Buondelmonti

José María Roa Bárcena


Cuento


I
II
III
IV
V

I

En el tiempo a que va a referirse nuestra narración, o sea a principios del año 1215, cautivaba en Florencia las voluntades y corazones una joven llamada María, perteneciente a la casa noble de los Amidei. Habíanle dado sus padres educación hasta cierto punto superior a su época, pues Florencia distaba mucho de alcanzar el esplendor y la fama que más tarde conquistó y que la hicieron considerar como el emporio de la civilización y de las artes. Pero si las cualidades que el mundo aprecia más comúnmente habían atraído sobre María Amidei la atención y el aprecio generales, su excelente corazón daba todavía mayor realce a su belleza. Caritativa con los pobres, amorosa con su familia, religiosa por excelencia y dotada de un espíritu elevado, la posesión de su corazón y de su mano era considerada como la suprema felicidad por los jóvenes florentinos, y muchos de ellos trataron, en vano, de hacer a María partícipe de sus amorosos sentimientos.

Las pretensiones matrimoniales habían sido desechadas una tras otra por el padre de María, noble anciano que pertenecía al partido de los gibelinos y que para despedir a los amantes consultaba la voluntad de su hija única, cuando con análoga pretensión se presentó Buondelmonti, noble güelfo de la llanura superior del Arno, y que se había recientemente hecho ciudadano de Florencia, desde que conoció a María. Cierta mañana esta joven, al salir del templo, detuvo casualmente sus miradas en Buondelmonti, sintió una emoción inexplicable, bajó la vista y sus mejillas se cubrieron de súbito rubor. María contaba dieciocho años, y aquel hombre era el mismo que su imaginación le presentaba en sueños, noche con noche, como digno de su amor. Buondelmonti, que tenía sus humos de libertino, al notar la turbación de María, creyó haber hecho una conquista, ofreció agua bendita a la desconocida, viola con interés, siguiola hasta su casa, situada cerca del Ponte Vecchio, y notó que al entrar volvió la joven el rostro a mirarle, brillando sus ojos al través del velo que la cubría. Buondelmonti siguiose paseando por la calle aquel día y los siguientes, sin que se abrieran para él las espesas celosías de la casa de los Amidei. Irritado su orgullo por la aparente indiferencia de la joven, y sabedor de su alto linaje y buenas dotes, se presentó pidiéndola en matrimonio.

Fue aquel un día muy triste para la descendiente de los Amidei. Buondelmonti, venciendo su natural arrogancia, se humilló ante el viejo gibelino pidiéndole la mano de su hija, y ésta, oculta tras un tapiz, oyó la áspera contestación de su padre:

—No cederé —dijo Amidei— el único tesoro de mi corazón a un antiguo enemigo de mi familia.

Cuando Buondelmonti se retiró, salió María con los ojos llorosos y se echó en los brazos de su padre.

—¿Le amas acaso? —preguntó con enojo el anciano.

—Lo amo con todo mi corazón, padre mío.

Al oír esto, diose Amidei una palmada en la frente; desprendiose de los brazos de su hija y pronunció esta sola palabra: «Nunca», y corrió a encerrarse en su gabinete.

Pasaron algunos meses, y la calma pareció restablecerse en la casa de Amidei; pero María se desmejoraba visiblemente. A su humor alegre y jovial sucedió una melancolía que puso en alarma al anciano. En las mejillas de María la palidez del lirio había remplazado al color de la rosa; fuese ella poco a poco retirando de las diversiones y de toda sociedad: a la palidez del lirio sucedió, a su vez, el rojo amoratado que aparece obstinadamente en los pómulos del rostro de las enfermas del pecho; sufría con frecuencia sacudimientos nerviosos, y en una alegre mañana de marzo, María, que desde su cama escuchaba el canto de los pájaros y aspiraba el perfume de las flores de su ventana, no pudo levantarse y, al irle a besar la frente el padre, pronunció esas terribles palabras que nos parten el corazón al salir de unos labios queridos: «Estoy mala, muy mala».

Amidei llamó a uno de los médicos más hábiles de Florencia. Los médicos de entonces, lo mismo que los de ahora, reconocían la lengua y el pulso. El médico florentino movió la cabeza con aire de duda y pronunció un largo discurso salpicado de voces técnicas; enseguida recetó y se despidió prometiendo volver en la tarde; pero, no bien hubo salido, Amidei hizo pedazos la receta y, dirigiéndose a sus criados, exclamó con voz de trueno:

—Llamen a Buondelmonti.

Al oír estas palabras, María se incorporó súbitamente en su lecho, extendiendo las manos hacia delante. Buondelmonti no había cesado de pasearse frente a las ventanas de María; cuando ésta oyó sus pasos en la pieza inmediata, su emoción fue tan grande que la privó de sentido.

—¿La amáis bien? ¿Os comprometéis a hacerla feliz toda la vida? —preguntó Amidei a Buondelmonti cuando éste apareció en lo interior de la alcoba, y señalando a su hija desmayada en el lecho.

Buondelmonti, conociendo la severidad del anciano, creyó por un momento que sus palabras eran irónicas y que María estaba muerta; estremeciose de pies a cabeza y sin hacer caso del anciano, arrodillose a un lado de la cama, exclamando con acento agitado:

—¡María! ¡María!

Oyendo confusamente aquel metal de voz, sólo escuchado por ella una vez en el templo, entre los suspiros del órgano, María volvió en sí y tendió su diestra a Buondelmonti. Sus ojos volvieron a derramar lágrimas y sus mejillas a teñirse de carmín; pero aquellas lágrimas eran de felicidad, no de dolor, y aquel carmín era el de la alegría y la salud. La crisis se había efectuado, y la joven estaba salvada. Amidei sabía más de medicina que todos los médicos de Florencia.

Mientras los amantes, sin hablarse palabra, se entregaban a todos los transportes del júbilo más vivo, Amidei se paseaba a lo largo del aposento.

—Se aman —dijo entre dientes—, y se aman bien. ¡Que sean, pues, felices! Mañana, luego que esto llegue a saberse, me despreciarán los nobles de mi partido, me tacharán de desleal. No importa: antes que mi partido y que mi patria, es mi hija. ¡Pobre hija mía, que ibas a morir!

El casamiento de Buondelmonti y María quedó arreglado definitivamente para los primeros días de abril, cuando la naturaleza se adorna con todas las galas de la estación primaveral.

II

Hasta los días a que nos referimos la Toscana se había conservado ajena a los desastres que los bandos políticos conocidos bajo las denominaciones de güelfos y gibelinos causaban a la mayor parte de la Italia. Sabida es la constancia infatigable con que casi todas las ciudades, y a la cabeza de ellas Milán, depositaria de la corona de hierro del lombardo, lucharon por espacio de más de treinta años para conquistar su libertad. Reducidas a escombros por Federico Barbarroja, renacían por sí mismas en virtud del esfuerzo y patriotismo de sus hijos, y aquel emperador en los últimos días de su vida, y antes de que fuese a morir en Oriente con la mira de libertar el sepulcro de Cristo, tuvo que otorgar su independencia a las ciudades italianas por medio de la paz de Constanza, respetada mucho tiempo de parte de los príncipes alemanes. Pero, como resultado de esa misma independencia, los nobles italianos, que dependían directamente del Imperio, se hallaron aislados en sus castillos feudales y privados de vasallos y de riquezas. La Iglesia había sido propicia a la libertad de Italia, y muchos de esos nobles, ora obedeciendo a sus simpatías personales, ora por acomodarse a las circunstancias, abrazaron la causa de la libertad y de la Iglesia, denominándose güelfos, al mismo tiempo que otros nobles que en un principio batallaron a favor de Federico Barbarroja, y que posteriormente conservábanse adictos al Imperio, fueron designados con el nombre de gibelinos. Cuando Inocencio III robusteció la independencia de Italia y contribuyó al rápido adelanto de sus ya populosas ciudades, la mayor parte de los nobles, deseosos de participar del desempeño de los cargos públicos y de conquistar por este medio nueva influencia que los indemnizase de la pérdida de su antiguo poderío, fueron abandonando los campos y estableciéndose en las ciudades. Florencia ocupaba ya entre éstas un lugar distinguido, y, no obstante la heterogeneidad de ideas de los nobles, que diariamente acudían a aumentar su vecindario, la paz pública no se turbaba en lo más mínimo, contentándose los antiguos partidarios con detestarse mutuamente en silencio.

Hemos entrado en estos detalles para que se conozca bien la situación respectiva de Amidei, noble señor gibelino, y Buondelmonti, descendiente de una familia de güelfos y antiguo habitante de la llanura superior del Arno.

III

En cuanto al segundo de dichos personajes, sus instintos y su educación le hacían incapaz de apreciar debidamente el mérito de María Amidei y de labrar su dicha. Hay almas que no han nacido para amar, y a quienes pueden conmover la vanidad, la fuerza, la belleza material, la riqueza; pero no las santas y misteriosas dotes de un corazón como el de María. Mucho se ha hablado de las señales exteriores que en la gran familia humana distinguen a los descendientes de Caín; pero, en mi concepto, la maldición impuesta por Dios a la generación del primer asesino consistió en hacer que sus almas fuesen incapaces de amar, y por consiguiente, de abrigar la fe y la esperanza. Diariamente, en el trato común de la vida, nos hallamos con personas a quienes no tendríamos empacho en clasificar entre la familia de los bípedos irracionales, y quienes, sin embargo, imitan perfectamente los modales y sentimientos de la parte más noble de la creación, y hasta el refinamiento de la buena sociedad. Buondelmonti, por desgracia, pertenecía al número de estos seres.

Vio a María Amidei en una iglesia de Florencia; su amor propio se vio estimulado por el súbito rubor y la turbación de la joven, e hizo punto de honor su conquista. La vanidad le indujo a creer que la amaba, y le prestó el idioma y las apariencias del amor verdadero. Hízose, como ya dijimos, ciudadano de Florencia, pidió la mano de María, fuele duramente negada; esto bastó a afirmarle en su propósito y aún recorría tenazmente la calle de Amidei cuando fue llamado e introducido a la casa por las criadas del noble. Seríamos injustos, sin embargo, si negásemos a Buondelmonti la posesión de algunas buenas cualidades. Nadie en Florencia se habría atrevido a dudar de su valor suficientemente acreditado en las últimas guerras contra el Imperio; su espada había brillado muchas veces en las puertas de Milán en defensa de la libertad, y uno de los generales más acreditados del ejército de Barbarroja perdió la vida a sus manos, después de haberse batido con él cuerpo a cuerpo en presencia de ambas huestes. El carácter mismo que le había impreso su vida aventurera, le hacía ser generoso con los pobres y los desvalidos, y daba a su persona, dotada de belleza varonil, aquel aspecto simpático que granjea en las demás gentes un cariño superficial y facilita el trato de la sociedad en que se vive.

Los primeros días de abril se aproximaban y Buondelmonti hacía los preparativos necesarios a su matrimonio, cuyo proyecto había sido solemnemente comunicado por Amidei a las familias nobles por amistad o parentesco relacionadas con él. En las frías respuestas y la insustancialidad de los votos formados por la felicidad de la novia conoció el anciano que se había enajenado el afecto de sus parientes y parciales, admitiendo a un güelfo como Buondelmonti en el seno de su familia. Preocupábale, sin embargo, la felicidad de su hija, y ante esa felicidad seguía firmemente resuelto a sacrificarlo todo.

Tenía Buondelmonti entrada franca en la casa de los Amidei; y esto no obstante, las horas que no pasaba al lado de María, las empleaba en pasearse frente a sus ventanas, cuyas espesas celosías se abrían ahora de vez en cuando para dar salida a una cabeza de ángel que se inclinaba hacia la calle, siguiendo con la vista la marcha del joven. Cierta mañana Buondelmonti halló a María más tierna y afectuosa que nunca; pero había un sello de tristeza en su frente y en sus miradas; el joven trató de averiguar la causa y María se echó a llorar. Presta se repuso, con todo, y trató de tranquilizar a Buondelmonti:

—Me irrito yo misma contra mi naturaleza —dijo María enjugándose las últimas lágrimas—, y, a pesar de ello, no consigo dominarme. Desde niña he padecido estos accesos de tristeza, cuyo origen no puedo atribuir sino a los funestos presentimientos que de vez en cuando me asaltan. Te quiero tanto, Buondelmonti, que suelo figurarme que Dios, enojado de la especie de adoración que te tributo, no ha de coronar estos votos, y que esas hermosas flores de primavera que cultivo en mi ventana no servirán para formar mi corona nupcial, sino más bien para adornar tu sepulcro o el mío. No hagas tú caso de estas alucinaciones producidas sin duda por el exceso de mi felicidad, pues bien sabemos que en el fondo de la dicha más pura y completa existe una gota de amargura que nos recuerda nuestro destino.

Buondelmonti trató de alejar las nubes de tristeza que cubrían la frente de María, y después de formar ambos, durante algunas horas, proyectos de mutua felicidad, se despidió. Había salido del salón de los Amidei y se disponía a bajar la escalera, cuando oyó que María iba tras él, gritando con timidez:

—¡Buondelmonti! ¡Buondelmonti!

El joven volvió el rostro hacia atrás y detuvo sus pasos. María, al llegar cerca de su novio, permaneció toda confusa, sin saber qué decirle. Al cabo murmuró con voz apenas perceptible y fijando sus negros húmedos ojos en el joven:

—¿Me amarás siempre siempre?

Buondelmonti, por toda respuesta, estrechó a María contra su pecho y bajó la escalera, volviendo varias veces el rostro para ver a su novia. Cuando María le perdió de vista, exclamó juntando sus manos:

—Gracias, Dios mío, soy feliz —y enseguida se dirigió a su alcoba.

Entretanto, Buondelmonti, fijo el pensamiento en María, avanzaba por la misma calle de los Amidei hacia el Ponte Vecchio cuando una señora noble de la familia Donati, que se hallaba como esperándole en la puerta de su propia casa, le detuvo diciéndole que entrara porque tenía que hablarle de un asunto de mutuo interés para entrambos. Sorprendiose Buondelmonti porque, si bien los Donati habían pertenecido siempre al mismo partido que él, jamás mediaron hasta allí relaciones de amistad entre uno y otros; pero, cediendo al impulso de su natural cortesanía, manifestose dispuesto a seguir a la dama.

La señora Donati, llevando de la mano a Buondelmonti, atravesó el vestíbulo y varias piezas de la casa, hasta llegar a una en que hacían labor las mujeres de la servidumbre. Trabajaba, rodeada de ellas, su hija Constanza. La señora se acercó a la joven, quitole el velo que cubría su semblante y dijo al ilustre güelfo con no disimulado despecho:

—Aquí está la esposa que te tenía reservada. Es güelfa, como tú; pero tú tomas una mujer de entre los enemigos de tu Iglesia y de tu sangre.

Buondelmonti permaneció inmóvil y sin hablar. Constanza Donati era una joven de hermosura sorprendente, ¡cuán superior, ay, a la de María! Acababa de salir del baño y la abundantísima copia de sus negros cabellos formaba un marco de ébano a la blancura deslumbradora del semblante y el cuello. Sentada en un asiento de terciopelo, tenía puestos sobre un taburetillo sus pies, verdaderamente de niña por el tamaño. Lo desaliñado del traje hacía adivinar proporciones análogas a las de la estatuaria griega, y la arrogancia de los movimientos de la cabeza y hasta el aire ligeramente varonil que prestaban a Constanza sus actitudes, su voz y sus miradas, hicieron una impresión indecible en Buondelmonti, a quien la joven quedose viendo por largo espacio de tiempo y con cierta expresión de cariño, mezclado de burla y de lástima.

—Buondelmonti —continuó la señora Donati—, puesto que has contraído compromiso con María Amidei, hija de Amidei, el más detestable de todos los gibelinos, es inútil que permanezcas aquí por más tiempo; esto ocasionaría más vivo dolor a Constanza…

—¡Cómo! —interrumpió Buondelmonti—. ¡Esta bellísima joven se interesa realmente por mi suerte? ¡Será posible?

—Desde niña estaba acostumbrada por su madre a ver en ti a su futuro esposo. Últimamente, a través de sus celosías, ha espiado tus frecuentes paseos del Ponte Vecchio a la calle de Amidei… Constanza te ama, y si quieres satisfacerte de ello, mírale el rostro. En efecto, Constanza se había puesto como una amapola; mas por un movimiento casi instintivo en las mujeres, se echó el velo y permaneció silenciosa y con los brazos cruzados.

—¡Constanza! —exclamó Buondelmonti—, ¿por qué me negáis ya la luz de vuestros ojos? Señora —añadió, dirigiéndose a la madre—, ¿por qué no me dijisteis antes todo eso?

—¿Qué quieres? Fue un error mío el callarme, y ahora lo conozco; pero ya es demasiado tarde. Desértate, desértate, Buondelmonti, de las filas del partido güelfo: la causa de la libertad no tiene atractivo para ti, desde que está contrapesada por la rica dote de la hija de un gibelino, celoso partidario del Imperio. ¡Lástima que hayan cesado las guerras contra los emperadores alemanes, porque todavía pudieras tú distinguirte peleando contra milaneses y florentinos! —Y después de una breve pausa añadió, como hablando consigo misma—: He aquí la delicadeza y los escrúpulos de lealtad de los hombres. Buondelmonti se cree firme y eternamente atado a la palabra de casamiento, y no vacila, sin embargo, desertarse cobarde y villanamente de las filas del partido güelfo. Es que el casamiento le proporciona ventajas de que carece y que no le puede dar su partido. Si yo fuera rica, sacrificaría hasta mi última y más insignificante propiedad para juntar a mi hija una dote mayor que la de María Amidei, y entonces, ¡adiós los escrúpulos y la fidelidad de Buondelmonti! ¡Pero soy pobre, aunque noble, querida hija mía, hermosa Constanza!

La señora Donati era una víbora, y por medio de estas palabras había introducido su veneno en el corazón de Buondelmonti, quien se vio humillado y afrentado por aquella terrible mujer. Iba a contestarle con todas las señales de la ira, cuando Constanza, apartando el velo, fijó en él sus ojos suplicantes.

—Iros, señor —le dijo—. Toda explicación es ya inútil.

En medio de la lucha que Buondelmonti sostenía con sus opuestos sentimientos, invocó el recuerdo de su novia y, haciendo un esfuerzo, salió de la casa de los Donati, permaneciendo por todo el resto de aquel día distraído, pensativo e irritado consigo mismo.

María Amidei se asomó repetidas veces a la ventana; pero la calle estaba desierta. Buondelmonti no aparecía.

En la noche llamaron a la puerta de la señora Donati y Buondelmonti se presentó en la sala, pálido y agitado.

—Sabía que volverías —dijo la dama, y dirigiéndose hacia un gabinete que comunicaba con la sala gritó—: ¡Constanza, Constanza!

La joven apareció en el umbral de la puerta, vestida de blanco y coronada de flores. Su belleza era capaz de trastornar el juicio.

—He aquí a tu esposa, Buondelmonti; es güelfa como tú, te ama, y estrechará más y más los lazos que deben unirte con las familias de tu bando.

A estas palabras de la señora Donati, los jóvenes se abrazaron. Un sacerdote que se hallaba presente murmuró algunas oraciones y les dio su bendición. ¡Buondelmonti y Constanza estaban casados!

La señora Donati había mandado espiar al güelfo y teniendo noticia de su agitación durante el resto del día, preparó la escena que acabamos de describir. En diplomacia la señora Donati habría hecho avergonzar a Metternich y al conde Buol.

IV

¿Has visto, lector, alguna vez puesto en escena el magnífico drama de Goethe intitulado Clavijo? Si le has visto, ya tienes idea de los padecimientos de una joven enamorada y virtuosa a quien engaña su novio; del desaliento que se apodera de sus padres y hermanos, de la ira terrible que sucede al desaliento, y por último, de la sangre que viene a remplazar las lágrimas y a lavar una afrenta en la opinión insensata del mundo, como si el verdugo no quedara suficientemente castigado con sus propios remordimientos, y como si pudiera caber afrenta para el corazón sensible y delicado que cree en los más nobles afectos y en las palabras más santas que se conocen en el idioma humano.

Buondelmonti no podía alejar de su imaginación a María llorosa y desesperada; pero Buondelmonti se engañaba respecto de las formas exteriores del dolor de su prometida esposa.

Pasaron uno, dos y tres días y Buondelmonti no se presentaba en la casa de Amidei. María estaba inquieta y recelosa. En la mañana del cuarto día, que era el 1 de abril, reinaba un calor sofocante y las flores de su ventana se deshojaron todas a la primera ráfaga de brisa que sobrevino. Estaban secas porque la joven había dejado de regarlas con agua, según tenía costumbre de hacerlo. Continuaba silenciosa y pensativa, en un rincón de su aposento, cuando se presentó el anciano Amidei, pálido como la muerte.

—¡Valor, hija mía! —exclamó—. ¡Buondelmonti es un villano que no te merece!

—Todo lo preveo… Todo lo sé. ¡Callaos, por piedad, si no me queréis matar!

El espanto se retrató entonces en las facciones del viejo. Tendió los brazos a su hija y la estrechó en ellos queriendo provocar su llanto y salvarla así de una crisis peligrosa; pero los ojos de María permanecieron secos, y cuando se separó de los brazos de su padre, los pómulos de sus mejillas habían recobrado la tinta rojiza de los días en que estaba enferma.

Aquella misma noche veinticuatro familias gibelinas se reunieron en la casa de Amidei. Sabíase ya en toda Florencia la conducta desleal de Buondelmonti y el deseo de la venganza ardía en todos los pechos contrarios al partido güelfo. Amidei en la mañana había enviado a desafiar al verdugo de su hija. Buondelmonti, por toda respuesta, partió su espada en dos pedazos y los envió al anciano, significándole así que no se batiría con él.

La muerte de Buondelmonti quedó acordada por las veinticuatro familias gibelinas reunidas en la casa de Amidei.

María lo sospechó así y escribió al güelfo un billete que contenía estas solas palabras: «Alejaos de Florencia, porque se os busca para mataros».

Amidei interceptó el billete y lo leyó. «Noble y hermoso corazón», exclamó. «Tú no conseguirás salvar a tu asesino; pero Dios, a cuyo seno presto debes volar, tendrá en cuenta esta buena acción tuya».

V

Si las almas del temple de la de Buondelmonti son capaces de experimentar alguna cosa semejante al amor, esta cosa era experimentada por el güelfo en los primeros días que pasó al lado de su esposa. Constanza Donati, cuya belleza le había deslumbrado completamente, no poseía el excelente corazón ni el elevado espíritu de María; pero contaba con otras cualidades que, según hemos dicho, prefiere más generalmente el mundo, y que por más vulgares se hallaban al alcance de la apreciación de Buondelmonti. Podría argüir mucho contra el orgullo y la delicadeza de carácter mujeriles, el modo con que se llevó al cabo su matrimonio, si no atendiésemos a la corta edad de Constanza, quien no contaba dieciséis años, a los grandes intereses de partido puestos en juego, a la afición que de meses atrás la señora Donati había sabido crear en el corazón de su hija hacia el joven güelfo y, por último, a la persuasión, hábilmente infundida a Constanza, de que María Amidei distaba mucho de poseer el amor de su prometido, siendo un casamiento de conveniencia el que ambos iban a efectuar. La señora Donati no quiso fiar el buen éxito de sus planes a los afectos del joven, excitados por las circunstancias ordinarias de la vida; quiso más bien jugar el todo por el todo, recurriendo a un medio audaz y desesperado, cuyos efectos hemos visto. Aparte de que la pobreza era el actual patrimonio de la noble familia de los Donati, y por lo mismo Constanza no podía presentarse en las tertulias y espectáculos públicos de Florencia, la madre evitó cuidadosamente que Buondelmonti conociera a su hija antes del momento decisivo, convencida, por sus instintos de mujer, de que la impresión sería más viva cuanto mayores fuesen la novedad y el asombro que los atractivos de Constanza causasen al güelfo. Por lo demás, aun cuando la joven hubiera abrigado algunas dudas relativamente al cariño de su esposo, se habrían desvanecido con los testimonios de amor que continuamente recibía. Buondelmonti, avergonzado de sí mismo, para acallar los gritos de su conciencia y alejar de su memoria la imagen de María, ni por un instante se separaba de Constanza. Sentado a sus pies y apoyando la cabeza en las manos de la joven, que jugaban con los negros rizos de su cabello, formaba planes de vida que se complacía en sujetar a la aprobación de su esposa. Terminada la celebración de sus bodas, debían pasar a residir algún tiempo en Milán, en cuyas inmediaciones Buondelmonti poseía una hermosa finca rural. Aunque casados cuatro días antes, las fiestas no debían tener lugar sino el próximo domingo de Pascua, y estaban invitados a ellas muchos magistrados de Florencia y los nobles pertenecientes al partido güelfo, quienes habían colmado de regalos a Constanza.

El domingo de Pascua amaneció alegre y sereno. Desde temprano ambos esposos acudieron a oír misa en la iglesia de Santa Croce, inmediata al Ponte Vecchio, misma en que se conocieron Buondelmonti y María Amidei. Cuando, terminado el santo sacrificio y al retirarse la concurrencia, aquél ofreció a Constanza el agua bendita, un amargo recuerdo atravesó su corazón, y la imagen de María, a quien dirigió en este mismo sitio las primeras palabras de amor, música dulcísima a los oídos de la desventurada joven, se presentó a su espíritu bajo las formas espantosas del remordimiento.

Las fiestas debían comenzar por una lucida cabalgata para dirigirse al extremo opuesto de Florencia, donde vivía el magistrado que apadrinó el casamiento y en cuya casa iba a tener lugar el festín.

De vuelta de la iglesia, los esposos hallaron reunidos a todos los nobles de la comitiva: piafaban impacientes los corceles en el patio de la casa, y Constanza apenas tuvo el tiempo necesario para vestirse un traje conveniente. Cuando reapareció en el patio dispuesta a montar, Buondelmonti alargó su diestra para que sirviera de estribo al diminuto pie de la joven, quien, dando un ligero salto, se colocó en la silla.

Púsose en marcha toda la gente. Constanza y su marido abrían la comitiva: seguíanles la señora Donati y muchas damas principales de Florencia, parientes o amigas suyas; iban a lo último multitud de jóvenes nobles güelfos, amigos de Buondelmonti. El día, según hemos dicho, estaba alegre y sereno. Las torres de las iglesias se alzaban sobre los edificios de la ciudad bajo el azul de un cielo sin nubes. La brisa de la mañana agitaba el velo de Constanza, entregada exclusivamente al placer que le causaba la fogosidad de su palafrén, blanco como la nieve.

Buondelmonti aproximó aún más su caballo para decirle:

—Tu velo actual con que juguetea el viento ocultando tu rostro y descubriéndole alternativamente, me recuerda el momento en que te conocí; el momento en que tu madre, quitándote el velo, hizo aparecer a mi atónita vista esas facciones de ángel.

Constanza suspiró de placer y adelantó ligeramente su caballo. A la sazón llegaba la comitiva a una de las extremidades del Ponte Vecchio. Un grupo de hombres decentes ocupaba gran parte de la calle. La señora Donati distinguió entre ellos a algunos nobles gibelinos y se estremeció involuntariamente. Enrique d’Arezo, pariente inmediato de los Amidei, separándose del grupo, se adelantó con rapidez y detuvo de la brida el caballo de Buondelmonti, diciendo a éste:

—Tengo que hablaros.

Buondelmonti por un solo momento permaneció estupefacto, mirando a Enrique, y luego exclamó:

—Soltad. No es ésta la ocasión de hablarnos.

No parecía dispuesto Enrique a obsequiar la indicación de Buondelmonti y, por lo mismo, éste clavó repentinamente sus acicates al caballo, que partiendo con fuerza derribó a Enrique sobre la calzada. La cabeza del joven d’Arezo retumbó contra las piedras y por boca y nariz comenzáronle a salir ríos de sangre.

Buondelmonti, arrebatado por la violencia de su caballo, fue a caer al pie de la estatua de Marte, situada en el centro del puente. Las señoras de la comitiva prorrumpieron en gritos de espanto. Una mujer que salió repentinamente de una puerta inmediata, trató de interponerse entre Buondelmonti y sus asesinos; mas era tarde: el puñal de un noble contrario suyo había quedado clavado en su corazón. El güelfo, por algunos instantes, se agitó con las convulsiones de la muerte, y enseguida quedó inmóvil en el suelo, y en medio de un charco de sangre.

La mujer que había tratado de salvarle se arrojó sobre el cadáver, cerró sus ojos y le estrechó silenciosamente en sus brazos.

Los gibelinos habían desaparecido.

Las señoras y los nobles de la comitiva se desmontaron y formaron círculos alrededor del grupo. Constanza se adelantó bañada en lágrimas. Cuando en la mujer, desconocida hasta entonces, reconoció a María Amidei, todo lo comprendió. Arrodillose al lado del cadáver de Buondelmonti, y alzando la vista hacia María, que estaba en pie, pálida y con los ojos extraviados, murmuró estas palabras.

—¡Perdón para él y para mí!

María se quitó su velo blanco y le extendió sobre el cuerpo ensangrentado de Buondelmonti. Después abrazó a Constanza, le dio un beso en la frente y cayó muerta a sus pies.

¡Noble y generosa criatura, como había dicho muy bien el anciano Amidei!

Podemos terminar esta narración por medio de las mismas palabras de Sismondi. Hablando este historiador de las repúblicas italianas de la muerte de Buondelmonti, dice: «Cuarenta y dos familias del partido güelfo se unieron y juraron vengarle; corrió, en efecto, la sangre, y todos los días afligió a Florencia un nuevo asesinato, una nueva batalla, por espacio de treinta y tres años».


Publicado el 16 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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