El Tesoro

José María Eça de Queirós


Cuento


I
II
III

I

Los tres hermanos de Medranhos, Ruy, Guannes y Rostabal, eran entonces, en todo el Reino de las Asturias, los hidalgos más hambrientos y los más remendados.

En los Pazos de Medranhos, a que el viento de la sierra llevara vidrios y teja, pasaban ellos las tardes de ese invierno, enovillados en sus abrigos de camelote, batiendo las suelas rotas sobre las losas de la cocina, delante del vasto lar negro, en donde desde ya mucho antes no estallaba fuego, ni hervía nada en el puchero de hierro. Al oscurecer devoraban una corteza de pan negro, refregada con ajo. Luego, sin candil, a través del patio, hundiendo la nieve, iban a dormir a la cuadra, para aprovechar el calor de las tres yeguas leprosas que, tan famélicas como ellos, roían las tablas del pesebre. La miseria hiciera a estos señores más bravíos que lobos.

Un día, en primavera, en una silenciosa mañana de domingo, yendo los tres por el bosque de Roquelanes acechando pisadas de caza y cogiendo hongos entre los robles, en tanto las tres yeguas pastaban la hierba nueva de abril, los hermanos de Medranhos encontraron, por detrás de una mata de espinos, en una cueva de roca, un viejo cofre de hierro. Como si lo resguardase una torre segura, conservaba sus tres llaves en sus tres cerraduras; sobre la tapa, mal descifrable, a través del herrumbre, corría un dístico en letras árabes. ¡Y dentro, hasta los bordes, estaba lleno de doblones de oro!

En el terror y esplendor de la emoción, los tres señores quedaron más lívidos que cirios. Después, zambullendo furiosamente las manos en el oro, rompieron a reír, con unas risotadas tan sonoras, que las hojas tiernas de los olmos, en torno, temblaban... Retrocedieron, bruscamente se encararon, con los ojos flameando, en una desconfianza tan desabrida, que Guannes y Rostabal palparon en los cintos los mangos de las grandes facas. Entonces Ruy, que era gordo y rubio y el más avisado, levantó los brazos, como un árbitro, y comenzó por decidir que el tesoro, o viniese de Dios o del demonio, pertenecía a los tres, y entre ellos se repartiría rígidamente, pesándose el oro en balanzas. Mas ¿cómo podrían llevar a Medranhos, hasta la cima de la sierra, aquel cofre tan lleno? No era conveniente que salieran con su bien del bosque antes que anocheciese. Así que él entendía que el hermano Guannes, como más leve, debía partir trotando hacia la vecina villa de Retortilho, con el oro necesario en la bolsa, a fin de comprar tres alforjas de cuero, tres maquilas de cebada, tres empanadas de carne y tres botellas de vino. El vino y la carne eran para ellos, que no comían desde la víspera; la cebada, para las yeguas. Rehechos, señores y cabalgaduras, esconderían el oro en las alforjas y subirían camino de Medranhos, bajo la seguridad de la noche sin luna.

—¡Bien tramado! —gritó Rostabal, hombre más alto que un pino, de larga melena, y con una barba que le caía desde los ojos rayados de sangre hasta la hebilla del cinturón.

Mas Guannes no se apartaba del cofre, desconfiado, arrugando entre los dedos la negra piel de grulla de su pescuezo, y al fin, brutalmente:

—¡Hermanos! El cofre tiene tres llaves... ¡Yo quiero cerrar mi cerradura y llevar mi llave!

—¡También yo quiero la mía, mil rayos! —rugió a seguida Rostabal.

Ruy sonrió. ¡Cierto, cierto! A cada dueño del oro pertenecía una de las llaves que lo guardaban. Y uno por uno, en silencio, agachado ante el cofre, cerró su cerradura con fuerza. Guannes, serenado, saltó en la yegua, y metiose por la vereda de los olmos, camino de Retortilho, echando a los ramos su cántica acostumbrada y doliente:


¡Olé! ¡Olé!
Sale la cruz de la iglesia,
vestida de negro luto...

II

En un prado, enfrente de la mata que encubría el tesoro (y que los tres habían devastado a cuchilladas), un hilo de agua, brotando entre rocas, caía sobre una vasta piedra excavada, en donde hacía como un estanque, claro y quieto, antes de escurrirse hacia el césped; y al lado, en la sombra de una haya, yacía un viejo pilar de granito, tumbado y musgoso. Allí vinieron a sentarse Ruy y Rostabal, con sus tremendos espadones entre las rodillas. Las dos yeguas pastaban la fresca hierba, pintarrajeada de amapolas y botones de oro. Por entre el ramaje volaba un mirlo silbando. Un olor errante de violetas endulzaba el aire luminoso. Rostabal, mirando al sol, bostezó con hambre.

En esto, Ruy, que sacara el sombrero y le arreglaba las viejas plumas rojas, comenzó a considerar, en su manso y avisado lenguaje, que Guannes, aquella mañana, no había querido bajar con ellos al bosque de Roquelanes. ¡Así era la suerte ruin! Porque si Guannes se hubiese quedado en Medranhos, ellos, los dos, habrían descubierto el cofre, y solo entre los dos se partiría el oro. ¡Qué pena! Tanto más, que la parte de Guannes sería en seguida disipada, con rufianes, a los dados, por las tabernas.

—¡Ah, Rostabal, Rostabal! Si Guannes, viniendo por aquí solito, hubiese hallado este oro, no partiría con nosotros, Rostabal.

El otro murmuró sordamente y con furor, dando un tirón a las barbas negras:

—¡No, mil rayos! Guannes es un avaro. ¡Cuando el año pasado le ganó los cien ducados al espadero de Fresno, no me quiso prestar tres para comprar un jubón nuevo! ¿No te acuerdas?

—¿Ves tú? —gritó Ruy, resplandeciendo.

Entrambos se habían levantado del pilar de granito, como llevados por la misma idea, que los deslumbraba. A través de sus largos pasos, las altas hierbas silbaban.

—¿Y para qué? —proseguía Ruy—. ¿Para qué le sirve a él todo el oro que nos lleva? ¿No le oyes, de noche, cómo tose? ¡Alrededor de la paja en que duerme, todo el suelo está lleno de sangre, que saliva! ¡Hasta las otras nieves no dura, Rostabal! Mas hasta allá habrá disipado los buenos doblones que debían ser nuestros, para levantar la casa, y para que tu puedas tener jinetes, y armas, y trajes nobles, y tu tercio de solariegos, como compete a quien es, como tú, el más viejo de los de Medranhos...

—Pues que muera, y muera hoy —gritó Rostabal.

—¿Quieres?

Vivamente, Ruy tomó de un brazo al hermano y le apuntó hacia la vereda de olmos, por donde Guannes partiera cantando.

—Más adelante, al fin del camino, hay un sitio bueno, en los zarzales; y has de ser tú, Rostabal, que eres el más fuerte y el más diestro. Un golpe de punta por la espalda. Y hasta es justicia de Dios que seas tú, que muchas veces, en las tabernas, sin ningún pudor, Guannes te trataba de cerdo y de torpe, por no saber leer ni contar.

—¡Malvado!

—¡Ven!

Fueron. Emboscáronse por detrás de un zarzal, que dominaba el atajo, estrecho y pedregoso como un lecho de torrente. Rostabal, asomado en la zanja, tenía ya la espada desnuda. Un viento leve remolinó en la pendiente las hojas de los álamos, y sintieron el repique de las campanas de Retortilho. Ruy, mesándose la barba, calculaba las horas por el sol, que ya se inclinaba hacia las sierras. Pasó un bando de cuervos graznando sobre ellos. Rostabal, que les había seguido el vuelo, recomenzó a bostezar con hambre, pensando en las empanadas y en el vino que el otro traía en las alforjas.

¡En fin! ¡Alerta! En la vereda oíase la cántica doliente y ronca, lanzada a las ramas:


¡Olé! ¡Olé!
Sale la cruz de la iglesia,
toda vestida de negro...


Ruy murmuró:

—¡En el costado! ¡Así que pase!

El trote de la yegua batió el cascajo; una pluma en un sombrero rojeó por sobre la punta de las selvas. Rostabal rompió de entre la zarza por una brecha, tiró el brazo, la larga espada, —y toda la hoja se embebió muellemente en el costado de Guannes, cuando al rumor, de improviso, se volvió en la silla. Cayó de lado, con un sordo quejido, sobre las piedras. Ya Ruy se abalanzaba a los frenos de la yegua; Rostabal, cayendo sobre Guannes, que suspiraba aún, de nuevo le enterró la espada, agarrada por la hoja como un puñal, en el pecho y en la garganta.

—¡La llave! —gritó Ruy.

Arrancada la llave del cofre al pecho del muerto, ambos echaron a andar por la vereda. Rostabal delante, huyendo, con la pluma del sombrero quebrada y torcida, la espada, aún desnuda, apretada bajo al brazo, todo encogido, horripilado con el sabor de la sangre que le saltara a la boca; Ruy, atrás, tirando desesperadamente de las bridas de la yegua, que con las patas hincadas en el suelo pedregoso, mostrando la larga dentadura amarilla, no quería dejar a su amo allí estirado, abandonado, a lo largo de las sebes.

Tuvo necesidad de picarle las ancas con la punta de la espada, y de ir corriendo detrás de ella con la espada en alto, como si fuese persiguiendo a un moro, hasta que desembocó en el prado, donde el sol ya no doraba las hojas. Rostabal arrojó a la hierba el sombrero y la espada, y de bruces sobre la losa excavada en estanque, con las mangas arremangadas, lavábase ruidosamente la cara y las barbas.

La yegua recomenzó a pastar, cargada con las nuevas alforjas que Guannes comprara en Retortilho. De la más larga, abarrotada, desbordaban los cuellos de dos botellas. En esto, Ruy sacó, lentamente, del cinto su larga navaja. Sin un rumor en la espesa hierba, deslizose hasta Rostabal, que resoplaba con las largas barbas chorreando. Y serenamente, como si clavase una estaca en un bancal, le enterró toda la hoja en el largo dorso doblado, certera sobre el corazón.

Rostabal cayó sobre el estanque, sin un gemido, con la cara en el agua, los largos cabellos flotando en el agua. Su vieja escarcela de cuero quedara sujeta debajo del muslo. Para sacar de dentro de ella la tercera llave del cofre, Ruy levantó el cuerpo, y un chorro de sangre más espesa corrió, escurrió por el borde del estanque, humeando.

III

¡Ya eran de él, solo de él, las tres llaves del cofre!... Y Ruy, alargando los brazos, respiró deliciosamente. ¡Apenas la noche descendiese, con el oro metido en las alforjas, guiando la reata de yeguas por los atajos de la sierra, subiría a Medranhos y enterraría en la bodega su tesoro! Y después, cuando allá en la fuente, y allá junto a los zarzales, solo quedasen, bajo las nieves de diciembre, algunos huesos sin nombre, él sería el magnífico señor de Medranhos, y en la nueva capilla del solar renacido mandaría decir ricas misas por sus dos hermanos muertos... ¿Muertos cómo? Como deben morir los de Medranhos: ¡peleando contra el Turco!

Abrió las tres cerraduras, cogió un puñado de doblones, que hizo sonar sobre las piedras. ¡Qué puro oro, de fino quilate! Después fue a examinar la capacidad de las alforjas, y, encontrando las dos botellas de vino y un gordo capón asado, sintió inmensa hambre. Desde la víspera solo había comido un pedacito de pescado seco. ¡Cuánto tiempo que no probaba capón! ¡Con qué delicia se sentó en el césped, con las piernas abiertas, y entre ellas el ave amarilla y el vino color de ámbar! ¡Ah! Guannes había sido excelente mayordomo; ni se le olvidaron las aceitunas. Mas, ¿por qué trajera solo dos botellas para tres convidados? Rasgó un ala del capón; devoraba a grandes dentelladas. Caía la tarde, pensativa y dulce, con nubecitas de color de rosa. Allá, en la vereda, un bando de cuervos graznaba. Las yeguas, hartas, dormitaban con el hocico pendido. Cantaba la fuente, lavando al muerto.

Ruy alzó a la luz la botella de vino. Con aquel color viejo y caliente, no habría costado menos de tres maravedises. Y poniendo el cuello a la boca, bebió en sorbos lentos, que le hacían ondular el peludo pescuezo. ¡Oh, vino bendito, que tan prontamente hacía olvidar la sangre! Tiró la botella vacía; destapó otra. Mas, como era avisado, no bebió, porque la jornada a la sierra, con el tesoro, requería firmeza y acierto. Descansando, tendido sobre el codo, pensaba en Medranhos cubierto de teja nueva, en las altas llamas de la chimenea en noches de nieve, y en su lecho con brocados, en donde tendría siempre mujeres...

De repente, tomado de una gran ansiedad, sintió prisa de cargar las alforjas. Ya se adensaba la sombra entre los árboles. Trajo una de las yeguas para junto del cofre, levantó la tapa, tomó un puñado de oro... Mas osciló, soltando los doblones, que resonaron en el suelo, y llevó las dos manos afligidas al pecho. ¿Qué es, don Ruy? ¡Rayos de Dios! Era un fuego, un fuego vivo que se le encendiera dentro y le subía hasta la garganta. Rasgose el jubón y echó a andar con pasos inciertos, y encorvado, con la lengua pendiente, limpiándose las gruesas gotas de un sudor horrendo que le helaba como nieve. ¡Oh, Virgen Madre! ¡Otra vez el fuego, más fuerte, que ascendía, le roía! Gritó:

—¡Socorro! ¡Alguien! ¡Guannes! ¡Rostabal!

Sus brazos torcidos movíanse en el aire desesperadamente. Y la llama, dentro, subía; sentía los huesos estallando, como las maderas de una casa ardiendo.

Renqueó hasta la fuente para apagar aquella llama; tropezó con Rostabal, y, con la rodilla apoyada en el muerto, arañando la roca, entre gritos, buscaba el hilo de agua que recibía sobre los ojos, por los cabellos. Pero el agua lo quemaba más, como si fuese un metal derretido. Volviose, cayó encima de la hierba, que arrancaba a puñados, y que mordía, mordiendo los dedos para chuparles la frescura. Levantose aún con una baba densa que se le escurría por las barbas; y de repente, abriendo pavorosamente los ojos, como si comprendiese, en fin, la traición, todo el horror:

—¡Es veneno!

¡Oh! ¡Don Ruy, el avisado, era veneno! Porque Guannes, no bien llegara a Retortilho, antes de comprar las alforjas, corrió cantando a una callejuela, que hay detrás de la catedral, a comprar al viejo droguista judío el veneno que, mezclado al vino, le haría a él, a él solamente, dueño de todo el tesoro.

Anocheció. Dos cuervos de entre el bando que graznaba, ya se habían posado sobre el cuerpo de Guannes. La fuente, cantando, lavaba al otro muerto.

Medio enterrada en la hierba negra, toda la cara de Ruy volviérase negra. Una estrellita lucía en el cielo.

El tesoro aún está allí, en el bosque de Roquelanes.


Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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