Va de Cuento

José María de Pereda


Cuento


Vase un lugarejo (lindante, por más señas, con el mío) de reducidos términos y hacienda escasa, pero rico en galas y ornamentos de la naturaleza: floridos prados, selvas umbrías, montes abruptos, rumor de oleajes, auras marinas... lugar costeño, en fin, de la Montaña, y está dicho todo.

Habitábanle pobres labriegos, tan pobres, que a duras penas sacaban de los senos de la madre tierra, dándoles muchas vueltas cada año, el necesario jugo para nutrir mal y vestir a medias el cuerpo encanijado. En cambio, gozaban fama, muy bien adquirida, de ser la gente más lista de toda la comarca. Sabían algo de letras de molde, y se perecían por estar al tanto de las cosas y sucesos del mundo.

Érase, al mismo tiempo, un señorón de la corte, que había dado en la gracia de visitar a menudo aquel lugar, tentado de la codicia de sus bellezas naturales. El tal señorón no lo parecía por la sencillez de su porte, ni por la suavidad de su carácter, ni por la llaneza patriarcal de sus costumbres. Súpose, al cabo, allí, que no era «sujeto de los de tres al cuarto», por la fama vocinglera, que ya lo tenía bien pregonado por esos mundos de Dios; y fue la noticia motivo de gran asombro para aquellos aldeanos, no sólo por lo que les descubría de repente, sino porque no acertaban a explicarse cómo un hombre de tan erguido copete y de tan grande poder se daba por contento allí con trepar a las montañas, pintar en unas tablucas caseríos y peñascos, coger en el arenal caracoles y concharras, y con verlo y observarlo todo, grande y chico... y desde lejos, para no molestar a nadie, sin pedirles jamás nada, ni siquiera el voto a favor de un candidato para alcalde del lugar, ni una parcela de lo baldío para anzuelo de otras muchas que iría pescando poco a poco, hasta alzarse «en su día» con todo el territorio comunal.

Al contrario, era muy pródigo de lo suyo, particularmente con los muy necesitados de ello; y su corazón y las puertas de su casa siempre estaban abiertos a las ajenas pesadumbres y necesidades. Como por estas solas prendas ya se le tenía allí en cordial y grande estima, al catarle señorón pudiente y de relumbre, el simple cariño rayó en admiración. Un viejo sentencioso dijo un día ante un corrillo dominguero en que se trataba del asunto:

—Vos digo que el sujeto ese tiene los mengues en el pellejo, y vale, por saber y por entraña, más que too el oro que pesa.

Y se convino en ello, sin una sola discrepancia.

En esto, el señorón, que no lo parecía, compró un terreno en las praderas más elevadas de la costa, y labró una casa en él.

—Mucho te van a soplar ahí los vendavales —dijo el pardillo sentencioso—, y no te alabo el gusto por eso; pero en siendo el tuyo, como lo es, Dios te le prospere con vida y salú pa una eternidá.

Andando así las cosas, volviose a la corte, como solía hacerlo de vez en cuando el pudiente señorón; y volviéndose a la corte, hizo allí una de las suyas, pero de las más sonadas; tanto, que al día subsiguiente ya había llegado el ruido hasta las cocinas de aquella aldea.

—Bien está eso —dijo un pardillo a otro que con él departía sobre el caso—, y visto es ya que si el sujeto ese pone empeño en sacar oro molido de los pedregales de la costa, oro molido sacará. Decís vusotros que tien los mengues en el pellejo... Pus yo vos digo que es el mesmo Pateta en cuerpo y alma; y vos digo más, si a mano viene: vos digo que siendo lo que es y valiendo lo que él vale, no basta con sentirlo y conocerlo, como lo conocemos y lo sentimos nusotros, si nos lo callamos allá dentro, como nos lo hemos callao hasta aquí: la cortesía pide más al respetive; al cabo y postre, el sujeto es ya de casa, y como el otro que dijo, pertenencia de uno y tuya y mía.

—¿A que distes en el mesmo clavo en que yo di no hace muchas horas? —respondió el oyente.

—No te diré que no —repuso el primer hablante—. ¿Y qué clavo es ese?

—Pus el mesmo en que tamién han dao ya muchas gentes del lugar.

—Estipúlalo más claro y de una vez.

—Lo estipulo y digo: que cuando llegue el caso de tener a tiro a ese sujeto, se corresponda con él, si no al respetive de lo que es y de lo que se merece, tan siquiera de lo que nusotros semos y podemos; pos, como tú dices, de palabra callá y de obra enculta sólo Dios se entera; y el hombre que tiene un sentir honrao, debe decirle, porque si no lo dice, es como si no le tuviera. Y por lo que toca a ese pudiente, ya es hora de que nos conozca los sentires, pa que vea que no vive aquí en tierra de desagradecíos ni de melones.

—Esa es la cosa, y a dar en ella tiraba yo cuando te dije lo que te dije. Con que entendíos, y no hay más que hablar por la presente.

De esta conversación nació una concejada que tuvo que ver. No faltó en ella un solo vecino. Puesto el punto en tela de juicio, y acordado de golpe y sin disputa que cada cual de los congregados acudiese «en su día» a casa del señorón para «rendirle homenaje», llegose a tratar del cómo, y dijo un concurrente:

—Pos yo le llevaré, pinto el caso, dos aves de las mejores que tengo en el corral.

—Curriente —dijo el pardillo sentencioso que llevaba allí la dirección del cotarro—. Pero ¿has de entregarlas en seco? ¿No has de acompañar la fineza con una mala palabra?

—Justo que sí —respondió el de las aves—, y ya estaba yo en esa cuenta.

—Y contabas bien —repuso el otro—. Pero ¿qué piensas decirle?

—Hombre —contestó el interpelado—, lo que sea de razón y venga al ite de la cosa.

—Con verlo basta.

—Pos le diré, punto más, punto menos, que... por acá, que... por allá; que si eres esto; que si vales lo otro; que bendita sea la luna en que nacistes, y la hora en que te avecindastes aquí... y... y...

—Pos, mira, tendrá que oír too ello, como lo jiles bien. ¿Y tú? —añadió el pardillo encarándose con otro concurrente.

—Pos yo —respondió el aludido rascándose el cogote—, si no tengo aves que llevar a ese sujeto, algo de cuenta paecerá en casa, o en las aguas de la mar, con que pintarle la buena ley que le tengo; y al auto de la palabra, tampoco ha de faltarme en su hora y punto.

—Pon un simen de ello.

—Pos al simen de lo que acabas de oír al mi compadre: que... por arriba, que... por abajo; que lo que sabes, que lo que puedes, que lo que vales; que ni los mesmos soles del día, ni los luceros de la noche que te se acomparen, y que bendita sea la hora...

—A otro —dijo el pardillo manducón, guiñándole un ojo al mismo tiempo.

Y el otro siguió cantando la mismísima tonada que sus antecesores, como todos y cada uno de los que le siguieron en la fila. Entonces dijo el pardillo sentencioso:

—Bien está el intento, y de agradecer será el buen sentir que a todos nos mueve; pero, por lo que pueda valer, quisiera decirvos que, como semos muchos, hay ringlera pa una semana diendo uno a uno, y va a resultar el cuento, pa el pudiente, el acabose.

Túvose el reparo por muy cuerdo, y se convino en que hicieran la visita todos juntos.

—Punto pior pa el caballero —expuso un concurrente algo malicioso—, si a cada osequio ha de acompañar una soflama del osequiante, y todas ellas entonás en una mesma solfa, como aquí se ha visto; porque de este modo tendrá que envasarse de una alendá lo que del otro pudo ir sorbiendo poco a poco en una semana, y sin quebrantos del cuerpo.

De este nuevo conflicto surgió otra idea: ir todos juntos, pero hablando uno solo. Se acordó así, y se acordó también, nemine discrepante, encomendar la soflama a un arrumbado fiel de fechos, allí presente, que no había dicho una palabra hasta entonces, ni era muy socorrido de ella que digamos; pero que, en cambio, era uno de los más viejos del concurso, de los que más admiraban al pudiente y el que más veces había conversado con él y mejor le conocía los gustos y el «genial». Asustó al hombre la embajada; pero pensando que para las grandes ocasiones son los grandes sacrificios, y contando más con su entusiasmo que con sus fuerzas, aceptola sin chistar.

Pasaron días; volvió de la corte el señorón pudiente, y, cuando menos se lo esperaba, invadiole la casa el vecindario, con los trapitos de cristianar encima y el modesto agasajo bien escondido.

Adelantose el fiel de fechos, carraspeando mucho y pisando mal; y encarándose con el señor pudiente, que allá se andaba con él en angustias y congojas, según rezaba su semblante, quiso echar la soflama que había «amañado» con trabajos... y se le fue la idea: intentó buscarla por atajos y recodos más trillados, y le faltó la palabra; y finalmente, empeñado en salir, con una excusa, del conflicto en que se veía, hasta le faltó la voz.

Entonces, por no tirarse por la ventana que veía enfrente, se arrojó al único asidero que tenía a sus alcances para salir vivo del atolladero: a su propio modo de ser, a la pata-la-llana y a la buena de Dios; y comenzó así, braceando hacia los congregados y con la vista fija tan pronto en los cestucos en que éstos llevaban las respectivas «finezas», como en la cara compasiva del pudiente festejado.

—Y por último, aquí están estos sujetos, y aquí estoy yo; y ellos y yo, y lo que ellos traen y lo que yo también traigo, estas pobrezas que están a la vista, y el corazón que, a poco que se arrepare, también puede verse aticuenta que en la palma de la mano; todo ello y cuanto somos y valemos y esperamos, es de la Su Mercé; y con ello y con todo, aunque damos cuanto tenemos, no damos la metá de lo que la Su Mercé se merece. En esta cuenta, ordene y mande; y verá cómo no se queda más corta que las palabras la buena voluntad para servirle. Y con esto no canso más.

Dijo; y sin esperar la respuesta, puso su cestuco en el suelo; imitáronle sus poderdantes, y se fueron en tropel a la calle, tan poco satisfechos del valor de sus ofrendas, como de la soflama del arrumbado fiel de fechos, de quien se habían prometido cosa mejor.

Pues bien, mutatis mutandis, aquí se está dando un caso muy semejante al caso de la aldehuela de mi cuento, y por eso precisamente le he sacado a relucir. Tú, comensal perínclito, admirado compañero y amigo del alma; tú eres (y perdona el modo de señalar) el señorón pudiente y campechano; nosotros los congregados en tu derredor para festejarte sin agredirte; los pardillos de la aldehuela, hombres de índole sana y animosos, muchos de ellos un tanto dados al vicio de las letras, y todos, en conjunto, admiradores fervientes de los grandes maestros, como tú, en el arte de cultivarlas; y yo, el arrumbado fiel de fechos que aceptó, en mal hora, el encargo de echarte la soflama, y que al llegar el fiero instante de cumplir su cometido, siente, congojoso y trasudando, que le falta la palabra, y se le cuaja la voz en el gaznate, y nada sabe del paradero de sus ideas, para decirte, siquiera, a lo que viene.

En tan negro trance, dejándome de retóricas inútiles, y atento sólo al cumplimiento fiel del honroso mandato, llamo tu consideración, con el respeto debido, no hacia los humildes cestucos de nuestras pobres ofrendas, sino al hondo sentimiento que palpita en nuestros corazones al presentártelas, a la buena amistad, a la admiración fervorosa y al cariñoso respeto que te consagramos.

Todo esto, y otro tanto más que se siente mejor que se explica, junto y en una pieza, sazonado al calor de nuestro regocijo, y entre fragantes hojas de laurel virgen que, tan profuso crece en el florido suelo de la tierruca, que ha dilatado sus linderos al henchirse de noble vanidad desde que la diputaste por tu segunda patria; todo esto, repito, te ofrecemos, y te lo sirvo yo con alma y vida, como plato final de este agasajo cariñoso, en la salsa de mi oficio.


Publicado el 18 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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