Aura o las Violetas

José María Vargas Vila


Novela corta



Dedicatoria

A mis hermanas
CONCHA Y ANA JULIA

Vosotras sabéis bien por qué publico estas páginas, vosotras fuisteis testigos de la insistencia con que la madre adorada, que acaba de abandonarnos, me suplicaba, en su correspondencia, me solicitaba, en su correspondencia, que las publicara, pues sólo conocía fragmentos de ellas. Listas estaban ya, para ver la luz, accediendo a su deseo, cuando el destino acaba de arrebatárnolas para siempre, sin que pudiera yo, ausente de la Patria, ni recibir su último suspiro, ni estrecharla por última vez contra mi corazón! Ya sus ojos no se posarán en estas líneas, ni sus labios repetirán las palabras en ellas escritas. Ya la mujer fuerte, la madre mártir, la compañera de mis luchas y mi infortunio, ya no existe! Pero quedáis vosotras, herederas de sus virtudes, imitadoras de su ejemplo. A vosotras que sois el reflejo de su alma, os la dedico.

Vuestro amante hermano:

JOSÉ MARÍA

A los lectores

He aquí una relación, no una novela. Si aspiráis a hallar en ella una de aquellas tramas complicadas e interesantes de que tanto gusta la imaginación fecunda de los novelistas; si deseáis el desarrollo de una intriga, o la persecución de un fin moral, social o religioso; si anheláis el purismo del lenguaje, la belleza de las frases, o el clasicismo del estilo finalmente, si deseáis hallar algo de lo que hace interesante o meritoria; una obra, cerrad el libro, porque nada de eso encontraréis en él.

Una narración sencilla, desaliñada, natural, casi pueril; el desarrollo de uno de esos dramas del corazón, tan frecuentes en la vida la historia de una pasión como tantas otras las confidencias hechas en el seno de la intimidad por un amigo muerto ya, y escritas luego en playas extranjeras, bajo el dulce recuerdo de la Patria: he ahí lo que son estas páginas.

Publicadas, en parte, como folletín, en un Diario de Ciudad-Bolívar, han tenido la vida efímera del periódico, y pronto desaparecerían por completo, si hoy, reuniendo los números dispersos de aquel Diario, haciéndoles algunas correcciones, y completándolas, no las publicara en esta forma. Soy el primero en confesar que nada habrían perdido las letras con su absoluta desaparición, como nada ganan con que vean la luz; pero eso no obsta para que las publique hoy en forma de libro, sin pretensión ninguna. Como sé que no están destinadas a vivir largo tiempo, sólo deseo para ellas la benevolencia de unos y el olvido otros eso les basta.

J.M.V.V.

Aura o la violetas

Descorrer el velo tembloroso con que el tiempo oculta a nuestros ojos los parajes encantados de la niñez; aspirar las brisas embalsamadas de las playas de la adolescencia; recorrer con el alma aquella senda de flores, iluminada primero por los ojos cariñosos de la madre, y luego por las miradas ardientes de la mujer amada; traer al recuerdo las primeras tempestades del corazón, las primeras borrascas del pensamiento, los primeros suspiros y las primeras lágrimas de la pasión, es un consuelo y un alivio en la adversidad;

parece que el alma desfallecida, se rejuvenece con aquellas brisas; el corazón se vuelve a abrir a los reflejos de aquel sol purísimo, y la imaginación vuelve a adornarse con el espléndido follaje de aquella primavera inmortal;

¡primer amor! ¡encanto de la vida, alborada de la felicidad; los rayos de su luz no mueren nunca! ¡corona encantadora de la niñez, formada con las primeras flores que brota el alma, y acariciada por los hálitos de la inocencia! el tiempo la marchita, y descolora después; pero, las hojas mustias de aquellas flores, los rayos amortecidos de aquella aurora, las claridades de aquella edad, en que vaga aérea y vaporosa, la imagen de una mujer, envuelta entre las gasas de la infancia; aquellos recuerdos y aquella historia, son la más bella herencia de la vida;

páginas de la adolescencia, recuerdos de la cándida mañana de la vida, cánticos melodiosos de aquel himno, murmullos de aquella edad bendita, ¡cuan gratos son al corazón herido! ellos traen al alma, recuerdos del nativo campo, brisas del huerto paterno, rumores de sus ríos, perfumes de sus bosques, voces queridas, imágenes amadas, y besos de la madre, enviados en las alas de la tarde;

¡vosotros despiertan al corazón!
¡benditos sean!

* * *

Hay al volver los ojos al pasado, seres tan íntimamente ligados a las escenas más interesantes de nuestra vida, que marcan en la memoria, las huellas de su existencia, con caracteres indelebles, y señalan épocas, días y horas, que se levantan fijos como fantasmas, en la neblina obscura de otro tiempo; cruces solitarias, clavadas allí, por el recuerdo, mostrando las jornadas que nuestra planta vacilante, incierta, de viaje siempre, a las regiones desconocidas de la Eternidad, no ha de volver a repasar jamás; tales han sido las violetas para mí, su presencia me despierta tantos recuerdos, su perfume trae a la memoria tantas ilusiones perdidas, que cada una de ellas me parece una estrofa, arrancada de aquel poema, cuyos primeros cantos formaron la aurora de mi vida.

* * *

Catorce primaveras contaba yo aquel día;

esta frente, que veis palidecida y angustiada, era entonces tersa, despejada y serena; estos ojos que han enturbiado después las lágrimas de la desesperación, y los insomnios del pesar, eran grandes y negros, abiertos, soñadores; Esta cabellera, en la cual despuntan hoy delgados hilos de plata, como un pago anticipado, del invierno del dolor, al invierno de la edad, era entonces negra, rizada y abundante; estos labios amargamente plegados ahora por la decepción, sonreían con esa ingenua franqueza, con que un alma de catorce años sonríe a la mañana de la vida; mi alma era pura, como la sonrisa de una madre, y mi corazón inocente, como la mirada de un niño;

¡y, ella! ¡cuán bella estaba aquel día, con sus hermosos ojos azules, como flores de borraja, sus blondos cabellos, del col de las margaritas en estío, su semblante pálido, y su mirada triste!

¡cuán bien le sentaban su traje vaporoso, azul, y su sombrero de paja, atado debajo de la barba, con cintas del mismo color!

el sol descendía lánguidamente al ocaso, y sus últimos fulgores iluminaban la naturaleza, con esa luz melancólica y tibia ;con que e] astro rey se despide de aquella parte de la tierra que empieza a dormirse en los brazos de la sombra, helada, los besos de la noche; las nubes vagaban desgarradas en el firmamento, semejando copos de níveo vellón, y más encendidas al Occidente, parecían con los resplandores de la luz moribunda, las últimas gradas de un incendio lejano; era la hora del crepúsculo, en que las aves se recogen al nido, tendiendo sobre él las alas entreabiertas, y las flores de noche abren sus cálices pálidos, al primer resplandor de los luceros, cual si fueran las almas de las muertas vírgenes, que vienen al silencio de la noche, a recibir los besos que sus amantes les mandan con rayos de luz desde el espacio; esta hora en que la naturaleza toda, al compás de las palmas que se mecen, de las palomas que se quejan, de las olas que ruedan, de los murmullos que gimen, y, viendo levantarse la luna silenciosa en el Oriente, como una hostia sostenida en el espacio, por las manos de un sacerdote invisible, parece mur­murar con todos aquellos acordes, una plegaria a su Creador;

hora meditabunda y triste, para las almas soñadoras y enamoradas; ¡hora de la meditación y el sentimiento, de las tristezas y del amor, hora sublime!

el huerto de la paterna estancia, estaba lleno de perfumes; las brisas murmuraban tristemente, como los acordes de un arpa desconocida, pulsada en el silencio de aquellos campos por el genio de la soledad; el cielo estaba sereno, despejado, como nuestra conciencia de niños; las flores se inclinaban temblorosas a nuestro paso; los viejos árboles que nos habían visto crecer cerca de ellos, parecían brindarnos el toldo de su anciana vestidura para cobijar nuestros amores, y las aves asomaban su cabeza fuera del nido para vernos pasar, levantando un gorjeo débil, cual si estuviesen celosas de nuestra felicidad. Aura, apoyada en mi brazo, caminaba distraída, dejando errar su mirada dulce, por las riberas del torrente cercano, bordadas de lirios blancos y de azucenas silvestres, y apenas hollaba con su planta las gramíneas que le servían de alfombra; yo, me sentía orgulloso y feliz, de llevarla a mi lado, aquella niña vaporosa y bella, soñadora y triste; había sido el encanto y la dicha de mi niñez; juntos habíamos nacido, bajo ese cielo siempre primaveral de nuestra patria, habíamos crecido a la sombra de aquellos bosques gigantescos, y nos había servido de horizonte la inmensa esplendidez de aquellos valles; junto con ella y mis hermanas, habíamos recorrido alborozados esos campos, en pos de las perdices, cazando con flechas las palomas, y robándoles el nido a las alondras, y cuando las sombras de la noche nos sorprendían, regresábamos al hogar, recibíamos la bendición, que mi madre daba a todos, como si ella también fuera su hija, rezábamos al toque de oración, y nos separábamos luego, dándonos cita para recorrer al día siguiente algún paraje olvidado en nuestra última excursión;

los viejos arrendatarios de la hacienda, estaban acostumbrados a vernos vagar juntos, en alegre caravana, recorriendo sus campos y hollando descuidados sus plantíos, y, muchas veces, habíamos tomado en su rústico albergue, el pan y la leche con que nos obsequiaban aquellos sencillos campesinos, que habían sido: unos, compañeros de mi abuelo en sus faenas de campo; otros, soldados de mi padre en las últimas campañas, y hoy, cultivadores de aquella hacienda, donde mi madre se había refugiado cor: nosotros, después de la muerte de mi padre, y los cuales miraban con tan cariñoso respeto, a la viuda y a los huérfanos, que habían ido a vivir allí, entre los restos de su pasada opulencia, como el que habían tenido por sus antiguos señores, en todo el esplendor de su fortuna;

así se habían pasado los primeros años de nuestra infancia, sencillos y puros, como la vida de las aves que gorjeaban sobre nuestras cabezas, inocente y amable como la de los niños pastores de las tribus bíblicas;

después, un poco más crecidos, el corazón y la mirada, los suspiros y los anhelos infinitos, nos hicieron comprender que nos amábamos, y despertamos a un mundo nuevo, entre los himnos de aquella naturaleza, virgen como nosotros, los cánticos de aquellas aves, los murmullos de aquellas fuentes, el esplendor de aquel cielo bellísimo y la galana exuberancia de aquella vegetación tropical, como debieron despertar Adán y Eva, a los primeros rayos del sol y a las primeras sensaciones de la pasión, entre todas las armonías, la luz y la belleza del paraíso;

desde entonces comprendimos el amor, y ya nuestros ojos se buscaban con insistencia, cada una de nuestras sonrisas era una promesa, y cada una de nuestras palabras era una confesión; Buscábamos la soledad, porque el mundo nos era importuno, y nos entregábamos a esos raptos de dulce melancolía, en que parece que las almas de los amantes, se desprenden de sus cuerpos, y alzando el vuelo juntas, cual dos palomas que dejaran el nido, buscan regiones más serenas donde poder hablarse en ternísimos coloquios, de aquel amor que forma su ventura;

¡cuántas veces, su mano entre mis manos, y mi frente sobre su seno, nos arrobamos en aquellos éxtasis sublimes, mirando declinar el sol, hasta que las sombras de la noche nos advertían que era tiempo de volver a casa!

¡virginidad del alma, primera eflorescencia de la vida, primavera del amor, quién os tuviera! ¡Quién conservara una no de vuestros himnos, una palabra de vuestros cantos, una flor de vuestras coronas, que sirviera de consuelo en esta noche eterna de pesar!

así se deslizaba nuestra vida mansa y feliz como un rumor la soledad, como una onda en el lago, como un murmullo en el viento; éramos dos aves gemelas, ensayando el vuelo en el nativo bosque, dos olas jugueteando en el remanso azul de un mismo río, dos lágrimas de la aurora en el cáliz de una misma flor, dos lirios nacidos y enlazados a la ribera de una misma fuente; pero, ¡ay! pronto la tempestad debía rugir sobre nosotros; el nido de nuestra felicidad debía caer al suelo y separados tristemente, iríamos a consumirnos al dolor de la ausencia;

yo veía la tormenta condensarse sobre nuestras cabezas, veía que el rayo de la desgracia iba a herir aquella frente inmaculada, y no podía protegerla, ni me atrevía a anunciarle la desventura que nos amenazaba;

embebido en tan tristes pensamientos, llegamos al sitio de Las «Violetas», espacio cubierto por grandes árboles, bajo cuya sombra crecían en profusión, aquellas flores que ella amaba tanto, y al cual, los campesinos habían dado aquel nombre poético y bello.

Aura, quitóme de la mano el pequeño cesto que yo le había ayudado a conducir, y doblando las rodillas, se inclinó para llenarlo de violetas;

¡cuán bella estaba así!

después, han pasado muchos años; errante y solitario, he llegado a aquel lugar, y siempre me ha parecido verla allí, arrodillada, formando ramilletes con las flores;

mientras permanecía en aquella actitud, yo la devoraba con la mirada, y al pensar que iba a abandonarla, acaso para siempre, no pude contenerme, y las lágrimas brotaron de mis ojos;

ella, acababa de formar un pequeño ramo, que ató con hebras de sus cabellos a falta de cinta, y alzando la frente, me lo alargó con cariño, diciéndome:

–Toma, éste es el tuyo;

pero al fijar sus ojos en los míos notó que había llorado, y poniéndose de pie, exclamó con emoción:

–¿Qué tienes? ¿por qué lloras? ¿por qué estás triste?

temblaba la pobre niña como azogada, y sus ojos suplicantes inspiraban lástima;

callé, porque no me atrevía a desgarrar su corazón, con la noticia de mi partida.

–Por piedad –me dijo entonces–, dime qué tienes;

había tanta tristeza en su mirada, tan profunda desesperación en su acento, que fue preciso decirle todo;

al saber que era la última vez que debíamos vernos en mucho tiempo; que al día siguiente partiría para la Capital, donde mis parientes me reclamaban para que principiara mis estudios y que duraría largos años sin verla, lanzó un gemido ahogado, como el grito de una torcaz que va a morir, y se lanzó a mis brazos exclamando con desesperación:

–No te vayas, por Dios, no me abandones;

nada pude responderle, porque los gemidos ahogaban mi voz; estreché contra mi corazón, su cabeza idolatrada, y nos sentamos sobre el césped; allí, permanecimos mudos, largo rato, sus lágrimas caían sobre mi pecho, y las mías empapaban sus cabellos;

¡qué cuadro aquél! ¡dos niños heridos por la primera ráfaga del dolor, y estrechándose el uno al otro, como para protegerse contra la desgracia!

¡cuánto lloramos! el corazón, en la adolescencia, es como una sensitiva; se abre al más tibio rayo del sol del placer, y se recoge estremecido al contacto del dolor;

feliz edad, aquella en que se encuentra el llanto como un consuelo, en presencia de la adversidad;

¡ay! después he buscado en vano en mis ojos, una lágrima para desahogarme; el pesar y la desesperación las han secado;

así mudos y absortos permanecimos un rato; después, hablamos mucho y muy paso; ¿qué nos dijimos? el coloquio de dos almas inocentes, en el silencio de un bosque, prontas a separarse tal vez para siempre, es como acordes de un himno misterioso, que sólo pueden remedar los ángeles; como estrofas incoherentes, voces truncas de un idioma divino, de un canto melodioso, que no se vuelven a escuchar jamás;

en aquel silencio que todo lo envolvía, sólo se escuchó por algún tiempo el ruido confuso de nuestras voces, murmullos y gemidos, y besos, y promesas, y súplicas de amor...

cuando volvimos de aquel delirio apasionado, en que nos habían sumido el cariño y el dolor, la noche acababa de cubrir el firmamento, con sombras tan espesas, como las que acababan de caer sobre nuestra alma;

mudos y temblorosos, no acertábamos a mirarnos, pero al fin era preciso decirnos adiós;

haciendo un esfuerzo supremo, la estreché por última vez contra mi pecho, junté a los suyos mis labios yertos, y, al separarlos, sentí que mi alma se quedaba en ellos; como un hombre que huye de la luz, me cubrí los ojos con la mano, y me alejé rápidamente;

sonó un grito débil a mi espalda, volví a mirar, y Aura, que había caído de rodillas sobre aquella alfombra de violetas, pálida como un cadáver y bañada en llanto, pronunciaba mi nombre;

cerré los ojos para no verla llorar, apuré el paso, y doblé senda que conducía a mi casa.

* * *

¡Cuántos años han pasado y siento aún la impresión de aquella escena!

al llevar aquella noche la mano a mi frente, hallé marchitas en ella, las flores de mi corona infantil, cuyas hojas des­prendidas, aun agitaba el viento en aquel bosque, y en el corazón sentí algo como la punta de un puñal que se clavaba en él; ¡Dios mío! era mi niñez que moría con mi ventura; ¡eran los últimos resplandores de mi infancia, que se apagaban para siempre ya!

estrechando contra mis labios, el único ramo de violetas que había recibido de sus manos, me dormí soñando con su amor y mi desgracia; varias veces desperté sobresaltado, y veía a mi madre, ya inclinada al pie de un crucifijo, o ya llorando cerca de mí, y besándome en la frente; la pobre viuda veía acercarse la partida de su hijo, y comprendía que la mitad de su corazón se iba con él;

al día siguiente, empapado por las lágrimas de aquella madre amorosa, y las de mis hermanas, dejé la casa de mis mayores con el corazón transido de agonía; a poca distancia de allí, me hallé frente a la casa de Aura; a las primeras luces del día, vi una sombra que se dibujaba tras de las cortinas de un balcón; el corazón la reconoció: ¡era ella!

la ventana comenzó a abrirse, y una mano blanquísima asomo; creí que iba a llamarme; no sintiéndome con fuerzas Para aquel último sacrificio, me incliné sobre el caballo, le clavé las espuelas, y partí como un rayo... atravesé el río, y pronto me encontré en el recodo del camino que me ocultaba a la vista de los de la casa; allí me alcanzó el criado que me acompañaba, y me entregó lo que había recogido al pie del balcón: era un ramo de violetas, atado con una cinta blanca, en cuyos extremos se leía trazado con lápiz: –de un lado ¡adiós! –del otro, Aurora;

acerqué mis labios a aquella reliquia cariñosa, y seguí mi camino, diciendo con el alma, un adiós a aquellos bosques queridos, que habían sido la cuna de mi amor, los amigos de mi niñez y los testigos de mi felicidad; cada uno de ellos era un recuerdo querido; bajo su sombra protectora había fabricado mi espíritu soñador, sus mejores castillos de ilusión, y había pulsado la lira, en los primeros ensayos de mis cantos;

allí dejaba mi amor; jirones de mi virtud, y recuerdos de mi infancia, y sólo llevaba, en cambio, un puñado de violetas símbolo de tanta pasión, tanta felicidad, y tanta angustia

* * *

Tres años de abandono y soledad pasé en los claustros de un colegio;

la imagen de mi madre, y de mi amor, eran mis nuevos compañeros, en mis largas horas de desesperación: sus cartas, el único consuelo de mi angustia, y, la esperanza de tornar a verla, la única que acariciaba en mis dolores;

al fin llegó el día deseado;

como bandada de perdices que abandonan una era, mis compañeros y yo abandonamos el colegio para salir a vacaciones, en los primeros días de un hermoso mes de diciembre;

contento, risueño, y lleno de ilusiones, torné a la casa paterna;

todo lo hallé lo mismo: las caricias amantes de mi madre, el cariño sencillo y siempre igual de mis hermanas, y el calor siempre grato de mi hogar; ¡sólo el amor de Aura, no era el mismo para mí!

en vano mis ojos buscaban a sus ojos, si huía de mis mi­radas; en vano quería hablarle a solas, si huía de mi presencia; indiferente y fría, parecía no conservar ni el recuerdo de nuestro antiguo amor;

mis ojos tímidos, ya no osaban alzarse hasta ella, y el corazón temblaba azorado, en presencia de tanta ingratitud; mi alma sencilla y buena, no podía comprender esto; yo creía que tenía obligación de amarme, porque yo la amaba mucho, y que no podía olvidarme, puesto que yo no la olvidaba un momento;

¡la candidez del alma me perdía!

resolví escribirle, y así lo hice, pero no dio contestación a ninguna de mis cartas;

¿a qué se debía esta variación? he ahí lo que me torturaba la imaginación;

¿qué podría moverla a tratarme así, a mí, que había contado los días y las horas que estuve lejos de ella, y que creía enloquecer de placer al volver a verla?

¿era éste el pago a tanto amor, a tanta adoración?

mis ojos; la seguían adondequiera, tratando de descubrir secreto de su perfidia;

la sorprendí muchas veces, pensativa y triste, y una tarde, oculto entre los árboles del jardín, la vi apoyada en el antepecho de un balcón, leer con avidez, un papel que llevó luego a sus labios, y cuando alzó el rostro, corrían por sus mejillas dientes gotas de llanto;

entonces me pareció comprenderlo todo; Aura amaba con pasión a un hombre, y ese hombre no era yo;

¡ay! ¡entonces, la virginidad del alma, se desgarró en pedazos, los celos y la angustia, acabaron la paz del corazón!

la tristeza cayó sobre mi alma, como cae la sombra de la noche, sobre el silencio helado de los mares; el cariño de mi madre, no alcanzaba a consolarme, y niño, enamorado, solitario, el mundo me parecía un desierto sin un amigo cariñoso, para confiarle mis dolores;

la melancolía de los desgraciados se apoderó de mí;

di entonces, por recorrer uno por uno, los lugares en que habíamos estado juntos, y me extasiaba en evocar allí, los re­cuerdos del pasado; visité los sitios más queridos a la memoria, las piedras del camino, en que ambos nos habíamos sentado, los árboles cuyos frutos le agradaban más; y, que yo le ayudaba a desgajar, las fuentes a que concurríamos con mayor frecuencia, y los prados en que solíamos descansar;

cada uno de aquellos sitios, era un altar de recuerdos, en el cual yo la adoraba en silencio;

allí me recogía, para tributarle culto, como el salvaje busca el misterio de los bosques, para postrarse de rodillas, y alzar los ojos al Sol que adora como su dios; como los antiguos indios de América se inclinaban sobre el cristal tembloroso del lago, para adorar la luna reflejada en él, y luego alzaban sus cantos, que repetían los ecos de las selvas, e iban a morir en las riberas del Océano; así la adoraba yo, en - silencio de aquellos campos, testigos de mi dicha pasada, y así escapaba de mi labio su nombre, mezclado a mis sollozos; yo lanzaba como un gemido, y el viento lo murmuraba como un cántico;

mis días, transcurrían monótonos y lentos, entre la incertidumbre y el dolor;

en vano, me examinaba a mí mismo, tratando de buscar la causa de su desamor: no la encontraba;

sus cartas, durante el tiempo de mi ausencia, habían sido siempre cariñosas para mí, y llenas de promesas, aunque las-últimas tenían un tinte de tristeza y de ambigüedad indefinibles;

el día que llegué, había llorado de felicidad, cuando la abracé junto con mis hermanas; sus ojos y su emoción, no podían mentir; pero, después, cuando aprovechando un momento de soledad, quise hablarle en tono confidencial, como su amante se puso en pie, confusa, temblando, suspiró tristemente y sé alejó;

otro día, que, dispuesto a pedirle una explicación, la sor­prendí sola en el corredor, y quise tomarle una de sus manos trató de gritar, se libertó de mí, y, como una cierva perseguida, corrió a los aposentos; la seguí hasta el oratorio, donde confusa y temblorosa, fue a arrodillarse al lado de mi madre, que oraba en aquel momento;

desde aquel día, esquivaba mi presencia; venía lo menos posible a casa, y evitaba hallarse sola conmigo, buscando siempre la compañía de mis hermanas, o el lugar más próximo a mi madre;

mi desesperación, aumentaba cada día, y, para mi desgracia, hallábala más bella que nunca;

su cuerpo había tomado la esbeltez de la mujer formada; tenía cierta languidez en sus maneras, cierta voluptuosidad inocente en sus movimientos, que la hacían encantadora; el eco de su voz, de esa voz que a través de tanto tiempo, aun llega a mi alma, como el eco de una melodía lejana, era entonces más armonioso y más dulce; sus hermosos ojos azules, agrandados por las ojeras, que el pesar había impreso en su rostro, tenían un aire de melancolía infinita; de esa melancolía de los mártires y de los genios, de las almas que sufren y que piensan, y que aman con pasión un solo ideal; parecía vivir en el mundo, por lo humano, pero vivir por el pensamiento en Dios; aquella frente, pensadora y seria, se alzaba con majestuosa dignidad, como si tuviese algo de divina; había nacido para ser coronada, ya con las bellas flores del amor, ya con las pálidas y tristes del martirio; su sonrisa, era bella, pero melancólica, como la luz del crepúsculo, y se notaban en su fisonomía dulzura para el amor, y resignación para el sacrificio; era una de aquellas mujeres predestinadas a andar entre las borrascas del mundo, como pintan a Jesús, sobre el Tiberíades, sin hundir las plantas;

y, sin embargo, aquella mujer, así tan sublime e ideal, era perjura, había olvidado nuestro amor, destrozado mi felicidad y llenaba mi alma de amargura;

¡cuánto sería mi despecho y mi pesar, al pensar que en otro tiempo había sido mía; que su corazón había latido enamorado, sólo para mí; que yo, había despertado sus primeras sensaciones, y hoy no me amaba!...

ella, cuya imagen, había sido compañera en las horas de estudio, cuando colocando su retrato, entre las hojas abiertas de mis libros, la contemplaba, extasiado, horas enteras; ella, a quien veía en mis sueños, venir hacia mí, con los cabellos flotantes, y los ojos medio entornados, para hablarme al oído, y revolar luego, entre las cortinas de mi lecho, como el ángel custodio en mi descanso; ¡ella me había olvidado!...

¿habéis sabido lo que es alimentar una ilusión, verla nacer, crecer, y desarrollarse con nosotros, y luego, verla convertida en humo, llevándose la paz del corazón? ¿habéis sabido, lo que se experimenta, al ver pasar cerca a nosotros, una mujer que ha sido nuestra, y que hoy nos mira con indiferencia o con desprecio? ¡y contemplar aquellos labios, en los cuales, se posaron tantas veces los nuestros; aquellos ojos sobre los cuales nos inclinábamos para leer en el fondo de su alma; aquel seno que estrechamos tantas veces contra nosotros, y aquella mirada, antes apasionada y tierna, hoy indiferente y fría! ¡y, ver que nada de esto nos pertenece ya!... ¡qué des­pecho se apodera de nosotros! ¡cómo anhelamos, volver a gozar uno siquiera, de aquellos ratos, que ya no retornarán! aquella mujer, huyendo de nuestro amor, es más bella a la imaginación, que cuando se adormecía en nuestros brazos; sus atractivos resaltan a nuestra fantasía, con la idea del misterio; así, esquiva, la desea más el corazón, que amante y rendida; ¡tanto así, ama el alma lo imposible!

además, Aura se presentaba más bella a mis ojos iluminada por los rayos ardientes de la juventud, que despuntaba en ambos, que cuando la vi tan pura a la luz apacible de la mañana de la vida; entonces su hermosura hablaba sólo al alma inocente de un niño, ahora hablaba al alma, al corazón, y a los sentidos de joven, en toda la ebullición de las pasiones, y enamorado de ella hasta el delirio;

su hermosura, su esquivez, y mi pasión, parecían reunirse para aumentar mi infortunio.

* * *

Dominado por mis tristes pensamientos, y perseguido por amargas reflexiones, llegué una tarde al sitio de «Las Violetas» testigo en otro tiempo de mi felicidad; todo estaba lo mismo los árboles gigantescos, dando siempre sombra, a la casta mansedumbre de esas flores; las mismas enredaderas, tejiendo guirnaldas sobre la frente de los arbustos; la misma soledad, la misma calma; pero en vano, busqué una huella de nuestra última visita, no la hallé; el viento no guardaba ya, ni memoria de nuestras palabras; nuevas flores habían brotado en el suelo; nuevos vientos habían soplado en la espesura, y murmullos y voces, muy distintos, traía la brisa en sus flotantes alas; las violetas, daban su perfume de siempre, abrillantando sus morados pétalos, con la luz amarilla del crepúsculo; cogí algunas, y las llevé a mis labios, ¡ay! no eran las mismas que ella acarició con su aliento, cuando niños, y tímidos, llegamos allí, a decirnos el postrer adiós;

ante aquel bosque, tabernáculo de nuestro amor, poblado de tantas memorias, y tantos recuerdos, permanecí absorto y meditabundo, como un hijo en presencia del sepulcro de su madre; ¡aquella era la tumba de mi felicidad!

también, la tarde expiraba, como aquella tarde de mi des­pedida, las aves voloteaban sobre mi cabeza, y las blancas pasionarias, abrían sus hojas pálidas, a los besos de la noche, que avanzaba; pero ¡ay! el dolor que embargaba mi alma, era más profundo, que el de aquella otra tarde; me recliné sobre el sitio en que habíamos estado juntos, y allí permanecí largo rato, como abrazado a su memoria, y dormido en el regazo del recuerdo.

* * *

Cuando me puse en pie, era ya de noche; me dirigí a la casa, atravesé sin ser sentido, los corredores y entré a la sala;

al pasar el umbral de la puerta, me estremecí, como deslumbrado por un rayo, y di un paso atrás; Aura estaba allí, sola, reclinada en un sofá, y en un momento de completa abstracción; tenía su hermosa cabeza, apoyada en una mano, cuyo brazo se hundía en el fondo carmesí de un cojín, y, sus hermosos cabellos, caían hacia atrás, como para formarle una aureola d esplendor; la luna, que penetraba a través de las vidrieras, y cortinaje del balcón, dejaba caer la luz sobre su rostro pálido, con ese tinte amarillento y triste, con que baña las hojas mustias de - azucenas que ha desgajado el viento en la espesura; tenía un aspecto tan abatido, que me detuve a contemplarla;

no se dio cuenta de mi llegada, o no tuvo fuerzas para huir, porque permaneció inmóvil; avancé hacia ella.

–Aura –le dije con un acento débil;

Entonces levantó la frente;

al sentir después de tanto tiempo, la luz de su mirada sobre mí al verla tan cerca, al comprender en su aspecto que sufría, no pude contenerme; los recuerdos de mi amor, y de mi sufrimiento, brotaron a mi mente, y me arrojé a sus plantas; tomé en las mías, sus manos heladas, las cubrí de besos y de lágrimas, y recliné sobre ellas mi frente angustiada;

ninguno de los dos acertábamos a hablar una palabra; últimamente, yo rompí el silencio; conmovido y sollozante, le hablé de mi amor, de mi desesperación, de su indiferencia; hice pasar ante ella, los recuerdos de nuestra infancia, sus promesas, y las horas de nuestra felicidad; le dije, cuánto había sufrido y llorado, aquella tarde en Las Violetas, y, le pedí piedad para mis dolores; al fin, cuando con toda la vehemencia de mi alma, la acusé de su perjurio, y la hice cargo de la desgracia de mi vida, agitada por los sollozos, juntando sus manos y acercándose a mí, en un ademán de infinita desesperación, me dijo:

–Perdóname, perdóname, yo no tengo la culpa;

y, volvió a caer cubriéndose el rostro con las manos;

alentado por aquellas palabras, redoblé mis súplicas, mezclando con ellas, el nombre de Dios, y la memoria de su padre; los ojos cubiertos con la mano, que sostenía su pañuelo de batista, la cabeza inclinada hacia atrás, ensimismada y sombría, no me respondía nada, parecía no oírme siquiera;

herido como un tigre, por aquello que yo reputaba indiferencia, me levanté furioso, arrojé el insulto a su cara, fingí sentir desprecio por ella, y con extraña vileza, le hice una acusación cobarde...

pálida y muda, ante aquella humillación, no lanzaron sus labios una queja alzó sus grandes ojos bañados de lágrimas al cielo, bajó la frente y prorrumpió a llorar;

conmovido con tanta abnegación, volví a caer a su lado, implorando el perdón de mi falta; estreché sus manos, recliné su frente sobre mi pecho, y agasajé sus cabellos; se dejaba acariciar como una muerta; ceñí su talle con mi brazo, y la traje sobre mi corazón, entonces exhaló un gemido.

–Aura, Aura mía–le dije entonces–, ¿por qué me has aborrecido?

como despertando de un sueño sacudió su pálida cabeza y clavando en mí sus ojos llenos de ternura y de pasión, estrechó mi mano contra su pecho, y me dijo:

–Sé generoso, perdóname, y ten compasión de mí;

después, mirándome fijamente murmuró:

–¡Cuánto has sufrido, amor mío!... y, apartando los cabellos, que habían caído sobre mi frente angustiada, aplicó a ella los labios; al contacto de aquel ósculo pasaron todas las nubes de mi desgracia, y me sentí de nuevo revivir.

–¿Me amas aún? –le dije.

–Sí, mucho, mucho –respondió tan triste, como el ge­mido de un ave moribunda.

–¿Me olvidarás?

–¡Nunca!

–Entonces, ¿por qué me has hecho sufrir tanto?

–Calla, por Dios, no me preguntes nada –dijo, y selló mi boca con su mano;

el amor, la soledad y la sombra, nos rodeaban;

recliné mi cabeza enloquecida sobre su seno, y caímos en un éxtasis de pasión...

poco después, la voz de una de mis hermanas, se oyó en el corredor llamándola; entonces, volvimos a la realidad de la vida; me estrechó por última vez, y se levantó sobresaltada; arrancó con mano temblorosa, un ramo ajado de violetas que adornaba su pecho y me lo dio; conservé aún por un momento, su mano entre las mías.

–Adiós –me dijo con un estremecimiento nervioso; había en su voz, algo de solemne, y me pareció como salida del fondo de un sepulcro.

–¿Cuándo nos volveremos a ver?

–Muy pronto.

–¿Y, entonces, me lo explicarás todo?

–Sí, mañana lo sabrás todo.

–Ingrata –iba a decirle, pero cuando fui a llevar su mano al corazón, había desaparecido como una sombra;

quise perseguirla, mas cuando llegué a la puerta, el ruido de sus pasos se perdía en el aposento de mi madre; abrumado de emociones contrarias, me arrojé sobre el mismo sofá, que ambos acabábamos de abandonar, y un tropel de pensamientos diversos, vinieron a hacerme compañía.

* * *

Mucho tiempo estuve abstraído en mis meditaciones;

parecía un sueño, lo que acababa de pasar; era mucha felicidad para un alma tan habituada al dolor;

ella había estado en mis brazos, había dicho que me amaba, que no me olvidaría jamás! ¡habíamos vuelto a abrazarnos y a amarnos, como en la infancia! ¡cuánta felicidad!

pero, ¿qué misterio envolvía su conducta? ¿por qué no explicarse acerca de ella? ¿a qué ese empeño en callar?

yo no lo comprendía, pero a pesar de mi felicidad, un pre­sentimiento se cernía en mi mente, como un buitre sobre la altura, cuando espía la agonía de su víctima.

–Mañana lo sabrás todo –había dicho, y su voz era entonces temblorosa, y parecía un gemido;

¿qué iría a decirme? ¿qué explicación daría a su conducta? ¿qué revelación tendría que hacerme?

en este dédalo de conjeturas, me perdía, cuando el reloj dio las diez de la noche; entonces me dirigí a mi aposento;

al acercarme a la mesa de centro, vi en ella una carta, la tomé sobresaltado; la letra era de Aura, me aproximé a la lámpara, temblando y anhelante, rompí el sobre; he aquí lo que decía:

"Mucho he vacilado en escribirte, pero no he podido resistir al deseo de hacerlo: sería el tormento más grande de mi vida no haber ensayado siquiera vindicarme a tus ojos; te he amado mucho, para no venir hoy, desesperada y triste, a suplicarte que me perdones: perdóname, bien mío, si te arrastro conmigo a la desgracia; ¡en nombre de tu madre te lo pido! no maldigas a una mujer pobre y desvalida, a quien obliga el infortunio a ser perjura; las olas de la desgracia me arrebatan, me llevan tejos de ti; antes de hundirme te saludo; he luchado mucho entre mi desgracia y mi amor; estoy vencida por la primera; antes de marchar al sacrificio, vengo a decirte adiós;

"Huérfana, infortunada, no he tenido quien luche por mí, y e sucumbido; esta carta será la última que te escriba; mañana la distancia, y pocos días después, el deber, alzarán un muro inaccesible entre los dos;

"Temo decirte la verdad, pero es preciso; mañana parto; ¡esta es mi despedida!;.. hubiera querido como aquella tarde, víspera de tu viaje, abrazarme contigo antes de partir, pero no me he sentido con fuerzas para hacerlo; comprendo que tu amor me haría vacilar; no te vuelvo tus cartas, tus versos, ni tu retrato; déjamelos llevar, son mi tesoro.

"¡Ay! ¡despidámonos también, de todos nuestros planes de ventura para lo por venir, porque todo ha acabado entre los dos!... ¡el destino lo ha querido así; vacilo al decirte la verdad toda la verdad; pero es preciso que la sepas por cruel que ella, sea; es preciso que sepas que entre los dos no puede existir nada, porque muy pronto seré de otro hombre!...

"Perdóname, si desgarro tu alma, con esta confesión, yo también tengo desgarrada la mía; no me llames perjura, no me condenes, sólo vengo a implorar tu compasión.

"La causa de mi conducta tal vez no podrás saberla nunca pero te juro que te amo.

"Si no es posible que me conserves tu amor, al menos no me castigues con tu indiferencia; a todo me resigno, menos a la idea de que no me ames.

"Perdona la incoherencia de mis ideas, estoy casi loca; si tú me vieras en este momento, me compadecerías; esto es superior a mis fuerzas; es una lucha muy dura para una mujer tan débil.

"Menos sensible, sería arrancarme el corazón que separarme de ti; soy muy desgraciada, no te goces en añadir a mi infelicidad, tu maldición. ¡Ay! pasaría sobre mi frente como una ascua de fuego; ¡ten compasión de mí!

"Si al menos el dolor de esta acción cayera sobre mí sola, sería un alivio, pero te alcanza a ti que no has hecho más que amarme, sufrir por mí, y consagrarme tu vida; ¡qué el cielo tenga compasión de nosotros!... ¡en fin, es preciso concluir: adiós!

"No me sigas, no llevo más aureola en mi martirio, que mi resignación y mi deber, ni más tabla en el naufragio, que la fortaleza de mi alma.

"Si al declinar de alguna tarde, llegas al sitio aquel, en que tanto crecen las violetas, conságrame un recuerdo.

"¡Cuando veas una flor naciendo al borde de una tumba, una sensitiva a la sombra de un roble anciano, una violeta cerca de un trozo de hielo, acuérdate de mí!... de rodillas y con el alma pido a Dios un consuelo para tu dolor, ya que no lo espero para el mío.

"Perdóname si te he hecho desgraciado; no me desprecies nunca, ódiame más bien, porque hay odios que son el reflejo del amor; tu desprecio sería el castigo de una falta de que no soy culpable; ¡quién pudiera mostrarte el corazón en esta carta!

"¡La Religión es el consuelo de las almas creyentes; la Filosofía, dicen, que es el de las almas fuertes; yo me acojo a la primera, Dios tenga piedad de ti!

"Adiós, no me maldigas, perdóname.

Aura»

* * *

Tenía la fecha del mismo día, y se veía que había sido puesta allí, antes de nuestra entrevista casual; Aura no había pensado verse conmigo; Dios lo había dispuesto de otro modo;

aquella carta me lo explicaba todo; a ella debían referirse sus últimas palabras de aquella tarde, cuando dijo: Mañana lo sabrás todo;

cuando acabé de leer, quedé como hebetado; me arrojé ves-do sobre el lecho, y hundiendo mi cabeza en los almohadones, me ahogaba sin poder llorar.

* * *

Mis gemidos debían de oírse fuera del aposento, porque en aquel momento, sentí abrir la puerta con precipitación, y oí eme se acercaban a mi lecho; alcé los ojos; era mi madre;

al verla, tendí los brazos a ella; la atraje contra mi pecho y, prorrumpí a llorar como un niño;

ella sabía ya, la historia de mi dolor, pero al oírla de mis labios, y ver mi desesperación profunda, no pudo contenerse, juntó su frente con la mía, y lloramos mucho;

al fin, haciendo un esfuerzo para fingir serenidad, levantó la faz, secó su llanto, y me dijo;

–Todo lo sé; demasiado tarde, para arrancar de ti ese amor, he venido a comprenderlo, y quizá he ayudado con mi silencio, al desenlace que ha tenido; pero una vez que no podemos evitarlo, es preciso que vuelvas en ti, pienses con juicio, y no te entregues a la desesperación;

moví entonces lentamente la cabeza, como para indicarle que era imposible, y añadí:

–¡Hay dolores que no pasan nunca, madre mía!

–Pero sí se mitigan con la reflexión; el dolor sólo es mor­tal, como ciertas enfermedades, cuando hiere a los viejos; pero a vuestra edad, todo es posible.

—¿Olvidar a Aura? –exclamé como hablando conmigo mismo–; ¿odiarla? imposible.

–¿Odiarla? no, hijo mío, jamás; esa niña es una santa.

–¡Una santa! ¿y me engaña y me vende, y me traiciona? exclamé con ironía.

–Calla, hijo mío; el dolor te hace injusto para con ella; óyeme, y verás cuan digna es de tu estimación:

"muerto su Padre en el campo de batalla, hace algunos años, ha quedado la familia reducida a la pobreza; el pequeño campo en que han vívido hasta hoy, está hipotecado a un hombre muy honrado de la ciudad vecina, que les ha permitido vivir en él; este señor ha pedido la mano de Aura, ofreciéndole su capital, que es cuantiosísimo, y encargándose de la suerte de toda familia;

"ella ha vacilado; pero, ¿qué hacer? como sabes, su hace dos años, que está postrada en el lecho del dolor, de una enfermedad, declarada incurable por los médicos, ti cinco hermanos pequeños, la miseria los rodea, y el hambre la acosa; si ella rechazara esta propuesta, ¿qué resultaría? u muerte en el hospital para su madre, la desgracia para ella la orfandad y el abandono, para sus hermanitos. ¡oh! no; ¡esto sería horroroso!

"ella ha vacilado mucho: ¡cuántas veces me ha contado aquí llorando, sus pesares, y pedídome un consejo! pero ¿qué podría yo decirle? ¿aconsejarle que destruyera tu felicidad? ¡imposible! ¿prometerle que tú te casarías con ella? imposible también porque tú no tienes más que diez y siete años, y eres el único apoyo de tus hermanas y mío; yo sacrificaría gustosa mi felicidad, a la tuya; pero nada conseguiríamos, porque nuestra situación no es tan desahogada, que nos permita resistir el peso de una familia semejante, y en el caso de que ella resolviera aguar­darte, ¿qué haría mientras tanto, arrojada la familia de la casa, sin recurso y sin amparo?

"ante esta situación tan apremiante, ella se ha decidido al fin, porque obligada a optar entre la muerte de su madre, la desgracia de su familia y tu amor, ha resuelto sacrificarse; por­que sí, no lo dudes, ella te ama mucho, y será muy desgraciada; ¡pobre niña, es un ángel!

–¡Un ángel! y se vende –dije yo.

–No blasfemes, hijo mío; ¿no harías tú otro tanto por salvarme a mí, si nos viéramos en caso semejante?

–Madre, por salvar tu vida iría yo hasta el delito.

–Pues bien, admírala y compadécela; ella también salva la vida de su madre;

no me sentía con fuerzas para discutir, el dolor me había aletargado, y callé;

mi madre, entonces se inclinó sobre el lecho, rodeando mi cuello con su brazo, y jugueteando con mis cabellos, como cuando me dormía en la cuna, y comenzó a hablarme de los muchos proyectos que tenía, y con los cuales creía halagarme;

me habló del buen resultado que había tenido el reclamo de una parte de nuestros bienes, del próximo viaje a la Capital, y nuestro establecimiento allí, único anhelo de ella, que amaba tanto su ciudad natal; en fin, de otras tantas cosas con que abrigaba la idea de neutralizar mi pena;

yo, la oía mudo como una estatua, el dolor había llega al paroxismo; sus palabras, se iban como alejando de mí, poco a poco, sentía un sueño horrible, que me embargaba por segundos los objetos se cubrían de una niebla espesa, las luces se movían ante mí, vacilaban; últimamente la sombra me envolvió;

pocas horas después, cuando abrí los ojos, mi lecho estaba rodeado de personas queridas, pero el rostro de Aura no estaba entre ellas;

mi madre, estaba a la cabecera de la cama, mirándome con infinita ternura, y reflejaba en su rostro, las fatigas del insomnio mis hermanas estaban de pie, el médico me pulsaba, y todos espiaban mis movimientos con cariñosa avidez;

yo no podía darme cuenta de lo que había sucedido, mi memoria estaba poblada de sombras; quise pasarme la mano por la frente, como para despejarla; y al abrirla, rodó sobre el lecho un objeto que tenía fuertemente apretado; lo reconocí, y todo rotó entonces a mi memoria; ¡era el ramo de violetas de aquella tarde!

* * *

Convaleciente apenas, sorprendí una noche, en una conversación que sostenían muy paso mis hermanas, la fecha del día en que debía tener lugar el sacrificio de Aura;

entonces medité mi plan;

era preciso verla antes del día fijado, arrojarme así moribundo, a sus plantas, y ofrecerle mi mano, con el resto de vida que me quedaba; interponerme entre el altar y ella; disputársela al hombre que me la arrebataba, hacerla mi esposa, implorar luego el perdón de mi madre, y refugiarnos todos en nuestra antigua casa; allí viviríamos tranquilos, aunque modestamente, pero felices y amantes, como describe el poeta mejicano: ella, siempre enamorada, yo, siempre satisfecho, los dos, una sola alma, los dos, un solo pecho, y en medio de nosotros, mi madre como un dios; ¡la vida, sería así un paraíso, y mi imaginación se extasiaba contemplarlo!...

¡espejismos del alma! celajes engañosos de la felicidad, que halagabais entonces un cerebro enfermo, y una imaginación calenturienta, ¿porqué no acabasteis de enloquecerlos? ¿para que alejasteis 'la luz en la mente, cuando cubríais de tanta sombra mi corazón? ¿no hubiera sido mejor la demencia, que esta laxitud del alma, esta eterna viudez de la existencia?

un nuevo acceso de fiebre, me había tenido de gravedad, oscilando entre la vida y la muerte; nada había podido coordinar para mi proyecto, y el tiempo avanzaba rápidamente era preciso hacer el último esfuerzo; o salvarla, o morir a sus pies en la demanda.

* * *

La aurora, del día fijado por mí para ir a la ciudad, llegó al fin; aunque había estado algunos días privado de sentido por la fiebre, según mis cuentas, y lo que me parecía haber oído a mis hermanas, aun tendría tiempo para hablar con Aura y realizar mi plan; era preciso ocultar mi pensamiento, pero, ¿quién podría imaginar que en el estado de postración en que me hallaba, pensara en moverme de mí lecho? nadie;

eran las cuatro de la mañana; todo estaba en silencio; hacía una hora, que mi madre había vuelto a recogerse, después de darme la última cucharada del medicamento; mis hermanas, que habían velado hasta muy tarde, dormían también; entonces, levanté mi frente, pálida como la de un espectro, y asomé la cabeza fuera de las cortinas del lecho; estaba completamente solo; tomé la ropa, que el criado convenido conmigo, había puesto allí, y comencé a vestirme; pero muchas veces tuve que cesar en esta faena, porque me faltaban las fuerzas; cuando, haciendo un esfuerzo supremo, me puse en pie, sentí un zumbido horrible en los oídos, me faltó la vista, y tuve que asirme a las columnas del lecho para no caer; pero la robustez de la edad, y el fuego de la pasión, me sostenían; cobré nuevas fuerzas y comencé a andar; al pasar por cerca de un diván, que estaba en mi mismo aposento, me detuve conmovido: la mayor de mis hermanas estaba allí, había velado mí sueño hasta que cayó rendida. Eva, momentos antes de despertar al mundo, al lado de Adán, no debió de estar más bella; casi todo su cuerpo se ocultaba bajo el manto negro de sus cabellos destrenzados, que sólo dejaban ver a trechos sus vestidos, y el perfil admirable de su rostro; así se duermen las palomas blancas, bajo el manto de sombras de la noche; dormía tranquila y su respiración era igual, como la de un niño en la cuna; ni una nube empañaba aquella frente castísima; ¿qué podía turbar aquel sueño de virgen, en esa edad en que sólo se sueña con los ángeles y Dios? ¿qué borrascas podía haber en aquel corazón, inocente, ajeno del mundo y sus dolores? la tranquilidad es el privilegio de la inocencia, y ella dormía bajo este amparo; tuve ímpetus de despedirme de ella, con una caricia, pero temí que despertara; recogí del suelo el abrigo con que había cubierto sus plantas, y que había caído al suelo, y volví a cubrirla con él; seguí mi marcha, mis pasos se apagaban en la alfombra, y nadie podía oírme; al pasar frente a un espejo, me sorprendí, podía reconocerme, parecía un cadáver;

tuve que atravesar el aposento de mi madre, contiguo al mío, ella dormía, pero no tan tranquilamente como mi hermana: sin embargo, tenía su rostro esa apacible dulzura que lo caracterizó siempre; arrojé sobre ella una mirada de ternura; su faz estaba ennubecida, como si un pensamiento muy triste la poseyese, su sueño era inquieto y agitado, profundos suspiros se escapaban de su pecho, y en la contracción de su frente, y el aspecto angustiado de su rostro, se adivinaba bien cuánto sufría; ¡ay! la imagen de su hijo desgraciado vagaba en el pensamiento de aquella mártir, agobiada ya por tantos infortunios; ¡pobre madre mía! ¡mis dolores le robaban hasta la paz del sueño! quise posar mis labios, en la mano que reposaba sobre la colcha de damasco rojo, no me atreví a hacerlo, por temor de despertarla; seguí mi camino; me sentía sobresaltado, y tenía remordimiento de abandonarla así, furtivamente, sin recibir su bendición, como lo hacía siempre que salía de casa; iba ya a pasar el umbral de la otra habitación, cuando mi madre se quejó débilmente; creí que me llamaba, me volví; pero no, seguía dormida; ¡ay! aquel gemido era algo como una reconvención, como una queja; ¡qué extrañeza, qué dolor, qué desesperación, se apoderarían de ella, cuando dentro de pocas horas, al acercarse a mi lecho, lo encontrara vacío!... ni esta consideración pudo detenerme; mi resolución estaba tomada; atravesé el salón, y abrí la puerta que daba al corredor; estaba aún muy obscuro: la brisa helada de la cordillera, pasó obre mi frente, como la mano de un muerto; sin embargo, avancé, aunque me sentía muy mal; el ambiente estaba húmedo, y el aire gemía melancólico en los árboles del patio, formando murmullos misteriosos, en los ángulos de los corredores, y en los pasadizos; las blancas columnas de piedra de la antigua morada, formadas en hileras, me parecían las sombras de mis mayores, que se alzaban para detenerme; la casa estaba medrosa, los criados dormían todos, y sólo Pablo, mi compañero desde niño, me esperaba al pie de la escalera; me cubrió bien, con el abrigo que llevaba, para impedir la acción del frío, y comencé a descender; difícilmente llegué al piso bajo; me sentía desfallecer; sin embargo, estaba resuelto morirme o a salvarla;

el coche nos esperaba ya, en la puerta de campo, sigilosamente llevado allí por Pablo, que lo había preparado todo; me quería entrañablemente, y mi sufrimiento, le hacía cometer estas locuras; me arrojé sobre los cojines del carruaje, y partimos galope;

el coche, se deslizó primero, por sobre la menuda hierba de los potreros, y pocos momentos después, salimos al camino real la fiebre me devoraba, me dolía la cabeza horriblemente, tenía los pies y las manos helados, y la sed me consumía;

a poco rato empezó a despuntar el día, y el aire refrigerante de la mañana, me dio un poco de vigor; mandé descubrir! el coche, y me puse a contemplar el campo; el crepúsculo matutino daba un tinte bellísimo al paisaje; tras de los cerros del Oriente, empezaba a brillar la aurora, con una luz blanca, apacible, que se iba extendiendo poco a poco sobre el cielo, a medida que las sombras se retiraban en tropel; la naturaleza empezaba a despertarse alborozada, como uní niño que abre los ojos al sentir el aliento de su madre, que se inclina sobre la cuna; los árboles se balanceaban suavemente, como para sacudir el letargo de la noche, y las aves en los nidos, despertaban sus hijuelos, con arrullos amorosos; el rocío suspendido en los ramajes, y brillando en los helechos, semejaba los brillantes dispersos de un collar, que hubieran dejado allí las visiones nocturnas, al emprender el vuelo, sorprendidas por la aparición del día; las hierbas húmedas, exhalaban perfumes exquisitos; las inmensas vacadas, se veían esparcidas en los potreros, o recogidas en los establos, mientras los ternerillos encerrados, bramaban impacientes;

los campesinos, aparecían desperezándose a las puertas de sus casas, y me saludaban, admirados de verme cruzar el campo a aquellas horas; las casas de las haciendas vecinas, se veían retiradas del camino, y medio escondidas a la sombra de los árboles que las rodeaban; poco después, era completamente de día; habíamos andado mucho, en pecas horas; el sol se levantaba majestuoso, derramando torrentes de luz en el espacio, la mañana era espléndida; el cielo semejaba insultar mis dolores con la alegría que comunicaba a la naturaleza: todo parecía sonreír en presencia de un alma que lloraba, y tanta luz de afuera, no alcanzaba a iluminar tanta tiniebla de adentro;

iba tan embebido en mis pensamientos, que no me di cuenta de nuestra aproximación a la ciudad, hasta que el ruido del carruaje, sobre el empedrado del puente, que está a la entrada, me hizo advertir que habíamos llegado.

–A su casa –le dije a Pablo, quien debía comprender­me ya;

–Sí, señor;

atravesamos gran parte de la ciudad;

de repente, el eco de una música no muy lejana, vino a herir mi oído: presté atención, y como caminábamos en la mis- a dirección, pronto oí claros los sonidos; era música sagrada a pocas calles, estuvimos frente a la iglesia en que tocaban; no sé explicarme por qué, pero instintivamente dije a Pablo:

–Para;

detuvo los caballos, y me abrió la portezuela, salté afuera y me dirigí al templo; la música seguía en el coro, y sonaba a mi alma como los acordes de un himno fúnebre; los perfumes del templo, las vibraciones de la música, los murmullos de la oración, parecían celebrar las nupcias de la muerte;

el corazón, presentía una gran desgracia, y, sin embargo, palpitaba acorde, con la tranquilidad de la víctima, que se apresta a recibir el último golpe;

¡pobre corazón mío!...

me detuve, vacilé un instante, y me lancé adentro;

la iglesia, estaba engalanada de blanco, como para las exequias de una virgen, pero los concurrentes, demostraban asistir a uno de esos actos, mitad religiosos, y mitad profanos, que se ven con tanta frecuencia; el lujo de los atavíos, el tocado de las señoras, la disposición de los asientos, me demostraron la naturaleza de la ceremonia: era un matrimonio; al primer golpe de vista, lo comprendí todo, el corazón en la desgracia no se engaña... ¡había llegado tarde! ¡el sacrificio estaba consumado!... y, sin embargo, tuve aliento para avanzar; ¿fue resignación, demencia o valor? yo no lo sé; sería la resignación de la impotencia, la demencia del dolor, o el valor de la desesperación; ese valor que hace sonreír a un condenado a muerte, en las gradas del patíbulo, como una maldición contra sus verdugos, y lo hace tender con orgullo el cuello a la cuchilla homicida; era el destino que por presenciar mi agonía, me daba valor para resistirla; así lo hacían los Procónsules romanos, con los primeros mártires del cristianismo: no los mataban de un golpe; era la cobardía feroz del infortunio, cebándose en su víctima;

pálido, con las huellas de la fiebre en la faz, los cabellos en desarreglo y el aspecto de un loco, subí por la nave derecha ~del~ templo hasta colocarme frente al altar; allí, los pude ver de cerca, el anciano demostraba la felicidad completa; tenía el semblante severo y dulce al mismo tiempo; en su frente se leían la bondad y la honradez; sus cabellos blancos, caídos sobre la' sienes, y su aspecto agotado y venerable, hacían triste contraste con la blonda cabellera y la divina juventud de Aura, cuya belleza resaltaba más, bajo los blancos pliegues de su manto y su hermosa corona de azahares; así, postrada de rodillas, y con aquellos atavíos, parecía más una niña llevada por su padre, a hacer la primera comunión que una esposa, al lado de su esposo, en el acto de tomarse la mano para seguir juntos la senda de la vida; sus ojos no osaban alzarse hasta el altar; estaba resignada, con esa dulce mansedumbre con que debió inclinarse el hijo de Abraham, para recibir el golpe mortal, de manos de su padre, y la hija de Jefté para marchar al sacrificio; así caminaban sin vacilar las vírgenes cristianas a la hoguera; al lado de aquel anciano que iba a poseerla, Aura se veía más bella, con la aureola de la juventud y del martirio; era la primavera, al lado del invierno; la vida cerca de la muerte; la luz de la mañana, impulsando al Occidente las últimas sombras de la noche; una espiga, tocada por el hielo; una flor, bajo una capa de escarcha; una parásita, en la cima de un nevado; eran, el pasado, y el presente, en un abrazo estrecho; la cuna y la tumba, que se daban un beso misterioso; florida enredadera, que se adhería a un tronco anciano, tal vez lo arrastraría en su caída; ¡qué tristes, eran aquellas nupcias, del infortunio con la ancianidad!

mudo como una estatua, oculto a sus miradas, y, apoyado en una de las columnas del templo, los contemplé largo rato; ¡qué pensamientos ocurrieron entonces a mi imaginación! hubiera querido en mi desesperación, matarlos ambos de un golpe, y perecer con ellos; pero, mis labios no se movieron, mis pies no avanzaron una línea;

en aquel momento, el sacerdote levantó la hostia, y los concurrentes doblaron la cabeza, como si el aliento de Dios, pasara sobre ellos; incliné la frente, y desamparado del mundo, levante el alma a Dios; así permanecía absorto, en un reclinatorio, y cubierto el rostro con las manos;

cuando levanté la frente, la ceremonia había acabado; entonces me puse de pie; los dos esposos, bajaban del altar cogidos de la mano; me adelanté hacia el grupo de los convidados, penetré en él, hasta llegar a la primera fila, asomé mi cabeza enloquecida y sombría, y pronuncié su nombre...

Aura, como herida de un rayo, volvió a mirar; a la vista de mi rostro cadavérico, y mis ojos extraviados» por la fiebre y el insomnio, dio un paso hacia atrás: ¡Dios mío!... exclamó, y cubriéndose el rostro con un pañuelo, se apoyó en el brazo de su esposo, y avanzó temblando hasta el carruaje que la esperaba en la puerta; el concurso la ocultó mis ojos; sin embargo, la seguí con el alma, y quedé clavado allí; el ruido de los coches que desfilaban, se escuchó pronto, anunciándome su desaparición;

todos salieron, las luces del altar se apagaron, el órgano calló en el coro, y el silencio imponente de los templos me rodeó; Entonces, solo, bajo aquellas naves solitarias, comprendí toda la inmensidad de mi infortunio; la Religión y el llanto, consuelo de los desgraciados, me negaban su amparo: la duda había matado la fe, en el corazón, y el dolor, había agotado e] llanto en las pupilas; me sentía ahogar, el cerebro parecía querer saltar en pedazos, a fuerza del tropel de pensamientos, y el cuerpo se sentía débil para contener las borrascas del alma... ¡ni una oración en los labios, ni una lágrima en los ojos!... de súbito me faltó el aliento, creí que la razón me iba a abandonar, y me pareció sentir en la frente el beso helado de la locura; llevé las manos al pecho, y exclamé con desesperación:

–¡Madre mía, madre mía!

a la virtud de aquel nombre, como de la roca al contacto de la vara de Moisés, saltaron de mis ojos, los torrentes de llanto, y al mirar con el alma la imagen de mi madre, vagando en mi rededor, vinieron a mi memoria, y brotaron a mis labios, aquellas palabras con que ella me dormía; alcé los ojos al Nazareno expirante, y exclamé:

–Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo;

junté las manos y bajé la frente.

* * *

Un momento no más, duró aquel éxtasis bendito;

volvió la tempestad a rugir en el cerebro, la sombra a aposentarse en la conciencia, el dolor a apoderarse del alma, y la memoria, como barquilla sin lastre, a perderse en el mar de los acuerdos; entonces, como cruza un cielo preñado de electricidad, la luz fosforescente de un relámpago, cruzó las sombras de mi mente un pensamiento; ¡Eureka!, pareció gritarme el genio del mal, desde el fondo de la conciencia; creí que estaba salvo, entonces sonreí; mi sonrisa era convulsiva y triste, como la de los locos; vaga y sombría; tenía tintes de crimen, de delirio y de sepulcro; la sonrisa de la desesperación, que cree burlarse del dolor, esa sonrisa que lo hace a uno exclamar con el poeta: "Me duele el corazón, pero me río"; lágrima, que escapada del corazón, no alcanza a llegar a los ojos, y se derrama por los labios; el dolor también tiene sus sonrisas; ¡qué horribles son las sonrisas del dolor!...

Pablo, y dos jóvenes más, enviados por mi madre, entraron al templo en busca mía; era ya tiempo, porque decaído el ardor febril que me sostenía por la fuerza de las emociones, empezaba a desfallecer; sostenido por ellos abandoné el templo;

poco antes de llegar a la puerta, por el mismo camino que la comitiva había llevado, mis pies tropezaron con un objeto, me incliné para recogerlo: ¡era un ramo de violetas! ¿había sido desprendido del traje de Aura, o dejado caer por ella, en el acto de la sorpresa? ¿era aquello una casualidad o era un recuerdo? yo no lo sé, pero al acercarlo a mis labios, me pareció notar que las gotas de su llanto, le habían servido de rocío; lo guardé sobre mi corazón; me lancé adentro del carruaje y grité:

–A casa.

* * *

Era ya tarde, cuando el coche se detuvo en el patio de la hacienda; en todos los rostros, se leía la ansiedad, y la tristeza; en el descanso de la escalera, hallé a mi madre, que venía a recibirme, tratando de ocultar las huellas del llanto.

–¡Hijo mío! –exclamó al verme, y se lanzó a mis brazos; luego me brindó el suyo, para servirme de apoyo, y acabamos de subir juntos;

ni un reproche, ni una reconvención, asomó a sus labios, pero sus miradas estaban llenas de quejas contenidas, y tenían esa dulce ternura que sólo saben acendrar las madres; su amor hacia mí, había aumentado desde que era tan des­graciado; he ahí la condición del amor materno; único afecto al cual la desgracia hace aumentar el cariño al ser amado; ved adondequiera: el hijo más infeliz, es el más querido *de* la madre; aquel a quien la naturaleza, ha negado sus dotes físicas, o intelectuales, tiene mayor parte en el amor de la madre, el idiota, el enfermo, el extraviado, he ahí el hijo predilecto, el criminal mismo, a quien la sociedad rechaza, la madre no lo repudia nunca; siempre en sus labios, hay un beso para nuestra frente, una disculpa para nuestras faltas, un consuelo para nuestros dolores; siempre en sus labios, palpitan estas palabras: ¡pobre mi hijo! ¡pobre hijo mío!;

un canto de dulzuras infinitas, de infinitas ternezas, de arranques de generosidad, de desprendimiento, de abnegación, de sacrificios, de lágrimas, y de caricias; he ahí el poema del amor materno;

la madre, como la escala mística de Jacob, es el lazo que nos une a Dios;

entre Dios y los hombres, la madre;

entre Jesús y la humanidad, María;

la pasión del Cristo, es un gran poema, el poema más grande de la humanidad; casi siempre se lee con lágrimas en los ojos, pero ninguna de sus escenas, conturba tanto, como el encuentro con su madre;

quitad a María, de la vía dolorosa, y habréis quitado a aquel drama sublime, si no su grandeza, sí toda la sublime poesía de su ternura;

de la madre, a Dios, no hay sino un paso;

yo no he podido dudar nunca de Dios, porque he visto sus reflejos en los ojos de mi madre;

he tenido que forjarme la ilusión de un cielo, porque lo necesito para ella;

he tenido que creer en el premio de los buenos, y de los mártires, porque ¿cómo imaginarme que aquella santa mujer, que ha recorrido tantas escalas del martirio, no será premiada por Dios?

yo, he podido comprender, lo que es la virtud llevada al heroísmo, porque he tenido a mi madre por modelo;

yo, no he podido concebir nunca, que haya hombres que no quieran a su madre, porque si los hay, son bestias feroces con aspecto humano;

¡ay! ¡qué hubiera sido de mí, sin mi madre, sin este amparo en mi desgracia, sin este ángel cuyas alas se han interpuesto siempre entre el dolor y yo; estrella cuyos blancos resplandores han caído sobre mi frente, en esta noche eterna y borrascosa de mi angustia!

¡Madre del corazón! ¡Madre del alma! ¡tu recuerdo, sólo es un consuelo en mis dolores!

una vez en el aposento, ella misma me ayudó a recogerme; mis hermanas, con semblante cariñoso y triste, arrojaban abrigos sobre mis pies, mientras ella, me tocaba con vaga inquietud la frente, y me cogía las manos; ella temía una recaída, y trataba no obstante, de ocultar sus presentimientos y de engañarse a sí misma;

no se le escapó una sola pregunta indiscreta, la más ligera alusión a la salida de casa, pues sabía que debía mortificarme horriblemente; lo sabía o lo había adivinado todo, y por eso callaba, compadeciendo en silencio la magnitud de mi dolor;

durante el resto de la tarde, y parte de la noche, me esforcé tanto en aparecer mejorado y conforme, que logré con esta astucia, que la familia se recogiera después de las diez; esperé a que todos se hubieran dormido; con la impaciencia del asesino, que aguarda a su víctima o del ladrón, que acecha su presa, había esperado aquel momento-salté del lecho, me envolví en una bata, y me aproximé a la puerta que comunicaba con las otras habitaciones, apliqué el oído, todos dormían... era, pues, la hora; cerré con llave aquella puerta, y miré en torno mío; nadie había quedado adentro; tenía miedo; el zumbido de las alas de una mosca, bastaba para asustarme; la lámpara, encerrada en un globo de cristal verde, daba un tinte amortiguado y sombrío a la habitación; la péndula del reloj se movía a compás, como indicándome el tiempo que me quedaba; los objetos del cuarto, tomaban formas medrosas; todo me parecía poblado de sombras... me acerqué al escritorio, que era el mismo que había servido a mi padre, durante toda su vida; encima, se ostentaba su retrato de medio cuerpo, con su semblante varonil y decidido, demostrando el valor indomable, que lo había hecho en todas partes un héroe; sus grandes ojos, de mirada penetrante y fija, y su bigote negro y poblado, que acababa de dar a toda su fisonomía un aire caballeresco y marcial; vestido de frac negro, no llevaba distintivo ni condecoración alguna, y en su actitud se­vera, parecía destacarse del cuadro, para convencer con esa palabra elocuente y fluida, que le había hecho tan agradable entre los hombres de su época;

al clavar los ojos en él, volví a bajarlos; sentía vergüenza en su presencia; ¡él tan grande, y yo tan pequeño! ¡él tan vale­roso, y yo tan cobarde! sí, porque la acción que iba a cometer, es la más baja de las cobardías, y el más villano de los asesina­tos! ¡y hay quien hable del valor de los suicidas! ¿desde cuándo es valor la retirada vergonzosa en presencia del enemigo? abandonar el campo, en lo más recio del combate, ¿es heroísmo?... el suicidio, es fruto del extravío mental, es una locura, y yo estaba loco; sí, loco de desesperación y de dolor,

me senté al escritorio; era preciso escribirle a Aura, despedirme de ella, decirle que moría pronunciando su nombre, y perdonándola; era preciso dedicarle la última luz de mi alma, tomé la pluma, y con mano temblorosa, escribí estas estrofas.


Hoy que llevas la blanca sien ornada
Por la hermosa corona de azahares,
Hoy que ya has roto nuestra fe jurada,
Quiero darte mis últimos cantares;
Hoy que tronchaste mi ilusión amada
Al postrarte a los pies de los altares,
Quiero que escuches mi postrer lamento,
Última luz que da mi pensamiento.
Abandona el festín, y ven conmigo,
Hablemos de los años que han pasado.
¿Me recuerdas? Yo soy aquel amigo
Que siendo niño, jugueteó a tu lado,
Que cuando no teníamos un testigo
Y vagábamos solos por el prado,
Te daba rosas, y sencillamente
Te besaba en los labios y en la frente.
¡Ah! ¿ves aquel hogar que allí blanquea
Medio oculto en el verde naranjal?
Esa era tu morada.
¡Cuánta idea Ella despierta en mi dolor fatal!
¿Cómo al alma impedir que allí te vea
Recostada a la sombra del rosal?
¿Cómo impedir al corazón llagado
Que goce recordando lo pasado?
¿Ves más allá el límpido riachuelo
A cuya orilla te esperaba ansioso?
Él siempre reflejando el mismo cielo.
¿Ves más allá el copudo pomarroso
Que cubrió nuestras horas de desvelo
Cuando en mis brazos te estreché amoroso?
¿Por qué ocultas la faz? Alza la frente
Si ante mí te confiesas inocente.
Nada ha variado allí, el mismo cielo
Siempre limpio hasta el último confín,
Las mismas aves ensayando el vuelo
En los tupidos sauces del jardín;
A la casa cercana al arroyuelo
Con las mismas violetas y el jazmín.
Los mismos nidos siempre en el bambú,
Sólo has variado para mi alma, tú.
Tú, solo encanto que adoré de niño,
De mis juegos bendita compañera,
A quien brindé mi virginal cariño
En los delirios de mi edad primera;
Tú, blanco copo de flotante armiño
Que entre los sueños de mi infancia viera,
Tú, que al amor mi corazón abriste,
¡Ay! ¿por qué me olvidaste y me vendiste?
Tú, a quien mi infancia consagré rendido,
A quien le di mi amor de adolescente,
Tú, a quien amé despierto y vi dormido,
¡Quién pudiera expresarte lo que siente
Mi alma infeliz al ver que te ha perdido!
¡Quién pudiera borrarte de la mente
Y hundirte para siempre en el olvido!
Por este débil corazón me pierdo
Porque quiere vivir de tu recuerdo.
Yo no sé si culparte o defenderte;
No sé explicar traición tan atrevida.
Tú, que alardeabas siempre de ser fuerte:
¿Por qué fuiste a amargar así mi vida
Vendiendo ante el destino cruel tu suerte,
Al postor de más oro? ¿Por qué uncida
Fuiste a jurar al pie de un Dios sagrado
Ser de un hombre que nunca habías amado?
Yo vi temblar tu planta vacilante
Al marchar al altar do te inmolaban,
vi palidecerse tu semblante,
los azahares en tu sien temblaban;
Te vi casi caer en el instante
En que tus puros labios pronunciaban,
Con apagada voz, los juramentos
Que nuestra antigua dicha hacían fragmentos.
Yo también vacilé, mis tristes ojos
Fijos en ti, querían anonadarte,
Al oír el juramento caí de hinojos,
¡Y juré, por mi madre, perdonarte!
al contemplar los fúnebres despojos
De aquel amor que vengo a recordarte,
Sentí huérfana el alma y solitaria
alcé por ti a los cielos mi plegaria.
Al fin todas las luces se extinguieron,
También el canto se extinguió en el coro;
El templo abandoné, los que me vieron
Advertirían las huellas de mi lloro.
¡Y qué me importa a mí, si comprendieron
Que te amo con delirio y que te adoro,
Si hoy te lo digo en esta despedida
Que te doy con el alma y con la vida!
Adiós, mujer, si acaso a tu ventura
Faltaba el sacrificio de la mía,
Ahí la tienes también; ¡adiós, perjura!
Que seas feliz, pues nunca en mi agonía
Podría yo contemplar que la amargura
Tu vida entristeciera un solo día.
¡Adiós! en prueba de mi inmenso encono,
¡Te saludo al morir, y te perdono!
 

* * *

En estos versos derramé toda la hiel y las tristezas de mi alma; los coloqué bajo de un sobre, con una súplica para que fueran enviados a su destino, y los arrojé sobre la mesa; pensé escribir a mi madre, pedirle perdón, y excusarme ante ella; mas, ¿cómo disfrazar mi acción? ¿cómo disculparme del abandono en que iba a dejarla?... era mejor callar; arrojé la pluma lejos, y reuní todas mis fuerzas; abrí con mano convulsiva, un cajón del escritorio, y hallé lo que deseaba; mi revólver estaba allí; a su vista, mis ojos brilla­ron de alegría, y sin embargo temblé; al cogerlo en mis manos, para cargarlo, estaba confuso, apenas acertaba a poner los proyectiles; cuando estuvo listo, volví a mirar; estaba aún solo, algo como el silencio del sepulcro me rodeaba ya; ¡los momentos avanzaban!... hice el último esfuerzo, y llevé el arma a la sien; el frío de la muerte me tocó; en aquel momento levanté los ojos, y al ver el retrato de mi madre, exclamé como una despedida, montando el arma fatal:

–¡Madre del alma!

–¡Hijo mío, hijo del corazón! –escuché decir detrás de mí;

el arma rodó, a mis plantas, y en mi frente en vez del plomo suicida, sentí posarse los labios temblorosos de mi madre, que había entrado por la puerta del corredor; pálida, convulsiva, nerviosa, me tocaba como para convencerse de que estaba vivo; me miraba, pero sus ojos tenían una fijeza extraña, y rodaban sobre su rostro, las lágrimas, como las gotas de la lluvia sobre las estatuas que adornan los monumentos mortuorios;

súbitamente dio un grito, llevó las manos al pecho, y cayó Poniendo su frente sobre mis rodillas, como para morir sobre su hijo, y luego rodó al suelo...

a la vista de aquella madre infeliz, exánime a mis plantas, el corazón se despertó, toda mi sensibilidad volvió a brotar para ella, y ya no me acordé sino de atenderla;

el dolor, había hecho al fin su efecto, en aquella víctima inocente; ¡era ya demasiado, tanto y tanto golpe asestado a aquel corazón de ángel! me precipité a su lado, la recliné en mi pecho y la llamé con voces desesperadas; a mis gritos acudieron mis hermanas; imposible pintar el dolor que se apoderó de aquellas pobres niñas, que apenas alcanzaban a comprender el drama que se desarrollaba en torno de ellas; recogimos aquel cuerpo tan querido para todos, y lo llevamos a su lecho; poco después, partían en busca del médico, mientras nosotros nos desesperábamos por volver a la vida, aquella madre adorada; ¡qué remordimientos, qué dolor, qué vergüenza se apodera­ron de mí!... al lado del lecho materno velé con el corazón y con el alma; ¡noche de angustia, yo no os podré olvidar jamás! ¡yo no había probado lo que era el remordimiento, y éste era superior a todos los dolores!

* * *

La luz del día siguiente declinaba;

la estancia estaba débilmente alumbrada por una lámpara, colocada detrás de una pantalla; mis hermanas, rendidas de fatiga, descansaban, y yo velaba solo, al lado de aquella que era la mitad de mi alma;

sentado cerca a la cabecera del lecho, tenía una de sus manos en las mías, y apoyaba sobre ella, mi frente calenturienta; la mano se agitó levemente; alcé la cabeza, mi madre despertaba; apenas abrió los ojos dijo muy paso:

–¿Mi hijo?

–Aquí estoy, madre mía.

–¡Ah! ¿conque no es cierto?

–No, madre, no;

levantando un instante la cabeza, fijó en mí, una mirada tan intensa, y tan tierna, como si en aquel momento, toda su alma se hubiese asomado a sus ojos.

–¡Ah! ingrato –murmuró.

–Sí, muy ingrato, pero perdóname, madre mía.

–Sí, te perdono, porque sé que sólo el dolor, ha podido hacerte intentar esa locura; si no fuera así, yo estaría avergonzada de ser tu madre; ¿cómo ibas a manchar así, con un crimen, el nombre de nuestra familia inmaculada hasta hoy? ¿cómo querías abandonarnos? ¿qué hubiera sido de nosotras, sin tu apoyo? ¿qué hubiera sido, sobre todo, de tus pobres hermanas? ¿sabes tú a todo lo que están expuestas las mujeres, en este mundo, cuando les falta el apoyo de un hombre? ¡ah! tú no lo sabes porque estás aún ajeno a las intrigas sociales, y los escollos de la vida; ¿no pensabas que tus hermanas, tendrán que ir no muy tarde a la Capital, donde ocuparán la posición que nuestra familia ha ocupado siempre, y entonces, qué harían ellas sin su her­mano, único amparo, y única sombra que debiera protegerlas?

calló por un momento; yo no me atreví a responder nada; luego, colocando su mano en mi frente, para acariciar mis cabellos, continuó en un tono dulcísimo:

–¿No es verdad, hijo mío, que tú no volverás a pensar en eso?

–Nunca, señora.

–¿Me lo prometes?

–Sí, señora

–Júramelo por el nombre de tu padre.

–Te lo juro.

–Y, por este Cristo –dijo tomando el crucifijo que había a la cabecera de la cama;

tomé la imagen en mis manos, y juré.

–Tú cumplirás –dijo entonces–; si así lo hicieres, Dios te bendiga –y extendió sobre mí su mano temblorosa, haciendo sobre mi cabeza la señal de la cruz;

me incliné entonces;

estaba redimido;

cuando la madre perdona, perdona Dios.

* * *

Dos meses habían transcurrido;

el dolor no había muerto, se había adormecido en el corazón; la paz, empezaba a renacer en la casa, y yo ocultaba a mi madre la tristeza que me devoraba, fingiendo que el olvido penetraba poco a poco en mi alma;

no había vuelto a ver a Aura, ni oído hablar de ella, después de su matrimonio; se esquivaba estudiadamente hablar delante de mí, de todo aquello que pudiera remover en mi memoria, las funestas escenas que habían pasado;

dominado por el hastío, y en busca de distracción, fui a la ciudad, donde se hallaba una compañía dramática, dando una temporada de funciones;

una noche que concurrí al teatro, me entretenía momentos antes, de principiar la representación, en repasar con mis gemelos, las filas de palcos ya repletos de señoras, cuando mis ojos se detuvieron en uno, cuya puerta acababa de abrirse; dos personas entraron en él: ¡era Aura y su esposo!

ella, entregó al anciano la capa de pieles con que venía cubierta, y pasó a ocupar la delantera del palco, apoyando sobre la barandilla su brazo desnudo, con una majestad de reina; venía sencilla, pero elegantemente vestida; traía un traje de terciopelo negro, que dejaba en descubierto su pecho, y sus brazos de alabastro, y de la línea negra de su traje, se destacaba su busto delineado y perfecto, como si hubiese sido esculpido en mármol de Paros, por el cincel de Fidias, sosteniendo su cabeza divina, que hubieran envidiado por lo ideal, las vírgenes de Rafael y de Murillo; sus hermosos ojos, brillaban como dos carbunclos, bajo su frente serena, a la que daban sombra, sus cabellos caídos sobre ella, primorosamente peinados a la Capital; por único adorno, llevaba un ramo de violetas, sostenido por un broche de brillantes, en la cabeza, y otro en el pecho; la palidez de su rostro, comunicaba más fuego a su mirada, y más encanto a su fisonomía; su elegancia, su hermosura, su reciente matrimonio, llamaron sobre sí la atención general, y los anteojos del patio y los de los palcos, se clavaron en ella; era la primera vez que aparecía en público, después de su enlace, pues todo ese tiempo había permanecido en una de las haciendas de su esposo;

imposible pintar la sensación que experimenté; celos, amor, despecho, rabia, todo se agolpó a mi corazón; guardé el binóculo en su caja, y me senté aturdido en la butaca, y así permanecí largo rato; al fin, no pude resistir al deseo de mirarla y alcé los ojos a su palco; ella recorría en aquel momento, con la vista la platea; de repente sus ojos se encontraron con los míos; sobrecogida, fascinada, se quedó inmóvil; ambos comprendíamos que estábamos sosteniendo a nuestro pesar, aquella mirada de fuego, pero la naturaleza era superior a nosotros, y nos retenía allí suspensos y absortos, como dos seres que han llegado al mismo tiempo a la orilla de un abismo; al fin, con esfuerzo doloroso, rompimos la corriente eléctrica que nos unía; al dejar de mirarla, quedé en la sombra y deslumbrado, como si el sol hubiese pasado un momento a pocos metros de mis pupilas; quise abandonar el teatro, huir de aquella visión fascinadora, y volver a ocultar mi desesperación en el seno de mi madre, y el silencio de mis campos; pero una fuerza superior a mi voluntad me retuvo allí;

ponían en escena aquella noche, una comedia muy conocida de todos, y muy en boga entonces, especialmente en los teatros de provincia: "La Flor de un día";

durante el prólogo y algunas escenas del acto primero, pude cumplir mi resolución de no mirar a su palco, pero al llegar a aquel pasaje, en que don Diego, que vuelve a buscar a Lola, la halla casada, y al encontrarse casualmente solos, la apostrofa por su infidelidad, diciéndole:


"¿Por qué vuestra pasión es flor de un día
que dura sólo lo que dura un lirio,
mostrando al hombre que en amores fía,
que el premio del creyente es el martirio?
¿Qué importa a la mujer si en la mudanza,
son de lisonjas sus oídos llena,
convertir una vida de esperanza
en campo estéril de infecunda arena?"
 

alcé los ojos a Aura; conmovida, agitada, la respiración anhelosa, la vista fija en el escenario, movía sus labios, como repitiendo palabra por palabra, aquellos versos que yo le había enseñado de memoria; al concluirlos, volvió sus ojos humedecidos a mí, pero los apartó prontamente; mas, cuando Lola, respondiendo a las quejas de su amante engañado, le dice con desesperación y con ternura:


"¡Y ante el hombre ofendido que amé tanto
no hallar una palabra en mi disculpa!...
Ni aun el consuelo de enjugar su llanto,
llanto que vierte por mi sola culpa.
Y cuando a su desprecio resignada,
diera mi salvación por su ventura,
¿creéis que a una mujer tan humillada
podéis hablarle vos de desventura?
decidme: ¿lo creéis?"
 

entonces bajó sus ojos a mí, mirándome con fijeza, como si hubiera querido afirmar aquellas últimas palabras; había en aquella mirada, quejas y reproches, severidad y amor; no pude soportar la expresión de aquellos ojos, bañados en luz, y repletos de tristeza, y bajé la vista;

cuando pocos momentos después, volví a mirar, el palco es­taba vacío, y se oyó fuera el ruido de un coche que se alejaba; era el de ellos; y, sin embargo, permanecí con -los ojos fijos en aquel palco abandonado, en cuyo fondo me parecía aun ver destacarse, entre el cortinaje carmesí, el busto ideal y majestuoso de Aura;

aquella noche, al regresar a casa, no podía conciliar el sueño-todos mis dolores, adormecidos apenas, habían vuelto a despertarse a la vista de aquella mujer tan hermosa y tan querida; ella me amaba, no había duda; ¿sería imposible que volviéramos a vernos, a recordar nuestros amores, y a amarnos en silencio? ya que no podía ser mi esposa ante los hombres, ¿no podríamos seguir amándonos en el misterio? he ahí los pensamientos que me asaltaban; impulsado por ellos, perseguido por el insomnio, y agitado por la pasión, me levanté y escribí a Aura; mi carta era tierna sensible, inconvenientemente atrevida; era la carta de un adolescente, enamorado, y fogoso, a quien en el delirio de la pasión todo le parece permitido;

después de escribir volví a acostarme un poco más tranquilo, y logré dormir; pero ni en sueños, pude apartar de mi memoria aquella imagen, y si despertaba, me parecía divisar en los ángulos obscuros de mi aposento, mirándome con tristeza, aquella cabeza pálida, adornada de violetas.

* * *

La contestación a mi carta, no se hizo esperar; era fría, se­vera y digna; castigaba con ella, mi atrevimiento, y se disculpaba al mismo tiempo.

" ¿Olvidas (me decía) que soy casada? ¿no sabes lo que en­cierra esta palabra para una mujer de honor?; no pretendas quitar al martirio, lo único que puede ennoblecerlo: la virtud; ninguna pretensión de amor, sobre una mujer casada, deja de ser un crimen: al ser que se ama, no se le arroja lodo; la infamia es el peor de los castigos; el remordimiento, el peor de los dolores; ¿por qué quieres aumentar mi agonía, con estos dos martirios, ¡el mundo puede engañarse, la conciencia jamás!: dejemos* la *conciencia pura; la infidelidad es un crimen, y cometida a un anciano indefenso, es una profanación, una villanía; la infidelidad, no la constituye sólo el hecho criminal, basta un pensamiento consentido; la mujer virtuosa, no debe tener tanta con­fianza en sí misma, que se exponga a una prueba; a una mujer casada, no le basta ser honrada, es preciso que el mundo, comprenda que lo es; la más ligera indiscreción, basta a perderla, y toda la sangre del mundo, no basta a salvarla.*

"Si es cierto que me has amado, creo que por esto no me aborrecerás; lo. más leve condescendencia, bastaría para rebajarme ante ti mismo, y yo no quiero que me desprecies; mi conducta, te demostrará, que no has amado una mujer indigna, y la dignidad, aumenta los afectos nobles.

"Yo no puedo concederte la entrevista que me pides, ni menos sostener correspondencia contigo, porque esto, a más de ser un crimen, tendería a aumentar nuestro infortunio.

"Es preciso convencernos: no hay esperanza para nosotros.

"Colocados en las opuestas orillas de un abismo, no podremos unirnos nunca; no intentes pasarlo, porque te vería sucumbir, sin poder salvarte; si ese abismo, no fuera el del crimen, yo me arrojaría para perecer abrazada a ti.

"No me hagas sufrir más, deja mi herida que se cicatrice. ¡Dios y la sociedad nos separan!...

"El crimen, es una tinta que mancha cuanto toca; no nos acerquemos a él.

"Has leído en la Sagrada Escritura, que hay en el interior del Asia, un mar a cuya orilla no crecen las palmeras, cuyo fondo envenenado, no cría peces, y por cuya atmósfera asfixiante, no cruza nunca un ave, sin que caiga sobre sus olas sin volver a levantarse; ¡ése es el Mar Muerto! él cubre las ciudades de Pentápolis, a quienes Dios redujo a cenizas, en castigo de sus maldades; ¡así hay también en la humanidad, corazones a cuyo fondo no puede asomarse el pensamiento! y en su horrible quietismo, se ocultan los restos de pasadas borrascas; en ellos, como en aquel mar, la ilusión, palmera del desierto de la vida, no extiende su ramaje, ni una sola esperanza cruza su superficie amenazante, y ¡ay de una! si descarriada la atraviesa, porque encuentra la muerte en su seno.

"Imagen de ese mar, son nuestros corazones, no nos acerquemos a ellos; bajo su engañosa calma, duermen los restos de nuestras pasiones, hechas carbón, después de tanto incendio.

"Amamos mucho, y tenemos que sufrir mucho más; el paraíso tuvo fin; ¿el infierno será infinito? ¡no, la vida pasa, y en las rocas de la muerte, se estrellan las borrascas del dolor!

"Hasta entonces."

* * *

Esta carta, era la última palabra entre los dos, y, comprendí que no debía guardar esperanza alguna; mi orgullo, se rebeló contra su dignidad, y me propuse fingir indiferencia, hasta hacerle comprender que la había olvidado;

no volví a la ciudad, por temor de encontrarla, y me entre-e por completo al estudio, y al cuidado de nuestros intereses; así transcurrieron pocos meses; tratando de engañarme a mí mismo, creía que podría al fin, calmar aquella tormenta, que amenazaba acabar con mi existencia; y, mi madre, que no podía ver las batallas que sostenía mi corazón, daba gracias al cielo creyéndome ya salvo; ¡ay! pronto la tempestad, vendría a sor­prenderme en aquel puerto indefenso, en que me había guarecido.

* * *

Un día acababa de abandonar el lecho, cuando sentí sonar las herraduras de un caballo, en el patio principal, y el ruido de una persona, que subía la escalera: era un hombre, que acababa de llegar de la ciudad, y traía una carta para mí; la abrí sobresaltado; no conocí la letra, pero la firma me hizo estremecer: ¡era del esposo de Aura! ¿qué habría sucedido? ¿había llegado el caso, que yo siempre había esperado? ¿el esposo aquel, celoso y cobarde, maltrataría a Aura? ¿se trataba de una explicación? ¿podría salvarla?... La carta no arrojaba luz alguna, decía:

«Caballero: no os conozco, pero una circunstancia de familia, me hace pediros el honor de que vengáis; os lo suplico; básteos saber que la tranquilidad de mi esposa, y la mía dependen de vuestra presencia; hacedlo por favor; venid.»

No había duda, yo podía salvarla; si era una explicación, yo la daría; si era un ultraje, yo la arrancaría de mano de su verdugo;

mandé preparar el coche, y pretextando cualquiera ocupación, para no alarmar a mi madre, me dirigí a la ciudad; a las pocas horas de camino había llegado; el carruaje se detuvo a la puerta de la casa de Aura, eché pie a tierra y penetré.

* * *

¡Había un silencio profundo en toda la casa!...

algunas personas, vagaban por los corredores con aire misterioso; un hálito de muerte, se respiraba allí; un pensamiento me ocurrió entonces: acaso el anciano estaba enfermo... ¡había muerto!... lo confieso avergonzado, sonreí con aquella idea; yo sabía que él, vivía enfermo, y la letra de su carta, demostraba un pulso inseguro y tembloroso; no había duda, habría querido recomendarme a Aura, antes de morir; al pensar en esto, me compadecí de él; pero la idea de que Aura estaba libre, se apoderó de mí; en esto, oí llanto de mujeres, en una pieza inmediata; me pareció distinguir el suyo; no había duda, Aura era viuda; avancé a la sala, no había nadie; empujé una puerta, y penetré en un aposento; ¡todo estaba enlutado!... ¡allí estaba ella!... vestida de negro, alumbrada por cuatro cirios, y tendida en un tálamo mortuorio, reposaba sobre un lecho de violetas, y gasas negras; sólo su esposo la acompañaba; de rodillas, al pie del ataúd, el pobre anciano, con los brazos cruzados sobre el féretro, y la frente inclinada, regaba con su llanto, los pies y el traje de la muerta; cuando entré, parecía rezar; alzó los ojos para verme, y volvió a dejar caer la cabeza, presa de una horrible atonía; su blanca cabellera, brillaba con la luz de las antorchas, como el nevado del Tolima, a los rayos temblorosos de la luna, y parecía un padre al pie del cadáver de su hija;

aturdido con lo que me pasaba, no sabía ni darme cuenta de lo que sentía, pues los dolores morales, son como las heridas físicas: el primer golpe aturde, y al enfriarse la herida, es que empieza el sufrimiento;

me acerqué al catafalco, Aura parecía dormida; me incliné sobre ella, y la besé en la frente; al contacto de aquel beso, pareció querer abrir los ojos para mirarme; ¡cuan bella estaba así, cubierta por las sombras de la muerte! el tinte azulado de los cadáveres, no había des­perfeccionado su divino semblante, y la sombra de sus largas pestañas negras, se proyectaba sobre su rostro como las alas abiertas de un colibrí, sobre el blanco matiz de una azucena; las venas azuladas, surcaban su frente tersa, y, sus labios, estaban aún como plegados, por la última sonrisa que había tenido al ver el cielo; sus manos blanquísimas, cruzadas sobre el pecho, resaltaban en el fondo negro de su traje, como dos rosas blancas, que hubiera arrojado el viento, sobre el mármol negro de una tumba, y entre ellas, atado con un lazo de cinta negra, tenía un hermoso ramo de violetas; a la vista de aquellas flores, y las otras que rodeaban su cadáver, me estremecí, y di un paso atrás; el anciano, que hasta entonces había permanecido con la frente oculta en las manos, se puso en pie, y se acercó a mí; al ver la impresión que aquellas flores me causaban, dijo:

–Aura, amaba tanto estas flores, que me suplicó que con ellas adornara su cadáver, y cubriera su tumba;

el llanto, largo tiempo comprimido, brotó a mis ojos, los sollozos invadieron mi voz, me cubrí el rostro con el pañuelo y empecé a llamarla a gritos; al ver tanta emoción, el anciano añadió:

–¿La habéis amado mucho?

–Como a una hermana –le respondí;

a la luz de los cirios, pareció que con aquella palabra mentirosa, el cadáver se hubiese enrojecido.

–Fue la compañera de mi infancia, mi amiga más íntima, y más querida.

–¡Ah! entonces sois... –aquí el anciano pronunció mi nombre.

–Sí.

–Ella os amaba mucho, fue el vuestro, el último nombre que pronunció, y sus labios se cerraron para siempre, después de haberos llamado por última vez.

–¡Ah! señor –le dije entonces–, sois muy cruel; ¿me habéis llamado sólo para esto?

–Perdonadme, habéis llegado demasiado tarde; cuando os mandé llamar, no nos pareció que estuviera de muerte; ella misma abrigaba la esperanza de veros, pero media hora después de haberse ido el hombre que llevaba nuestra carta, empezó a agonizar, y a poco, estaba ya en el cielo; ¡ah! señor, ¡mucho os llamaba! murió como un niño que se duerme; hacía apenas tres días que había guardado cama, aunque hacía unos meses que la enfermedad la consumía; ella hacía esfuerzos para aparecer repuesta, pero, desde la última vez que fuimos al teatro, se agravó mucho; desde aquella noche empecé a temer por su vida; el viento de esa noche la mató; ayer se sintió más enferma, comprendió su gravedad, y me llamó a su lado: "Amigo mío –me dijo–, siento que os voy a abandonar," y antes os debo una confidencia; entonces me contó toda su vida, vuestro amor, su sacrificio, vuestra desesperación, y la lucha que su corazón había sostenido, para no mancillar mi nombre, y su virtud, ni con el pensamiento; ¡ay! aquella mujer era una santa.

–Una mártir –respondí yo.

–Sí, una mártir, y yo, que creí hacerla feliz... ¡Dios mío! ¡y en vez de ser su protector, fui su verdugo! ¡yo la he matado! ¡desgraciado de mí! –decía, y se mesaba los cabellos y exclamaba, tomando las manos del cadáver–: perdóname, ángel mío, víctima mía, perdona a tu asesino.

–No os desesperéis así –le dije–, vos no habéis tenido la culpa; el crimen, lo constituye la intención, y vos pensabais en su felicidad.

–Sois muy generoso en consolarme –murmuró–, ¡yo os he hecho sufrir tanto! pero me lo perdonáis, yo no he sido culpable, ¿no es verdad que me perdonáis?

las lágrimas de aquel anciano, me conmovieron hasta el alma.

Os perdono –le dije–, en su nombre, y en el mío, el mal involuntario que nos habéis hecho;

abrí los brazos, el anciano afligido, vino a ellos, y así nos enlazamos, quedando por medio el ataúd; la pobre mártir, sonreiría en la eternidad, al vernos unidos para amarla, y perdonarnos; después el anciano se desprendió de mis brazos y me dijo:

–Ya que la habéis amado tanto, acompañadme a orar por ella;

caí de rodillas sobre el féretro, y posé mi frente sobre la frente inanimada de Aura;

el anciano, volvió a arrodillarse a los pies del ataúd, y sólo se levantaba por intervalos, para besarla en la frente; apartaba los rizos del cabello, que el viento hacía flotar sobre su rostro; arreglaba bien su hermosa cabeza en la almohada, como una madre, arregla en la cuna, al hijo que va a dormir; la mi­raba con una amargura indefinible, y volvía a ocupar su puesto; ¡qué imponente era el dolor de aquel anciano! ¡él, quedaba solo, sin la única luz que alumbraba su vejez; no tenía como yo, el sol de la juventud, despuntando en el oriente, y dándole calor! ¡infeliz! ¡él también la amaba y la perdía!... largas horas permanecimos así; ¡cuántas cosas, le dije al oído a aquel cadáver, que su alma las oiría desde el cielo! ¡cuánto tiempo estuve contemplando aquella frente, tratando de adivinar el último pensamiento, que se había apagado tras de ella, y queriendo descifrar la última palabra, que habían tratado de pronunciar aquellos labios, y que -se había extinguido en ellos, como una ave moribunda, que al extender las alas al espacio, vuelve a caer al nido sin aliento!

su esposo y yo, la velamos hasta que las primeras luces de la aurora, empezaron a entrar por la ventana; al uno, había consagrado su vida por el amor, y al otro, por el deber; mártir de ambos, sus dos verdugos, que la amábamos tanto, la velamos el uno junto al otro.

* * *

Era la tarde de aquel día, cuya aurora me había sorprendido, velando el cadáver de mi amor;

los últimos convidados, habían abandonado el cementerio; el anciano esposo, había sido arrancado de allí por las súplicas de sus parientes y amigos; sólo quedaban los sepultureros para cumplir su misión;

yo, inmóvil, a la sombra de una tumba vecina, había presenciado todo, y espiaba aquel momento; avancé silencioso hacia el féretro, que estaba a la orilla de la sepultura, abierta ya, como las fauces de un monstruo, para devorarla; a mi aproximación, los hombres encargados del cadáver, y a quienes Pablo, había ya comprometido para el efecto, se re­tiraron;

entonces me acerqué;

hice saltar lejos la cubierta del ataúd, y puesto de rodillas, cerca de aquella mujer, que había sido el encanto de mi vida, tomé con manos temblorosas, las extremidades del paño blanco que le cubría el rostro, y sobre el cual habían arrojado cal, y lo bajé hasta la mitad del cuerpo; entonces, apareció a mi vista, lo que me quedaba de aquel ser, a cuya adoración había consagrado mi existencia; la muerte, empezaba a hacer su efecto; su hermoso rostro, estaba cruzado de manchas moradas, sus labios cárdenos, el óvalo de su faz desencajado, su nariz espantosamente afilada; y, sin embargo, aun así, me parecía bella, con la hermosura majestuosa del sepulcro; levanté su cabeza, la recliné en mi brazo y me incliné sobre aquel cuerpo adorado; posé mi frente, sobre la suya yerta, y la bañé de lágrimas; el frío de aquel cadáver no me helaba; estaba de por medio todo el calor de mi cariño, y mis recuerdos; después, dejé caer mi cabeza, sobre la misma almohada que sostenía la de Aura, y permanecimos así unidos, en aquel abrazo de la muerte; ¡y aun allí, habían de venir a separarnos! ¡la ausencia me la había arrebatado primero; el mundo me la había quitado después, y hoy, la tierra me la reclamaba para convertirla en polvo!...

allí, en aquel coloquio fúnebre, de nuestros espíritus, le conté todas las tristezas de mi vida, desde que nos habíamos separado; todas mis luchas y mi infortunio; la brisa, gimiendo sobre nosotros, parecía traducir en un lenguaje misterioso y desconocido, mis pensamientos; nuestros cuerpos inclinados, a la orilla del sepulcro, estaban mudos, pero ¡ay! nuestras almas, ¡cuántas cosas se dijeron, lejos del mundo, al silencio medroso de las tumbas!... ¡qué de promesas para la eternidad!...

Pablo, vino a despertarme al fin, de aquel enajenamiento; entonces, volví a ponerme de rodillas, después de haber estrechado aquella cabeza querida, por última vez, sobre mi corazón; tomé en mis manos, una de las hermosas trenzas de sus cabellos, y la corté por su nacimiento; ¿era aquello una profa­nación? no, era el reclamo de una herencia, que me pertenecía; acerqué a mis labios, aquella reliquia querida, arrancada a la muerta, y, la guardé cerca a la cartera donde tenía su retrato; ¡ay! qué impresión me produjo la comparación de aquel cadáver casi descompuesto, con el retrato de aquella niña tímida y son­riente; ¡sangrientos sarcasmos del destino! oculté tembloroso aquella imagen que me despertaba tan­tos recuerdos, y tomando en una de mis manos, su pálida cabeza, coloqué en ella la corona de rosas blancas, y de violetas, con que quería adornar sus sienes; y la volví a colocar entre el féretro; arrebaté a sus manos, el ramo de violetas que llevaba, y lo guardé al lado de su cabello; no llevaba la cruz en las manos, como la generalidad de los muertos, porque la había llevado sobre los hombros; cogí una de sus manos en las mías, y la estuve mirando largo rato, con toda la ternura de mi alma; era ya tiempo, los sepultureros habían llegado; me incliné por última vez sobre ella, y le di el postrer y purísimo beso de mi alma; beso que, dado en los labios de una muerta, debió de repercutir en los de un ángel;

cuando levanté la frente, todos lloraban;

fui arrancado por Pablo, del lado del cadáver, y, recostado en el tronco de un árbol, seguí con ojos de idiota, a los sepultureros;

cuando extendieron el paño, y ocultaron su rostro, comprendí que el sol de la ventura se había ocultado para mí; cada martillazo que daban para clavar el ataúd, resonaba en el fondo del alma, y se repercutía en mi corazón; cuando arrojaron el féretro a la sepultura, quise arrojarme también, y Pablo, me cogió de un brazo; ¡entonces me senté sobre una piedra que había allí, oculté el rostro entre mis manos, y lloré la ruina de mis ilusiones!... poco tiempo después, todo había concluido... una cruz de madera, señalaba el lugar donde debía levantarse el mausoleo; caí sobre aquella tierra removida, que guardaba mi felicidad, y la empapé con mi llanto; me abracé a la tosca cruz, y le pedí un consuelo en mi dolor;

gruesas gotas de agua empezaban a caer; el cielo estaba obscuro; la luna, que había pugnado por asomar, entre los nubarrones que la eclipsaban, se había ocultado; así, en las sombras de mi vida, la tranquilidad no había podido asomar en los negros horizontes de mi desgracia; ¡ay! la noche, a pesar de su obscuridad, tiene sus astros que le prestan luz, y la esperanza, astro benéfico que ha puesto Dios en las eternas noches del dolor, no ha vertido su rayo, en las horribles sombras de mi alma.

Pablo me arrancó de allí;

era preciso alejarnos: la lluvia arreciaba por momentos, y la brisa empezaba a gemir fuertemente, entre los cipreses y álamos del cementerio; comencé a alejarme, pugnando a volver a cada pase; al dar la vuelta a una de las calles de árboles, que debía ocultarme su sepulcro, torné a mirar: ¡ay! allí quedaba ella para siempre abandonada; la soledad de la tumba la rodeaba; me parecía que sacaba las manos de entre la tierra para llamarme,.suplicándome que no la dejase sola entre los muertos-quise volverme, pero Pablo, me arrastraba a mi pesar; entonces me acordé de la despedida de Chactas sobre el sepulcro de Átala; ¡ella también, como aquella virgen, quedaba abandonada hasta de mí, que la había amado tanto!... al fin salimos; cuando sentí que la puerta del cementerio se cerraba tras de mí, comprendí que había dejado el corazón adentro;

entré en el coche, y partimos;

la noche era horrible, la lluvia se había hecho torrencial, los truenos se sucedían unos a otros, el viento azotaba los cristales del carruaje, la brisa se había tornado en vendaval, y el cielo no tenía una estrella; era la naturaleza que me ayudaba a llorar.

* * *

Al entrar en el salón de casa, la familia me esperaba en él, con impaciencia; al verme entrar, mi madre me salió al encuentro, y, al notarme tan turbado, exclamó:

–¿Qué ha sido, mi hijo?

–Aura ha muerto –dije, dejándome caer sobre un sillón;

mi madre, bajó la cabeza, mis hermanas, se cubrieron el rostro con las manos, y principiaron a llorar; mi madre, se acercó a mí, y abrazándome me dijo:

–Pobre hijo mío, todo ha acabado para ti.

–No todo, pues me quedas tú, madre mía;

después, lloramos juntos aquella muerta, que viva nos había hecho llorar tanto;

ellas, le guardaron luto por seis meses;

¡el luto de mi alma, ha sido eterno!...

muchas veces he ido después a visitar su tumba; es un cuadrilátero encerrado en una verja de hierro, y dominado por una cruz de mármol blanco, en la cual se lee: Aura. –No tiene más inscripción, pero está tapizado de violetas; allí he leído, al declinar de las tardes, el pequeño manuscrito de su vida, que me dejó, como un recuerdo, y me parece tenerla al lado, con la barba apoyada en la palma de la mano, como solía hacerlo, cuando niños, leíamos en la sombra de nuestros bosques; y me parece sentir el rayo de su mirada, y el perfume embalsamado de su aliento;

¡ay! yo esperaba morir tranquilo, dormir al lado de Aura, y que la piedad de mi madre, tapizara mi fosa de violetas; pero ausente de ella, desterrado y solo, mi tumba, como la del marino arrojado a la orilla, después de la tormenta, tendrá por lecho la desierta playa, y por bóveda el ancho pabellón del firmamento; lejos, de cuantos me aman, nadie al caer de la tarde, irá a visitarme en mi sepulcro; nadie dirá entre sollozos: «¡aquí yace!»; la arena que me cubra no será empapada por una lágrima afectuosa; las coronas que ofrecen a los muertos, los que aman su memoria, no se verán jamás sobre mi lápida; y la tumba olvidada del poeta peregrino, no se verá jamás como la tumba idolatrada de Aura, embalsamada por el suave ambiente, que despiden sobre ella las violetas.

* * *

Así, termina la relación, que en el seno de la intimidad, depositó nuestro amigo, y la cual, aunque palidecida y trunca, hemos tratado de reproducir en estas páginas;

¡pobre amigo! ¡sus tristes presentimientos se cumplieron! el destino, que lo persiguió toda su vida, lo arrojó a morir en las playas desiertas, de un río casi ignorado; ¡no le fue dado, como lo deseaba, dormir el sueño eterno al lado de Aura! ¡su madre no visitó su tumba, sus hermanas no tejieron coronas para él! una cruz de madera señala el lugar en donde duerme; zarzas espinosas, rodean en vez de flores, su sepulcro, y la soledad que ya reinaba en su alma, reina hoy sombría, en torno de su fosa... la historia de su dolor, mal escrita, por la mano de la amistad, es cuanto queda de él...


Publicado el 29 de octubre de 2018 por Edu Robsy.
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