Fray Genebro

José María Eça de Queirós


Cuento


I
II

I

En aquel tiempo aún vivía en su soledad de las montañas de la Umbría el divino Francisco de Asís, y ya por toda Italia se loaba la santidad de fray Genebro, su amigo y su discípulo.

Fray Genebro, en verdad, completaba la perfección en todas las virtudes evangélicas. Por la abundancia y perpetuidad de la Oración, arrancaba de su alma las raíces más menudas del pecado y tornábala limpia y cándida como uno de esos celestes jardines en que el suelo anda regado por el Señor, y en donde solo pueden brotar azucenas. Su penitencia durante veinte años de claustro fue tan dura y alta, que ya no temía al Tentador; y ahora, solo con sacudir la manga del hábito, rechazaba las tentaciones, las más pavorosas o las más deliciosas, como si fuesen apenas moscas importunas. Benéfica y universal a la manera de un orvallo de verano, su caridad no se derramaba únicamente sobre las miserias del pobre; más sobre las melancolías del rico. En su humildísima humildad no se consideraba ni el igual de un gusano. Los bravíos barones cuyas negras torres asombraban a Italia, acogíanle reverentemente y curvaban la cabeza ante este franciscano descalzo y mal remendado que les diseñaba la mansedumbre. En Roma, en San Juan de Letrán, el Papa Honorio besó las heridas de cadenas que le habían quedado en los pulsos del año en que en la Mourama por amor de los esclavos, padeciera esclavitud. Y como en esas edades los ángeles aún viajaban por la tierra con las alas escondidas, arrimados a un bordón, muchas veces, trillando un viejo camino pagano o atravesando una selva, encontrábase un mozo de inefable hermosura que le sonreía y murmuraba:

—¡Buenos días, hermano Genebro!

Un día, yendo este admirable mendicante de Spoleto para Terni, y viendo en el azul y en el sol de la mañana, sobre una colina cubierta de encinas, las ruinas del castillo de Otofrid, pensó en su amigo Egidio, antiguo novicio como él en el convento de Santa María de los Ángeles, que se retiró a aquel desierto para avecinarse más de Dios, y allí habitaba una cabaña de rastrojos, junto a las murallas derrocadas, cantando y regando las lechugas de su huerto, porque su virtud era amena. Y como ya habían pasado más de tres años desde que visitara al buen Egidio, dejó el camino, pasó, abajo, en el valle, sobre las piedras, el riachuelo que huía por entre los laureles en flor, y comenzó a subir lentamente la frondosa colina.

Después de la polvareda y ardor del camino de Spoleto, era dulce la larga sombra de los castaños y el césped que le refrescaba los doloridos pies. A la mitad de la cuesta, en una roca en donde se embrollaban zarzas, susurraba y lucía un hilo de agua. Extendido al lado, en las hierbas húmedas, dormía, resonando consoladamente, un hombre que de cierto guardaba cerdos por allí, porque vestía un grueso zurrón de cuero y traía pendiente del cinto una bocina de porquero. El buen fraile bebió ligero, ahuyentó los moscardones que zumbaban sobre la ruda cara adormecida y continuó trepando por la colina con su alforja y su cayado, agradeciendo al Señor aquella agua, aquella sombra, aquella frescura, tantos bienes inesperados. Pronto pudo echar de ver, en efecto, el rebaño de puercos diseminados bajo las frondas, roncando y hozando las raíces: unos, magros y agudos, de cerdas duras; otros, redondos, con el hocico corto ahogado en gordura, y los lechones, corriendo en torno a las tetas de las madres, lúcidos y color de rosa.

Fray Genebro pensó en los lobos y lamentó el sueño del pastor descuidado. Al fin del matorral comenzaba la roca donde los restos del castillo lombardo se erguían, revestidos de hiedra, conservando aún alguna saetera agujereada sobre el cielo, o, en una esquina de torre, un caño que, extendiendo el cuello de dragón, acechaba por medio de las selvas bravas.

La cabaña del ermitaño, tejada de choza que unos pedazos de piedra aseguraban, apenas se percibía entre aquellos oscuros granitos, por la huerta que enfrente verdeaba, con sus tajos de col y estacas de habas entre espliego oloroso. Egidio no andaría muy lejos, porque sobre el muro de piedra suelta quedara su cántaro, su podón y su azada. Dulcemente, para no importunarle por si a aquella hora de siesta estuviese recogido y orando, fray Genebro empujó la puerta de tablas viejas, que no tenía cerrojo para ser más hospitalaria:

—¡Hermano Egidio!

Del fondo de la ruda choza, que más parecía cueva de algún bicho, vino un lento gemido:

—¿Quién me llama? Aquí, en este rincón, ¡en este rincón de muerte!... De muerte, ¡hermano!

Fray Genebro acudió, y encontró al buen ermitaño estirado en un monte de hojas secas, encogido entre harapos, y tan delgado, que su cara, en otro tiempo harta y rosada, era como un pedacito de viejo pergamino muy arrugado, perdido entre los rizos de las barbas blancas. Con infinita caridad y dulzura le abrazó:

—¿Y ha cuánto tiempo, ha cuánto tiempo en este abandono, hermano Egidio?

¡Loado Dios, desde la víspera! Aún en la víspera, a la tarde, después de mirar por última vez para el sol y para su huerto, viniera a extenderse en aquel rincón, para acabar... Mas hacía meses que le había tomado un cansancio, que ni le permitía asegurar la cántara llena al volver de la fuente.

—Y decidme, hermano Egidio, pues que el Señor me trajo, ¿qué puedo yo hacer por vuestro cuerpo? Por el cuerpo, digo; que por el alma bastante tenéis hecho en la virtud de esta soledad.

Gimiendo, arrebañando para el pecho las hojas secas en que yacía, como si fueren pliegues de una sábana, el pobre ermitaño murmuró:

—Mi buen fray Genebro, no sé si es pecado; mas toda esta noche, en verdad, os confieso, me apeteció comer un pedazo de carne, un pedazo de puerco asado... ¿Será pecado?

Fray Genebro, con su inmensa misericordia, le tranquilizó. ¿Pecado? No, ciertamente. Aquel que por tortura recusa a su cuerpo un contentamiento honesto, desagrada al Señor. ¿No ordenaba Él a sus discípulos que comieran las buenas cosas de la tierra? El cuerpo es siervo; y está en la voluntad divina que sus fuerzas sean sustentadas para que preste al espíritu, su amo, bueno y leal servicio. Cuando fray Silvestre, ya enfermito, sintió aquel largo deseo de uvas moscateles, el buen Francisco de Asís le condujo a la viña, y por sus manos le cogió los mejores racimos, después de bendecirlos, para que fuesen más jugosas y más dulces...

—¿Es un pedazo de puerco asado lo que apetecéis? —exclamó risueñamente el buen fray Genebro, acariciando las manos transparentes del ermitaño—. Pues, sosegad, hermano querido, que ya sé cómo os voy a contentar.

E inmediatamente, con los ojos relucientes de caridad y de amor, tomó el afilado podón que había visto sobre el muro del huerto. Recogiendo las mangas del hábito, y más ligero que un gamo, ya que era aquel un servicio del Señor, encaminose por la colina hasta los densos castañales donde encontrara el rebaño de puercos. Y en llegando allí, andando subrepticiamente, por entre los troncos, sorprendió un lechoncito abandonado que hozaba en las bellotas, se echó sobre él y, en tanto le sofocaba el hocico y los gritos, descepó, con dos golpes certeros de podón, la pierna por donde lo agarrara. Después, con las manos salpicadas de sangre, la pierna de puerco bien alta y goteando sangre, dejando la res jadeando en una poza de sangre, el piadoso hombre trepó la colina, corrió a la cabaña, gritó hacia dentro alegremente:

—Hermano Egidio, la pieza de carne ya el Señor la dio; y yo, en santa María de los Ángeles, era buen cocinero.

En el huerto del ermitaño arrancó una estaca de las habas, que con el podón sangriento, apuntó en espeto. Entre dos piedras, encendió una hoguera. Con celoso cariño asó la pierna de puerco. Era tanta su caridad, que para dar a Egidio todos los gustos anticipados de aquel banquete raro en tierra de mortificación, anunciaba con voces festivas y de buena promesa:

—¡Ya se va dorando el porquiño, hermano Egidio! ¡La piel se va tostando, santo!

Y por fin entró en la choza, triunfalmente, con el asado que humeaba y exhalaba, cercado de frescas hojas de lechuga. Tiernamente ayudó a sentar al viejo, que temblaba y se babeaba de gula. Apartole de las pobres mejillas maceradas los cabellos que el sudor de la flaqueza empastara. Y, para que el buen Egidio no se vejase con su voracidad y tan carnal apetito, afirmábale en cuanto le partía las fibras gordas, que también él hubiese comido regaladamente de aquel excelente puerco, si no hubiera almorzado de sobra en la Locanda de los Tres Caminos.

—Mas ni bocado me podría entrar ahora, hermano; ¡me papé una gallina entera! ¡Y después una fritada de huevos! ¡Y un cuartillo de vino blanco!

El santo hombre mentía santamente, porque desde la madrugada no había probado más que un magro caldo de hierbas, recibido por limosna en la cancela de una granja.

Harto, consolado, Egidio dio un suspiro, y recayó en su lecho de hoja seca. ¡Qué bien le hiciera, qué bien le hiciera! ¡El Señor, en su justicia, pagase a su hermano Genebro aquel pedazo de puerco! Hasta sentía el alma más fuerte para emprender la temerosa jornada... Y el ermitaño con las manos alzadas, Genebro arrodillado, ambos loaron, ardientemente, al Señor, que a toda necesidad solitaria, manda de allá lejos el socorro.

Entonces, habiendo cubierto a Egidio con un pedazo de manta y puesto a su lado la cántara llena de agua fresca, y tapado, contra el aire de la tarde, la luz de la cabaña, fray Genebro, inclinado sobre él, murmuró:

—Mi buen hermano, vos no podéis quedar en este abandono... Yo voy llevado por obra de Jesús, que no admite tardanza, mas pasaré por el convento de Sambricena y daré recado para que venga un novicio y os cuide con amor en vuestro trance. ¡Dios os vele entretanto, hermano! ¡Dios os sosiegue y os ampare con su mano derecha!

Mas Egidio cerrara los ojos; no se movió, o porque adormeciera, o porque su espíritu, habiendo pagado aquel último salario al cuerpo, como a un buen servidor, para siempre partiera, terminada su obra en la tierra. Fray Genebro bendijo al viejo, tomó su bordón y descendió a la colina de las grandes encinas. Bajo la fronda, hacia los lados donde andaba el rebaño, la bocina del porquero resonaba ahora en un toque de alarma y de furor. De cierto despertara; descubriera el lechón mutilado. Apurando el paso, fray Genebro pensaba cuán magnánimo es el Señor en permitir que el hombre, hecho a su imagen augusta, reciba tan fácil consuelo de una pierna de cerdo asada entre dos piedras.

Retomó el camino, marchando para Terni. Desde ese día fue prodigiosa la actividad de su virtud. A través de toda Italia, sin descanso, predicó el Evangelio Eterno, endulzando la aspereza de los ricos, alargando la esperanza de los pobres. Su inmenso amor iba aún más allá de los que sufren, hasta a aquellos que pecan, ofreciendo un alivio a cada dolor, extendiendo un perdón a cada culpa; y con la misma caridad con que trataba los leprosos, convertía a los bandidos. Durante las invernadas y la nieve, innumerables veces daba a los mendigos su túnica, sus alpargatas; los abades de los monasterios ricos, las damas devotas vestíanle de nuevo, para evitar el escándalo de su desnudez a su paso por las ciudades; pero él, sin demora, en la primera esquina, ante cualquier desarrapado, desvestíase otra vez sonriendo. Para redimir siervos que sufrían bajo un amo fiero, penetraba en las iglesias y arrancaba del altar los candelabros de plata, afirmando, jovialmente, que más grato le era a Dios un alma liberta que una vela encendida.

Cercado de viudas, de criaturas famélicas, invadía las panaderías, las carnicerías, hasta las tiendas de cambio, y reclamaba imperiosamente en nombre de Dios la parte de los desheredados. Sufrir, sentir la humillación, eran para él las únicas alegrías completas: nada le deleitaba más que llegar de noche, mojado, hambriento, tiritando, a una opulenta abadía feudal, y ser repelido de la portería como un mal vagabundo; solo entonces, agachado en un rincón, lleno de lodo, masticando un puñado de hierbas crudas, reconocíase verdaderamente hermano de Jesús, que ni siquiera había tenido, como tienen los bichos del monte, un cubil para abrigarse. Cuando en una ocasión en Perusa las cofradías salieron a su encuentro, con festivas banderas, al repique de las campanas, él echó a correr hacia un monte de estiércol, en donde se revolcó y se ensució todo para que de aquellos que venían a engrandecerle, solo pudiera recibir compasión y escarnio. En los claustros, en los descampados, en medio de las multitudes, durante las lides más pesadas, oraba constantemente, no por obligación, sino porque en la plegaria encontraba un deleite adorable. Deleite mayor, sin embargo, era para el franciscano, enseñar y servir.

Así, largos años, erró entre los hombres, vertiendo su corazón como el agua de un río, ofreciendo sus brazos como incansables palancas; y tan pronto, en una desierta ladera, aliviaba a una pobre vieja de su carga de leña, como en una ciudad revuelta, donde reluciesen armas, adelantábase con el pecho abierto, y amansaba las discordias.

En fin, una tarde, en víspera de Pascua, hallándose sentado, descansando en los escalones de Santa María de los Ángeles, vio de repente, en el aire liso y blanco, una vasta mano luminosa que sobre él se abría y chispeaba. Pensativo, murmuró:

—He ahí la mano de Dios, su mano derecha, que se extiende para acogerme o para repelerme.

Dio luego a un pobre, que allí rezaba el Ave María, con su alforja debajo de las rodillas, todo lo que en el mundo le restaba, que era un volumen del Evangelio, muy usado y manchado de sus lágrimas. El Domingo, en la iglesia, al alzar la hostia, se desmayó; sintiendo entonces que iba a terminar su jornada terrestre, quiso que le llevasen para un corral y le acostaran sobre una camada de cenizas.

En santa obediencia al guardián del convento, consintió que le limpiasen de sus trapos, le vistiesen un hábito nuevo; mas con los ojos inundados de ternura, imploró que le enterrasen en un sepulcro prestado, como fuera el de Jesús, su señor.

Y, suspirando, solo se quejaba de no sufrir:

—Oh, Señor, que tanto sufrió, ¿por qué no me manda a mí el padecimiento bendito?

Al amanecer pidió que abriesen el portón del corral.

Contempló el cielo, que clareaba, escuchó las golondrinas que, en la frescura y silencio, comenzaban a cantar sobre el borde del tejado, y, sonriendo, recordó una mañana, así de silenciosa y fresca, en que, andando con Francisco de Asís a la orilla del lado de Perusa, el maestro incomparable detuviérase ante un árbol lleno de pájaros, y paternalmente les recomendara que loasen siempre al Señor. «¡Hermanos míos, hermanos pajaritos, cantad bien a vuestro Creador, que os dio ese árbol para que en él habitéis, y toda esta limpia agua para en ella beber, y esas plumas bien calientes para abrigaros vosotros, y vuestros hijitos!» Luego, besando humildemente la manga del monje que lo amparaba, Fray Genebro murió.

II

A seguida que cerró sus ojos carnales, un Grande Ángel penetró diáfanamente en el corral y tomó en los brazos el alma de Fray Genebro. Durante un momento, en la fina luz de la madrugada, deslizose por sobre el frontero prado, tan levemente, que ni rozaba las puntas rociadas del alto césped. Después, abriendo las alas, radiantes y níveas, traspuso en un vuelo sereno, las nubes, los astros, todo el cielo que los hombres conocen.

Anidada en sus brazos, como en la dulzura de una cuna, el alma de Genebro conservaba la forma del cuerpo que sobre la tierra quedara; aún la cubría el hábito franciscano, con un resto de polvo de ceniza en los rudos pliegues, y con un mirar nuevo, que ahora todo traspasaba y todo comprendía, contemplaba, en un deslumbramiento, aquella región en que el Ángel luciera alto, más allá de los universos transitorios y de todos los rumores siderales. Era un espacio sin límite, sin contorno y sin color. Por encima comenzaba una claridad, subiendo desparramada a la manera de una aurora cada vez más blanca y más luciente y más radiante, hasta que resplandecía en un fulgor tan sublime, que en ella un sol corruscante sería como una mancha pardusca. Y por abajo extendíase una sombra cada vez más deslucida, más oscura, más cenicienta, hasta que formaba como un espeso crepúsculo de profunda, insondable tristeza. Entre esa refulgencia ascendente y la oscuridad inferior, permaneciera el Ángel inmóvil, esperando, con las alas cerradas. También el alma de Genebro sentía perfectamente que estaba allí, esperando, entre el Purgatorio y el Paraíso. En esto, súbitamente, en las alturas, aparecieron los dos inmensos platos de una balanza; uno que rebrillaba como diamante y estaba reservado a sus Buenas Obras; otro, más negro que el carbón, para recibir el peso de sus Obras Malas. En los brazos del Ángel, el alma de Genebro estremeciose... El plato diamantino comenzó a descender lentamente. ¡Oh, contentamiento y gloria! Cargado con sus Buenas Obras, descendía, calmo y majestuoso, esparciendo claridad. Tan pesado venía, que sus gruesas cuerdas rechinaban, crujían, y entre ellas, formando como una montaña de nieve, resaltaban magníficamente sus virtudes evangélicas. Allí aparecían las incontables limosnas que sembrara en el mundo, ahora desabotonadas en blancas flores, llenas de aroma y de luz.

Su humildad era una cumbre, aureolada por un resplandor. Y cada una de sus penitencias centelleaba más límpidamente que cristales purísimos. Su perenne oración subía y enroscábase en torno de las cuerdas, a la manera de una deslumbrante niebla de oro.

Sereno, con la majestad de un astro, el plato de las Buenas Obras paró, finalmente, con su carga preciosa. El otro, allá arriba, no se movía, negro, del color del carbón; inútil, olvidado, vacío. Ya de las profundidades, sonoros bandos de Serafines volaban, balanceando palmas verdes. El pobre franciscano iba a entrar triunfalmente en el Paraíso, y aquella era la milicia divina que le acompañaría cantando. Un temblor de alegría pasó en la luz del Paraíso, que un santo nuevo enriquecía, y el alma de Genebro pregustó las delicias de la Bienaventuranza. ¡Y estando así, súbitamente, en lo alto, el plato negro osciló como a un peso inesperado que sobre él cayese! Comenzó a descender, duro, temeroso, haciendo una sombra doliente a través de la celestial claridad. ¡Qué mala acción de Genebro traía tan menuda que ni se dejaba ver, tan pesada que forzaba el plato luminoso a subir, remontarse ligeramente, como si la montaña de las Buenas Acciones que en él transbordaban, fuesen un humo mentiroso! ¡Oh, dolor! ¡Oh, desesperanza!

Retrocedían los Serafines con las alas temblantes. En el alma de Fray Genebro corrió un calofrío inmenso de terror. El negro plato descendía, firme, inexorable, con las cuerdas tirantes, y en la región que se hallaba bajo los pies del Ángel, cenicienta, de inconsolable tristeza, una masa de sombra, muellemente y sin rumor, palpitó, creció, rodó, como la onda de una marea devoradora.

El plato, más triste que la noche, detuviérase, parara en pavoroso equilibrio con el plato que rebrillaba. Y los Serafines, Genebro, el Ángel que le trajera, descubrieron, en el fondo de aquel plato que inutilizaba a un Santo, un cerdo, un pobre lechoncillo con una pierna bárbaramente mutilada, revolcándose, al morir, en una poza de sangre... ¡El animal mutilado pesaba tanto en la balanza de la justicia como la montaña luminosa de perfectas virtudes!

En aquel punto, de las alturas surgió una vasta mano, abriendo los dedos que chispeaban. Era la mano de Dios, su mano derecha, que ya se le apareciera a Genebro en la escalera de Santa María de los Ángeles, y que ahora supremamente se extendía para acogerle o para repelerle. Toda la luz y toda la sombra, desde el Paraíso fulgente al Purgatorio crepuscular, se contrajeran en un recogimiento de indecible amor y terror. En la extática mudez, la vasta mano, a través de las alturas, lanzó un gesto que repelía... y el Ángel, bajando la faz compadecida, alargó los brazos y dejó caer el alma de Fray Genebro en la oscuridad del Purgatorio.


Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
Leído 14 veces.