Singularidades de una Señorita Rubia

José María Eça de Queirós


Cuento


I
II

I

Comenzó por decirme que su caso era natural, y que se llamaba Macario.

Debo contar que conocí a este hombre en un hospedaje del Miño. Era alto y grueso; tenía una calva larga, lúcida y lisa, con pelos raros y finos que se le erizaban en derredor; y sus ojos negros, con la piel en torno arrugada y amarillenta, y ojeras papudas, tenían una singular claridad y rectitud, por detrás de sus anteojos redondos con aros de concha. Tenía la barba rapada, el mentón saliente y resuelto. Traía una corbata de raso negro, apretada por detrás con una hebilla; una levita larga color de piñón, con las mangas estrechas y justas y bocamangas de veludillo. Por la larga abertura de su chaleco de seda, en donde relucía una cadena antigua, asomaban los blandos pliegues de una camisa bordada.

Era esto en septiembre; ya anochecía más pronto, con una frialdad fina y seca y una oscuridad espantosa. Yo me había apeado de la diligencia, fatigado, hambriento, arrebozado en un cobertor de listas escarlata.

Venía de atravesar la sierra y sus perspectivas pardas y desiertas. Eran las ocho de la noche. El cielo estaba pesado y sucio. Y, o fuese un cierto adormecimiento cerebral producido por el rodar monótono de la diligencia, o la influencia del paisaje escarpado y árido, bajo el cóncavo silencio nocturno, o la opresión de la electricidad, que henchía las alturas, el hecho es que yo —que soy naturalmente positivo y realista— había venido tiranizado por la imaginación y por las quimeras. Existe, en el fondo de cada uno de nosotros, por fríamente educados que seamos, un resto de misticismo; y basta, a las veces, un paisaje lúgubre, el viejo muro de un cementerio, un yermo ascético, las emolientes blancuras de un lunar, para que ese fondo místico, suba, se alargue como una neblina, llene el alma, la sensación y la idea, y quede así el más matemático o el más crítico, tan triste, tan visionario, tan idealista, como un viejo monje poeta.

A mí, lo que me lanzó en la quimera y en el sueño, fue el aspecto del monasterio de Rastello, que yo había visto, a la claridad suave y otoñal de la tarde, en su dulce colina. Mientras iba anocheciendo, y la diligencia rodaba continuamente al trote flaco de sus magros caballos blancos, y el cochero, con el capuchón del gabán enterrado en la cabeza, rumiaba su pipa, yo me puse, elegíacamente, ridículamente, a considerar la esterilidad de la vida; y deseaba ser un monje, estar en un tranquilo convento, entre arbolados, o en la murmuradora concavidad de un valle, y en tanto el agua canta sonoramente en las tazas de piedra, leer la Imitación, y oyendo a los ruiseñores en los laureles, tener saudades del cielo. No se puede ser más estúpido.

Pero yo sentía así, y atribuyo a esta disposición visionaria la falta de espíritu —la sensación— que me hizo la historia de aquel hombre de las bocamangas de veludillo.

Mi curiosidad comenzó durante la cena, cuando yo deshacía el pecho de una gallina ahogada en arroz blanco, con rebanadas escarlata de salchichón, y la criada, gorda y llena de pecas, hacía espumar el vino verde en la copa, dejándolo caer de alto de una colodra vidriada. El hombre estaba enfrente de mí, comiendo tranquilamente su jalea: le pregunté, con la boca llena, y mi servilleta de lino de Guimarães suspendida en los dedos, si él era de Villa Real.

—Vivo allí hace muchos años —respondió.

—Tierra de mujeres bonitas, según me consta —dije.

El hombre se calló.

—¿Eh? —torné.

El hombre arrebujose en un silencio completo. Hasta entonces estuviera alegre, riendo dilatadamente, locuaz y lleno de simplicidad; y de pronto inmovilizó su fina sonrisa.

Comprendí que había tocado la carne viva de un recuerdo. De seguro había un mujer en el destino de aquel viejo. Ahí estaba su melodrama o su farsa, porque inconscientemente me determiné en la idea de que el hecho, el caso de aquel hombre, tendría que ser grotesco y exhalar escarnio.

Así que le dije:

—A mí me han asegurado que las mujeres de Villa Real son las más bonitas del Norte. Para ojos negros, Guimarães; para cuerpos, San Alejo; para cabellos, los Arcos; allí es en donde se ven los cabellos claros color de trigo.

El hombre seguía callado, comiendo, con los ojos bajos.

—Para cinturas finas, Viana; para buenos cutis, Amarante; y para todo esto, Villa Real. Yo tengo un amigo que se vino a casar a Villa Real. Tal vez le conozca. Peixoto, uno alto, de barba rubia, bachiller.

—Peixoto, sí —murmuró, mirándome gravemente.

—Vino a casarse a Villa Real, como antiguamente se iban a casar a Andalucía —cuestión de arreglar la fina flor de la perfección—. A su salud.

Evidentemente le molestaba, porque se levantó, fue a la ventana con un paso pesado, y entonces reparé en sus gruesos zapatos de cachemir con suela fuerte y cordones de cuero. Y salió.

Cuando pedí mi candelero, la criada trájome un velón de latón lustroso y antiguo, y dijo:

—El señor está con otro. El número 3. En los hospedajes del Miño, a las veces, cada cuarto es un dormitorio independiente.

—Bien —dije yo.

—El número 3 era en el fondo del corredor. A las puertas de los lados, los huéspedes habían puesto su calzado para limpiar: veíanse unas gruesas botas de montar, enfangadas, con espuelas de correa; los zapatos blancos de un cazador; botas de propietario, de altas cañas bermejas; las botas de un cura, altas, con su borla de seda; los botines de becerro de un estudiante; y en una de las puertas, el número 15, había unas botinas de mujer, de raso, pequeñitas y finas, y al lado, las botinitas de un niño, todas rotas y gastadas, y sus cañas de paño forradas de pieles caíanle para los lados, con los cordones desatados. Todos dormían. Frente al número 3, estaban los zapatos de cachemir con correas; y cuando abrí la puerta vi al hombre de las bocamangas de veludillo que amarraba en la cabeza un pañuelo de seda; tenía una chaqueta corta de ramajes, unas medias de lana, gruesas y altas, y los pies metidos en unas chinelas de orillo.

—No repare usted —me dijo.

—Libertad completa —y para establecer la intimidad, me saqué la chaqueta.

No diré los motivos, por los cuales de allí a poco, ya acostado, me relató su historia. Hay un proverbio eslavo de Galicia, que dice: «lo que no cuentas a tu mujer, lo que no cuentas a tu amigo, cuéntaselo a un extraño en el hospedaje». Mas él tuvo rabias inesperadas y dominantes en el ínterin de su larga y sentida confidencia. Fue a propósito de mi amigo Peixoto, que se había ido a casar a Villa Real. ¡Le vi llorar, a aquel viejo de casi sesenta años! Tal vez la historia se juzgue trivial; a mí, que en esa noche estaba nervioso y sensible, me pareció terrorífica; mas cuéntola apenas como un accidente singular de la vida amorosa...

Comenzó, pues, por decirme, que su caso era natural, y que se llamaba Macario.

Le pregunté yo entonces si era de una familia que yo conociera, que tenía el apellido de Macario; y como él me respondiese que era primo de esos tales, aventuré a seguida una idea muy simpática de su carácter, porque los Macarios eran una antigua familia, casi una dinastía de comerciantes, que mantenían con una severidad religiosa su vieja tradición de honra y de escrúpulo. Díjome Macario que en ese tiempo, en 1823 o 33, en su mocedad, su tío Francisco tenía en Lisboa, un almacén de paños, y que él era uno de los dependientes. Al cabo de un tiempo, el tío compenetrábase de ciertos instintos inteligentes y del talento práctico y aritmético de Macario, y le dio el escritorio. Macario tornose su tenedor de libros.

Díjome que siendo naturalmente linfático, y tímido, su vida tenía en ese tiempo una gran concentración. Un trabajo escrupuloso y fiel, algunas raras meriendas en el campo, un esmero distinto en el traje y en la ropa blanca, era todo el interés de su vida. La existencia en aquel entonces era casera y estrecha. Una gran simplicidad social aclaraba las costumbres; los espíritus eran más ingenuos, los sentimientos menos complicados.

Comer alegremente en una huerta, bajo los parrales, viendo correr el agua de las riegas, llorar con los melodramas que rugían entre los bastidores del Salitre, alumbrados con cera, eran contentamientos que bastaban a la burguesía cautelosa. Demás de eso, los tiempos eran confusos y revolucionarios; y nada torna al hombre recogido, amigo del hogar, simple y fácilmente feliz, como la guerra. La paz, dando vagar a la imaginación, causa las impaciencias del deseo.

A los veintidós años, Macario, como le decía una vieja tía que fuera querida del magistrado Curvo Semedo, aún no había sentido a Venus.

Mas por ese tiempo vino a morar enfrente del almacén de los Macarios, en un tercer piso, una mujer de cuarenta años, vestida de luto, con una piel blanca y descolorida, el busto bien hecho y un aspecto deseable. Macario tenía su pupitre en el primer piso, encima del almacén, al borde de un balcón, y desde allí vio una mañana a aquella mujer con el cabello negro suelto y ensortijado, una blusa blanca y los brazos desnudos, llegarse al antepecho de una ventana para sacudir un vestido. Macario fijó en ella su mirada, y sin más intención, díjose mentalmente que aquella mujer, a los veinte años debía haber sido una persona cautivante y llena de dominio; porque sus cabellos, violentos y ásperos, las cejas espesas, el labio fuerte, el perfil aquilino y firme, revelaban un temperamento activo e imaginaciones apasionadas. En tanto, continuó serenamente alineando sus cifras. Mas por la noche, estaba fumando, sentado a la vera de la ventana de su cuarto, que abría sobre el patio; era una noche de julio y la atmósfera, eléctrica y amorosa; el violín de un vecino gemía una jácara morisca de un melodrama que entonces sensibilizaba; el cuarto hallábase sumido en una penumbra dulce y llena de misterio, y Macario, que calzaba unas chinelas, de improviso se acordó de aquellos cabellos negros y fuertes y de aquellos brazos que tenían el color de los mármoles pálidos; desperezose, bamboleó mórbidamente la cabeza por el respaldo del sillón de mimbre, como los gatos sensibles, que se estregan, y decidió, bostezando, que su vida era monótona. Y al otro día, aún impresionado, sentose ante su pupitre con la ventana abierta y mirando a la casa frontera en donde vivían aquellos largos cabellos, comenzó a recortar lentamente su pluma de madera. No se asomó nadie al balcón de antepecho con persianas verdes. Macario estaba hastiado, pesado, y el trabajo fue lento. ¡Pareciole que había en la calle un sol alegre y que en los campos las sombras debían ser mimosas y que se hallaría bien viendo el palpitar de las mariposas blancas en las madreselvas! Cuando cerró el pupitre, sintió que se abrían las maderas de los ventanales de enfrente: eran de seguro los cabellos negros. Aparecieron unos cabellos rubios. ¡Oh! Macario salió a seguida, descaradamente al balcón, afilando un lápiz. Era una señorita de unos veinte años, fina, fresca, rubia como una viñeta inglesa; la blancura de la piel tenía algo de la transparencia de las viejas porcelanas, y había en su perfil una línea pura como de una medalla antigua. Los viejos poetas pintorescos habríanla llamado paloma, armiño, nieve y oro.

Macario se dijo:

—Es hija.

La otra vestía de luto, y esta, la rubia, traía un vestido de muselina con lunares azules, una pañoleta de Cambray cruzada sobre el pecho, las mangas con encajes, y todo era aseado, mozo, fresco, flexible y tierno.

Por entonces Macario era rubio, con la barba corta, el pelo rizado, y su figura debía tener aquel aire seco y nervioso que después del siglo XVIII y de la revolución, fue tan vulgar en las razas plebeyas.

La señorita rubia reparó naturalmente en Macario y naturalmente cerró las maderas, corriendo por detrás una cortina de muselina bordada. Estas pequeñas cortinas datan de Goethe y tienen en la vida amorosa un interesante destino: revelan. Levantarles una punta y espiar, fruncirla suavemente, revela un fin; correrla, sujetar en ella una flor, agitarla, haciendo sentir que por dentro un rostro atento se mueve y espera, son viejas maneras con que en la realidad y en el arte comienza la novela. La cortina irguiose despacito y el rostro rubio avizoró.

Macario no me contó por palpitaciones la historia minuciosa de su corazón. Dijo sencillamente que de allí a cinco días estaba loco por ella. Su trabajo tornose luego perezoso e infiel, y su bella letra cursiva inglesa, firme y larga, adquirió curvas, ganchos, rabos, en donde estaba toda la novela impaciente de sus nervios. No la podía ver por la mañana; el sol mordiente de julio batía y abrasaba la ventana. Solo por la tarde se fruncía la cortina, se abrían las maderas, y ella, extendiendo una almohadilla en el borde del antepecho, venía a acodarse, mimosa y fresca, con un abanico en la mano. Abanico que preocupó a Macario: era chinés, redondo, de seda blanca, con dragones escarlata bordados a pluma, una armazón de pluma azul, fina y trémula como un plumón, y su cabo de marfil, del cual pendían dos borlas de hilo de oro, tenía incrustaciones de nácar a la manera persa.

Un abanico magnífico y, en aquel tiempo, inesperado, en las manos plebeyas de una señorita vestida de muselina. Mas como ella era rubia y la madre tan meridional, Macario, con esa intuición interpretativa de los enamorados, respondió a su curiosidad: será hija de un inglés. El inglés va a la China, a Persia, a Ormuz, a Australia y viene lleno de aquellas joyas de los lujos exóticos, y ni Macario sabía por qué le preocupaba así aquel abanico de mandarina: mas según él me dijo, aquello le agradó.

Transcurriera una semana, cuando un día Macario vio, desde su mesa, que la rubia salía con la madre, porque se acostumbrara a considerar madre a aquella magnífica señora magníficamente pálida y vestida de luto.

Macario fue a la ventana y las vio atravesar la calle y entrar en el almacén. ¡En su almacén! Descendió corriendo, trémulo, impaciente, apasionado y con palpitaciones. Ya estaban apoyadas en el mostrador, y un dependiente desdoblábales cachemires negros. Esto conmovió a Macario; él mismo me lo dijo:

—Porque, en fin, querido, no era natural que ellas fuesen a comprar cachemires negros.

No; ellas no usaban amazonas; no querrían ciertamente tapizar sillas con cachemir negro: no había hombres en su casa; de suerte, que aquella venida al almacén era un medio delicado para verle de cerca y hablarle, y tenía todo el encanto penetrante de una mentira sentimental. Yo advertí a Macario que, siendo así, él debía extrañar aquel movimiento amoroso, porque denotaba una complicidad equívoca en la madre. Él me confesó que ni pensaba en tal. Lo que hizo fue acercarse al mostrador y decir estúpidamente:

—Sí, señor; van bien servidas: este cachemir no encoge.

La rubia irguió hacia él su mirar azul, y Macario quedó como si se sintiese envuelto en la dulzura de un cielo.

Y cuando iba a decirle una palabra reveladora y vehemente, apareció en el fondo del almacén el tío Francisco, con su larga levita color de piñón y botones amarillos. Como era singular y desusado hallarse al señor tenedor de libros vendiendo en el mostrador, y el tío Francisco, con su crítica estrecha y célibe, podía escandalizarse, Macario comenzó a subir lentamente la escalera en caracol que llevaba al escritorio, y aún oyó la voz delicada de la rubia decir blandamente:

—Ahora querría ver telas de la India.

El dependiente fue a buscar un pequeño paquete de aquellas telas, apiladas y apretadas con una tira de papel dorado.

Macario, que había adivinado en aquella visita una revelación de amor, casi una declaración, estuvo todo el día entregado a las amargas impaciencias de la pasión.

Anduvo distraído, absorto, pueril; no dio la menor atención al escritorio; comió callado, sin escuchar al tío Francisco, que exaltaba las albóndigas; apenas reparó en su sueldo, que le fue satisfecho en plata, a las tres, y no entendió bien las recomendaciones del tío y la preocupación de los dependientes sobre la desaparición de un paquete de pañuelos de la India.

—Es la costumbre de dejar entrar pobres en el almacén —había dicho el tío Francisco, en su laconismo majestuoso—. Son doce duros de pañuelos. Lance a mi cuenta.

En tanto, Macario rumiaba secretamente una carta; mas sucedió que al otro día, estando él en el balcón, la madre, la de los cabellos negros, vino a apoyarse en el antepecho, y en ese momento pasaba por la calle un muchacho amigo de Macario, que al ver a aquella señora se paró y le sacó, con una cortesía risueña, su sombrero de paja. Macario quedó radiante. Aquella noche buscó a su amigo, y, brutalmente, sin medias tintas:

—¿Quién es aquella mujer que saludaste hoy frente al almacén?

—Es la Villaça. Bella mujer.

—¿Y la hija?

—¡La hija!

—Sí; una rubia clara, con un abanico chinés.

—¡Ah! sí. Es hija.

—Es lo que yo decía.

—¿Sí? ¿Y qué?

—Es bonita.

—¡Es bonita!

—Es gente de bien, ¿eh?

—Sí; gente de bien.

—Está bien. ¿Tú las conoces mucho?

—Las conozco. Mucho, no. Las encontraba antes en casa de doña Claudia.

—Bien; oye.

Y Macario, contando la historia de su corazón despertado y exigente, y hablando del amor con las exaltaciones de entonces, pidiole, como la gloria de su vida, que hallase un medio de encajarlo allí. No era difícil. Las Villaças acostumbraban ir los sábados a casa de un notario muy rico, en la calle de los Calafates; eran reuniones sencillas y pacatas, en donde se cantaban motetes con música de clavicordio, se glosaban motes y había juegos de prendas del tiempo de la señora doña María I, y a las nueve, la criada servía horchata. Bien. El primer sábado, Macario, de casaca azul, calzas de Nankin con presillas de metal, corbata de raso rojo, curvábase delante de la esposa del notario, la señora doña María de la Gracia, persona seca y ahilada, con un vestido bordado a matiz, una nariz corva, un enorme anteojo de concha y una pluma de marabout en sus cabellos grises. En un rincón de la sala, entre un frou-frou de vestidos enormes, estaba la pequeña Villaça, la rubia, vestida de blanco, sencilla, fresca, con su aire de grabado en color. La madre, la soberbia mujer pálida, cuchicheaba con un magistrado de figura apoplética. El notario era hombre letrado, latinista y amigo de las musas; escribía en un periódico de entonces, La alcoba de las damas, porque era, sobre todo, galante, y él mismo se intitulaba, en una oda pintoresca, mozo escudero de Venus. Así, sus reuniones eran ocupadas por las bellas artes, y en esa noche, un poeta del tiempo debía leer un poemita intitulado ¡Elmira, o la venganza del veneciano!...

Comenzaban entonces a aparecer las primeras audacias románticas. Las revoluciones de Grecia principiaban a atraer a los espíritus románticos y salidos de la mitología hacia los países maravillosos de Oriente. Por dondequiera se hablaba del pachá de Janina. La poesía apoderábase vorazmente de este mundo nuevo y virginal de minaretes, serrallos, sultanas color de ámbar, piratas del Archipiélago y salas tapizadas, llenas de perfume del áloe, en donde pachás decrépitos acarician leones. De suerte que la curiosidad era grande; y cuando el poeta apareció con los cabellos largos, la nariz aquilina y fatal, el pescuezo embarazado en la alta gola de su frac a la Restauración y un canuto de lata en la mano, Macario fue el único que no experimentó sensación alguna, porque estaba todo embebecido hablando con la niña de Villaça. Decíale afablemente:

—¿Y entonces, el otro día, le gustó el cachemir?

—Mucho —dijo ella en voz baja.

Desde ese momento, envolvioles un destino nupcial.

Entretanto, en el amplio salón, pasábase la noche espiritualmente. Macario no me pudo dar todos los pormenores históricos y característicos de aquella asamblea. Recordaba apenas que un corregidor de Leiria recitaba el Madrigal a Lidia; leíalo de pie, con una lupa redonda aplicada sobre el papel, la pierna derecha adelantada, la mano en la abertura del chaleco blanco de gola alta. Y a la redonda, formando círculo, las damas, con vestidos de ramazón, cubiertas de plumas, las mangas estrechas terminadas en vuelos fofos de encaje, mitones de seda negra llenos del centelleo de los anillos, tenían sonrisas tiernas, cuchicheos, dulces murmuraciones, risitas y un blando palpitar de abanicos recamados de lentejuelas.

—¡Muy bonito —decían—, muy bonito!

—Y el corregidor, desviando el lente, cumplimentaba sonriendo y veíasele un diente podrido.

Luego, la preciosa doña Jerónima de la Piedad y Sande, sentándose con maneras conmovidas ante el clavicordio, cantó con su voz gangosa la antigua aria de Lully:


¡Oh, Ricardo!; ¡oh, mi rey!
El mundo te abandona,


lo que obligó al terrible Gaudencio, demócrata del 20 y admirador de Robespierre, a murmurar rencorosamente junto a Macario:

—¡Reyes!... ¡Víboras!

Después, el canónigo Saavedra cantó una romanza de Pernambuco, muy usada en el tiempo del señor Don Juan VI: lindas mozas, lindas mozas.

Así fue corriendo la noche, literaria, pachorrienta, erudita, requintada y toda llena de musas.

Ocho días después, Macario era recibido en casa de la Villaça, en un domingo. Convidáralo la madre, diciéndole:

—Espero que el vecino honre aquella choza.

El magistrado apoplético, que estaba al lado, exclamó:

—¿Choza? Diga alcázar, hermosa dama.

En esta noche hallábanse allí el amigo del sombrero de paja, un viejo caballero de Malta, renco, estúpido y sordo, un beneficiado de la catedral, ilustre por su voz de tiple, y las hermanas Hilarias, de las cuales, la más vieja, habiendo asistido, como aya de una señora de la casa de la Mina, a la torada de Salvatierra, en que murió el conde de los Arcos, nunca dejaba de narrar los pintorescos episodios de aquella tarde; la figura del conde de los Arcos, de cara rapada y una cinta de raso escarlata en la coleta; el soneto que un magro poeta, parásito de la casa de Vimioso, recitó cuando el conde entró, haciendo ladear su caballo negro, enjaezado a la española, con una gualdrapa en donde figuraban sus armas labradas en plata; el tumbo que en ese momento dio un fraile de San Francisco desde las gradas más altas, y la hilaridad de la corte, que hasta la condesa de Pavolide se llevaba las manos a los costados; después, el rey, el señor Don José I, vestido de terciopelo escarlata, recamado de oro, acodado en el borde de su palco y haciendo girar entre dos dedos su caja de rapé guarnecida, y por detrás, inmóviles, el médico Lourenço y el fraile, su confesor; después, el rico aspecto de la plaza llena de gente de Salvatierra, mayorales, frailes, lacayos y el grito que hubo, cuando Don José I entró: ¡Viva el rey, nuestro señor! Y el pueblo se arrodilló y el rey habíase sentado, y comía dulces que le ofreció un criado, en una bolsa de terciopelo.

Luego, la muerte del conde de los Arcos, los desmayos, y hasta el rey, todo inclinado, batiendo con la mano en el antepecho, gritando en la confusión; y el capellán de la casa de los Arcos, que había salido corriendo desaladamente a buscar la extremaunción. Ella, Hilaria, quedara aterrada de pavor; sentía los mugidos de los bueyes, gritos agudos de mujeres, los aullidos de los flatos, y viera entonces a un viejo, todo vestido de terciopelo negro, con la fina espada en la mano, debatirse entre hidalgos y damas que lo sujetaban, y querer tirarse a la plaza, bramando de rabia. «Es el padre del conde», explicaban en torno. Ella desmayárase en los brazos de un padre de la Congregación. Al volver en sí, hallose junto a la plaza; a la puerta estaba la berlina real, con los postillones emplumados, los machos llenos de cascabeles, y, al frente, los batidores a caballo; veíase allá dentro al rey, escondido en el fondo, pálido, sorbiendo febrilmente rapé, todo encogido, con el confesor, y par a par, con una de las manos apoyadas en el alto bastón, hombrachón, fuerte, el aspecto melancólico, el marqués de Pombal hablaba despacito e íntimamente, gesticulando con el lente. Los batidores picaron, resonaron los estallidos de los postillones, y la berlina partió al galope, mientras el pueblo gritaba: ¡Viva el rey, nuestro señor! ¡Y la campana de la capilla del palacio tocaba a difuntos! Era una honra que concedía el rey a la casa de los Arcos.

En el punto en que doña Hilaria acabó de contar, suspirando, estas desgracias pasadas, comenzose a jugar. Macario no recordaba lo que se había jugado en esa noche radiosa, lo cual parece singular. Solo se acordaba de que había quedado al lado de la pequeña de Villaça (que se llamaba Luisa), que reparara mucho en su fina piel rosada, embebida en luz, y en la dulce y amorosa pequeñez de su mano con las uñas más pulidas que el marfil de Dieppe. Se acordaba también de un accidente excéntrico, que le había hecho determinarse, desde ese día, a sentir una gran hostilidad al clero de la catedral. Macario estaba sentado a la mesa, y a su lado Luisa, la cual habíase vuelto hacia él, con una de las manos sosteniendo su fina cabecita rubia y amorosa, y la otra descansando en el regazo. El beneficiado sentárase enfrente, con su bonete negro, sus anteojos en la punta aguda de la nariz, el tono azulado de la fuerte barba rapada, y sus dos grandes orejas, complicadas y llenas de pelo, separadas del cráneo como dos postigos abiertos. En esto, como era necesario al final del juego pagar unos tantos al caballero de Malta, que cayera al lado del beneficiado, Macario sacó del bolsillo una moneda y en tanto el caballero, todo curvado y bizqueando un ojo, hacía la suma de los tantos en el dorso de un as, Macario conversaba con Luisa, haciendo girar sobre el paño verde su moneda de oro, como un bolillo o un peón. Era una moneda nueva que relucía, chispeaba, rodando, y hería la vista como una bola de nieve iluminada. Luisa sonreía viéndola girar, girar, y le parecía a Macario que todo el cielo, la pureza, la bondad de las flores y la castidad de las estrellas estaban en aquella clara sonrisa distraída, espiritual, arcangélica, con que ella seguía el giro fulgurante de la moneda nueva de oro. De repente, la pieza, corriendo hasta el borde de la mesa, cayó hacia el lado del regazo de Luisa y desapareció sin que se oyese en el suelo de madera su sonido metálico. El beneficiado inclinose en seguida cortésmente; Macario apartó la silla, mirando por debajo de la mesa; la Villaça madre alumbró con un candelabro, y Luisa irguiose y sacudió con un levísimo golpe su vestido de muselina. La moneda no pareció.

—¡Es célebre! —dijo el amigo del sombrero de paja—, yo no la oí sonar en el suelo.

—¡Ni yo, ni yo! —dijeron.

El beneficiado, curvado, buscaba tenazmente, y la Hilaria más joven, murmuraba el responso de San Antonio.

—Pues la casa no tiene agujeros —decía la Villaça, madre.

—¡Desaparecer así! —refunfuñaba el beneficiado.

Macario exhalábase en exclamaciones desinteresadas:

—¡Por el amor de Dios! ¡No busquen más! ¡Qué más da! ¡Mañana parecerá! ¡Tengan la bondad! ¡Háganme el favor! ¡Doña Luisa! ¡Por el amor de Dios! ¡No vale nada!

Pero mentalmente estableció que hubiera una sustracción, y se la atribuyó al beneficiado. La pieza rodara, seguramente hasta junto de él, sin ruido: pusiérale encima su vasto zapato eclesiástico y tachuelado; y, después, en el movimiento brusco y corto que había hecho, aprehendiérala vilmente. Cuando salieron, el beneficiado, todo embozado en su amplia capa de camelote, decía a Macario por la escalera:

—¿Mire usted que la desaparición de la moneda, eh? ¡Qué broma!

—¿Le parece a usted, señor beneficiado? —dijo Macario, deteniéndose, pasmado de la impudencia.

—¿Que si me parece? ¡Si le parece! ¡Una moneda de oro! ¡Solo si usted las siembra!... ¡Porra! ¡Yo me volvía loco!

Macario sintió tedio de aquella astucia fría. No le respondió. El beneficiado, añadió:

—¡Mande allá mañana por la mañana, hombre! ¡Qué diablo!... ¡Dios me perdone! ¡Qué diablo! Una moneda no se pierde así. ¡Qué mala suerte, eh!

Macario sentía ganas de pegarle. Estando en esto fue cuando Macario me dijo con su voz singularmente sensible:

—En fin, amigo mío, para abreviar razones, resolví casarme con ella.

—¿Y la moneda?

—¡No pensé más en eso! ¡Iba a pensar yo entonces en la moneda! ¡Resolví casarme con ella!

II

Macario me contó lo que le determinara más precisamente en aquella resolución profunda y perpetua. Fue un beso. Mas ese suceso, casto y sencillo, yo lo callo, porque el único testigo fue una imagen en estampa de la Virgen, que estaba colgada en su cuadrito de madera, en la sala oscura que abría a la escalera... Un beso fugitivo, superficial, efímero. Y bastó eso a su espíritu recto y severo para obligarlo a tomarla como esposa, y darle una fe inmutable y la posesión de su vida. Tales fueron sus esponsales. Aquella simpática sombra de las ventanas vecinas tórnase para él un destino, el fin moral de su vida, y toda la idea dominante de su trabajo. Esta historia toma, desde luego, un alto carácter de santidad y de tristeza.

Macario me habló largamente del carácter y de la figura del tío Francisco: su aventajada estatura, sus lentes de oro, su barba grisácea, en collar, por debajo del mentón, un tic nervioso que tenía en una ventana de la nariz, la dureza de su voz, su austera y majestuosa tranquilidad, sus principios antiguos, autoritarios y tiránicos, y la brevedad telegráfica de sus palabras.

Cuando Macario le dijo una mañana, durante el almuerzo, brutalmente, sin transiciones emolientes: «Pídole permiso para casarme», el tío Francisco, que echaba azúcar en su café, quedó callado, revolviendo con la cucharilla, despacio, majestuoso y terrible; y cuando acabó de sorber los restos del platillo, con gran ruido, sacó del cuello la servilleta, la dobló, afiló con el cuchillo un mondadientes, se lo puso en la boca y salió: mas a la puerta del comedor paró, y volviéndose hacia Macario, que estaba en pie, junto a la mesa, dijo secamente:

—No.

—¡Perdón, tío Francisco!

—No.

—Mas oiga, tío Francisco...

—No.

Macario sintiose poseído de una gran cólera.

—En ese caso, lo hago sin permiso.

—Despedido de casa.

—Saldré. No lo dude.

—Hoy.

—Hoy.

El tío Francisco iba a cerrar la puerta, mas volviéndose:

—¡Oye! —dijo a Macario, que estaba exasperado, apoplético, arañando en los cristales de la ventana.

Macario volviose con una esperanza.

—Deme de ahí la caja del rapé —dijo el tío Francisco.

¡Habíasele olvidado la caja! Así que estaba perturbado.

—Tío Francisco... —comenzó Macario.

—Basta. Estamos a 12. Recibirá usted el sueldo del mes entero.

Las educaciones antiguas producían estas situaciones insensatas. Era brutal e idiota. Macario me afirmó que era así.

Y por la tarde, hallábase Macario en el cuarto de un hospedaje en la plaza de la Figueira, con seis monedas de oro, un baúl de ropa blanca y su pasión. Estaba tranquilo; sin embargo, sentía su destino lleno de apuros. Tenía relaciones y amistades en el comercio. Conocíasele ventajosamente: la nitidez de su trabajo, su honra tradicional, el nombre de la familia, su tacto comercial, su bella letra cursiva, inglesa, abríanle de par en par, respetuosamente, todas las puertas de los escritorios. Al otro día fue a ver alegremente al negociante Falleiro, antigua relación comercial de su casa.

—Con mucho gusto, amigo mío —me dijo—. ¡Quién me lo diera aquí! Mas si lo recibo, quedo mal con su tío, mi viejo amigo de veinte años. Me lo declaró categóricamente. Ya ve usted. Fuerza mayor. Yo lo siento; pero...

Todos los que Macario visitó, confiado en relaciones sólidas, recelaban quedar mal con su tío, viejo amigo de veinte años.

Y todos lo sentían; pero...

Entonces dirigiose Macario a negociantes nuevos, extraños a su casa y a su familia, y sobre todo a los extranjeros: esperaba encontrar gente libre de la amistad de veinte años del tío. Para esos, Macario era desconocido, y asimismo desconocidos su dignidad y su hábil trabajo. Si tomaban informes, sabían que había sido despedido repentinamente de casa de su tío, por causa de una señorita rubia, vestida de muselina. Esta circunstancia restaba a Macario la simpatía. El comercio evita el tenedor de libros sentimental. De suerte, que Macario comenzó a sentirse en un momento agudo. Pretendiendo, pidiendo, rebuscando, pasaba el tiempo, sorbiendo, poco a poco, sus seis monedas.

Se mudó a un hospedaje barato, y continuó olfateando. Mas como fuera siempre de temperamento recogido, no había creado amigos. De modo que se encontraba desamparado y solitario, y la vida aparecíasele como un descampado.

Las monedas terminaron. Macario entró, paso a paso, en la antigua tradición de la miseria, la cual tiene solemnidades fatales y establecidas; comenzó por empeñar; después, vendió. Reloj, anillos, levita azul, cadena, paletó de alamares, todo fue yendo poco a poco, rebujado debajo del chal, a una vieja seca y llena de asma.

Entretanto, veía a Luisa, de noche, en la salita oscura que daba a la escalera; una lamparilla ardía encima de la mesa. Era feliz allí, en aquella penumbra, sentado castamente al lado de Luisa, en un rincón de un viejo canapé de paja. No la veía de día, porque traía ya la ropa usada, las botas torcidas, y no le gustaba mostrar a la fresca Luisa, tan mimosa en su cambray aseado, su miseria remendada; allí, a aquella luz tenue, exhalaba su gran pasión y escondía su traje decadente.

Era muy singular el temperamento de Luisa, según me dijo Macario. Tenía el carácter rubio como el cabello, si es cierto que el rubio es un color lánguido y deslucido: hablaba poco, sonreía siempre con sus blancos dientecillos; decía a todo ¿sí?; era muy simple, casi indiferente, llena de transigencias.

Seguramente amaba a Macario, mas con todo el amor que podía dar su naturaleza débil, agotada, nula. Era como un copo de lino, hilábase como se quería; y, a las veces, en aquellos encuentros nocturnos, tenía sueño.

Un día, Macario la encontró excitada: estaba impaciente, el chal arrebozado de cualquier manera, mirando siempre hacia la puerta interior.

—¿Te vio mamá? —dijo ella.

Contole que la madre desconfiaba, impertinente y áspera, y que de seguro presentía aquel proyecto nupcial, tramado como una conjuración.

—¿Por qué no vienes a pedir mi mano?

—¡Pero, hija, si yo no puedo! No tengo acomodo ninguno. Espera. Un mes acaso. Tengo ahora un negocio en buen camino. Nos moriríamos de hambre.

Luisa callose, torciendo la punta del chal, con los ojos bajos.

—Por lo menos —dijo ella— hasta que yo no te haga seña desde la ventana, no subas más, ¿sí?

Macario rompió a llorar; los sollozos estallaban violentos y desesperados.

—¡Chist! —decíale Luisa—. ¡No llores alto!...

Macario me contó la noche que pasó, por las calles, al acaso, rumiando febrilmente su dolor, bajo el frío de enero, en su levita corta.

No durmió, y luego, por la mañana, al otro día, entró como una ráfaga en el cuarto del tío Francisco y díjole brutalmente, secamente:

—Es todo lo que tengo —y mostrábale unas perras—. Ropa, estoy sin ella. Vendí todo; dentro de poco tendré hambre.

El tío Francisco, que se estaba afeitando junto a la ventana, con el pañuelo de la India amarrado en la cabeza, volviose, y poniéndose los lentes, le miró:

—Su pupitre allí está. Quede —y añadió, con un gesto decisivo— soltero.

—¡Tío Francisco, óigame!...

—Soltero, he dicho —continuó el tío Francisco, mientras suavizaba la navaja en el asentador.

—No puedo.

—¡Entonces, a la calle!

Macario obedeció aturdido. Llegó a su casa, acostose, lloró y se quedó dormido. Cuando salió, al anochecer, no tenía resolución, ni idea. Estaba como una esponja saturada. Dejábase ir.

De repente, una voz gritó desde dentro de una tienda:

—¡Eh! ¡Pchs! ¡Oiga!

Era el amigo del sombrero de paja; abrió los brazos ampliamente:

—¡Qué diablo! ¡Toda la mañana te anduve buscando!

Y le contó que había llegado de la provincia, supiera su crisis y le traía un desenlace.

—¿Quieres?

—Todo.

Una casa comercial necesitaba un hombre hábil, resuelto y duro, para ir con una comisión difícil y de grandes ganancias, a Cabo Verde.

—¡Dispuesto! —dijo Macario—. ¡Pronto! Mañana.

Y fue corriendo a escribir a Luisa, pidiéndola una despedida, un último encuentro, aquel en que a los brazos desolados y vehementes cuesta tanto desenlazarse. Fue. Encontrola toda arrebujada en su chal, tiritando de frío. Macario lloró. Ella, con su pasiva y rubia dulzura, díjole:

—Haces bien. Tal vez te hagas rico.

Y al otro día, Macario partió.

Conoció las jornadas trabajosas en los mares enemigos, el mareo monótono en un camarote ahogado, las duras costumbres de las colonias, la brutalidad tiránica de los hacendados ricos, el peso de los fardos humillantes, las dilaceraciones de la ausencia, los viajes al interior de las tierras negras y la melancolía de las caravanas que orillan en violentas noches, durante días y días, los tranquilos ríos, de donde se exhala la muerte.

Volvió.

Y a seguida, en la misma tarde, la vio, a ella, Luisa, clara, fresca, reposada, serena, acodada al antepecho del balcón, con su abanico chinés. Y al otro día, ávidamente, fue a pedírsela a la madre. Macario había hecho un gran negocio, y la Villaça madre abriole sus brazos amigos llena de exclamaciones. El casamiento acordose para dentro de un año.

—¿Por qué? —pregunté yo a Macario.

Y me explicó que las ganancias de Cabo Verde no podían constituir un capital definitivo; eran apenas un capital de habilitación. Traía de Cabo Verde elementos de poderosos negocios; durante un año, trabajaría sin descanso, y al final, podría, sosegadamente, crear una familia.

Trabajó de firme: puso en aquel trabajo la fuerza creadora de su pasión. Levantábase de madrugada, comía de prisa, hablaba muy poco. A la tardecita iba a visitar a Luisa. Después, volvía impacientemente al trabajo, como un avaro a su cofre.

Estaba grueso, fuerte, duro, fiero; con el mismo ímpetu servíase de las ideas y de los músculos; vivía en una tempestad de cifras. A las veces, Luisa, al pasar, entraba en su almacén: aquel posar de ave fugitiva dábale alegría, fe, confortamiento para todo un mes totalmente trabajado.

Por entonces el amigo del sombrero de paja vino a pedir a Macario que fuese su fiador por una gran cantidad que pidiera para establecer un bazar de quincalla en grande. Macario, que estaba en el vigor de su crédito, accedió con alegría. El amigo del sombrero de paja es quien le había facilitado el negocio providencial de Cabo Verde. En aquella sazón faltaban dos meses para la boda. Macario sentía, en ciertos momentos, subírsele al rostro los febriles rubores de la esperanza. Ya comenzara a tratar de las proclamas. Estando en esto, un día, el amigo del sombrero de paja desaparece con la mujer de un alférez. Su establecimiento estaba en los comienzos. Era una aventura muy confusa. Nunca se pudo precisar nítidamente aquel embrollo doloroso. Lo positivo era que Macario le fiara; Macario debía reembolsar. Cuando lo supo, empalideció, y dijo sencillamente:

—¡Liquido y pago!

Y cuando liquidó, quedó otra vez pobre. Como el desastre tuviera una gran publicidad y su honra estaba santificada en la opinión, al punto la casa Peres y Compañía, que lo mandara a Cabo Verde, le propuso otro viaje y otros negocios.

—¡Volver a Cabo Verde otra vez!

—¡Hace otra vez fortuna, hombre! ¡Usted es el diablo! —dijo el señor Eleuterio Peres.

En viéndose así, solo y pobre, Macario estalló en llanto. ¡Todo estaba perdido, acabado, extinto! ¡Era necesario recomenzar pacientemente la vida, volver a las largas miserias de Cabo Verde, tornar a las pasadas desesperanzas, sudar los antiguos sudores! ¿Y Luisa? Macario le escribió. Luego rasgó la carta. Fue a casa de ella: las ventanas tenían luz; subió hasta el primer piso, mas allí le tomó una gran aflicción, una cobardía de revelar el desastre, el pavor trémulo de una separación, el terror de que ella se negase, rehusase, vacilara... ¿Querría ella esperar más? No se atrevió a hablar, a explicar, a pedir; descendió las escaleras. Era de noche. Anduvo a la ventura por las calles; había un sereno y silencioso lunar. Iba sin saber adónde; de pronto oyó, por dentro de una ventana iluminada, un violín que tocaba la xácara mourisca. Acordose del tiempo en que conociera a Luisa, del dulce sol claro que había entonces, y del vestido de ella, de muselina, con lunares azules. Era en la calle en donde estaban los almacenes del tío. Fue caminando. Púsose a mirar su antigua casa. La ventana del escritorio estaba cerrada. Desde allí, ¡cuántas veces viera a Luisa y el blando movimiento de su abanico chinés! Pero una ventana, en el segundo piso, tenía luz; era el cuarto del tío. Macario fue a observar desde más lejos; dentro, por detrás de las ventanas, estaba arrimada una figura: era el tío Francisco. Vínole una saudade de todo su pasado simple, retirado, plácido. Recordaba su cuarto, y la vieja cartera con cerradura de plata, y la miniatura de su madre, que pendía encima de la barra de la cama; el comedor y su viejo aparador de madera negra, y el jarro del agua, cuya asa era una serpiente irritada... Decidiose, e impelido por un instinto, llamó a la puerta. Llamó otra vez. Sintió abrir la ventana y preguntar al tío:

—¿Quién es?

—Soy yo, tío Francisco; soy yo. Vengo a decirle adiós.

Cerrose la ventana, y a poco se abrió la puerta con un gran ruido de cerrojos. El tío Francisco tenía un candelero de aceite en la mano. Macario le halló flaco, más viejo. Besole la mano.

—Suba —dijo el tío.

Macario iba callado, cosido al pasamano.

En llegando al cuarto, el tío Francisco posó el candelero sobre una larga mesa de palosanto, y en pie, con las manos en los bolsillos, esperó.

Macario permanecía callado, mesándose la barba.

—¿Qué quiere? —gritole el tío.

—Venía a decirle adiós. Vuelvo para Cabo Verde.

—Buen viaje.

Y el tío Francisco, volviéndole la espalda, fue a redoblar con los dedos en la vidriera.

Macario quedó inmóvil; dio dos pasos en el cuarto, todo irritado, y se dispuso a salir.

—¿Adónde va, estúpido? —le gritó el tío.

—Me voy.

—¡Siéntese ahí!

Y el tío Francisco continuó, dando grandes pasos por la habitación:

—¡Su amigo de usted es un canalla! ¡Bazar de quincalla! ¡No está mal! Usted es un hombre de bien. Estúpido, pero hombre de bien. ¡Siéntese allí! ¡Siéntese! ¡Su amigo es un canalla! ¡Usted es un hombre de bien! ¡Fue a Cabo Verde, ya lo sé! ¡Pagó todo! ¡Es natural! ¡También lo sé! Mañana hágame el favor de ir a sentarse a su pupitre, allá abajo. Mande que le pongan asiento nuevo al sillón. Haga el favor de poner en las facturas: «Macario & Sobrino.» Y cásese. ¡Cásese, y que le aproveche! Tome dinero. Usted precisa ropa blanca y mobiliario. Tome dinero, y póngalo en mi cuenta. Su cama está hecha.

Macario, aturdido, radioso, con las lágrimas en los ojos, quería abrazarlo:

—Bueno, bueno. ¡Adiós!

Macario iba a salir.

—¡Oh, burro! ¿pues quiere irse de su casa?

Yendo a un pequeño armario, trajo jalea, un platillo de dulce, una botella antigua de Oporto, y bizcochos.

—¡Coma!

Y sentándose junto a él y volviendo a llamarle estúpido, corríale una lágrima por entre las arrugas de la piel.

De suerte que la boda fue decidida para de allí a un mes, y Luisa comenzó a disponer su equipo.

Macario estaba entonces en la plenitud del amor y de la alegría.

Veía el fin de su vida, lleno, completo, feliz. Pasaba casi todo el tiempo en casa de la novia, y un día, acompañándola en sus compras por las tiendas, quiso hacerle un pequeño regalo. La madre quedárase en casa de una modista, en un primer piso de la calle del Oro, y ellos habían bajado alegremente, riendo, a la tienda de un platero que había abajo, en la misma casa.

Era un día de invierno, claro, fino, frío, con un gran cielo azul turquí, profundo, luminoso, consolador.

—¡Qué lindo día! —dijo Macario.

Y con la novia del brazo, caminó un poco a lo largo del paseo.

—¡Muy lindo! —dijo ella—. Mas pueden reparar: nosotros solos...

—Deja. ¡Se va tan bien así!...

—No, no.

Y Luisa lo arrastró blandamente hacia la tienda del platero. No había más que un dependiente, moreno, de cabello hirsuto. Macario díjole:

—Quería ver sortijas.

—Con piedras —dijo Luisa—. Lo más bonito.

—Sí, con piedras —dijo Macario—. Amatista, granate... En fin, lo mejor.

Luisa iba examinando los estuches forrados de terciopelo azul, en los cuales relucían las gruesas pulseras guarnecidas, las cadenas, los collares de camafeos, las sortijas, las finas alianzas, frágiles como el amor, y todo el centelleo de la pesada orfebrería.

—Mira, Luisa —dijo Macario.

El dependiente había esparcido en la otra extremidad del mostrador, encima del cristal de la vitrina, una gran cantidad de anillos de oro, con piedras, labrados, esmaltados; y Luisa, tomándolos y dejándolos con las puntas de los dedos, iba apartándolos y diciendo:

—Es feo... Es pesado... Es largo...

—Mira este —le dijo Macario.

Era un anillo con unas perlas.

—Es bonito —respondió ella—. ¡Es muy lindo!

—Deja ver si te sirve —añadió Macario.

Y tomándole la mano, metiole el anillo despacito, dulcemente, en el dedo, mientras ella reía con sus blancos dientecitos finos, todos esmaltados.

—Es muy grande —dijo Macario—. ¡Qué pena!

—Puede reducirse, si usted quiere. Se deja a la medida. Mañana está listo.

—Buena idea —dijo Macario—; sí, señor. Porque es muy bonito, ¿no es verdad? Las perlas muy iguales, muy claras. ¡Muy bonito! ¿Y estos pendientes? —preguntó, yendo al fin del mostrador, al otro escaparate—. ¿Estos pendientes con una concha?

—Diez monedas, dijo el dependiente.

Entre tanto, Luisa continuaba examinando los anillos, probándoselos en todos los dedos, revolviendo aquel delicado mostrador, resplandeciente y precioso.

Mas de improviso, el dependiente se pone muy pálido y mira a Luisa, que va llevando distraídamente la mano por la cara.

—Bien —dice Macario aproximándose—; entonces, mañana tendremos el anillo. ¿A qué hora?

El dependiente no respondió y comenzó a mirar fijamente a Macario.

—¿A qué hora?

—Al mediodía.

Iban a salir. Luisa traía un vestido de lana azul que arrastraba un poco, dando una ondulación melodiosa a su paso, y sus manos, pequeñitas, estaban ocultas en un manguito blanco.

—¡Perdón! —dijo de repente el joyero.

Volviose Macario.

—El señor no ha pagado...

Macario le miró gravemente:

—Naturalmente. Mañana vengo a buscar el anillo y pago.

—¡Perdón! —insistió el dependiente—. Mas el otro...

—¿Cuál? —exclamó Macario con una voz sorprendida, avanzando hacia el mostrador.

—Esa señora sabe —afirmó—. Esa señora sabe...

Macario sacó la cartera lentamente.

—Perdón, si hay una cuenta antigua...

El dependiente abrió el mostrador, y con un aspecto resuelto:

—Nada, mi querido señor; es de ahora. Es un anillo con dos brillantes que lleva esa señora.

—¡Yo! —dijo Luisa en voz baja, toda enrojecida.

—¿Qué es? ¿Qué está diciendo?

Macario, pálido, con los dientes cerrados, contraído, miraba al joyero coléricamente.

Este dijo entonces:

—Esa señora cogió de ahí un anillo.

Macario quedó inmóvil, encarándolo.

—Un anillo con dos brillantes —continuó el muchacho—. Lo vi perfectamente.

El dependiente estaba tan excitado, que su voz tartamudeaba, prendíase espesamente.

—Esa señora no sé quién es. Pero cogió el anillo. Lo cogió de allí...

Macario, maquinalmente, lo agarró por un brazo, y volviéndose a Luisa, con la palabra sofocada, corriéndole el sudor por la frente, lívido:

—Luisa, di...

Se le cortó la voz.

—Yo... —balbució ella, trémula, asombrada, pálida, descompuesta. Dejó caer el manguito en el suelo.

Macario vino hacia ella, agarrola un pulso, mirándola; su aspecto era tan resuelto y tan imperioso, que ella metió la mano en el bolso, bruscamente empavorecida, y mostrando la sortija:

—¡No me haga daño! —suplicó, encogiéndose toda.

Macario quedó con los brazos caídos, el aire abstracto, los labios blancos; mas de repente, dando un tirón a la levita, recuperándose, dijo al joyero:

—Tiene razón. Era distracción... ¡Es natural! Esta señora se había olvidado. Es la sortija. Sí, señor, evidentemente... Tiene la bondad. Toma hija, toma. Deja estar, que la envuelva. ¿Cuánto cuesta?

Abrió la cartera y pagó.

Después recogió el manguito, lo sacudió blandamente, limpió los labios con el pañuelo, dio el brazo a Luisa, y diciendo al joyero: disculpe, disculpe, la arrastró inerte, pasiva, aterrada, semi-muerta.

Echaron a andar por la calle, que el sol iluminaba intensamente; los coches cruzábanse, rodando; figuras risueñas paseaban conversando; los pregones subían con gritos alegres; un caballero con calzón de ante hacía cabriolar a su caballo, adornado de rosetas; y la calle estaba llena, ruidosa, viva, feliz y cubierta de sol.

Macario iba maquinalmente, como en el fondo de un sueño. Detúvose en una esquina. Tenía el brazo de Luisa colgado del suyo, y veíale la mano pendiente, su linda mano de cera, con sus venas dulcemente azuladas, los dedos finos y amorosos; era la mano derecha, ¡y aquella mano era la de su novia! Instintivamente leyó el cartel que anunciaba para la noche: Palafox en Zaragoza.

En esto, soltando el brazo de Luisa, díjole en voz baja:

—Vete.

—¡Oye! —rogó ella, con la cabeza toda inclinada.

—Vete. —Y con la voz asfixiada y terrible—: Vete. Mira que llamo. Te mando al Aljube. Vete.

—¡Mas oye!

—Vete. Hizo un gesto con el puño cerrado.

—¡Por el amor de Dios, no me pegues aquí! —dijo ella sofocada.

—Vete. Pueden vernos. No llores. Mira que viene gente. ¡Vete! Y acercándose más a ella, murmuró:

—¡Eres una ladrona!

Volviose de espaldas y echó a andar, despacio, rayando el suelo con el bastón.

Cuando había dado algunos pasos, volvió de pronto; aún vio entre los bultos su vestido azul.

Y habiendo partido en aquella misma tarde para la provincia, no volvió a saber más de aquella señorita rubia.


Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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