Reminescencias

José María de Pereda


Cuento


Esto de comparar tiempos con tiempos, no es siempre una manía propia de la vejez, como la fama asegura y muchos ejemplos lo acreditan.

Manía es, en los que se van, creerse de mejor madera que los que vienen, porque la raza humana, desde Caín acá, ha variado muy poco en el fondo; pero ¿quién podrá negar que en el siglo que corre, como en ningún otro, los usos y las costumbres y el aspecto exterior de los hombres, ofrecen notabilísimas diferencias, de generación en generación, de año en año, de día en día?

Tales y parecidas cavilaciones me asaltan la mente cada vez que, obligado a ello por una irresistible exigencia de carácter, me detengo a contemplar con infantil curiosidad esos enjambres de niños que a las horas de paseo invaden las alamedas, y corren, y saltan, y gritan, y dan vida, gracia y armonías, como los pájaros al bosque, con sus regocijos y colores, a aquel monótono bamboleo de señores graves y de jovenzuelas presumidas, que recorren, arriba y abajo, el recto y empolvado arrecife, como tropa disciplinada en revista de comisario.

¡Qué asombrosa variedad de formas, de matices, de adornos, de calidades, la de aquellos arreos infantiles! No se ven dos vestidos iguales, ni rapaz que no varíe el suyo tres veces a la semana; y cada traje es lo que aparenta, es decir, que no es pana lo que parece terciopelo, ni talco lo que por oro toma la vista.

Lo mismo que los trajes son los juguetes. El sable es de hierro bruñido; la empuñadura dorada; sus tirantes, de charol; y al ser arrastrado con marcial donaire por el microscópico guerrero, vestido rigorosamente de húsar o de dragón, suena como los sables de veras; la pistola es de hierro, y tiene articulaciones; y ya con un corcho, haciendo el vacío, o ya con un fulminante colocado en su chimenea, produce tiros verdaderos; con el fusil sucede lo propio, y además tiene bayoneta que encaja en la extremidad del brillante cañón, con todas las reglas militares; las canicas son primores de vidrio colorado; los coches remedan, en forma y calidad, resistencia y comodidades, a los que ruedan en las calles, tirados por fogosos brutos... Y así todo lo demás, porque la industria moderna, explotando a maravilla estas debilidades humanas, tiene fábricas colosales que no producen otra cosa.

Pues bien: yo me traslado con la memoria a los años de mi infancia, y a los mismos sitios en iguales horas y circunstancias, y no puedo menos de asombrarme de la diferencia que hallo entre el enjambre que bulle entre mis recuerdos y el que tengo delante de los ojos.

Véome allí, entre mis contemporáneos, jugando a la gallina ciega, al marro o a las cuatro esquinas, tirando de vez en cuando un pellizco al mendrugo de pan que se guardaba en el bolsillo para merendar, o formando parte del grupo que devoraba con los ojos un lorito de cartón, tamaño como un huevo de gallina, que no soltaba de la mano un camarada feliz a quien se le había traído su padre, no sé de qué parte del mundo ni con qué fausto motivo; o armando en apartado rincón la media docena escasa de fementidos soldados de plomo; véome, repito, con mi traje de todos los días, o sea el desechado de los domingos del año anterior, corto, descolorido y opresor, amén de repasado y añadido. Y ¡qué traje!

Seguro estoy de que mis coetáneos no necesitan que yo se le describa, pues no habiendo más que un modelo para todos, y tirando con él hasta que nos vestían de muchachos, acordaránse de él como si aún le tuvieran encima. Pero he de describirle, siquiera para demostrar parte de mi tesis a los ojos de cuantos, más acá y a la edad aquella, han arrastrado por los suelos ricas lanas y deslumbrantes sedas:

Un calzón, ceñido a la rodilla, con muchos frunces en la cintura, de lo cual resultaba una culera (déjese el lector moderno de remilgos, y acepte la palabra corriente entonces) monstruosa y exuberante, que se bamboleaba a diestro y siniestro, según que las piernas se movían; uníase a la cintura por innumeros botones, otra en que terminaba, sobre el vientre, una especie de blusa con mangas, también fruncidas, y puños ajustados; sobre los hombros se tendía, cayendo por detrás hasta media espalda, un cuello blanco llamado vuelillo, en la cual prenda agotaban nuestras madres su paciencia, su gusto, sus larguezas y su ingenio; por lo que los tales vuelillos eran ora calados, aliquando con encajes (de imitación, se entiende), a veces bordados, y muy a menudo tenían una borlita en cada pico delantero; medias blancas el que quería gastarlas, pues no era mal visto ir en pernetas, y borceguíes de becerro hediondo, ni más finos ni más relucientes que los que gastan hoy los peones del Muelle. Sobre este conjunto, y faltando a todas las reglas arquitectónicas y de buen gusto, una gorra de pana morada, muy ancha de plato y muy estirado éste, como piel de pandero, por la virtud de un aro de palo que tenía dentro, y de uno de cuyos bordes, creo que el derecho, colgaban hasta los hombros dos borlas de canutillo, descomunales.

Mientras todo esto era nuevo o poco usado, llamábase vestido de los domingos; cuando a los calzones se le habían soltado todas las lorzas, y a la blusa los frunces, y además tenía ésta medias mangas, y los otros refuerzos en las rodillas y en el trasero; y a la gorra, ya sin borlas o con los cordones solos, se le salía la punta del aro roto por un lado, y cuando los borceguíes, con tapas, bigoteras y medias suelas, sin lustre, orejillas ni correas, más servían de grilletes que de amparo a los pies, llamábase, y pasaba a ser, vestido de todos los días.

Y lo era tan al pie de la letra, que así se casara el rey o se tomara a Gibraltar, y el mundo se hundiera con música y cohetes el traje de los domingos no salía a luz más que en éstos o en las fiestas de guardar, bien especificadas en el calendario.

A lo sumo, se nos permitía la media gala; es decir, poner con el vestido viejo la gorra nueva o los borceguíes flamantes.

En tal guisa íbamos a la escuela, y después al paseo, con el ya citado mendrugo de pan en el bolsillo, comiéndole a retortijones mientras corríamos, saltábamos o nos contaban o contábamos cuentos de ladrones y encantados.

¿Quién de mis coetáneos podrá jactarse de haberse divertido en estos lances sin que los calzones o los zapatos se le reventaran por alguna parte, y sin que asomara por ella medio palmo de camisa o el dedo gordo del pie, libre, desde mucho antes, de la prisión de la media correspondiente?

Y yo pregunto ahora: ¿hay hijo de remendón de portal, que se presente hoy en un paseo con el traje más raído que el de la flor y nata de los rapazuelos de entonces? ¿Hay cuero que más dure, colgado de una percha, que lo que duraba sobre nosotros un vestido de...?, yo no sé de qué demonios eran aquellas telas, y voy a decir algo a este propósito.

Iba uno muy ufano con su madre a ver como ésta sacaba género para un vestido que nos iban a hacer, después de estar dos meses hablándonos de ello en casa, y prometiendo nosotros «ser buenos, obedientes y aplicados».

—Saque usted tela de estas señas y de las otras —decía la buena señora, después de saludar a doña Sebastiana o a otra apreciable tendera por el estilo, y de haber preguntado ésta por todos y por cada uno de los de nuestra casa, y de acusarnos in facie materna de cualquiera travesurilla que nos hubiera visto hacer delante de la tienda, al salir de la escuela, con lo cual nos poníamos rojos de vergüenza y de ira. Inmediatamente echaba sobre el mostrador una pieza de lo pedido; y como la tienda había de ser oscura por necesidad, nuestra madre salía hasta la calle con el género entre brazos, siguiéndola nosotros y alzándonos sobre las puntas de los pies para ver la codiciada tela, que desde luego nos enamoraba.

—Me parece demasiado fino esto —decía nuestra madre cuando ya había tentado, resobado y olido el género a la luz del sol, con lo cual se nos caía el alma a los pies, y la ilusión con el alma.

—¿Para qué lo quería usted? —preguntaba la tendera.

—Para hacer un vestido a éste —respondía la interpelada, señalándonos a nosotros.

—¡Ah, es para el chico! —exclamaba la otra—. Entonces, tengo aquí una cosa más a propósito.

Y del último rincón de la tienda, debajo de todos los recortes y sobrantes del año, sacaba un retal infame, del color de todo lo marchito y resobado, diciendo al propio tiempo:

—De esto mismo se han hecho un traje los niños de don Pedro de Tal y de don Antonio de Cual. —Y como, para desgracia nuestra, aquellos chicos, por ser hijos de pudientes notorios, daban el tono a las modas, por el retal se decidía nuestra madre, después de la indispensable porfía de media hora sobre el cuarto de más o de menos en vara.

—¿Y cuánto necesita usted?

—Lo de costumbre... La costurera dice...

—No se fíe usted mucho de ella.

—Como es quien ha de hacer el vestido... ¿Cuánto cree usted que necesito?

—Pues tanto.

—Córtelo usted entonces... Pero aguarde usted... Necesito otra vara más para cuchillos y medias mangas el año que viene; ¡porque este chico crece tanto... y rompe!...

—Déjele usted lorzas.

—Siempre se las dejo; pero no le alcanzan ya las de las perneras cuando se las suelto, y tengo que añadirles una tira. Mire usted que este vestido que trae puesto, no tiene más que un año de uso.

—Aquí le compró usted, bien me acuerdo.

—Pues ya tiene dos refuerzos atrás, rodilleras y tres pares de medias mangas... ¡Le digo a usted que son cuerpos de hierro los de estos chicos de hoy!...

Juzgue ahora el lector de qué serían esos trajes cuando los echábamos a todos los días, y cómo estarían cuando ni para diario podíamos aprovecharlos ya.

Pero lo chusco era cuando, pasado este período de nuestra existencia, salíamos de la primera enseñanza para entrar en la segunda; es decir, cuando nos vestían de muchacho, lo cual era nuestra gran ilusión, con chaquetilla pulga, pantalón de patencur, chaleco de cabra, gorra de felpa atigrada, zapatos de tirante y camisolín de crea. Como todo traje nuevo, este primero era para los domingos; de manera que hasta que pasara a la categoría de viejo, teníamos que andar todos los días con el ya especificado de niño, sin lorzas y con pegas, si no había un padre o un hermano que nos socorriera con algún desecho.

No quiero decir nada de aquella primera levita que, andando el tiempo, nos hacían, de cúbica o de manfor, con una tira de tafetán, de cuatro dedos por abajo y acabando en punta por arriba, que se llamaba vuelta, o embozo de los largos faldones; porque esa época está fuera del alcance de estas reminiscencias, aunque sería otra prueba más de que, en aquellos tiempos, las modas se eternizaban sobre nosotros, y costaba un muchacho a su padre, en cuatro años, la vigésima parte de lo que hoy le cuesta un niño en ocho meses.

Diré únicamente, por si no volvemos a hablar de esto y para regodeo de los imberbes elegantes de ogaño, que estas levitas y otras prendas anteriores y contemporáneas, eran hechas en casa por la costurera; y que todavía, años andando, no nos medían las espaldas Vázquez, Nieto o Valentín, sin haber pasado antes por los célebres Nerín y Pulpillo».

Apuntadas estas diferencias de aspecto entre aquellas generaciones y la actual, digamos algo sobre los avíos de nuestros juegos.

Para nosotros no producía la industria más que las canicas y los botones; y digo «para nosotros», porque si bien es cierto que en los Alemanes de la calle de San Francisco se vendían ermitaños, zapateros y pocas chucherías más, de cartón pintado, nadie las compraba. Allí se estaban en la vidriera, y allí se deshacían bajo el peso de los años y del polvo.

Cuán raros eran estos juguetes en manos de los chicos de entonces, pruébalo el ansia con que acudían a mi casa todos mis camaradas a contemplar un carpintero que me había regalado un pariente, el cual carpintero, al compás del glan-glen de su cigüeña de alambre, movía los brazos, y con ellos una garlopa sobre un banco; pruébalo asimismo la veneración que yo sentía por aquel juguete, y los años que me duró.

En rigor de verdad, también había custodias, carritos y soldados de plomo, en una tienda de la esquina del Puente.

Las canicas. Las había de piedra barnizada, como hoy; de jaspe, que escaseaban mucho; de cristal, que eran la octava maravilla, y, por último, de betún, plebe de las canicas.

Las de piedra, que eran las más usuales, costaban a cuarto en la tienda de Bohigas; pero sacadas a la calle, aun sin estrenar, no valían más que tres maravedís; el otro se echaba a cara o cruz. De este modo se adquiría la primera canica, con la cual un buen jugador ganaba una docena, que podía valerle doce cuartos, si al venderlas tenía un poco de suerte jugando los maravedís de pico. Advierto que como el género escaseaba y los muchachos no pensaban en cosas más arduas, los compradores llovían en derredor del afortunado.

La canica de jaspe valía dos cuartos en la tienda, seis maravedís en la calle, o canica y media de las negras. En cuanto a las de cristal, no se cotizaban en la plaza. Poseíanlas siempre los pinturines o señoritos, ciertos niños mimosos que iban a clase y a paseo con rodrigón, y jamás se manchaban los pantalones, ni se arrimaban a la muchedumbre, ni bebían en las fuentes públicas. Jugaban aparte con aquéllas, y, o bien se las ufaban los otros, o se las estrellaban contra un banco de la Alameda, después de habérselas pedido traidoramente para contemplarlas.

Las de betún se hacían con el de la azotea de las casas de Botín o de los Bolados, único asfalto que existía en el pueblo. Cómo se adquiría esa materia prima, yo no lo sé; pero es un hecho que nunca faltaba betún para canicas. Éstas valían poco: tres por una de piedra.

Los plomos. Los buenos eran hechos de balas aplastadas. Se adquirían a precios más varios que el de las canicas, que siempre fue invariable. Se jugaban al bote y se negociaban del mismo modo que aquéllas.

Los botones. Eran preferidos los del Provincial de Laredo. Tampoco me explico cómo sucedía que hubiera siempre botones nuevos en el juego, no existiendo el batallón desde muchos años atrás. Se jugaban al bote, como los plomos, y, como éstos, se cotizaban con variedad de precios.

El cobre de esta moneda eran las hormillas, que también se jugaban al bote y se vendían siempre al desbarate.

Éstos, es decir, las canicas, los plomos y los botones, eran los únicos objetos de diversión que podíamos adquirir hechos. Los demás, como la espada, el fusil, el arco, la pistola, el látigo, la pelota, el taco, etc., etc... teníamos que hacerlos a mano, o pagar muy caro el antojo al afortunado que ya poseyera el que nos faltaba; siendo muy de advertir que, por única herramienta, teníamos un cortaplumas viejo, con la hoja muy caída hacia atrás.

La espada era un pedazo de vara hendida o arco barrilero, con otro más corto, cruzado y amarrado convenientemente para formar la empuñadura. Sujetábase el arma a la cintura por medio de un tirante hecho ceñidor, o descosiendo un pedazo de la del pantalón y metiendo la hoja por la abertura resultante. El resto del equipo militar, es decir, las charreteras, el tricornio, banda y condecoraciones, era de papel.

El fusil era una astilla grande de cabretón, pulida, con ímprobos trabajos, con el cortaplumas, ayudado a veces por el cuchillo de la cocina, que si no cortaba más que él, estaba, en cambio, mucho más sucio.

Pues habéis de saber, motilones que alborotáis hoy los paseos vestidos de generales casi de verdad, que con aquellos arreos de palo y de papel se dieron encarnizadas batallas en los Cuatro Caminos y en el paseo del Alta.

Y esto me trae a las mientes el recuerdo de que yo fui cabo primero de la compañía mandada por el capitán Curtis, a las órdenes del general Saba. No diré si entre los varios ejércitos que por el mismo campo pululaban le había más bizarro; pero sí aseguro que no tuvo rival el nuestro en táctica ni en disciplina.

Y no es extraño: aquel capitán de juguete que nos hacía conquistar castillos imaginarios, trepar cerros y despeñarnos por derrumbaderos, escalar los árboles, atravesar bardales por lo más espeso y saltar las tapias sin tocar las piedras más que con las manos, todo por vía de instrucción y ensayo, es hoy uno de los coroneles más organizadores, más bizarros, más sufridos y más fogueados del ejército español». Por cierto que fue él el único soldado de veras que dio aquella tropa de soldados de afición: todos, incluso el general, trocamos las armas por las letras (las de cambio inclusive).

Doy por hecho que este recuerdo evocado será con exceso pueril, y quizá impertinente, si no de mal gusto, para los lectores que no alcanzaron los Mártires en la Puntida, ni a Caral en el Instituto, y que hicieron en ferrocarril su primer viaje a la Universidad; pero, salvo el respeto que estos señores me merecen, no borro este detalle de mis tiempos, en gracia siquiera del ansia con que han de devorarle los soldados de mi compañía que aún anden, por su ventura o su desgracia, entre los vivos de este valle de lágrimas, y acierten a pasar la vista por estos renglones que escribo a vuela pluma... no sé por qué; quizá movido de la necesidad del espíritu que obliga a vivir de los recuerdos cuando comienzan a escasear las ilusiones, porque el sendero recorrido es más largo que el que nos queda por andar. Quien tenga a menos pagarse todavía de estas pequeñeces, que vuelva la hoja y pase a otro capítulo; quien sienta agitársele el alma en el pecho al contacto de estas reminiscencias de la mejor edad de la vida, óigame lo poco que me falta decir entre lo mucho que me hormiguea en la memoria y tengo que apartar de ella por no caber en el propósito que he formado ahora.

La pistola. Componíase de una culata de pino, hecha a navaja, y de un cañón de hoja de lata, arrollado a mano y reforzado con alambre. Eran muy estimados para este objeto los tubos de los paraguas antiguos, que no tenían abertura al costado para dar paso al resorte que mantenía plegadas las varillas. De cualquier modo, tapábase uno de sus extremos con un corcho o con un taco de madera, bien ajustado y sujeto por medio de otro alambre al tubo que se colocaba luego en la ranura de la culata, a la cual se amarraba con cabos de zapatero. Enseguida se abría el oído con la punta del cortaplumas, si el tubo era de caña, o con un clavo, si era de latón; y al Prado de Viñas, o a la Maruca, a hacer salvas. Generalmente uno construía el arma y otro adquiría la pólvora: ambas adquisiciones eran superiores a las fuerzas de un muchacho solo. Por eso las salvas eran también a medias, si, como era frecuente, después de estar cinco minutos chisporroteando el figón, o cucurucho de pólvora amasada con agua, sobre el oído, no salía el primer tiro por éste o por la culata, llevándose el tapón que, por un milagro, no se llevaba a su vez, al pasar, la tapa de los sesos del que sostenía la pistola en su mano, o del asociado que se colocaba junto a él después de haber encendido el figón con un fósforo de los cuarenta que contenía cada tira de cartón, comprada al efecto por dos cuartos.

Conocí algunos afortunados que poseían cañoncitos de bronce. Eran éstos los Krupps de aquella artillería, y como a tales se les respetaba y se les temía.

El arco. Aunque los había de madera, asequibles a todos los muchachos, juzgábase sin él quien no le tuviera de ballena de paraguas con cuerda de guitarra.

Y aquí debo advertir, para lo que queda dicho y lo que siga, que aunque no siempre poseíamos el material necesario para construir un juguete, le adquiríamos en la plaza por medio del cambio. Había, por ejemplo, quien estaba sobrado de astillas de pino, y no tenía una triste tachuela: se iba a buscar con paciencia al de las tachuelas, y se le proponían astillas en pago, o botones, o canicas, o lo que tuviéramos o pudiéramos adquirir complicando el procedimiento.

La pelota. Las de orillo solo no botaban: se necesitaba goma con él; pero la goma era muy rara en la plaza: no había otro remedio, por lo común, que acopiar tirantes viejos y sacar de ellos, y de los propios en uso, los hilos de goma que tuvieran, hacer una bola con éstos, mascarla después durante algunas horas, envolverla en cintos con mucho cuidado, y dar al envoltorio resultante unas puntadas que unieran todas las orillas sueltas. Así la pelota, había que forrarla. Primero se buscaba la badana por el método ya explicado, si no nos la proporcionaba algún sombrero viejo; después se cortaban las dos tiras, operación dificilísima que pocos muchachos sabían ejecutar sin patrón, y, por último, se cosían con cabo, pero poniendo sumo cuidado en no dejar pliegues ni costurones que pudieran ser causa de que, al probar la pelota, en vez de dar ésta el bote derecho, tomara la oblicua. lo cual era como no tener pelota.

El látigo. No conocí ninguno hecho de una sola cuerda nueva: todos eran de pedazos heterogéncos, rebañados aquí y allá; pero a dar estallido seco y penetrante, podían apostárselas con los más primorosos: para eso se untaba muy a menudo la tralla con pez o con cera.

Y el taco. Era de saúco, y saúco bueno no le había más que en Cajo o en Pronillo; y no en bardales públicos, sino en cercados de huertas muy estimadas. Cuestión de medio día para cortarle, y capítulo, por ende, de correr la clase correspondiente.

Un chico que ya había cortado allí el suyo, nos acompañaba a los varios que le necesitábamos. El más fuerte y más ágil trepaba al arbusto con la navaja descoyuntada, ya descrita, mientras los otros vigilaban el terreno y le indicaban la mejor rama. Enredábase con ella el de arriba, echando maldiciones a la navaja, que tanto le pellizcaba el pellejo de la diestra entre la hoja y el muelle trasero, como penetraba en el saúco.

Al cabo de media hora, cuando la rama empezaba a ceder y la mano a sangrar a chorros, aparecía el ama a lo lejos. —«¡Ah, pícaro!.. ¡ah, tunante!... ¡yo te daré saúco en las costillas!». El de la rama hacía un esfuerzo supremo; arrancábala, más bien que la cortaba, y se arrojaba con ella al suelo, quedando en él medio despanzurrado. Alzábase enseguida por amor al pellejo; y corre que te corre con sus camaradas, no parábamos hasta los Cuatro Caminos.

Allí nos creíamos seguros y nos poníamos a examinar el botín de la campana.

—¡Es hembra! —decía uno al instante.

—¡Hembra es! —exclamábamos luego los demás, tristes y desalentados.

Trabajo perdido. Llámase saúco hembra al que tiene mucho pan, o médula, y el taco, para ser bueno, ha de ser de saúco macho, es decir, de poco pan.

Vuelta a empezar en Cajo, si el sobresalto fue en Pronillo, o en Pronillo, si el susto le recibimos en Cajo.

Obtenido al cabo el buen saúco, a costa de trabajos como el citado, se cortaba en porciones adecuadas; se le sacaba el pan y se despellejaba. Esto se hacía por el camino volviendo a casa, cargada la conciencia con el peso de la clase corrida.

Ya teníamos taco; pero se necesitaban balas y baqueta.

Las primeras eran de estopa; y como no la había a la vista, teatro... Absolutamente nada. ¿Qué ha de sentir si cada día le ponen uno diferente, y concurre al teatro todos los domingos desde que aún no sabía hablar?

Ofrézcale llevarle a Madrid dentro de un año, si saca buena nota en los exámenes de la escuela. ¡Qué efecto ha de causarle la promesa, si ya ha estado tres veces con su mamá en París, una para arreglarse los dientes, otra para que le redujeran una hernia, y otra de paso para Alemania a curarse las lombrices!

Pues salgan ustedes a la calle y pronuncien muy recio las palabras «ministro», «diputado» y «gobernador»: las cuatro quintas partes de los transeúntes vuelven la cabeza, porque los unos lo han sido ya, y los otros aspiran a serlo.

Ahora bien: si es preferible esta aridez del espíritu, esta dureza precoz del sentimiento, como producto necesario del torbellino de ideas, de sucesos y de aspiraciones en que, lustros ha, nos agitamos, a aquellos apacibles tiempos en los cuales se dormían en nosotros los deseos, y era la memoria virgen tabla en que todo se esculpía para no borrarse nunca, dígalo quien entienda un poco de achaques de la vida.

Pero conste, en apoyo de mi tesis, que hubo un día, que yo recuerdo (y cuenta que aún no soy viejo) en que la familia española, impulsada por el reflujo de vecinas tempestades, pasó de un salto desde la patriarcal parsimonia de que dan una idea los pormenores apuntados, a este otro mundo en que la existencia parece un viaje en ferrocarril, durante el cual todo se recorre y nada se graba en la mente ni en el corazón; viaje sin tregua ni respiro, como si aún nos pareciera largo el breve sendero que nos conduce al término fatal, donde han de confundirse en un solo puñado de tierra todos los afanes de los viajeros, todas las ambiciones y todas las pompas y vanidades humanas.


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Publicado el 18 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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