Por lo que Valga

José María de Pereda


Cuento


También yo, aunque lego, voy a echar mi cuarto a espadas, o si se prefiere, porque encaje mal cuanto se parezca a broma en un caso tan serio, a poner la pluma en el que han sacado a relucir en las columnas de El Atlántico dos entusiastas y distinguidos redactores de él, en los números correspondientes al sábado y el domingo últimos. En el primer artículo se trata la cuestión, con la autoridad y la lucidez de un experto criminalista, doctrinalmente y con el más alto e independiente espíritu de crítica; en el segundo, sin perderse de vista este aspecto de la cuestión, se apela al sentimiento público con hermosos arranques de generosa piedad, a favor del reo condenado a muerte por esta Audiencia, en el juicio oral celebrado ante ella pocos días hace. Ambos escritores afirman, y afirman la pura verdad, que fue hondísimo el sentimiento, y más grande aún la sorpresa que recibió el público al conocer ese terrible fallo del Tribunal de derecho. Natural es lo del sentimiento en este triste caso y en otros de igual linaje; pero ¿qué hay de anómalo, de irregular o de raro en este negro proceso para que la extrañeza haya sido tan grande como la conmiseración entre las gentes que teníamos fija la atención en él, no tratándose de un criminal a la usanza de los famosos del día, sino de un obscuro, vulgar y embrutecido presidiario, extraño en todo y por todo a la tierra montañesa y jamás visto de nadie aquí? Según los dos escritores mencionados, según lo que pudo verse y estimarse en lo que tuvo de público el juicio oral, cuya parte más larga y minuciosa, por lo que había en ella de escandaloso y repulsivo a la moral, se celebró a puertas cerradas, la inconcebible exigencia de un precepto legal absurdo, que obligó a tres dignos y rectos magistrados a ser, antes que jueces justicieros, hombres de ley inexorables.

Esto es lo que principalmente ha conmovido a la conciencia pública, lo que tanto ha dado que hablar a doctos y a legos en la ciencia del Derecho penal, y lo que me excita y arrastra ahora a mí, que ni soy jurisconsulto ni entiendo una palabra en el arte de desentrañar textos ni de aplicar artículos del Código, a verter a la buena de Dios, en media docena de cuartillas que huelgan sobre mi cartapacio, un puñado de reflexiones vulgares, para desahogo y expansión del sentimiento que me ha correspondido, como parte mínima e insignificante que soy de ese público conmovido y asombrado. Al fin y al cabo, y tomada la cuestión en el punto en que ahora se halla, no se trata ya de ningún problema jurídico, sino de una simple obra caritativa, para entender en la cual el sentido común y un corazón sano bastan y sobran por títulos de suficiencia.

Juan Oller cumplía en el presidio de Santoña tres condenas a la vez: la más importante, por el delito de robo. Según declaración bien probada de la defensa, ni una mancha de sangre se hallaba en la historia criminal de este desdichado. Un matón, un baratero, procedente de la cárcel de Cádiz donde estaba recluso por homicidio, y llegó a cometer otro; pendenciero por índole, borracho además, díscolo y de infames apetitos, era el gallo, el cheche de todos los presidiarios de Santoña; y de Juan Oller, por los atropellos nefandos de que le hizo víctima y las amenazas de muerte con que le conminaba a cada instante, una pesadilla horrenda. El mísero penado intenta varias veces hacer uso de los irrisorios derechos que cree tener en aquel antro de tristezas y de abominaciones, para verse libre de la tiranía que le espanta; y sólo consigue con estas ociosas tentativas, encender las iras irracionales del tirano. El miedo y la vergüenza llegan a quitarle el sueño y a enloquecerle; vive de día y de noche aterrado por la visión incesante de aquel monstruo que le llena de oprobios y esgrime ante sus ojos azorados la tremenda faca avezada a ensangrentarse en el corazón de tantos infelices. Una madrugada de agosto último, tras una noche pasada entre los horrores de estas visiones, Juan Oller sale despavorido de su cuadra, penetra en la de su perseguidor, hállale tendido en su camastro y envuelto en una sábana; y sin considerar que pueden verle otros ochenta presidiarios que yacen de idéntico modo a lo largo de la cuadra, se lanza sobre él y le cose a puñaladas. Muchos le vieron cometer el crimen; nadie se cansó en salir a la defensa de la víctima, ni siquiera con una frase de amenaza o de súplica. Todos le aborrecían, y muy pocos eran los que no tenían algún agravio que vengar de él.

Esto resulta del luminoso resumen hecho por el dignísimo presidente de la Sala; de lo que se sabe de las declaraciones prestadas por el reo y los testigos; de la brillantísima y a todas luces magistral defensa hecha por mi joven amigo don José Zumelzu, honra ya del foro español; del minucioso y, desde su punto de vista, concienzudo informe fiscal; de los fundamentos de la sentencia, etc., etc.; y tal es el crimen por el cual Juan Oller ha sido condenado a muerte, crimen abominable y horrendo, como todos los crímenes; pero en medio de todo, de tal casta por las singularidades de su génesis, que el hombre más honrado, puesto con la imaginación, por un instante, en lugar del criminal, si es posible una hipótesis semejante, aun forzando las repugnancias hasta el último extremo, quizás llegara a pensar que él hubiera hecho lo mismo.

Juan Oller, no hay más que verle, es de la madera de los criminales; pero no de los que matan por lujo de matar: su educación, o, sus instintos... o lo que sea ese móvil misterioso y fatal que arraiga en determinadas naturalezas como ciertas plantas viciosas en el fango de las charcas, le impelen al robo. También esto era sabido aquella tarde, por lo que resultaba de los autos y del juicio y hasta de los antecedentes que investiga con rara diligencia la curiosidad vibrante, en ciertos casos excepcionales, y lo sabía yo también antes de leerse el fallo que produjo en Juan Oller aquel estremecimiento indescriptible de que nos habla en su artículo Pedro Sánchez, y aquella palidez cadavérica... y aquellas lágrimas silenciosas que pudimos observar los más cercanos.

Sabía yo, amén de esto, porque acababa de leerlo en los periódicos, que se había absuelto, por segunda vez, en Madrid, a un hombre que, deshonrado, atormentado y escarnecido por su mujer, la había dado muerte, a puñaladas, mientras dormía a su lado, en el mismo lecho que tal vez fue, en mejores días, nido de amores para entrambos. Con mi sentir de lego en la materia, el mismo caso de Juan Oller... Y a Juan Oller, con todas las mencionadas atenuantes, y con un veredicto del Jurado que las tomaba en consideración, y que por ello, en mi profano entender, resultaba absolutorio en definitiva, se le condena a muerte por el Tribunal de derecho, como lo pedía la acusación fiscal, ajustando su criterio a los preceptos y a la letra descarnada de una ley dura, terrible, absurda, pero ley al cabo, y obligatoria para los jueces encargados de aplicarla. En una palabra, a Juan Oller se le ha condenado a muerte porque ha cometido el crimen siendo presidiario no arrepentido de sus delitos anteriores. Es decir, que con ese mismo crimen y ese mismo Código y ese mismo Tribunal, Juan Oller, en libertad, hubiera sido castigado con menos rigor, y tal vez absuelto. Esto es lo singular y lo más llamativo, para el público en general, de éste ya fallado proceso.

¡Ah!... ¡qué noche tan tremenda debió pasar el mísero condenado, a solas con sus pensamientos, más negros que la obscuridad pavorosa de su calabozo, sin otros ruidos para distraerle de la visión del patíbulo, que el siniestro tintinar de su cadena a cada latido de su corazón, a cada estremecimiento de sus carnes!

«Bien está —se diría, allá a su manera ruda y salvaje, pesando y midiendo las cosas en su cerebro atrofiado y sintiéndolas en el fondo del corazón, por muy relajadas que tenga las cuerdas del sentimiento—. Bien está esa ley que exime de responsabilidad a un hombre libre, y a mí, porque soy presidiario sin pruebas de arrepentimiento, me manda al patíbulo. Habrá sus razones hondas, muy hondas, para que el legislador lo haya dispuesto así; pero mirado todo con el sosiego y la prudencia que debe mirarse en casos como éste, para que la ley se cumpla sin faltar a la justicia, ¿quién es el responsable de que yo no haya dado en el presidio, esas pruebas de arrepentimiento que se me piden para salvarme la vida? ¿Se me ha puesto a mí en condiciones de enmendarme, ni de intentarlo siquiera? Si el presidio ha de ser un lugar de corrección a la vez que de castigo, ¿por qué no impera allí la misma ley que me condenó, para protegerme contra los riesgos de delinquir nuevamente? ¿Por qué en el presidio tienen todos los vicios, todos los crímenes y todas las maldades absoluto imperio y señorío? ¿Por qué no hay allí otra ley ni otra voluntad que la del matón desvergonzado? ¿Por qué el jugador tiene barajas, y el borracho licores, y el estafador víctimas y cómplices dentro y fuera del local, y por qué, hombres de ley, cuando yo quise matar, hallé el cuchillo que necesitaba? ¿Conoce el legislador, conoce el Estado, el poder infeccioso de tanta podredumbre en cerrada en tan angosto recinto? Y conociéndole como debe conocerle, porque está obligado a ello, y siendo evidente que un santo se corrompería allí, ¿cómo quiere que se corrijan en el mismo lugar los hombres que, al entrar en él, han sido ya criminales? De manera que lo que en buena justicia debiera servirme para atenuación de mi delito, se ha estimado como agravante, y con la misma ley que pudo haber absuelto al más depravado de los hombres libres, se me condena a mí al patíbulo porque soy un presidiario que no ha hecho el milagro de corregirse viviendo en una atmósfera criminal, no por mi gusto, sino por imperio de la ley que allí me puso, y aquiescencia del Estado que no purifica esos lugares de corrección. Podrá, en fin, haber sido legal la sentencia que me condena a muerte; pero de justa, ¿qué tiene, Dios piadoso y justiciero?».

Si el desventurado Juan Oller no pensó de este modo aquella noche, porque no cupieran tan sencillas reflexiones en la pequeñez de su cerebro, o por tenerle perturbado bajo el peso de su desdicha, muchos lo pensamos por él...

Parece ser también que si se hubiera de mostrado, de un modo concluyente, que Juan Oller había matado a su verdugo impulsado por un miedo insuperable, el Tribunal le hubiera absuelto. ¡El miedo insuperable! ¿Dónde comienza él, y dónde acaba el otro miedo? ¿Quién es el guapo que se atreve a echar la raya entre los dos, sin recelo de equivocarse? En el cúmulo de impresiones de ira, de vergüenza, de zozobra, de espanto, que dominaban a la víctima de tan varias, tan frecuentes, tan terribles y nefandas iniquidades, ¿qué alambique psicológico puede dar la condición exacta, la naturaleza inequívoca del miedo que puso el hierro homicida en manos de Juan Oller? Es triste, muy triste y muy desconsolador, que en nuestras leyes penales, para hacer justicia en casos de tanta gravedad como éste, haya distingos, tan peligrosos en su aplicación, como los dos que mandan al patíbulo al presidiario de Santoña, si el recurso entablado por la defensa no produce en el Supremo los resultados que parecen de justicia, a la luz de toda conciencia honrada.

Y si por la tiranía de la misma ley, por el absurdo de sus preceptos terminantes, se vieran aquellos jueces, cuyos fallos son inapelables, en la dura precisión de dejar las cosas como quedaron aquí, álcese el clamor que, por anticipado, se ha pedido ya en El Atlántico, con el piadoso fin de que lo que se ha negado por justicia, se conceda por misericordia. Al cabo, en Juan Oller, aunque degradado y mísero, hay un alma inmortal que puede, por decreto de Dios, purificarse y redimirse en medio del cenagal de un presidio; y España es un pueblo de cristianos.


1890.


Publicado el 18 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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