Un Aprensivo

José María de Pereda


Cuento



Puede ser de Rioseco, lo mismo que de Palencia o de Zamarramala. No es viejo, ni tampoco joven, ni rubio, ni moreno, ni alto ni bajo, ni rico ni pobre. Trajo baúl de cuero peludo y sombrerera de cartón. Hospedóse como pudo, y al día siguiente fue a entregar la carta de crédito que traía, a su orden, contra una casa mercantil de la plaza.

—¿Los señores de Tal y Cual y Compañía?

—Servidores de usted.

—Tenga usted la bondad de enterarse de esta esquelita.

—Cúbrase usted y siéntese.

—Muchas gracias.

—¿Quiere usted recibir ahora la cantidad que los señores Morcajo y Compañía nos mandan poner a su disposición?

—No, señor; iré tomando a cuenta lo que necesite, si a ustedes les parece.

—Como usted guste. Y ¿cómo están aquellos señores?

—Tan guapamente... quiero decir, salvo el sobrehueso del don Atanasio, que no le deja moverse de la silla cuatro años hace.

—Eso es lo peor. Y usted, a lo que parece, ¿se ha venido por ahí a veranear?

—No fuera malo, señor mío. Por ese solo placer quedárame en casa, que los tiempos no están para moverse de ella. Vengo, créalo usted, por la necesidad que tengo de tomar los baños.

—¿Y ya está usted instalado?

—Sí, señor: ahí paro en cá de un paisano, en Santa Clara. Mucha bestia, mucha mosca y bastante ruido hay; pero como dicen que el olor de la cuadra es bueno para el pecho, no me pesa haber encontrado eso. Yo mejor querría un parador con vistas a la mar alta; pero ¡mire usted que llegué a dar hasta doce reales por un cuarto en el Sardinero, y el demontres del posaero se me echó a reír! Conque volvíme ahumando a la ciudad, donde pago medio duro. Le digo a usted que la vida cuesta aquí un sentido. Pero la pícara necesidad de los baños...

—Pues, hombre, el semblante de usted revela mucha salud.

—¡Calle usted, por Dios, que estoy hecho una carraca vieja!... Como que si en este mar no la compongo, no me queda más remedio que la huesera...

—¿Ha tomado usted ya algún baño?

—¡Si llegué ayer, de tardecita; y en un carricoche fui al Sardinero, y en el mismo me volví, ya de noche, cuando vi lo caro que andaba por allí el hospedaje! Ahora vuelvo allá a enterarme de lo tocante al baño; porque pensar que me he de meter yo en lo que no conozco, siquiera de oídas, es pensar los imposibles. Conque, si ustedes no mandan otra cosa, me alegro de verlos tan buenos, reconózcanme por un servidor, y hasta otro día, que algunos he de volver, si Dios quiere y la salud me lo permite.

—Muchísimas gracias, y que aprovechen los baños.

—Pues si no me pintan, no será por falta de modo para tomarlos.

En la playa

—¿Conque, según las trazas, es usted bañero?

—Ya ve usted.

—Vaya, pues lo celebro. Yo también vengo a tomar baños.

—Me alegraré que aprovechen.

—Así lo espero. Y diga usted ¿está esto muy hondo?

—Hay de todo. Si se queda usted cerquita...

—¿Y si entro mucho?

—Si entra usted mucho, hallará más agua.

—Quiere decir, que según voy entrando...

—Le va a usted cubriendo, cubriendo...

—Eso es, hasta que ¡plaf!, se va uno al hondo.

—Cuando no se sabe nadar...

—Pues es una broma pesada. Y diga usted, ¿estarán firmes estas cuerdas?

—Ya lo ve usted.

—De modo que, bien agarrado uno a ellas, aunque venga la ola de firme... Diga usted, ¿de qué lado suelen venir?

—Hombre, según sople el viento; pero, por lo común, de frente, como ahora.

—Quiere decirse... eso es, que poniéndome de cara hacia afuera, las recibiré en las espaldas... Pero entonces no veré lo que viene sobre mí. ¿Cuál le parece a usted lo mejor?

—Eso va en gustos.

—Como tiene usted la experiencia ya...¿Y si me tiran?

—No suelte usted la cuerda.

—¿Y si la suelto?

—Le tiran a usted.

—¿Y qué hago entonces?

—Agarrarse a la arena.

—¿Es seguro eso?

—A veces.

—Pero ¿no están ustedes para sacar de tales apuros?

—Cuando se nos manda.

—¿Y si no se lo mandan a ustedes?

—Nos estamos, como ahora, paseando por el arenal.

—¿Aunque yo me esté ahogando?

—Si le viéramos a usted, y hubiera tiempo...

—¿Es decir, que puede no haberle?

—¡Yo lo creo!

—¡Canastos! Pues ¿cómo hay ahora otros bañeros con aquellas mujeres?

—Porque los han pedido y pagado.

—¡Ah!, vamos. Pues yo también tomaré uno... ¿Tiene usted mucha fuerza?

—¿Para qué la necesita usted?

—Hombre, para un apuro de esos de que íbamos hablando.

—¿Va usted a empezar hoy a bañarse?

—No, señor, mañana. Ahora vengo a tomar informes de esto, porque a mí no me hace gracia meterme en lo que no conozco... Por de pronto, me gustaría más la playa si fuera llana, siquiera media legua adentro.

—¡Tendría que ver!

—Dicen que algunas son así.

—Valientes playas serán esas.

—¿Quiere decir que ésta es mejor?

—Como ésta no la hay, hombre.

—Y el agua, ¿también es buena?

—De la mejor que se conoce.

—Pues eso es lo esencial para los que venimos a bañarnos por necesidad. Y, a propósito: yo quisiera ver al médico del establecimiento. ¿Andará por acá?

—Cabalmente está ahora en la galería... Mírele usted.

—¿Quién es?

—Aquel señor de la barba negra que está hablando con otro joven delgadito.

—Pues voy a verle antes que alguno le comprometa... Conque, amigo, muchas gracias por todo, y hasta mañana; porque yo desearía bañarme con usted.

—Si estoy desocupado entonces, con mucho gusto.

—Pues lo dicho, dicho.

—(Como yo te eche la zarpa, menudo remojón vas a chuparte... Yo te diré de qué lado viene la mar.)

Con el médico

—Saludo a usted, caballero.

—Beso a usted su mano.

—Me han dicho que es usted el facultativo del establecimiento.

—Tengo en él mi gabinete de consultas.

—Es igual. Pues yo quería consultar.

—Cuando usted guste...

—Ahora mismo.

—Pase usted a esta habitación... Sírvase usted tomar asiento.

—Muchísimas gracias, señor de... ¿de qué, si no le incomoda?

—Zorrilla.

—¡Hombre! Como ese que hace coplas. ¿Son ustedes parientes, por si acaso?

—Sospecho que no.

—Es que es paisano mío ese Zorrilla, y podría usted serio también.

—Pues hágase usted la cuenta de que no lo soy.

—Vaya, pues lo siento, porque cuando se halla uno con gente de la misma tierra, le parece que no ha salido de casa... Pero es igual, con tal que la salud... Pues yo quería consultar sobre la mía.

—Usted dirá.

—¿Cuántos baños cree usted que debo tomar yo, de cuánto tiempo y a qué hora?

—Si usted no me dice antes por qué los necesita...

—Pues por la salud.

—Ya lo supongo; pero la salud se quebranta por mil causas: cada causa puede dar origen a una enfermedad, y cada enfermedad necesita un tratamiento determinado.

—Es verdad, y voy a decirle a usted de contado lo que padezco. Pues, amigo de Dios, ha de saberse usted que todo ello resulta de un susto que cogió mi madre el día en que se casó.

—¡Es raro eso, hombre!

—¿Por qué?

—Porque no hallo concomitancia... Si el susto le hubiera cogido algún tiempo después...

—Es que yo soy sietemesino.

—¡Vamos! Eso ya varía de especie.

—Pues sí, señor: se escapó un novillo que se había de correr aquella misma tarde en la plaza, y arremetió a mi padre en el momento de salir de la iglesia con mi madre, después de casados. Mi madre se desmayó al verlo, vino gente, salvaron a mi padre como de milagro, recogieron a mi madre; y sobre si tuviste tú la culpa o la tuve yo, armóse después en el pueblo una de palos que el mundo ardía. Mi madre tardó en volver en sí, pero no echó el susto del cuerpo en mucho tiempo; y puede asegurarse que en todo el embarazo no fue ya mujer: un soponcio le iba y otro le venía. De resultas de todo esto, nací yo hecho una miseria, y hágase usted la cuenta que el verme vivo a los siete años le costó a mi padre un sentido. El ruido de una puerta me tumbaba en el suelo; el aire me hacía toser; con el frío, sabañones; con el calor, agonías; con el agua fresca, pasmos; con la templada, vómitos... en fin, que llegué de milagro a los diez y ocho años. A esa edad me entoné un poco ya; y como quedé huérfano y tuve que atender a mis haciendas, el trabajo y la distracción me arreglaron el cuerpo algo más, y así estoy; pero, créame usted, aborrecido de cambiar de médicos y de medicinas. Tan pronto que baños calientes de esta clase; tan pronto que de la otra; tan pronto que los de río; hoy que friegas, y mañana que restregones; hasta que un médico de regimiento que pasó por el pueblo y que venía recomendado a un amigo mío, me aconsejó que tomara los baños de mar... y aquí me tiene usted.

—Bien está; pero todavía no me ha dicho usted que dolencia es la que principalmente le aflige.

—Pues todas esas de que le he hablado.

—¿Cuáles?

—Mire usted, por de pronto, el estómago.

—¿Le duele a usted?

—No, señor.

—¿Hace usted malas digestiones?

—¡Por ahí!

—¿Siente usted ardores?...

—¡Quiá! Lo que me pasa es que yo soy de mucho comer, y que en cuanto como algo más que lo de costumbre, siento aquí un peso...

—¿Y repugnancia?

—No, señor; nada más que el peso, que me dura como un par de horas... hasta que...

—¿Vomita usted, eh?

—No, señor, me quedo como un reló... Y con un hambre de dos mil demonios.

—¡Hola!

—Y eso es lo que a mí me hace cavilar, porque parece mentira que con lo que yo como no se me quite el hambre... y, sobre todo, el peso.

—Y la cabeza, ¿qué tal?

—La cabeza... ¡esa es otra más gorda! Cuando tenía veinte años, resistía yo el sol de la era toda la mañana, en pelo, sin que uno de ellos me doliera; pues ahora ¡ya te quiero un cuento!, a las dos horas de estar al sol, ya sudo y me entran los desperezos... Y esto es lo que también me va dando cuidado.

—Y es grave, en efecto.

—¿Lo ve usted?

—Sí, señor, bastante grave... ¡muy grave!

—¡Cuando te digo a usted que paso la vida en una agonía!... Y lo que más rabia me da es que todo el mundo dice que me quejo de vicio, y que patatín y que patatán... ¡Hasta los facultativos se han reído de mí!... Conque ¿le parece a usted que me sentarán estos baños?

—Están indicadísimos.

—Y ¿cuántos?

—Lo mismo una docena que dos.

—Yo creí que siempre se tomaban nones.

—Tome usted nones.

—Así me parece mejor. Y ¿de cuánto tiempo?

—Hasta que usted tirite de frío.

—Y mientras esté de baños, ¿podré tomar fresco?... porque a mí me gusta mucho.

—A mí también en este tiempo.

—¿Luego cree usted que podré tomarlo?

—A todas horas.

—¿Antes del baño también?

—Y después del baño.

—¿Y también para el desayuno?

—También para el desayuno.

—¡Caramba!... Y ¿qué fresco elegiré?

—El que corra.

—¿Y si corren varios?

—Los toma usted todos.

—¡Hombre, será mucho! Yo prefiero la merluza sola.

—¡Ah!, vamos. Usted me hablaba del pescado.

—Sí, señor, le llamamos fresco en mi tierra.

—Pues, en este caso, tengo que corregir... El mejor pescado para usted es el atún.

—No me disgusta; pero yo creía que era más pesado que la merluza. Y ¿a qué hora lo tomaré?

—Un poco antes je meterse en el baño.

—¡Hombre! ¿Y en qué cantidad?

—Un par de libras, si caben.

—¡Yo lo creo!

—Pues a ello.

—¿En seco?

—De ningún modo.

—Entonces, clarete.

—Nada de eso; aguardiente es mejor digestivo.

—Es verdad. Y diga usted, ¿cómo aprovecha más el baño, entrando poco a poco o de sopetón?

—Ni de un modo ni de otro: a usted le conviene el trote.

—Y después me acurruco, agarrado a la cuerda.

—No, señor; después de darse usted una trotada por el arenal...

—¡Ah!, ¿conque ha de ser por el arenal?

—Precisamente; se echa usted de cogote...

—¿Al agua?

—Naturalmente.

—Pero ¿cómo?

—¿Sabe usted nadar?

—Como un canto.

—Entonces véngase usted a la galería, y desde allí le enseñaré yo... ¿Ve usted, a la derecha, aquel peñasco que se mete más que los otros en el mar?

—Sí que le veo.

—Pues desde allí se tira usted de cabeza.

—¡Zambomba!... ¿Y después?

—¿Después?... después va usted a contárselo a su abuela.

—Jajajá... ¡qué buen humor tiene este señor de Zorrilla!... ¡Pues anda, que se ha largado... y sin cobrar la consulta! A bien que todos los días he de verle después del baño para explicarle el resultado y pedirle el plan para el siguiente.

En la despedida

—Conque, vaya usted mandando lo que se le ofrezca para mi tierra.

—¿Tan pronto?

—Y la mitad me sobra.

—Como vino usted a bañarse.

—A matarme, dirá usted.

—Es decir, que no han sentado los baños.

—En la misma boca del estómago... y eso tan sólo con olerlos. Conque, ¡figúrese usted si llego a probarlos!

—No comprendo...

—¿No se acuerda usted que le dije que el médico me había mandado tomar, antes de bañarme, dos libras de?...

—Mucho que sí.

—...¿Y usted se empeñaba en que era una broma del señor de Zorrilla para darme a entender que yo era un aprensivo, y que torna y que vira? ¡Mal rayo me parta!... Pues bueno: yo, que tomo al pie de la letra todo lo que toca a la salud y al modo de recobrarla, porque la tengo perdida, aunque diga lo contrario el mundo entero, el día siguiente al de la consulta me bajé por la mañana al Sardinero, después de haberme envasado las dos libras de bonito y el medio cuartillo de aguardiente. Vestíme de bañista, salíme al arenal y comencé a trotar en redondo. La gente me miraba. Eran las diez, y no parecía sino que Dios echaba rescoldo por el cielo abajo, según las ampollas que sacaba el sol. A la media vuelta ya sudaba, y a los cinco minutos hubiera jurado yo que el aguardiente estaba en llamas y el bonito hecho una lumbre... ¡Le digo a usted que aquello era abrasarse vivo! Así es que, a las pocas vueltas, porque las daba por largo, me caí redondo en el arenal. Acudió la gente, y también el médico, que andaba por allí; hízome echar por la boca hasta los hígados; y después de llamarme bárbaro muy serio, contó a la gente lo de la consulta, y acabaron todos por reírse de mí. ¿Le parece a usted que el lance era de risa?... Pues toda esa falta de caridad la enmendó el facultativo con decirme que cómo él pudo imaginarse nunca que hubiera un hijo de Adán tan... adán, que tomara en serio lo del bonito y lo del trote antes del baño; que si lo que yo había tenido en el cuerpo lo mete él debajo de una peña, la levanta en vilo; que si, hallándome vivo después de lo ocurrido, no me convencía de que mi salud era de bronce; y, por último, que no tentara más a Dios, que me volviera a mi pueblo a cuidar de mis haciendas, y que no aburriera más al prójimo llorando males que no tenía... Con esta rociada por todo consuelo, me vestí, volvíme a la posada y me metí en la cama a sudar, que poco me costó con el calor que hacía.

—¿De manera que ha hecho usted el viaje en balde?

—No lo crea usted... y por algo se dijo que «por lo más oscuro amanece». Hablando yo de estas cosas, a los tres días, con un compañero de posada, me dijo que él también había rodado mucho por el mundo buscando la salud, y que no la había encontrado hasta que se la dio un curandero ¡pásmese usted!, un remendón que trabaja en un portal de esta misma ciudad. ¡Y decir a Dios que hay médicos que gastan coche! Pues, señor, que me alegró la noticia, que me animé y que fui a consultar con el curandero... ¡Le digo a usted que es preciso verlo para creerlo! No hizo más que saber que yo estaba enfermo, y sin dejarme hacerle historia alguna de la enfermedad, me estiró los brazos hacia adelante, me juntó las manos, y poniéndome una de las suyas en la boca del estómago, me dijo: «Usted tiene toda la maleza en el arca, motivado a que los güétagos se han arrimado mucho al padrejón, a causa —¡esto es lo más asombroso!— de que las dos paletillas no encajan bien en el espinazo...». Pues en esto, señor mío, no ha dado hasta hoy ningún facultativo.

—Lo creo sin dificultad. ¿Y qué remedio le dio para tan complicada enfermedad?

—Uno que me parece tan sencillo como cuerdo: dos parches y un haz de yerbas. Uno de los parches me coge desde la nuca hasta la curcusilla; el otro es para encima del estómago.

—¿Los tiene usted puestos ya?

—No, señor: los llevo para ponérmelos en cuanto llegue a casa;. porque, tan pronto como me bizme, tengo que meterme en la cama y estar en ella veintisiete días, boca arriba, sin moverme.

—¿Y las yerbas?

—Las yerbas son para cocerlas. De este cocimiento he de tomar, mientras esté en la cama, dos azumbres por la mañana y otras dos por la tarde. De este modo dice el curandero que romperé en aguas abundantes, y que a la vez que con ellas sale toda la maldad, con los parches fortificaré el estómago y entrarán en sus propios gonces las paletillas... Conque, sírvase usted darme lo que me resta del crédito que traía, porque ya me parece que tardo en llegar a casa para ponerme en cura, y mande lo que guste para aquellos señores.

—¿Resueltamente va usted a ejecutar el plan del curandero?

—Como estamos aquí los dos.

—En ese caso, venga un abrazo... y apriete usted bien.

—¿Por qué tan apretado?

—Por si no volvemos a vernos.


Publicado el 17 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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