El Difunto

José María Eça de Queirós


Cuento



I

En el año 1474, tan abundante en mercedes divinas para toda la cristiandad, reinando en Castilla el rey Enrique IV, vino a habitar en la ciudad de Segovia, en donde había heredado huertos y moradas, un joven caballero, de limpio linaje y gentil parecer, que se llamaba don Ruy de Cárdenas.

Su casa, legado de un tío, arcediano y maestro en cánones, quedaba al lado y en la sombra silenciosa de la iglesia de Nuestra Señora del Pilar; y enfrente, más allá del atrio, donde cantaban los tres chorros de un chafariz antiguo, erguíase el oscuro palacio de don Alonso de Lara, hidalgo de riquezas dilatadas y maneras sombrías, que ya en la madurez de la edad, todo grisáceo, desposárase con una joven citada en Castilla por su blancura, por sus cabellos del color de la aurora y por su cuello de garza real. Don Ruy había sido apadrinado, al nacer, por Nuestra Señora del Pilar, de quien siempre se conservó devoto y fiel servidor; aunque siendo de sangre brava y alegre, gustábanle las armas, la caza, los salones galantes, y por veces, las noches ruidosas de taberna con dados y pellejos de vino. Por amor, y por las facilidades de la santa vecindad, adquiriera la piadosa costumbre, desde su llegada a Segovia, de visitar todas las mañanas a su celestial madrina y de pedirla, a medio de tres Avemarías, la bendición y la gracia.

Al oscurecer, después de alguna ruda correría por campo y monte con los lebreles y el halcón, aún volvía, a la hora de las Vísperas, para murmurar dulcemente una Salve.

Y todos los domingos compraba en el atrio, a una ramilletera morisca, algún atado de junquillos o claveles o rosas silvestres, que esparcía con ternura y cuidado galantes enfrente del altar de la Virgen.

A esa venerada iglesia del Pilar venía también cada domingo doña Leonor, la tan citada y hermosa mujer del señor de Lara, acompañada por un aya triste, de ojos más abiertos y duros que los de una lechuza, y por dos fuertes lacayos que la envolvían y guardaban como unas torres. Tan celoso era el señor don Alonso, que solo por habérselo ordenado severamente el confesor y con miedo de ofender a la Virgen, su vecina, permitía esta visita fugitiva, cuyos pasos y demora espiaba impacientemente entre las rejas de una celosía. Toda la semana se la pasaba doña Leonor en la cárcel del enrejado solar de granito negro, no teniendo para recrearse y respirar, aun en las ardorosas calmas del estío, más que un fondo de jardín verdinegro, cercado de tan altos muros, que apenas se alcanzaba a ver, emergiendo de ellos, allá y acullá, alguna punta de triste ciprés. Mas esa corta visita a Nuestra Señora del Pilar bastó para que don Ruy se enamorase de ella locamente, en la mañana de mayo en que la vio de rodillas ante el altar, envuelta en un haz de rayos de sol, aureolada por sus cabellos de oro, con las largas pestañas pendidas sobre el libro de las Horas y el rosario cayendo de entre sus finos dedos, toda ella fina, blanca, de una blancura de lirio abierto en la sombra, más blanca entre los negros encajes y las sedas negras que alrededor de su cuerpo, lleno de gracia, quebrábanse en arrugas sobre las losas de la capilla, viejas lápidas de sepultura sin fecha. Cuando después de un momento de éxtasis y de delicioso pasmo se arrodilló, fue menos por la Virgen del Pilar, su celestial madrina, que por aquella aparición mortal, de quien no conocía el nombre ni la vida, y por la cual daría vida y nombre si ella se rindiese por precio tan incierto.

Balbuciendo como una plegaria ingrata las tres Avemarías de costumbre, echó mano al sombrero, descendió levemente la nave sonora y quedose en el portal, aguardándola, confundido con los mendigos lazarientos que se calentaban al sol. Y cuando al cabo de un tiempo, en que don Ruy sintió en el corazón un desusado latir de ansiedad y miedo, doña Leonor pasó y se detuvo, mojando los dedos en la pila del agua bendita, sus ojos, bajo el velo caído, no se irguieron frente a él ni tímidos ni desatentos. Con el aya de ojos muy abiertos pegada a sus vestidos, entre los dos lacayos como protegida por dos torres, atravesó el atrio, piedra por piedra, gozando, seguramente, como una recluida, del aire y el sol que la inundaban. Y fue un espanto para don Ruy cuando la vio penetrar en la sombría arcada de gruesos pilares y desaparecer por una puertecilla de servicio cubierta de herrajes. ¡Era, pues, doña Leonor, la linda y noble señora de don Alonso de Lara!...

Entonces comenzaron siete penosos días, que él gastó en un poyo de su ventana, considerando aquella negra puerta, cubierta de herrajes, como si fuera la del Paraíso y por ella tuviese que salir un ángel para anunciarle la Bienaventuranza eterna. Hasta que llegó el esperado domingo: y pasando él por el atrio a la hora de Prima, cuando repicaban las campanas, con la ofrenda de un manojo de claveles amarillos para su madrina, cruzó doña Leonor, que salía de entre los pilares de la oscura arcada, blanca, dulce y pensativa, al modo que sale la luna de entre las nubes. Los claveles casi se le cayeron en aquel alborozo, en que el pecho se le arqueó con la violencia del mar y el alma toda le huyó en tumulto a través de los ojos con que la devoraba. También ella levantó los suyos hacia don Ruy; pero unos ojos reposados, serenos, en que no lucía curiosidad ni acaso conciencia de estarse trocando con otros tan encendidos y ennegrecidos por el deseo.

El caballero no entró en la iglesia, quizá por el piadoso recelo de no prestar a su celestial madrina la atención que de seguro había de robarle aquella mujer que era solo humana, mas dueña ya de su corazón y en él divinizada.

Esperó ávidamente a la puerta entre los mendigos, secando los claveles con el ardor de las manos trémulas, pensando cuánto se demoraba el rosario que doña Leonor rezaba. Aún no descendía ella por la nave y ya don Ruy advertía dentro del alma el dulce rugir de la seda que arrastraba por las losas. Pasó la blanca señora, y la misma mirada distraída que echó sobre los mendigos y por el atrio, dejó correr sobre él, o porque no comprendiese a aquel joven que de repente se tornaba tan pálido, o porque no le diferenciaba aún de las cosas y de las formas indiferentes.

Don Ruy partió, conteniendo un hondo suspiro, y en su cuarto puso devotamente ante la imagen de la Virgen las flores que no le ofreciera en la iglesia ante su altar. Toda su vida se volvió entonces una larga queja por sentir tan fría e inhumana a la mujer, única entre las mujeres, que prendiera y tornara serio su corazón ligero y errante. Con una esperanza, en la que entreveía el desengaño, comenzó a rondar los altos muros del jardín, y otras veces, embozado en la capa, con el hombro contra una esquina, quedábase contemplando lentas horas las rejas de las celosías, gruesas y negras como las de una cárcel. Los muros no se abrían, de las rejas no salía siquiera un rastro de luz prometedor. Todo el solar era como un sepulcro. Para desahogarse compuso en largas veladas, sobre pergaminos, trovas dulces y gimentes, que no le consolaban. Delante del altar de la Virgen, sobre las mismas losas en que la había visto arrodillada, doblaba él las rodillas y quedaba, sin palabras de oración, en una añoranza amarga y dulce, esperando que su corazón serenase bajo la influencia de Aquella que todo lo consuela y serena; pero siempre se erguía más desdichado, teniendo apenas la sensación de cuán frías y rígidas eran las piedras sobre que se arrodillara. El mundo todo solo le parecía contener rigidez y frialdad.

Otras claras mañanas de domingo encontró a doña Leonor; y siempre sus ojos permanecían descuidados, o cuando se cruzaban con los suyos era tan sencillamente, tan limpios de toda emoción, que don Ruy los prefiriera ofendidos y brillando de ira o desviados con soberbio desdén. Cierto que doña Leonor ya le conocía; pero así conocía también a la vendedora morisca recogida delante de su cesto al borde de la fuente, o a los pobres que se calentaban al sol ante el portal de la iglesia. Ni don Ruy podía pensar que fuese inhumana y fría. Era apenas soberanamente remota, como una estrella que en las alturas gira y refulge, sin saber que abajo, en un mundo que ella no distingue, ojos que no sospecha la contemplan, la adoran y la entregan el gobierno de su ventura y de su suerte.

Entonces don Ruy pensó:

—Ella no quiere, yo no puedo; fue un sueño que debe terminar. ¡Nuestra Señora nos tenga a ambos de su mano!

Y como era un caballero discreto, desde que la reconoció así, imperturbable en su indiferencia, no la buscó más, ni siquiera volvió a levantar los ojos para los hierros de sus rejas, y hasta ni penetraba en la iglesia de Nuestra Señora cuando, casualmente, desde el portal, la veía arrodillada, con su cabeza, tan llena de oro y de gracia, pendida sobre el libro de oración.

II

La vieja aya, de ojos más abiertos y duros que los de una lechuza, no tardó en contar al señor de Lara que, un mozo audaz, de gentil parecer, nuevo morador en las viejas casas del arcediano, se atravesaba constantemente en el atrio y apostábase delante de la iglesia para tirar del corazón por los ojos a la señora doña Leonor. Bien lo sabía ya el celoso hidalgo, porque cuando desde su ventana espiaba como un halcón los pasos de doña Leonor camino de la iglesia, observara las vueltas, las esperas y las miradas dardeantes de aquel mozo galanteador, y se tiraba de las barbas con rabia. Desde entonces, a la verdad, su más intensa preocupación era odiar a don Ruy, el impudente sobrino del sacerdote que osaba levantar sus bajos deseos hasta la alta señora de Lara. Constantemente le tenía vigilado por un criado y conocía sus pasos, y sus descansos, y los amigos con quienes holgaba y cazaba, y hasta quien le cortaba sus jubones, y hasta quien le pulía la espada, y cada hora de su vivir. Y aún vigilaba más a doña Leonor; todos sus movimientos, sus modos más fugitivos, sus silencios, la plática con las ayas, las distracciones sobre el bordado, el gesto soñador sobre los árboles del jardín, y el aire y el color con que volvía de la iglesia... Pero tan serena en el sosiego de su corazón se mostraba la señora, que ni el celoso más imaginador de culpas podría hallar manchas en aquella pura nieve. Redoblose entonces el rencor de don Alonso contra el señor de Cárdenas por haber apetecido aquella pureza y aquellos cabellos color de sol claro, y aquel cuello de garza real, que eran solo suyos, para espléndido gusto de su vida. Y cuando paseaba por la triste galería del solar, sonora y abovedada, enfundado en su zamarra orlada de pieles, con el pico de la barba grisácea echada hacia delante, la cabellera crespa, erizada para atrás, y los puños cerrados, iba siempre removiendo la misma hiel.

—Tentó contra su virtud y contra mi honra... ¡Culpado por dos delitos, merece dos muertes!

Mas a su furor se mezcló el terror cuando supo que don Ruy ya no esperaba en el atrio a doña Leonor, ni rondaba amorosamente las tapias del palacio, ni penetraba en la iglesia mientras ella la visitaba; y que tan enteramente refugiábase de su vista, que una mañana, hallándose cerca de la arcada y habiendo sentido cómo se abría la puerta por la cual la señora iba a aparecer, quedose vuelto de espaldas, sin moverse, riendo con un caballero gordo que le leía un pergamino. ¡Tan bien afectada indiferencia solo servía (pensó don Alonso) para esconder alguna intención dañina! ¿Qué tramaba el diestro engañador? Todo se exacerbó en el desabrido hidalgo: celos, rencor, vigilancia, a pesar de su edad fea y grisácea. En el sosiego de doña Leonor, sospechó maña y fingimiento; e inmediatamente quedaron prohibidas las visitas a Nuestra Señora del Pilar.

En las mañanas de domingo corría él a la iglesia para rezar el rosario y llevar las disculpas de la esposa —¡que no puede venir (murmuraba curvado delante del altar) por lo que sabéis, Virgen purísima!—. Cuidadosamente visitó y reforzó todos los negros cerrojos de las puertas de su solar.

De noche soltaba dos mastines en las sombras del jardín murado.

A la cabecera del vasto lecho, junto a la mesa en donde quedaba la lámpara, un relicario y un vaso de vino caliente con canela y clavo para retemperar sus fuerzas, lucía siempre una gran espada desnuda. A pesar de tantas seguridades no dormía, y a cada instante se levantaba sobresaltado de entre las almohadas, agarrando a doña Leonor con mano brutal y ansiosa, que le oprimía el cuello para rugir muy bajo, preso de terribles ansias: «¡Di que me quieres solo a mí!» Después, en cuanto amanecía, iba a espiar, como un halcón, las ventanas de don Ruy. Nunca le echaba la vista encima; ahora, ni a la puerta de la iglesia, en las horas de misa, ni recogiéndose del campo, a caballo, al toque del Avemaría.

Y por verle así, lejos de los sitios y giros acostumbrados, más lo sospechaba dentro del corazón de doña Leonor.

En fin, una noche, después de recorrer mil veces el pavimento de la galería, removiendo sordamente odios y desconfianzas, gritó por el intendente y ordenó que se preparasen las ropas y cabalgaduras. ¡Temprano, de madrugada, partiría con la señora doña Leonor, para su heredad de Cabril, a dos leguas de Segovia! La partida no fue de madrugada, como huida de avariento que va a esconder su tesoro; realizose con todo aparato y demora, quedando la litera delante de la arcada largas horas, con las cortinas abiertas, entretanto un caballerizo paseaba por el atrio la mula blanca del hidalgo, enjaezada a la morisca, y del lado del jardín la recua de machos, cargados de baúles, presos a las argollas, bajo el sol y la mosca, aturdían la ciudad con el tintinear de los cascabeles. Así supo don Ruy la jornada del señor de Lara, y así lo supo toda la ciudad.

Fue un gran contento para doña Leonor la noticia del viaje; gustaba ella de Cabril, de sus sotos y pomares, de los jardines, para donde abrían rasgadamente, sin rejas ni gradas, las ventanas de sus claros aposentos; allí, por lo menos, tenía aire y sol y plantas que regar, un vivero de pájaros y tantas y tantas calles de árboles que la significaban casi la libertad. Luego, que esperaba que en el campo se aligerasen aquellos cuidados que traían, durante los últimos tiempos, tan arrugado y taciturno a su marido y señor.

Mas no logró esta esperanza, porque al cabo de una semana aún no se desvaneciera la faz de don Alonso, ni de seguro había frescura de arbolado, susurro de agua corriente o espesos aromas de rosales en flor que calmasen agitación tan amarga y honda. Como en Segovia, en esotra galería abovedada, paseaba sin descanso, enterrado en su zamarra, el pico de la barba echado hacia delante, la melena erizada para atrás y un terrible rictus en los labios, como si meditase maldades, gozando de antemano su sabor acre y picante. Y todo el interés de su vida concentrárase en un criado que galopaba de continuo entre Segovia y Cabril y que esperaba a las veces en el comienzo de la aldea, junto al crucero, atento para escuchar al hombre que se desmontaba, sofocado, para contarle las nuevas recogidas.

Una noche en que doña Leonor, en su cuarto, rezaba el trisagio con las ayas, a la luz de un hachón de cera, el señor de Lara entró pausadamente, trayendo en la mano una hoja de pergamino y una pluma enterrada en el tintero de hueso. Con rudo acento despidió a las ayas, que le temían como a un lobo. Y empujando un escabel, volviéndose a doña Leonor, con cara tranquila, como si apenas viniese a tratar con ella de cosas fáciles y naturales:

—Señora —dijo—, quiero que me escribáis una carta que me conviene mucho escribir...

Tan fácil era a la sumisión, que, sin otro reparo o curiosidad, luego de ir a colgar en la barra de la cama el rosario con que rezara, se acomodó sobre el escabel, y aplicando sus dedos finos para que la letra fuese esmerada y clara, trazó la primera línea que el señor de Lara le dictó: «Caballero.» Mas cuando le dictó la siguiente, y de un modo amargo, doña Leonor arrojó la pluma como si le escaldase las manos y, apartándose de la mesa, gritó con aflicción:

—Señor, ¿a quién le conviene que yo escriba semejantes falsedades?

En un brusco movimiento de furor, el señor de Lara echó mano al cinto y, poniéndole el puñal junto a la cara, rugió sordamente:

—¡O escribís lo que os mando, porque a mí me conviene, o por Dios, que os vuelco el corazón!...

Más blanca que la cera de la vela que los alumbraba, con la carne sobrecogida ante aquel hierro brillante, en un terror supremo y que todo aceptaba, doña Leonor murmuró:

—¡Por la Virgen María, no me hagáis mal!... No os irritéis, señor, que yo vivo para serviros. Mandad, que yo escribiré.

Entonces, con los puños cerrados en el borde de la mesa, en donde dejara el puñal, estrechando a la frágil y desdichada mujer con una mirada que la amenazaba, el señor de Lara dictó una carta que decía, una vez conclusa, en letra trémula e incierta:


«Caballero: Muy mal me habéis comprendido, o mal pagáis el amor que os tengo y que no os pude nunca, en Segovia, mostrar claramente... Ahora estoy aquí, en Cabril, ardiendo por veros, y si vuestro deseo corresponde al mío, bien fácilmente lo podéis realizar, puesto que mi marido se halla ausente de la heredad. Venid esta noche; entrad por la puerta del jardín del lado del camino, pasando el estanque, hasta la terraza. Allí veréis una escalera apoyada en una ventana, que es la de mi cuarto, en donde seréis dulcemente agasajado por quien con tanta ansia os espera...»


—Ahora, señora, firmad con vuestro nombre, que es lo que más importa.

Doña Leonor trazó muy despacito su nombre, con la faz tan roja como si la desnudasen delante de una multitud.

—Y ahora —ordenó el marido sordamente—, dirigidla a don Ruy de Cárdenas.

Osó levantar los ojos ante la sorpresa que le causaba aquel nombre desconocido.

—¡Pronto!... ¡A don Ruy de Cárdenas! —gritó el hombre sombrío.

Don Alonso metió el pergamino en el cinto, junto al puñal, ya envainado, y salió en silencio, con la barba tiesa, apagando el rumor de los pasos en las losas del corredor.

Quedó doña Leonor sobre el escabel, las manos cansadas y caídas en el regazo, en un infinito espanto, la mirada perdida en la oscuridad de la noche silenciosa. ¡Menos oscura le parecía la muerte que esa oscura aventura en que la habían envuelto! ¿Quién era ese don Ruy de Cárdenas, de quien nunca oyera hablar, que no había tropezado en su vida, tan quieta, tan poco poblada de hombres y de recuerdos? Él, seguramente, la conocería, la habría seguido, cuando menos con los ojos, pues que era cosa natural y bien ligada recibir una carta de ella de tanta pasión y promesas tantas.

¿Y así, un hombre, joven acaso, bien nacido, tal vez gentil, penetraba en su destino, bruscamente, traído por la mano de su esposo? ¡Y lo hacía de una manera tan íntima, que ya se le abrían de noche las puertas del jardín y se le colocaba una escalera para que subiese a su cuarto!... Y era su marido el que abría la puerta y colocaba la escalera... ¿Para qué?

Entonces, de repente, doña Leonor comprendió la verdad, la vergonzosa verdad, que la arrancó un grito de angustia. ¡Era una celada! ¡El señor de Lara atraía a Cabril, a ese don Ruy, con una promesa magnífica, para apoderarse de él y matarlo, indefenso y solitario! Y ella, su amor, su cuerpo, eran las promesas que se hacían brillar ante los ojos seducidos del pobre galán. ¡Su marido usaba de su belleza y de su lecho, como red de oro en que debía caer aquella presa enloquecida! ¿Dónde habría mayor ofensa? ¡Y cuánta imprudencia! ¡Bien podía ese don Ruy de Cárdenas desconfiar, no acceder a convite semejante, y después, mostrar por Segovia, triunfador y gozoso, aquella carta en que se le hacía oferta del lecho y del cuerpo de la mujer de don Alonso de Lara! ¡Pero, no; el desventurado correría a Cabril, para morir, y morir miserablemente, en el negro silencio de la noche, sin sacerdote ni sacramentos, con el alma encharcada en el pecado de amor! Para morir, de seguro, porque jamás el señor de Lara consentiría que viviese el hombre portador de aquella carta. ¡De modo que, aquel joven, moría de amor por ella, y por un amor que, sin haberle valido nunca un gusto, le llevaba a seguida a la muerte! De amor por ella, puesto que el odio del señor de Lara, odio que con tanta deslealtad y villanía se cebaba solo pudo nacer de celos, que le nublaban los más puros deberes de cristiano y caballero. Sin duda sorprendiera miradas, paseos, intenciones de ese señor don Ruy, poco cauteloso como bien enamorado.

Pero, ¿cómo? ¿cuándo? Confusamente se acordaba de aquel joven, que un domingo la cruzara en el atrio, esperándola luego en el portal de la iglesia, con un manojo de claveles en la mano... ¿Sería ese? Era de noble parecer, pálido, con grandes ojos negros y ardientes... Ella pasara, indiferente... Los claveles que retenía en la mano eran rojos y amarillos... ¿A quién se los llevaba?... ¡Ah, si lo pudiese avisar, muy temprano, de madrugada!

¿Cómo, si no habría en Cabril criado o aya de quien fiarse? ¡Pero iba a dejar que una espada innoble volcase aquel corazón, que venía lleno de ella, palpitando por ella, todo lleno de sus esperanzas!

¡Oh, la ardiente correría de don Ruy, de Segovia a Cabril, con la promesa del jardín abierto, de la escalera apoyada en la ventana, bajo la desnudez y protección de la noche! ¿Mandaría el señor de Lara colocar la escalera en la ventana?

Sí, de seguro, para matar con mayor facilidad al pobre, dulce e inocente mozo, cuando subiese confiado, con las manos embarazadas y la espada durmiendo en la vaina... ¡De modo que, en la noche siguiente, frente a su lecho, estaría abierta la ventana, y habría una escalera erguida contra el muro, esperando a un hombre! Su marido, emboscado en la sombra del cuarto, mataría a ese hombre...

¿Y si el señor de Lara lo esperase fuera de los muros de la quinta, para asaltarlo brutalmente en algún sendero, y, o por menos diestro, o por menos fuerte, en lucha de armas, cayese él traspasado, sin que el otro conociese a quién mataba? Y ella, allí, en su cuarto, sin saber nada, con las puertas abiertas y la escalera erguida; y el hombre aquel asomado a la ventana, en la sombra de la noche tibia, mientras el marido, que debía defenderla, quedaba muerto en el fondo de una barranquera... ¿Qué hacer, Virgen Santísima? ¡Oh, rechazaría soberbiamente al imprudente! Pero, ¿y el espanto de él y la cólera de su deseo engañado? «¡Me habéis llamado, señora!» Y allí traía, sobre el corazón, una carta con su firma. ¿Cómo le podría contar la terrible emboscada y el engaño?

¡Era tan largo de explicar, en aquel silencio y solitud de la noche, mientras sus ojos, húmedos y negros, la estuviesen suplicando y traspasando!... ¡Desgraciada de ella si el señor de Lara muriese y la dejara sola, sin defensa, en aquel caserón abierto! ¡Cuán desgraciada también si aquel joven, llamado por ella, que la amaba y que por ese amor venía corriendo deslumbrante, encontrase la muerte en el sitio de su ilusión, y muerto, en pleno pecado, rodase para la eterna desesperación...!

Tendría unos veinticinco años si era aquel joven airoso y pálido, con un jubón de terciopelo rojo y un ramo de claveles negros, que estaba a la puerta de la iglesia, en Segovia...

Saltaron las lágrimas de los cansados ojos de doña Leonor. Y doblando las rodillas, el alma puesta en los cielos, donde la luna se comenzaba a levantar, murmuró con una infinita amargura:

—¡Oh, Virgen del Pilar, Señora mía; vela por los dos, por todos nosotros!...

III

Entraba don Ruy en el fresco patio de su casa, cuando de un banco de piedra, en la sombra, irguiose un mozo de campo, que sacó del zurrón una carta y se la entregó, murmurando:

—Señor, daos prisa en leer, que tengo que volverme a Cabril...

Don Ruy abrió el pergamino, y en el deslumbramiento que le causó lo batió contra el pecho, como para enterrarlo en el corazón.

El mozo de campo insistió, preso de gran inquietud:

—¡Pronto, señor, pronto! No necesitáis responder. Basta que me deis una señal de haber recibido el recado.

Don Ruy arrancó uno de los guantes y se lo entregó. Y ya corría el criado en la punta de las leves alpargatas, cuando, con un grito, le detuvo don Ruy.

—Escucha. ¿Qué camino llevas tú para ir a Cabril?

—El más corto y solitario para gente atrevida, que es por el Cerro de los Ahorcados.

—Bien.

Subió don Ruy...

Siempre lo amara, pues, desde la mañana bendita en que sus ojos se habían cruzado en el portal de Nuestra Señora. Mientras él rondaba aquellos muros del jardín, maldiciendo una frialdad que le parecía más fría que la de los fríos muros, ya ella le había dado su alma, y llena de constancia, con amorosa sagacidad, reprimiendo el menor suspiro, adormeciendo desconfianzas, preparaba la noche radiante en que le daría también su cuerpo.

¡Tanta firmeza, un ingenio tan fino en las cosas del amor, aún se la tornaban más bella y más apetecida!

Subió don Ruy las escaleras de piedra, y llegado a su aposento, sin quitarse siquiera el sombrero, leyó de nuevo aquel pergamino, en que doña Leonor le llamaba de noche a su cuarto, para poseerla enteramente. Y no le maravilló la oferta, después de tan constante e imperturbable indiferencia; antes bien, percibió un amor astuto, por ser fuerte, que con gran paciencia se esconde ante los estorbos y peligros, y fríamente prepara su hora de gozo, mejor y más deliciosa por hallarse tan bien dispuesta.

¡Con qué impaciencia miraba entonces el sol, tan perezoso aquella tarde en descender tras los montes! Sin reposo, en su cuarto, con las ventanas cerradas para mejor concentrar su felicidad, preparábase amorosamente para la triunfal jornada: las finas ropas con encajes, un jubón de terciopelo negro, esencias perfumadas. Dos veces descendió a las caballerizas para asegurarse de que su caballo estaba dispuesto. Sobre el suelo dobló y volvió a doblar la hoja de la espada que llevaría al cinto... Pero su mayor cuidado era el camino de Cabril, a pesar de conocerlo bien, y la aldea apiñada en torno del monasterio franciscano, y el viejo puente romano con su Calvario y la honda torrentera que conduce a la heredad de don Alonso. Aun en aquel invierno había cazado por allí, yendo de montería con dos amigos de Astorga, y pensara al contemplar la torre de los Lara: «He ahí la torre de la ingrata». ¡Cómo se engañaba!

Las noches eran de luna; saldría de Segovia calladamente, por la puerta de San Mauro... Un galope corto lo ponía en el Cerro de los Ahorcados... También conocía ese sitio de tristeza y pavor, con sus cuatro pilares de piedra, en los que se ahorcaba a los criminales, dejando luego sus cuerpos, balanceados por el aire y secos por el sol, hasta que se pudriesen las cuerdas y cayeran los esqueletos, blancos y limpios de carne por el pico de los cuervos. Tras del cerro estaba la laguna de las Dueñas. La última vez que la había pasado fue en el día del Apóstol San Matías, cuando el corregidor y las cofradías de la Paz y Caridad, en solemne procesión, iban a dar sagrada sepultura a los huesos recogidos en el suelo. Después, el camino corría liso y derecho hasta Cabril.

Así meditaba don Ruy la jornada venturosa, mientras caía la tarde. Cuando oscureció, y en torno de las torres de la iglesia, comenzaron a girar los murciélagos, y en las esquinas del atrio encendiéronse los nichos de las Ánimas, el valiente caballero sintió un miedo extraño, el miedo de aquella felicidad que se acercaba y que le parecía sobrenatural. ¿Era, pues, cierto que esa mujer de divina hermosura, famosa en Castilla y más inaccesible que un astro, sería suya, toda suya, en el silencio y seguridad de una alcoba, dentro de breves instantes, cuando aún no se hubiesen apagado delante de los retablos de las Ánimas aquellas luces devotas? ¿Qué había hecho él para lograr tanto bien? Pisara losas de un atrio, buscando con los ojos otros ojos, que no se erguían desatentos o indiferentes... Entonces, sin dolor, abandonó su esperanza... Y he aquí que, de repente, aquellos ojos distraídos lo buscan, aquellos brazos cerrados se le abren, largos y desnudos, y con el cuerpo y con el alma aquella mujer le grita: «¡Oh mal avisado, que no me entendiste! ¡Ven! ¡Quien te desanimó, te pertenece!» ¿Dónde hubo jamás igual ventura? ¡Tan alta, tan rara era, que, de seguro, tras de ella, si no yerra la ley humana, debía caminar la desventura! Y de fijo que caminaba; ¡pues cuánta desventura en saber que después de aquella felicidad, cuando de madrugada, saliendo de los divinos brazos, se retirase a Segovia, su Leonor, el bien sublime de su vida, tan inesperadamente adquirido por un instante, recaería de nuevo bajo el poder de otro amo!

¡Qué importaba! ¡Viniesen después dolores y celos!

¡Aquella noche era espléndidamente suya; todo el mundo una apariencia vana, y la única realidad ese cuarto de Cabril, mal alumbrado, donde ella le esperaría con los cabellos sueltos! Bajó deprisa la escalera y se acomodó sobre el caballo. Después, por prudencia, atravesó el atrio lentamente, con el sombrero bien levantado de la cara, como en un paseo natural, dando a entender que buscaba fuera de los muros el fresco de la noche. Nada le inquietó hasta la puerta de San Mauro. Allí un mendigo, agachado en la oscuridad de un arco, tocando monótonamente su zanfoña, pidió a la Virgen y a todos los santos que llevasen a aquel gentil caballero en su dulce y santa guarda. Parárase don Ruy para alargarle una limosna, cuando recordó que aquella tarde no había pasado por la iglesia, a la hora de Vísperas, para recoger la celestial bendición de su madrina. De un salto apeose del caballo porque, justamente, cerca del viejo arco relucía una lámpara alumbrando un retablo. Era una imagen de la Virgen con el pecho atravesado por siete espadas. Arrodillose don Ruy, dejando el sombrero sobre las losas, y con las manos erguidas, celosamente, rezó una Salve. La claridad amarilla de la luz envolvía el rostro de la Virgen que, sin sentir el dolor de los siete aceros, o como si ellos solo le proporcionasen inefables gozos, sonreía con los labios abiertos. Mientras rezaba, en el convento de Santo Domingo, comenzaron a tocar a agonía. Entre la sombra negra del arco, cesando la sonata en la zanfoña, el mendigo murmuró: «¡Un fraile se está muriendo!» Don Ruy dijo un Avemaría por el fraile. La Virgen de las siete espadas sonreía dulcemente —¡el toque de agonía no era, pues, de mal presagio!—. Don Ruy montó de nuevo en el caballo, y partió alegremente.

Más allá de la puerta de San Mauro, después de los hornos de los Olleros, el camino seguía triste y negro entre las piteras. Tras de las colinas, al fondo de la planicie oscura, subía la primera claridad, amarilla y lánguida de la luna llena, próxima a aparecer. Y don Ruy marchaba al paso, recelando llegar a Cabril con tiempo de sobra, antes que las ayas y los criados terminasen el rosario y la velada. ¿Por qué no le marcaba doña Leonor la hora, en aquella carta tan clara y tan pensada?... Su imaginación entonces corría adelante, rompía por el jardín de Cabril, escalaba aladamente la escalera prometida, y él corría también detrás en una carrera violenta, hasta levantar las piedras del camino mal unido. Después sofrenaba el caballo jadeante. ¡Era temprano, muy temprano! Y retomaba el paso lento, sintiendo el corazón contra el pecho, como ave presa que bate en los hierros de una jaula.

Así llegó al crucero, donde el camino se divide en dos, más juntos que las puntas de una horquilla, ambos cortando a través del vasto pinar. Descubierto delante de la imagen del crucificado, don Ruy tuvo un instante de angustia, pues no recordaba cuál de los dos conducía al Cerro de los Ahorcados. Ya se aventuraba por el más sombrío, cuando, de entre los pinos silenciosos, una luz surgió, bailando en la oscuridad. Era una vieja cubierta de harapos, con las largas melenas sueltas, doblada sobre un cayado y llevando un candil.

—¿Adónde va este camino? —gritó Ruy.

La vieja puso la luz en alto para mirar al caballero.

—A Jarama.

Y luz y vieja inmediatamente se sumieron, fundidas en la sombra, como si de allí hubiesen surgido solo para avisar al galán del yerro del camino... Volviérase rápidamente, y, rodeando el calvario, galopó por la otra carretera hasta avistar, sobre la claridad del cielo, los pilares negros y los negros maderos del Cerro de los Ahorcados. Entonces detúvose, derecho en los estribos. En un ribazo alto, seco, sin hierba ni brezo, ligados por un muro bajo, todo carcomido, levantábanse negros, enormes, sobre la amarillez de la luna, los cuatro pilares de granito, semejantes a los cuatro ángulos de una casa deshecha. Sobre los pilares posábanse cuatro gruesos travesaños, de los cuales pendían cuatro ahorcados, negros y rígidos, en el aire parado y mudo. Todo en torno parecía tan muerto como ellos.

Enormes aves de rapiña dormían encaramadas sobre los maderos. Más allá brillaba lívidamente el agua muerta de la laguna de las Dueñas. Iba la luna grande y llena por el cielo.

Don Ruy murmuró el Padre Nuestro, debido por todo cristiano a aquellas almas culpadas. Y después impelió al caballo y pasaba, cuando, en el inmenso silencio y en la inmensa soledad, resonó una voz, una voz que le llamaba, suplicante y lenta:

—¡Caballero, deteneos; venid acá!...

Don Ruy cogió bruscamente las riendas y, erguido sobre los estribos, recorrió con los ojos espantados todo el siniestro yermo. Veíase el cerro áspero, el agua brillante y muda, los maderos, los muertos. Pensó que fuera ilusión de la noche u osadía de algún demonio errante. Y serenamente picó el caballo, sin sobresalto, ni temor, como en una calle de la ciudad. Pero, detrás, tornó a surgir la voz, que le llamaba urgentemente, ansiosa, casi aflictiva:

—¡Caballero, esperad; no os vayáis, volved, llegad aquí!

De nuevo don Ruy parose, y vuelto sobre la silla, se encaró con los cuatro cuerpos pendientes de los maderos. ¡Allí sonaba la voz que, siendo humana, solo podía salir de forma humana! Uno de esos ahorcados, pues, era el que le había llamado con tanta prisa y ansia.

¿Restaría en alguno, por maravillosa merced de Dios, aliento y vida? ¿O sería que, por mayor maravilla, uno de esos esqueletos medio podridos le detenía para transmitirle avisos de ultratumba?... Que la voz partiese de un cuerpo vivo o de un cuerpo muerto, era cobardía huir pavorosamente, sin atender a lo que se le demandaba.

Dirigió el animal para dentro del cerro, y parando, derecho y tranquilo, con la mano en el costado, después de mirar uno por uno los cuatro cuerpos suspensos, gritó:

—¿Cuál de vosotros, hombres ahorcados, osó llamar por don Ruy de Cárdenas?

En esto, aquel que volvía la espalda a la luna llena, respondió desde lo alto de la cuerda, natural y tranquilamente, como quien habla desde la ventana a la calle:

—Señor, fui yo.

Don Ruy hizo avanzar el caballo hasta colocarse enfrente de él. No le distinguía la faz, enterrada en el pecho, escondida por largas y negras melenas sueltas. Solo percibió que tenía libres y desamarradas las manos y los pies, estos resecos y del color del betún.

—¿Qué me quieres?

El ahorcado, suspirando, murmuró:

—Señor, hacedme la gran merced de cortar esta cuerda en que estoy colgado.

Don Ruy arrancó la espada, y con un solo golpe certero cortó la cuerda.

Con un siniestro sonido de huesos entrechocados el cuerpo cayó en el suelo, en el cual quedó un momento estirado cuan largo era; pero inmediatamente se enderezó sobre los pies, mal seguros y aún durmientes, y levantó para don Ruy su faz muerta, que era una calavera con la piel más amarilla que la luna que la envolvía; los ojos estaban faltos de brillo y movimiento, los labios se le fruncían en una sonrisa empedernida. De entre los dientes blancos asomaba la punta de una lengua tan negra como el carbón.

Don Ruy no mostró terror ni asco. Y envainando serenamente la espada:

—¿Tú estás vivo o muerto? —preguntó.

El hombre encogió los hombros con lentitud:

—Señor, no sé... ¿Quién sabe lo que es la vida? ¿Quién sabe lo que es la muerte?...

—Pero ¿qué quieres de mí?

El ahorcado, con los largos dedos descarnados, alargó el nudo de la cuerda, que aún le lazaba el cuello, y declaró serena y firmemente:

—Señor, tengo que acompañaros a Cabril, adonde vais.

El caballero estremeciose con tan fuerte asombro, soltando las bridas, que el caballo se empinó, como asombrado también.

—¿Conmigo a Cabril?...

El hombre curvó el espinazo, en el que se distinguían todos los huesos, más agudos que los dientes de una sierra, a través de un largo rasgón de la camisa de estameña:

—Señor —suplicó—, no me lo neguéis. ¡Tengo que recibir un gran salario si os hago este gran servicio!

Don Ruy pensó de pronto que bien podía ser aquella alguna traza formidable del demonio. Y clavando sus ojos brillantes en la faz muerta que se le ofrecía ansiosa, en espera del consentimiento, hizo una lenta y larga Señal de la Cruz.

El ahorcado dobló las rodillas con asustada reverencia:

—Señor ¿para qué me probáis con esa señal? Solo por ella alcanzamos remisión, y yo solo de ella espero misericordia.

Entonces don Ruy pensó que si ese hombre no era mandado por el demonio, bien podía ser mandado por Dios. Y luego, devotamente, con un gesto sumiso en que todo lo entregaba al cielo, consintió, aceptó el pavoroso acompañamiento.

—¡Ven conmigo, pues, a Cabril, si Dios te manda! Pero yo nada te preguntaré ni tú me preguntes nada.

Encaminó el caballo a la carretera, toda alumbrada por la luna. El ahorcado seguía a su lado con pasos tan ligeros, que hasta cuando don Ruy galopaba, conservábase cerca del estribo, como llevado por un viento mudo. A las veces, para respirar más libremente, aflojaba el nudo de la cuerda que le enroscaba el pescuezo. Y cuando pasaban entre sebes donde erraba el aroma de las flores silvestres, el hombre murmuraba con infinito alivio y dulzura:

—¡Qué gusto da correr!

Don Ruy iba poseído de asombro, con un tormentoso cuidado.

Comprendía, desde luego, que se trataba de un cadáver, reanimado por Dios para un extraño y encubierto servicio. Pero, ¿por qué le daba Dios tan horrible compañero? ¿Para protegerle? ¿Para impedir que doña Leonor, amada del cielo, por su piedad, cayese en culpa mortal? ¿Y para tan divina incumbencia de tan alta merced, no tenía el Señor ángeles en el cielo, antes que echar mano de un supliciado?...

¡Ah, con qué gusto volvería riendas para Segovia de no mediar la galante lealtad del caballero, el orgullo de no retroceder jamás, y la sumisión a las órdenes de Dios, que sentía inmediatamente sobre su espíritu!...

Desde un alto de la carretera, de repente, avistaron Cabril, las torres del convento franciscano albeando al lunar, los casales dormidos entre las huertas. Silenciosamente, sin que un perro ladrase detrás de las cancelas o por cima de los muros, descendieron el viejo puente romano. Delante del Calvario, el ahorcado cayó de rodillas sobre las losas, irguió los lívidos huesos de las manos y quedó rezando un largo rato, entre profundos suspiros. Después, al entrar en el barranco, bebió mucho tiempo y consoladamente en una fuente que corría y cantaba bajo las frondas de un salgueiro. Como el barranco era angosto, encaminose delante del caballero, todo curvado, con los brazos cruzados fuertemente sobre el pecho, sin un rumor.

La luna reteníase en lo más alto del cielo. Don Ruy consideraba con amargura aquel disco, lleno y lustroso, que esparcía tanta y tan indiscreta claridad sobre el misterio que le llevaba a Cabril. ¡Ah, cómo se estragaba la noche, que debía ser divina! Una enorme luna surgía de entre los montes para alumbrarlo todo. Un ahorcado descendía del suplicio para seguirle y entrar en lo íntimo de su secreto. Así lo ordenaba Dios. ¡Mas qué tristeza llegar a la dulce puerta prometida con tal intruso a su lado, bajo aquel cielo de claridad tan viva!

De improviso, el ahorcado detúvose, levantando el brazo, del cual pendía la manga en harapos. Era el fin del barranco, que desembocaba en camino más amplio y largo, y delante de ellos blanqueaba el muro de la finca de don Alonso, que tenía allí un mirador, con barandilla de piedra, todo revestido de begonias.

—Señor —murmuró el ahorcado, sujetando con respeto el estribo de don Ruy—, a pocos pasos de este mirador está la puerta por donde debéis penetrar en el jardín. Conviene que dejéis aquí el caballo, atado a un árbol, si es seguro y fiel. En la empresa en que nos hallamos, ya es de más el rumor de nuestros pies...

Don Ruy apeose en silencio y prendió el caballo, que tenía por fiel y seguro, al tronco de un álamo seco.

Y tan sumiso se tornaba a aquel compañero impuesto por Dios, que sin otro reparo le fue siguiendo por la orilla del muro que la luna alumbraba.

Con pausada cautela, en la punta de los pies desnudos, avanzaba ahora el ahorcado, vigilando el alto del muro, sondando en la negrura de la sebe, parándose a escuchar rumores, que solo para él eran perceptibles, porque nunca don Ruy conociera noche más hondamente adormecida y muda.

Y el espanto, en quien debía ser indiferente a los peligros humanos, fue adueñándose también del valeroso caballero, que sacó el puñal de la vaina, y con la capa arrollada al brazo, marchaba a la defensiva, atenta y escudriñadora la mirada, como en un camino de emboscada y lucha. Así llegaron a una puertecita, que el ahorcado empujó, abriéndose sin quejido de los goznes. Penetraron en una calle bordeada de espesos bojes hasta llegar a un estanque lleno de agua, donde flotaban hojas de nenúfares, y que toscos bancos de piedra circundaban, cubiertos por la rama de arbustos en flor.

—¡Por allí! —murmuró el ahorcado, extendiendo el brazo descarnado.

Señalaba una avenida que densos y viejos árboles abovedaban y oscurecían. Por ella se metieron, como sombras en la sombra, el ahorcado delante, don Ruy siguiéndole muy sutilmente, sin rozar una rama, malpisando la arena. Un leve hilo de agua susurraba en el césped. Por los troncos subían rosales trepadores, que desprendían dulce aroma. El corazón de don Ruy recomenzó a batir con una esperanza de amor.

—¡Chist! —hizo el ahorcado.

Y don Ruy casi tropezó con el siniestro hombre estancado, con los brazos abiertos, como las trancas de una cancilla.

Delante de ellos, cuatro pasos de escalera de piedra subían a una terraza, en la cual la claridad era amplia y libre. Agachados, treparon los escalones, y al fondo de un jardín sin árboles, todo en cuarteles de flores bien recortados, orlados de boj corto, avistaron un lado de la casa, batido por la luna llena. En el centro, entre las ventanas cerradas, un balcón de piedra, conservaba de par en par abiertas las maderas de los ventanales. El cuarto dentro, apagado, era como un agujero de tiniebla en la claridad de la fachada, que bañaba el lunar. Y, arrimada contra el balcón, estaba una escalera con los tramos de cuerda.

El ahorcado empujó a don Ruy para la oscuridad de la avenida. Y allí, con un gesto preciso, dominando al caballero, exclamó:

—¡Señor, ahora conviene que me deis la capa y el sombrero! Quedaos aquí, en la oscuridad de estos árboles. Voy a subir la escalera para observar lo que pasa dentro de aquel cuarto... Si es lo que deseáis, aquí volveré, y que Dios os haga muy feliz...

¡Don Ruy echose atrás con el horror de que tal criatura subiese a la ventana! Luego murmuró sordamente:

—¡No, por Dios!

Pero la mano del ahorcado, lívida en la oscuridad, bruscamente le arrancó el sombrero de la cabeza y la capa de entre los brazos. Y se cubría, se embozaba, murmurando en una súplica ansiosa:

—¡No me lo neguéis, señor, que por haceros este servicio ganaré una gran merced!

Y subió de nuevo los escalones; estaba en la larga y alumbrada terraza.

Don Ruy subió, atontado, y espió. ¡Oh maravilla! Era él, don Ruy, de la cabeza a los pies, en la figura y en el modo, aquel hombre que, por entre los cuarteles y el boj cortado, avanzaba, airoso y leve, con la mano en la cintura, la faz erguida risueñamente hacia la ventana, la larga pluma escarlata del sombrero balanceándose triunfal. El hombre avanzaba bajo la claridad espléndida. El cuarto amoroso aguardaba abierto y negro. ¡El hombre hallábase al pie de la escalera; desembozó la capa y asentó el pie en el primer tramo! —«¡Oh, allá va, ya sube el maldito!»— rugió don Ruy. El ahorcado subía. Ya la alta figura, que era él, el propio don Ruy, estaba a mitad de la escalera, toda negra contra la blanca pared. Detúvose... ¡No, no; subía, llegaba, posaba la rodilla cautelosa sobre el borde de baranda! Mirábalo don Ruy desesperadamente con los ojos, con el alma, con todo su ser. Y he ahí que, de repente, del cuarto negro surge un negro bulto, una furiosa voz: «¡Villano, villano!» Y una lámina de daga brilla y cae, y otra vez se levanta y brilla y vuelve a caer, y aún refulge y torna a hundirse... Como un fardo, de lo alto de la escalera, pesadamente, el ahorcado cae sobre la tierra muelle. Vidrieras y ventanas se cierran a seguida, con fragor. Y no hubo más, sino el silencio, la oscuridad y la luna alta y redonda en el cielo de verano.

Al comprender don Ruy la traición, desenvainó la espada, ganando la oscuridad de la avenida, cuando, ¡oh milagro!, corriendo por la terraza aparece el ahorcado, que le agarra por la manga y le grita:

—¡A caballo, señor, volando; que el encuentro no era de amor, sino de muerte!...

Ambos descienden a toda prisa la avenida, costean el estanque bajo el refugio de los arbustos en flor, métense por la calle estrecha orlada de tejos, abren la puerta y, de pronto, páranse, sofocados, en la carretera, donde la luna, más refulgente, más llena, simulaba la claridad del sol.

¡Y entonces, solo entonces, don Ruy descubrió que el ahorcado conservaba clavada en el pecho, hasta los pomos, la daga, cuya punta le salía por la espalda, lúcida y limpia!... Pero ya el pavoroso hombre le empujaba nuevamente:

—¡A caballo, señor, volando; que aún tenemos encima la traición!

Horrorizado, con un ansia de terminar aventura tan llena de espanto y de milagro, don Ruy cogió las riendas y comenzó a cabalgar sufridamente. Y luego, con gran prisa, el ahorcado saltó también a grupas del caballo fiel. Encogiose el buen caballero al sentir en sus espaldas el roce de aquel cuerpo muerto, desprendido de un patíbulo, atravesado por una daga. ¡Con qué desesperación galopó entonces por la carretera interminable! Y don Ruy a cada momento sentía un frío mayor que le helaba los hombros, como si llevase sobre ellos un enorme costal de nieve. Al pasar por el crucero, murmuró: «¡Valedme, señor!» Y más allá, estremeciose de repente, con el quimérico miedo de que tan fúnebre camarada le fuese acompañando para siempre, y se tornase su destino galopar a través del mundo, en una noche eterna, llevando un muerto a grupas de su caballo... Y no se contuvo, gritó para atrás, en el viento de la carrera que los zahería:

—¿En dónde queréis que os deje?

El ahorcado, acercando tanto el cuerpo a don Ruy, que le tocó con el pomo de la daga, repuso:

—¡Señor, conviene que me dejéis en el cerro!

Dulce e infinito alivio para el buen caballero, pues el cerro estaba cerca, y ya se distinguían en la claridad desmayada los pilares y los travesaños negros. A poco detuvo el caballo, que temblaba blanco de espuma.

El ahorcado, sin rumor, descendió de la silla, asegurando, como buen servicial, el estribo de don Ruy. Y con la calavera erguida, y la lengua negra pendiente entre los dientes blancos, murmuró una respetuosa súplica:

—¡Hacedme ahora el gran servicio de volverme a colgar otra vez!

Don Ruy estremeciose de horror.

—¡Por Dios! ¿Que os ahorque yo?

El hombre suspiró, abriendo los brazos, en un triste ademán:

—¡Señor, por voluntad de Dios es, y por voluntad de Aquella que le es más grata a Dios!

Resignado, sumiso a los mandatos de lo Alto, apeose don Ruy y comenzó a seguir al hombre, que caminaba hacia el cerro pensativamente, doblando el dorso, del cual salía, clavada y limpia, la punta de la daga. Paráronse ante el suplicio vacío. En torno de los otros pendían los otros tres esqueletos. El silencio era más triste y hondo que los otros silencios de la tierra. El agua de la laguna ennegreciérase. La luna descendía rápida y desfallecía.

Don Ruy examinó el madero en donde quedaba el pedazo de cuerda cortada con la espada.

—¿Cómo queréis que os cuelgue? —exclamó—. No llego con la mano al otro pedazo de cuerda; yo solo no basto para izaros.

—Señor —respondió el hombre—, ahí, al lado, debe de haber un rollo de cuerda. Una punta me la ataréis a este nudo que tengo en el pescuezo; la otra punta la echaréis por encima del madero, y, tirando después, fuerte como sois, conseguiremos nuestro objeto.

Curvados ambos con pasos lentos, buscaron el rollo de cuerda. Lo encontró el ahorcado, y él mismo lo desenrolló... Entonces don Ruy descalzose los guantes. Y enseñado por él (que tan bien lo aprendiera del verdugo), ató una punta al lazo que el hombre conservaba en el pescuezo, y tiró con fuerza la otra, que ondeó en el aire, pasó sobre el madero y quedó pendiente cerca del suelo. Y el robusto caballero, afianzando los pies, retesando los brazos, tiró de la cuerda e izó el hombre hasta dejarlo suspenso, negro, en el aire, como un ahorcado natural, entre los demás ahorcados.

—¿Estás bien así?

Lenta y sumisa vino la voz del muerto:

—Señor, estoy como debo.

Don Ruy, entonces, enrolló la cuerda al pilar de piedra. Y el sombrero en la mano, limpiándose con la otra el sudor que le corría a cántaros, contempló a su siniestro y milagroso compañero. Estaba ya rígido como antes, con la faz pendiente bajo las melenas caídas, los pies enderezados, todo carcomido como un viejo tronco. En el pecho conservaba la daga clavada. Por cima, dos cuervos dormían quietos.

—Y ahora, ¿qué más quieres? —preguntó don Ruy comenzando a ponerse los guantes.

Desde lo alto, el ahorcado murmuró:

—¡Señor, con toda el alma os ruego que, al llegar a Segovia, le contéis el suceso a Nuestra Señora del Pilar, vuestra madrina, que de ella espero gran merced para mi salvación eterna por este servicio, que, por su mandato, os hizo mi cuerpo!

Todo lo comprendió don Ruy de Cárdenas entonces, y arrodillándose devotamente sobre el suelo de dolor y muerte, rezó una larga oración por aquel buen ahorcado.

Después galopó para Segovia. Clareaba la mañana cuando traspasó la puerta de San Mauro. Sonaban las campanas en el aire claro. Y entrando en la iglesia de Nuestra Señora del Pilar, aun en el desaliño de su terrible jornada, don Ruy, ante el altar, narró a su celestial madrina la ruin tentación que le llevara a Cabril, el socorro que del cielo había recibido, y con lágrimas de arrepentimiento y gratitud, juró que nunca más pondría deseo en donde hubiese pecado, ni en su corazón daría entrada a pensamiento que viniese del Mundo y del Mal.

IV

A esa hora, en Cabril, don Alonso de Lara, con los ojos abiertos de pasmo y de terror, escudriñaba todas las calles, cuarteles y sombras de su jardín.

Cuando al amanecer, luego de abierta la puerta de la cámara en que había encerrado a doña Leonor, descendió sutilmente al jardín y no encontró debajo del balcón, pegando a la escalera, como deliciosamente se prometía, el cuerpo de don Ruy de Cárdenas, tuvo por cierto que el odiado hombre, al caer, aún con un hilo débil de vida, se arrastraría sangrando, con el intento de alcanzar el caballo y escapar de Cabril...

Mas con aquella recia daga que por tres veces enterrara en su pecho, y que en el pecho había dejado, no se arrastraría el villano muchos metros, y en algún sitio de aquellos debía de yacer estirado y frío. Rebuscó entonces cada calle, cada sombra, cada macizo de arbustos. Y —¡caso maravilloso!—, ¡no descubría el cuerpo, ni pisadas, ni tierra que hubiese sido removida, ni siquiera rastro de sangre sobre la tierra! Y, sin embargo, ¡mano certera y hambrienta de venganza, tres veces le clavara la daga en el pecho y en el pecho se la dejara!

¡Y era Ruy de Cárdenas el muerto, que bien lo había conocido desde el fondo del cuarto donde espiaba, cuando a la claridad de la luna atravesó la terraza, confiado, ligero, con la mano en la cintura, la faz risueñamente erguida y la pluma del sombrero balanceándose en triunfo! ¿Cómo podría suceder una cosa tan rara, un cuerpo mortal sobreviviendo a un hierro que tres veces le atraviesa el corazón y en el corazón le queda clavado? ¡Y la mayor rareza era que ni en el suelo, debajo de la ventana, señalábase el vestigio de aquel cuerpo fuerte, caído pesadamente como un fardo! ¡Ni una flor machucada; todas derechas, erguidas, frescas, con leves gotas de rocío sobre las corolas! Inmóvil de espanto, casi de terror, don Alonso de Lara detúvose allí, considerando el balcón, midiendo la altura de la escalera, contemplando con ojos espantados los alhelíes derechos, frescos, sin un tallo u hoja doblada. Después comenzó a correr locamente por la terraza, por la avenida, por la calle de los bojes, todavía con la esperanza de hallar una pisada, un tallo roto, alguna gota de sangre sobre la finísima arena.

¡Nada! Todo el jardín ofrecía un desusado arreglo y limpieza, como si sobre él nunca hubiese pasado el viento que deshoja ni el sol que mustia.

Entonces, al atardecer, devorado por la incertidumbre y el misterio, tomó un caballo y, sin escudero ni caballerizo, partió para Segovia. Curvado y escondidamente, como un forajido, penetró en su palacio por la puerta del pomar, y su primer cuidado fue correr la galería abovedada, desatrancar las maderas de las ventanas y espiar ávidamente la casa de don Ruy de Cárdenas. Todos los miradores de la vieja morada del arcediano estaban abiertos, respirando la frescura de la noche; y a la puerta, sentado en un banco de piedra, un mozo de caballeriza afinaba perezosamente la bandurria.

Don Alonso de Lara descendió a su cámara, lívido, pensando que no acontecía de seguro desgracia en casa donde todas las ventanas se abren para recibir el fresco, y en la puerta de la calle tocan y se divierten los mozos. Batió las palmas, pidiendo furiosamente la cena. Y apenas sentado al extremo de la mesa, en su alta silla de cuero labrado, mandó llamar al intendente, a quien en seguida ofreció, con extraña familiaridad, una copa de vino añejo. En tanto el hombre, en pie, bebía respetuosamente, don Alonso, metiendo los dedos por la maraña de las barbas y forzando su sombría faz para sacarle una sonrisa, preguntaba por las nuevas acontecidas en Segovia. Durante los días de su estancia en Cabril ¿nada espantoso o digno de murmuración había ocurrido en la ciudad?... El intendente limpió los labios para afirmar que nada espantoso murmurábase en Segovia, a no ser que la hija del señor don Gutierre, tan joven y rica heredera, tomaba el hábito de las Carmelitas Descalzas. Don Alonso insistía mirando vorazmente al intendente. ¿Y no se trabara una gran lucha, no se encontrara herido en la carretera de Cabril un caballero joven, muy conocido?... El intendente encogía los hombros: nada decían por la ciudad de luchas y caballeros heridos. Con un acento desabrido, don Alonso lo despidió de su presencia.

Apenas terminada la parca cena, volvió a la galería para espiar de nuevo las ventanas de don Ruy. Ahora estaban cerradas; en la última de la esquina percibíase tenue claridad.

Pasó en vigilia la noche, removiendo incansablemente el mismo espanto. ¿Cómo pudo escapar aquel hombre con una daga atravesada en el corazón? ¿Cómo?... Al amanecer tomó una capa, un largo sombrero, y descendió al atrio, todo embozado y cubierto, y quedó rondando por delante de la casa de don Ruy. Las campanas tocaban a maitines. Los mercaderes, con los jubones mal abotonados, salían a levantar las persianas de las puertas, a colgar el muestrario. Ya los hortelanos, picando los burros cargados de costales, lanzaban los pregones anunciando la hortaliza fresca, y los frailes descalzos, con la alforja al hombro, pedían limosna y bendecían a las mozas.

Beatas embozadas, con gruesos rosarios negros, enfilaban golosamente para la iglesia. Después el pregonero de la ciudad, parado en un extremo del atrio, tocó una bocina, y con una voz tremenda comenzó a leer un edicto.

El señor de Lara parárase junto a la fuente, pasmado, como embebecido en el canto de los chorros. De repente pensó que aquel edicto, leído por el pregonero de la ciudad, debíase referir a don Ruy, acaso a su desaparición... Corrió a la esquina del atrio; pero ya el hombre, con el papel enrollado, abríase paso, batiendo en las losas con su vara descomunal. Y cuando se volvió para espiar de nuevo la casa, he aquí que sus ojos, atónitos, tropiezan a don Ruy, ¡a don Ruy, su víctima, que venía caminando para la iglesia de Nuestra Señora, ligero, airoso, la faz risueña y erguida en el fresco aire de la mañana, de jubón claro, con plumas claras, con una de las manos posada en el cinto, la otra meneando distraídamente un bastón con borlas de torzal de oro!

Don Alonso recogiose entonces a su casa con pasos arrastrados y envejecidos. En lo alto de la escalera de piedra halló a su viejo capellán, que venía a saludarle y que, penetrando con él en la antecámara, después de pedir, con reverencia, nuevas de la señora doña Leonor, le habló de un prodigioso caso que había llenado a la ciudad de espanto y murmuración. ¡En la víspera, por la tarde, yendo el corregidor a visitar el Cerro de las Horcas, pues se acercaba la fiesta de los Santos Apóstoles, descubriera, con mucho pasmo y escándalo, que uno de las ahorcados tenía una daga clavada en el pecho! ¿Era gracia de algún pícaro siniestro? ¿Venganza que la muerte no saciara?... ¡Y para mayor prodigio aún, el cuerpo había sido descolgado del madero, arrastrado en huerta o jardín (pues que presas a los viejos harapos se encontraron hojas tiernas) y después nuevamente ahorcado y con una cuerda nueva!... ¡Así iba la turbulencia de los tiempos, que ni los muertos se privaban de tamaños ultrajes!

Don Alonso escuchaba temblando, con el pelo horripilado. Inmediatamente, con una ansiosa agitación, bramando, tropezando contra las puertas, quiso partir y convencerse con sus propios ojos de la fúnebre profanación. En dos mulas enjaezadas de prisa, ambos salieron para el Cerro de los Ahorcados, él y el capellán, arrastrado y aturdido. Un gran golpe de vecinos de Segovia, reuniérase en el Cerro, poseídos todos de un horror maravilloso ante ¡el muerto que fuera muerto!... Todos se arremolinaron en torno del noble señor de Lara, que permanecía desmadejado y lívido, mirando al ahorcado y a la daga que le atravesaba el pecho. Era su daga: ¡fuera él quien había matado al muerto!

Galopó empavorecido para Cabril. Y allí se encerró con su secreto, comenzando a palidecer, a adelgazar, siempre alejado de la señora doña Leonor, escondido por las calles sombrías del jardín, murmurando palabras al viento, hasta que en la madrugada de San Juan, una criada, que volvía de la fuente con su cántaro, lo encontró muerto, bajo el balcón de piedra, estirado en el suelo, con los dedos clavados en el bancal de alhelíes, donde parecía haber excavado largamente la tierra, buscando algo...

V

Para huir de tan lamentables memorias, la señora doña Leonor, heredera de todos los bienes de la casa de Lara, recogiose a su palacio de Segovia. Pero como ahora sabía que el señor don Ruy de Cárdenas había escapado milagrosamente de la emboscada de Cabril, y, como día por día, acechando por entre las rejas, lo seguía con ojos húmedos, jamás satisfechos, cuando el caballero cruzaba el atrio para entrar en la iglesia, no quiso ella, con recelo de las prisas e impaciencia de su corazón, visitar a la Señora del Pilar mientras durase el luto. Más tarde, una mañana de domingo, cuando, en vez de crespones negros, se pudo cubrir de sedas rojas, descendió la escalera de su palacio, pálida, por efecto de una emoción nueva y divina, pisó las losas del atrio y traspuso las puertas de la iglesia. Don Ruy de Cárdenas estaba arrodillado delante del altar, en donde había colocado su votivo ramo de claveles blancos y amarillos. Al rumor de las finas sedas, irguió los ojos con una esperanza purísima, hecha de gracia celeste, como si un ángel le hubiese llamado. Doña Leonor arrodillose, arqueado el pecho por la impresión, tan pálida y tan feliz, que la cera de las hachas no era más pálida, ni más felices las golondrinas que batían sus alas libres por las ojivas de la vieja iglesia.

Ante ese altar, y de rodillas en esas losas, ambos fueron casados por el obispo de Segovia, don Martiño, en el otoño del año de gracia de 1475, siendo ya reyes de Castilla Isabel y Fernando, muy poderosos y muy católicos, por quien Dios operó grandes hechos sobre la tierra y sobre el mar.


Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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