Descargar ePub «Civilización», de José María Eça de Queirós

Cuento


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  Cuento.
26 págs. / 46 minutos / 294 KB.
31 de octubre de 2021.


Fragmento de Civilización

A cada cubierto correspondían seis tenedores, todos con formas desemejantes y taimadas: uno para las ostras, otro para el pescado, otro para las carnes, otro para las legumbres, otro para la fruta, otro para el queso. Las copas, por la diversidad de los contornos y de los colores, hacían, sobre el mantel más reluciente que esmalte, como ramilletes silvestres desparramados por encima de la nieve. Pero Jacinto y sus filósofos, recordando lo que el experimentado Salomón enseña sobre las ruinas y amarguras del vino, bebían apenas en tres gotas de agua una gota de Bordeaux (Chateaubriand, 1860). Así lo recomendaban Hesíodo en su Nereu, y Diocles en sus Abejas. De aguas había siempre en el Jazminero un lujo redundante: aguas heladas, aguas carbonatadas, aguas esterilizadas, aguas gaseadas, aguas de sales, aguas minerales, en botellas serias, con tratados terapéuticos impresos en el rótulo... El cocinero, maestro Sardao, era de aquellos que Anaxágoras equiparaba a los Retóricos, a los oradores, a todos los que saben el arte divino de «temperar y servir la Idea». En Síbaris, ciudad del Vivir Excelente, los magistrados habrían votado al maestro Sardao, por las fiestas de Juno Lacina, la corona de hojas de oro y la túnica milesia, que se debía a los bienhechores cívicos. Su sopa de alcachofa y huevas de carpa; sus filetes de venado, macerados en viejo Madeira con purée de nueces; sus moras heladas en éter; otros manjares aún, numerosos y profundos (y los únicos que toleraba mi Jacinto), eran obras de un artista, superior por la abundancia de las ideas nuevas, y juntaban siempre la raridad del sabor a la magnificencia de la forma. Tal plato de ese maestro incomparable parecía, por la ornamentación, por la gracia florida de las labores, por el convenio de los coloridos frescos y cantantes, una joya esmaltada por el cincel de Cellini o Meurice. ¡Cuántas tardes no deseé yo fotografiar aquellas composiciones de excelente fantasía, antes que el trinchante las derribase! Y esta superfinidad del comer condecía deliciosamente con la del servir. Sobre una alfombra, más fofa y muelle que el musgo de la floresta de Brocelandia, deslizábanse, como sombras vestidas de blanco, cinco criados y un paje negro, a la manera vistosa del siglo XVIII. Las fuentes (de plata) subían de la cocina y de la repostería por dos ascensores: uno para los manjares calientes, forrado de tubos en donde hervía el agua, y otro, más lento, para los manjares fríos, forrado de cinc, amoníaco y sal, y ambos escondidos entre flores, tan densas y frescas que figurábasenos como si hasta la sopa saliese humeando de los románticos jardines de Armida. Me acuerdo perfectamente de un domingo de mayo en que, comiendo con Jacinto un obispo, el erudito obispo de Corazín, se atascó el pescado en el medio del ascensor, siendo necesario que acudiesen albañiles con palancas para extraerlo.


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