué se trataba, y le rogaron que se explicara de una vez.
—Sí que me explicaré —respondió el otro sin dejar de golpear la acera con el bastón, no por enfado, sino por costumbre,— aunque pensaba yo que lo dicho bastaría para que me hubieran entendido.
—Palabra de honor que no, señor don Sancho.
—Así será, sin que ustedes me lo juren... Pues nada, caballeros: todo se reduce a que yo les debía a ustedes las gracias por un favor, y que no he tenido ocasión de dárselas hasta ahora.
—¿Por un favor? —le preguntaron con extrañeza.
—¡Vaya! Ya lo creo.
—Pues no caigo, —dijo Casallena mirando a Juanito Romero.
—Ni yo tampoco, —afirmó éste mirando a Casallena.
—¡Qué poca memoria! —exclamó entonces Sancho Vargas mirando a los dos con una sonrisilla de lo más despreciativo, y tres golpes secos en la acera con el bastón.— ¿No se acuerdan ustedes de la acogida que dispensó El Océano a mis dos proyectos presentados a La Alianza en su última reunión?
—Hombre —exclamó entonces Juanito Romero con la mayor sinceridad, porque ni conocía los proyectos ni se acordaba de los comentarios del periódico.— Eso no vale la pena.
—Eso se hace todos los días por cualquiera —añadió Casallena,— cuanto más por un hombre como usted, mi señor don Sancho.
—¡Hola! —dijo hispiéndose mucho y golpeando mucho más el hombre de los proyectos.— Con que, en opinión de ustedes, ¿El Océano me ha dispensado un verdadero favor en escribir lo que escribió de aquella reunión inolvidable? ¿que ni mis grandiosos proyectos ni yo merecemos más que aquello?
—¿De manera —objetó Casallena después de mirar a su amigo Romero arqueando mucho las cejas,— que usted, en lo del favor, nos hablaba con segunda?
—Por lo visto, —confirmó Romero, mordiéndose los labios.
—No pensé yo —repuso Sancho Vargas volviendo a castigar a los dos mozos con otra sonrisa desdeñosa, tres contoneos y medio redoble,— que a unas personas tan ilustradas y tan sabias como ustedes fuera necesario ponerles los puntos sobre las íes para entender a un mal... zapatero como yo.
—¿Zapatero? ¡Qué modestia, señor de Vargas!
—¡Oh! no es modestia, señores míos, porque tengo la conciencia de mi valer; y aunque humilde, no tanto, no tanto... Aludía a ciertos dichos graciosos de ciertas gentes muy sabias; pero, supuesto que, por las trazas, tampoco están al corriente de este otro particular, volvamos la hoja... ¡Pobres chicos, que lo ignoran todo!
—Tantísimas gracias.
—¡Oh! va sin segunda, créanme ustedes.
—Es igual, señor don Sancho, es igual enteramente; porque eso y mucho más merecemos, máxime de personas tan respetables y bondadosas como usted... Pero no le extrañe, mirando las cosas con un poco de indulgencia. Para nosotros, es griego todo lo que ocurre y se escribe en la sección grave del periódico.
—Pues ¿qué demonios hacen ustedes en él entonces? ¿Qué es lo que les interesa allí?
—Pásmese usted, mi señor don Sancho, pásmese usted: la parte literaria nada más. Podemos jurarlo.
—¡La parte literaria!... Es decir, ¿eso que se llama por ahí literatura?
—Sobre poco más o menos, eso mismo.
—¡Psch! ¡Literatura!... Hombre, ¿me quieren ustedes decir para qué sirve la literatura?
—Para nada, señor de Vargas; para maldita de Dios la cosa, si no es para malgastar el tiempo y calentarse la cabeza inútilmente. Créanos usted.
—Es que esta pregunta me la he hecho a mí mismo muchas veces, muchas, ¡muchísimas! al ver ciertas cosas que pasan en el mundo; y para decir toda la verdad, escrita la tengo con buen porción de consideraciones para dirigírsela al público en el momento crítico. Ya lo hubiera hecho, cierto es también; pero no me gusta mover ruido cuando hay asuntos de verdadera importancia que exigen de uno toda la abnegación que se necesita para que sean tratados en el mayor sosiego y tranquilidad. Pero se hará el ruido, no lo duden ustedes, más tarde o más temprano; porque yo tengo que hacerle, y se ventilará ese punto con toda la seriedad y todo el acierto... con toda la frescura que yo gasto, aunque me esté mal el decirlo, en semejantes ocasiones. Y me importará tres pitos que se ma subleven los botarates de la pluma. ¡A buena parte vendrán a hacer leña! Entonces se oirá lo que no se ha oído en España todavía... Entonces se verá palpablemente que lo que importa, que lo único que importa a los pueblos, tal como están hoy por hoy constituidos; que lo único sobre que debe escribirse, y gestionarse, y estudiarse, es el fomento y desarrollo de los intereses materiales. Éste es el pan, ésta la riqueza de los pueblos verdaderamente ilustrados; de los pueblos donde se respeta a los hombres de iniciativa y prestigio; a los hombres serios y afanosos por el bien de sus semejantes; donde no haya murmuradores ni envidiosos que entorpezcan la marcha desembarazada de los grandes pensamientos que conciben otros que están a cien leguas, a incalculable altura de ellos... Para todo esto, tan útil y beneficioso, estorban los copleros, como los zánganos en las colmenas. Dígolo sin ánimo de molestar a nadie, porque yo soy muy leal, y muy honrado, y muy modesto; pero, como ustedes saben muy bien, debo a mi pueblo adoptivo, a este infortunado pueblo que casi me vio nacer, la verdad de lo que siento... Y como así lo siento, así lo digo... Adiós, señores.
Y se marchó calle abajo, mirando muy alto, golpeando la acera con el bastón, pisando firme y revolviendo el aire con el sombrero que llevaba en la mano izquierda.
Ni una palabra se dijeron los dos mozos por comentario a los dichos de Sancho Vargas: tan de acuerdo estaban en estimarle en lo que realmente valía, y tan vieja era ya entre ellos esta conformidad.
Andando más, se cruzó con ellos una jovenzuela de aire desenvuelto, talle gracioso, cara bonita y muy artificiosamente peinada. Miró mucho a Casallena y saludó a Juanito Romero.
—¿La conoces? —Preguntó éste a su amigo.
—¿A quién? —preguntó a su vez Casallena.
—A la que acaba de pasar.
—No me he fijado en ella.
—Pues fíjate ahora.
Volviose Casallena; y tan a tiempo, que en aquel mismo instante volvía también la cara la joven.
—No, la conozco, —dijo Casallena a su amigo, después de mirarla el brevísimo rato que se dejó mirar ella, un poco ruborizada.
—Pues es la Nisia.
—Y ¿quién es la Nisia?
—La costurera de las de Brezales, y de las de Sotillo, y de mi casa.
—Corriente; y a mí ¿qué me importa? ¿por qué me lo cuentas?
—Porque ayer me paró en la calle para decirme que se entusiasma con tus versos; que la hacen «muchísima elusión.» Así mismo lo dijo. Se sabe de memoria los más de ellos, y no los desentraña mal; pero ¡cómo los recita, hijo! Porque me recitó muchos. Nada, hombre, que es chica de gusto, y además guapa de por sí.
—Bien; ¿y qué?
—Que como me lo cantaron te lo cuento, para tu inteligencia y satisfacción.
—Gracias por el regalo.
—¿Sabes que era cosa de echársela a Sancho Vargas?
—¿Para que la haga unas coplas sobre los entarugados?
—No, hombre: para que le convierta a la buena causa... y al sentido común.
—Dudo que lo consigas; pero, en fin, haz lo que quieras y échasela si te parece.
Se cruzaban entonces con tres sujetos «de cierto empaque.» Uno grueso y bastante alto; otro menos grueso y algo más bajo, y otro más alto y más delgado que los dos: los tres con calzado amarillo, de suela gorda y ancha, y traje de mañana, de buen género, pero mal llevado, aunque no tan mal como el hongo, raro de forma además. Ninguno de los tres era joven, ni tampoco guapo; y, sin embargo, eran tres personajes de los varios muy sonados que veraneaban en la playa. Esto de, «sin embargo» se les ocurría a muchos de los transeúntes que los conocían de vista, y cada vez se maravillaban más de que no tuvieran la vitola al tenor de la fama. Gentes sencillotas de la masa contribuyente, que ha de morirse creyendo que sólo los simples mortales usamos ropas menores y padecemos dolores de muelas.
Un poco más allá, tocó Juanito Romero con el codo a Casallena, y le dijo:
—¡Ellas!
Las cuales eran tres también; como los personajes del hongo feo y mal puesto, y las tres indígenas y a la española. Andaban «de tiendas,» y venían de misa, si no mentía la señal de los libros que llevaban entre manos. Una de ellas, la madre, alta y gallarda todavía, era la ruina incipiente de una arrogante hermosura. Las hijas, un tanto aguileña la una y algo arremangadita de nariz la otra, no eran lo que a su edad había sido su madre; pero cosa buena, sin embargo, y astillas ambas dignísimas de un palo tan superior. Casallena frecuentaba mucho su trato amenísimo, y había empleado los mejores tonos de su lira para cantar, en metáforas transparentes, a las dos beldades aquellas, que, en honor de la verdad, lo merecían.
Saludáronse los cinco, y echaron un párrafo de lo más amistoso y familiar; y al separarse de ellas los dos camaradas, Juanito Romero, por más que había observado con el rabillo del ojo durante la conversación, no poseía un nuevo indicio para afirmarse más en su envejecida creencia de que por allí iban las inclinaciones amorosas de su amigo, si es que tenía inclinaciones de esta especie; cosa que también era de dudar en un mozo tan reservado como él en esos delicados particulares.
Ocho personajes de tierra adentro y de aparejo redondo, detenidos delante de una vidriera en que se exponían «pelegrinas de caracolillos» y «pastoras de cascaritas.» ¡Qué comezones y espasmos entre los chicos y los grandes! Se alampan por estas maravillas de la mar los honradotes escrofulosos de Becerrit.
Señoritas de pueblo que daban el último vistazo a la calle y a sus tiendas. de lujo. Chulos de pega, y alguno de verdad, que aún no había sido devuelto por la Guardia civil al punto de su procedencia, por no haber hecho la última, que haría de un momento a otro. Fámulas rollizas a buen andar, y negociantes a escape; estudiantes pelechando, y carteros sudando el quilo. Las de Éste y las de Aquél, indígenas también y también muy guapas, por supuesto, y también con libros de misa entre manos, y también conocidas de Casallena y de Juanito Romero, aunque no tan estimadas como las tres de antes. Tres chicos raros, de Madrid igualmente, que siempre andaban juntos y silenciosos, largos y enjutos y vestidos de tourista inglés, con sus polainas y todo y sus bastones herrados. Varios particulares de la ciudad, que parecían forasteros entonces entre tanto invasor desconocido. La antigua, la clásica Perfumería, vivero de los elegantes del 48 al 70; lugar tranquilo y de reposo, a la sazón de este relato, de los inválidos supervivientes de aquellas esplendorosas falanjes. Detrás del mostrador, desocupado de marchantes, leía la vida del santo del día el que fue núcleo de todas ellas, como señor y dueño del plantel. Los dos bisoños, al pasar de largo, se descubrieron reverentes ante las canas augustas de aquel heroico ranchero de la guardia vieja.
Poco más allá, el crucero de cuatro calles: algo como Puerta del Sol de la ciudad. Más crema estacionada o de tránsito; más vulgo y mucho vocerío: el de los vendedores de periódicos o de las novedades más acreditadas en las ferias últimas; allí también los anuncios fijos y ambulantes de los innumerables espectáculos para la noche; las tiendas de lujo con las puertas atascadas de curiosos desocupados.Un pariente de Casallena que se topa con él, soldado de las antiguas legiones de la Perfumería de más atrás; pero en servicio casi activo todavía en las modernas, por milagros de un esfuerzo heroico del espíritu de cuerpo. Narraba con suma gracia, poseía un gran caudal de chascarrillos cómicos, y vestía «a la última,» como los muchachos de la crema. En aquella ocasión iba algo descuidado de toilette; y, sin gran esfuerzo de los ojos, se le descubrían manchas de sangre en los puños de la camisa. Acababa de extirpar un cáncer, o los riñones, o un maxilar a una persona. Hacía cosas tales a diario; y a menudo le ayudaba su pariente, el poeta dulce, el sensible, el impresionable Casallena, teniendo por un lado, o hundiendo en la asadura del paciente la inexorable cuchilla. Así, y con las golosinas del mundo elegante, conllevaba el carnicero doctor tan guapamente las soledades y arideces de su vida celibataria.
Comenzaba Juanito Romero a celebrarle los dichos a carcajadas, porque no sabía reírse de otro modo, cuando se llegó al grupo, por la calle de la izquierda, un coetáneo del médico y bien conocido ya del lector: Fabio López, con la mitad de la oreja izquierda dentro del hongo, las manos en los bolsillos del pantalón y mascando el puro que fumaba. Los dos amigos se saludaron a epigrama seco; y a poco rato se le demostró a Fabio López, por los otros cuatro del grupo, que si venía por allí a tales horas, no lo hacía por descansar de sus tareas matinales, sino a esperar el paso de las costureras al dejar su trabajo a las doce, que andaban ya para caer.
Esto recordó a Casallena y a Juanito Romero que a esa hora salía el último tren de la mañana, el tren de la goma, para la playa; y se largaron sin despedirse y más que de prisa, buscando los atajos para llegar primero.
El tren pitaba ya en medio de la calle, porque la estación estaba dentro de la ciudad; y los dos rezagados amigos, asfixiándose el uno y derrengado el otro a fuerza de correr, tomaron por asalto una de las contadas banquetas al aire libre, en que cabían. Viajeros, los de siempre u otros tales a aquellas horas: manadas de gomosos haciendo travesuras y apuntando chistes que no resultaban luego, o resultaban majaderías, para que los oyeran y los admiraran, y, por último, los amaran, las distinguidas señoritas y las damas elegantes que se sentaban en las inmediaciones; los tres personajes de los hongos feos; algunos más por el estilo, que también volvían a sus hogares de alquiler; dos canónigos de Valladolid; los tres zangolotinos ataviados a la inglesa, que siempre andaban juntos, y un regular contingente de simples mortales que iban a ventilarse un poco antes de comer, o a bañarse a aquellas horas por no haber podido hacerlo más temprano, como solían.
Arrancó el tren bufando, pero al andar del espolique que le precedía a medio trote, por respeto a los transeúntes de las calles que iba atravesando; hasta que llegó a las afueras y acometió a escape, entre resoplidos, pitadas y culebreos, que era su modo de relinchar y hacer cabriolas, el primer repecho que se le puso por delante. Con este andar, la brisa corriente y libre en aquellas amplitudes costeñas de la bahía, se trocó, para los viajeros, en desatada ventolera que hacía tremolar los crespones de los sombrerillos, y casi arrancaba los hongos feos de las cabezas de los tres señores, los cuales, como hombres de buen gusto, se distraían demasiado en la contemplación del estupendo panorama que iba descubriéndose a la derecha, más admirado cuanto más visto: algo de la maravilla del Tajo en su desembocadura, y más que un poco de los grandes lagos suizos... en fin, siempre algo como lo mejor del mundo; y por eso, y por no hartarse de verlo, y por gozarlo más descuidados, concluyeron los tres señores por descubrirse y llevar en la mano los hongos feos. Los mozalbetes gomosos tenían como a menos parar la atención en cosas tan ordinarias y rústicas, y continuaban interesando con sus donaires y travesuras a las distinguidas señoras, que tampoco mostraban gran entusiasmo por el paisaje... ni por los gomosos; casi tan poco como los tres zangolotinos, que le habían vuelto la espalda. Lo peor era para los pasajeros de buen gusto, como los señores de los hongos feos, que el tren parecía complacerse en contrariarlos a cada instante; porque, como si le asustaran los sitios despejados para correr, a lo mejor se colaba por una grieta en peña viva, o se deslizaba entre setos y matorrales. Las praderas limpias y descubiertas, los mejores puntos de vista para aquel panorama sin segundo, los pasaba echando chispas.
Culebreando así, llegó en brevísimo tiempo al final de su sendero por la costa de la bahía. Allí hizo un alto, y se alivió del peso de una pequeñísima parte de su contenido, que iba buscando las dormidas y silenciosas aguas de la ensenadita inmediata al apeadero. Después, vuelta a silbar, vuelta a los bufidos y vuelta a correr; pero hacia la izquierda.
A los pocos instantes otro panorama distinto y más grandioso que el anterior, por su imponente sencillez: la mar sin límites, tranquila, llana a la vista, azul, diáfana como cielo sin nubes; a lo largo de la costa, y sobre las arenas de la playa, una línea hervorosa y blanca, recortando el azul brillante de las aguas; entre los pliegues de aquel festón del arenal, unos bultitos negros rebulléndose... a uno de los tres señores de los hongos feos se le ocurrió la siguiente comparación: «parece un inmenso manto de crespones verdosos, ribeteado de armiños... con ratones, tendido al sol.» Casallena celebró la ocurrencia, porque le pareció exactísima hasta en lo de los ratones; sólo que le desencantó mucho el detalle, considerando que esos ratones de la imagen, vivos y efectivos, tal vez fueran lo más florido de las elegantes bellezas que tanto admiraba él. Y mira que mira hacia la playa, cuanto más miraba y contemplaba el cuadro, más exacta le parecía la comparación del personaje del hongo feo. «No hay que darle vueltas,» concluyó diciendo para sí; «eso y no otra cosa es lo que parecen ¡ratones!... pero en remojo, que es mucho peor todavía.»
Agazapose el tren en esto entre dos taludes muy altos; se deslizó por allí durante unos momentos, y muy pocos después se detuvo al margen de una gran explanada a la orilla misma de la mar. Desde aquel apeadero, circuido, más de cerca o más de lejos, de edificios de varias castas, se veían muchas cosas: paseos, avenidas, jardines y pinares, hoteles a montones y carruajes a docenas... todo, menos la mar.
Andaba poca gente por allí: la que pasaba a la casa de baños desde los carruajes o los hoteles, o viceversa: en el primer caso, con cierto apresuramiento perezoso, y en el segundo, tapujadas hasta la nariz, muy escurridas y a escape.
En cambio, no se cabía adentro, en la extensa galería del balneario, ni en las casetas del arenal: todo estaba lleno, au grand complet, como se dignó decir a Casallana un periodista elegante de Madrid, en cuanto le vio entrar. Este periodista, con un libro, francés por supuesto, entre manos, y descuajaringado en una silla, discreteaba con unas damas, de «por allá» también, vestidas «de capricho,» pero dentro de lo preceptuado por las circunstancias de ocasión, hora y localidad; las cuales damas se reían mucho con el periodista, que las pagaba la bondad con sahumerios en las correspondencias que enviaba de dos en dos días a su periódico. Todo lo chic de la colonia veraniega y de sus imitadoras y admiradores indígenas andaba por allí en amistoso y completo revoltijo de sexos, edades y vestimentas: en la galería, los más, conversando, o mirando, o haciendo labor de gancho, según las necesidades y los gustos; en el arenal, los chicuelos correteando; mozos luciendo el talle en atrevidas posturas; algún melancólico de pega paseando lentamente, con la cabeza caída sobre el pecho, pero atisbando con el rabillo del ojo las pantorrillas de las damas que salían del baño o de la caseta para ir a él; algún inocente que otro escribiendo en la arena con el bastón el nombre de la bañista de sus pensamientos; otro, más inocente todavía, paseando y leyendo al mismo tiempo un libro de versos sentimentales; parejitas acá y allá, escarbando el suelo para acopiar cáscaras y decirse palabritas de doble sentido; en los armiños del manto (siguiendo el símil del señor del hongo feo) muchos ratones; y, en brazos de los bañeros inexorables, niños lanzando berridos y perneando desesperados, por horror al agua en que iban a ser zambullidos, quieras o no quieras. De tiempo en tiempo, un tropel de gomosos, en su mayoría huesudos y extenuados, salidos de las celdas de la galería, saltando de tres en tres los peldaños de la escalinata del centro y atravesando el arenal como una horda de caníbales hambrientos; y cuando parecía que iban a tragarse la mar entera, o a llegar en dos brazadas a la Isla de Cuba, quedándose al tocar el agua con los pies, encogidos y tiritando, y concluyendo por darse unos cuantos revolcones a la orilla; y los mismos u otros tales, volviendo del baño a la casa, amoratados de frío y chorreando el agua por los pelos, por las narices y por el ridículo traje azotado al armazón; porque, propiamente carnes, no las había en los más de los ejemplares.
No faltaba, por supuesto, el buen mozo de verdad, de traje muy corto de mangas y perneras, y muy escotado además, que yendo o viniendo, enjuto o remojado, marchaba lentamente y en actitudes de atleta, por el camino más largo y más concurrido, y parecía ir pensando: «vamos, hermosas señoritas y matronas de buen gusto, porque yo hago a todo, ¿qué hay que decir de estas formas? ¿qué os parece esta altivez de pecho, y este brazo nervudo, y esta pierna gallarda, y este crujir de la arena, cuando la pisan mis pies? ¿Y este andar majestuoso, y esta cabeza erguida, con su pelo tupido y negro; y esta barba de seda, este mirar de ojos, y, en fin, esta salud de hombre de pelo en pecho, y al mismo tiempo elegante y de mundo? ¿Qué tal? Pues a ello, y con franqueza; y tened entendido que lo mismo acepto un buen acomodo por medio del santo vínculo, que un enredillo pasajero con una hermosa dama de buen temple.»
El caso fue que Casallena y su amigo no se bañaron aquel día. Impidióselo, primeramente, el periodista de Madrid, que los presentó a las señoras con quienes conversaba, lo cual les entretuvo un largo rato. Después, al ir a pedir cuarto en que desnudarse, se toparon con Nino Casa-Gutiérrez, ya despolvoreado y convenientemente vestido «de playa,» que departía con unos cuantos gomosos indígenas (entre los cuales estaba el ambidextro Juan Fernández, ya conocido de nuestros lectores), que tenían el honor de ser amigos suyos desde la última temporada, así como Casallena y Juanito Romero. Con esto, y con haber leído ya el hijo del prócer El Océano de aquel día, figúrese el lector si sería afectuoso, recalcado y expresivo el saludo cambiado entre los tres. Además, Nino, por especiales razones, venía animoso y satisfecho hasta no poder ocultarlo; y en los momentos de acercarse a él Casallena y Juanito Romero, había puesto sobre el tapete el complejo tema del sport de aquella floreciente ciudad. Continuando la materia, después de agotada la de los saludos, se lamentó Nino muy hondamente de llegar tarde a las recién terminadas justas del Velódromo, que, según sus noticias, habían estado brillantes. Cabalmente traía él grandes proyectos que someter a las deliberaciones del Club, en la seguridad de que serían aceptados por los clubistas, tan celosos del prestigio y engrandecimiento de la Sociedad, obra afortunada de su iniciativa, que en poco tiempo había sabido colocarse a la altura de las más renombradas de España. También le contrariaba mucho no haber podido presenciar las carreras del Hipódromo, porque tal y porque cuál; y como hablaba tan en serio de estas cosas, y daba tanta importancia a estos ensayos del elegante sport en una capital de provincia un club man tan distinguido de Madrid, a la mayoría de los gomosos aquellos se les caía la baba de gusto.
Engolfados todos en el embriagador interés de estas graves materias, llegó a generalizarse la conversación y a hacerse mucho ruido entre los conversantes. Intervino al poco rato el periodista, porque se le marcharon las señoras, y era también amigo de Nino Casa-Gutiérrez; y con esto se animó el debate por aquel lado. Fue despejándose la galería poco a poco; arrancó el tren en que debían haberse vuelto los gomosos a la ciudad; cogioles descuidados y perdiéronle; y, en la inteligencia de que no tendrían otro hasta las tantas de la tarde, y no contando ya con coches de alquiler en la explanada a aquellas horas, dejaron para luego la tarea de decidirse entre volver a pie o no volver tan pronto, y se resolvieron todos a continuar lo comenzado allí, unos con la atención solamente y otros pocos con la palabra, por el nuevo rumbo que le había impreso el periodista de Madrid, apenas llegado al corrillo.
XIII. Palique
El tal periodista, de regular físico, pero bien acicalado y muy en punto en prendas de su atavío, no veraneaba allí por su propia iniciativa ni para regalo de su persona, sino por cuenta y mandato de la empresa de su periódico; era de los de plantilla en la redacción de éste, y de los tres o cuatro que salían de Madrid todos los veranos y se dividían en otras tantas porciones la Península entera, o determinadas regiones de ella, para dárselas a conocer, en pinturas más o menos fieles, al bondadoso suscritor del papel que les pagaba. Medio litoral cantábrico llevaba despachado ya cuando el lector de estos renglones ha tenido el gusto de conocerle, aunque no hacía aún tres semanas que había salido de Madrid, y eso que estudiaba lo que caía por su banda, «bajo todos sus aspectos,» desde el geológico hasta el recreativo. No se había visto hombre más desembarazado de trabas ni más suelto de pluma que él. Llegaba al terreno, le daba un vistazo, hacía cuatro preguntas al primer indígena que se le ponía delante; y al día siguiente un cartapacio al correo con material suficiente para un artículo de tres columnas apretadas, el primero de la serie, la cual nunca bajaba de seis.
«El celta,» «el fenicio,» «el cartaginés,» «el romano:» éste era el plantel de pobladores de donde sacaba él siempre los que le convenían para el territorio que estudiaba «bajo todos sus aspectos.» Por lo común, elegía el primero que se le venía a la pluma. ¿Qué más daba, si nadie le contradecía jamás, y eran contadísimos los españoles que podían hacerlo, y esos pocos no le leían a él? A veces, para cubrir mejor sus apariencias de erudito concienzudo, hacía como que dudaba: «¿sería el celta? ¿sería el fenicio? ¿sería el godo acaso? ¿sería quizás el árabe?» Y aunque no hubiera sido ninguno de ellos, ni tampoco otro por el estilo, cosa que le tenía a él sin cuidado, se fijaba en el fenicio, por ejemplo, en consideración a éste y al otro rastro más a menos característico, de aquellos supuestos aborígenes, en los naturales del país; testimonios y pruebas que acumulaba con la frescura más imperturbable; porque, para él, no tenían ni podían tener réplica. Convenido ya en que había sido «el fenicio» el primer colonizador de aquellos territorios, tratárase de los costeños o de los de secano de tierra adentro, pasaba a hablar del clima y principales producciones (artículo 2.º de la serie). Por de pronto, sus condiciones meteorológicas eran las mismas del día de la observación, copiado al pie de la letra: lluvioso, si llovía en aquella ocasión; triste y gris, brumoso, si estaba nublado o cayendo un poco de morriña; risueño y primaveral, si lucía el sol sin nubes; y así por este arte, con las necesarias alteraciones estacionales en consonancia con las sentadas bases. Sus elementos de riqueza, según fueran los que explotaban los sujetos a quienes acudiera con la pregunta; por ejemplo: la recría mular, la patata, las hortalizas, la pesca, los pollos artificiales... El tercer artículo de la serie versaba sobre los procedimientos usados en el país para la explotación de aquellos elementos de riqueza; de los resultados obtenidos y de los que podían obtenerse de otro modo, y del influjo que en todo ello podían ejercer «las iniciativas de los poderes públicos,» la equidad de las leyes fundamentales del Estado, y los beneficios «de una política amplia y racionalmente democrática.»
Si la región sometida al examen del periodista no era cosa mayor en ningún concepto, el resto de la serie le invertía en volver sobre lo dicho; en apuntar unos cuantos pareceres enderezados a mejorar el estado de las cosas, sin detenerse a observar que los pareceres no cabían, la mayor parte de las veces, dentro de las condiciones constitutivas de la región, y en echarse por los cerros de la alta política preponderante en Europa, por las simas del Erario público y por las encrucijadas de los partidos militantes, para concluir poniendo toda su confianza «en el remoto, pero seguro imperio de la idea democrática en la conciencia del pueblo español, calor y vitalidad de las grandes energías que estaba pidiendo, año tras año, nuestra desolada patria, para alcanzar el nivel que la correspondía entre las naciones más prósperas y respetadas del mundo conocido.»
Si se trataba de una comarca veraniega, como en la ocasión de nuestra historia y en la mayor parte de las ocasiones, el cuarto artículo era el primero de los destinados a estudiarla bajo este aspecto brillante. El periodista colgaba su herramienta de escudriñador infatigable por los senos de la tierra y las espesuras de los bosques, y desenfundaba la brocha del colorista libre y regocijado; y allá van trazos y reveses; efectos de sol y de luna; manchas, impresiones y siluetas de todo cuanto alcanzaba la vista y de otro tanto más; retratos de frente y de perfil; grupos, figurones y comparsas; sedentarios y trashumantes, brisas, mares, charcas, luz, pajaritos y gusanos: para todo había espacio en el lienzo y colores en la paleta. Después, unas cuantas incensadas para fijarlo; y al correo con ello. Y el hombre, tan satisfecho de la obra; no porque fuera incapaz de hacerlo mejor y más a conciencia, con el necesario reposo y el debido acopio de materiales, pues era listo y bien dispuesto por naturaleza, sino porque no sabía más, y con ello sólo le iba bien, y no le pedían otra cosa ni los que le pagaban ni los que le leían. Andaba así el mundo, y se dejaba ir con él tan guapamente.
Y tan de fe creía que «llenaba su misión» de esa manera, que hasta siendo demócrata de profesión con procedencias federalistas, se alampaba por codearse con los señorones; cantaba, como un trovador de «los siglos bárbaros,» sus festines ostentosos y las preseas de sus mujeres, y siempre tenía en su carita redonda y algo anémica una sonrisilla protectora, con matices de compasiva, para las castas inferiores, a cuya cabeza colocaba él «la casta provinciana.» Esto no lo podía remediar, por más que lo intentaba aconsejado por su buena intención y nativa amabilidad; y precisamente esto mismo era lo que más sacaba de quicio a Casallena siempre que hablaba con él; y por eso se armó tan recia pelotera aquel día, en cuanto saltó en el corrillo el punto de los velocipedistas y demás sport men de la ciudad aquella, y acudió el periodista madrileño y tomó parte en el asunto, con la sonrisa y la tendencia acostumbradas; y por eso, en fin, perdieron el último tren de la mañana tantos y tan distinguidos gomosos.
Ello fue que acertó a decir el periodista, con su vocecilla suave y su sonrisa zumbona, después de haber elogiado a su manera «el evidente progreso» de aquella sociedad distinguida, aunque provinciana:
—En suma, caballeros: que nos van ustedes aventajando en todo, en esto de saber vivir.
—¿A quiénes? —preguntó Juanito Romero.
—A nosotros —respondió el preopinante retorciéndose una guía de su bigote con la mano libre, porque en la otra tenía el libro francés,— a los de Madrid. ¡Y luego dirán ustedes que se les ofende, cuando se les dice, o se les da a entender siquiera, que les imponemos o queremos imponerles nuestros hábitos!...
—No es esa enteramente la cuestión escabrosa, —dijo, de un salto, el vehemente Juan Fernández.
—Pido la palabra sobre ese particular —interrumpió Casallena;— sobre ese particular, repito, que necesita toda la calma y toda la imparcialidad que yo poseo, para ser tratado aquí debidamente.
Y sin que nadie se la concediera, pero sin negársela tampoco, continuó así:
—Negar que lo más ha de influir siempre sobre lo menos, trátese de costumbres sociales o de géneros mercantiles, sería una bobada; y otra parecida sostener que de estos influjos ne cesarios no han de resultar, en determinados casos, comparaciones y contrastes; y de estos contrastes y de estas comparaciones, juicios y comentos cuando llega la ocasión; y de estos comentos y de estos juicios, irremediables también, algo mortificante, en gestos o en palabras, de lo absorbente para lo absorbido... Me explicaré mejor con un ejemplo: Nosotros tenemos nuestras correspondientes fiestas de sociedad, lo cual no merece censura, puesto que tenemos familias acaudaladas y señoritas primorosas, amén de modestas y muy mujeres de su casa, prendas estas últimas que no abundan en las equivalentes jovenzuelas de por allá; tenemos también madres de buen ver, y galanes, si no más feos ni peor vestidos que los de ustedes, quizás mejor educados y menos holgazanes, y más útiles al cabo. Por este lado, nada más puesto en razón que las fiestas domésticas en las cuales echan el resto, para divertirse y divertir a sus amigos, los pudientes notorios de nuestras cultas capitales de provincia; y nada más justificable tampoco, dados los vientos de publicidad que corren, que, al día siguiente, dijeran todos los periódicos locales que la noche antes se había celebrado un baile muy brillante en casa del señor don Fulano de Tal, a la cual fiesta habían concurrido las mujeres más lindas y elegantes, y los hombres más distinguidos de la población... y por este estilo, llano y discreto, todo lo demás referente a la fiesta y a la esplendidez del señor don Fulano de Tal. Pero no sucede así; sino que, por ese afán de imitación de lo más, que consume a lo menos en cada jerarquía; por ese prurito que nos consume aquí de andar, de vestir, de peinarnos como los de allá, y hasta de sustituir nuestros nobles y clásicos provincialismos con el caló flamenco acreditado por los barbianes de ustedes, damos cuenta de una fiesta como la de mi ejemplo —y ya sabe usted lo mucho que vale esta declaración, hecha por mí, reincidente empedernido en esa clase de pecados,— diciendo, siempre por el afán de imitar a los modelos de primera: «Anoche abrieron sus lujosos salones los señores... de Ruiz, a sus numerosos amigos. Todo lo que contiene de más brillante, de más hermoso y de más distinguido la buena sociedad de este pueblo, parecía haberse dado cita allí. Allí estaban...» Y comienza la lista de nombres, precedido cada uno de ellos de las pomposidades lisonjeras de costumbre. Y resulta que estuvieron en los salones de los señores de Ruiz, las de Sánchez, las de Pérez, las de Gómez, las de Gutiérrez, etc., etc... añadiéndose más adelante, para inteligencia y regodeo de la high life, que la señora de García anunció a sus amigos, después de bailarse el cotillón de despedida, que, desde la próxima semana, se quedaría en casa todos los jueves. Y aquí, en ejemplos como éste —muy del gusto del señor de Ruiz, de las señoras y señoritas de Sánchez, de Pérez, de Gómez y de Gutiérrez, y de la señora de García, porque, si así no fuera, no lo diría el cronista en esos términos;— en ejemplos como éste, repito, es donde lo echamos a perder; porque el remedo trae a la memoria lo remedado con sus moradas verdaderamente ostentosas y sus listas de nombres muy sonados en toda España por su estirpe o por su dinero... como sucede con nuestras corporaciones municipales, nuestras diputaciones, nuestras Ligas y hasta nuestros concejos de aldea, por el ansia de adoptar, a tontas y a locas, los procedimientos parlamentarios de los «Cuerpos Colegisladores:» todos aspiran a largar discursos, a provocar incidentes, a obstruir los debates y a tener grupito; y aunque lo de allá no es más honrado, ni más noble, ni más útil, al cabo es más vasto, más viejo, y más divertido a veces. En todos estos y aquellos casos, la comparación se hace y el ridículo resulta; y, como consecuencia de ello, la sonrisa burlona y la mirada de arriba abajo... Y así en otros muchos particulares.
—Ergo —dijo aquí el periodista,— si el hecho existe, la culpa es de ustedes y no de nosotros.
—Poco a poco —repuso Casallena:— en primer lugar, no paso por ese nosotros, porque usted es gallego, y, por ende, tan provinciano como yo y cada uno de los desdeñosos seres superiores que desde allá nos tienen en poco y nos imponen sus leyes hasta en el modo de descubrirnos la cabeza.
—¿A que salirnos todavía con que en Madrid no hay madrileños? —apuntó el periodista, acentuando la sonrisita mucho más.
—Y no los hay —afirmó Casallena muy serio.— Y si no, vaya la lista de los hombres que allí descuellan y se mueven, y se dejan ver en la política, en las letras, en la banca... en todos los ramos, en fin, de la actividad humana; y a ver quién de ellos ha nacido en Madrid. ¡Ni uno que valga dos cuartos! a la familia madrileña que en nada bulle, que en nada se mete, quizás lo que más vale en Madrid, nadie la conoce, nadie la ha visto... Esto es sabido y demostrado. Pero demos de largo, para los efectos de esta amistosa porra, que puedan ustedes, los incluseros, los adoptivos, los intrusos de allí, llamarse madrileños. Yo les concedo a ustedes, se lo he concedido ya, que en determinadas ocasiones de la vida, en presencia de ciertas flaquezas y debilidades nuestras, aún con las mejores intenciones del mundo, se sonrían y nos miren del modo que tanto me carga a mí, puesto que damos motivos para ello pero el vicio, el resabio de ustedes, consiste en que de estos casos excepcionales hagan una regla general, y extiendan el imperio de sus olímpicos desdenes hasta mucho más allá de lo que es justificable, por nuestras culpas y pecados, invadiendo regiones, como las del entendimiento, que son la patria libérrima de todos.
—Si tuviera usted la bondad de poner un ejemplo —dijo el periodista, afilándose la otra guía de sus bigotes,— para entendernos mejor y más pronto.
—Va el ejemplo —contestó Casallena al instante.— La obra de arte; el libro del autor provinciano.
—Pido la palabra, —saltó aquí Juan Fernández, que hasta entonces había permanecido ayudando con los ojos y los ademanes a Casallena en su peroración.
—Sin perjuicio —repuso el periodista madrileño, de lo que nos diga luego el amigo Juan Fernández, permítame el señor Casallena asegurarle que, a mi juicio, tras de no ser exacto lo que apunta sobre el desdén con que miramos allá las obras literarias de afuera, contradice su anterior afirmación, no desprovista de fundamento, de que tampoco son madrileños los literatos aplaudidos.
—Insisto en lo apuntado, y afirmo que no hay contradicción entre ello y lo que antes afirmé.
—Para probarlo —insistió el periodista,— sería preciso que usted nos demostrara que la prensa madrileña no se toma interés por libro alguno.
—Declaro —repuso Casallena,— que no se toma todo el que debiera tomarse por los que lo merecen, y que eso poco siempre recae en los de casa.
—¡En los de casa! ¿Pues no habíamos quedado en que en Madrid no los hay de casa; que todos son forasteros?
—Como usted, amigo mío: madrileños per saltum, de adopción, cuneros; hombres que allí se han formado para las letras en que brillan. Todos éstos son más o menos famosos desde la primera copla o desde el primer articulejo que dieron a luz en la prensa madrileña, y a todos éstos, con grandísima justicia, se les toman en serio hasta las tonterías que producen de vez en cuando —pues se dan estos casos también,— como fueron famosos, en su día, cien y cien gallegos de Madrid que, sin base para sostener, como los otros, la balumba de laureles con que los abrumó la crítica de la casa, o sea la sociedad de elogios mutuos, cayeron en la sima del olvido para no salir de ella jamás.
—Luego por allá hay justicia.
—La del público bonachón e inteligente, que es de todas partes; el buen sentido, que falla siempre en última instancia: ese es el gran justiciero, uno de cuyos trabajos más ingratos y continuos consiste en deshacer las injusticias de ustedes, derribando a escobazos ídolos de pega, y levantando con mimo y a pulso otros de buena ley que andan por los suelos por obra de los olímpicos desdenes de ustedes.
—Verbigracia —dijo el periodista enseñando hasta los dientes de tanto exagerar la sonrisilla picarona,— los ingenios provincianos sin domicilio en Madrid.
—Esos, principalmente.
—¡Y me lo dice usted sabiendo que hay ejemplares en ésta y otras provincias que acreditan todo lo contrario!
—Y me ratifico en ello, precisamente por el caso de esos ejemplares que hay aquí y en otras partes.
—He pedido la palabra para cuando me correspondiera —dijo entonces Juan Fernández, que estaba comiéndose la figura por ansias de exponer algo de lo que se le estaba ocurriendo,— y me corresponde ahora. Yo también acepto, para sostener la tesis que se ventila, esos mismos ejemplos: los de esos forasteros en Madrid, cuyas obras merecen alguna consideración a la prensa de allá. ¿Sabe usted cuántos años, o qué suma de circunstancias se han necesitado para que eso suceda?... ¿para que se haya hecho esa verdadera conquista? ¿Sabe usted que ha sido preciso que la reputación haya venido formada y dando la vuelta a medio mundo para que en Madrid se la haya concedido el pase? Y así y todo, si vamos a desentrañar lo más encomiástico que de las obras de esos forasteros se dice entre ustedes en el rinconcillo que les dejan desocupado en sus papelones las revistas de teatros, las de toros, las del gran mundo, la crónica escandalosa, la de los crímenes del día y las arduas cuestiones políticas; si se exprimen un poco y se depuran después en el crisol del buen sentido, ¿a qué queda reducido todo ello? a la migaja mísera arrojada de limosna al pobre postulante desde el festín aparatoso del enfatuado gacetillero. «La cosa —viene a decir,— no es del otro jueves; pero para un escritor de esos, puede pasar, puede pasar... Conque no desalentarse; tener muy en cuenta los consejos que hemos dado, y a otra.» Y es lo más donoso de todo esto que, en la mayor parte de los casos, el autor de la obra es un hombre que ha encanecido escribiéndolas, y el desdeñoso consejero un mozalbete casi imberbe y rapado en letras, que se ha metido a crítico por no servir para otra cosa... porque en España anda la crítica así, bien lo sabe usted.
—No sé tal —replicó el madrileño templando bastante los tonos habituales de su sonrisa;— a lo menos en el terreno que yo conozco. Podrá haber más o menos entusiasmo por los libros, más o menos preferencias por otros asuntos que la corriente de las ideas y el capricho de la moda imponen a los periodistas que tienen que acomodarse a los gustos del público; pero que la crítica esté en Madrid en manos de hombres ignorantes en absoluto y mentecatos de necesidad, ¿cómo he de concederlo yo, que estoy convencido de todo lo contrario? Habrá casos, muchos casos, si ustedes quieren, de esa crítica presuntuosa y huera; pero estos casos no son la crítica de allí, sino las excepciones de allí y de todas partes; al revés de lo que pasa con las afirmaciones de ustedes sobre los soñados desdenes de la prensa madrileña por todo lo que no es madrileño: que son el tema obligado de los provincianos de todas partes siempre que hablan de Madrid.
—No solamente —insistió Juan Fernández,— es el Evangelio esto que vuelvo a afirmar sobre los desdeñosos críticos a diario, y la ignorancia y falta de autoridad de estos dispensadores de suficiencia en el arte de escribir, por lo que respecta a los escritores provincianos, sino que hasta los mismos libros de Madrid (los libros buenos, se entiende; porque para los malos nunca faltan elogios) son ya castigados con iguales altiveces. Y aún sucede más, ¡y ésta es la más negra! Sucede que los padres graves de la crítica, los pocos, los muy contados críticos que poseemos, contagiados de ese soberano desdén de la turba multa de la clase, llevan la manía desdeñosa a los últimos extremos. Estos doctores del arte, en los contadísimos trabajos de crítica que dan a luz, a los de afuera y a los de adentro nos dejan igualitos; porque no citan un libro español aunque los asen. Tratan de «la Novela,» por ejemplo, y recorren las literaturas de los dos mundos, y van enumerando nombre por nombre, género por género y obra por obra; y llegan a Francia, y allí se emborrachan pesando y midiendo autores, estilos y novelas, como que se lo saben de memoria, y bien sabido; pero de nuestros novelistas, de sus obras más notables, ni una palabra. Al final del trabajo, y porque no se diga, vierten en el papel una docena de nombres amontonados, grandes con chicos y blancos con negros, que braman de verse juntos; y hasta esta mención, a ciegas y por obra de misericordia, les parece una merced inmerecida a los rumbosos escritores... Y no me niegue usted también estos hechos, porque le pondré delante de los ojos media docena de prólogos y otros tantos estudios sueltos, obras de esos doctos caballeros españoles, que acreditan con sobras lo que afirmo. En honor de la verdad, hago un par de excepciones en esta regla; un par, a lo sumo, y de aquí no paso. Pero aún hay más...
—¿Más todavía?
—Muchísimo más... Como que habría materia para una semana si explotara yo todo el filón que tengo en la memoria.
—¡Pues medrados estaríamos, señor Juan Fernández!— dijo entonces, queriendo reírse de veras, el madrileño.
—No se alarme —repuso el joven preopinante con la más recta de las intenciones,— que no entra en mis propósitos administrarle las dosis de razonamientos en largas y mazorrales series. Y entienda usted que, para esto que voy a añadirle por de pronto, vuélvome otra vez a «los chicos» de la crítica menuda, y lo expongo como muestra de un aspecto más del madrileñismo que los posee de arriba abajo. En Madrid hay marquesas frágiles, duques viciosos, banqueros corrompidos, nobles jovenzuelos holgazanes que van para corrompidos y para viciosos, si es que no han llegado ya, y familias de copete, que no tienen pies ni cabeza, como hay en todas partes, pero no en la abundancia que allí, por ser más numerosa la clase y más favorables las costumbres para ese género de cosechas. Esto lo sabe uno por propia observación directa; por lo que propala la opinión pública; por lo que se descubre en papeles y en comedias, y por lo que los mismos «chicos» esos nos refieren de palabra cuando vamos por allá... ¡y con qué lujo de detalles! Después de verlos señalar con el dedo a este político por venal, a aquella dama por Mesalina, a aquel noble por degradado y al otro acaudalado por sinvergüenza; después de oírles referir hechos escandalosos, anécdotas fulminantes, vidas y milagros dignos de los peores tiempos de Roma; citar frases groseramente verdes, nacidas de labios femeniles, corrientes ya en todo Madrid y propagadas por media España; después de convencerse uno, en fin, de que poner esas cosas en duda allí sería pasar por inocente, llega a temerse que falte a lo mejor el suelo donde pisar o que llueva rescoldo a la hora menos pensada. Pues bueno: no con todo ese cúmulo de abominaciones, sino con algo de él, esmeradamente desinfectado, se le ocurre a un escritor de provincias componer un libro y lanzarle en medio de la Puerta del Sol. ¡Virgen María, qué recibimiento se le dispensa! No por las gentes de la estofa de sus personajes, pues esas quizás se encogen de hombros y se ríen de los escrúpulos del autor, sino por esos chicos maldicientes; esos genios del humorismo democrático; esos flageladores de los vicios con librea; los Catones de la gacetilla independiente y mordaz... todos se llevan las manos a la cabeza entre escandalizados y compasivos; todos se declaran de la casa; todos parecen grandes duques y capitalistas poderosos al ver cómo se agrupan y hacen la rosca alrededor de las majestades ofendidas. Allí no hay tales marquesas frágiles, ni tales banqueros estafadores, ni nada de cuanto se pinta en el libro, ni lo ha habido nunca, ni lo habrá jamás; y si, a todo tirar, haya algo de ello, es de muy distinta manera; de una manera elegante, distinguida y correcta, tal y como no puede pintarlo ni comprenderlo el ingenio rústico que se ha atrevido a salirse de sus casillas en mal hora para su fama. Lo de menos es la equivocación padecida por el iluso; lo grave, lo imperdonable, es su atrevimiento, el atrevimiento de meter la pluma en asuntos que no son de su parroquias sino para los competentes; porque Madrid es para los madrileños; es decir, para ellos, para «los chicos de la prensa» aguda y chispeante; para los gallegos trasplantados la antevíspera, que toman eso de «ser de Madrid» con una formalidad que pasma...
—Pero, hombre —dijo entonces el periodista, que escuchaba a Juan Fernández sin pestañear, como todos los del corrillo, aunque no sin sonreírse,— tome usted un respiro siquiera.
—No me da la gana —respondió el fogoso sustentante, echando lumbres por los ojos,— porque no lo necesito.
Le valió una salva de aplausos el arranque, y continuó de esta manera:
—Y si todas estas lindezas las declararan en razonamientos detenidos, en consideraciones hábiles, aunque fueran de poco fuste, vaya con Dios; pero resulta que hay que deducirlas de sus parrafejos dengosos, de sus arremetidas casuales, de sus compasivas reprimendas; y toda esta metralla fofa parece, por añadidura, estar lanzada al autor de la novela, no por la importancia del libro, sino por la de los agraviados en él... Y, sin embargo, el autor, riéndose en sus soledades provincianas de esas flaquezas ridículas, puede arrojar a las barbas de los melindrosos un buen brazado de libros y papeles indígenas admitidos por ellos sin protesta, en los cuales se sacan tiras del pellejo a lo que sólo se pellizca en las novelas de mi ejemplo, y no solamente se dice, como en éstas, de las damas pecadoras, que pecaron, sino que se pinta su modo de pecar. Y en vista de ello, ¿qué hemos de creer?... Hay quien cree que abundan por allá los destripadores de honras aristocráticas, durante el día, que se alampan por sentarse al anochecer a la mesa de los destripados. Yo no creo esas cosas tan feas, y sigo creyendo a ojos cerrados en la simpleza del madrileñismo que a tales extremos conduce. He dicho, por ahora.
Otra salva de aplausos al orador; una media carcajada del periodista, que al mismo tiempo se tocaba una sien con la punta del índice del mismo lado, y las siguientes palabras de Nino Casa-Gutiérrez:
—Yo voto con Juan Fernández.
—¡Usted! —exclamó el periodista, mirándole con fingido asombro.
—Yo —insistió Nino;— yo, que conozco bien y la clase, y además soy sincero.
—Pero, hombre —volvió a exclamar el periodista,— ¡usted me maravilla!
—¿Me va usted a negar la competencia también en el asunto? Pues mire usted que yo soy madrileño de verdad, de los nacidos y criados...
—Ya, ya; pero como nobleza obliga...
—¡Valiente nobleza! Y ¿a qué obliga, aunque desacreditada? ¿A decir la verdad? Pues ya la digo votando con Juan Fernández en lo de mis encopetados congéneres, y con él y con Casallena en lo del madrileñismo de ustedes, los del oficio de escribir.
—¡Demonio con el auxiliar que me ha caído!
—Cuidado, amigo mío —díjole entonces el despreocupado sportman, tocándole el hombro. con la mano,— no vaya usted a dar a estos señores un argumento más en pro de su tesis, queriendo aparecer más papista que el Papa.
—Por ahí flaquean todos ellos, —apuntó Casallena.
—Y ¿quiénes son ellos? —preguntó en su aire de broma cachazuda el periodista.
—«Esos chicos» —respondió Casallena,— a que acaba de referirse Juan Fernández.
—Luego yo soy uno de ellos —replicó el periodista;— ergo me cogen de medio a medio las pestes con que los han abrumado ustedes, y particularmente Juan Fernández.
—Eso usted lo sabrá —dijo éste muy fresco.— Si en Madrid ejerce de crítico, y ejerciendo es tan madrileño como los otros, claro está que le coge.
—¡Qué demonio de chicos éstos! —expuso, por toda réplica, el periodista, afilándose más la punta del bigote, frunciendo los ojuelos y forzando la sonrisa.— ¡Lo agarrado que tienen las aprensiones en lo hondo!... Y vamos a ver —añadió irguiéndose un poquito, de pronto,— dejando chanzas a un lado y suponiendo, por un instante nada más, que hubiera en la crítica madrileña esa nota desdeñosa para las obras provincianas, ¿no se le podría hallar, más de cerca o más de lejos, una razón disculpable?
—Usted dirá.
—Pues digo que bien pudiera ser causa, más o menos remota, de esa falta de interés para los lectores madrileños... o aclimatados en Madrid, adelantándome al reparo que han de hacerme ustedes, ese espíritu de región de que parecen informadas la mayor parte de las obras de autores provincianos. ¿Por qué han de interesar allí las cosas que no se conocen?
—Ahí le quería yo ver a usted y ahí le esperaba —exclamó Juan Fernández con gran viveza;— porque ese es el despeñadero natural y lógico de la pendiente por donde van las inseguras ideas que tienen ustedes sobre el particular. ¿Cómo podrá usted convencerme de que el arte tiene una patria y un teatro determinados? ¿No hay en las provincias hombres y mujeres, como en Madrid? Pues ¿qué más da que el escenario en que se representa un pedazo de la comedia o del drama de la vida humana, tenga por fondos estos mares infinitos o aquellos montes abruptos, o los árboles y los coches en hileras de la Fuente Castellana? ¿Por ventura los hombres no son hombres, ni las mujeres mujeres, si no se acuñan y revalidan en el troquel del personaje madrileño? La levita de aquí o de otra capital cualquiera, ¿no vale tanto como la levita de ustedes? El corazón que late debajo de sus solapas, ¿no es el corazón de todos los hombres civilizados? El rústico patán de estas comarcas, o el modesto trabajador de estos talleres; el pescador de estos grandiosos mares, o la sencilla labradora de esos verdes campos, ¿no son barro tan digno de la mano del artista como los chulapos y las Menegildas de allá? Los provincialismos españoles que son el jugo, la savia de la lengua patria, al decir de un docto crítico... y del sentido común, ¿no valen siquiera tanto, dentro de los moldes del arte, como la jerga temporera de la chusma de Madrid? Pues si todo esto es innegable, ¿qué hay, qué puede haber de extraño en la literatura provinciana para los paladares madrileños? Y si, a pesar de los pesares, lo hubiera, ¿qué diremos nosotros de lo que ustedes nos envían a carretadas por acá en piececitas de teatros, en periódicos amenos y semanarios populares? ¡Pues tienen miga, y calado, y gracia, y novedad sobre todo, el sempiterno deudor del sastre, o del casero, o de la patrona; el cesante irredimible; la suegra arpía; la mamá en busca del café con media de abajo, para ella y las dos chicas solteras; el cómico sin contrata; la Morros y el Espaldillao saldando la última cuenta de celos, y, por todo chiste, latas, desplantes, timos y mayormentes a cada paso, como si estos espumarajos de la canalla presidiable pudieran ser nunca moneda de ley en el caudal de la literatura honrada!
—¡Otra vez el torrente desbordado! —dijo a Juan Fernández el periodista, echando a broma el asunto, mientras aplaudían al fogoso perorante sus paisanos.— Amigo, no hay modo de meter baza en esos oleajes de pasión. ¡Qué exageraciones!
—¡Exageraciones! Esto es la pura verdad, la medida exacta, los temas obligados y el alcance práctico de dos generaciones de humoristas al menudeo que se han hecho hasta famosos... por algún tiempo. Y no lo cito porque crea incapaces de producir obras de mayor substancia a algunos de ellos, pues bien sabe Dios que los estimo en lo que podían valer trabajando en más vasto terreno: cítolo como modelo de la literatura popular de ustedes; de lo que ha llegado a formar escuela en Madrid muchos años hace, y se derrama a borbotones por las provincias; en fin, para que, teniéndolo a la vista, me diga usted, sin pasión de pandillaje, hasta dónde llegaría el desdén de esos ingeniosos escritores, que, en su mayor parte, son los mismos «chicos» de la crítica, si nosotros inundáramos a Madrid de paparruchas de esa estofa.
—También voto yo esta vez con Juan Fernández, —dijo Nino Casa-Gutiérrez.
—Después de haber votado usted contra los suyos —le contestó el periodista con gran flema,— ya no me queda nada que ver.
—Eso le probará a usted que soy diputado independiente. Y si no, vaya esta prueba de ello: a mí me tienta lo flamenco, por pasión de localidad o por vicios de enseñanza... en fin, no sé por qué. El caso es que me tienta, y que devoro las piezas y los artículos de ese género; pero es también el caso que me relamo de gusto cuando veo arrimar una paliza, como la de ahora, al género, a los autores, a los modelos, y al público que los aplaude. Esta aparente incongruencia quizás sea obra de algún fondo de estética honrada y decente que haya en mí: no lo sé a punto fijo; pero yo cedo a su impulso, y sin tener para nada en cuenta lo malo, que me esclaviza, aplaudo lo mejor, que me enamora. No sé si habré sabido explicarme delante de tan altas y distinguidas personas; en un círculo de barbianes (y perdone la palabreja chulesca el castizo Juan Fernández) hubiera expresado mi pensamiento en esta sencilla fórmula: «soy un medio perdido, de buenos sentimientos.» Y lo que digo de lo flamenco lo extiendo a lo pornográfico, que no deja de abundar en nuestra prensa menuda, dato que se le escapó en su catilinaria al amigo Juan Fernández.
—No se me escapó tal —observó el aludido,— sino que dejé de intento ese nuevo aspecto, que ni siquiera es de casta española, de esa literatura especial, para formar con él pieza aparte en el proceso que la estamos siguiendo aquí hoy.
—Démosla por formada —dijo el periodista,— y hasta por descargada la paliza correspondiente; pues costillas que tantas acaban de sufrir, no han de reparar en la cuenta por una más o menos; pero conste que todavía no me ha dejado usted exponer las razones que pudieran existir en disculpa de ese dichoso desdén de la prensa madrileña hacia los libros provincianos. ¿Me permite usted continuar mi interrumpida tarea?
—Pensé que ya se había alegado todo con lo de la falta de interés en las cosas de provincias para los cultos madrileños; pero ya que hay más, siga usted exponiendo, que será oído con mucho gusto.
—Pues allá va otra razón, que no deja de ser de peso, a mi modesto y desautorizado entender: la razón de lo insignificante del número de autores y de libros provincianos dignos de consideración, comparado con el de los madrileños. Bien saben ustedes cuánto influye en la estimación de las cosas la costumbre de verlas a menudo; y en la de los libros y toda especie de obras de arte, el conocer y tratar a sus autores. Formen ustedes el corolario de esto, y a ver si nos vamos entendiendo.
—Es innegable —respondió Juan Fernández,— que en Madrid residen, o a Madrid frecuentan la casi totalidad de los que cultivan las letras en España, buenos y malos, y que son contadísimos los escritores castellanos de nota que las cultivan en las provincias; pero, sin tener en cuenta que en estos casos no se estima por cantidades, sino por calidades, da la casualidad que tienen ustedes a la puerta de casa un hecho evidente, notorio, que destruye la poca solidez que pudiera hallarse en la nueva disculpa alegada por usted.
—¿Qué hecho es ese?
—Un hecho en que no se trata de unas cuantas individualidades dispersas por las provincias, sino de una literatura entera y verdadera, lozana, vigorosa y floreciente. En esa literatura, de abolengo ilustre, hay novelistas como los mejores de Europa; hay poetas líricos y dramáticos admirables; costumbristas, como ustedes dicen, y críticos superiores; y, para mayor refuerzo de mi tesis, a esa literatura pertenecen el único poeta épico que hoy tiene España, y el casi único dramaturgo contemporáneo en cuyas tragedias centellea el numen soberano de Shakespeare. No le cito a usted nombres por no ponerle en un grave aprieto.
—Gracias por el piropo —respondió el periodista, haciendo una reverencia a Juan Fernández, pero sin dejar de sonreírse ni de afilarse la punta del bigote.— Aunque ignorante, sospecho que alude usted a la literatura catalana.
—A la misma. Pues de esa literatura no saben ustedes una jota.
—Gracias otra vez más, —repitió el periodista, volviendo a inclinarse y a sonreírse.
—Y hasta hace muy pocos años —continuó Juan Fernández impertérrito,— ni de oídas se conocía en Madrid el nombre de ese gran épico, que ya estaba traducido a todas las lenguas literarias de Europa; hoy le conocen, es decir, al nombre, la mayor parte de los literatos madrileños; quizás no llegan a seis los que le han leído. Al otro poeta, al gran trágico, ni por el forro, como pasa con los líricos y con los novelistas. Jamás he visto un nombre de esos estampado en los periódicos de Madrid. Entre tanto, todos ellos son conocidísimos y estimados en Francia y hasta en Rusia.
—Que escriban en castellano si quieren que los leamos en Castilla, —replicó el periodista, con un dejillo de zumba, como si se tratara de los moros del Riff.
—No escriben en castellano, porque deben escribir en la lengua en que discurren, si quieren escribir bien. Ya sabe usted que «todos los poetas antiguos escribieron en la lengua que mamaron en la leche... para declarar la alteza de sus conceptos... y no debe desestimarse ni aun al vizcaíno que escribiese en la suya.» Díjolo Cervantes, y así es ello de acertado. Lo derecho, lo regular, seria que ustedes aprendieran el catalán para leerlos y saborearlos como deben, porque a ello les obliga la profesión, ya que les falte el entusiasmo.
—Con eso, y con que usted no se haya tomado esa molestia tampoco...
—Se equivoca usted, que me la he tomado; no la molestia, sino el grandísimo placer de aprender a leerlos, como el señor Casallena y el amigo Romero, que nos están escuchando; y ¡pásmese usted! en este rinconcillo de la tierra pasan de seis, que yo sepa, las bibliotecas particulares en que no faltan los libros catalanes. ¿A que no hay tantos en Madrid en librerías de esta clase?... Y me anticipo a advertirle que, con mis ditirambos a esa literatura regional, no quiero decir que me asombro de que no se popularicen en toda España; porque para esto sí que es un obstáculo insuperable el no estar sus libros escritos en castellano. De lo que sí me asombraría, a no ser por la idea que tengo del espíritu madrileño de que venimos tratando, es de que la literatura catalana, tan rica y tan bella, no se conozca en Madrid por más de media docena de literatos, y jamás se lea una mención de ella en los periódicos de la capital de las Españas.
¡Y todo —dijo el periodista madrileño, chungueándose tan risueño como de costumbre,— por esa pícara envidia!...
—No he dicho tal.
—O por ese centralismo absorbente, o madrileñismo desdeñoso, que tanto viene a dar, bien desentrañado el concepto. En fin, que somos unos granujas los periodistas de allá.
—Siento muy de veras que se me haya anticipado usted con esa deducción forzada de las premisas que he sentado yo, a la declaración que iba a hacerle ahora mismo, como otro argumento más en favor de mi tesis; porque va a parecer excusa tardía por aquella causa, y a perder gran parte del mérito de su sinceridad.
—Venga, con todo, la declaración, para hacerla los honores que merezca.
—Pues pensaba declarar, y declaro, que lejos de tener a las personas esas en el concepto que usted, por seguir sus bromas, ha supuesto, sucede todo lo contrario: no he conocido gentes más campechanas, más corteses, más hospitalarias ni más nobles en su trato con nosotros...
—Ergo...
—Aguárdese usted. Hasta aquí vamos bien: todos somos unos, ciudadanos y convecinos de la república de las letras; hasta se lamentan, como yo, del poco aprecio que hace la crítica (ellos) de los libros, particularmente los de afuera...
—Luego...
—Pero esos hombres tan cariñosos, tan finos, tan discretos, tan campechanos en el comercio ordinario de la vida, cogen la pluma después, se suben a la trípode, y ya están con el ataque; ya «son de Madrid:» la migaja de limosna, la miradita de alto abajo. ¿Qué significa todo esto?
—¡Qué ha de significar? La setupiterna alucinación de ustedes.
—¿Qué alucinación, ni qué ocho cuartos... ni qué ha de decirme usted a mí, ni qué han de decirme ellos, que yo no sepa sobre ese particular? ¡Si yo, yo, que hablo que hablo de ese resabio de casta; yo, que le conozco como a los dedos de la mano, y abomino de él; yo, yo mismo, escribiendo, aunque indigno, en un papelón de la corte, casi he sido madrileño, y he tenido comezones de mirar de alto abajo a las cosas de provincias! Tendrá ese mal algún fundamento remoto, como el que exponía Casallena; lo dará el clima, le producirán las costumbres... o la corrupción de los alimentos; será hereditario de generación en generación, desde aquellos patriarcales días del Álbum de Momo y del Semanario Pintoresco, en aquel lugarón destartalado y sucio, plantel insigne de los legítimos milicianos nacionales, y de esos otros beneméritos ciudadanos «del comercio de esta corte,» cuyas muertes se anuncian todavía como las de los últimos veteranos de Trafalgar... vendrá, en fin, de donde usted quiera; pero el mal existe allí, y existirá mientras aquello no se refunda en otros moldes y se purifique por...
Aquí se detuvo Juan Fernández, porque sobrevino el vizconde como llovido del cielo. Presentósele Nino a sus amigos y conocidos, y con esto se acabó la empeñada disputa.
XIV. Palabras mayores
Al anochecer de aquel mismo día entró corriendo Petrilla en el gabinete, y dijo a su hermana a media voz, cogiéndola al mismo tiempo por un brazo:
—¡A la cama, hijita, a la cama ahora mismo, que viene el coco!
—¿Quién viene? —preguntó Irene a Petrilla, levantándose de un brinco de la silla en que estaba sentada.
—Él; Nino, —respondió Petrilla, tirando de su hermana hacia la puerta falsa del gabinete.
—¡Jesús! —exclamó Irene, sin saber por dónde meterse.
—Pero ¿dónde está? —preguntó doña Angustias, que se hallaba presente.
—Pasaba yo por el recibidor —dijo, Petrilla;— oí pasos en la escalera; me dio una corazonada; miré por la rejilla con mucho tiento, y resultó lo mismo que me había temido: era él que subía, todo amarillo... Fui de un salto a decir a la Rita que le pasaran a la sala... ¡Chist! Aguanta hasta la respiración ahora, que ya está ahí...
—¿Viene solo? —preguntó Irene al oído de su hermana.
—Solo, —respondió Petrilla, tapándola la boca con una mano torneadita y blanca.
—Entonces —respondió Irene unos instantes después,— basta con que me esconda.
Y desapareció por la puerta falsa del gabinete.
Al otro día vino toda la familia, Ponchito inclusive; y tuvo Irene que meterse en la cama a las cuatro de la tarde, y que cerrar los postigos de su dormitorio, por si a las mujeres se les antojaba entrar a verla, no obstante el reiterado encargo que ella había dado a Petrilla de que ponderara bien lo que la atormentaban la luz y los ruidos, hasta los de las más leves conversaciones.
Estas comedias, tan risibles en lo aparente y tan de llorar en el fondo para Irene y de padecer para toda su familia, duraron cerca de una semana. En todo ese tiempo, que pareció un siglo en casa de don Roque Brezales, no hubo en ella momento de tranquilidad ni comida con arte: Irene llegó a enfermar de veras; y porque no cumpliera Petrilla la amenaza que había hecho delante de su madre de poner fin al insostenible conflicto cantando a Nino las verdades, doña Angustias, que conocía la frescura de su hija tan bien como el peso de la razón y de la justicia en que fundaba sus intentos, pero que deseaba llegar al mismo fin por otros caminos diferentes, se cosió a sus faldas para no dejarla sola un instante con Nino ni con ninguno de su casta.
Al mismo tiempo, don Roque andaba febril, azoradote, inapetente y desatinado, cobardón y turulato delante de los de Madrid, «por no saber qué decirles,» y a la vez buscándolos y persiguiéndolos, y hocicándose con ellos en todas partes como moscardón deslumbrado con la llama de un candil. Ya tenía ojeras, y llegaron a colgarle de las quijadas los pellejos de sus mofletes cetrinos.
Hasta entonces, había logrado eludir el serio debate a que varias veces le había llevado su mujer, escurriendo el bulto a lo mejor, o con un «yo me entiendo y hablemos de otra cosa;» pero llegó una ocasión en que no le valieron subterfugios. Nino había estado en casa por la mañana solo, y por la tarde con toda su familia; Irene, harta de llorar y con fiebre, había declarado que si cualquiera de ellos se le ponía delante, diría toda la verdad a gritos, sin miramientos ni reparos de ninguna especie; a Petrilla no le cabían ya las impaciencias y la indignación en el cuerpo, y también había amenazado en la mesa, delante de su padre, que ni chistaba ni comía, con sacar la prometida escoba y barrer «a esas gentes» hasta la acera de la calle. Con todas estas cosas, a doña Angustias le crecieron las que venía pasando, hasta dejarla poco menos que sin respiración. No desplegó los labios en todo el día ni en la primera parte de la noche; pero atenta a todo, y sin perder ripio de cuanto ocurría en su derredor, fuese hinchendo de iras y de indignaciones; y en cuanto se vio a solas con su marido en el conyugal dormitorio, echó la llave por dentro y rompió a hablar de esta manera, plantificada delante de don Roque, el cual en aquel instante acababa de sacar un brazo de la correspondiente manga de su bata de percal rameado:
—Esto no puede continuar así, Roque; y te juro que si tú no lo remedias pronto, pero muy pronto, he de remediarlo yo. Nuestra pobre hija está acabándose miserablemente, y nosotros, en conciencia, no debemos consentirlo.
Como don Roque notó algo de extraño y aun de siniestro para él en el acento de aquella voz, de ordinario tan serena y agradable, suspendió la tarea en que estaba empeñado y miró de reojo a su mujer. Viola demudada y en ademán resuelto, y la volvió la espalda con el pretexto de acabar de quitarse la bata.
—¿Me has oído? —insistió doña Angustias al ver que nada se le respondía.
—Mujer —respondió al cabo don Roque, volviéndose hacia ella con los brazos entreabiertos y en mangas de camisa.— Convendría, primeramente, que hablaras un poco más bajo, porque hay criadas en casa...
—¿Y qué oirán esas criadas que ya no sepan —replicó doña Angustias,— y que no se sepa en toda la ciudad? ¡Le parece a usted en qué escrúpulos nos paramos ahora? Pues ten entendido que a mí no me importa un rábano que se oiga lo que he de decirte esta noche, y que estoy resuelta a que lo oigan hasta los sordos de la vecindad, si fuera necesario, para que me entienda quien deba entenderme.
—¡Cascabeles! —dijo entonces Brezales, que había comenzado a desabotonarse el chaleco, atreviéndose a mirar a la cara a su mujer;— pues si a tanto te arriesgas, gritaremos todos lo que podamos, que mudos no somos tampoco, gracias a Dios... ¡Vaya, vaya con!... Pero ¿se puede saber, señora mía, a qué vienen esos adefesios tan a deshora? ¿Qué costilla se te ha roto o qué casa se nos ha caído?
—¡Me gusta la pregunta, en gracia de Dios! —exclamó doña Angustias, cruzando los brazos y moviendo la cabeza a un lado y a otro.
—Pues me garantizo en ella, ¡sí, señora! —respondió Brezales, soltando cuatro botones de su chaleco de un solo tirón con las dos manos a un tiempo.— Yo no sé qué cosas nuevas pasan aquí hoy para que te me vengas a estas horas con ese despotrique...
—No sé lo que es despotrique —interrumpió doña Angustias, con cierto dejo de zumba sobre la palabra;— pero si quieres decirme que te extrañan el tono y la hora en que te hablo, te respondo que no piden jarabe las cosas que nos están sucediendo...
—Y no de ayer acá, por más señas —interrumpió don Roque, forcejeando para quitarse el chaleco.— Por eso me pasmo de que las tomes ahora con tanto calor... ¡Vaya, vaya! Pues estos días atrás no te ha dado tan fuerte la pataleta, y los motivos eran ínticos a los de hoy.
Largó en esto el chaleco; y mientras iba a colgarle de una perilla de su cama, quedó a la vista el aspa que le formaban sobre la espalda los tirantes del pantalón, cuya cintura andaba, cerca de los sobacos.
—¡Mentira! —contestó seca y airadamente su mujer.
—¡Mentira? —repitió Brezales volviéndose hacia ella, después de colgar el chaleco y con una mano ya en el nudo de la corbata.
—¡Mentira! —insistió doña Angustias.— Ni un solo día he dejado de aconsejarte que miraras bien lo que estaba pasando en nuestra casa, porque era muy serio, muy grave; y alguna vez me hubiera encrespado, como me encrespo ahora, si no te hubieras escapado de mis alcances, como te me escapabas a lo mejor, por no saber qué responderme; pero hoy se ha colmado la medida, ¿lo entiendes?... y no te me escaparás como no eches esa puerta abajo...
—¡Te digo, Angustias, que te desconozco! —exclamó Brezales, despechugado ya y después de arrojar sobre una silla su corbata de mariposa.
—Pues debieras esperarlo —replicó su mujer,— porque el caso no es para menos.
—Repito que te desconozco —dijo el marido, soltando a tientas los tirantes de los correspondientes botones. —Y además de desconocerte —añadió, arrojándolos con brío hacia atrás por encima de los hombros,— me pasmo de la falta de diéresis con que te explicoteas y conduces en este momento.
—¿Mi falta de diéresis?
—Sí, señora —insistió Brezales muy erguido, comenzando a desátacarse los pantalones,— tu falta de diéresis; porque a tenerla en su punto y sazón, no tirarías esas piedras a mi tejado, siendo el tuyo de cristal... ¿Ha dicho algo?... Pues tómese en cuenta, ¡cascabeles! que si yo desollé la cabra, tú me la tuviste... Pues, hombre, ¡tiene que ver!...
—No hay tal que ver —replicó doña Angustias siguiendo a su marido, que andaba de acá para allá con las bragas entre manos,— porque yo nunca he negado que te ayudara en esa mala obra; y precisamente porque te ayudé y reconozco mi pecado, tengo tanto empeño ahora en que se enmiende lo mal hecho.
—Y ¿cuál es lo mal hecho, señora mía? —preguntó con afectada gravedad don Roque, mirando cara a cara a su mujer, sentado ya en una silla, a los pies de su cama, para quitarse las botas.
—¿En eso estamos ahora? —preguntó a su vez doña Angustias, muy indignada.
—En eso, justamente —respondió con sequedad su marido, forcejeando en su tarea con pies y manos.— Pues ¿qué te piensas? —añadió poco después, metiendo las botas debajo de la cama,— ¿que es artículo de fe para mí la maldad de ese particular que tanto te encalabrina? ¡Pues, hombre, ni aunque ma hubiera caído yo de un nido! ¡Vaya, vaya!...
Doña Angustias tuvo en la punta de la lengua entonces media docena larga de improperios; pero logró devorarlos todos, menos uno, a fuerza de fuerzas: el menos áspero y contundente para el pobre hombre, de quien se apartó dando una rabonada y diciendo con ira:
—¡Dios mío, qué majadero!...
Don Roque, que estaba ya quitándose los pantalones, se sintió herido por la palabra, jamás oída con igual destino en boca de su mujer.
—¡Angustias! —exclamó entre dolorido e indignado, volviendo hacia ella los ojos.— ¡Estás desconocida esta noche, te lo vuelvo a repetir!... ¡Hasta te descompones... hasta me faltas si a mano viene!...
—Es que ya me canso de golpear con el puño en hierro frío —replicó doña Angustias, volviéndose hacia su marido desde el otro extremo del dormitorio,— y de andarme con paños calientes donde se necesitan cantáridas que levanten ampollas; porque el mal crece de día en día que es un espanto... y estoy dispuesta a cortar por lo sano y sacar el Cristo, pese a quien pese... porque eso es de necesidad... porque estamos todos en vilo en esta casa, y peor que en vilo, sí, señor, peor que en vilo, ¡en berlina! y además la pobre Irene acabándose, muriéndose poco a poco, a fuego lento, por culpa de tu necedad... y de la mía también... En fin, hombre ciego y testarudo, que éste es un caso inaudito; y para ti y para mí que somos los causantes de él y padres de la desdichada, un caso de conciencia de los más graves...
—¡De conciencia! —exclamó con voz airada Brezales, arrojando las bragas sobre una silla.
—¡Conciencia —añadió en seguida, andando con cierta solemnidad y en calzoncillos hacia su mujer.— Y ¿qué es la conciencia? —concluyó puesto en jarras delante de ella y mirándola de hito en hito.
—¿Quieres que yo te lo diga —le respondió muy templada doña Angustias,— para aprender lo que no sabes?
—Obrar en conciencia —expuso don Roque menospreciando la respuesta de su mujer,— cumplir cada cual con sus deberes; llenar... vamos al decir, cada hijo de vecino el puesto o lugar que le corresponda; subir a las alturas que por sus caudales le están señaladas... o por la divina Providencia... por la divina Providencia, sí, señora, que castiga lo mismo las faltas de hacia abajo que las sobras de hacia arriba... y ya me entiende usted... ¡Conciencia!... De conciencia es cumplir las palabras empeñadas entre caballeros o personajes de bien, como la que empeñamos tú y yo con esa ilustre familia que tanto nos honra y favorece; de conciencia es en los padres mirar por el lustre y la felicidad de sus queridos hijos... o hijas, es de material para el caso; de conciencia es, entiendo yo, por consiguiente, que quien puede ser duquesa no se conforme con menos... ¿Oyó usted el golpe, señora mía?... Pues ahí llaman.
Dijo y se volvió hacia su cama, junto a cuyo testero se detuvo para liarse a la cabeza un pañuelo de seda, rojo de color y resudado, que sacó de un cajón de su mesita de noche, y vestirse el camisón de dormir, que tenía escondido debajo de las almohadas.
Mientras en estos menesteres se ocupaba el pobre hombre, su mujer, perdido ya todo miramiento, le ponía como un trapo sucio, por obcecado, por simple, por vanidoso ridículo... hasta por mal esposo y peor padre.
—¿Y tú... —llegó a decirle exasperada e inclemente,— tú eres el hombre que se atreve a explicarme a mí lo que es conciencia? ¿Dónde está la tuya? ¿La tienes por si acaso? Y si la tienes, ¿de qué es? ¿Para qué te sirve? ¡Fatuo, más que fatuo! ¿Todavía no has llegado a comprender, con los años que tienes encima, por qué te hacen esas gentes tantos arrumacos y tantas cucamonas? ¿Piensas que por tu linda cara? ¿Piensas que por tus talentos? Pues te llevas un gran chasco si tal piensas. Esas gentes, como otras muchas de allá y de acá, más grandes y más chicas, te adulan y te manosean por lo que tienes de rico, para comerte un costado o para ampararse a la sombra de tus talegas... porque no sirves para otra cosa, tienes que convencerte de ello; y tú, bobalicón de Satanás, te dejas caer de primo. Ésta es la verdad, Roque; la pura verdad, duélate o no te duela; porque lo apurado del caso pide que se diga sin miramientos, y sin miramientos te la digo ¡por primera vez en mi vida! ¡Mira tú si el mal será de muerte!...
Don Roque Brezales, sin responder ni con un quejido a este vapuleo inclemente de su mujer, se metió en la cama sosegadamente y se cubrió con el embozo de la ropa hasta cerca de las narices. Doña Angustias tomó el silencio de su marido a menosprecio de sus palabras; embraveciose más con la sospecha, y desfogó sus iras de esta suerte, acercándose hasta la mesita de noche, en cuyo mármol, con lágrimas de estearina, apoyó una de sus manos:
—Yo también he sido fatua en este condenado asunto... y en otros muchos de menos importancia; yo también creí que nos llovía en casa un pedazo del cielo casando a Irene con ese badulaque; yo también pensé que por la bambolla de ser duquesa mañana u otro día, entraría con todas hoy de buena gana, aunque al principio se le atragantara un poco el noviazgo ese. En esta creencia, te ayudé en ese tu empeño de llevar el asunto por la posta, de buena fe, honradamente, entiéndelo bien; porque yo no podía querer para mi hija cosa alguna que le repugnara tanto cómo esa repugna a la infeliz... y con muchísima razón; pero caí de mi burro, porque tengo corazón y conciencia, no de la casta de la tuya, y ojos en la cara, y sentido común; y desde aquel día empecé a tratar contigo el modo de deshacer lo hecho... no me lo negarás. Como era culpable también, y no te creí tan duro de mollera ni tan irracional como ahora resultas, lo llevé por la buena y poco a poco, esperando que las pesadumbres y dolores de tu hija conseguirían de tu corazón lo que no alcanzaban mis razones; pero nada: tú como una peña, hecho un zascandil barrescobas de esas gentes, que se están riendo de ti, y ¡sordo que sordo y ciego que ciego a los lamentos y a las desdichas de tu casa!... Hasta aquí he podido contenerme por las razones que te he dicho; pero tal se han puesto ya hoy las cosas; tal es la violencia en que vivimos, y tan amargo y tan negro es lo que está pasando la pobre Irene por culpa de tus bambollas irracionales, que rompo por todo esta noche, y te juro por el santo nombre de Dios crucificado...
Aquí respingó Brezales debajo de las ropas, y se volvió hacia la pared, contraído y resoplando.
—Te juro —continuó su mujer después de una corta pausa, acercándose más a la cama o inclinándose sobre ella para que no perdiera una sola de sus palabras el oído de don Roque,— te juro que mañana mismo... óyelo bien... mañana mismo, muy temprano, como el camino de la playa, aunque sea a pie; me presento en casa de esas gentes, y en media docena de palabras, tan claras como las que me estás oyendo aquí, dejo terminado este sainete que nos está haciendo ser la irrisión de todo el pueblo, aunque es tragedia de lágrimas para nosotros... ¿Lo has entendido bien? Pues sírvate de gobierno, y duérmete ahora paladeando las pomposidades del noviazgo de tu pobre hija.
Con esto se volvió doña Angustias hacia su cama, al tiempo mismo que su marido se incorporaba en la suya de un brinco, como si fuera un pelele de resorte.
—¡Por el amor de Dios, Angustias! —exclamó con las de la muerte pintadas en los ojos,— ¡no hagas eso todavía! Yo te confieso que te sobra la razón; yo te declaro que puede haberme cegado algo en estos particulares ese demonio que tú dices; que no anduve todo lo circunflejo que debí de andar en los primeros momentos... como no anduviste tú tampoco; yo te aseguro que si después acá no he llevado las cosas conforme vosotras queríais, ha sido por creer que, después de rematadas a mi gusto, me daríais todas las gracias, no porque yo no tenga a esa hija, como a la otra y como a ti, en las mismas entretelas del corazón... ¡Dios mío de mi alma, cómo había de ser de otro modo! Yo peno como tú; yo las estoy pasando tan negras como vosotras, y más, si bien se mira, porque encima de lo que todos pasamos por igual, llevo yo la carga de las maldiciones de Irene, de los alfilerazos de Petra y de la tunda horrorosa que acabas de darme tú. ¡Tú, que nunca me has maltratado ni de obra ni de palabra hasta ahora! Pues no me ofendo ni me encalabrino, mírate tú; porque hasta para otro tanto más dan las aparencias entre personas que no conocen, como conozco yo, las miles contingencias del corazón humano... Ésta es la verdad, Angustias, ¡la purísima verdad!... Con todo y con ello, yo me declaro tonto de remate, zascandil y barrescobas de esos personajes, marido sin diznidaz y hasta padre sin vergüenza, y te doy la razón para tratarme como me has tratado y cumplir el juramento que me has hecho; porque, séase lo que se fuere, es la verdad que la vida que traemos en esta casa últimamente no es para llevada muy allá... Pero ¡por el amor de Dios te lo pido, Angustias! No hagas eso mañana... y déjalo de mi cuenta. El ilustre caballero está para llegar de un día a otro, y no parecerá bien que cuando llegue se encuentre patas arriba un asunto que traerá él metido en las mismas niñas de sus ojos. Entre él y yo le arreglamos en Madrid; a mí y a él nos toca desarreglarle, ya que quiere el demonio que se desarregle. Yo te juro, Angustias, que en cuanto llegue ese caballero... pasado mañana, según las últimas noticias, sabré cumplir con mi deber.
—¡Buenas agallas tienes tú —dijo la señora desde su terreno, sin volver la cara y empezando a desnudarse,— para una valentía como esa!
—¡Te juro que las tendré!
—¿Y si no las tuvieras... como no las tendrás?
—Si no las tuviera, te lo declararé lealmente y nos valdremos de las tuyas.
—Trato hecho —concluyó doña Angustias volviéndose hacia su marido.— Dos días de plazo desde que él llegue; Y si al cabo de ellos te falta valor, que eso yo lo conoceré sin que tú me lo declares, entro yo a cumplir mi juramento... mi juramento, óyelo bien, y por el santo nombre de Dios crucificado.
—Trato hecho, —repitió balbuciente el pobre hombre, en cuyos oídos resonaron las palabras del conjuro de su mujer como las de una sentencia de muerte. Tembláronle las fofas carnes; y, hecho un ovillo, se dejó caer sobre la almohada, con los ojos cerrados y vuelto hacia la pared.
—Pues basta de conversación, —dijo dura y secamente doña Angustias, empujando hacia los pies toda la balumba de sus faldas a un tiempo.
Muy poco después se metió en la cama, murmurando rezos y haciéndose cruces; apagó la bujía, y quedó el dormitorio, tan lleno de rumores y hasta de iras momentos antes, completamente en paz, a oscuras y en silencio.
XV. Signos de bonanza
La noticia que de este solemne y terminante acuerdo dio a sus hijas doña Angustias al otro día muy temprano, cayó sobre Irene como fecundante rocío en planta mustia, y alivió grandemente a Petrilla de sus intolerables impaciencias. Nunca se había mostrado con ellas su madre en aquel asunto tan franca, tan cariñosa ni tan resuelta.
Dirigiéndose a Irene, la dijo en conclusión:
—Ahora, hija mía, con estas seguridades que te doy, echa un puntal a tus ánimos, y empieza a sanar de esos pícaros males que te obligan a curarte en sana salud. No más encerronas a oscuras a lo mejor del día, ni más cama forzosa, ni más... ¡Virgen de las Angustias, lo ridículo que sería eso si no fuera tan amargo de paladear, para ti principalmente! Quiero decir que, si vienen esas gentes, las recibas como si tal cosa. Bien que delante de ellas hagas el papel de convaleciente; pero con buena cara, aunque la intención sea la que debe de ser: de las peores. ¿Me entiendes? Cierto que estás en capilla todavía; pero sabiendo que ya te han firmado el perdón para ponerte en la calle; y considerándolo así, la traza de las cosas que te rodean ha de variar mucho a tus ojos, sobre todo la del verdugo que te espantaba ayer. ¡Qué barbaridad! ¡Si no podemos tener perdón de Dios los desatinados que hemos puesto las cosas en ese extremo increíble! Porque yo, bien mirado el asunto, he pecado en ello tanto como vuestro padre; y si se me apura un poco, he pecado más; más, hijas mías, más, puesto que él todavía no ha caído de su burro, y aún está en la creencia de que te pierdes el premio gordo desechando a ese pretendiente; al paso que yo le estoy viendo con tus mismos ojos desde que conocí que no le podías tragar. Flaquezas humanas, ¿qué queréis? Y no digamos tan mal de ellas, cuando me atrevo a confesarlas... Pero ya hablaremos de esto en otra ocasión... Por ahora lo importante es lo dicho: cambiar tú de vida desde hoy; dejarse ver de todo el mundo como si nada pasara, y si vienen ellos y quisieran correrse algo en la conversación, buena cara y larga soga... Después de todo, no sería enteramente justo matarlos de un golpe en seco, porque ellos no han hecho más que creer lo que nosotros les hemos afirmado; y nosotros, es decir, tu padre y yo, somos los que hemos de desengañarlos, bien desengañados, eso sí; pero con los debidos respetos... Y tú, chiquilla —añadió cambiando de tono y encarándose con Petra,— mucho juicio, ¿eh?... y dos nudos a la sin hueso, ahora más que nunca. No te dejes llevar de las ganas que te retozan en los ojos en cuanto esas gentes se te ponen delante... ¡Qué ratos me has hecho pasar estos días! ¡Si no llego yo a estar a tu lado!... Así como así, se la tienen ya medio tragada; y si no, bien puede decirse que los ciega la vanidad, o son tontos de remache. En cuanto a vuestro padre, mucha caridad con él, y ni media palabra sobre el caso.
Con muy poco más que esto se acabó aquella conversación; se fue doña Angustias a sus quehaceres, y se quedaron las dos hermanas haciendo comentarios sobre el punto substancioso de la entrevista.
—Ahí tienes tú, mujer —decía Petrilla a Irene, acabando de resumir lo tratado allí entre ambas,— lo que es la pobre condición humana: dale pechugas de perdiz a un cuerpo regalado, y como si nada le dieras; y con un mendrugo de tres días se le aguzan los dientes a un hambriento... Ayer no había debajo del sol cosa alguna con que levantarte los ánimos; y hoy, con media docena de palabras de mamá, ya pareces otra. Verdad que te has llevado una temporada, hija, que se la doy yo a la mujer más recia de agallas... ¡Todo negro para ti por todas partes! Así es que con este poco de sol que has visto ahora de repente... Hay que convenir en que mamá estaba en lo firme cuando guardaba con nosotras aquellas reservas que tanto nos desesperaban, y aquel tira y afloja que tomábamos hasta por falta de caridad. ¡Mira si hemos sido injustas con ella!... Si lo he dicho yo siempre: para que las palabras sirvan de algo, hay que hablar poco y a tiempo... Por supuesto, Irene, esto no quita que lo que yo quería hacer hubiera sido lo mejor, por ser más breve. Bien que para ciertas cosas se midan mucho los pasos; pero para otras, como éstas tuyas... ¡Bah, bah!... a mí que no me digan. Antes con antes y por si acaso; que mortales somos y flacos de voluntad... ¡Jesús, y qué peste de sabiduría me consume hoy! ¿Has visto, mujer?
Andando en éstas y otras, apareció en la estancia, después de anunciarse con dos golpecitos a la puerta, don Roque, de bata y gorra y con un fajo de cartas abiertas en la mano. Iba a hacer la visita acostumbrada a Irene antes de bajar al escritorio. ¡Mala traza llevaba el pobre hombre! Ojeroso, tristón, verdinegro y rechupado de faz, y lacio, ¡muy lacio! y desmadejado de cuerpo. Habló con sus hijas poco y con desmayada voz; pero pescó al vuelo la mejoría de Irene: tan pintada la tenía en la cara. Además, tanto ella como su hermana le recibieron con una afabilidad a que no le teman acostumbrado tiempo hacía.
—¿Ha estado hoy mamá con vosotras? —las preguntó al despedirse.
Le respondieron que sí.
—Pues ahí está el quis del milagro —se decía mientras bajaba lentamente del piso al entresuelo.— Ella se lo habrá contado de pe a pa, y la otra, en la confianza de que yo haré lo que he prometido... tan satisfecha y campante... ¡Y despistójese usted y descrísmese por el bien y la pompa de su familia! ¡Salga usted del procomún de la sociedad a fuerza de fuerzas, y ensálcese hasta lo más alto!... ¿Para qué? Pues para esto que pasa aquí... Para que todos los ojos cieguen, y solamente los de usted vean la luz, y tenga usted que decir que no la ve y hacerse el ciego además; para que, cuando usted se ría, lloren su esposa y sus hijas, y cuando se rían ellas, como ahora, sepa usted que se ríen por lo mismo que a usted le está matando. ¡Matándole, sí, señor; y no rebajo un lápice! Porque entrar yo con ese caballero en las explicaciones a que se me obliga, y caerme redondo, será una misma cosa... Y no será la vergüenza solamente lo que me mate, júroselo a Dios, sino la pesadumbre de tirar por la ventana el resplandor y la gloria de mi familia... Porque así es la verdad, ¡el puro Evangelio! aunque lo contrario sostenga todo el protomedicato de la cristiandad entera... porque a conocer el mundo y el corazón humano no me echa a mí nadie la pata, ni a ser hombre del día ni padre amoroso... ¡Por vida!... ¿Pues me empeñaría yo en lo que me empeño si no creyera que por ahí se va al sumo bien de ella y a la honra de todos nosotros?... ¿Si pensarán que me he caído de un nido... o que no tengo ojos en la cara ni entrañas de padre en mi corazón? Pero como si no tuviera nada de ello para el caso hay que hacerse el tonto de la cabeza y el tigre desentrañado; tirar por el balcón la gloria y la fortuna que se nos han metido por las puertas, y acomodarse a vivir como meros palifustranes, cuando se podía levantar uno hasta... ¡hombre, hombre!... Y no hay remedio, si se ha de vivir en paz en la casa doméstica. ¡En paz... y vivir! ¡Ya te quiero un cuento! ¡Vivir, pasando por donde yo tengo que pasar para llegar a donde ellas quieren que llegue! Hasta el pellejo he de soltar en la estrechura... Y bien mirado, mejor será así. Muerto el perro, se acabó la rabia; y no habiendo perro, tampoco habrá ni tentaciones de ladrar; y estando todo en silencio, será mayor el sosiego, y la paz más duradera. ¿No es eso lo que queréis? Pues eso será; y a ver qué tenéis que pedir entonces a este mal padre y peor marido, cuando le veáis finado en holocáustico de vuestras mal entendidas comenencias.
A media mañana salieron de tiendas doña Angustias y Petrilla, y muy poco después se encerró Irene en el tocador; sola, porque su doncella era algo charlatana, y para el saboreo de los pensamientos agradables estorban los testigos y molestan los rumores de la conversación.
Y eran risueños los pensamientos de Irene en aquella ocasión, aunque en absoluto parecieran «poca cosa,» como el mendrugo del ejemplo de Petrilla. Ya se había roto el hielo de lo que ella tuvo siempre por inclemencias de su madre, aparente cómplice en el atentado inaudito contra su libertad, su corazón y su conciencia; ya se había reconocido su derecho y señalado formalmente un término para aquel conflicto de su alma, que hubiera llegado a costarle la vida. Su libertad estaba ya decretada: poco la importaban unos cuantos días de más o de menos para gozar de ella. ¡Cuánto tiempo entre tinieblas y dolores! ¡Qué alegre le parecía aquel inesperado rayo de luz, y qué saludable aquel repentino bienestar!
Que cobrara alientos la decía su madre, y que si venían «esas gentes» las recibiera como si tal cosa... ¡Vaya si los había cobrado y se encontraba valiente para dar la cara a su enemigo con la debida serenidad!... Que viniera, que viniera ese guapo cuando quisiera, lo mismo solo que en cuadrilla, y se vería cómo, sin rebasar ella de lo justo y acordado, sabía ocupar su puesto en toda regla...
Al llegar aquí con sus meditaciones, sentándose delante del espejo para peinarse, la avisó la doncella que estaba la beata en el recibidor, pretendiendo que la hiciera la caridad de oírla dos palabras. Le dio el corazón un volquetazo.
¡La beata! ¡y preguntando por ella! No la había visto desde aquel día; pero bien sabía Dios que no la tenía en olvido... Pues su aparición en aquel momento no podía ser de mal agüero, porque ocurría en día fausto para ella; y además, por el lado de doña Mónica no podía esperar malos sucesos...
Pero ¿debía de recibirla? Y ¿por qué no? Corriente, la recibiría; pero ¿allí mismo, tan en confianza? ¿o la haría esperar? ¡Esperar!... ¿para qué?... Podrían venir en tanto las ausentes; y quizás no se atreviera entonces la beata a decirla aquellas dos palabras que, por caridad, estaba ella obligada a oír.
—Que pase, —respondió a su doncella, resolviendo de esa manera las apuntadas dudas que la tuvieron indecisa breves momentos.
—¿A dónde ha de pasar? —preguntó Rita mirando a Irene con sus ojos de rámila, como si tratara de llevarse algún secretito robado con ellos.
—Aquí mismo, —respondió Irene, abrochándose escrupulosamente el peinador.
Un instante después entró en el tocador la beata, con el paso, y el vestido, y el librejo, y el rosario, y la carita de siempre.
—¿Qué se le ofrece, doña Mónica, y en qué puedo servirla a usted? —la dijo Irene viéndola en el espejo y mirándola casi a través de la espesa nube de sus cabellos negrísimos, que comenzaban a caer entonces en brillantes cataratas por delante de cada sien.— Acérquese un poco más y siéntese aquí, a mi lado, en esta silla... Y perdone que no la dé la cara, por no permitirlo lo que estoy haciendo; pero hable, hable lo que guste, que yo bien la oigo, y hasta la veo...
La respuesta de doña Mónica fue larga, porque la ornamentación plañidera y pespunteada de su estilo era incompatible con la brevedad expresiva del relato liso y llano. Aquella visita debió habérsela hecho al día siguiente de la última: una semana cabal; pero «como la mujer pecadora propone, y Dios nuestro Señor en su infinita sabiduría dispone lo que mejor nos conviene,» cuando más ufana iba con el recado... «vamos al decir, con el deseo de cumplir honradamente con un deber, pues no es uno lo mismo que otro, y no está bien que el demonio se goce de balde con mentira ociosa,» la cuenta el portero que la señorita ha caído en cama; que la amorosa familia andaba a su lado muy apurada, y que no se recibía en la casa a nadie, sino a ciertas personas con autoridad y méritos para ello...
Irene atajó en estas alturas el relato de doña Mónica, para preguntarla, con voz no muy entera todavía, y después de haber corrido al amparo de sus cabellos, de propio intento echados entonces como una cortina sobre los ojos, cierto temporal levantado en sus adentros por la virtud de algunas palabras de la relatora:
—Y ¿qué deber era ese que usted venía a cumplir en esta casa al día siguiente de su última visita?
—Pues, señorita mía de mi alma —respondió doña Mónica, haciéndose todavía más ovillo de lo que se había hecho al sentarse,— yo se lo diré a usted, con la divina gracia del Señor, como tenía pensado decírselo; porque no me han traído otros negocios a esta casa, fuera de la satisfacción de verla a usted en sana salud, por la intercesión de la Virgen Santísima, madre piadosa y abogada nuestra. Y a lo que voy. Resulta, amiga de Dios y señorita de mi alma, que al salir yo de la iglesia al día siguiente de verme con usted, también pasó él por delante de la puerta con su andar a pulso y sus espejuelos relumbrantes: lo propio y mismamente que el día anterior.
—¿Quién pasó, doña Mónica? —interrumpió Irene, con mayor curiosidad que firmeza de voz.
—Pues pasó él, señorita de mi alma; el señorito Pancho —respondió la beata, lanzando una mirada rápida y escrutadora al espejo en que se reflejaba la cara de Irene, medio oculta entre las dos caídas del pabellón de su pelo;— y pasando el señorito Pancho, como es él tan bueno, y yo, en conciencia de cristiana, le era deudora de aquella obra caritativa que usted sabe, y a más y más me clavaba en los mismos ojos de la cara el relumbre de los espejuelos, a la verdad, señorita Irene, me pareció muy puesto en santa ley de Dios, que nos manda ser agradecidos y serviciales con nuestros bienhechores, acercarme a saludarle con el mismo corazón puesto en los labios; y así lo hice, señorita de mi vida; así lo hice, sin que, gracias a nuestro Señor, tuviera que sentir pesares de ello; porque si parcial y cariñoso se me había mostrado la víspera, aquel día, señorita Irene, fue las dulzuras mismas de la miel con esta miserable pecadora. ¡Lo que él me agasajó con la palabra! ¡Lo que él me preguntó por los frutos de mi visita a esta ilustre casa! ¡Lo que él se interesó, María Madre de misericordia, por la salud de todos ustedes, y en particular por la de usted, señorita Irene, que era la menos floreciente de todas, según las noticias que él tenía... y las que yo también le di!... Sí, señorita, las que yo le dí; porque, puestas ya las cosas en este punto, yo tuve que contarle honradamente todo lo que me había pasado aquí: cómo la encontré a usted sola en casa; cómo me recibió usted en cristiano y santo amor, indigno de una pobre y sierva del pecado como yo; cómo, después de oírme la confesión que la hice de las caridades de él conmigo aquella mañana, me colmó usted también de beneficios y consuelos, para deleite de mi corazón y vergüenza de mis muchos pecados; cómo ¡Señor Dios omnipotente! me pareció usted algo atribulada del espíritu y quebrantada del cuerpo... pero, por misericordia divina, fuerte y animosa de corazón, llena del santo consuelo de la esperanza y bien encendida en el piadoso fuego de la caridad... En fin, señorita de mi vida, yo me creí obligada a corresponder a las finas bondades del señorito Pancho con todos ustedes y conmigo, aunque indigna, declarándole cuanto yo tenía por verdad y a usted la ponía en el punto honroso que se merece, por gracia de la Virgen Santísima... No sé si hice mal en ello, señorita Irene; pero sé que lo hice con sano corazón y en conciencia de mujer honrada y agradecida...
—No hizo usted mal —dijo Irene, sin acabar de descubrir la cara todavía, ni de adquirir su voz su ordinario timbre armonioso,— si se quedó en lo justo; pero acaso hubiera sido más prudente no haber hablado de esas cosas con un extraño...
—¿Con un extraño, señorita? —exclamó, la beata apretando mucho el librejo entre sus manos, y asestando una mirada gacha y certera a lo poco que en el espejo se veía de la hermosa cara de Irene;— siempre con la venia de usted, me parecía a mí que no es propiamente extraño para uno quien de corazón nos acompaña en nuestras prosperidades y tristezas, como Dios nuestro Señor determina en su santa ley que se haga, y cuando tan contados son los que lo hacen. Yo, señorita Irene, siempre tuve a ese caballero por uno de estos pocos, y téngole a la hora presente; y por eso me permití..
—Ya le he dicho a usted que no ha pecado en ello —dijo aquí Irene, disimulando mal la curiosidad mezclada de zozobras y rubores, y que la iba poseyendo a medida que avanzaba el relato de doña Mónica;— pero quisiera yo que llegáramos cuanto antes al asunto que aquí la trae...
—Pues el asunto es, señorita Irene —repuso la beata volviendo a bajar los ojos y la cabeza, que había levantado para oír la interrupción de Irene;— el asunto, después de agradecer a usted debidamente la merced que me hace tomando a bien esta conducta mía, es que el señorito Pancho no se cansaba de hablar de la salud de usted ni de acribillarme a preguntas sobre ella, ni más ni menos que si quisiera pintarla a usted de cuerpo entero en un papel, tal y como estaba aquel día... hasta con su alma generosa y su corazón cristiano y compasivo; porque es la verdad, señorita Irene, que la gracia de Dios nuestro Señor brilla y luce donde cae, y ciego del entendimiento y de los ojos hay que ser para no verlo; y esto no lo digo en adulación de usted, señorita, que mereció del Señor tal beneficio, sino a cuento de que, no siendo ciego del entendimiento ni de los ojos ese caballero, propio era y bien ajustado a razón que viera lo que está tan a la vista, y se recreara hablando en bien y honradamente de ello. Y voy al caso, con la ayuda de Dios nuestro Señor y el permiso de usted; y el caso es, señorita de mi alma, que, hablando, hablando de tal suerte, llegó a decirme el señorito Pancho estas palabras, tilde más o punto menos: «Pues ha de saber usted, doña Mónica, que tengo yo grandes tentaciones de pedir un favor a esa señorita, que es tan caritativa y tan buena.» A lo que yo le respondí de contado: «La Divina Misericordia no me tome en cuenta el atrevimiento si me equivoco en el dicho; pero, bien puede usted darse ya por servido si es asunto que dependa de la buena voluntad y cristianos sentimientos de ella.» Y a esto me contestó él: «Cabalmente no depende de otra cosa... digo mal, también depende de que usted quiera ayudarme con sus buenas relaciones con esa señorita para enterarla del asunto, por no tener yo otra manera de hacerlo...» Ya ve usted, señorita Irene: él, una persona tan principal y honrada de sentimientos; yo, una pobre y baja criatura, esclava de la miseria y del pecado; y entre medias de los dos, una obra de caridad que dependía de mis manos: ¿qué había de hacer sino ponerme a su servicio, dando gracias a Dios nuestro Señor por la merced que recibía ocupándome en obra tan de su divino agrado?... Conque, señorita de mi alma, entrando en seguida en más explicaciones, llegó a decirme que, tratándose de una caridad de mucha cuenta y que solamente usted podía hacer, por estar el menesteroso al alcance de sus manos, para la debida comodidad de todos me estipularía el caso en un papel, que yo haría por entregar a usted antes con antes. Pareciome bien la ocurrencia, porque de ese modo resultaba el encargo más hacedero para mí, y, si bien se miraba, más agradable a los ojos del Señor, que quiere poco palabreo, y mucho sigilo en las obras de caridad; y convenidos en seguida en el cuándo y en el dónde, aquella misma tarde me puso el apunte en la una mano, y ¡la Virgen de las Mercedes se lo galardone en lo que más desea su corazón, si le conviene!... un papel de cinco duros en la otra... Que no, que sí, que con lo de la víspera sobraba para lo que yo merecía, que estaba muy equivocada, que el equivocado era él, que torna, que vira y que dale... en fin, señorita de mi alma, que tuve que recibir aquel despilfarre de generosidad antes que se me tomara la negativa a punta de soberbia. Conque al otro día por la mañana, después de la tercera misa que oí, y de haber lavado mis culpas en el Tribunal de la penitencia, vine a cumplir honradamente mi obligación en esta ilustre casa; pero ¡quién le dice a usted, señorita de mi vida, que, al llegar al portal, se me entera de que Dios nuestro Señor se ha dignado visitarla a usted aquel mismo día con una enfermedad!... Con el corazón traspasado de pena enteré de ello en su hora al señorito Pancho, para que viera que, si que daba su encargo sin cumplir, no era por culpa mía... ¡Válgame la Divina Misericordia, y cómo se le pintó en la cara en un instante la pesadumbre que recibió con la noticia!... «Pues nada —me dijo en remate,— quédese el encargo para mejor ocasión: lo principal es ahora que sepamos a menudo de la salud de la señorita Irene; y de cuenta de usted corre ese delicado particular.» Y así se ha hecho, señorita de mi alma, viniendo yo todos los días, como lo tengo dicho al principio, a preguntar por usted en el portal, y sin dejar de pedir al Señor, en mis humildes oraciones, que la devolviese pronto la salud corporal, si la convenía, y también la del espíritu, para regocijo de su familia y satisfacción de cuantos en el mundo la queremos bien, aunque no tanto cómo usted se merece... Y en esto estábamos, cuando se me dice hoy abajo que Dios nuestro Señor se ha apiadado ya de usted; que ya está buena; que ya se levanta y que ya puede recibir a las personas de su estimación, y que además estaba usted sola, por haber salido la señora con la señorita Petra, que son las que han dejado en la portería ese recado. ¡Santísima Virgen de las Misericordias, las gracias que yo di al Señor en cuanto pude enterarme de ello! Con las ansias de la alegría subí la escalera; y creyéndome tierra demasiado miserable para que se me contara entre las personas dignas de ser recibidas por usted, esforcé un poco la calidad del motivo de presentarme aquí, con el fin de que se me dejara entrar. ¡Dios nuestro Señor se dignará perdonarme esta mentira con que he manchado la conciencia, en gracia del fin piadoso que me guiaba! Por último y finalmente, señorita: aquí estoy en su presencia para todo cuanto a bien tenga ordenarme, como a su más rendida servidora y agradecida esclava en el Señor, a quien alaba y bendice por verla a usted colmada de la salud que había perdido.
Cesó aquí de hablar doña Mónica, pero no de mirar gacho y sutil a Irene, la cual, desde que la beata la había enterado del verdadero asunto que la conducía allí, se veía y se deseaba para ocultar lo que estaba pasando por ella; y cuanto más bregaba en su empeño, peor lo ponía: temblaba en su mano pálida el peine, pasado y repasado cien veces por un mismo sitio; andaba la cortina de pelo de acá para allá, y tan pronto se veía en el espejo un pedazo de la cara asomando por una abertura del negro pabellón, como se eclipsaba totalmente, igual que luna de enero en noche de secos vendavales; tosía sin ganas de ello, y se removía en el asiento sin maldita la necesidad.
Ya llevaba un buen ratito de silencio la beata, que no la quitaba ojo ni cesaba de manosear su roñoso libro de oraciones; y aún no había dado Irene señales de haberse enterado de ello. Al fin, o porque halló la serenidad que andaba buscando tiempo hacía, o porque tosió doña Mónica de cierto modo, rompió a hablar de esta suerte con voz algo ronquilla, pero sin volver del todo la cara ni descubrir el lado de ella frontero a la beata:
—¿Y dice usted que él la ha dado un apunte... o cosa así, para que yo haga una obra de caridad?
—Justamente, señorita —respondió la beata, parpadeando muchas veces seguidas y hundiendo media mano derecha en las entrañas de su librejo.— Un apunte sobre ese piadoso particular, que no se ha separado un momento de mí persona desde que me le entregó la que usted sabe... Aquí está, y tengo el honor de ponerle en manos de usted, con el mismo respeto y con el mismo fin de servir en ello a Dios nuestro Señor, con que de mí fue recibido en su día.
Diciendo esto, enderezó un poco el enroscado cuerpecillo, alargó el brazo y puso sobre el mármol del lavabo, y muy arrimadito a la palangana, lo que sus dedos sutiles habían sacado de las entrañas del libro.
Mirolo de reojo Irene; y sin tratar de tocarlo, como si le causara extrañeza, dijo a la beata:
—Pero usted me hablaba de un apunte, doña Mónica; y esto que usted me da aquí, parece cosa muy diferente. ¿No se habrá equivocado usted?
—¿Y cómo sería eso posible, señorita de mi alma —exclamó doña Mónica con el acento de la más seráfica ingenuidad,— no teniendo yo otros documentos que ese en mi poder, y no habiéndole apartado de mí un mal instante desde el punto en que le recibieron mis manos?... Pero ¿qué puede usted ver en él, pecadora, y miserable de mí, que le choque, para que le tome por equivocado? ¿No está bien manifiesto, en gracia de Dios, el nombre de usted ahí encima, o yo no sé pizca de lectura a la hora presente?
—Pues por eso mismo, doña Mónica; por eso mismo lo digo yo —contestó Irene, atreviéndose a mirar a la beata con la cara descubierta pero sin señal de enojo en ella, aunque sí de grandes vacilaciones y pudorosos escrúpulos.— Esto, más que apunte, parece una carta en toda regla.
—Bien puede ser, señorita de mi alma, y con la venia de usted —replicó la beata sin apurarse mucho por el reparo de Irene,— un apunte debajo de un sobre, como yo misma quise que fuera, por aquel recato y honestidad que piden las obras piadosas... y así se lo dije al señorito cuando tuvo la bondad de disculparse conmigo porque me entregaba cerrado el documento. Que tenga éste más o menos palabras para la debida claridad del caso y pintura de la persona necesitada del socorro caritativo de usted, ¿qué más da ello, señorita de mi alma, por los clavos de nuestro Divino Redentor?
—Ciertamente —repuso Irene, dejando el peine sobre el mármol y comenzando a torcer entre sus manos una de las dos madejas de pelo que tanto le habían dado que hacer.— Bien pudiera ser lo que usted dice, y eso será...
Por demás se le ocurría a la beata que la mejor manera de salir de aquellas dudas era romper el sobre y enterarse de lo que contenía; pero también se había persuadido ya de que, ardiendo Irene en deseos de hacerlo, no lo haría mientras ella estuviera delante. En esta firme y bien fundada creencia, acabó de enderezar el cuerpecillo, requirió el rosario y el librejo y los picos de la mantilla; y puesta de este modo en actitud de despedirse, dijo a Irene, entornando hacia un lado la cabeza, siempre gacha:
—En esa conformidad, señorita, y con el regocijo de haberla visto a usted en buena salud, por la misericordia de Dios nuestroSeñor, no quiero molestar más; y con el permiso de usted... como ya queda cumplida mi obligación...
—¿Se marcha usted tan pronto, doña Mónica? —exclamó Irene, disfrazando muy mal su ardiente deseo de quedarse sola.
—En cuanto usted se sirva —respondió la beata, leyéndola las intenciones en la cara y en la voz,— honrarme con dos palabras de respuesta sobre el particular que la he entregado...
A lo que replicó Irene a trompicones y después de pensarlo bastante:
—Pues... nada... Dígale usted que... que será servido... eso es... en todo cuanto dependa de... de mi buena voluntad... ¿me entiende usted? de mi buena voluntad...
—Serán medidas sus palabras de usted, señorita —dijo la beata; y añadió, clavando sus ojuelos grises en los negrísimos y entonces cobardes de Irene:— y sin perjuicio, paréceme a mí, de que si, después de enterada usted del apunte, encontrara en él alguna cosa... vamos al decir, que la mereciera atención, supongamos, más particular...
—Justamente, ya diría yo entonces...
—Porque como, si usted me da su permiso, he de volver por aquí pronto, con el amparo de Dios, y en mí tiene usted propio seguro...
—Por supuesto, doña Mónica, que cuento con que usted vuelva pronto, no precisamente por eso, que probablemente no necesitará más respuesta que la que ya he dado, sino porque quiero pagarla una deuda que tengo con usted, y no puedo pagar hoy por no tener a mano lo ofrecido... y algo más para con ello, que acaso parecería...
—¡Quién se acuerda de eso ahora, señorita de mi alma? —exclamó doña Mónica, compungiéndose y espiritándose toda de pies a cabeza.— La cabal salud del cuerpo y el rocío celestial para el esponje del alma, es lo que usted necesita de presente, así como yo limpieza de corazón y fortaleza de espíritu para que la Divina Misericordia acoja y reciba en bien los ruegos que día y noche la hago por la felicidad de todos ustedes...
—Lo uno y lo otro, doña Mónica —dijo a esto Irene, levantándose para acompañarla hasta la puerta;— porque las dos cosas caben juntas...
—Como usted guste, señorita —respondió la beata, moviéndose un poco en dirección a la salida,— pues usted siempre tiene razón, porque la Divina Providencia no deja de asistirla nunca con su gracia.
—Otro gallo me cantara entonces, doña Mónica, si eso fuera verdad —repuso Irene, empujándola suavemente hacia la puerta;— pero, en fin, no me quejo; que, aunque pecadora, nunca me falta Dios en los grandes apuros de mi vida... y bien ingrata sería yo si no lo reconociera así... Conque adiós, doña Mónica... hasta la vista, ¿eh?... Por supuesto —añadió, deteniendo de pronto a la beata y bajando mucho la voz,— que como en esto de las obras de caridad lo primero es el secreto y la... cuento yo con que no sepa nadie una palabra de esto que ustedes me recomiendan...
—¡Señorita de mi alma! —exclamó entonces la beata, casi afónica— ¿Pues no recuerda usted lo que le dije al principio en disculpa de venir cerrado el apunte? ¡Si precisamente soy yo un pozo sin fondo para esos particulares!
—Ya lo sé, doña Mónica, ya lo sé —dijo Irene, volviendo a ponerla en marcha hacia afuera con un empujoncillo y dos palmaditas en la espalda.— Era, decir por decir... Conque salud, doña Mónica, y hasta la vista... y muchísimas gracias por todo...
—No puedo recibirlas en conciencia, señorita de mi vida, porque eso y mucho más...
—No importa; pero yo quiero dárselas.
—¡La Virgen de las Mercedes la colme a usted de las que merece por sus bondades!
—Adiós, doña Mónica.
Salió la beata; cerró Irene la puerta del tocador por dentro; y respirando con ansia al verse sin testigos, acercose apresuradamente al lavabo; recogió la carta que había colocado allí doña Mónica; rompió el sobre con mano acelerada y trémula, y se apoderó de lo que contenía, que era un plieguecillo escrito por las cuatro caras en letra limpia y menuda.
XVI. Menudencias
Al fin tuvo Irene que acudir a la ayuda de Rita para acabar de peinarse; pero después de haber rebasado el sol un buen trecho de las alturas del mediodía: no hallaba manera de cogerse el pelo por sí sola, como le cogía en las contadas ocasiones en que Petrilla no la peinaba; las dos se peinaban mutuamente, y ninguna de ellas se valía de la doncella para ese menester sino en casos de extremo apuro, como el de Irene aquella mañana: ¡Qué modo de escurrírsele el tiempo entre los dedos! Primeramente la visita de la beata: más de media hora sin sentir; después, otra media bien cumplidita para leer y releer, sin chiribitas en los ojos, ni nudos en la garganta, ni latidos en el corazón, ni temblores en las manos, los apretados renglones de las cuatro caras del apunte traído por doña Mónica; pues una hora, bien larga, a cualquiera mujer, por diligente y despreocupada que sea, se le va por el aire en lo que a ella se le fue entonces: en meditar sobre lo leído; en desentrañar este concepto o aquella palabra; en el afán de estimar en su justo valor, por escrúpulos de dignidad, el acto del recomendante; en el saboreo de tal periodo, en que resaltaba más que en otros el verdadero jugo de la carta, después de exento el firmante, por la reflexión caritativa de la lectora, hasta del menor vestigio de imprudencia; en pensar debidamente sobre si aquel acto la obligaba a ella a otro semejante, en justa correspondencia, o si, por el contrario, las leyes del decoro, aceptadas en el mundo para regla de conducta de las jóvenes solteras y honradas hijas de familia en casos idénticos, se le vedaban, aunque estuviera apeteciéndole con todo su corazón; en medir y pesar las consecuencias de uno y de otro extremo, con relación a la obra caritativa de que se trataba; y, por último, y optando por la afirmativa, en trazar, mentalmente, las líneas generales de la respuesta; en el intento de vencer, llevando ya los supuestos a la ejecución minuciosa, el escollo infranqueable de los primeros vocablos: aquel vocativo embarazoso siempre, y, en circunstancias de serio compromiso, desaforado mastín atravesado en los umbrales de las cartas; en elegir la hora y el sitio para perjeñar la suya con el necesario aislamiento y la requerida tranquilidad, y hasta en hacer, por vez primera en su vida, un examen de sus acopios de ortografía y de estilo. Tras estas dos horas invertidas así, otra media, cuando menos, dedicada a los accesorios de aquellos puntos capitales: si enteraría a su hermana de lo ocurrido, o no la enteraría; si, enterándola, convendría solicitar su colaboración en la peliaguda respuesta, o siquiera su complicidad para el logro del indispensable reposo en el desempeño de su delicado cometido... si desempeñarle a correo vuelto, o hacerse desear un poco, como lo aconsejaban ciertos respetillos de sexo muy atendibles, etc., etc... De modo que cuando logró volver en sí, ya le daba en las narices el tufo de los guisotes de la cocina (señal de que andaba rayando la una de la tarde), y aún se encontraba ella despeinada, y, lo que era peor, sin tino ni trazas de él para peinarse a sí misma. Entonces, y por eso, llamó a su doncella.
Cuando llegaron, diez minutos después, doña Angustias y Petrilla, jadeantes y cargadas de paquetes, ya la hallaron haciendo que hacía por la casa, tan campante y serena como si no hubiera roto un plato en toda la mañana de Dios. Pero ¡cuántas cosas traía Petrilla que contarla! Como que se dejó caer en una butaca, con paquetes y todo; y sin pensar en descargarse de ellos, mandó a Irene que se sentara a su lado; y entre zarandeos de abanico y oscilaciones de cabeza, mientras su madre se aligeraba de ropa en su cuarto, y su padre despedía, de muy mal temple, en el escritorio al último corredor de los que le habían visitado aquel día, comenzó a hablar de esta suerte:
—En primer lugar, alcanzamos todavía la misa de diez y media en San Ignacio: estaban tocando cuando pasábamos por enfrente; y, ya ves tú, era natural que entráramos... Por supuesto, las devotas y los devotos de siempre: una docenita escasa de escogidos del Señor, como diría doña Mónica... porque, hija, se va perdiendo la devoción que es un espanto, particularmente en estos meses de jolgorios... ¿Ha vuelto esa beata por aquí, alma de Dios?
Irene contestó que no y que sí, y que ¿qué más daba para el caso? De todo, un poco, menos de verdad ni con arte.
—Te lo preguntaba —añadió Petrilla, sin apartar la mirada insidiosa de los ojos acobardados de Irene,— porque se me figuró que te habías alterado un poco al nombrártela; y como desde la última vez que estuvo aquí esa santa mujer, juraría yo que... en fin, ya sé ventilará ese particular como es debido, en su correspondiente ocasión. Por ahora tranquilízate, serénate, pobre criatura, que bien lo necesitas, y vamos a lo que íbamos... ¿Qué diantres era lo que yo pensaba decirte a propósito de la misa?... ¡Ah, sí! Que uno de los doce escogidos que la oían comiéndose los santos con los ojos, escondido detrás de un pilar, era ese culebrón de Fabio López, que nos dice atrocidades cuando pasa junto a nosotras, bien dichas, eso sí, y con gracia, no se puede negar; pero atrocidades, lo que se llama atrocidades. Parece ser que oye misa todos los días, muchas de ellas al amanecer, y siempre de igual modo: con mucha devoción y en lo más oscuro de la iglesia. Ata cabos ahora. Lo regular es que cuando los hombres no son buenos de por sí y quieren aparentar lo contrario, hagan lo malo a escondidas y recen en medio de la plaza; pero éste es al revés de todos... Pues lo de la devoción de ese sujeto, que tan malo nos parece en la calle... y puede que lo sea de verdad en todas partes, me lo contaron las de Sotillo, poco después de salir de misa; porque nos encontramos con ellas tope a tope, al abocar a la tienda de los Camaleones, donde íbamos a comprar el rasete para el adorno de tu matiné. ¡El demonio de las bachilleras, lo que ellas rajaron en cinco minutos! Por supuesto que ya metieron el hocico en casa de las de Gárgola, como nosotras lo temíamos... ¡Mira que es frescura, mujer! ¡Fueron a verlas el miércoles, y dicen que les agradecieron tanto la visita!... ¡Embusteras semejantes! Hasta nos dieron a entender que se habían tratado algo en Madrid. Pero como primero se atrapa a un mentiroso que a un cojo, a la media hora de esto encontramos a las de Gárgola en la calle de San Basilio, y nos lo contaron todo al revés: que se habían asombrado de la visita por falta de motivos para ella, y que... conocen lo buenas que son, eso sí; pero, vamos, que las crucificaron vivas con la mayor gracia del mundo... Pues ¿y lo que nos hablaron de ti?
—¿Quiénes? ¿Las de Gárgola?
—No, mujer, las de Sotillo... ¡Qué manera de sonsacar! ¡Inocentonas! Si no está mamá delante, sale el otro a relucir. Así y todo, como yo estaba en autos, las entendí que le tenían bien enterado de la casta... de tu enfermedad, de la verdadera casta... Como ellas lo huelen todo, lo de cerca y lo de lejos, porque a donde no alcanzan sus narices llegan las de la fisgona que tienen en casa... Estoy segura de que conocen la historia de lo tuyo mejor que nosotras mismas... Con decirte que ya tenían noticias de tu alivio, y hasta creo que de la causa de él... Claro, como la Rita y la otra son tal para cual. Querían venir a verte esta tarde; pero yo las aconsejé que lo dejaran para mañana; y en eso quedaron... ¡Qué taravillas... y qué emperifolladas, y qué!... Jovita parecía un sonajero de goma... Volviendo a las de Gárgola, te diré que se alegraron mucho de tu restablecimiento; pero adornando la alegría con unos gestecillos tan picarones... Claro, ¡como que están enteradas!...
—¡Qué vergüenza, Petrilla! —exclamó Irene al oírlo, estremeciéndose toda.
—Para ellos, si la conocen —respondió Petrilla abanicándose con furia.— Si fueras tú la desdeñada... Pues a lo que íbamos. También vendrán esas a verte mañana o pasado... Hija, ¡cómo están de gente esas calles de Dios! Materialmente no se cabe en ellas... ¡Y cuidado que se ve cada cursi!... vamos, que tumba de espaldas. ¡Y con qué airecillo de lástima nos miran a las de acá, porque son ellas de Madrid... cuando no son de Soria o de Zamarramala!... Pues ¡qué me dices de los hombres, de esos gomosos de afuera? ¡Cuantísimo majadero! ¡Y qué modo de andar y de vestirse! Algunos parecen peones de almacén, o que salen de una yesería... ¡Y los simples de acá que los imitan, cuando debieran de pasarles una escoba!... Nada, que nos toman esas gentes por indios a medio conquistar. ¡Tengo unas ganas de que vengan las primeras celliscas de septiembre para que nos deje esa peste en paz y en gracia de Dios!... Hija, Pepe Gómez tan satinado y planchadito... Sin una arruga en el traje, por supuesto... ¡Me da eso una rabia a mí! Porque como guapo, lo es; y ya te he dicho que si se doliera menos de la ropa... Estaba hablando con un señor mayor que conocemos nosotras mucho de vista. Debe de ser de la Audiencia... Corrió a saludarnos muy atento, y nos dio aquella mano... ¡tan fría!... Tampoco este particular me llena que digamos; pero eso ya se arreglaría algo llegado el caso, creo yo. Ya sabía por papá que lo tuyo no era cosa de cuidado... ¿A qué llamarán cosa de cuidado esos señores formales? Desde allí nos fuimos a El Desbarate a comprar las tres varas de cretona para el paño de colgadura que abrasó con la plancha esa arrastrada de Rita... ¡Si se hubiera planchado de ese modo el pedazo de lengua que la sobra!... Pues has de saberte que en este viaje pesqué a Juanito Romero pico a pico con la Nisia, nuestra costurera, en un portal. ¿No es desvergüenza, mujer? Los dos nos vieron, y ella se puso muy colorada; pero él nos saludó tan fresco como una lechuga. No es ésta la primera noticia que yo tengo de ese trapicheo, aunque también se le colgaban a Casallena; porque, por lo visto, a esa joven la tira mucho la gente de letras, y bien se le conoce cuando habla: dice abuja, ivierno, correspondiencia y sastifaición... ¿no se lo has notado?... En fin, de lo más superfino todo. ¡Y el gazmoñete ese que puede que haya estado esta mañana en la comunión general!... Te digo, hija, que lo mismo hacen estos chicos a pluma que a pelo; igual que el otro culebrón de la misa de diez y media, sólo que de modo contrario... También vimos pasar al pastralón de Sancho Vargas, todo vestido de dril y dándose aire con el sombrero... ¡Uff! ¡qué manera de contonearse y de mirar a las gentes! Parece que no le cabe en la ropa ni en la calle. Si le ve papá, se arrodilla y le adora... Pues las tiendas, hija, de bote en bote, como de costumbre a estas horas, y con las parroquianas de todos los días... No te las nombro porque ya las conoces... Mucho oler y manosear piezas y piezas que ya no caben en el mostrador, para acabar comprando dos varas de hiladillo o un retal de percalina... si es que compran algo...
—Pero ¡válgame Dios, qué lengua! —exclamó aquí riéndose Irene, que no quitaba ojo a su hermana.— ¡Mira que no dejas hueso sano con ella!
—Pues, hija —respondió Petrilla muy formal,— no hago más que lo que se usa entre gentes de buena educación; o a lo sumo, a lo sumo, decir clara y honradamente hacia fuera mucho menos de lo que las personas prudentes y bien habladas, como tú, decís hacia dentro a cada instante... ¡Vaya, vaya, que me pagas bien las jaquecas que me he dado hoy por tus culpas y pecados!... ¿Sabes tú el sinnúmero de veces que nos han parado en la calle y nos han acometido en las tiendas para hacernos la misma pregunta acerca de tu importante salud, y el talentazo que yo he tenido que despilfarrar para responder a cada uno según sus intenciones o sus entendederas? Porque de todo ha habido, hija del alma, entre los preguntantes: de maliciosos y de majaderos... Te digo que si me hubiera dejado llevar de mis deseos, planto un papelón en la esquina de la plaza... Pero ¡ya te quiero un cuento! ¡Andaba mamá con un oído!... y en cuanto me deslizaba un poco en las respuestas, ¡me daba cada codazo!... Como ella tiene tanta recámara para esas cosas... ¡y una monita!... Yo soy de otro modo: no lo puedo remediar.
—Corriente, y muchas gracias por todo —dijo Irene, acomodándose placentera al humor de su hermana;— pero me prometiste contarme cosas interesantes; y hasta ahora, aunque las que me has contado no dejan de interesarme, siquiera por lo bien contadas...
—Gracias, aunque no es favor —replicó Petrilla, arreglando sobre su regazo los paquetes, que se le habían desmoronado en un súbito cambio de postura en la butaca.— Pues, hija, no suelen ser las cosas de más bulto las más interesantes; pero contando con que tú podías pensar de otro modo, traigo yo noticias para todos los gustos. ¡Mira si soy bien prevenida!... Sólo que no das tiempo para nada... a ver qué te parece de ésta que tenía yo en la punta de la lengua cuando me has interrumpido: después de andar la Ceca y la Meca, rendidas de cansancio y sin saliva en la boca, de tanto hablar con unos y con otros, nos volvíamos para casa, cuando al llegar a lo alto de la calle de la Negra, ¡zas!... el mochuelo.
—¿Quién, Petrilla?
—Pues él... Nino. ¿Cuántos mochuelos tenemos nosotras?
—¿Y qué?...
—¡Y qué!... ¡Ave María, hija! ¿Ya piensas que te va a llevar a la cárcel?...
—No es eso, exageradora; sino que te preguntaba yo qué había sucedido...
—Ya, ya... Pues nada, que iba hecho un Adán, con un deshabillé que podría ser muy elegante, pero que daba asco; que le acompañaba el zampatortas de su cuñado en flor; que está verdegueando ya de puro amarillo; que se quedó medio despatarrado al vernos; que nos dijo que ya había pensado él preguntar por ti en la portería al volverse a las dos a la playa; que le dijimos nosotras que no se tomara esa molestia, porque ya sabía bastante con las noticias que acabábamos de darle; que me harté yo de ponderar lo buenísima y lo guapota que estabas; que el alma de Satanás tomó mis ponderaciones por donde más le convenía; que se creció un palmo con ellas, y que se despidió con el recado para ti de que te haría una visita esta tarde sin falta...
—¡Jesús!...Y vosotras, almas de Dios, ¿qué le dijisteis a eso?
—¿Qué le habíamos de decir? Pocas palabras y secas. ¡Y con unas caras!... Pero ¿se atuvo él a razones?... ¡Sí cuando te digo que no conocen la vergüenza en esa ilustre casa, como la llama papá!...
—¡Ave María Purísima!
—Hija, ¡qué para poco eres!... Pues yo, en tu lugar, me alegraría de la visita esa: para que veas. Créeme, Irene: esa visita te conviene mucho.
—¿Que me conviene?... ¿Para qué?
—Para que, portándote en ella como es debido, aprenda ese personaje de alquimia a distinguir de colores.
—¡Qué fácil es de decir todo eso!
—Y mucho más fácil de hacer...
—¿Cómo, Petrilla?
—¡Caramba!... guardando tu puesto; que bien sabes cuando quieres...
—Pero ¿no sería más cómodo para mí no ponerme en esa prueba?... porque él va a respirar por la herida.
—Más cómodo, sí, señora; pero no más conveniente, ni más honroso, si me apuras. Después de lo que ha pasado, y sentenciado ya a morir, no es bastante con que muera a manos de papá... o de mamá: hasta por el bien parecer debes tú dejarle hoy preparado para la muerte... Es tu obligación esa, creeme...
—Bueno, lo será; pero, por lo pronto...
—Por lo pronto... ¿en qué has empleado la mañana? vamos a ver. ¿Qué te ha dicho... o traído doña Mónica?
Irene se puso colorada como una amapola al recibir a quemarropa esta pregunta inesperada.
—Y tú —preguntó a su vez Irene para eludir la respuesta que se le pedía,— ¿qué sabes si ha estado o no ha estado aquí esa mujer?
—¡Inocentona de Dios! —dijo Petrilla, dando a su hermana en la cara dos golpecitos con el abanico cerrado,— ¿no sabes que en esta casa hay portera abajo y criadas arriba, y que, aun cuando yo no hubiera preguntado, como pregunté al llegar, si había venido alguien mientras nosotros habíamos estado fuera, nos lo hubieran dicho las de arriba o la de abajo?... Pero ¿en qué mundo vives, mujer?... ¡Mire usted qué cosas tan chiquitinas me calla con la lengua, y qué cosazas la obliga Dios a descubrirme con los ojos, en castigo de su pecado!...
Irene no pudo menos de echarse a reír con estas donosas genialidades de Petrilla, que era la alegría de la casa. «Por seguir la broma, o por salir del paso, la replicó:
—¿Y qué te importa lo que me haya dicho la beata?
—¡Cogida te tengo! —repuso Petra, replegándose más en su asiento, con estrago y fragor de los paquetes amontonados en su regazo; y luego, cambiando de tono y de gesto, añadió:— ¡Ea! partamos como buenas hermanas... o, como dicen los chiquitines, ajuntemos de cosas: dime tú lo que te ha contado... o te ha traído la beata, y yo te ayudo esta tarde en la faena con el otro... en fin, que te saco adelante, por apurada que allí te veas.
—¡Qué barato compras! —respondió Irene, tomando el caso a risa.
—¡Barato! —exclamó Petra, fingiéndose muy asombrada.
—Yo lo creo. ¡Pues si eso que ofreces por... por lo otro, lo das tú de balde, y hasta con dinero encima! ¡Si sabré yo quién eres en ese particular!
—¡Justamente!... Abusa ahora, si te parece, de esos despilfarros míos... ¡egoistona de Satanás!
Iba a contestar Irene, cuando se oyó en el pasillo la carraspera y el taconear de don Roque, de lo cual tomó pretexto aquélla para levantarse y decir a su hermana, fingiendo muy grande apuro:
—Pero ¿tú sabes la hora que es, chiquilla?... Mira que van a ser las dos las primeras que den... y ya está la mesa puesta, y papá muy impaciente... y tú según has venido de la calle.
—Te veo, pájara —respondió Petrilla, levantándose también y con mucho remango, pero no sin que se le cayeran al suelo la mayor parte de los paquetes.— ¿Te me escapas por esa rendijilla, eh? Pues no me apuro cosa maldita, que a tu jaula has de volver. ¡Vaya si volverás!... Y a cantarme a la oreja el secretito... ¡Vaya si le cantarás!
Irene, conteniendo la risa, ayudó a su hermana a recoger del suelo los paquetes. Al entregarle el último, la dijo:
—Bien pudieras acertar en eso... Pero te aseguro ¡más que curiosa! que si llego a cantar como tú quieres, has de pagarme la música bien pagada.
Con esto se largó de allí; y un cuarto de hora después se sentaba a la mesa toda la familia, risueñas y muy animosas las hijas; con la entereza y serenidad de siempre la madre, y mustio, descolorido, receloso e inapetente el padre.
XVII. «Esas gentes»
Que Irene andaba mal de salud, con fuertes jaquecas y grandes trastornos del estómago, y que por eso no había ido a la estación a recibirlos a ellos, ni se les había presentado después en las tres, o cuatro visitas que la habían hecho; que en estas tres o cuatro ocasiones ni Petrilla ni su madre parecían «las de otras veces», por su sequedad de frase, su actitud violenta y su falta de ingenuidad en cuanto hacían o trataban; que don Roque no daba pie con bola delante de ellos, y torpe y desconcertado como nunca, se emperraba en corregir cada atrocidad de las que se le escapaban, con otra de mayor calibre; que reía sin ton ni son hasta por lo que era más digno de ser deplorado, y se estremecía de pies a cabeza en cuanto le nombraban o nombraba a su egregio amigo, que estaba para llegar de un día a otro; que les había puesto su carruaje «a la orden,» y todas las mañanas les enviaba al hotel alguna cosa de regalo: flores, hortalizas raras o merluza fresca, pero en cantidades enormes; y, en fin, que el pobre hombre, en hechos y en palabras, estaba fuera de sus quicios, y además muy ojeroso, macilento y sobresaltado.
Evidentes y notorios eran todos éstos y otros muchos síntomas tan anormales como ellos en la familia Brezales. Pero ¿y qué? La duquesa vieja, desde las alturas en que tenía el castillo de sus vanidades, no alcanzaba a ver esas pequeñeces que se arrastraban entre el polvo vil de los bajos suelos que no hollaban sus pies; y si las columbraba por casualidad y se dignaba parar la atención en ellas, las daba todas las interpretaciones imaginables menos la verdadera. Los duques jóvenes todo lo hallaban adecuado a las circunstancias: lo menos que podía sucederle a una modesta y oscura familia provinciana, a la cual se la dispensara de golpe y porrazo el honor de entroncar con otra de lo más ilustre y resonado de Madrid, era aquello; es decir, la enfermedad de la novia, y el atolondramiento y el marasmo de todos los de su casa. En cuanto a la «espiritual» María, habitaba en el mismo empingorotado e inaccesible castillo de su madre, y además no tenía punto de sosiego para detenerse a considerar mezquindades del vulgo con la guerra que la daba Ponchito, empeñado en ser dulzón y pegajoso con ella, cuando ella le quería para usos y destinos muy diferentes.
Pero Nino, que, con excepción de su padre, era entre todos los de su casta el que menos turbia veía la realidad de las cosas, por no ser miope del entendimiento ni tenerle ofuscado por el relumbrón de ciertas pompas, y con mayor motivo en casos como aquél, que tan particularmente y en lo vivo le interesaba, cogiendo hilos y atando cabos llegó a caer muy pronto en la cuenta de que en aquella familia pasaba algo que tenía mucho que ver con él y con los risueños proyectos que su padre le había pintado a dos dedos de realizarse; y que ese algo era de tal monta, que había trascendido fuera de los linderos del hogar. Y creía él que había trascendido tanto, porque sus íntimos de la crema, y sus amigas de la playa, y el azucarado cronista de la Estafeta local de El Océano, los mismos gomosos y gomosas que a su llegada de Madrid, de palabra y en letras de molde, le habían colmado de zalamerías y de plácemes, en atrevidas y bien transparentes metáforas, por el acordado suceso que parecía ser del dominio público, al día siguiente de llegar cesaron de mencionársele. Pero ¿qué más? Las tres cotorras de Sotillo, las mujeres más charlatanas de este mundo, que daban lo imposible por hacedero y lo hacedero por consumado en su vicio de hallar temas de expansión para su fiebre de juicios y comentos, al visitar a su familia a los dos días de llegada, hablaron de todo lo imaginable menos de ello; y eso que él estaba presente, y, de propio intento, porque ya comenzaban a inquietarle las aprensiones, les puso el cebo tentador delante de la lengua. Pues huyeron de él como unas condenadas, después de contemplarle de reojo. Y tras esta prueba tan concluyente, pasaron más días con el caso siempre perdido entre misterios en derredor de Nino, y siempre enferma e invisible Irene para él, y su padre turulato, y su madre hecha una esfinge, y la locuaz y bullanguera Petrilla, muda y recelosa y alarmante.
Apurando más la materia de sus recelos, y exprimiendo y comparando síntomas y cataduras, llegó a ver claro que en el conflicto o dificultad, o lo que fuera aquello que ocurría en el seno de la familia de don Roque Brezales, éste se encontraba en desacuerdo con todos los demás; y, colocado ya en estas alturas, y siéndole bien notoria la fatuidad del pobre hombre, y recordando que él solo era quien había negociado con su padre aquel arreglo, con afirmaciones tan extrañas para Nino como la de que Irene se había calado intenciones que jamás le pasaron por las mientes, sin gran esfuerzo de su dialéctica se plantó con los supuestos en medio de la verdad.
Admirado de que las gentes de su familia no hubieran caído en las mismas sospechas, sacolas a relucir él en ocasión de hallarse todos reunidos; pero ninguno participó de sus aprensiones. No le disgustó la discrepancia, aunque no se la fundaron en razones sólidas; porque el corazón humano es así. Sin embargo, como en aquel asunto se interesaba la cabeza más que el corazón, Nino insistió en su tema cada vez que el ajetreo de visitas, de baños y de correspondencia epistolar en que vivían sus gentes, le ponía a tiro de su palabra a alguno de ellos; pero nadie le hacía caso. Entonces resolvió escribir a su padre cuanto le estaba pasando, para que viniera apercibido; mas todos, unánimemente, se apresuraron a quitárselo de la cabeza. Si había algo, él lo desvanecería con un soplo en cuanto lo notara; y si no lo había, ¿a qué molestarle ociosamente?
Nino se sometió a este dictamen, que resultó cuerdo por casualidad; y así fue pasando, entre serias dudas y ligeras esperanzas, hasta que ocurrió el encuentro de que dio noticia a Irene su hermana, según se ha visto en el capítulo anterior.
—Pues si Irene —pensó Nino al oír lo que de ella le decían doña Angustias y su hija en aquella ocasión,— enferma e invisible para mí desde que vine, sana hoy de repente y se deja ver de todo el mundo, y esto me lo cuentan tan frescas y campechanas estas mismas señoras que ayer hacían de ello misterio impenetrable y tenebroso, ¿por qué no he de creer yo que anduve equivocado en mis supuestos, y que nada tiene que ver conmigo lo que tan malos ratos me está dando?
Y hétele ya tan satisfecho y a punto de pensar que todo ha sido mera alucinación de su fantasía, y que las cosas estaban dónde y cómo debían estar y se las había pintado a él en Madrid su padre.
Con estas ilusiones, que el más inaprensivo se habría forjado en su lugar; un terno de color de lila, corto de mangas y ancho de perneras; un sombrerete de cazo, del matiz del vestido y casi sin alas, y unos brodequines tan grandes, tan gordos y tan groseros de forma como lo permitía la costumbre entre los galanes distinguidos y elegantes de entonces... y de ahora, tras una larga batalla, reñida sin gran fruto en el campo de su tocador contra la roña de sus dientes y el despoblado de su cabeza y otras máculas y deformidades que la naturaleza y el mal vivir habían impreso en lo más visible de su persona, a las seis de la tarde estaba llamando a la puerta de don Roque Brezales para cumplir la oferta que por la mañana había hecho en la calle de la Negra a doña Angustias y a Petrilla, que por cierto la habían oído como una amenaza.
Un poco le temblaba el pulso y le latía el corazón al llamar... ¡a él! ¡a Nino Casa-Gutiérrez! ¡al mozo despreocupado y corrido aristócrata del gran mundo!... ¡y a las puertas de una sencillota provinciana! Pero, como él se decía al notar el fenómeno: «hay que considerar la importancia de esta visita con relación a los planes que me sacaron de Madrid, y lo que ha estado sucediéndome desde entonces hasta hoy en esta casa. Es el asunto éste a manera de premio gordo escapado de las manos y casi vuelto a recobrar... Pero ¿y si me equivoco otra vez, o, mejor dicho, resulta que continúo equivocado?... Por lo pronto, mucho ojo al terreno para no pisar en falso... y ello dirá.»
Firme en este cuerdo propósito, lo primero que observó fue que le pasaban a la sala, como de costumbre en aquel verano, y no al gabinete de confianza, donde, cuando menor debieran de tenerla con él, le recibían en otros tiempos. Por este lado, el aspecto de las cosas había mejorado bien poco; pero cabía la racional hipótesis de que el caso fuera obra de la doncella que le había metido allí, sin advertencia previa ni complicidad alguna de las señoras. Las cuales fueron entrando una a una en la visita, como en lenta y forzada procesión, primero doña Angustias, después Petrilla, y, por último, Irene. Doña Angustias, demasiado solemne; Petrilla, afectadamente cortés (lo propio que en los días anteriores), e Irene muy pálida, con grandes ojeras, y la luz de sus pupilas africanas desperdiciándose cobarde entre la espesura de sus pestañas negrísimas; esbelta, escultural, gallarda, como siempre, pero con cierta languidez en el andar, y una cobardía de voz tan grande como la de la mirada.
¡Cómo se le afilaron los dientes al encanijado madrileño delante de aquel manjar tan exquisito! ¡Cáspita, qué real moza le pareció, y con qué modestia tan disculpable tradujo en propio beneficio el cuadro de síntomas que fue leyendo en ella en cuanto la tuvo delante! Las ojeras, la palidez, el desmayo en el moverse, rastros eran evidentísimos de una enfermedad verdadera. Pues y aquella cobardía en el mirar, y en el hablar, y en acercársele, y en tenderle la mano ebúrnea y tibia, si no era síntoma de gratas y hondas emociones de pudorosa enamorada, o de novia consentida siquiera, al verse por primera vez enfrente de su galán, ¿de qué otra cosa podía serlo? Si no había nada de lo dicho, o no habría salido ella a recibirle, o le hubiera recibido de muy distinta manera; porque, en opinión de aquel mozo, las repugnancias y los anhelos del corazón humano tienen manifestaciones tan propias y peculiares, que no pueden confundirse jamás.
Ello fue que tradujo así los síntomas observados en Irene, y que, a la luz de estos síntomas, todo lo vio de color de rosa; por lo cual quedó sin importancia a sus ojos el haber sido recibido en la sala; lo triste de la procesión de las señoras al presentarse en ella, y los sospechosos continentes de Petrilla y de su madre.
Ésta le brindó, con ademanes más bien que con palabras, a que se sentara en el sofá, junto al cual estaban ambos de pie; y para darle ejemplo, sentose ella en la otra cabecera. Irene y su hermana se fueron dejando caer maquinalmente en los dos sillones contiguos al sofá, pero eligiendo Irene el más cercano a su madre; elección que halló Nino muy en consonancia con el estado de espíritu en que suponía él a la garrida moza. Hasta allí, gangas a un lado, todo iba lo mejor de lo posible para el escamado visitante. «Vamos a ver» —se dijo entonces,— «si esto se endereza ahora por los cauces sospechosos de todos los días, o por otros nuevos y más de mi gusto.»
Y comenzaron en el acto las reglamentarias preguntas por la salud de los ausentes. Mayor impavidez y frescura hubo, a juicio de Nino, en la voz y en el acento de doña Angustias y de Petra en aquella ocasión, que en otras idénticas bien recientes y memorables para él; pero en el fondo, en la falta de interés cariñoso y de expansiva franqueza, allá se anduvieron las preguntantes en la actual y las pasadas ocasiones. En cuanto a Irene, ni desplegó los labios ni mostró la menor curiosidad por las respuestas.
A las cuales siguió un ratito de embarazoso silencio. Durante él, discurrió el visitante, entre serios amagos de sudores fríos, que siendo aquella visita suya consagrada exclusivamente a Irene, como se lo había declarado a su hermana y a su madre en medio del arroyo algunas horas antes, podía muy bien, sin descubrir el fondo de sus verdaderas intenciones, echar todo el asunto hacia aquel lado; y de este modo, no solamente resultaría tema abundante de conversación en aquel trance, con tantas señales de acabar de extenuación fastidiosa, sino que conseguiría él colocarse en mejor y más abreviado camino para llegar a los fines que iba persiguiendo y tan de veras le interesaban.
A ello, pues. Se removió un poco en el sofá para quebrarse por los riñones hacia adelante; juntar más una pierna con la otra; pegar bien los codos a los ijares; alargar el pescuezo y poner las manos palma con palma, con los guantes entre las dos hechos una torcida; y con la voz más flauteada, y el mirar más expresivo, y la sonrisa menos antipática que pudo hallar en su pobre repuesto de estos ingredientes, preguntó a Irene, encarándose con ella en la susodicha forma, la siguiente vulgaridad:
—¿Conque tan famosa ya y tan campante?
A lo que respondió la interrogada con otro lugar común, a medias palabras y tres cuartos de voz.
—Y ¿qué ha sido ello? —insistió Nino, devorando a la joven con la mirada vidriosa.
—Poco más de nada, —respondió Irene, de cualquier modo y por responder algo.
—¡Ay, la pobre! —exclamó entonces doña Angustias, tomando el caso más a pechos que su hija,— ¡qué amargas las ha pasado!
—¡Atroces! —añadió Petrilla, acudiendo muy gustosa a reforzar las posiciones de su madre.
—Lo esencial es, para todos —repuso Nino, subrayando muy fuerte esta palabra,— que el mal se haya vencido pronto y hasta casi de repente, para no darle tiempo a que hiciera estragos, que a veces llegan a ser en la convalecencia una nueva enfermedad. Verdaderamente ha sido un fenómeno digno de notarse, y muy feliz... para todos, lo repentino del restablecimiento... ¿no es verdad? porque todavía ayer tarde, según se me dijo en la portería, continuaba usted con fiebre y en la cama...
—Es que —se apresuró a responder Petrilla, temiendo que ni Irene ni su madre lo hicieran enteramente al caso,— la mayor parte de las veces, y ésta ha sido una de ellas, el mejor médico para entender bien una enfermedad y curarla en el aire es el enfermo mismo.
—¿Quién lo duda? —exclamó el visitante, volviéndose hacia Petrilla y replegándose sobre sí mismo un poquito más todavía.
—Muchos lo dudan —replicó su maliciosa interlocutora enardeciéndose poco a poco,— y aquí se ha visto. Irene, desde que empezó a malear hace ya algún tiempo, ha estado empeñándose en que el único remedio que había para curarse bien y pronto, era el que ella proponía; pero los que andaban a su lado tenían más fe en otro que era todo lo contrario, y así ha venido la infeliz pasando la pena negra hasta esta misma mañana, en que se ha obrado el milagro...
—¿En virtud del remedio que ella proponía? —la preguntó Nino, escapándosele por los ojos la curiosidad que ya le devoraba.
—Menos que eso todavía —respondió Petrilla valerosamente:— en virtud de la promesa que se la hizo de darla gusto. Con esto sólo... vamos, con oler la medicina, y desde lejos, se puso de repente tan buena como usted la ve.
—¡Qué exageradora! —exclamaron casi al mismo tiempo, en son de chanza, Irene y su madre.
—Es la pura verdad —insistió Petrilla;— créame usted a mí.
Nino, que, como ya se ha dicho, no era lerdo, al punto caló que lo del remedio de que hablaba la pizpireta chiquilla era pura metáfora, y dio por innegable que en aquella figura retórica andaba danzando él. Pero ¿danzando bien o danzando mal? Esto era lo grave del caso. Si, según sus observaciones anteriores, don Roque se encontraba solo enfrente de toda su familia en el conflicto doméstico que tanto le había preocupado a él, no podía ser él mismo la medicina propuesta por Irene para curarse, sino la que su padre la recetaba; porque el parecer de éste era el único que Nino conocía a las claras en el delicado asunto que le había sacado de Madrid lleno de ilusiones. ¿Se habría equivocado él en sus primeras indagaciones, y estarían los pareceres de la familia divididos de otro modo... por ejemplo, Irene y su padre contra doña Angustias y Petra? Pero ¿cómo se compaginaba esto con la fruición de la última al referirle a él el milagro de la medicina, si la tal medicina era él mismo en cuerpo y alma? ¡Ah! si hubiera podido hablar a solas con Irene, o con las dos hermanas siquiera, como lo traía calculado, pronto saldría de sus dudas mortificantes; pero la presencia de su madre le obligaba a guardar allí ciertos miramientos... Sin embargo, ¿no era él oficialmente, según lo tratado y acordado entre su padre y don Roque, con aquiescencia y beneplácito de ambas familias, el novio de Irene? ¿No había venido de Madrid llamado para terminar personalmente lo que por cartas se había puesto allá a punto de terminarse? Pues siendo esto evidente, como lo era, y aquélla la primera vez que él veía a Irene desde su venida, estaba hasta obligado a conducirse en aquella ocasión de muy distinto modo que un simple amigo de la casa, fuera cual fuese la manera de sentir sobre el delicado tema, de las personas que tenía delante. Si había repugnancias en alguna de ellas o en las tres, él no tenía noticias oficiales de semejante cosa, al paso que las tenía de lo otro toda la familia de don Roque, y a esto debía de atenerse Nino. Y a esto se atuvo para buscar por de pronto una callejuela por donde deslizarse medio a escondidas y caer luego de plano en el asunto, si lo juzgaba oportuno y conveniente.
Con estos propósitos y después del brevísimo tiempo que necesitó para pensar todas estas cosas, volviose Nino otra vez hacia Irene, y díjola, encorvándose otro poco más y manoseando mucho los guantes arrugados:
—De todas maneras, y sean cuales hayan sido la enfermedad y el remedio, me felicito de todo corazón, como deben de felicitarse cuantos a usted la quieren bien, aunque nadie tanto como yo seguramente, de verla a usted libre de cuidados y de dolores y en plena convalecencia.
Se le agradeció la felicitación, pero con demasiada etiqueta, a juicio del felicitante; por lo cual, sin dejar éste que se enfriara el hierro que había puesto sobre el yunque, le descargó a suerte o a muerte este nuevo martillazo:
—Sentiría en el alma que dudaran ustedes de la cordialidad de mis palabras, conociendo, como conocen, los singulares motivos que yo tengo... o debo de tener, para que no puedan salir de otra parte que del fondo de mi corazón.
Diciendo esto, pensaba Nino: «ahora, si las cosas van por los carriles de mi gusto, la madre hará una salida discreta de la sala para dejarnos a Irene y a mí en libertad de entendernos, aurque su hermana esté presente, por el bien parecer.»
Pero también le falló este cálculo. Doña Angustias no se movió de su sitio, ni sus hijas ni ella mostraron en palabras ni en gestos la menor señal de que les inquietara poco ni mucho semejante duda. Antes al contrario, hubiera jurado Nino que hubo en Petrilla un movimiento, algo como sacudida nerviosa de mal agüero, que se conjuró con cierta mirada elocuente y una carrasperilla sospechosa de su madre. Indudablemente, Petra le era hostil; de doña Angustias no sabía qué pensar; pero, en cambio, Irene, por su actitud de sobresalto y de notoria mortificación, le daba racionales bases para otros cálculos más halagüeños. ¿Por qué no había de significar aquella extremada tirantez de espíritu la violencia en que la tenían delante de él, y la mudez a que la obligaban allí su hermana y su madre? Y siendo fundada esta suposición, ¿qué le importaban al hijo del ilustre prócer las repugnancias de aquellas dos mujerzuelas? Con estos alientos (que buena falta le hacían), y apurado ya por las necesidades de la escena, que podía acabar en ridícula para él, se encaró resueltamente con Irene, y la preguntó, disfrazando su despecho con cierto airecillo de broma:
—Con toda franqueza, Irene: usted, que es la más interesada en ello, ¿qué es lo que piensa?
—¿De qué? —preguntó a su vez Irene con muy escasa voz.
—De la cordialidad de mis palabras, de la calidad de mi satisfacción al verla a usted restablecida... y de los motivos que tengo...
—Pues que supongo —le interrumpió Irene de muy mala gana,— que habrá dicho usted lo que siente.
—¿Nada más que suponerlo? —insistió Nino trasudando.
—Y ¿por qué ha de pasar de ahí? —saltó de golpe Petrilla, que ya no cabía en su butaca,— ¿ni por qué ni para qué se ha de apurar tanto un asunto que no vale dos cominos?
—Verdaderamente —dijo doña Angustias, disimulando mal con una sonrisa forzada lo que le iba cargando el tema,— que no veo la necesidad de que se ventile con tanto empeño una cosa tan insignificante.
Nino sabía por demás que, tomadas sus palabras como habían sido tomadas allí, enderezar otras semejantes por el mismo camino era caer él en un despeñadero de majaderías. Viose de pronto acorralado en esta asfixiante estrechez; sintió el sudorcillo del bochorno; sublevósele la negra honrilla, y dispuesto a hacer una salida airosa, aunque no saliera triunfante en su litigio, decidió en el acto dejarse de paños calientes y plantear de lleno la cuestión con toda la frescura y seriedad que su importancia requería.
Sin dar tiempo a que se le enfriara la resolución, cambió su postura violenta y afectadamente distinguida por otra más natural y desembarazada, y dijo así, con voz entera y no desagradable continente:
—Señoras mías... ¿a qué andarnos, a estas alturas, con finezas resobadas y circunloquios trasnochados, como si me fueran ustedes conocidas desde ayer tarde, y pretendiera yo ganarme su estimación con travesuras y discreteos de enamorado cursi?... Hace ya mucho tiempo que nos conocemos, y yo no puedo aparentar en esta ocasión, sin hacer un triste papel y sin inferir a ustedes un agravio, que ignoran las especialísimas razones que hay para que a mí me sea muy cara la salud de Irene. ¿Estoy o no en lo cierto, señoras mías?
—Hágame usted el obsequio de explicarse un poquito más —contestó doña Angustias, acudiendo placentera al terreno a que la arrastraba Nino, mientras Irene se estremecía en su sillón y Petrilla se relamía de gusto,— para que de una vez nos entendamos y se le pueda dar a usted la respuesta que pide y necesita. También a mí... y a todas nosotras, nos gustan las cosas claras; y cuanto más entre amigos, mejor.
—Pues con eso sólo —repuso Nino sin amilanarse cosa maldita,— tenemos andada la mitad del camino. Vaya, pues, por lo claro y sin estorbos; a salvo siempre, y por supuesto, la buena, mutua y desinteresada amistad de antes...
—Eso, por entendido, —repuso doña Angustias muy cortés.
—Yo salí de Madrid —prosiguió Nino Casa-Gutiérrez,— pocos días hace, formal y honradamente convencido de que aquí se me aguardaba con parecidas ansias a las que yo tenía de que se sancionaran de palabra entre todos nosotros ciertos planes trazados por escrito poco antes. Si estos planes hubieran sido obra de mi iniciativa o de mi ingenio, yo habría temido siempre que no acabaran en bien, porque no fío nunca gran cosa de la solidez de mis cálculos; pero los habían hilado otras manos harto más diestras, más firmes y más venerables que las mías, y yo no podía dudar de la solidez de la obra; por lo cual la di desde luego por intachable y perfecta; la acogí con todo mi corazón, y hasta me permití fundar sobre ella las ilusiones más nobles, más honradas y más tentadoras que he logrado forjarme en toda mi vida... Porque es lo cierto, y lo declaro con el alma entera puesta entre mis labios, que el beneficio me parecía superior a mis merecimientos, si no se me tomaba en cuenta, como moneda de buena ley, lo inmenso de la gratitud con que le recibía... ¿Me van ustedes entendiendo mejor ahora?
—Póngalo usted más claro todavía, si le es posible, —respondió muy templada doña Angustias, con visible aprobación de su hija Petra.
—Pues allá va como usted lo desea y a mí me gusta —dijo Nino inalterable.— Con estas ilusiones tan disculpables y estas esperanzas tan bien garantidas, llegué...
Aquí se detuvo Nino de pronto, cuando más aguzada estaba la curiosidad de sus oyentes, muy complacidas las tres, y particularmente Irene, en considerar que, con el giro que iba tomando el asunto, se llegaría al fin anhelado por ellas mucho antes de lo concertado entre doña Angustias y su marido. Y se detuvo Nino, porque se abrieron las puertas de la sala y apareció de golpe en escena don Roque Brezales, moviendo mucho estrépito.
—¡Hombre, hombre! —decía esforzando su extenuada voz y queriendo dar a su cetrino rostro una animación que no le salía de adentro.— ¡Tanto bueno en mi casa y sin saberlo yo hasta que me lo ha dicho la muchacha al abrirme la puerta!... Vaya, vaya... Y ¿cómo va, mi querido don Antonino?
A todos los presentes les supo a rejalgar la interrupción de don Roque en lo más sabroso de la conversación aquella; pero Nino estaba resuelto a terminarla a todo trance, y por eso, mientras daba la mano al recién venido, le dijo por única respuesta a su saludo:
—Estábamos tratando aquí, señor don Roque, un punto delicadísimo cuando usted ha llegado...
Por la cara y la voz de Nino y las actitudes alarmantes de las mujeres, y especialmente porque ya hacía mucho tiempo que todas las caras, y todos los ademanes, y todos los ruidos de este mundo le sonaban a él a una misma cosa, dedujo el pobre hombre que el punto delicadísimo a que se refería el hijo del prócer, era su dedo malo. En esta creencia, muy bien fundada, tembláronle las carnes; y después de pedir a su mujer cuentas de su deslealtad con una mirada de agonía, se desbordó en chanzonetas que le resultaron atrocidades en su mayor parte, con el honrado fin de meter a barato el «punto delicadísimo.» Y lo consiguió; pero con el auxilio de su mujer, que procedió así un poco por caridad, otro poco por justicia, y el resto por muy justificables temores de que su marido se lo echara todo a perder si tomaba cartas con ella en aquel importante juego.
Puestas aquí las cosas y más tranquilo don Roque, dio a todos los allí presentes la gran noticia de que había tenido carta aquella misma tarde de su ilustre amigo, anunciándole su salida de Madrid al día subsiguiente.
—Es decir, mañana, —concluyó don Roque, sacando la carta del bolsillo.
—Ya he tenido el gusto —observó Nino,— de dar a estas señoras la misma noticia. Lo sabía desde ayer...
—De manera —continuó don Roque, sin hacerse cargo de lo dicho por el otro y pasando la vista por la carta,— que en el exprés de pasado mañana...
—Justamente, —interrumpió Nino.
—Tendremos la dicha —continuó don Roque,— de verle entre nosotros. Aquí lo asegura. (Leyendo la carta.) «Mi querido amigo...» ¡Siempre tan parcial y cariñoso!...
—Ya, ya —dijo doña Angustias entonces, haciendo como que echaba a broma la tenacidad de su marido;— ya estamos enterados de que la cosa no tiene duda.
—Cabalmente, —concluyó don Roque entendiendo a su mujer y diciéndola con una mirada que también fue bien comprendida por ella: «¡si tú supieras qué tripas se me han puesto a mí con la noticia de la llegada esa!...»
Nino se despidió poco después, llevándose la promesa de aquellas señoras de ventilar en ocasión más oportuna el tema que quedaba apenas esbozado allí, y sobre el espíritu una abrumadora carga de negros temores y de punzante curiosidad.
XVIII. El «prócer»
En la llegada de este personaje concurrían aquel año singulares circunstancias que deben tenerse muy en cuenta aquí. Era el cuasi jefe del partido más considerable de la oposición de entonces; las Cortes se habían cerrado un mes antes apresuradamente, con un pretextillo legal de esos que siempre tienen a mano los Gobiernos para un apuro; y el apuro de aquella legislatura fue cierta repentina descomposición de la mayoría, por mal disimuladas y contrapuestas aspiraciones de ciertas y determinadas personalidades «conspicuas» de ella. Estas personalidades se habían desparramado después por las ciudades más renombradas entre las más famosas de las veraniegas de España; con el piadoso objeto de definir claramente sus aspiraciones y tendencias en sendos discursos pronunciados por fin y remate de los respectivos banquetes que darían los partidarios de sus ideas, por noble y espontáneo impulso de su patriotismo y de su adhesión incondicional y entusiástica: todo, por supuesto, con el generoso intento de afirmar la disciplina del gran partido a cuyo ilustre jefe continuaban y continuarían subordinados con alma y vida; nada por miras personales ni «bastardas ambiciones...» No había que confundir estos extremos por falta de reflexión o por exceso de malicia: ellos siempre serían ellos, es decir, los hombres leales y consecuentes, fieles y sumisos a su bandera; pero, por lo mismo, incapaces de sacrificar los sacrosantos intereses de la patria a las conveniencias de un partido.
Así hablaba la prensa ministerial, o, mejor dicho, la parte de ella adicta a los supuestos disidentes de la mayoría; la restante quería creerlo, pero sus trabajillos la costaba disimular que no podía; en cuanto a la de oposición, singularmente la del partido llamado a recoger la herencia del Gobierno cuando cayera, le pintaba tambaleándose ya; y para que acabara de caer, ensanchaba las rendijas entreabiertas, encendía los rencores y enconaba las heridas, mientras sus profetas e inspiradores se dispersaban también detrás de los enemigos para poner púlpito donde le pusieran ellos, con el honrado fin de no dejarles hueso sano y acabarlos de matar.
De los disidentes de la mayoría eran los tres personajes de los hongos feos que el lector ha conocido de vista más atrás. Hasta la fecha de los últimos insignificantes sucesos aquí narrados, no habían roto a hablar todavía con la solemnidad prometida desde Madrid, y tan ardientemente deseada por amigos y adversarios. El periodista que estudiaba la comarca «bajo todos sus aspectos,» y un redactor de El Océano, los habían interpelado, a título de reporters, con la debida oportunidad, y habían dado a luz en sus respectivos periódicos el fruto de sus indagatorias; pero éstas arrojaban poca luz en comparación de la que esperaba la pública curiosidad; y aun de esa poca hubo que quitar algo a instancias encarecidísimas de los interpelados. Menos luz daba todavía lo que traían y llevaban los amigos de la localidad, que los asediaban en la playa y les servían de cortejo en la población. «¿Has visto hoy a Froilán, o a Gorgonio... o a Perico?» se preguntaban unos a otros a lo mejor, porque es de saberse que todos alardeaban de tratarlos con esta llaneza. «¡Ah!... ¡Oh!...» solía responder el preguntado; «¡qué cosas, chico... qué cosas!... Si ese hombre dijera en público lo que se dejó decir en particular, con ese talentazo que tiene y ese pico que Dios le dio,... te digo que la mar, chico, ¡la mar!...» Y nada en substancia, por más que se les tiraba de la lengua por propios y extraños; o porque nada habían dicho con claridad ellos, o por no haber sido bien entendidos de los otros. Indudablemente faltaba el teatro, la ocasión, el banquete. Sobre esto de la falta del banquete, corrían varias versiones. Según unas, de los enemigos, consistía en que los soldados de aquellos capitanes eran pocos y no todos bien vestidos; según los de casa, Froilán y Gorgonio y Perico andaban un tanto melindrosos en el particular, como si hubiera negociaciones pendientes con los de Madrid para su inteligencia mutua, transigiendo en esto los unos y concediendo los otros lo de más allá... Franqueza les sobraba y estimación de veras para decir a sus partidarios «ahora;» y cuando no lo decían, sería por algo, y ese algo debía de respetarse. Entretanto, se vivía alerta y se tomaban medidas para que, en el caso de celebrarse el banquete, concurrieran a él, para hacer a aquellos hombres ilustres los debidos honores, las personas más notables de la población, con un pretexto que no faltaría.
Pues bueno: el marqués de Casa-Gutiérrez, duque del Cañaveral, era, como ya se ha dicho, el cuasi jefe de su partido; el alter ego del jefe indiscutible, y hombre, además, de gran prestigio entre sus fieles, ducho en artimañas y travesuras políticas y de una elocuencia brillante y demoledora. Claro es que con estas prendas personales y en unas circunstancias como aquéllas, la llegada del señor duque debía de ser muy sonada; porque, aunque no lo deseara él, estaba interesado en que lo fuera el pundonor político de sus partidarios de allí, que blasonaban de acérrimos, pasaban y se tenían por gentes adineradas, y rabiaban por echar a Froilán, a Gorgonio y a Perico, los tres gallitos de los otros, otro gallo digno de ellos que les cantara bien claro, y en un lance de compromiso hasta los arrojara del corral. ¡Banquete! No uno, ciento darían ellos al ilustre prócer, si el prócer los deseaba o las conveniencias del partido los pedían. Y banquetes de primera, con comensales abundantes y bien vestidos; elocuentes, los más de ellos; mayores contribuyentes, casi todos; de lustre y prosapia... ¡uf! uno sí y otro no, si bien se miraba.
Se removió, por consiguiente, el partido entero y verdadero en aquella localidad, buscándose, recontándose y codeándose los partidarios; y ésta fue la más negra para don Roque Brezales, el soldado más ardoroso y entusiasta de todos los de aquella benemérita legión. Lo fue primeramente, porque, a pesar de sus talegas y de su amistad íntima con el gran personaje, casi abanderado del partido, todavía no había conseguido capitanearle en aquel apartado confín de la madre patria. Bien sabía Dios que él había hecho todo lo posible porque le otorgaran allí esa investidura que tan desaforadamente apetecía. No daba el pobre hombre en la consistidura de aquello. Su ilustre amigo parecía estar muy de su parte; y, sin embargo, la cosa, con todos sus inherentes relumbrones y prestigios, se deslizaba por sí misma dulce y tranquilamente, como las aguas apacibles por su cauce natural, hacia aquella condenada persona que le había vencido en las luchas de La Alianza y en todos los terrenos en que se habían encontrado frente a frente. Y como se decía en sus grandes nostalgias del empecatado predominio: «ese hombre no es más rico ni mayor contribuyente que yo; ni se viste con mejor sastre, ni paga la ropa más cara ni más a punto que yo; ni tiene más lucida familia ni mejor puesta la casa que yo; ni cuenta arriba con tan poderosos amigos, ni me pone la raya en hablar con sentido en juntas ni en leer de golpe un impreso... y así y con todo, por más que me arrastro y por más que me ayudan a arrastrarme, no acabo de llegar... ¿En qué mil demonches estribará ello?» Pero nunca daba en el hito, o en el ite, como decía él.
Mientras el partido no se movía, menos mal, porque no le tentaban las ocasiones de tremolar en su diestra el glorioso pendón de la falange aquella; pero cuando llegaba la hora de hacer algo, ¡qué sudores pasaba! Porque no acomodándose resignado a desempeñar segundos papeles por creerse con indiscutibles derechos al principal, y siendo como era el partidario más decidido y fogoso, se veía y se deseaba para trabajar con ahínco sin que se trasluciera que trabajaba como simple soldado de filas y no como capitán. Que hubiera allí un comité y que no fuera él quien le convocara y le presidiera, no podía concebirlo ni, en su opinión, debiera tolerarse.
Esto en lo usual y corriente de su vida política; pero en la excepcional ocasión de que se trata aquí, había para don Roque Brezales un segundo clavo que alcanzaba con la acerada punta hasta lo más hondo del depósito en que guardaba él, en confuso revoltijo, sus honrados sentimientos de hombre de bien y sus vanidades de persona visible. El tormento de ese nuevo clavo le sentía don Roque imaginándose que cuantas gestiones hiciera enderezadas a solemnizar la llegada de su egregio amigo, eran a modo de toque a concejo para congregar testigos del desastre que estaba decretado para el negro conflicto de su casa. Pero hay que confesarlo en honra suya: logró sobreponerse a sus flaquezas, y trabajó la partida como un desesperado. Todo programa de honores y festejos le parecía poco, y llamaba pusilámine y roñoso al correligionario de más envergadura, mientras andaba hurgándolos a todos con una agilidad y un entusiasmo, como si no tuviera asuntos de mayor importancia para él en qué ocuparse. Conociendo, como el lector conoce, el estado anormal y borrascoso de sus adentros, cualquiera pensaría que se entregaba el pobre hombre a aquellos ajetreos con el fin de emborracharse con ellos para matar sus pesadumbres; y acaso, acaso no anduvieran esas imaginaciones a dos ápices de la realidad. «Desengáñese usted,» le decía a Sancho Vargas, que le ayudaba mucho en la brega, «aquí no hay más que pico y mucha farsa: todos son unos caballeros muy valientes y muy opíparos, cuando se trata de decir: yo soy el gallito del catarro, y esto dispongo y esto manipulo; o de poner los puntos encima de las haches al hombre de mejor cosmografía; pero dígales usted que se meneen o que se rasquen el bolsillo a contrapelo... ¡cascabeles! ya están torciendo el morro y volviéndose de espaldas... Lo mismo que esa papelería de chicha y nabo: si usted quiere una alabanza bien puesta en letras de molde, ha de escribirla usted a su gusto, como nos acaba de pasar ahora y le está pasando a usted toda la vida. Pues, hombre, lo que yo digo: para estos viajes no se necesitan alforjas... ¡Vaya, vaya!... Ya ha visto usted el asunto estos días atrás: todo les parecía miseria para asombrar a los otros; y si no es por mí, y a todo tirar por usted, esa gran persona llega mañana sin tener quien la reciba más que nosotros dos. No le demos vueltas, señor don Sancho: bien estipuladas las cosas, aquí no hay más que un hombre de agallas, que soy yo, aunque me esté mal el decirlo; y, a todo tirar, otro, que es usted. Ésta es la verdad. Pues verá usted la zurramulta de ellos que le van a hacer a mi ilustre amigo el redibú tan pronto como llegue.»
Algo había de cierto en el fondo de estas duras apreciaciones; pero no tanto ni tan negro como lo pintaba el despechado Brezales. El «egregio prócer» tuvo al día siguiente un recibimiento bien lucido, y no fue todo él obra de los mangoneos de don Roque y Sancho Vargas. Cierto que algunos periódicos no contaron más que lo que se les había dado la víspera puesto ya en solfa; pero, en cambio, el cronista de la Estafeta local de El Océano volcó, por propio y natural impulso, todo el cesto de las lisonjas de los grandes días. ¡Cómo le puso de ilustre patricio, estadista gigante, ciudadano perínclito, talento preclaro y caballero sin tacha! ¡Cómo empalmaban las nubes de incienso unas con otras, y qué bien y con qué arte se extendían después a «la egregia familia, ornamento y gala de la colonia distinguidísima y elegante» que honraba a la sazón con su presencia «nuestra playa incomparable!» Pero ¡ay! ni la alusión más remota a aquello de los «transparentes cendales» y «las gasas tenues» de la otra vez. Bien lo notó don Roque, y bien estimada quedó por él la omisión en toda su terrible elocuencia. El fracaso de su gran proyecto debía de ser ya del dominio público, cuando el lisonjero periodista no aprovechaba aquella ocasión de lucirse en el cumplimiento de un sagrado deber del oficio. De aplaudir era la conducta, como rasgo de prudencia; pero ¡qué prudencia tan mortificante para el buen hombre, por las causas de que nacía! ¡Y qué causas, gran Dios, y qué efectos! sobre todo el que no había estallado aún y debía de estallar muy pronto, y a su presencia, y por su palabra... y entre sus manos. ¡Horror! Pero era preciso, estaba decretado que sucediera eso, y sucedería, costárale lo que le costara. Vencería sus repugnancias, dominaría su flaqueza para arrojar por la ventana la gloria y la felicidad de su familia; pero haría la hombrada, aunque el esfuerzo le costara la vida.
Hubo en la explanada de la estación hasta seis coches particulares de respeto, sin contar el landó flamante de don Roque; y en el andén pasaron de cincuenta las personas que acudieron a dar al duque la bienvenida y tener la honra de estrechar su mano. Allí estaban los hombres más visibles del partido, y lo que pudiera llamarse el estado mayor de cada hombre: unos en concepto de partidarios profesos; otros en el de simples catecúmenos, y tal o cual en el de amigo puramente de los unos o de los otros, pero con estómago bien constituido para alistarse en aquella bandera... o en otra por el estilo, si la ocasión se presentaba, porque las particulares conveniencias lo exigieran. Sancho Vargas no cabía en el andén; pero, en cambio, a Pepe Gómez, que también andaba por allí, porque era de los de don Roque, todo espacio le venía ancho con su modo de ser inconmovible y arreglado. Don Lucio Vaquero, con los hombros y las paletillas cubiertos de caspa (y eso que al salir de casa con la levita nueva le había cepillado bien su señora), no fue de los últimos en llegar. También éste era de los de don Roque, igualmente que don Felipe Casquete y don Anselmo Gárgaras, los tres consocios suyos del gran salón del Casino, y los tres fortísimos capitalistas y principalísimos contribuyentes por lo urbano. Eran asimismo de su cortejo tres concejales simples y un teniente de alcalde; y si no formaba a su lado el Gobernador también, era porque la digna autoridad, como se lo había mandado a decir a última hora, se abstenía de concurrir a aquel acto por el carácter político que le imprimían las circunstancias; pero, como particular, asistía en espíritu al recibimiento y tendría el honor de pasar a ofrecer sus respetos al señor duque tan pronto como llegara a su hotel de la playa. De manera que con esta adhesión y aquellos concurrentes, la falange de don Roque era la más brillante de todas las de sus más «conspicuos» correligionarios, incluso el jefe, que, fuera de la suya propia, no llevaba una representación de cuatro millones de pesetas en efectivo, ni en capacidades otras que la de un procurador que empezaba, y la de un beneficiado de la catedral. Porque los dos canónigos y el magistrado de la Audiencia, que también figuraban entre los concurrentes, habían ido allí de cuenta propia, y no de la del jefe, como se lo aseguró al principio a don Roque el aprensivo don Anselmo Gárgaras. Nino, con su cuñado y Ponchito Hondonada, llegaron al andén los últimos de todos, y a punto de entrar el exprés en la estación.
El gran personaje descendió de un sleepingcarr, y cayó entre los suyos como un Júpiter casero entre diosecillos de tres al cuarto. Todos temblaron un poco, no de miedo, sino de pequeñez, con excepción de don Roque, que tembló además de espanto y consternación por lo que él sabía y el lector no ignora. Y cuidado que el hombre aquel no era para asombrar a nadie por la talla ni por la fiereza; porque presentes estaban otros que le sacaban un buen pico en corpulencia y eran hasta más indigestos de mirar que él; pero aquel aseñorado continente; aquella agradable soltura de movimientos; aquella elegante sencillez de vestido, aquella magistral correspondencia entre el moverse, el hablar y el sonreír; aquella hermosa cabeza tan llena de luz; aquel rostro tan radiante de ideas... y de malicias; aquella voz tan sonora; aquella frase tan limpia y bien acentuada; hasta aquel manejo admirable del sombrero, de los guantes, del reló... en fin, aquel estar en todo, y siempre bien y sin esfuerzo ni violencia... eso, eso y el prestigio de su nombre, y el recuerdo de sus grandes luchas en el poder, y sus batallas en la oposición, era lo abrumador y asfixiante para aquel montón de hombrucos que se creían gigantes en la pequeñez de sus escondrijos. Por más que cerraban los ojos, no dejaban de ver en aquella piedra de toque la alquimia de su oro de baja ley, por lo referente a sus humos de personajes de nota; excepto Sancho Vargas, que se creía siempre tan grande como el más talludo, dicho sea en honor de su modestia.
Don Roque Brezales, por su gusto, hubiera elevado a documento público y solemne el testimonio de que el primer saludo del grande hombre había sido para él, y para él el único abrazo que se había dignado otorgar allí. Para los demás, un apretón de manos; y gracias. ¡Y decir a Dios que aquella eminencia, que aquel asombro con quien él debía de entroncar los oscuros timbres de su familia dentro de pocas horas, de un par de días a lo sumo, tendría que saber!... ¡Qué barbaridad! Le aturdió la visión de este suceso, y estuvo a pique de caer de rodillas delante del recién llegado, para decirle: «áspenme, desuéllenme, descuartícenme vivo; pero yo creo en ti; yo no te niego; tuyo soy con cuanto tengo, espero y valgo.»
Después de los saludos, de las finezas, de los piropos inoportunos, de los chistes malogrados, de las risotadas fuera de lugar por parte de los unos, y de los chispazos de refinada cortesía y de mordicante gracejo del otro, llegó el momento del desfile hacia casa; momento previsto y bien meditado por don Roque. Nadie podía disputarle la honra de llevar al prócer en su carruaje, ni, por consiguiente, la de acompañarle él mismo, en primer lugar. En segundo, podría acompañarle también el que pasaba por jefe del partido... haciéndole demasiado favor... luego Nino, si acaso como de familia; pero como Nino se había presentado allí con su cuñado y el otro que aspiraba a serlo, y los tres no cabían, que se las arreglaran como pudieran.
Y así se hizo al cabo. Montaron el duque, su procónsul reconocido y Brezales en el carruaje abierto de éste; arreó el cochero, y partió a trote largo hacia lo espeso de la ciudad, siguiéndole una buena parte de los coches de respeto cargados de gente, y quedándose a pie el resto de ella, unos murmurando en grupitos, y otros alejándose a la desbandada. De éstos era Sancho Vargas, que, no habiendo obtenido puesto de preferencia en el carruaje principal, no quiso aceptarle en los de segunda, ni perder el tiempo y algo más en el cambio de sus serias impresiones con los vulgares maldicientes de los grupitos.
Entre tanto, el landó rodaba por el empedrado de la gran avenida con mucho estruendo, aunque no con todo el que don Roque deseaba para que fuera oído y visto aquello con la atención y el asombro que su importancia requería. El hombre iba febril y espelurciado de vanidad, emparejado con la gran persona, atento a su embriagadora palabra, y al mismo tiempo al mirar de los transeúntes y de los curiosos de tiendas y balcones.
—Reparen ustedes bien esto —decía a unos y a otros con la mirada chisporroteante;— reparen ustedes que va en mi coche, en mi propio coche; que yo voy a su lado conversando con él, como entre iguales, sin dársenos un pito por este pobre infeliz que va solo enfrente de nosotros y por condescendencia mía; reparen ustedes que en un pueblo de tantísimos miles de almas, yo solo he sido digno de codearme con él y de tratarle...
Pero detrás de este arrechucho de vanidad satisfecha, le caía encima, de repente y por ley forzosa del encadenamiento de sus ideas, todo el peso de su negra desventura; y entonces se sentía poseído de la tentación de arrojarse del coche para romperse la crisma contra los adoquines de la calle.
XIX. En la playa
Era de necesidad que saltara el tema en las conversaciones de familia, en cuanto el personaje llegara a su casa y se sacudiera el polvo del camino y las moscas de su cortejo. Y saltó, después del despacho ordinario, o sea el informe minucioso sobre cosas y personas circundantes, hecho por las dos duquesas principalmente, con notas o ilustraciones del duque mozo y de su cuñado Nino. Por cierto que, según aquel informe, la egregia familia del recién llegado personaje tenía bien poco que agradecer a la temporada. ¡Qué soso, qué desentonado... y qué cursi estaba aquello! Cuatro títulos de guardarropía; media docena de ricachos de la clase de tenderos jubilados; ocho o diez tribus pudientes del riñón de Castilla; seis o siete elegantes de Villalón y de Segovia; un periodista insulso; las presuntuosas de Gárgola; las hijas de Ibáñez el del Tribunal de Cuentas... y así por este orden; y además, Froilán, Gorgonio... y Perico (ya los llamaban de este modo en la colonia veraniega). Aquí tosió el duque de cierto modo, y entraron Nino y el otro duque a informarle del estado en que tenían sus asuntos políticos estos hombres, que no eran tan ranas en el intríngulis de la cosa pública como en el arte de llevar con gracia los atalajes de campo, particularmente los sombreros de castor. Los informantes no dijeron cosa notable que el lector ignore, ni que tampoco ignorara el señor duque. Aquellos hombres habían hablado muy poco, y eso algo turbio. Indudablemente, había trabajos de componenda entre ellos y los de Madrid; pero, hubiéralos o no, la escasez de partidarios en la localidad y la sospechosa estética de su indumentaria, no eran un gran aliciente para echar los bártulos a la calle en la solemnidad de un banquete con humos de acto político de larga cola. Evidentemente andaban alicaídos, y no había que pensar en que dieran juego.
—Pues celebro en el alma que se confirmen de ese modo todas las noticias que yo tenía —respondió el personaje;— porque vengo con poquísimas ganas de conversación y con menos tiempo disponible. Y para lo que había de adelantarse al fin y al cabo... a ellos y a nosotros bien conocidos nos tiene la patria, y por eso nos oye siempre como quien oye llover... y gracias; porque, en buena justicia, debiera de tirarnos con algo cada vez que sacamos los frasquetes de elixir en las plazas públicas... o en los escaños del Parlamento... Lo poco que se puede hacer para acabar de hundir a esta chusma que nos manda, y venir nosotros cuanto antes, que es a lo que se tira siempre entre los ilustres estadistas de mi talla, ha de prepararse callandito y lejos de aquí: en un conciliábulo que se celebrará dentro de ocho días, y para el cual estoy citado. Conque id sacando la cuenta: dos días de viaje hasta París, y uno más por lo que pueda ocurrir, son tres; rebajados éstos de ocho, quedan cinco, que son los que os ofrezco para gozar a vuestras anchas de mi egregia compañía... Y vamos a otra cosa cuanto antes, por lo mismo que no hay tiempo que perder. ¿Cómo va nuestro asunto, Nino... o, más propiamente, tu negocio?...
Nino respondió, sin pararse en barras, que rematadamente mal. Negolo el resto de la familia, con algunas de las razones ya conocidas del lector; entró el prócer en serios cuidados por estimarlas en poco; mantúvose Nino en sus trece, y acabó la porfía por encerrarse el padre y el hijo en la habitación de éste para ventilar el caso con la debida formalidad.
Desde los primeros capítulos de la historia, que minuciosamente relató Nino, comprendió su padre que el negocio de que trataban ambos era pleito perdido para ellos.
No prosigas —le dijo,— que con lo oído me sobra para saber que eso no tiene compostura por ninguna parte. Y si he de decirte todo lo que siento, no me maravilla: fue un albur jugado por mí con la esperanza de que la hija tuviera tan poco sentido común como su padre. No resultó así, y la casa se nos vino abajo, como todo lo que se edifica en el aire... Porque vuelvo a decirte que, a ciencia y conciencia de lo que vales en buena venta, no te traga, hijo mío, ninguna mujer de las condiciones de Irene. Es la verdad; y no te duela, porque yo no tengo toda la culpa de que no seas moneda de mejor ley. Por fortuna, nuestras gentes de allá no te darán la silba completa porque no tienen, que sepa yo, más que indicios vagos de la intentona. En cuanto a las gentezuelas de acá, tampoco deben de estar en grandes interioridades del caso; porque las repugnancias de la novia son de la misma fecha que la gran majadería de su padre, y esto es una buena garantía para mis supuestos. De todas maneras, si algo se murmura por ahí que no te corone de gloria, con decir discretamente, en un apuro, otro tanto en sentido inverso... vaya usted a saber de qué lado nacieron las dificultades. En un apuro he dicho, y no a humo de pajas, Nino. Primeramente, porque sería una canallada imperdonable en ti ponerte a mentir ociosamente de esa manera; y además, porque es de conveniencia para todos nosotros, y de absoluta necesidad para mí, que lo poco que queda por hacer en este descalabrado negocio lo haga yo solo. Por consiguiente, no des otro paso más de los que has dado; abstente de ver a esa familia en estos días, y deja a mi cargo lo que queda que tratar con ella, a fin de que no se pierda todo en la jugada: ya que se nos quema la casa, salvemos siquiera... las chinches.
Así prometió hacerlo Nino, sin atreverse a investigar las razones del mandato ni el intríngulis de la metáfora; y se acabó la conversación.
Por la tarde, que lo era de día festivo, comenzaron las visitas al prócer. La primera fue la de una comisión del partido, presidida por el jefe, todos ellos de punta en blanco. Ya le habían visto por la mañana en la estación del ferrocarril y bastante bien vestidos; pero ahora se trataba de la visita oficial y solemne, y no tenía nada que ver la una con la otra. Como la materia se había agotado en la primera, sí es que había verdadera materia tratable entre los de casa y el forastero, repitiéronse las mismas frases de repertorio; salieron a relucir las indispensables agudezas, y retoñaron, por consiguiente, algunas majaderías, que no llegaron a medrar, gracias al cuidado que ponía el señor duque en cazarlas al vuelo con la certera puntería de sus discreciones de hombre superior y mundano. Por conclusión de la visita quisieron los más atrevidos sondearle un poco los pensamientos en lo tocante a planes propagandistas en aquella localidad, en la que tenía tantos, ¡tantísimos partidarios y admiradores de su... de su!... Pero el señor duque los atajó en este atolladero para decirles, frescura de menos o de más, lo propio que había dicho a su familia acerca del mismo asunto pocas horas antes. Con lo que se les ennegrecieron un tantico las ilusiones a algunos de los visitantes, pues los más sesudos de ellos se alegraron de la noticia, y se dio la visita por terminada.
En seguida llegaron dos chicos de la crema indígena, acompañados de Casallena y Juanito Romero. Los cuatro iban en representación de la bizarra juventud organizadora de la tan anunciada «Jira elegante al Pipas, en honor y obsequio de la aristocrática colonia,» que era aquel año «ornamento de la ciudad y de su playa incomparable,» para invitar al señor duque y a su ilustre familia. El distinguido esparcimiento aquel se había aplazado algunos días por esperar la llegada del ilustre personaje y con objeto de que pudiera disfrutarle. Si aceptaba, como lo esperaban los corteses invitantes, se llevaría a cabo dos días después. El duque tenía noticias de todo ello por su familia, y aceptó la invitación, muy agradecido al parecer. Los distinguidos jóvenes de la comisión, hechos un puro caramelo de rosa, le dejaron media docena de ejemplares del programa, estampado en un papel, inverosímil por lo tenue y pintoresco, que trascendía a Jockey-Club, y salieron de la estancia de medio lado y muy encorvaditos por los riñones.
Por salir ellos se presentó en el vestíbulo del hotel el periodista de marras, aquél que había estudiado ya la comarca «bajo todos sus aspectos.»
—¡Aquí está esa calamidad! —exclamó el duque al recibir su tarjeta, en la cual le pedía permiso para tener el honor de interviewarle.— Que pase, —añadió, arrojando desdeñosamente la tarjeta encima de un velador.
Pasó el periodista con la llaneza del que se cuela en su propia casa; y antes de que concluyera de pronunciar las primeras fórmulas de su saludo, ya le estaba diciendo el personaje:
—Pero, hombre, ¿y tiene usted conciencia para venir a inficionar con la peste de su oficio estas apacibles y honradotas soledades? ¿Es posible que no haya nada sagrado para ustedes?
—¡Pues si éstos son los grandes sitios de pesca, señor duque! —contestó el otro, acomodándose tan guapamente a las humoradas del personaje.— Después de todo, si con mi oficio se peca aquí, ustedes tienen la culpa del pecado ese, porque detrás de ustedes andamos nosotros por necesidad.
—Y bien de cerca, ¡caramba! Ni siquiera me deja usted sacudirme el polvo del camino.
—En eso está la salsa del oficio, señor duque: en que nadie nos tome la delantera...
—Pues con toda su diligencia de hoy, y por lo concerniente al saco de mis pensamientos, le va usted a robar el dinero a su periódico.
—¡Tan cerrado me le presenta usted?
—O tan vacío...
—Pura modestia... En fin, señor duque, ¿qué quiere usted que digamos?
—Poco más de nada.
—A ver...
Sacó el periodista los trastos del oficio, y se dispuso a ejercitar los derechos de su altísima institución; pero el duque, tocándole ligeramente las manos con una suya entreabierta, le dijo:
—Guarde usted esa herramienta, que no hace aquí falta maldita... y escuche usted, advirtiéndole de paso que estoy muy deprisa, por lo cual no me siento ni le invito a usted a que se siente. O hay o no hay franqueza entre gentes que se conocen.
—Perfectamente, señor duque.
—Pues bueno; y óigame ahora: estoy pidiendo a Dios que se lleven los demonios a esta granujería que le está sacando el redaño a la patria, y que vengamos nosotros cuanto antes a sustituirlos en el poder, porque así es de justicia y de necesidad. Diga usted esto en la forma más decente que pueda, y buen provecho le haga a usted, al periódico y al inocente lector que malgaste un perro chico en satisfacer el candoroso afán de averiguarlo.
—¿Nada más? —preguntó el periodista sonriendo y afinándose una guía del bigote.
—¿Y le parece a usted poco? —replicó el duque tendiéndole la diestra para que se largara cuanto antes.
—Verdad que otros dan menos todavía, y no tan claro —dijo el periodista comprendiéndole.— Conque bien venido, señor duque; muchas gracias, y hasta...
—Hasta siempre, amigo mío, —concluyó el personaje conduciéndole hasta la puerta.
Que no tardó en abrirse de nuevo para dar paso al Gobernador civil de la provincia, que iba a visitarle como amigo particular.
Estando los dos en los comienzos del diálogo, entraron los tres personajes de los hongos feos, o sean Froilán, Gorgonio y Perico, según sus íntimos de la ciudad. Hallándose ellos cuatro encerrados con el de casa, hablaron larga y detenidamente, Dios y ellos saben de qué. Después salieron los cinco en dulce amor y compaña a respirar el aire libre de las inmediaciones, porque a todos ellos les hacía buen estómago, particularmente al recién llegado de Madrid, que se asfixiaba ya en la estrechez de su habitación con el peso de las visitas que habían llovido sobre él y el temor a otras que pudieran acometerle en seguida.
Y a fe que había en las inmediaciones del hotel del señor duque, no solamente aire puro y salino de que henchir los pulmones hasta ahitarlos, sino cuánto podían apetecer los ojos para recrearse y la curiosidad para satisfacerse hasta el mareo. Del panorama, no se diga, porque solamente ponían en duda su condición de «incomparable» los que le conocían por los asertos de los cronistas finos que no soltaban de la pluma aquel piropo; de la gente, por ser día festivo aquél, como ya se ha advertido, a borbotones en todas partes: en las frondosas avenidas que confluían en la gran explanada central; en el Mantón o paseo, o, mejor dicho, prado de aquella forma, que era como el remanso común a todos los ríos confluentes; en la vasta galería del balneario; en el arenal; en la cenefa de espumas, aquella cenefa plagada de ratones, según la pintoresca ocurrencia, que ya se mencionó en su lugar correspondiente, de uno de los tres personajes conocidos últimamente con los nombres de Froilán, Gorgonio y Perico; en los verdinegros bosquecillos, misteriosos, umbríos y fragantes; en el apartado y tortuoso caminejo peonil; en el merendero humilde, en el salón de conciertos y en el café aristocrático. Después, la exposición de carruajes en la correspondiente parada; el estruendo de los que llegaban o pasaban de largo; el asendereado velocipedista sudando el quilo, despatarrado en su máquina, vestido de abate con pujos y perneando en el aire, la figura más desgarbada y ridícula que ha producido el sport de nuestros días, perdido entre las nubes de polvo que levantaban los coches, maldecido de algunos transeúntes y compadecido de todos los demás; el silbido del tren, que se detenía henchidas sus entrañas de viajeros ansiosos de gozar aquel deleite, o que arrancaba llevándose otros tantos que ya habían devorado su correspondiente ración; los más o menos diestros jinetes, no siempre en fogosos ni gallardos potros; y, por último, el matraqueo desapacible del desvencijado cesto de alquiler que, cubierto de harapos y de herrumbre, venía a ser en aquel cuadro de lujos domingueros, por la fuerza del contraste, lo que la horda de mendigos en el cortejo de una boda rica en el pórtico de una catedral.
Descomponiendo el conjunto en detalles y colores, resultaban cebo abundante para todos los gustos, y temas de muchas reflexiones de agradable entretenimiento para el observador que no tuviera cosa de mayor substancia en que emplear las fuerzas del discurso. Como le sucedía, verbigracia, a Fabio López, que andaba por allí con la cabeza algo gacha y ladeada, el ojo avizor y el puro entre los dientes, tan pronto codeándose con los paseantes del Mantón, como encaramado en un altozano con la visual certera en los ratones hembras que iban y venían por el arenal, o pasando revista a las mujeres que traían o llevaban los coches de lujo, las matracas de alquiler o los trenes del ferrocarril. Esto de las mujeres guapas era el único vínculo que le ligaba cordialmente a la «juventud del día:» o en todo lo demás, no quería nada con ella; ni siquiera el estilo del ropaje.
—Esto será un resabio ea opinión de esta piara de zangolotinos deslavazados que me miran a veces con cara de lástima los cuellos de la camisa y las carteras del levisac —pensó en determinado momento;— pero aparte de que tengo pagado, y con recibo que lo acredita, cuanto llevo encima de mí, espejo en que no se verán más de cuatro y más de veinte de ellos, resabio por resabio, mil veces más procesable es este otro, que ya se ha hecho de moda por lo visto: mis paisanas con lo mejor del ropero a cuestas para venir aquí, y la elegante y distinguida colonia... ¡reconcho con la distinción y la elegancia! recibiéndolas hechas un puro guiñapo: ellas con boína y alpargatas de a treinta cuartos, y ellos poco más que en calzoncillos y camisa de dormir... ¡Canastos con la elegancia y la educación de mi abuela! Pero la culpa la tenéis vosotras, inocentes de los demonios, que no venís de la ciudad con los trapos de la cocina en justa correspondencia... Y así y todo, que os metieran mano estas intrusas con lo reguapísimas que sois... ¡Reconcho, cuantísima chica guapa hay ahora en mi pueblo!... Da gusto, vamos, lo que se llama gloria, verlas... El mejor día le rompo yo la crisma a mi sobrino, ese gomoso de... ¿Pues no se atreve a sostenerme que tiene mucho chic, y mucho qué sé yo, eso de las alpargatas y del camisón de dormir?... Vamos, hombre, le digo a usted, ¡reconcho! que a veces... ¡Si yo creo que hay tonto de esos capaz de negar a su padre y a su madre, y a Dios del cielo, por un diploma de distinguido!... ¡Off! Pues aguántate con aquel grupito de ellos que está allí enfrente: el otro sobrino mío, Casallena, Picolomini y otros tales... con tres distinguidas de boína, y supongo yo que también de alpargatas... ¡Reconcho! ¡Y cómo se retuercen y pespuntean, y qué tiernos de ojos se ponen los angelitos de Dios! ¡Ahhh! Estarán discreteando de lo más fino... ¡Como son chicos de pluma!... ¡Canastos la que se pierde mi otro sobrino con no estar ahí! Casi a media marquesa, por barba podían salir... ¡Y qué honra para todos ellos y para sus modestas familias!... ¡Reconcho! a ese hombre que se largó a su aldea a curarse los dolores del vacío, no sé qué le haría yo ahora... Aquí hay mucha tela en qué cortar hoy, y es demasiado trabajo ese para mí solo. ¡Y cuidado que entre los dos podía salir algo bueno!... ¡Pues dígote lo que viene por este otro lado! Froilán, Gorgonio y Perico, con... ¡Toma! si es el otro personaje que llegó esta mañana: «el duque,» como le llaman sus amigos de acá... ¡Reconcho, no se les cae de la boca!... Gran estampa tiene, eso sí; pero, con estampa y todo, buena castaña te han dado, según dicen; y más gorda, al zascandil de tu hijo. Y me alegro, ¡canastos! que una africana tan hermosa como esa, es digna de mejor paradero. ¡Ojalá, reconcho, que no tuviera otro que el que yo la diera!... Por lo demás, esto rechispea y va como la espuma. No es todavía un Père Lachaise, como diría cierto señor recomendado mío que, al volver de París, todo lo comparaba. con aquel famoso cementerio, que era lo que más le había asombrado en el mundo; pero llegaremos, llegaremos allá; porque es indudable que sacamos alguna disposición para ello... ¡Vaya! Por supuesto, lamentándolo mucho; porque parece ser que por ese camino se provoca la emulación del despilfarro entre las clases, y se relajan mucho las costumbres. ¡Reconcho con las costumbres! Cuando yo corría la tuna, la verdadera tuna, cada vez que iba a la Universidad, no había aquí ni una choza, ni un árbol, ni un hombre, ni un sendero; ni otros ruidos que los de la mar, entretenida en darse testerazos contra las peñas, sin que alma viviente se cansara en verlo, ni mucho menos en cantarla ditirambos por la gracia... ¡Fuera usted a saber entonces lo que se hacían esos señores moralistas en sus huroneras de la ciudad, en la cual se morían de viejas muchas gentes que sólo de oídas conocían esto!... Verdad que tampoco lo vi yo hasta que se plantó en estos yermos la primera fonda, y hubo un ómnibus en que venir a admirarla... ¡Ya ha llovido desde entonces, canastos, y ha pasado dinero por aquí! ¡Pues si hablaran de veras esas aguas!... ¡Reconcho, lo que ellas habrán visto!... Y eso sería lo verdaderamente curioso que tendría la mar. Porque a mí no me digan de otros milagros que se le cuelgan a esa señora... como el de ser todo lo que ahora se ve aquí, obra de la necesidad de sus «aires salinos» y de sus «ondas amargas.» ¡Mentira, reconcho! No hay tal necesidad ni tales milagros. La mar es tan antigua como el mundo, y hasta hace muy pocos años a ningún pudiente de tierra adentro se le había ocurrido echarse en brazos de ella para curarse los lamparones. El milagro fue del capricho, o de la moda, que trajo aquí a la primera mujer guapa. Ésta, ¡reconcho! ésta, la mujer guapa, ha sido la hechicera de estos prodigios. Desaparezca (¡no lo permita Dios!) de estos lugares esa hada benéfica; que no vuelva a verse la mujer guapa en esas galerías, ni en ese arenal, ni en estos paseos, ni en estos hoteles, y se acabó la supuesta necesidad de los baños de ola; y volverán estos risueños vergeles a ser «campos de soledad, mustio collado,» como en los tiempos más florecientes del partido progresista, con su duque de la Victoria... Y lo que sostengo siempre: bórrese esa figura tan hermosísima de la haz de la Historia y de la Fábula, como diría uno que yo sé; y a ver qué queda en el mundo, digno de que por ello le conceptúe habitable un hombre de mediano gusto. ¡Pidan ustedes entonces Odiseas, ni Quijotes, ni Alejandros, ni Césares, ni batallas de Otumba y de Marengo, ni la Constitución del año doce... ni camisa limpia tan siquiera!... ¡Ah, la mujer guapa, reconcho!... Vamos, otra parrandita ahora de graciosos de la plebe, para acabarlo de jeringar. Insisto en que debe de haber clases; sí, señor.
Y con esto torció Fabio López el rumbo que llevaba, en dirección a lo más despejado de aquellas espesuras domingueras, pensando muy juiciosamente que el pueblo, con sus trapitos de cristianar, entretejiéndose con la masa elegante, es una nota pintoresca y decorativa de hermoso efecto en un cuadro tan animado y de tanta luz como aquél; pero que lo echa a perder todo con su pueril afán de que conste su protesta de que está allí entre lo más encopetado con perfectísimo derecho y porque le da la gana de ejercitarle, cosa que nadie le negaría, aunque sólo se limitara a desempeñar su papel con la compostura que le desempeñan los demás.
Los cuatro personajes y el gobernador continuaron largo rato hablando mucho y paseando en ala en el Mantón, sin mencionar la política ni por incidencia, de lo cual certificaron más de cuatro fisgones que les seguían la pista muy de cerca, esperando algunos de ellos hasta ver andar a la greña al señor duque con los que le acompañaban. Así es que, cuando se supo que iban los cinco departiendo campechana y amistosamente, y aun poniendo en solfa, con exquisita gracia, mucho de lo que se les metía por los ojos al andar, cundió cierto desaliento entre bastantes partidarios del uno y de los otros. Porque somos así los sencillotes provincianos: queremos a los prohombres de la política tales como los soñamos en el Diario de las Sesiones y en las batallas de los periódicos: no sólo irreconciliables con sus adversarios, sino hasta guapos y bien vestidos.
Por desaparecer ellos del Mantón, llegaron a él don Roque Brezales con sus amigos Vaquero, Gárgaras y Casquete. Don Roque daba compasión por su andar desmadejado, su mirar melancólico y su color de aceituna podrida. Mientras buscaban al duque, preguntando a unos y a otros, vio don Roque pasar a Sancho Vargas, muy vestido y replanchado de pies a cabeza.
—Con permiso —dijo Brezales a sus amigos.— Vuelvo al instante.
Y apartando la gente a un lado y a otro, se abrió paso hasta que pudo tocar a Sancho Vargas en un hombro con el puño de su bastón. Volvió la cara el hombre de «la gran cabeza;» y, al conocer al que le llamaba, parose de frente a él.
—¡Oh, mi señor don Roque! —le dijo al mismo tiempo.
—¿Adónde se va por ahí, mi querido don Sancho? —le preguntó Brezales con voz cavernosa.
—Pues, hombre —respondió Vargas golpeándose una pierna con su bastoncillo acaramelado,— a todas partes y a ninguna; porque verá usted: yo venía con ánimo de saludar al duque... porque con esta clase de personas me gusta a mí entendérmelas mano a mano y sin testigos... por eso no quise formar parte de la comisión que debe de haberle visitado esta tarde; pero, amigo, resulta que ha salido de casa, según acaban de decirme en ella.
—Lo mismo nos ha pasado a nosotros —repuso Brezales,— y en su busca andamos por aquí.
—Pues yo le veré otro día, a solas y despacio; porque, como ya le he dicho a usted, a mí me gusta...
—Hace usted perfectamente —interrumpió don Roque cada vez más gemebundo y misterioso.— Y vamos al caso: yo soy el que necesito hablar despacio y a solas; pero no con mi amigo el duque, sino con usted, mi señor don Sancho.
—¿Conmigo? —exclamó éste muy picado de la curiosidad.
—Con usted —respondió Brezales,— si me dispensa el favor de oírme con la atención que yo deseo.
—¿Y puede usted dudarlo, mi señor don Roque? —le dijo Sancho Vargas ahuecándose mucho.— Estoy enteramente a sus órdenes desde ahora mismo.
—Ahora mismo, no —repuso el otro,— porque el caso no es para tratado aquí tan en público. Mañana, si no tiene usted inconveniente, a cosa de las diez, le aguardo en el escritorio.
—No faltaré, mi señor don Roque.
—Gracias, mi señor don Sancho... Pues hasta mañana... y chitón, ¿eh?
—Como una roca, mi respetable amigo. Ya me conoce usted.
—En el favor que le pido se lo demuestro bien. Conque adiós, don Sancho.
—Hasta mañana, don Roque.
Se estrecharon fuertemente las diestras y se separaron, volviéndose Brezales hacia sus amigos, y continuando Vargas sin rumbo determinado; pero muy roído de la curiosidad en que le había puesto la inesperada acometida de su acaudalado admirador.
XX. Al otro día
No podía parar en cosa buena la entrada que don Roque había hecho en su casa volviendo de dejar en la suya al ilustre prócer recién llegado de Madrid. ¡Fue mucha entrada aquélla!
Como todo el que no quiere dar su brazo a torcer en un asunto peliagudo, y se agarra a un clavo ardiendo si no tiene asidero mejor para defenderse en las últimas trincheras, el iluso Brezales, en cuanto se vio dentro del nimbo esplendente del excelso personaje, apagó la candileja a cuya luz mortecina consideraba él las razones con que se le combatía en el pleito de su casa, y se dijo, con el ardimiento y la sublime ceguedad del héroe que se juega la vida en el empeño:
—Lo que deba de ser, será, aunque se junte el cielo con la tierra.
Y desde aquel instante, ciego y sordo a los hechos palpables y al retintín, que conservaba en los oídos, de las amenazas de su mujer, ya no pensó más que en empujar la bola de sus antojos para que fuera engordando hasta creerla capaz de asombrar con su volumen y de aplastar con su peso cuantos obstáculos se le pusieran por delante. Y lo consiguió, sin grande esfuerzo de su raciocinio; porque acompañando en su carruaje al duque, y rozándose con él, y oyendo su voz, y aspirando su fragancia... a no sabía qué, pero una fragancia en toda regla; saboreando su palabra y la música de su voz; adorando su prestigio; desvaneciéndose en contemplar la altura y la extensión de su fama, y en medir con la imaginación las fuerzas de su talento, y perdiéndose, por último, en la inmensidad de la consideración de que aquel hombre extraordinario venía... a lo que creía venir, tal absorción fue haciendo de estas cosas, que al cabo se sintió como borracho de todas ellas, y hasta hubo un instante en que, por la fuerza del contagio, se conceptuó ya grande, y elocuente, y afamado, y hasta hermoso, y hasta temible como él. Y este momento fue precisamente el de llegar a su casa, después de haber tratado a su otro acompañante en el landó con el más altivo menosprecio, al volver ambos de la playa.
Así es que el buen hombre se hizo extrañar hasta de Rita, que le abrió la puerta. Pisaba firme; se contoneaba mucho, con la cabeza erguida; hablaba hueco; miraba duro, y entregó el sombrero y el manatí a su doncella para que los colocara en la percha y en la bastonera respectivamente, cosa que jamás había hecho, pero que recordaba él habérsela visto hacer al duque en su casa de Madrid.
—A la señora —dijo al mismo tiempo a Rita, pero sin mirarla,— que tenga la bondad de pasar inmediatamente a mi cuarto.
Pasó él por de pronto con marcial continente, fusilado por la espalda con algunos gestos diabólicos de la doncella, y poco después se le presentó doña Angustias.
El hombre se paseaba a lo largo del dormitorio, recordando la escena ocurrida allí pocas noches antes, para gozarse en el desquite que pensaba tomar inmediatamente.
—Angustias —dijo a su mujer, plantándose delante de ella con la cabeza muy alta y una mano a medio esconder bajo la solapa de su levita abrochada.— El señor duque, nuestro ilustre amigo, ha llegado ya.
—Lo suponíamos —respondió doña Angustias, extrañándose del tono y de la actitud de su marido.— Y ¿qué más?
—¿Qué más? —repitió Brezales, llamando en su auxilio todas las fuerzas que había ido adquiriendo en la calle y de las que empezaba a desconfiar un poco.— Que venía en un lipicar, lo mismo que un rey; que me dio un abrazo en cuanto saltó al andén; que no ha abrazado a nadie más que a mí, ¡a nadie, Angustias!; que me ha preguntado por todas y cada una de vosotras con un cariño y una llaneza que me avergonzaron; que me ha distinguido entre el túmulo de gentes que le esperábamos allí, yéndose después casi que solo conmigo, hablándome de miles cosas de interés hasta su casa, donde queda rodeado de su ilustre familia...
—Pues salud se os vuelva todo, —dijo doña Angustias aprovechando una pausa de su marido.
—No va el agua por ahí —replicó don Roque con bastante entereza todavía,— sino por otro calce muy distinto.
Doña Angustias se encogió de hombros desdeñosamente.
—Si no te explicas más —le dijo,— mejor será que te calles; porque no tengo el tiempo de sobra.
Don Roque, después de dar media vuelta por el cuarto, detúvose de nuevo encarado con su mujer, y añadió a lo dicho antes:
—Ese hombre, Angustias, viene ignorante de lo que pasa aquí; ese caballero es el honor de su patria, porque es un grande hombre; ese grande hombre no puede fallar, ni equivocarse, ni dejar de ser grande... Lo digo yo, porque conozco el corazón humano y sé medir con mis luces las alturas de esos hombres... De algo me ha de servir el roce amistoso con ellos... ¿Entiendes?... Pues bueno: con ese grande hombre tengo yo una palabra empeñada; cumpliendo esa palabra, yo sería grande también, y tú lo serías a tu modo, y tu hija lo sería mucho más; porque eso es lo que tiene el sol cuando luce de verdad, que alumbra a todos por un simen: yo no lo había visto tan claro como hoy; y por eso, y porque es de justicia y de decencia, quiero y dispongo que la palabra que tenemos empeñada a ese grande hombre, que nos hace el honor de venir confiado en ella, se cumpla como es debido... y se cumplirá, porque yo quiero que se cumpla... Si alguna vez te he ofrecido cosa en contrario de esto, hazte cuenta que oíste llover; porque me vuelvo atrás, como caballero que soy. De cerca es como se ven las comenencias y los compromisos de los hombres, y de cerca acabo de verlos yo... y porque los he visto así, te digo ahora, como me lo ha gritado tantas veces la concencia en el camino: lo que debe de ser, será, aunque se junte el cielo con la tierra.
Doña Angustias oyó esta parrafada sin apartar los ojos de su marido; y en cuanto éste hubo acabado de hablar, por toda respuesta y todo comentario le largó esta palabra sola:
—¡Tonto!
Pero con tal dejillo de lástima y de ira y de burla al mismo tiempo, que resultaba un trancazo.
No necesitó más que este golpe: con él quedó el pobre hombre contundido y tambaleándose; y tan despabilado de la embriaguez que le prestaba aquellas fuerzas postizas, como si le hubieran derramado un cubo de agua por la cabeza abajo. Todos sus bríos desaparecieron en un momento; todo su valor, toda su energía, toda su entereza se disipó como por ensalmo; pero, por desgracia para el infeliz, al abandonarle estos auxiliares, en cuyos bríos confiaba, le dejaron en el meollo la visión de su conflicto, más negra y horripilante que el primer día. Se vio, pues, inerme, solo y comido de espantos, y maldijo la hora en que se le ocurrió atreverse a ser temible y valeroso; y renegó del momento en que, conociendo que sus fuerzas flaqueaban delante de su mujer, no hizo una honrosa retirada, sin dar tiempo a que le vencieran con un garbanzo, que él veía venir en el aire de aquella mirada sutil y entre los pliegues de aquella sonrisa burlona... Le dolió la palabra en lo más hondo del corazón; le escoció la herida como si estuviera el puñal envenenado; se creyó tonto de veras, por primera vez en su vida; se avergonzó de sus bravatas pueriles, y estuvo a punto de llorar, a faltas de una palabra que no se le ocurría para salir del atolladero sin el riesgo de caer en otro mayor.
Doña Angustias fue leyendo claramente todas estas evoluciones de su espíritu; y resuelta a ser implacable allí, porque para las heridas de cierta gravedad no había otra medicina que el cauterio, volvió a decir a su marido, después que le supuso ya capaz de comprenderla:
—Tonto, sí, y tonto de capirote.
—Pero... ¿por qué, mujer? —se atrevió a preguntarla Brezales en tono de súplica, con escasa voz y cobarde mirada, después de aguantar resignado aquella confirmación de la puñalada primera.
A lo que respondió doña Angustias con gesto desabrido y casi de medio lado:
—Por lo que dices, por lo que haces y por lo que piensas; en fin, tonto de pies a cabeza, por afuera y por adentro... ¿Lo quieres más claro?
Don Roque, debajo de aquella bola con que había soñado él para aplastar al mundo entero, si todo el mundo se oponía a que se realizaran sus planes, no sabía por dónde salir ni cómo revolverse para cambiar de postura cuando menos. Al fin, haciendo un esfuerzo heroico que le imponía el suplicio moral en que se hallaba, consiguió replicar a su mujer esto poco en su defensa:
—Yo bien conozco que hice mal en venir hoy metiéndote los puños por los ojos, después de lo convenido entre los dos aquí mismo... Lo conozco y lo confieso: ¿qué más quieres, Angustias? Ésta es la verdad. Pero yo no tengo la culpa de ver las cosas patas arriba que tú... Hoy las he visto... las estoy viendo ahora mismo, tal y como el primer día; creo que para nuestro bien y nuestra honra no hay más que un camino que seguir: vengo con ese pensar en la cabeza, dale que tumba y tumba que le das; quiero que cuaje en la tuya también antes con antes, y cambeo el modo... Éste es el caso... Perdona el equivoco si te ofendió, y vayamos al caso en santa paz y concordia.
—Sobre ese caso —respondió doña Angustias, resuelta a no dejar hueso sano a su marido, con ser tan grande como era la compasión que la inspiraba ya, —se ha dicho en esta casa, y particularmente entre nosotros dos, cuanto hay que decir. Si no has acabado de entender lo que nos conviene, ni han querido entenderlo ellos tampoco, tanto peor para ellos y para ti; porque, como tú me decías antes, y de aquí no se ha de rebajar un punto, duélate o no te duela, haya escándalo o no le haya, «lo que ha de ser, será, aunque se junte el cielo con la tierra.» Conque atente a ello; y a ver cómo te las arreglas para cumplir con tu deber.
Con esto salió doña Angustias, menos iracunda de lo que ella quería aparentar, y se quedó en el cuarto su marido, desaplomado, inmóvil y melancólico.
Pasó el resto de la mañana meditando mucho y sin salir de allí; comió poco, en silencio y a la fuerza; por la tarde vinieron a buscarle sus amigos Vaquero, Gárgaras y Casquete para ir en su compañía a visitar al duque: le pedían ese favor porque, yendo solos, temían cortarse algo delante de él; reavivó un poco las extenuadas fuerzas del pobre hombre el sacudimiento que produjo en su incurable vanidad la pretensión de sus amigos, en cuya compañía no tenía él inconveniente en volver a verse cara a cara con el duque después del fracaso de sus recientes bravatas; aceptó el envite hasta como ocasión de orear un poco sus pesadumbres, y pian, pianino, se fueron los cuatro veteranos del comercio de aquella ciudad en dirección a la playa, donde les ocurrió lo que el lector sabe, y además que se volvieron al anochecer sin saludar al personaje, quizás porque no puso el señor don Roque gran empeño en encontrarse con él.
Al otro día, y tras una noche de lúgubres insomnios y de horrendas pesadillas, bajó al escritorio más temprano que de costumbre: un poco, porque en la soledad de espíritu en que se hallaba, se le caía la casa encima; y otro poco, porque se le hacía siglos el tiempo que faltaba hasta la venida de su amigo Sancho Vargas, a quien tenía citado, como se sabe.
Lo había pensado bien, o, mejor dicho, la idea había brotado en su mente por propio, natural y espontáneo impulso de la razón cohibida y amordazada: había sido una ocurrencia, casi de inspiración divina. Se vio solo y vencido y menospreciado de los suyos, con la carga de sus compromisos a cuestas y ahogándole con su peso. Jamás los había considerado tan serios ni tan grandes. Faltar a ellos, le parecía la mayor de las iniquidades, y la más atroz de las inconveniencias, y hasta el más enorme de los atrevimientos. Pero no bastaba que él lo creyera así y que eso fuera la verdad, si la que había de ser nuera del duque y la madre de la nuera se empeñaban en todo lo contrario; y en este conflicto, el mayor en que podía verse un hombre serio, un comerciante capitalista de primera talla, un padre cariñoso y un marido providente, ¿qué hacer? ¿A dónde volver los ojos en demanda de justicia, o siquiera de un consejo? ¿Qué juez, qué caballero, qué sabio, era bastante de fiar para encomendarle el depósito de un secreto tan delicado y resonante como aquél?... Y al punto oyó una voz en sus adentros que le decía: «¡Sancho Vargas, hombre de Dios! ¿Cómo lo dudas?» Y a Sancho Vargas veía en los dibujos de las cortinillas, y en las siluetas de las mesitas de noche, y en los leones yacentes de las alfombras, y en las niñas de sus ojos, y en las alas de su corazón. Al hombre de los proyectos colosales no podía faltarle el rayo de luz que él necesitaba para salir de la negra oscuridad que le envolvía; y esta persuasión le indujo a buscar a Sancho Vargas cuanto antes; y la misma le seguía confortando mientras, con la visera de la gorra sobre la oreja izquierda, las manos en los bolsillos del pantalón y los pliegues de la bata desceñida zarandeándose de acá para allá, se paseaba al día siguiente a lo largo del departamento que ocupaba él solo en el escritorio.
A las diez en punto llegó «nuestra gran cabeza,» levantándola mucho y acompasando el andar, como aquél que va poseído de la importante misión que lleva y de lo mucho que la merece. Recibiole Brezales conmovido y lacio; estrechole la diestra en silencio; en silencio le obligó a que se sentara en su mismo sillón, ni limpio ni entero, pero al fin amplio y de muelles; en silencio retrocedió para cerrar la puerta con llave; y, sin que ni las moscas le oyeran, volvió hacia su atril y se sentó en una silla de paja contigua al entarimado en que se alzaban más de medio pie sobre el suelo destinado al común de las gentes, el atril y la butaca, y por ende, Sancho Vargas que la enaltecía más y más con sus ilustres y orondas posaderas. De este modo, los rayos de su luz se derramaban sobre la cabeza de don Roque de alto abajo, lo cual daba al de arriba ciertos vislumbres o remedos de olímpica divinidad, que le caían muy bien para el papel que desempeñaba o iba a desempeñar allí.
Preparada la escena de este modo, se descubrió Sancho Vargas, que rojeaba de calor; y don Roque hizo otro tanto, no se sabe si por seguir el ejemplo o por casualidad. Lo que no tiene duda es que con aquellas ceremonias y aquellas cataduras, parecía el de arriba un padre agonizante, y el de abajo un penitente moribundo. Y más lo parecieron cuando Brezales, después de carraspear un poco y de meter las dos manos y la gorra entre las rodillas, comenzó a declarar en voz cavernosa todo su secreto, con la cabeza gacha; mientras el otro la oía con la suya apoyada en una mano, el codo sobre el atril, el oído derecho muy alerta y los ojos casi cerrados.
—¡Siga, siga! —decía el oyente, sin cambiar de postura, al declarante, cada vez que éste se detenía en su confesión, como si algún respetillo humano le obligara a ello.— Siga, y no le dé cortedad, por gordo que ello sea.
Y entonces el penitente bajaba más la cabeza, —apretaba de nuevo las manos y la gorra con las rodillas y soltaba otro capitulejo de la historia, con todos sus pelos y señales.
—¡Ánimo, ánimo, mi señor don Roque! —le decía Sancho en la nueva parada,— y ábrame todo su corazón sin reparos de ninguna clase, que yo también vivo en el mundo y conozco bien sus pompas y no me asusto de nada. Confiese ciego a la amistad que le guardo, y no tema que le deje sin los consuelos que necesita, y sin un buen consejo de los muchos que han de ocurrírseme, aunque me esté mal el decirlo...
—¡Gracias, gracias, señor don Sancho de mi alma! —contestó en este trance el penitente, con la voz temblorosa y los ojos goteando, aprieta que aprieta las manos con las rodillas.
Y por este arte continuó la escena hasta llegar don Roque a la última palabra del último capítulo de la tragedia. Entonces humilló todavía más la cabeza, extremando al mismo tiempo el golpeteo con las rodillas, mientras el de lo alto respiraba fuerte, enderezaba el tronco y se revolvía en el sillón, como si se dispusiera a bendecir al contrito penitente después de perdonarle sus pecados.
—Ésta es la historia, mi buen amigo don Sancho —habló al fin el angustiado Brezales, atreviéndose a levantar un poco la cabeza, pero sin llegar con la mirada más que a la pechera con bordados del de arriba;— historia que sólo es conocida a la hora presente, en toda su verdad, de Dios, de mi familia y de usted, a quien se la he confiado por la estimación de formalidad en que le tengo. Conque usted dirá ahora lo que mejor le parezca.
Carraspeó aquí Sancho Vargas, acomodose nuevamente en el sillón, y habló de esta suerte:
—Comienzo, mi señor don Roque, por dar a usted las más rendidas gracias por el favor y la honra que me dispensa tomándome por confidente y consejero en un asunto de familia tan reservado y espinoso; y dicho esto, paso a examinar el asunto con toda la profundidad y todo el aplomo que por sí mismo requiere. Referido asunto tiene, salvo mejor parecer, tres caras para mí: la conveniencia o inconveniencia para usted y su familia de que se lleve a ejecución ese proyecto; el compromiso contraído por ustedes con el señor duque, y la manera de romperle, caso de que sea necesario y justo que se rompa.
—¡Ese es el golpe! —exclamó Brezales, irguiéndose de pronto y casi aplaudiendo a su amigo.— «Caso de que sea necesario y justo... ¡y justo! que se rompa.» Usted lo ha dicho.
—Vamos por partes, mi señor don Roque —continuó Vargas, muy satisfecho del éxito de su exordio, pero tratando de disimularlo.— Hay sus más y sus menos, en mi humilde entender, en eso de la honra que le cae a una familia de la posición brillante de la de usted, por entroncar con otra de muchos cascabeles como la del señor duque del Cañaveral. Ya sabe usted que yo tengo mis ideas especiales y bien fundadas, aunque me esté mal el decirlo, sobre el valor real y positivo de ciertas cosas y determinadas gentes; pero dejando esto a un lado, y sin meterme a discutir si es negocio o no es negocio para una chica tan brillante como la Irene, ese muchacho sin posición ni carrera, porque cada cual tiene sus gustos, vamos a lo del compromiso contraído por usted con el señor duque. Si Irene consintiera, aunque de mala gana...
—¡Primero la descuartizan!
—Ya lo he visto por el relato, ya... Si su madre le ayudara a usted siquiera...
—Pero ¿no me ha oído usted lo que me pasa con ella?
—A eso voy, mi señor don Roque; a eso voy —dijo aquí Sancho Vargas con mucha gravedad para contener el berrinchín de don Roque, que comenzaba a insinuársele, y levantándose del sillón, porque también el otro se había levantado de la silla y se golpeaba un muslo con la gorra.— Y yendo a eso; y porque Irene no quiere, y porque la ayuda su madre. y la Petra se pone al lado de las dos, y porque no hubo mayormente claridad en la manera de hacer usted y su señora en su día la proposición a la interesada; y porque así lo ha reconocido su madre, y se ha echado atrás en su compromiso; por todo esto junto, mí señor don Roque, y cada cosa de por sí, entiendo yo que el tal compromiso, justa o injustamente, que en eso no me meto, está roto por parte de la familia de usted.
—¡Es que no está roto todavía! —exclamó Brezales casi gritando,— ni quiero yo que llegue a romperse, porque no lo encuentro ni conveniente ni honrado.
—Le estoy dando a usted una opinión que se me ha pedido —replicó Vargas con un poco de altanería;— que se me ha pedido, entiéndalo usted.
—Estoy en ello, señor don Sancho —respondió Brezales con relativa humildad, reconociendo su falta;— y usted me dispense si se me ha ido un poco la burra... ¡Pero está uno tan atribullido de disgustos y pesares!...
—Ya me hago cargo, mi señor don Roque —díjole el otro, deponiendo algo su gravedad;— pero considere usted, para disculparme, que los hombres de seso y fuste, cuando somos llamados a entender en negocios de importancia, estamos obligados a decir nuestro leal parecer, duela o no duela. Si quiere usted que me calle...
—Siga usted, mi buen amigo; siga usted, —respondió Brezales, evidentemente desencantado ya y casi arrepentido de haber puesto su pleito en aquellas manos, que no le enderezaban por donde él apetecía.
—Con ese mandato de usted —añadió Vargas,— sigo para decir, por término y remate del asunto examinado al pormayor, que puesto usted en el caso de romper el compromiso, justa o injustamente, pero obligado a ello por las circunstancias, hay que pensar en el modo de romperle.
—¡Esa es la negra! —exclamó don Roque con los pelos crispados y los ojos hundidos.— ¿Quién tiene cara para irle a ese gran caballero con esas coplas a estas alturas?
—Usted mismo, señor don Roque —contestó Vargas con gran sosiego; —usted mismo; y si no se atreve, cualquier amigo de usted: ya sabe usted que los tiene que son bien de fiar en ese asunto y en otros de más importancia todavía, aunque me esté mal el decirlo.
Iba don Roque a asirse con avidez a aquel cabo que le echaban en su naufragio, cuando se oyeron unos golpecitos dados a la puerta. Acercose a ella Brezales; preguntó quién llamaba por el resquicio de las dos hojas, y le dieron una contestación que le hizo dar un salto y llevarse las manos a la cabeza.
—¡Cielo santo! —exclamó al mismo tiempo; y volviendo en seguida de puntillas hasta donde estaba Sancho Vargas contemplándole con asombro, le dijo muy callandito:— ¡No me abandone usted, por el amor de Dios! ¡No me deje usted a solas con él!
—¿Con quién? —le preguntó Vargas cada vez más admirado.
—Con el duque, que está ahí afuera preguntando por mí, —respondió don Roque entre espasmos y crispaturas.
—Pues que pase cuanto antes —dijo Vargas.— Vaya, hombre: ¡ni aunque se nos viniera el cielo abajo! Arréglese, arréglese algo el vestido —añadió mientras él hacia lo propio con el suyo, aunque no con tanta necesidad como su interlocutor,— y abra en seguida... y alegre un poco esa cara de difunto.
Obedeciole Brezales cuanto le fue posible en su aceleramiento; y antes de acabar de abrir la puerta para que entrara el personaje, ya había empezado a gritar:
—¡Hombre, hombre!... ¡Tanto bueno por aquí, y nosotros sin saberlo!... Pase, pase, mi ilustre amigo, a honrar esta pobre choza; y perdone lo que le hemos hecho esperar. ¡Estos condenados negocios que le obligan a uno a encerrarse con llave a lo mejor, para tratarlos como es de ley!...
Pasó el duque entre este vocerío, muchos manoteos de don Roque y grandes reverencias de Sancho Vargas; y después de los saludos y excusas y protestas y todo lo de costumbre en un caso como aquél, dijo el personaje sin querer sentarse todavía, por más que se lo rogaban:
—Aunque no soy comerciante de profesión, yo también traigo mi negociejo correspondiente que tratar en reserva con usted, mi señor don Roque, amén del propósito de verle y de saludarle, y muy contados los minutos de que puedo disponer.
Quedose el hombre como si el techo se hubiera desplomado sobre su cabeza, y miró con angustia a Sancho Vargas, que ya se disponía a despedirse por haber entendido bien la indirecta del duque. A duras penas pudo contestarle:
—Estoy siempre a las órdenes de usted, mi ilustre y descomunal amigo y señor.
—Y yo —replicó el duque, celebrando con una sonrisilla picarona la gracia del adjetivo,— apreciándole a usted en todo lo que vale, y no sabiendo nunca cómo pagarle la adhesión y los favores que le debo.
Despidiose de los dos el que estaba allí de sobra; tendiole la mano el prócer muy campechanamente; y como esto pasaba muy cerquita de la puerta, en cuanto salió por ella Sancho Vargas se dignó cerrarla el señor duque con el salero del mundo.
—¡Muerto soy! —exclamó para sí Brezales al enterarse de ello con espanto.
XXI. Las chinches del señor duque
Sentados ya frente a frente el personaje y su amigo, mientras éste temblaba y se moría de congoja, el otro, con los síntomas que tenía delante y los datos que sobre la misma enfermedad le había suministrado su hijo, iba leyendo en el alma del pobre atribulado igual que en un libro abierto.
Como fruto de estas observaciones sagaces, y quizás también de un sentimiento muy humano y caritativo, si no fue obra de otro móvil menos piadoso, aunque bien pudiera haber entrado en ella un poco de cada cosa, el señor duque, que resplandecía de frescachón y guapote, y de elegante, y oloroso (hasta el punto de atreverse a jurar en sus adentros el acoquinado Brezales que le salían de la ancha frente, y de los cabellos grises, y de las niñas de los dominantes ojos, en fin, de toda la augusta cabeza, rayos de luz que le turbaban a él la vista y le freían las entrañas), llegó a decir en un tono con dejillos de chancero:
—De buen grado, mi excelente amigo don Roque, le haría a usted yo ahora, como introducción al motivo secundario de mi visita, porque el principal ya sabe usted que es el de satisfacer el gusto de saludarle, una ligera disertación, que tal vez resultara entretenida, sobre lo falible de los cálculos humanos y otras zarandajas por el estilo, con la indispensable filosofía, más o menos casera, que iríamos deduciendo de la tesis, para concluir por recomendársela a usted como probado remedio contra las injustificables mortificaciones de eso que se llama vulgarmente y a cada paso «grandes conflictos de la vida.» Pero como podría ocurrir que la amenidad no resultara, o que la disertación no viniera aquí a pelo enteramente, o que, viniendo, no existiera la necesidad de hacerla, démosla por hecha y discutida, y permítame que entre de lleno en el segundo motivo de los dos que aquí me traen.
Don Roque no pescó una miga del verdadero meollo de esta parrafada. Estaba poseído de arriba abajo de una sola idea; a esa idea le sonaban todos los ruidos que oía, y en ese dedo malo sentía todos los golpes que se daban a su alrededor. Notó, sí, que el duque le miraba con risueña faz y le trataba hasta con mimo; pero estos síntomas, lejos de levantarle los ánimos, más se los abatían; porque cuanto más distante estuviera su egregio amigo de la negra realidad de las cosas, mayores serían su asombro.y su indignación al conocerla de repente.
Por eso se limitó a responderle, con la forzada abnegación del desdichado que comienza a subir las gradas del patíbulo:
—Estoy enteramente a las órdenes del señor duque. Lo que sea de su gusto, será del mío.
—Pues deseo, ante todo, mi complaciente y bondadoso amigo —dijo el duque sin abandonar el tono familiar y casi chancero con que había empezado a expresarse allí,— conocer el estado de las cuentas pendientes entre nosotros dos.
Don Roque vio, con los ojos de sus preocupaciones, una rendija muy ancha, algo como boca de sima que acababa de abrirse cerca de sus pies, y dio por hecho que por aquel tragadero iba a colarse él muy pronto hasta los abismos de la tierra.
—¿Cuentas pendientes entre nosotros, dice usted? —repitió maquinalmente el pobre hombre para ganar un poco de tiempo en su agonía.
—Así como suena, señor don Roque —añadió el otro contemplándole con vivo interés, como si adivinara lo que le estaba pasando.— Cuentas sin metáforas ni simbolismos; cuentas de números prosaicos en columna cerrada...
Brezales vio, al oír esto, que la rendija cercana a sus pies se cerraba poco a poco, al mismo tiempo que iba abriéndose en el cielo un agujerito por donde salía un rayo de luz que le templaba la sangre y le entonaba los desconcertados nervios.
—¡Qué cuentas ni qué ocho cuartos! —exclamó entonces volviendo, como por milagro, de la muerte a la vida.— Pues, hombre, ¡estaría bueno que a una persona como usted, fuera yo!... ¡Quite usted allá!... Usted tiene todas sus cuentas saldadas conmigo.
—Perdone usted que lo niegue, —replicó el personaje formalizándose un poco.
—Pues yo me retifico en mis trece; y a ver qué adelanta usted con negármelas, —insistió Brezales valerosamente.
—Y yo deploro —repuso el duque formalizándose otro poco más al parecer,— que a usted le dé por ahí, creyendo hacerme un favor en ello.
—No hay tal favor, señor duque.
—Pues si no le hay, menos me explico todavía, el empeño de negar usted un hecho tan evidente.
—Y si hubiera intento de favor, ¿por qué no había de haberle? —preguntó don Roque galleándose ya con el duque, lo mismo que si fueran de una misma pollada los dos.
—Por no venir enteramente al caso, —respondió el otro acabando de formalizarse.
—¿Por qué? —volvió a preguntar Brezales sin perder chispa de sus bríos.
—Porque hay algo en ese favor, que no entona bien con la estimación en que yo quiero que me tenga usted a mí, ni con la en que yo le tengo y quiero tenerle a usted... En fin, mi señor don Roque, cuestión de escrúpulos de delicadeza que deben de respetarse sin ponerlos en tela de juicio. Nada de esto se opone a que yo le acepte a usted las intenciones con todo mi corazón, por lo que tienen de generosas; pero permítame que insista en mi pretensión de conocer el estado de nuestras cuentas atrasadas. Porque yo, mi buen amigo, podré ser algo moroso en saldarlas, por no andar siempre en mí los medios y los buenos propósitos a un mismo nivel; pero de eso a no reconocerlas, o a aceptar lo que usted pretende, hay una distancia enorme. ¿Me va comprendiendo usted?
—Puede que sí —respondió don Roque, bastante contrariado con aquello que reputaba baza perdida para él.— Pero figúrese usted, mi regio amigo, que con el mejor de los deseos no pudiera complacerle a usted en este instante, porque no tenga los apuntes a la mano, o porque se los haya llevado el demonio... que bien pudiera ser así.
—Pues lo sentiría en el alma —dijo el personaje con todas las señales de la mayor sinceridad,— porque yo, con esta vida agitada que traigo, y tan extraña a esas mecánicas aritméticas del hogar, apenas conservo otros rastros de esos favores que usted se ha servido hacerme, que los que quedan en mi corazón; lo cual es bien poco, ciertamente, para saldar a conciencia una cuenta en el Mayor de su casa de usted... o en el libro en que se halle la mía.
—Pero, señor duque —dijo aquí Brezales hispiéndose un poco más,— ¿se puede saber a qué santo vienen eses apuros con que me ha salido usted de repente? ¿Vamos a vernos hoy por última vez en la vida? ¿Vamos a morirnos uno de los dos?
A lo que respondió el duque, inmediatamente:
—¡No lo permita Dios, que sabe lo que estimo la amistad de usted y el apego que tengo a la vida!
—Pues entonces, hombre —añadió Brezales creyéndose vencedor en la porfía,— ¿a qué vienen esas solfas? Dejemos el caso que vaya paulativamente marchando de por sí hasta donde los vientos le lleven...
—Mire usted, señor don Roque —interrumpió el personaje, volviendo a su natural gracejo que tan bien le caía,— yo, hombre desgobernado, como todos los de mi oficio, para muchas cosas de la vida ordinaria, tengo el sistema, que en mí es ya una necesidad de carácter, de no levantar un pie para moverme, sin ver cómo queda sentado el otro...
—Ese es el modo de andar sobre seguro.
—Con mayor firmeza se andaría, a mi juicio —observó el duque muy risueño,— estudiando más el terreno aún no pisado, que el que va quedando atrás; pero hay que respetar todos los gustos, y el mío, en este particular, es tal y como acabo de pintársele a usted. Pues bien, amigo mío: siendo éste mi gusto, y dejando símbolos a un lado, y viniendo a lo concreto de mi negocio, yo tenía sumo interés en conocer el estado de nuestras cuentas atrasadas, porque me había permitido esperar que no hallaría usted inconveniente en añadirlas otro rengloncito más, sin estar borrados los anteriores.
Al oír esto, vio don Roque Brezales que el agujerito de antes se dilataba desmesuradamente en su cielo de esperanzas; sintió que le retoñaba la sangre en las venas; que adquiría todos los alientos perdidos, y que la silla en que se sentaba se iba alzando poco a poco hasta levantar dos palmos por encima de la de su encopetado interlocutor. Aquel hombre tan ilustre y resonado, con quien él tenía un compromiso imposible de cumplir; aquel prócer deslumbrante que, una vez sacado a plaza el tema del desdichado negocio, podía llamarle a él, sin faltar enteramente a la justicia, trapacero, y aun zascandil si a mano viniera; aquel gran caballero, en fin, que tanto miedo le daba, necesitaba y le pedía, o iba a pedirle, dinero. ¡Por allí, por allí asomaba el desfiladero de salvación! Por aquel desfiladero emprendería él la huida, y llegaría a puerto seguro y a situarse en posición tan ventajosa, que hasta podría mirar al grande hombre de alto abajo. ¡Cascabeles si había cambiado el simen de las cosas en poco tiempo! En menos del que se tarda en apuntarlas aquí, vio don Roque todo este cuadro; y no bien le hubo visto, respondió a su interlocutor, esponjándose pasmosamente en la silla y dándose una manotada en el pecho:
—Todo cuanto soy y valgo es de usted, señor duque; y ya sabe usted que no hablo por hablar en estos casos.
—Me consta, amigo mío —dijo el duque,— como le consta a usted que yo no soy desagradecido; pero...
—¡Pida usted por esa boca! —dijo Brezales, casi amenazando al otro.
—Mire usted que no voy a pedirle media peseta.
—¡Aunque me pida usted la luna!... Aquí hay trigo para largo, y la mejor voluntad para servir a un amigo como usted.
—¡Mire usted que no tengo garantías!
—Mejor que mejor. Si las tuviera, ¡valiente maravilla de servicio sería el que pudiera yo hacerle a usted!
—Mire usted que puede ocurrir que no vengamos tan pronto; que yo no cuento con otro caudal que el de las esperanzas de esa venida, y que, aun viniendo, soy hombre de manos limpias e incapaz de hacer ahorros, aunque no de mirar por el bien y la prosperidad de los buenos amigos...
—Todo eso está de más para mí, señor duque... Hágame usted el mayor favor que puede hacerme diciéndome, cuanto antes, qué dinero es el que necesita.
—Pues, señor —dijo aquí el duque riéndose de todas veras,— está visto que, contra los impulsos generosos de usted, no hay reflexiones que valgan.
—Ni tanto así, —contestó Brezales, que ya se había puesto de pie, señalando con el pulgar la punta del índice de su diestra.
—Déjeme usted siquiera —expuso el duque levantándose también,— darle una explicación del motivo extraordinario de esta petición...
—Por oída, señor duque, por oída —insistió don Roque, cada vez más poseído de los demonios que le hormigueaban en el cuerpo.— ¿Cuánto es lo que usted necesita?
—Pues, ¡ea!... Cuatro mil duros, —respondió el personaje, estudiando en la cara de don Roque el efecto de la cifra disparada de aquel modo.
—¡Cuatro mil duros! —exclamó Brezales haciendo una mueca a las barbas del personaje, que iba de asombro en asombro.— ¿Y a eso llamaba usted cantidad? ¡Eso es una porquería, señor duque! Hágase usted y hágame a mí más honra, pidiendo cosa de mayor juste... Le pondré siquiera seis.
—De ningún modo, señor don Roque, —contestó el otro con notoria sinceridad.
—Pues de cinco no rebajo un lápice, —replicó Brezales caminando ya hacia el atril.
—Es usted el mismo diablo —dijo al propio tiempo el duque, quizás no muy pesaroso de aquel singular tesón del inverosímil comerciante,— y no hay más remedio que ceder a sus tentaciones.
—Pues, hombre —rezongaba Brezales mientras se sentaba en el sillón y abría la portezuela del casillero que tenía delante y sacaba un libro talonario de una de las casillas,— ¿qué idea tenía usted formada de mí? ¿Para qué son los amigos pudientes... y para qué mil demonios, sirve el dinero, si no se emplea o se tira por la ventana en ocasiones como ésta?... ¡Vaya, vaya!...
Y no cesó de hablar por el estilo hasta que se puso a llenar una de las hojas apaisadas del talonario.
Mientras en esto se ocupaba, el duque cogió pluma y papel de encima del mismo atril, y escribió también algo que puso en manos de don Roque en cuanto éste le entregó el talón que había extendido.
—Ahí va esa miseria, —dijo don Roque.
—Ahí va —dijo el otro,— lo único con que puedo pagarla en este instante.
Comenzó a leer don Roque el papelejo:
—«He recibido de...» ¡Cascabeles! ¿Por quién me toma usted a mi?... ¡Pues esto sólo nos faltaba!...
Y con marcial continente rompió en muchos pedazos el recibo, y los arrojó en el cesto de los papeles inútiles.
—¡Pero don Roque! —exclamó el duque cada vez más asombrado.
—Ni una palabra más sobre este asunto, si no quiere usted que riñamos...
—Pero la declaración siquiera de la deuda...
—La palabra de usted me bastará, si llega el caso.
—Puedo morirme.
—Lo sentiría por la patria y por la veneración que a usted le tengo.
—Usted me confunde, amigo mío.
—Y usted me paga con sobras llamándome de ese modo...
No había manera de luchar contra aquel torrente. Comprendiéndolo así, el duque apretó ardorosamente la diestra del comerciante con las dos manos suyas; y esto fue lo último que se habló allí sobre tan delicado particular.
Poco tiempo después se despedía el personaje, manifestando a don Roque que por la tarde tendría el honor de subir a saludar a su familia.
—El honor será para ella, —contestó Brezales con la mayor serenidad, porque la posesión absoluta de sí mismo le había hecho hasta elocuente de veras, amén de fino y cortesano.
En cuanto se quedó solo el buen hombre, faltó muy poco para que hiciera dos zapatetas en el aire. ¡Tan a gusto se encontraba sin la cruz que le venía agobiando tanto tiempo hacía!
—Ahora —pensaba casi a voces,— ya es distinto... Podré perder la pompa y la felicidad de mi hija... y de todos nosotros, pompa y felicidad que se nos va por los aires, porque el diablo lo ha querido; me quedará ese clavo adentro para toda la vida; pero que me obliguen a ponerme cara a cara con ese guapo; que salga a plaza la cosa, y a ver quién de los dos tose más recio. ¡Cascabeles!... ¡Y le parecían mucho seis mil duros! Sesenta mil hubiera dado yo igualmente por comprar lo que he comprado con ellos. Si ese hombre barrunta lo que me pasa, no sabe lo que ha vendido... Pues, con todo y así, si le contara yo el caso a mi amigo Vaquero, o, es un suponer, a Gárgaras o al mismo Casquete, con lo riquísimos que son, eran capaces de decir que me había dejado robar. ¡Sinvergüenzas!
El egregio duque, entre tanto, salía del portal y echaba calle abajo con su apostura arrogante, su cara resplandeciente y su aire, en fin, de personaje de nota, trascendiendo a holgura y abundancia, lo mismo que si fuera mina ambulante de onzas de oro.
—Yo no sé —pensaba mientras andaba,— si esto que acabo de hacer será enteramente correcto, o un punible abuso de fuerza mayor; porque el dichoso don Roque no tiene pizca de sentido común. Pero es lo cierto que el sablazo era de absoluta necesidad en la crítica situación en que me hallo. Yo contaba con mi ilustre yerno, cerrando los ojos a la elocuencia de muchos y muy desastrosos precedentes de este caballero; pero resulta que también él contaba conmigo por idénticas necesidades: de modo que llegamos a juntarnos el hambre con la gana de comer; y puesto yo en este trance, y ya que el Estado no acaba de prestarse a levantar las cargas domésticas de sus grandes hombres, ni yo he sabido nunca aprovecharme de la sartén de la Hacienda nacional cuando la he tenido por el mango, ni en España ha cuajado hasta ahora la costumbre de dar un pan por el trabajo de comer otro, ¿qué hacer? Pues lo de ordinario: pedírselo a quien lo tenga, con el honrado propósito de pagarlo en días más florecientes... propósito que no abunda entre los menesterosos de mi calibre tanto como se cree. Se imponía, pues, la necesidad de una víctima. Y ¿quién con mejores títulos para serlo que este pobre mentecato que lo tiene a mucha honra, y está nadando en dinero, y además me debía una buena indemnización? ¡Qué demonio! si apurando la tesis, hasta debiera remorderme la conciencia por no haber explotado bien el frenesí de largueza en que cayó. Le pude haber sacado el redaño, y aún le hubiera parecido poco. Porque es evidente que trataba de comprar a fuerza de oro las que no tenía ya para mirarme sereno a la cara. ¡Inocente de Dios! ¡De qué pequeñeces se avergüenza todavía! ¡Si él supiera de qué tamaño son las deslealtades y las caídas entre las gentes con quienes ando yo!... ¡Si le fueran conocidas siquiera las de mi casa! ¡Si supiera qué peine es mi hijo, y qué ganga se pierde con no echársele de yerno, y a mi mujer de consuegra!... En fin, yo soy lo mejor de la familia, y no es inmodestia, porque me queda, cuando menos, la virtud de conocerlos a todos y de estimarlos en lo que valen; un poco de rubor para no entrar con todas, como romana del diablo, y algo en mis adentros que me hace como arrepentirme de haber explotado en Madrid el candor de ese pobre hombre, y casi felicitarme ahora de que no haya prosperado la zancadilla... Porque no tiene duda que a la presente fecha se ha llevado el demonio lo suyo, dando al traste con todas aquellas combinaciones; y me guardaré yo muy bien de empeñarme en componer lo que no tiene ni debe de tener compostura. Quédense, pues, las cosas como están, sin dar ociosamente otro cuarto al pregonero; vuélvase cada mochuelo a su olivo antes con antes, en paz y en gracia de Dios y como si nada hubiera pasado, porque no sería racional otra cosa, ni conveniente perder yo las amistades con este buen sujeto; y por de pronto, alabemos a la Providencia divina, que ha cuidado de que en este desastre no se haya perdido todo para mí ni para los pajaritos de mi casa, que no viven del aire. Es indudable que al mundo le queda un buen pedazo que no se ha podrido todavía; y esto siempre es un consuelo para los pocos hombres que sabemos conocerlo y estimarlo, porque aún no estamos enteramente dejados de la mano de Dios.
XXII. La «jira elegante»
Para que todo estuviera en punto de caramelo y nada faltara en aquella coruscante fiesta de la high life, así trashumante como indígena, quiso la buena fortuna que llegara a tiempo de concurrir a ella Alhelí, el cronista más almibarado y oloroso de todos los cronistas de salones madrileños; la más competente, indiscutible y respetada autoridad en materia de moños aristocráticos, picadillos y contorsiones pschout, y sauteries y faive o'clocks. Díjose que había venido, no solamente invitado, sino con dietas y estancias pagadas, préalablement, por algunos amigos y otros valientes apasionados, suyos de la crema de allí, que le reputaban por el único mortal digno de manejar la estrofa de gancho fino y punto de Flandes a la altura que pedía el caso; en fin, que había venido para aquello, como Homero al mundo para cantar lo de Troya. Cierto o no cierto el dicho, el hecho fue que apareció la víspera de aquel día en la vía pública, rodeado de admiradores que le devoraban con los ojos el terno de tricot fantasía, el sombrerillo de paja y los botines de dril; todo en conjunto y cada cosa de por sí, de la más «alta y atrevida novedad,» como decía él. El mozo (pues lo era, aunque linfático y de pocas creces) se dejaba admirar con entera conciencia de merecerlo, no sólo por lo admirable del vestido, sino por tener plato en todas las mesas de lustre y acceso a todos los cotarros del «buen tono;» moneda en que pagaban las gentes del «gran mundo» las lisonjas de su pluma, que no valía para otros destinos ni vivía de otra cosa.
Al día siguiente fue de los primeros en concurrir a la explanada del embarcadero; pero con otro vestido y otros requilorios muy diferentes de los de la víspera: llevaba encima un atalaje adecuado a las exigencias de la ocasión; algo así como «a la marinera» de teatro; guantes de muchos cosidos, borceguíes a la inglesa, grandes anteojos de mar colgando de una bandolera, y entre manos una bocina descomunal de reluciente azófar, sobre cuyo destino guardaba el obstinado secreto; secreto que era la desesperación de sus amigos, a los cuales consolaba asegurándoles que el detalle «había de quedar,» porque, como irían viéndolo, compondría distinguidísimamente en el cuadro. Era una novedad que quería introducir él, tomándola de otros del sport de Madrid, en los que acababa de adoptarse con gran éxito.
La verdad es que con aquellos atalajes y aquel cortejo que le envolvía y escuchaba y le seguía en cada parada, en cada discurso y en cada vuelta por el andén, el mozo parecía amo, jefe y director de todo aquello; y más lo pareció cuando, por aproximarse la hora de la cita, comenzaron a llegar hasta los menos diligentes de los invitados, y él a salir a su encuentro para hacerles agasajo y cortesía, según las prendas y merecimientos de cada uno... ¡Oh, cómo se crecía allí y se agrandaba a los ojos de los chicos de su séquito! No parecía sino que en el apretón de manos, en la ceremoniosa cabezada, en el familiar apóstrofe, en la sonrisa afable o en la mirada sutil, daba a cada recién llegado la credencial de suficiencia para formar en aquella legión de escogidos, y que, al acompañarlos hasta el borde de la escalera de embarque, decía a la comisión que funcionaba abajo sobre la cubierta del vapor allí atracado: «Podéis recibirlos sin escrúpulo: van garantizados por mí.»
De este modo fue desfilando por aquel tablero, en poco más de un cuarto de hora, la flor y nata de la colonia forastera y de la gente de la ciudad... con alguna que otra excepción que no hubiera merecido el pase del superfino Alhelí si se hubiera sometido el punto a su dictamen. Por ejemplo, la excepción de Fabio López. No supo nunca el remilgado cronista lo que se perdió con no haberse enterado el otro de la cara que él le puso al verle atravesar el tablero y acometer la escalera hacia el vapor, con su puro entre los dientes, media oreja debajo del apabullado calabrés, su garrote de acebo del país, sus zapatos amarillos, su levisac de carteras y sus navajeros clásicos.
«Pero ¿qué pito iba a tocar allí Fabio López?» —preguntará el lector, que conoce su modo de pensar sobre ciertas flaquezas de la vida humana.— «¿Por qué tomaba parte en una fiesta de aquella catadura un hombre tan incompatible con ella?» Pues Fabio López estaba allí, principalmente, porque no debía de estar: era de los hombres más tentados de la atracción de los abismos; y el diablo parecía complacerse en prodigárselos por donde quiera que andaba. En aquella ocasión se valió, para tentarle, de la pasión que la víctima tenía por sus dos sobrinos. No podía pasarse sin ellos en la mesa, ni dejar de acompañarlos con la atención a todas partes. Sabía él que en la jira que tantas y tan sangrientas burlas le debía, representaban papeles de mucha cuenta; y ardiendo en curiosidad de ver cómo se portaban en ellos, y no pudiendo disimularla, explotáronle la flaqueza los dos diablejos, y cayó el pecador otra vez más. «Sé que no vuelvo a casa vivo —les afirmó con voz y cara de tempestades,— porque aunque juro no tomar ni el aire de vuestra mesa ridícula, he de morir de indigestión de algo que yo barrunto; pero voy, voy, ¡reconcho! siquiera porque me dejéis en paz... y por adquirir con mis propias uñas más pruebas que meteros por los ojos cuando me digáis que muerdo de vicio y sin saber lo que muerdo.»
Y por eso iba, es decir, creía que iba por eso a la jira elegante aquella... como había ido en su vida a tantas otras partes, de donde no siempre había vuelto tan descalabrado como esperaba al empezar a caer; pero, en rigor de verdad, iba porque así se cumplía su destino.
Iba, como de costumbre en tales casos, poniéndose en el peor de los imaginables, y echándose la cuenta del perdido: que se viera solo entre la muchedumbre de la ratonera en que se dejaba coger; y peor que solo, mal acompañado, sin una cara amiga a qué volver los ojos, ni una persona de gusto con quien cambiar media docena de comentarios crudos, que necesariamente habían de sugerirle tipos y escenas que no faltarían en su derredor. ¡Y cuidado que la jornada era breve, en gracia de Dios, para pasada en un potro y sin un resquicio de escape en un extremo insufrible!
Por éstas y semejantes alturas de imaginación andaba el hombre cuando salió de casa aquella mañana, y llegó al muelle de los Pitorras y atravesó el ancho tablero en que hormigueaban invitados y curiosos, y le vio pasar derecho a la escalerilla el almibarado Alhelí, sin que López le viera a él, ni tampoco a persona que le fuera simpática entre las varias que conoció en dos miradas de reojo que lanzó a diestro y a siniestro. Sabía que sus dos sobrinos formaban parte de la comisión receptora del vapor, y en ello iba confiado para salvar el primer escollo de los varios que para él tenía el mar de las aventuras en que había empezado a meterse: la entrada en el barco, lleno ya de gentes desconocidas, amén de elegantes del «gran mundo» muchas de ellas. Eso de tener a quién preguntar algo, con quién hablar, y hablar recio si era preciso, en un trance tan crítico como aquél, valía más de lo que parecía. Del modo de empezarlas depende el éxito, bueno o malo, de casi todas las empresas de la vida.
Cuando llegó a poner el pie en el primer peldaño de la escalera, el Pitorra cuarto... o quinto, porque en esto hay sus dudas, lucía un poco más abajo todos sus trapitos de gala y lanzaba a borbotones el humo por la chimenea, como si despilfarrara el carbón en honra de tanta fiesta; y a la sombra de los toldos, si no nuevos, lavaditos y estirados, bullían los elegidos en pintoresco desorden, tremolando las gasas de los sombrerillos de las damas al impulso de la ventolina que soplaba, y confundiéndose en un olor solo y en una sola algarabía, el salitre de la mar, el perfume de las mujeres, el tufo de la maquinaria, y el rumor de las conversaciones; el chapoteo de la resaca al batir los pilares y escalones del embarcadero, y las fugas del vapor de la caldera por todos los resquicios que le franqueaban las llaves mal cerradas.
A Fabio López le pareció el cuadro muy vistoso, y se detuvo unos momentos con el doble fin de contemplarle y de descubrir a sus sobrinos, o de ser visto por ellos. Sucedió lo último. Conoció la voz del apodado Juan Fernández; viole en seguida venir hacia la plancha tendida entre la escalera y el vapor, y bajó, con paso resuelto como quien pisa ya terreno conocido y hasta de su legítima propiedad. Entró en la ratonera, aprovechando el pretexto de algunos apóstrofes a su deudo para echar unas cuantas ojeadas al cuadro y empezar a orientarse de él, y no quedó pesaroso de la exploración. ¡Mucha mujer guapa había por allí! Fueran de allá, fueran de acá, fueran crema fina o fueran requesón, vulgar, ellas eran guapas; y en tratándose de mujeres guapas, no había que pararse en fronteras ni en jerarquías: todas eran de todas partes y para admiración y recreo de todos los hombres de buena voluntad y mejor gusto. Con este puntalillo en los ánimos, se sintió más brioso y se atrevió a un poco más: vio sitios desocupados en el castillete de proa, y fue en demanda de uno de ellos. Hervía aquel espacio de mujeres en animado revoltijo. Mejor para él: podía hartarse de mirar sin ser observado de nadie. Pues a mirar y empezando por lo de más cerca y más a tiro de los ojos: por los pies. ¡De lo bueno a lo superior, reconcho! Pero no se podía andar despacio ni en bromas con la vista por allí. Arriba con ella: el talle. Le tenía a él sin cuidado ese particular. Al otro piso... De molde; pero ¡fuera usted a saber!... Las caras. ¡Allí sí que no cabía engaño para él, que era ya perro viejo y sabía distinguir de colores! Podía certificar que había las necesarias para perder el gusto el hombre de más cachaza, puesto a escoger entre todas las de primera. ¡Canastos, cómo abundaban las de esta clase! Y los trajes eran vistosos y hasta elegantes; pero sencillos a más no poder. Le gustaba esta circunstancia. En cambio, los hombres, sobre todo los de cierta edad, tumbaban de espaldas: unos por carta de más, y otros por carta de menos... Volviendo a las mujeres, ninguna de ellas le era enteramente desconocida. A todas las había visto alguna vez, o en la playa o entre calles en lo que iba de verano, o desde que se habían vestido de largo; porque en el montón las había forasteras y de casa. Procediendo en el examen por comparación, buenas las hallaba entre las primeras; pero ¡cuidado con algunas de las segundas! Allí estaba, entre otras, la Africana de Brezales... ¡Reconcho, qué mujer aquélla!... En el mundo no se daba otra de más adobo picante... Buena era su hermana en clase de rubia; pero ¡quiá! ni con cien leguas... ¡Qué contraste el de las dos con las tres cotorras de Sotillo, que estaban a su lado charla que te charla con unas forasteras que conocía él mucho de vista! El segundo sobrino suyo, el sportman platónico, muy soplado de smoking y cuellos de pajarita, que se le había acercado momentos antes, deprisa y corriendo, porque lograba aquel vagar en sus tareas, le informó de que las que hablaban con las de Sotillo eran las de Gárgola, guapas chicas, amén de acaudaladas... Según el mismo informante, lo de Irene Brezales con Nino Casa-Gutiérrez había concluido, sin haber comenzado propiamente; y para que no le quedara a nadie la menor duda, estaba ella presente allí, convaleciendo de la enfermedad que le había costado el susto... El gran duque se había conformado con una indemnización de cinco mil duros. Se sabía esto porque él mismo había cobrado en el Banco un talón de esa cantidad, firmado por don Roque; y debió de publicarlo el dependiente que pagó... Bien le vendría la guita al hijo del personaje, que llevaba tres días de malas en la ruleta... porque había ruleta a diario, aunque se dijera otra cosa... En lo del malogro de la boda, punto para Pancho Vila.
Y con esto se fue el mozo del smoking y de los cuellos de pajarita a cumplir con sus deberes galantes, y se quedó su tío comenzando a temer que aunque aquello, por lo tocante a mujeres, estaba de lo mejor, había de aburrirse pronto por falta de espacio en que revolverse y de un amigo con quien desahogar sus humores. Buscando lo uno y lo otro, había dejado su sitio y andaba en dirección al departamento de popa y mirando a todas partes. Muchas caras conocidas veía; pero ni una sola «de cristiano.» ¡Reconcho, si le entraba la fiebre después de desatracarse el vapor! ¿Se desembarcaría antes de verse en tal peligro?... Faltaba el modo de hacerlo, aunque quisiera. ¡Cuidado con el alud de gentes que caía sobre el vapor en aquel instante!... ¡Uf! El gran duque de la Camama... y la merluza de su hija con el novio memo detrás... y el otro duque de hueso arranciado... y el perdis de Nino... Por lo visto, las dos grandes duquesas se habían quedado en casa. Muy bien hecho... Para escaparates de droguería, sobraban algunos que ya estaban a bordo... El tonto de don Roque, que les había salido al encuentro, venía delante, como el pertiguero de la procesión, abriendo paso... Pues los llevaba hacia proa... Si era verdad lo de los cinco mil duros por vía de indemnización, Fabio López no entendía aquella ocurrencia de Brezales... Habría que darse una vuelta por allí para ver cómo se las arreglaban las dos familias frente a frente, si las noticias del gomoso eran exactas... Detrás de los personajes, Sancho Vargas, vestido de dril, con zapato bajo y sombrerito a la marinera; el periodista de marras y Pepe Gómez: los tres coleros de Su Excelencia. ¡Qué gloria para ellos! Pues ¿y para los chicos de la comisión que les hacían los honores de la casa con una solemnidad que enternecía? ¡Reconcho con la suerte que les había caído... a unos y a otros!... Pues ¡anda con el nuevo alud que se despeñaba por la escalera!... Un tipejo estrafalario y anémico, agarrado a una trompeta como la del juicio final, y seguido de una piara de gomosos...
Ese es Alhelí, —dijo a Fabio López Juanito Romero que acababa de entrar en el vapor.
—¿El de la trompeta? —preguntó López hecho una pólvora ya.
—El mismo —respondió el otro.— Verá usted qué monísimo está y qué gracia tiene visto de cerca.
—Algo así me había figurado yo —repuso Fabio López, arrancando con los dientes medio cuarterón de tripa a su cigarro,— por las noticias que tenía de él. Pero la culpa de que se consientan mamarrachos como ese entre personas formales, la tenéis tú y otros tontos distinguidos como tú, ¡reconcho! que los aplaudís, en lugar de tirarlos al agua, como voy yo a tirar a ese si no me desembarco en seguida...
Aquí le interrumpió una voz pausada y suave que le dijo por el oído del lado opuesto:
—Véngase usted conmigo, señor don Fabio, a un rinconcito muy cómodo que está desocupado cerquita de aquí, y desde donde podremos ver sin que nadie nos incomode...
Y al mismo tiempo, el que así le hablaba, que era Pancho Vila, le cogía suavemente por un brazo; Pancho Vila, con su puro sempiterno enarbolado en la pipa, y su continente impasible, tal y como el lector le vio acercarse a cierta mesa de café en los comienzos de este relato, aunque ignorando entonces cómo se llamaba, y le adivinaron por el modo de pisar, en casa de las de Sotillo, Casallena y Juanito Romero, algunos capítulos más adelante.
Dejose conducir Fabio López sin grandes resistencias; pero a condición de que también le acompañara Juanito Romero, porque no era para sufrida por él una situación tan especial como aquélla sin dos puntales, por lo corto.
Complaciole de buen grado el aludido, que no le estimaba menos que Pancho Vila; y desaparecieron los tres en las espesuras de aquel lado, mientras la comparsa de Alhelí atropellaba las del opuesto para dirigirse a proa, como una horda de caribes.
—No está mal este departamento —dijo Fabio López a Pancho Vila después de tender una mirada por los alrededores;— pero se me antoja que en el otro, en el de proa, ha de haber mayor entretenimiento para usted.
—Es posible —respondió Vila serenamente;— pero como hay tiempo para todo, todo se andará si fuere necesario...
Carraspeó Fabio López, dando con el codo al mismo tiempo a Juanito Romero, y asomáronsele a los ojos y a los labios unas ideas y unas palabras que no llegaron a conocerse, porque en aquel instante se desató en pitidos el silbato del vapor; rasgaron los aires hasta media docena de cohetes a un tiempo; rompió a tocar en el puente el paso doble de Pan y Toros la banda del Hospicio, en la que muy pocos pasajeros habían reparado hasta entonces; lanzaron fieros hurras los más entusiastas expedicionarios de tierra adentro; agitáronse pañuelos y jipijapas en el aire; silbaron desaforadamente los cien granujas congregados en el muelle al olor del espectáculo, y comenzó a desatracarse el Pitorra... cuarto o quinto.
Puesto en franquía ya, y dado el ¡avante! por el patrón encaramado en el puente y con ambas manos en la rueda, comenzaron a palpitarle al barco todas las entrañas, y las paletas de sus ruedas exteriores a batir y remover el agua, con fatiga y estridor de los pulmones caldeados, como si no pudiera con la carga. Al fin, hincó las uñas a su gusto; hizo un esfuerzo de gigante, salió del atolladero y tomó el andar que deseaba, puesto el rumbo a la frontera costa, que se desvanecía un poco entre la bruma tenue y luminosa cernida allí por las brisas del Nordeste.
Sin haberse alejado el Pitorra del embarcadero medio cable todavía, no volvió a subir otro cohete por los aires, y se calló la banda del Hospicio, y volvieron todos los pañuelos a sus bolsillos y todos los sombreros a sus cabezas correspondientes; cesó la gritería de los más locuaces y ardorosos, y hasta el mismo Alhelí puso coto a sus payasadas, y arrimó a un lado el trompetón para desenfundar los gemelos que llevaba en bandolera; los escasos asientos que iban desocupados fueron ocupándose; entró en caja todo el mundo, y sólo quedaron de pie, en el centro del castillo de proa, el duque del Cañaveral, Froilán, Gorgonio y Perico, hablando como los simples mortales, y don Roque, el periodista y Sancho Vargas, que saboreaban en silencio el jugo de sus ocurrencias. Y no se obró este cambio, casi repentino, porque no hubiera a bordo más cohetes, ni se agotaran las fuerzas pulmonares de los músicos, ni se nublara el buen humor de los pasajeros; sino porque en el escenario grandioso en que iba entrando el vapor; sobre aquella extensísima y transparente llanura en que chisporroteaba la luz y dejaba la brisa, por huellas de su paso, copos de espuma y ondas rizadas; ante aquellas barreras colosales de montes que iban alzando sus crestas a medida que se alejaban del mar, hasta desvanecerse en el ambiente del último confín de aquel seno espléndido y maravilloso, en que dormían tranquilas y apacibles las aguas indomables del Cantábrico, ni los cohetes se oían, ni la charanga sonaba, ni resultaban los chistes de los hombres que parecían allí gusanejos de corral, como siempre que la Naturaleza se ofrece en espectáculo: ella lo canta, ella lo dice, ella lo expresa todo; y ella sola es el rumor, y la armonía, y el estruendo, y la luz, y la elocuencia, y la poesía, y el arte, y la hermosura; ella lo absorbe y lo domina y lo produce todo, y es fuente y objeto a la vez de la inspiración y del sentimiento de los hombres, por livianos que sean de meollo.
Pero como también, por ley de la misma Naturaleza, los hombres son tornadizos y débiles, los de aquel día fueron sacudiendo poco a poco el yugo de la contemplación que les había impuesto la grandeza del panorama, y comenzó a despertarse en ellos el ansia de moverse y de hablar recio... de volver, en suma, a lo de antes; y reaparecieron los chistes de los graciosos, y los discreteos de los agudos, y la algarabía de las mujeres; y volvió Alhelí a hacer de las suyas, con la variante de recitar versos en francés delante de María Casa-Gutiérrez, que hallaba la ocurrencia de un gusto muy distinguido; y hasta un señor, nativo de Salamanca, que era magistrado del Supremo, y por eso llevaba sombrero de copa y levita negra, después de prorrumpir en himnos de admiración, mirando tan pronto a la mar por la boca del puerto, cuyo eje iba cortando el Pitorra entonces, como al fondo interminable de la bahía, rompió a cantar, abriéndose de brazos, con bastón y todo, y enarcando mucho las cejas, aquello de la inmensa llanura del mar... con la misma fe que si no se hubiera repetido nunca en el mundo de la realidad el cántico aquel desde que había envejecido Marina en el teatro.
Precisamente entonces fue cuando Nino Casa-Gutiérrez, aprovechando el vocerío y el movimiento de aquellos instantes y un lugar desocupado que había junto a Irene, se apresuró a ocuparle. No le satisfacían ni los datos de propia observación ni las reflexiones de su padre, para dar su pleito por perdido: quería apurar el último trámite, y que se fallara en regla. Para eso había acudido él allí. De todas maneras, un ratito de conversación con Irene era de necesidad hasta para caer él con relativa gracia delante del público, si estaba decretado que cayera. A ese fin tendía igualmente la intimidad en que parecía estar allí su hermana con las hijas de don Roque. Para lograr su objeto, no turbaría la serenidad de Irene llevándola de golpe al punto escabroso: la conduciría a él por extraños derroteros, de modo que los fisgones del concurso los creyeran departiendo tan descuidadamente como los mejores amigos. Y así vino a suceder, con levísimos errores de cálculo. Irene llegó al fin de la jornada, tan fresca y en sus cabales como estaba cuando la había comenzado. Lejos de temerle, parecía que deseaba entrar cuanto antes en el terreno a que visiblemente la conducía su interlocutor, algo más desconcertado que ella.
Estando ya los dos en lo más áspero de ese terreno, la dijo él:
—¿De manera que entre usted y yo no queda a estas horas ningún asunto pendiente?
—Absolutamente ninguno, —respondió Irene con gran entereza.
—¿Ni, con respecto a mí —insistió Nino, más sereno de semblante que de espíritu,— de nada le remuerde a usted la conciencia, ni cree haber faltado a ninguna consideración ni a ninguna palabra?
—¡Con respecto a usted... ni a nadie? —le interrumpió Irene con un dejo de repugnancia que trascendía.— ¿Cómo ha podido usted soñarlo siquiera?
—¿Luego no me reconoce usted derecho para quejarme de nada?...
—De nada, por lo que a mí toca.
—¿Quién ha tenido entonces la culpa de lo que ha pasado y usted no puede ignorar?
—Cualquiera, menos yo. Esto le baste a usted, y sea ello lo último que se hable entre nosotros de un asunto tan desagradable para mí y tan de lamentar para todos.
—¿Lo último, así como suena? —preguntó Nino, que recibía las claridades de Irene como otras tantas puñaladas.
—Así como suena, —respondió Irene secamente.
—¿De modo que, de hoy en adelante, usted y yo como si jamás nos hubiéramos conocido?
—No veo la necesidad de extremar tanto las cosas. Con volver a donde estaban algunos meses hace...
—Gracias por el obsequio.
—Pues no puedo hacérsele a usted mayor, si ese le parece poco, ni estoy obligada a más.
Y con esto quedó rematado aquel pleito, que deseaba Nino ver sentenciado en toda regla.
Iba, en la expedición un señor de Palencia, que veraneaba todos los años en aquella ciudad y había concurrido a todas las jiras de pago al Pipas, desde la invención de ese esparcimiento. Era hombre locuaz y sumamente impresionable, y pretendía conocer los rumbos de la bahía mejor que el patrón del Pitorra, y las márgenes del río tan bien como los nativos de ellas. Con esta presunción, muy bien fundada, y el entusiasmo que le poseía de pies a cabeza, andaba como un azogado de acá para allá, arrimándose a todos los grupos y cortando todas las conversaciones para cantar un detalle del panorama o pronosticar una nueva maravilla; y esta fiebre se le insinuó principalmente en cuanto el Pitorra, a la media hora escasa de haber salido del muelle, se colaba entre las dos enormes mandíbulas de la ancha boca del río.
—Estas alturas de los lados —decía temblando de emoción sobre los pies, con el sombrero echado atrás y ambas manos sobre los riñones, pero debajo de la americana cenicienta;— estas alturas que asombran y obscurecen las aguas en un buen trecho, durarán poco... En seguida verán ustedes por esta parte de la derecha una pradera verde... con un palacio en lo más lejos y empinado de ella, ¡cosa bonita! como no...
Aquí le cuajó la voz en la garganta un berrido estupendo que despertó los dormidos ecos de todas las concavidades de la tranquila comarca. Era la sorpresa elegante que había prometido Alhelí a sus amigos, Admiráronle éstos y le vieron muchos más, incluso el palentino, sentado en el molinete de proa, con el trompetón arrimado a la boca y los carrillos inflados. Un elegante, que estaba en el secreto, declaró al concurso que aquello lo había tomado Alhelí de los breaks y mailcoach aristocráticos, que habían dado en usarlo en los desfiles de las carreras. Pareció bien la ocurrencia, y hasta se aplaudió la novedad por la crema circundante; pero el palentino, con el debido respeto, se atrevió a manifestar que, no habiendo estorbo alguno semoviente delante del Pitorra en todo el Pipas, no veía la necesidad de aquel aviso, muy conveniente en una desbandada de carruajes; pero, en fin, que si aquello divertía a los señores concurrentes, por su parte podía continuar.
Y continuó en efecto, como continuó él las interrumpidas explicaciones.
—Lo que yo no he podido averiguar hasta la presente —dijo por vía de digresión,— es si hay propiamente Pipas aquí... Vamos, qué representan las aguas del río en este caudal de ellas: o si son las de un río que sale a la mar, o las de la mar que se meten por este caño que se llama el Pipas; porque siempre las vi mansas y abundantes, y me supieron a saladas... Por lo demás, al río, como ustedes observarán, no hay nada que pedirle en punto a hermosura; sobre todo por los que somos de los llanos de Castilla... Pensarán ustedes que ahora se nos parte en dos. Pues no hay nada de eso, si bien se mira...
Un nuevo estampido le interrumpió en este punto de su disertación; pero no de la trompeta de Alhelí, sino de la banda del Hospicio, que comenzaba a tocar una tanda de valses.
Al compás de la música, que no le disgustaba, continuó el palentino:
—Eso que parece dividir en dos al río, es una isla... el Pitorra pasará por el lado de acá... Cabalmente: ya está disponiéndose a ello... ¡Si conozco yo esta mecánica del río y de la embarcación como los pasadizos de mi casa! ¡Qué recreo tan hermoso por esta parte de la derecha! Acaba un verde y empieza otro mejor... Acá, una iglesia; allá, unos caseríos; y arboledas por aquí, y cercados vivos por allí... Pues dejen ustedes que el vapor revuelva aquella punta de la izquierda y tome el recodo que la sigue... ¡Cosa superior también!
Mientras en estos comentarios y noticias se enredaba el palentino, y tocaba la música del Hospicio, y berreaba el trompetón de Alhelí de tarde en cuando, y comenzaban a aburrirse algunas damas, y la tropa de gomosos agotaba el caudal de dulcedumbres destinado a entretenerlas, y Pepe Gómez se sonreía algunas veces desde lejos con Petrilla, y las de Sotillo no cerraban boca, y Ponchito Hondonada bostezaba con la suya por no tener cosa mejor en que emplearla, y Fabio López, después de despellejar vivo a Alhelí y a otros tales, se había ido animando, entre el copioso cortejo de amigos, parientes y congeniantes que le rodeaba ya, a la vista de aquellos paisajes que tan conocidos y estimados le eran desde mucho antes y por muy distintas causas que al palentino, y, sobre todo, con la reflexión de que se acercaba por momentos el término de su viaje, Sancho Vargas se había enredado de lleno en una conversación con el prócer sobre los supuestos daños que las supuestas arenas del (en opinión del señor palentino) supuesto río Pipas causaban en el puerto.
—Mi proyecto, señor duque —decía Vargas contoneándose,— para evitar estos graves inconvenientes, y que, por más señas, forma el número cuatro de los que pueden llamarse colosales y tengo en cartera, es bien sencillo... Consiste en obstruir el cauce por una estrechura que verá usted más arriba, y dar a las aguas del Pipas una nueva dirección.
—¿Por dónde? —preguntó el duque, que era hombre tan fino como de buen ojo para calar a sus interlocutores a las pocas palabras.
—Por aquí mismo, en derechura a la mar.
—Me parece bien, aunque debe de haber hasta allá una buena tiradita.
—¡Psch! Sobre dos leguas... Cosa de poco, si hubiera hoy patriotismo en los hombres y buena voluntad en los gobiernos; pero ¡vaya usted a pedir esa friolera en España, y particularmente en este pueblo que casi me vio nacer!... Todo es aquí una pura miseria, señor duque; y basta que le vean a usted sus convecinos con un proyecto grandioso en la cabeza, proyecto que le haya costado largos días de cavilación y muchas noches de velo, para que le nieguen su ayuda, y hasta se le pongan en solfa, si a mano viene... Tocante a los gobiernos...
—Diga usted con franqueza todo su sentir, señor Vargas, y sin apurarle cosa maldita el que esté yo delante... Así como así, estoy deseando ver despellejado al que nos desuella ahora...
—Pues le diré a usted, señor duque, que he sido tan afortunado con los gobiernos en los particulares de mis proyectos, como con mis convecinos.
—De manera, señor Vargas, que, hasta la fecha, es usted un proyectista inédito.
—O mal comprendido... o lo que yo me sé y no ignora el señor don Roque, que nos está escuchando... Pero esto, aunque lo deploro por el país que casi me vio nacer, no me acobarda. Yo sigo adelante en mi idea de ser útil a la patria, y confiando en que algún día, y puede que entonces ya sea tarde, se hará la debida justicia a mis desvelos.
—Pero, hombre —dijo entonces el duque, después de aprobar con una cabezada las ocurrencias de su interlocutor,— y volviendo a la del río, ¿sabe usted que yo, que le he visitado tres veces con ésta de hoy, me siento muy inclinado a la opinión de ese caballero que habla tanto? Sí, señor: es posible que no haya aquí más aguas que las de la mar que van y vienen, y que, por tanto, no exista semejante río Pipas, ni las arenas del proyecto de usted, por consiguiente.
Don Roque Brezales, con los ojos muy abiertos y los labios en embudo, miró primero al duque y después a Sancho Vargas, y luego a cada uno de los cuatro o cinco escuchantes de la conversación, que acabaron por celebrar con una risotada la ocurrencia del señor duque, lo cual dejó en una pieza al gran proyectista, pero no convencido de que calzara un punto menos de los que creía calzar antes de la conversación.
En tanto seguía el de Palencia en su tarea sin cerrar boca ni estarse quieto un instante, habiéndose impuesto ya a la mitad del pasaje del vapor: a unos, porque los ilustraba con sus noticias; y a otros, porque les servía de entretenimiento con sus donosas genialidades.
—Ya está tomada la vuelta —decía cuando acabaron de reírse los del grupo del señor duque.— Vayan ustedes haciéndose cargo ahora de este pedacito de gloria que acabamos de descubrir a la izquierda... ¡Ni pintado en un papel!... Eche usted praderas; eche usted casitas, y tómense... ¿A que no saben ustedes lo que es aquel edificio de más allá, que está levantado sobre un puro pedregal cerrado con una pared?... Pues es un convento en toda regla y con sus monjas correspondientes... Como que puede que veamos alguna en carne mortal andando al aire libre... Pero hay que fijar mucho la atención; porque, como tienen hábitos blancos, se confunden con las peñas del huerto... ¿No lo dije? Allí hay... dos, tres... cuatro acurrucaditas al socaire del convento... Vean ustedes cómo se menean de vez en cuando... Estarán jugando, a las adivinillas... o a pares o nones con los dedos de la mano. ¡Pobrecitas de Dios, con que poco se contentan! ¡Y nosotros, pecadores, sin vernos hartos jamás, ni con estos recreos tan hermosos!...
—¡Ay, mamá! —exclamó un niño de los dos que iban allí con un matrimonio de Carabanchel,— ¿no son borreguitos aquéllos que se ven junto a la huerta de las monjas que dice ese señor?
—Sí, hijo mío —respondió la madre después de enterada;— cuatro borreguitos: dos blancos del todo, y dos con pintas negras.
—¡Y pacen! —exclamó el padre tomando parte en la conversación.— ¡Qué propios están!
—Dice que pacen, mamá... ¡que pacen!
—Sí, hijo mio, sí; pacen, ¡pacen! y los cuatro a un tiempo... ¡Qué monos!
Aquí metió baza el de Palencia.
—¡Oh! De esos cuadros rústicos y al natural, se ven grandes cosas en estas orillas —dijo, volviéndose a los de Carabanchel.— Ahí tienen ustedes, en esa junquera de nuestra derecha, tres bultos negros que no se sabe lo que son a primera vista. Pues son tres bestias mayores... y de la clase caballar, como puede notarse bien ahora que levantan la cabeza como asustadas... y no es para menos, con el piporrazo que acaba de largar ese caballero... porque al ruido del vapor ya deben de estar bien hechos los ganados de por aquí... ¡Cuidado si repompan bien en estas hondonadas todos los estruendos!... Pues los de la trompeta de ese joven son de primera. Menos mal si ello resulta divertido, siquiera para él... Ahora tenemos esta tiradita por derecho entre las dos junqueras, y cátanos en uno de los puntos más estrechos del río... o lo que sea esto... ¡Vea usted, vea usted ahí, sobre la izquierda, las ruinas de un molino maquilero, bien propio para un pintor de gusto!... No, señor, no: la cosa, por donde quiera que se la mire, es de recreo, mayormente para los que estamos hechos a la sosera de Castilla... Ya vamos llegando a la estrechura; y aunque no la viéramos, nos lo haría barruntar el cuidado que pone el capitán en que el barco mire bien dónde pisa... Y cómo se le oye el pisar, ¿eh?... «p1a, pla, pla, pla...» a puro compás. Al mismo tiempo notarán ustedes que los bosques que empiezan desde aquí a un lado y a otro, asombran bastante a las aguas, y dan a la estrechura cierto... ¡Canario con el trompetazo ese, si ha retumbado bien!... El trompetero es el que no parece cosa mayor por la estampa; pero soplar, sopla que se las pela... ¡Toma! y hay una lancha allí arrimada a la orilla del bosque de la derecha, más acá de la primera islilla de las tres que tiene el río en esa parte... No sé si llegaremos hoy a pasar por entre ellas... Yo he pasado varías veces. Allí, la margen de acá es de peña viva, con muchos ramajes que suelen quedarse hasta con los sombreros de las señoras, a poco que ellas se descuiden... Pues ¡anda! que salen de la arboleda, muy cerquita de la lancha, unos caballeritos muy bien puestos... y que, o yo no sé ya lo que me miro, o por entre los troncos de los árboles descubro un tenderete blanco... ¿Apostamos a que va a ser aquí el festival?
En esto crecieron todos los rumores del vapor; revolviéronse los pasajeros; saludaron con los pañuelos los jóvenes de la orilla, que eran cuatro; pitó tres veces el silbato del Pitorra, y rugió otras tres la trompeta de Alhelí en justa correspondencia; rompió a tocar la marcha real la banda del Hospicio, entre estallidos de cohetes y hurras de los mismos señores de la otra vez, cánticos tiernos del magistrado y vocerío de todas clases; púsose al costado del vapor la lancha que había traído éste a remolque, y a la cual habían saltado, antes que los dos marineros que la gobernaban, Fabio López, Pancho Vila, Juanito Romero y Juan Fernández; y comenzó un momento después el trasbordo de los expedicionarios, con asombro de una docena de aldeanos que atisbaban la escena desde el mismo robledal en que estaba la mesa del festín, respetuosamente custodiada por cuatro camareros con mandiles blancos y vestidos negros.
Fabio López saltó a tierra con los primeros expedicionarios trasbordados a la lancha, y se quedó a la orilla, encarado con el Pitorra, convertida en ojos de curiosidad toda su cara de vinagre. Pero si se había echado alguna cuenta galana, no le salió; porque el desembarco se hacía, por medio de las dos lanchas acoderadas, con suma facilidad, sin que diera nadie el más leve resbalón ni se descompusiera una falda... Desde allí vio, entre otras cosas que no le llamaron tanto la atención, que Irene Brezales aceptaba la ayuda de Pancho Vila para bajar a la primera lancha y saltar a tierra después desde la segunda, y que su hermana Petrilla se valía de Pepe Gómez para la misma faena. Por eso se habían presentado allí los dos en el momento oportuno, como salidos por escotillón.
Y dijo Pancho Vila a Irene entonces, muy bajito y con cara de decirla cualquiera insubstancialidad de las obligadas en tales casos (y esto no lo supo Fabio López, aunque taladró con los ojos a la Africana):
—Quisiera yo saber qué suerte ha corrido cierto memorial que me permití elevar a usted, en bien de un menesteroso.
—Ese memorial —respondió Irene en el mismo tono, pero con menos firmeza de voz,— llegó a su destino; y si no se ha dado noticia de ello al firmante, ha sido por ciertas desconfianzas en el correo; pero está despachado, puede usted creerlo.
—¿Tendría usted la bondad de decirme en qué sentido? —preguntó Vila entonces,— porque el asunto es de vida o muerte para el pobre necesitado.
—Pues... como se pedía, —respondió Irene, temblándole la voz, igual que la mano entre las dos del otro que se la oprimían ardorosamente, como la mejor y más elocuente expresión de gratitud...
—De manera —dijo Pancho Vila momentos después,— que no hay para qué volver a tratar de ese asunto por ahora, es decir, por hoy...
—Para nada —respondió Irene;— y me alegro infinito de que hasta en ese detalle seamos del mismo parecer.
—Entonces —concluyó Vila,— hasta mejor ocasión.
—Hasta siempre, —respondió Irene, subrayando la palabra con energía.
Y con esto, saludó ceremoniosamente el mozo, y se separaron ambos como si no pensaran en volverse a ver en los días de su vida.
Lo que se trató entre Petrilla y Pepe Gómez fue de muy distinta clase, aunque quizás no se diferenciara tanto en los fines; y esto no se trató casi por señas y deprisa desde el vapor a la orilla de la arboleda, sino dando por ella los dos unas vueltas, como a la descuidada y para hacer tiempo. Hay que advertir que Pepe Gómez llevaba aquel día un atalaje, aunque a la ligera y de confianza y con presunciones de campestre, de lo más refino y estirado que se podía inventar, y que Petrilla se daba a Barrabás al ver a su amigo tan esclavo dentro de él, como de los que usaba de ordinario.
—¿Sabe usted —le dijo de golpe,— que me gusta mucho el modo de vestir que empieza a usarse ahora entre ustedes?
—Pues me alegra infinito, —respondió Pepe Gómez muy risueño y echándose una mirada de arriba abajo.
—No lo digo por usted —repuso Petrilla abanicándose con brío,— lo que se llama precisamente por usted, sino por esos chicos en general... Me he fijado hoy mucho en ellos... Como había tan pocas cosas en que distraer la vista, fuera de esta madre Naturaleza de que tanto nos han venido hablando unos y otros, y que, por hermosa que sea, también llega a cansar en un camino tan largo como el que traemos, y en compañía de personas tan divertidas como ese majadero de Alhelí...
—Cuidado con la tijera, Petrilla, —dijo Gómez bromeándose.
—Gracias por el aviso, señor Licenciado —replicó ella ahuecando un poco la voz.— El caso es que, reparando en el nuevo modo de vestir de esos chicos, me ha parecido mejor que el que usaban no hace mucho... porque a mí me gusta que la ropa de los hombres sea abundante... hasta cierto punto... y suelta, y con sus correspondientes arrugas... y hasta con algo de rodillera en ocasiones... Si no hay un poco de todo esto, parecen los hombres palos vestidos y esclavos de la ropa... No saben algunos lo que se pierden por no vestirse mejor...
—Pero ¿de tan poca cosa depende —preguntó Pepe Gómez, que no sabia cómo tomar aquellas singulares ocurrencias de Petrilla,— la estimación de los hombres en el concepto de ustedes... o de usted, por lo pronto?
—Y aun de menos a veces —respondió Petrilla con la mayor formalidad.— Crea usted que da rabia ver a algunos hombres, bastante guapos por lo demás, hechos una lástima en ese punto, cuando podían lucir, y valer...
Pepe Gómez se echó a reír de todas veras.
—Con franqueza, Petrilla —la preguntó en seguida,— ¿qué le parece a usted de mi modo de vestir?
—Pues con franqueza —respondió Petrilla al instante,— rematadamente mal; de lo peor, vamos.
—¿Preferiría usted verme vestido más a la moda y con arrugas y hasta con rodilleras en ocasiones?
—Sí, señor, y también sin chanclos en el invierno.
Pepe Gómez volvió a reírse; y dijo después a su desenfadada interlocutora:
—Pues prometo que ha de verme usted así desde mañana, si ese testimonio de obediencia ha de levantarme algo en la estimación de usted.
—Vea yo la enmienda por de pronto —replicó Petrilla muy seria,— y después hablaremos; que de menos nos hizo Dios.
—¿Trato hecho? —preguntó Gómez con bastante más fuego seguramente en la mirada y en la voz que en las manos, frías de suyo.
—Y de lo más solemne —concluyó Petrilla,— como todo lo que yo prometo, aunque parezca mentira... Y vamos a averiguar ahora qué es lo que va a suceder aquí, y cuándo y cómo se acabará; porque es muy conveniente conocer el terreno que se pisa en estas jiras de placer, que suelen resultar una pesadumbre.
Cuando Pancho Vila se separó de Irene, encaminose hacia Fabio López que en aquel instante se acercaba a su sobrino Juan Fernández, al cual habló de esta suerte, después de conducirle por un brazo adonde no pudieran ser oídos de nadie:
—Necesito que me proveas de un panecillo, un trozo de salchichón y, si fúere posible, de media botella de vino... No me repliques, ¡reconcho! una palabra... Es plan que traigo formado desde medio camino acá, y ni san Pablo me apea de él... Esto no es para todos los estómagos, y por demás sabes tú cuál es el calibre del mío... Por lo pronto, no se empezará a comer en media hora; y cuando se empiece, tendrá que ver... Fortuna que la mitad de la gente que hormiguea por aquí, sorteando zarzas y espantándose los tábanos, no puede ya con la murria, y está de Pipas y de viaje de placer hasta el cogote. Pero, así y todo, quedan dos docenas de valientes en toda la fuerza de su majadería; y verás qué chistes, y verás qué bombas, y verás... Como que hasta fotógrafo hemos traído en el vapor. ¡Pues no tendrán poco que ver los niños guapos tomando posturas interesantes sobre el rústico tapiz y bajo el añoso y copudo roble, a los pies de la hermosa y elegante dama!... En fin, que he resuelto volverme a pie, y que voy a picar ahora mismo. Conozco bien el camino, porque le he andado más de dos veces, y cuento con llegar a la ciudad antes que vosotros, si es que llegáis, tomando el vapor en Pedretas a las cuatro de la tarde... Y sábete que me vuelvo a pie, además de lo otro, porque no quiero ir a presidio el día de mañana... a presidio he dicho, y lo sostengo; porque si volviera como he venido, tendría que tirar al agua a ese mamarracho que nos habéis traído de Madrid y viene haciendo payasadas todo el viaje... Pero ¡ya se ve! es el que lava la cara en los periódicos a las gentes de la crema, y dice cosas bonitas a las mujeres... y por eso se le tolera, y hasta se le aplaude, y hasta se le paga, ¡reconcho! cuando debían de... ¡Si un aldeano de estos lugares hiciera lo que él ha hecho hoy!... Y ahora dime que muerdo por vicio de morder... En fin, venga el panecillo...
—Tráete dos, —dijo Pancho Vila entonces a Juan Fernández.
—¿Por qué dos? —preguntó éste.
—Porque yo voy a acompañar a tu tío, si él me lo permite.
—¡Usted! —exclamó Fabio López, —¿con tanto como tiene que hacer aquí?
—Absolutamente nada —respondió en santa calma Pancho Vila.— Todo cuanto tenía que hacer queda hecho ya, y hasta bien hecho. Conque, si usted me lo permite, iremos juntos, y, con eso tocará a menos el camino.
—Pero en paz y en gracia de Dios —dijo Fabio López,— y sin murmurar de nadie. Con esa condición, acepto y hasta muy agradecido...
—Por de contado, —respondió Vila riéndose.
—Pues vengan las provisiones en el aire.
Fuese Juan Fernández, y volvió pronto con una cestilla bien repleta de todo lo pedido y algo más.
Apoderose de ella Fabio López, y dijo a Pancho Vila:
—Ya estamos aquí de más usted y yo. Conque andando, y sígame en la confianza de que conozco a palmos el terreno. Y a vosotros —añadió encarándose con sus parientes y con Juanito Romero,— que Dios os tenga de su mano, y no os dé todo lo que merecéis en este caso particular... y en otros muchos por el estilo; y por lo tocante a los demás del distinguido concurso..., hasta el Valle de Josafat, y como si hubiéramos andado a tiros.
XXIII. Del mismo al mismo
«... 20 de agosto de 188...
Con lo que se demuestra que le sobraba la razón a mi padre cuando me decía: «no des un solo paso más hacia adelante, porque ese pleito está perdido para ti.» Pero bien sabes tú que no hay reflexión que baste a contener a un hombre cuando ha empeñado en una empresa el arrastrado puntillo. «Bien que para mí esté el pleito perdido» —me decía yo con mis correspondientes esperanzas de equivocarme en el supuesto;— «pero que se me lea la sentencia y se me pongan a la vista todos sus fundamentos.» Y esto fue lo que me movió a asistir a la expedición de ayer al Pipas, y a acercarme a Irene,: y a hablar con ella... ¿Para qué, en definitiva, amigo mío? Para escuchar de su boca, amarrado al poste de un sinnúmero de consideraciones y de respetos humanos, la media docena de claridades que te dejo reproducidas textualmente unos renglones más atrás.
Y ahora me digo, con todos los cosquilleos mortificantes que siguen por ley ineludible de la pícara naturaleza humana a las heridas del amor propio en semejantes descalabros: «¿no tenía yo bastante con lo visto y observado desde que llegué de Madrid para conocer que estaba en lo cuerdo mi padre dándome el consejo que me daba? ¿No se acomodaba ese consejo en todo y por todo a mi modo de pensar? ¿No habíamos convenido los dos en que aún estaba yo a tiempo de hacer una retirada, ya que no muy honrosa, con apariencias de ello, siquiera? ¿No se veía y se palpaba que el arreglito ventajoso de que te hablé desde Madrid no era otra cosa que la caída del estúpido Brezales en el lazo tendido por mi padre a sus vanidades de aceitero rico y sin pizca de educación? ¿No estaba bien a las claras, en la misma actitud azorada y risible de ese zopenco delante de nosotros en cuanto llegamos de Madrid, que se veía solo y desamparado de toda su familia en el negocio que había formalizado con la mía? ¿No declaraban a voces esa soledad y ese abandono la extraña enfermedad de Irene, y las caras de sobresalto, y la sospechosa conducta con nosotros, y particularmente conmigo en la última visita que las hice, de la trastuela de su hermana y de la tarasca de su madre? Pues sabiendo todo esto, ¿qué necesidad tenía yo de agravar mi situación con lo que ayer me ha sucedido? ¿Qué podía decirme Irene de nuevo en la conversación que yo quería tener con ella? Lo único que, para castigo de mi temeridad, me faltaba conocer, —digo mal, comprobar, porque temores de ello, demasiados tenía yo: que no solamente era extraña a los proyectos malogrados, sino que estos proyectos le parecían de mala casta, como si sospechara que eran una explotación innoble de la simplicidad estúpida de su padre por la destreza cortesana del mío... en plata, chico, y la verdad por delante, que sospechaba lo cierto. Porque si así no fuera; si se hubiera tratado de una sencilla y honrada equivocación; si no hubiera entrado en el desacuerdo de Irene una gran dosis de repugnancia y hasta de indignación, otras hubieran sido sus palabras ayer, otra muy distinta y más cortés su conducta conmigo, y la de toda su familia con la mía en los pasados días, en consideración siquiera a la buena amistad que la había guardado hasta entonces.
Esto es, amigo del alma, lo único, relativamente nuevo, que saqué en limpio de mi ligereza de ayer; y esto que te he pintado con la escrupulosa exactitud de un penitente a los pies de su confesor, el estado desastroso en que se halla aquel castillo de prosperidades y venturas que levantamos en Madrid, o más propiamente, que levantó mi padre, sobre las vanidades de un mentecato aspirante a gran persona.
Que lamento el fracaso, dicho te lo dejo y aquí te lo vuelvo a repetir, porque es para lamentado muy hondo y para repetido sin cesar. Dejemos aparte el amor propio con todos sus escozores y mordiscos de cajón; cerremos los ojos al sinnúmero de reflexiones que puede hacerse en un lance como éste un joven distinguido, algo temeroso de los fantasmas del rumor público y de las sonrisas mordaces de la buena sociedad; olvidémonos, y sin gran trabajo por mi parte, de las prendas físicas de Irene, y pongamos el caso a la luz de las personales conveniencias, por lo que toca a las prosaicas necesidades de la vida. Por este lado, hijo del alma, he perdido un premio gordo; pero de la lotería de Navidad; y créeme: por aquí es por donde principalmente me duele el golpe del fracaso. Este hombre, que no tiene chispa de sentido común; que adora y reverencia a mi padre porque le considera como a un ser del otro mundo, y cree y espera en él lo mismo que en la divina Providencia, y aun le supone capaz, si se empeñara en ello, de crear un planeta nuevo para regalo y señorío de las gentes de su raza, es una mina inagotable de dinero. Imagíname a mí, al hijo del semidiós, casado con la hija de ese Pluto irracional; imagíname árbitro y señor de sus larguezas y entusiasmos, con mis desengaños y mis lacras, cansado del mundo chapucero; marchito y extenuado por los placeres de la vida, casi a los umbrales de sus puertas; libre para siempre de tiranos acreedores y de estrecheces asfixiantes; durmiendo tranquilo sin las pesadillas del miedo a despertarme entre los mil apuros de la realidad del día siguiente; con todas mis cuentas saldadas con los hombres sin vergüenza y con las mujeres que jamás la han conocido... la honrada abundancia, el lujo edificante y severo, la vida de familia, el amor de la propia y legítima mujer, buena moza por añadidura... considérame hasta capaz de conformarme con ella sola, y de limitar el campo de mis ambiciones mundanas al sillón del Municipio y a la velita con lazo en las procesiones más solemnes de la Catedral; en fin, considérame redimido de todo género de esclavitudes, y armado para toda la vida; y dime, con la mano puesta sobre tu corazón, si no había en este cuadro motivos para que cegara contemplándole el hombre de más serena vista.
Pues toda esa Jauja que yo daba por mía, con bien fundadas razones, se la ha llevado el demonio de la noche a la mañana en la forma que te he dicho, dejándome, para consuelo de mi desencanto, la carga ya insufrible de mis necesidades y sin una peseta en el bolsillo.
Con los pensamientos empapados en la acidez de estas visiones, volví ayer, de noche ya (porque el rigor de las mareas no se ablanda ni con la impaciencia de las señoras elegantes), de la condenada jira que, por sí sola, resultó una pesadumbre más que regular hasta para los hombres de mejores tragaderas... Además, mi hermana María, que ya de suyo es seca y altanera, no había sabido guardar con las de Brezales todo el comedimiento que me había prometido en casa y yo solicité de ella como un gran favor para salvar las apariencias en público y hacer así menos visible mi descalabro; el zángano de su novio la siguió el humor en esto como en todo, y no alcanzó la travesura y el talento de mi padre, que acudió a los quites en ocasiones bien oportunas, a enmendar las demasías de la futura vizcondesa, agravadas por las torpezas de mi despecho mal disimulado, y por las justas represalias que al cabo tuvieron que tomar las de Brezales... En suma, que el que no se enteró allí de lo que nos estaba pasando, fue porque no quiso, o por ser muy torpe de mirada. Figúrate con qué estómago me arrimaría yo a la mesa del lunch que la juventud elegante de este pueblo nos tenía preparado, en un robledal obscuro y un si es no es pantanoso, con la más distinguida, galante y honrada de las intenciones; con qué gusto escucharía las forzadas ocurrencias de los agradecidos comensales, y a qué me sabrían las payasadas de nuestro incomparable Alhelí, a quien en buena justicia debimos haber arrojado al agua, y la música del Hospicio, que no se hartaba de sonar; y por encima de todo, aquellas interminables horas de espera a que la marea acabara de bajar para que volviera a traernos, a la subsiguiente subida, toda el agua que necesitaba el río para que pudiera salir el vapor del atolladero en que le habíamos metido...
Apenas llegamos al hotel, hablé largo y tendido con mi padre. Le dije lo que me había pasado con Irene, y me respondió que bien merecido me lo tenía por ser tan mentecato como era. Yo le repliqué que bien estaba; pero que no se habían acreditado de muy discretos los que me habían metido en aquel callejón sin salida honrosa para mí. Entendió mi padre la indirecta, y me demostró en pocas palabras que el negocio había sido planteado magistralmente por su parte; y que si se había venido al suelo a lo mejor, consistía en que la insensatez de don Roque era de tal naturaleza, que estaba fuera de todas las previsiones humanas. A esto me callé, porque era cierto... y le pedí dos mil pesetas para salir de los ahogos más perentorios en que me han hundido los azares de la fortuna en estos últimos días... ¡fortuna rencorosa y negra, como jamás lo fue conmigo!... porque un mal nunca viene solo... No me dijo aquí mi padre todo lo que pudo decirme hasta en justicia, porque es hombre que no gusta de perder el tiempo en sermones ociosos con oyentes incorregibles; pero, después de prometerme la mitad de lo que yo le pedía, volvió la conversación hacia la familia Brezales, para recomendarme los mayores miramientos con ella; y tal se explicó, y de tal modo se ensartaban en sus explicaciones los dineros de don Roque, la bondad de su estulticia, nuestras grandes escaseces mientras no cambiaran las cosas... y tan conocido tengo yo a mi ilustre padre, que di como cosa hecha que aquellas chinches de que ya te he hablado y quería él salvar del incendio de nuestra «casa,» han sido un fiero sablazo en el mismísimo testuz de su malogrado consuegro. Pondría la cabeza a que estamos comiendo ya de la sangre del genízaro. Pues mírate tú: me alegraría de que así fuera; porque quien la hace, que la pague; y del lobo, un pelo...
Corriente. Sin acabarse esta conversación, se empeñó otra más acalorada entre nosotros dos y el resto de la familia, que se nos coló por las puertas. Las señoras, que de víspera estaban bien enteradas por mi padre y por mí de la realidad de las cosas, y muy indignadas desde entonces con el atrevimiento de las Brezales, después de lo referido por María de vuelta de la expedición, echaban lumbres. Querían largarse cuanto antes y hacer una salida digna de ellas: sin despedirse, y para Biarritz, por ejemplo. Combatió mi padre lo primero por las razones que yo me sabía bien, y otras muchas que expuso él con gran arte; pero si quiso triunfar, nada más que a medias, en ello, tuvo que rendirse a discreción en lo segundo. En esta pelotera, que fue larga, y retoñaron en boca de mi padre más de dos veces las penurias económicas, que son nuestra sombra por donde quiera que vamos, mi ilustre cuñado no dijo una palabra... y mi madre conjuró a María a que se dejara de remilgos con su novio y le satisficiera cuanto antes los deseos de hacerla baronesa de la Hondonada; porque bien veía lo necesitada que estaba la casa de puntales, y ya iba siendo hora de que cada palo aguantara su vela.
Resumen de todo ello: que levantaremos el campo dentro de tres días, quedándonos en Biarritz nosotros y siguiendo mi padre su viaje hasta París, donde se le aguarda para salvar la patria, y que no me atrevo a asegurarte si las mujeres de mi casa se despedirán a la francesa, o de otro modo que quizás será peor... Por lo que a mí toca, tengo un plan bien formado, y ni Poncio Pilatos me apea de él. Yo no salgo de aquí sin dejar las cosas en su punto correspondiente. Hasta ahora no se me ha oído en este pleito que acabo de perder; y yo, desde los escobazos de ayer, quiero que se me oiga por quien debe oírme. Yo no me había acordado jamás de esa mujer ni del santo de su nombre; y si he llamado a las puertas de su casa, ha sido porque el zopenco de su padre me dijo: «entra, que te están esperando;» y en esta confianza vine... para que se me diera cochinamente con la puerta en los hocicos. ¿Es esto honrado ni disculpable siquiera entre personas decentes? ¿Se me ha dado hasta hoy la más leve explicación de esa incalificable grosería? Lejos de ello, ¿no se me ha negado ayer, con las sequedades de Irene, hasta el derecho de pedirlas?... Pues yo necesito hablar de todo eso, y hablar largo y muy al caso, para que lleve cada cual su merecido; y como no se me permite hacerlo de palabra, he pensado decirlo por escrito y en caliente... En fin, que en cuanto firme esta carta voy a comenzar otra para Irene: nunca mejor que ahora que estoy en vena de escribir y con el rescoldo chisporroteando. Procuraré que no se me corra la pluma, por respeto a las advertencias y particulares fines de mi padre; pero no se me quedará en el tintero nada que deba decirse en defensa de mi causa y para lección de cursis y mentecatos; y si en éstas y otras se me va algo la burra, a mí ¿qué? Lo primero es lo primero; y arda Troya.
Conque, en gracia de este sagrado y peliagudo deber que me reclama, perdona que haga aquí punto, a reserva de continuar de palabra los comentos a esta lamentable historia, tan pronto como tenga el regalado placer de cogerte a tiro de su lengua este malogrado capitalista que te abraza,
NINO.»
«P. D. Se me olvidaba decirte que, según noticia que me dio ayer tarde mi cuñado en ciernes, volviendo del Pipas, anda Irene hace ya tiempo en amorosas inteligencias con cierto gomoso de aquí, un tal Pancho Vila, a quien yo conozco mucho, sujeto algo original y excéntrico... ¿Querrás creer que, lejos de mortificarme la noticia, tuve cierta complacencia en ella? Me parecía que el fracaso me resultaba menos duro de pelar de esa manera que de la otra; porque no es lo mismo llegar tarde que ser echado a puntapiés. Puro sofisma, por de contado; porque el descalabro mío es harto grave para ser curado con paños calientes: tanto valdría el intento de endulzar el amargor del Océano con un terrón de azúcar. También este trapillo saldrá a la colada de mis cuentas con esa huéspeda de los ojos verdinegros... Y agur, que ya se me escapa la pluma de la mano y se va sola hacia el papel que la aguarda para darse un regodeo a todo su gusto.»
XXIV. Santo remedio
A media lectura de la carta, ya tuvo don Roque que dejarse caer en la butaca, empapado el cuerpo en sudor frío. Doña Angustias, que era quien leía frase a frase y casi palabra por palabra, acentuándolas todas, no solamente con la voz, sino con los ojos y aun con la carta misma, suspendió entonces la tarea; dio un paso hacia el sillón, en cuyo copete se apoyó con un brazo, y en esta postura estuvo observando a su marido.
—Sigue, —la dijo a poco el pobre hombre, con voz apagada y sin levantar la cabeza ni abrir los ojos.
Doña Angustias volvió a leer a media voz como antes y con la misma parsimonia acompasada y solemne. De tiempo en tiempo, aprovechando las pausas que hacía en la lectura, echaba una ojeada a su marido, sobre el cual iban cayendo sus palabras, vertidas de alto abajo, con la fuerza y los estragos de un pedrisco.
Esta escena, que pasaba a puertas cerradas en el dormitorio bien conocido del lector, duró media hora muy cumplida. Cuando doña Angustias la dio por terminada, don Roque se enjugaba con el pañuelo un par de lagrimones que le caían de los párpados contraídos. Su mujer, sin dejar de mirarle con compasivos ojos, esperó a que pasara aquella crisis bienhechora, cuyas causas debían de arrancar de lo más hondo del corazón y del cerebro del pobre iluso.
Duró poco la espera de doña Angustias. Por haberla notado quizás, hizo un esfuerzo don Roque para salir de su letargo penoso, y preguntó a su mujer, removiéndose en la butaca y enderezando el pescuezo, pero sin volver la cara hacia ella, que continuaba de pie a su lado:
—¿Nada más?
—¿Aún te parece poco? —preguntole a su vez doña Angustias.
—¡Psch!... Preso por mil... Aunque, como bastante, ya lo es.
—¡Vaya si lo es!
—¡Cascabeles si es bastante!
Y en esto, se alzó de la butaca, se sonó las narices muy recio, y dio un par de vueltas por el cuarto.
—¡Vaya, vaya, vaya!... ¡Jesús, María y José! —exclamaba a media voz, mientras andaba de acá para allá con la bata al desgaire, la visera de medio lado, las manos en los bolsillos del pantalón y los ojos como puños.
Su mujer le seguía con la vista sin decirle una palabra. De pronto, le dijo él a ella:
—¿Conque esa carta, por lo que me has dicho, la recibió Irene anoche?
—Cabal, y por el correo, —contestó doña Angustias.
—Por el correo —repitió Brezales, enderezándose un poco la visera.— ¿Y dices tú —añadió después de sonarse otra vez,— que no tuviste conocimiento de ella hasta?...
—Hasta esta mañana: hará dos horas.
—¿Por la misma Irene?
—No; por Petra... y eso, después de pensarlo mucho las dos. Por gusto de Irene, la carta se hubiera quemado en seguida. Cuando yo la leí, ni siquiera me hice cruces, porque de nada me extrañé. Al contrario, si bien se miraba. Después hablamos las tres largamente. Irene me pidió por Dios que te lo ocultáramos todo; pero yo la respondí, quedándome con la carta, que sobre ese particular se haría lo que debiera de hacerse; y me vine sin perder momento a leértela de punta a cabo.
—¡Bien hecho! —contestó don Roque acentuando las palabras con manos y cabeza.— ¡Bien hecho! Porque tendría que ver que yo ignorara esas cosas. ¡Jesús!... ¡Jesús, María y José!
Y volvió a pasearse por el cuarto con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos. De pronto se detuvo delante de su mujer, y la preguntó:
—¿Y dices tú que vosotras dais por hecho que esa carta ha venido aquí por equivocación?
—Sin la menor duda, Roque: ese mentecato... por no llamarle cosa peor y bien merecida, en la prisa con que anduvo a última hora, cambió los sobres de las cartas, y mandó a Irene la que había escrito para su amigote.
—¡Qué casualidad, Angustias! —exclamó don Roque, llevándose las manos a la cabeza.
—Di mejor ¡qué Providencia! —contestó su mujer.— Porque este cambio ha sido providencial, para que acabes de caer de tu burro...
—¡Válgame el señor san Roque! —exclamó de nuevo Brezales, volviendo a pasearse por el cuarto.— ¡Válganme todos los santos de la corte celestial!... ¡Válgame el mismo Dios y Señor nuestro, Criador de todas las cosas y Divino Redentor del mundo!... ¡Hay que verlo, hay que tocarlo con las manos, para creer que no le engañan a uno y que es la pura verdad!...
Anduvo un buen rato así, ora exclamando, ora llevándose las manos a la frente y la visera de la gorra tan pronto a un lado como a otro, hasta que su inquietud fue trocándose poco a poco en abatimiento; y volvió a inclinar la cabeza sobre el pecho, y se le puso otro nudo en la garganta, y se le empañaron nuevamente los ojos, y se detuvo, de espaldas a su mujer, que no desplegaba los labios, aunque no cesaba de mirarle para enjugarse las lágrimas.
Al fin se volvió hacia ella; y con una voz, y un andar, y una expresión de mirada que daban la medida fiel del estado de su espíritu, entristecido y lacio, pero en perfecto reposo, la habló de esta manera:
—Pensarás tú que lo que más me ha echado el alma por los suelos al oírte leer esa carta, han sido las perrerías que en ella se dicen de mí... Pues te juro que te equivocas si tal piensas, Angustias... Otro sentir muy diferente es el que me ha puesto del modo que me ves. Parte pueden haber tenido, si quieres, esos improperios en el caso; pero, a todo tirar, como a manera de luz que me le ha hecho ver al primer golpe... y el caso que yo he visto; el caso, Angustias, que me espanta y no puede tener perdón de Dios, es la fuerza de vela que yo he venido haciendo, un día y otro día, un mes y otro mes, para poner a la pobre Irene en manos de ese bandolero. ¡Válgame la Divina Misericordia! ¡Qué hubiera sido de ella! ¡Qué hubiera sido de mí! ¡Qué hubiera sido de todos nosotros! Esto, esto, y mucho más de otro tanto he visto yo en toda su claridad desde los primeros renglones de la carta... No parecía sino que Dios mismo, con sus divinas manos, me iba quitando las cataratas de los ojos. ¡Qué barbaridad de cosas he visto, Angustias... y estoy viendo ahora mismo desde aquí, en donde quiera que pongo los ojos de la memoria!... Porque yo soy hombre de bien, Angustias, incapaz de hacer un daño conociéndole; pero he sido tonto, tonto de capirote, como aquí mismo me llamaste tú no hace muchos días; y a lo tonto, a lo tonto, he ido haciendo en la vida muchas atrocidades que no he debido de hacer, aunque ninguna tan gorda como ésta, que merece un grillete lo mismo que un santo un par de velas... pero basta esa barbaridad, Angustias; hasta esa, que, por dicha, no llegó a rematarse, he querido hacerla con buen fin. Mírate tú y créeme: se me figuraba a mí que casando a Irene con ese... con ese malhechor, y siendo yo consuegro, y tú consuegra de su padre, se nos metían las Indias por las puertas de casa, y con las Indias, el mismo sol de los cielos, y todas las pompas y todos los relumbres de la tierra. ¿Qué quieres? Era así, mi modo de ver; y viéndolo de este modo, no había razón que me convenciera de lo contrario; y en esta ceguedad, ¡erre que erre! y... ¡pobre hija de mi alma! ¡Qué juicio habrás formado de tu padre!... ¡y tú de tu marido!... ¡Con toda la atrocidad de lo que yo la quería... de lo que os quería y os quiero a todas! ¡Santo Dios, cuando yo era capaz de dejarme freir en aceite porque no se os chamuscara a vosotras un pelo de la cabeza!... Porque ésta es la pura verdad, Angustias, créasme o no me creas: yo he podido hacer, y vuelvo a repetírtelo, muchas burradas, ¡muchísimas! y de seguro las he hecho; pero ninguna maldad a sabiendas... Eso no; y Dios, que me escucha, sabe que no miento. Aquí arriba estaba el mal, que no me dejaba andar derecho; no aquí abajo, donde todo está sano como unos corales... ¡La ceguera, la ceguera, Angustias; la condenada ceguera de la vanidad es la que pierde a los hombres, y mayormente si son algo tontos de por sí! Pero, amiga del alma, viene a lo mejor de la borrachera un lampreazo como éste, que le desloma a uno y le hace ver las estrellitas del cielo al mediodía, y hasta las cosas más invisibles, como ahora me está pasando a mí.
—Pues no te quejes de ello —le dijo entonces afablemente su mujer:— peor fuera haberte ido a la sepultura con las cataratas.
—¡Quejarme! —exclamó don Roque.— ¡Bueno estaría ello, cuando no acabo de dar gracias a Dios por el beneficio que me hace! Si me parece que comienzo a vivir ahora, mujer, o que soy otro hombre distinto del que fui... Vamos, que estoy en lo mío, donde me bandeo mejor que antes, sin trabas que me estorben el pensar... ni tampoco la palabra. Claro: como que me atengo a mi pobreza, sin soñar en meter la mano en los caudales del vecino pudiente, para darme un lustre que se me cae de encima... Bueno: pues yo quisiera ahora que me fueras preparando, para cuanto antes, una entrevista con la pobre Irene... ¡Es mucho lo qua yo tengo que decirla para que me perdone un poco siquiera de las amarguras que la he hecho pasar, y de la barbaridad del peligro en que la puse!... como espero que me perdones tú la parte que te ha tocado de mis cabezonadas indisculpables; sólo que contigo tengo más franqueza; y es muy natural que la tenga. ¿No es verdad, Angustias?
Sonriose ésta bondadosamente, y dio por concedido todo lo que ambicionaba el pobre hombre.
—Pues Dios te lo pague —dijo éste,— y a ella y a su hermana también, por anticipado... y vamos a otra cosa. Hazme el favor de esa carta; porque, si no me engaña la memoria...
Diole la carta doña Angustias; y después de fijar él la vista en la última carilla del último de los plieguecillos, continuó:
—Justamente: aquí está lo que yo buscaba. Dime, mujer, ¿tú sabes algo de lo que se asegura en esta posdata? ¿Tiene algún fundamento?
Sonriose doña Angustias, y respondiole:
—Esa misma pregunta hice yo a Irene.
—Y ¿qué te respondió?
—Con la boca, ni una palabra.
—¡Hola, hola!...
—Pero su hermana, que es más suelta de pico, me puso al corriente de todo... y resulta que es cierta la noticia.
—¿Conque es cierta? —exclamó don Roque abriendo mucho los ojos.— ¡Vea usted qué demonio!
—Según parece —añadió doña Angustias,— es ya cosa vieja.
—Corriente, corriente —la interrumpió su marido, casi tapándola la boca con las manos.— No necesito saber más... Porque te advierto que yo no entro ni salgo, ni quiero entrar ni salir en ese particular. ¡Dios me librara! Allá vosotras, hijas mías; y si sacáis en limpio que la cosa conviene, no hay más que avisarme; y en avisándome, ya estoy yo corriendo a casa de su padre, y barriéndole el polvo de los suelos, si me la pide como condición para hacer las paces con él. Así como así, toda la guerra estriba en una miseriuca de las que yo usaba cuando era tonto... Repito que allá vosotras... y a ver si me puedes preparar para el mediodía esa conversación que yo quiero tener con Irene; porque sin dejar esas cuentas bien saldadas, no tengo cara para sentarme hoy a la mesa.
—Pues por falta de ese requisito —le replicó su mujer, alegre como unas castañuelas,— no se te ha de indigestar hoy la comida, ni has der quedarte en ayunas. Ahora mismo voy a prevenir a Irene, aunque la prevención está por demás, sabiendo tú lo buena que es tu hija...
—No importa: quiero yo que te haya oído a ti antes de verme cara a cara con ella... Son ahora las diez: a eso de las doce subiré yo del escritorio... porque tengo algo urgente que hacer allí. ¿Estás?
—Enhorabuena —respondió doña Angustias disponiéndose a salir.— Dame la carta.
—¿La carta? —repitió don Roque bajando la mano en que la tenía.— Con la carta esta, y perdona, me quedo yo.
—¿Para qué? —le preguntó doña Angustias algo sorprendida con la ocurrencia.
—Pues para una cosa que he discurrido —contestó don Roque muy entero,— según ibas tú leyéndomela. Es cosa buena, te lo aseguro, y que ha de venir muy al caso... Ya te la diré a su hora conveniente... ¡Verás qué golpe, Angustias!... No temas, no, que sea por el arte de los que daba yo antes... Esos ya pasaron, por misericordia de Dios... En fin, que me quedo con la carta, porque debo de quedarme con ella y anda, hijita, cuanto primero, a hacerme ese favor que me has prometido.
Diciendo esto, impulsaba suavemente hacia la puerta a su mujer; y a una mirada de desconfianza con que ésta le interrogó en el momento de salir al pasillo, contestó Brezales en un tono de convicción y de entereza nunca usado por él hasta entonces:
—¡Cuando te digo que no soy ya ni sombra de lo que fui!...
Media hora después, sentado don Roque Brezales en el sillón de su despacho, escribía sobre el pupitre, en medio pliego de papel comercial con el membrete de la casa, los siguientes renglones que copiaba de un borrador que acababa de perjeñar sin grandes dificultades:
«Excmo. Señor duque del Cañaveral:
Muy señor mío y dueño: tengo el gusto de poner en manos de usted la adjunta carta que, por equivocación del sobre, se ha recibido aquí, para que se la entregue usted al firmante de ella, que debe de tener interés en que llegue a su verdadero destino. Que la carta se ha leído en esta casa en familia, no necesito decírselo a usted, ni tampoco que quedamos bien enterados de ella. Como es cosa superior, se la recomiendo a usted, si quiere pasar un buen rato antes de entregársela a su señor hijo. Léala y quedará encantado.
Dando por supuesto ahora que han de abandonarnos ustedes sin despedirse de nosotros, y preciándome yo de hombre formal y de palabra, lo que en este mismo escritorio le dije de estar saldadas todas nuestras cuentas de metálico, dicho queda y aquí lo mantengo en todo su valor... En fin, que no me debe usted un ochavo a la hora presente. ¿Le parece a usted mucho rumbo el mío? Pues a mí no; porque aunque fuera doble de lo que es, me parecería poco en comparación de lo que he aprendido a costa de ello. Le advierto a usted que no me lleva nadie la mano para decirle estas cosas. Todas ellas, y otras muchas más que me callo, son discurridas por mí. Se pasmaría usted, señor duque, si supiera lo que se me han afinado los sentidos de dos horas a esta parte. Todo por obra de la misma carta. Por eso le decía a usted que, pagándola al precio a que la pago, todavía se me figura que le quedo mucho a deber.
Por lo demás, como si nunca nos hubiéramos conocido, y mande otra cosa a su escarmentado y seguro servidor q. b. s. m.
ROQUE BREZALES.
S/c 22 de agosto.»
Leída y releída por su autor esta carta después de terminada, y punteada y comeada, no con perfección ortográfica precisamente, pero con sumo cuidado, metiola don Roque en un sobre con la otra; escribió la dirección en letra a pulso y bien rasgueada, y llamó a un dependiente.
—Esta carta —le dijo,— en propia mano al señor duque. En propia mano, ¿me entiende usted? Si no está, espérese a que vuelva; y si está, diga de mi parte que necesita verle. A nadie más que a él ha de entregársela... Y a escape ahora mismo, por el tren, o en coche... o por el aire.
Salió el pinche inmediatamente; y don Roque, después de guardar el borrador de la carta en el bolsillo para leérsela a su mujer, bien seguro de que había de valerle un aplauso la ocurrencia, púsose a pasear por el despacho restregándose las manos y con los ojillos muy alegres.
—¡Vaya si estoy satisfecho de mi obra! —pensaba mientras se movía.— ¡Cascabeles si lo estoy!... A estas horas, ya habrá hablado Angustias con Irene. Dentro de un rato, ¡hala para arriba! y comienzo por leerles, a las tres, el borrador de la carta, que gustará, ¡vaya si gustará, con la tirria que ellas les tienen! Esto ya me desembaraza el camino para lo otro... y, puede que me le ahorre todo; y en seguida, las paces... ¡Las paces, Dios eterno!... que son el sosiego y el amor de antes, y la comida sin amargores, y el sueño sin pesadillas... y las caras alegres, y el diablo a la calle, y Dios con todos nosotros... Pero ¡qué cosa más admirable es este alcance de vista que tengo desde que la lectura de esa carta me quitó la venda de los ojos!... Porque no veo solamente lo que ella me puso delante, sino mucho más allá, y por un lado y por otro, y hacia arriba y hacia abajo: vamos, como si los hombres y las cosas hubieran cambiado de pronto de color para mí. ¿Pues no se me antoja ahora mismo, con sólo acordarme de ellos, que Gárgaras y Vaquero y otros tales no son más que un rebaño de judíos comilones y avarientos y sin pizca de educación? ¡Pues dígote con mis peleas en La Alianza y otras partes! ¿Para qué, señor... y por qué?... ¡Si juraría que hasta el mismo Sancho Vargas pudiera ser tonto de la cabeza, como asegura Petrilla!... Sí, señor; pudiera muy bien resultar tonto Sancho Vargas...
Pensar esto y presentársele a la puerta el mencionado, fue una misma cosa. Iba el tal espetado y rozagante como nunca.
—¿A que no me esperaba usted, mi señor don Roque? —le preguntó colándose adentro, como Pedro por su casa.
—Tanto como esperarle —respondió Brezales dejándose estrechar la mano que el otro le pedía con la suya, pero sin aquel entusiasmo de otras veces en casos parecidos.
—Es igual —repuso Vargas, arrojando el pajerillo sobre el atril de Brezales.— Porque entre hombres de seriedad y de negocios, como usted y yo, todas las horas son hábiles para tratar de ellos, y siempre se llega en sazón y a punto. ¿No es cierto, mi señor don Roque?
—Cuando usted lo asegura... —respondió éste, sin moverse del sitio en que el otro le había hallado, y volviendo las manos a los bolsillos.— ¿Y a qué debo el gusto de?...
—Pues, hombre —le interrumpió Sancho Vargas,— ya que usted se me anticipa con la pregunta, le diré que son dos los asuntos que aquí me traen por el momento; principalmente uno de ellos, por ser de índole más delicada.
—¿Quiere usted sentarse? —le preguntó entonces don Roque con bien escaso empeño, y señalándole con la vista y un estirón del pescuezo, no el sillón de la otra vez, sino una silla vulgar de las de abajo.
—Por de pronto —respondió Vargas andando hacia la puerta por donde había entrado,— permítame usted que tome esta precaución, que no estará de más.
—¡Demonio! —exclamó para sí Brezales al ver que cerraba la puerta.— ¿También éste vendrá a pedirme algo?
Volvió Sancho Vargas; sentose donde Brezales quería; sentose Brezales también, a una indicación cortés del otro, en la silla inmediata, y colocados así los dos, dijo Vargas a don Roque:
—Comenzando por lo menos, me permito recordar a usted aquellos mis grandiosos proyectos, tan inicuamente desairados en La Alianza.
—¡Valientes calamidades... los hombres de esa sociedad! —exclamó don Roque, sin poder contenerse; pero con habilidad bastante para poder echar a tiempo sobre los socios de La Alianza lo que salía de sus adentros enderezado a los proyectos de su interlocutor.
—Conformes, mi señor don Roque —repuso éste muy ufano.— Pero no van por ahí mis intentos en la ocasión presente. Convencido de que las envidias y otras miserias han de combatirme aquí, como me han combatido siempre, tenía yo pensado interesar al señor duque... Porque ya ve usted: él es hombre de gran influjo en Madrid; su partido está llamando a las puertas del poder; lo que el señor duque quisiera siendo gobierno... figúrese usted si sería en el acto cosa hecha... En fin, que teniendo esto presente, y que, según mis noticias, se va de aquí mañana Su Excelencia con toda su familia, me ha parecido muy conveniente aprovechar los instantes, contando con el apoyo de los buenos amigos; y a este fin, vengo a preguntarle a usted, si no le parece mal la pregunta, en primer lugar, cómo se halla usted de relaciones con él.
—¿Con quién? —preguntó Brezales muy avispado.
—Con el señor duque, —respondió Vargas.
—De lo peor —dijo don Roque brincando en la silla:— a matar, como el perro y el gato...
—Entendido, entendido —se apresuró a replicar Sancho Vargas.— Ya no hay más que hablar. Era una pregunta como otra cualquiera. A un lado este registro. Todo se reduce a apretar un poco más los propios, al verme yo mano a mano con él... Por lo demás, no me choca ese desconcierto, estando como estoy en determinados antecedentes, por haber tenido usted la bondad de honrarme dándomelos aquí mismo a conocer...
—Cuando yo era tonto —dijo don Roque para sí con grandes remordimientos de su conciencia.— ¡No te relamerías hoy con ese gusto, cascabeles!
—Pero, dejando también esto a un lado —continuó Vargas, a cien mil leguas de sospechar los pensamientos de su interlocutor,— que es puramente accesorio, aunque de alguna importancia en esta ocasión, y viniendo a lo principal de mi visita, ha de saber usted, mi señor don Roque, que, como hombre de fuste que soy, cuando me dispongo a hacer un favor a un amigo a quien aprecio de veras, no solamente le sirvo en lo que desea, sino que voy mucho más allá, como me sea posible. Por estas razones, cuando tuvo usted la bondad de abrirme aquí mismo su atribulado corazón y solicitar mi humilde consejo, no solamente le oí con gusto y le aconsejé conforme a mi leal saber y entender, sino que la cosa consultada no se apartó ya de mi cabeza, y seguí consagrándola de día y de noche gran parte de mis mejores pensamientos.
—Gracias, —dijo al oírlo Brezales, con una socarronería que no pescó el otro.
—No las merezco, mi señor don Roque —contestó Vargas tomando la palabra al pie de la letra.— Y vamos al punto delicado. Dando yo por roto aquel compromiso que, bien estudiado, no tenía ya buena compostura, díjeme: pues, señor, con el escarmiento sufrido por el señor don Roque, y en el estado moral... y material en que se encuentra la Irene, ¿qué es lo que más podría convenirle al uno y a la otra para alejar a los dos en adelante de todo riesgo parecido a éste?... Porque, fíjese usted bien, amigo mío: siendo la Irene una joven de mucho valer por su físico, y su padre un hombre de grandes caudales, las tentaciones del diablo han de perseguir a muchos golosos, y, por consiguiente, han de abundar los peligros de equivocarse cualquiera de ustedes dos... porque ese es el mundo, mi señor don Roque, y no hay que darle vueltas. ¡Oh, si le conozco yo bien, teniendo, como tengo, larga experiencia y mucha luz debajo del pelo, aunque me esté mal el decirlo!... Pues bien, en estos supuestos, me respondí a mí propio: lo que le conviene al señor don Roque para yerno; lo que le conviene para marido a su hija, es un hombre...
En esta palabra se detuvo Sancho Vargas, porque notó en las cejas y en los labios de don Roque ciertos signos de admiración y de sorpresa que le intimidaron un poco.
—¿Estaré, quizás, pecando de indiscreto —dijo entonces, más bien por alardear de precavido que por creer en lo que preguntaba,— hablándole a usted con la franqueza con que le hablo?
—De ninguna manera —respondió al punto don Roque con el aire más campechano del mundo:— siga usted, siga usted, señor don Sancho, que me va interesando la cosa.
—Pues con esa conformidad —repuso Vargas muy hueco,— prosigo: un hombre, dije para mí, de buena edad y no mal porte; de sólida cabeza; experimentado en las cosas del mundo y en los negocios mercantiles; bien capaz de conducir mañana u otro día los de ese excelente sujeto (si llegara a fallecer) por vías de prosperidad y engrandecimiento; y capaz también, en ese caso desgraciado, de ser amparo y sombra de toda su familia, de mirar por ella y de aconsejarla con prudencia y sabiduría. Pero volví a preguntarme: ¿existe un hombre a mis alcances que reúna todas estas prendas? Existe, me respondí al instante. Y existiendo ese hombre, me pregunté otra vez: ¿querría... se prestaría?... En fin, ¿podría contarse con él para llevar a remate una obra tan delicada y expuesta como esa? Creo que sí, volví a responderme; porque esa persona, aunque con la cabeza ocupada de continuo en grandes problemas, es todo un hombre del mundo y de la sociedad cuando llega el caso, y sabe sentir y estimar las cosas como es debido... En fin, mi señor don Roque —añadió Vargas, echando el resto en lo fino, en lo risueño y en lo generoso— puedo contar con ese hombre, y tengo el honor de ofrecérsele a usted para los fines indicados.
—Pues tantísimas gracias —respondió Brezales en el mismo tono en que se le había hecho la oferta.— Y ¿se puede saber —añadió, dispuesto a apurar la materia que le estaba interesando vivamente,— quién es ese hombre tan generoso y tan... vamos, tan conveniente para mí y para todos los de mi casa?
—Como que a eso vengo, mi respetable amigo —respondió Vargas muy templado:— a decirle a usted quién es esa persona; aunque pensaba yo hace un instante que, con las señas que ha tenido el gusto de darle, podría usted haber caído...
—Pues no he caído. ¡Vea usted qué torpeza la mía!
—Ya lo observo, mi señor don Roque; pero es igual para el caso... Pues ese hombre, aunque me esté mal el decirlo, soy yo.
—¡Usted! —exclamó Brezales haciéndose más sorprendido de lo que estaba en realidad.
—¿Me creía usted incapaz —dijo Vargas muy travieso,— de echarme por esos caminos? No sería extraño, acostumbrado, como está, a verme marchar por otros tan diferentes y tan altos... Pero yo soy así, mi respetable y querido amigo: hago a todo, y bajo y subo cuando el caso llega. Ahora, por las razones que le dejo expuestas a usted, bajé de mis cumbres, y me dije: pues, señor, si podemos prestarnos esa familia y yo ese mutuo y buen servicio, ¿por qué no nos lo hemos de prestar? Y éste es el caso, mi apreciable señor don Roque; y aquí me tiene usted esperando su respuesta.
—¡Por vida del ocho de copas! —dijo entonces Brezales, fingiendo que le apuraba mucho el trance.— ¿Conque usted había pensado todas esas cosas tan bien pensadas y tan?... ¡Cascabeles, cuánto lo siento!...
Se le cayó una aleta a Sancho Vargas con esta exclamación de su amigo; el cual, notando la avería, añadió a lo exclamado:
—Ya ve usted: no es plato de gusto para nadie decir a otro que se nos viene con un favor en cada dedo: «se estima la intención; pero no pueden aceptarse,» como tengo que decirle yo a usted en el presente caso.
—¿Así, sin más ni más, señor don Roque? —preguntó Sancho Vargas con cierto dejillo de altanería.
—Sin más ni más, señor don Sancho —le respondió Brezales muy templado.— Como se dicen o deben decirse siempre estas cosas tan serias... entre buenos amigos.
—Pensaba yo —repuso Vargas,— que, cuando menos, menos, se tantearía antes la voluntad de ella.
—¿La de Irene? —preguntole don Roque con ojos de asombro.
—Justamente.
—Por consultada, amigo mío, por consultada —insistió Brezales levantándose al mismo tiempo de la silla.— Conozco esa voluntad como la mía propia; y créame usted, ni a ella ni a mí nos ha ocurrido pensar en esas cosas que ha pensado usted por nosotros, haciéndonos un grandísimo favor.
—Después de lo pasado —apuntó Vargas, algo descompuesto ya,— creía yo...
—Pues precisamente por eso —dijo don Roque. —Precisamente por el ejemplo de lo que acaba de pasarnos. No sabe usted, don Sancho amigo, lo que ese ejemplo nos ha enseñado a todos los de esta casa, particularmente en el modo de mirar y de ver cosas y gentes.
—¿De manera —repuso Vargas enteramente desaplomado,— que, en lo tocante a mi proposición, como si nada hubiera dicho?
—Absolutamente igual, señor don Sancho —respondió, Brezales.— Por de contado que eso no quita que se estimen como es debido el buen deseo, y la generosidad, y la... en fin, todo lo bueno y caritativo que hay en la ocurrencia de usted.
Sancho Vargas, descuajaringado y mustio, y roído además por el despecho que aquel inesperado fracaso le producía, se levantó también; y tendiendo de mala gana la diestra al desconocido Brezales, le dijo con ronca voz y sin mirarle a la cara:
—Lo menos que un hombre como yo puede pedir a otro como usted, en la delicada situación en que en este instante me hallo, es que guarde el secreto de lo que se le ha confiado... por una disculpable equivocación.
A lo que respondió Brezales con gran frescura, porque verdaderamente se iba desconociendo y transformando de hora en hora:
—Aunque no hay ninguna ley que a guardar ese secreto me obligue, porque yo no le llamé a usted a mi casa para que se confesara conmigo, puede descansar en la confianza de que no he de abusar de la que usted puso en mí.
—Cuento con ello; y adiós, señor de Brezales.
—Adiós, señor de Vargas.
Cogió éste el pajerillo que antes había puesto sobre el atril; hizo a don Roque una media reverencia, y salió del escritorio con un aire que anunciaba grandes intenciones de no volver a pisarle.
El padre de Irene, con las manos en los bolsillos, los pies muy afirmados en el suelo y la gorra echada atrás, le vio salir y le siguió con los ojos hasta que desapareció por la puerta que daba a la escalera. Entonces, moviéndose hacia el atril, con la gorra ya en la mano y los ojos muy brillantes, exclamó casi en voz alta:
—¿No lo dije? ¡Tonto virado! Si es cosa vista: fallo que yo eche desde hoy, no tiene vuelta.
XXV. Las catacumbas
Después espesaron los rocíos y comenzaron a enfriarse las madrugadas; soplaron las primeras rachas del noroeste, y se llevaron por delante los últimos celajes veraniegos; perdió la mar todas sus galas de las grandes etiquetas: los «vaporosos tules,» las «esmeraldas líquidas,» las «irisadas crenchas...» y cuanto ven en esa egregia dama los soñadores ojos de la poesía bonachona y elegante. Por perder, perdió hasta las «embriagadoras armonías» de sus «arrullos blandos,» y se echó encima los ropajes grises, macizos y desaliñados de los días «de confianza» en los meses invernales; y comenzó a ensayar en el fondo de sus abismos el zumbido de las largas noches tenebrosas y el rugir de sus galernas y huracanes.
Con estos síntomas desapacibles, los últimos bañistas de la playa tiritaron de frío y de tristeza, y se largaron tierra adentro sin volver la vista atrás. Los ociosos hospederos apagaron entonces sus hornillos y fogatas; requirieron las improductivas cacerolas, y se desbandaron también hacia sus cuarteles de invierno, cruzándose quizás en el camino éstos y los otros con los nativos de la ciudad, que tornaban a ella cansados de la vida campestre en las aldeas circunvecinas. Los taciturnos balnearios, los encumbrados chalets y los hoteles, grandes y chicos, después de recoger y amontonar sus cachivaches y dar una escobada a los suelos, cerrason sus puertas y ventanas; y hartos de huéspedes volanderos y de sus algaradas y trapisondas, dispusiéronse a dormir, entre los horrores de la digestión y en aquella soledad que parecería la de las tumbas sin el bramar continuo del enfurruñado Océano, el sueño de las marmotas hasta los primeros calores del venidero estío.
En la ciudad aconteció entonces algo parecido a lo que acontece en el seno de la patriarcal familia al siguiente día de despedir a los parientes y amigos que vinieron con motivo de las fiestas del santo patrono del lugar. Cada cual vuelve a su oficio, y a su ropa, y a su cuarto, y a su cama, y a su sitio en la mesa, y a su andar y vivir ordinarios, dentro y fuera de la casa: unos con pesadumbre por amor a la vida ruidosa y desordenada, y otros muy complacidos por gustar del método reglamentado, de la puchera clásica, del hogar en orden... y de una prudente y saludable economía; porque los regodeos y jolgorios, por breves que sean, siempre resultan caros.
La gente moza, con la espalda vuelta a las frías soledades de la playa y la vista fija, en los pavorosos problemas del invierno que se les venía encima, se quedó suspirando y royéndose las uñas. Todo lo veía negro y vulgar y fastidioso, mirando hacia adelante; y volviendo hacia atrás los ojos de la memoria, ¡qué diferencia! ¡Adiós, placeres elegantes! ¡esparcimientos distinguidos! ¡niñas arrebatadoras! ¡marquesas incomparables! ¡chicos ilustres del gran mundo! ¡personajes de copete! ¡bailes, jiras, conciertos y veladas! La intriguilla amorosa, interrumpida a lo mejor; el anhelado sí, apenas saboreado; la ardiente mirada, sin explicar; la frase aquélla, en enigma todavía... ¡y el del banquero A, y la de los Condes de B!... ¡y Chuncha Olivete, y Manolo Gonzálvez! ¡Oh, dioses inmortales, qué pesadumbre!...
Para consolarse de ella y echarse a pechos aquel interminable invierno que avanzaba cargado de chaparrones inclementes, la perspectiva de una esperanza de compañía zarzuelera en el teatro; dos bailes en el Casino; una novena solemne en tal iglesia de moda, y a pasto las reuniones de confianza en casa de las de Sotillo... ¡Y sea usted crema para esa, y juventud distinguida y elegante, con un ropero de lo mejor, y unas aptitudes de las más sobresalientes! ¡Pícaras capitales de provincia, que no tienen más sociedad que la postiza de los veranos! ¡Era cosa de emigrar de allí y renegar de la patria nativa, que no se cuidaba de entretener y amenizar los interesantes ocios de sus distinguidos hijos!
En cambio, los padres y otros ciudadanos que habían pasado ya de la edad de las ilusiones juveniles, se encontraban tan guapamente en aquella tranquilidad y en aquel orden beatíficos, como las personas cuerdas del ejemplo de más atrás, después de largarse sus huéspedes con el desorden y los ruidos a otra parte. La ciencia del bien vivir no consiste, al fin y al cabo, en otra cosa que en conformarse cada cual con lo que tiene en su casa; y en ese particular, eran unos verdaderos sabios los hombres de aquella ciudad costeña, que no se entristecían cosa maldita en invierno con la falta de los huéspedes del verano.
De ellos era indudablemente, es decir, de los que vivían muy bien acomodados a aquella honrada pobreza de recursos, un sujeto ya maduro y algo huraño, muy conocido del lector por haberle visto conversar con Casallena en el segundo capítulo de esta insípida, pero puntual historia, que, envuelto en largo y espeso capote, y azotado por las iras de un noroeste con granizo, subía, al comenzar de una noche de noviembre, calle arriba, calle arriba... calle arriba, por un laberinto de ellas, a cual más angosta y empinada. Llegó como pudo a lo más alto de todo, donde había un pedacito de mundo llano, y en este pedacito un portal muy ancho y a media luz, irradiada de una candileja de petróleo, prisionera entre hierros y candados; precaución muy cuerda contra los rateros de aquellas alturas, que robaban las libres al menor descuido de los guardianes de la puerta. En aquel refugio pateó el hombre un ratito y sacudió los faldones del gabán para descargarse del agua que había agarrado de cintura abajo, porque de cintura arriba le había librado un paraguas de una buena parte de ella; y después de este proceder de perro de lanas, echó escalera arriba poco a poco, oyendo el gritar adentro de una voz que le era bien conocida. Llamó a una puerta; abriola un sirviente, guapo mozo; le cogió el paraguas de la mano; despojose él después de su gabán; colgole en la percha del vestíbulo, bien alumbrado, y asomó entonces por un hueco inmediato, cerrado por un cortinón, Fabio López en zapatillas, con las manos en los bolsillos del pantalón, una boína de punto negro calada hasta las orejas, y una cara de todos los demonios.
—¡Hola! —exclamó el que llegaba.
—¡Hola! —repitió el otro, volviendo a desaparecer detrás de la cortina.
Colose tras él y por el mismo resquicio el recién llegado, y se arrimó a la chimenea que había en aquella estancia (y cuya boca estaba tapada con un periódico extendido de alto abajo para que adquiriera así mayor tiro la corriente de aire), sin curarse, al parecer, de Fabio López, que empezaba a dar vueltas por el cuarto.
—¡Vaya una hora de venir! —dijo al cabo y viendo que no chistaba el otro.
—Hombre —contestó éste volviéndose hacia el reló, que cumplía honradamente sus deberes en la pared frontera a la chimenea:— todavía no han dado las siete.
—Ya, ya.
—Y está lloviendo hace media hora... y hasta granizando.
—¡Ya, ya! ¡Canastos con las gentes delicadas de estos tiempos! Querrán que se les ponga coche, o palanquín como al emperador de la China... y además, alfombrada la calle, y con estufas. Y así y todo, temerán que se les reproduzcan los dolores del epigastrio... ¡Le digo a usted, reconcho!... Pues verá usted los otros señoritos. «¡Como llovía tanto!...» Porque al uno se le van los pies en cuanto se mojan las calles; el otro ¡uy!... se constipa en seguida. ¡Es tan delicado de cutis!... ¡Reconcho!... si fuera para ir al asalto de doña Circuncisa, o a comer de gorra al banquete del gobernador, o a una junta de mayores contribuyentes...
El hombre de la chimenea se sonrió sin volver la cara; cogió una silla de las más próximas; sentose, y arrimó los pies a la lumbre para secarse las botas y las perneras. El da casa, que se enteró de ello, corrió a quitar el periódico colgado delante de la fogata, no por rasgo de cortesía, sino porque no se metiera el otro en lo que no entendía ni le importaba.
—Y ¿qué hay de bueno? —preguntó maquinalmente el último, mientras el primero recogía el periódico.
—Que el mejor día —respondió López algo retrasado y volviendo a sus paseos,— hago yo aquí una barbaridad.
—¿Con quién?
—Con una burra de cocinera que yo tengo hace más de setenta años... ¡Reconcho, qué animal!
—¿Por qué?
—Le digo a usted que tiene días en que es cosa de matarla; y hoy ha sido uno de ellos.
—Vaya todo por Dios.
—Esta mañana tuve que salir a eso de las diez por un arrastrado asunto que no era mío ni me importaba tres castañas... lo que me pasa cada lunes y cada martes; y dejé encima de esa mesa, entre el Código civil, por más señas, y un tomo de las obras de Bretón de los Herreros, el plato en que anoche me dibujó al humo Octavio, aquella ronda de alguaciles tan hermosísima que usted vio. Pues, amigo, que vuelvo a las doce; que noto la falta del plato; que me pasa una sospecha por el magín; que llamo a esa animal; que la pregunto... ¡reconcho!... ¿y qué cree usted que me contesta, hombre?... Pues nada: que entró aquí, no sé a qué cosa; que vio el plato, y que, como estaba sucio, se le había llevado... para fregarle. ¡Y le fregó, reconcho!
—¡Qué barbaridad!
—¡Ah! pues si no hubiera tenido pareja...
—¿El plato?
—No, señor: la barbaridad.
—¿Luego la tuvo?
—Como siempre, ¡canastos! porque esa burra nunca hace una burrada sola: lo menos un par de ellas, ya se sabe.
—¿Cuál fue la otra?
—Ayer me regalaron la mejor pieza de langosta que ha salido de los mares. «Para pasado mañana,» la dije, no a la langosta, sino a la cocinera; y bien recio, porque tiene un oído como esa pared, la bestia de los demonios. Pues, señor: el primer principio que sale hoy a la mesa, la langosta... ¡y en la salsa que me gusta a mí! Al ver aquella nueva atrocidad, lo primero que me ocurrió fue ir a la cocina con la fuente y rompérsela encima de los cascos a la arrastrada fregatriz; pero por un milagro de Dios, me conformé con llamarla, ponerla el guisote en la mano y decirla: «ahora mismo se lo llevas a la portera para que se la coma de mi parte; pero sin olerlo tú siquiera en el camino; porque si sé que lo hueles, hasta la porcelana te vas a tragar hoy...» Claro que, ni mis sobrinos ni yo catamos la langosta. ¡Reconcho!... ¡y con lo riquísima que debía de estar! Por supuesto, mis sobrinos no la hincaron el diente, porque estaba yo delante... Los conozco bien.
—Y ¿por qué no la cató usted ni consintió que ellos la cataran? —preguntó el amigo con cierta curiosidad.
—Porque habíamos comido ya de carne —respondió el otro hecho una pólvora.— ¿O tampoco sabe usted que hoy no se puede promiscuar, reconcho? Pues ¿por qué mandé yo ayer que se guardara para mañana?... Todavía duraba la marimorena que yo armé cuando subía usted por la escalera. ¿No la ha oído? Pues bien he gritado.
Sorprendió López a su amigo mirándole con gran atención y sonriéndose de cierto modo, y díjole:
—Sí, señor, yo soy así; porque las cosas, ¡reconcho! o se hacen como es debido, o no se hacen. ¿Se manda que no se promiscue? Pues no se promiscua ni con el olfato; y no digo yo una langosta chapucera, como la de hoy: un ternero trufado mando yo en igual caso al cajón de la basura o a los pobres del Asilo... ¿Está usted? Pues bueno: eso no quita que Íñigo y yo no congeniemos; porque una cosa es la ley de Dios, y otra muy distinta la astucia de los hombres. ¿Me entiende usted? Lo peor de todo es, reconcho, que el pecado ese le va a pagar, si no está ya pagándole, quien menos culpa tiene; porque esa pobre mujer, que no estará muy avezada a platos fuertes, va a saltar en astillas en cuanto se eche al cuerpo la ración de pólvora que la mandé. Porque es lo que tiene la receta que yo uso para las langostas: se deja tragar como una seda; pero después es ella. ¡Reconcho!... ¡levanta en vilo!
El amigo que se calentaba los pies soltó al fin la carcajada, sin poner un solo comentario a las donosas mixturas de Fabio López; el cual dejó sus paseos en corto, se sentó al otro lado de la chimenea, empuñó las tenazas y comenzó a arreglar los tizones. Aquello, vistos los antecedentes del sujeto, equivalía a los golpes de la batutta del maestro en la hojalata de su atril, o al repiqueteo de la campanilla de un presidente acomodado ya en su sitial. Podía darse por comenzada la fiesta, o por abierta la sesión.
Saltaron varios asuntos y preguntas al redondel: sobre la identidad de una persona cuya muerte se anunciaba en los periódicos locales de aquella fecha; el alcance de un decreto publicado en la Gaceta, referente al personal de Telégrafos; la muestra que había estrenado una zapatería de la calle de San Basilio; un cuadro al óleo, expuesto dos tiendas más abajo de esta zapatería; la enfermedad de un canónigo conocido de ambos interlocutores; la cesantía de un estanquero; la temperatura oficial de aquel día; el precio de los besugos... Y nada: ni un solo tema de éstos prosperó allí. Apenas apuntados ya estaban muertos; y a otro en seguida... para ser despachado también de un golpe seco y a cara vuelta, por el contrario.
La llegada del sobrino Juan Fernández en traje doméstico, por una puerta de comunicación entre aquella vivienda y otra contigua, cambió algo el aspecto de las cosas; pero muy poco. Después se oyó el llamador de la puerta de la escalera.
—El otro valiente, —dijo el amigo de Fabio López, que le conoció por el modo de llamar.
—Y cierre usted la cuenta con él, —gruñó éste, cogiendo a pulso con las tenazas un tizón que estaba bien donde estaba, para ponerle donde no debía estar.
Y entró el valiente, que acreditó bien que lo era en el chorrear de su paraguas y relucir de sus botas. Era un mozo rehecho y bien templado; jurisperito por lujo, y artista de la mejor cepa; bien pertrechado de malicias cultas, y más rico de ingenio y suelto y socorrido de pluma de lo que a él se le figuraba. Se quejó lo menos que pudo de las inclemencias del tiempo, y se sentó lejos de la chimenea, después de encender un pitillo en un ascua de ella, cogida con las tenazas que, para eso sólo, le cedió el amo de casa.
Como si se complacieran en desmentirle, fueron llegando sucesivamente Juanito Romero; un contemporáneo de los dos viejos amigos, hombre de arboladura inglesa, con aficiones y hasta ciertos títulos diplomáticos; un pintor indígena, tan de admirar en sus cuadros como de aplaudir en los donaires de su conversación; un aristócrata de gustos democráticos, sin dejar por ello de ser apasionado del sport y lector asiduo del Fígaro parisiense y de la Revista de ambos mundos; Casallena y su pariente, aquel doctor carnicero de quien ya se hizo mención en otra parte de este libro... y el último de todos, por aquella noche, el otro sobrino de Fabio López, el gomoso del smoking y los cuellos de pajarita. Faltaba Pancho Vila, entre otros pocos más.
—A Pancho Vila —dijo Romero,— no le esperen ustedes.
—¿Por qué? —preguntó Fabio López.
—Porque le han caído entretenimientos bastante más agradables que el de esta tertulia, dicho sea sin ofensa. Es cosa arreglada ya.
—¿Cuál?
—Su casamiento con la de Brezales.
—¡Reconcho!... ¿Con la Africana?
—Con la misma. Me lo ha dicho él, el propio Pancho, esta tarde. Han hecho las paces las dos familias, y dentro de un par de meses...
—Pues protesto, ¡reconcho! —exclamó López armando un chisporroteo de todos los diablos en la chimenea, a fuerza de revolver desaforadamente los tizones.
—Y ¿por qué? —preguntó su amigo de enfrente.
—Porque no hay en el mundo más que un hombre que sepa estimar a esa mujer en todo lo que vale, y ese hombre no es el que se la lleva.
—Pues no es esto sólo lo que hay, —añadió Romero.
—¿Pues qué más que eso puede haber ya, tratándose de esa mujer, canastos?
—Es que no se trata de ella ahora —respondió el otro después de celebrar con una risotada de las suyas el dicho de Fabio López,— aunque algo la toque de cerca. Sé, por el mismo autorizado conducto, que también se casa su hermana.
—¿Esa guindilla? —preguntó López, volviéndose rápido hacia Juanito Romero, que celebró con otra carcajada la pregunta.— Y ¿con quién se casa?
—Pues asómbrese usted: con Pepe Gómez.
—¿Con Pepe Gómez? —repitió el otro asombrándose de veras.— ¿Con ese alfeñique blando, avefría de los demonios?...
—Con ese mismo.
—Vamos, hombre: va a ser cosa de irse uno del mundo, por no ver ciertas enormidades.
—Pues ahí verá usted.
—Pero no me digas ¡reconcho! que ese maniquí de sastrería, con aquellas patillitas recortadas, y aquel vestidito reluciente...
—Le advierto a usted que ya no gasta la ropa con barniz, ni chanclos en cuanto llueve. Es condición que ella le ha puesto.
—¿Esa sola?
—Que se sepa...
—Y aquella alma de sorbete, y aquellos dientecitos de cristal, y aquel andar y sonreír de aire colado, ¿con qué se enmiendan? ¿con qué se meten en calor, reconcho?
—Eso será cuenta de ella —contestó Romero con otra carcajada.— El hecho es innegable.
—¡Hombre, hombre... no me digas!... ¡Y fíese usted ahora de pintas de mujer!
Por estos resquicios se coló la conversación de la tertulia en los asuntos de la familia Brezales relacionados con la del «prócer» de Madrid. Se conocía de público hasta lo del trueque de las cartas de Nino, y era evidente que a lo aprendido con aquella lección providencial, debía don Roque el cambio que se notaba en su modo de ser. Apenas iba al Casino ya; y cuando iba, hablaba poco, en estilo llano y muy a tiempo. No había que mencionarle La Alianza, ni «los intereses del partido,» ni los proyectos de Sancho Vargas, ni a Sancho Vargas mismo; tampoco intimaba con Vaquero, Gárgaras, Casquete y otros tales. Sus negocios, por ocupación; su familia, por todo recreo... y nada más. Se conocía bien a sí propio, y no quería meterse en caballerías peligrosas, de las cuales había salido siempre mal y desairado, miradas las cosas desde lejos. Con este modo de ser y de conducirse, resultaba un buen hombre en toda regla, digno, muy digno de tener imitadores entre otros sujetos de su pelaje, que aún continuaban creyéndose hombres de importancia porque tenían cuatro pesetas más que el vulgo de las gentes. Por la fuerza de las cosas, había resultado algo filósofo; y una noche de las últimas había dicho en el Casino: «desde que me bajé de las alturas sin cimientos en que antes vivía, a los llanos en que vivo ahora, me parece que he crecido media vara... por adentro, y que alcanzo más que el doble con la vista alrededor.» Y esto lo había dicho en el momento en que se elevaba Sancho Vargas hasta los cuernos de la luna, hablando de un proyecto «colosal» que andaba concibiendo para fomentar, por cuenta del municipio, la recría de sanguijuelas en unos barrizales del común. Pues ni por esas se había apeado Sancho Vargas de su cabalgadura. De la dote que daba Brezales a sus hijas, se contaban espantos. El hombre era más rico aún de lo que parecía, y estaba dispuesto a echar la casa por la ventana en honor de...
—¿Y qué me dicen ustedes —interrumpió de pronto Fabio López, dale que le das a los tizones,— sobre eso de los humos de Huelva?... Asunto nuevo, gracias a Dios, e interesante para este amigo (el de enfrente), que comienza ahora a enterarse de él, según acaba de declararme por lo bajo... ¡Reconcho, qué suerte la de algunos! Yo siempre estoy enterado de todo lo que no me importa un rábano, y además me revienta.
De estos jarros de agua se valía aquel hombre para matar las conversaciones que no le divertían; siendo de advertir que había noches en que no soltaba el jarro de la mano.
Se guardó muy bien Juanito Romero de insistir en sus curiosos informes, y pasó de un salto a tratar de las reuniones de las de Sotillo: quiénes concurrían a ellas, y para qué, y si se proyectaban hasta charadas y cuadros vivos, éstos, del género religioso. Tampoco cuajó el asunto. Se tocó otro nuevo en otro rincón del concurso, y lo mismo. Se apuntó otro diferente en otro lado... Igual. De esta manera se trató allí en breve tiempo de infinitas materias del teatro; del caso de la fumarela fregoteada y del subsiguiente de la langosta; de Derecho penal; de un comiso de cajetillas; de Disciplina eclesiástica; de un crimen en Barcelona; del gran Canciller de Alemania; de cirugía; de un correo trasatlántico; de matemáticas; del sport; de una anécdota boulevardière referida por el Gil Blas; del coche de don Lucio Vaquero; de un Murillo de pega, colado por legítimo a un tratante en cuadros; de una tabla del siglo XV robada en un convento de Navarra; de la última comedia estrenada en el Español, de Madrid; del último libro de un autor de fama... hasta que por este carril se fue deslizando la conversación hacía el terreno del Arte y de las Letras, donde jamás vertían Fabio López ni su amigo el agua de sus jarros, y gustaban de verse reunidos todos los tertulianos: en guerra abierta, sí, como en todos los demás campos, y completamente disconformes unos con otros; pero, al cabo, reunidos por el común entusiasmo de un culto para el cual no sobraban los templos ni los fieles en aquella ciudad; y por eso sólo el amigo especial de Fabio López, hombre algo dado al vicio de las letras, llamaba las Catacumbas a aquel ignorado refugio, adonde no llegaban, en las horas de culto, ni las miradas del César, ni el tufo de los paganos ritos de abajo.
Y en verdad que el amigo Alhelí, incapaz de leer en los hombres más adentro de sus pecheras, y aun para eso habían de estar adornadas de brillantes, se hubiera visto y deseado para sacar de aquella tertulia algo que ofrecer en sus crónicas almibaradas a la voracidad distinguida de sus elegantes lectoras. Por lo pronto, su pluma, avezada a pintar a la luz del fausto palatino, no hubiera sabido moverse en la relativa estrechez de aquella estancia, casi cubiertas sus paredes, vestidas de modesto papel verde, por grandes y sencillos armarios abarrotados de libros útiles; algunos cuadros de buenas firmas; un diploma de Licenciado en Derecho; una gumía y un fez, con auténtica; la vera efigies de un amigo, por misericordia de Dios vivo aún, grabada en acero; y la de otro, muerto ya, fotografiada; un reló junto al grabado; un barómetro junto al diploma, y un espejo sobre la chimenea; el suelo tapizado de moqueta; en el centro de él una mesa de «señor jurisconsulto;» sobre la mesa una lámpara colgada del techo; y en los huecos de los balcones, jaulas con canarios, que a lo mejor salían reclamándose... Y nada más. ¡Ni un muñeco, ni un bibelot, ni una escudilla, ni un trapo de esos que cuestan un sentido!
Después, ¿con qué ojos había de mirar el adamado cronista, aunque exprimiera su meollo de peluche, empapado antes en almizcle y triple esencia de myosotis, un congreso de hombres incompatibles entre sí por la edad, por el genio y por el corte del ropaje? ¿Qué se le daba a él de aquellas porfías obstinadas, de aquellos chispazos geniales sobre puntos jamás ventilados en los concursos de sus devociones? ¿Para qué servían los debates mismos sobre más levantados asuntos en aquel oscuro rincón, sin eco y sin horizontes; con aquellos modales, y aquellas salidas extrañas a lo mejor, y aquellas interjecciones crudas?... ¿Cómo había de descubrir él, ni menos saborear, la salsa de todo aquello, aunque hubiera adivinado sus curiosos orígenes, y el paradero de los más de sus fundadores, y el precio en que se estimaron las modestas sillas vacantes, y el lujo decorativo que se despilfarró en las instancias que elevaron los muchos golosos de ellas, y que andaba por el mundo más de un libro con fortuna, cuyas páginas más salientes habían pasado por allí antes que por los tórculos que las estamparon?
Y luego, «aquel hombre» preocupándose de pequeñeces, y poniendo en solfa y tomando a chanza los asuntos más graves de la vida... ¿Qué precedentes, ni qué motivos, ni qué luz poseía el trivial y cominero folletinista para penetrarle y medir toda la hondura que alcanzaba lo que había debajo de aquella pintoresca y original superficie en que chisporroteaban los cráteres del ingenio? Y sobre todo, ¿cómo podría creer que en los tiempos que corrían se daban por satisfechos con aquello poco para matar el hastío de las largas noches del invierno, unos hombres que habían corrido algo el mundo, y, cuando menos, sabían leer y escribir y vestían «de señores»?
Y menos lo comprendería y mayor sería su asombro, al ver que en cuanto sonaron las ocho y media en el reló de la pared, es decir, la hora de salir él de la cama en Madrid, se levantó de su silla el impaciente Fabio López, y la arrimó a la pared, y en seguida hizo otro tanto con las pocas que estaban desarrimadas; y golpeó con las tenazas las ya mustias ascuas de la chimenea; y se levantaron de sus correspondientes sillas, casi a un tiempo, todos los tertulianos; y desfilaron en tropel, como a toque de corneta, sin detenerse en el vestíbulo más que lo indispesable para apurar los últimos retales de la conversación de adentro, mientras se vestían los abrigos y recogían los paraguas.
Porque eso aconteció en aquella ocasión, como acontecía de ordinario.
Y aconteció además que, bajando hacia su casa el tertuliano que había subido a la tertulia el primero de todos, un buen trecho antes de llegar al fin de su jornada se topó con un señor; amigo suyo, envuelto en pieles y bufandas; el cual señor (que suspiraba de continuo por un paseo de invierno, con estufas y cubierto de cristales, y había hecho la hombrada aquella noche, aprovechando una escampadita, de alejarse cien varas de su portal, por un motivo de suma urgencia), detuvo al otro y le dijo, cuidando mucho de que, al hablar, no se le colara el aire frío por la boca:
—¡Será usted capaz de venir de esa tertulia!
—Lo soy, —respondió el detenido.
—¡Qué barbaridad! ¿Con esta noche?
—Con esta noche; y no me las dé Dios peores.
—¡Mire usted que es rareza! Pero, hombre, ¿qué atractivos puede tener eso para ustedes? Vaya usted contando. Hay que ir hasta los quintos infiernos, y por lo más triste y desamparado de la ciudad.
—Convenido.
—Se concluye cuando debiera empezar, en noches tan largas como éstas.
—Exacto.
—Después, según mis noticias, nunca están ustedes allí conformes en cosa alguna... y hasta riñen a veces unos con otros.
—Bien: ¿y qué?
—Que dónde está la golosina de esa tertulia.
—Pues en todo eso.
—¡Vamos! —dijo el señor de las pieles, tocándose la sien derecha con un índice enfundado en lana muy tupida, y apartándose del otro al mismo tiempo:— ¡están de aquí!
El cual «otro» continuó el interrumpido andar hacia su domicilio, admirándose, por casualidad, de lo que abundaba en el mundo la materia novelable, y deplorando amargamente al mismo tiempo que no le hubiera dotado Dios a él del arte necesario para saber utilizarla en la estrechez de los moldes de su ingenio.
Santander, diciembre de 1890.