Adán y Eva en el Paraíso

Cuentos

José María Eça de Queirós


Cuentos, colección



Adán y Eva en el Paraíso

I

Adán, Padre de los Hombres, fue creado en el día 28 de octubre, a las dos de la tarde... Afírmalo así, con majestad, en sus Annales Veteris et Novis Testamenti, el muy docto y muy ilustre Usserius, obispo de Meath, arzobispo de Armagh y canciller mayor de la Sede de San Patricio.

La Tierra existía desde que se hiciera la Luz, el 23, en la mañana de todas las mañanas. ¡Mas no era ya aquella Tierra primitiva, parda y muelle, ensopada en aguas gredosas, ahogada en una niebla densa, irguiendo, aquí y allí, rígidos troncos de una sola hoja y de un solo retoño, solitaria, silenciosa, con una vida escondida, apenas sordamente revelada por las sacudidas de los bichos oscuros, gelatinosos, sin color y casi sin forma, creciendo en el fondo del lodo! ¡No! Ahora, durante los días genesíacos, 26 y 27, habíase completado, abastecido y ataviado, para acoger condignamente al Predestinado que venía. En el día 28 ya apareció perfecta, perfecta, con las alhajas y provisiones que enumera la Biblia, las hierbas verdes de espiga madura, los árboles provistos de fruto entre la flor, todos los peces nadando en los mares resplandecientes, todas las aves volando por el aire sereno, todos los animales pastando sobre las colinas lozanas, y los arroyos regando, y el fuego almacenado en el seno de la piedra, y el cristal y el ónix, y el oro de ley del país de Hevilath...

En aquellos tiempos, amigos míos, el Sol aún giraba en torno de la Tierra. Esta era moza, y hermosa y preferida de Dios. Aquel aún no se sometiera a la inmovilidad augusta que, entre enfurruñados suspiros de la Iglesia, le impuso más tarde el maestro Galileo, alargando un dedo desde el fondo de su pomar, contiguo a los muros del convento de San Mateo de Florencia; y el Sol, amorosamente, corría alrededor de la Tierra, como el novio de los Cantares que, en los lascivos días de la ilusión, sobre el otero de mirra, sin descanso y saltando más levemente que los gamos de Gaalad, circundaba la Bien Amada, la cubría con el fulgor de sus ojos, brillando de fecunda impaciencia. Desde esa alborada del día 28, según el cálculo majestático de Usserius, el Sol, nuevo, sin manchas, sin arrugas, sin faltas en su cabellera flamante, envolvió a la Tierra, durante ocho horas, en una continua e insaciable caricia de calor y de luz. Cuando a la octava hora resplandeció y huyó, una emoción confusa, hecha de miedo y hecha de gloria, pasó por toda la Creación, agitando en un temblor los prados y las frondas, erizando el pelo de las fieras, hinchando el dorso de los montes, apresurando el borbotar de los manantiales, arrancando un brillo más vivo de los pórfidos...

En esto, en una floresta muy cerrada y muy tenebrosa, cierto ser, desprendiendo lentamente la garra del retoño del árbol en donde estuviera perchado toda aquella larga mañana de largos siglos, resbaló por el tronco comido de hiedra, posó las dos patas en el suelo que el musgo afofaba, se afirmó sobre ellas con esforzada energía, quedó tieso, y alargó los brazos libres, y dio un paso fuerte, y sintió su desemejanza de la Animalidad, y concibió el deslumbrado pensamiento de que era, y verdaderamente fue. Lo había amparado Dios, y en aquel instante lo creó. Vivo, de la vida superior, descendido de la inconsciencia del árbol, Adán se encaminó hacia el Paraíso.

Era horrible; un pelo crespo y lúcido cubría todo su corpulento, macizo cuerpo, rareando apenas en torno de los codos, de las rodillas rudas, donde el cuero aparecía curtido y del color del cobre sucio. Del achatado, arisco cráneo, surcado de arrugas, rompía una melena rala y rubia, hinchada sobre las orejas agudas. Entre las romas quijadas, en la abertura enorme de los labios trompudos, alargados en forma de hocico, relucían los dientes, afilados poderosamente para rasgar la fibra y despedazar el hueso. Bajo los arcos sombríamente hondos, que un pelo hirsuto orlaba, como un zarzal orla el arco de una caverna, los ojos redondos, de un amarillo de ámbar, movíanse sin cesar, temblaban, desmesuradamente abiertos de inquietud y de espanto... ¡No, no estaba nada bello, nuestro Padre venerable, en aquella tarde de otoño, cuando Jehová le ayudó con cariño a descender de su Árbol! Y, sin embargo, en esos ojos redondos, de ámbar fino, aun a través del temblor y del espanto, brillaba una belleza superior, la Energía Inteligente que le iba dificultosamente llevando, sobre las piernas encorvadas, hacia fuera del matorral en donde había pasado su mañana de largos siglos, saltando y gritando por encima de las ramas más altas.

Ahora bien (si los Compendios de Antropología no nos engañan), los primeros pasos humanos de Adán no fueron dados, desde luego, con vigor y confianza, hacia el destino que le esperaba entre los cuatro ríos del Edén. Entorpecido, envuelto por las influencias de la floresta, desagarra con trabajo la pata del hojoso suelo de helechos y begonias, y gustosamente se roza con los pesados racimos de flores que le rocían el pelo, y acaricia las largas barbas de liquen blanco, pendientes de los troncos de robles y de teca, en los cuales gozara las dulzuras de la irresponsabilidad. En el ramaje que tan generosamente le nutriera y le meciera, a través de tan largas edades, aún coge las bayas jugosas, los frutos más tiernos. Para transponer los arroyos, que relucen y susurran por todo el bosque, después de la sazón de las lluvias, aún se pende de una rama, entrelazada de orquídeas, y se balancea, y salta, con pesada indolencia. Y hasta sospecho que cuando el viento bramase por la espesura, cargado con el olor tibio y acre de las hembras acurrucadas en las cimas, el Padre de los Hombres dilataría cuanto pudiese las ventanas de la nariz y dejaría salir del peludo pecho un gruñido ronco y triste.

Camina... Sus pupilas amarillas, en donde brilla el Querer, sondan, buscan a través del ramaje, más allá, el mundo que desea y recela, y del cual percibe ya el sonido violento, como todo hecho de batalla y de rencor. A medida que la penumbra del follaje clarea, va surgiendo, dentro de su cráneo bisoño, como una alborada que penetra en una choza, el sentimiento de las formas diferentes y de la vida diferente que las anima. Esa comprensión rudimentaria solo trajo turbación y terror a nuestro Padre venerable. Todas las tradiciones, las más orgullosas, concuerdan en que Adán, en su entrada inicial por las planicies del Edén, tembló y gritó como criaturita perdida en romería turbulenta. Y podemos pensar que, de todas las Formas, ninguna le empavorecía más que la de esos mismos árboles, en los cuales había vivido, ahora que los reconocía como seres tan desemejantes de su ser e inmovilizados en una inercia tan contraria a su Energía. Liberto de la Animalidad, en camino para su Humanización, el árbol que le había servido de abrigo natural y dulce, solo le parecía ahora un cautiverio de degradante tristeza. ¿Todas esas ramas tortuosas, embarazando su marcha, no serían brazos fuertes que se alargaban para aprehenderlo, empujarlo para atrás y retenerlo en las cimas frondosas? ¿Ese susurrar de las ramas de los árboles que le seguía, compuesto del desasosiego irritado de cada hoja, no era toda la selva, alborozada, reclamando a su secular morador? Quizá de tan extraño miedo nació la primera lucha del Hombre con la Naturaleza. Es de creer que, cuando un vástago le rozase, lo rechazaría con las garras desesperadas. ¡Cuántas veces, en estos bruscos ímpetus, se desequilibraría, humillando sus manos sobre el suelo de bosque o roca, otra vez precipitado en la postura bestial, retrogradando a la inconsciencia, entre el clamor triunfal de la Floresta! ¡Y luego qué angustioso esfuerzo para erguirse, recuperar la actitud humana y correr con los peludos brazos despegados de la tierra bruta, libres para la obra inmensa de su Humanización! Esfuerzo sublime, en el cual ruge, muerde las raíces aborrecidas, y, ¿quién sabe?, tal vez levante ya los ojos de ámbar lustroso hacia los cielos, en donde, confusamente, siente Alguien que le viene protegiendo, y que en la realidad le levanta.

De cada una de estas caídas modificantes, nuestro Padre resurge más humano, más nuestro Padre. Hay ya consciencia, prisa de Racionalidad, en los resonantes pasos con que se arranca a su limbo arbóreo, despedazando los embarazos, hendiendo la maleza densa, despertando a los tapires adormecidos debajo de hongos monstruosos, o espantando a algún oso joven y perdido que, apoyándose contra un olmo, chupa, medio borracho, las uvas de aquel abundante otoño.

Al fin, Adán, emerge de la Floresta oscura; y sus ojos de ámbar se cierran vivamente bajo el deslumbramiento en que le envuelve el Edén.

Al fondo de esa colina, donde se para, resplandecen vastas campiñas (si las Tradiciones no exageran) con desordenada y sombría abundancia. Lentamente, a través, corre un río, sembrado de islas, mojando, en fecundos y explayados remansos, el verdor donde ya tal vez crece la lenteja y se extiende el arrozal. Rocas de mármol rosado brillan con un rubor caliente. Por entre bosques de algodoneros, blancos como rizada espuma, suben oteros cubiertos de magnolias, de un esplendor mucho más blanco. Del lado de allá, la nieve corona una sierra con un radiante nimbo de santidad, y escurre, por entre los flancos despedazados, en finas granjas que refulgen. Otros montes dardean mudas llamas. Del borde de ásperos declives, penden perdidamente, sobre inmensas profundidades, palmeras desgreñadas. En las lagunas, la bruma arrastra la luminosa molicie de sus encajes, y el mar, en los confines del mundo, chispeando, enciérralo todo, como un aro de oro.

En este fecundo espacio se alcanza toda la Creación con la fuerza, la gracia, la bravura vivaz de una mocedad de cinco días, aún caliente de las manos de su Creador. Profusos rebaños de aurocos de pelambre rubia, pastan majestuosamente, enterrados en hierbas tan altas que en ellas desaparece la oveja y su cordero. Temerosos y barbudos uros, peleando con gigantescos venados, entrechocan sus cuernos y vástagos con el seco fragor de robles que el viento raja. Un bando de jirafas rodea una mimosa, de la cual van mordiendo, delicadamente, en los trémulos brotes, las hojitas más tiernas. A la sombra de los tamarindos, reposan disformes rinocerontes, bajo el vuelo apresurado de pájaros que les buscan servicialmente los gusanos.

Cada arremetida de tigre causa una desbandada furiosa de ancas, y cuernos, y crines. Una enhiesta palmera dóblase toda al peso de una culebra que se enrosca en ella. A las veces, entre dos peñascos, rodeada de una profusa melena, aparece la faz magnífica de un león, que mira serenamente al sol, a la inmensidad radiante. En el remoto azul, duermen inmóviles, enormes cóndores, con las alas abiertas, entre el surco níveo y róseo de las garzas y de los flamencos. En frente a la colina, en un alto, por medio del matorral, pasa lenta una recua de mastodontes, con la ruda crin del dorso erizada al viento, y la trompa meciéndose entre los dientes más curvos que hoces.

Vetustísimas crónicas describen así el vetustísimo Edén, que era en las campiñas del Éufrates, quizá en la morena Ceilán, o entre los cuatro claros ríos que hoy riegan la Hungría, o acaso en estas tierras benditas, donde nuestra Lisboa calienta su vejez al sol, cansada de proezas y mares.

¿Mas quién puede garantir estos bosques y estos bichos, si desde ese día 25 de octubre, en que estaba inundado el Paraíso de esplendor otoñal, pasaron, muy breves y muy llenos, sobre el grano de polvo que viene a ser nuestro mundo, más de siete veces setecientos mil años? Lo único que parece cierto es que, delante de Adán empavorecido, pasó un pájaro grandísimo. Un pájaro ceniciento, calvo y pensativo, con las plumas desaliñadas como los pétalos de un crisantemo, que daba saltitos pesadamente con una pata, irguiendo en la otra, bien agarrado, un manojo de hierbas y ramas. ¡Nuestro Padre venerable, con la hosca faz fruncida, en un esfuerzo doloroso para comprender, quedó pasmado ante aquel pájaro, que, junto a él, bajo el abrigo de las azaleas en flor, terminaba muy gravemente la construcción de una cabaña! ¡Sólida y vistosa cabaña, con su suelo de greda bien alisado, vástagos fuertes de pino y baya formando estacas y vigas, un seguro techo de hierba seca, y en la pared, una ventana!... Pero, a pesar de todo, el Padre de los Hombres, en aquella tarde, aún no comprendió.

Se encaminó después hacia el largo río, desconfiadamente, sin apartarse del límite del bosque amparador.

Lento, olfateando el olor nuevo de los gordos herbívoros de la llanura, con los puños rijamente cerrados contra el pecho peludo, Adán va vacilando entre el apetito de aquella resplandeciente Naturaleza y el terror de los seres nunca vistos que la llenan y atruenan con tan fiera turbulencia. Dentro de él borbota, no cesa, la naciente sublime, la sublime naciente de la Energía, que le impele a desentrañar la crasa brutalidad, y a ensayar, con esfuerzos que son semipenosos, porque son ya semilúcidos, los Dones que establecerán su supremacía sobre esa Naturaleza incomprendida y le libertarán de su terror. Así que, en la sorpresa de todas aquellas inesperadas apariciones del Edén, reses, pastos, montes nevados, inmensidades radiosas, Adán suelta roncas exclamaciones, gritos con que desahoga, voces balbucientes, en que por instinto reproduce otras voces, y gritos, y rumores, y hasta el llantear de las criaturas, y el estruendo de las aguas despeñadas... Estos sonidos quedan ya en la oscura memoria de nuestro Padre ligados a las sensaciones que se los arrancan; de suerte que el aullido áspero que se le escapa al topar un canguro con su nidada embolsada en el vientre, de nuevo resonará en sus labios trompudos cuando otros canguros, huyendo de él, se embreñen en la sombría negra de los cañaverales.

Cuenta la Biblia, con su exageración oriental, cándida y simple, que al entrar Adán en el Edén, distribuyó nombres a todos los animales y a todas las plantas, definitivamente, eruditamente, como si compusiese el Léxico de la Creación, entre Buffon, ya con sus puños, y Linneo, ya con sus lentes. ¡No! Eran apenas gruñidos roncos, mas verdaderamente augustos, porque todos ellos se fijaban en su conciencia, naciente como las toscas raíces de esa Palabra por la cual verdaderamente se humanizó, y llegó a ser después, sobre la tierra, tan sublime y tan burlesco.

Con orgullo podemos pensar, que al descender nuestro Padre al borde del río Edénico, compenetrado de lo que era, ¡y cuán diverso de otros seres!, ya se afirmaba, se individualizaba, y batía en el pecho sonoro, y rugía soberbiamente: —¡Eheu! ¡Eheu! Luego, alongando los ojos relucientes por aquella agua que corría perezosamente hacia allá, ya prueba exteriorizar su espantado sentimiento de los espacios, y murmura con pensativa codicia: —¡Lhla! ¡Lhla!

II

Calmo, magníficamente fecundo, corría el noble río del Paraíso, por entre las islas, casi cubiertas bajo el peso del arbolado, todas fragantes y atronadas por el clamor de las cacatúas. Adán, trotando pesadamente por la orilla baja, ya siente la atracción de las aguas disciplinadas que andan y viven, esa atracción que será tan fuerte en sus hijos, cuando descubran en el río al servidor que sosiega, abona, riega, muele y acarrea. ¡Pero cuántos terrores especiales le horripilan aún, haciéndole correr con despavoridos saltos para detrás de las zarzas y de los chopos! En otras islas, de arena fina y rosada, reposan pedregosos cocodrilos, achatados sobre el vientre, que palpita muellemente, abriendo las hondas bocas en la tibia pereza de la tarde, absorbiendo todo el aire con un perfume de almizcle. Por entre los cañaverales, colean y refulgen gordas culebras, de cuello erguido, que miran a Adán con furor, dardeando y silbando. A nuestro Padre, que nunca las viera, es de creer que habían de figurársele pavorosas las inmensas tortugas del comienzo del mundo, pastando, con arrastrada mansedumbre, de la hierba de los prados nuevos. De improviso, una curiosidad le atrae, y casi resbala en la orilla lodosa, donde el agua roza y se agita. En la largueza del río explayado, una negra fila de aurocos, serenamente, con los cuernos altos y la espesa barba flotando, nada hacia la otra margen, campiña cubierta de rubias mieses, en la cual tal vez maduran ya las urbanas espigas de centeno y de maíz. Nuestro Padre venerable mira la fila lenta, mira el río lustroso, concibe el anublado deseo de atravesar también hacia aquellas lejanías en que las hierbas rebrillan, arriesga la mano en la corriente, la cual se la empuja para atrás, como para atraerle e iniciarle. Entonces gruñe, retira la mano, y sigue, con ásperas patadas, aplastando, sin percibir siquiera el perfume, las frescas fresas silvestres que ensangrientan el césped...

Al cabo de un tiempo detiénese, considerando un bando de aves perchadas en un peñasco todo cubierto de guano, que acechan, con el pico atento, hacia abajo, en donde hierven las aguas apretadas. ¿Qué espían las blancas garzas? Un bando de lindos peces, que rompen contra la corriente, y saltan, centelleando en la clara espuma. De pronto, en un desabrido sacudir de alas blancas, una garza, luego otra, hiende el alto cielo, llevando, atravesado en el pico, un pez que se retuerce y reluce. Nuestro Padre venerable se rasca el costado. Ante aquella abundancia del río, su crasa gula también apetece una presa; y lanza la garza, y coge, en su vuelo sonante, coriáceos insectos que olfatea y muerde. Aunque nada ciertamente asombró al Primer Hombre como un grueso tronco de árbol medio podrido, que boyaba, descendía en la corriente, llevando sentados en una punta, con seguridad y gracia, dos bichos sedosos, rubios, de hocico experto, y fofas colas vanidosas. Corrió ansiosamente, enorme y descoyuntado, para seguirlos y observarlos; sus ojos brillaban como si ya comprendiese la malicia de aquellos dos bichos, embarcados en un tronco de árbol, y viajando, bajo la suave frescura de la tarde, en el río del Paraíso.

Entretanto, el agua que iba orillando hacíase más baja, turbia y tarda. En su extensión, no verdean islas, ni se mojan los patos en ella. Allá, ilimitadas casi, fundidas en las neblinas, adivínanse descampadas soledades, de donde sopla un viento lento y húmedo. Nuestro Padre venerable enterraba las patas en tierras blandas, a través de aluviones, de inmundicie silvestre, en la cual, para su intenso horror, chapoteaban enormes ranas, croando furiosamente. A poco, perdiose el río en una vasta laguna, oscura y desolada, resto de las grandes aguas sobre las que flotara el Espíritu de Jehová. Una humana tristeza oprimió el corazón de nuestro Padre. Del centro de gruesas burbujas, que se hinchaban en la tranquila lisura del agua triste, constantemente brotaban horrendas trombas, escurriendo algas verdes, que bufaban ruidosamente y hundíanse luego, como empujadas por el lodo viscoso. Cuando aconteció que de entre los altos y negros cañaverales, manchando la pureza del cielo de la tarde, se elevó, alargándose por encima de él, una nube estridente de moscardones voraces. Adán huye, atolondrado, surca arenales pegajosos, rasga el pelo en la aspereza de los cardos blancos que el viento retuerce, resbala por una vertiente de cascajo y guijarros, y para en una playa de arena fina. Jadea: sus largas orejas tiemblan, escuchando hacia en del lado de allá de las dunas, un vasto rumor que rueda, abate y retumba... Es el mar. ¡Nuestro Padre traspone las pálidas dunas, y delante de él está el Mar!

Entonces fue el pavor supremo. De un salto, batiendo convulsamente los puños contra el pecho, retrocede hasta en donde tres pinos, muertos y sin rama, le ofrecen el refugio hereditario. ¿Por qué avanzan así, hacia él, sin cesar, en una hinchada amenaza, aquellos rollos verdes, con su crin de espuma, y se arrojan, se despedazan, hierven y babosean rudamente la arena? El resto de la vasta agua permanece inmóvil, como muerta, con una gran mancha de sangre que palpita. De seguro que toda esa sangre cayó de la herida del sol, redonda y bermeja, sangrando encima, en un cielo dilacerado por hondos golpes ya rojos. Más allá de la niebla lechosa que cubre las lagunas de los charcos salados, adonde la marea aún llega y se explaya lejos, un monte flamea y humea. Y siempre delante de Adán, contra Adán, los verdes rollos de verdes ondas avanzan, y retumban, y tienden la playa de algas, de conchas, de gelatinas que albean lívidamente.

¡Mas he ahí que todo el mar se puebla! Encogido contra el pino, nuestro Padre venerable vuelve los ojos inquietos y trémulos, aquí y acullá, a las rocas cubiertas de sargazo, en donde gordísimas focas bamboléanse majestuosamente; hacia los chorros de agua, que brotan a lo alto, hasta las nubes rojas y recaen en una lluvia ardiente; a una linda flota de conchas, inmensas conchas blancas y nacaradas, bogando de bolina, circundando las peñas, con maniobra elegante... Adán se asombra sin saber que estas son las Amonites, y que ningún otro hombre, después de él, verá la lucida y rósea armada singlando en los mares de este mundo. ¡Él la admira, quizá con la impresión inicial de la belleza de las cosas, cuando bruscamente, en un temblor de surcos blancos, toda la maravillosa flota zozobra! Con el mismo salto muelle, las focas caen en las aguas profundas. Pasa un terror, un terror levantado del mar, tan intenso que un bando de albatros muy seguro sobre una escarpadura, bate, con irritados gritos, el vuelo despavorido.

Nuestro Padre venerable aferra la mano a un vástago de pino, y sonda, horrorizado, la inmensidad desierta. Y estando así, a lo lejos, bajo el pálido resplandor del sol que se esconde, lentamente, un inmenso dorso sale de las aguas, como una larga colina, toda espetada de negras, agudas astillas de roca. ¡Y avanza! Precediéndolo un tumulto de burbujas se remolina y revienta; y de entre ellas emerge, por último, respirando hondamente, una tromba disforme de fauces entreabiertas, donde centellean y se sumen bancos de peces que sus sorbos vienen tragando...

¡Es un monstruo, un pavoroso monstruo marino! Es de suponer que nuestro Padre, olvidando toda su dignidad humana (aún reciente), trepó desesperadamente por el pino hasta donde las ramas terminaban. Pero hasta en aquel abrigo, sus poderosas quijadas temblaban, en un miedo convulso, ante el horrendo ser surgido de las profundidades. Con un sonido raspante, despedazando conchas, guijarros y corales, el monstruo cae en la arena, que cava profundamente, y sobre la cual retesa las dos patas, más gordas que troncos de teca, con las uñas enrolladas de algas marinas. De la caverna de sus fauces, a través de los dientes terríficos, que las algas y musgos verdean, sopla un vaho espeso de fatiga y de furor, tan fuerte, que hace girar las algas secas y las conchas ligeras. Entre la corteza pedregosa que le cubre la frente, negrean dos cuernos cortos y romos. Sus ojos lívidos y vítreos, son como dos enormes lunas muertas. La inmensa cola dentada arrastra por el mar distante, y a cada coletazo levanta una tempestad.

Por estas facciones, poco amables, ya reconocísteis al Ictiosaurio, el más horrendo de los cetáceos concebidos por Jehová. ¡Era él!, tal vez el último que duró en las tinieblas oceánicas hasta este memorable día de 28 de agosto, a fin de que nuestro Padre entreviese los orígenes de la Vida. Está enfrente de Adán, ligando los tiempos viejos a los tiempos nuevos, y con las escamas del dorso enfurecidas muge devastadoramente. Enroscado en el tronco alto, nuestro Padre venerable aúlla de vivo horror... Y he aquí que, del lado de los charcos anublados, un silbo hiende los cielos, silbado y lanzado, como el de un áspero viento en una garganta de serranía. ¿Qué es? ¿Otro monstruo? Sí, el Plesiosaurio. Es también el último Plesiosaurio que corre del fondo de los pantanos. Y ahora se traba de nuevo para asombro del primer Hombre (y gusto de los Paleontólogos), el combate que fue la desolación de los pre-humanos días de la Tierra. Allí aparece la fabulosa cabeza de Plesio, terminada en pico de ave, pico de dos brazas, más agudo que el dardo más agudo, erguida sobre un larguísimo y fino pescuezo, que ondula, arquea, hiere y silba con pavorosa elegancia. Dos aletas de incomparable rigidez vienen moviendo su disforme cuerpo, muelle, glutinoso, todo en arrugas, manchado por una lepra de hongos verdosos. Tan inmenso es así, arrastrándose, con el pescuezo empinado que, delante de la duna donde se levantan los pinos, en los cuales se refugia Adán, parece otra duna negra sustentando un pino solitario. Avanza furiosamente. Y de repente, ármase un horroroso tumulto de mugidos y silbidos y choques retumbantes y torbellinos de arena y gruesos mares brotando. Nuestro Padre venerable salta de un pino a otro, temblando tanto, que con él tiemblan los troncos. Cuando se arriesga a espiar, en punto en que aumentan los bramidos, solo percibe en la enrollada masa de los dos monstruos, a través de una niebla de espuma que los chorros de sangre enrojecen, el pico de Plesio enterrado en el vientre muelle de Ictio, cuya cola, erguida se retuerce furiosamente en la palidez de los cielos espantados. ¡Nuestro Padre venerable esconde otra vez la faz! Un gemido de monstruosa agonía rueda por la playa. Las pálidas dunas se estremecen, resuenan las cavernas lúgubres. Sucede luego una paz muy larga, en que el ruido del mar Océano no es más que un consolado murmurio de alivio.

Adán espía refugiado entre las ramas... El Plesio retrocediera herido hacia la tibia cama de un pantano. Sobre la playa yace muerto el Ictio, como una colina en donde las olas de la tarde se quiebran.

En esto, nuestro Padre venerable deslízase cautelosamente de su pino y se acerca al monstruo. La arena, en derredor, está horriblemente revuelta; y por toda ella, en lentos surcos, en pozas oscuras, humea la sangre, mal chupada. Tan montañoso es el Ictio, que Adán, irguiendo la faz asombrada, ni alcanza a ver las púas del monstruo, erizadas a lo largo de aquel escarpado espinazo, al cual el pico de Plesio arrancó escamas más pesadas que piedras. Delante de las manos trémulas del Hombre, están los rasgones del vientre muelle, por donde chorrea la sangre, y salen las grasas, e inmensas tripas escurren, y penden fibras desgarradas de carne rosada... Las chatas ventanas de la nariz de nuestro Padre venerable se alargan y olfatean.

En toda aquella tarde caminara, desde la Floresta, a través del Paraíso, chupando bayas, royendo raíces, comiendo los insectos de cáscara picante.

Mas ahora el sol penetró en el mar, y Adán tiene hambre, en ese arenal estéril, donde solo albean cardos que el viento retuerce. ¡Oh, aquella carne roja, sangrienta, aún viva, que exhala un olor tan fresco y salino! Sus romas mandíbulas se abren ruidosamente en un bostezo disgustado y famélico... El Océano oscila, como adormecido... Entonces, irresistiblemente, Adán entierra en una de las heridas del saurio los dedos que lame y rechupa, blandos de grasas y sangre. El espanto de un sabor nuevo inmoviliza al hombre frugal que viene de las hierbas y de las frutas. Luego, con un salto, arremete contra las montañas de la abundancia, y arranca una fibra que parte y traga, gruñendo, con un furor y una prisa, en que hay el gozo y hay el miedo de la primera carne comida.

En habiendo cenado así, tajadas crudas de un monstruo marino, nuestro Padre venerable siente una gran sed. Los pozos que rebrillan en la arena son salados. Con los labios empastados de grasa y de sangre, pesado y triste, bajo el callado crepúsculo, Adán, atraviesa las dunas, reentra en las tierras, rebuscando desaladamente agua dulce. En aquellos tiempos de universal humedad, por todo el césped, huía y murmuraba un arroyo. Al cabo de un tiempo, extendido en una orilla lodosa, Adán bebió consoladamente, en sorbos profundos, bajo el vuelo espantado de moscas fosforescentes que se le prendían en la melena.

Era junto a un bosque de encinas y hayas. La noche, que ya se adensara, ennegrecía una llanura cubierta de plantas, donde la malva se recostaba a la menta y el perejil al hongo ligero. En ese fresco espacio, penetró nuestro Padre venerable, cansado por la marcha y los espantos de aquella tarde del Paraíso; y apenas se extendiera en la alfombra olorosa, con la hirsuta faz posada sobre las palmas unidas, las rodillas encogidas contra el vientre distendido como un tambor, se sumergió en un sueño como jamás lo había tenido, todo poblado de sombras movientes, que eran aves construyendo una casa, patas de insectos tejiendo una tela, dos bichos bogando en las aguas arrolladoras.

Cuenta la leyenda que entonces, en torno del Primer Hombre adormecido, comenzaron a surgir, por entre las matas bajas, hocicos olfateantes, finas orejas tiesas, ojitos reluciendo como botones de azabache, y espinazos inquietos que la emoción arqueaba, en tanto que, de las cumbres de las encinas y de las hayas, en un apagado estremecimiento de alas, se tendían picos curvos, picos retesos, picos bravíos, picos pensativos, todos albeando en la claridad tenue de la luna, que subía por detrás de los montes y bañaba las altas frondas. Después apareció una hiena, cojeando, maullando con lástima, en el borde del claro. A través de la campiña trotaron dos lobos flacos, famélicos, con los verdes ojos encendidos. No tardaron los leones, con las reales faces erguidas, soberanamente arrugadas, en una profusión de melenas flotantes. En confusa manada, que llegaba bufando, los cuernos de los aurocos entrechocaban con impaciencia los retoños palmares de las renas. Todos los pelos se erizaron cuando el tigre y la pantera negra, ondulando callada y aterciopeladamente, resbalaran, con las lenguas pendientes y bermejas como coágulos de sangre. De los valles, de las sierras, de las rocas, acudían otros, con una prisa tan ansiosa, que los horrendos caballos primitivos se empinaban por encima de los canguros y la trompa del hipopótamo, escurriendo algas, empujaba las ancas lentas del dromedario. Entre las patas y los cascos apiñados coleaban en alianza el hurón, la lagartija, la comadreja, la culebra fulgente que engulle a la comadreja, y la alegre mangosta que asesina a la culebra. Un bando de gacelas tropezaba, lastimándose las piernas finas contra la costra de los cocodrilos, que subían en fila del borde de las lagunas, con las bocas preparadas y gimiendo. Toda la planicie palpitaba, bajo la luna, en el muelle movimiento de dorsos apretados, del cual se erguía, ora el pescuezo de la jirafa, ora el cuerpo del boa, como mástiles náufragos balanceados entre olas. Y, en fin, conmoviendo el suelo, llenando el cielo, con la trompa enrollada entre los dientes curvos, asomó el rugoso mastodonte.

Era toda la Animalidad del Paraíso que, sabiendo que el Primer Hombre hallábase dormido, sin defensa, en un bosque desierto, corría con la inmensa esperanza de destruirlo y eliminar de la tierra la Fuerza Inteligente, destinada a someter a la Fuerza Bruta. Sin embargo, en aquella pavorosa turba que humeaba, se atropellaba al borde del claro, en donde Adán dormía sobre la menta y la malva, ninguna fiera avanzaba. Relucían los fieros dientes, fieramente amenazadores; todos los cuernos acometían; cada garra salida despedazaba con ansia la tierra blanda; y los picos, desde lo alto de las ramas, atravesaban los hilos de la luna con picotazos hambrientos... Mas ni ave descendía, ni fiera avanzaba, porque al lado de Adán velaba una Figura seria y blanca, de blancas alas cerradas, los cabellos sujetos con un aro de estrellas, el pecho guardado por una coraza de diamante, y las dos refulgentes manos apoyadas en el puño de una espada que era de lumbre, y vivía.

Despuntó la aurora con ardiente pompa, comunicando a la tierra alegre, a la tierra bravíamente alegre, a la tierra aún sin andrajos, a la tierra aún sin sepulturas, una alegría superior, más grave, religiosa y nupcial. Adán despertó; y restregándose los párpados, en la sorpresa de su despertar humano, sintió sobre el costado un peso dulce y suave. En aquel terror, que desde los árboles no desamparaba su corazón, saltó, y con tan ruidoso salto, que por la selva, los mirlos, los ruiseñores, las currucas, todos los pajaritos de fiesta y de amor, despertaron y rompieron en un canto de congratulaciones y de esperanzas. Y ¡oh maravilla! delante de Adán, y como despegado de él, estaba otro ser, a él semejante, pero más esbelto, suavemente cubierto de un pelo más sedoso, que lo contemplaba con grandes ojos lustrosos y líquidos. Una cabellera rubia, de un rubio tostado, caía en espesas ondas hasta sus caderas redondeadas, en una plenitud armoniosa y fecunda. De entre los brazos, que cruzara, surgían abundantes y erguidos los dos pechos de color de madroño, con un vello crespo orlando la mamila, que se enristraba entumecida. Y rozando, con un rozar lento, con un rozar muy dulce, las rodillas peladas, todo aquel sedoso y tierno ser ofrecíase con una sumisión embelesada y lasciva. Era Eva... ¡Eras tú, madre venerable!

III

Comenzaron entonces para nuestros Padres los días abominables del Paraíso.

Su constante y desesperado esfuerzo fue sobrevivir, en medio de una Naturaleza que, sin cesar y furiosamente, tramaba su destrucción. ¡Adán y Eva pasaron esos tiempos, que los Poemas semíticos celebran como inefables, temblando siempre, siempre riñendo y huyendo! La tierra aún no era una obra perfecta; y la divina Energía, que la andaba componiendo, incesantemente la enmendaba, con inspiración tan móvil, que en un lugar cubierto al amanecer por una floresta, de noche, se espejaba una laguna en donde la Luna, ya doliente, venía a observar su palidez. ¡Cuántas veces nuestros Padres, reposando en la cuesta de un otero inocente, entre el serpol y el romero, Adán con el rostro descansando sobre el muslo de Eva, Eva con dedos ágiles espulgando el pelo de Adán, fueron sacudidos por la pendiente amena como por un dorso irritado, y rodaron, confundidos, entre el retumbo, y la llama, y la humareda, y la ceniza caliente del volcán que improvisara Jehová! Cuántas noches escaparon, aullando, de alguna abrigada caverna, cuando ya sobre ella corría un gran mar hinchado que bramaba, se desarrollaba, y quedaba hirviendo entre las rocas, con negras focas muertas bogando. O cuando no era el suelo, el suelo seguro, ya social y fertilizado para las siembras sociables, que de improviso rugía como una fiera, abría una insondable garganta y tragaba rebaños, prados, nacientes cosechas, benéficos cedros con todas las tórtolas que se arrullaban en ellos.

Después eran las lluvias, las largas lluvias Edénicas, cayendo en chorros clamorosos, durante inundados días, durante torrentosas noches, tan desmedidamente que del Paraíso, vasto charco barroso, apenas aparecían las puntas del arbolado sumergido en el agua, y las cumbres de los montes llenas de bichos transidos que bramaban con el terror de las aguas sueltas. Entretanto, nuestros Padres, refugiados en alguna erguida roca, gemían lamentablemente, escurriéndoseles ríos de los hombros y de los pies, de modo que parecía que el barro nuevo de que Jehová los hiciera se estaba ya deshaciendo.

Más terríficos aún eran los estíos. ¡Oh, el incomparable tormento de las sequías en el Paraíso! Lentos días tristes, tras lentos días tristes, la inmensa brasa del sol candente coruscaba furiosamente en un cielo de color de cobre, en que el aire bazo y espeso ardía y crepitaba. Los montes estallaban agrietados; y las planicies desaparecían bajo una ennegrecida capa de hilos retorcidos, enmarañados, rígidos como alambres, que eran los restos de los verdes pastos. Todo el manchado follaje rodaba en los vientos abrasados, con rugidor ruido. El lecho de los ríos chupados tenía la rigidez del hierro fundido. El musgo escurría por las rocas, en manera de una piel seca que se despega, descubriendo largos huesos. Ardía un bosque cada noche, hoguera restallante, de leña resequida, escaldando más la bóveda del horno inclemente. Estaba todo el Edén cubierto de buitres y cuervos, porque, con tanto animal muerto de hambre y de sed, abundaba la carne podrida. La poca agua que restaba en el río, movíase apenas, atascada por la masa hirviente de culebras, ranas, nutrias, tortugas, refugiadas en aquel último fundamento, lodoso y tibio. Nuestros Padres venerables, con las magras costillas arqueadas contra el pelo chamuscado, la lengua pendida y más dura que corcho, erraban de fuente en fuente, sorbiendo desesperadamente alguna gota que aún brotase, gota rara, que silbaba al caer sobre las piedras abrasadas...

Así Adán y Eva huyendo del Fuego, huyendo de la Tierra, huyendo del Aire, empezaban la vida en el Jardín de las delicias.

¡En medio de tantos peligros constantes y fragantes, era necesario comer! ¡Ah! ¡Comer, qué portentosa empresa para nuestros Padres venerables! Sobre todo, desde que Adán (y después Eva, por Adán iniciada) habiendo probado los deleites fatales de la carne, ya no encontraban sabor, ni hartura, ni decencia en los frutos, en las raíces y en las uvas del tiempo de su Animalidad. Las buenas carnes no faltaban en el Paraíso, ciertamente. Sería delicioso el salmón primitivo, mas nadaba alegremente en las aguas rápidas. Sería sabrosa la becada, o el faisán rutilante, nutridos con los granos que el Creador considerara buenos, mas volaban por los cielos, en triunfal seguridad. El conejo, la liebre... ¡qué ligeros huían por el matorral oloroso!... Nuestro Padre, en esos días cándidos, no poseía el anzuelo ni la flecha. Por eso, rondaba sin cesar en torno de las lagunas, en las márgenes del mar en donde casualmente encallaba bogando algún cetáceo muerto. Esos hallazgos de la abundancia eran raros, y la triste pareja humana, en sus marchas hambrientas, orillando las aguas, conquistaba solamente, aquí y allá, en los peñascos o en la arena revuelta, algún feo cangrejo en cuyo duro caparazón se desgarraban sus labios. Esas soledades marinas hallábanse también infestadas por bandos de fieras que, como Adán, esperaban que la marea arrojase los peces vencidos en borrasca o batalla. ¡Cuántas veces nuestros Padres, ya con la garra clavada en una tajada de foca o de delfín, huían desconsoladamente, sintiendo el paso fofo del horrendo cavernario, o el aliento de los osos blancos, bamboleándose por el blanco arenal, bajo la blanca indiferencia de la Luna!

De cierto, su ciencia hereditaria de trepar a los árboles, socorrería a nuestros Padres en esta conquista de la presa. ¡Cuando acontecía que bajo el ramaje del árbol, desde donde ellos, solapadamente, espiaban, veían aparecer algún cabrito suelto, o una tortuga moza y bisoña arrastrándose hacia la hierba húmeda, tenían banquete seguro! En un momento, el cabrito quedaba despedazado, toda su sangre chupada en sorbos convulsos; y Eva, nuestra Madre fuerte, gritando sombríamente, arrancaba una por una, de entre la concha, las patas de la tortuga... ¡Cuántas veces, de noche, después de ayunos angustiosos, los Elegidos de la Tierra, veíanse forzados a ahuyentar la hiena, con fuertes voces, a través de los prados, para robarle un oso fétidamente baboseado, que eran ya las sobras de un león harto! Sucedían días peores en que el hambre reducía a nuestros Padres a retrogradarse a la desagradable frugalidad del tiempo del Árbol; a las hierbas, a los brotes, a las raíces amargas, ¡conociendo así, entre la abundancia del Paraíso, la primera forma de la Miseria!

¡En el transcurso de estos trabajos, no les desamparaba el terror de las fieras! Porque si Adán y Eva comían los bichos flacos y dóciles, ellos, al mismo tiempo, eran también una presa apetecida por todos los brutos superiores. Comerse a Eva, tan redonda y carnosa, fue de seguro el sueño de muchos tigres en los juncales del Paraíso. ¡Cuánto oso, ocupado en robar panales de miel en un descarnado tronco de roble, no se detuvo, y se balanceó, y se lamió el hocico en una gula más fina, al encontrarse, por detrás del ramaje, en un rebrilleo errante del sol, el sombrío corpachón de nuestro Padre venerable! Ni el peligro venía solo de las hordas hambrientas de carnívoros, mas aun de los lentos y hartos herbívoros, el auroco, el uros, el ciervo-elefante, que alegremente cornearían y maltratarían a nuestros Padres, por estupidez, desemejanza de raza y olor, empleo de vida ociosa. Y aumentábanse aún los que mataban y no podían matárseles, porque Miedo, Hambre y Furor, fueron las leyes de la vida en el Paraíso.

Claro está que nuestros Padres eran también feroces, de fuerzas tremendas, y perfectos en el arte salvador de trepar a las cimas frondosas. ¡Mas el leopardo saltaba de rama en rama, sin rumor, con una destreza más segura y felina! La boa llegaba con la cabeza hasta los vástagos extremos del más levantado cedro para coger los monos, y bien podía engullirse a Adán, con aquella obtusa incapacidad que las boas tuvieron siempre para distinguir, bajo la similitud de las formas, la diversidad de los méritos. ¿De qué valían las garras de Adán, aun aliadas a las garras de Eva, contra esos pavorosos leones del Jardín de las delicias que la zoología, todavía hoy horripilada, llama el Leo Anticus? ¿O contra la hiena de las cavernas, tan osada, que en los primeros días del génesis, los Ángeles, cuando descendían al Paraíso, caminaban siempre con las alas plegadas, por temor de que ella, saltando de entre los bambús, no les arrancase las plumas refulgentes? ¿O contra los perros, los horrendos perros del Paraíso, que atacando en cerradas y ululantes huestes, fueron, en los comienzos del Hombre, los peores enemigos del Hombre?

Entre toda esta animalidad adversa, Adán no contaba un aliado; sus propios parientes, los Antropoides, envidiosos y farsantes, le apedreaban con enormes cocos. Solo un animal, y formidable, conservaba por el Hombre una majestuosa y pachorrienta simpatía. Era el Mastodonte. Mas la anublada inteligencia de nuestro Padre, en esos días Edénicos, aún no comprendía la bondad, la justicia, el servicial corazón del paquidermo admirable. Por lo cual, cierto de su flaqueza y de su aislamiento, vivió durante esos trágicos años, en un ansiado terror. Tan ansiado y largo, que su miedo, como una continua ondulación, se perpetuó por toda su descendencia, y es el viejo miedo de Adán que nos torna inquietos, cuando atravesamos el matorral más seguro en la soledad crepuscular.

Y luego consideremos que aún restaban por el Paraíso, entre bichos de formas racionales, pulidas, ya preparadas para la prosa noble de Mr. de Buffon, algunos de los grotescos monstruos que deshonraron a la Creación antes de la madrugada purificadora del 25 de octubre. Seguramente Jehová evitó a Adán el degradante honor de vivir en el Paraíso en compañía de ese escandaloso engendro a que los Paleontologistas, asombrados, dieron el nombre de Iguanodon. En la víspera del advenimiento del Hombre, Jehová, muy benévolamente, ahogó todos los Iguanodones en el lodo de un pantano, en un rincón escondido del Paraíso, donde hoy se extiende Flandres. Pero Adán y Eva aún conocieron los Pterodáctilos. ¡Oh, los Pterodáctilos!... Cuerpos de Jacaré, escamosos y emplumados; dos lúgubres, negras, carnudas alas de murciélago; un pico disparatado, más gordo que el cuerpo, tristemente caído, erizado de cientos de dientes, finos como los de una sierra. ¡Y no volaba! Descendía con las alas muelles y mudas, y en ellas arrebujaba la presa como en un paño viscoso y helado para partirla en pedazos con los estallantes golpes de sus mandíbulas fétidas. Este funambulesco avechucho enturbiaba el cielo del Paraíso con la misma abundancia con que los mirlos o las golondrinas cruzan los santos aires de Portugal. Torturados los días de nuestros Padres venerables, nunca su pobre corazón se agitaba tanto como cuando del lado de allá de los montes veníase despeñando con siniestro estridor de alas y picos el vuelo de los Pterodáctilos. ¿Cómo sobrevivieron nuestros Padres en este Jardín de las delicias? ¡Indudablemente brilló y trabajó mucho la espada del Ángel que los guardaba!

¡Pues bien, amigos míos! A todos estos furiosos seres debe el hombre su carrera triunfal. Sin los Saurios, y los Pterodáctilos, y la Hiena de las cavernas, y el horripilante terror que esparcían, y la necesidad de tener, contra su ataque, siempre bestial, una defensa siempre racional, la Tierra permanecería siendo un temeroso Paraíso, en donde erraríamos todos, desgreñados y desnudos, chupando por las márgenes de los mares, las grasas crudas de los monstruos naufragados. Al encogido miedo de Adán débese la supremacía de su descendencia. El bicho perseguidor fue quien le forzó a subir a las cumbres de la Humanidad. ¡Bien sabedores de los orígenes se muestran los poetas Mesopotámicos del génesis en aquellos sutiles versículos en que un animal, y el más peligroso, la Serpiente, lleva a Adán, por amor de Eva, a coger el fruto del saber! Si no rugiese en otro tiempo el León de las cavernas, no trabajaría hoy el Hombre de las ciudades, porque la civilización nació del desesperado esfuerzo defensivo contra lo Inanimado y lo Inconsciente. Realmente, la sociedad es la obra de la fiera. Que la Hiena y el Tigre, en el Paraíso, comenzasen por acariciar lánguidamente el hombro peludo de Adán con pata amiga, y Adán habríase hecho hermano del Tigre y de la Hiena, compartiendo con ellos sus chozas, sus presas, sus ocios y sus gustos bravíos, y la Energía inteligente que le había hecho descender del Árbol, a seguida se apagaría, dentro de su brutalidad inerte, a la manera que se apaga el fuego, aun entre ramas secas, si un frío soplo, viniendo de un agujero oscuro, no lo estimula a vivir para vencer la frigidez y la oscuridad.

Y una tarde (como enseñaría el exacto Usserius), saliendo Adán y Eva de la espesura de un bosque, un oso enorme, el Padre de los Osos, apareció delante de ellos, irguió las negras patas, abrió la boca sangrienta... Y estando así, cogido, sin refugio, en la apresurada ansia de defender a su hembra, el Padre de los Hombres lanzó contra el Padre de los Osos el cayado en que se apoyaba, un fuerte retoño de teca, arrancado en el bosque, que terminaba en punta aguda... Y el palo atravesó el corazón de la fiera.

¡Ah! Verdaderamente, desde esa bendita tarde hubo sobre la tierra un Hombre.

Ya era un Hombre, y superior, cuando dio un paso espantado y arrancó el palo del pecho del monstruo extendido, y le miró la punta, que goteaba sangre, con la frente toda arrugada, en el afán de comprender. Resplandecieron sus ojos en un deslumbrado triunfo. Adán comprendiera...

¡Ni se cuidó siquiera de la buena carne del oso! Retornó a la floresta, y durante toda la tarde, en tanto la luz se arrastró por las frondas, arrancó ramas a los troncos cautelosamente, diestramente, de modo que las puntas rompiesen bien afiladas y agudas. ¡Ah! ¡Qué soberbio estallar de astas por el hondo bosque, a través de la frescura y de la sombra para la obra de la primera Redención! Selva amable, que fuiste la primera fábrica, ¡quién supiera en dónde yaces, en tu secular sepultura, tornada negro carbón!... Cuando salieron del bosque, humeando de sudor para retraerse a la choza distante, nuestros Padres venerables se humillaban bajo el peso glorioso de dos grandes haces de armas.

Desde entonces no cesan los hechos del Hombre. Los cuervos y los chacales aún no habían descarnado la osamenta del Padre de los Osos, y ya nuestro Padre raja una punta de su cayado victorioso; entablilla en la hendedura uno de esos guijarros afilados y picudos, en los cuales a las veces se herían sus patas, descendiendo a la orilla de los ríos, y asegura el fino astillazo en la raja, con las vueltas muy apretadas de una fibra de enredadera seca. ¡Y he aquí la lanza! Como esas piedras no abundan, Adán y Eva ensangrientan las garras, tentando hendir los pedruscos redondos de sílex en astillas cortas de manera que vengan perfectas, con punta y con filo para rasgar y clavar. Resístese la piedra, poco deseosa de ayudar al Hombre, al cual, en los días genesíacos del grande octubre, quisiera suplantar (como cuentan las prodigiosas crónicas de Backun). Mas de nuevo ilumínase la faz de Adán, con una idea que la surca, como chispa emanada de la Eterna Sabiduría. Coge un pedrusco, bate la roca, arranca la astilla... ¡Y he aquí el martillo!

Pasado algún tiempo, en otra tarde bendita, costeando una oscura y bravía colina, avizora, con aquellos ojos que ya rebuscan y comparan, un guijarro negro, áspero, facetado, sombríamente lúcido. Se asombra de su peso, y a seguida presiente en él un mazo superior, de decisiva dureza. ¡Con qué alborozo lo lleva, agarrado contra el pecho, para romper el sílex rebelde! Adán acudió a la orilla del río, en donde Eva le esperaba, y martilleó reciamente sobre el pedernal... ¡Oh, espanto! ¡Salta una chispa, refulge, muere! ¡Ambos retroceden, se miran con un terror casi sagrado! Es una luz, una luz viva, que arrancó él mismo con sus manos de la roca bruta, semejante a la luz que radia de entre las nubes. Bate de nuevo, temblando. La chispa brilla, la chispa pasa, y Adán remira y olfatea el oscuro guijarro. No comprende. Nuestros Padres venerables, pensativos, con los cabellos al viento, tomaron la vuelta de la choza acostumbrada, que se halla en la pendiente de un cerro, junto a una fuente que borbotea entre helechos.

Pero a solas, Adán, en su retiro, con una curiosidad en donde late una esperanza, de nuevo entablilla el sílex, grande como una calabaza, entre los callosos pies, y recomienza a martillear, bajo el aliento de Eva, que apoyada de bruces, sopla. La chispa salta siempre, y rebrilla en la sombra, tan refulgente como aquellas luces que ahora palpitan, miran, desde allá, de las alturas. Pero aquellas luces permanecen, a través de la negrura del cielo y de la noche, vivas, espiando en su radiación. Y aquellas estrellitas de piedra, apenas viven, y ya mueren... ¿Se las llevaría el viento, que se lleva todo, voces, nubes y hojas? Para huir del viento malévolo que ronda en el monte, nuestro Padre venerable se alonga hasta el fondo más abrigado de la caverna, en donde se afofan las capas de heno muy seco, que forman su lecho. De nuevo hiere la piedra, despidiendo chispa tras chispa, en tanto Eva, agachada, abriga con las manos aquellos refulgentes y fugitivos seres. Estando en esto, he aquí que del heno se eleva una columnita de humo, que aumenta, se enrosca, y a través de la cual, rojea y resalta una llama... ¡Es el fuego! Nuestros Padres huyen desoladamente de la caverna, oscurecida por una humareda olorosa, en donde flamean alegres, rutilantes lenguas, que lamen la roca. Acurrucados en la puerta de la choza, ambos, tomados del pasmo y terror de su obra, míranse, con los ojos llorosos por el humo acre; mas a pesar del susto y del espanto, sienten una nueva dulzura que los penetra y que de seguro viene de aquella luz y de aquel calor... Ya el humo se escapó de la caverna; el viento robador se lo llevó. Arrástranse las llamas, inciertas y azuladas; a poco, solo resta una ceniza mezclada con algunas brasas que palidece, y se abate hecha carbón: la última chispa corre, se estremece y pasa. ¡Murió el fuego! Entonces, en el alma naciente de Adán, entra el dolor de una ruina. Chupa desesperadamente los grandes labios y gime. ¿Sabrá jamás recomenzar el hecho maravilloso?... Nuestra madre, ya consoladora, es quien le consuela con sus rudas manos conmovidas, porque realiza su primera obra sobre la tierra; junta otro montón de heno seco, coloca encima el sílex redondo, toma el oscuro guijarro, bate fuertemente, produciendo un chispear de estrellitas, y de nuevo se inicia el humo y otra vez refulge la llama. ¡Oh, triunfo, he ahí la hoguera, la hoguera inicial del Paraíso, y no casualmente nacida, sino encendida por una clara voluntad, que ahora, para todo, y siempre, cada día y cada mañana, podrá repetir con seguridad la hazaña suprema!

A nuestra madre venerable pertenece, desde entonces, en la choza, la dulce y augusta tarea de la Lumbre. Ella la cría, la nutre, ella la defiende, ella la perpetúa. Como madre deslumbrada, va descubriendo día por día, en ese resplandeciente hijo de sus cuidados, una virtud o gracia nuevas. Ahora ya sabe Adán que su fuego espanta a todas las fieras, y que, al fin, existe en el Paraíso una cueva segura, que es la suya. No solo segura, sino amable, porque el fuego la alumbra, la calienta, la alegra y la purifica. Así que cuando Adán, con un haz de lanzas, desciende a la planicie o se embreña en la selva para cazar, ya mata con ansia redoblada, a fin de retornar lo más pronto a aquella seguridad y consolación de la lumbre. ¡Ah, qué dulcemente le penetra, y le seca en el cabello la frialdad de las matas, y dora como un sol los peñascos de su choza! Y, además, le cautiva los ojos, y lo exalta, y lo guía en un soñar fecundo, en que inspiradamente se le aparecen formas de flechas, martillos con mango, gruesos cuervos que pescan los peces, astillas dentadas que sierran el palo... ¡A su fuerte hembra debe Adán esta hora creadora!

¡Y cuánto no le debe la Humanidad! Recordemos, hermanos, que nuestra Madre, con aquella adivinación superior que más tarde la tornó Profetisa y Sibila, no vaciló, cuando la serpiente le dijo, coleando entre las Rosas: «¡Come del fruto del saber, que tus ojos se abrirán, y serás como los Dioses sabios!» Adán se habría engullido la serpiente, bocado más suculento. Es de creer que no tendría mucha fe en frutos que comunican la Divinidad y Sapiencia, quien, como él, tanta fruta comiera en los árboles, y se conservaba ignorante y bestial como el oso y el auroco. En cambio, Eva, con la sublime credulidad que siempre en el mundo opera las transformaciones sublimes, a seguida se comió la manzana, la cáscara y la pepita. ¡Y persuadiendo a Adán a que tomase parte del transcendente fruto, muy dulce y enredosamente le convenció del provecho, de la felicidad, de la gloria y de la fuerza que da el saber! Esta alegoría de los poetas del génesis, nos revela, con espléndida sutileza, la inmensa obra de Eva, en los años dolorosos del Paraíso. Solo por ella continúa Dios la Creación superior, la del Reino espiritual, la que desarrolla sobre la tierra el lar, la familia, la tribu, la ciudad. ¡Eva es quien cimenta y bate las grandes piedras angulares en la construcción de la Humanidad!

¡Si no, ved! Cuando el bravío cazador retráese a la caverna, derrengado bajo el peso de la caza muerta, oliendo toda a selva y a sangre, y a fiera, él es seguramente el que desuella la res, y la corta en pedazos, descarna los huesos (que ávidamente guarda bajo el muslo, y reserva para su ración porque contienen la molleja preciosa), mas Eva junta esa piel, cuidadosamente, con las otras pieles almacenadas; esconde los huesos partidos, porque sus astillas agudas clavan y agujerean, y en una fresca cavidad de roca guarda la carne que sobró. Al cabo de un tiempo, una de esas abundantes tajadas olvídase, caída cerca de la hoguera perpetua. Extiéndese la lumbre, y lame lentamente la carne por el lado más gordo, hasta que un olor, desconocido y sabroso, agasaja y alarga las rudas ventanas de la nariz de nuestra Madre venerable. ¿De dónde viene el gustoso aroma? Del fuego, en el cual la tajada de venado o de liebre está entre ascuas y rechina. Entonces Eva, inspirada y grave, empuja la carne para la brasa viva; y espera, arrodillada, hasta que la espeta con la punta de un hueso, la retira de la llama ruidosa, y se la come, en sombrío silencio. Sus ojos brillantes anuncian otra conquista. ¡Y con la misma prisa amorosa con que ofreciera a Adán la manzana, le presenta ahora aquella carne tan diferente, que él huele desconfiado y después devora a dentelladas abiertas, roncando de gozo! ¡Y he aquí, cómo por medio de este pedazo de gamo asado, nuestros Padres suben victoriosamente otro escalón de la Humanidad!

El agua todavía la beben en el manantial vecino, entre los helechos, con la faz sumergida en la vena clara. Después de beber, Adán, arrimado a su enorme lanza, mira a lo lejos el discurrir lento del río, los montes coronados de nieve o de fuego, el sol sobre el mar, pensando, con arrastrado pensar, si en esas tierras que se extienden y se esconden más allá, la presa será más cierta y las selvas menos cerradas. Eva retorna luego a la caverna, para entregarse, sin descanso, a una tarea que la encanta. Enovillada en el suelo, toda atenta bajo la melena crespa, nuestra Madre hace, con un huesecito agudo, finos agujeros en la orla de una piel, y luego en la orla de otra piel. Tan embebida se halla en su labor, que no siente a Adán entrar y revolver en sus armas, mientras une las dos pieles sobrepuestas, pasando a través de los agujeros una delgada fibra de algas, que secan delante del fuego. Adán considera con desdén ese trabajo menudo que no aumenta fuerza a su fuerza. ¡El bruto Padre no presiente aún que aquellas pieles cosidas serán el resguardo de su cuerpo, la armazón de su tienda, el saco de su ropa, el odre de su agua y el tambor en que bata cuando sea un guerrero, y la página en que escriba cuando sea un Profeta!

Otros gustos y modos de Eva también le irritan; y a las veces, con una inhumanidad que ya es toda humana, nuestro Padre agarra por los cabellos a su hembra y la derriba y la pisa bajo la pata callosa; un furor así, le tomó una tarde, viendo, en el regazo de Eva, sentada delante de la hoguera, un cachorrito flojo y renco, que ella, con cariño y paciencia, enseñaba a chupar en una fibra de carne fresca. Al borde de la fuente descubriera el cachorrito perdido y gañendo, y muy mansamente lo recogiera, lo calentara, lo alimentara, con una sensación que le era dulce, y le abría en la espesa boca, aún mal sabedora de sonreír, una sonrisa de maternidad. Nuestro Padre venerable, con las pupilas relucientes, lanza la garra y pretende devorar al cachorro que entrara en su choza. Mas Eva defiende al animalito, que tiembla y la lame. ¡El primer sentimiento de caridad, informe como la primera flor que brotó de las algas, aparece en la tierra! Con las cortas y gangosas voces que eran el habla de nuestros Padres, Eva intenta acaso afianzar que será útil la amistad de un bicho en la caverna del hombre... Adán chúpase el labio trompudo. Después, en silencio, mansamente, corre los dedos por el lomo blando del cachorrito encogido. ¡En la Historia, este es un momento espantoso! ¡He aquí que el Hombre domestica al Animal! De ese cachorro agasajado en el Paraíso, nacerá el perro amigo, por él la alianza con el caballo, después el dominio sobre la oveja. El rebaño crecerá; el pastor lo llevará; el perro fiel lo guardará. Junto a la lumbre, Eva prepara los pueblos errantes que pastorearán los ganados.

Después, en aquellas largas mañanas en que el bravío Adán cazaba, Eva, errando por los valles y los montes, cogía conchas, huevos de aves, curiosas raíces, semillas, por el gusto de acumular, de abastecer su choza de nuevas riquezas, que escondía en las hendeduras de la roca.

Sucedió que un puñado de esas semillas cayera, por entre sus dedos, sobre la tierra húmeda y negra, cuando se recogía por el borde de la fuente. Brotó una puntita verde; después creció una vara; más tarde, maduró una espiga. Sus granos son gustosos. Eva, pensativa, entierra otras semillas con la esperanza de crear en torno de su lar, en un pedazo de su terreno, altas hierbas que frutezcan y le traigan el grano endulzado y tierno...

¡Y he ahí la siembra! Del fondo del Paraíso, nuestra Madre hace posibles los pueblos estables que labrarán la tierra.

Entretanto, bien podemos suponer que nació Abel, y, unos detrás de otros, deslízanse los días en el Paraíso, más seguros y fáciles. Lentamente vanse apagando los volcanes. Las rocas ya no se despeñan con fragor sobre la inocente abundancia de los valles. Discurren tan amansadas las aguas, que en su transparencia se miran, con demora y cuidado, las nubes y las ramas de los olmos. Raras veces un Pterodáctilo macula, con el escándalo de su pico y de sus alas, los cielos, en donde el sol alterna con la bruma, y los estíos se franjan de lluvias ligeras. En esta tranquilidad que se establece hay como una sumisión consciente. El Mundo presiente y acepta la supremacía del hombre. Ya no arde la floresta con la ligereza del rastrojo, sabiendo que muy pronto el Hombre le pedirá la estaca, la madera, el remo, el palo. En las gargantas de la Sierra, el viento se disciplina blandamente, y ensaya los soplos regulares con que trabajará la piedra del molino. El mar ahogó sus monstruos, y estira el dorso preparado, que le ha de cortar la quilla. La tierra hace estable su suelo, para cuando llegue el arado y la semilla. Y todos los metales se alinean en filón, y se disponen alegremente para el fuego que les ha de dar forma y belleza.

Por la tarde, Adán toma la vuelta de la choza contento, con caza abundante. El hogar flamea y alumbra la faz de nuestro Padre, que el esfuerzo de la vida embelleció, en donde ya los labios se adelgazan, y la cabeza se llenó con el lento pensar, y los ojos sosiegan, con un brillo más seguro. El cordero, espetado en un palo, se asa y gotea en las brasas. Posan en el suelo cortezas de coco llenas de agua clara de la fuente. Una piel de oso tornó blando el lecho de los helechos. Otra piel, colgada, abriga la boca de la caverna. En un rincón, que es el almacén, están los montones de sílex y el martillo, y en otro, que es el arsenal, están las lanzas y los huesos. Eva tuerce los hilos de una lana de cabra. Sobre un montón de hojas, junto a la lumbre, duerme Abel, muy gordo, todo desnudo, con un pelo más ralo en una carnecilla más blanca. Participando del montón de hojas y del mismo calor, vela el perro, ya crecido, con el mirar amable y el hocico entre las patas. ¡Y Adán (¡Oh, extraña tarea!) muy absorto, intenta grabar, con la punta de una piedra, sobre un ancho hueso, los cuernos, el dorso y las piernas estiradas de un ciervo corriendo!... Estalla la leña. Todas las estrellas del cielo están presentes. Dios, pensativo, contempla el crecer de la Humanidad.

Y ahora que encendí, en la noche estrellada del Paraíso, con vástagos bien secos del Árbol de la Ciencia, este verídico lar, consentid que os deje, ¡oh Padres venerables!

Ya no temo que la Tierra inestable os aplaste, o que las fieras superiores os devoren, o que, apagada, a la manera de una lámpara imperfecta, la Energía que os traje de la Floresta, os retrogradéis a vuestro Árbol ¡Ya sois irremediablemente humanos, y, mañana por mañana, progresaréis, con tan poderoso arrojo, para la perfección del Cuerpo y esplendor de la Razón, que en breve, dentro de unas centenas de millares de cortos años, Eva será la hermosa Helena, y Adán será el inmenso Aristóteles!

¡Mas no sé si os felicite, oh Padres venerables! Otros hermanos vuestros quedaron en la espesura de los árboles, y su vida es dulce. El orangután despierta todas las mañanas entre sus sábanas de hojas, sobre el fofo colchón de musgo que él, con cuidado, acamó por encima de un catre de ramas olorosas. Lánguidamente, sin recelos, desperézase en la molicie del musgo, escuchando las límpidas arias de los pájaros, gozando los hilos del sol que se enmarañan por entre el encaje de las hojas y lamiendo en el pelo de sus brazos el orvallo azucarado. Después de rascarse y refregarse bien, sube con pachorra al árbol dilecto, que eligió entre todos los del bosque por su frescura y por la elasticidad balanceadora de su ramaje. Desde allí, habiendo respirado la brisa cargada de aromas, salta, con rápidos brincos, a través de las siempre fáciles, siempre hartas despensas del bosque, en donde almuerza bananas, mangos, guayaba y todos los delicados frutos que le tornan tan sano y ajeno a males como los árboles en los cuales los cogió. Recorre luego sociablemente las calles y las callejuelas parleras de la espesura; cabriolea con diestros amigos en amables juegos de fuerza y ligereza; galantea a las orangutanas gentiles que le buscan, y, suspendidas con él de un columpio florido, se balancean charlando; trota, entre alegres bandos, por la margen de las aguas claras, o, sentado en la punta de una rama, escucha a algún viejo y facundo chimpancé contar divertidas historias de caza, de viajes, de amores y de mofas a las fieras pesadas que circulan por el césped y no pueden trepar; se recoge temprano a su árbol y, extendido en la hojosa red, se abandona blandamente a la delicia de soñar, en un sueño despierto, semejante a nuestras Metafísicas y a nuestras Epopeyas, sino que, rodando todo sobre sensaciones reales, es, al contrario de nuestros inciertos sueños, un sueño hecho todo de certeza. Lentamente, la Floresta se calla; la sombra adénsase entre los troncos, y el orangután, dichoso, retorna a su catre de musgo y se adormece en la inmensa paz de Dios, de Dios, al cual nunca se cansó en comentar, ni siquiera en negar, y que todavía derrama sobre él, con imparcial cariño, los bienes enteros de su misericordia.

De esta manera ocupó su día el orangután en los árboles. En tanto, ¿cómo gastó el suyo, en las ciudades, el Hombre, primo del orangután? ¡Sufriendo, por tener los dones superiores que faltan al orangután! ¡Sufriendo, por arrastrar consigo, irrevocablemente, ese mal incurable que es su alma! Sufriendo, porque nuestro Padre Adán, en el terrible día 23 de octubre, después de avizorar y olfatear el Paraíso, no osó declarar reverentemente al Señor: «¡Muchas gracias, oh mi dulce Creador; da el gobierno de la Tierra a quien mejor eligieres, al elefante o al canguro, que yo por mí, un poco más avisado, vuelvo ya para mi árbol!...»

Mas, en fin, ya que nuestro Padre venerable no tuvo la prevención o la abnegación de declinar la grande supremacía, continuemos reinando sobre la creación y siendo sublimes... Sobre todo, continuemos usando, insaciablemente, del don mejor que Dios nos concedió entre todos los dones, el más puro, el único genuinamente grande: el don de amarle, pues que no nos concedió también el don de comprenderle. Y no olvidemos que Él ya nos enseñó, a través de voces levantadas en Galilea y bajo los mangles de Veluvana, y en los valles severos de Yen-Chou, que la mejor manera de amarle es que unos a otros nos amemos, y que amemos toda su obra, hasta el gusano, y la roca dura, y la raíz venenosa, y hasta esos vastos seres que no parecen necesitar de nuestro amor, esos Soles, esos Mundos, esas diseminadas Nebulosas que, inicialmente encerradas, como nosotros, en la mano de Dios, y hechas de nuestra sustancia, ni nos aman, ni tal vez nos conocen.

Un poeta lírico

Aquí está, sencillamente, sin frases y adornos, la triste historia del poeta Korriscosso. De todos los poetas líricos de que tengo noticia, este es, ciertamente, el más infeliz. Le conocí en Londres, en el hotel de Charing-Cross, en un amanecer helado de diciembre. Había yo llegado del Continente, desfallecido por dos horas de Canal de la Mancha... ¡Ah, qué mar! Y eso que era solo una brisa fresca del Noroeste; mas allí, en la cubierta, por debajo de una capa de hule, con la cual un marino me había cubierto como se cubre un cuerpo muerto, fustigado por la nieve y por las olas, oprimido por aquella tiniebla tumultuosa que el barco iba rompiendo a estruendos y encontrones, parecíame un tifón de los mares de la China...

Apenas entré en el hotel, helado y aún mal despierto, corrí a la vasta chimenea del hall y allí quedé saturándome de aquella paz caliente en que estaba la sala adormecida, con los ojos beatíficamente puestos en la buena brasa escarlata. Y estando así fue cuando vi aquella figura flaca y larga, ya de frac y corbata blanca, que del otro lado de la chimenea, en pie, con la taciturna tristeza de una cigüeña pensativa, miraba también los carbones ardientes, con una servilleta debajo del brazo. Mas el portero había cogido mi equipaje y fue a inscribirme en el bureau. La tenedora de libros, tiesa y rubia, con un perfil anticuado de medalla usada, dejó su crochet al lado de su taza de té, acarició con un gesto dulce sus dos bandos rubios, escribió correctamente mi nombre, con el dedo meñique erecto, haciendo rebrillar un diamante, y ya me encaminaba hacia la amplia escalera, cuando la figura magra y fatal se dobló en un ángulo, murmurándome en un inglés silabeado:

—Ya está servido el desayuno de las siete...

Yo no quería el desayuno de las siete, y me fui a dormir.

Más tarde, ya reposado, fresco del baño, cuando descendí al restorán para el lunch, a seguida eché de ver, plantado melancólicamente al pie de la ancha ventana, al individuo flaco y triste. La sala estaba desierta, con una luz parda; las chimeneas bramaban; del lado de fuera de los ventanales, en el silencio de domingo, en las calles mudas, la nieve caía sin cesar de un cielo amarillento y empañado. Yo veía apenas la espalda del hombre; mas advertíase en su línea magra y un poco doblada una expresión tan evidente de desaliento, que me interesé por aquella figura. El cabello largo, de tenor, caído sobre el cuello del frac, era, manifiestamente, de un meridional, y toda su flacura friolenta se encogía ante el aspecto de aquellos tejados cubiertos de nieve, en la sensación de aquel silencio lívido... Le llamé. Cuando se volvió, su fisonomía, que apenas entreviera la víspera, impresionome: era una cara larga y triste, muy morena, de nariz judaica, y una barba corta y rizada, una barba de Cristo en estampa romántica; la cabeza era de estas que, en buena literatura, se llama, creo yo, frente; era larga y lustrosa. Tenía el mirar hundido y vago, con una indecisión de sueño nadando en un fluido enternecido... ¡Y qué magrez! Andando, el calzón corto torcíase en torno de la canilla, como arrugas de bandera alrededor del asta; el frac tenía dobleces de amplia túnica; los dos faldones, agudos y largos, eran desgraciadamente grotescos. Recibió la orden de mi almuerzo sin mirarme, con un tedio resignado; arrastrose hasta el comptoir en donde el maître d’hôtel leía la Biblia, se pasó la mano por la cabeza con un gesto errante y doliente, y díjole con una voz sorda:

—Número 307. Dos chuletas. Té...

El maître d’hôtel alargó la Biblia, inscribió el menú, y yo me acomodé en la mesa y abrí el volumen de Tennyson que trajera para almorzar conmigo —porque creo que les dije que era domingo, día sin periódicos y sin pan fresco. Afuera continuaba nevando sobre la ciudad muda. En una mesa distante, un viejo color de ladrillo, y de cabello y de barbas blancas, que acababa de almorzar, dormitaba, con las manos descansando en el vientre, la boca abierta, y unas gafas en lo más avanzado de la nariz. El único rumor que venía de la calle era una voz gimiente que la nieve sofocaba más, una voz mendicante que en la esquina contigua garganteaba un salmo... Un domingo de Londres.

El magro fue quien me trajo el almuerzo: apenas se aproximó, comprendí en seguida que aquel volumen de Tennyson en mis manos, le había interesado e impresionado; fue un mirar rápido, golosamente pasado por la página abierta, un estremecimiento casi imperceptible, emoción fugitiva de cierto, porque después de haber dejado el servicio, giró sobre los tacones y fue a plantarse, melancólicamente, junto a la ventana, con los ojos tristes, perdidos en la nieve triste. Yo atribuí aquel movimiento curioso al esplendor de la encuadernación del volumen, que eran Los Idilios del Rey, en marroquín negro, con el escudo de armas de Lançarote del Lago, el pelícano de oro sobre un mar de sinople.

A la noche partí en el expreso para Escocia, y aún no había pasado York, adormecido en su gravedad episcopal, cuando ya me olvidara del criado novelesco del restorán de Charing-Cross: mas de allí a un mes, al volver a Londres, entrando en el restorán, y reviendo aquella figura lenta y fatal atravesar con un plato de roast-beef en una de las manos y en la otra un pudding de batata, sentí renacer el antiguo interés. Y en esa misma noche, tuve la singular felicidad de saber su nombre y de entrever un fragmento de su pasado. Era ya tarde, y yo volvía de Covent-Garden, cuando en el hall del hotel encontré, majestuoso y próspero, a mi amigo Bracolletti.

¿No conocen a Bracolletti? Su presencia es formidable; tiene la amplitud panzuda, la densa barba negra, la lentitud, el ceremonial de un pachá gordo; mas esta poderosa gravedad turca está amenizada en Bracolletti, por la sonrisa y por el mirar. ¡Qué mirar! Un mirar dulce, que me hace recordar el de los animales de la Siria: es el mismo enternecimiento. Parece errar en su fluido suave la religiosidad afable de las razas que dan los Mesías... ¡Y la sonrisa! La sonrisa de Bracolletti es la más completa, la más perfecta, la más rica de las expresiones humanas; hay finura, inocencia, bondad, abandono, dulce ironía, persuasión en aquellos dos labios que se abren y dejan brillar un esmalte de dientes de virgen... ¡Ah, pero también esta sonrisa en la fortuna de Bracolletti!

Moralmente, Bracolletti es un hábil. Nació en Esmirna, de padres griegos; es todo lo que revela; por lo demás, cuando se le pregunta por su pasado, el buen griego bambolea un momento la cabeza, esconde bajo los párpados cerrados con inocencia sus ojos mahometanos, desabrocha la sonrisa de una dulzura capaz de tentar a las abejas, y murmura, como anegado en bondad y en enternecimiento:

¡Eh! ¡mon Dieu!... ¡Eh! ¡mon Dieu!...

Nada más. Parece, sin embargo, que viajó, porque conoce el Perú, la Crimea, el Cabo de Buena Esperanza, los países exóticos, tan bien como Regent-Street: mas es evidente para todos que su existencia no fue tejida como la de los vulgares aventureros de Levante, de oro y estopa, de esplendores y mezquindades; es un gordo, y, por tanto, un prudente: su magnífico solitario nunca dejó de brillarle en el dedo: ningún frío le sorprendió jamás sin un abrigo de pieles de dos mil francos; y ni una sola semana deja de ganar, en el Fraternal Club, del cual es miembro querido, sus diez libras al whist. Es un fuerte.

Tiene una debilidad. Es singularmente goloso de niñitas de doce a catorce años: le gustan flacuchas, muy rubias y que hablen mal. Colecciónalas como pajaritos en jaula, metiéndoles la papilla en el pico, oyéndolas parlotear todo baboso, animándolas a que le roben los shillings del bolsillo, gozando el desenvolvimiento de los vicios en aquellas flores, poniéndoles al alcance las botellas de gin para que los angelitos se emborrachen; y cuando alguna, excitada por el alcohol, con el cabello al aire y el rostro encendido, le injuria, le arranca los pelos, babea obscenidades, el buen Bracolletti, hundido en el sofá, con las manos beatíficamente cruzadas sobre la panza, el mirar ahogado en éxtasis, murmura en su italiano de la costa siria:

—¡Piccolina! ¡Gentilleta!

—¡Querido Bracolletti!

Realmente le abracé con placer, en esa noche, en Charing-Cross; y como no nos veíamos desde hacía tiempo, fuimos a cenar juntos al restorán. Allí estaba el criado triste, en su comptoir, curvado sobre el Journal des Débats. Apenas apareció Bracolletti con su majestad de obeso, el hombre le extendió silenciosamente la mano: fue un shake-hands solemne, enternecido y sincero.

¡Santo Dios, eran amigos! Arrastré a Bracolletti hasta el fondo de la sala, y vibrando de curiosidad, le interrogué con avidez. Quería, lo primero, el nombre del hombre.

—Llámase Korriscosso —díjome Bracolletti, grave.

Luego quise saber su historia. Pero Bracolletti, como los dioses de Ática, que en sus embarazos recogíanse a sus nubes, él también se refugió en su vaga reticencia.

¡Eh, mon Dieu! ¡Eh, mon Dieu!...

—No, no, Bracolletti. Veamos. Quiero saber la historia... Aquella faz fatal y byroniana debe tener una historia...

Entonces Bracolletti tomó todo el aire cándido que le permiten su panza y sus barbas, y me confesó, dejando caer las palabras a gotas, que entrambos habían viajado juntos en Bulgaria y en Montenegro... Korriscosso fue su secretario... Buena letra... Tiempos difíciles... ¡Eh, mon Dieu!...

—¿De dónde es?

Bracolletti respondió sin vacilar, bajando la voz, con un gesto lleno de desconsideración:

—Es un griego de Atenas.

Todo mi interés sumiose como el agua que la arena absorbe. Cuando se ha viajado por Oriente, con escalas en Levante, adquiérese fácilmente el hábito, tal vez injusto, de sospechar del griego: ante los primeros que se ven, sobre todo teniendo una educación universitaria y clásica, se enciende un poco el entusiasmo, piénsase en Alcibiades y en Platón, en las glorias de una raza estética y libre, y perfílanse en la imaginación las líneas augustas del Partenón. Pero después de haberlos frecuentado en las mesas redondas y en las cubiertas de las Messageries, y principalmente, luego de haber escuchado la leyenda de bellaquería que han ido dejando desde Esmirna hasta Túnez, los demás que se tropiezan, provocan apenas estos movimientos: abotonar rápidamente la chaqueta, cruzar con todas las fuerzas los brazos sobre la cadena del reloj, y aguzar el intelecto para rechazar la escroquerie. La causa de esta funesta reputación es que la gente griega que emigra para las escalas de Levante, es una plebe torpe, parte pirata y parte servil, bando de rapiña astuto y perverso. De que supe que Korriscosso era griego, me acordé a seguida que, en mi última estancia en Charing-Cross, me desapareciera del cuarto mi bello volumen de Tennyson, y recordé el mirar de gula y de rapiña que Korriscosso clavaba en él... ¡Era un bandido!

Mientras cenamos, no se habló nada de Korriscosso. Servíanos otro criado rubio, honesto y sano. El lúgubre Korriscosso no se movió del comptoir, abismado en el Journal des Débats.

Yendo de retirada a mi cuarto, en esa misma noche, me perdí... El hotel estaba atestado, y a mí me habían dado acomodo en aquellos altos de Charing-Cross, una complicación de corredores, escaleras, rincones, ángulos, en donde es casi necesario derrotero y brújula. Con el candelero en la mano, penetré en un pasadizo por el cual corría una bocanada de aire tibio de callejuela mal aireada. Allí las puertas no tenían números; unos pequeños cartones pegados, en los que se hallaban nombres inscritos: John Smith, Charlie, Willie... Eran evidentemente las habitaciones de los criados. De una puerta abierta, salía la claridad de un mechero de gas: me adelanté, y vi a Korriscosso, de frac todavía, sentado ante una mesa llena de papeles, con la cabeza descansando sobre la mano, escribiendo:

—¿Me puede indicar el camino para el 508? —balbucí.

Volviose para mí, con un mirar atontado; parecía resurgir de muy lejos, de otro universo; restregábase los párpados, repitiendo:

—¿Quinientos ocho? ¿Quinientos ocho?

¡Entonces fue cuando avisté sobre la mesa, entre papeles, cuellos sucios y un rosario, mi volumen de Tennyson! El bandido vio también mi mirada, y acusose a seguida con un enrojecimiento que le inundó la faz chupada; mi primer movimiento fue el de no reconocer el libro; y como era un movimiento bueno, obedeciendo de contado a la moral superior del maestro Talleyrand, lo reprimí, y apuntando al volumen con un dedo severo, un dedo de Providencia irritada, díjele:

—Es mi Tennyson...

No sé qué respuesta tartamudeó, porque yo, apiadado, poseído también del interés que me daba aquella figura picaresca de griego sentimental, añadí en un tono reparado de perdón y de justificación:

—¡Gran poeta! ¿verdad? ¿Qué le pareció? Estoy seguro que le entusiasmó...

Korriscosso se abochornó más; y no era, sin embargo, el despecho humillado de salteador sorprendido lo que delataba, sino la vergüenza de ver su inteligencia y su gusto poético adivinados, y de tener puesto el frac usado de criado de restorán. No respondió; mas las páginas del volumen que yo abrí, respondieron por él: la blancura de las márgenes desaparecía bajo una red de comentarios escritos con lápiz: ¡Sublime! ¡Grandioso! ¡Divino! palabras anotadas con una letra convulsiva, con un temblor de mano agitada por una sensibilidad vibrante.

En tanto, Korriscosso permanecía en pie, respetuoso, culpado, con la cabeza baja y el lazo de la corbata blanca huyendo hacia la nuca. ¡Pobre Korriscosso! Compadecime de aquella actitud, revelando todo un pasado sin suerte, tantas tristezas de dependencia... Recordé que nada impresiona tanto a hombre de Levante como un gesto de drama y de teatro: le extendí las dos manos en un movimiento a la manera de Talma, y le dije:

—Yo también soy poeta...

Esta frase extraordinaria parecería grotesca e imprudente a un hombre del Norte; el levantino vio al punto en ella la expansión de un alma hermana. Porque, ¿no os lo dije?; lo que Korriscosso estaba escribiendo en una hoja de papel eran estrofas, era una oda.

Al cabo de unos minutos, con la puerta cerrada, Korriscosso contábame su historia, o más bien, fragmentos, anécdotas deshermanadas de su biografía. Es tan triste, que la condenso. De otra parte, había en su narración lagunas de años; y yo no puedo reconstituir con lógica y seguimiento la historia de este sentimental. Todo es vago y sospechoso. Efectivamente, nació en Atenas; parece que su padre era cargador en el Pireo. A los diez y ocho años Korriscosso servía de criado a un médico, y en los intervalos del servicio frecuentaba la Universidad de Atenas: estas cosas son corrientes là-bas, como él decía. Licenciose en leyes; esto le habilitó más tarde, en tiempos difíciles, para ser intérprete de hotel. De esa época datan sus primeras elegías en un semanario lírico intitulado Ecos del Ática. La literatura condújole directamente a la política y a las ambiciones parlamentarias. Una pasión, una crisis patética, un mando brutal, amenazas de muerte, fuérzanle a expatriarse. Viajó por Bulgaria, fue en Salónica empleado en una sucursal del Banco Otomano, remitió endechas dolorosas a un periódico de la provincia, La Trompeta de Argólida. Aquí hay una de esas lagunas, un agujero negro en su historia. Reaparece en Atenas, con ropa nueva, liberal y diputado.

Este período de gloria fue breve, mas suficiente para ponerle en evidencia; su palabra colorida, poética, recamada de imágenes ingeniosas y brillantes, encantó a Atenas; tenía el secreto de hacer florecer, como él decía, los terrenos más áridos; de una discusión acerca del impuesto o de los caminos públicos, hacía saltar églogas de Teócrito. En Atenas, esta clase de talento lleva al poder: Korriscosso estaba indicado para dirigir una alta administración del Estado; y entonces sucedió que el ministerio, y con él la mayoría, de la cual Korriscosso era el tenor querido, cayeron, sumiéronse, sin lógica constitucional, en uno de esos súbitos derrumbamientos políticos tan comunes en Grecia, en que los Gobiernos se vienen a tierra, como las casas en Atenas, sin motivo. Falta de base, decrepitud de materiales y de individualidades... Todo tiende hacia el polvo en un suelo de ruinas... Nueva laguna, nuevo chapuzón oscuro en la historia de Korriscosso...

Vuelta a la superficie, miembro de un club republicano de Atenas. Pide en un periódico la emancipación de Polonia, y que se gobierne a Grecia por un concilio de genios. Entonces publica sus Suspiros de Tracia. Tiene otra novela de corazón... En fin, y esto me lo dijo sin explicaciones, se le obliga a refugiarse en Inglaterra. Luego de ensayar en Londres varias posiciones, colócase en el restorán de Charing-Cross.

—Es un puerto de abrigo —le dije estrechándole la mano.

Sonrió con amargura. De cierto, un puerto de abrigo y ventajoso. Y bien alimentado; las propinas son razonables; tiene un viejo colchón de muelles, mas las delicadezas de su alma a cada momento hiérenselas dolorosamente.

¡Días atribulados, días crucificados los de aquel poeta lírico, forzado a distribuir en una sala a burgueses ordenados y glotones chuletas y vasos de cerveza! No es la dependencia lo que le aflige; su alma de griego no es particularmente ávida de libertad: bástale que el patrón sea cortés. Como él mismo me dijo, le es grato reconocer que los clientes de Charing-Cross nunca le piden la mostaza o el queso sin decir if you please; y cuando salen, al enfrentarse con él, llévanse dos dedos al ala del sombrero; esto satisface la dignidad de Korriscosso.

Lo que más le tortura es el contacto constante con el alimento. ¡Si por lo menos fuese tenedor de libros de un banquero, primer dependiente de un almacén de sedas!... En eso hay una sombra de poesía —los millones que se revuelven, las flotas mercantes, la fuerza brutal del oro; o disponer ricamente los bordados, los cortes de seda, hacer correr la luz en las ondulaciones del moiré, dar al terciopelo las molicies de la línea y de la arruga... Pero en un restorán, ¿cómo se puede ejercer el gusto, la originalidad artística, el instinto del color, del efecto, del drama, partiendo trozos de roast-beef o de jamón de York?... Luego que, como él dijo, dar de comer, proveer alimentos, es servir exclusivamente a la barriga, a las tripas, la baja necesidad material; en el restorán, el vientre es Dios; el alma queda fuera, como el sombrero que se cuelga en la percha o a la manera del paquete de periódicos que se dejó en el bolsillo del abrigo.

¡Y las convivencias, y la falta de conversación! ¡Nunca se volvieron hacia él sino para pedirle salchichón o sardinas de Nantes! Nunca poder abrir sus labios, de los cuales pendía el parlamento de Atenas, sino para preguntar: «¿Más pan? ¿más carne?» Esta privación de elocuencia érale dolorosa.

El servicio, además, impedíale el trabajo. Korriscosso compone de memoria: cuatro paseos por el cuarto, un tirón al cabello, y le sale la oda armoniosa y dulce... mas la interrupción glotona de la voz del cliente pidiendo nutrición, es fatal para esta manera de trabajar. A las veces, arrimado a una ventana, con la servilleta en el brazo, Korriscosso está haciendo una elegía: es todo lunar, ropajes blancos de vírgenes pálidas, horizontes celestes, flores de alma dolorida... Es feliz; se ha remontado a los cielos poéticos, a las planicies azuladas en donde los sueños acampan, galopando de estrella en estrella... De improviso, una gruesa voz hambrienta brama desde un rincón:

—¡Bistec con patatas!

¡Ay, las aladas fantasías baten el vuelo como palomas despavoridas! Y allí va el infeliz Korriscosso precipitado de las cumbres ideales, con los hombros doblados y las faldas del frac balanceando, a preguntar con la sonrisa lívida:

—¿Pasado o medio crudo?

¡Ah, es un amargo destino!

—¿Y por qué no deja este cubil, este templo del vientre? —le pregunté.

Abatió su bella cabeza de poeta, y díjome la razón que le prende; me la dijo casi llorando en mis brazos, con el nudo de la corbata en el cuello: Korriscosso ama.

Ama a una Fanny, criada de todo el servicio en Charing-Cross. Ámala desde el primer día en que entró en el hotel; la amó en el momento de verla lavando las escaleras de piedra, con los brazos rollizos desnudos, y los cabellos rubios, de este rubio que entontece a los meridionales; cabellos ricos, de un tono de cobre, de un tono de oro mate, torciéndose en una trenza de diosa. Y luego el matiz del rostro, una carnation de inglesa de Yorkshire, leche y rosas...

¡Lo que ha sufrido Korriscosso! ¡Todo su dolor exhálase en odas que pone en limpio el domingo, día de reposo y día del Señor! Me las leyó. ¡Y yo vi en ellas de qué manera puede perturbar la pasión a un ser nervioso; qué ferocidad de lenguaje, qué lances de desesperación, qué gritos de alma dilacerada arrojados desde allí, de aquellos altos de Charing-Cross, hacia la mudez del cielo gris! Es que Korriscosso tiene celos. La desgraciada Fanny ignora aquel poeta a su lado, aquel delicado, aquel sentimental, y ama a un policeman. Ama a un policeman, un coloso, una montaña de carne erizada de una selva de barbas, con el pecho como el flanco de un acorazado, con piernas como fortalezas normandas. Este Polifemo, como le llama Korriscosso, hace ordinariamente el servicio en el Strand, y la pobre Fanny pasa todo el día acechándole desde los altos de Charing-Cross.

Sus economías las gasta en cuartillos de gin, de brandy, de ginebra, que a la noche le lleva en frasquitos debajo del delantal; le mantiene fiel por el alcohol; el monstruo, plantado enormemente en una esquina, recibe en silencio el frasco, vacíalo de un trago en las fauces tenebrosas, eructa, pasa la mano peluda por la barba de hércules, y sigue taciturnamente sin un gracias, sin un te amo, batiendo el enlosado con la bastedad de sus suelas sonoras. La pobre Fanny babea de admiración... Tal vez en este instante, en la otra esquina, el magro Korriscosso, figurando en la neblina el delgado relieve de un poste telegráfico, solloce con la cara magra entre las manos transparentes.

¡Pobre Korriscosso! ¡Si por lo menos la pudiese conmover!... ¡Pero qué! Despréciale el cuerpo de tísico triste, y el alma no se la comprende... No es que Fanny sea inaccesible a sentimientos ardientes, expresados en estilo melodioso. Pero Korriscosso solo puede escribir sus elegías en su lengua materna... Y Fanny no comprende griego... ¡Y Korriscosso es un grande hombre, pero solo en griego!

Cuando tomé la vuelta de mi cuarto, quedaba sollozando sobre el catre. Le he visto otras veces, al pasar por Londres. Está más magro, más fatal, más consumido por los celos, más curvado cuando se mueve por el restorán con la fuente de roast-beef, más exaltado en su lirismo... Siempre que me sirve le doy un shilling de propina, y luego, al marcharme, le aprieto sinceramente la mano.

En el molino

Doña María de la Piedad era considerada en toda la villa como «una señora modelo». El viejo Nunes, administrador del correo, siempre que se hablaba de ella, decía, acariciando con autoridad los cuatro pelos de la calva:

—¡Es una santa! ¡Es lo que es!

La villa tenía casi orgullo de su belleza delicada y distinta; era una rubia, de perfil fino, piel ebúrnea y ojos oscuros de un tono de violeta, al que las largas pestañas oscurecían más el brillo sombrío y dulce. Vivía al fin de la carretera, en una casa azul de tres fachadas; y era, para la gente que a las tardes iba de paseo al molino, un encanto siempre nuevo verla por detrás de la vidriera, entre las cortinas, curvada sobre su costura, vestida de negro, recogida y seria. Salía pocas veces. El marido, más viejo que ella, era un inválido, que se pasaba la vida en la cama, inutilizado por una enfermedad de la espina dorsal; hacía años que no descendía a la calle; veíanlo a las veces también a la ventana mustio y renco, agarrado al bastón, encogido en la robe-de-chambre, con una faz macilenta, la barba descuidada y con un gorrito de seda enterrado melancólicamente hasta la nuca. Los hijos, dos niñitas y un rapaz, eran también enfermos y crecían poco a poco y con dificultad, llenos de tumores en las orejas, llorones y tristes. Interiormente, la casa parecía lúgubre. Andábase en puntillas, porque el señor, en la excitación nerviosa que le daban los insomnios, irritábase con el menor rumor; había sobre las cómodas algún frasco de la botica, alguna escudilla con harina de linaza; las mismas flores con que ella, en su arreglo y en su gusto de frescura, adornaba las mesas, mustiábanse en seguida en aquel aire sofocado de fiebre, nunca renovado por causa de las corrientes de aire; y daba una inmensa tristeza el ver siempre a alguno de los pequeños, o con un emplasto sobre la oreja, o en un rincón del sofá, arrebujado en cobertores, con una amarillez de hospital.

Desde los veinte años, María de la Piedad vivía así. Hasta de soltera, en casa de los padres, había sido triste su existencia. La madre era una criatura desagradable y aceda; el padre, metido en tabernas y salas de juego, ya viejo, siempre borracho, los días que aparecía en casa pasábalos en la cocina, en un silencio sombrío, fumando y salivando sobre las cenizas. Todas las semanas aporreaba a la mujer. Así que cuando Juan Coutinho pidió a María, ella, a pesar de saber que estaba enfermo ya, aceptó sin vacilación, casi con reconocimiento, para salvar a la casa arruinada de un embargo, no oír más los gritos de la madre, que la hacían temblar, rezar, arriba, en su cuarto, donde la lluvia entraba por el tejado.

No amaba al marido, claro; y en la villa lamentábase que aquel lindo rostro de Virgen María, aquella figura de hada, fuese a pertenecer a Juanito Coutinho, que desde rapaz fuera siempre baldado. Coutinho, por muerte del padre, quedara rico; y ella, acostumbrada por fin a aquel marido regañón, que pasaba el día arrastrándose sombríamente de la sala a la alcoba, habríase resignado, en su naturaleza de enfermera y de consoladora, si los hijos, por lo menos, hubieran nacido sanos y robustos. Mas aquella familia, que ya venía con la sangre viciada, aquellas existencias vacilantes, que después parecían pudrírseles en las manos, a pesar de sus inquietos cuidados, apesadumbrábanla. A las veces, sola ante la costura, corríanle lágrimas por la cara; una fatiga de vivir invadíala como una neblina que le oscureciera el alma.

Mas si el marido de dentro llamaba desesperado, o uno de los pequeños lloriqueaba, limpiábase los ojos y aparecía con su linda faz tranquila, y con alguna palabra consoladora, componiendo la almohada a uno, yendo a animar al otro, feliz en ser buena. Toda su ambición consistía en ver su pequeño mundo bien tratado y bien acariciado. Desde que se casó, nunca había tenido una curiosidad, un deseo, un capricho; nada le interesaba en el mundo sino las horas de las medicinas y el sueño de sus enfermos. Todo esfuerzo le era fácil cuando se trataba de contentarles; a pesar de flaca, paseaba horas enteras llevando en el cuello al pequeñín, que era el más impertinente, con las heridas que hacían de sus pobres labiecillos una costra oscura; durante los insomnios del marido tampoco dormía; los pasaba sentada al pie de la cama, hablando, leyéndole vidas de santos, porque el pobre baldado iba cayendo en devoción. De mañana estaba un poco más pálida, pero correcta en su vestido negro, fresca, con las trenzas lustrosas, poniéndose bonita para ir a dar las sopas de leche a los pequeñines. Su única distracción era, a la tarde, sentarse a la ventana con su costura, teniendo a los chiquillos en torno, aniñados en el suelo, jugando tristemente. El paisaje que veía desde la ventana era tan monótono como su vida; debajo, la carretera; después, una ondulación de campos, una tierra flaca, plantada aquí y acullá de olivos, e irguiéndose al fondo una colina triste y desnuda, sin una casa, un árbol, una columna de humo de una chimenea que pusiese en aquella soledad de terreno pobre una nota humana y viva. Viéndola así tan resignada y tan sujeta, algunas señoras de la villa afirmaban que era beata; pero nadie la había visto en la iglesia, a no ser el domingo, con el chico mayor por la mano, todo pálido en su vestido de terciopelo azul. Su devoción, en efecto, limitábase a esta misa todas las semanas. Ocupábala mucho su casa para dejarse invadir por las preocupaciones del cielo; en aquel deber de buena madre, cumplido con amor, hallaba una satisfacción suficiente a su sensibilidad; no necesitaba adorar santos o enternecerse con Jesús. Pensaba instintivamente que toda afección excesiva dedicada al Padre del Cielo, sería una disminución cruel en su cuidado de enfermera; su manera de rezar era velar a los hijos; y aquel pobre marido clavado en una cama, dependiendo de ella, teniéndole solo a ella, parecíale con más derecho a su favor que el otro, clavado en una cruz, que tenía toda una humanidad pronta para amarle. Además, nunca tuviera estos sentimentalismos de alma triste que llevan a la devoción. El largo hábito de dirigir una casa de enfermos, de ser ella el centro, la fuerza, el amparo de aquellos inválidos, hiciéronla tierna, pero práctica; y por esta razón era ella la que administraba ahora la casa del marido con un buen sentido que la afección dirigía y una solicitud de madre prevenida. Tales ocupaciones bastaban para entretenerle el día; el marido, de otra parte, detestaba las visitas, el aspecto de las caras saludables, las conmiseraciones de ceremonia; pasábanse meses sin que en casa de María de la Piedad se oyese otra voz extraña a la familia, a no ser la del doctor Abilio —que la adoraba, y que decía de ella con los ojos espantados:

—¡Es un hada! ¡Es un hada!...

Grande fue la excitación en la casa, cuando Juan Coutinho recibió una carta de su primo Adrián, anunciándole que en dos o tres semanas iba a llegar a la villa. Adrián era un hombre célebre, y el marido de María de la Piedad tenía en aquel pariente un orgullo enfático. Suscribiérase a un periódico de Lisboa, solo para ver su nombre en las noticias locales y en la crítica. Adrián era novelista; su último libro, Magdalena, un estudio de mujer, de un análisis delicado y sutil, consagráralo como un maestro. Su fama, que llegara hasta la villa, en una confusión de leyenda, presentábale como una personalidad interesante, un héroe de Lisboa, amado de las aristócratas, impetuoso y brillante, destinado a una alta situación en el Estado. Mas realmente en la villa habíase hecho, sobre todo, notable por ser primo de Juan Coutinho.

Doña María de la Piedad quedó aterrada con el anuncio de esta visita. Veía ya su casa en confusión con la presencia del huésped extraordinario. Después la necesidad de hacer más toilette, de alterar la hora de comer, de conversar con un literato y ¡tantos otros esfuerzos crueles!... La invasión brusca de aquel mundano con sus maletas, el humo de su cigarro, su alegría de sano, en la paz triste de su hospital, dábale la impresión pavorosa de una profanación. De modo que para ella fue un alivio, casi un reconocimiento, que Adrián, al llegar, muy simplemente se instalase en la antigua hospedería del tío Andrés, al otro extremo de la villa. Juan Coutinho escandalizose; tenía ya el cuarto del huésped preparado, con sábanas de encaje, una colcha de damasco, plata sobre la cómoda, y queríalo todo para él, para el primo, el hombre célebre, el grande autor... Adrián negose.

—Yo tengo mis hábitos, ustedes tienen los suyos... No nos contrariemos ¿eh?... Lo que hago es venir a comer aquí. Ni estoy mal tampoco en casa del tío Andrés... Desde la ventana veo un molino y una represa, que son un cuadrito delicioso. Y quedamos tan amigos, ¿no es verdad?

María de la Piedad mirábale asombrada; ¡aquel héroe, aquel fascinador por quien lloraban las mujeres, aquel poeta que los periódicos glorificaban, era un hombre extremamente simple, mucho menos complicado, menos espectacular que el hijo del cobrador! No era hermoso siquiera. Con el sombrero blanco echado sobre una faz llena y barbuda, la levita de franela cayendo a lo largo de un cuerpo robusto y pequeño, sus zapatos enormes, parecíale uno de esos cazadores de aldea que, a las veces, encontraba, cuando de mes para mes iba a visitar las propiedades del otro lado del río. Además de eso, no hacía frases; la primera vez que vino a comer habló apenas, con grande naturalidad, de sus negocios. Viniera por ellos. La única tierra que no estaba devorada o abominablemente hipotecada, de lo que le correspondiera de la fortuna de su padre, era la Curgosa, una hacienda cerca de la villa, que estaba muy mal arrendada... Deseaba venderla. ¡Mas eso parecíale a él tan difícil, como hacer la Iliada!... Sinceramente lamentaba ver al primo allí, inútil sobre la cama, sin poderle ayudar en esos pasos que era menester dar con los compradores. Así que tuvo una grande alegría cuando Juan Coutinho le declaró que su mujer era una administradora de primer orden, y hábil en estas cuestiones, como un antiguo rábula.

—Ella va contigo a ver la hacienda, habla con Telles, y arréglate todo eso... Y en cuestión de precio, déjala a ella...

—¡Qué superioridad, prima! —exclamó Adrián maravillado—. ¡Un ángel que entiende de cifras!

Por primera vez en su vida, enrojeció María de la Piedad con la palabra de un hombre. Prestose en seguida a ser la procuradora del primo...

Al otro día fueron a ver la hacienda. Como estaba cerca, y era un día de marzo fresco y claro, partieron a pie. Intimidada al principio por aquella compañía de un león, la pobre señora caminaba junto a él con el aire de un pájaro asustado; porque, a pesar de ser tan sencillo, había en su figura, enérgica y musculosa, en el timbre duro de su voz, en sus ojos pequeños y lúcidos, alguna cosa de fuerte, de dominante, que la embarazaba. Prendiérasele a la orla de su vestido un vástago de zarza, y como él se inclinara para desprenderlo delicadamente, el contacto de aquella mano blanca y fina de artista en el volante de su saya, incomodola mucho. Apresuraba el paso para llegar pronto a la hacienda, avivar el negocio con Telles, y retornar inmediatamente a refugiarse, como en su elemento propio, en el aire sofocado y triste de un hospital. Pero la carretera extendíase blanca y larga, bajo el sol tibio, y la conversación de Adrián fuérala lentamente acostumbrando a su presencia. El primo parecía desolado de la tristeza de aquella casa. Diole algunos buenos consejos; lo que los pequeños necesitaban era aire, sol, otra vida distinta de aquel sofocamiento de la alcoba...

También ella lo juzgaba así; pero, ¿qué? El pobre Juan, siempre que se le hablaba de ir a pasar una temporada a la quinta, afligíase terriblemente; tenía horror a los grandes aires y a los grandes horizontes; la fuerte naturaleza hacíale casi desmayarse; hiciérase un ser artificial, oculto entre los cortinones de la cama...

Compadeciola entonces. De seguro podría haber alguna satisfacción en un deber tan santamente cumplido... Mas, en fin, ella debía tener momentos en que desease algo más que aquellas cuatro paredes, impregnadas del hálito de la enfermedad...

—¿Qué he de desear más? —dijo ella.

Callose Adrián; pareciole absurdo suponer que desease, por ejemplo, el Chiado o el teatro de la Trinidad... Pensaba en otros apetitos, en las ambiciones del corazón insatisfecho... Mas esto pareciole tan delicado, tan grave de decir a aquella criatura virginal y seria, que habló del paisaje.

—¿Ya vio el molino? —preguntole ella.

—Tengo ganas de verlo; si me lo quisieras ir a enseñar, prima.

—Hoy es tarde.

Combináronse para ir a visitar ese rincón de verdura, que era el idilio de la villa.

La larga plática con Telles, en la hacienda, creó una aproximación mayor entre Adrián y María de la Piedad. Aquella venta, que había discutido con una astucia de aldeana, ponía entre ellos como un interés común. Al volver, hablábanse ya con menos reserva. Y es que había en las maneras del primo una atracción que, a su pesar, la llevaba a revelarse, a darle su confianza; nunca hablara tanto con nadie; a nadie jamás dejara ver tanto de la melancolía oculta que erraba constantemente en su alma. Por otra parte, sus quejas eran sobre el mismo dolor: la tristeza de su vida, las enfermedades, tantos cuidados graves... Y atraíale hacia él una simpatía, como un indefinido deseo de tenerle siempre presente, desde que se hacía de tal manera depositario de sus tristezas.

Adrián volvió para su casa, impresionado, interesado por aquella criatura tan triste y tan dulce, que se destacaba sobre el mundo de mujeres que hasta allí había conocido, como un suave perfil de ángel gótico entre fisonomías de mesa redonda. Concordaba todo en ella deliciosamente: el oro del cabello, la dulzura de la voz, la modestia en la melancolía, la casta línea, haciendo un ser delicado y distinto, al cual ese mismo pequeño espíritu burgués, cierto fondo rústico de aldeana y una leve vulgaridad de hábitos dábanle mayor encanto; era un ángel que vivía en un villorrio grosero, atado por muchos lados a las trivialidades del sitio; pero bastaría un soplo para hacerlo remontar al cielo natural, a las puras cimas de la sentimentalidad...

Hallaba absurdo e infame enamorar a la prima... Mas involuntariamente pensaba en el delicioso placer de hacer latir aquel corazón, que no estaba deformado por el corsé, y de poner al fin sus labios en un rostro donde no hubiese polvos de arroz... Inducíale sobre todo el pensar que podría recorrer todo Portugal, sin encontrar ni aquella línea del cuerpo, ni aquella virginidad, distinta de alma adormecida... Ocasión como aquella no volvería.

El paseo al molino fue encantador. Era un rincón de la naturaleza, digno de Corot, especialmente a la hora del medio día, en que ellos habían ido, con la frescura del verdor, la sombra recogida de los grandes árboles y toda suerte de murmurios de agua corriente, huyendo, reluciendo entre los musgos y las piedras, elevando y esparciendo en el aire el frío del follaje, del césped, por donde corrían cantando. El molino hallábase en un hondo pintoresco, con su vieja edificación de piedra secular, su rueda enorme, casi podrida, cubierta de hierbas, inmóvil, sobre la helada limpidez del agua oscura. Adrián hallábalo digno de una escena de novela, o mejor, de la morada de una hada. María de la Piedad no decía nada, hallando extraordinaria aquella admiración por el molino abandonado del tío Costa. Como ella venía un poco cansada, sentáronse en una escalera de piedra descoyuntada, que tenía sumergidos en el agua de la presa los últimos peldaños, y allí permanecieron un momento callados, en el encanto de aquella frescura murmuradora, oyendo a las aves piar en las ramas. Adrián veíala de perfil, un poco curvada, agujereando con la punta de la sombrilla las hierbas bravas que invadían la escalera. Estaba deliciosa así, tan blanca, tan rubia, de una línea tan pura sobre el fondo azul del aire; el sombrero era de mal gusto, el vestido anticuado, pero él hasta hallaba en eso una picante ingenuidad. El silencio de los campos aislábalos en derredor, e, insensiblemente, Adrián comenzó a hablarle bajo. Compadecíala otra vez, por la melancolía de su existencia en aquella triste villa, por su destino de enfermera... Escuchábale ella con los ojos bajos, pasmada de verse allí, tan a solas con aquel hombre tan robusto, toda recelosa y hallando un delicioso sabor a su recelo... Hubo un momento en que él habló del encanto de quedar allí para siempre, en la villa.

—¿Quedar aquí? ¿Para qué? —preguntole sonriendo.

—¿Para qué? Para esto, para estar siempre cerca de usted...

Cubriose de rubor y se le escapó la sombrilla de las manos. Recelando haberla ofendido, Adrián añadió luego, riendo:

—¿Pues no sería delicioso?... Yo podía arrendar este molino, hacerme molinero... Usted me daría su parroquia...

Hízola reír; estaba más linda cuando reía; brillaba todo en ella: los dientes, la piel, el color del cabello. Adrián continuó bromeando con su plan de hacerse molinero y de ir por la carretera detrás de un burro, cargado de sacos de harina.

—Y yo vengo a ayudarle, primo —dijo, animada por su propia risa, por la alegría de aquel hombre que tenía a su lado.

—¿Viene? —exclamó él—. Júrole que me hago molinero. ¡Qué paraíso los dos aquí, en el molino, ganando alegremente nuestra vida y oyendo cantar a estos mirlos!

Enrojeció otra vez María y retrocedió como si en efecto tratase ya de arrebatarla para el molino. Mas Adrián ahora, inflamado por aquella idea, pintábale con su palabra colorida una vida novelesca, de una felicidad idílica, en aquel escondrijo de verdura. De mañana, a pie, muy temprano, para el trabajo; después, el almuerzo, en el césped, a la orilla del agua; y de noche, sus buenas charlas allí sentados, a la claridad de las estrellas o bajo la sombra cálida de los negros cielos de verano...

Y de repente, sin que ella se resistiese, prendiola en los brazos y besola sobre los labios, en un solo beso profundo e interminable. María había quedado contra su pecho, blanca, como muerta; dos lágrimas corríanle a lo largo de la faz. Tan dolorosa y flaca estaba, que Adrián la soltó; alzose ella, cogió la sombrilla y quedó delante de él, con el labio temblando:

—Está mal hecho... está mal hecho...

Él estaba también tan perturbado, que la dejó descender hacia el camino; a poco, seguían entrambos, callados, hacia la villa. Ya en la hospedería, pensó:

—¡Fui un loco!

Mas en el fondo sentíase contento de su generosidad. De noche fue a su casa y encontrola con el pequeñín en el cuello, lavándole en agua de malvas unas heridas que tenía en la pierna. Pareciole odioso entonces distraer a aquella mujer de sus enfermos. Además, que un momento como aquel del molino no volvería. Quedar allí, en aquel rincón odioso de provincia, desmoralizando en frío a una buena madre, sería absurdo... La venta de la finca estaba concluida. Por lo cual, apareció al día siguiente, por la tarde, a decirle adiós; partía a la anochecida en la diligencia. Encontrola en la sala ante la acostumbrada ventana, con la chiquillada enferma, acurrucada contra sus sayas. Oyole decir que partía sin que se le mudase el color, sin palpitarle el pecho... Adrián hallole la palma de la mano tan fría como un mármol. Al salir él, María de la Piedad quedó vuelta para la ventana, escondiendo la cara de los pequeños, mirando abstractamente al paisaje que oscurecía, cayéndole las lágrimas cuatro a cuatro sobre la costura...

Amábalo. Desde los primeros días, su figura, resuelta y fuerte, sus ojos lúcidos, toda la virilidad de su persona, habíansele apoderado de la imaginación. No era su talento, ni su celebridad en Lisboa, ni las mujeres que le habían amado lo que la encantaba; eso para ella aparecíasele vago y poco comprensible; lo que la fascinaba era aquella seriedad, aquel aire honrado y sano, aquella robustez de vida, aquella voz tan grave y tan rica; adivinaba, más allá de su existencia ligada a un inválido, otras posibles existencias, en las cuales no se ve siempre delante de los ojos una capa flaca y moribunda, en que las noches no se pasan esperando las horas de los remedios... Había sido como una ráfaga de aire impregnado de todas las fuerzas vivas de la Naturaleza que atravesara súbitamente su alcoba ahogada; respiráralo deliciosamente... Habíale oído, además, hablar de aquel modo, mostrándose tan bueno, tan serio, tan delicado; a la fuerza de su cuerpo, que admiraba, juntábase ahora un corazón tierno, de una ternura varonil y fuerte, para cautivarla... Invadiola este amor latente, apoderose de ella una noche en que se le ofreció esta idea, esta visión: ¡Si fuese mi marido! Estremeciose toda, apretó desesperadamente los brazos contra el pecho, como confundiéndose con su imagen evocada, prendiéndose a ella, refugiándose en su fuerza... Después, como le había dado aquel beso en el molino.

¡Y partiera!

Comenzó entonces para María de la Piedad una existencia de abandonada. De repente, todo en torno de ella —la enfermedad del marido, achaques de los hijos, tristezas de sus días, la costura— le pareció lúgubre. Sus deberes, ahora que no ponía en ellos el alma entera, éranle pesados como fardos injustos. Represéntasele su vida como desgracia excepcional; no se rebelaba aún; mas tenía de esos abatimientos, de esas súbitas fatigas de todo su ser, en que caía sobre la silla, con los brazos pendientes, murmurando:

—¿Cuándo se acabará esto?

Refugiábase entonces en aquel amor como en una compensación deliciosa. Juzgándolo puro, todo del alma, dejábase penetrar de él y de su lenta influencia. Adrián tornárase en su imaginación como un ser de proporciones extraordinarias, todo lo que es fuerte y es bello y da razón a la vida. No quiso que nada de lo que era de él o venía de él, le fuese ajeno. Leyó todos sus libros, sobre todo, aquella Magdalena que también amara, y muriera de un abandono. Estas lecturas calmábanla, dábanle como una vaga satisfacción al deseo. Llorando los dolores de las heroínas de novela, parecía sentir alivio en los suyos.

Lentamente esta necesidad de llenar la imaginación con estos lances de amor, apoderose de ella. Un devorar constante de novelas durante meses. Iba así creando en su espíritu un mundo artificial e idealizado. Hacíasele odiosa la realidad, sobre todo bajo aquel aspecto de su casa, donde encontraba siempre agarrado a sus sayas un ser enfermo. Vinieron las primeras revueltas. Tornose impaciente y áspera. No soportaba que la arrancasen a los episodios sentimentales de su libro para ir a ayudar a volverse en la cama al marido y sentirle el mal aliento. Llegaron a causarle asco las botellas de medicina, los emplastos, las heridas de los pequeños que tenía que lavar. Comenzó a leer versos. Pasaba horas sola, en un profundo mutismo, a la ventana, teniendo bajo su mirar de virgen rubia toda la rebelión de una apasionada. Creía en los amantes que escalan los balcones entre el canto de los ruiseñores y quería ser amada así, poseída en el misterio de una noche romántica.

Poco a poco, su amor desprendiose de la imagen de Adrián, alargose, extendiose a un ser vago que estaba hecho de todo lo que la encantara en los héroes de novela: era un ente medio príncipe y medio facineroso, que tenía, sobre todo, fuerza. Esto era lo que quería, lo que admiraba, lo que ansiaba en las noches cálidas en que no podía dormir: dos brazos fuertes como acero que la apretasen en un abrazo mortal; dos labios de fuego que en un beso le chupasen el alma. Estaba histérica.

A las veces, al pie del lecho del marido, viendo delante de ella a aquel cuerpo de tísico, en una inmovilidad de tullido, sentía un odio torpe, un deseo de apresurarle la muerte...

Y, en medio de esta excitación mórbida del temperamento irritado, acometíanla súbitas flaquezas; sustos de ave que posa, un grito al oír batir una puerta; una palidez de desmayo en habiendo en la sala flores muy olorosas... De noche, asfixiábase: abría la ventana; mas el cálido aire, el tibio hálito de la tierra caliente del sol, henchíanla de un intenso deseo, de una ansia voluptuosa cortada de visión de llanto. La santa tornábase Venus.

El romanticismo mórbido había penetrado tanto en ella, y desmoralizara tan profundamente, que llegó el momento en que bastaría que un hombre la tocase, para que a seguida se echara en sus brazos. Fue lo que le sucedió con el primero que la enamoró, de ahí a dos años. Era el practicante de la farmacia.

Por causa de él, escandalizó toda la villa. Y ahora, deja la casa en el mayor desorden, los hijos sucios, en harapos, sin comer hasta las mil y quinientas; el marido, gimiendo, abandonado en su alcoba, toda la trapallada de los emplastos por encima de las sillas, todo en un torpe desamparo, para andar detrás del hombre, un tunante odioso, de cara gordiflona, anteojo negro con gruesa cinta pasada por detrás de la oreja y bonete de seda puesto coquetamente. Viene de noche a las entrevistas con chinelas de orillo; huele a sudor: y pídele dinero prestado, para sustentar a una Juana, obesa criatura, a quien llaman en la villa la bola de unto.

Civilización

I

Yo poseo preciosamente un amigo (su nombre es Jacinto), que nació en un palacio, con cuarenta mil duros de renta en pingües tierras de pan, aceite y ganado.

Desde la infancia, durante la cual, su madre, señora gorda y crédula de Tras-os-Montes, repartía, para retener las Hadas Benéficas, hinojo y ámbar, Jacinto fue siempre más resistente y sano que un pino de las dunas. Un lindo río, murmurador y transparente, con un lecho muy liso de arena muy blanca, reflejando apenas pedazos lustrosos de un cielo de verano o ramajes siempre verdes y de buen aroma, no ofrecería, a aquel que lo descendiese en una barca llena de almohadas y de champagne helado, más dulzuras y facilidades de lo que la vida ofrecía a mi camarada Jacinto. No tuvo sarampión ni tuvo lombrices. Nunca padeció, ni aun en la edad en que se leen Balzac y Musset, los tormentos de la sensibilidad. En sus amistades fue siempre tan feliz como el clásico Orestes. Del amor solo experimentara la miel —esa miel que el amor invariablemente concede a quien lo practica, como las abejas, con ligereza y movilidad—. Ambición, sintiera solamente la de comprender bien las ideas generales, y la «punta de su intelecto» (como dice el viejo cronista medioeval), no estaba aún roma ni herrumbrosa... y, sin embargo, desde los veintiocho años, Jacinto ya se venía impregnando de Schopenhauer, del Eclesiastés, de otros Pesimistas menores, y tres, cuatro veces por día, bostezaba, con un bostezo hondo y lento, pasando los dedos finos sobre la faz, como si en ella solo palpase palidez y ruina. ¿Por qué?

Era él, de todos los hombres que conocí, el más complejamente civilizado —o antes aquel que se nutriera de la más vasta suma de civilización material, ornamental e intelectual. En ese palacio —(floridamente llamado el Jazminero), que su padre, también Jacinto, construyera sobre una honesta casa del siglo XVII, solada de pino y blanqueada de cal—, existía, creo yo, todo cuanto para bien del espíritu o de la materia, los hombres han creado, a través de la incertidumbre y del dolor, desde que abandonaran el valle feliz de Septa-Sindu, la Tierra de las Aguas Fáciles, el dulce país Aryano. La biblioteca —que en dos salas amplias y claras, como plazas, llenaba las paredes, enteramente, desde las alfombras de Caranania hasta el techo del cual, alternadamente, a través de cristales, el sol y la electricidad vertían una luz estudiosa y calma— contenía veinticinco mil volúmenes, instalados en ébano, magníficamente revestidos de marroquín escarlata. Solo sistemas filosóficos (y con justa prudencia, para ahorrar espacio, el bibliotecario apenas coleccionara los que irreconciliablemente se contradicen) había ¡mil ochocientos diez y siete!

Una tarde que yo deseaba copiar un dictamen de Adam Smith, recorrí, buscando a este economista, a lo largo de los estantes, ¡ocho metros de economía política! Así se hallaba formidablemente abastecido mi amigo Jacinto de todas las obras esenciales de la inteligencia —y de la estupidez. El único inconveniente de este monumental almacén del saber era que todo aquel que allí penetraba, adormecíase inevitablemente, por causa de las poltronas, que provistas de finas planchas móviles para sustentar el libro, el cigarro, el lápiz de las notas, la taza de café, ofrecían aún una combinación oscilante y flácida de almohadas, en donde el cuerpo encontraba luego, para mal del espíritu, la dulzura, la profundidad y la paz estirada de un lecho.

Al fondo, y como un altar mayor, era el gabinete de trabajo de Jacinto. Su sillón, grave y abacial, de cuero, con blasones, databa del siglo XIV, y en torno de él pendían numerosos tubos acústicos que, sobre los revestimientos de seda color de musgo y color de hiedra, parecían serpientes adormecidas y suspensas en un viejo muro de quinta. Nunca recuerdo sin asombro su mesa, recubierta toda de sagaces y sutiles instrumentos para cortar papel, numerar páginas, pegar sellos, afilar lápices, raspar enmiendas, imprimir fechas, derretir lacres, atar documentos, coleccionar cuentas. Unos de níquel, otros de acero, rebrillantes y fríos, todos eran de un manejo laborioso y lento: algunos, con los muelles rígidos, las puntas vivas, cortaban y herían: y en las largas hojas de papel Whatman en que él escribía, y que costaban tres pesetas, yo, a las veces sorprendí gotas de sangre de mi amigo. Pero todos los consideraba indispensables para componer sus cartas (Jacinto no componía obras), así como los treinta y cinco diccionarios, y los manuales, y las enciclopedias, y las guías, llenando un estante aislado, fino, en forma de torre, que silenciosamente giraba sobre su pedestal, y que yo denominara el Farol. Lo que, a pesar de todo, más completamente imprimía a aquel gabinete un portentoso carácter de civilización eran los grandes aparatos facilitadores del pensamiento —la máquina de escribir, los autocopistas, el telégrafo Morse, el fonógrafo, el teléfono, el teatrófono, otros aún, todos con metales lúcidos, todos con largos hilos. Constantemente sonidos cortos y secos vibraban en el aire tibio, de aquel santuario. ¡Tic, tic, tic! ¡Dlín, dlín, dlín! ¡Crac, crac, crac! ¡Trrre, trrre!... Era mi amigo comunicando. ¡Todos esos hilos zambullíanse en fuerzas universales, transmitían fuerzas universales, las cuales, no siempre, desgraciadamente, se conservaban domadas y disciplinadas! Jacinto había recogido en el fonógrafo la voz del consejero Pinto Porto, una voz oracular y rotunda, en el momento de exclamar con respeto, con autoridad:

—«¡Maravillosa invención! ¿Quién no admirará los progresos de este siglo?»

Pues en una dulce noche de San Juan, mi supercivilizado amigo, deseando que unas señoras parientes de Pinto Porto (las amables Gouveias), admirasen el fonógrafo, hizo romper de la bocina del aparato, que parecía una trompa, la conocida voz rotunda y oracular:

¿Quién no admirará los progresos de este siglo?

Mas, inhábil o brusco, ciertamente desconcertó alguna rueda vital —porque, de repente, el fonógrafo comienza a repetir, sin descontinuación, interminablemente, con una sonoridad cada vez más rotunda, la sentencia del consejero:

¿Quién no admirará los progresos de este siglo?

De balde, Jacinto, pálido, con los dedos trémulos, torturaba el aparato. La exclamación recomenzaba, sonaba, oracular y majestuosa:

¿Quién no admirará los progresos de este siglo?

Enfadados, lo llevamos para una sala distante, pesadamente revestida de tapices de Arraz. ¡En vano! La voz de Pinto Porto allí estaba, entre los tapices de Arraz, implacable y rotunda:

¿Quién no admirará los progresos de este siglo?

Furiosos, enterramos una almohada en la boca del fonógrafo; tiramos por encima mantas, cobertores espesos, para sofocar la voz abominable. ¡En vano! Bajo la mordaza, bajo las gruesas lanas, la vez ronqueaba, sorda, mas oracular:

¿Quién no admirará los progresos de este siglo?

Las amables Gouveias habían huido, apretando desesperadamente los chales sobre la cabeza. Hasta a la cocina, en donde nos refugiamos, la voz descendía, estrangulada y dificultosa:

¿Quién no admirará los progresos de este siglo?

Huimos empavorecidos a la calle. Era de madrugada. De vuelta de las fuentes, un fresco bando de rapazas, con brazados de flores, pasaba cantando:


Todas las hierbas son benditas
En mañana de San Juan...


Jacinto, respirando el aire matinal, limpiábase las gotas lentas del sudor. Recogímonos al Jazminero, con el sol ya alto, ya caliente. Muy en silencio abrimos las puertas, como con recelo de despertar a alguien. ¡Horror! Luego de la antecámara, percibimos sonidos estrangulados, gangosos: «admirará... progresos... siglo...» ¡Un electricista tuvo que enmudecer al fin aquel fonógrafo horrendo!

Más apacible (para mí) de lo que ese gabinete, temerosamente repleto de civilización, era el comedor, por su arreglo comprensible, fácil e íntimo. En la mesa solo cabían seis amigos, que Jacinto escogía con cierto buen criterio, en la literatura, en el arte y en la metafísica; los cuales, entre los tapices de Arraz, representando colinas, pomares y puertos del Ática, llenos de clasicismo y de luz, renovaban allí repetidamente banquetes que, por su intelectualidad, recordaban los de Platón. Cada golpe de tenedor se cruzaba con un pensamiento o con palabras diestramente arregladas en forma de tal.

A cada cubierto correspondían seis tenedores, todos con formas desemejantes y taimadas: uno para las ostras, otro para el pescado, otro para las carnes, otro para las legumbres, otro para la fruta, otro para el queso. Las copas, por la diversidad de los contornos y de los colores, hacían, sobre el mantel más reluciente que esmalte, como ramilletes silvestres desparramados por encima de la nieve. Pero Jacinto y sus filósofos, recordando lo que el experimentado Salomón enseña sobre las ruinas y amarguras del vino, bebían apenas en tres gotas de agua una gota de Bordeaux (Chateaubriand, 1860). Así lo recomendaban Hesíodo en su Nereu, y Diocles en sus Abejas. De aguas había siempre en el Jazminero un lujo redundante: aguas heladas, aguas carbonatadas, aguas esterilizadas, aguas gaseadas, aguas de sales, aguas minerales, en botellas serias, con tratados terapéuticos impresos en el rótulo... El cocinero, maestro Sardao, era de aquellos que Anaxágoras equiparaba a los Retóricos, a los oradores, a todos los que saben el arte divino de «temperar y servir la Idea». En Síbaris, ciudad del Vivir Excelente, los magistrados habrían votado al maestro Sardao, por las fiestas de Juno Lacina, la corona de hojas de oro y la túnica milesia, que se debía a los bienhechores cívicos. Su sopa de alcachofa y huevas de carpa; sus filetes de venado, macerados en viejo Madeira con purée de nueces; sus moras heladas en éter; otros manjares aún, numerosos y profundos (y los únicos que toleraba mi Jacinto), eran obras de un artista, superior por la abundancia de las ideas nuevas, y juntaban siempre la raridad del sabor a la magnificencia de la forma. Tal plato de ese maestro incomparable parecía, por la ornamentación, por la gracia florida de las labores, por el convenio de los coloridos frescos y cantantes, una joya esmaltada por el cincel de Cellini o Meurice. ¡Cuántas tardes no deseé yo fotografiar aquellas composiciones de excelente fantasía, antes que el trinchante las derribase! Y esta superfinidad del comer condecía deliciosamente con la del servir. Sobre una alfombra, más fofa y muelle que el musgo de la floresta de Brocelandia, deslizábanse, como sombras vestidas de blanco, cinco criados y un paje negro, a la manera vistosa del siglo XVIII. Las fuentes (de plata) subían de la cocina y de la repostería por dos ascensores: uno para los manjares calientes, forrado de tubos en donde hervía el agua, y otro, más lento, para los manjares fríos, forrado de cinc, amoníaco y sal, y ambos escondidos entre flores, tan densas y frescas que figurábasenos como si hasta la sopa saliese humeando de los románticos jardines de Armida. Me acuerdo perfectamente de un domingo de mayo en que, comiendo con Jacinto un obispo, el erudito obispo de Corazín, se atascó el pescado en el medio del ascensor, siendo necesario que acudiesen albañiles con palancas para extraerlo.

II

En las tardes en que había «banquete de Platón» (que así denominábamos esas fiestas de truchas e ideas generales), yo, vecino e íntimo, aparecía al declinar el sol, y subía familiarmente a las habitaciones de nuestro Jacinto, en donde le hallaba siempre incierto entre sus levitas, porque las usaba alternadamente, de seda, de paño, de franelas Jaegher y de foulard de las Indias. El cuarto respiraba el frescor y aroma del jardín por dos vastas ventanas, obliteradas magníficamente (aparte de las cortinas de seda muelle Luis XV), de una vidriera interior de cristal entero, de un toldo arrollado en el cimacio, de un estor de seda floja, de gasas que se fruncían y se enroscaban como nubes y de una celosía móvil de gradería morisca. Todos estos resguardos (sabia invención de Holland y C.ª, de Londres), servían para resguardar la luz y el aire —según los avisos de termómetros, barómetros e higrómetros, montados en ébano, y a los cuales un meteorologista (Cunha Guedes) todas las semanas venía a verificar la precisión.

Entre estas dos ventanas destacaba la mesa de toilette, una mesa enorme, de vidrio, toda de vidrio, con el fin de hacerla impenetrable a los microbios, y cubierta de todos esos utensilios de aseo y aliño que el hombre del siglo XIX necesita en una capital para no desentonar en el conjunto suntuario de la civilización. Cuando nuestro Jacinto, arrastrando sus ingeniosas chinelas de pellico y seda, se acercaba a esta ara, yo, bien repantigado en un diván, abría con indolencia una Revista, ordinariamente la Revista Electropática, o la de las Indagaciones Físicas. Jacinto comenzaba... Cada uno de esos utensilios de acero, de marfil, de plata, imponían a mi amigo, por la influencia omnipoderosa que las cosas ejercen sobre el dueño (sunt tyrannia rerum) el deber de utilizarlo con aptitud y deferencia.

Así que las operaciones del alindamiento de Jacinto presentaban la prolijidad, reverente e insuprimible, de los ritos de un sacrificio.

Comenzaba por el cabello... Con un cepillo chato, redondo y duro acamaba el cabello, liso y rubio, en lo alto, a los lados de la raya; con un cepillo estrecho y recurvo, a la manera del alfanje de un persa, ondeaba el cabello sobre la oreja; con un cepillo cóncavo, en forma de teja, empastaba el cabello, por detrás, sobre la nuca... Respiraba y sonreía. Después, con un cepillo de largas cerdas, fijaba el bigote; con un cepillo leve y flácido incurvaba las cejas; con un cepillo hecho de pluma regularizaba las pestañas. Y de esta manera Jacinto permanecía delante del espejo, pasando pelos sobre su pelo, unos catorce minutos.

Peinado y cansado, iba a purificar las manos. Dos criados, al fondo, maniobraban con pericia y vigor los aparatos del lavatorio, que era apenas un resumen de la maquinaria monumental de la sala de baño. Allí, sobre el mármol verde y róseo del lavabo, había dos duchas (caliente y fría) para la cabeza; cuatro chorros, graduados desde cero hasta cien grados; el vaporizador de perfumes; la fuente de agua esterilizada (para los dientes); el surtidor para la barba, y otras espitas que rebrillaban y botones de ébano que, apenas rozados, desencadenaban la marejada y el estridor de torrentes en los Alpes... Para mojarme los dedos, yo nunca me acerqué a aquel lavabo sin terror, escarmentado de la tarde amarga de enero, en que bruscamente desoldada la espita, el chorro de agua a cien grados reventó, silbando y humeando, furioso, devastador... Huimos todos, despavoridos. Atronó un clamor El Jazminero. El viejo Grillo, escudero que había sido de Jacinto padre, quedó cubierto de ampollas en la cara, en las manos fieles.

Cuando Jacinto acababa de enjugarse laboriosamente en toallas de felpa, de lino, de cuerda entrenzada (para restablecer la circulación), de seda blanda (para lustrar la piel), bostezaba, con un bostezo hueco y lento.

Era este bostezo, perpetuo y vago, lo que nos inquietaba a nosotros, sus amigos y filósofos. ¿Qué faltaba a este hombre excelente? Tenía su inalterable salud de pino bravo, crecido en las dunas; una luz de inteligencia, propia a todo luminar, firme y clara, sin temblor; cuarenta magníficos miles de duros de renta; todas las simpatías de una ciudad chasqueadora y escéptica; una vida barrida de sombras, más libre y lisa que un cielo de verano... Y todavía bostezaba constantemente; palpaba en la faz, con los dedos finos, la palidez y las arrugas. ¡A los treinta años Jacinto andaba encorvado, como bajo un peso injusto! Y por la morosidad desconsolada de toda su acción, parecía ligado, desde los dedos hasta la voluntad, por las mallas apretadas de una red que no se veía y que lo trababa. Era doloroso testimoniar el hastío con que para apuntar una dirección tomaba su lápiz pneumático, su pluma eléctrica, o para llamar al cochero echaba mano del tubo telefónico... En este mover lento del brazo magro, en los pliegues que le arrugaban la nariz, en sus silencios largos y postrados, se sentía el grito constante que le iba por el alma: «¡Qué pesadez! ¡Qué pesadez!» Claramente la vida era para Jacinto un cansancio, o por laboriosa y difícil, o por desinteresante y hueca. Por eso mi pobre amigo procuraba constantemente sumar a ella nuevos intereses, nuevas facilidades. Dos inventores, hombres de mucho celo y pesquisa, estaban encargados, uno en Inglaterra, otro en América, de darle noticia y ofrecerle todos los inventos, los más menudos, que concurriesen a perfeccionar la confortabilidad del Jazminero. Además, él propio se correspondía con Edison. Y, por el lado del pensamiento, Jacinto no cesaba, asimismo, de buscar intereses y emociones que le reconciliasen con la vida, penetrando, a cata de esas emociones y de esos intereses, por las veredas más desviadas del saber, a punto de devorar, desde enero a marzo, setenta y siete volúmenes sobre la evolución de las ideas morales entre las razas negroides. ¡Ah! ¡Nunca hombre de este siglo batalló más esforzadamente contra el enfado de vivir!

¡De balde! ¡Hasta de exploraciones tan cautivantes como esa, a través de la moral de les negroides, Jacinto regresaba más mustio, con bostezos más hondos!

Entonces era cuando se refugiaba intensamente en la lectura de Schopenhauer y del Eclesiastés. ¿Por qué? Sin duda, porque entrambos pesimistas lo confirmaban en las conclusiones que él sacaba de una experiencia paciente y rigurosa: «que todo es vanidad o dolor, que cuanto más se sabe más se pena, y que haber sido rey de Jerusalén y obtenido los goces todos en la vida, solo lleva a mayor amargura...» ¿Mas por qué rodara así a tan oscura desilusión el saludable, rico, sereno e intelectual Jacinto? El viejo escudero Grillo pretendía que «¡S. E. sufría de hartura!»

III

Justamente después de ese invierno, durante el cual se embreñara en la moral de los negroides e instalara la luz eléctrica en los arbolados del jardín, sucedió que Jacinto tuvo la necesidad moral ineludible de partir para el Norte, a su viejo solar de Torges. Jacinto no conocía Torges. Se preparó durante siete semanas para esa jornada agreste. La quinta queda en las sierras y la ruda casa solariega, en donde aún resta una torre del siglo XV, hallábase ocupada hacía treinta años por los caseros, buena gente de trabajo, que comía el caldo entre la humareda del lar y extendía el trigo a secar en las salas señoriales.

Jacinto, en los comienzos de marzo, escribió cuidadosamente a su procurador Souza, que habitaba la aldea de Torges, ordenándole que compusiese los tejados, encalase los muros, envidriase las ventanas; después mandó expedir, por medios de rápida conducción, en cajones que trasponían con trabajo los portones del Jazminero, todos los confortes necesarios a dos semanas de montaña, camas de plumas, poltronas, divanes, lámparas de Carcel, bañeras de níquel, tubos acústicos para llamar a los criados, alfombras persas para ablandar los suelos; uno de los cocheros partió con un coupé, una victoria, un break, mulas y cascabeles.

Al cabo de un tiempo, fue el cocinero con la batería, la botillería, la heladora, una gran cantidad de trufas, cajas profundas de aguas minerales. Desde el amanecer, en los anchos patios del palacio, se clavaba, se martillaba, como en la construcción de una ciudad. El bagaje, desfilando, recordaba una página de Herodoto al narrar la invasión persa. Jacinto enmagreció con los cuidados de aquel Éxodo. Por fin partimos en una mañana de junio, con Grillo y treinta y siete maletas.

Yo acompañaba a Jacinto, en mi camino para Guiães, donde vive una tía mía, a una legua larga de Torges; íbamos en un vagón reservado, entre vastas almohadas, con perdices y champán en un cesto. A mitad de la jornada debíamos cambiar de tren, en esa estación que tiene un nombre sonoro en olla, y un tan suave y cándido jardín de rosales blancos. Era domingo de inmensa polvareda y sol, y encontramos allí, llenando el andén estrecho, todo un pueblo festivo que venía de la romería de San Gregorio de la Sierra.

Para realizar aquel trasbordo, en tarde de fiesta, el horario solo nos concedía tres minutos avaros. El otro tren ya esperaba, junto al cobertizo, impaciente y silbando. Una campana badajeaba con furor. Y sin casi atender a las lindas mozas que allí se bamboneaban, en bandos, encendidas, con pañuelos flameantes, el seno vasto cubierto de oro, y la imagen del santo espetada en el sombrero, corrimos, empujamos, saltamos para el otro vagón, ya reservado, marcado por un cartón con las iniciales de Jacinto. Inmediatamente el tren rodó. ¡Entonces pensé en nuestro Grillo, en las treinta y siete maletas! Apoyado de bruces en la portezuela pude ver aún junto al ángulo de la estación, bajo los eucaliptos, un montón de equipaje y hombres de gorra galoneada que delante de él braceaban desesperados.

Murmuré, recayendo en las almohadas:

—¡Qué servicio!

Jacinto, en un rincón, sin abrir los ojos, suspiró:

—¡Qué pesadez!

Durante una hora deslizámonos lentamente entre trigales y viñedos; y aún el sol batía en las vidrieras, caliente y polvoriento, cuando llegamos a la estación de Gondín, en donde el procurador de Jacinto, el excelente Souza, debía esperarnos con caballos que nos llevaran por la sierra, hasta el solar de Torges. Detrás del jardín de la estación, todo florido también de rosas y margaritas, Jacinto reconoció en seguida sus carruajes aún empaquetados en lona.

Pero cuando nos apeamos en el pequeño andén blanco y fresco, solo hallamos en torno nuestro soledad y silencio... ¡Ni procurador, ni caballos! El jefe de la estación, a quien yo pregunté con ansiedad «si no apareciera por allí el señor Souza, si no conocía al señor Souza», sacó afablemente su gorra galoneada. Era un mozo gordo y redondo, con colores de manzana camuesa, que traía bajo el brazo un libro de versos. «¡Conocía perfectamente al señor Souza!» ¡Tres semanas antes jugara con él a la manilla! ¡Esta tarde, sin embargo, infelizmente, no había visto al señor Souza! El tren desapareciera por detrás de las altas rocas que allí penden sobre el río. Un cargador hacía un cigarro, silbando. Cerca de la valla del jardín, una vieja, toda de negro, dormitaba agachada en el suelo, delante de una cesta de huevos. ¿Y nuestro Grillo y nuestro equipaje?... El jefe encogió risueñamente los hombros rollizos. Todos nuestros bienes habían encallado, de seguro, en aquella estación de rosales blancos que tiene un nombre sonoro en olla. Y allí estábamos nosotros, perdidos en la sierra agreste, sin procurador, sin caballos, sin Grillo, sin maletas.

¿Para qué referir menudamente el lance lamentable? Próximo a la estación, en una quebrada de la sierra, había un casal forero a la quinta, en donde conseguimos, para llevarnos y guiarnos a Torges, una yegua lazarina, un jumento blanco, un rapaz y un podenco. Y allí comenzamos a trepar, desazonadamente, esos caminos agrestes, los mismos, quizá, por donde iban y venían, de monte a río, los Jacintos del siglo XV. Pasado un trémulo puente de madera que atraviesa un riachuelo todo quebrado por peñas (y donde abunda la trucha adorable), nuestros males olvidáronsenos ante la inesperada, incomprensible belleza de aquella bendita sierra. El divino artista que está en los cielos compusiera, ciertamente, ese monte en una de sus mañanas de más solemne y bucólica inspiración.

La grandeza era tanta como la gracia... Decir los valles fofos de verdura, los bosques casi sacros, los pomares olorosos y en flor, la frescura de las aguas cantantes, las ermitas blanqueando en los altos, las rocas musgosas, el aire de una dulzura de paraíso, toda la majestad y toda la lindeza, no es para mí, hombre de pequeño arte. Ni creo que fuese para el maestro Horacio. ¿Quién puede decir la belleza de las cosas, tan simple e indecible? Jacinto, delante, en la yegua torda, murmuraba:

—¡Ah, qué belleza!

Yo atrás, en el burro, con las piernas sueltas, murmuraba:

—¡Ah, qué belleza!

Los expertos regatos reían, saltando de roca en roca; finos ramos de arbustos floridos rozaban nuestras caras, con familiaridad y cariño; durante largo tiempo, un mirlo nos siguió de chopo para castaño, silbando nuestros loores.

Tierra bien acogedora y amable... ¡Ah, qué belleza!

Entre ahs maravillados llegamos a una avenida de hayas, que nos pareció clásica y noble. Dando un nuevo vergajazo al burro y a la yegua, el rapaz, con su podenco al lado, gritó: «¡Ya estamos!»

Y al fondo de las hayas había, en efecto, un portal de quinta, al cual un escudo de armas de vieja piedra, roída de musgo, señoreaba grandemente. Dentro ya, los perros ladraban con furor. Y apenas Jacinto y yo, atrás de él, en el burro de Sancho, traspusimos el dintel solariego, corrió, hacia nosotros, desde lo alto de la escalera, un hombre blanco, rapado como un clérigo, sin cuello, sin chaqueta, que erguía para el aire, en un gran asombro, los brazos desolados. Era el casero, Zé Braz. Y en aquel punto, allí, en las piedras del patio, entre el latir de los perros, brotó una tumultuosa historia, que el pobre Braz balbuceaba, aturdido, y que llenaba la faz de Jacinto de lividez y de cólera. El casero no esperaba a S. E. Nadie esperaba a S. E. (Él decía su inselencia).

El procurador, el señor Souza, estaba en la frontera desde mayo, atendiendo a la madre que había recibido una coz de una mula. Por fuerza había habido engaño, cartas perdidas... Porque el señor Souza no contaba con S. E... hasta septiembre, para la vendimia. En casa ninguna obra comenzara y, desgraciadamente para S. E., los tejados aún estaban sin tejas, y las ventanas sin vidrios...

Crucé los brazos, tomado de un justo espanto. ¿Pero los cajones, esos cajones remitidos a Torges, con tanta prudencia, en abril, repletos de colchones, de regalos, de civilización?... El casero, vago, sin comprender, desencajaba los ojos menudos en donde ya bailaban lágrimas. ¿Los cajones? Nada llegara, nada apareciera. Y en su perturbación, Zé Braz buscaba entre las arcadas del patio, en los bolsillos de los pantalones... ¿Los cajones? ¡No, no tenía los cajones! En esto, acercose gravemente el cochero de Jacinto (que había traído los caballos y los carruajes). Ese era un hombre civilizado, y acusó de todo al gobierno. Ya cuando él servía al señor vizconde de S. Francisco habíanse perdido, por abandono del gobierno, de la ciudad a la sierra, dos cajas de vino viejo de Madeira y ropa blanca de señora. Por lo cual, él, escarmentado, sin confianza en la nación, no abandonara los carruajes, y era todo lo que restaba a S. E.: el break, la victoria, el coupé y los cascabeles. Solo que, en aquella ruda montaña, no había carreteras por donde pudiesen rodar. Y como para subirlos hasta la quinta eran necesarios grandes carros de bueyes, los dejara allá abajo, en la estación, quietos, empaquetados en lona...

Jacinto quedó plantado delante de mí, con las manos en los bolsillos:

—¿Y ahora?

Nada restaba sino recogernos, cenar el caldo del tío Zé Braz, y dormir en las pajas que los hados nos concediesen. Subimos. La escalera noble conducía a un gran balcón, todo cubierto en alpendre, aumentando la fachada del caserón y ornado, entre sus gruesos pilares de granito, con cajones llenos de tierra, en que florecían claveles. Cogí un clavel. Entramos. ¡Y mi pobre Jacinto contempló, en fin, las salas de su solar! Eran enormes, con las altas paredes revocadas de cal que el tiempo y el abandono habían ennegrecido, y vacías, desoladamente desnudas, ofreciendo apenas como vestigio de habitación y de vida, por los rincones, algún montón de cestos o algún haz de azadas. En los techos remotos de encina negra albeaban manchas, que era el cielo ya pálido del fin de la tarde, sorprendido a través de los agujeros del tejado. No quedaba una vidriera. A las veces, bajo nuestros pasos, una tabla podrida crujía y cedía.

Hicimos alto, al cabo, en la última, la más vasta, donde había dos arcas inmensas para guardar el grano; y allí depusimos melancólicamente lo que nos quedara de las treinta y siete maletas: los abrigos de viaje, un bastón y un Diario de la Tarde. A través de las ventanas desvidriadas, por donde se avistaban copas de arbolados y las sierras azules de allende el río, el aire entraba montesino y amplio, circulando plenamente como en un terrado, con aromas de pinar bravío. Y allá, de lo hondo de los valles, subía desgarrada y triste, una voz de pastora cantando. Jacinto balbució:

—¡Es honoroso!

Yo murmuré:

—¡Es campestre!

IV

Zé Braz, en tanto, con las manos en la cabeza, desapareciera a ordenar la cena para sus inselencias. El pobre Jacinto, desalentado por el desastre, sin resistencia contra aquel brusco desaparecimiento de toda la civilización, cayó pesadamente sobre el poyo de una ventana, y desde allí miraba a los montes. Y yo, a quien aquellos aires serranos y el cantar del pastor sabían bien, terminé por descender a la cocina, conducido por el cochero, a través de escaleras y callejones, en donde la oscuridad venía menos del crepúsculo que de densas telas de araña.

La cocina era una espesa masa de tonos y formas negras, color de hollín, en la cual refulgía al fondo, sobre el suelo de tierra, una hoguera roja que lamía gruesas ollas de hierro, y se perdía en humareda por la reja escasa que en lo alto colaba la luz. Un bando alborozado y parlero de mujeres desplumaba pollos, batía huevos, limpiaba arroz con santo fervor... Del centro de ellas, el buen casero, atontado, embistió para mí, jurando que «la cena de sus inselencias no se demoraba un credo». Y como yo le interrogara a propósito de las camas, el digno Braz tuvo un murmurio vago y tímido sobre «jergoncitos en el suelo».

—Es bastante, señor Zé Braz —acudí yo para consolarle.

—¡Pues así Dios sea servido! —suspiró el hombre excelente, que atravesaba en esa hora el trance más amargo de su vida serrana.

Eché a andar hacia arriba con estas consoladoras nuevas de cena y cama, y encontré aún a mi Jacinto en el poyo de la ventana, embebiéndose todo de la dulce paz crepuscular, que lenta y calladamente se establecía sobre valle y monte. En el alto ya temblaba una estrella, Vesper diamantina, que es todo lo que en este cielo cristiano resta del esplendor corporal de Venus. Jacinto nunca considerara bien aquella estrella, ni había asistido a este majestuoso y dulce adormecer de las cosas. Ese ennegrecimiento de montes y arbolados, casales claros fundiéndose en la sombra, un toque durmiente de campana que venía por las quebradas, el cuchichear de las aguas entre los prados, eran para él como iniciaciones. Yo estaba enfrente, en el otro poyo. Y lo sentí suspirar como un hombre que al fin descansa.

En esta contemplación nos encontró Zé Braz, con el dulce aviso de que estaba en la mesa la ceniña. Era, en la otra sala, más desnuda, más negra. Y allí, mi supercivilizado Jacinto reculó con un pavor genuino. En la mesa de pino, recubierta con una toalla, arrimada a la pared sórdida, una vela de sebo medio derretida en un candelero de latón, alumbraba dos platos de loza amarilla, ladeados por cucharas de palo y por tenedores de hierro. Los vasos, de vidrio grueso y empañados, conservaban el tono rojo del vino que por ellos pasara en hartos años de hartas vendimias. El platillo de barro con las aceitunas, deleitaría, por su sencillez ática, el corazón de Diógenes. En el ancho pan de maíz estaba clavado un cuchillo... ¡Pobre Jacinto!

Mas al fin se sentó resignado, y mucho tiempo pensativamente refregó con su pañuelo el tenedor negro y la cuchara de palo. Después, mudo, desconfiado, probó un trago corto de caldo, que era de gallina y olía muy bien. Probó, y levantó hacia mí, su compañero y amigo, unos ojos largos que lucían sorprendidos. Volvió a sorber una cucharada de caldo, más llena, más lenta... Y sonrió, murmurando con espanto:

—¡Está bueno!

Estaba realmente bueno; tenía hígado y mollejas; su perfume enternecía. Yo lo ataqué tres veces con energía, pero fue Jacinto el que raspó la sopera. Luego, separando el pan y separando la vela, el buen Zé Braz puso en la mesa una fuente vidriada, que desbordaba de arroz con habas. A pesar de que la haba (que los griegos llamaran ciboria) pertenecía a las épocas superiores de la civilización, y promovía tanto la sapiencia que había en Sicio, en Galacia, un templo dedicado a Minerva Ciboriana, Jacinto siempre detestara las habas. Probó, sin embargo, una cucharada, tímido. De nuevo sus ojos, alargados por el asombro, buscaron los míos. Otra cucharada, otra concentración... Y he ahí que mi dificilísimo amigo exclama:

—¡Está óptimo!

¿Eran los aires picantes de la sierra? ¿Era el arte delicioso de aquellas mujeres, que, abajo, removían las ollas, cantando el Viva mi bien? No sé; mas los loores de Jacinto a cada plato fueron ganando en amplitud y firmeza. Y delante del pollo amarillo, asado en el espeto de palo, terminó por gritar:

—¡Está divino!

Nada, sin embargo, le entusiasmó como el vino, el vino cayendo de alto, de la gruesa colodra verde, un vino gustoso, penetrante, vivo, caliente, que tenía en sí más alma que mucho poema o libro santo. Viéndole poner a la luz de sebo el vaso rudo, orlado de espuma, yo recordaba el día geórgico en que Virgilio, en casa de Horacio, bajo la enramada, cantaba el fresco pajizo de la Rética. Y Jacinto, con un color que yo nunca le había visto en su palidez schopenhaurica, susurró luego el dulce verso:


Rethica quo te carmina dicat.


¿Quién dignamente te cantara, vino de aquellas sierras?

Así comimos deliciosamente, bajo los auspicios de Zé Braz. Y después volvimos para las alegrías únicas de la casa, para las ventanas desvidriadas, a contemplar silenciosamente un suntuoso cielo de verano, tan lleno de estrellas que todo él parecía una densa polvareda de oro vivo, suspensa, inmóvil, por encima de los montes negros. Como yo observé a Jacinto, en la ciudad nunca se miran los astros por causa de los faroles, que los ofuscan; y por eso nunca podemos entrar en una completa comunión con el Universo. El hombre, en las capitales, pertenece a su casa o, si lo impelen fuertes tendencias de sociabilidad, a su barrio. Todo lo aísla y lo separa de la restante naturaleza: las casas obstructoras de seis pisos, el humo de las chimeneas, el rodar moroso y grueso de los ómnibus, la trama encarceladora de la vida humana... ¡Pero qué diferencia en la cima de un monte, como Torges! Ahí todas esas bellas estrellas miran para nosotros de cerca, rebrillando, a la manera de ojos conscientes; unas fijamente, con sublime indiferencia; otras, ansiosamente, con una luz que palpita, una luz que llama, como si tentasen revelar sus secretos o comprender los nuestros...

Es imposible no sentir una solidaridad perfecta entre esos inmensos mundos y nuestros pobres cuerpos. Todos somos obra de la misma voluntad. Todos vivimos de la acción de esa voluntad inmanente.

Todos, por tanto, desde los Uranos hasta los Jacintos, constituimos modos diversos de un ser único, y a través de sus transformaciones sumamos una misma unidad. No hay idea más consoladora que esta: que yo, y tú, y aquel monte, y el sol que ahora se esconde, somos moléculas del mismo Todo, gobernadas por la misma Ley, rodando para el mismo Fin. Desde luego se sumen las responsabilidades torturantes del individualismo. ¿Qué somos nosotros? Formas sin fuerza, que una Fuerza impele. ¡Hay un descanso delicioso en esta certeza, aunque fugitiva, de que se es el grano de polvo irresponsable y pasivo que va llevado en el viento, o la gota perdida en el torrente! Jacinto concordaba, sumido en la sombra. Ni él ni yo sabíamos los nombres de esos astros admirables. ¡Yo, por causa de la maciza e indesbastable ignorancia de bachiller, con que salí del vientre de Coimbra, mi madre espiritual; Jacinto, porque en su poderosa biblioteca tenía trescientos diez y ocho tratados sobre astronomía! ¿Pero qué nos importaba, de otra parte, que aquel astro de allí se llamase Sirio y aquel otro Aldebarán? ¿Qué les importaba a ellos que uno de nosotros fuese José y el otro Jacinto? Éramos formas transitorias del mismo ser eterno, y en nosotros había el mismo Dios. Y si ellos también así lo comprendían, estábamos allí nosotros, en la ventana de un caserón serrano; ellos, en un maravilloso infinito, ejecutando un acto sacrosanto, un perfecto acto de gracia, que era sentir conscientemente nuestra unidad y realizar, durante un instante, en la consciencia, nuestra divinización.

De esta suerte filosofábamos cuando Zé Braz, con un candil en la mano, vino a decir que «estaban preparadas las camas de sus inselencias...» De la idealidad descendimos gustosamente a la realidad; ¿y qué vimos entonces, nosotros, los hermanos de los astros? En dos salas tenebrosas y cóncavas, dos jergones, tirados en el suelo, en un rincón, con dos colchas de algodón; a la cabecera un candelero de latón, posado sobre un banco; y a los pies, como lavatorio, un barreño barnizado encima de una silla de madera.

En silencio, mi supercivilizado amigo palpó su jergón y sintió en él la rigidez del granito. ¡Después, corriendo por la cara decaída los dedos mustios, consideró que, perdidas sus maletas, no tenía ni zapatillas ni camisón! De nuevo Zé Braz hizo de Providencia, trayendo al pobre Jacinto, para que desahogase los pies, unos tremendos zuecos de madera, y para que cubriese el cuerpo, dulcemente educado en Síbaris, una camisa de la casera, enorme, de estopa, más áspera que estameña de penitente, y con volantes crespos y duros, como labores en madera. Para consolarle recordé que Platón cuando componía el Banquete; Jenofonte, cuando mandaba los Diez Mil, dormían en peores catres. Las camas austeras hacen las fuertes almas; solo vestido de estameña se penetra en el Paraíso.

—¿Tiene usted —murmuró mi amigo, desatento y seco— alguna cosa que yo pueda leer?... ¡No puedo dormirme sin leer!

Yo tenía únicamente el número del Diario de la Tarde, que rasgué por el medio, y repartí con él fraternalmente. ¡Y quien no vio entonces a Jacinto, señor de Torges, agazapado en el borde del jergón, junto de la vela que goteaba sobre el banco, con los pies desnudos, ocultos en los gruesos zuecos, recorriendo en la mitad del Diario de la Tarde, con los ojos confusos, los anuncios de los barcos, no puede saber lo que es una vigorosa y real imagen del desaliento!

Así lo dejé, y de allí a poco, extendido asimismo en mi jergón, también espartano, subía, a través de un sueño jovial y erudito, al planeta Venus, donde encontraba, entre los olmos y los cipreses, en un vergel, a Platón y Zé Braz, en alta camaradería intelectual, bebiendo el vino de Rética por los vasos de Torges. Emprendimos los tres bruscamente una controversia sobre el siglo XIX. A lo lejos, por entre una floresta de rosales más altos que encinas, albeaban los mármoles de una ciudad y resonaban cantos sacros. No recuerdo lo que Jenofonte sustentó acerca de la civilización y del fonógrafo. De repente, todo se turbó por negras nubes, a través de las cuales yo distinguía a Jacinto, huyendo en un burro que impelía furiosamente con los tacones, con una vardasca, con gritos, en la dirección del Jazminero.

V

Muy temprano, de madrugada, sin rumor, para no despertar a Jacinto que, con las manos sobre el pecho, dormía plácidamente, partí para Guiães. Y durante tres quietas semanas, en aquella villa donde se conservan los hábitos y las ideas del tiempo del rey don Dinís, no supe de mi desconsolado amigo, que de cierto había huido de sus techos agujereados y reentrara en la civilización. Después, en una abrasada mañana de agosto, desciendo de Guiães, tomo de nuevo la avenida de las hayas y llego al portalón solariego de Torges, entre el furioso latir de los perros. La mujer de Zé Braz apareció alborozada a la puerta de la bodega. Y su nueva fue que el señor don Jacinto (en Torges, mi amigo tenía don) andaba allá abajo, con Souza, en los campos de Freixomil.

—¿Entonces, aún anda por aquí el señor don Jacinto?

¡Su inselencia aún estaba en Torges, y su inselencia quedaba para la vendimia!... Justamente reparaba en que las ventanas del solar tenían vidrieras nuevas; y a un lado del patio posaban baldes de cal; una escalera de albañil quedara arrimada contra la baranda, y en un cajón abierto, aún lleno de paja de embalar, dormían dos gatos.

—¿Y Grillo, apareció?

—El señor Grillo está en el pomar, a la sombra.

—Bien; ¿y las maletas?

—El señor don Jacinto ya tiene su saquiño de cuero...

—¡Loado sea Dios! Jacinto estaba, en fin, provisto de civilización. Subí contento. En la sala noble, donde el suelo fuera recompuesto y fregado, encontré una mesa cubierta de hule, aparadores de pino con loza blanca, de Barcelos, y sillas de paja, orillando las paredes muy encaladas, que daban una frescura de capilla nueva. Al lado, en otra sala, también de brillante blancura, había el conforto inesperado de tres sillones de paja de Madeira, con brazos largos y almohadones de algodón; sobre la mesa de pino, el papel, el candelero de aceite, las plumas de pato espetadas en un tintero de fraile, parecían preparadas para un estudio calmo y dichoso de humanidades; y en la pared, suspendido por dos clavos, un estante contenía cuatro o cinco libros, hojeados y usados: Don Quijote, un Virgilio, una Historia de Roma, las Crónicas de Froissart. La pieza contigua era ciertamente el cuarto de don Jacinto, un cuarto claro y casto de estudiante, con un catre de hierro, un lavabo de hierro, la ropa colgada en perchas toscas. Todo resplandecía de aseo y orden. Las maderas de los ventanales, cerradas, defendían del sol de agosto, que escaldaba fuera los balcones de piedra. Del suelo, rociado de agua, subía una frescura consoladora. En un viejo vaso azul un ramo de claveles alegraba y perfumaba. No había un rumor. Torges dormía en el esplendor de la siesta. Y envuelto en aquel reposo de convento remoto, terminé por extenderme en un sillón de paja junto a la mesa, abrí lánguidamente el Virgilio, y murmuré:

Fortunate Jacinthe!, tu inter arva nota
et fontes sacros frigus captatis opacum.


Ya casi irreverentemente adormeciera sobre el divino bucolista, cuando me despertó un grito amigo. Era Jacinto. E inmediatamente le comparé a una planta medio mustia y decolorada en la oscuridad, que había sido profusamente regada y reviviera en pleno sol. No andaba encorvado. Sobre su palidez de supercivilizado, el aire de la sierra o la reconciliación con la vida habíanle dado un tono moreno y fuerte, que le virilizaba soberbiamente. De los ojos, que en la ciudad le había conocido, siempre crepusculares, saltaba ahora un brillo de mediodía, decidido y dilatado, que entraba francamente en la belleza de las cosas. Ya no pasaba las manos mustias sobre la faz; batía con ellas fuertemente en el muslo. ¡Qué sé yo! Era una reencarnación. Y todo lo que me contó, pisando alegremente con los zapatos blancos el suelo, fue que, al cabo de tres días, en Torges, se sintiera como serenado, mandó comprar un colchón blando, reunió cinco libros nunca leídos, y allí estaba...

—¿Para todo el verano?

—¡Para siempre! Y ahora, hombre de las ciudades, ven a almorzar unas truchas que yo pesqué, y comprende al fin lo que es el cielo.

Las truchas eran, en efecto, celestes. Apareció también una ensalada de coliflor y vainas, y un vino blanco de Azães... ¿Quién condignamente os cantara, manjares y bebidas de aquellas sierras?

A la tarde, paseamos por los caminos, costeando la vasta quinta, que va de valles a montes. Jacinto parábase a contemplar con cariño los altos maizales. Con la mano abierta y fuerte batía en el tronco de los castaños, como en las espaldas de amigos recuperados. Todo hilo de agua, toda colina de hierba, todo pie de viña le ocupaba como vidas filiales por las cuales fuese responsable. Conocía ciertos mirlos que cantaban en ciertos chopos. Exclamaba enternecido:

—¡Qué encanto, la flor de trébol!

A la noche, después de un cabrito asado en el horno, al que el maestro Horacio habría dedicado una Oda (tal vez un Carmen Heroico), conversamos sobre el destino y la vida. Yo cité, con discreta malicia, a Schopenhauer y al Eclesiastés... Jacinto levantó los hombros, con seguro desdén. Su confianza en esos dos sombríos explicadores de la vida desapareciera, e irremediablemente, para no volver más, como una niebla que el sol esparce. ¡Tremenda tontería!, afirmar que la vida se compone meramente de una larga ilusión, y levantar un aparatoso sistema sobre un punto especial y estrecho de la vida, dejando fuera del sistema toda la vida restante, como una contradicción permanente y soberbia. Era como si él, Jacinto, señalando una ortiga, crecida en aquel patio, declarase triunfalmente: «¡Aquí está una ortiga! Toda la quinta de Torges, de consiguiente, es una masa de ortigas». ¡Bastaría que el huésped alzase los ojos, para ver los trigales, los pomares y los viñedos!

Luego que, de esos dos ilustres pesimistas, uno, el alemán, ¡qué conocía de la vida, de esa vida de que había hecho, con doctoral majestad, una teoría definitiva y doliente! ¡Todo lo que puede conocer quien, como este genial farsante, viviera cincuenta años en una lúgubre hospedería de provincia, levantando apenas los ojos del libro para conversar, en la mesa redonda, con los oficiales de la guarnición! Y el otro, el israelita, el hombre de los Cantares, el muy pedantesco rey de Jerusalén, solo descubre que la vida es una ilusión a los setenta y cinco años, cuando el poder se le escapa de las manos trémulas, y su serrallo de trescientas concubinas, se torna ridículamente superfluo a su osamenta rígida. Uno dogmatiza fúnebremente sobre lo que no sabe, y el otro, sobre lo que no puede. Mas que se dé a ese buen Schopenhauer una vida tan completa y llena como la de César, ¿y a dónde iría a parar su schopenhaurismo?; que se restituya a ese sultán, ensuciado de literatura, que tanto edificó y profesoró en Jerusalén, su virilidad, ¿y en dónde está el Eclesiastés? Y por otra parte, ¿qué importa bendecir o maldecir la vida? Afortunada o dolorosa, fecunda o varia, es vida. Locos aquellos que, para atravesarla, se embozan desde luego en pesados velos de tristeza y desilusión, de suerte que en su camino todo les sea negrura, no solo las leguas realmente oscuras, mas también aquellas en que brilla un sol amable. En la tierra todo vive —y solo el hombre siente el dolor y la desilusión de la vida. Y tanto más se siente, cuanto más alarga y acumula la obra de esa inteligencia que lo hace hombre, y que lo separa del resto de la naturaleza, impensante e inerte. En el máximum de la civilización, experimenta el máximum de tedio. Así que la sabiduría está en retroceder hasta ese honesto mínimum de civilización, que consiste en tener un techo de choza, un pedazo de tierra, y el grano para sembrar en ella. En resumen, para recuperar la felicidad, es necesario regresar al Paraíso, y quedarse allá, quieto, con su hoja de parra, enteramente desguarnecido de civilización, contemplando al cordero dando saltos entre el tomillo, y sin procurar, ni con el deseo, el ¡árbol funesto de la Ciencia! ¡Dixi!

Escuchaba, asombrado, a este Jacinto novísimo. Era verdaderamente una resurrección, en el magnífico estilo de Lázaro. Al surge et ambula que le habían susurrado las aguas y los bosques de Torges, erguíase del fondo de la cueva del Pesimismo, desembarazábase de sus americanas de Poole, et ambulabat, y comenzaba a ser dichoso. Yendo de retirada a mi cuarto, en aquellas horas honestas que convienen al campo y al optimismo, tomé entre las mías la mano ya firme de mi amigo, y pensando que al fin había alcanzado la verdadera realeza, le grité mis parabienes a la manera del moralista de Tibur:

¡Vive et regna, fortunate Jacinthe!

De ahí a poco, a través de la puerta abierta que nos separaba, sentí una carcajada fresca, moza, genuina y consolada. Era Jacinto que leía el Don Quijote. ¡Oh, bienaventurado Jacinto! ¡Conservaba el agudo poder de criticar, y recuperaba el don divino de reír!

Cuatro años van pasados. Jacinto aún habita Torges. Las paredes de su solar continúan bien encaladas, mas desnudas.

Por el invierno pónese un gabán de lana y enciende un brasero. Para llamar a Grillo o a la moza, bate las manos, como hacía Catón. En sus deliciosos vagares, ya leyó la Iliada. No se afeita. En los caminos silvestres, párase y habla con las criaturas. Todos los casales de la sierra le bendicen. Oigo que se va a casar con una fuerte, sana y bella rapaza de Guiães. ¡De seguro crecerá allí una tribu, que será grata al señor!

Como él, recientemente, me pidiera libros de su librería (una Vida de Buda, una Historia de Grecia y las obras de San Francisco de Sales), fui, después de estos cuatro años, al Jazminero desierto. ¡Cada paso mío sobre los fofas alfombras de Caranania sonaba triste como en un cementerio. Todos los brocados estaban arrugados, resquebrajados. Por las paredes pendían, como ojos fuera de órbitas, los botones eléctricos de los timbres y de las luces; y había vagos hilos de alambre, sueltos, enroscados, donde la araña regalada y reinando tejiera telas espesas. En la librería, todo el vasto saber de los siglos yacía en una inmensa mudez, debajo de una inmensa polvareda. Sobre los lomos de los sistemas filosóficos blanqueaba el moho; vorazmente la polilla devastara las Historias Universales; erraba allí un olor blando de literatura podrida; y yo partí, con el pañuelo en la nariz, seguro de que en aquellos veinte mil volúmenes no restaba una verdad viva! Quise lavarme las manos, manchadas por el contacto con estos detritos de conocimientos humanos. Mas los maravillosos aparatos del lavatorio, de la sala de baño, herrumbrosos, tenaces, desoldados, no echaban una gota de agua; y, como llovía en esa tarde de abril, tuve que salir al balcón y pedir al cielo que me lavase.

Al bajar, penetré en el gabinete de trabajo de Jacinto, y tropecé en un montón negro de herrajes, ruedas, láminas, campanillas, tornillos... Entreabrí la ventana, y reconocí el teléfono, el teatrófono, el fonógrafo, otros aparatos, caídos de sus soportes, sórdidos, deshechos, bajo el polvo de los años. Empujé con el pie esta basura del ingenio humano. La máquina de escribir, descubierta, con los agujeros negros marcando las letras desarraigadas, era como una boca desdentada. El telégrafo parecía aplastado, enredado en sus tripas de alambre. En la trompa del fonógrafo, torcida, para siempre muda, revolvíanse cucarachas. Así yacían, tan lamentables y grotescas, aquellas geniales invenciones, que yo salí riendo, como de una enorme facecia, de aquel super-civilizado palacio.

La lluvia de abril cesara; los tejados remotos de la ciudad negreaban sobre un poniente de carmesí y oro. Y, a través de las calles más frescas, iba yo pensando que este nuestro magnífico siglo XIX se semejaría, un día, a aquel Jazminero abandonado, y que otros hombres, con una certeza más pura de lo que es la Vida y la Felicidad, darán, como yo, con el pie en la basura de la super-civilización, y, como yo, reirán alegremente de la gran ilusión que quedará, inútil y cubierta de herrumbre.

De seguro que, a aquella ahora, Jacinto, en el balcón, en Torges, sin fonógrafo y sin teléfono, reentrado en la simplicidad, veía, bajo la paz lenta de la tarde, al temblar de la primera estrella, recogerse a la boyada entre el canto de los boyeros.

El tesoro

I

Los tres hermanos de Medranhos, Ruy, Guannes y Rostabal, eran entonces, en todo el Reino de las Asturias, los hidalgos más hambrientos y los más remendados.

En los Pazos de Medranhos, a que el viento de la sierra llevara vidrios y teja, pasaban ellos las tardes de ese invierno, enovillados en sus abrigos de camelote, batiendo las suelas rotas sobre las losas de la cocina, delante del vasto lar negro, en donde desde ya mucho antes no estallaba fuego, ni hervía nada en el puchero de hierro. Al oscurecer devoraban una corteza de pan negro, refregada con ajo. Luego, sin candil, a través del patio, hundiendo la nieve, iban a dormir a la cuadra, para aprovechar el calor de las tres yeguas leprosas que, tan famélicas como ellos, roían las tablas del pesebre. La miseria hiciera a estos señores más bravíos que lobos.

Un día, en primavera, en una silenciosa mañana de domingo, yendo los tres por el bosque de Roquelanes acechando pisadas de caza y cogiendo hongos entre los robles, en tanto las tres yeguas pastaban la hierba nueva de abril, los hermanos de Medranhos encontraron, por detrás de una mata de espinos, en una cueva de roca, un viejo cofre de hierro. Como si lo resguardase una torre segura, conservaba sus tres llaves en sus tres cerraduras; sobre la tapa, mal descifrable, a través del herrumbre, corría un dístico en letras árabes. ¡Y dentro, hasta los bordes, estaba lleno de doblones de oro!

En el terror y esplendor de la emoción, los tres señores quedaron más lívidos que cirios. Después, zambullendo furiosamente las manos en el oro, rompieron a reír, con unas risotadas tan sonoras, que las hojas tiernas de los olmos, en torno, temblaban... Retrocedieron, bruscamente se encararon, con los ojos flameando, en una desconfianza tan desabrida, que Guannes y Rostabal palparon en los cintos los mangos de las grandes facas. Entonces Ruy, que era gordo y rubio y el más avisado, levantó los brazos, como un árbitro, y comenzó por decidir que el tesoro, o viniese de Dios o del demonio, pertenecía a los tres, y entre ellos se repartiría rígidamente, pesándose el oro en balanzas. Mas ¿cómo podrían llevar a Medranhos, hasta la cima de la sierra, aquel cofre tan lleno? No era conveniente que salieran con su bien del bosque antes que anocheciese. Así que él entendía que el hermano Guannes, como más leve, debía partir trotando hacia la vecina villa de Retortilho, con el oro necesario en la bolsa, a fin de comprar tres alforjas de cuero, tres maquilas de cebada, tres empanadas de carne y tres botellas de vino. El vino y la carne eran para ellos, que no comían desde la víspera; la cebada, para las yeguas. Rehechos, señores y cabalgaduras, esconderían el oro en las alforjas y subirían camino de Medranhos, bajo la seguridad de la noche sin luna.

—¡Bien tramado! —gritó Rostabal, hombre más alto que un pino, de larga melena, y con una barba que le caía desde los ojos rayados de sangre hasta la hebilla del cinturón.

Mas Guannes no se apartaba del cofre, desconfiado, arrugando entre los dedos la negra piel de grulla de su pescuezo, y al fin, brutalmente:

—¡Hermanos! El cofre tiene tres llaves... ¡Yo quiero cerrar mi cerradura y llevar mi llave!

—¡También yo quiero la mía, mil rayos! —rugió a seguida Rostabal.

Ruy sonrió. ¡Cierto, cierto! A cada dueño del oro pertenecía una de las llaves que lo guardaban. Y uno por uno, en silencio, agachado ante el cofre, cerró su cerradura con fuerza. Guannes, serenado, saltó en la yegua, y metiose por la vereda de los olmos, camino de Retortilho, echando a los ramos su cántica acostumbrada y doliente:


¡Olé! ¡Olé!
Sale la cruz de la iglesia,
vestida de negro luto...

II

En un prado, enfrente de la mata que encubría el tesoro (y que los tres habían devastado a cuchilladas), un hilo de agua, brotando entre rocas, caía sobre una vasta piedra excavada, en donde hacía como un estanque, claro y quieto, antes de escurrirse hacia el césped; y al lado, en la sombra de una haya, yacía un viejo pilar de granito, tumbado y musgoso. Allí vinieron a sentarse Ruy y Rostabal, con sus tremendos espadones entre las rodillas. Las dos yeguas pastaban la fresca hierba, pintarrajeada de amapolas y botones de oro. Por entre el ramaje volaba un mirlo silbando. Un olor errante de violetas endulzaba el aire luminoso. Rostabal, mirando al sol, bostezó con hambre.

En esto, Ruy, que sacara el sombrero y le arreglaba las viejas plumas rojas, comenzó a considerar, en su manso y avisado lenguaje, que Guannes, aquella mañana, no había querido bajar con ellos al bosque de Roquelanes. ¡Así era la suerte ruin! Porque si Guannes se hubiese quedado en Medranhos, ellos, los dos, habrían descubierto el cofre, y solo entre los dos se partiría el oro. ¡Qué pena! Tanto más, que la parte de Guannes sería en seguida disipada, con rufianes, a los dados, por las tabernas.

—¡Ah, Rostabal, Rostabal! Si Guannes, viniendo por aquí solito, hubiese hallado este oro, no partiría con nosotros, Rostabal.

El otro murmuró sordamente y con furor, dando un tirón a las barbas negras:

—¡No, mil rayos! Guannes es un avaro. ¡Cuando el año pasado le ganó los cien ducados al espadero de Fresno, no me quiso prestar tres para comprar un jubón nuevo! ¿No te acuerdas?

—¿Ves tú? —gritó Ruy, resplandeciendo.

Entrambos se habían levantado del pilar de granito, como llevados por la misma idea, que los deslumbraba. A través de sus largos pasos, las altas hierbas silbaban.

—¿Y para qué? —proseguía Ruy—. ¿Para qué le sirve a él todo el oro que nos lleva? ¿No le oyes, de noche, cómo tose? ¡Alrededor de la paja en que duerme, todo el suelo está lleno de sangre, que saliva! ¡Hasta las otras nieves no dura, Rostabal! Mas hasta allá habrá disipado los buenos doblones que debían ser nuestros, para levantar la casa, y para que tu puedas tener jinetes, y armas, y trajes nobles, y tu tercio de solariegos, como compete a quien es, como tú, el más viejo de los de Medranhos...

—Pues que muera, y muera hoy —gritó Rostabal.

—¿Quieres?

Vivamente, Ruy tomó de un brazo al hermano y le apuntó hacia la vereda de olmos, por donde Guannes partiera cantando.

—Más adelante, al fin del camino, hay un sitio bueno, en los zarzales; y has de ser tú, Rostabal, que eres el más fuerte y el más diestro. Un golpe de punta por la espalda. Y hasta es justicia de Dios que seas tú, que muchas veces, en las tabernas, sin ningún pudor, Guannes te trataba de cerdo y de torpe, por no saber leer ni contar.

—¡Malvado!

—¡Ven!

Fueron. Emboscáronse por detrás de un zarzal, que dominaba el atajo, estrecho y pedregoso como un lecho de torrente. Rostabal, asomado en la zanja, tenía ya la espada desnuda. Un viento leve remolinó en la pendiente las hojas de los álamos, y sintieron el repique de las campanas de Retortilho. Ruy, mesándose la barba, calculaba las horas por el sol, que ya se inclinaba hacia las sierras. Pasó un bando de cuervos graznando sobre ellos. Rostabal, que les había seguido el vuelo, recomenzó a bostezar con hambre, pensando en las empanadas y en el vino que el otro traía en las alforjas.

¡En fin! ¡Alerta! En la vereda oíase la cántica doliente y ronca, lanzada a las ramas:


¡Olé! ¡Olé!
Sale la cruz de la iglesia,
toda vestida de negro...


Ruy murmuró:

—¡En el costado! ¡Así que pase!

El trote de la yegua batió el cascajo; una pluma en un sombrero rojeó por sobre la punta de las selvas. Rostabal rompió de entre la zarza por una brecha, tiró el brazo, la larga espada, —y toda la hoja se embebió muellemente en el costado de Guannes, cuando al rumor, de improviso, se volvió en la silla. Cayó de lado, con un sordo quejido, sobre las piedras. Ya Ruy se abalanzaba a los frenos de la yegua; Rostabal, cayendo sobre Guannes, que suspiraba aún, de nuevo le enterró la espada, agarrada por la hoja como un puñal, en el pecho y en la garganta.

—¡La llave! —gritó Ruy.

Arrancada la llave del cofre al pecho del muerto, ambos echaron a andar por la vereda. Rostabal delante, huyendo, con la pluma del sombrero quebrada y torcida, la espada, aún desnuda, apretada bajo al brazo, todo encogido, horripilado con el sabor de la sangre que le saltara a la boca; Ruy, atrás, tirando desesperadamente de las bridas de la yegua, que con las patas hincadas en el suelo pedregoso, mostrando la larga dentadura amarilla, no quería dejar a su amo allí estirado, abandonado, a lo largo de las sebes.

Tuvo necesidad de picarle las ancas con la punta de la espada, y de ir corriendo detrás de ella con la espada en alto, como si fuese persiguiendo a un moro, hasta que desembocó en el prado, donde el sol ya no doraba las hojas. Rostabal arrojó a la hierba el sombrero y la espada, y de bruces sobre la losa excavada en estanque, con las mangas arremangadas, lavábase ruidosamente la cara y las barbas.

La yegua recomenzó a pastar, cargada con las nuevas alforjas que Guannes comprara en Retortilho. De la más larga, abarrotada, desbordaban los cuellos de dos botellas. En esto, Ruy sacó, lentamente, del cinto su larga navaja. Sin un rumor en la espesa hierba, deslizose hasta Rostabal, que resoplaba con las largas barbas chorreando. Y serenamente, como si clavase una estaca en un bancal, le enterró toda la hoja en el largo dorso doblado, certera sobre el corazón.

Rostabal cayó sobre el estanque, sin un gemido, con la cara en el agua, los largos cabellos flotando en el agua. Su vieja escarcela de cuero quedara sujeta debajo del muslo. Para sacar de dentro de ella la tercera llave del cofre, Ruy levantó el cuerpo, y un chorro de sangre más espesa corrió, escurrió por el borde del estanque, humeando.

III

¡Ya eran de él, solo de él, las tres llaves del cofre!... Y Ruy, alargando los brazos, respiró deliciosamente. ¡Apenas la noche descendiese, con el oro metido en las alforjas, guiando la reata de yeguas por los atajos de la sierra, subiría a Medranhos y enterraría en la bodega su tesoro! Y después, cuando allá en la fuente, y allá junto a los zarzales, solo quedasen, bajo las nieves de diciembre, algunos huesos sin nombre, él sería el magnífico señor de Medranhos, y en la nueva capilla del solar renacido mandaría decir ricas misas por sus dos hermanos muertos... ¿Muertos cómo? Como deben morir los de Medranhos: ¡peleando contra el Turco!

Abrió las tres cerraduras, cogió un puñado de doblones, que hizo sonar sobre las piedras. ¡Qué puro oro, de fino quilate! Después fue a examinar la capacidad de las alforjas, y, encontrando las dos botellas de vino y un gordo capón asado, sintió inmensa hambre. Desde la víspera solo había comido un pedacito de pescado seco. ¡Cuánto tiempo que no probaba capón! ¡Con qué delicia se sentó en el césped, con las piernas abiertas, y entre ellas el ave amarilla y el vino color de ámbar! ¡Ah! Guannes había sido excelente mayordomo; ni se le olvidaron las aceitunas. Mas, ¿por qué trajera solo dos botellas para tres convidados? Rasgó un ala del capón; devoraba a grandes dentelladas. Caía la tarde, pensativa y dulce, con nubecitas de color de rosa. Allá, en la vereda, un bando de cuervos graznaba. Las yeguas, hartas, dormitaban con el hocico pendido. Cantaba la fuente, lavando al muerto.

Ruy alzó a la luz la botella de vino. Con aquel color viejo y caliente, no habría costado menos de tres maravedises. Y poniendo el cuello a la boca, bebió en sorbos lentos, que le hacían ondular el peludo pescuezo. ¡Oh, vino bendito, que tan prontamente hacía olvidar la sangre! Tiró la botella vacía; destapó otra. Mas, como era avisado, no bebió, porque la jornada a la sierra, con el tesoro, requería firmeza y acierto. Descansando, tendido sobre el codo, pensaba en Medranhos cubierto de teja nueva, en las altas llamas de la chimenea en noches de nieve, y en su lecho con brocados, en donde tendría siempre mujeres...

De repente, tomado de una gran ansiedad, sintió prisa de cargar las alforjas. Ya se adensaba la sombra entre los árboles. Trajo una de las yeguas para junto del cofre, levantó la tapa, tomó un puñado de oro... Mas osciló, soltando los doblones, que resonaron en el suelo, y llevó las dos manos afligidas al pecho. ¿Qué es, don Ruy? ¡Rayos de Dios! Era un fuego, un fuego vivo que se le encendiera dentro y le subía hasta la garganta. Rasgose el jubón y echó a andar con pasos inciertos, y encorvado, con la lengua pendiente, limpiándose las gruesas gotas de un sudor horrendo que le helaba como nieve. ¡Oh, Virgen Madre! ¡Otra vez el fuego, más fuerte, que ascendía, le roía! Gritó:

—¡Socorro! ¡Alguien! ¡Guannes! ¡Rostabal!

Sus brazos torcidos movíanse en el aire desesperadamente. Y la llama, dentro, subía; sentía los huesos estallando, como las maderas de una casa ardiendo.

Renqueó hasta la fuente para apagar aquella llama; tropezó con Rostabal, y, con la rodilla apoyada en el muerto, arañando la roca, entre gritos, buscaba el hilo de agua que recibía sobre los ojos, por los cabellos. Pero el agua lo quemaba más, como si fuese un metal derretido. Volviose, cayó encima de la hierba, que arrancaba a puñados, y que mordía, mordiendo los dedos para chuparles la frescura. Levantose aún con una baba densa que se le escurría por las barbas; y de repente, abriendo pavorosamente los ojos, como si comprendiese, en fin, la traición, todo el horror:

—¡Es veneno!

¡Oh! ¡Don Ruy, el avisado, era veneno! Porque Guannes, no bien llegara a Retortilho, antes de comprar las alforjas, corrió cantando a una callejuela, que hay detrás de la catedral, a comprar al viejo droguista judío el veneno que, mezclado al vino, le haría a él, a él solamente, dueño de todo el tesoro.

Anocheció. Dos cuervos de entre el bando que graznaba, ya se habían posado sobre el cuerpo de Guannes. La fuente, cantando, lavaba al otro muerto.

Medio enterrada en la hierba negra, toda la cara de Ruy volviérase negra. Una estrellita lucía en el cielo.

El tesoro aún está allí, en el bosque de Roquelanes.

Fray Genebro

I

En aquel tiempo aún vivía en su soledad de las montañas de la Umbría el divino Francisco de Asís, y ya por toda Italia se loaba la santidad de fray Genebro, su amigo y su discípulo.

Fray Genebro, en verdad, completaba la perfección en todas las virtudes evangélicas. Por la abundancia y perpetuidad de la Oración, arrancaba de su alma las raíces más menudas del pecado y tornábala limpia y cándida como uno de esos celestes jardines en que el suelo anda regado por el Señor, y en donde solo pueden brotar azucenas. Su penitencia durante veinte años de claustro fue tan dura y alta, que ya no temía al Tentador; y ahora, solo con sacudir la manga del hábito, rechazaba las tentaciones, las más pavorosas o las más deliciosas, como si fuesen apenas moscas importunas. Benéfica y universal a la manera de un orvallo de verano, su caridad no se derramaba únicamente sobre las miserias del pobre; más sobre las melancolías del rico. En su humildísima humildad no se consideraba ni el igual de un gusano. Los bravíos barones cuyas negras torres asombraban a Italia, acogíanle reverentemente y curvaban la cabeza ante este franciscano descalzo y mal remendado que les diseñaba la mansedumbre. En Roma, en San Juan de Letrán, el Papa Honorio besó las heridas de cadenas que le habían quedado en los pulsos del año en que en la Mourama por amor de los esclavos, padeciera esclavitud. Y como en esas edades los ángeles aún viajaban por la tierra con las alas escondidas, arrimados a un bordón, muchas veces, trillando un viejo camino pagano o atravesando una selva, encontrábase un mozo de inefable hermosura que le sonreía y murmuraba:

—¡Buenos días, hermano Genebro!

Un día, yendo este admirable mendicante de Spoleto para Terni, y viendo en el azul y en el sol de la mañana, sobre una colina cubierta de encinas, las ruinas del castillo de Otofrid, pensó en su amigo Egidio, antiguo novicio como él en el convento de Santa María de los Ángeles, que se retiró a aquel desierto para avecinarse más de Dios, y allí habitaba una cabaña de rastrojos, junto a las murallas derrocadas, cantando y regando las lechugas de su huerto, porque su virtud era amena. Y como ya habían pasado más de tres años desde que visitara al buen Egidio, dejó el camino, pasó, abajo, en el valle, sobre las piedras, el riachuelo que huía por entre los laureles en flor, y comenzó a subir lentamente la frondosa colina.

Después de la polvareda y ardor del camino de Spoleto, era dulce la larga sombra de los castaños y el césped que le refrescaba los doloridos pies. A la mitad de la cuesta, en una roca en donde se embrollaban zarzas, susurraba y lucía un hilo de agua. Extendido al lado, en las hierbas húmedas, dormía, resonando consoladamente, un hombre que de cierto guardaba cerdos por allí, porque vestía un grueso zurrón de cuero y traía pendiente del cinto una bocina de porquero. El buen fraile bebió ligero, ahuyentó los moscardones que zumbaban sobre la ruda cara adormecida y continuó trepando por la colina con su alforja y su cayado, agradeciendo al Señor aquella agua, aquella sombra, aquella frescura, tantos bienes inesperados. Pronto pudo echar de ver, en efecto, el rebaño de puercos diseminados bajo las frondas, roncando y hozando las raíces: unos, magros y agudos, de cerdas duras; otros, redondos, con el hocico corto ahogado en gordura, y los lechones, corriendo en torno a las tetas de las madres, lúcidos y color de rosa.

Fray Genebro pensó en los lobos y lamentó el sueño del pastor descuidado. Al fin del matorral comenzaba la roca donde los restos del castillo lombardo se erguían, revestidos de hiedra, conservando aún alguna saetera agujereada sobre el cielo, o, en una esquina de torre, un caño que, extendiendo el cuello de dragón, acechaba por medio de las selvas bravas.

La cabaña del ermitaño, tejada de choza que unos pedazos de piedra aseguraban, apenas se percibía entre aquellos oscuros granitos, por la huerta que enfrente verdeaba, con sus tajos de col y estacas de habas entre espliego oloroso. Egidio no andaría muy lejos, porque sobre el muro de piedra suelta quedara su cántaro, su podón y su azada. Dulcemente, para no importunarle por si a aquella hora de siesta estuviese recogido y orando, fray Genebro empujó la puerta de tablas viejas, que no tenía cerrojo para ser más hospitalaria:

—¡Hermano Egidio!

Del fondo de la ruda choza, que más parecía cueva de algún bicho, vino un lento gemido:

—¿Quién me llama? Aquí, en este rincón, ¡en este rincón de muerte!... De muerte, ¡hermano!

Fray Genebro acudió, y encontró al buen ermitaño estirado en un monte de hojas secas, encogido entre harapos, y tan delgado, que su cara, en otro tiempo harta y rosada, era como un pedacito de viejo pergamino muy arrugado, perdido entre los rizos de las barbas blancas. Con infinita caridad y dulzura le abrazó:

—¿Y ha cuánto tiempo, ha cuánto tiempo en este abandono, hermano Egidio?

¡Loado Dios, desde la víspera! Aún en la víspera, a la tarde, después de mirar por última vez para el sol y para su huerto, viniera a extenderse en aquel rincón, para acabar... Mas hacía meses que le había tomado un cansancio, que ni le permitía asegurar la cántara llena al volver de la fuente.

—Y decidme, hermano Egidio, pues que el Señor me trajo, ¿qué puedo yo hacer por vuestro cuerpo? Por el cuerpo, digo; que por el alma bastante tenéis hecho en la virtud de esta soledad.

Gimiendo, arrebañando para el pecho las hojas secas en que yacía, como si fueren pliegues de una sábana, el pobre ermitaño murmuró:

—Mi buen fray Genebro, no sé si es pecado; mas toda esta noche, en verdad, os confieso, me apeteció comer un pedazo de carne, un pedazo de puerco asado... ¿Será pecado?

Fray Genebro, con su inmensa misericordia, le tranquilizó. ¿Pecado? No, ciertamente. Aquel que por tortura recusa a su cuerpo un contentamiento honesto, desagrada al Señor. ¿No ordenaba Él a sus discípulos que comieran las buenas cosas de la tierra? El cuerpo es siervo; y está en la voluntad divina que sus fuerzas sean sustentadas para que preste al espíritu, su amo, bueno y leal servicio. Cuando fray Silvestre, ya enfermito, sintió aquel largo deseo de uvas moscateles, el buen Francisco de Asís le condujo a la viña, y por sus manos le cogió los mejores racimos, después de bendecirlos, para que fuesen más jugosas y más dulces...

—¿Es un pedazo de puerco asado lo que apetecéis? —exclamó risueñamente el buen fray Genebro, acariciando las manos transparentes del ermitaño—. Pues, sosegad, hermano querido, que ya sé cómo os voy a contentar.

E inmediatamente, con los ojos relucientes de caridad y de amor, tomó el afilado podón que había visto sobre el muro del huerto. Recogiendo las mangas del hábito, y más ligero que un gamo, ya que era aquel un servicio del Señor, encaminose por la colina hasta los densos castañales donde encontrara el rebaño de puercos. Y en llegando allí, andando subrepticiamente, por entre los troncos, sorprendió un lechoncito abandonado que hozaba en las bellotas, se echó sobre él y, en tanto le sofocaba el hocico y los gritos, descepó, con dos golpes certeros de podón, la pierna por donde lo agarrara. Después, con las manos salpicadas de sangre, la pierna de puerco bien alta y goteando sangre, dejando la res jadeando en una poza de sangre, el piadoso hombre trepó la colina, corrió a la cabaña, gritó hacia dentro alegremente:

—Hermano Egidio, la pieza de carne ya el Señor la dio; y yo, en santa María de los Ángeles, era buen cocinero.

En el huerto del ermitaño arrancó una estaca de las habas, que con el podón sangriento, apuntó en espeto. Entre dos piedras, encendió una hoguera. Con celoso cariño asó la pierna de puerco. Era tanta su caridad, que para dar a Egidio todos los gustos anticipados de aquel banquete raro en tierra de mortificación, anunciaba con voces festivas y de buena promesa:

—¡Ya se va dorando el porquiño, hermano Egidio! ¡La piel se va tostando, santo!

Y por fin entró en la choza, triunfalmente, con el asado que humeaba y exhalaba, cercado de frescas hojas de lechuga. Tiernamente ayudó a sentar al viejo, que temblaba y se babeaba de gula. Apartole de las pobres mejillas maceradas los cabellos que el sudor de la flaqueza empastara. Y, para que el buen Egidio no se vejase con su voracidad y tan carnal apetito, afirmábale en cuanto le partía las fibras gordas, que también él hubiese comido regaladamente de aquel excelente puerco, si no hubiera almorzado de sobra en la Locanda de los Tres Caminos.

—Mas ni bocado me podría entrar ahora, hermano; ¡me papé una gallina entera! ¡Y después una fritada de huevos! ¡Y un cuartillo de vino blanco!

El santo hombre mentía santamente, porque desde la madrugada no había probado más que un magro caldo de hierbas, recibido por limosna en la cancela de una granja.

Harto, consolado, Egidio dio un suspiro, y recayó en su lecho de hoja seca. ¡Qué bien le hiciera, qué bien le hiciera! ¡El Señor, en su justicia, pagase a su hermano Genebro aquel pedazo de puerco! Hasta sentía el alma más fuerte para emprender la temerosa jornada... Y el ermitaño con las manos alzadas, Genebro arrodillado, ambos loaron, ardientemente, al Señor, que a toda necesidad solitaria, manda de allá lejos el socorro.

Entonces, habiendo cubierto a Egidio con un pedazo de manta y puesto a su lado la cántara llena de agua fresca, y tapado, contra el aire de la tarde, la luz de la cabaña, fray Genebro, inclinado sobre él, murmuró:

—Mi buen hermano, vos no podéis quedar en este abandono... Yo voy llevado por obra de Jesús, que no admite tardanza, mas pasaré por el convento de Sambricena y daré recado para que venga un novicio y os cuide con amor en vuestro trance. ¡Dios os vele entretanto, hermano! ¡Dios os sosiegue y os ampare con su mano derecha!

Mas Egidio cerrara los ojos; no se movió, o porque adormeciera, o porque su espíritu, habiendo pagado aquel último salario al cuerpo, como a un buen servidor, para siempre partiera, terminada su obra en la tierra. Fray Genebro bendijo al viejo, tomó su bordón y descendió a la colina de las grandes encinas. Bajo la fronda, hacia los lados donde andaba el rebaño, la bocina del porquero resonaba ahora en un toque de alarma y de furor. De cierto despertara; descubriera el lechón mutilado. Apurando el paso, fray Genebro pensaba cuán magnánimo es el Señor en permitir que el hombre, hecho a su imagen augusta, reciba tan fácil consuelo de una pierna de cerdo asada entre dos piedras.

Retomó el camino, marchando para Terni. Desde ese día fue prodigiosa la actividad de su virtud. A través de toda Italia, sin descanso, predicó el Evangelio Eterno, endulzando la aspereza de los ricos, alargando la esperanza de los pobres. Su inmenso amor iba aún más allá de los que sufren, hasta a aquellos que pecan, ofreciendo un alivio a cada dolor, extendiendo un perdón a cada culpa; y con la misma caridad con que trataba los leprosos, convertía a los bandidos. Durante las invernadas y la nieve, innumerables veces daba a los mendigos su túnica, sus alpargatas; los abades de los monasterios ricos, las damas devotas vestíanle de nuevo, para evitar el escándalo de su desnudez a su paso por las ciudades; pero él, sin demora, en la primera esquina, ante cualquier desarrapado, desvestíase otra vez sonriendo. Para redimir siervos que sufrían bajo un amo fiero, penetraba en las iglesias y arrancaba del altar los candelabros de plata, afirmando, jovialmente, que más grato le era a Dios un alma liberta que una vela encendida.

Cercado de viudas, de criaturas famélicas, invadía las panaderías, las carnicerías, hasta las tiendas de cambio, y reclamaba imperiosamente en nombre de Dios la parte de los desheredados. Sufrir, sentir la humillación, eran para él las únicas alegrías completas: nada le deleitaba más que llegar de noche, mojado, hambriento, tiritando, a una opulenta abadía feudal, y ser repelido de la portería como un mal vagabundo; solo entonces, agachado en un rincón, lleno de lodo, masticando un puñado de hierbas crudas, reconocíase verdaderamente hermano de Jesús, que ni siquiera había tenido, como tienen los bichos del monte, un cubil para abrigarse. Cuando en una ocasión en Perusa las cofradías salieron a su encuentro, con festivas banderas, al repique de las campanas, él echó a correr hacia un monte de estiércol, en donde se revolcó y se ensució todo para que de aquellos que venían a engrandecerle, solo pudiera recibir compasión y escarnio. En los claustros, en los descampados, en medio de las multitudes, durante las lides más pesadas, oraba constantemente, no por obligación, sino porque en la plegaria encontraba un deleite adorable. Deleite mayor, sin embargo, era para el franciscano, enseñar y servir.

Así, largos años, erró entre los hombres, vertiendo su corazón como el agua de un río, ofreciendo sus brazos como incansables palancas; y tan pronto, en una desierta ladera, aliviaba a una pobre vieja de su carga de leña, como en una ciudad revuelta, donde reluciesen armas, adelantábase con el pecho abierto, y amansaba las discordias.

En fin, una tarde, en víspera de Pascua, hallándose sentado, descansando en los escalones de Santa María de los Ángeles, vio de repente, en el aire liso y blanco, una vasta mano luminosa que sobre él se abría y chispeaba. Pensativo, murmuró:

—He ahí la mano de Dios, su mano derecha, que se extiende para acogerme o para repelerme.

Dio luego a un pobre, que allí rezaba el Ave María, con su alforja debajo de las rodillas, todo lo que en el mundo le restaba, que era un volumen del Evangelio, muy usado y manchado de sus lágrimas. El Domingo, en la iglesia, al alzar la hostia, se desmayó; sintiendo entonces que iba a terminar su jornada terrestre, quiso que le llevasen para un corral y le acostaran sobre una camada de cenizas.

En santa obediencia al guardián del convento, consintió que le limpiasen de sus trapos, le vistiesen un hábito nuevo; mas con los ojos inundados de ternura, imploró que le enterrasen en un sepulcro prestado, como fuera el de Jesús, su señor.

Y, suspirando, solo se quejaba de no sufrir:

—Oh, Señor, que tanto sufrió, ¿por qué no me manda a mí el padecimiento bendito?

Al amanecer pidió que abriesen el portón del corral.

Contempló el cielo, que clareaba, escuchó las golondrinas que, en la frescura y silencio, comenzaban a cantar sobre el borde del tejado, y, sonriendo, recordó una mañana, así de silenciosa y fresca, en que, andando con Francisco de Asís a la orilla del lado de Perusa, el maestro incomparable detuviérase ante un árbol lleno de pájaros, y paternalmente les recomendara que loasen siempre al Señor. «¡Hermanos míos, hermanos pajaritos, cantad bien a vuestro Creador, que os dio ese árbol para que en él habitéis, y toda esta limpia agua para en ella beber, y esas plumas bien calientes para abrigaros vosotros, y vuestros hijitos!» Luego, besando humildemente la manga del monje que lo amparaba, Fray Genebro murió.

II

A seguida que cerró sus ojos carnales, un Grande Ángel penetró diáfanamente en el corral y tomó en los brazos el alma de Fray Genebro. Durante un momento, en la fina luz de la madrugada, deslizose por sobre el frontero prado, tan levemente, que ni rozaba las puntas rociadas del alto césped. Después, abriendo las alas, radiantes y níveas, traspuso en un vuelo sereno, las nubes, los astros, todo el cielo que los hombres conocen.

Anidada en sus brazos, como en la dulzura de una cuna, el alma de Genebro conservaba la forma del cuerpo que sobre la tierra quedara; aún la cubría el hábito franciscano, con un resto de polvo de ceniza en los rudos pliegues, y con un mirar nuevo, que ahora todo traspasaba y todo comprendía, contemplaba, en un deslumbramiento, aquella región en que el Ángel luciera alto, más allá de los universos transitorios y de todos los rumores siderales. Era un espacio sin límite, sin contorno y sin color. Por encima comenzaba una claridad, subiendo desparramada a la manera de una aurora cada vez más blanca y más luciente y más radiante, hasta que resplandecía en un fulgor tan sublime, que en ella un sol corruscante sería como una mancha pardusca. Y por abajo extendíase una sombra cada vez más deslucida, más oscura, más cenicienta, hasta que formaba como un espeso crepúsculo de profunda, insondable tristeza. Entre esa refulgencia ascendente y la oscuridad inferior, permaneciera el Ángel inmóvil, esperando, con las alas cerradas. También el alma de Genebro sentía perfectamente que estaba allí, esperando, entre el Purgatorio y el Paraíso. En esto, súbitamente, en las alturas, aparecieron los dos inmensos platos de una balanza; uno que rebrillaba como diamante y estaba reservado a sus Buenas Obras; otro, más negro que el carbón, para recibir el peso de sus Obras Malas. En los brazos del Ángel, el alma de Genebro estremeciose... El plato diamantino comenzó a descender lentamente. ¡Oh, contentamiento y gloria! Cargado con sus Buenas Obras, descendía, calmo y majestuoso, esparciendo claridad. Tan pesado venía, que sus gruesas cuerdas rechinaban, crujían, y entre ellas, formando como una montaña de nieve, resaltaban magníficamente sus virtudes evangélicas. Allí aparecían las incontables limosnas que sembrara en el mundo, ahora desabotonadas en blancas flores, llenas de aroma y de luz.

Su humildad era una cumbre, aureolada por un resplandor. Y cada una de sus penitencias centelleaba más límpidamente que cristales purísimos. Su perenne oración subía y enroscábase en torno de las cuerdas, a la manera de una deslumbrante niebla de oro.

Sereno, con la majestad de un astro, el plato de las Buenas Obras paró, finalmente, con su carga preciosa. El otro, allá arriba, no se movía, negro, del color del carbón; inútil, olvidado, vacío. Ya de las profundidades, sonoros bandos de Serafines volaban, balanceando palmas verdes. El pobre franciscano iba a entrar triunfalmente en el Paraíso, y aquella era la milicia divina que le acompañaría cantando. Un temblor de alegría pasó en la luz del Paraíso, que un santo nuevo enriquecía, y el alma de Genebro pregustó las delicias de la Bienaventuranza. ¡Y estando así, súbitamente, en lo alto, el plato negro osciló como a un peso inesperado que sobre él cayese! Comenzó a descender, duro, temeroso, haciendo una sombra doliente a través de la celestial claridad. ¡Qué mala acción de Genebro traía tan menuda que ni se dejaba ver, tan pesada que forzaba el plato luminoso a subir, remontarse ligeramente, como si la montaña de las Buenas Acciones que en él transbordaban, fuesen un humo mentiroso! ¡Oh, dolor! ¡Oh, desesperanza!

Retrocedían los Serafines con las alas temblantes. En el alma de Fray Genebro corrió un calofrío inmenso de terror. El negro plato descendía, firme, inexorable, con las cuerdas tirantes, y en la región que se hallaba bajo los pies del Ángel, cenicienta, de inconsolable tristeza, una masa de sombra, muellemente y sin rumor, palpitó, creció, rodó, como la onda de una marea devoradora.

El plato, más triste que la noche, detuviérase, parara en pavoroso equilibrio con el plato que rebrillaba. Y los Serafines, Genebro, el Ángel que le trajera, descubrieron, en el fondo de aquel plato que inutilizaba a un Santo, un cerdo, un pobre lechoncillo con una pierna bárbaramente mutilada, revolcándose, al morir, en una poza de sangre... ¡El animal mutilado pesaba tanto en la balanza de la justicia como la montaña luminosa de perfectas virtudes!

En aquel punto, de las alturas surgió una vasta mano, abriendo los dedos que chispeaban. Era la mano de Dios, su mano derecha, que ya se le apareciera a Genebro en la escalera de Santa María de los Ángeles, y que ahora supremamente se extendía para acogerle o para repelerle. Toda la luz y toda la sombra, desde el Paraíso fulgente al Purgatorio crepuscular, se contrajeran en un recogimiento de indecible amor y terror. En la extática mudez, la vasta mano, a través de las alturas, lanzó un gesto que repelía... y el Ángel, bajando la faz compadecida, alargó los brazos y dejó caer el alma de Fray Genebro en la oscuridad del Purgatorio.

Singularidades de una señorita rubia

I

Comenzó por decirme que su caso era natural, y que se llamaba Macario.

Debo contar que conocí a este hombre en un hospedaje del Miño. Era alto y grueso; tenía una calva larga, lúcida y lisa, con pelos raros y finos que se le erizaban en derredor; y sus ojos negros, con la piel en torno arrugada y amarillenta, y ojeras papudas, tenían una singular claridad y rectitud, por detrás de sus anteojos redondos con aros de concha. Tenía la barba rapada, el mentón saliente y resuelto. Traía una corbata de raso negro, apretada por detrás con una hebilla; una levita larga color de piñón, con las mangas estrechas y justas y bocamangas de veludillo. Por la larga abertura de su chaleco de seda, en donde relucía una cadena antigua, asomaban los blandos pliegues de una camisa bordada.

Era esto en septiembre; ya anochecía más pronto, con una frialdad fina y seca y una oscuridad espantosa. Yo me había apeado de la diligencia, fatigado, hambriento, arrebozado en un cobertor de listas escarlata.

Venía de atravesar la sierra y sus perspectivas pardas y desiertas. Eran las ocho de la noche. El cielo estaba pesado y sucio. Y, o fuese un cierto adormecimiento cerebral producido por el rodar monótono de la diligencia, o la influencia del paisaje escarpado y árido, bajo el cóncavo silencio nocturno, o la opresión de la electricidad, que henchía las alturas, el hecho es que yo —que soy naturalmente positivo y realista— había venido tiranizado por la imaginación y por las quimeras. Existe, en el fondo de cada uno de nosotros, por fríamente educados que seamos, un resto de misticismo; y basta, a las veces, un paisaje lúgubre, el viejo muro de un cementerio, un yermo ascético, las emolientes blancuras de un lunar, para que ese fondo místico, suba, se alargue como una neblina, llene el alma, la sensación y la idea, y quede así el más matemático o el más crítico, tan triste, tan visionario, tan idealista, como un viejo monje poeta.

A mí, lo que me lanzó en la quimera y en el sueño, fue el aspecto del monasterio de Rastello, que yo había visto, a la claridad suave y otoñal de la tarde, en su dulce colina. Mientras iba anocheciendo, y la diligencia rodaba continuamente al trote flaco de sus magros caballos blancos, y el cochero, con el capuchón del gabán enterrado en la cabeza, rumiaba su pipa, yo me puse, elegíacamente, ridículamente, a considerar la esterilidad de la vida; y deseaba ser un monje, estar en un tranquilo convento, entre arbolados, o en la murmuradora concavidad de un valle, y en tanto el agua canta sonoramente en las tazas de piedra, leer la Imitación, y oyendo a los ruiseñores en los laureles, tener saudades del cielo. No se puede ser más estúpido.

Pero yo sentía así, y atribuyo a esta disposición visionaria la falta de espíritu —la sensación— que me hizo la historia de aquel hombre de las bocamangas de veludillo.

Mi curiosidad comenzó durante la cena, cuando yo deshacía el pecho de una gallina ahogada en arroz blanco, con rebanadas escarlata de salchichón, y la criada, gorda y llena de pecas, hacía espumar el vino verde en la copa, dejándolo caer de alto de una colodra vidriada. El hombre estaba enfrente de mí, comiendo tranquilamente su jalea: le pregunté, con la boca llena, y mi servilleta de lino de Guimarães suspendida en los dedos, si él era de Villa Real.

—Vivo allí hace muchos años —respondió.

—Tierra de mujeres bonitas, según me consta —dije.

El hombre se calló.

—¿Eh? —torné.

El hombre arrebujose en un silencio completo. Hasta entonces estuviera alegre, riendo dilatadamente, locuaz y lleno de simplicidad; y de pronto inmovilizó su fina sonrisa.

Comprendí que había tocado la carne viva de un recuerdo. De seguro había un mujer en el destino de aquel viejo. Ahí estaba su melodrama o su farsa, porque inconscientemente me determiné en la idea de que el hecho, el caso de aquel hombre, tendría que ser grotesco y exhalar escarnio.

Así que le dije:

—A mí me han asegurado que las mujeres de Villa Real son las más bonitas del Norte. Para ojos negros, Guimarães; para cuerpos, San Alejo; para cabellos, los Arcos; allí es en donde se ven los cabellos claros color de trigo.

El hombre seguía callado, comiendo, con los ojos bajos.

—Para cinturas finas, Viana; para buenos cutis, Amarante; y para todo esto, Villa Real. Yo tengo un amigo que se vino a casar a Villa Real. Tal vez le conozca. Peixoto, uno alto, de barba rubia, bachiller.

—Peixoto, sí —murmuró, mirándome gravemente.

—Vino a casarse a Villa Real, como antiguamente se iban a casar a Andalucía —cuestión de arreglar la fina flor de la perfección—. A su salud.

Evidentemente le molestaba, porque se levantó, fue a la ventana con un paso pesado, y entonces reparé en sus gruesos zapatos de cachemir con suela fuerte y cordones de cuero. Y salió.

Cuando pedí mi candelero, la criada trájome un velón de latón lustroso y antiguo, y dijo:

—El señor está con otro. El número 3. En los hospedajes del Miño, a las veces, cada cuarto es un dormitorio independiente.

—Bien —dije yo.

—El número 3 era en el fondo del corredor. A las puertas de los lados, los huéspedes habían puesto su calzado para limpiar: veíanse unas gruesas botas de montar, enfangadas, con espuelas de correa; los zapatos blancos de un cazador; botas de propietario, de altas cañas bermejas; las botas de un cura, altas, con su borla de seda; los botines de becerro de un estudiante; y en una de las puertas, el número 15, había unas botinas de mujer, de raso, pequeñitas y finas, y al lado, las botinitas de un niño, todas rotas y gastadas, y sus cañas de paño forradas de pieles caíanle para los lados, con los cordones desatados. Todos dormían. Frente al número 3, estaban los zapatos de cachemir con correas; y cuando abrí la puerta vi al hombre de las bocamangas de veludillo que amarraba en la cabeza un pañuelo de seda; tenía una chaqueta corta de ramajes, unas medias de lana, gruesas y altas, y los pies metidos en unas chinelas de orillo.

—No repare usted —me dijo.

—Libertad completa —y para establecer la intimidad, me saqué la chaqueta.

No diré los motivos, por los cuales de allí a poco, ya acostado, me relató su historia. Hay un proverbio eslavo de Galicia, que dice: «lo que no cuentas a tu mujer, lo que no cuentas a tu amigo, cuéntaselo a un extraño en el hospedaje». Mas él tuvo rabias inesperadas y dominantes en el ínterin de su larga y sentida confidencia. Fue a propósito de mi amigo Peixoto, que se había ido a casar a Villa Real. ¡Le vi llorar, a aquel viejo de casi sesenta años! Tal vez la historia se juzgue trivial; a mí, que en esa noche estaba nervioso y sensible, me pareció terrorífica; mas cuéntola apenas como un accidente singular de la vida amorosa...

Comenzó, pues, por decirme, que su caso era natural, y que se llamaba Macario.

Le pregunté yo entonces si era de una familia que yo conociera, que tenía el apellido de Macario; y como él me respondiese que era primo de esos tales, aventuré a seguida una idea muy simpática de su carácter, porque los Macarios eran una antigua familia, casi una dinastía de comerciantes, que mantenían con una severidad religiosa su vieja tradición de honra y de escrúpulo. Díjome Macario que en ese tiempo, en 1823 o 33, en su mocedad, su tío Francisco tenía en Lisboa, un almacén de paños, y que él era uno de los dependientes. Al cabo de un tiempo, el tío compenetrábase de ciertos instintos inteligentes y del talento práctico y aritmético de Macario, y le dio el escritorio. Macario tornose su tenedor de libros.

Díjome que siendo naturalmente linfático, y tímido, su vida tenía en ese tiempo una gran concentración. Un trabajo escrupuloso y fiel, algunas raras meriendas en el campo, un esmero distinto en el traje y en la ropa blanca, era todo el interés de su vida. La existencia en aquel entonces era casera y estrecha. Una gran simplicidad social aclaraba las costumbres; los espíritus eran más ingenuos, los sentimientos menos complicados.

Comer alegremente en una huerta, bajo los parrales, viendo correr el agua de las riegas, llorar con los melodramas que rugían entre los bastidores del Salitre, alumbrados con cera, eran contentamientos que bastaban a la burguesía cautelosa. Demás de eso, los tiempos eran confusos y revolucionarios; y nada torna al hombre recogido, amigo del hogar, simple y fácilmente feliz, como la guerra. La paz, dando vagar a la imaginación, causa las impaciencias del deseo.

A los veintidós años, Macario, como le decía una vieja tía que fuera querida del magistrado Curvo Semedo, aún no había sentido a Venus.

Mas por ese tiempo vino a morar enfrente del almacén de los Macarios, en un tercer piso, una mujer de cuarenta años, vestida de luto, con una piel blanca y descolorida, el busto bien hecho y un aspecto deseable. Macario tenía su pupitre en el primer piso, encima del almacén, al borde de un balcón, y desde allí vio una mañana a aquella mujer con el cabello negro suelto y ensortijado, una blusa blanca y los brazos desnudos, llegarse al antepecho de una ventana para sacudir un vestido. Macario fijó en ella su mirada, y sin más intención, díjose mentalmente que aquella mujer, a los veinte años debía haber sido una persona cautivante y llena de dominio; porque sus cabellos, violentos y ásperos, las cejas espesas, el labio fuerte, el perfil aquilino y firme, revelaban un temperamento activo e imaginaciones apasionadas. En tanto, continuó serenamente alineando sus cifras. Mas por la noche, estaba fumando, sentado a la vera de la ventana de su cuarto, que abría sobre el patio; era una noche de julio y la atmósfera, eléctrica y amorosa; el violín de un vecino gemía una jácara morisca de un melodrama que entonces sensibilizaba; el cuarto hallábase sumido en una penumbra dulce y llena de misterio, y Macario, que calzaba unas chinelas, de improviso se acordó de aquellos cabellos negros y fuertes y de aquellos brazos que tenían el color de los mármoles pálidos; desperezose, bamboleó mórbidamente la cabeza por el respaldo del sillón de mimbre, como los gatos sensibles, que se estregan, y decidió, bostezando, que su vida era monótona. Y al otro día, aún impresionado, sentose ante su pupitre con la ventana abierta y mirando a la casa frontera en donde vivían aquellos largos cabellos, comenzó a recortar lentamente su pluma de madera. No se asomó nadie al balcón de antepecho con persianas verdes. Macario estaba hastiado, pesado, y el trabajo fue lento. ¡Pareciole que había en la calle un sol alegre y que en los campos las sombras debían ser mimosas y que se hallaría bien viendo el palpitar de las mariposas blancas en las madreselvas! Cuando cerró el pupitre, sintió que se abrían las maderas de los ventanales de enfrente: eran de seguro los cabellos negros. Aparecieron unos cabellos rubios. ¡Oh! Macario salió a seguida, descaradamente al balcón, afilando un lápiz. Era una señorita de unos veinte años, fina, fresca, rubia como una viñeta inglesa; la blancura de la piel tenía algo de la transparencia de las viejas porcelanas, y había en su perfil una línea pura como de una medalla antigua. Los viejos poetas pintorescos habríanla llamado paloma, armiño, nieve y oro.

Macario se dijo:

—Es hija.

La otra vestía de luto, y esta, la rubia, traía un vestido de muselina con lunares azules, una pañoleta de Cambray cruzada sobre el pecho, las mangas con encajes, y todo era aseado, mozo, fresco, flexible y tierno.

Por entonces Macario era rubio, con la barba corta, el pelo rizado, y su figura debía tener aquel aire seco y nervioso que después del siglo XVIII y de la revolución, fue tan vulgar en las razas plebeyas.

La señorita rubia reparó naturalmente en Macario y naturalmente cerró las maderas, corriendo por detrás una cortina de muselina bordada. Estas pequeñas cortinas datan de Goethe y tienen en la vida amorosa un interesante destino: revelan. Levantarles una punta y espiar, fruncirla suavemente, revela un fin; correrla, sujetar en ella una flor, agitarla, haciendo sentir que por dentro un rostro atento se mueve y espera, son viejas maneras con que en la realidad y en el arte comienza la novela. La cortina irguiose despacito y el rostro rubio avizoró.

Macario no me contó por palpitaciones la historia minuciosa de su corazón. Dijo sencillamente que de allí a cinco días estaba loco por ella. Su trabajo tornose luego perezoso e infiel, y su bella letra cursiva inglesa, firme y larga, adquirió curvas, ganchos, rabos, en donde estaba toda la novela impaciente de sus nervios. No la podía ver por la mañana; el sol mordiente de julio batía y abrasaba la ventana. Solo por la tarde se fruncía la cortina, se abrían las maderas, y ella, extendiendo una almohadilla en el borde del antepecho, venía a acodarse, mimosa y fresca, con un abanico en la mano. Abanico que preocupó a Macario: era chinés, redondo, de seda blanca, con dragones escarlata bordados a pluma, una armazón de pluma azul, fina y trémula como un plumón, y su cabo de marfil, del cual pendían dos borlas de hilo de oro, tenía incrustaciones de nácar a la manera persa.

Un abanico magnífico y, en aquel tiempo, inesperado, en las manos plebeyas de una señorita vestida de muselina. Mas como ella era rubia y la madre tan meridional, Macario, con esa intuición interpretativa de los enamorados, respondió a su curiosidad: será hija de un inglés. El inglés va a la China, a Persia, a Ormuz, a Australia y viene lleno de aquellas joyas de los lujos exóticos, y ni Macario sabía por qué le preocupaba así aquel abanico de mandarina: mas según él me dijo, aquello le agradó.

Transcurriera una semana, cuando un día Macario vio, desde su mesa, que la rubia salía con la madre, porque se acostumbrara a considerar madre a aquella magnífica señora magníficamente pálida y vestida de luto.

Macario fue a la ventana y las vio atravesar la calle y entrar en el almacén. ¡En su almacén! Descendió corriendo, trémulo, impaciente, apasionado y con palpitaciones. Ya estaban apoyadas en el mostrador, y un dependiente desdoblábales cachemires negros. Esto conmovió a Macario; él mismo me lo dijo:

—Porque, en fin, querido, no era natural que ellas fuesen a comprar cachemires negros.

No; ellas no usaban amazonas; no querrían ciertamente tapizar sillas con cachemir negro: no había hombres en su casa; de suerte, que aquella venida al almacén era un medio delicado para verle de cerca y hablarle, y tenía todo el encanto penetrante de una mentira sentimental. Yo advertí a Macario que, siendo así, él debía extrañar aquel movimiento amoroso, porque denotaba una complicidad equívoca en la madre. Él me confesó que ni pensaba en tal. Lo que hizo fue acercarse al mostrador y decir estúpidamente:

—Sí, señor; van bien servidas: este cachemir no encoge.

La rubia irguió hacia él su mirar azul, y Macario quedó como si se sintiese envuelto en la dulzura de un cielo.

Y cuando iba a decirle una palabra reveladora y vehemente, apareció en el fondo del almacén el tío Francisco, con su larga levita color de piñón y botones amarillos. Como era singular y desusado hallarse al señor tenedor de libros vendiendo en el mostrador, y el tío Francisco, con su crítica estrecha y célibe, podía escandalizarse, Macario comenzó a subir lentamente la escalera en caracol que llevaba al escritorio, y aún oyó la voz delicada de la rubia decir blandamente:

—Ahora querría ver telas de la India.

El dependiente fue a buscar un pequeño paquete de aquellas telas, apiladas y apretadas con una tira de papel dorado.

Macario, que había adivinado en aquella visita una revelación de amor, casi una declaración, estuvo todo el día entregado a las amargas impaciencias de la pasión.

Anduvo distraído, absorto, pueril; no dio la menor atención al escritorio; comió callado, sin escuchar al tío Francisco, que exaltaba las albóndigas; apenas reparó en su sueldo, que le fue satisfecho en plata, a las tres, y no entendió bien las recomendaciones del tío y la preocupación de los dependientes sobre la desaparición de un paquete de pañuelos de la India.

—Es la costumbre de dejar entrar pobres en el almacén —había dicho el tío Francisco, en su laconismo majestuoso—. Son doce duros de pañuelos. Lance a mi cuenta.

En tanto, Macario rumiaba secretamente una carta; mas sucedió que al otro día, estando él en el balcón, la madre, la de los cabellos negros, vino a apoyarse en el antepecho, y en ese momento pasaba por la calle un muchacho amigo de Macario, que al ver a aquella señora se paró y le sacó, con una cortesía risueña, su sombrero de paja. Macario quedó radiante. Aquella noche buscó a su amigo, y, brutalmente, sin medias tintas:

—¿Quién es aquella mujer que saludaste hoy frente al almacén?

—Es la Villaça. Bella mujer.

—¿Y la hija?

—¡La hija!

—Sí; una rubia clara, con un abanico chinés.

—¡Ah! sí. Es hija.

—Es lo que yo decía.

—¿Sí? ¿Y qué?

—Es bonita.

—¡Es bonita!

—Es gente de bien, ¿eh?

—Sí; gente de bien.

—Está bien. ¿Tú las conoces mucho?

—Las conozco. Mucho, no. Las encontraba antes en casa de doña Claudia.

—Bien; oye.

Y Macario, contando la historia de su corazón despertado y exigente, y hablando del amor con las exaltaciones de entonces, pidiole, como la gloria de su vida, que hallase un medio de encajarlo allí. No era difícil. Las Villaças acostumbraban ir los sábados a casa de un notario muy rico, en la calle de los Calafates; eran reuniones sencillas y pacatas, en donde se cantaban motetes con música de clavicordio, se glosaban motes y había juegos de prendas del tiempo de la señora doña María I, y a las nueve, la criada servía horchata. Bien. El primer sábado, Macario, de casaca azul, calzas de Nankin con presillas de metal, corbata de raso rojo, curvábase delante de la esposa del notario, la señora doña María de la Gracia, persona seca y ahilada, con un vestido bordado a matiz, una nariz corva, un enorme anteojo de concha y una pluma de marabout en sus cabellos grises. En un rincón de la sala, entre un frou-frou de vestidos enormes, estaba la pequeña Villaça, la rubia, vestida de blanco, sencilla, fresca, con su aire de grabado en color. La madre, la soberbia mujer pálida, cuchicheaba con un magistrado de figura apoplética. El notario era hombre letrado, latinista y amigo de las musas; escribía en un periódico de entonces, La alcoba de las damas, porque era, sobre todo, galante, y él mismo se intitulaba, en una oda pintoresca, mozo escudero de Venus. Así, sus reuniones eran ocupadas por las bellas artes, y en esa noche, un poeta del tiempo debía leer un poemita intitulado ¡Elmira, o la venganza del veneciano!...

Comenzaban entonces a aparecer las primeras audacias románticas. Las revoluciones de Grecia principiaban a atraer a los espíritus románticos y salidos de la mitología hacia los países maravillosos de Oriente. Por dondequiera se hablaba del pachá de Janina. La poesía apoderábase vorazmente de este mundo nuevo y virginal de minaretes, serrallos, sultanas color de ámbar, piratas del Archipiélago y salas tapizadas, llenas de perfume del áloe, en donde pachás decrépitos acarician leones. De suerte que la curiosidad era grande; y cuando el poeta apareció con los cabellos largos, la nariz aquilina y fatal, el pescuezo embarazado en la alta gola de su frac a la Restauración y un canuto de lata en la mano, Macario fue el único que no experimentó sensación alguna, porque estaba todo embebecido hablando con la niña de Villaça. Decíale afablemente:

—¿Y entonces, el otro día, le gustó el cachemir?

—Mucho —dijo ella en voz baja.

Desde ese momento, envolvioles un destino nupcial.

Entretanto, en el amplio salón, pasábase la noche espiritualmente. Macario no me pudo dar todos los pormenores históricos y característicos de aquella asamblea. Recordaba apenas que un corregidor de Leiria recitaba el Madrigal a Lidia; leíalo de pie, con una lupa redonda aplicada sobre el papel, la pierna derecha adelantada, la mano en la abertura del chaleco blanco de gola alta. Y a la redonda, formando círculo, las damas, con vestidos de ramazón, cubiertas de plumas, las mangas estrechas terminadas en vuelos fofos de encaje, mitones de seda negra llenos del centelleo de los anillos, tenían sonrisas tiernas, cuchicheos, dulces murmuraciones, risitas y un blando palpitar de abanicos recamados de lentejuelas.

—¡Muy bonito —decían—, muy bonito!

—Y el corregidor, desviando el lente, cumplimentaba sonriendo y veíasele un diente podrido.

Luego, la preciosa doña Jerónima de la Piedad y Sande, sentándose con maneras conmovidas ante el clavicordio, cantó con su voz gangosa la antigua aria de Lully:


¡Oh, Ricardo!; ¡oh, mi rey!
El mundo te abandona,


lo que obligó al terrible Gaudencio, demócrata del 20 y admirador de Robespierre, a murmurar rencorosamente junto a Macario:

—¡Reyes!... ¡Víboras!

Después, el canónigo Saavedra cantó una romanza de Pernambuco, muy usada en el tiempo del señor Don Juan VI: lindas mozas, lindas mozas.

Así fue corriendo la noche, literaria, pachorrienta, erudita, requintada y toda llena de musas.

Ocho días después, Macario era recibido en casa de la Villaça, en un domingo. Convidáralo la madre, diciéndole:

—Espero que el vecino honre aquella choza.

El magistrado apoplético, que estaba al lado, exclamó:

—¿Choza? Diga alcázar, hermosa dama.

En esta noche hallábanse allí el amigo del sombrero de paja, un viejo caballero de Malta, renco, estúpido y sordo, un beneficiado de la catedral, ilustre por su voz de tiple, y las hermanas Hilarias, de las cuales, la más vieja, habiendo asistido, como aya de una señora de la casa de la Mina, a la torada de Salvatierra, en que murió el conde de los Arcos, nunca dejaba de narrar los pintorescos episodios de aquella tarde; la figura del conde de los Arcos, de cara rapada y una cinta de raso escarlata en la coleta; el soneto que un magro poeta, parásito de la casa de Vimioso, recitó cuando el conde entró, haciendo ladear su caballo negro, enjaezado a la española, con una gualdrapa en donde figuraban sus armas labradas en plata; el tumbo que en ese momento dio un fraile de San Francisco desde las gradas más altas, y la hilaridad de la corte, que hasta la condesa de Pavolide se llevaba las manos a los costados; después, el rey, el señor Don José I, vestido de terciopelo escarlata, recamado de oro, acodado en el borde de su palco y haciendo girar entre dos dedos su caja de rapé guarnecida, y por detrás, inmóviles, el médico Lourenço y el fraile, su confesor; después, el rico aspecto de la plaza llena de gente de Salvatierra, mayorales, frailes, lacayos y el grito que hubo, cuando Don José I entró: ¡Viva el rey, nuestro señor! Y el pueblo se arrodilló y el rey habíase sentado, y comía dulces que le ofreció un criado, en una bolsa de terciopelo.

Luego, la muerte del conde de los Arcos, los desmayos, y hasta el rey, todo inclinado, batiendo con la mano en el antepecho, gritando en la confusión; y el capellán de la casa de los Arcos, que había salido corriendo desaladamente a buscar la extremaunción. Ella, Hilaria, quedara aterrada de pavor; sentía los mugidos de los bueyes, gritos agudos de mujeres, los aullidos de los flatos, y viera entonces a un viejo, todo vestido de terciopelo negro, con la fina espada en la mano, debatirse entre hidalgos y damas que lo sujetaban, y querer tirarse a la plaza, bramando de rabia. «Es el padre del conde», explicaban en torno. Ella desmayárase en los brazos de un padre de la Congregación. Al volver en sí, hallose junto a la plaza; a la puerta estaba la berlina real, con los postillones emplumados, los machos llenos de cascabeles, y, al frente, los batidores a caballo; veíase allá dentro al rey, escondido en el fondo, pálido, sorbiendo febrilmente rapé, todo encogido, con el confesor, y par a par, con una de las manos apoyadas en el alto bastón, hombrachón, fuerte, el aspecto melancólico, el marqués de Pombal hablaba despacito e íntimamente, gesticulando con el lente. Los batidores picaron, resonaron los estallidos de los postillones, y la berlina partió al galope, mientras el pueblo gritaba: ¡Viva el rey, nuestro señor! ¡Y la campana de la capilla del palacio tocaba a difuntos! Era una honra que concedía el rey a la casa de los Arcos.

En el punto en que doña Hilaria acabó de contar, suspirando, estas desgracias pasadas, comenzose a jugar. Macario no recordaba lo que se había jugado en esa noche radiosa, lo cual parece singular. Solo se acordaba de que había quedado al lado de la pequeña de Villaça (que se llamaba Luisa), que reparara mucho en su fina piel rosada, embebida en luz, y en la dulce y amorosa pequeñez de su mano con las uñas más pulidas que el marfil de Dieppe. Se acordaba también de un accidente excéntrico, que le había hecho determinarse, desde ese día, a sentir una gran hostilidad al clero de la catedral. Macario estaba sentado a la mesa, y a su lado Luisa, la cual habíase vuelto hacia él, con una de las manos sosteniendo su fina cabecita rubia y amorosa, y la otra descansando en el regazo. El beneficiado sentárase enfrente, con su bonete negro, sus anteojos en la punta aguda de la nariz, el tono azulado de la fuerte barba rapada, y sus dos grandes orejas, complicadas y llenas de pelo, separadas del cráneo como dos postigos abiertos. En esto, como era necesario al final del juego pagar unos tantos al caballero de Malta, que cayera al lado del beneficiado, Macario sacó del bolsillo una moneda y en tanto el caballero, todo curvado y bizqueando un ojo, hacía la suma de los tantos en el dorso de un as, Macario conversaba con Luisa, haciendo girar sobre el paño verde su moneda de oro, como un bolillo o un peón. Era una moneda nueva que relucía, chispeaba, rodando, y hería la vista como una bola de nieve iluminada. Luisa sonreía viéndola girar, girar, y le parecía a Macario que todo el cielo, la pureza, la bondad de las flores y la castidad de las estrellas estaban en aquella clara sonrisa distraída, espiritual, arcangélica, con que ella seguía el giro fulgurante de la moneda nueva de oro. De repente, la pieza, corriendo hasta el borde de la mesa, cayó hacia el lado del regazo de Luisa y desapareció sin que se oyese en el suelo de madera su sonido metálico. El beneficiado inclinose en seguida cortésmente; Macario apartó la silla, mirando por debajo de la mesa; la Villaça madre alumbró con un candelabro, y Luisa irguiose y sacudió con un levísimo golpe su vestido de muselina. La moneda no pareció.

—¡Es célebre! —dijo el amigo del sombrero de paja—, yo no la oí sonar en el suelo.

—¡Ni yo, ni yo! —dijeron.

El beneficiado, curvado, buscaba tenazmente, y la Hilaria más joven, murmuraba el responso de San Antonio.

—Pues la casa no tiene agujeros —decía la Villaça, madre.

—¡Desaparecer así! —refunfuñaba el beneficiado.

Macario exhalábase en exclamaciones desinteresadas:

—¡Por el amor de Dios! ¡No busquen más! ¡Qué más da! ¡Mañana parecerá! ¡Tengan la bondad! ¡Háganme el favor! ¡Doña Luisa! ¡Por el amor de Dios! ¡No vale nada!

Pero mentalmente estableció que hubiera una sustracción, y se la atribuyó al beneficiado. La pieza rodara, seguramente hasta junto de él, sin ruido: pusiérale encima su vasto zapato eclesiástico y tachuelado; y, después, en el movimiento brusco y corto que había hecho, aprehendiérala vilmente. Cuando salieron, el beneficiado, todo embozado en su amplia capa de camelote, decía a Macario por la escalera:

—¿Mire usted que la desaparición de la moneda, eh? ¡Qué broma!

—¿Le parece a usted, señor beneficiado? —dijo Macario, deteniéndose, pasmado de la impudencia.

—¿Que si me parece? ¡Si le parece! ¡Una moneda de oro! ¡Solo si usted las siembra!... ¡Porra! ¡Yo me volvía loco!

Macario sintió tedio de aquella astucia fría. No le respondió. El beneficiado, añadió:

—¡Mande allá mañana por la mañana, hombre! ¡Qué diablo!... ¡Dios me perdone! ¡Qué diablo! Una moneda no se pierde así. ¡Qué mala suerte, eh!

Macario sentía ganas de pegarle. Estando en esto fue cuando Macario me dijo con su voz singularmente sensible:

—En fin, amigo mío, para abreviar razones, resolví casarme con ella.

—¿Y la moneda?

—¡No pensé más en eso! ¡Iba a pensar yo entonces en la moneda! ¡Resolví casarme con ella!

II

Macario me contó lo que le determinara más precisamente en aquella resolución profunda y perpetua. Fue un beso. Mas ese suceso, casto y sencillo, yo lo callo, porque el único testigo fue una imagen en estampa de la Virgen, que estaba colgada en su cuadrito de madera, en la sala oscura que abría a la escalera... Un beso fugitivo, superficial, efímero. Y bastó eso a su espíritu recto y severo para obligarlo a tomarla como esposa, y darle una fe inmutable y la posesión de su vida. Tales fueron sus esponsales. Aquella simpática sombra de las ventanas vecinas tórnase para él un destino, el fin moral de su vida, y toda la idea dominante de su trabajo. Esta historia toma, desde luego, un alto carácter de santidad y de tristeza.

Macario me habló largamente del carácter y de la figura del tío Francisco: su aventajada estatura, sus lentes de oro, su barba grisácea, en collar, por debajo del mentón, un tic nervioso que tenía en una ventana de la nariz, la dureza de su voz, su austera y majestuosa tranquilidad, sus principios antiguos, autoritarios y tiránicos, y la brevedad telegráfica de sus palabras.

Cuando Macario le dijo una mañana, durante el almuerzo, brutalmente, sin transiciones emolientes: «Pídole permiso para casarme», el tío Francisco, que echaba azúcar en su café, quedó callado, revolviendo con la cucharilla, despacio, majestuoso y terrible; y cuando acabó de sorber los restos del platillo, con gran ruido, sacó del cuello la servilleta, la dobló, afiló con el cuchillo un mondadientes, se lo puso en la boca y salió: mas a la puerta del comedor paró, y volviéndose hacia Macario, que estaba en pie, junto a la mesa, dijo secamente:

—No.

—¡Perdón, tío Francisco!

—No.

—Mas oiga, tío Francisco...

—No.

Macario sintiose poseído de una gran cólera.

—En ese caso, lo hago sin permiso.

—Despedido de casa.

—Saldré. No lo dude.

—Hoy.

—Hoy.

El tío Francisco iba a cerrar la puerta, mas volviéndose:

—¡Oye! —dijo a Macario, que estaba exasperado, apoplético, arañando en los cristales de la ventana.

Macario volviose con una esperanza.

—Deme de ahí la caja del rapé —dijo el tío Francisco.

¡Habíasele olvidado la caja! Así que estaba perturbado.

—Tío Francisco... —comenzó Macario.

—Basta. Estamos a 12. Recibirá usted el sueldo del mes entero.

Las educaciones antiguas producían estas situaciones insensatas. Era brutal e idiota. Macario me afirmó que era así.

Y por la tarde, hallábase Macario en el cuarto de un hospedaje en la plaza de la Figueira, con seis monedas de oro, un baúl de ropa blanca y su pasión. Estaba tranquilo; sin embargo, sentía su destino lleno de apuros. Tenía relaciones y amistades en el comercio. Conocíasele ventajosamente: la nitidez de su trabajo, su honra tradicional, el nombre de la familia, su tacto comercial, su bella letra cursiva, inglesa, abríanle de par en par, respetuosamente, todas las puertas de los escritorios. Al otro día fue a ver alegremente al negociante Falleiro, antigua relación comercial de su casa.

—Con mucho gusto, amigo mío —me dijo—. ¡Quién me lo diera aquí! Mas si lo recibo, quedo mal con su tío, mi viejo amigo de veinte años. Me lo declaró categóricamente. Ya ve usted. Fuerza mayor. Yo lo siento; pero...

Todos los que Macario visitó, confiado en relaciones sólidas, recelaban quedar mal con su tío, viejo amigo de veinte años.

Y todos lo sentían; pero...

Entonces dirigiose Macario a negociantes nuevos, extraños a su casa y a su familia, y sobre todo a los extranjeros: esperaba encontrar gente libre de la amistad de veinte años del tío. Para esos, Macario era desconocido, y asimismo desconocidos su dignidad y su hábil trabajo. Si tomaban informes, sabían que había sido despedido repentinamente de casa de su tío, por causa de una señorita rubia, vestida de muselina. Esta circunstancia restaba a Macario la simpatía. El comercio evita el tenedor de libros sentimental. De suerte, que Macario comenzó a sentirse en un momento agudo. Pretendiendo, pidiendo, rebuscando, pasaba el tiempo, sorbiendo, poco a poco, sus seis monedas.

Se mudó a un hospedaje barato, y continuó olfateando. Mas como fuera siempre de temperamento recogido, no había creado amigos. De modo que se encontraba desamparado y solitario, y la vida aparecíasele como un descampado.

Las monedas terminaron. Macario entró, paso a paso, en la antigua tradición de la miseria, la cual tiene solemnidades fatales y establecidas; comenzó por empeñar; después, vendió. Reloj, anillos, levita azul, cadena, paletó de alamares, todo fue yendo poco a poco, rebujado debajo del chal, a una vieja seca y llena de asma.

Entretanto, veía a Luisa, de noche, en la salita oscura que daba a la escalera; una lamparilla ardía encima de la mesa. Era feliz allí, en aquella penumbra, sentado castamente al lado de Luisa, en un rincón de un viejo canapé de paja. No la veía de día, porque traía ya la ropa usada, las botas torcidas, y no le gustaba mostrar a la fresca Luisa, tan mimosa en su cambray aseado, su miseria remendada; allí, a aquella luz tenue, exhalaba su gran pasión y escondía su traje decadente.

Era muy singular el temperamento de Luisa, según me dijo Macario. Tenía el carácter rubio como el cabello, si es cierto que el rubio es un color lánguido y deslucido: hablaba poco, sonreía siempre con sus blancos dientecillos; decía a todo ¿sí?; era muy simple, casi indiferente, llena de transigencias.

Seguramente amaba a Macario, mas con todo el amor que podía dar su naturaleza débil, agotada, nula. Era como un copo de lino, hilábase como se quería; y, a las veces, en aquellos encuentros nocturnos, tenía sueño.

Un día, Macario la encontró excitada: estaba impaciente, el chal arrebozado de cualquier manera, mirando siempre hacia la puerta interior.

—¿Te vio mamá? —dijo ella.

Contole que la madre desconfiaba, impertinente y áspera, y que de seguro presentía aquel proyecto nupcial, tramado como una conjuración.

—¿Por qué no vienes a pedir mi mano?

—¡Pero, hija, si yo no puedo! No tengo acomodo ninguno. Espera. Un mes acaso. Tengo ahora un negocio en buen camino. Nos moriríamos de hambre.

Luisa callose, torciendo la punta del chal, con los ojos bajos.

—Por lo menos —dijo ella— hasta que yo no te haga seña desde la ventana, no subas más, ¿sí?

Macario rompió a llorar; los sollozos estallaban violentos y desesperados.

—¡Chist! —decíale Luisa—. ¡No llores alto!...

Macario me contó la noche que pasó, por las calles, al acaso, rumiando febrilmente su dolor, bajo el frío de enero, en su levita corta.

No durmió, y luego, por la mañana, al otro día, entró como una ráfaga en el cuarto del tío Francisco y díjole brutalmente, secamente:

—Es todo lo que tengo —y mostrábale unas perras—. Ropa, estoy sin ella. Vendí todo; dentro de poco tendré hambre.

El tío Francisco, que se estaba afeitando junto a la ventana, con el pañuelo de la India amarrado en la cabeza, volviose, y poniéndose los lentes, le miró:

—Su pupitre allí está. Quede —y añadió, con un gesto decisivo— soltero.

—¡Tío Francisco, óigame!...

—Soltero, he dicho —continuó el tío Francisco, mientras suavizaba la navaja en el asentador.

—No puedo.

—¡Entonces, a la calle!

Macario obedeció aturdido. Llegó a su casa, acostose, lloró y se quedó dormido. Cuando salió, al anochecer, no tenía resolución, ni idea. Estaba como una esponja saturada. Dejábase ir.

De repente, una voz gritó desde dentro de una tienda:

—¡Eh! ¡Pchs! ¡Oiga!

Era el amigo del sombrero de paja; abrió los brazos ampliamente:

—¡Qué diablo! ¡Toda la mañana te anduve buscando!

Y le contó que había llegado de la provincia, supiera su crisis y le traía un desenlace.

—¿Quieres?

—Todo.

Una casa comercial necesitaba un hombre hábil, resuelto y duro, para ir con una comisión difícil y de grandes ganancias, a Cabo Verde.

—¡Dispuesto! —dijo Macario—. ¡Pronto! Mañana.

Y fue corriendo a escribir a Luisa, pidiéndola una despedida, un último encuentro, aquel en que a los brazos desolados y vehementes cuesta tanto desenlazarse. Fue. Encontrola toda arrebujada en su chal, tiritando de frío. Macario lloró. Ella, con su pasiva y rubia dulzura, díjole:

—Haces bien. Tal vez te hagas rico.

Y al otro día, Macario partió.

Conoció las jornadas trabajosas en los mares enemigos, el mareo monótono en un camarote ahogado, las duras costumbres de las colonias, la brutalidad tiránica de los hacendados ricos, el peso de los fardos humillantes, las dilaceraciones de la ausencia, los viajes al interior de las tierras negras y la melancolía de las caravanas que orillan en violentas noches, durante días y días, los tranquilos ríos, de donde se exhala la muerte.

Volvió.

Y a seguida, en la misma tarde, la vio, a ella, Luisa, clara, fresca, reposada, serena, acodada al antepecho del balcón, con su abanico chinés. Y al otro día, ávidamente, fue a pedírsela a la madre. Macario había hecho un gran negocio, y la Villaça madre abriole sus brazos amigos llena de exclamaciones. El casamiento acordose para dentro de un año.

—¿Por qué? —pregunté yo a Macario.

Y me explicó que las ganancias de Cabo Verde no podían constituir un capital definitivo; eran apenas un capital de habilitación. Traía de Cabo Verde elementos de poderosos negocios; durante un año, trabajaría sin descanso, y al final, podría, sosegadamente, crear una familia.

Trabajó de firme: puso en aquel trabajo la fuerza creadora de su pasión. Levantábase de madrugada, comía de prisa, hablaba muy poco. A la tardecita iba a visitar a Luisa. Después, volvía impacientemente al trabajo, como un avaro a su cofre.

Estaba grueso, fuerte, duro, fiero; con el mismo ímpetu servíase de las ideas y de los músculos; vivía en una tempestad de cifras. A las veces, Luisa, al pasar, entraba en su almacén: aquel posar de ave fugitiva dábale alegría, fe, confortamiento para todo un mes totalmente trabajado.

Por entonces el amigo del sombrero de paja vino a pedir a Macario que fuese su fiador por una gran cantidad que pidiera para establecer un bazar de quincalla en grande. Macario, que estaba en el vigor de su crédito, accedió con alegría. El amigo del sombrero de paja es quien le había facilitado el negocio providencial de Cabo Verde. En aquella sazón faltaban dos meses para la boda. Macario sentía, en ciertos momentos, subírsele al rostro los febriles rubores de la esperanza. Ya comenzara a tratar de las proclamas. Estando en esto, un día, el amigo del sombrero de paja desaparece con la mujer de un alférez. Su establecimiento estaba en los comienzos. Era una aventura muy confusa. Nunca se pudo precisar nítidamente aquel embrollo doloroso. Lo positivo era que Macario le fiara; Macario debía reembolsar. Cuando lo supo, empalideció, y dijo sencillamente:

—¡Liquido y pago!

Y cuando liquidó, quedó otra vez pobre. Como el desastre tuviera una gran publicidad y su honra estaba santificada en la opinión, al punto la casa Peres y Compañía, que lo mandara a Cabo Verde, le propuso otro viaje y otros negocios.

—¡Volver a Cabo Verde otra vez!

—¡Hace otra vez fortuna, hombre! ¡Usted es el diablo! —dijo el señor Eleuterio Peres.

En viéndose así, solo y pobre, Macario estalló en llanto. ¡Todo estaba perdido, acabado, extinto! ¡Era necesario recomenzar pacientemente la vida, volver a las largas miserias de Cabo Verde, tornar a las pasadas desesperanzas, sudar los antiguos sudores! ¿Y Luisa? Macario le escribió. Luego rasgó la carta. Fue a casa de ella: las ventanas tenían luz; subió hasta el primer piso, mas allí le tomó una gran aflicción, una cobardía de revelar el desastre, el pavor trémulo de una separación, el terror de que ella se negase, rehusase, vacilara... ¿Querría ella esperar más? No se atrevió a hablar, a explicar, a pedir; descendió las escaleras. Era de noche. Anduvo a la ventura por las calles; había un sereno y silencioso lunar. Iba sin saber adónde; de pronto oyó, por dentro de una ventana iluminada, un violín que tocaba la xácara mourisca. Acordose del tiempo en que conociera a Luisa, del dulce sol claro que había entonces, y del vestido de ella, de muselina, con lunares azules. Era en la calle en donde estaban los almacenes del tío. Fue caminando. Púsose a mirar su antigua casa. La ventana del escritorio estaba cerrada. Desde allí, ¡cuántas veces viera a Luisa y el blando movimiento de su abanico chinés! Pero una ventana, en el segundo piso, tenía luz; era el cuarto del tío. Macario fue a observar desde más lejos; dentro, por detrás de las ventanas, estaba arrimada una figura: era el tío Francisco. Vínole una saudade de todo su pasado simple, retirado, plácido. Recordaba su cuarto, y la vieja cartera con cerradura de plata, y la miniatura de su madre, que pendía encima de la barra de la cama; el comedor y su viejo aparador de madera negra, y el jarro del agua, cuya asa era una serpiente irritada... Decidiose, e impelido por un instinto, llamó a la puerta. Llamó otra vez. Sintió abrir la ventana y preguntar al tío:

—¿Quién es?

—Soy yo, tío Francisco; soy yo. Vengo a decirle adiós.

Cerrose la ventana, y a poco se abrió la puerta con un gran ruido de cerrojos. El tío Francisco tenía un candelero de aceite en la mano. Macario le halló flaco, más viejo. Besole la mano.

—Suba —dijo el tío.

Macario iba callado, cosido al pasamano.

En llegando al cuarto, el tío Francisco posó el candelero sobre una larga mesa de palosanto, y en pie, con las manos en los bolsillos, esperó.

Macario permanecía callado, mesándose la barba.

—¿Qué quiere? —gritole el tío.

—Venía a decirle adiós. Vuelvo para Cabo Verde.

—Buen viaje.

Y el tío Francisco, volviéndole la espalda, fue a redoblar con los dedos en la vidriera.

Macario quedó inmóvil; dio dos pasos en el cuarto, todo irritado, y se dispuso a salir.

—¿Adónde va, estúpido? —le gritó el tío.

—Me voy.

—¡Siéntese ahí!

Y el tío Francisco continuó, dando grandes pasos por la habitación:

—¡Su amigo de usted es un canalla! ¡Bazar de quincalla! ¡No está mal! Usted es un hombre de bien. Estúpido, pero hombre de bien. ¡Siéntese allí! ¡Siéntese! ¡Su amigo es un canalla! ¡Usted es un hombre de bien! ¡Fue a Cabo Verde, ya lo sé! ¡Pagó todo! ¡Es natural! ¡También lo sé! Mañana hágame el favor de ir a sentarse a su pupitre, allá abajo. Mande que le pongan asiento nuevo al sillón. Haga el favor de poner en las facturas: «Macario & Sobrino.» Y cásese. ¡Cásese, y que le aproveche! Tome dinero. Usted precisa ropa blanca y mobiliario. Tome dinero, y póngalo en mi cuenta. Su cama está hecha.

Macario, aturdido, radioso, con las lágrimas en los ojos, quería abrazarlo:

—Bueno, bueno. ¡Adiós!

Macario iba a salir.

—¡Oh, burro! ¿pues quiere irse de su casa?

Yendo a un pequeño armario, trajo jalea, un platillo de dulce, una botella antigua de Oporto, y bizcochos.

—¡Coma!

Y sentándose junto a él y volviendo a llamarle estúpido, corríale una lágrima por entre las arrugas de la piel.

De suerte que la boda fue decidida para de allí a un mes, y Luisa comenzó a disponer su equipo.

Macario estaba entonces en la plenitud del amor y de la alegría.

Veía el fin de su vida, lleno, completo, feliz. Pasaba casi todo el tiempo en casa de la novia, y un día, acompañándola en sus compras por las tiendas, quiso hacerle un pequeño regalo. La madre quedárase en casa de una modista, en un primer piso de la calle del Oro, y ellos habían bajado alegremente, riendo, a la tienda de un platero que había abajo, en la misma casa.

Era un día de invierno, claro, fino, frío, con un gran cielo azul turquí, profundo, luminoso, consolador.

—¡Qué lindo día! —dijo Macario.

Y con la novia del brazo, caminó un poco a lo largo del paseo.

—¡Muy lindo! —dijo ella—. Mas pueden reparar: nosotros solos...

—Deja. ¡Se va tan bien así!...

—No, no.

Y Luisa lo arrastró blandamente hacia la tienda del platero. No había más que un dependiente, moreno, de cabello hirsuto. Macario díjole:

—Quería ver sortijas.

—Con piedras —dijo Luisa—. Lo más bonito.

—Sí, con piedras —dijo Macario—. Amatista, granate... En fin, lo mejor.

Luisa iba examinando los estuches forrados de terciopelo azul, en los cuales relucían las gruesas pulseras guarnecidas, las cadenas, los collares de camafeos, las sortijas, las finas alianzas, frágiles como el amor, y todo el centelleo de la pesada orfebrería.

—Mira, Luisa —dijo Macario.

El dependiente había esparcido en la otra extremidad del mostrador, encima del cristal de la vitrina, una gran cantidad de anillos de oro, con piedras, labrados, esmaltados; y Luisa, tomándolos y dejándolos con las puntas de los dedos, iba apartándolos y diciendo:

—Es feo... Es pesado... Es largo...

—Mira este —le dijo Macario.

Era un anillo con unas perlas.

—Es bonito —respondió ella—. ¡Es muy lindo!

—Deja ver si te sirve —añadió Macario.

Y tomándole la mano, metiole el anillo despacito, dulcemente, en el dedo, mientras ella reía con sus blancos dientecitos finos, todos esmaltados.

—Es muy grande —dijo Macario—. ¡Qué pena!

—Puede reducirse, si usted quiere. Se deja a la medida. Mañana está listo.

—Buena idea —dijo Macario—; sí, señor. Porque es muy bonito, ¿no es verdad? Las perlas muy iguales, muy claras. ¡Muy bonito! ¿Y estos pendientes? —preguntó, yendo al fin del mostrador, al otro escaparate—. ¿Estos pendientes con una concha?

—Diez monedas, dijo el dependiente.

Entre tanto, Luisa continuaba examinando los anillos, probándoselos en todos los dedos, revolviendo aquel delicado mostrador, resplandeciente y precioso.

Mas de improviso, el dependiente se pone muy pálido y mira a Luisa, que va llevando distraídamente la mano por la cara.

—Bien —dice Macario aproximándose—; entonces, mañana tendremos el anillo. ¿A qué hora?

El dependiente no respondió y comenzó a mirar fijamente a Macario.

—¿A qué hora?

—Al mediodía.

Iban a salir. Luisa traía un vestido de lana azul que arrastraba un poco, dando una ondulación melodiosa a su paso, y sus manos, pequeñitas, estaban ocultas en un manguito blanco.

—¡Perdón! —dijo de repente el joyero.

Volviose Macario.

—El señor no ha pagado...

Macario le miró gravemente:

—Naturalmente. Mañana vengo a buscar el anillo y pago.

—¡Perdón! —insistió el dependiente—. Mas el otro...

—¿Cuál? —exclamó Macario con una voz sorprendida, avanzando hacia el mostrador.

—Esa señora sabe —afirmó—. Esa señora sabe...

Macario sacó la cartera lentamente.

—Perdón, si hay una cuenta antigua...

El dependiente abrió el mostrador, y con un aspecto resuelto:

—Nada, mi querido señor; es de ahora. Es un anillo con dos brillantes que lleva esa señora.

—¡Yo! —dijo Luisa en voz baja, toda enrojecida.

—¿Qué es? ¿Qué está diciendo?

Macario, pálido, con los dientes cerrados, contraído, miraba al joyero coléricamente.

Este dijo entonces:

—Esa señora cogió de ahí un anillo.

Macario quedó inmóvil, encarándolo.

—Un anillo con dos brillantes —continuó el muchacho—. Lo vi perfectamente.

El dependiente estaba tan excitado, que su voz tartamudeaba, prendíase espesamente.

—Esa señora no sé quién es. Pero cogió el anillo. Lo cogió de allí...

Macario, maquinalmente, lo agarró por un brazo, y volviéndose a Luisa, con la palabra sofocada, corriéndole el sudor por la frente, lívido:

—Luisa, di...

Se le cortó la voz.

—Yo... —balbució ella, trémula, asombrada, pálida, descompuesta. Dejó caer el manguito en el suelo.

Macario vino hacia ella, agarrola un pulso, mirándola; su aspecto era tan resuelto y tan imperioso, que ella metió la mano en el bolso, bruscamente empavorecida, y mostrando la sortija:

—¡No me haga daño! —suplicó, encogiéndose toda.

Macario quedó con los brazos caídos, el aire abstracto, los labios blancos; mas de repente, dando un tirón a la levita, recuperándose, dijo al joyero:

—Tiene razón. Era distracción... ¡Es natural! Esta señora se había olvidado. Es la sortija. Sí, señor, evidentemente... Tiene la bondad. Toma hija, toma. Deja estar, que la envuelva. ¿Cuánto cuesta?

Abrió la cartera y pagó.

Después recogió el manguito, lo sacudió blandamente, limpió los labios con el pañuelo, dio el brazo a Luisa, y diciendo al joyero: disculpe, disculpe, la arrastró inerte, pasiva, aterrada, semi-muerta.

Echaron a andar por la calle, que el sol iluminaba intensamente; los coches cruzábanse, rodando; figuras risueñas paseaban conversando; los pregones subían con gritos alegres; un caballero con calzón de ante hacía cabriolar a su caballo, adornado de rosetas; y la calle estaba llena, ruidosa, viva, feliz y cubierta de sol.

Macario iba maquinalmente, como en el fondo de un sueño. Detúvose en una esquina. Tenía el brazo de Luisa colgado del suyo, y veíale la mano pendiente, su linda mano de cera, con sus venas dulcemente azuladas, los dedos finos y amorosos; era la mano derecha, ¡y aquella mano era la de su novia! Instintivamente leyó el cartel que anunciaba para la noche: Palafox en Zaragoza.

En esto, soltando el brazo de Luisa, díjole en voz baja:

—Vete.

—¡Oye! —rogó ella, con la cabeza toda inclinada.

—Vete. —Y con la voz asfixiada y terrible—: Vete. Mira que llamo. Te mando al Aljube. Vete.

—¡Mas oye!

—Vete. Hizo un gesto con el puño cerrado.

—¡Por el amor de Dios, no me pegues aquí! —dijo ella sofocada.

—Vete. Pueden vernos. No llores. Mira que viene gente. ¡Vete! Y acercándose más a ella, murmuró:

—¡Eres una ladrona!

Volviose de espaldas y echó a andar, despacio, rayando el suelo con el bastón.

Cuando había dado algunos pasos, volvió de pronto; aún vio entre los bultos su vestido azul.

Y habiendo partido en aquella misma tarde para la provincia, no volvió a saber más de aquella señorita rubia.

La nodriza

Una vez, era un rey, mozo y valiente, señor de un reino abundante en ciudades y mesnadas, que partió a batallar por tierras distantes, dejando triste y solitaria a su reina y a un hijito, que aún vivía en la cuna, envuelto entre pañales.

La luna llena que le viera marchar, llevado en su sueño de conquista y de fama, comenzaba a menguar, cuando uno de sus caballeros apareció con las armas rotas, negro de sangre seca y del polvo de los caminos, trayendo la amarga nueva de una batalla perdida y de la muerte del rey, traspasado por siete lanzas entre la flor de su nobleza, a la orilla de un gran río.

La reina lloró magníficamente al rey. Lloró desoladamente al esposo, que era bello y alegre. Mas, sobre todo, lloró ansiosamente al padre que así dejaba al hijito desamparado, en medio de tantos enemigos de su frágil vida y del reino que sería suyo, sin un brazo que lo defendiese, fuerte por la fuerza y fuerte por el amor.

El más temible de estos enemigos, era su tío, hermano bastardo del rey, hombre depravado y bravío, consumido por groseros apetitos, que solo deseaba la realeza por causa de sus tesoros, y que habitaba hacía años en un castillo sobre los montes, con una horda de rebeldes, a la manera de un lobo que, de atalaya en su choza, espera la presa. ¡Ah, la presa ahora era aquella criaturita, rey de mamá, señor de tantas provincias, y que dormía en su cuna con su cascabel de oro apretado en la mano!

A su lado, dormía otro niño en otra cuna. Este era un esclavito, hijo de la bella y robusta esclava que amamantaba al príncipe. Los dos habían nacido en la misma noche de verano. Criábalos el mismo pecho. Cuando la reina, antes de irse a dormir, iba a besar al principito, que tenía el cabello rubio y fino, besaba también, por amor de él, al esclavito, que tenía el cabello negro y crespo. Los ojos de ambos relucían como piedras preciosas. Solamente, la cuna de uno era magnífica y de marfil entre brocados, y la del otro pobre y de varilla.

La leal esclava, para los dos tenía igual cariño, porque si uno era su hijo, el otro había de ser su rey.

Por haber nacido en aquella casa real, tenía la pasión, la religión de sus señores. Nadie lloró más sentidamente que ella la muerte de su rey, a la orilla del gran río. Pertenecía, además, a una raza que cree que la vida de la tierra se continúa en el cielo. De cierto que el rey, su amo, ya estaría ahora reinando en otro reino, más allá de las nubes, abundante también en mesnadas y ciudades. Su caballo de batalla, sus armas, sus soldados, sus pajes, habían subido con él a las alturas. También ella, por su turno, llegaría el día en que se remontase en un rayo de luz a habitar el palacio de su señor, y a hilar de nuevo el hilo de sus túnicas, y a encender otra vez el pebetero de sus perfumes: sería en el cielo como fuera en la tierra, y feliz en su servidumbre.

¡También ella temblaba por su principito! ¡Cuántas veces, teniéndole colgado del pecho, pensaba en su fragilidad, en su larga infancia, en los lentos años que correrían antes que fuese por lo menos del tamaño de una espada, y en aquel tío cruel, de rostro más oscuro que la noche y corazón más oscuro que la faz, hambriento del trono, y acechando por encima de su roquedo, entre los alfanjes de su horda! ¡Pobre principito de su alma! Mas si su hijo lloriqueaba al lado, hacia él era adonde corrían sus brazos con un ardor más feliz. Ese, en su indigencia, nada tenía que temer de la vida. Desgracias, asaltos de la mala suerte, nunca podrían dejarle más desnudo de las glorias y bienes del mundo de lo que ya lo estaba allí en su cuna, bajo el pedazo de lino blanco que resguardaba su desnudez. En verdad, la existencia era para él más preciosa y digna de ser conservada que la de su príncipe, porque ninguno de los duros cuidados con que ella ennegrece el alma de los señores, rozaría siquiera su alma libre y sencilla de esclavo. Y, como si le amase más por aquella dichosa humildad, cubría su gordo cuerpecito de besos largos y devoradores, besos que hacía ligeros sobre las manos de su príncipe.

Entretanto, un gran temor llenaba el palacio, en donde ahora reinaba una mujer entre mujeres. El bastardo, el hombre de rapiña, que erraba por la cumbre de las sierras, descendiera con su horda a la llanura, e iba dejando, a través de casales y aldeas felices, un surco de matanza y de ruinas. Aseguráronse las puertas de la ciudad con cadenas más fuertes. En la atalayas ardían luces más altas. Pero a la defensa faltaba disciplina viril. Una rueca no gobierna como una espada. Toda la nobleza fiel pereciera en la grande batalla. La desventurada reina apenas sabía sino correr a cada instante a la cuna de su hijo a llorar sobre él su flaqueza de viuda. Solo el ama leal parecía segura, como si los brazos en que estrechaba a su príncipe fuesen murallas de una ciudadela que ninguna audacia pudiera trasponer.

Una noche, noche de silencio y de oscuridad, yendo desnuda ya para acostarse en su catre, entre sus dos pequeños, adivinó, más que sintió, un corto rumor de hierro y de disputa, lejos, a la entrada de los jardines reales. Envolviéndose deprisa en un manto, y echando les cabellos para atrás, escuchó ansiosamente. En el sitio enarenado, entre los jazmines, oíanse pasos pesados y rudos. Después se percibió un gemido, un cuerpo cayendo blandamente sobre losas, como un fardo. Descorrió violentamente la cortina. Y allá, al fondo de la galería, avistó hombres, un resplandor de linternas, brillar de armas... Al momento lo comprendió todo; el palacio sorprendido, el bastardo cruel que venía a robar, a matar a su príncipe. Y, rápidamente, sin vacilar, sin dudar ni un segundo, arrebató al príncipe de su cuna de marfil, lo metió en la pobre cuna de rejilla, y sacando a su hijo de la cama servil, entre besos desesperados, acostole en la cuna real, que cubrió con un brocado.

De repente, un hombre enorme, de faz iracunda, con un manto negro sobre la cota de malla, surgió a la puerta de la cámara, entre otros, que erguían linternas. Miró, corrió a la cuna de marfil en donde lucían los brocados, arrancó de debajo la criatura, como se arranca una bolsa de oro, y apagando sus gritos con el manto, echó a correr furiosamente.

El príncipe dormía en su nueva cuna. El ama quedara inmóvil, en el silencio y en la oscuridad.

Gritos de alarma atronaron a seguida el palacio. Por las ventanas pasó el largo flamear de las antorchas. Resonaban los patios con el batir de las armas. Casi desnuda, desgreñada, la reina invadió la cámara, cercada de las ayas, llamando a gritos por su hijo. Al ver la cuna de marfil, con las ropas desarregladas, vacía, cayó al suelo, llorando, despedazada. En esto, callada, muy lenta, muy pálida, el ama descubrió la pobre cuna de rejilla... Allí estaba el príncipe, quieto, dormidito, en un sueño que le hacía sonreír y le iluminaba toda la carita entre sus cabellos de oro. Cayó la madre sobre la cuna, con un suspiro, como cae un cuerpo muerto.

Y en este punto un nuevo clamor conmovió la galería de mármol. Era el capitán de la guardia, su gente fiel. Había, sin embargo, en sus clamores, más tristeza que triunfo. ¡Muriera el bastardo! Cogido, al huir, entre el palacio y la ciudadela, aplastado por la fuerte legión de arqueros, sucumbieron, él y veinte de su horda. Su cuerpo estaba allí, con flechas en el flanco, en un charco de sangre. ¡Mas, ay, dolor sin nombre! ¡El cuerpecillo tierno del príncipe allí estaba también, envuelto en un manto, ya frío, rojo todavía de las manos feroces que lo habían estrangulado! Comunicaban así tumultuosamente los hombres de armas la nueva cruel, cuando la reina, deslumbrada, con lágrimas y risas, irguió en los brazos para mostrárselo, al príncipe, que había despertado.

Fue un espanto, una aclamación. ¿Quién lo salvara? ¿Quién?... ¡Allí estaba, junto a la cuna de marfil vacía, muda y tiesa, la que lo salvara! ¡Sierva sublimemente leal! Había sido ella quien, para conservar la vida a su príncipe, condenara a muerte a su hijo... Entonces, solo entonces, la madre dichosa, emergiendo de su alegría extática, abrazó apasionadamente a la madre dolorosa y la llamó hermana de su corazón... Y de entre aquella multitud que se apretaba en la galería vino una nueva, ardiente aclamación, con súplicas de que fuese magníficamente recompensada la sierva admirable que salvara al rey y al reino.

¿Y cómo? ¿Qué bolsas de oro pueden pagar un hijo? Un viejo de noble casta propuso que fuese llevada al tesoro real y escogiese de entre sus riquezas, que eran como las mayores de los mayores tesoros de la India, todas las que apeteciese su deseo.

La reina tomó de la mano a la sierva. Y sin que su cara de mármol perdiese la rigidez, con un andar de muerta, como en un sueño, se dejó conducir hasta la Cámara de los Tesoros. Señores, ayas, hombres de armas, seguíanla con un respeto tan enternecido, que apenas se oía el rozar de las sandalias en las losas. Las espesas puertas del tesoro giraron lentamente. Y cuando un siervo abrió las ventanas, la luz de la madrugada, ya clara y rósea, entrando por los enrejados de hierro, inflamó un maravilloso y centelleante incendio de oro y pedrerías.

Del suelo de piedra, hasta las bóvedas sombrías, por toda la cámara, relucían, resplandecían, refulgían los escudos de oro, las armas incrustadas, los montones de diamantes, las pilas de monedas, los largos hilos de perlas, todas las riquezas de aquel reino, acumuladas por cien reyes durante veinte siglos. Un ¡ah!, lento y maravillado pasó sobre la turba enmudecida. Siguió un silencio ansioso. En el centro de la cámara, envuelta en la refulgencia preciosa, el ama no se movía... Apenas sus ojos, brillantes y secos, se habían erguido para aquel cielo que, más allá de las rejas, teñíase de rosa y de oro. Era allí, en ese cielo fresco de madrugada, en donde ahora estaba su hijo. ¡Estaba allí, y ya el sol se levantaba, y era tarde, y aquella criatura lloraría, buscando su pecho!... El ama sonrió y extendió la mano. Seguían todos, sin respirar, aquel lento mover de su mano abierta. ¿Qué joya maravillosa, qué hilo de diamantes, qué puñado de rubíes iba a escoger?

El ama alargó la mano hacia un escabel próximo, y de entre un montón de armas cogió un puñal. Era un puñal de un viejo rey, todo guarnecido de esmeraldas, que valía una provincia.

Agarró el puñal, y apretándolo fuertemente en la mano, apuntando para el cielo, hacia el cual subían los primeros rayos del sol, se encaró con la reina y con la multitud, y gritó:

—Salvé a mi príncipe, y ahora... voy a dar de mamar a mi hijo.

Y se clavó el puñal en el corazón.

El difunto

I

En el año 1474, tan abundante en mercedes divinas para toda la cristiandad, reinando en Castilla el rey Enrique IV, vino a habitar en la ciudad de Segovia, en donde había heredado huertos y moradas, un joven caballero, de limpio linaje y gentil parecer, que se llamaba don Ruy de Cárdenas.

Su casa, legado de un tío, arcediano y maestro en cánones, quedaba al lado y en la sombra silenciosa de la iglesia de Nuestra Señora del Pilar; y enfrente, más allá del atrio, donde cantaban los tres chorros de un chafariz antiguo, erguíase el oscuro palacio de don Alonso de Lara, hidalgo de riquezas dilatadas y maneras sombrías, que ya en la madurez de la edad, todo grisáceo, desposárase con una joven citada en Castilla por su blancura, por sus cabellos del color de la aurora y por su cuello de garza real. Don Ruy había sido apadrinado, al nacer, por Nuestra Señora del Pilar, de quien siempre se conservó devoto y fiel servidor; aunque siendo de sangre brava y alegre, gustábanle las armas, la caza, los salones galantes, y por veces, las noches ruidosas de taberna con dados y pellejos de vino. Por amor, y por las facilidades de la santa vecindad, adquiriera la piadosa costumbre, desde su llegada a Segovia, de visitar todas las mañanas a su celestial madrina y de pedirla, a medio de tres Avemarías, la bendición y la gracia.

Al oscurecer, después de alguna ruda correría por campo y monte con los lebreles y el halcón, aún volvía, a la hora de las Vísperas, para murmurar dulcemente una Salve.

Y todos los domingos compraba en el atrio, a una ramilletera morisca, algún atado de junquillos o claveles o rosas silvestres, que esparcía con ternura y cuidado galantes enfrente del altar de la Virgen.

A esa venerada iglesia del Pilar venía también cada domingo doña Leonor, la tan citada y hermosa mujer del señor de Lara, acompañada por un aya triste, de ojos más abiertos y duros que los de una lechuza, y por dos fuertes lacayos que la envolvían y guardaban como unas torres. Tan celoso era el señor don Alonso, que solo por habérselo ordenado severamente el confesor y con miedo de ofender a la Virgen, su vecina, permitía esta visita fugitiva, cuyos pasos y demora espiaba impacientemente entre las rejas de una celosía. Toda la semana se la pasaba doña Leonor en la cárcel del enrejado solar de granito negro, no teniendo para recrearse y respirar, aun en las ardorosas calmas del estío, más que un fondo de jardín verdinegro, cercado de tan altos muros, que apenas se alcanzaba a ver, emergiendo de ellos, allá y acullá, alguna punta de triste ciprés. Mas esa corta visita a Nuestra Señora del Pilar bastó para que don Ruy se enamorase de ella locamente, en la mañana de mayo en que la vio de rodillas ante el altar, envuelta en un haz de rayos de sol, aureolada por sus cabellos de oro, con las largas pestañas pendidas sobre el libro de las Horas y el rosario cayendo de entre sus finos dedos, toda ella fina, blanca, de una blancura de lirio abierto en la sombra, más blanca entre los negros encajes y las sedas negras que alrededor de su cuerpo, lleno de gracia, quebrábanse en arrugas sobre las losas de la capilla, viejas lápidas de sepultura sin fecha. Cuando después de un momento de éxtasis y de delicioso pasmo se arrodilló, fue menos por la Virgen del Pilar, su celestial madrina, que por aquella aparición mortal, de quien no conocía el nombre ni la vida, y por la cual daría vida y nombre si ella se rindiese por precio tan incierto.

Balbuciendo como una plegaria ingrata las tres Avemarías de costumbre, echó mano al sombrero, descendió levemente la nave sonora y quedose en el portal, aguardándola, confundido con los mendigos lazarientos que se calentaban al sol. Y cuando al cabo de un tiempo, en que don Ruy sintió en el corazón un desusado latir de ansiedad y miedo, doña Leonor pasó y se detuvo, mojando los dedos en la pila del agua bendita, sus ojos, bajo el velo caído, no se irguieron frente a él ni tímidos ni desatentos. Con el aya de ojos muy abiertos pegada a sus vestidos, entre los dos lacayos como protegida por dos torres, atravesó el atrio, piedra por piedra, gozando, seguramente, como una recluida, del aire y el sol que la inundaban. Y fue un espanto para don Ruy cuando la vio penetrar en la sombría arcada de gruesos pilares y desaparecer por una puertecilla de servicio cubierta de herrajes. ¡Era, pues, doña Leonor, la linda y noble señora de don Alonso de Lara!...

Entonces comenzaron siete penosos días, que él gastó en un poyo de su ventana, considerando aquella negra puerta, cubierta de herrajes, como si fuera la del Paraíso y por ella tuviese que salir un ángel para anunciarle la Bienaventuranza eterna. Hasta que llegó el esperado domingo: y pasando él por el atrio a la hora de Prima, cuando repicaban las campanas, con la ofrenda de un manojo de claveles amarillos para su madrina, cruzó doña Leonor, que salía de entre los pilares de la oscura arcada, blanca, dulce y pensativa, al modo que sale la luna de entre las nubes. Los claveles casi se le cayeron en aquel alborozo, en que el pecho se le arqueó con la violencia del mar y el alma toda le huyó en tumulto a través de los ojos con que la devoraba. También ella levantó los suyos hacia don Ruy; pero unos ojos reposados, serenos, en que no lucía curiosidad ni acaso conciencia de estarse trocando con otros tan encendidos y ennegrecidos por el deseo.

El caballero no entró en la iglesia, quizá por el piadoso recelo de no prestar a su celestial madrina la atención que de seguro había de robarle aquella mujer que era solo humana, mas dueña ya de su corazón y en él divinizada.

Esperó ávidamente a la puerta entre los mendigos, secando los claveles con el ardor de las manos trémulas, pensando cuánto se demoraba el rosario que doña Leonor rezaba. Aún no descendía ella por la nave y ya don Ruy advertía dentro del alma el dulce rugir de la seda que arrastraba por las losas. Pasó la blanca señora, y la misma mirada distraída que echó sobre los mendigos y por el atrio, dejó correr sobre él, o porque no comprendiese a aquel joven que de repente se tornaba tan pálido, o porque no le diferenciaba aún de las cosas y de las formas indiferentes.

Don Ruy partió, conteniendo un hondo suspiro, y en su cuarto puso devotamente ante la imagen de la Virgen las flores que no le ofreciera en la iglesia ante su altar. Toda su vida se volvió entonces una larga queja por sentir tan fría e inhumana a la mujer, única entre las mujeres, que prendiera y tornara serio su corazón ligero y errante. Con una esperanza, en la que entreveía el desengaño, comenzó a rondar los altos muros del jardín, y otras veces, embozado en la capa, con el hombro contra una esquina, quedábase contemplando lentas horas las rejas de las celosías, gruesas y negras como las de una cárcel. Los muros no se abrían, de las rejas no salía siquiera un rastro de luz prometedor. Todo el solar era como un sepulcro. Para desahogarse compuso en largas veladas, sobre pergaminos, trovas dulces y gimentes, que no le consolaban. Delante del altar de la Virgen, sobre las mismas losas en que la había visto arrodillada, doblaba él las rodillas y quedaba, sin palabras de oración, en una añoranza amarga y dulce, esperando que su corazón serenase bajo la influencia de Aquella que todo lo consuela y serena; pero siempre se erguía más desdichado, teniendo apenas la sensación de cuán frías y rígidas eran las piedras sobre que se arrodillara. El mundo todo solo le parecía contener rigidez y frialdad.

Otras claras mañanas de domingo encontró a doña Leonor; y siempre sus ojos permanecían descuidados, o cuando se cruzaban con los suyos era tan sencillamente, tan limpios de toda emoción, que don Ruy los prefiriera ofendidos y brillando de ira o desviados con soberbio desdén. Cierto que doña Leonor ya le conocía; pero así conocía también a la vendedora morisca recogida delante de su cesto al borde de la fuente, o a los pobres que se calentaban al sol ante el portal de la iglesia. Ni don Ruy podía pensar que fuese inhumana y fría. Era apenas soberanamente remota, como una estrella que en las alturas gira y refulge, sin saber que abajo, en un mundo que ella no distingue, ojos que no sospecha la contemplan, la adoran y la entregan el gobierno de su ventura y de su suerte.

Entonces don Ruy pensó:

—Ella no quiere, yo no puedo; fue un sueño que debe terminar. ¡Nuestra Señora nos tenga a ambos de su mano!

Y como era un caballero discreto, desde que la reconoció así, imperturbable en su indiferencia, no la buscó más, ni siquiera volvió a levantar los ojos para los hierros de sus rejas, y hasta ni penetraba en la iglesia de Nuestra Señora cuando, casualmente, desde el portal, la veía arrodillada, con su cabeza, tan llena de oro y de gracia, pendida sobre el libro de oración.

II

La vieja aya, de ojos más abiertos y duros que los de una lechuza, no tardó en contar al señor de Lara que, un mozo audaz, de gentil parecer, nuevo morador en las viejas casas del arcediano, se atravesaba constantemente en el atrio y apostábase delante de la iglesia para tirar del corazón por los ojos a la señora doña Leonor. Bien lo sabía ya el celoso hidalgo, porque cuando desde su ventana espiaba como un halcón los pasos de doña Leonor camino de la iglesia, observara las vueltas, las esperas y las miradas dardeantes de aquel mozo galanteador, y se tiraba de las barbas con rabia. Desde entonces, a la verdad, su más intensa preocupación era odiar a don Ruy, el impudente sobrino del sacerdote que osaba levantar sus bajos deseos hasta la alta señora de Lara. Constantemente le tenía vigilado por un criado y conocía sus pasos, y sus descansos, y los amigos con quienes holgaba y cazaba, y hasta quien le cortaba sus jubones, y hasta quien le pulía la espada, y cada hora de su vivir. Y aún vigilaba más a doña Leonor; todos sus movimientos, sus modos más fugitivos, sus silencios, la plática con las ayas, las distracciones sobre el bordado, el gesto soñador sobre los árboles del jardín, y el aire y el color con que volvía de la iglesia... Pero tan serena en el sosiego de su corazón se mostraba la señora, que ni el celoso más imaginador de culpas podría hallar manchas en aquella pura nieve. Redoblose entonces el rencor de don Alonso contra el señor de Cárdenas por haber apetecido aquella pureza y aquellos cabellos color de sol claro, y aquel cuello de garza real, que eran solo suyos, para espléndido gusto de su vida. Y cuando paseaba por la triste galería del solar, sonora y abovedada, enfundado en su zamarra orlada de pieles, con el pico de la barba grisácea echada hacia delante, la cabellera crespa, erizada para atrás, y los puños cerrados, iba siempre removiendo la misma hiel.

—Tentó contra su virtud y contra mi honra... ¡Culpado por dos delitos, merece dos muertes!

Mas a su furor se mezcló el terror cuando supo que don Ruy ya no esperaba en el atrio a doña Leonor, ni rondaba amorosamente las tapias del palacio, ni penetraba en la iglesia mientras ella la visitaba; y que tan enteramente refugiábase de su vista, que una mañana, hallándose cerca de la arcada y habiendo sentido cómo se abría la puerta por la cual la señora iba a aparecer, quedose vuelto de espaldas, sin moverse, riendo con un caballero gordo que le leía un pergamino. ¡Tan bien afectada indiferencia solo servía (pensó don Alonso) para esconder alguna intención dañina! ¿Qué tramaba el diestro engañador? Todo se exacerbó en el desabrido hidalgo: celos, rencor, vigilancia, a pesar de su edad fea y grisácea. En el sosiego de doña Leonor, sospechó maña y fingimiento; e inmediatamente quedaron prohibidas las visitas a Nuestra Señora del Pilar.

En las mañanas de domingo corría él a la iglesia para rezar el rosario y llevar las disculpas de la esposa —¡que no puede venir (murmuraba curvado delante del altar) por lo que sabéis, Virgen purísima!—. Cuidadosamente visitó y reforzó todos los negros cerrojos de las puertas de su solar.

De noche soltaba dos mastines en las sombras del jardín murado.

A la cabecera del vasto lecho, junto a la mesa en donde quedaba la lámpara, un relicario y un vaso de vino caliente con canela y clavo para retemperar sus fuerzas, lucía siempre una gran espada desnuda. A pesar de tantas seguridades no dormía, y a cada instante se levantaba sobresaltado de entre las almohadas, agarrando a doña Leonor con mano brutal y ansiosa, que le oprimía el cuello para rugir muy bajo, preso de terribles ansias: «¡Di que me quieres solo a mí!» Después, en cuanto amanecía, iba a espiar, como un halcón, las ventanas de don Ruy. Nunca le echaba la vista encima; ahora, ni a la puerta de la iglesia, en las horas de misa, ni recogiéndose del campo, a caballo, al toque del Avemaría.

Y por verle así, lejos de los sitios y giros acostumbrados, más lo sospechaba dentro del corazón de doña Leonor.

En fin, una noche, después de recorrer mil veces el pavimento de la galería, removiendo sordamente odios y desconfianzas, gritó por el intendente y ordenó que se preparasen las ropas y cabalgaduras. ¡Temprano, de madrugada, partiría con la señora doña Leonor, para su heredad de Cabril, a dos leguas de Segovia! La partida no fue de madrugada, como huida de avariento que va a esconder su tesoro; realizose con todo aparato y demora, quedando la litera delante de la arcada largas horas, con las cortinas abiertas, entretanto un caballerizo paseaba por el atrio la mula blanca del hidalgo, enjaezada a la morisca, y del lado del jardín la recua de machos, cargados de baúles, presos a las argollas, bajo el sol y la mosca, aturdían la ciudad con el tintinear de los cascabeles. Así supo don Ruy la jornada del señor de Lara, y así lo supo toda la ciudad.

Fue un gran contento para doña Leonor la noticia del viaje; gustaba ella de Cabril, de sus sotos y pomares, de los jardines, para donde abrían rasgadamente, sin rejas ni gradas, las ventanas de sus claros aposentos; allí, por lo menos, tenía aire y sol y plantas que regar, un vivero de pájaros y tantas y tantas calles de árboles que la significaban casi la libertad. Luego, que esperaba que en el campo se aligerasen aquellos cuidados que traían, durante los últimos tiempos, tan arrugado y taciturno a su marido y señor.

Mas no logró esta esperanza, porque al cabo de una semana aún no se desvaneciera la faz de don Alonso, ni de seguro había frescura de arbolado, susurro de agua corriente o espesos aromas de rosales en flor que calmasen agitación tan amarga y honda. Como en Segovia, en esotra galería abovedada, paseaba sin descanso, enterrado en su zamarra, el pico de la barba echado hacia delante, la melena erizada para atrás y un terrible rictus en los labios, como si meditase maldades, gozando de antemano su sabor acre y picante. Y todo el interés de su vida concentrárase en un criado que galopaba de continuo entre Segovia y Cabril y que esperaba a las veces en el comienzo de la aldea, junto al crucero, atento para escuchar al hombre que se desmontaba, sofocado, para contarle las nuevas recogidas.

Una noche en que doña Leonor, en su cuarto, rezaba el trisagio con las ayas, a la luz de un hachón de cera, el señor de Lara entró pausadamente, trayendo en la mano una hoja de pergamino y una pluma enterrada en el tintero de hueso. Con rudo acento despidió a las ayas, que le temían como a un lobo. Y empujando un escabel, volviéndose a doña Leonor, con cara tranquila, como si apenas viniese a tratar con ella de cosas fáciles y naturales:

—Señora —dijo—, quiero que me escribáis una carta que me conviene mucho escribir...

Tan fácil era a la sumisión, que, sin otro reparo o curiosidad, luego de ir a colgar en la barra de la cama el rosario con que rezara, se acomodó sobre el escabel, y aplicando sus dedos finos para que la letra fuese esmerada y clara, trazó la primera línea que el señor de Lara le dictó: «Caballero.» Mas cuando le dictó la siguiente, y de un modo amargo, doña Leonor arrojó la pluma como si le escaldase las manos y, apartándose de la mesa, gritó con aflicción:

—Señor, ¿a quién le conviene que yo escriba semejantes falsedades?

En un brusco movimiento de furor, el señor de Lara echó mano al cinto y, poniéndole el puñal junto a la cara, rugió sordamente:

—¡O escribís lo que os mando, porque a mí me conviene, o por Dios, que os vuelco el corazón!...

Más blanca que la cera de la vela que los alumbraba, con la carne sobrecogida ante aquel hierro brillante, en un terror supremo y que todo aceptaba, doña Leonor murmuró:

—¡Por la Virgen María, no me hagáis mal!... No os irritéis, señor, que yo vivo para serviros. Mandad, que yo escribiré.

Entonces, con los puños cerrados en el borde de la mesa, en donde dejara el puñal, estrechando a la frágil y desdichada mujer con una mirada que la amenazaba, el señor de Lara dictó una carta que decía, una vez conclusa, en letra trémula e incierta:


«Caballero: Muy mal me habéis comprendido, o mal pagáis el amor que os tengo y que no os pude nunca, en Segovia, mostrar claramente... Ahora estoy aquí, en Cabril, ardiendo por veros, y si vuestro deseo corresponde al mío, bien fácilmente lo podéis realizar, puesto que mi marido se halla ausente de la heredad. Venid esta noche; entrad por la puerta del jardín del lado del camino, pasando el estanque, hasta la terraza. Allí veréis una escalera apoyada en una ventana, que es la de mi cuarto, en donde seréis dulcemente agasajado por quien con tanta ansia os espera...»


—Ahora, señora, firmad con vuestro nombre, que es lo que más importa.

Doña Leonor trazó muy despacito su nombre, con la faz tan roja como si la desnudasen delante de una multitud.

—Y ahora —ordenó el marido sordamente—, dirigidla a don Ruy de Cárdenas.

Osó levantar los ojos ante la sorpresa que le causaba aquel nombre desconocido.

—¡Pronto!... ¡A don Ruy de Cárdenas! —gritó el hombre sombrío.

Don Alonso metió el pergamino en el cinto, junto al puñal, ya envainado, y salió en silencio, con la barba tiesa, apagando el rumor de los pasos en las losas del corredor.

Quedó doña Leonor sobre el escabel, las manos cansadas y caídas en el regazo, en un infinito espanto, la mirada perdida en la oscuridad de la noche silenciosa. ¡Menos oscura le parecía la muerte que esa oscura aventura en que la habían envuelto! ¿Quién era ese don Ruy de Cárdenas, de quien nunca oyera hablar, que no había tropezado en su vida, tan quieta, tan poco poblada de hombres y de recuerdos? Él, seguramente, la conocería, la habría seguido, cuando menos con los ojos, pues que era cosa natural y bien ligada recibir una carta de ella de tanta pasión y promesas tantas.

¿Y así, un hombre, joven acaso, bien nacido, tal vez gentil, penetraba en su destino, bruscamente, traído por la mano de su esposo? ¡Y lo hacía de una manera tan íntima, que ya se le abrían de noche las puertas del jardín y se le colocaba una escalera para que subiese a su cuarto!... Y era su marido el que abría la puerta y colocaba la escalera... ¿Para qué?

Entonces, de repente, doña Leonor comprendió la verdad, la vergonzosa verdad, que la arrancó un grito de angustia. ¡Era una celada! ¡El señor de Lara atraía a Cabril, a ese don Ruy, con una promesa magnífica, para apoderarse de él y matarlo, indefenso y solitario! Y ella, su amor, su cuerpo, eran las promesas que se hacían brillar ante los ojos seducidos del pobre galán. ¡Su marido usaba de su belleza y de su lecho, como red de oro en que debía caer aquella presa enloquecida! ¿Dónde habría mayor ofensa? ¡Y cuánta imprudencia! ¡Bien podía ese don Ruy de Cárdenas desconfiar, no acceder a convite semejante, y después, mostrar por Segovia, triunfador y gozoso, aquella carta en que se le hacía oferta del lecho y del cuerpo de la mujer de don Alonso de Lara! ¡Pero, no; el desventurado correría a Cabril, para morir, y morir miserablemente, en el negro silencio de la noche, sin sacerdote ni sacramentos, con el alma encharcada en el pecado de amor! Para morir, de seguro, porque jamás el señor de Lara consentiría que viviese el hombre portador de aquella carta. ¡De modo que, aquel joven, moría de amor por ella, y por un amor que, sin haberle valido nunca un gusto, le llevaba a seguida a la muerte! De amor por ella, puesto que el odio del señor de Lara, odio que con tanta deslealtad y villanía se cebaba solo pudo nacer de celos, que le nublaban los más puros deberes de cristiano y caballero. Sin duda sorprendiera miradas, paseos, intenciones de ese señor don Ruy, poco cauteloso como bien enamorado.

Pero, ¿cómo? ¿cuándo? Confusamente se acordaba de aquel joven, que un domingo la cruzara en el atrio, esperándola luego en el portal de la iglesia, con un manojo de claveles en la mano... ¿Sería ese? Era de noble parecer, pálido, con grandes ojos negros y ardientes... Ella pasara, indiferente... Los claveles que retenía en la mano eran rojos y amarillos... ¿A quién se los llevaba?... ¡Ah, si lo pudiese avisar, muy temprano, de madrugada!

¿Cómo, si no habría en Cabril criado o aya de quien fiarse? ¡Pero iba a dejar que una espada innoble volcase aquel corazón, que venía lleno de ella, palpitando por ella, todo lleno de sus esperanzas!

¡Oh, la ardiente correría de don Ruy, de Segovia a Cabril, con la promesa del jardín abierto, de la escalera apoyada en la ventana, bajo la desnudez y protección de la noche! ¿Mandaría el señor de Lara colocar la escalera en la ventana?

Sí, de seguro, para matar con mayor facilidad al pobre, dulce e inocente mozo, cuando subiese confiado, con las manos embarazadas y la espada durmiendo en la vaina... ¡De modo que, en la noche siguiente, frente a su lecho, estaría abierta la ventana, y habría una escalera erguida contra el muro, esperando a un hombre! Su marido, emboscado en la sombra del cuarto, mataría a ese hombre...

¿Y si el señor de Lara lo esperase fuera de los muros de la quinta, para asaltarlo brutalmente en algún sendero, y, o por menos diestro, o por menos fuerte, en lucha de armas, cayese él traspasado, sin que el otro conociese a quién mataba? Y ella, allí, en su cuarto, sin saber nada, con las puertas abiertas y la escalera erguida; y el hombre aquel asomado a la ventana, en la sombra de la noche tibia, mientras el marido, que debía defenderla, quedaba muerto en el fondo de una barranquera... ¿Qué hacer, Virgen Santísima? ¡Oh, rechazaría soberbiamente al imprudente! Pero, ¿y el espanto de él y la cólera de su deseo engañado? «¡Me habéis llamado, señora!» Y allí traía, sobre el corazón, una carta con su firma. ¿Cómo le podría contar la terrible emboscada y el engaño?

¡Era tan largo de explicar, en aquel silencio y solitud de la noche, mientras sus ojos, húmedos y negros, la estuviesen suplicando y traspasando!... ¡Desgraciada de ella si el señor de Lara muriese y la dejara sola, sin defensa, en aquel caserón abierto! ¡Cuán desgraciada también si aquel joven, llamado por ella, que la amaba y que por ese amor venía corriendo deslumbrante, encontrase la muerte en el sitio de su ilusión, y muerto, en pleno pecado, rodase para la eterna desesperación...!

Tendría unos veinticinco años si era aquel joven airoso y pálido, con un jubón de terciopelo rojo y un ramo de claveles negros, que estaba a la puerta de la iglesia, en Segovia...

Saltaron las lágrimas de los cansados ojos de doña Leonor. Y doblando las rodillas, el alma puesta en los cielos, donde la luna se comenzaba a levantar, murmuró con una infinita amargura:

—¡Oh, Virgen del Pilar, Señora mía; vela por los dos, por todos nosotros!...

III

Entraba don Ruy en el fresco patio de su casa, cuando de un banco de piedra, en la sombra, irguiose un mozo de campo, que sacó del zurrón una carta y se la entregó, murmurando:

—Señor, daos prisa en leer, que tengo que volverme a Cabril...

Don Ruy abrió el pergamino, y en el deslumbramiento que le causó lo batió contra el pecho, como para enterrarlo en el corazón.

El mozo de campo insistió, preso de gran inquietud:

—¡Pronto, señor, pronto! No necesitáis responder. Basta que me deis una señal de haber recibido el recado.

Don Ruy arrancó uno de los guantes y se lo entregó. Y ya corría el criado en la punta de las leves alpargatas, cuando, con un grito, le detuvo don Ruy.

—Escucha. ¿Qué camino llevas tú para ir a Cabril?

—El más corto y solitario para gente atrevida, que es por el Cerro de los Ahorcados.

—Bien.

Subió don Ruy...

Siempre lo amara, pues, desde la mañana bendita en que sus ojos se habían cruzado en el portal de Nuestra Señora. Mientras él rondaba aquellos muros del jardín, maldiciendo una frialdad que le parecía más fría que la de los fríos muros, ya ella le había dado su alma, y llena de constancia, con amorosa sagacidad, reprimiendo el menor suspiro, adormeciendo desconfianzas, preparaba la noche radiante en que le daría también su cuerpo.

¡Tanta firmeza, un ingenio tan fino en las cosas del amor, aún se la tornaban más bella y más apetecida!

Subió don Ruy las escaleras de piedra, y llegado a su aposento, sin quitarse siquiera el sombrero, leyó de nuevo aquel pergamino, en que doña Leonor le llamaba de noche a su cuarto, para poseerla enteramente. Y no le maravilló la oferta, después de tan constante e imperturbable indiferencia; antes bien, percibió un amor astuto, por ser fuerte, que con gran paciencia se esconde ante los estorbos y peligros, y fríamente prepara su hora de gozo, mejor y más deliciosa por hallarse tan bien dispuesta.

¡Con qué impaciencia miraba entonces el sol, tan perezoso aquella tarde en descender tras los montes! Sin reposo, en su cuarto, con las ventanas cerradas para mejor concentrar su felicidad, preparábase amorosamente para la triunfal jornada: las finas ropas con encajes, un jubón de terciopelo negro, esencias perfumadas. Dos veces descendió a las caballerizas para asegurarse de que su caballo estaba dispuesto. Sobre el suelo dobló y volvió a doblar la hoja de la espada que llevaría al cinto... Pero su mayor cuidado era el camino de Cabril, a pesar de conocerlo bien, y la aldea apiñada en torno del monasterio franciscano, y el viejo puente romano con su Calvario y la honda torrentera que conduce a la heredad de don Alonso. Aun en aquel invierno había cazado por allí, yendo de montería con dos amigos de Astorga, y pensara al contemplar la torre de los Lara: «He ahí la torre de la ingrata». ¡Cómo se engañaba!

Las noches eran de luna; saldría de Segovia calladamente, por la puerta de San Mauro... Un galope corto lo ponía en el Cerro de los Ahorcados... También conocía ese sitio de tristeza y pavor, con sus cuatro pilares de piedra, en los que se ahorcaba a los criminales, dejando luego sus cuerpos, balanceados por el aire y secos por el sol, hasta que se pudriesen las cuerdas y cayeran los esqueletos, blancos y limpios de carne por el pico de los cuervos. Tras del cerro estaba la laguna de las Dueñas. La última vez que la había pasado fue en el día del Apóstol San Matías, cuando el corregidor y las cofradías de la Paz y Caridad, en solemne procesión, iban a dar sagrada sepultura a los huesos recogidos en el suelo. Después, el camino corría liso y derecho hasta Cabril.

Así meditaba don Ruy la jornada venturosa, mientras caía la tarde. Cuando oscureció, y en torno de las torres de la iglesia, comenzaron a girar los murciélagos, y en las esquinas del atrio encendiéronse los nichos de las Ánimas, el valiente caballero sintió un miedo extraño, el miedo de aquella felicidad que se acercaba y que le parecía sobrenatural. ¿Era, pues, cierto que esa mujer de divina hermosura, famosa en Castilla y más inaccesible que un astro, sería suya, toda suya, en el silencio y seguridad de una alcoba, dentro de breves instantes, cuando aún no se hubiesen apagado delante de los retablos de las Ánimas aquellas luces devotas? ¿Qué había hecho él para lograr tanto bien? Pisara losas de un atrio, buscando con los ojos otros ojos, que no se erguían desatentos o indiferentes... Entonces, sin dolor, abandonó su esperanza... Y he aquí que, de repente, aquellos ojos distraídos lo buscan, aquellos brazos cerrados se le abren, largos y desnudos, y con el cuerpo y con el alma aquella mujer le grita: «¡Oh mal avisado, que no me entendiste! ¡Ven! ¡Quien te desanimó, te pertenece!» ¿Dónde hubo jamás igual ventura? ¡Tan alta, tan rara era, que, de seguro, tras de ella, si no yerra la ley humana, debía caminar la desventura! Y de fijo que caminaba; ¡pues cuánta desventura en saber que después de aquella felicidad, cuando de madrugada, saliendo de los divinos brazos, se retirase a Segovia, su Leonor, el bien sublime de su vida, tan inesperadamente adquirido por un instante, recaería de nuevo bajo el poder de otro amo!

¡Qué importaba! ¡Viniesen después dolores y celos!

¡Aquella noche era espléndidamente suya; todo el mundo una apariencia vana, y la única realidad ese cuarto de Cabril, mal alumbrado, donde ella le esperaría con los cabellos sueltos! Bajó deprisa la escalera y se acomodó sobre el caballo. Después, por prudencia, atravesó el atrio lentamente, con el sombrero bien levantado de la cara, como en un paseo natural, dando a entender que buscaba fuera de los muros el fresco de la noche. Nada le inquietó hasta la puerta de San Mauro. Allí un mendigo, agachado en la oscuridad de un arco, tocando monótonamente su zanfoña, pidió a la Virgen y a todos los santos que llevasen a aquel gentil caballero en su dulce y santa guarda. Parárase don Ruy para alargarle una limosna, cuando recordó que aquella tarde no había pasado por la iglesia, a la hora de Vísperas, para recoger la celestial bendición de su madrina. De un salto apeose del caballo porque, justamente, cerca del viejo arco relucía una lámpara alumbrando un retablo. Era una imagen de la Virgen con el pecho atravesado por siete espadas. Arrodillose don Ruy, dejando el sombrero sobre las losas, y con las manos erguidas, celosamente, rezó una Salve. La claridad amarilla de la luz envolvía el rostro de la Virgen que, sin sentir el dolor de los siete aceros, o como si ellos solo le proporcionasen inefables gozos, sonreía con los labios abiertos. Mientras rezaba, en el convento de Santo Domingo, comenzaron a tocar a agonía. Entre la sombra negra del arco, cesando la sonata en la zanfoña, el mendigo murmuró: «¡Un fraile se está muriendo!» Don Ruy dijo un Avemaría por el fraile. La Virgen de las siete espadas sonreía dulcemente —¡el toque de agonía no era, pues, de mal presagio!—. Don Ruy montó de nuevo en el caballo, y partió alegremente.

Más allá de la puerta de San Mauro, después de los hornos de los Olleros, el camino seguía triste y negro entre las piteras. Tras de las colinas, al fondo de la planicie oscura, subía la primera claridad, amarilla y lánguida de la luna llena, próxima a aparecer. Y don Ruy marchaba al paso, recelando llegar a Cabril con tiempo de sobra, antes que las ayas y los criados terminasen el rosario y la velada. ¿Por qué no le marcaba doña Leonor la hora, en aquella carta tan clara y tan pensada?... Su imaginación entonces corría adelante, rompía por el jardín de Cabril, escalaba aladamente la escalera prometida, y él corría también detrás en una carrera violenta, hasta levantar las piedras del camino mal unido. Después sofrenaba el caballo jadeante. ¡Era temprano, muy temprano! Y retomaba el paso lento, sintiendo el corazón contra el pecho, como ave presa que bate en los hierros de una jaula.

Así llegó al crucero, donde el camino se divide en dos, más juntos que las puntas de una horquilla, ambos cortando a través del vasto pinar. Descubierto delante de la imagen del crucificado, don Ruy tuvo un instante de angustia, pues no recordaba cuál de los dos conducía al Cerro de los Ahorcados. Ya se aventuraba por el más sombrío, cuando, de entre los pinos silenciosos, una luz surgió, bailando en la oscuridad. Era una vieja cubierta de harapos, con las largas melenas sueltas, doblada sobre un cayado y llevando un candil.

—¿Adónde va este camino? —gritó Ruy.

La vieja puso la luz en alto para mirar al caballero.

—A Jarama.

Y luz y vieja inmediatamente se sumieron, fundidas en la sombra, como si de allí hubiesen surgido solo para avisar al galán del yerro del camino... Volviérase rápidamente, y, rodeando el calvario, galopó por la otra carretera hasta avistar, sobre la claridad del cielo, los pilares negros y los negros maderos del Cerro de los Ahorcados. Entonces detúvose, derecho en los estribos. En un ribazo alto, seco, sin hierba ni brezo, ligados por un muro bajo, todo carcomido, levantábanse negros, enormes, sobre la amarillez de la luna, los cuatro pilares de granito, semejantes a los cuatro ángulos de una casa deshecha. Sobre los pilares posábanse cuatro gruesos travesaños, de los cuales pendían cuatro ahorcados, negros y rígidos, en el aire parado y mudo. Todo en torno parecía tan muerto como ellos.

Enormes aves de rapiña dormían encaramadas sobre los maderos. Más allá brillaba lívidamente el agua muerta de la laguna de las Dueñas. Iba la luna grande y llena por el cielo.

Don Ruy murmuró el Padre Nuestro, debido por todo cristiano a aquellas almas culpadas. Y después impelió al caballo y pasaba, cuando, en el inmenso silencio y en la inmensa soledad, resonó una voz, una voz que le llamaba, suplicante y lenta:

—¡Caballero, deteneos; venid acá!...

Don Ruy cogió bruscamente las riendas y, erguido sobre los estribos, recorrió con los ojos espantados todo el siniestro yermo. Veíase el cerro áspero, el agua brillante y muda, los maderos, los muertos. Pensó que fuera ilusión de la noche u osadía de algún demonio errante. Y serenamente picó el caballo, sin sobresalto, ni temor, como en una calle de la ciudad. Pero, detrás, tornó a surgir la voz, que le llamaba urgentemente, ansiosa, casi aflictiva:

—¡Caballero, esperad; no os vayáis, volved, llegad aquí!

De nuevo don Ruy parose, y vuelto sobre la silla, se encaró con los cuatro cuerpos pendientes de los maderos. ¡Allí sonaba la voz que, siendo humana, solo podía salir de forma humana! Uno de esos ahorcados, pues, era el que le había llamado con tanta prisa y ansia.

¿Restaría en alguno, por maravillosa merced de Dios, aliento y vida? ¿O sería que, por mayor maravilla, uno de esos esqueletos medio podridos le detenía para transmitirle avisos de ultratumba?... Que la voz partiese de un cuerpo vivo o de un cuerpo muerto, era cobardía huir pavorosamente, sin atender a lo que se le demandaba.

Dirigió el animal para dentro del cerro, y parando, derecho y tranquilo, con la mano en el costado, después de mirar uno por uno los cuatro cuerpos suspensos, gritó:

—¿Cuál de vosotros, hombres ahorcados, osó llamar por don Ruy de Cárdenas?

En esto, aquel que volvía la espalda a la luna llena, respondió desde lo alto de la cuerda, natural y tranquilamente, como quien habla desde la ventana a la calle:

—Señor, fui yo.

Don Ruy hizo avanzar el caballo hasta colocarse enfrente de él. No le distinguía la faz, enterrada en el pecho, escondida por largas y negras melenas sueltas. Solo percibió que tenía libres y desamarradas las manos y los pies, estos resecos y del color del betún.

—¿Qué me quieres?

El ahorcado, suspirando, murmuró:

—Señor, hacedme la gran merced de cortar esta cuerda en que estoy colgado.

Don Ruy arrancó la espada, y con un solo golpe certero cortó la cuerda.

Con un siniestro sonido de huesos entrechocados el cuerpo cayó en el suelo, en el cual quedó un momento estirado cuan largo era; pero inmediatamente se enderezó sobre los pies, mal seguros y aún durmientes, y levantó para don Ruy su faz muerta, que era una calavera con la piel más amarilla que la luna que la envolvía; los ojos estaban faltos de brillo y movimiento, los labios se le fruncían en una sonrisa empedernida. De entre los dientes blancos asomaba la punta de una lengua tan negra como el carbón.

Don Ruy no mostró terror ni asco. Y envainando serenamente la espada:

—¿Tú estás vivo o muerto? —preguntó.

El hombre encogió los hombros con lentitud:

—Señor, no sé... ¿Quién sabe lo que es la vida? ¿Quién sabe lo que es la muerte?...

—Pero ¿qué quieres de mí?

El ahorcado, con los largos dedos descarnados, alargó el nudo de la cuerda, que aún le lazaba el cuello, y declaró serena y firmemente:

—Señor, tengo que acompañaros a Cabril, adonde vais.

El caballero estremeciose con tan fuerte asombro, soltando las bridas, que el caballo se empinó, como asombrado también.

—¿Conmigo a Cabril?...

El hombre curvó el espinazo, en el que se distinguían todos los huesos, más agudos que los dientes de una sierra, a través de un largo rasgón de la camisa de estameña:

—Señor —suplicó—, no me lo neguéis. ¡Tengo que recibir un gran salario si os hago este gran servicio!

Don Ruy pensó de pronto que bien podía ser aquella alguna traza formidable del demonio. Y clavando sus ojos brillantes en la faz muerta que se le ofrecía ansiosa, en espera del consentimiento, hizo una lenta y larga Señal de la Cruz.

El ahorcado dobló las rodillas con asustada reverencia:

—Señor ¿para qué me probáis con esa señal? Solo por ella alcanzamos remisión, y yo solo de ella espero misericordia.

Entonces don Ruy pensó que si ese hombre no era mandado por el demonio, bien podía ser mandado por Dios. Y luego, devotamente, con un gesto sumiso en que todo lo entregaba al cielo, consintió, aceptó el pavoroso acompañamiento.

—¡Ven conmigo, pues, a Cabril, si Dios te manda! Pero yo nada te preguntaré ni tú me preguntes nada.

Encaminó el caballo a la carretera, toda alumbrada por la luna. El ahorcado seguía a su lado con pasos tan ligeros, que hasta cuando don Ruy galopaba, conservábase cerca del estribo, como llevado por un viento mudo. A las veces, para respirar más libremente, aflojaba el nudo de la cuerda que le enroscaba el pescuezo. Y cuando pasaban entre sebes donde erraba el aroma de las flores silvestres, el hombre murmuraba con infinito alivio y dulzura:

—¡Qué gusto da correr!

Don Ruy iba poseído de asombro, con un tormentoso cuidado.

Comprendía, desde luego, que se trataba de un cadáver, reanimado por Dios para un extraño y encubierto servicio. Pero, ¿por qué le daba Dios tan horrible compañero? ¿Para protegerle? ¿Para impedir que doña Leonor, amada del cielo, por su piedad, cayese en culpa mortal? ¿Y para tan divina incumbencia de tan alta merced, no tenía el Señor ángeles en el cielo, antes que echar mano de un supliciado?...

¡Ah, con qué gusto volvería riendas para Segovia de no mediar la galante lealtad del caballero, el orgullo de no retroceder jamás, y la sumisión a las órdenes de Dios, que sentía inmediatamente sobre su espíritu!...

Desde un alto de la carretera, de repente, avistaron Cabril, las torres del convento franciscano albeando al lunar, los casales dormidos entre las huertas. Silenciosamente, sin que un perro ladrase detrás de las cancelas o por cima de los muros, descendieron el viejo puente romano. Delante del Calvario, el ahorcado cayó de rodillas sobre las losas, irguió los lívidos huesos de las manos y quedó rezando un largo rato, entre profundos suspiros. Después, al entrar en el barranco, bebió mucho tiempo y consoladamente en una fuente que corría y cantaba bajo las frondas de un salgueiro. Como el barranco era angosto, encaminose delante del caballero, todo curvado, con los brazos cruzados fuertemente sobre el pecho, sin un rumor.

La luna reteníase en lo más alto del cielo. Don Ruy consideraba con amargura aquel disco, lleno y lustroso, que esparcía tanta y tan indiscreta claridad sobre el misterio que le llevaba a Cabril. ¡Ah, cómo se estragaba la noche, que debía ser divina! Una enorme luna surgía de entre los montes para alumbrarlo todo. Un ahorcado descendía del suplicio para seguirle y entrar en lo íntimo de su secreto. Así lo ordenaba Dios. ¡Mas qué tristeza llegar a la dulce puerta prometida con tal intruso a su lado, bajo aquel cielo de claridad tan viva!

De improviso, el ahorcado detúvose, levantando el brazo, del cual pendía la manga en harapos. Era el fin del barranco, que desembocaba en camino más amplio y largo, y delante de ellos blanqueaba el muro de la finca de don Alonso, que tenía allí un mirador, con barandilla de piedra, todo revestido de begonias.

—Señor —murmuró el ahorcado, sujetando con respeto el estribo de don Ruy—, a pocos pasos de este mirador está la puerta por donde debéis penetrar en el jardín. Conviene que dejéis aquí el caballo, atado a un árbol, si es seguro y fiel. En la empresa en que nos hallamos, ya es de más el rumor de nuestros pies...

Don Ruy apeose en silencio y prendió el caballo, que tenía por fiel y seguro, al tronco de un álamo seco.

Y tan sumiso se tornaba a aquel compañero impuesto por Dios, que sin otro reparo le fue siguiendo por la orilla del muro que la luna alumbraba.

Con pausada cautela, en la punta de los pies desnudos, avanzaba ahora el ahorcado, vigilando el alto del muro, sondando en la negrura de la sebe, parándose a escuchar rumores, que solo para él eran perceptibles, porque nunca don Ruy conociera noche más hondamente adormecida y muda.

Y el espanto, en quien debía ser indiferente a los peligros humanos, fue adueñándose también del valeroso caballero, que sacó el puñal de la vaina, y con la capa arrollada al brazo, marchaba a la defensiva, atenta y escudriñadora la mirada, como en un camino de emboscada y lucha. Así llegaron a una puertecita, que el ahorcado empujó, abriéndose sin quejido de los goznes. Penetraron en una calle bordeada de espesos bojes hasta llegar a un estanque lleno de agua, donde flotaban hojas de nenúfares, y que toscos bancos de piedra circundaban, cubiertos por la rama de arbustos en flor.

—¡Por allí! —murmuró el ahorcado, extendiendo el brazo descarnado.

Señalaba una avenida que densos y viejos árboles abovedaban y oscurecían. Por ella se metieron, como sombras en la sombra, el ahorcado delante, don Ruy siguiéndole muy sutilmente, sin rozar una rama, malpisando la arena. Un leve hilo de agua susurraba en el césped. Por los troncos subían rosales trepadores, que desprendían dulce aroma. El corazón de don Ruy recomenzó a batir con una esperanza de amor.

—¡Chist! —hizo el ahorcado.

Y don Ruy casi tropezó con el siniestro hombre estancado, con los brazos abiertos, como las trancas de una cancilla.

Delante de ellos, cuatro pasos de escalera de piedra subían a una terraza, en la cual la claridad era amplia y libre. Agachados, treparon los escalones, y al fondo de un jardín sin árboles, todo en cuarteles de flores bien recortados, orlados de boj corto, avistaron un lado de la casa, batido por la luna llena. En el centro, entre las ventanas cerradas, un balcón de piedra, conservaba de par en par abiertas las maderas de los ventanales. El cuarto dentro, apagado, era como un agujero de tiniebla en la claridad de la fachada, que bañaba el lunar. Y, arrimada contra el balcón, estaba una escalera con los tramos de cuerda.

El ahorcado empujó a don Ruy para la oscuridad de la avenida. Y allí, con un gesto preciso, dominando al caballero, exclamó:

—¡Señor, ahora conviene que me deis la capa y el sombrero! Quedaos aquí, en la oscuridad de estos árboles. Voy a subir la escalera para observar lo que pasa dentro de aquel cuarto... Si es lo que deseáis, aquí volveré, y que Dios os haga muy feliz...

¡Don Ruy echose atrás con el horror de que tal criatura subiese a la ventana! Luego murmuró sordamente:

—¡No, por Dios!

Pero la mano del ahorcado, lívida en la oscuridad, bruscamente le arrancó el sombrero de la cabeza y la capa de entre los brazos. Y se cubría, se embozaba, murmurando en una súplica ansiosa:

—¡No me lo neguéis, señor, que por haceros este servicio ganaré una gran merced!

Y subió de nuevo los escalones; estaba en la larga y alumbrada terraza.

Don Ruy subió, atontado, y espió. ¡Oh maravilla! Era él, don Ruy, de la cabeza a los pies, en la figura y en el modo, aquel hombre que, por entre los cuarteles y el boj cortado, avanzaba, airoso y leve, con la mano en la cintura, la faz erguida risueñamente hacia la ventana, la larga pluma escarlata del sombrero balanceándose triunfal. El hombre avanzaba bajo la claridad espléndida. El cuarto amoroso aguardaba abierto y negro. ¡El hombre hallábase al pie de la escalera; desembozó la capa y asentó el pie en el primer tramo! —«¡Oh, allá va, ya sube el maldito!»— rugió don Ruy. El ahorcado subía. Ya la alta figura, que era él, el propio don Ruy, estaba a mitad de la escalera, toda negra contra la blanca pared. Detúvose... ¡No, no; subía, llegaba, posaba la rodilla cautelosa sobre el borde de baranda! Mirábalo don Ruy desesperadamente con los ojos, con el alma, con todo su ser. Y he ahí que, de repente, del cuarto negro surge un negro bulto, una furiosa voz: «¡Villano, villano!» Y una lámina de daga brilla y cae, y otra vez se levanta y brilla y vuelve a caer, y aún refulge y torna a hundirse... Como un fardo, de lo alto de la escalera, pesadamente, el ahorcado cae sobre la tierra muelle. Vidrieras y ventanas se cierran a seguida, con fragor. Y no hubo más, sino el silencio, la oscuridad y la luna alta y redonda en el cielo de verano.

Al comprender don Ruy la traición, desenvainó la espada, ganando la oscuridad de la avenida, cuando, ¡oh milagro!, corriendo por la terraza aparece el ahorcado, que le agarra por la manga y le grita:

—¡A caballo, señor, volando; que el encuentro no era de amor, sino de muerte!...

Ambos descienden a toda prisa la avenida, costean el estanque bajo el refugio de los arbustos en flor, métense por la calle estrecha orlada de tejos, abren la puerta y, de pronto, páranse, sofocados, en la carretera, donde la luna, más refulgente, más llena, simulaba la claridad del sol.

¡Y entonces, solo entonces, don Ruy descubrió que el ahorcado conservaba clavada en el pecho, hasta los pomos, la daga, cuya punta le salía por la espalda, lúcida y limpia!... Pero ya el pavoroso hombre le empujaba nuevamente:

—¡A caballo, señor, volando; que aún tenemos encima la traición!

Horrorizado, con un ansia de terminar aventura tan llena de espanto y de milagro, don Ruy cogió las riendas y comenzó a cabalgar sufridamente. Y luego, con gran prisa, el ahorcado saltó también a grupas del caballo fiel. Encogiose el buen caballero al sentir en sus espaldas el roce de aquel cuerpo muerto, desprendido de un patíbulo, atravesado por una daga. ¡Con qué desesperación galopó entonces por la carretera interminable! Y don Ruy a cada momento sentía un frío mayor que le helaba los hombros, como si llevase sobre ellos un enorme costal de nieve. Al pasar por el crucero, murmuró: «¡Valedme, señor!» Y más allá, estremeciose de repente, con el quimérico miedo de que tan fúnebre camarada le fuese acompañando para siempre, y se tornase su destino galopar a través del mundo, en una noche eterna, llevando un muerto a grupas de su caballo... Y no se contuvo, gritó para atrás, en el viento de la carrera que los zahería:

—¿En dónde queréis que os deje?

El ahorcado, acercando tanto el cuerpo a don Ruy, que le tocó con el pomo de la daga, repuso:

—¡Señor, conviene que me dejéis en el cerro!

Dulce e infinito alivio para el buen caballero, pues el cerro estaba cerca, y ya se distinguían en la claridad desmayada los pilares y los travesaños negros. A poco detuvo el caballo, que temblaba blanco de espuma.

El ahorcado, sin rumor, descendió de la silla, asegurando, como buen servicial, el estribo de don Ruy. Y con la calavera erguida, y la lengua negra pendiente entre los dientes blancos, murmuró una respetuosa súplica:

—¡Hacedme ahora el gran servicio de volverme a colgar otra vez!

Don Ruy estremeciose de horror.

—¡Por Dios! ¿Que os ahorque yo?

El hombre suspiró, abriendo los brazos, en un triste ademán:

—¡Señor, por voluntad de Dios es, y por voluntad de Aquella que le es más grata a Dios!

Resignado, sumiso a los mandatos de lo Alto, apeose don Ruy y comenzó a seguir al hombre, que caminaba hacia el cerro pensativamente, doblando el dorso, del cual salía, clavada y limpia, la punta de la daga. Paráronse ante el suplicio vacío. En torno de los otros pendían los otros tres esqueletos. El silencio era más triste y hondo que los otros silencios de la tierra. El agua de la laguna ennegreciérase. La luna descendía rápida y desfallecía.

Don Ruy examinó el madero en donde quedaba el pedazo de cuerda cortada con la espada.

—¿Cómo queréis que os cuelgue? —exclamó—. No llego con la mano al otro pedazo de cuerda; yo solo no basto para izaros.

—Señor —respondió el hombre—, ahí, al lado, debe de haber un rollo de cuerda. Una punta me la ataréis a este nudo que tengo en el pescuezo; la otra punta la echaréis por encima del madero, y, tirando después, fuerte como sois, conseguiremos nuestro objeto.

Curvados ambos con pasos lentos, buscaron el rollo de cuerda. Lo encontró el ahorcado, y él mismo lo desenrolló... Entonces don Ruy descalzose los guantes. Y enseñado por él (que tan bien lo aprendiera del verdugo), ató una punta al lazo que el hombre conservaba en el pescuezo, y tiró con fuerza la otra, que ondeó en el aire, pasó sobre el madero y quedó pendiente cerca del suelo. Y el robusto caballero, afianzando los pies, retesando los brazos, tiró de la cuerda e izó el hombre hasta dejarlo suspenso, negro, en el aire, como un ahorcado natural, entre los demás ahorcados.

—¿Estás bien así?

Lenta y sumisa vino la voz del muerto:

—Señor, estoy como debo.

Don Ruy, entonces, enrolló la cuerda al pilar de piedra. Y el sombrero en la mano, limpiándose con la otra el sudor que le corría a cántaros, contempló a su siniestro y milagroso compañero. Estaba ya rígido como antes, con la faz pendiente bajo las melenas caídas, los pies enderezados, todo carcomido como un viejo tronco. En el pecho conservaba la daga clavada. Por cima, dos cuervos dormían quietos.

—Y ahora, ¿qué más quieres? —preguntó don Ruy comenzando a ponerse los guantes.

Desde lo alto, el ahorcado murmuró:

—¡Señor, con toda el alma os ruego que, al llegar a Segovia, le contéis el suceso a Nuestra Señora del Pilar, vuestra madrina, que de ella espero gran merced para mi salvación eterna por este servicio, que, por su mandato, os hizo mi cuerpo!

Todo lo comprendió don Ruy de Cárdenas entonces, y arrodillándose devotamente sobre el suelo de dolor y muerte, rezó una larga oración por aquel buen ahorcado.

Después galopó para Segovia. Clareaba la mañana cuando traspasó la puerta de San Mauro. Sonaban las campanas en el aire claro. Y entrando en la iglesia de Nuestra Señora del Pilar, aun en el desaliño de su terrible jornada, don Ruy, ante el altar, narró a su celestial madrina la ruin tentación que le llevara a Cabril, el socorro que del cielo había recibido, y con lágrimas de arrepentimiento y gratitud, juró que nunca más pondría deseo en donde hubiese pecado, ni en su corazón daría entrada a pensamiento que viniese del Mundo y del Mal.

IV

A esa hora, en Cabril, don Alonso de Lara, con los ojos abiertos de pasmo y de terror, escudriñaba todas las calles, cuarteles y sombras de su jardín.

Cuando al amanecer, luego de abierta la puerta de la cámara en que había encerrado a doña Leonor, descendió sutilmente al jardín y no encontró debajo del balcón, pegando a la escalera, como deliciosamente se prometía, el cuerpo de don Ruy de Cárdenas, tuvo por cierto que el odiado hombre, al caer, aún con un hilo débil de vida, se arrastraría sangrando, con el intento de alcanzar el caballo y escapar de Cabril...

Mas con aquella recia daga que por tres veces enterrara en su pecho, y que en el pecho había dejado, no se arrastraría el villano muchos metros, y en algún sitio de aquellos debía de yacer estirado y frío. Rebuscó entonces cada calle, cada sombra, cada macizo de arbustos. Y —¡caso maravilloso!—, ¡no descubría el cuerpo, ni pisadas, ni tierra que hubiese sido removida, ni siquiera rastro de sangre sobre la tierra! Y, sin embargo, ¡mano certera y hambrienta de venganza, tres veces le clavara la daga en el pecho y en el pecho se la dejara!

¡Y era Ruy de Cárdenas el muerto, que bien lo había conocido desde el fondo del cuarto donde espiaba, cuando a la claridad de la luna atravesó la terraza, confiado, ligero, con la mano en la cintura, la faz risueñamente erguida y la pluma del sombrero balanceándose en triunfo! ¿Cómo podría suceder una cosa tan rara, un cuerpo mortal sobreviviendo a un hierro que tres veces le atraviesa el corazón y en el corazón le queda clavado? ¡Y la mayor rareza era que ni en el suelo, debajo de la ventana, señalábase el vestigio de aquel cuerpo fuerte, caído pesadamente como un fardo! ¡Ni una flor machucada; todas derechas, erguidas, frescas, con leves gotas de rocío sobre las corolas! Inmóvil de espanto, casi de terror, don Alonso de Lara detúvose allí, considerando el balcón, midiendo la altura de la escalera, contemplando con ojos espantados los alhelíes derechos, frescos, sin un tallo u hoja doblada. Después comenzó a correr locamente por la terraza, por la avenida, por la calle de los bojes, todavía con la esperanza de hallar una pisada, un tallo roto, alguna gota de sangre sobre la finísima arena.

¡Nada! Todo el jardín ofrecía un desusado arreglo y limpieza, como si sobre él nunca hubiese pasado el viento que deshoja ni el sol que mustia.

Entonces, al atardecer, devorado por la incertidumbre y el misterio, tomó un caballo y, sin escudero ni caballerizo, partió para Segovia. Curvado y escondidamente, como un forajido, penetró en su palacio por la puerta del pomar, y su primer cuidado fue correr la galería abovedada, desatrancar las maderas de las ventanas y espiar ávidamente la casa de don Ruy de Cárdenas. Todos los miradores de la vieja morada del arcediano estaban abiertos, respirando la frescura de la noche; y a la puerta, sentado en un banco de piedra, un mozo de caballeriza afinaba perezosamente la bandurria.

Don Alonso de Lara descendió a su cámara, lívido, pensando que no acontecía de seguro desgracia en casa donde todas las ventanas se abren para recibir el fresco, y en la puerta de la calle tocan y se divierten los mozos. Batió las palmas, pidiendo furiosamente la cena. Y apenas sentado al extremo de la mesa, en su alta silla de cuero labrado, mandó llamar al intendente, a quien en seguida ofreció, con extraña familiaridad, una copa de vino añejo. En tanto el hombre, en pie, bebía respetuosamente, don Alonso, metiendo los dedos por la maraña de las barbas y forzando su sombría faz para sacarle una sonrisa, preguntaba por las nuevas acontecidas en Segovia. Durante los días de su estancia en Cabril ¿nada espantoso o digno de murmuración había ocurrido en la ciudad?... El intendente limpió los labios para afirmar que nada espantoso murmurábase en Segovia, a no ser que la hija del señor don Gutierre, tan joven y rica heredera, tomaba el hábito de las Carmelitas Descalzas. Don Alonso insistía mirando vorazmente al intendente. ¿Y no se trabara una gran lucha, no se encontrara herido en la carretera de Cabril un caballero joven, muy conocido?... El intendente encogía los hombros: nada decían por la ciudad de luchas y caballeros heridos. Con un acento desabrido, don Alonso lo despidió de su presencia.

Apenas terminada la parca cena, volvió a la galería para espiar de nuevo las ventanas de don Ruy. Ahora estaban cerradas; en la última de la esquina percibíase tenue claridad.

Pasó en vigilia la noche, removiendo incansablemente el mismo espanto. ¿Cómo pudo escapar aquel hombre con una daga atravesada en el corazón? ¿Cómo?... Al amanecer tomó una capa, un largo sombrero, y descendió al atrio, todo embozado y cubierto, y quedó rondando por delante de la casa de don Ruy. Las campanas tocaban a maitines. Los mercaderes, con los jubones mal abotonados, salían a levantar las persianas de las puertas, a colgar el muestrario. Ya los hortelanos, picando los burros cargados de costales, lanzaban los pregones anunciando la hortaliza fresca, y los frailes descalzos, con la alforja al hombro, pedían limosna y bendecían a las mozas.

Beatas embozadas, con gruesos rosarios negros, enfilaban golosamente para la iglesia. Después el pregonero de la ciudad, parado en un extremo del atrio, tocó una bocina, y con una voz tremenda comenzó a leer un edicto.

El señor de Lara parárase junto a la fuente, pasmado, como embebecido en el canto de los chorros. De repente pensó que aquel edicto, leído por el pregonero de la ciudad, debíase referir a don Ruy, acaso a su desaparición... Corrió a la esquina del atrio; pero ya el hombre, con el papel enrollado, abríase paso, batiendo en las losas con su vara descomunal. Y cuando se volvió para espiar de nuevo la casa, he aquí que sus ojos, atónitos, tropiezan a don Ruy, ¡a don Ruy, su víctima, que venía caminando para la iglesia de Nuestra Señora, ligero, airoso, la faz risueña y erguida en el fresco aire de la mañana, de jubón claro, con plumas claras, con una de las manos posada en el cinto, la otra meneando distraídamente un bastón con borlas de torzal de oro!

Don Alonso recogiose entonces a su casa con pasos arrastrados y envejecidos. En lo alto de la escalera de piedra halló a su viejo capellán, que venía a saludarle y que, penetrando con él en la antecámara, después de pedir, con reverencia, nuevas de la señora doña Leonor, le habló de un prodigioso caso que había llenado a la ciudad de espanto y murmuración. ¡En la víspera, por la tarde, yendo el corregidor a visitar el Cerro de las Horcas, pues se acercaba la fiesta de los Santos Apóstoles, descubriera, con mucho pasmo y escándalo, que uno de las ahorcados tenía una daga clavada en el pecho! ¿Era gracia de algún pícaro siniestro? ¿Venganza que la muerte no saciara?... ¡Y para mayor prodigio aún, el cuerpo había sido descolgado del madero, arrastrado en huerta o jardín (pues que presas a los viejos harapos se encontraron hojas tiernas) y después nuevamente ahorcado y con una cuerda nueva!... ¡Así iba la turbulencia de los tiempos, que ni los muertos se privaban de tamaños ultrajes!

Don Alonso escuchaba temblando, con el pelo horripilado. Inmediatamente, con una ansiosa agitación, bramando, tropezando contra las puertas, quiso partir y convencerse con sus propios ojos de la fúnebre profanación. En dos mulas enjaezadas de prisa, ambos salieron para el Cerro de los Ahorcados, él y el capellán, arrastrado y aturdido. Un gran golpe de vecinos de Segovia, reuniérase en el Cerro, poseídos todos de un horror maravilloso ante ¡el muerto que fuera muerto!... Todos se arremolinaron en torno del noble señor de Lara, que permanecía desmadejado y lívido, mirando al ahorcado y a la daga que le atravesaba el pecho. Era su daga: ¡fuera él quien había matado al muerto!

Galopó empavorecido para Cabril. Y allí se encerró con su secreto, comenzando a palidecer, a adelgazar, siempre alejado de la señora doña Leonor, escondido por las calles sombrías del jardín, murmurando palabras al viento, hasta que en la madrugada de San Juan, una criada, que volvía de la fuente con su cántaro, lo encontró muerto, bajo el balcón de piedra, estirado en el suelo, con los dedos clavados en el bancal de alhelíes, donde parecía haber excavado largamente la tierra, buscando algo...

V

Para huir de tan lamentables memorias, la señora doña Leonor, heredera de todos los bienes de la casa de Lara, recogiose a su palacio de Segovia. Pero como ahora sabía que el señor don Ruy de Cárdenas había escapado milagrosamente de la emboscada de Cabril, y, como día por día, acechando por entre las rejas, lo seguía con ojos húmedos, jamás satisfechos, cuando el caballero cruzaba el atrio para entrar en la iglesia, no quiso ella, con recelo de las prisas e impaciencia de su corazón, visitar a la Señora del Pilar mientras durase el luto. Más tarde, una mañana de domingo, cuando, en vez de crespones negros, se pudo cubrir de sedas rojas, descendió la escalera de su palacio, pálida, por efecto de una emoción nueva y divina, pisó las losas del atrio y traspuso las puertas de la iglesia. Don Ruy de Cárdenas estaba arrodillado delante del altar, en donde había colocado su votivo ramo de claveles blancos y amarillos. Al rumor de las finas sedas, irguió los ojos con una esperanza purísima, hecha de gracia celeste, como si un ángel le hubiese llamado. Doña Leonor arrodillose, arqueado el pecho por la impresión, tan pálida y tan feliz, que la cera de las hachas no era más pálida, ni más felices las golondrinas que batían sus alas libres por las ojivas de la vieja iglesia.

Ante ese altar, y de rodillas en esas losas, ambos fueron casados por el obispo de Segovia, don Martiño, en el otoño del año de gracia de 1475, siendo ya reyes de Castilla Isabel y Fernando, muy poderosos y muy católicos, por quien Dios operó grandes hechos sobre la tierra y sobre el mar.

José Matías

¡Linda tarde, amigo mío!... Estoy esperando el entierro de José Matías —del José Matías de Albuquerque, sobrino del vizconde de Garmilde... Usted lo conoció seguramente: un muchacho airoso, rubio como una espiga, con un bigote crespo de paladín sobre una boca indecisa de contemplativo, diestro caballero, de una elegancia sobria y fina. ¡Y espíritu curioso, muy aficionado a las ideas generales, tan penetrante, que comprendió mi Defensa de la Filosofía Hegeliana! Esta imagen de José Matías data de 1865; porque la última vez que le encontré, en una tarde agreste de enero, metido en un portal de la calle de San Benito, tiritaba dentro de una levita color de miel, roída en los codos, y olía abominablemente a aguardiente.

¡Pero usted, en una ocasión en que José Matías detúvose en Coimbra, volviendo de Oporto, cenó con él en el Pazo del Conde! Hasta recuerdo que Craveiro, que preparaba las Ironías y Dolores de Satán para irritar más la disputa entre la Escuela Purista y la Escuela Satánica, recitó aquel soneto suyo, de tan fúnebre idealismo: En la jaula de mi pecho, el corazón... Y recuerdo todavía a José Matías, con una gran corbata de seda negra hinchada entre el cuello de lino blanco, sin despegar los ojos de las velas de los candeleros, sonriendo pálidamente a aquel corazón que rugía en su jaula... Era una noche de abril, de luna llena. Después paseamos en bando, con guitarras, por el Puente y por el Choupal. Januario cantó ardientemente las endechas románticas de nuestro tiempo:


Ayer de tarde, al sol puesto,
contemplabas silenciosa
la corriente caudalosa
que retozaba a tus pies...


¡Y José Matías, acodado sobre el parapeto del Puente, con el alma y los ojos perdidos en la luna! —¿Por qué no acompaña usted a este interesante mozo al cementerio de los Placeres? Tengo un coche de plaza, con número, como conviene a un profesor de Filosofía... ¿Qué? ¿Por causa de los pantalones claros? ¡Oh, mi caro amigo! De todas las materializaciones de la simpatía, ninguna más groseramente material que el casimir negro. ¡Y el hombre que vamos a enterrar era un gran espiritualista!

Venía la caja saliendo de la Iglesia... Apenas tres carruajes para acompañarle. —Mas, realmente, caro amigo, José Matías murió hace seis años, en su puro esplendor. Ese que llevamos ahí, medio descompuesto, dentro de cuatro tablas galoneadas de amarillo, es un resto de borracho sin historia y sin nombre, que el frío de febrero mató en el vano de un portal.

¿El sujeto de lentes de oro que va en la berlina?... No sé quién es. Tal vez un pariente rico, de esos que aparecen en los entierros, con el parentesco correctamente cubierto de gasa negra, cuando el difunto ya no importuna ni compromete. El hombre obeso, de caraza amarilla, que va en la victoria, es Alves Capao, que tiene un periódico donde desgraciadamente la Filosofía no abunda, y que se llama La Piada. ¿Qué relaciones le prendían a Matías?... No sé. Tal vez se emborrachasen en las mismas tascas; acaso José Matías, últimamente, colaborase en La Piada; quizá debajo de aquella gordura y de aquella literatura, ambas tan sórdidas, se abrigue un alma compasiva. Este es nuestro coche... ¿Quiere que baje la ventanilla? ¿Un cigarro?... Yo traigo fósforos. Pues este José Matías fue un hombre desconsolador para quien, como yo, en la vida ama la evolución lógica y pretende que la espiga nazca coherentemente del grano. En Coimbra siempre le consideramos como un alma escandalosamente banal. Para este juicio concurría acaso su horrenda corrección. ¡Nunca un rasgón ostentoso en la sotana, ni, por ventura, un poco de polvo adherido a los zapatos; jamás un pelo rebelde del cabello o del bigote huyendo de aquel rígido aliño que nos desolaba! Por otra parte, en nuestra ardiente generación él fue el único intelectual que no rugió con las miserias de Polonia; que leyó sin empalidecer ni llorar las Contemplaciones; que permaneció insensible ante la herida de Garibaldi. ¡Y, sin embargo, no había en ese José Matías ninguna sequedad o dureza o egoísmo o desafecto! ¡Por el contrario! Un suave camarada, siempre cordial y mansamente risueño. Toda su imperturbable quietud parecía provenir de una inmensa superficialidad sentimental. Y era eso de manera que no fue sin razón que, en viendo a aquel mozo tan suave, tan rubio y tan ligero, comenzáramos a llamarle Matías-Corazón de Esquilo. Cuando se doctoró, como se le muriera el padre, después la madre, delicada y linda señora de quien había heredado 50.000 duros, partió para Lisboa a fin de alegrar la soledad de un tío que le adoraba, el general vizconde de Garmilde. ¡Usted, sin duda, se acuerda de esa perfecta estampa de general clásico, siempre de bigotes terríficamente encerados; las calzas, color de flor de romero desesperadamente estiradas por las presillas sobre las botas coruscantes, y el látigo, debajo del brazo, con la punta temblando, ávido de azotar el Mundo! Guerrero grotesco y deliciosamente bueno... Garmilde moraba entonces en Arroyos, en una casa antigua de azulejos, con un jardín, donde cultivaba apasionadamente bancales soberbios de dalias. Ese jardín subía muy suavemente hasta un muro cubierto de hiedra que lo separaba de otro jardín, el largo y bello jardín de rosas del consejero Mattos Miranda, cuya casa, con una aireada terraza entre dos torreoncitos amarillos, erguíase en la cima del otero y se llamaba la casa de la «Parreira». Usted conoce (por lo menos, de tradición, como se conoce Elena de Troya o Inés de Castro) la hermosa Elisa Miranda, Elisa de la Parreira... Fue la sublime belleza romántica de Lisboa, en los fines de la Regeneración. Mas, realmente, Lisboa apenas la entreveía por los cristales de su gran carruaje o en alguna noche de iluminación del paseo público entre la polvareda y la turba, o en los dos bailes de la Asamblea del Carmo, de que Mattos Miranda era un director venerado. Por gusto friolero de provinciana o por pertenecer a aquella seria burguesía que en esos tiempos, en Lisboa, aún conservaba los antiguos hábitos severamente encerrados, o por imposición paternal del marido, ya diabético y con sesenta años, la Diosa raramente emergía de Arroyos y se mostraba a los mortales. Mas quien la vio, y con facilidad constante, casi irremediablemente, desde que se instaló en Lisboa, fue José Matías, porque, yaciendo el palacete del general en la falda de la colina, a los pies del jardín y de la casa de la Parreira, no podía la divina Elisa asomarse a una ventana, atravesar la terraza, coger una rosa entre las calles de boj, sin hacerse deliciosamente visible, tanto más que en los dos jardines asoleados ningún árbol esparcía la cortina de su denso ramaje. Usted de seguro tarareó, como todos tarareamos, aquellos versos gastados, mas inmortales:


Era en otoño, cuando tu imagen
a la luz de la luna...


¡Pues, como en esa estrofa, el pobre José Matías, al regresar de la playa de Ericeira, en octubre, en el otoño, vio a Elisa Miranda una noche en la terraza, a la luz de la luna! Usted nunca contempló aquel precioso tipo de encanto lamartiniano. Alta, esbelta, ondulante, digna de la comparación bíblica de la palmera al viento. Cabellos negros, lustrosos y ricos, en bandos ondeados. Una carnación de camelia muy fresca. Ojos negros, líquidos, quebrados, tristes, de largas pestañas... ¡Ah, amigo mío, hasta un servidor de usted, que ya entonces anotaba laboriosamente a Hegel, después de encontrarla en una tarde de lluvia esperando el coche a la puerta de Seixas, la adoró durante tres exaltados días y le rimó un soneto! No sé si José Matías le dedicó sonetos. Mas todos sus amigos percibimos de contado el fuerte, profundo, absoluto amor que concibiera desde la noche de otoño, a la luz de la luna, aquel corazón, que en Coimbra considerábamos de Esquilo.

Bien comprenderá usted que hombre tan quieto y comedido no se exhaló en suspiros públicos. Ya, sin embargo, en tiempo de Aristóteles, afirmábase que amor y humo no se esconden; y de nuestro hermético José Matías, el amor comenzó pronto a escapar, como el humo leve de las rendijas invisibles de una casa cerrada que arde terriblemente. Recuérdome de una tarde que le visité en Arroyos, después de volver del Alentejo. Era un domingo de julio. Él iba a comer con una tía-abuela, una doña Mafalda Noronha, que vivía en Benfica, en la quinta de los Cedros, donde habitualmente almorzaban también los domingos Mattos Miranda y la divina Elisa. Creo que solo en esa casa se encontraban ella y José Matías, sobre todo con las facilidades que ofrecen pensativas alamedas y retiros de sombra. Las ventanas del cuarto de José Matías abrían al jardín, y sobre el jardín de los Mirandas; y cuando entré, él aún se vestía lentamente. ¡Nunca admiré, amigo mío, faz humana aureolada por felicidad más segura y serena! Sonreía iluminadamente cuando me abrazó, con una sonrisa que venía de las profundidades del alma iluminada; sonreía deleitablemente en tanto yo le conté todos mis disgustos en Alentejo; sonreía después extáticamente, aludiendo al calor y enrollando un cigarro distraído; y sonreía siempre, extasiado, mientras escogía en el cajón de la cómoda, con religioso escrúpulo, una corbata de seda blanca. Y a cada momento, irresistiblemente, por un hábito ya tan inconsciente como el pestañear, sus ojos risueños, calmamente enternecidos, volvíanse para las ventanas cerradas... De suerte que acompañando aquel rayo dichoso, luego descubrí en la terraza de la casa de la Parreira, a la divina Elisa, vestida de claro, con un sombrero blanco, paseando perezosamente, calzándose pensativamente los guantes y acechando también las ventanas de mi amigo, que un rayo oblicuo del sol ofuscaba de manchas de oro. José Matías, entretanto, conversaba, antes murmuraba, a través de la perenne sonrisa, cosas afables y dispersas. Toda su atención concentrárase delante del espejo, en el alfiler de coral y perla para clavar en la corbata, en el cuello blanco que abotonaba y ajustaba con la devoción con que un sacerdote novicio, en la exaltación cándida de la primera misa, se revistiese de la estola y del amito para acercarse al altar. ¡Jamás había visto yo a un hombre echar con tan profundo éxtasis agua de colonia en el pañuelo! Y después de vestirse la levita, de espetarse una soberbia rosa con inefable emoción, sin retener un delicioso suspiro, abrió largamente, solemnemente, las ventanas. ¡Introibo ad altarem Dei! Yo permanecí discretamente enterrado en el sofá. ¡Y, caro amigo, créame, envidié a aquel hombre ante la ventana, inmóvil, rígido en su adoración sublime, con los ojos y el alma y todo el ser clavados en la terraza, en la blanca mujer, calzándose los guantes claros, y tan indiferente al mundo como si el mundo fuese apenas el ladrillo que ella pisaba y cubría con los pies!

¡Y este éxtasis, amigo mío, duró diez años, así, espléndido, puro, distante e inmaterial! No se ría... De cierto se encontraban en la quinta de doña Mafalda; de seguro escribíanse, y apasionadamente, echando las cartas por sobre el muro que separaba las dos quintas; mas nunca por encima de las hiedras de ese muro procuraron la rara delicia de una conversación robada, o la delicia, aún más perfecta, de un silencio escondido en la sombra. Y nunca cambiaron un beso... ¡No lo dude! Algún apretón de manos fugitivo y ansioso, bajo las arboledas de doña Mafalda fue el límite exaltadamente extremo que la voluntad les marcó al deseo. Usted no comprenderá cómo se mantuvieron así dos frágiles cuerpos, durante diez años, en tan terrible y mórbido renunciamiento... Sí; de seguro les faltó para perderse, una hora de seguridad o una puertecilla en el muro. Luego, que la divina Elisa vivía realmente en un convento, en el cual cerrojos y celdas eran formados por los hábitos rígidamente reclusos de Mattos Miranda, triste y diabético. Pero, en la castidad de este amor, entró mucha nobleza moral y finura superior de sentimiento. El amor espiritualiza al hombre, y materializa a la mujer. Esa espiritualización era fácil a José Matías, que había nacido desvariadamente espiritualista; mas la humana Elisa encontró también un gozo delicado en esa ideal adoración de monje, que ni osa rozar con los dedos trémulos y embrollados en el rosario la túnica de la Virgen sublimada. ¡Él, sí! Él gozó en ese amor trascendentemente desmaterializado un encanto sobrehumano. Durante diez años, como el Ruy-Blas del viejo Hugo, caminó, vivo y deslumbrado, dentro de su sueño radiante, sueño en que Elisa habitó realmente en lo íntimo de su alma, en una fusión tan absoluta, que se tornó consubstancial con su ser. ¿Creerá usted que él abandonó el cigarro, y que no fumaba, ni aun paseando solitariamente a caballo, por los alrededores de Lisboa, desde que una tarde descubrió en la quinta de doña Mafalda que el humo perturbaba a Elisa?

Esta presencia real de la divina criatura en su ser creó en José Matías modos nuevos, extraños, derivando de la alucinación. Como el vizconde de Garmilde comía temprano, a la hora vernácula del Portugal antiguo, José Matías cenaba, después de San Carlos, en aquel delicioso y saudoso café Central, donde el lenguado parecía frito en el cielo, y el Collares en el cielo embotellado. Pues nunca cenaba sin candelabros profusamente encendidos y la mesa cubierta de flores. ¿Por qué? Porque Elisa también cenaba allí, invisible. De ahí esos silencios bañados en una sonrisa religiosamente atenta... ¿Por qué? ¡Porque la estaba siempre escuchando! Recuerdo verle arrancar del cuarto tres grabados clásicos de Faunos osados y Ninfas rendidas... Elisa, cerníase idealmente en aquel ambiente, y él purificaba las paredes, que mandó forrar de sedas claras. El amor arrastra al lujo, sobre todo, un amor de tan elegante idealismo; y José Matías prodigó con esplendor y lujo que ella participaba. Decentemente no podía andar con la imagen de Elisa en un coche de plaza, ni consentir que la augusta imagen rozase por las sillas de rejilla de la platea de San Carlos. Montó, por tanto, carruajes de un gusto sobrio y puro; y abonose a un palco en la Ópera, donde instaló, para ella, una poltrona pontifical, de seda blanca, bordada con estrellas de oro.

Aparte de eso, como descubriera la generosidad de Elisa, luego se hizo congénere y suntuosamente generoso; y nadie existió entonces en Lisboa que repartiese, con facilidad más risueña, billetes de Banco. Así disipó, rápidamente, sesenta mil duros, con el amor de aquella mujer a quien nunca había regalado una flor.

¿Y, durante ese tiempo, Mattos Miranda? Amigo mío, el buen Mattos Miranda, no desordenaba ni la perfección, ni la quietud de esta felicidad. ¿Tan absoluto sería el espiritualismo de José Matías, que apenas se interesase por el alma de Elisa, indiferente a las sumisiones de su cuerpo, involucro, inferior y mortal?... No sé. Verdad sea dicha, aquel digno diabético, tan grave, siempre de bufanda de lana oscura, con sus barbas grisáceas, sus poderosos lentes de oro, no sugería ideas inquietadoras de marido ardiente, cuyo ardor, fatal e involuntariamente, se reparte y abrasa. ¡Todavía nunca comprendí, yo, Filósofo, aquella consideración, casi cariñosa, de José Matías por el hombre que, siquiera fuese desinteresadamente, podía por derecho, por costumbre, contemplar a Elisa desapretándose las cintas de la enagua!... ¿Habría allí reconocimiento por ser Miranda el que había descubierto en una remota calle de Setúbal (en donde José Matías nunca la descubriría) aquella divina mujer, y por mantenerla en aquella posición, sólidamente nutrida, finamente vestida, transportada en carruajes de blandos muelles? ¿O recibiera José Matías aquella acostumbrada confidencia —«no soy tuya, ni de él»—, que tanto consuela del sacrificio, porque tanto lisonjea el egoísmo?.. No sé, mas con certeza, aquel magnánimo desdén por la presencia corporal de Miranda en el templo, donde habitaba su diosa, daba a la felicidad de José Matías una unidad perfecta, la unidad de un cristal que por todos los lados rebrilla, igualmente puro, sin arañadura o mancha. Y esta felicidad, amigo mío, duró diez años... ¡Qué escandaloso lujo para un mortal!

Mas un día, la tierra, para José Matías, tembló toda, en un terremoto de incomparable espanto. En enero o febrero de 1871, Miranda, ya debilitado por la diabetes, murió de una pulmonía. Por estas mismas calles, en un pachorriento coche de plaza, acompañé su entierro numeroso, rico, con ministros, porque Miranda pertenecía a las Instituciones. Y después, aprovechando el coche, visité a José Matías en Arroyos, no por curiosidad perversa, ni para llevarle felicitaciones indecentes, sino para que en aquel lance deslumbrador sintiese a su lado la fuerza moderadora de la Filosofía... Hallé con él a un amigo más antiguo y confidencial, aquel brillante Nicolás de la Barca, que ya acompañé también a este cementerio, donde ahora yacen, debajo de lápidas, todos aquellos camaradas con quienes levanté castillos en el aire... Nicolás había llegado de la Vellosa, de su quinta de Santarén, de madrugada, reclamado por un telegrama de Matías. Cuando entré, un criado arreglaba dos maletas enormes. José Matías partía en esa noche para Oporto. Hasta se había puesto ya un traje de viaje, todo negro, con zapatos de cuero amarillo. Después de sacudirme la mano, mientras Nicolás removía un grog, continuó vagando por el cuarto, silencioso, como pasmado, con un modo que no era emoción, ni alegría púdicamente disfrazada, ni sorpresa de su destino bruscamente sublimado. ¡No! Si el buen Darwin no nos engaña en su libro de la Expresión de las Emociones, José Matías, en esa tarde, solo sentía y solo expresaba embarazo. Enfrente, en la casa de la Parreira, todas las ventanas permanecían cerradas bajo la tristeza de la tarde cenicienta. ¡Y todavía sorprendí a José Matías lanzando hacia la terraza, rápidamente, una mirada en que transparentaba inquietud, ansiedad, casi terror! ¿Cómo diré? ¡Aquella parecía la mirada que se dirige a la jaula mal segura en donde se agita una leona! En un momento en que él entró en la alcoba, murmuré a Nicolás, por encima del grog: «Matías hace perfectamente en irse para Oporto...» Nicolás se encogió de hombros: —«Sí, creyó que era más delicado... Yo aproveché. Solo durante los meses de luto riguroso...» A las siete acompañamos a nuestro amigo a la estación de Santa Apolonia. A la vuelta, dentro del coche que una furiosa lluvia azotaba, filosofamos. Yo sonreía, contento: —«Un año de luto; después mucha felicidad y muchos hijos... ¡Y un poema acabado!»... Nicolás acudió, serio: —«Y acabado en una deliciosa y suculenta prosa. La divina Elisa queda con toda su divinidad y la fortuna de Miranda, unos diez o doce mil duros de renta... ¡Por la primera vez en nuestra vida entrambos contemplamos la virtud recompensada!»

¡Mi caro amigo! Pasaron los meses ceremoniales de luto, después otros, y José Matías no se movió de Oporto. En ese agosto le encontré instalado fundamentalmente en el hotel Francfort, donde entretenía la melancolía de los días abrasados, fumando (porque volviera al tabaco), leyendo novelas de Julio Verne y bebiendo cerveza helada hasta que la tarde refrescaba y él se vestía, se perfumaba y se florecía para ir a comer en Foz.

Y a pesar de acercarse el bendito remate del luto y de la desesperada espera, no noté en José Matías ni alborozo elegantemente reprimido, ni revuelta contra la lentitud del tiempo, viejo a las veces tan moroso y tropezón. ¡Por el contrario! A la sonrisa de radiosa certeza, que en esos años le iluminara como un nimbo de beatitud, sucedía la seriedad cargada, toda en sombra y arrugas, de quien se debate en una duda irresoluble, siempre presente, roedora y dolorosa. ¿Quiere que le diga? En aquel verano, en el hotel Francfort, siempre me pareció que José Matías, a cada instante de su vida despierta, bebiendo la fresca cerveza, calzando los guantes al entrar en el coche que le llevaba a Foz, angustiosamente preguntaba a su conciencia: «¿Qué he de hacer? ¿Qué he de hacer?» Una mañana, en el almuerzo, me asombro, exclamando al abrir el periódico, con un asomo de sangre en la cara: «¿Qué? ¿Ya estamos a 29 de agosto? ¡Santo Dios... ya es fin de agosto!...»

Volví a Lisboa, amigo mío. Pasó el invierno, muy seco y muy azul. Trabajé en mis Orígenes del Utilitarismo. Un domingo, en Rocío, cuando ya se vendían claveles en los estancos, avisté dentro de una berlina a la divina Elisa, con plumas rojas en el sombrero; y en esa misma semana encontré en el Diario Ilustrado la noticia corta, casi tímida, del casamiento de la señora doña Elisa Miranda... ¿Con quién, amigo mío? ¡Con el conocido propietario don Francisco Torres Nogueira!...

En oyendo tal, mi amigo cerró el puño, y pegó en el muslo, espantado. ¡También yo cerré los dos puños, mas para levantarlos al cielo, en donde se juzgan los hechos de la tierra, y clamar furiosamente, a gritos, contra la falsedad, la inconstancia ondeante y pérfida, toda la engañadora torpeza de las mujeres, y de aquella especial Elisa, llena de infamia entre las mujeres! ¡Traicionar aprisa, inconsideradamente, apenas concluyó el negro luto, a aquel noble, puro, intelectual Matías!, ¡y su amor de diez años, sumiso y sublime!...

Y después de apuntar con los puños para el cielo, aún los apretaba contra la cabeza, gritando: «Mas ¿por qué, por qué?» ¿Por amor? Durante años ella amara arrobadamente a este hombre, y de un amor que no pudo desilusionarse ni hartarse, porque permanecía suspenso, inmaterial, insatisfecho. ¿Por ambición? Torres Nogueira era un ocioso amable como José Matías, y poseía en viñas hipotecadas los mismos cincuenta o sesenta mil duros que José Matías acababa de heredar ahora del tío Garmilde, en tierras excelentes y libres. Entonces, ¿por qué? ¡Ciertamente porque los gruesos bigotes negros de Torres Nogueira apetecían más a su carne, que el bozo rubio y pensativo de José Matías! ¡Ah, bien enseñara San Juan Crisólogo que la mujer es un montón de impureza, erguido a la puerta del infierno!

Pues, amigo mío, cuando yo rugía de este modo, encuéntrome una tarde en la calle de Alecrín, a Nicolás de la Barca, que salta de la victoria, me empuja para un portal, y agarrándose excitadamente en mi pobre brazo, exclama sofocado:

—«¿Ya sabes? ¡José Matías fue quien se negó! Ella escribiole, estuvo en Oporto a verle, lloró... ¡Él no consintió ni en verla! ¡No quiso casarse, no se quiere casar!» Quedé traspasado. —«Y entonces ella...». —«Despechada, fuertemente cercada por Torres, cansada de la viudez, con aquellos bellos treinta años en botón, ¡qué diablo! pobrecilla, ¡se casó!» Levanté los brazos hasta la bóveda del patio: —«¿Pero y ese sublime amor de José Matías?» Nicolás, su íntimo y confidente, juró con irrecusable seguridad: —«¡Es el mismo siempre! Infinito, absoluto... ¡Mas no quiere casarse!»

Los dos nos miramos, y después nos separamos, encogiéndonos entrambos de hombros, con aquel asombro resignado que conviene a espíritus prudentes en presencia de la Incognoscible. Mas yo, Filósofo, y, por tanto, espíritu imprudente, durante toda esa noche agujereé el acto de José Matías con la punta de una psicología que expresamente aguzara. Y ya de madrugada, cansado, concluí, como se concluye siempre en Filosofía, que me encontraba delante de una Causa Primaria, por consiguiente impenetrable, en donde se quebraría, sin ventaja para él, para mí o para el mundo, la punta de mi Instrumento.

La divina Elisa se casó y continuó habitando la Parreira con su Torres Nogueira, en el conforte y sosiego que ya gozara con su Mattos Miranda. A mitad de verano, José Matías trasladose de Oporto a Arroyos, al caserón del tío Garmilde, en el cual reocupó sus antiguas habitaciones, con los balcones abriendo al jardín, ya florido de dalias, que nadie cuidaba. Vino agosto, como siempre en Lisboa, silencioso y caliente. Los domingos José Matías comía con doña Mafalda de Noronha, en Benfica, solitariamente —porque Torres Nogueira no conocía a aquella venerada señora de la Quinta de los Cedros. La divina Elisa, con vestidos claros, paseaba, a la tarde, en el jardín, entre los rosales; de suerte que la única mudanza, en aquel dulce rincón de Arroyos, parecía ser Mattos Miranda en un bello sepulcro de los Placeres, todo de mármol —y Torres Nogueira en el excelente lecho de Elisa.

Había, sin embargo, una tremenda y dolorosa mudanza —¡la de José Matías!—. ¿Adivina usted cómo ese desgraciado consumía sus estériles días? ¡Con los ojos, y la memoria, y el alma y todo el ser clavados en la terraza, en las ventanas, en los jardines de la Parreira! Solo que ahora no era con las vidrieras largamente abiertas, en abierto éxtasis, con la sonrisa de segura beatitud; poníase por detrás de las cortinas cerradas, a través de una escasa rendija, escondido, acechando furtivamente los blancos pliegues del vestido blanco, con la faz devastada por la angustia y por la derrota. ¿Y comprende por qué sufría así este pobre corazón? Seguramente porque Elisa, desdeñada por sus brazos cerrados, corriera luego, sin lucha, sin escrúpulos, para otros brazos, más accesibles y prontos... ¡No, amigo mío! Repare ahora en la complicada sutileza de esta pasión. ¡José Matías permanecía devotamente creyente de que Elisa, en lo íntimo de su alma, en ese sagrado fondo espiritual en donde no entran las imposiciones de las conveniencias, ni las decisiones de la razón pura, ni los ímpetus del orgullo, ni las emociones de la carne, le amaba, a él, únicamente a él, y con un amor que no desapareciera, ni se alterara, floreciente en todo su vigor, hasta sin ser regado o tratado, a la manera de la antigua Rosa Mística! ¡Lo que le torturaba, amigo mío, lo que le cavara largas arrugas en cortos meses, era que un hombre, un macho, un bruto, apoderárase de aquella mujer que era suya! ¡Y que del modo más santo y más socialmente puro, bajo el patrocinio de la Iglesia y del Estado, lagotease con los ásperos bigotes negros, hasta hartarse, los divinos labios que él nunca osara rozar, en la supersticiosa reverencia y casi en el terror de su divinidad! ¿Cómo le diré?... ¡El sentimiento de este extraordinario Matías era el de un monje, postrado ante una Imagen de la Virgen, en trascendental arrobo, entretanto, de improviso, un bestial sacrílego trepa al altar, y alza obscenamente la túnica de la Imagen! Usted sonríe... ¿Y entonces, Mattos Miranda? ¡Ah, amigo mío, ese era diabético, y grave, y obeso, y ya existía instalado en la Parreira, con su obesidad y su diabetes, cuando él conociera a Elisa y la diera para siempre vida y corazón. Y Torres Nogueira, rompió brutalmente a través de su purísimo amor, con sus negros bigotes, y los carnudos brazos, y el duro arranque de un antiguo picador de toros, y prostituyó a aquella mujer, a la cual revelara tal vez lo que es un hombre!

Mas, ¡con todos los demonios!, a esa mujer la despreció cuando ella ofreciósele en la frescura y en la grandeza de un sentimiento que ningún desdén aún secara o abatiera. ¿Qué quiere?... ¡Y la espantosa tortuosidad espiritual de Matías! ¡Al cabo de unos meses olvidara, positivamente olvidara esa negativa afrentosa, como si fuese un leve desacuerdo de intereses materiales o sociales, ocurrido meses antes en el Norte, y al que la distancia y el tiempo disipaban la realidad y la amargura leve! ¡Y ahora, aquí en Lisboa, con las ventanas de Elisa delante de sus ventanas y las rosas de los dos jardines exhalando fragancia en la sombra, el dolor presente, el dolor real, era que él amara sublimemente a una mujer, colocárala entre las estrellas para que fuese más pura su adoración, y que un bruto moreno, de bigotes negros, arrancara a esa mujer de entre las estrellas para arrojarla sobre una cama!

Enredado caso, ¿eh, amigo mío? ¡Ah!, mucho filosofé acerca de él, por deber de filósofo. Y concluí que Matías era un enfermo, atacado de hiper-espiritualismo, de una inflamación violenta y pútrida del espiritualismo, que recelaba pavorosamente las materialidades del casamiento, las chinelas, la piel poco fresca al despertar, un vientre enorme durante seis meses, las criaturas llorando en la cuna mojada... Y ahora rugía de furor y tormento, porque cierto materialón, al lado, se precipitara a aceptar a Elisa en camisón de dormir. ¿Un imbécil?... ¡No, amigo mío! Un ultrarromántico, locamente ajeno a las realidades fuertes de la vida, que nunca sospechó que chinelas y pañales sucios de criaturas son cosas de superior belleza en casa en que entre el sol y haya amor.

¿Y sabe usted lo que exacerbó más furiosamente este tormento? ¡Que la pobre Elisa mostraba por él el antiguo amor! ¿Qué le parece? ¡Infernal, eh!... Por lo menos, si no sentía el antiguo amor intacto en su esencia, fuerte como entonces y único, conservaba por el pobre Matías una irresistible curiosidad y repetía los gestos de ese amor... ¡Tal vez fuere apenas la fatalidad de los jardines vecinos! No sé. Mas luego, desde septiembre, cuando Torres Nogueira partió para sus viñedos de Carcavellos a fin de asistir a la vendimia, ella recomenzó, del borde de la terraza, por sobre las rosas y las dalias abiertas, aquella dulce remesa de dulces miradas con que durante diez años extasiara el corazón de José Matías.

No creo que se trasbordasen cartas por encima del muro del jardín, como bajo el régimen paternal de Mattos Miranda... El nuevo señor, el hombre robusto y bigotudo, imponía a la divina Elisa, aun de lejos, de entre los parrales de Carcavellos, retraimiento y prudencia. Y acalmada por aquel marido, mozo y fuerte, menos sentiría ahora la necesidad de algún encuentro discreto en la sombra caliente de la noche, aun cuando su elegancia moral y el rígido idealismo de José Matías consintiesen en aprovechar una escalera contra el muro... En lo demás, Elisa era fundamentalmente honesta, y conservaba el respeto sagrado de su cuerpo, por sentirlo tan bello y cuidadosamente hecho por Dios, más de lo que el de su alma. Y ¿quién sabe?... Tal vez la adorable mujer perteneciese a la bella raza de aquella marquesa italiana, la marquesa Julia de Malfieri, que conservaba dos amorosos a su dulce servicio, un poeta para las delicadezas románticas y un cochero para las necesidades groseras.

¡En fin, amigo mío, no psicologuemos más sobre esta viva, detrás del muerto que murió por ella! El hecho fue que Elisa y su amigo insensiblemente recayeron en la vieja unión ideal a través de los jardines en flor. En octubre, como Torres Nogueira continuaba vendimiando en Carcavellos, José Matías, para contemplar la terraza de la Parreira, ya abría de nuevo las vidrieras, larga y extáticamente.

Parece que un tan extremo espiritualista, reconquistando la idealidad del antiguo amor, debía reentrar también en la antigua felicidad perfecta. Si reinaba en el alma inmortal de Elisa, ¿qué importaba que otro se ocupase de su cuerpo mortal? ¡Mas no! El pobre mozo sufría angustiadamente, y para sacudir la pungencia de estos tormentos, concluyó, un hombre como él, tan sereno, de una tan dulce armonía de modos, por tornarse un agitado. ¡Ah, amigo mío, qué estrépito de vida! ¡Desesperadamente, durante un año, removió, aturdió, escandalizó a Lisboa!... De ese tiempo son algunas de sus extravagancias legendarias... ¿Conoce la de la cena? ¡Una cena ofrecida a treinta o cuarenta mujeres de las más torpes y de las más sucias, recogidas por las negras callejuelas del Barrio Alto y de la Mouraría, que después mandó montar en burros, y gravemente, melancólicamente, puesto al frente sobre un gran caballo blanco, con una inmensa fusta, llevó a los altos de Gracia, para saludar la aparición del sol!

¡Mas todo ese alarido no le disipó el dolor, y entonces fue, en este invierno, cuando comenzó a jugar y a beber! Todo el día pasábalo encerrado en casa (ciertamente por detrás de las vidrieras, ahora que Torres Nogueira regresara de los viñedos) con ojos y alma clavados en la terraza fatal; después, a la noche, cuando las ventanas de Elisa se apagaban, salía en una berlina, siempre la misma, la del Gago, corría a la ruleta del Bravo, después al club del «Caballero», donde jugaba frenéticamente hasta la tardía hora de cenar, en un gabinete de restorán, con haces de velas encendidas, y el Collares y el Champagne y el Cognac corriendo en chorros desesperados.

¡Esta vida, picoteada por la Furias, duró años, siete años! Todas las tierras que le dejara el tío Garmilde se fueron, largamente jugadas y bebidas; y restábale solo el caserón de Arroyos y el dinero prestado por que lo hipotecara; mas, súbitamente, desapareció de todos los antros del vino y del juego.

¡Y supimos que Torres Nogueira estaba muriendo con una anasarca!

Por ese tiempo, y por causa de un negocio de Nicolás de la Barca que me telegrafió ansiosamente de su quinta de Santarén (negocio enrevesado, de una letra), busqué a José Matías, a las diez, en una noche caliente de abril. El criado, en cuanto me conducía por el corredor mal alumbrado, ya desadornado de las ricas arcas y tallas de la India del viejo Garmilde, confesome que S. E. no acabara de comer... ¡Aún me acuerdo, con un calofrío, de la impresión desolada que me causó el desgraciado! Hallábase en el cuarto que abría sobre los dos jardines. Delante de una ventana, que las cortinas de damasco cerraban, la mesa resplandecía, con dos candeleros, un cesto de rosas blancas y algunas de las nobles plantas de Garmilde; y al lado, todo extendido en una poltrona, con el cuello blanco desabotonado, la faz lívida, decaída sobre el pecho, una copa vacía en la mano inerte, José Matías parecía adormecido o muerto.

Cuando le toqué en el hombro, alzó, sobresaltado la cabeza, toda despeinada: —«¿Qué hora es?» Apenas le grité, en un gesto alegre, para despertarle, que era tarde, que eran las diez, llenó precipitadamente la copa de la botella más próxima de vino blanco, y bebió lentamente, con la mano temblando, temblando... Después, apartando los cabellos de la cabeza húmeda: —«¿Y entonces, qué hay de nuevo?» Desmayado, sin comprender, escuchó, como en un sueño, el recado que le mandaba Nicolás. Por fin, con un suspiro, removió una botella de champagne dentro del balde en que se helaba, llenó otra copa, murmurando: —«¡Un calor!... ¡Una sed!» Mas no bebió; arrancó el cuerpo pesado a la poltrona, y forzó los pasos mal firmes hacia la ventana, a la cual abrió violentamente las cortinas, después la vidriera... Y quedó tieso, como cogido por el silencio y oscuro sosiego de la noche estrellada. ¡Yo le espié! En la casa de la Parreira dos ventanas brillaban, fuertemente iluminadas, abiertas al aire. Y esa claridad viva envolvía una figura blanca, en los largos pliegues de una bata blanca, parada al borde de la terraza, como olvidada en una contemplación. ¡Era Elisa, amigo mío! Por detrás, en el fondo del cuarto claro, el marido ciertamente quejábase, con la opresión del anasarca. Ella, inmóvil, reposaba, enviando un dulce mirar, tal vez una sonrisa, a su dulce amigo. El miserable, fascinado, sin respirar, sorbía el encanto de aquella visión bienhechora. Y entre ellos se expandía en la molicie de la noche el aroma de todas las flores de los dos jardines... Súbitamente Elisa recogiose, llamada por algún gemido o impaciencia del pobre Torres. Las ventanas se cerraron; toda la luz y vida se sumieron en la casa de la Parreira.

Entonces José Matías, con un sollozo despedazado, de punzante tormento, vaciló, tan ansiadamente agarrose a la cortina que la rasgó, y vino a caer desamparado en los brazos que le extendí, y en los que lo arrastré hasta la poltrona, pesadamente, como a un muerto o a un borracho. Mas a poco, con espanto mío, el extraordinario hombre abre los ojos, sonríe con una lenta e inerte sonrisa y murmura casi serenamente: —«Es el calor... ¡Hace un calor! ¿Usted no quiere tomar café?»

Negueme y partí; en cuanto él, indiferente a mi fuga, extendido en la poltrona, encendía trémulamente un inmenso cigarro.

¡Santo Dios! ¡Ya estamos en Santa Isabel! ¡Cuán de prisa van arrastrando al pobre José Matías, para el polvo y para el gusano final! Pues, amigo mío, después de esa curiosa noche, Torres Nogueira murió. La divina Elisa, durante el nuevo luto, recogiose a la quinta de una cuñada, también viuda, a la «Corte Moreira», al pie de Beja. Y José Matías sumiose enteramente, evaporose, sin que me volviesen nuevas de él, ni aun inciertas, tanto más que el íntimo por quien las conocería, nuestro brillante Nicolás de la Barca, había partido para la isla de Madeira, con su último pedazo de pulmón, sin esperanza, por deber clásico, casi deber social, de tísico.

Todo ese año también anduve enfundado en mi Ensayo de los Fenómenos Afectivos. Pero un día, en el comienzo del verano, desciendo por la calle de San Benito, con los ojos levantados, buscando el número 214, donde se catalogaba la librería del Morgado de Azemel, ¿y a quién veo en el balcón de una casa nueva y de esquina? ¡A la divina Elisa, metiendo hojas de lechuga en la jaula de un canario! ¡Y bella, amigo mío, más llena y más armoniosa, toda madura y suculenta y deseable, a pesar de haber festejado en Beja sus cuarenta y dos años! Aquella mujer era de la grande raza de Elena, que, cuarenta años también después del cerco de Troya, aún deslumbraba a los hombres mortales y a los Dioses inmortales. Y ¡curioso acaso!, luego, en esa misma tarde, por Secco, Juan Secco, el de la Biblioteca, que catalogaba la librería del Morgado, conocí la nueva historia de esta Elena admirable.

La divina Elisa tenía ahora un amante... Únicamente por no poder, con su acostumbrada honestidad, poseer un legítimo y tercer marido. El dichoso mozo que adoraba era, en efecto, casado... Casado en Beja con una española que, al cabo de un año de ese casamiento y de otros requiebros, partiera para Sevilla, a pasar devotamente la Semana Santa, y adormeciérase allá en los brazos de un riquísimo ganadero. El marido, pacato apuntador de obras públicas, continuara en Beja, donde también vagamente enseñaba un vago dibujo... Una de sus discípulas era la hija de la señora de la «Corte Moreira»; y ahí, en la quinta, mientras tanto él guiaba el esfumino de la niña, Elisa le conoció y le amó, con una pasión tan inquieta, que arrancándole precipitadamente a Obras Públicas, le arrastró a Lisboa, ciudad más propicia que Beja a una felicidad escandalosa, y que se esconde. Juan Secco es de Beja, donde pasó las Navidades; conocía perfectamente al apuntador, a las señoras de la «Corte Moreira», y comprendió la novela, cuando desde las ventanas de ese número 214, donde catalogaba la librería de Azemel, reconoció a Elisa en el balcón de la esquina, y al apuntador, enfilando regaladamente el portal, bien vestido, bien calzado, de guantes claros, con apariencia de ser infinitamente más dichoso en aquellas obras particulares que en las públicas.

Desde esa misma ventana del 214 conocí yo también al apuntador. Bello mozo, sólido, blanco, de barba oscura, en excelentes condiciones de cantidad (y tal vez de cualidad) para llenar un corazón viudo, y, por tanto, «vacío», como dice la Biblia. Yo frecuentaba ese número 214, interesado en el catálogo de la librería, porque el Morgado de Azemel poseía, por el irónico acaso de las herencias, una colección incomparable de los filósofos del siglo XVIII. Transcurridas semanas, saliendo de consultar esos libros una noche (Juan Secco trabajaba de noche), y parándome delante de un portal abierto para encender el cigarro, descubro a la luz temblante del fósforo, metido en la sombra, a José Matías. ¡Mas qué José Matías, mi caro amigo! Para examinarle más detenidamente, encendí otro fósforo. ¡Pobre José Matías! Dejara crecer la barba, una barba rara, indecisa, sucia, blanda como bello amarillento; dejara crecer el cabello, que le brotaba en mechones secos por bajo de un viejo sombrero hueco; mas todo él, en lo demás, parecía disminuido, menguado dentro de una levita de mezcla ensuciada, y de unos pantalones negros, de grandes bolsillos, donde escondía las manos con el gesto tradicional, tan infinitamente triste, de la miseria ociosa. En la espantada lástima que me dio, apenas balbucí: «Pero, hombre... ¿y usted... qué se ha hecho de usted?» Y él, con su mansedumbre pulida, mas secamente, para desembarazarse, y con una voz que el aguardiente enronqueciera: «Aquí, esperando a un sujeto». No insistí; seguí. Después, más adelante, parándome, comprobé lo que desde luego adivinara; que el portal negro quedaba enfrente a la casa nueva y a los balcones de Elisa.

¡Pues, amigo mío, tres años vivió José Matías escondido en aquel portal!

Era uno de esos patios de la Lisboa antigua, sin portero, siempre abiertos, siempre sucios, cavernas laterales de la calle, de donde nadie echa a los escondidos de la miseria o del dolor. Al lado había una taberna. Infaliblemente, al anochecer, José Matías descendía la calle de San Benito, colado a los muros, y como una sombra, deslizábase en la sombra del portal. A esa hora, ya lucían las ventanas de Elisa, en invierno, empañadas por la niebla fina, en verano, aún abiertas, aireándose en reposo y en calma. Hacia ellas, inmóvil, con las manos en los bolsillos, quedábase José Matías en contemplación. Cada media hora, sutilmente, colábase en la taberna. Vaso de vino, copa de aguardiente, y muy mansito, recogíase a la negrura del portal, a su éxtasis. ¡Cuando las ventanas de Elisa apagábanse, aun a través de la larga noche, de las negras noches de invierno, encogido, transido, batiendo las suelas rotas en el suelo, o sentado al fondo, en las escaleras, permanecía, inmóviles los ojos turbios en la fachada negra de aquella casa, donde se la figuraba durmiendo con el otro!

Al principio, para fumar un cigarro aprisa, trepaba hasta el descanso desierto, a esconder el fuego que le denunciaría en su escondrijo. ¡Mas después, amigo mío, fumaba incesantemente, apoyado en la pared, apurando el cigarro con ansia para que la punta rebrillase, lo alumbrase! ¿Y percibe por qué, amigo mío?... ¡Porque Elisa ya descubriera que dentro de aquel portal, adorando sumisamente sus ventanas, con el alma de otro tiempo, estaba su pobre José Matías!...

¿Y creerá usted, amigo mío, que entonces todas las noches, o por detrás de la vidriera o asomada en el balcón (con el apuntador dentro, estirado en el sofá, ya de chinelas, leyendo el Diario de la Noche), ella demorábase a mirar hacia el portal muy quieta, sin otro gesto, en aquel antiguo y mudo mirar de la terraza por sobre las rosas y las dalias? José Matías lo percibiera, deslumbrado. ¡Y ahora avivaba desesperadamente el fuego, como un farol, para guiar en la oscuridad sus amados ojos, y mostrarla que allí estaba, transido, todo suyo y fiel!

De día nunca pasaba por la calle de San Benito. ¿Cómo osaría, con el chaquetón roto en los codos y las botas torcidas? Porque aquel mozo de elegancia sobria y fina, cayera en la miseria del andrajo. ¿De dónde sacaba día por día las tres perras para el vino y para el plato de bacalao en las tabernas? No sé... ¡Mas loemos a la divina Elisa, amigo mío! Muy delicadamente, por caminos enredados y astutos, ella, rica, procurara establecer una pensión en favor de José Matías, mendigo. Situación picante, ¿eh? ¡La grata señora dando dos mensualidades a sus dos hombres, el amante del cuerpo y el amante del alma! ¡Pero él adivinó de dónde procedía la pavorosa limosna, y la rechazó, sin revuelta, ni alarido de orgullo, hasta con enternecimiento, hasta con lágrimas en los párpados que el aguardiente inflamara!

Así que, solo ya de noche muy cerrada, atrevíase a bajar a la calle de San Benito, y entrar en su portal. ¿Y a que no adivina usted en qué gastaba el día? ¡Espiando, acechando, siguiendo al apuntador de Obras Públicas! ¡Sí, amigo mío, una curiosidad insaciable, frenética, atroz, por aquel hombre, que Elisa escogiera!... Los dos anteriores, Miranda y Nogueira, habían entrado en la alcoba de Elisa, públicamente, por la puerta de la Iglesia, y para otros fines humanos a más del amor; para poseer un lar, tal vez hijos, estabilidad y quietud en la vida. Pero este era meramente el amante que ella nombrara y mantenía solo para ser amada; y en esa unión no aparecía otro motivo racional sino que los dos cuerpos se uniesen. No se hartaba, por tanto, de estudiarlo, en la figura, en la ropa, en los modos, ansioso por saber bien cómo era ese hombre, que, para completarse, había preferido Elisa entre la turba de los hombres. Por decencia, el apuntador moraba en la otra extremidad de la calle de San Benito, delante del Mercado. Esa parte de la calle, donde no le sorprenderían, en su miseria, los ojos de Elisa, era el paradero de José Matías, por la mañana, para mirar, olfatear al hombre, al retirarse de casa de Elisa, aún caliente del calor de su alcoba. Después no le abandonaba, siguiéndole cautelosamente, como un ratonero rastreando de lejos en su rastro. Sospecho que le seguía así, menos por curiosidad perversa que para persuadirse de si a través de las tentaciones de Lisboa, terribles para un apuntador de Beja, el hombre conservaba el cuerpo fiel a Elisa. ¡En servicio de la felicidad de ella —fiscalizaba al amante de la mujer que amaba!

¡Exceso furioso de espiritualismo y devoción, amigo mío! El alma de Elisa era suya y recibía perennemente la adoración perenne; y ahora quería que el cuerpo de Elisa no fuese menos adorado, ni menos lealmente, por aquel a quien ella se lo entregara. Mas el apuntador era sin ningún esfuerzo fiel a una mujer tan hermosa, tan rica, de medias de seda, de brillantes en las orejas, que lo deslumbraba. ¿Y quién sabe, amigo mío? Tal vez esta felicidad, tributo carnal a la divinidad de Elisa, fuese para José Matías la última felicidad que le concedió la vida. Lo creo así, porque en el invierno pasado encontré al apuntador, en una mañana de lluvia, comprando camelias a una florista de la calle del Oro; y en frente, en una esquina, a José Matías, enflaquecido, andrajoso, que acechaba al hombre, con cariño, casi con gratitud. Tal vez en esa noche, en el portal, tiritando, batiendo las suelas encharcadas, con los ojos enternecidos en las oscuras vidrieras, pensase: —«¡Coitadiña, pobre Elisa! ¡Qué contenta habrá quedado con esas flores!»

Esto duró tres años.

En fin, amigo mío, anteayer, Juan Secco, apareció en mi casa, de tarde, despavorido: —«¡Llevaron a José Matías en una camilla, para el hospital, con una congestión en los pulmones!»

Parece que le encontraron, de madrugada, estirado en los ladrillos, todo encogido en el chaquetón delgado, jadeando, con la faz cubierta de muerte, vuelta para los balcones de Elisa. Corrí al hospital. Muriera... Subí, con el médico de servicio, a la enfermería. Levanté el paño que lo cubría. En la abertura de la camisa sucia y rota, preso al pescuezo por un cordón, conservaba un saquito de seda, pulido y sucio también. Seguramente contenía flores, o cabellos, o un pedazo de encaje de Elisa, del tiempo del primer encanto y de las tardes de Benfica... Dije al médico que le conocía, y le pregunté si sufriera: —«¡No! Tuvo un momento comatoso, después abrió mucho los ojos, exclamó: ¡oh! con gran espanto, y acabó.»

¿Era el grito del alma, en el asombro y horror de morir también? ¿O era el alma triunfando por reconocerse al fin inmortal y libre? Usted no lo sabe; ni lo supo el divino Platón; ni lo sabrá el último filósofo en la última tarde del mundo.

Llegamos al cementerio. Creo que debemos coger las borlas de la caja... A la verdad, es bien singular ver a este Alves Capao, siguiendo tan sentidamente a nuestro pobre espiritualista... ¡Mas, santo Dios, mire! Allí, a la espera, a la puerta de la iglesia, aquel sujeto convencido, de levita, con guardapolvos blanco... ¡Es el apuntador de Obras públicas! Detrás lleva un grueso ramo de violetas... ¡Elisa mandó a su amante carnal a acompañar al sepulcro y cubrir de flores a su amante espiritual! ¡Jamás, en cambio, hubiese pedido a José Matías que derramase violetas sobre el cadáver del apuntador! ¡Y es que la Materia, hasta sin comprenderlo, y sin sacar de él su felicidad, adorará siempre al Espíritu, y siempre a sí propia, a través de los gozos que de sí recibe, se tratará con brutalidad y desdén! ¡Grande consuelo, amigo mío! ¡El tal apuntador, con su ramo, para un metafísico que, como yo, comentó a Spinoza y Malebranche, rehabilitó a Fichte y probó suficientemente la ilusión de la sensación! Solo por eso valió la pena de traer a su cueva a este inexplicado José Matías, que era tal vez mucho más que un hombre o tal vez aún menos que un hombre... En efecto, hace frío... ¡Mas qué linda tarde!

La perfección

I

Sentado en una roca, en la isla de Ogigia, con la barba enterrada entre las manos, de las cuales desapareciera la aspereza callosa y tiznada de las armas y de los remos, Ulises, el más sutil de los hombres, consideraba, con una oscura y pesada tristeza, el mar muy azul, que mansa y armoniosamente rodaba sobre la arena muy blanca. Una túnica bordada de flores escarlata cubría, en blandos pliegues, su cuerpo poderoso, que había engordado. En las correas de las sandalias que le calzaban los pies suavizados y perfumados de esencias, relucían esmeraldas de Egipto. Su bastón era un maravilloso cuerno de coral, rematado en piña de perlas, como los que usan los Dioses marinos.

La divina isla, con sus roquedos de alabastro, los bosques de cedros y tuyas odoríficas, las eternas mieses dorando los valles, la frescura de los rosales revistiendo los oteros suaves, resplandecía, adormecida en la molicie de la siesta, toda envuelta en mar resplandeciente. Ni un soplo de los céfiros curiosos que brincan y corren por sobre el Archipiélago, desordenaba la serenidad del luminoso aire, más dulce que el vino más dulce, todo repasado por el fino aroma de los prados de violetas. En el silencio, embebido de calor afable, parecían de una armonía más fascinadora los murmullos de los arroyos y fuentes, el arrullar de las palomas volando de los cipreses a los plátanos, y el lento rodar y romper de la onda mansa sobre la blanda arena. En esta inefable paz y belleza inmortal, el sutil Ulises, con los ojos perdidos en las aguas lustrosas, gemía amargamente, revolviendo la quejumbre de su corazón...

Siete años, siete inmensos años, iban pasados desde que el rayo fulgente de Júpiter hendiera su nave de alta proa encarnada, y él, agarrado al mástil partido, desesperárase en la braveza mugidora de las espumas sombrías durante nueve días, durante nueve noches, hasta que boyara en aguas más calmas y viniera a parar en las arenas de aquella isla, en donde Calipso, la Diosa radiosa, le recogiera y le amara. Y durante esos inmensos años, ¿de qué modo se había arrastrado su vida, su grande y fuerte vida, que después de la salida hacia las murallas fatales de Troya, abandonando entre lágrimas innumerables a su Penélope, de ojos claros, a su pequeñín Telémaco enfajado en el colo del ama, fuera siempre tan agitada por peligros, y guerras, y astucias, y tormentas, y rumbos perdidos?...

¡Ah, dichosos los Reyes muertos, con hermosas heridas en el blanco pecho, delante de las puertas de Troya! ¡Felices sus compañeros tragados por la onda amarga! ¡Feliz él mismo si las lanzas troyanas le hubiesen traspasado en esa tarde de gran viento y polvo, cuando, junto a Faia, defendía de los ultrajes, con la espada sonora, el cuerpo muerto de Aquiles! ¡Mas no! ¡Vivía! Y ahora, cada mañana, al salir sin alegría del trabajoso lecho de Calipso, las Ninfas, siervas de la Diosa, le bañaban en un agua muy pura, le perfumaban con lánguidas esencias, le cubrían con una túnica siempre nueva, ora bordada a sedas finas, ora bordada de oro pálido. Entretanto, sobre la lustrosa mesa, erguida a la puerta de la gruta, en la sombra de las enramadas, junto al durmiente susurro de un arroyo diamantino, los azafates y las fuentes labradas desbordaban de bollos, de frutas, de tiernas carnes humeando, de peces centelleantes como tramas de plata. La intendenta venerable helaba los vinos dulces en las cisternas de bronce, coronadas de rosas. Y él, sentado en un escabel, extendía las manos para los perfectos manjares, en cuanto al lado, sobre un trono de marfil, Calipso, esparciendo a través de la túnica nevada la claridad y el aroma de su cuerpo inmortal, sublimemente serena, con una sonrisa taciturna, sin tocar en los manjares humanos, bebía en sorbos delicados ambrosía, el néctar transparente y rubio. Después, empuñando aquel bastón de Príncipe-de-Pueblos con que Calipso lo presentara, recorría sin curiosidad los sabidos caminos de la Isla, tan lisos y cultivados, que nunca sus sandalias relucientes se maculaban de polvo, tan penetrados por la inmortalidad de la Diosa, que jamás en ellos encontrárase flor seca ni flor menos fresca pendiendo en el tallo. Entonces se sentaba sobre una roca, contemplando aquel mar que también bañaba a Itaca, allá tan bravío, aquí tan sereno, y pensaba, y gemía, hasta que las aguas y los caminos cubríanse de sombra y se recogía a la gruta para dormir, sin deseo, con la diosa que le deseaba... Y durante estos inmensos años, ¿qué destino envolvería a su Itaca, la áspera isla de sombríos bosques? ¿Vivían aún los seres amados? ¿Sobre la fuerte colina, dominando la ensenada de Reinthros y los pinares de Neus, aún se erguía su palacio, con los bellos pórticos pintados de bermejo y rojo? ¿Al cabo de tan lentos y vacíos años, sin nuevas, apagada toda esperanza como una lámpara, desvestiría su Penélope la túnica pasajera de la viudez, para pasar a los fuertes brazos de otro esposo fuerte, que ahora manejaba sus lanzas y vendimiaba sus viñas? ¿Y el dulce hijo Telémaco? ¿Reinaría acaso en Itaca, sentado, con el blanco cetro, sobre el mármol alto del Ágora? Ocioso y rondando por los patios, ¿humillaría los ojos bajo el imperio duro de un padrastro? ¿Erraría por ciudades ajenas, mendigando un salario? ¡Ah, si su existencia, así para siempre arrancada de la mujer, del hijo, tan dulces a su corazón, pudiese por lo menos emplearla en ilustres hazañas! Diez años antes también desconocía la suerte de Itaca, y de los seres preciosos que allá había dejado en soledad y fragilidad; mas era una empresa heroica la que le llevaba, y día por día, su fama crecía como un árbol en un promontorio, que llena el cielo y todos los hombres contemplan. ¡Entonces era la planicie de Troya, y las blancas tiendas de los griegos a lo largo del mar sonoro! Sin cesar, meditaba astucias de guerra; con soberbia facundia discurseaba en la Asamblea de los Reyes; rígidamente ungía los caballos empinados al timón de los carros; con la lanza en alto, corría entre la gritería y la pelea contra los Troyanos de altos yelmos, que surgían en golpe resonante de las puertas Esceas... ¡Oh, y cuando él, Príncipe-de-Pueblos, encogido bajo harapos de mendigo, con los brazos maculados de llagas postizas, cojeando y gimiendo, penetrara en los muros de la orgullosa Troya, por el lado de la Faia, para de noche, con incomparable ardid y bravura, robar el Paladio tutelar de la ciudad! Y cuando, dentro del vientre del Caballo-de-Palo, en la oscuridad, en el cerco de todos aquellos guerreros tiesos y cubiertos de hierro, calmaba la impaciencia de los que sofocaban, y tapaba con la mano la boca de Anticlo, braveando furioso, al escuchar fuera en la planicie los ultrajes y los escarnios troyanos, y a todos murmuraba: «¡Calla, calla, que la noche viene y Troya es nuestra!...» ¡Y después los prodigiosos viajes! ¡El pavoroso Polifemo, ludibriado con una astucia que maravillara para siempre a las generaciones! ¡Las maniobras sublimes entre Escila y Caribdis! ¡Las sirenas, bogando y cantando en torno del mástil, de donde él, amarrado, rechazábalas con el mudo lenguaje de los ojos, más agudos que dardos! ¡La descensión a los infiernos, jamás concedida a ningún mortal!... ¡Y ahora, hombre de tan rutilantes hechos, yacía en una isla muelle, eternamente preso, sin amor, por el amor de una Diosa! ¿Cómo podría huir, rodeado de mar indomable, sin nave ni compañeros para mover los largos remos? Los Dioses dichosos ciertamente olvidábanse de quien tanto por ellos combatiera, y siempre piadosamente les votara las reses debidas, aun a través del fragor y humareda de las ciudadelas derrumbadas, hasta cuando su proa encallaba en tierra agreste... Y al héroe, que recibiera de los reyes de Grecia las armas de Aquiles, cabía por destino amargo engordar en la ociosidad de una isla más lánguida que una cesta de rosas, y extender las manos afeminadas para los abundantes manjares, y cuando aguas y caminos cubríanse de sombra, dormir sin deseo con una Diosa que, sin cesar, le deseaba.

Así gemía el magnánimo Ulises, al borde del mar lustroso... Y he ahí que, de repente, un surco de desusado brillo, más rutilantemente blanco que el de una estrella cayendo, rompió la rutilancia del cielo, desde las alturas hasta el oloroso soto de tuyas y cedros, que sombreaba un golfo sereno a Oriente de la Isla. El corazón del héroe latió con alborozo. Rastro tan refulgente en la refulgencia del día, solo un Dios lo podía trazar a través del largo Ouranos. ¿Descendiera a la Isla un Dios?

II

Un Dios descendiera, un grande Dios... Era el Mensajero de los Dioses, el leve, elocuente Mercurio. Calzado con aquellas sandalias que tienen dos alas blancas, los cabellos color de vino cubiertos por el casco, en el cual baten también dos claras alas, levantando en la mano el Caduceo, hendiera el Éter, rozara la lisura del mar sosegado, pisara la arena de la Isla, donde sus huellas quedaban rebrillando como plantillas de oro nuevo. A pesar de recorrer toda la tierra, con los recados innumerables de los Dioses, el luminoso Mensajero no conocía aquella isla de Ogigia, y admiró, sonriendo, la belleza de los prados de violetas tan dulces para el correr y brincar de las Ninfas, y el armonioso brillar de los riachuelos por entre los altos y lánguidos lirios. Una viña, sobre puntales de jaspe, cargada de racimos maduros, conducía, como fresco pórtico salpicado de sol, hasta la entrada de la gruta, toda de rocas pulidas, de las cuales pendían jazmines y madreselvas, envueltas en el susurrar de las abejas. Luego vio a Calipso, la Diosa dichosa, sentada en un trono, hilando en rueca de oro con huso de oro, la lana hermosa de púrpura marina. Un aro de esmeraldas prendía sus cabellos muy enrizados y ardientemente rubios. Bajo la túnica diáfana la mocedad inmortal de su cuerpo brillaba, como la nieve cuando la aurora la tiñe de rosas en las colinas eternas pobladas de Dioses. Y mientras torcía el huso, cantaba un trinado y fino canto, como trémulo hilo de cristal vibrando de la Tierra al Cielo. Mercurio pensó: «¡Linda isla, y linda Ninfa!»

De un fuego claro de cedro y tuya subía, muy derecho, un humo delgado que perfumaba toda la Isla. A la redonda, sentadas en esteras, sobre el suelo de ágata, las Ninfas, siervas de la Diosa, devanaban las lanas, bordaban en la seda las flores ligeras, tejían las puras telas en telares de plata. Todas enrojecieran, con el seno palpitando, al sentir la presencia del Dios. Y sin detener el huso chispeante, Calipso reconoció en seguida al Mensajero, ya que todos los Inmortales saben unos de otros, los nombres, los hechos, y los rostros soberanos, hasta cuando habitan retiros remotos que el Éter y el Mar separan.

Mercurio parose, risueño, en su desnudez divina, exhalando el perfume del Olimpo. Entonces la Diosa alzó hacia él, con compuesta serenidad, el esplendor largo de sus ojos verdes.

—¡Oh, Mercurio! ¿Por qué descendiste a mi Isla humilde, tú, venerable y querido, que yo nunca vi pisar la tierra? Di lo que de mí esperas. Ya mi abierto corazón me ordena que te contente, si tu deseo cupiese dentro de mi poder y del Hado... Pero entra, reposa, y que yo te sirva, como dulce hermana, a la mesa de la hospitalidad.

Sacó de la cintura la rueca, apartó los rizos sueltos del cabello radiante, y con sus nacaradas manos colocó sobre la mesa, que las Ninfas acercaron al fuego aromático, el plato desbordando de Ambrosía y los cántaros de cristal donde resplandecía el Néctar.

Mercurio murmuró: «¡Dulce es tu hospitalidad, oh, Diosa!» Colgó el Caduceo del fresco ramo de un plátano, extendió los dedos relucientes para la fuente de oro, risueñamente loó la excelencia de aquel Néctar de la Isla. Y contentada el alma, recostando la cabeza al tronco liso del plátano que se cubrió de claridad, comenzó con palabras perfectas y aladas:

—Preguntaste por qué descendía un Dios a tu morada, ¡oh, Diosa! Y ciertamente ningún Inmortal recorrería sin motivo, desde el Olimpo hasta Ogigia, esta desierta inmensidad del mar salado, en que no se encuentran ciudades de hombres, ni templos cercados de bosques, ni siquiera un pequeñito santuario de donde suba el aroma del incienso, o el olor de las carnes votivas, o el murmurio gustoso de las preces... Mas fue nuestro padre Júpiter, el tempestuoso, quien me mandó con este recado. Tú has recogido, y retienes por la fuerza inconmensurable de tu dulzura, al más sutil y desgraciado de todos los Príncipes que combatieron durante diez años la alta Troya, y después embarcaron en las naves hondas para volver a la tierra de la Patria. Muchos de esos consiguieron reentrar en sus ricos lares, cargados de fama, de despojos, y de historias excelentes para contar. Vientos enemigos, sin embargo, y un hado más inexorable, arrojaron a esta isla tuya, envuelto en las sucias espumas, al facundo y astuto Ulises... Pero el destino de este héroe no es permanecer en la ociosidad inmortal del lecho, lejos de aquellos que le lloran, y que carecen de su fuerza y mañas divinas. ¡Por eso Júpiter, regulador de la Orden, te ordena, ¡oh, Diosa!, que sueltes al magnánimo Ulises de tus brazos claros, y le restituyas, con los presentes dulcemente debidos, a su Itaca amada, y a su Penélope, que teje y deshace la tela maliciosa, cercada de los Pretendientes arrogantes, devoradores de sus gordos bueyes, sorbedores de sus frescos vinos!

La divina Calipso mordió levemente el labio, y sobre su rostro luminoso descendió la sombra de las densas pestañas color de jacinto. Después, con un armonioso suspiro, en que onduló todo su pecho brillante:

—¡Ah, Dioses grandes, Dioses dichosos! ¡Sois ásperamente celosos de las Diosas que, sin esconderse por la espesura o en las cavernas oscuras de los montes, aman a los hombres elocuentes y fuertes!... Este, que me envidiáis, llegó a las arenas de mi Isla, desnudo, pisado, hambriento, preso a una quilla partida, perseguido por todas las iras, y todas las rachas, y todos los rayos dardeantes de que dispone el Olimpo. Yo le recogí, le lavé, le nutrí, le amé, guardándole, para que quedase eternamente al abrigo de las tormentas, del dolor y de la vejez. ¡Y ahora Júpiter tronador, al cabo de ocho años en que mi dulce vida enroscose en torno de esa afección, como la vid al olmo, determina que me separe del compañero que escogiera para mi inmortalidad! ¡Realmente sois crueles, oh Dioses, que constantemente aumentáis la raza turbulenta de Semidioses durmiendo con las mujeres mortales! ¿Cómo quieres que mande a Ulises a su patria, si no poseo naves, ni remadores, ni piloto sabedor que le guíe a través de las islas? Mas ¿quién puede resistirse a Júpiter, que junta las nubes? ¡Sea! Y que el Olimpo ría, obedecido. Enseñaré yo misma al intrépido Ulises a construir una balsa segura, con que de nuevo corte el dorso verde del mar...

Inmediatamente, el Mensajero Mercurio levantose del escabel, clavado con clavos de oro, retomó su Caduceo, y bebiendo una última taza del Néctar excelente de la Isla, loó la obediencia de la Diosa:

—Bien harás, ¡oh, Calipso! Así evitas la cólera del Padre tonante. ¿Quién le resistirá? Su Omnisciencia dirige su Omnipotencia; y sustenta, como cetro, un árbol que tiene por flor la Orden... Sus decisiones, clementes o crueles, resultan siempre en armonía. Por eso su brazo se torna terrífico a los pechos rebeldes. Por tu pronta sumisión serás hija estimada y gozarás una inmortalidad repleta de sosiego, sin intrigas y sin sorpresas...

Ya las alas impacientes de sus sandalias palpitaban, y su cuerpo, con sublime gracia, balanceábase por sobre los prados y flores que alfombraban la entrada de la gruta.

—Además —añadió—, tu Isla, ¡oh Diosa!, hállase en el camino de las naves osadas que cortan las ondas. Pronto, tal vez, otro héroe robusto, habiendo ofendido a los inmortales, aportará a tu dulce playa, abrazado a una quilla... ¡Enciende un faro claro, por la noche, en las rocas altas!

Y sonriendo, el Mensajero Divino serenamente elevose, dejando en el Éter un surco de elegante fulgor, que las Ninfas, olvidando la tarea, seguían, con los frescos labios entreabiertos y el seno levantado, en el deseo de aquel inmortal famoso.

Entonces Calipso, pensativa, echando sobre sus cabellos anillados un velo de color de azafrán, se encaminó hacia la orilla del mar, a través de los prados, con una prisa que le ceñía la túnica, a la manera de una espuma leve, en torno de las piernas redondas y róseas. Tan levemente pisaba la arena, que el magnánimo Ulises no la sintió deslizarse, perdido en la contemplación de las aguas lustrosas, con la negra barba entre las manos, aliviando en gemidos el peso de su corazón. La Diosa sonrió, con fugitiva y soberana amargura. Después, posando en el vasto hombro del Héroe sus dedos, tan claros como los de Eos, madre del día:

—¡No te lamentes más, desgraciado, ni te consumas mirando el mar! Los Dioses, que me son superiores por la inteligencia y por la voluntad, determinan que partas, afrontes la inconstancia de los vientos, y pises de nuevo la tierra de la patria...

Bruscamente, como el cóndor sobre la presa, el divino Ulises, con la faz asombrada, saltó de la roca musgosa:

—¡Oh, Diosa, tú dices!...

Ella continuó sosegadamente, con los hermosos brazos pendidos, envueltos en el velo color de azafrán, en cuanto la marea rodaba, más dulce y cantante, en amoroso respeto de su presencia divina:

—Bien sabes que no tengo naves de alta proa, ni remadores de duro pecho, ni piloto amigo de las estrellas que te conduzcan... Mas ciertamente te confiaré el hacha que fue de mi padre, para que tú cortes los árboles que yo te señale, y construyas una balsa en que te embarques... Después proveerela de odres de vino, de comidas perfectas, impeliéndola con un soplo amigo hacia el mar indomado...

El cauteloso Ulises retrocediera lentamente, clavando en la Diosa una dura mirada que la desconfianza ennegrecía. Y levantando la mano, que temblaba toda, con la ansiedad de su corazón:

—¡Oh, Diosa, tú abrigas un pensamiento terrible, ya que así me invitas a afrontar en una balsa las ondas difíciles, donde mal se mantienen hondas naves! ¡No, Diosa peligrosa, no! ¡Combatí en la grande guerra, en la cual también combatieron los Dioses, y conozco la malicia infinita que contiene el corazón de los Inmortales! ¡Si resistí las sirenas irresistibles, y me escapé con sublimes maniobras de entre Escila y Caribdis, y vencí a Polifemo con un ardid que eternamente tornarame ilustre entre los hombres, no fue de cierto, ¡oh, Diosa!, para que ahora, en la Isla de Ogigia, como pajarito de poca pluma, en su primer vuelo del nido, caiga en armadijo ligero arreglado con decires de miel! ¡No, Diosa, no! ¡Solo embarcaré en tu extraordinaria balsa si jurases, por el juramento terrífico de los Dioses, que no preparas con esos quietos ojos mi pérdida irreparable!

Así bramaba en la orilla del mar, con el pecho palpitando, Ulises, el Héroe prudente... Entonces, la Diosa clemente rio con una cantante y refulgente risa. Y acercándose al Héroe, corriendo los dedos por sus espesos cabellos más negros que el pez:

—¡Oh, maravilloso Ulises —decía—, cuán cierto es que eres el más falso y mañoso de los hombres, pues que no concibes que exista espíritu sin maña y sin falsedad! ¡Mi padre ilustre no me engendró con un corazón de hierro! ¡A pesar de inmortal, comprendo las desventuras mortales! ¡Solo te aconsejé lo que yo, Diosa, emprendería, si el Hado me obligase a salir de Ogigia, a través del mar incierto!...

El divino Ulises apartó lenta y sombríamente la cabeza de la rosada caricia de los dedos divinos:

—¡Mas jura... oh, Diosa, jura, para que a mi pecho descienda, como onda de leche, la sabrosa confianza!

Calipso alzó el claro brazo al azul en donde los Dioses moran:

—Por Gaia, y por el Cielo superior, y por las aguas subterráneas del Estigio, que es la mayor invocación que pueden hacer los Inmortales; juro, oh, hombre, Príncipe de los hombres, que no preparo tu pérdida, ni miserias mayores...

El valiente Ulises respiró largamente. Y arremangando luego las mangas de la túnica, refregándose las palmas de las manos robustas:

—¿Dónde está el hacha de tu padre magnífico? ¡Muéstrame los árboles, oh, Diosa!... ¡El día muere y el trabajo es largo!

—¡Sosiega, oh, hombre impaciente de males humanos! Los Dioses superiores en sapiencia ya determinan tu destino... Ven conmigo a la dulce gruta, a reforzar tu fuerza... Cuando Eos bermeja aparezca mañana, yo te conduciré a la floresta.

III

Era, en efecto, la hora en que hombres mortales y Dioses inmortales acércanse a las mesas cubiertas de vajillas, donde les espera la abundancia, el reposo, el olvido de los cuidados y las amables pláticas que contentan el alma. Ulises sentose en el escabel de marfil, que aún conservaba el aroma del cuerpo de Mercurio, y delante de él las Ninfas, siervas de la Diosa, colocaron los pasteles, las frutas, las tiernas carnes humeando, los peces brillantes como tramas de plata. Asentada en un Trono de oro puro, la Diosa recibió de la Intendenta venerable el plato de Ambrosía, la taza de Néctar. Ambos extendieron las manos hacia las comidas perfectas de la Tierra y del Cielo. Y luego que hubieron hecho la ofrenda abundante al Hambre, y a la Sed, la ilustre Calipso, hundiendo el rostro en los dedos róseos, considerando pensativamente al Héroe, pronunció estas palabras aladas:

—¡Oh, Ulises, muy sutil, tú quieres volver a tu morada mortal y a la tierra de la Patria!... ¡Ah, si conocieras, como yo, cuántos duros males tienes que sufrir antes de avistar las rocas de Itaca, quedarías entre mis brazos, animado, bañado, bien nutrido, revestido de linos finos, sin perder nunca la querida fuerza, ni la agudeza del entendimiento, ni el calor de la facundia, porque yo te comunicaría mi inmortalidad!... Mas deseas volver a la esposa mortal, que habita en la isla áspera, en donde los matorrales son tenebrosos. Y ni siquiera yo le soy inferior, ni por la belleza, ni por la inteligencia, porque las mortales brillan ante las Inmortales como lámparas humeantes ante las estrellas puras...

El facundo Ulises acarició la barba ruda. Después, levantando el brazo, como acostumbraba en la Asamblea de los Reyes, a la sombra de las altas popas, delante de los muros de Troya, dijo:

—¡Oh, Diosa venerable, no te escandalices! Sé perfectamente que Penélope te es muy inferior en hermosura, sapiencia y majestad. Tú serás eternamente bella y moza, mientras los Dioses duraren; y ella, a la vuelta de pocos años, conocerá la melancolía de las arrugas, de los cabellos blancos, de los dolores de la decrepitud, y de los pasos que vacilan apoyados a un palo que tiembla. Su espíritu mortal yerra a través de la oscuridad y de la duda; tú, bajo esa frente luminosa, posees las luminosas certezas. ¡Mas, oh Diosa, justamente por lo que ella tiene de incompleto, de frágil, de grosero y de mortal, yo la amo y apetezco su compañía congénere! ¡Considera cuán penoso es que, en esta mesa, día por día, yo coma vorazmente el cordero de los pastos, y la fruta de los vergeles, en tanto tú a mi lado, por la inefable superioridad de tu naturaleza, llevas a los labios, con lentitud soberana, la Ambrosía divina! En ocho años, ¡oh, Diosa! nunca tu faz iluminose con una alegría; ni de tus verdes ojos rodó una lágrima; ni tu pie batió, con airada impaciencia; ni quejándote con un dolor te extendiste en el lecho blando... Así tienes inutilizadas todas las virtudes de mi corazón, pues que tu divinidad no permite que yo te congratule, te consuele, te sosiegue, o siquiera que te estregue el cuerpo dolorido con el jugo de las hierbas benéficas. ¡Considera, además, que tu inteligencia de Diosa posee todo el saber, alcanza siempre la verdad, y que durante el largo tiempo que dormí contigo, nunca gocé la felicidad de enmendarte, de contradecirte, y de sentir ante la flaqueza del tuyo, la fuerza de mi entendimiento! ¡Oh, Diosa, tú eres aquel ser terrífico que tiene siempre razón! ¡Considera, de otro lado, que, como Diosa, conoces todo el pasado y todo el futuro de los hombres; y que yo no puedo saborear la incomparable delicia de contarte a la noche, bebiendo vino fresco, mis ilustres hazañas y mis viajes sublimes! ¡Oh, Diosa, tú eres impecable; y el día en que yo resbale en una alfombra, o se me rompa una correa de la sandalia, no puedo gritarte, como los hombres mortales gritan a las esposas mortales: «¡Fue culpa tuya, mujer!» —alzando, en medio de la cocina, un alarido cruel! ¡Por eso sufriré, con un espíritu paciente, todos los males con que los Dioses me asalten en el sombrío mar, para volver a una humana Penélope que yo mande, y consuele, y reprehenda, y acuse, y contraríe, y enseñe, y humille, y deslumbre, y por eso ame de un amor que constantemente se alimenta de estos modos ondeantes, a la manera que el fuego se nutre de los vientos contrarios!

Así de este modo, el facundo Ulises desahogábase ante la taza de oro vacía; y serenamente la Diosa escuchaba, con una sonrisa taciturna, y las manos inmóviles sobre el regazo, envueltas en la punta del velo.

Entretanto, Febo Apolo descendía camino del Occidente; y ya de las ancas de sus cuatro caballos sudados subía y se esparcía por sobre el mar un vapor rubicundo y dorado. En breve los caminos de la Isla se cubrieron de sombra. Sobre las pieles preciosas del lecho, al fondo de la gruta, Ulises, sin deseo, y la Diosa, que le deseaba, gozaron el dulce amor y después el dulce sueño.

Temprano, apenas Eos entreabría las puertas del largo Ouranos, la divina Calipso, que se revistiera con una túnica más blanca que la nieve del Pindo, y prendiera en los cabellos un velo transparente y azul como el Éter ligero, salió de la gruta, y trajo al magnánimo Ulises, ya sentado a la puerta, bajo la enramada, delante de una taza de vino claro, el hacha poderosa de su padre ilustre, toda de bronce, con dos filos, y un fuerte cabo de oliva cortado en las faldas del Olimpo.

Limpiando rápidamente la dura barba con el revés de la mano, el Héroe arrebató el hacha venerable:

—¡Oh, Diosa, ha cuantos años no palpo un arma o una herramienta, yo, devastador de ciudades y constructor de naves!

La Diosa sonrió. E iluminada la lisa faz, con palabras aladas:

—¡Oh, Ulises, vencedor de hombres, si te quedases en esta isla, yo encomendaría para ti, a Vulcano y a sus forjas del Etna, armas maravillosas...!

—¿Qué valen armas sin combate, u hombres que las admiren? Además, ¡oh Diosa! ya batallé mucho, y mi gloria entre las generaciones está soberbiamente asegurada. Solo aspiro al blando reposo, vigilando mis ganados, concibiendo sabias leyes para mis pueblos... ¡Sé benévola, oh Diosa, y muéstrame los árboles fuertes que me conviene cortar!

La Diosa se encaminó en silencio por un atajo, florecido de altas y radiosas azucenas, que conducía a la punta de la Isla más cerrada de matas, del lado de Oriente; y atrás caminaba el intrépido Ulises, con la lúcida hacha al hombro. Las palomas abandonaban las ramas de los cedros o las concavidades de las rocas donde bebían, para volar en torno de la Diosa en un tumulto amoroso. Cuando ella pasaba, subía de las flores abiertas un aroma más delicado, como de incensarios. El césped que la orla de su túnica rozaba, reverdecía con un vigor más fresco, y Ulises, indiferente a los prestigios de la Diosa, impaciente con la serenidad divina de su andar armonioso, meditaba la balsa, ansiando llegar al bosque.

Denso y oscuro lo echó de ver al fin, poblado de encinas, de viejísimas tecas, de pinos que hacían susurrar las ramas en el alto Éter. De su borde descendía un arenal al cual ni concha, ni cuerno roto de coral, ni pálida flor de cardo marino, manchaban la dulzura perfecta. El Mar refulgía con un brillo zafíreo, en la quietud de la mañana blanca y colorada. Entre las encinas y las tecas, la Diosa señaló al atento Ulises los troncos secos, robustecidos por soles innumerables, que fluctuarían, con ligereza más segura, sobre las aguas traidoras. Después, acariciando el hombro del Héroe, como otro árbol robusto también botado a las aguas crueles, recogiose a la gruta; y allí, tomó la rueca de oro, y todo el día hiló, y cantó...

Con alborozada y soberbia alegría, Ulises dio con el hacha contra una vasta encina, que gimió. A poco, toda la Isla retumbaba, en el fragor de la obra sobrehumana. Las gaviotas, adormecidas en el silencio eterno de aquellas cimas, batieron el vuelo en largos bandos, espantadas y chillando. Las fluidas divinidades de los arroyos indolentes, estremecidas en un fulgente temblor, huían para entre los cañaverales y las raíces de los alisos. En ese corto día el valiente Ulises, derribó veinte árboles, robles, pinos, tecas y chopos, a los cuales descortezó, escuadró y alineó sobre la arena. Su cuello y arqueado pecho humeaban de sudor, cuando se recogió pesadamente a la gruta para saciar el hambre y beber la cerveza helada. ¡Nunca le pareciera tan bello a la Diosa Inmortal, que, sobre el lecho de pieles preciosas, apenas los caminos cubriéronse de sombra, halló incansable y pronta la fuerza de aquellos brazos que habían derribado veinte troncos!

Así, durante tres días, trabajó el Héroe. Y como arrebatada en esa actividad magnífica que conmovía a la Isla, la Diosa ayudaba a Ulises, conduciendo desde la gruta hasta la playa, en sus manos delicadas, las cuerdas y los clavos de bronce. Las Ninfas, por su mandato, abandonando las tareas suaves, tejían una tela fuerte, para la vela que empujarían con amor los vientos amables. La Intendenta venerable ya llenaba los odres de vinos robustos, y preparaba con generosidad los numerosos víveres para la travesía incierta. En tanto la balsa crecía, con los troncos bien ligados, y un asiento erguido en el medio, de donde se empinaba el mástil, desbastado en un pino, más redondo y liso que una vara de marfil. Todas las tardes la Diosa, sentada en una roca, a la sombra del bosque, contemplaba al calafate admirable martillando furiosamente, y cantando, con robusta alegría, una canción de remador. Y ligeras, en la punta de los pies lúcidos, por entre el arbolado, las Ninfas, escapando a la tarea, acudían a espiar, con deseosos ojos fulgurantes, aquella fuerza solitaria, que soberbiamente, en el arenal solitario, iba irguiendo una nave.

IV

En fin, en el cuarto día, de mañana, Ulises terminó de escuadrar el timón, que reforzó con tablas de aliso para mejor amparar el embate de las olas. Después, juntó lastre copioso, con tierra de la Isla inmortal y pulidas piedras. Sin descanso, con un ansia risueña, amarró a la verga alta la vela cortada por las Ninfas. Sobre pesados cilindros, maniobrando con una palanca, empujó la inmensa balsa hasta la espuma de las ondas, en un esfuerzo sublime, con músculos tan retesos y venas tan hinchadas, que él mismo parecía hecho de troncos y cuerdas. Una punta de la balsa cabeceó, levantada en cadencia por la onda armoniosa. Y el Héroe, levantando los brazos lustrosos de sudor, alabó a los Dioses Inmortales.

Entonces, como la obra terminara y la tarde brillaba, propicia a la partida, la generosa Calipso condujo a Ulises, a través de las violetas y de las anémonas, hasta la fresca gruta. Por sus divinas manos le bañó con una concha de nácar, y le perfumó con esencias sobrenaturales, y le vistió con una túnica hermosa de lana bordada, y colgó sobre sus hombros un manto impenetrable a las neblinas del mar, y le extendió sobre la mesa, para que saciase el hambre ruda, las comidas más sanas y más finas de la Tierra. El Héroe aceptaba los amorosos cuidados, con paciente magnanimidad. La Diosa, de gestos serenos, sonreía taciturnamente.

Calipso luego cogió la mano cabelluda de Ulises, palpando con placer los callos que le había dejado el hacha; y por la orilla del mar le condujo a la playa, en donde la marea mansamente lamía los troncos de la balsa fuerte. Descansaron sobre una roca musgosa. Nunca la Isla resplandeciera con una belleza tan serena, entre un mar tan azul, bajo un cielo tan suave. Ni el agua fresca del Pindo bebida en marcha abrasada, ni el vino dorado que producen las colinas de Quíos, eran más dulces de sorber que aquel aire repasado de aromas, compuesto por los Dioses para que una Diosa lo respirase. La frescura imperecedera de los árboles entrábase en el corazón, casi pedía la caricia de los dedos. Todos los rumores, los de los arroyos en el césped, el de las olas en el arenal, el de las aves en las sombras frondosas, ascendían, suave y finamente fundidos, como las armonías sagradas de un Templo distante. El esplendor y la gracia de las flores retenían los rayos pasmados del sol. Tantos eran los frutos en los vergeles, y las espigas en las mieses, que la Isla parecía ceder, hundida en el Mar, bajo el peso de su abundancia.

En esto, la Diosa, al lado del Héroe, suspiró levemente, y murmuró con una sonrisa alada:

—¡Oh, magnánimo Ulises, tú ciertamente partes! Llévate el deseo de volver a ver a la mortal Penélope, y a tu dulce Telémaco, que dejaste en el regazo del ama cuando Europa corrió contra Asia, y que ahora ya sustenta en la mano una lanza temida. Siempre de un antiguo amor, con hondas raíces, brotará más tarde una flor, aunque sea triste. ¡Mas dime! Si en Itaca no te esperase una esposa tejiendo y destejiendo la tela, y un hijo ansioso que alarga los ojos incansables hacia el mar, ¿dejarías tú, ¡oh, hombre prudente!, esta dulzura, esta paz, esta abundancia y belleza inmortal?

El Héroe, par a par de la Diosa, extendió el brazo poderoso, como en la Asamblea de los Reyes, delante de los muros de Troya, cuando sembraba en las almas la verdad persuasiva:

—¡Oh, Diosa, no te escandalices! Mas aunque no existiesen, para llevarme, ni hijo, ni esposa, ni reino, ¡afrontaría alegremente los mares y la ira de los Dioses! Porque, en verdad, ¡oh, Diosa muy ilustre!, mi corazón saciado ya no soporta esta paz, esta dulzura y esta belleza inmortal Considera, ¡oh, Diosa!, que en ocho años nunca pude echar de ver al follaje de estos árboles amarillear y caer. Jamás este cielo rutilante cargose de nubes oscuras, ni tuve el contento de extender, bien abrigado, las manos al dulce fuego, mientras la borrasca batía en los montes. Todas esas flores que brillan en los tallos airosos son las mismas, ¡oh, Diosa!, que admiré y respiré en la primera mañana que me mostraste estos prados perpetuos, ¡y hay lirios que odio, con un odio amargo, por la impasibilidad de su eterna blancura! ¡Estas gaviotas repiten tan incesantemente, tan implacablemente, su vuelo armonioso y blanco, que yo ya escondo de ellas la cara, como otros la ocultan de las negras Harpías! ¡Y, cuántas veces me refugio en el fondo de la gruta para no escuchar el murmurio siempre lánguido de esos arroyos siempre transparentes! ¡Considera, oh, Diosa, que en tu Isla nunca hallé una charca, un tronco podrido, el esqueleto de un animal muerto y cubierto de moscas zumbadoras! ¡Oh, Diosa, hace ocho años que estoy privado de ver el trabajo, el esfuerzo, la lucha, el sufrimiento!... ¡Oh, Diosa, no te escandalices! Ando hambriento por encontrar un cuerpo vacilando bajo un fardo; dos bueyes humeantes arrastrando un arado; hombres que se injurien en el paso de un puente; los brazos suplicantes de una madre que llora; un cojo, sobre su muleta, mendigando a la puerta de una villa... ¡Diosa, ha ocho años que no miro para una sepultura!... ¡No puedo más con esta serenidad sublime! Mi alma toda arde en el deseo de lo que se deforma, y se ensucia, y se despedaza, y se corrompe... ¡Oh, Diosa inmortal, yo muero con saudades de muerte!

Inmóvil, con las manos inmóviles en el regazo, la Diosa escuchó, con una sonrisa serenamente divina, las furiosas quejas del Héroe cautivo... En tanto, ya por la colina, las Ninfas, siervas de la Diosa, descendían, trayendo a la cabeza y amparándolos con el brazo redondo, los jarros de vino, los sacos de cuero, que la Intendenta venerable mandaba para abastecer la balsa. En silencio, el Héroe lanzó una tabla desde la arena hasta a bordo de los altos troncos; y en cuanto sobre ella pasaban las Ninfas, ligeras, con las pulseras de oro tilintinando en los pies lúcidos, Ulises atento, contando los sacos y los odres, gozaba en su noble corazón la abundancia generosa. Amarrados con cuerdas a las clavijas aquellos fardos excelentes, todas las Ninfas, lentamente, vinieron a sentarse sobre el arenal en torno de la Diosa, para contemplar la despedida, el embarque, las maniobras del Héroe sobre el dorso de las aguas... Entonces, Ulises, dejando traslucir la cólera en sus ojos, parose, delante de Calipso, y cruzando furiosamente los valientes brazos:

—¡Oh, Diosa! ¿Piensas tú en verdad que nada falta para que yo largue la vela al viento y navegue? ¿Dónde están los ricos presentes que me debes? Ocho años, ocho duros años, fui el huésped magnífico de tu Isla, de tu gruta, de tu lecho... Pero no ignoras que los Dioses inmortales tienen determinado que a los huéspedes, en el momento amigo de la partida, ofrézcanseles considerables presentes. ¿Dónde están, oh Diosa, esas riquezas abundantes que me debes por costumbre de la Tierra y ley del Cielo?

Sonrió la Diosa, con paciencia sublime. Y con palabras aladas, que huían en el aire:

—¡Oh, Ulises, claramente se ve que tú eres el más interesado de los hombres! Y también el más desconfiado, pues que supones que una Diosa podía negar los presentes debidos a aquel que amó... Tranquilízate, oh, sutil Héroe... Los ricos presentes, largos y brillantes, no tardan.

En efecto, por la colina suave descendían otras Ninfas, ligeras, con los velos flotando, trayendo en los brazos alhajas lustrosas, que al sol rutilaban. El magnánimo Ulises extendió las manos, los ojos devoradores... Y mientras ellas desfilaban sobre la tabla crujiente, el astuto Héroe contaba, evaluaba en su noble espíritu los escabeles de marfil, las piezas de telas bordadas, los cántaros de bronce labrado, los escudos incrustados de piedras...

Tan rico y bello era el vaso de oro que la última Ninfa sustentaba en el hombro, que Ulises detúvola, arrebatole el vaso, lo sospesó, y mirándolo gritó, con soberbia risa estridente:

—¡En verdad, este oro es bueno!

Una vez dispuestas y ligadas bajo el largo asiento las preciosas alhajas, el impaciente Héroe, arrebatando el hacha, cortó la cuerda que prendía la balsa al tronco de un roble, y saltó para el alto bordo que la espuma envolvía. Recordose entonces que ni siquiera besara a la generosa e ilustre Calipso. Rápido, despidiendo el manto, pasó a través de la espuma, corrió por la arena y dejó un beso sereno en la frente aureolada de la Diosa. Asegurole ella un instante por el hombro robusto:

—¡Cuántos males te esperan, oh desgraciado! Antes quedases, para toda la inmortalidad, en mi Isla perfecta, entre mis brazos perfectos...

Ulises volviose, con un grito magnífico:

—¡Oh, Diosa, el irreparable y supremo mal hállase en tu perfección!

¡Y, a través de la marea, huyó, trepó trabajosamente a la balsa, soltó la vela, hendió el mar, y partió para los trabajos, para las tormentas, para las miserias, para la delicia de las cosas imperfectas!

¡El suave milagro!

En aquel tiempo Jesús aún no se ausentara de Galilea y de las dulces, luminosas márgenes del lago de Tiberiades; mas la nueva de sus Milagros penetrara ya hasta Enganim, ciudad rica, de fuertes murallas, entre olivares y viñedos, en el país de Isacar.

Una tarde, un hombre de ojos ardientes y deslumbrados pasó por el fresco valle y anunció que un nuevo Profeta, un Rabí hermoso, recorría los campos y las aldeas de Galilea, prediciendo la llegada del Reino de Dios, curando todos los males humanos. Mientras descansaba, sentado al borde de la Fuente de los Vergeles, contó que ese Rabí, en el camino de Magdala, sanó de la lepra a un siervo de un Decurión Romano solo con extender sobre él la sombra de sus manos; y que en otra mañana, atravesando en una barca para la tierra de los Gerasenios, en donde comenzaba la recolección del bálsamo, resucitó a la hija de Jairo, hombre docto y considerable que comentaba los libros en la Sinagoga.

Asombrados todos los que se hallaban en derredor, labradores, pastores y mujeres trigueñas con el cántaro al hombro, preguntáronle si ese era, en verdad, el Mesías de la Judea, y si delante de él refulgía la espada de fuego, y si le acompañaban, caminando como las sombras de dos torres, las sombras de Gog y de Magog. El hombre, sin beber siquiera de aquella agua tan fría de que bebiera Josué, recogió el cayado, sacudió los cabellos y encaminose pensativamente por bajo el Acueducto, luego sumido en la espesura de los almendros en flor.

Mas una esperanza deliciosa como el rocío en los meses en que canta la cigarra, refrescó las almas sencillas; por toda la campiña que verdea hasta Ascalón, el arado pareció más blando de enterrar, más leve de mover la piedra del lagar; las criaturas, cogiendo ramos de almendras, acechaban por los caminos a ver si por allá de la esquina del muro, o por debajo del sicomoro, surgía una claridad; y, en los bancos de piedra, a la puerta de la ciudad, los viejos, corriendo los dedos por los rizos de las barbas, ya no desarrollaban, con tan sapiente certeza, los antiguos dictámenes.

Vivía por entonces en Enganim un viejo, llamado Obed, de una familia pontifical de Samaria, que había sacrificado en las aras del Monte Ebal, señor de hartos rebaños y de hartas viñas, y con el corazón tan lleno de orgullo como su granero de trigo. Mas un viento árido y abrasado, ese viento de desolación que por mandato del Señor sopla de las torvas tierras de Assur, matara las reses más gordas de sus manadas, y por los ribazos en donde sus viñas se enroscaban al olmo y se tendían en airoso enrejado, solo dejara, en torno de los olmos y pilares desnudos, sarmientos, cepas descarnadas y la parra roída de áspero herrumbre. Acurrucado Obed en la solera de su puerta, con la punta del manto sobre la cara, palpaba el polvo, lamentaba la vejez, rumiaba amargas quejas contra Dios cruel.

Cuando oyó hablar de ese nuevo Rabí, que alimentaba las multitudes, amedrentaba a los demonios, enmendaba todas las desventuras, Obed, hombre leído, que había viajado en Fenicia, pensó a seguida que Jesús sería uno de esos hechiceros tan frecuentes en Palestina, como Apolonio o Rabí Ben-Dossa, o Simón el Sutil. También esos, aunque sea en noche tenebrosa, conversan con las estrellas, para ellos siempre fáciles y claras en sus secretos: con una simple vara ahuyentan de sobre los sembrados los moscardones engendrados en los lodos de Egipto, y agarran entre los dedos las sombras de los árboles, que conducen como benéficos toldos por encima de las eras, a la hora de la siesta. Acaso Jesús de Galilea, más joven, de cierto con magias más fogosas, si se le pagase largamente, haría cesar la mortandad de sus ganados y reverdecería sus viñedos. Ordenó entonces Obed a sus siervos que partiesen, buscasen por toda Galilea al Rabí nuevo y con la promesa de dineros o alhajas le trajesen a Enganim, en el país de Isacar.

Apretáronse los siervos los cinturones de cuero, y echaron a andar por el camino de las caravanas, que costeando el Lago, se extiende hasta Damasco.

Una tarde, vieron sobre el Poniente, rojo como una granada muy madura, las finas nieves del monte Hermón. Después, en la frescura de una suave mañana, el lago de Tiberiades resplandeció delante de ellos, transparente, cubierto de silencio, más azul que el cielo, orlado de floridos prados, de densos vergeles, de rocas de pórfido, y de blancos terraplenes por entre los pomares, bajo el vuelo de las tórtolas. Un pescador que desamarraba perezosamente su barca de una ensenada de césped, escuchó, sonriendo, a los siervos: ¿El Rabí de Nazaret? ¡Oh! Ya en el mes de Ijar, descendiera el Rabí, con sus discípulos, para los lados adonde el Jordán lleva las aguas.

Corriendo, los siervos siguieron por las márgenes del río hasta delante del vado en donde aquel se estira en un largo remanso, y descansa, y un instante duerme, verde e inmóvil, a la sombra de los tamarindos. Un hombre de la tribu de los Esenios, vestido de lino blanco, cogía lentamente hierbas saludables por la orilla del agua, con un blanco corderillo al cuello. Saludáronle humildemente los siervos, porque el pueblo ama a aquellos hombres de corazón tan limpio, y claro, y cándido como sus vestiduras, cada mañana lavadas en estanques purificados. ¿Podía decirles algo del paso del nuevo Rabí de Galilea que, como los Esenios, enseñaba la dulzura y curaba a las gentes y a los ganados? El Rabí atravesará el Oasis de Engaddi, y después se adelantara para allá... —murmuró el Esenio—. —¿Y dónde es allá? —Moviendo un ramo de flores rojas que cogiera, el Esenio señaló las tierras de Alem Jordán, la planicie de Moab. Los siervos vadearon el río, y en vano buscaron a Jesús jadeando por los rudos caminos, hasta los peñascos en que se levanta la siniestra ciudadela de Makaur... En el Pozo de Ya-Kob reposaba una larga caravana, que conducía a Egipto mirra, especierías y bálsamos de Gilead; y los camelleros, sacando el agua con los baldes de cuero, contaron a los siervos de Obed que en Gadara, por la luna nueva, un maravilloso Rabí, mayor que David o Isaías, arrancó del pecho de una tejedora siete demonios, y que, a su voz, un hombre degollado por el salteador Barrabás, se irguió de su sepultura y se volvió a su huerto. Algo más esperanzados, encamináronse los siervos por la subida de los Peregrinos hasta Gadara, ciudad de altas torres, y aún más lejos, hasta las nascientes de Amalha... En esa misma madrugada, Jesús, seguido por un pueblo que cantaba y sacudía ramos de mimosa, embarcara en el lago, en un batel de pesca, y navegara a vela con rumbo a Magdala. Descorazonados de nuevo, los siervos de Obed, atravesaron el Jordán por el Puente de las Hijas de Jacob. Yendo ya con las sandalias rotas del largo camino, pisando tierras de la Judea Romana, un día, cruzáronse con un sombrío fariseo, que retornaba a Efrain, montado en su mula. Detuvieron, con devota reverencia, al hombre de la Ley. ¿Había encontrado él, por ventura, a ese nuevo Profeta de Galilea que, como un Dios paseando en la tierra, esparcía milagros? La corva faz del Fariseo se oscureció arrugada, y su cólera retumbó como un tambor orgulloso:

—¡Oh, esclavos paganos! ¡Oh, blasfemos! ¿En dónde oísteis que existiesen profetas o milagros fuera de Jerusalén? Solo Jehová tiene fuerza en su templo. De Galilea salen los necios y los impostores...

Y en viendo a los siervos retroceder ante su puño erguido, el furioso Doctor, enroscado de dísticos sagrados, apeose de la mula, y con las piedras del camino, apedreó a los siervos de Obed, vociferando: ¡Racca! ¡Racca! y todos los Anatemas rituales. Los siervos huyeron para Enganim. El desconsuelo de Obed fue grande, porque sus ganados morían, sus viñas se secaban, y a pesar de ello, radiantemente, como una alborada por detrás de las sierras, crecía, consoladora y llena de divinas promesas, la fama de Jesús de Galilea.

Por ese tiempo, un Centurión Romano, Publius Septimus, mandaba el fuerte que domina el valle de Cesarea, hasta la ciudad y el mar. Hombre áspero, veterano de la campaña de Tiberio contra los Partos, Publius habíase enriquecido durante la revuelta de Samaria con presas y saqueos, poseía minas en el Ática, y gozaba, como supremo favor de los Dioses, la amistad de Flacus, Legado Imperial de la Siria. Mas un dolor roía su poderosa prosperidad, lo mismo que un gusano roe un fruto suculento. Su única hija, más amada para él que vida y bienes, iba enflaqueciendo con un mal sutil y lento, extraño hasta al saber de los mágicos y esculapios que se mandaran consultar a Sidón y a Tiro. Blanca y triste como la luna en un cementerio, sin una queja, sonriendo pálidamente a su padre, adelgazaba, sentada en la alta explanada del fuerte, bajo un velario, alongando los tristes ojos negros por el azul del mar de Tiro, por el cual ella navegara, volviendo de Italia, en una opulenta galera. A las veces, un legionario, a su lado, entre las almenas, apuntando lentamente a lo alto la flecha, atravesaba una gran águila, que volaba serena, en el cielo rutilante. La hija de Septimus seguía un momento el ave, dando vueltas en el aire hasta caer muerta sobre las rocas; después, con un suspiro, más pálida y más triste, recomenzaba a mirar para el mar.

Ello es que como entonces Septimus oyese contar a unos mercaderes de Corazín, de este admirable Rabí, tan potente sobre los Espíritus, que sanaba los males tenebrosos del alma, destacó tres decurias de soldados para que lo buscasen por la Galilea y por todas las ciudades de la Decápola, hasta la costa y hasta Ascalón. Los soldados dispusieron los escudos en los sacos de lona, espetaron ramos de oliva en los yelmos, y ferradas las sandalias apresuradamente, apartáronse, resonando sobre las losas de basalto del camino romano que desde Cesarea hasta el Lago corta toda la Tetrarquía de Herodes. De noche, sus armas brillaban en lo alto de las colinas, por entre la llama ondeante de los hachones erguidos. De día, invadían los casales, rebuscaban en la espesura de los pomares, chuzaban con la punta de las lanzas la paja de las hacinas; en tanto que las mujeres asustadas, acudían para amansarlos, con bollos de miel, higos nuevos y escudillas llenas de vino, que los soldados bebían de un trago, sentados a la sombra de los sicomoros. Corrieron así la Baja Galilea, y del Rabí solo hallaron un surco luminoso en los corazones.

Disgustados con las inútiles marchas, desconfiando que los Judíos les ocultasen al hechicero para que no se aprovecharan los Romanos del superior hechizo, derramaban su cólera con tumulto, a través de la piadosa tierra sumisa. Detenían los peregrinos en la entrada de los puentes, gritando el nombre del Rabí; rasgaban los velos de las vírgenes, y a la hora en que se llenan los cántaros en las cisternas, invadían las estrechas calles de los arrabales, penetraban en las Sinagogas y batían sacrílegamente, con los puños de las espadas en las Thebahs, los Santos Armarios de cedro que contenían los Libros Sagrados. En las cercanías de Hebrón arrastraron a los Solitarios fuera de las grutas para arrancarles el nombre del desierto o del palmar en que se ocultaba el Rabí; y dos mercaderes fenicios, que venían de Joppé con una carga de malobrato, y a quien nunca llegara el nombre de Jesús, pagaron por ese delito cien dracmas a cada Decurión. Toda la gente de los campos, hasta los bravíos pastores de Idumea, que llevan las blancas reses al Templo, huían empavorecidos hacia las serranías, apenas lucían, en alguna vuelta del camino, las armas del bando violento. Desde el borde de las terrazas, las viejas sacudían como talegos la punta de los cabellos desgreñados, y arrojaban sobre ellos las malas suertes, invocando la venganza de Elías. Así erraron hasta Ascalón, sin hallar a Jesús; y retrocedieron a lo largo de la costa, enterrando las sandalias en la ardiente arena.

Un amanecer, cerca de Cesarea, marchando por un valle, echaron de ver sobre un otero un verdinegro bosque de laureles, en donde blanqueaba, recogidamente, el fino y claro pórtico de un templo. Un viejo, de largas barbas blancas, coronado de hojas de laurel, vestido con una túnica de color de azafrán, asiendo una corta lira de tres cuerdas, esperaba sobre los peldaños de mármol, la aparición del sol. Desde abajo, los soldados, agitando un ramo de olivo, vociferaban al Sacerdote. ¿Conocía él a un nuevo Profeta que apareciera en Galilea, tan diestro en milagros, que resucitaba a los muertos y trocaba el agua en vino? Alargando los brazos, el sereno viejo exclamó por sobre la rociada verdura del valle:

—¡Oh, romanos! ¿Por qué creéis que en Galilea o Judea aparezcan profetas consumando milagros? ¿Cómo podrá un bárbaro alterar la Orden instituida por Zeus?... ¡Mágicos y hechiceros son vendedores ambulantes que murmuran palabras huecas, para arrebatar la propina a los simples...! Sin el permiso de los Inmortales, ni un retoño seco puede caer del árbol, ni hoja seca puede ser sacudida en el árbol. No hay profetas, no hay milagros... ¡Solo Apolo Délfico conoce el secreto de las cosas!

Los soldados, entonces, muy despacio, con la cabeza caída, como en una tarde de derrota, recogiéronse a la fortaleza de Cesarea. Fue grande el desconsuelo de Septimus, por ver que su hija moría, sin una queja, mirando el mar de Tiro, siendo así que la fama de Jesús, curador de lánguidos males, crecía cada vez más consoladora y fresca, como el aire de la tarde que sopla de Hermón, y a través de los huertos, reanima y levanta las azucenas pendidas.

Vivía por ese tiempo, entre Enganim y Cesarea, en una casa arruinada, sumida en lo más oculto de un cerro, una viuda, mujer más desgraciada que todas las mujeres de Israel. Su único hijito, todo tullido, había pasado del magro pecho a que ella le criara, a los harapos del podrido jergón, en donde ya llevaba siete años gimiendo y consumiéndose.

A ella también una enfermedad la comprimiera dentro de trapos jamás mudados, dejándola más oscura y torcida que una cepa arrancada. Creció la miseria espesamente sobre ambos, como el moho sobre cazos perdidos en un yermo. En la lámpara de barro colorado secara ya el aceite. No quedaba grano ni corteza dentro del arca pintada. La cabra, sin pasto, muriera en el estío. Secó la higuera en el quintal. Tan lejos de poblado, nunca limosna de pan o miel entraba en la choza. ¡Con hierbas cogidas en las hendiduras de las rocas, cocidas sin sal, nutríanse aquellas criaturas de Dios en la Tierra Escogida, en la cual hasta a las aves maléficas sobraba el sustento!

Un día apareció un mendigo por allí, entró en la choza, repartió de su lío con la amargada madre, y sentado en la piedra del lar, rascándose las heridas de las piernas, contó de esa grande esperanza de los tristes, de ese Rabí que apareciera en Galilea, que de un pan hacía siete, y amaba todas las criaturas, y enjugaba todos los llantos, y prometía a los pobres un grande y luminoso reino, de abundancia mayor que la corte de Salomón. La mujer escuchaba con ojos hambrientos. ¿Y ese dulce Rabí, esperanza de los tristes, en dónde se encuentra? El mendigo suspiró. ¡Ah, ese dulce Rabí, cuantos lo deseaban, se desesperanzaban! Andaba su fama por sobre toda la Judea, como el sol que hasta por cualquier viejo muro se extiende y se goza; mas para distinguir la claridad de su rostro, solo aquellos dichosos que elegía su deseo. Tan rico como es Obed, mandó a sus siervos por toda Galilea para que le buscasen a Jesús, y con promesas le trajeran a Enganim; tan soberano, Septimus, destacó a sus soldados hasta la costa del mar, para que buscasen a Jesús, y por orden suya lo condujeran a Cesarea.

Errando, pidiendo limosna por tantos caminos, halló a los siervos de Obed y luego a los legionarios de Septimus. Retornaron todos, derrotados, con las sandalias rotas, sin haber descubierto en qué matorral o ciudad, en qué cubil o palacio, se escondía Jesús.

Caía la tarde. Cogió el mendigo su bordón y descendió por el duro camino, entre el brezo y las rocas.

Volviose la madre a su rincón, más curvada, más abandonada. El hijito entonces, con un murmurio más débil que el rozar de un ala, pidió a la madre que le trajese a ese Rabí que amaba a los niños, aun a los más pobres, sanaba los males, aun los más antiguos. La madre apretó su cabecita desgreñada:

—¡Oh, hijo!, y ¿cómo quieres que te deje y me meta por los caminos en busca del Rabí de Galilea? Obed es rico y tiene siervos que en balde buscaron a Jesús por arenales y colinas, desde Corazín hasta el país de Moab. Septimus es fuerte, y tiene soldados, y en vano corrieron detrás de Jesús, desde el Hebrón hasta el mar. ¿Cómo quieres que te deje? Jesús anda muy lejos y nuestro dolor está con nosotros, dentro de estas paredes, y dentro de ellas nos prende. Y aunque le encontrase, ¿cómo convencería yo a Rabí tan deseado, por quien suspiran ricos y fuertes, para que descendiese a través de ciudades hasta este desierto, para curar a un tullido tan pobre, sobre jergón tan roto?

La criatura, con dos largas lágrimas corriéndole por la faz escurrida, murmuró:

—¡Oh, madre! Jesús ama a todos los pequeñitos. ¡Y yo soy aún tan pequeño, y tengo un mal tan pesado! ¡Yo me quería curar!

Y la madre, sollozando:

—¡Oh, hijo mío, cómo te voy a dejar! Son largos los caminos de Galilea, y corta la piedad de los hombres. Tan rota, tan renca, tan triste, hasta los perros me ladrarían desde la puerta de los casales. No me atendería nadie. Nadie me enseñaría la morada del dulce Rabí. ¡Oh, hijo! Jesús tal vez muriese... Ni los ricos y los fuertes le encuentran. Le trajo el cielo, y el cielo se le llevó. Y con él para siempre murió la esperanza de los tristes.

Por entre los negros trapos, irguiendo sus pobres manecitas que temblaban, la criatura murmuró:

—Madre, yo quiero ver a Jesús...

En esto, abriendo despacio la puerta y sonriendo, dijo Jesús al niño:

—Aquí estoy.


Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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