Un Sabio

José María de Pereda


Cuento


Al siguiente día de su llegada a Santander, o acaso sin sacudirse el polvo del camino, dase a conocer en tertulias y corrillos diciendo, con la mayor impavidez, que España es un país de estúpidos, y que la capital de la Montaña es el último rincón del país, puesto que no hay un solo montañés que conozca la telematología, ni la filosofía del sentimiento estético en sus relaciones con la actividad del yo pensante, en, dentro, sobre, sobre en y por debajo de la conciencia universal. Pero esta ignorancia no le sorprende en un pueblo en que todavía oyen misa los hombres que se llaman ilustrados, y desconocen a Jeeéguel (muy arrastrada la J) o Hegel, como decimos las personas vulgares.

Y ahora que el lector sabe algo sobre la venida de este huésped, voy a decirle otro poco acerca de su procedencia.

La humana debilidad tiende, por instinto, a lo más cómodo, hacedero y comprensible.

Por eso a los grandes apóstatas, aunque arrastrados a la apostasía por el demonio de la soberbia, o de la codicia, o de la concupiscencia, nunca les han faltado inocentes que formen su cortejo.

Pero llegó el siglo XIX, hijo legítimo de la glacial filosofía del XVIII, y la masa dócil a tantas voluntades durante tantos siglos de controversias y de charlatanes, endurecióse como el mármol, y hasta el más lerdo se convenció de que en estos días esplendorosos, de luz y de pronunciamientos, ya no cabe el cisma, por la sencilla razón de que el que se separa de la verdad católica no es para proclamar otra creencia, sino para dudar de todas; y dudar de todas equivale a carecer de entusiasmo, que es hijo de la fe, y careciendo de fe y de entusiasmo, no cabe la disputa ni, por consiguiente, la escuela. Es decir, que los disidentes de la verdad «ya no creen en brujas», o, hablando más en «carácter de época», están «curados de espantos», en plena despreocupación. Deducción lógica de esto: no puede darse una ocasión que sea menos a propósito que la presente, para fundar sectas religiosas y sistemas filosóficos.

Pues bien, lector: en ninguna otra, desde que el mundo es mundo, se han hecho mayores esfuerzos para arrastrar a la razón humana a los extremos que más la repugnan; jamás se ha visto mayor cúmulo de desatinos presentados como armas de seducción, unos en el campo religioso, otros en el filosófico y otros en el de la política; siendo inútil advertir que todas estas agrupaciones, tan diferentes entre sí, coinciden en un punto: el consabido odio a las viejas instituciones y creencias.

Ni de los fundadores, ni de los pontífices, ni de los apóstoles (aunque todo ello suele andar en una sola pieza) de estas doctrinas, ni siquiera de los adeptos que lo sean de veras, voy a tratar aquí, gracias a Dios.

Pero es el caso que alrededor de estas colmenas de insípida melaza, bulle de continuo un enjambre de zánganos impresionables, que, so pretexto de un amor desmedido a lo nuevo y a lo fuerte, pero incapaces de elaborar cosa propia, aunque sea mala, van chupando, a hurtadillas, cien desatinos de la filosofía, cincuenta extravagancias de lo religioso y doscientas majaderías de la política; y con estas provisiones en el buche, mal digeridas, así por falta de jugos como por la indigesta condición de lo engullido, échanse zumbando por esos mundos de Dios, y aun pretenden elevar su vuelo hasta las águilas, porque les han dicho que aquello que les nutre el menguado entendimiento se llama ciencia moderna.

Uno de estos sabios es el huésped consabido.

Y ya que tampoco ignoras de dónde viene, continúo leyéndote todas las señas particulares de su pasaporte.

Generalmente es tipo por su figura, o por el corte de su vestido, y joven; porque no se concibe que pueda llegar nadie a la edad de las canas con tantos grillos en la cabeza.

Ni la experiencia, ni la erudición más vasta en el campo de los viejos sistemas, le merecen el menor respeto; porque él ha asistido durante dos meses a una cátedra de filosofía krausista en la Universidad de Madrid, y sabe, por boca de uno de los oráculos españoles de esta escuela alemana, que «cada filósofo debe construir su propia ciencia sin necesidad de abrir un libro». Y tan al pie de la letra ha tomado el consejo; a tal extremo ha llevado el asco a los libros, que ni siquiera conoce la gramática castellana.

Ya hemos visto, al dársele a conocer al lector, qué desparpajo le presta o le infunde esta ilustrada ignorancia; mas como aquella tesis la repite donde quiera que halla tres hombres reunidos, y como no es raro que entre tantos haya muchos a quienes sobre de buen sentido lo que les falte de ciencia moderna, su temporada de verano es una pelea sin tregua ni sosiego.

Porque es de advertir que, aunque de pronto se le escucha como quien oye llover, una vez metido en barro ya no hay paciencia que sufra tantas salpicaduras al sentido común, única ciencia, a mi entender, que se construye sin abrir un libro, por la sencilla razón de que no hay libro que enseñe a construirla cuando Dios ha negado a alguno la materia prima.

Sin ese lastre en la cabeza, claro es que, como todo lo henchido de aire, o menos pesado que él, este sabio, no bien se agita un poco, ya está dando tumbos por el espacio y perdiéndose de vista en el infinito. Por eso lo primero que discute, y con doble afán si hay mujeres en el auditorio, es a Dios, es decir, al Dios de las viejas creencias.

Eso de Dios Trino y Uno, tiénelo él por logomaquia.

La conciencia humana no siente este concepto absurdo; la mente, por tanto, no le penetra, no le alcanza.

Entonces es la ocasión de echar atrás las solapas del levisac, poner la cara hosca y lanzarse sobre los ignorantes con este párrafo que, según el sabio, es claro, perceptible y concluyente:


«Dios es el absoluto ser, en su total unidad e integridad, como lo que es y de lo que es, en la esencial sustantiva unión y composición del ser y del existir, del conocer y del pensar, dándose y determinándose en, dentro y debajo de la unidad, sabiéndose de sí, para sí y consigo, congrua, individual y homogéneamente, antes y sobre toda determinación concreta de la materia caótica en tiempo y espacio, medio en que lo objetivo y lo subjetivo recíprocamente comulgan».
 

En seguida apoya su aserto con la autoridad de los santos padres, o pontífices de su iglesia, Krause, Sanz del Río y Salmerón; mira en derredor de sí con cara de lástima, y pasa a otra cosa.

Nada le repugnaba tanto cuando él era católico, «por no disgustar a su pobre madre que creía como una inocente todas esas cosas», como los milagros, lo sobrenatural; y lo del premio y el castigo inmediatos a la muerte del cuerpo, ni más ni menos que si Dios llevara una cuenta corriente a cada una de sus criaturas. Esto es empequeñecer la idea; agraviar a la razón humana, que es un destello divino, etc., etc.

Y he aquí que comienza a cantar endechas al espiritismo, secta de la cual se declara partidario y hasta miembro integrante. Y siendo espiritista, cree, por ende, y así lo manifiesta, que los espíritus vagan por el espacio, ramoneando de planeta en planeta, como carneros trashumantes, para purificarse por una serie de trasmigraciones, hasta que Dios los llame junto a sí, después de juzgarlos dignos de Él: cree, por tanto, en los meta-espíritus, y que el hombre está en la tierra, de tránsito, procedente ya de otro planeta, o de otra criatura de diferente condición social o naturaleza, y ni siquiera niega que pueda él mismo haber sido asno tiempo atrás, por más que —¡otro contrasentido!— no le guste que se lo llamen. En fin, repugnándole todo lo sobrenatural, y hasta negándolo con indignación, nos cuenta entusiasmado que se pasa las horas muertas hablando mano a mano con el espíritu de Confucio... o con el de Sancho Panza (pues inspirados eruditos hay en la secta que se lo han tragado), si es medium, por su propia virtud, y si no, por el del hermano que la posea; y le cuentan que esto está perdido, y que la Iglesia caerá, y que prevalecerá lo que quieran Bassols, Solanot, Allan-Kardek y otros cuantos apóstoles de la doctrina famosa... Y todo esto y mucho más se lo cuentan en parábolas y rengloncitos entrecortados, que necesitan luego una interpretación no poco ingeniosa.

También en este trance tapa la boca a los incrédulos que se ríen al oírle, con nombres propios. En seguida enjareta una letanía de los más sonados en España entre políticos y militares, los cuales sujetos hacen lo mismo que él, y aliquid amplius, en esas conferencias con los espíritus; cuya prueba, no por ser irrecusable, porque es la pura verdad, levanta un ápice la cuestión ante el testarudo y arranciado sentido común que escucha al sabio; pues se obceca aquel inconquistable tribunal en sostener que en ninguna parte hay reunidas, en menos terreno, más extravagancias, más monomanías, más opuestas condiciones sociales que en un manicomio, y, sin embargo, a nadie se le ha ocurrido tomar por lo serio aquella algarabía de insensatos.

Indígnale también que existan todavía hombres que se llaman ilustrados sosteniendo que la raza humana, entera y verdadera, procede de Adán. Parécele absurda esta teoría; y buscando otra más verosímil, y hasta solar más noble a la humanidad, agárrase a Darwin, y pónese muy hueco al declarar con este otro sabio que el hombre desciende del mono —cosa que muchos ignorantes no negarían si todos los ejemplares de la especie fueran idénticos al preopinante—. Verdad es que el sustentar esta teoría le permite soltar la palabreja antropiscos o antropoides, que no es despreciable para un sabio de su calibre, y tapar con ella el resuello al que le pregunte por la raza que debió llenar el abismo que separa al cuadrumano famoso, del más estúpido de los hombres... Por eso me gustan a mí los sabios (y no aludo ahora al de mi cuento): se tropiezan en sus investigaciones con un abismo sin fondo, y le cubren con una palabra rimbombante; y saltando sobre ella, para no sentir el vértigo que les perdería, siguen adelante tan satisfechos como si la senda no tuviera un bache.

Volviendo ahora a nuestro sabio, digo que si se logra hacerle descender de esas alturas en que se mece tan a su gusto, y bajar al mundo terreno, se le ve lanzarse rápido sobre la memoria de los grandes hombres; porque ésta es de las águilas que no pierden el tiempo cazando moscas. La calidad del auditorio es lo que menos le importa.

Así, por ejemplo, al primer tratante en caldos que halla a mano, le enreda en una discusión sobre Cervantes.

Concedo —dice el generoso sabio—, que no fue el autor del Quijote un hombre enteramente vulgar teniendo en cuenta la época en que vivió; pero ¿qué materiales dejo preparados para la arquitectónica de la ciencia moderna? ¿No están sus obras impregnadas del estúpido fanatismo religioso? Lo mismo a él que a Calderón les faltó la filosofía de la estética, que les hubiera enseñado lo poco que valían sus creaciones por sí, mediante, en, con relación al idealismo trascendental, en cuanto, sobre, antes y después de.

Por el mismo procedimiento demuestra el idiotismo de Colón, la candorosa ignorancia de Agustín (como no cree en brujas, le suprime la santidad), el espíritu mezquino de Raimundo Lulio, la charlatanería de Balmes, y la sublime metafísica de las coplas de Mingo Revulgo.

Ninguno de estos hombres, ni otros infinitos que cita sin pararse en barras, hicieron cosa alguna en beneficio de la humanidad progresiva; les faltó la gran idea del símbolo, del schema, o séase la gráfica determinación en que la naturaleza y el espíritu se unen en forma de lenteja.

¿Necesito añadir que la aspiración política de este mozo es ir tan lejos como puedan llevarle las corrientes de la idea nueva, o los huracanes de la libertad de su altivo pensamiento?

Así es, en efecto; y conste que, según propia declaración, para colocarse en la senda que necesita su razón sin trabas ni cortapisas, ha comenzado por tomar en una logía masónica el nombre de Wamba, y por jurar, a oscuras, sacrificarse en cuerpo y alma a la voluntad de un superior a quien no conoce, sin que le sea lícito preguntar jamás el por qué ni el para qué de los esfuerzos que se le impongan.

En fin, lector ignorante, después de volcar este ollón de potaje religioso-filosófico-político en plazas, casinos, tiendas y cafés, es cuando el sabio, para rematar la obra, encaja este ribete, pespunteado con aires de protección y tono campanudo:

—Esto se llama, señores, estar penetrado del ideal de la humanidad; esa ciencia sublime, mediante la cual, el hombre, artista de su vida, determinándose en todas las esferas de la actividad, se hace divino en, bajo, mediante Dios.

Mas, a pesar de la sustancia de este luminoso dato, oigo al asombrado lector preguntarme: —Pero ¿adónde va ese mozo con semejante grillera entre los cascos?

¿Adónde va? En Madrid, al Ateneo, si hemos de creerle.

En Santander, a lo que hemos visto, a difundir la luz; a tomar el aire... y, muy a menudo, a la ruleta.

Mañana... (si antes no se cura) al Limbo, que es la mansión adonde van a parar los que en vida tuvieron la enfermedad debajo del pelo.


Publicado el 17 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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