Oros Son Triunfos

José María de Pereda


Novela corta



I

Imagínese el pío lector que la vulgarísima historia que voy a referirle se remonta a los tiempos de Maricastaña, y elija para teatro de los sucesos la capital que más le agrade de las nuestras de segundo orden, con tal de que sea de las más empingorotadas en la estadística de los subsidios industriales y no forme con las últimas en el catálogo de las que más nutren y alimentan el caudaloso mar de las rentas de aduanas; señal infalible de que el vértigo de la ganancia es su vida, y el alma del negocio el negocio de su alma; de que por letras se entiende allí las de cambio; por artes los de cocina; por ciencias la aritmética mercantil, y por «trabajo honroso» pura y exclusivamente el que se emplea, de sol a sol, en sacar el jugo a la matrícula, esa ejecutoria de los pueblos ricos, ora en el sucio Borrador de almacén, ora en el pulcro, terso y espacioso libro Diarios, ora en remover obstáculos de arancel con el santo fin de que pasen, como una seda, torres y montones, por donde el rigor de las leyes no deja libre entrada a un mal garbanzo.

Andaba allí el lujo como Pedro por su casa; y teniendo en todas ellas un culto el lujo de los trapos, era un vicio de los más abominables el lujo del entendimiento.

Disculpábase la pobreza en el negociante desgraciado y hasta en aquéllos que del último concurso de acreedores no habían podido sacar la conciencia tan limpia como el fondo de sus cajas; pero era punto menos que infamante en los que por natural aversión a la ciencia del toma y daca sudaban gotas de sangre por hacer un mendrugo miserable del meollo de su inteligencia consagrada a fútiles asuntos que jamás daban un cañamón de riqueza para basar sobre ella la proporción de un impuesto, ni la de un concierto de arbitrios, o de derecho módico.

Aunque gentes sin abolengo blasonado, como buenos «hijos del trabajo», observábase entre ellas la ley de razas. Había allí pueblo bajo que repugnaba a la clase media, y una clase media que era insoportable a la aristocracia; entendiéndose por clase media negociantes de poco más o menos, o de ayer acá; rentistas que habían dejado la matrícula a medio camino de la gran fortuna, y «gentuza» del foro, de la medicina y de las letras. La aristocracia era el comercio tradicional, los grandes caudales en realidad o en apariencia; casas cuyos nombres de guerra contasen de tres generaciones para arriba.

Los hombres de esta privilegiada comunión eran, por lo general, sombríos, recelosos, taciturnos, apegados al atril del escritorio como la ostra al peñasco; tacaños para sí propios, manirrotos para las mujeres de la familia; gran lujo en las encuadernaciones de sus infolios rubricados; pero ni un libro en los barnizados armarios de sus gabinetes de dormir; magnífica letra inglesa, pero ni pizca de ortografía española.

Las mujeres parecían ser el único objeto de tantos desvelos y sudores, al vérselas saquear sin tregua ni descanso el taller de la modista y los estuches de los joyeros. No se les conocía otra pasión ni otras aficiones. Ostentar más lujos que ninguna otra de la clase, y barrer en la calle más basura con más ricas colas y sobrantes; prodigarse poco para no vulgarizarse demasiado; cara de escrúpulo a las de abajo y de altiva majestad a sus congéneres, vamos al decir; a las unas por razón de distancia, y a las otras por cuestión de competencia... Y paren ustedes de contar.

En resumen, de aquel pueblo podía decirse muy bien, violentando, en obsequio a la verdad, lo más consolador de una vieja máxima cristiana: «Cada uno en su casa y el demonio de la envidia y de la maledicencia en la de todos».

Entre las más encopetadas de la encopetada clase última de las citadas, distinguíase la familia de don Serapio Caracas, sexto representante de la casa que, con el mismo apellido como razón social, había venido hasta entonces acreditándose en la plaza entre las más firmes y de más prosapia mercantil. Componíase la tal familia del citado don Serapio, de su señora doña Sabina y de una, al comenzar nuestra historia, niña de diez años, bella como una aurora de mayo, alegre, ingenua y descuidada, como suelta cervatilla entre lentiscos y verbenas.

Habitaban los tres casa de gran fachada en el barrio de preferencia, sin más trato íntimo, según la costumbre, que el de algunos individuos del mismo apellido que los cónyuges, siempre que fuesen mayores contribuyentes, y sin otro pasatiempo que el escritorio para don Serapio, las tiendas para su señora y el colegio a media pensión para la niña Enriqueta; por extraordinario, algunas visitas de etiqueta cuando el almanaque marcase «lujo extremado», tal cual exhibición en el teatro, en los entierros o en Semana Santa, y nada más.

Don Serapio tenía su escritorio en el entresuelo de la misma casa, con el cual estaba ésta en comunicación por medio de una escalera en espiral. Por esta escalera subía y bajaba dicho señor cuando lo necesitaba, y por la misma subían, para no bajar más a la mazmorra de donde habían salido, los cartuchos de doblones que doña Sabina necesitaba para lo necesario y para lo superfluo, que era muchísimo si ha de decirse toda la verdad. Mas no por eso se quejaba don Serapio, que, aunque avaro para adquirir, no lo era para guardar, siempre que los despilfarros redundasen en gusto y contentamiento de su familia; en lo cual llevaba una gran ventaja a casi todos sus colegas, que si bien eran ostentosos, porque consideraban a sus familias respectivas como trenes de lujo por razón de crédito y rivalidad, no entregaban el cuarto sin protesta, ni se pagaban en poco ni en mucho de la satisfacción inefable que experimentar pudieran sus hijas y sus mujeres al verse hechas un escándalo de sedas y pedrería.

Era, en verdad, don Serapio un pobre hombre en toda la extensión de la palabra. Ni las grandes jugadas le entusiasmaban ostensiblemente, ni los descalabros le sacaban de su centro, por más que hicieran honda mella en su corazón. Si no era de un entendimiento brillante, ni mucho menos, tenía cierto sentido práctico, el cual le bastaba para considerar qué sería de su hija y de su mujer si la contraria suerte le obligase a ponerles tasa en sus dispendios enormes, acostumbradas a ellos toda la vida. Pero sabía sufrir y ocultarlo, para lo cual contaba con una languidez natural de fisonomía, que así podía ser reflejo de un lento dolor físico, como de una gran pesadumbre; y don Serapio optó por aparentar lo primero, cuando la suerte le puso en la necesidad de elegir entre las dos apariencias. Verdad es que los estrechos límites a que fue reduciendo los negocios; la chocante parsimonia observada en su casa, tan notable antes por su vertiginoso movimiento, y otros síntomas por el estilo, dieron algo que sospechar en la plaza; pero ni el más mínimo recelo asaltó la mente de doña Sabina. Bien es que para esta señora había en el caudal de su marido algo como derecho divino que le ponía fuera de toda discusión y hasta de todo riesgo vulgar.

Tenía don Serapio, como dependiente de confianza, un viejo tenedor de libros, vástago de una familia que también venía perpetuándose en la casa con el mismo cargo; hombre, en verdad, no muy expresivo en su afecto, acaso por no haber dado fomento en su alma a otra pasión que la de los números en columna; pero, en cambio, honrado, metódico, inteligente y reservado como arca de tres resortes. Aquel hombre y su principal eran los únicos que conocían, por maravedís, la verdadera situación de la casa. Los otros dos dependientes que se empleaban también en ella, eran poco más que máquinas de copiar o de escribir al dictado.

No se crea, sin embargo, que la casa de don Serapio estaba para dar un estallido de un momento a otro: era, como si dijéramos, uno de esos edificios quebrantados de muy atrás, que viven largos años con reparos y puntales, pero que son temibles durante cualquier temporal que se desencadena en torno de ellos... si es que no les da por durar siglos de medio lado, como la torre Nueva, fenómenos que si son raros en arquitectura, lo son mucho más en el caprichoso vaivén de los negocios mercantiles.

Y bien lo sabía don Serapio, según se afanaba hasta pasar en vida el purgatorio, no solamente por sostener derecha su fortuna, sino porque ni por dentro ni por fuera de su casa se vieran los puntales y el revoque con que aguantaba los desplomes y tapaba las rendijas.

Se me olvidaba decir que el buen señor pasaba ya de los cincuenta y cuatro, y que doña Sabina andaba muy cerquita del medio siglo, siendo la niña Enriqueta el fruto de su último alumbramiento, tras otros cinco bien desgraciados. Y su lucha a brazo partido con los estragos del tiempo, no era lo que menos preocupaba a la vanidosa mujer, no poco atareada ya con el afán obstinado de eclipsar a todas sus semejantes, así en el brillo del lujo como en la novedad de las

II

Tenía don Serapio una hermana viuda y pobre, que en algún tiempo, en vida de su marido, gozó también los favores de la fortuna. Esta hermana vivía en una aldea de la misma provincia, y tenía a su vez un hijo, de nombre César, en la edad crítica de emprender una carrera que, cuando menos, le proporcionase en adelante el pan cotidiano que su madre no podría darle siempre. Escribió a don Serapio todas estas cosas y otras más sentimentales todavía, añadiéndole que recibiría como una merced del cielo el ver a su hijo sentado en el último rincón del escritorio, bajo el amparo de su tío. Lo cual era tanto como pedir también al caritativo hermano techo, vestido y alimentos para su sobrino.

Prestóse desde luego a la solicitud el bueno de don Serapio; pero no su señora, que abarcó, en una sola ojeada, el desentonado cuadro que ofrecería semejante intruso en su entonada casa. ¿Qué puesto iba a ocupar en ella? Para ponerle a la mesa era muy poco; para enviarle a comer a la cocina, era demasiado; y en la mesa y en la cocina sería un pregón incesante de la miseria de su madre; y doña Sabina no se resignaba fácilmente a declarar, con testimonios de tal calibre, que en su familia o en la de su marido hubiese individuos pobres. Hubo, pues, dimes y diretes, semanas enteras de hocico y de ceñudo silencio en la mesa; pero aquella vez tuvo un poco de carácter don Serapio, y fue el rapaz a su casa, medio cerril, medio culto, pero listo como un pájaro y revelando en todas sus vetas una madera de facilísimo pulimento.

Diósele cuarto, aunque oscuro, en la casa, un puesto en la mesa y un atril en el escritorio. En el primero dormía como una marmota a las horas convenientes; en el segundo comía con gran apetito y desparpajo, y en el escritorio copiaba facturas, ejercitaba la letra y las cuatro reglas, y a menudo iba al correo a llevar o traer la correspondencia.

En las primeras horas de la noche, después de dejar su tarea, jugaba con Enriqueta al as de oros, o al tenderete, o a las adivinillas, o la contaba los cuentos de su aldea. Muchas veces iba también a acompañarla al colegio por la mañana o buscarla por la tarde. Y con estas y con otras, al poco tiempo de conocerse los dos primitos parecían nacidos el uno para el otro. Gozábase en creerlo así don Serapio; pero no doña Sabina, que se daba a todos los demonios con las familiaridades que se iba tomando el atrevido pelón.

A los ocho meses de haber llegado éste a casa de su tío, ya se le encomendaban trabajos más delicados: se le permitió poner su mano en el copiador de cartas, y sus ojos en el Mayor para consultar el estado de alguna cuenta corriente.

En momentos tan solemnes para él, cuando llevado de su afición al trabajo, o más bien, de su deseo de saber algo y de valer algo, se quedaba solo en el escritorio, solía bajar Enriqueta de puntillas; acercábasele callandito, y después de leer por encima de su hombro, conteniendo la respiración, lo que escribía, dábale en el codo un brusco manotazo y le hacía trazar un verdadero mapa-mundi en la página más pulcra y reluciente del inmenso libro. Saltaba César de ira y de espanto, y amenazaba tirar con el tintero a la atrevida chiquilla; pero tal reía ésta, tales muecas y dengues sabía hacerle, que acababa por reducirle a que le enseñara todos los armarios del escritorio que estuviesen a su alcance, y a que robara para ella una barra de lacre, dos lapiceros y media docena de obleas de goma, amén de echarla en la portada de su catecismo el timbre en seco de la razón social de su padre.

—Por esta vez, pase —decía el pobre chico haciéndose el enfadado—; pero no vuelvas aquí más, o se lo digo a tu papá.

Y la chiquilla, ocultando lo robado en el seno o en la faltriquera, subía la escalera cantando, mientras César se ponía a raspar el escandaloso mapa-mundi, y después cernía polvos de greda sobre lo raspado, y luego frotaba lo cernido con las uñas hasta que saliera lustre en el papel, que no salía antes que el sudor en su frente. Así, tras hora y media de fatigas, quedaba la página tan limpia como si nada hubiera sucedido en ella.

A todo esto, ya le apuntaba el bozo (a César, no a la página); peinaba con esmero su negra y ondulante cabellera; comenzaba a brillar en sus hermosos ojos la luz de una inteligencia no vulgar; y aunque vestido con desechos mal arreglados de su tío, y en una edad en que todo en el hombre, desde la voz hasta la longitud de los brazos, de las piernas y de las narices, ofrece chocantes desarmonías, presentaba a la vista del más escrupuloso magníficos elementos para ser un gran mozo dentro de pocos años. Era además dócil, prudente y trabajador. Don Serapio comenzaba a quererle entrañablemente, y la misma doña Sabina necesitaba violentarse mucho para quererle mal. De Enriqueta no hay que decir que le prefería, para sus juegos y entretenimientos, a sus desabrida zagala, que tan a menudo la contrariaba en sus deseos más sencillos.

Y corriendo el tiempo, sin mejorar en una peseta la situación económica de la casa, pero sin agravarse tampoco, llegó Enriqueta a los diez y siete años, creciendo sus bellezas en proporción de la edad, y César a los veinte. Para entonces era el dependiente más activo y diestro de su tío, que halló en él un gran descanso; se le había asignado un sueldo proporcionado a sus merecimientos, y dado en la habitación un gabinete más cómodo que el cuarto oscuro de antes; vestía con suma elegancia, aunque con modestia; era siempre discreto en su conversación, y, sobre todo, agradecido a la protección recibida, pareciendo haber reconcentrado todo su cariño de hijo en su tío, desde la muerte de su madre, ocurrida al cumplir él diez y ocho años. En cambio, un instinto de invencible repugnancia le alejaba cada vez más de su tía. Verdad es que no se apuraba ella gran cosa por conquistar el afecto de su sobrino; antes al contrario, siempre se mostraba con él fría y desdeñosa.

—Es un excelente muchacho este César, —decía don Serapio a su señora, muy a menudo, después de haber ensalzado alguna de sus cualidades, con el fin, sin duda, de ir dándole entrada en el corazón de aquella insensible mujer, quien, por todo elogio, contestaba:

—¡Quiera Dios que esa alhaja no nos dé que sentir algún día, en pago del hambre que le has quitado!

—Eres muy injusta, Sabina —replicaba el bueno del comerciante, herido en sus más nobles sentimientos.

Y Enriqueta, que lo escuchaba todo en silencio, sentía, con las palabras duras de su madre, algo que helaba la sangre en su corazón, a la vez que hallaba en los elogios de su padre un consuelo para aquella impresión de escarcha.

Porque es de advertir (y no se sorprenderá el lector, seguramente, al decírselo yo) que la mutua simpatía entre los dos primos había ido creciendo con los años y transformándose poco a poco, sin advertirlo los interesados, en otro afecto más acentuado y de raíces más extensas y profundas. Enriqueta, al vestirse de largo, no sintió la alegría tan propia de todas las niñas en semejante caso, por el fútil afán de que al presentarse en el paseo con los nuevos atavíos, dijera la gente: «una mujer más», sino porque viera César si se había cumplido su pronóstico, tantas veces repetido, de que ella iba a ser «una mujer hermosa». Por su parte César, si se afeitaba con un cortaplumas a cada instante, no lo hacía por adquirir cuanto antes determinada patente que le permitiera codearse en el mundo con los hombres, sino por el inocente deseo de saber si, con un bigote bien poblado, se parecía su cara, como Enriqueta se lo tenía predicho, a la de un guerrero de las Cruzadas que ella había visto en una estampa, y considerado siempre como el tipo de la belleza varonil.

Si al tener veinte años y un bigote negro, suave y bien desmayado, se parecía César al guerrero de la estampa; si al cumplir Enriqueta los diez y siete era tan hermosa como su primo se lo había prometido, no quiero decirlo yo por si me equivoco así por carta de más como por carta de menos; pero es lo cierto que ninguno de los dos daba señales de haber perdido con los nuevos atributos las ilusiones, según que se comprendían y se adivinaban sin necesidad de hablarse ni de verse; hasta el punto de que la una desde su habitación distinguía, entre todos los ruidos del escritorio, los pasos que en él daba el otro; a la vez que éste percibía claros y distintos, desde abajo, los menores movimientos de su prima: el roce de su vestido contra una puerta, o el leve rumor de sus menudos pies al hollar la alfombra de su gabinete.

Una vez hablaban los dos de estos fenómenos, mientras Enriqueta, libre por entonces de la presencia de su madre, hacía labor de punto al calor de la chimenea en una de las largas noches de invierno.

—Y ¿por qué será eso? —preguntaba ella entre rubor y curiosidad.

—Pues ahí verás tú, —respondió él, por no meterse en mayores honduras; con lo cual ni la una ni el otro quedaron muy satisfechos.

Pasaron algunos instantes de silencio, y volvió a preguntar Enriqueta:

—Y ¿siempre vivirás tú con nosotros?

A lo cual contestó César, casi haciendo pucheros:

—Y ¿adónde quieres que vaya yo, pobre huérfano, sin otro amparo que tu padre, ni más porvenir que su casa?

—Qué sé yo... —dijo la joven algo aturdida al observar la emoción de su primo.

—¿Y tú? —preguntó a su vez éste.

—¡Oh, yo siempre aquí!—exclamó Enriqueta sin titubear.

—¿Lo crees así? —repuso César como asaltado de algún recelo.

—Y ¿por qué no he de creerlo? —dijo aquélla con mucha gravedad—. ¿No me quiere papá con entusiasmo? ¿No dice mamá que no tiene otro pensamiento que mi porvenir?

—Pues por eso mismo que dice tu mamá...

—¡Cómo!

—¿Sabes tú, Enriqueta, a qué llaman las madres «porvenir» de sus hijas?

—No lo sé, por lo visto.

—Y ¿quieres que yo te lo diga?

—Es natural.

—Pues se llama porvenir de una hija a...

Y aquí le faltó la voz al pobre chico, que jamás se había visto en trance tan apurado. Su corazón hasta entonces no había hecho más que sentir, y en aquel momento comenzaba a hablar; y lo que su corazón le decía le daba miedo, a la vez que le embriagaba.

—Vamos, hombre —exclamó Enriqueta impaciente—; ¿qué porvenir es ese?

—Ese porvenir es... es —respondió al cabo el atortolado mozo, cerrando los ojos de miedo y de vergüenza—, un matrimonio... ventajoso.

Calló César, bajó Enriqueta los ojos, paráronse las agujas entre sus manos, y quedó sumida en profunda meditación. Quizá también por primera vez le asaltaba a ella el temor de un riesgo en que jamás había pensado.

—Y ¿qué es un matrimonio ventajoso? —se atrevió a preguntar todavía, a poco rato.

—Matrimonio ventajoso —contestóle César, —es el que se contrae con un hombre muy rico...

—¿Aunque no se le quiera?

—Aunque no se le quiera.

—¿Aunque no sea joven ni bello?

—Aunque no sea bello ni joven.

—No puede ser eso, —exclamó la joven con admirable ingenuidad.

—No puede ser —repitió el primito con un poco de amargura—, y, sin embargo, se ve muy a menudo.

—Pues, por esta vez, no lo verás, César, —concluyó con aire resuelto la inexperta chica.

—¡Que Dios te oiga... Y te lo pague!...

—¿Por qué te alegra tanto mi resolución?

—Porque ahora he caído en que —y esto lo dijo dando diente con diente—, si yo te viera casada... con otro, me moriría.

A la cual protesta correspondió la joven lanzando a su primo una mirada elocuentísima, y diciéndole al mismo tiempo:

—Pues mira, César, si quieres que yo viva, no nos dejes nunca.

En aquel instante entró en escena doña Sabina, cuyos ojos de basilisco supieron leer toda una historia en la emoción reflejada en los candorosos semblantes de los dos jóvenes; emoción que llegó a su colmo y hasta rayó en espanto, cuando les acometió el recelo de que aquella dulcísima señora podía haberles descubierto su secreto.

¡Como si no le hubiera descubierto mucho antes que ellos mismos!

III

No sé si don Serapio había leído tanto como su mujer en los corazones de su hija y de su sobrino; pero lo cierto es que si no lo había leído, deseaba leerlo. Acaso en el mismo instante en que éstos se descubrían los misterios más ocultos de sus almas, acariciaba el atribulado comerciante, paseándose maquinalmente a lo largo de su gabinete, planes que podían llegar a ser el mejor complemento real y positivo de aquellas candorosas ilusiones.

Veía que sus fuerzas físicas iban debilitándose a medida que se agravaban sus padecimientos morales, y la suerte seguía mostrándosele esquiva. Entre tanto carecía de resolución para establecer radicales economías en su familia, y no creía fácil ni conveniente, por razón de crédito, apelar a medios extremos para sacar sus negocios de las apreturas en que habían caído mucho tiempo hacía, ni se le ocultaba que aquella situación tenía que resolverse más tarde o más temprano en el sentido a que venía inclinándose. El trabajo constante quebrantaba de hora en hora su naturaleza física, y el reposo le era indispensable; pero ¡en qué ocasión! y si la extrema necesidad le obligaba a retirarse, ¿en quién depositaría aquella carga pesada? El viejo tenedor de libros, tan diestro en hacer números y renglones casi de molde, carecía de toda iniciativa para conducir por sí solo los negocios más claros y corrientes, cuanto más para llevar a seguro puerto aquéllos que venían entregados, en frágil y desmantelada nave, a tantos y tan encontrados huracanes. Los otros dos dependientes ya hemos visto que eran meros instrumentos mecánicos de escribir y de copiar. César era el único entre todos que, por su precoz inteligencia, por su asiduidad y por su adhesión decidida a todo lo que era de la casa, podía encargarse de la dirección de ésta; pero más adelante, porque era todavía demasiado joven. Y así conducido por una muy lógica asociación de ideas, llegó a pensar en el porvenir de su casa, dado que lograra sacarla del conflicto en que se hallaba, y en el de Enriqueta, tan problemático a la sazón. ¿Quién velaría por ella faltándole su padre, sobre todo si tras esta falta aparecía la de aquellos caudales que eran el blasón de la plaza, la honra de los comerciantes, el atractivo de los hombres y el alma toda de aquella sociedad metalizada, sin entrañas para los pobres y sin inteligencia para otra cosa que las empresas de lucro? Y entonces volvía a pensar en César; en César, educado a su mano, hecho a la manera de su carácter; César honrado, modesto, laborioso, inteligente y bueno... ¡Si Dios quisiera infundir en el corazón de su hija el sentimiento de una atractiva simpatía! ¡Si no se fuera extinguiendo con el tiempo la que en los dos niños había observado él! ¡Si, lejos de eso, llegara a trocarse en afecto más profundo y duradero!... Dos o tres años más, y tanto el uno como el otro podrían unirse en santo y perdurable vínculo. Entre tanto, bueno sería ir estudiando aquellos juveniles corazones y tratar de aproximarlos entre sí más y más, en vez de separar, como parecía proponerse la implacable aversión de su mujer, al desvalido huérfano. Era, pues, indispensable trabajar sobre este plan cuya realización le convenía por tantos conceptos. En consecuencia, se propuso hablar seriamente a aquélla, con el fin, no sólo de que cesara en sus rigores con su sobrino, sino de que le fuera halagando con cariño.

Por su parte, doña Sabina, que desde el principio venía dándole a todos los diablos con «los atrevimientos del pobrete que podía haberse permitido ciertas ilusiones», al ver confirmadas sus sospechas en la ocasión citada un poco más atrás, se propuso desahogar su indignación con su marido, en la fundada esperanza de que, no bien la oyera éste, pondría de patitas en la calle al ingrato descamisado. Su hija, así por razón de jerarquía como por razón de belleza, estaba llamada a cumplir grandes destinos (léase arrastrar grandes trenes), y no era tolerable, ni siquiera decente, exponerla de aquel modo a las asechanzas en que trataban de envolverla las insensatas ambiciones de un advenedizo desarrapado.

Y bajo esta impresión doña Sabina, y bajo la que también conocemos don Serapio, viéronse los dos aquella misma noche en el gabinete de la primera y entablaron el diálogo siguiente:

—Tengo que hablarte, Sabina.

—Digo lo mismo, Serapio.

—De estos chicos.

—De los mismos.

—¡Extraña casualidad, mujer! —exclamó el marido que, por un momento, llegó a sospechar si, por uno de esos fenómenos inexplicables, estaría de acuerdo con su señora una sola vez siquiera.

—Ocúrreme lo propio, marido, —repuso doña Sabina siguiéndole el humor.

—Tengo un plan acerca de ellos.

—Y yo otro.

—¡Si será el mismo, Sabina!

—Lo dudo, Serapio. Pero, en fin, sepa yo el tuyo.

—Vas a saberle. Por razones que no son ahora del caso, tengo que ir pensando en buscar una persona que se encargue de mis negocios cuando yo no pueda con ellos.

—Es natural.

—Me alegro que lo conozcas. Pues bien; he discurrido largo tiempo y he buscado en todos los rincones de mi memoria...

—Y no has encontrado un hombre.

—Sí tal: uno sólo.

—Y ¿quién es?

—¡César!

—El mismo.

—¡Serapio!... ¿Estás dejado de la mano de Dios?

—Creo que estás tú más lejos de ella, Sabina.

—¡César!... ¡Un chiquillo!

—Que sabe hoy más que todos mis dependientes juntos.

—Un mequetrefe.

—Apegado al trabajo como un ganapán.

—Por lo que le vale.

—No le conoces, Sabina. Además, no se trata de entregarle hoy mismo todo el fárrago de los negocios de la casa, sino de prepararle para dentro de dos o tres años.

—¡Bah!... Para entonces ya habrá llovido, y sabe Dios hasta dónde le habrán soplado los vientos.

—Es que trato de atarle bien a la casa para que esos vientos no me le lleven.

—¡Oiga!... Eso parece grave.

—Como que lo es. Figúrate que, por de pronto, trato de ir sondeando poco a poco el corazón de Enriqueta para ver si cabe dentro de él el de su primo.

—¿Y después? —preguntó al oír esto doña Sabina, mirando a su marido, más bien que con los ojos, con dos puntas de puñal.

—Después, hija mía, si los corazones coinciden, dar a sus propietarios nuestra bendición y entregárselos al cura de la parroquia para que los una, como a ti y a mí nos unieron.

—¿Y ese es tu plan, Serapio? —volvió a preguntar doña Sabina luchando por contener la ira que se le escapaba por todos los poros de su cuerpo.

—Ese mismo, —respondió su marido, no poco perturbado ya ante el fulgor de aquella mirada infernal, cuyos resultados conocía bien por una triste experiencia.

—¿Y para qué me le das a conocer?

—Para... para ver qué te parece... Y para...

—¿Para qué más?... ¡Acaba!

—Para... para que me ayudes a realizarle... digo, si te parece bien.

Aquí temblaba ya la voz de don Serapio, y sus ojos no podían resistir las centellas que lanzaban los de su mujer. La verdad es que doña Sabina, al oír las últimas palabras de su marido, estaba espantosa. Permaneció un instante como vacilando entre responder a su marido con algunas frases o con un silletazo; pero al último se decidió por exclamar, en el tono más depresivo y humillante que pudo:

—¡Estúpido!

—Bueno, mujer —replicó don Serapio asombrado de que aquella tempestad se hubiera desahogado con tan poca descarga— Cada uno es como Dios le hizo. Si el plan no te gusta, en paz, y veamos el tuyo.

—No conoces siquiera el terreno que pisas.

—También puede ser eso. Como no me ocupo...

—¿Crees que a la altura en que están las cosas pueden esos chicos permanecer tanto tiempo así?

—Según eso, ¿juzgas preferible acortar el plazo?

—¡Animal!

—¡Echa, hija, echa!

—Un abismo es lo que hay que poner entre ambos, y ponerle inmediatamente.

—¡Hola! ¿Pues qué sucede?

—¿Todavía no lo has conocido?

—Te juro que no.

—¿No has sospechado siquiera que el pelón de tu sobrino se permite ciertas ilusiones sobre su prima?

—¿Y eso qué?...

—¡Y me lo dices con esa calma!

—¿Por qué no? Si ella se las fomentara...

—¿Y si se las fomenta?

—¡Cáscaras!

—Esto no es asegurarlo, ni siquiera creerlo —rectificó doña Sabina arrepentida de haber ido tan lejos en sus declaraciones—.¡Pues no faltaba más sino que nuestra hija descendiera desde la altura del rango que le corresponde, hasta la ignominia de ese miserable!... ¡Para eso la he educado yo! Pero al cabo es una niña todavía, sin experiencia, y ¿quién sabe hasta dónde puede llegar el tesón del otro, llevado del afán de salir de la miseria a expensas de un partido semejante?

—¿Partido, eh? No lo sabes tú bien.

—Sé que es de los más brillantes de la ciudad, si no el primero, y esto me basta.

—Haces bien en conformarte con eso. Pero volviendo al asunto principal: si a Enriqueta no le preocupa su primo, ¿a qué ese abismo entre ambos?

—Por si llega el caso.

—Eso es muy eventual, Sabina; y por una eventualidad tan remota, no voy yo a arrojar a la calle a un huérfano de mi hermana.

—Pues sábete —dijo entonces doña Sabina con visible repugnancia—, aunque la lengua se me atasque al decírtelo, que la una y el otro se... se ¡caramba! se quieren como dos bestias.

—¿Estás segura de ello, Sabina?

—Segurísima... Y ya ves que existiendo esa intimidad tan peligrosa entre ellos, no es decoroso tenerlos habitando bajo el mismo techo.

—Verdad es. Mejor estarían unidos como Dios manda... Quiero decir, separados. Pero ¿cómo?

—¿Cómo? ¿Y me lo preguntas a mí?

—Naturalmente. Al echar a César de casa no has de decir a todo el mundo por qué le echas; y si no lo dices, aun cuando se le vea a mi lado en el escritorio, como ha de vérsele...

—¿Y qué se adelantaría con echarle de casa si se le dejaba volver al escritorio? ¿Tanto dista el uno de la otra?

—¿Pues qué pretendes entonces, Sabina? —preguntó aquí don Serapio vivamente alarmado.

—Arrojarle más lejos.

—¡Abandonarle!... ¡Jamás!

—No he dicho semejante cosa.

—Pues explícate con dos mil demonios, porque tengo el alma que me cabe en el puño.

—Te ahogas en poca agua, Serapio.

—Tengo entrañas, Sabina.

—¿Y no las tenemos los demás?

—Te ruego que concluyas.

—Voy a concluir. ¿No tienes corresponsales... en América?

—¡Sabina!

—¡Serapio!

—¿Adónde vas a parar?

—Déjame concluir. Sobre todo, considera que este caso es caso de honra y de conciencia para todo padre que en algo se estime; que no es, aunque juego de niños, de los que te permiten echarte a dormir hasta que se acaben.

—¿Acabarás tú?

—Es que quiero que te penetres bien de toda la importancia del asunto, y que no le tomes, como acostumbras, por un vano capricho mío.

—Adelante. ¿Qué es lo que, en resumen, pretendes?

—Lo que pretendo es que envíes a César a América.

—Eso es inicuo, Sabina.

—Es necesario, Serapio.

—Me quitas mi brazo derecho; el mayor descanso en el último tercio de mi vida.

—Dios proveerá, como otras veces. Teniendo dinero no faltará quien te sirva.

—¡Teniendo dinero!

—Como lo tienes.

—¡Como lo tengo!... ¡Insensata! ¿Y el porvenir que arrebatas a tu hija?

—¿Qué porvenir?

—César.

—¿De cuándo acá es César un porvenir?

—Desde que es bueno, honrado e inteligente.

—No tiene un cuarto.

—A mi lado podría hacer un caudal.

—Mejor le hará en América; y a fe que para mandarle volver, si es rico, siempre hay tiempo.

—Pero y tu hija, si es cierto que le ama, ¿qué será de ella?

—Mi hija... y la tuya, es una niña todavía, y con el mismo afán con que se entrega a un capricho, se olvidará de él. En todo caso, eso corre de mi cuenta, y yo te aseguro que antes de un año me dará las gracias por haberla separado de semejante peligro.

—¿Luego cuentas ya con esa separación?

—Resueltamente, porque es indispensable.

Don Serapio quiso todavía resistirse; pero con un carácter como el suyo y un enemigo como el que le acosaba, toda lucha era imposible. El asunto podía ser de inmensa transcendencia, y el apocado marido no le veía «bastante claro» para decidirse a hacer, en honor de la justicia, una hombrada que necesariamente había de ser causa de una serie infinita e insoportable de tempestades domésticas. La verdad es que reflexiones como ésta se las hacía él a cada dificultad que le ofrecía el genio diabólico de su mujer; y así se le iba pasando la vida sin hacer la hombrada que tan bien hubiera sentado a su autoridad, y tantos desastres le hubiera evitado hecha a tiempo.

Armóse, pues, de toda la gravedad que juzgó del caso, y atrevióse únicamente a decir a su mujer:

—Puesto que tan necesario lo crees, hágase... Pero entiende que yo lavo mis manos; y echando sobre tu conciencia toda la responsabilidad de tan delicado asunto, a tu cargo dejo también la enojosa tarea de prevenírselo a ellos.

—Enhorabuena —exclamó gozosa y triunfante doña Sabina—: verás cómo no me muerdo la lengua ni me paro en remilgos de colegiala.

Y salió como un cohete, dejando a su marido agobiado bajo el peso de aquella nueva desdicha con que quizás el cielo castigaba su falta de carácter, fuente y origen de todas cuantas le abrumaban y consumían.

IV

No es difícil imaginarse la situación de ánimo en que se encontraría César después del diálogo, que ya conocemos, con su prima. Veinte años, rosas y tomillo por ilusiones, y un corazón que, a la edad en que otros estallan al contacto de vulgares desengaños y prosaicas realidades, encuentra en otro, también puro, también virgen, eco dulce y tierna correspondencia para todas sus impresiones y para todos sus más sublimes anhelos. Huérfano sin más porvenir en el mundo que la caridad de su tío, y en una época de la vida en que sentando ya muy mal el trompo en su mano, todavía no caía bien en su cuerpo la librea de los hombres formales, era dueño, absoluto dueño del misterioso impulso de las primeras emociones de un alma como la de Enriqueta, cuyos raros atractivos, como los rayos del sol, nadie ponía en duda. Figurábase que todos los ángeles del cielo habían bajado a buscarle y a buscar a Enriqueta, y que, después de colocar a los dos sobre nubes de nácar y arreboles, los mecían en el espacio sin límites, lejos, muy lejos de la tierra miserable, hasta darles por morada venturosa región de perpetua primavera, en la cual correrían sus vidas sin término y sin dolores.

Por tales alturas andaba la imaginación del pobre mozo cuando entró en su cuarto doña Sabina, punzante la mirada, airado el continente y violento el paso.

De un solo brinco puede decirse que descendió de su risueño paraíso tan pronto como vio a su lado aquella serpiente, y desde luego creyó que semejante nube no podía menos de aparecerse para tapar el cielo de color de rosa en cuyos horizontes sin medida acababa de perderse su alma enamorada.

—Escúchame, César, y advierte que yo no hablo nunca en broma, —dijo doña Sabina por todo saludo y en ademán airado.

—Diga usted, señora —contestó el joven, aturdido y trémulo, dando por seguro que su conversación con Enriqueta había sido oída por alguien más que ellos dos y los angelitos del cielo.

—Vivías pobre y miserable al lado de tu madre hambrienta.

—Lo sé, tía; y tampoco ignoro que la pobreza no es deshonra.

—Y ¿qué entiendes tú de eso, mentecato?... Repito que vivías pobre y hambriento en el último rincón de una aldea.

—Y yo insisto en que no lo he olvidado, y no me avergüenzo de recordarlo.

—Añado que tu madre vivía a expensas de una limosna que le pasaba tu tío.

—Mi madre ha muerto ya, señora —replicó César llorando de indignación y de pena—, y no recuerdo que en vida la ofendiera a usted jamás.

—¿Y por ventura la ofendo yo ahora en algo?... ¡Ha visto usted, las almas tiernas! —recalcó la víbora con una sorna verdaderamente inhumana—. Ea, límpiese usted los mocos y escuche con el respeto que me debe.

—Ya escucho, señora, —dijo César conteniendo mal su emoción.

—Compadecidos de tanta miseria —prosiguió la implacable mujer—, te trajimos a nuestro lado, te dimos generoso albergue y te colocamos a las puertas de un brillante porvenir.

—Nunca he dejado de agradecerlo: bien lo sabe Dios.

—¡Mucho!

—¿Lo duda usted?

—No lo dudo, lo niego.

—¡Pero, tía!

—Lo dicho, señor sobrino.

—¡Yo ingrato!

—Tú, sí. Ingrato es, y de la peor especie, el que paga los favores con agravios.

—¡También eso, señora!... ¿Es posible que yo haya podido agraviar a ustedes?

—Te repito que sí.

—Pero, ¿cómo?

—¿Cómo? Por de pronto, soliviantando el inocente corazón de tu prima.

—¡No es cierto eso!

—¡Mocosuelo! ¿Aún te atreves a desmentirme?

—Y ¿por qué he de confesar una falta tan grave si no la he cometido?

—Porque la cometiste. ¿Negarás que hay entre esa chiquilla sin experiencia y tú, cierta?... No quiero decirlo, porque me indigna; pero ya me comprendes.

—Cierta simpatía. ¿No es eso lo que usted quiere dar a entender?

—Y ¿cómo se adquieren esas «ciertas simpatías»?

—Eso es lo que yo no sé.

—¿Y nunca trataste de preguntárselo a tu prima?

Estas palabras hicieron bajar a César los ojos avergonzado. Jamás se le había ocurrido al sencillo muchacho que fuera un delito hablar de esas cosas con Enriqueta.

Doña Sabina aprovechó la ocasión que le ofrecía la actitud de delincuente de su sobrino, para continuar con más dureza sus apóstrofes.

—Y el acudir a tu prima con semejantes conversaciones, ¿no era tanto como tratar de interesarla en tus atrevidos propósitos?

—Le juro a usted, tía, que no comprendo lo que eso quiere decir.

—¡Miren el hipócrita!... ¡Si querrá también que le regale yo el oído!... ¿Cuándo pudiste soñar que la hija de su madre llegara jamás a ser la señora de un piojoso como tú?

Al oír este brutal apóstrofe creyó el pundonoroso muchacho que el corazón se le partía en pedazos; sintió como hielo fundido que circulaba con su sangre, y hasta cayó en la cuenta de que su tía hablaba llena de razón. ¿Qué títulos tenía él, ciertamente, para ocupar todo un corazón como el de Enriqueta? Antes de aventurar confianzas como las que había depositado en su prima; antes de prestar oídos a las palabras de ésta; antes, en fin, de dar fomento a ningún género de ilusiones como las que él se había forjado, debió considerar su pequeñez, su procedencia y su oscuro porvenir. Creyó de buena fe que su tía le apostrofaba llena de razón, y no teniendo valor ni para disculparse, echóse a llorar con todo el desconsuelo propio de un niño, como, no obstante la edad, era él todavía.

—Bueno es el arrepentimiento —díjole entonces doña Sabina aparentando mostrarse más blanda—; pero eso no basta en este caso: se necesita mucho más. Y no vayas a creer que yo doy importancia a esas niñerías porque me proponga corregirlas a tiempo, como es deber mío. Por de pronto, no creo conveniente que, después de la formalidad que tu prima y tú habéis dado a ese juego, sigáis habitando la misma casa.

—Con lo que usted me ha dicho antes —contestó entre sollozos el maltratado chico—, hay más de lo suficiente para comprender que no debo vivir ya en esta casa, aunque fuera de ella me faltara pan que llevar a la boca.

—Bien; pero como de nada serviría que trocaras esta casa por otra si seguías frecuentando el escritorio...

—¿Pues de qué se trata entonces? —preguntó César aterrado.

—Tranquilízate, que no se te arrojará a la calle para que te recoja la caridad pública. Irás fuera de aquí, pero bien recomendado y adonde en poco tiempo puedas, con honradez y trabajo, crearte una posición.

—¿Y qué país del mundo es ése? —preguntó el atribulado joven, pálido como la cera.

—Por ejemplo... América, —respondió la despiadada mujer, estudiando en su sobrino el efecto de sus palabras.

Y mientras éste buscaba un punto de apoyo con su mano para sostenerse de pie, tras una breve pausa, durante la cual los ojos suplieron con ventajas a la lengua, concluyó su tía con estas palabras que no admitían réplica:

—Conque ve disponiéndote para el viaje, porque estamos resueltos a que le emprendas en el primer buque que salga del puerto para la Habana.

Tras esto y una mirada rencorosa y torcida, salió de la habitación dejando a su infeliz sobrino en el estado que puede figurarse el pío lector.

Del cuarto de César pasó como un chubasco al de Enriqueta, a quien habló del propio asunto y con la misma bondad que había usado con su primo. La pobre chica tampoco tuvo valor para disculparse. A las primeras palabras de su madre cayó vencida, como débil arbusto a los embates del huracán. Pintóle hasta como pecado mortal su debilidad de corresponder al afecto profano de su primo, y lo creyó; pero no dejó por eso de recibir como una puñalada la noticia de que César iba a abandonar aquella casa, y hasta la patria, acaso para siempre.

Terminado este segundo sacrificio, doña Sabina corrió al lado de su marido, que continuaba paseándose meditabundo.

—Todo está ya arreglado —le dijo muy satisfecha— César comprende la situación de las cosas y quiere marcharse a América cuanto antes. Conque ocúpate desde mañana en preparar su viaje.

—¿Y Enriqueta? —preguntó don Serapio sin dejar su paseo y sin mirar a su mujer.

—Enriqueta —contestó con desgarro doña Sabina—, es una chiquilla con quien no se consultan ciertas cosas: se le mandan y nada más. Está enterada y conforme; y esto te excusa de hablar una sola palabra con el uno y con la otra.

—Corriente —dijo don Serapio siguiendo su paseo. En seguida se detuvo, y mirando con fijeza a su señora, exclamó: —Pero vuelvo a repetirte que dejo a tu conciencia toda la responsabilidad de este acto.

Y volvió a pasearse, creyendo sin duda que con esto había dicho bastante y hecho cuanto le correspondía.

Doña Sabina entonces miró a su marido con despreciativo gesto.

—¡Majadero! —murmuró entre dientes, volviéndole la espalda.

En seguida tomó el rumbo de su gabinete, tan tranquila y tan serena como aparece el mar después de haber hundido en sus abismos cuanto halló al alcance de su furia desenfrenada.

V

Muy pocas semanas después de estos sucesos, salía de aquel puerto una fragata con rumbo a la Isla de Cuba. Entre los pasajeros de popa iba César que, con los ojos empañados por las lágrimas, miraba al pueblo que abandonaba, tal vez para siempre. En aquel pueblo quedaba todo cuanto le había hecho hasta entonces risueña la vida: Enriqueta y su tío.

Toda la vigilancia de doña Sabina no había podido impedir que el enamorado mancebo hallase un instante oportuno para decir algunas palabras de despedida a su prima.

—Por el delito de quererte —le había dicho—, me arrojan de tu lado, y por el de ser pobre se me prohíbe pensar en el porvenir que los dos habíamos soñado. Pues bien; si para quererte se necesita tener mucho dinero, yo voy a trabajar para adquirirlo. Cuando lo adquiera, ¿dónde estarás tú, Enriqueta?

—Aquí... o allá arriba, —había contestado la joven, muy bajito, estrechando con una de sus manos la que le tendía su primo y señalando al cielo con la otra.

—Entonces, hasta luego, —había añadido el animoso joven, con una entereza impropia de sus años, pero no del purísimo afecto que hacía latir su noble corazón.

Después se habían separado llorando.

Don Serapio, por su parte, había hecho en aquellos momentos, de prueba para él, cuanto un padre pudiera hacer por su hijo; y en rigor, al marchar César a América no hubiera debido quejarse de su suerte, sin las circunstancias que le obligaban a emprender el viaje y sin la consideración de que en su patria y junto a la única familia que le quedaba, podía haber hallado, trabajando, la posición social que anhelaba en sus modestas ambiciones.

VI

Pudiera decirse que desde el mismo día en que César abandonó la patria, comenzó doña Sabina a poner en ejecución el plan que había ideado para arrancar del corazón de su hija hasta el recuerdo del malaventurado chico; y como aquella mujer todo lo subordinaba al fausto y al relumbrón, dicho se está que de este género fueron las armas que eligió para vencer al enemigo que le quitaba el sueño.

Si antes iba al teatro dos veces por semana, desde entonces fue siete; a cada cambio, no ya de estación, sino de temperatura, nuevos trajes para la niña... y para su madre; recepciones suntuosas en su casa; asistencia a cuantas se celebraban en las del gremio, sacrificando al objeto viejas antipatías e inveterados odios. En el otoño a Madrid; por Semana Santa, a Sevilla; en el estío, a las Provincias; en invierno, a París, y en París y en las Provincias y en Sevilla y en Madrid, el oro a torrentes y las galas a montones.

—Ya ves, hija mía —decía con frecuencia a Enriqueta la amorosa madre—, el rey del mundo es el dinero: por él brillas en la sociedad; por él acuden adoradores al resplandor de tu belleza; por él viajas, gozas y aprendes; eres la admiración de las pobres y la envidia de tus iguales. Con una posición menos brillante que la tuya, estarías metida en el rincón de tu casa; llegarías a ser la esposa de un modesto traficante, o de un abogado de talento: pasarías la vida sufriendo la pesada carga de tus hijos, y acabarían por hastiarte las virtudes de tu marido, si no te llevaba al mundo y no podías hacer compatibles las tareas de la madre con los triunfos de la gran señora. Por eso te encargo como madre tierna y te aconsejo como amiga cariñosa, que no te dejes vencer nunca de los impulsos de tu corazón de mujer; que estudies bien a los hombres que se te acerquen, y que, en la duda, si duda puede caber en esto, te decidas siempre por el más rico, sin que por eso te hagas esclava de ninguno. A esto te obligan tus conveniencias, la sociedad en que vives y el nombre que llevas.

¿Labraban algo estos peregrinos consejos en el ánimo de Enriqueta, o seguía ésta llenando su corazón con el recuerdo del pobre César? No es prudente llegar ahora a tales profundidades con el escalpelo de las conjeturas. Baste declarar, y eso porque se veía, que Enriqueta, en la plenitud entonces de su belleza, no mostraba la menor repugnancia a seguir la senda en que la había colocado su madre. El continuo trato de tan diversas gentes habíala hecho perder el natural encogimiento de sus años primaverales, su aire meditabundo y su aversión a la bulla y a la agitación de los centros del mundo elegante. En cambio había ganado una multitud de recursos atractivos, hijos del arte de agradar a los hombres y desesperar a las mujeres menos artistas; recursos que, por de pronto, revelan en quien los posee afición y desenvoltura. Sabía como ninguna hacer crujir, andando, la seda de su vestido: entretener largo tiempo con agudezas y discreteos una corte de aduladores; cantar al piano una romanza sentimental o unas seguidillas picantes, con todo el donaire de una consumada artista, aun cuando la escuchara un público desconocido; y, por último, esgrimir los ojos, la morbidez del brazo, la pequeñez del pie y la flexibilidad del talle, con una fuerza de encanto irresistible. Pero a la vez, preciso es confesarlo si hemos de ser escrupulosos historiadores, no perdía ocasión de preguntar a su padre si César escribía, si estaba bueno y si andaba ya en camino de llegar pronto a la fortuna. A lo cual respondía siempre el pobre hombre que su sobrino continuaba siendo tan cariñoso; que no tardaría en ser rico y en volver al país, y que en sus cartas siempre le preguntaba por todos y cada uno. ¿Quería don Serapio (que sin embargo decía la verdad) mantener vivo en su hija el fuego de la combatida pasión, para llevar adelante su contrariado proyecto, o simplemente responder a las preguntas que se le hacían? Y estas preguntas, ¿eran hijas de un sencillo deseo de ver cuanto antes al ausente, o de un afán de que éste fuera muy rico para, en caso muy probable, preferir, en la necesaria elección, lo que, sin salir de los preceptos de su madre, no repugnase a su corazón? Vaya usted a adivinarlo.

Lo que no ofrece duda es que al cabo de seis años pasados por doña Sabina en constante despilfarro, la casa de su marido no pudo con ellos: llegó don Serapio a no hallar ya puntales con qué sostenerla, y no tuvo más remedio que armarse de valor y decidirse, por primera vez en su vida, a hacer la consabida hombrada, convencido de que antes de pocos meses tendría que presentarse a sus acreedores y declararles toda la verdad.

En tan amargo trance, cerró los ojos y abordó a su mujer con estas palabras, por toda introducción:

—¿No se te ha ocurrido jamás la idea de que podía llegar un día en que, por la adversidad de la suerte, o por la imprudencia de los hombres... Y de las mujeres, ese filón que viene surtiéndote de oro sin tasa se agotara de repente?

—Nunca se me ha ocurrido semejante idea —respondió con la mayor serenidad doña Sabina. Pero tornándose luego hosca y altanera, preguntó a su vez: —Y ¿por qué se me había de ocurrir?

—¿Por qué? Porque es una idea muy puesta en razón.

—Una idea como tuya, y nada más.

—Una idea que puede realizarse a la hora menos pensada.

—¡En tu casa! ¿Es ella, por ventura, de apariencia? ¿Somos nosotros ricos de pega, o de ayer acá? ¿No es tu fortuna la primera del pueblo?

—Pero las fortunas se quebrantan... Y se concluyen...

—¡No la tuya!

—Como otra cualquiera, Sabina.

—Pero aunque eso sea, ¿por qué quieres, así tan de repente, que me ponga yo a meditar sobre ese ridículo tema?

—Porque es indispensable, no solamente que medites, sino también que ajustes tu conducta a esa meditación.

—¿Estás loco, Serapio?

—¡Ojalá lo estuviera!

—Pero ¿qué sucede?

—Que esos temores están a punto de ser un hecho, Sabina.

—¡Jesús nos ampare!

—Y que si no pones coto a tus despilfarros, y acaso aunque le pongas, antes de seis meses me presento...

—¡Acaba!

—En quiebra.

—¡Imposible! —gritó doña Sabina en un arrebato de soberbia—. Tu casa no puede quebrar... Yo no puedo dejar de ser rica... Yo no puedo reducirme a las estrecheces de una mujer cualquiera... Tú tienes obligación ¡entiéndelo bien! de vencer todas las dificultades que se opongan al brillo de tu familia.

—He aquí el fruto de mis contemplaciones... He aquí bien patente la mano de Dios, —exclamó el desdichado comerciante dejando caer su cabeza sobre el pecho.

—Pero ¿y el mundo? ¿Qué dirá el mundo si nos ve caer de tal altura? —insistió la soberbia mujer, mirando como una fiera a su marido.

—¡Ahora te acuerdas del mundo!... ¡ahora le temes! ¿Por qué no le temiste antes? ¿Por qué te dejaste seducir por él?

—¿Serás capaz también de echarme la culpa de tus torpezas.

—¡De mis torpezas!

—¡Sí, de tus torpezas!... Una mala dirección, una inteligencia tan... tan estúpida pomo la tuya, son siempre la causa de los malos negocios; no los miserables gastos de una pobre mujer, esclava de sus deberes.

Y la insensata lloraba de ira.

—¡Mientes! —gritó fuera de sí el manso don Serapio, oyéndose tratar con tan negra injusticia—. Los azares de la suerte las menos veces, y las más el constante, espantoso saqueo que has estado haciendo en mi caja, han sido la causa del desastre... o pueden llegar a serlo, si mis temores, bien fundados, se realizan.

—¿Luego todavía no ha llegado ese caso? —exclamó anhelante y menos ensoberbecida ya doña Sabina—. Quizá podrá evitarse...

—Pues ¿qué estoy diciéndote, mujer diabólica?

—Y ¿crees tú —prosiguió ésta sin darse por entendida del piropo—, que con alguna economía en casa?...

—No creo que sólo eso pueda bastar; pero en el trance en que me veo, quiero, aunque me haya acordado tarde, echar mano de todos los recursos que estén a mi alcance.

—Y el de las economías...

—El de las economías es el primero que exijo, hasta por razones de delicadeza.

—No comprendo esas razones.

—Ni lo necesitas. Lo indispensable son economías, y éstas, yo te lo aseguro, las habrá desde hoy.

—¿Y Enriqueta?

—Enriqueta no necesita saber nada por ahora.

—¿Y si desea vestirse... o un capricho?

—¡Vestirse!... ¡cuando tiene su ropero abarrotado! ¡Caprichos! Enriqueta no los tendrá si su madre no se los propone.

—¡Serapio!

—Me tienen ya sin cuidado tus furores. ¡Ojalá me hubiera pagado siempre de ellos lo que me pago en este instante!

—¡Estos son los hombres honrados! —exclamó aquí doña Sabina, llorando, no sé si de despecho o de dolor—. Crueles, sin corazón, cuando nos ven agobiadas por la desgracia.

—Estos martirios, Sabina, no los damos los hombres. Suelen venir de más alto. ¡Harto será que en esta ruda prueba no estemos pagando todos el mayor de tus pecados y la más indigna de todas mis debilidades!

—¿Qué pecado tan horrendo puedo haber cometido yo que merezca el infamante castigo de ser pobre? —rugió doña Sabina en un arrebato de desesperación.

—Muchos —le replicó don Serapio indignado—: por de pronto, el de la soberbia que te dicta esas palabras insensatas, y después, el de arrojar de tu casa inicuamente a mi pobre sobrino, porque no era rico y estorbaba a tus planes.

—¿Por qué lo consentiste?

—Ese es precisamente el pecado de mi debilidad, pecado que, con el tuyo, ha traído el desastre sobre mi casa. Esta es la verdad. Cuida ahora de no perderla de vista si hemos de evitar mayores desventuras.

Dicho esto, salió don Serapio y cayó su señora en un estupor casi de idiota, del cual no volvió sino para meterse en la cama y pasarse en ella dos días, alimentándose el alma con haraposas visiones, y el cuerpo con tisanas.

VII

Por aquel entonces había llegado al pueblo, como un aerolito, sin saberse de dónde ni por dónde, un personaje que, por más de un concepto, estaba siendo el tema obligado de todas las conversaciones y el objeto de la conversación de todos los círculos, tertulias y corrillos de la ciudad.

Según unas, pasaba de los cincuenta; según otras, no llegaba a los treinta y ocho. Según éstas, era elegante; según aquéllas, era charro, aunque todos convenían en que era espléndido y ostentoso. Algunos aseguraban que venía a comprar media provincia para titularse; algunas, que sólo trataba de casarse. Las costureras y modistas le suponían de humildes aspiraciones; las señoritas, de aristocráticos humos.

Unas decían que, bien mirado, era feo; otras que, después de todo, era gracioso; tal, que se pintaba las patillas y gastaba peluca; cuál, que no era verdad; aquí, que sus chistes eran ingeniosísimos; allá, que chocarreros; aquende, que su carácter era vulgar; allende, que, después de tratado, era simpático y hasta distinguido... Pero todas, chicas y grandes, altas y bajas, morenas y rubias, aristocracia y plebe, al pasar a su lado se ponían tiernas y trataban de llevarse sus miradas por conquista, pues convenían, nemine discrepante, en que era soltero e inmensamente rico.

Vivía en la mejor fonda y ocupaba la mitad de un piso de ella. A los quince días de llegar a la ciudad, todo el mundo le conocía y él conocía a todo el mundo. Jamás paseaba ni asistía al café ni al teatro, sino entre los jóvenes más en boga y más revoltosos.

Tenía lujosa carretela para las grandes ocasiones; para lo ordinario, volanta habanera, esa especie de cascarón entre dos inmensas ruedas, en la cual entraba, así como en la guarnición del caballo, la plata maciza por arrobas; y un brioso trotón con montura mejicana, cuajada también de ricos metales, no siendo menos rico ni apropiado el traje con que cabalgaba sobre aquel aparejo. Generalmente este último era su placer favorito. A caballo, y aunque rodeado de jinetes de la población vestidos a la europea, él nunca abandonaba su pintoresco vestido mejicano. Por lo común aprovechaba su tránsito por delante del paseo más concurrido para lucir sus habilidades a la usanza de los gauchos de las Pampas, tales como rayar el suelo con un dedo o recoger su sombrero jarano, previamente arrojado, a todo correr de su caballo.

Excusado es decir que con estas exhibiciones acrobáticas hasta los chicos de la calle se chupaban los dedos al verle; y es seguro que más de una vez le hubieran largado tal cual tronchazo, a no tomarle por cosa medio sagrada, según le veían garantido y obsequiado por todo lo más pudiente de la ciudad.

Cuando iba a pie se distinguía por la extensión y la riqueza de sus pecheras; y como era en verano, ora vistiera de dril, ora de lana, todo su traje parecía no pesar medio cuarterón: tan fino, vaporoso y reluciente era. En tales casos llevaba en la cabeza rico jipijapa, al cuello leve corbata de batista con grueso solitario, y en los pies zapatos de charol sobre media de seda. Por supuesto que sus cadenas y relojes y sus anillos entraban por docenas, y había formas y tipos para cada día y para cada gusto.

Cuando vestía de serio, su traje no era menos rico ni mucho más pesado; pero siempre era la pechera el principal objeto de sus cuidados y el punto en que se fijaba la curiosidad de los transeúntes: era, como si dijéramos, su plaza pública adoquinada con diamantes.

No se sabía a punto fijo dónde había nacido, pues solía decir en chanza, cuando se le preguntaba eso, que para hombres como él todo el mundo era patria. Algunas veces dijo, poniéndose muy serio, y hasta triste, que procedía de una de las aldeas de aquella provincia, y de una familia pobre hasta la miseria; pero que no quedando ya ningún individuo de ella sobre la tierra, quería olvidar hasta el nombre de su pueblo por tener una pesadumbre menos.

Entre tanto, he aquí su retrato fidelísimo: su estatura no llegaba a mediana; su cabeza era gruesa y su cara ancha, la cual aparecía como embutida en espesa patilla corrida a la catalana, con tornasoles entre verde y chocolate, señal del tinte que la cubría con la pretensión de hacerla pasar por negra. Sus ojos eran pequeños y garzos, la nariz roma, los labios gruesos, la boca muy rasgada, los dientes pocos, pero grandes; el cutis áspero y no libre de toda marca, el color moreno oscuro, las piernas gruesas y estevadas, y las manos anchas y velludas. Sin embargo, no puede decirse que por su fisonomía era antipático: había en ella, por el contrario, cierta expresión de viveza y jovialidad que atraía. Su voz era de gran cuerpo; reía siempre a carcajadas y hablaba muy recio, aunque con las cadencias propias del estilo americano. Era, en suma, en todo y por todo, un hombre verdaderamente estrepitoso, y además se llamaba don Romualdo. En cuanto a la edad, me consta que se acercaba más a los sesenta que al medio siglo.

No tenía nada que hacer, le sobraba el dinero, había prometido a sus amigos casarse en la ciudad en todo aquel año, y todo esto lo sabían allí hasta los perros de la calle.

Figúrese ahora la sensación que estaría causando su presencia en medio de una sociedad cuyos miembros más legítimos eran las mujeres como la perínclita doña Sabina.

Por de pronto se abonó el teatro hasta los topes, aunque representaba en él una perversa compañía; el mismo teatro que jamás se vio lleno, ni por mostrar en su escenario las más ilustres celebridades del arte; pobláronse los paseos públicos aun en los días en que no era de moda asistir a ellos, y hasta hubo amagos de declarar también de moda la misa de cierta hora en determinada iglesia; pero se supo luego que don Romualdo no asistía a ella... ni a otra tampoco, y en este particular siguieron las cosas como estaban.

VIII

En esta ocasión fue cuando se le dijo a doña Sabina, que estaba, de oídas, al tanto de los acontecimientos, «haz economías», o lo que es igual, «no más teatro diario, no más competencias de lujo en los paseos». Esto no podía ser en tales circunstancias. Era preciso hacer un esfuerzo. Cuando menos, una escapadita al teatro, de vez en cuando, y tal cual exhibición en el paseo, aunque fuera con los trajes del ropero. Porque la amorosa madre tenía en su poder el cebo más estimulante que podía apetecer a aquel Pluto trasatlántico, dado que Enriqueta era la belleza más atractiva del pueblo, y con tales ventajas no era cosa de resignarse al papel de espectadora en aquella lucha encarnizada que se había empeñado entre el ejército femenil de la buena sociedad para conquistar las atenciones del recién venido.

De la cual lucha había resultado (y esto lo ignoraba doña Sabina) que el ostentoso Nabab había ido familiarizándose con la contemplación de tantas y tan pertinaces bellezas, hasta el punto de que ya no le movían, como declaró una noche a sus oyentes en su platea del teatro, después de haberle recorrido todo con sus gemelos... y su pechera centelleante, recibiendo expresivas correspondencias visuales de todos los puntos de la sala.

Entonces se abrió la puerta de un palco, antes vacío, y aparecieron en él doña Sabina y Enriqueta.

—Ajá, camará, ¡qué vitola! —exclamó al ver a la garrida moza el indiano, empuñando los gemelos, revolviéndose en la silla como un azogado, y mostrando dos hectáreas de pechera y una cantera de pedrería fina.

Enriqueta, entre tanto, después de lucir el talle al descubierto, so pretexto de colocar más a su gusto la silla, o de colgar el abrigo, o de responder a una supuesta pregunta de su madre, tomó asiento dando la espalda al escenario; y sin cuidarse de lo que en él sucedía, paseó, al amparo de sus anteojos, su vista escudriñadora en derredor de la sala. En este viaje rápido tropezó con los gemelos del indiano, y al verlos fijos en ella, detúvose un instante a examinar al curioso cuya estampa debió chocarla, según el gesto que hizo; gesto muy parecido al que hace todo nieto de Adán al tropezar con un bicho raro.

—¡Ajá, te clavaste, guachinanguita! —dijo don Romualdo al encontrarse con la mirada de Enriqueta.

Pero ésta, lejos de haberse clavado, como el pintoresco Tenorio creía, preguntó a su madre sin dejar de mirarle:

—¿Qué es aquello, mamá?

Y doña Sabina que, aunque por sus sabidos contratiempos, no había pisado la calle tiempo hacía, no dejaba de conocer por la fama al personaje de moda la respondió después de seguir la dirección de su mirada:

—Cuidado, hija mía, que creo que es él.

—¿Y quién es él?

—El famoso acaudalado de quien habla todo el mundo... Y por cierto que no separa los ojos de ti.

La tal noticia causó en Enriqueta el efecto de la picadura de un alacrán. Soltó los gemelos al instante, y volvió las espaldas al personaje. Desde entonces no hubo ya pisotón, ni carraspera, ni mirada elocuente, ni advertencia clara y terminante de su madre, que bastara a convencer a la testaruda chica de que debía corresponder a las insinuantes actitudes del indiano. Tanto la habían hablado de él; tanto de la revolución que el afán de su conquista había producido en el pueblo, que aun sin llegar a conocerle le había cobrado aversión. Doña Sabina, en cambio, queriendo sin duda enmendar los desdenes de su hija, no hallaba en su cara ojos bastante expresivos para mirar a don Romualdo.

—Dígame, camará —preguntó éste al más inmediato de sus compañeros de platea, chocándole, a media función, la esquivez de Enriqueta—, ¿tendrá amores con alguien?

—¿Por qué es la pregunta, don Romualdo?

—Porque no acude.

—Esos son dengues de niña mimosa.

—Pues mire, yo me perezco por las dengosas.

Y continuó asestando sus gemelos a la ingrata, sin que ésta se diera por más entendida de sus miradas, que de su pechera deslumbrante, de su cadena ostentosa o de sus anillos colosales.

Pero se enteró de la lucha todo el teatro, y llovieron las miradas sobre la desdeñosa, que pasó las penas del purgatorio hasta que cayó el telón por última vez.

Al salir a la calle con su madre, ya estaba esperándola don Romualdo; y allí, con los ojos en blanco, la soltó un par de finezas al oído, con tan poco éxito, que huyendo de ellas no paró la ruborosa joven hasta la acera de enfrente. En cambio doña Sabina contestó al indiano con una mirada que era todo un poema de esperanzas.

Aquella noche no durmió el refulgente personaje. La esquivez de Enriqueta (que él tomaba modestamente por ruborosa timidez); la comparación que hacía de su resistencia con las facilidades con que tantas otras mujeres le estaban brindando a todas horas, y la peregrina belleza de la joven, le tenían en constante tortura; y como resueltamente se decidía por ella, pensando en el modo de conquistarla le cogió el sol del día siguiente.

Por la tarde se vistió «de fresco», como él decía: eligió la pechera más tenue y a la vez más pintoresca de cuantas tenía; y así engalanado y tendido en su quitrín dirigido por calesero negro, paseó catorce veces la calle de la ingrata. Pero ésta no se dejó ver detrás de las vidrieras, aunque no se apartó de ellas un instante la cara de doña Sabina.

Al otro día salió con el mismo rumbo, pero en carretela descubierta y vestido de serio; y en vano los herrados cascos de los dos fogosos brutos que le arrastraban hacían temblar los cristales de la vecindad. Doña Sabina salió al balcón y hasta pagó con afable saludo la media reverencia que él la hizo; pero Enriqueta no se dejó ver.

Su tercera manifestación fue cabalgando a la mejicana. Diez veces rayó con el índice de su diestra los adoquines, y más de otras tantas recogió del suelo su jarano; los chicos le seguían en bandadas; la gente se paraba a contemplarle... y nada: las vidrieras de su ingrata cerradas como siempre, y detrás de las vidrieras la sempiterna cara de doña Sabina. ¡Ni la sombra siquiera de su hija! Entonces, en un arrebato de despecho, arrojó a la canalla hasta tres puñados de monedas, y entre aplausos, silbidos y jujeos, echó por una boca-calle y se perdió de vista.

Después de cada una de estas exhibiciones grotescas, doña Sabina corría al lado de Enriqueta y la decía algo por este estilo:

—Pero, hija, ¿es posible que seas tan obcecada que no quieras manifestar la menor señal de que, cuando menos, agradeces las atenciones que te dedica ese hombre?

—Nunca entró en mis cálculos —respondía la interpelada—, echarme por caballero un payaso.

—¡No exageres!... Ese hombre tiene gusto en vestirse al estilo del país en que ha vivido, y hace bien, porque es un traje precioso.

—Cuestión de gustos, mamá. Por eso respeto el de las que con tanto empeño, según se dice, se dedican a su conquista; pero no las imito.

—No tengo yo noticia de que ese señor haya hecho por nadie lo que está haciendo por ti.

—Razón de más para que yo no se lo agradezca.

—Es un gran sujeto.

—Pero a mí me parece un mamarracho.

—Es riquísimo.

—Buen provecho le haga.

—Es una gran proporción.

—Para quien la desee.

—¡Será preferible un tierno doncel que te alimente con arrullos o te vista con trovas!...

—Entre esas ilusiones romancescas y ciertas realidades como las que usted me recomienda, hay ancho espacio que recorrer... si llegara el caso, que, después de todo, aquí no ha llegado todavía.

—Pues es preciso que llegue y que, por de pronto, vayas sacando de tu cabeza esas quimeras que al fin han de perderte y de perdernos a todos.

—¡A todos!... ¿Por qué?

—Porque... yo me entiendo. Mira, Enriqueta, soy tu madre y por ello no he pedir para ti cosa que no te convenga. Yo te aconsejo, yo te suplico, ¿quieres más? no que aceptes desde luego las rendidas diligencias de ese potentado; pero que no le desanimes con tu obstinada esquivez. Tolérale y estúdiale, pues los hombres no son de cerca lo que de lejos parecen; y en todo caso, cuando le desdeñes, que sea porque lo merezca, no por una prevención caprichosa.

Como Enriqueta conocía bien las características tendencias de su madre, en nada le chocaban sus consejos ni sus «suplicas», ¡Cuán lejos estaba de sospechar que, por aquella vez, al pedir doña Sabina un yerno rico, le pedía con muchísima necesidad!

IX

Triste silencio reinaba en el escritorio de don Serapio dos días después de la última corrida celebrada en la misma calle por el estrepitoso don Romualdo, silencio apenas interrumpido por el charrasqueo de las plumas de los dos dependientes. El viejo tenedor de libros había sido llamado por don Serapio al departamento presidencial de éste, en el cual se llevaban ya más de hora y media a puertas cerradas. Los de afuera tenían orden de despedir a los corredores que llegasen, con la frase sacramental de «no ocurre nada», que quita, en los usos del comercio, todo pretexto a réplicas y observaciones impertinentes.

Hallábanse amo y dependiente, sentado el primero en su vetusto sillón, y de pie, junto a él, el segundo; ambos hojeando libracos y papeles amontonados sobre la mesa y el atril; don Serapio con los ojos enrojecidos, descubierta la cabeza y erizado el escaso pelo; el dependiente impávido y sereno, en espera siempre, como si fuera un libro más de la casa, de que se consultase alguna de sus páginas, para ofrecer, con mecánica lealtad, los guarismos estampados en ella.

—De manera —decíale con voz lenta y apagada don Serapio—, que tenemos, en junto, para cubrir las atenciones de este mes...

Y entonces el dependiente, leyendo un papelejo que tenía en la mano, resumen de todo lo consultado hasta aquel instante en libros y correspondencias, continuó, tomando, con la precisión de un músico de concierto, la entrada que le daba su principal:

«En valores a cobrar en la plaza, trescientos mil seiscientos y quince reales.

»Saldos de cuentas corrientes, a negociar, ochenta y tres mil y doscientos.

»Total, trescientos ochenta y tres mil ochocientos quince».

—Créditos contra nosotros en igual tiempo, —prosiguió don Serapio, después de apuntar con mano trémula aquellas respetables cifras.

—«En todos conceptos» —leyó el dependiente con voz clara e inexorable—: «Un millón seiscientos mil ochocientos setenta y dos reales con catorce maravedís».

Don Serapio apuntó esta cantidad sobre la otra, y restó.

—¿Déficit?... —dijo angustiado el comerciante, después de ejecutar la operación.

—«Déficit» —leyó en su papel el dependiente—, «un millón doscientos diez y siete mil cincuenta y siete reales con catorce maravedís».

—Exactamente. Sesenta y un mil pesos, mal contados. ¿Recursos extraordinarios?

—¡Hombre, tanto como eso!...

—Los treinta mil duros en pagarés de la casa Peje y Compañía, de Málaga, que quebró la semana pasada. Ofrecen el uno y medio a sus acreedores; pagarán el pico, librando bien... y saque usted la cuenta.

—Ese golpe nos mata.

—Ese golpe... Y otros como él, no diré que no.

—¡De modo que estoy arruinado?

—Por las trazas...

—¡Que tengo que llamar a mis acreedores!

—No habrá más remedio.

—¡Hija de mi vida! —fue la única exclamación que hizo el angustiado padre dejando caer la cabeza entre sus manos y las lágrimas de sus ojos.

Contemplóle el dependiente un breve rato con la mayor impasibilidad, y díjole después, con la serenidad de un recluta delante de su coronel:

—¿Hago falta?

Mas viendo que no obtenía respuesta, echóse debajo del brazo dos libros de cuentas corrientes; recogió algunos paquetes de cartas, y girando sobre sus tacones, salió del departamento señorial.

Al entrar en el suyo vio que se abría con estrépito la puerta principal y que aparecía en ella un personaje vestido de rigorosa etiqueta, brillando en pecho, puños y pescuezo, como cielo en noche de verano.

—¿El señor don Serapio Caracas? —preguntó desde la puerta con voz de trueno.

—Aguárdese usted, —respondió el tenedor de libros, que aún no se había sentado, volviendo a anunciar la visita a su principal, en la duda de si también con los de aquel pelaje había de entenderse la consigna dada para los corredores.

Vaciló don Serapio entre hacerse el ausente o el visible; pero como se le manifestó que la visita no tenía cara de negocios, procuró serenarse y mandó entrar al anunciado.

Momentos después se hallaban los dos frente a frente.

—¿El señor don Serapio Caracas? —volvió a preguntar el visitante.

—Servidor de usted —respondió el visitado— ¿A quién tengo el honor de?...

—Romualdo Esquilmo, para lo que se ofrezca.

Y haciendo una profunda reverencia, tendió su enguantada mano a don Serapio, quien al oír aquel nombre tan sonado y respetado en el pueblo un mes hacía, púsose de pie de un brinco, y exclamó con toda la veneración que pudiera un moro delante del famoso zancajo de la Meca:

—¡Muy señor mío y dueño!... Y usted me perdone que no le haya conocido a pesar de su envidiable fama, porque este oscuro rincón, es, mucho hace, toda mi sociedad. ¿Y a qué debo la inmerecida honra de su visita?

Mas como notara que el visitante miraba mucho en su derredor, como si temiera ser oído, se apresuró a invitarle a que subiera a la habitación.

Aceptó de buena gana don Romualdo; subieron por la escalera excusada, y se encerraron en el gabinete de don Serapio.

A vueltas de algunos cumplidos y generalidades, quiso entrar en materia el comerciante con esta popularísima invitación:

—Conque usted dirá, mi señor don Romualdo.

Y éste, sin hacerse rogar más, habló así, dulcificando cuanto pudo la rudeza de su voz con la melosidad del estilo trasatlántico:

—Pues mire, don Serapio, yo soy muy claro, clarito, y no quiero cansar. Con mi trabajo gané en América muchos pesos... Porque yo soy muy rico, ¿entiende? Pero no me tienta la codicia; y cuando me vi con un pasar y todavía con mucha vida por delante, dije: «camará, que arrempuje otro, que yo voy a darme buena vida». Porque mire, don Serapio, yo soy solito en el mundo, sin padres ni parientes... Es una desgracia, ¿verdad? Con todo y eso, la tierra me tiraba... porque ésta es mi tierra. Cuatro barracones en una manigua; pero al cabo es patria, ¿me entiende? Conque cogí mis intereses en América, como el otro que dice, para buscar acá lo que allí no hay, y dejar lo que uno tiene; y por lo que pueda tronar, vayan dos al Banco de Londres, cinco al de París, cuatro al otro lado y un pico para la jornada, ¿me entiende? Pues así fue, don Serapio. Después de colocar lo gordo a sotavento, diéronme letras sobre esta plaza adonde yo venía del tiro, y hoy la una y mañana la otra, todas van venciendo esta semana. Y mire, don Serapio, ello poco es; pero antes del domingo tendré en mi casa, entre sobras del camino y picos de uno y otro, cerca de cien mil fuertes, ajá.

—Vamos, no es mal pico —observó don Serapio, casi dispuesto a adorar a aquel hombre que llamaba picos a una suma de dos millones, cuando él con poco más de la mitad podía volver a ser el acaudalado señor de Caracas—. ¿Y acaso querrá usted consultarme sobre el destino que ha de dar a ese pico?

—Nadita de eso, don Serapio. Yo traigo ya mi composición hecha, ¿estamos?... Porque yo he sido aquí muy solicitado, ¿entiende? y por lo mismo guardo mucho el cuerpo... Y yo conozco muchísimo de nombre esta casa; y como nada me ha brindado, por lo mismo la prefiero, clarito, ajá.

Comenzaban a zumbarle los oídos a don Serapio, porque tenía barruntos de algún acontecimiento halagüeño, y estaba pendiente de las palabras de aquel hombre-filón, como el reo de las del juez, que puede enviarle lo mismo al palo que al aire de la libertad.

Sin embargo, sólo contestó con exagerado acento de modestia:

—Mil gracias por la preferencia que tanto me enaltece.

—Yo soy así, don Serapio. Por eso vengo hoy y le digo: «aquí están cien mil pesos fuertes: ¿quiere tomarlos de bien a bien como en cuenta corriente?»

—Pero don Romualdo...

—No me ofenda, don Serapio: yo, en una fonda, no los he de tener a mi vera; de negocios no hay que hablarme; ¿quiere que los bote a la calle?

En aquel momento la situación de don Serapio era para volver loco al más cuerdo. Hombre honrado, no podía abusar de la buena fe de aquella persona tomando su dinero en el instante en que su casa se iba a declarar en quiebra. Sin embargo, la suma pasaba con mucho de lo que él necesitaba para salir de apuros, y hasta para enderezar sus torcidos negocios, siempre que los cien mil del pico entrasen en su poder por cierto tiempo, sobre lo cual aún no se había explicado el indiano, aunque ya revelaba en sus palabras que en aquel capítulo no sería exigente. Podía, pues, recibir el dinero con muchas probabilidades de salir de sus viejas apreturas sin que éstas llegaran a traslucirse. Pero de todas maneras, y aun librando bien por el momento, ¿no sería una ignominia para él que, tiempo andando, llegara a saberse que estando en quiebra su casa había admitido tan enorme depósito sin advertir al depositante el riesgo que corría su dinero?

Todas estas consideraciones en tropel cruzaron en un instante por la mente de don Serapio, que llegó a sudar bajo el peso de tan encontradas emociones. No obstante, optó por lo más decente, resolviéndose, ante todo, a desengañar a don Romualdo.

—Señor mío —le dijo—: yo no tengo palabras con qué expresar a usted la gratitud que le debo por la deferencia que me quiere guardar; pero, hombre honrado ante todo, no puedo aceptar ese depósito sin dar a usted ciertas explicaciones.

—Que yo no quiero escuchar, ¿estamos?

—Es que no hemos hablado todavía ni aun de los intereses.

—No los quiero... en moneda sonante.

—Ni del plazo.

—El que usted quiera, si teme que puedo quitarle de un jalón esa miseria.

—Tampoco sabe usted si mi casa...

—¿Si está firme? ¡Bah! Pero pinto que estuviera quilla arriba... Mejor, si con esa ayuda la poníamos a flote. Jajajajaaaá. Si al fin tenemos que entendernos, camará. De modo que sobre este punto estamos a la orillita los dos, y desde esta tarde empiezo a mandar plata. Por lo que falta de apañar, aquí tiene las letras endosadas a usted ya, con un montón de billetes.

Dijo, y sacó de una cartera enorme con vivos de oro y cifras de diamantes, más de un millón de reales en papel que entregó a don Serapio.

Este no sabía si echarse a llorar o a los pies de aquella providencia tan estrafalaria como espléndida; pero conteniéndose, por no evidenciar demasiado su necesidad, ya que el indiano se empeñaba en no conocerla, aceptó la oferta tan tenaz y, según las señas, deliberadamente hecha, diciendo al indiano en un tono que no carecía de dignidad:

—Yo, señor mío, y por mi desgracia, no tengo el dinero en tanta abundancia como usted; mis negocios, como todos los de la plaza, son en pequeño, relativamente a los de ustedes en América; por lo cual ni mis colegas ni yo tenemos nunca la caja tan bien provista que podamos disponer de cien mil duros en un momento de sorpresa, pues no llegan a tanto muchos capitales que aquí se llaman grandes cuanto más nuestros sobrantes para imprevistos. En una palabra, yo no puedo admitir esta suma más que en uno de estos tres conceptos: como depósito, en cuyo caso y por razones que son para mí sagradas, aunque usted no quiera oírlas, le daré la llave de una caja de mi escritorio para que usted disponga a su arbitrio del dinero; o como préstamo, por un plazo convenido; o en cuenta corriente, a condición de que para disponer de sumas de alguna importancia me avise usted con la anticipación que se estipule. Además, y usted me perdone tantas exigencias, yo, por un sentimiento de delicadeza, necesito consignar en el resguardo que le entregue, que se resiste usted a oír ciertas explicaciones que he querido darle acerca del estado de mi casa, requisito que yo juzgo de utilidad vista la importancia de la suma.

—¿Acabó ya, mi amo? —exclamó don Romualdo después de haber escuchado con la boca abierta a don Serapio.

—Es cuanto me ocurre sobre el asunto, después de volver a dar a usted un millón de gracias por la confianza con que me honra.

—Pues mire, cuando le haga la entrega del último centavo, me pone el papel como le dé la gana, o no me pone pizca. Y se finó aquí la historia, que, camará, por cuatro chinitas como esas nunca he platicado yo tanto.

Don Serapio caminaba de asombro en asombro. Como broma podía pasar aquel derroche; pero contra tal suposición protestaban los valores que ya tenía en su poder.

—Pero la cuestión de intereses —replicó al indiano—, no puede dejarse sin tocar, señor mío; y necesito que usted me diga si le bastan los que aquí abonamos en las cuentas corrientes...

—Ahorita mismo vamos a hablar de eso, señor don Serapio; y mire que no encuentre caros los que le pida.

—Ya pareció aquello —pensó el buen hombre; y añadió en voz alta—: Usted dirá.

—Voy a decirle. Yo quiero tomar estado, ¿me entiende?

—Recomendable propósito.

—Y quiero tomarle en este pueblo.

—Me parece muy bien.

—Y con una madamita muy conocida de su mercé.

—Pues lleva el proyecto muy adelantado ya.

—Andandito.

—¿Y será imprudencia preguntar a usted quién es?

—Enriqueta.

—Hay varias de ese nombre.

—Su niña de usted.

—¡Mi hija!

—Ajajá. ¿Le van pareciendo caros los réditos?

No es fácil explicar el efecto que produjo en don Serapio esta embestida en seco. Preocupado con la situación de su casa y en entredicho con su mujer desde la escena que conocemos, no tenía la menor noticia de las exhibiciones y aparentes propósitos del indiano, ya públicos en la ciudad. Cogióle, pues, de nuevas la pretensión, y le aturdió. Por un lado le halagaba; por otro se le resistía. Aquel tipo para una mujer como su hija... y César... y el recuerdo de éste en la memoria de Enriqueta. Pero aquel caudal enorme, aquel desprendimiento, aquella franqueza honrada, el porvenir de la casa con un protector semejante... Todo lo fue viendo instantáneamente, y así, sin saber si agradecer la demanda o maldecirla, contestó al indiano con afectada parsimonia:

—La nueva pretensión que acaba usted de manifestarme, mi señor don Romualdo, es de tal naturaleza que no alcanzaría todo mi buen deseo a despachársela a su gusto sin contar antes con el de la interesada.

—Por ahí me duele, camará.

—¿Usted la conoce?

—¡Si la llevo estampadita en el alma!

—Digo si la ha tratado usted, —repuso don Serapio, nada complacido con aquella fineza.

—Eso no; pero ella me conoce, y también su mamita.

—Es decir, que se conocen ustedes de vista.

—Cabales.

—Entonces nos falta casi todo el camino por andar, y usted no extrañará que yo, dando a su deseo toda la importancia que se merece, se le transmita a mi hija para que, libre de toda presión, me diga su parecer, que es, en mi concepto, lo principal del asunto.

—Y la mamita ¿tomará parte en el consejo? —preguntó el pretendiente seguro de que no le sería su voto desfavorable.

—Naturalmente, señor don Romualdo.

—Pues entonces —replicó éste—, me retiro ahorita; y me hará la merced el señor don Serapio de leerme cuanto antes la sentencia. Y mire, al llegar le hubiera implorado que me presentara a las señoras; pero desde que platicamos del caso, para que lo vea, me tiemblan las choquezuelas, y no lo aceptaría hoy aunque me lo brindara.

—Iba a hacerlo precisamente.

—Pues ya me ha oído. Créame, don Serapio: aunque me ve tan llenote y rollizo, soy una criatura en lo sentido.

—Ya lo voy reparando, —observó aquél sonriendo.

—Es la fija, créame... ¡Jajajajaaaá!

Y largó una carcajada llena, robusta, sonora, estrepitosa, interminable. Con la cual, dos reverencias, tres sombreradas y un apretón de manos, amén de algunas frases de cumplido, despidióse de don Serapio, que le acompañó hasta la puerta del escritorio, donde hubo todavía algunas ofertas recíprocas y no pocos cumplimientos.

Volvióse el comerciante a su despacho; llamó al tenedor de libros, y le dijo, examinando con escrupulosidad los billetes y las letras que había recibido del indiano:

—Abra usted una cuenta a don Romualdo Esquilmo...

Y como si hubiera cambiado repentinamente de parecer, añadió en seguida:

—Pero no se la abra usted todavía.

Con lo cual volvió el tenedor a su puesto, extrañando mucho que en semejantes circunstancias se le mandasen tales cosas; de lo cual dedujo que la visita del indiano podía llegar a tener alguna influencia en los futuros destinos de la casa.

Entre tanto, es de advertir que don Serapio se arrepintió de su primer mandato, porque se le ocurrió de pronto que habiendo sido los dos millones una embajada más o menos ostentosa para autorizar la petición subsiguiente, si ésta llegaba a ser desairada, procediendo con decencia había que mandar retirar los embajadores, si es que no se retiraban ellos solos. Que la petición podía ser desairada, se lo hacían temer el carácter de su hija y las aparentes circunstancias, aun sin meterse a indagar las desconocidas, de su pretendiente; circunstancias y peros que habían pasado inadvertidos para él cuando sólo se trataba de sus intereses materiales, y que le saltaron a los ojos tan pronto como aquél se declaró aspirante a la mano de Enriqueta. Conste, pues, como dato que honra a don Serapio, aunque no le salve en lo principal de su culpa, que, por de pronto, teniendo en su mano el talismán misterioso que podía regenerar su casa en un momento, estaba dispuesto a arrojarle por la ventana si esa regeneración había de ser al precio del sacrificio de su hija.

Y meditando así, envolvía los valores del indiano en una carpeta, sobre la cual escribió: «De don Romualdo Esquilmo», lacrándola y sellándola. Después guardó el paquete en el fondo de su caja embutida en la pared y defendida por maciza puerta que cerraba con barrotes y candados.

Volvió luego a su puesto; sentóse en el viejo sillón; estuvo meditando largo rato con la cabeza entre las manos; trancó después el atril y los cajones de la mesa, y con paso tranquilo y mesurado echó escalera arriba por la excusada.

X

Bien ajena estaba doña Sabina a lo que pasaba en el gabinete de su marido entre éste y el indiano, en el punto y hora en que ella y Enriqueta entretenían el tiempo, en un saloncito, con esas frivolidades de adorno que compradas en la calle valen una miseria, y llegan a costar un sentido hechas en casa por la aplicación y economía de una gran señora hacendosa.

Excusado es decir que ni esta ocasión ni otras parecidas desaprovechaba doña Sabina para predicar a su hija sobre el tema tan debatido ya de la brillante proporción. Y es la verdad que al llegar el amén de la anteúltima homilía, Enriqueta, fuera por cansancio o por haber agotado su caudal de excusas, epigramas y reparos, o por otro motivo más grave, no dijo una palabra ni mostró en el más leve gesto señal alguna por donde su madre pudiera conocer el verdadero fruto que habían dado sus palabras. Pero como los sermones habían sido predicados en rigorosa gradación de efecto, hábilmente preparada, sin cuidarse mucho de aquella aparente impasibilidad, aguardó al próximo con gran confianza en el cristo que reservaba como último argumento para mover hasta el corazón de su hija.

Así como así, desde la cabalgada de que ya tenemos noticia, don Romualdo no había vuelto a parecer por aquellos barrios, lo cual era un mal síntoma, y se hacía indispensable ganar a todo trance el terreno perdido.

Con tan loable propósito comenzó su exordio la buena predicadora en la ocasión a que nos referimos al principio de este capítulo; y preciso es confesar que nunca se mostró más elocuente ni más seductora.

—Mira, hija mía —la dijo entre otras cosas—: el hombre más antipático y repulsivo desde lejos, tiene, estudiado de cerca, condiciones que le hacen, si no encantador, por lo menos tolerable. Pues bien: tú misma me has dicho que, en rigor, no hay en el aspecto de don Romualdo nada de repugnante, aunque haya algo de vulgar y charro. ¿No es casi seguro que ese hombre, tratado en confianza, descubriría algunas virtudes que harían olvidar fácilmente aquellos defectos? Según fama, es campechano, afable y bondadoso hasta con los más extraños. Y siendo así con todos, ¿qué no sería contigo? Y siéndolo contigo, ¿qué prodigios no haría un hombre como ése por verte contenta y agradecida? ¿Has meditado alguna vez sobre esto, Enriqueta?... Pero me dirás que eres joven; pensarás, aunque no me lo digas por modestia, que eres hermosa; que tienes un corazón virgen, como quien dice, de todo sentimiento amoroso; que ese corazón aspira a llenarse con otro corazón que le comprenda y que se te parezca... Después el mundo, el fantasma del mundo que te viera unida a un hombre que, por su edad, más parecería tu padre que tu marido; que no es aristocrático en su aire, ni literato en su estilo, ni en sus contornos un modelo. Pero a estos reparos, hija mía, que te conteste ese mismo mundo por la boca de tantas mujeres, amigas tuyas las más de ellas, que también los hicieron en parecido trance. El uno era grosero; el otro sucio; éste carcomido de cuerpo; aquél del alma; tal, de escandalosa conducta; cuál, de infame procedencia. Y todos eran viejos, pero todos eran ricos. Ellas no eran pobres, y además todas eran jóvenes, y ninguna fea ni sin casto amor en el pecho. Gimieron al principio, protestaron, maldijeron; pero llegó la reflexión al cabo, venciéronse los escrúpulos... y vete a preguntarlas hoy si están arrepentidas, en medio de sus galas, entre el ruido de sus trenes y el vértigo de sus viajes y sus fiestas ostentosas; consulta sus corazones, y ve si queda en ellos la menor señal de que habitó allí por largo tiempo la imagen de un galán enamorado.

Aquí hizo una pausa doña Sabina y estudió con mirada escrutadora el efecto de sus palabras en el ánimo de Enriqueta; pero ésta seguía con los ojos sobre su labor, sin mostrar señal de asentimiento ni de desaprobación; duda que animó a la predicadora, la cual continuó así:

—Pues bien, hija mía, esta transformación, tan rápida que parece increíble, se ha obrado a merced de una fortuna que no pasa de lo ordinario entre las buenas, y de unas cuantas cualidades morales de pacotilla, que de ningún modo pueden contrapesar ni la carcoma del uno ni los públicos vicios del otro. Figúrate ahora lo que sucedería si llegaras a ser la señora de ese hombre que, tras de no tener nada de repugnante, reúne un caudal que excede a todo cálculo, y es además generoso y ama con delirio la sociedad y el trato de las personas distinguidas. ¡Deslumbra y ofusca, hija mía, la sola consideración de ello! Por de pronto, al mero anuncio de tu boda, lloverían sobre ti joyas y ricas telas, y vendrían del extranjero, para tu regalo, los más costosos y elegantes trenes. Una vez casada, no habría país en el mundo que no visitaras, ni capricho que en él no satisfacieras. Ya de retorno, te establecerías en espléndido palacio que se edificaría para ti, en el cual estarían las fiestas y la servidumbre a la altura de tu posición. Llevarías al gran mundo el ejemplo de tu esplendor y tu elegancia, y a las capas humildes de la sociedad la limosna de tu filantropía y el consuelo honroso de tu presencia. No habría asociación piadosa que no te diera la presidencia, ni huérfano que no te ensalzara, ni desvalido que no te bendijera. La prensa seguiría tus pasos, popularizaría tu nombre y tus riquezas, y desde la bordada silla de tu lujoso despacho, no tendrías que envidiar el poder ni los honores de un ministro en su poltrona. Y si todavía, en medio de estos resplandores y de estas armonías de la opulencia, trasluces ciertas horas de prosa y de tinieblas, necesarias a la vida íntima del matrimonio, repara a la vez, hija mía, que la existencia doméstica de una mujer del gran mundo está sujeta a leyes sabias que quitan todo el mal gusto que debían dejar necesariamente las costumbres patriarcales de nuestros progenitores. Una señora de tu jerarquía, con un palacio como el tuyo, no podría menos de vivir con entera independencia dentro de su propio hogar, sin tener que dar cuenta a nadie de las horas que eligiera para entrar, para salir, para dormir o para levantarse, lo cual ya es algo tratándose de escrúpulos de estética. De manera, hija mía, que puestos de un lado tan livianos inconvenientes, y del otro tan colosales ventajas, no es difícil adivinar hacia qué parte se inclinaría la balanza.

Calló otra vez doña Sabina, observó a Enriqueta y vio, no sin alegría, que ésta iba levantando poco a poco los ojos hacia ella; que la expresión de su boca estaba muy lejos de ser desdeñosa, y que se disponía a romper su obstinado silencio.

—Vamos, hija mía —prosiguió la buena madre, en su deseo de sacar todo el partido posible de tan favorable situación—; dime, a lo menos, tu parecer con franqueza. ¿Qué juzgas de lo que te voy diciendo?

—Juzgo, mamá —respondió al cabo Enriqueta sin pizca de encono—, que estamos haciendo castillos en el aire; porque, después de todo, ¿quién nos ha dicho que ese señor ha pensado en semejante cosa?

La cual respuesta, si no era una explícita aprobación de las teorías de doña Sabina, tampoco envolvía una repulsa manifiesta; y esto era mucho tratándose de una boca como aquélla, que, para hablar de don Romualdo, no había usado más que burlas cáusticas y epigramas sangrientos. Podía creerse con algún fundamento que el sermón aprovechaba. Toda la virtud de un justo, de un Dios, fue necesaria para resistir la tentación del demonio que desde lo alto de una montaña le decía, mostrándole el mundo: —«Todo esto será tuyo si me adoras».

Frágil criatura Enriqueta; demonio doña Sabina, punto más sutil y tentador que el del Evangelio, ¿qué extraño sería que la incauta joven cayera de rodillas ante aquel ofrecido reino de placeres y riquezas?

Abundando en esta misma opinión la diabólica mujer, y creyendo ya en buena sazón el espíritu de su hija, juzgó llegado el caso de sacar el cristo que había de rematar su obra.

—No creo —dijo, respondiendo a la observación de Enriqueta—, que me engañen ciertas apariencias; pero, de todos modos, conviene colocarse en lo más cómodo y proceder en ese sentido. Porque has de saber, hija mía —y comenzó la habilidosa mujer a hacer dengues y pucheros—, que hay razones que yo no he querido decirte nunca, por las cuales ese enlace, además de hacer tu felicidad, sería para tu padre y para mí... ¡el manto de la Providencia!

Y la muy taimada se limpió los ojos con el pañuelo.

Como era de esperar, aquellas palabras capciosas y aquellas lágrimas vergonzantes llamaron vivamente la atención de Enriqueta.

—Pues ¿qué sucede? —exclamó alarmada.

—Sucede, hija mía —prosiguió entre sollozos doña Sabina—, que hace ya mucho tiempo (y perdona a una madre cariñosa que te lo ha venido ocultando por no afligirte), que el caudal de tu padre no es más que una apariencia; que la suerte le ha vuelto la espalda; que a duras penas y con indecibles fatigas, ha logrado hasta hoy ir sosteniendo su casa; que los contratiempos, lejos de estar vencidos, se van acumulando de día en día, y en fin, Enriqueta, que no está lejano el en que, sin un milagro de Dios... o el amparo de un hombre como ése, nos veremos todos envueltos en la más espantosa miseria.

Calló doña Sabina y ocultó la cara entre sus manos, lanzando de su pecho angustiosos quejidos; y Enriqueta, que había ido devorando cada una de sus palabras con la ansiedad fácil de adivinar, al oír los sollozos de su madre inclinó su hermosa cabeza, y exclamó, también con lágrimas en los ojos y con verdadera angustia en el corazón:

—¡Pobre padre mío!

¡Cosa extraña! Ni éste ni su hija se habían acordado de doña Sabina en el instante de saber que la miseria llamaba a las puertas de aquella casa.

Después que hubieron pasado los primeros desahogos del verdadero dolor de Enriqueta, y la parte de farsa que había en el de su madre, disponíase aquélla a dirigirle la palabra, cuando entró una doncella a decir que «el señor» esperaba en su gabinete a la señorita.

Serenóse la joven cuanto pudo, e impresionada hasta el extremo con aquel casual recuerdo de su padre, acudió rápida al llamamiento, sin pararse a considerar la sorpresa que en su madre causó el recado.

XI

Entrañable fue siempre el afecto que la hermosa joven había profesado a su padre; pero desde la noticia que acababa de darle su madre, se sentía unida a él por un nuevo vínculo y por una deuda más.

Su vida dispendiosa y descuidada había contribuido sin duda a precipitar la ruina de aquella casa, antes rica y envidiada; y aquel dolor impreso de continuo en la fisonomía del atareado comerciante; aquel sello de tristeza que la oscurecía, no eran el efecto natural de una salud quebrantada por el trabajo, sino la huella de una gran pesadumbre, hija quizá del temor de que algún día tuviera ella que conocer la causa. ¿Qué sacrificio podría imponérsela que no aceptase por salvar a su padre del abismo en que iba a caer? ¿Qué valían, pues, los escrúpulos que aún oponía como excusas, si su unión con el hombre que se los inspiraba podía devolver a su padre la fortuna que éste había sacrificado al placer de su familia?

Con estas reflexiones, motivadas por la noticia funesta dada por su madre y la repentina llamada de su padre, presentóse delante de éste, cariñosa y expresiva como jamás lo estuvo.

—Hija mía —le dijo el pobre hombre, sentándola a su lado—, los asuntos que personalmente te interesan, sólo contigo debo consultarlos, antes de discutirlos en familia, si esto fuese necesario también. En ese supuesto, y con la formal protesta que te hago de que, al someter a tu juicio ese asunto, te dejo en la más amplia libertad de resolverle, te advierto que hace un instante estuvo en este mismo gabinete un hombre que ocupa una gran posición social, a pedirme tu mano.

—Y ¿qué le contestó usted? —dijo Enriqueta sin mostrarse sorprendida del suceso, ni más ni menos que si le esperara.

—Que te haría saber la pretensión, y que tú resolverías.

—¿Pero usted no ha formado juicio alguno?...

—Supongamos que no.

—¿Ni hay siquiera una razón por la cual pudiera usted desear que yo aceptara ese pretendiente?

—No hay razón para mí que alcance a obligarme a violentar tu voluntad, ni siquiera a influir en ella, en asunto tan importante.

Si, como no lo dudaba Enriqueta, la noticia que tuvo por su madre sobre la triste situación de la casa, era cierta, su padre le estaba dando otra prueba más de cariñosa abnegación, prueba que merecía de su parte un esfuerzo de voluntad para corresponder a ella dignamente. Y en tal propósito, y sin detenerse a considerar que en lances de tanta trascendencia es mal consejero el entusiasmo, contestó sin vacilar:

—Dígale usted que sí.

—¡Cómo!... ¿sin saber aún de quién te hablo?

—Lo presumo: ¿no es del famoso indiano don Romualdo?

—Del mismo, en efecto. Pero ¿tú le conoces?

—De fama y de vista.

—Bien; pero ignoras de dónde viene, qué ha sido, qué es y, según sus antecedentes, qué podrá ser en adelante.

—Eso no es de mi incumbencia, papá. Me dice usted que resuelva, y resuelvo que sí.

Como aquél que ve visiones se quedó don Serapio al oír hablar de este modo a su hija. No había mostrado la menor vacilación, ni un reparo, ni un escrúpulo. El demonio de la ambición la dominaba también como a su madre: jamás lo hubiera creído en aquel corazón tan sensible y tan noble en apariencia. Por el vano afán de unas cuantas joyas, no le aterraban los riesgos de lo desconocido. Este desencanto le afligió en extremo, como padre cariñoso; pero, preciso es confesarlo, no dejó de animarle como comerciante necesitado. Las buenas tragaderas de su hija hacían la tramitación más fácil y el resultado más claro, supuesto que estaba decidido a no sacrificarla a los apuros de la casa.

Y entre tanto no reparaba el bendito de Dios que sin estar también él devorado, aunque en otra forma, por la misma sed de oro, no hubiera tomado en serio la pretensión del indiano sin preguntarle en seguida todo aquello que, en su concepto, debió preguntar Enriqueta antes de resolver afirmativamente la demanda; ni hubiera transmitido ésta a su hija sin poder añadir en seguida: «me consta que el pretendiente es hombre honrado y que honradamente ha ganado lo que posee». Por eso no cayó en la cuenta de que las últimas palabras de Enriqueta, si parecían el reflejo de un corazón frío y metalizado, también podían tomarse como una amarga censura a la irreflexión y la ligereza despiadadas con que un padre colocaba a su hija en la necesidad de elegir a ciegas entre la muerte y la vida.

Pero esto no podía leerlo don Serapio en la respuesta, porque había hecho en el asunto cuanto debía hacer; es decir, respetar ciertas particularidades de aquel hombre que, siendo tan rico y tan espléndido y, sobre todo, tan considerado en el pueblo, no podía ser cosa mala; y, en cambio, podía resentirse de una fiscalización impertinente que diera por resultado una brusca retirada en el momento en que más falta le hacía su amparo. De todos modos, si le engañaban las apariencias, ya se iría viendo poco a poco, antes de que fuera imposible evitar los peligros de una equivocación.

Tal fue el criterio de don Serapio en aquel asunto delicado; pero como ni tú ni yo, lector benévolo, estamos llamados, que se sepa, a sentar jurisprudencia en la materia, dejo la digresión y vuelvo al asunto.

—De manera —prosiguió el padre, acentuando mucho sus palabras y observando el efecto que causaban en su hija—, que puedo decir a ese señor que, por tu parte, aceptas gustosa.

—Gustosísima, —añadió Enriqueta.

—¿Sin el menor recelo siquiera de que acuda a tu memoria ni la sombra de un recuerdo más agradable?... —insistió don Serapio, creyendo con esto quedar bien cumplido con el último de sus escrúpulos de conciencia.

—Sin el menor recelo... ni aun de esa sombra.

—¿Luego no hay más que hablar sobre el asunto?

—Absolutamente nada, por mi parte.

Y los dos se despidieron y se separaron: el padre admirado de la despreocupación de la hija, y la hija asombrada de la buena fe de su padre.

Dos Serapio bajó al escritorio, y llamando al viejo dependiente, volvió a decirle:

—Abra usted una cuenta a don Romualdo Esquilmo.

Pero esta vez no le dio contraorden; antes bien, llegóse a la caja, sacó el paquete sellado, recontó y clasificó los valores que contenía, y dijo al dependiente, que le observaba con impasibilidad, después de haber escrito el encabezado de la cuenta:

—Abónele usted, por entrega que me hace hoy en efectivo y letras que me endosa, aceptadas en esta plaza, reales vellón...

—Reales vellón... —repitió el dependiente pluma en mano.

—Un millón doscientas treinta y dos mil.

—Un millón doscientas treinta y dos mil, —murmuró el tenedor de libros apuntando en el suyo aquella cantidad.

—Nada más, —dijo luego el comerciante recogiendo los valores del indiano.

—Nada más, —repitió el dependiente cerrando el libro, después de haber colocado cuidadosamente una hoja de papel secante sobre lo recientemente escrito.

—Ya habrá usted comprendido —añadió don Serapio a media voz—, que la situación de la casa ha mejorado mucho en pocas horas.

—Lo sospeché desde la primera vez que me mandó usted abrir esta misma cuenta.

—Hay una Providencia, don Braulio.

—Pues bendigámosla, señor don Serapio.

Y el uno volvió a su puesto con la misma impasibilidad que cuando acababa de demostrar con números que la casa estaba hundida, y el otro a la caja, en la cual guardó el caudal ofrecido por la Providencia.

Entre tanto Enriqueta informaba a su madre de todo lo tratado y acordado con su padre.

—Ya lo ves, hija mía... ¡La Providencia divina! —exclamó ebria de gozo, loca de entusiasmo doña Sabina.

Es maña ya muy vieja esa de atribuir a la Providencia todo cuanto nos favorece y nos halaga, aunque sea inicuo, y de imputar a la desgracia lo que nos humilla y desconcierta, aunque lo tengamos bien merecido.

XII

Cuatro días después de lo referido en el capítulo anterior, la casa de don Serapio volvía a presentar el aspecto de sus mejores tiempos. En el escritorio no cesaba un instante el ruido seductor de la moneda; montones de ella aparecían en mesas y tableros con la matemática regularidad de un ejército en parada; y al comenzar el desfile, con la misma iban pasando a acuartelarse en la insondable caja que, en menos de tres días, se tragó, contantes y sonantes, no menos de cien mil pesos. Años hacía que en aquel rincón del mundo no se había visto tanto dinero junto. Don Serapio lo palpaba y no lo creía. El achacoso comerciante parecía haber rejuvenecido medio siglo en media semana. Su aire era mas suelto, su mirada más viva, su color más animado; daba tal cual golpecito sobre el hombro a su dependiente de confianza, quien ¡para que se vea hasta qué punto era chocante la revolución que allí se había verificado! pagaba con una sonrisa verdadera cada caricia de su principal; los dos dependientes se permitían entre sí ciertos equivoquillos, aunque a media voz; y hasta el almacenero, cuando subía con algún recado, tarareaba unas manchegas o silbaba el himno de Riego. Aquello parecía un contagio de misteriosa enfermedad: todos se sentían atacados de ella, y sólo don Serapio y el tenedor de libros conocían las causas.

¡Pues no les digo a ustedes nada de cómo andaban los ánimos y las cosas por la habitación! Doña Sabina era un argadillo; Enriqueta se reía sola; las doncellas andaban en un pie, y la cocinera no daba golpe sin romper un cacharro, asombrada de ver que su señora, lejos de echarla un sermón por cada siniestro, la decía por todo desahogo: —«Ande usted, que rica es la orden».

Porque es preciso que el lector entienda que no se trataba ya, únicamente, en el escritorio de una lluvia de talegas, como caídas del cielo, ni en la habitación del próximo ingreso en la familia de un hombre «poderoso»: es que éste había sido ya presentado a su futura, y había comido «en la casa», y el padre y la madre y la hija habían convenido sin dificultad en que, «después de bien tratado y ataviado, el novio era hasta simpático, y que no tenía maldita la comparación con Fulano, ni con Zutano, ni con Perengano, que evidentemente eran unos groseros, palurdos y asquerosos»; y había habido lo de «tonta hubieras sido en pararte en remilgos, ¡qué ganga te perdías!», y lo de «la verdad es, mamá, que no debe uno pagarse de impresiones a lo lejos», o «te digo que nos echamos tu madre y yo un yerno y tú un marido que no le merecemos».

Por un descuido se le ocurrió una vez decir a don Serapio:

—Para que la dicha fuera completa, no nos falta más que conocer algunos antecedentes de él; porque aunque necesariamente han de ser buenos, esto de tener uno con qué tapar la boca a cuatro maldicientes...

—¿Y por respeto a esa canalla —le objetó doña Sabina—, habíamos de ofender la delicadeza de una persona tan respetable con preguntas impertinentes?

—Lo cierto es —indicó Enriqueta—, que tratándose de una persona tan delicada como ésa, no es muy cuerdo ir a molestarle con tales menudencias.

—Naturalmente, mujer —volvió a decir doña Sabina—; sino que tu padre algunas veces... Figúrate si él, resuelto a decirlo, no nos lo hubiera dicho ya. ¿Se calla? Pues eso prueba que no tiene para qué decírnoslo.

—¿Y lo dudo yo acaso? —replicó don Serapio—. Sólo que hubiera preferido... pues... ¡Si sabré yo lo que ciertas cosas ofenden dichas al tunturuntún y sin venir a pelo!

Ni más ni menos se había hablado, ni se volvió a hablar en aquella casa, de semejantes pequeñeces.

XIII

Pasaron los días, y continuó don Romualdo frecuentando el trato de la familia, y ésta volvió a abonarse al teatro y a presentarse en los paseos; pero esta vez acompañada del pretendiente, a quien miraba doña Sabina con ojos tiernos, volviéndolos después al público como para decirle: —«¿Ves cómo al fin esta ganga me la llevé yo?» Enriqueta escuchaba, así en el palco como en medio de la marejada del paseo, con los ojos lánguidos, la boca sonriente y las manos entre el varillaje de su abanico, las ternezas que sin descanso le soltaba a la oreja su futuro; el cual, al ver el efecto que sus palabras causaban, al parecer, en su hechicera novia, alargaba el hocico, chupábase la lengua, se rascaba la peluca, y más de una vez dejó caer sobre su tersa pechera, sin percatarse de ello, larga, ondulante y cristalina hebra, como niño en la primera dentición.

Es, pues, indudable, que el sacrificio de Enriqueta había tenido ya su galardón en el notorio placer con que a la sazón le aceptaba. Téngalo por consuelo el lector que la hubiere compadecido.

Con las dichas exhibiciones, el runrún del público llegó a tomar gran incremento, en especial entre las mujeres de tono. «Que al fin le atrapan; que el inocente, que el incauto; que la gazmoña, que la embustera, que la dengosa; que su madre, que serpiente, que víbora, que lagarta; que su padre, que la necesidad, que los apuros; que por algo quitaron de en medio al otro pobre; que si vende, que si hipoteca a su hija para levantar fondos; que si judío, que si bribón...»

Pero llegó el día en que doña Sabina se echó a la calle en deslumbrante arreo, y comenzó, casa por casa, a anunciar, en todas las visibles de la ciudad, el casamiento de su hija con el señor don Romualdo Esquilmo; y ¡Virgen de la Soledad! ¡La tormenta que se armó desde aquel instante! Que el novio era un cerdo y además un ladrón; que había estado en presidio; que, por no tener nada suyo, hasta llevaba postizos el pelo, los dientes, media nalga y toda la nariz; que olía mal y no podía verse limpio de sarna; que de un momento a otro le embargarían el caudal y le enviarían a Ceuta, de donde se escapó para ir a América...

—Luego —dirá el sensible lector—, algo se sabía de la vida y milagros de ese hombre.

—Ni una palabra —digo yo—. En aquella ciudad se decía todo eso y mucho más de cada indiano rico y pretendiente, en cuanto dejaba de mariposear y se fijaba en una sola mujer para casarse con ella.

Si esto era envidia, yo no lo sé; pero es lo cierto que hasta el momento del parte oficial, todo se volvía elogios para el candidato tan vilipendiado después; para caridad, parece demasiado fuerte; para justicia seca, faltaban a menudo las pruebas. Por de pronto era una costumbre, o más bien una necesidad de raza.

Y adelantando siempre el proyecto a despecho de las murmuraciones, como nave bien regida entre fieros huracanes, llegó la ocasión de encargarse las galas a París, y la de hacerse, de público, su inventario.

Desde el cándido de terso moaré, de desposada, hasta el severo y rico de pesado terciopelo, pasaron de dos docenas los vestidos; midióse por celemines la pedrería, y contáronse a montones los encajes de Flandes más preciados. Jamás se vieron en el pueblo nupciales agasajos más suntuosos; y puestos en exhibición durante quince días en adecuado anfiteatro, con la escolta de otros cien presentes de costumbre, fueron la admiración... y la envidia de todas las visitas de la casa, y el objeto de largos escrupulosos comentarios en toda la ciudad.

Mientas esto sucedía, un enjambre de trabajadores de todos los oficios imaginables, tumbaba los tabiques de tres habitaciones corridas de la mejor manzana del barrio, y transformaba el inmenso espacio resultante en fantástica morada, en la cual lo gótico, lo árabe y lo pompeyano se disputaban la primacía, y los mármoles, el oro, los estucos, andaban tirados por los suelos y estrellados por las paredes como si fueran miserable barro de cazuelas. Todo, por supuesto, en calidad de interino, porque ya se había encargado a Roma el plano y a París el ajuar de un palacio, punto menos maravilloso que los de Aladino.

Y corriendo los días, llegó el de los contratos según los cuales don Serapio entregaba su hija con el dote profuso que recibió de la naturaleza, y la aceptaba don Romualdo muy gustoso, como lo demostraba dotándola en un miserable par de milloncejos y algunas otras frioleras que no enumero, porque no digan ustedes que me meto en lo que no me importa.

Todo era, pues, miel sobre hojuelas en medio de aquel grupo venturoso. Ya no sabía reñir doña Sabina; Enriqueta estaba aturdida, electrizada, y don Serapio se sonreía hasta con el facistol del escritorio. Cuanto sus ojos y sus imaginaciones abarcaban, era del color de las auroras primaverales. No había pena que no se olvidara, ni pecado que no se perdonase; y la sonrisa alcanzaba tan allá como los recuerdos, habiéndolos para todo... menos para el pobre expatriado que andaba por el otro mundo conquistando una posición social para merecer a su prima, y de quien el mismo don Serapio no sabía una palabra desde seis meses antes, ni se curaba maldita de Dios la cosa de dos semanas atrás.

Para dos días después de los contratos se señaló la boda; y como en este paréntesis, de meros preparativos íntimos, no tiene el historiador nada que hacer, paréceme oportuno aprovecharle para subsanar el olvido de la familia, dedicando un capítulo al benemérito muchacho que quizá estaba a la sazón en la creencia de que su prima le esperaba, como ella se había prometido, en su casa... «o en el cielo».

XIV

La acogida que se le hizo en la Habana, donde desembarcó, fue todo lo afectuosa que era de esperar de la recomendación que a la mano llevaba de su tío. Entre éste y la persona que debía acogerle, había grandes y antiguas relaciones de amistad y mercantiles; y así fue que, no bien hubo pisado el suelo habanero, halló ventajosa colocación sin salir de la misma casa en que había entregado su carta credencial.

Con el carácter de César y los muchos conocimientos que llevaba adquiridos en el comercio, no le fue difícil obtener la confianza de su nuevo protector, a cuyo lado era indudable que hubiera hecho fortuna por sus pasos contados.

Pero es preciso no olvidar que César llevaba en su pecho un aguijón que le obligaba a caminar de prisa, y en su imaginación una luz extraña que le hacía ver como interminable todo plazo por breve que fuera. Pensaba en su prima, y temía no hallarla esperándole en el mundo terreno, si tardaba él mucho en volver a su patria.

Por otra parte, era agradecido, y no queriendo regatear el tiempo y la ganancia a una persona que tanto le protegía, pasó cuatro años adquiriendo mucho, pero no todo lo que necesitaba en su afán de acabar pronto.

Al fin su impaciencia febril pudo más que sus miramientos. Recogió sus utilidades; púsolas, como quien dice, a una carta, en una especulación de la casa; tuvo la suerte de duplicarlas, y conociendo su protector, por éste y otros rasgos, el gusanillo de la prisa que le roía, y no desconociendo ni menospreciando las buenas dotes que adornaban al impaciente, propúsole pasar a Méjico, donde podría, con la recomendación que él le diera, hacer doble negocio en la mitad del tiempo, si bien con triples fatigas.

Aceptó César con entusiasmo; diéronsele eficaces recomendaciones para una casa de Veracruz, cuyo principal negocio era la explotación de dos minas de plata, y allá se fue con sus ilusiones y sus ahorros.

No se le había engañado en las promesas. Dos años le bastaron para llegar a reunir un capitalejo, limpio y morondo, de cuarenta mil duros.

En sus expansiones amistosas no ocultaba a nadie el afán que le devoraba; pero jamás declaró su verdadera patria ni sus parentescos en ella, en previsión de un lance desgraciado que pudiera obligarle un día a buscar un porvenir por vías más humildes y azarosas que las hasta entonces recorridas con tan buena suerte. Hasta ese punto llevaba sus propósitos de hacer fortuna honradamente, y sus repugnancias pueriles a deslustrar el brillo de que tanto se pagaba la vanidad de su tía. Por lo demás, hablaba hasta con exceso de sus frecuentes relaciones con la casa de la Habana, aunque siempre con el fin de ponderar lo mucho que la debía, y se curaba muy poco, como joven y de escasas malicias, de ver si todos los que le rodeaban en sus momentos de expansión eran dignos de sus candorosas confianzas.

A menudo tenía noticias de su tío, y por éste sabía que «todo seguía en casa como él lo había dejado», es decir, que Enriqueta seguía esperándole allí, según su traducción al lenguaje de sus amorosos anhelos.

De la Habana tampoco le faltaban cartas, en las cuales se le deseaba siempre rápida fortuna, y se le prometía no dejar de recomendarle cualquiera ocasión que se presentara por allí de conseguirlo, si antes no lo había conseguido él donde se hallaba.

Un día recibió una carta de esta procedencia, y de puño y letra de su afectuoso protector, en la que se le dijo que la ocasión tan deseada había llegado al fin; que, con otra carta suya a la mano, se le presentaría en Veracruz un don Cleofás Araña, gran amigo del recomendante, que pasaba a Méjico a continuar la explotación de dos minas de oro, de su propiedad; que por una deferencia singularísima se había prestado a darle la participación que quisiera tomar en la empresa, en la seguridad de duplicar el capital en menos de seis meses, y que el tal don Cleofás era riquísimo, honrado, etc, etc.

Pocos días después llegó efectivamente este señor, tipo de hombre entre campesino y culto, de aire franco y resuelto, como el de aquél que más bien ofrece que necesita protección. Entregó la anunciada credencial a César, y le mostró además títulos de pertenencia, muestras de oro nativo, etc, etc, con lo cual el iluso mozo, creyéndose más que satisfecho, realizó cuanto tenía y puso en manos de aquel potentado hasta treinta mil pesos, quedándose sólo con otros diez mil para las eventualidades. Extendióse un proyecto de contrato; diósele a César, mientras aquél se formalizaba, un resguardo en toda regla; hubo no sé qué dificultades mecánicas que duraron tres días; al cuarto avisó el socio que se había quedado en la cama un poco indispuesto; al quinto pasó César a visitarle... y el socio había desaparecido de la casa y de la ciudad. Llamó el incauto al cielo; siguió la pista del fugitivo la gente que lo entiende, y, como de costumbre, no dio con él.

Cruzáronse exhortos; escribióse mucho; crecieron los autos a montones, y vino a saberse en limpio que el ladrón se había largado a los Estados-Unidos, y que ya era conocido por los siguientes fragmentos de su edificante historia:

Entre los primeros buscadores de oro en los placeres famosos de California, se contaba un mallorquín, marinero desertor de un buque llegado a aquellas costas con víveres y utensilios. Sabido es por demás que los susodichos explotadores eran lo peor de cada casa, y que no habiendo entonces en el país ni ley, ni rey, ni roque, todo era en él primi ocupantis, por lo cual, antes que la herramienta del trabajo, todo buscador precavido adquiría un revólver y un puñal; porque no es necesario decir que lo que se adquiría arañando las costras de la tierra durante el día, había que defenderlo a menudo, por la noche, a tiros y a puñaladas. Con tan suaves entretenimientos, hijos de la necesidad, hasta el hombre más bondadoso tenía que convertirse en una fiera. ¿Qué llegaría a ser el que antes de pisar aquel suelo no tenía ya entrañas? De éstos era el mallorquín.

Cansándose muy pronto de escarbar la tierra para buscar el oro, y siendo muy diestro en los juegos de azar, trocó la herramienta por la baraja. Ganó mucho en pocos días; pero se le conoció el juego y estuvo a pique de pagar con el pellejo las ganancias. Salvó las unas y el otro; mas no queriendo exponerse a nuevos trances por el estilo, convenció a media docena de perdidos como él, y se lanzaron los siete a la montaña más próxima, de la cual descendían cada vez que se les presentaba una ocasión de hacer un buen agosto, sin arredrarles el riesgo de andar a puñaladas con los desbalijados. Estos atentados y otros parecidos que se hicieron de moda, sugirieron a otros buscadores menos bandoleros la idea de formar entre ellos rondas y tribunales con el fin de hacerse la justicia por su mano. La medida dio por resultado inmediato el que un día amanecieran seis ladrones colgados por el pescuezo en medio de la colonia de aventureros. Cuando estos ejemplares castigos se hicieron muy frecuentes, el mallorquín, que ya había visto colgados a tres de su cuadrilla, tuvo miedo en todas partes.

Huyó, pues, de California, con el rico botín de sus rapiñas, y se cree que se refugió en Méjico, porque, tiempo andando, se le ve aparecer, al frente de una docena de bandidos, asaltando una conducta de varios millones que iba de la capital a Tabasco; conducta que, merced a la fortuna de los salteadores, torció de rumbo con éstos, sin saberse a qué parte del mundo.

Tiempo después vuelve a vérsele en la isla de Cuba hecho un gran personaje, tratando con un criollo, separatista de nota, de una invasión filibustera. Habíale presentado cartas credenciales del centro conspirador de New-York, en las cuales se le autorizaba para recoger una fuerte suma recaudada con el fin de reclutar gente y adquirir pertrechos de guerra. Los filibusteros cubanos no pusieron en duda la autenticidad de las cartas, sellos y contraseñas; entregáronle los millones recaudados en valores de pronta y fácil realización, y ni de éstos ni de su conductor volvieron más a saber aquellos sempiternos laborantes.

Su última hazaña conocida fue la que llevó a cabo en Méjico, siendo la víctima César.

Nada quiso decir éste del caso a su tío, hasta conocer el resultado de sus pesquisas, ni tampoco escribir a la Habana; pues sobre estar convencido de la falsedad de las cartas de recomendación, temía que por aquel conducto llegara a saberlo su familia, y al saberlo ésta corría el riesgo él de que se desalentara Enriqueta, que le estaría esperando «de un momento a otro». En todo caso, para empezar a trabajar de nuevo y dar la triste noticia, siempre estaba a tiempo.

Cuando se convenció de que el fugitivo no parecía buscado por la nariz de la justicia, sintióse acometido de una comezón febril y quiso él mismo correr tras él para arrancarle lo robado, o para matarle si se lo negaba. Con este propósito, y sin decir a nadie una palabra, salió para los Estados-Unidos, depósito inmenso de todos los grandes ladrones del mundo, y se consagró con alma y vida a buscar el de sus ahorros.

Tres meses de investigaciones en aquel laberinto de cosas grandes y de cosas horrendas, diéronle por resultado la convicción de que su hombre había pasado a Inglaterra, donde, por lo visto, tenía acumuladas, y en lugar seguro, sus incalculables riquezas tan honradamente adquiridas.

Tomó, pues, pasaje para Liverpool, y esto es todo lo que por ahora tenemos que decir de César al lector.

XV

Volviendo al asunto que dejamos pendiente para hacer esta ligera excursión por el otro mundo, digo que llegó el día de la boda y que acudió a ella medio pueblo, unos como invitados y otros como curiosos. Enriqueta, con su traje blanco, su corona de azahar y su rubor de costumbre en tales lances, podía habérsela tomado por una vestal que iba al sacrificio, o por una virgen cristiana conducida al martirio; y en cuanto a don Romualdo, más parecía, aunque vestido de rigorosa etiqueta, el administrador de la casa, que el Polión de aquella Norma o el Eudoro de aquella Cimodocea. Los carruajes se atropellaban a la puerta de la iglesia, y lo más granadito y cogolludo de la población invadía el templo, mientras en el altar mayor se celebraba la ceremonia religiosa.

Dos horas más tarde se servía en casa de la desposada espléndido almuerzo presidido por Enriqueta y don Romualdo, unidos ya ante Dios y los hombres en eterno indisoluble lazo.

Aquella misma noche, y no a hora más cómoda, por exigirlo así las leyes de la naturaleza, que no había querido alterar el orden de las mareas ni por los doblones del opulento indiano, debían salir los recién casados para el extranjero en un vapor fletado y dispuesto con este objeto exclusivo.

Llegaron las cuatro de la tarde, y desfiló el último de los convidados; levantáronse los manteles y los cachivaches, y se quedó sola la familia ocupada en algunos preparativos para el viaje. Don Romualdo, con el mismo fin, necesitó darse una vuelta por su habitación de soltero; y si no por el desorden que reinaba en algunos departamentos de la casa, el cansancio que se reflejaba en los rostros de los amos y las galas que aún vestían los criados, nadie diría a las cinco que allí se había celebrado una fiesta ruidosa con la ocasión más trascendental de todas las ocasiones de la corta y achacosa vida humana.

Descansaban en silencio, bostezando don Serapio, pensativa Enriqueta y risueña doña Sabina, como quien saborea gratísimas ilusiones, cuando apareció en escena, y sin anunciarse, otro personaje desconocido en aquel teatro. Era joven, y vestía con elegancia un cómodo traje de camino; su tez era ligeramente morena, y negros el pelo y la barba. Fuera por natural timidez, o porque se vio contrariado con la expresión de extrañeza que notó en aquella familia, es lo cierto que el recién llegado, al verse en medio de ella, apenas se atrevió a hacer una ligerísima salutación. Levantóse maquinalmente don Serapio al reparar en el intruso; y antes de desplegar los labios para corresponder a su saludo, observó que su mujer, como picada por una víbora, se incorporaba de repente con los puños y los labios apretados y los ojos centellantes, y que Enriqueta, pálida como un cadáver, se apoyaba con las dos manos en los brazos de su butaca. Entonces don Serapio, fijándose más en el recién llegado, abrió inmensamente los ojos y la boca; después le tendió los brazos, y cayendo en ellos el otro, exclamaron los dos a la vez:

—¡César!

—¡Querido tío!

Cántico que tuvo por acompañamiento esta salmodia rechinante de doña Sabina:

—¡Así le ahogaras!

—Y usted, señora, —dijo a ésta César cuando se desprendió de los brazos de su tío—, no dude que la veo con sumo placer. Y a ti también, Enriqueta.

—Muchas gracias —contestó aquélla con ira mal disimulada—. Y ¿se puede saber cuál es la causa de esa venida tan intempestiva?

—En efecto —añadió don Serapio— ¿Cómo no nos lo has anunciado previamente?

—Mi presencia no ha de estorbar a ustedes mucho tiempo —replicó César, hondamente herido con aquella frialdad con que se le recibía—. Hace una hora llegué de Inglaterra a este puerto, y me he desembarcado para venir aquí con el exclusivo objeto de saludar a la única familia que me queda en el mundo. Tengo, en hacerlo, una inmensa satisfacción, y lo creí, además, como un sagrado deber mío; especialmente siendo, como han de ser, muy pocos los días que he de permanecer en esta ciudad.

—Y ¿quién te ha dicho que nos estorbes o dejes de estorbanos? —repuso doña Sabina en el tono más despreciativo que pudo— Ya veo —añadió—, que te has curado muy poco de tus achaques románticos.

—En esta casa hay siempre una habitación para ti, y corazones, no lo dudes, César, que se interesan por tu felicidad, —dijo don Serapio queriendo enmendar las demasías de su señora.

—Ya lo veo, —contestó César con doble intención, mirando a su tía, y sobre todo a Enriqueta, que no desplegaba sus labios ni levantaba los ojos de la falda de su vestido.

—Y por cierto —prosiguió doña Sabina, resuelta a dar a su sobrino la última puñalada—, que si tardas un poco más, te encuentras con dos habitaciones en vez de la que te ofrece la generosidad de tu tío.

—¿Cómo así, mi buena tía?

—Porque dentro de dos horas sale Enriqueta para Francia.

—¿Con usted acaso?

—No, señor, con su marido.

Y esto lo dijo doña Sabina recalcando mucho la última palabra.

—¡Con su marido! —exclamó César aturdido, como si el suelo se abriese bajo sus pies.

—Con su marido, —insistió aquélla.

—Pero ¿desde cuándo le tiene?

—Desde esta mañana.

—¡Es posible eso!... digo, ¿es cierto, Enriqueta? —preguntó César dirigiéndose a su prima, y queriendo en vano dominar el dolor, la ira y el despecho que a la vez estaban atormentándole.

—Creí que tú lo sabías... —respondió Enriqueta con voz apenas inteligible.

—¡Que lo sabía yo!... ¡Y te has casado esta mañana!

Al desencantado joven ya no le quedaba la menor duda de que ni la misma Enriqueta, cuyas protestas de eterno cariño conservaba él escritas en su corazón como un consuelo en sus tribulaciones, había guardado en su alma el más leve recuerdo del pobre huérfano arrojado de casa a merced de la suerte.

—Es de advertir, César —díjole don Serapio, quizá deseoso de disculpar su propia conducta; —que no sabemos de ti hace algunos meses, y que he tratado en vano de averiguar tu paradero.

Estas palabras sacaron al joven del estupor en que había caído.

—Cierto es —dijo—, que durante ese tiempo no he querido dar a usted noticias mías.

—Y ¿por qué has hecho eso?

—Porque en ese período de mi vida, la suerte ha puesto el colmo a sus rigores conmigo. Y para que no se atribuya a olvido ni a ingratitud lo que acaso es efecto de todo lo contrario, impondré a ustedes de los tristes sucesos que fueron causa de que se interrumpiese nuestra correspondencia.

Aquí relató cuanto ya sabe el lector sobre el robo de sus economías.

Enriqueta hubiera querido hallarse a cien leguas de allí cuando su primo se detenía a hablar de su vehemente afán de llegar pronto a ser algo, pues no se le ocultaba que este afán era hijo del propósito de merecerla... ¡a ella, que tan dócil había sido para olvidarle, y tan fácil para entregarse, con una venda en los ojos, aunque con disculpas de sacrificio, a los azares de un porvenir dudoso en brazos de un desconocido!

Comparaba entonces la delicadeza, la hermosura de su primo, con las chocarrerías y el aspecto grosero y vulgar de su marido, y tal vez maldijo a la casualidad que no había traído a César doce horas antes a aquella casa.

Entre tanto, éste concluía así su relato:

—Llegado a Inglaterra, averigüé que, efectivamente, tenía aquel bribón, ya con otro nombre, un enorme caudal depositado en el Banco de Londres; pero no pude hacer valer mis reclamaciones ante aquellos tribunales. Incierto y desalentado en mis propósitos, reparé entonces que estaba a las puertas de mi patria. Parecióme muy duro alejarme nuevamente de ella sin verla y sin abrazar a mi familia, y aprovechando la salida de Londres de un vapor para este puerto, víneme en él. Esta es la causa de mi presencia entre ustedes... Y por cierto que es lamentable que la casualidad no me haya traído algunas horas antes —y aquí cambió de tono, y dio a su fisonomía y a sus palabras una expresión bien marcada de ironía—, pues me ha privado de la dicha de ser testigo presencial de un acto tan solemne. Pero esto no obsta para que yo, aunque un poco tarde, felicite a ustedes cordialmente por el acontecimiento... porque no puedo menos de creer que mi prima habrá sabido elegir, con la sensatez que le es propia, un marido digno de ella.

—La elección de mi hija —exclamó airada y convulsa doña Sabina—, para ser acertada y digna, no necesita para nada el parecer del sobrino de mi marido.

—Si llegas una hora antes —dijo éste terciando en aquel altercado que no le hacía gracia en ningún concepto—, hubieras conocido aquí mismo a tu nuevo primo; pero le verás de un momento a otro, y espero que simpatizaréis. ¡Es un bendito de Dios!

En aquel instante se oyeron fuertes pisadas en el corredor adyacente.

—¡Aquí le tenemos ya! —exclamó don Serapio.

Y al abrirse la puerta de la habitación en que pasaba la escena, y aparecer la figura de don Romualdo, tornó a decir su flamante suegro:

—He aquí a mi yerno.

Volvióse César rápido para corresponder a la presentación de su tío; púsose en frente de aquel hombre, y levantó los ojos para mirarle. Pero como si de repente hubiera recibido un balazo en el cráneo, dio dos pasos atrás; llevóse las manos a la cabeza, y exclamó tras un alarido espantoso:

—¡Dios de justicia!

Por su parte don Romualdo, al ver a César, sintió un estremecimiento que no pasó inadvertido para los circunstantes; pero muy dueño de sí mismo, o siendo o aparentando ser extraño a la causa de aquel arrebato, hízose el sorprendido y se limitó a preguntar de la manera más natural y sencilla:

—¿Se ha puesto malo este joven?

—Sin duda... así parece... —contestó doña Sabina hecha toda ojos y movimiento, y paseando sus miradas escrutadoras de su yerno a su sobrino, y viceversa.

Enriqueta, al oír el grito de César, se levantó aterrada de su asiento, y corrió instintivamente al lado de su padre, que se quedó como si viera visiones.

En el asiento que dejó vacío Enriqueta, cayó como desplomado César, a quien las piernas no podían sostener, y allí, hundida la cabeza entre sus manos, permaneció breve rato.

Durante él volvió a preguntar don Romualdo, perfectamente tranquilo, al observar el silencio en que había quedado la familia:

—Pero ¿qué sucede aquí? ¿qué es lo que pasa?

No obtuvo contestación, si, como tal, no le satisfizo un crucero de miradas que, como saetas, iban de César a él y de él a César, porque éste era el único que, según las trazas, podía responder a su pregunta.

Al fin se incorporó César, y después de pasarse las manos por los ojos, como si quisiera apartar de ellos funestas visiones, dijo con voz segura y firme, dirigiéndose respectivamente a don Romualdo y a su familia:

—Perdone usted... caballero, y ustedes perdónenme también. Los que vivimos bajo el peso constante de una preocupación, en cada sombra que pasa, en cada rostro nuevo que aparece a nuestra vista, creemos hallar algo que se relaciona con el objeto de nuestro afanes. Una vaga semejanza, una alucinación quizá, ha producido en mí este vértigo que no he podido dominar. Tengo, pues, el mayor gusto en conocer al elegido de mi prima y doy a entrambos la más cordial enhorabuena.

—Un millón de gracias —respondió don Romualdo—, y a mi vez me felicito de conocer a usted, y me ofrezco a sus órdenes para cuanto guste y yo pueda y valga.

Y quiso estrechar la mano de César; pero éste, fuera casualidad o estudio, le jugó la vuelta, dirigiéndose a su tío con otro vano cumplimiento.

—¡Ya decía yo! —exclamó entre tanto doña Sabina acercándose a Enriqueta con aire de triunfo— ¿No te parece, mujer, el mentecato de tu primo, qué lances tan pesados viene a provocar en nuestra casa? Fortuna que tu marido es un caballero; pues otro que lo fuera menos, le hubiera curado el vértigo con un bofetón.

Pero Enriqueta estaba muy lejos de oír a su madre, y acaso también de pensar como ella.

—Nos refería César hace un instante —dijo en esto don Serapio deseando disculpar más y más el arrebato de su sobrino—, cómo un bribón le había robado en Méjico, en pocas horas, el fruto de su trabajo, de siete años; y, naturalmente, estaba muy impresionado con el recuerdo de aquel lance, en el preciso momento de llegar usted. El chico es nervioso y vehemente, se alucinó creyendo hallar ciertas semejanzas...

—¡Oh! lo comprendo muy bien —dijo don Romualdo, todo bondad y tolerancia—. A mí me sucedió de pronto... es decir, me hubiera sucedido eso mismo en igual caso. ¿Y fue mucho lo que le robaron, joven? —preguntó de golpe y como condolido de la situación de César.

—Muchísimo para una persona como mi sobrino, que comenzaba a vivir —contestó don Serapio—. Según nos ha dicho, llega a treinta mil duros.

—¡Hombre, eso es una bicoca! —exclamó don Romualdo—; y es un dolor que por ella haya un desgraciado hoy en esta familia tan digna de ser feliz.

César, que no había querido contestar a la pregunta del indiano, recibió estas últimas palabras como una burla intolerable, a juzgar por la cara que puso al oírlas; pero don Romualdo, que no le perdía de vista un momento, lejos de resentirse de aquella actitud, añadió en seguida mirándole con elocuente fijeza:

—Mis palabras, señor don César, no son una baladronada: he dicho que no quiero verle desgraciado por la pérdida de esa pequeñez, y lo pruebo ofreciéndosela desde ahora... en nombre de su prima, si usted no la quiere en el mío.

Doña Sabina, que creyó ver a su sobrino caer de rodillas ante el hombre que tales rasgos usaba, sintió hervir su sangre de indignación al ver que César recibía la oferta generosa con rostro airado y las manos crispadas.

Don Serapio y Enriqueta iban de sorpresa en sorpresa, y no podían o no querían explicarse lo que estaban viendo rato hacía.

—Y ¿en qué concepto me hace usted esa oferta, señor don... qué?

—Romualdo Esquilmo.

—¿Señor don Romualdo Esquilmo? —concluyó César recalcando mucho sobre el apellido.

—Esta oferta se la hago a usted, señor don César —contestó aquél en tono más suave del que esperaba su dulcísima suegra—, no en el concepto de préstamo, sino en el de... donación, supongamos.

—Y diga usted, señor mío —replicó César con irónica sonrisa—, y sin que deje yo por eso de agradecer la oferta en todo lo que vale la generosidad de que es fruto: ¿no sería una burla de la suerte que tuviera yo que tomar, o aparentar que tomaba en España, como una limosna del señor don Romualdo Esquilmo, lo que me robó en Méjico el bribón, falsario, don Cleofás Araña?

—Pues demos otra forma al caso. Figúrese el señor don César que yo, hombre de grandes relaciones en Méjico, convencido de que puedo cobrar muy pronto ese crédito, le ofrezco a su merced por él todo su valor, sin que su merced ponga de su parte más trabajo que recibir los pesos con una mano y entregarme con la otra los comprobantes de la deuda.

—¡Oh! don Romualdo, le estimo a usted demasiado para cogerle por la palabra. ¿No ha reparado usted que ese procedimiento más parecía una restitución que una limosna, a los ojos del vulgo maldiciente?

—Déjese del vulgo, camará, y agarre la ocasión, que la pintan calva.

—Vamos, hombre —dijo entonces don Serapio al ver la creciente indignación que se iba pintando en César—; si en el recibir no hay engaño, y esa cantidad es para tu... primo, una bicoca, como él te lo asegura, acéptala desde luego, sé feliz, y olvida al otro a quien, por las trazas, no has de ver más.

Al llegar aquí la porfía, Enriqueta, que no perdía un gesto, ni una palabra, ni una mirada de las que se cruzaban durante la extraña escena que veía representar, rompió su silencio para decir a su primo, sin disimular su disgusto:

—Si, como no puede dudarse, es cordial la oferta, me atrevo también a rogar a César que la acepte, y a los dos, que cesen en esa lucha de inaudita generosidad.

—¡Oh —respondió su primo—, no sabes tú bien todo lo que de inaudito tiene este caso, Enriqueta!

—Ea —añadió don Romualdo con el aire más campechano del mundo—, quédese aquí la historia, que no es cosa de moler con ella a quien no le interese. Pero como ya está picado mi amor propio y tengo más empeño que nunca en convencer a don César, le ruego que hablemos a solas unos instantes para conseguirlo... Porque lo he de conseguir, o yo he de poder poco. ¡Jájájá!

—Eso me place, —dijo el joven como si le hubieran acertado su mayor deseo.

—Pues vamos al escritorio, que estará hoy de huelga, si el señor don Serapio lo consiente, —propuso el indiano, como si de intento buscase para la entrevista el rincón más apartado de la casa.

—Pues sea en el escritorio, —dijo don Serapio, tomando el lance por lo cómico y guiando a los dos interesados a la escalera secreta.

—Sea enhorabuena en el escritorio, —asintió César siguiendo al indiano y a su tío.

Y mientras los dos descendían al entresuelo, don Serapio se volvió al lado de su familia.

XVI

Fuera ofender gravemente la discreción del lector, decirle en serio que ni don Serapio, ni su mujer, ni su hija sospecharon cosa de importancia en todo lo ocurrido en su presencia entre el recién casado y el recién venido; que no hallaron más de un punto de enlace entre la historia referida por César, y todo lo ocurrido después entre éste y el indiano. Pero entre una sospecha, por vehemente que sea, y la realidad tangible, hay un abismo de dudas, de reflexiones y de consuelos; y si es la necesidad lo que obliga a dudar, a reflexionar y a consolarse, el abismo es todavía mayor. A la exclamación de César al ver al indiano, se dijeron todos: «es indudable»; a las primeras palabras de don Romualdo, ya divergían los pareceres: según Enriqueta, no cabía duda; según su padre, había que ir observando; según su madre, no podía ser. Un poco más adelante, doña Sabina creía resueltamente que no; su marido, que no debían hacerse juicios a la ligera, y su hija huía de pensar en lo más malo, porque ya no tenía remedio. Cuando los tres se quedaron solos y en silencio, Enriqueta era la única que verdaderamente temblaba por lo porvenir... «si llegaban a realizarse sus sospechas»; pero en la joven había un motivo especial de alarmas y zozobras: la presencia súbita de César en la casa, que sobre mortificarle la conciencia no poco, hacía resaltar a sus ojos, en enormes proporciones, los defectos de su marido. Fuera de esto, quizá se hubiera ido consolando poco a poco con la reflexión de que hasta entonces no resultaba, real y positivo, más que un hombre muy rico, muy estimado de todos los capitalistas de la plaza, que salvaba la casa, poco antes en quiebra, y que brindaba a la familia con un porvenir de abundancia y, por consiguiente, de felicidad; reflexión que se habían hecho ya su padre y su madre.

Mientras esta gradación siguieron las reflexiones de los susodichos tres personajes de esta historia, colocados, como tres estatuas del silencio, en tres rincones de la sala, pasaba en el escritorio, entre César y don Romualdo, lo que a saber va el lector, muy en reserva, por ser asunto delicado.

Digo, pues, que no bien hubieron los dos llegado al entresuelo, se abalanzó César sobre don Romualdo, y asiéndole de las solapas de la levita, díjole en voz ronca, pero terrible:

—¡Ladrón, infame, bandido!... He corrido medio mundo por hallarte; pero yo sólo quería pedirte lo que me has robado. ¿Con qué restituyes hoy el honor que también robas a mi familia? ¿Con qué lavará ésta la ignominia de haberte admitido en su seno? ¿Qué mal espíritu te aconsejó este rumbo? ¿Qué tenías que hacer en esta tierra que jamás produjo afrentas como tú?

—Poco a poco, caballerito —respondió el apostrofado trocando la melosidad del acento americano con que le conocimos, por otro más brusco y un tanto siniestro—; y entienda, por de pronto, que a mí no me asustan bravos. Quiero decir, que se haga dos pasos atrás y tome el asunto más en calma, si hemos de entendernos.

—¿Qué inteligencia puede caber entre un miserable y un hombre honrado? —dijo César alejando de sí con un empellón a don Romualdo, que recibió la agresión con la mayor frescura, limitándose a contestar:

—Pues es preciso que nos entendamos, y nos entenderemos.

—¡Jamás!

—Vaya, joven, un poquito de calma, y concluimos en dos palabras. Empiezo por declarar que le soy a usted deudor de treinta mil pesos, y hasta le añadiré que maldita la falta me hacían cuando se los tomé.

—¡Infame!

—Es la verdad, créame o no me crea. Con la irreflexión propia de la edad, se confiaba usted demasiado al primero que quería escucharle, y sin poderlo remediar supe yo de sus mismos labios una vez que lo que usted tenía, lo que usted anhelaba y lo que le prometían desde la Habana en punto a ocasiones de prosperar; después cayó en mis manos una de estas cartas, que sin duda se olvidó usted bajo la mesa del café a que concurría. Dibujo bastante bien; tentóme el demonio y escribí otras dos con la misma letra, aunque con distinto asunto; hice que pusieran la una en el correo en la Habana, y quedéme yo con la otra para entregársela a usted a la mano.

—¡Y lo confiesa el bribón, sin avergonzarse!

—¡Qué quiere usted! soy ingenuo por naturaleza.

—Pero ¿cómo pude yo nunca contarte entre las personas de mi confianza?

—Ocupando yo la mesa contigua a la en que ustedes hablaban.

—Y ¿cómo te desconocí cuando fuiste a robarme, bandido?

—Y, ¿cómo se imagina usted que un hombre como yo, que se precia de esmerado y fino, había de ir a tratar de negocios importantes con una persona decente, en el mismo traje que usaba en el café, y sin afeitarse la barba, teñirse las canas y dar a su cuerpo y a su voz cierto aire de distinción?... Pero dejando aparte todos estos y otros pormenores que no tienen otro objeto que demostrar a usted que no siempre el agravio es culpa del agresor, sino de las tentaciones que le ofrece el agraviado, declárole a usted también que en aquella fecha sólo apetecía yo la estimación de los hombres honrados, y me ocupaba en elegir un punto de la tierra donde pasar el resto de mi vida reparando algunas faltillas viejas a fuerza de beneficios. El éxito de aquel negocio trastornó por entonces mis proyectos; viajé algún tiempo sin rumbo fijo, y sabiendo por informes que en este rincón del globo se consagraba al dinero un culto fanático, víneme a habitar en él. ¡Mal podía yo sospechar que era la patria de usted! Fui recibido como un príncipe en su corte; mis lujos y mis dispendios eran la admiración de todos. Solicitáronme los ricos y me adoraron los pobres. Traté a los unos y a los otros, y conocí por primera vez el placer inmenso de ser estimado en las sociedades honradas y de enjugar las lágrimas con beneficios.

—Sin embargo, cometiste todavía el crimen de deshonrar una de esas familias entrando a formar parte de ella.

—Todas las del pueblo se disputaron esa deshonra. La única mujer que se mostró esquiva a mis galanteos, fue Enriqueta. Por eso la solicité. Dije lo que era, no me preguntaron lo que había sido... Y me casé. Cualquiera en mi lugar hubiera hecho otro tanto.

César sintió estas palabras como fuego que le inflamara el rostro y acero que le traspasara el corazón: eran la evidente prueba de la deslealtad y loca ambición de su prima, de la repugnante sed de oro de su madre, y de la ya criminal falta de carácter de su padre.

—Cuando me hallé en frente de usted —prosiguió don Romualdo—, creí que un abismo me tragaba.

—¡La conciencia que te mordía, miserable!

—Nada de eso. Creí que usted, dejándose llevar de su ira, iba a descubrirlo todo...

—Ese debió ser tu primer castigo, antes de entregarte a los tribunales de justicia. Pero ¿cómo castigarte a ti sin cubrir de afrenta a mi familia?

—Esa reflexión me hice yo al momento.

—Y esa te ha salvado, infame.

—Lo cual no impide que yo agradezca mucho esos miramientos, pues sin ellos se hubiera producido un escándalo inútil.

—¡Inútil!

—Sí, porque estando yo dispuesto desde luego a reconocer la deuda, y siendo imposible desatar lo que ató el cura esta mañana, ¿a qué conduciría el escándalo?

—¡A desenmascararte; a que la justicia te castigara!

—Tampoco se conseguiría eso. Romualdo Esquilmo no tiene nada que ver con Cleofás Araña.

—Ni éste con el mallorquín de California, ni con el salteador de conductas. ¿No es eso?

—Muy enterado está usted de ciertas aventuras —dijo el bribón con la mayor serenidad—. Pero con ellas y todo, insisto en lo dicho, y añado que pude impunemente resistirme a reconocer la deuda, pues carece usted de comprobantes.

—¡Los tengo!

—De don Cleofás Araña, no de don Romualdo Esquilmo; y tampoco estamos en Méjico ahora.

—¿Es decir, que todo lo has previsto?

—Naturalmente. Pero ya ve usted que no abuso de mis ventajas. Al contrario, reconozco, como ya he dicho, la deuda y quiero pagarla ahora mismo, hasta con el premio que merezca la delicadeza que le inspiró la idea de desconocerme delante de mi nueva familia... Porque no quiero ocultárselo a usted, créame o no me crea: desde que frecuento esta casa, parece que mi alma se ha purificado; me encuentro con fuerzas para ser bueno, y aspiro a serio, y lo seré. Por eso temblaba cuando temí que usted se dejara llevar de su primer arrebato; por eso bendigo los miramientos que lo impidieron; por eso, en fin, le ruego, aunque sea de rodillas, que acepte... lo que le debo, y me deje seguir en paz el camino de las reparaciones, y tal vez de la felicidad, que he emprendido.

—El dinero que se roba no puede hacer nunca la felicidad del ladrón.

—Se roba de mil maneras, señor mío; y ladrones conozco yo muy felices y muy respetados. El comercio, la industria y hasta la política, están llenos de ellos. Verdad es que roban a mansalva.

—Ladrones son al cabo.

—Y reconocidos por tales, lo cual no obsta para que se les cargue de cruces y veneras. Sin embargo, todavía les llevo yo la ventaja de reconocer las deudas y pagarlas, como la de usted.

—Y si las pagaras todas, ¿qué te quedaría, bandido?

—Mucho, señor don César; porque yo soy inmensamente rico, y, créame usted, no todo es mal adquirido.

—Eso, a Dios que te conoce. En cuanto a lo que a mí me robaste, entiéndelo de una vez, lo quiero y te lo exijo a todo trance; lo que no quiero es que, al recibirlo yo, crea nadie que se me da una limosna.

—Hay un modo muy fácil de conseguirlo, y por eso quise que nos viéramos a solas. Cuando subamos al piso, diré que no he podido convencerle a usted; pero entre tanto, le entrego aquí, de mano a mano, su caudal.

Dijo don Romualdo, y sacando de un bolsillo interior de su levita una cartera enorme, la abrió. Estaba llena de billetes del Banco de Londres.

—Yo voy siempre bien provisto —prosiguió—, por lo que pueda tronar; y amén de lo que todo el mundo puede ver en la cartera que guardo en otro bolsillo, llevo en esta otra un caudal de consideración en papel, que es moneda corriente en medio mundo.

Contó luego hasta treinta y cinco mil duros, y se los entregó a César diciéndole:

—Ahí está mi deuda con réditos y todo.

Pero César retiró los cinco mil, recogió lo restante.

—Esto es lo mío, —dijo examinando los billetes uno a uno.

—¡Oh! no son falsos: puede usted tomarlos con toda confianza.

—La tengo porque los conozco, no por la garantía que me ofrece con su palabra el ladrón que me los devuelve.

Después sacó el resguardo que conservaba de la misma cantidad, extendido y firmado por don Cleofás Araña, y se lo entregó a don Romualdo.

—Ese es el comprobante de tu delito.

—Del de Cleofás Araña, dirá usted.

—Tanto monta.

—Hay, sin embargo, del uno al otro, treinta mil duros de diferencia en favor de usted.

—Pero no hay más que un solo ladrón, que es el que desgraciadamente ha caído en mis manos.

—¡Desgraciadamente!... No comprendo...

—Porque villanos como tú no pueden concebir que un hombre honrado prefiera el ignorar toda la vida el paradero de quien le hubiere robado su fortuna, a encontrarle como yo te encuentro a ti.

—Muy afortunadamente, por cierto.

—Pero deshonrando a mi familia y sin poder castigarte.

—Creo —dijo el aludido, como si empezara a formalizarse, y quemando al mismo tiempo con una cerilla el papel que le entregó César—, que hemos concluido nuestro pleito. Le debía a usted, le pago, y estamos en paz. Por lo que hace a mi conciencia, dejémosla en su puesto, como la de cada uno; y pues ya le di amplias satisfacciones en lo que le competía, cese de meterse en lo que no le importa y corre de mi sola cuenta.

César, al oír esto, maldijo de nuevo a la casualidad que ataba sus brazos y su lengua.

—No es tuya toda la culpa de esta afrenta —dijo con amargura—, y eso te salva. ¡Que salve Dios de ella a los que la aceptan por un puñado de oro!

Y esto dicho, encaminóse a la escalera, siguiéndole don Romualdo al instante.

Al llegar al piso donde esperaba la familia en la misma postura en que había quedado al bajar ellos, dijo el flamante marido en el tono más jacarandoso y americano que pudo:

—Pues, señor, este chico es una virtud de bronce.

—Luego ¿no se ha convencido? —preguntó don Serapio.

—No, señor —contestó César de la manera más rotunda—; y como tampoco quiero que vuelva a suscitarse la ridícula porfía de que yo reciba una limosna, y tengo mucho que hacer, porque salgo para Madrid mañana de madrugada, vuélvome al vapor a recoger mi equipaje, y me despido de ustedes reiterándoles mis felicitaciones.

Dio después un abrazo a su tío; saludó a los restantes personajes con una fría reverencia, y salió.

Don Romualdo comenzó entonces a pintar a su modo la entereza del joven; y mientras doña Sabina le acosaba a preguntas y escuchaba las respuestas don Serapio, deslizóse Enriqueta como una sombra y cerró el paso a su primo, cerca ya de la escalera.

—César —le dijo con ansia—, ¿qué pasa aquí?

—¿Y me lo preguntas a mí, ingrata?

—¡Ingrata! eso no, César; y para probártelo, escúchame un instante. Yo te esperaba siempre; tú no venías; se presentó ese hombre; me repugnó; la casa de tu tío estaba a punto de arruinarse; me puso mamá en la necesidad de elegir entre esta ruina o aceptar la mano del que podía salvar de la miseria a toda la familia;... sin más reflexión, cedí ofuscada... ¡César, todo esto me parece un sueño! Pero...

—Ni una palabra más, Enriqueta —exclamó César conteniendo a su prima y mirándola con elocuente fijeza—. En la situación en que te hallo, sólo a Dios, que conoce tu corazón, cumple juzgarte. Que Él te juzgue, pues; y si lo mereces, te castigue con aquello mismo que, sólo bajo su omnipotencia, puede hacer tu felicidad.

Entre tanto, si lo que te pasa te parece, como dices, un sueño, pide al cielo que jamás despiertes.

Dijo, abrió la puerta de la escalera y desapareció por ella.

XVII

Dos horas después salía del puerto el vapor que conducía a los recién casados a Francia.

Al despedirse don Romualdo de su suegra, la había dicho al oído:

—Sépase usted que los aceptó.

—¿Cuáles?

—Los treinta mil del pico.

—¿César?

—Y va más contento que unas pascuas. ¡Pobre chico!

—¡Miren el sin vergüenza!

Al día siguiente sabía todo el pueblo que don Romualdo había regalado treinta mil duros a un sobrino de don Serapio, que se había presentado en su casa después de la boda, de vuelta de América, pobre y desengañado.

Y como en el pueblo se había sabido algo, tiempos atrás, de ese sobrino que había sido echado de casa porque amaba a su prima y era correspondido de ella, se hizo la siguiente traducción del hecho propagado por doña Sabina:

—César ha venido a interrumpir la boda, o a provocar un escándalo; la familia, queriendo evitarle, le ha dicho al novio que ha llegado un primo de su mujer a pedirle su protección. Don Romualdo le ha regalado treinta mil duros, y el chico los ha tomado, prometiendo a sus tíos desaparecer de Europa y no volver a acordarse de Enriqueta en los días de su vida.

Y así, pensando en don Romualdo, decía la gente:

—Pues, señor, hay que convenir en que ese hombre tiene rasgos admirables y un corazón de perlas.

Y recordando después a César, exclamaba:

—¡Qué poca vergüenza!

Tal es y ha sido siempre y donde quiera, con raras excepciones, el criterio del público en cuestiones de conciencia y en actos de justicia.

Con ese mismo criterio se crucificó a Jesucristo ayer, y se levantan hoy estatuas a más de cuatro criminales. Por eso dijo uno de ellos, después de rodar del trono que había asentado sobre más de seis millones de cadáveres:

—«¡La pasión gobierna al mundo!»

XVIII

Se acerca, lector, el momento de pedirte perdón por «mis muchas faltas»; lo cual es tanto como decirte que se acaba la comedia.

Y es la pura verdad.

Pero barrunto que, si has tenido la bondad de seguir la narración hasta este último capítulo, me vas a preguntar:

—¿Y Enriqueta? ¿Qué fue de ella? ¿Se curó de sus aprensiones? ¿Se las agravó la conducta de su marido? ¿Fue feliz con éste? ¿Fue desgraciada? ¿Murió en su lecho don Romualdo? ¿Se le llegó a conocer al cabo? ¿Volvieron de su viaje? ¿Se establecieron en tierra extranjera? ¿Y don Serapio? ¿Y doña Sabina? ¿Y César?

Siento declarártelo, lector benévolo; pero todas esas preguntas están fuera del alcance de mis intenciones al trazar el presente Boceto. Las respuestas que necesitan la mayor parte de ellas, tienen más intríngulis que el que tú te figuras, y pide su desarrollo gran espacio.

Algún día quizá hablaremos del asunto; y si no, tan amigos como siempre.

Entretanto, sólo tengo que decirte (y eso porque no me digas tú que el cuento carece de moraleja) que allí donde al afán del lucro se subordina todo, se cae con frecuencia en abismos como don Romualdo; que con maridos como el de Enriqueta, los matrimonios son expiaciones... si Dios no quiere hacer un milagro; y, por último, que los milagros escasean mucho, siglos ha.

Verdad es que los sucesos referidos tuvieron lugar, como al comienzo dije, allá... en los tiempos de Mari-Castaña; y esto siempre es un consuelo, aunque la fría experiencia nos demuestre que todavía, como entonces, y aquí como allí y en todas partes, en todos los juegos matrimoniales, antes que las virtudes y el saber, oros son triunfos.


Publicado el 22 de octubre de 2018 por Edu Robsy.
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