Un Despreocupado

José María de Pereda


Cuento


Se da un aire a todos los hombres que conocemos o recordamos, de escasa talla, comunicativos, afables sin afectación ni aparato, limpios y aseados, que siempre parecen jóvenes, y llegan a morirse de viejos sin que nadie lo crea, porque hasta el último instante se les ha llamado muchachos y por tales se les ha tenido; hombres, por el exterior, insignificantes y vulgares hasta en el menor de sus detalles; hombres, en fin, de todos los pueblos, de todos los días y de todas partes.

Se llama Galindo, o Manzanos, o Cañales, o Arenal... o algo parecido a esto, pero a secas; y a nadie se le ocurre que tenga otro nombre de pila, ni él mismo le usa jamás.

—¡Ya vino Galindo! —se nos dice aquí un día al principiar el verano. Y cuantos lo oyen saben de quién se trata, como si se dijera:

—Ya llegaron las golondrinas.

Tiene fama, bien adquirida, de fino y caballero en sus amistades y contratos, y no se ignora que vive de sus rentas, o, a lo menos, sin pedir prestado a nadie, ni dar un chasco a la patrona al fin de cada temporada; y esto es bastante para que hasta los más encopetados de acá se crean muy favorecidos en cultivar su trato ameno.

Al oírle hablar de las cinco partes del mundo con el aplomo de quien las conoce a palmos, tómanle algunos por un aristocrático Esaú que ha vendido su primogenitura por un par de talegas «para correrla»; quién por un aventurero osado, sin cuna ni solar conocidos; quién por antiguo miembro del cuerpo consular, o diplomático de segunda fila... Pero lo indudable es que ha viajado mucho, y con fruto; y que no teniendo en su frontispicio pelo ni señal que no sean comunes y vulgares, no hay terreno en que se le coloque del cual no salga airoso, cuando no sale en triunfo.

Tampoco, mirado por dentro, posee cualidad alguna que brillante sea.

No es elocuente, no es poeta, no es artista: no es perfecto ni acabado en nada.

Pero, en cambio, tiene un poco de todo... y algo más: es, por de pronto, un estuche de cosas. En manejarlas a tiempo consiste su habilidad.

Con ella y con su impenetrable cara de vaqueta, en su boca no se distingue la verdad de la mentira, y eso que las echa gordas; y en cuanto a sus cosas, ni es avaro ni despilfarrador de ellas; quiero decir que ni es entremetido, ni se hace rogar mucho. Como los buenos músicos, entra en el concierto en que hace falta, cuando le corresponde: ni antes ni después.

Cuando, por primera vez y solo, se presenta en una tertulia, nadie frunce el ceño ni le pregunta con gestos o con palabras: «¿Qué busca usted por aquí?». Antes bien, se le recibe con palio, y se le dice, entre sonrisas y agasajos:

—¡Oh... Galindo! ¡Acabara usted de llegar!

Ni más ni menos que si se le esperara y fuera antiguo contertulio de la casa. Y desde el mismo instante, Galindo es el alma de aquellas reuniones.

Una noche falta quien toque el piano para bailar. Galindo no conoce una nota de música; pero sabe de oído unas cuantas piezas de baile, y se sienta en el banquillo, y araña el teclado, y toca lo que se necesita.

No tiene voz ni condición alguna de cantante; y cuando llega el caso, acompañándose él mismo al piano, suelta un par de canciones picarescas, de acá o de allá, que alborotan la reunión. Si se trata de hacer coplas, nadie le gana a hacerlas pronto y al caso, aunque le ganen todos a poeta.

Que no se baila, ni se canta, ni se hacen coplas, y la gente se agrupa en los gabinetes, medio aburrida, medio soñolienta. Allí está Galindo para reanimar los decaídos espíritus. Para entonces son las anécdotas frescas, o los recuerdos de Calcuta o de Constantinopla. Y tras esto y un sinnúmero de mentiras verosímiles sobre las mujeres del Cáucaso o los hombres de Ceilán, llegará a hablarse, por ejemplo, de objetos raros, y habrá allí quien crea decir mucho diciendo que ha visto camisas de hoja de llantén, catalejos de trapo, o chocolate sin cacao... y tantas cosas más como se anuncian todos los días, en éstos de extravagancias que corremos.

No dejará Galindo de admirar las citadas rarezas, con toda la expresión que cabe en su estilo lento y suave y en su cara impasible; pero hombre que ha corrido y visto tanto, no puede estar sin algo que citar a propósito de rarezas, y no lo está, en efecto; y saca un grueso anillo de uno de sus dedos, y se le presenta a la reunión, diciendo:

—¿A que no saben ustedes qué piedra es ésta?

Y la gente se abalanza al anillo, y le da mil vueltas, y recorre la lista conocida de piedras buenas y malas, sin que falte la de Colmenar Viejo, a la cual se parece en el color la del anillo; pero nadie acierta. En vista de lo cual, dice Galindo:

—Eso que ustedes creen piedra, no lo es.

Nuevas ansiedades, nuevo examen y nuevas conjeturas.

—Pues ¿que es, si no? —se le pregunta al cabo.

—Eso es —responde Galindo, lenta y dulcemente—, hígado de cocodrilo, endurecido al sol en Pekín. Se lo compré al joyero que lo hace para la corte imperial; o mejor dicho, me lo cambió por una zamarra fina que llevaba yo de España.

Para calmar el asombro que esta respuesta produce, muestra una bolsa de tripa de un indio, medio devorado por un tigre en una cacería a que asistió él, y se refiere a una corbata que tiene en casa, hecha de piel de culebra, por un indígena del Canadá.

Cuando se agota este catálogo, tiene Galindo a su disposición otro más abundante todavía. Por el procedimiento de las pajaritas de papel, hace, entre mil primores, catedrales y navíos de tres puentes; y de un tijeretazo solo, sobre el mismo papel convenientemente plegado, saca una procesión de Jueves Santo, con sus pasos, curas, monaguillos, autoridades, músicas y piquete. De sombras en la pared, no digo nada; ni tampoco de problemas de dibujo a lápiz, a punta de cigarro y hasta a moco de candil: así pinta el día y la noche, el sol y la lluvia, de dos o tres rasgos, y gatos y perros... y demonios colorados.

En la calle, no hay forastero a quien él no conozca de vista y de trato. Sabe las rentas o las trampas de cada uno, y lo que antes tuvieron y lo que esperan, o lo que temen, y la vida que hacen en Madrid, y quién de ellos trae señora propia y quién pegadiza o temporera, y dónde la ha adquirido y a cómo, y quién se la corteja y con qué éxito, y si el cortejo es andaluz o salamanquino...

Hablando de parecidas cosas conmigo en una ocasión, iba delante de nosotros el aludido, sin haberle visto yo.

—En suma —me dijo—: el duque de los Frijoles es un perdido, y la duquesa, tan perdida como el duque.

Y en esto volvió la cara el tal; y cuando yo creí que iba a romper el bautismo al maldiciente, rióse hacia él, le tendió la mano y le dijo afectuosísimo:

—¡Ah, tuno!, ¿conque venía usted detrás?

—¿En qué lo ha conocido usted? —le preguntó Galindo muy sereno.

—En la voz. Y apuesto a que estaba usted despellejando a alguien.

—Precisamente.

—Amigo de usted, por supuesto.

—Cabal... Como que hablaba de usted.

—¡Ah, mala lengua!

Dijo, y dándole al propio tiempo un golpecito en el hombro, como si aún tuviera que agradecerle mucho, alejóse el señor duque y se quedó Galindo tan fresco.

No desconoce uno sólo de los secretos íntimos de la política. Él os dirá, con pruebas, cuando menos verosímiles, por qué se sustituyó tal ministro con cual otro; a qué móvil obedeció la evolución de aquel periódico, o la cesantía de cierto personaje, o el encumbramiento de esotra vulgaridad, o por qué no puede salir de apuros el Tesoro... Y sus causas jamás son las causas que conoce o que sospecha el vulgo: siempre son particularísimas, personales y microscópicas, con relación a sus efectos.

De cómicos y toreros, no se diga: a todos los trata y los tutea, y habla con ellos de la escena o del redondel con el aplomo y la autoridad de Romea o de Costillares.

En lo físico, es sano y duro como un diamante: jamás se constipa ni se queja del estómago, y eso que no se abriga más que lo de costumbre, y come tanto como habla, si la ocasión se le presenta.

Y digo esto de la ocasión, porque aun cuando ordinariamente es sobrio y metódico, come cuanto le pongan por delante, aunque haya comido ya, si a comer se le convida, o si se acepta el convite que él proponga, pues hace a todo.

Como no viene a bañarse, sino a veranear, y tampoco le es muy simpático el ceremonial del Sardinero, vive en la ciudad en una fonda, o en una de las mejores casas de huéspedes; lo cual no obsta para que dé cuenta, si se le pide, de cuantas personas habitan en aquellos hoteles, con sus correspondientes vidas y milagros.

En agosto hace una escapadita a ver las corridas de Bilbao, y en setiembre arregla su marcha definitiva en combinación con las ferias de Valladolid y la apertura de los teatros de la corte, donde, por lo visto, se pasa gran parte del invierno, no sé cómo ni con quién.

Qué familia y qué patria son las suyas, se ignora siempre; y se ignora, porque jamás se le ha preguntado por ellas; y no se le ha preguntado, porque se prefiere ignorarlo; y se prefiere esto, porque desde el instante en que estos hombres tienen patria y familia, y nombre como cualquier otro nieto de Adán, ya no son Galindos, ni Manzanos, ni Arenales a secas, y pierden su peculiar carácter de universalidad, en lo que estriba la mayor parte de su mérito.


Publicado el 17 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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