La Otra Faz de la Física Elemental

José Pedro Bellán


Cuento


«Todo movimiento en las moléculas de los cuerpos produce vibración» Pero... ¿Y está allí la definición del sonido?


Rodolfo Mendeville dejó el Club a la una de la mañana y rehusando el carruaje que se le ofrecía, travesó la plaza Independencia, a pasos lentos, despreocupado por la distancia, Al llegar a la calle Andes, un señor que andaba en sentido inverso, le llamó en voz alta:

—¡Eh!, Mendeville. ¿Hacia dónde va Vd?—Pero como no obtuviera respuesta, volvió a alzar la voz:

—Caramba... ¿está Vd. ordo?...

—¡Ah!... perdón, contestó Rodolfo algo cohibido. No me siento bien.

—¿Viene Vd. del Club?

—Sí.

—¿Ha ganado?

—No... creo que no...

—¿Se juega fuerte?

—Bastante.

—Voy hacia allá. Hasta mañana.

—Adios. —Y se alejó sin volver la cabeza, andando torpemente, sin elegancia, con la galera echada hacia atrás.

Hallábase sorprendido de sí mismo. Nunca hasta entonces habíasele ocurrido dejar el juego tan temprano, prescindir del coche y descuidar su línea.

Además se turbaba. Vivía dentro de si un vaivén tan contínuo de ideas y de recuerdos que su espíritu se confundía ante ellos, se agobiaba por momentos, como vencido por una carga demasiado pesada para su vida correcta y elegante.

Al pasar frente a la compañía de seguros, el reloj dió la una y media. El ruido de la campana, aquel lento golpear del badajo sobre el cuerpo de bronce le dejó suspenso. Siguió in menti, la dirección del sonido hasta perdérsele a lo lejos, tras e estrecho horizonte que marcaban los edificios. Luego una campiña ocupó u imaginación y la vió al atardecer, ya casi sin sol, cuyos reflejos doraban débilmente un montón de casitas blancas entre las cuales: sobresalía con un tinte más obscuro, una torre vetusta y poblada de nidos, sobre cuya extremidad una cruz inclinada parecía tumbarse. Oyó el ladrido de algunos perros.

—¡Vaya una cosa más rara —se dijo— sin dejar de gustarla ¡Acaso el champagne? ¡Quien sabe!... —Sin embargo, rechazaba la idea de que el líquido bullicioso le hubiera trasto nado. Tenía fama de bebedor y recordaba que, en aquella noche, sólo se había servido de dos copas.

Siguió avanzando, pero entonces, una fuerte flojedad se fué invadiendo las extremidades. Al pasar por la plaza Cagancha buscó uno de los bancos menos visibles y se sentó en él. Estaba materialmente cansado y le pareció que había andado mucho en muy poco tiempo.

Largo rato estuvo así, echado sobre el banco, dominado por preguntas incesantes y caprichosas. Le parecían voces de otro ser, voces de conocidas que gritaban en sus oídos y le llenaban de ecos el cerebro. En su momento de mayor confusión, sintió que alguien le golpeaba familiarmente los hombros y le preguntaba en un transporte de alegría:

¡Hola!... ¿No me conoces?...

Mendeville pudo atemorizarse. Se levantó bruscamente y se surcó el frontal con los dedos. Tuvo frío. Alzóse las solapas y después de una corta vacilación abandonó la plaza para proseguir por la Avenida Rondeau.

Al bajar la escalera alargó el brazo todo lo que le fué posible y arrancó un lirio. Era la primera vez que se incomodaba por una flor.

A medida que marchaba iba acariciando suavemente el hermoso ejemplar azul.

—Lo regalaré a Matilde —se dijo— casi al mismo instante su pensamiento se detuvo en seco, como atemorizado por una caída en falso.

Hacía tres años que se había casado y de la intimidad de su esposa, sólo conocía su desprecio y altanería. Por otra parte, el silencio y el desdén no le preocuparon seriamente. La conservaba por fórmula. por un espíritu de comodidad del cual no podía desprenderse. Además—y sólo así mismo se lo confesaba —ayudaba a mantenerlo cerca de su esposa, un prurito de varón, una vanidad sexual que vivía de la belleza de Matilde.

Pero aquella noche contra su voluntad contra su carne, contra sus mismas convicciones, sus sentimientos de rebelión se doblegaron. Una fuerza nueva lo elevaba sobre sí mismo, una fuerza superior, iconoclasta, que tanteaba el porvenir y lo arrojaba en pos de su mujer. Y de esa fuerza, a semejanza de una hoguera, brotaba un chisporroteo de ideas que le encendían la mente. Los pensamientos se coordinaban, buscábanse en partículas y se unían, formando bandos, representando números, épocas, circunstancias, negando o afirmando los valores como en una asamblea tumultuosa. Y Mendeville reflexionaba. Reflexionaba con rapidez, sin tregua, obligado por tanta entidad abstrata que aparecían en su inteligencia, sucesivamente, una en pos de otra como entes llamados por un toque mago. Y motivado por este torbellino psíquico se agrietó su corazón. Ahora le parecía que había dejado escapar de entre sus manos, la dicha de toda su vida.

Cuando llegó a su casa sus brazos caían cual si fueran péndulos. Sus pensamientos proyectábanle sombra y su espíritu posaba como un cuervo.

Eran las dos de la mañana. Fuera de costumbre penetró en el cuarto de su mujer. La habitación muda, espectable, lo arropó en sus sombras. Matilde sorprendida en el sueño, dijo bruscamente:

—¿Qué hay? ¿Quién es? —Pero antes que ella tuviera tiempo de dar luz, la voz de Rodolfo libró del miedo común:

—Soy yo... deja el cuarto a obscuras, te lo ruego... no te alarmes. Tengo que contarte algo, Matilde. Me iré enseguida.

—Pero ¿por qué no consiente en que prenda la luz preguntó singularmente atemorizada.

—No, no... deja. Y haciendo una pequeña pausa, prosiguió sofocadamente:

—Debo tener una cara horrible Si me la vieras te haría mal. Escucha; quiero contarte una cosa, hablarte de algo de nuestra vida. No tienes porque inquietarte. —Y palpando los muebles se dejó caer sobre un sillón. Matilde estaba aturdida. Aquella aparición de su esposo le había hecho el efecto de un golpe en el cráneo. Quería verle. Sentía la tentación de dar vuelta la llave; pero un temor indefinible se lo impedía sin explicarle nada. Se incorporó en el lecho y sólo atinó a preguntar con toda la serenidad que pudo recoger en su espíritu.

—¿Y qué tenía que decirme Vd. a estas horas?...

—Pido que me absuelvas.

—¿Absolverle?... Me infunde recelo. ¿A qué se refiere Vd....?

—Me refiero a tu libertad. Esta noche es necesario, oye bien, es necesario que se perfile nuestra situación. Desde ya no puedo soportar por más tiempo esta acción innoble que me deparó mi propia nulidad. No quiero abarrotar tu vida. Es menester que desvanezcamos este estúpido embadurnamiento: hogar... familia... marido. Yo siento que tu espíritu no se entregará jamás.

—Pero Rodolfo... ¿Cómo se le ha ocurrido pensar que...

—No no; aquí sólo cabe la verdad. ¡Ah!... cuando recuerdo que en nuestra noche nupcial te inspiré asco y sin embargo te lo exigí todo... ¿No te atrevías al escándalo, verdad? ¡La opinión pública te obligó a ser heroica! Y que heroísmo! Un heroísmo que explotó en un cuarto. ante una colección de cosas inanimadas, bajo la galería de os cuadros. ¡Cómo habrá sentido la soledad tu alma torturada! ¿No acudiste a tus padres? ¿Qué pensaron de esta boda tan elocuente!...

Su voz se enhebraba en las sombras y las llenaba de ruido. Hablaba entrecortando las palabras lanzando exclamaciones de ira y de desprecio.

Consideraba sus actos como manifestación de la estupidez general encarrilada en la costumbre, la menos inteligente de todas las fases humanas. Y pisoteó su pasado y desprendióse de él como de una cosa inmunda.

Matilde reaparecía de su asombro, lentamente. ¿Era aquel su marido? ¿Qué suceso extraordinario habíale hecho hallarse de ese modo? ¿De dónde podríanle haber surgido tales ideas? En vano intentaba atravesar las sombras con la mirada. Su esposo le violentaba el corazón, sentíalo mover sobre su alma confuso y desolado; pero no le veía. Entonces al amparo de un silencio espectante oyó que Mendeville respiraba sofocadamente. Esto la acongojó. Con una voz muy dulce, extraña, alimentada por una ternura que nacía, le preguntó tímidamente.

—Rodolfo... ¿Se siente Vd. mal?

—No no... —Hizo una pausa y luego agregó con una voz profunda:

—¡Veo a tu amante!... —Matilde se sobresaltó.

—¿A mi amante!... ¿A mi amante!...

Cómo es posible... ¿por qué piensa Vd... —se turbaba de tal modo que su voz languideció hasta el silencio. Y como para esquivar a unos ojos invisibles, se tapó el rostro con las colchas.

—No niegues, no niegues, prosiguió Rodolfo. Te digo que lo veo, te afirmo que lo estoy viendo. Lo íntimo no se contradice nunca.

La voz de Matilde, apenas perceptible protestaba en vano:

—No... No...

—¿Por qué negarlo!... Te inquietas inútilmente. He jurado dejar de ser indigno. —Hizo una pausa y volvió a hablar manifestando en el tono de su voz, una fuerte energía, avasallante, rebelde, redentora.

—¡Seria una estupidez inaudita!... Cuando se sobrevive a las calamidades de la vida, se está obligado a ser sensato, aunque no sea más que de pensamiento. De que puedes ser culpable tú, pobre Matilde!... Si al menos fueras ignorante si no entendieras, si carecieras de sentido común... ¡Pero tú, tú...

Matilde, incorporada de nuevo, con un puño apretado contra sus mejillas, oía las palabras de su esposo como si se oyera a sí misma. Recordaba toda la miseria moral que la había rodeado y sentía reaparecer en su corazón ese dolor mudo y sapiente que sopla en la soledad. Su amante era un hecho reciente y fortuito. Conociólo en una fiesta y habíase entregado a él por ver, por sentir, apremiada por las largas horas monótonas y estériles, durante los cuales transcurría su vida sin dar nada. Le tenía oculto, insospechado a través de su frialdad, perdido entre las brumas de su ser orgulloso, herido en el amor, áspero y hostil. Sin embargo, Mendeville acababa de descubrírselo en su propio espíritu. El estupor no le dejó negar. Después, cuando pudo ver claro su propio egoísmo desvaneció la memoria de su aman Lo abandonó a las circunstancias y estas se lo arrancaron del corazón. de mismo modo que las corrientes marinas arrastran en pos de si todos los cuerpos débiles, todos los cuerpos sin arraigo, todo lo que flota.

Se había quedado inmóvil, siempre con los puños encajados entre las mandíbulas, sufriendo su segunda derrota, oyendo aún en su cerebro los gritos del que acababa de naufragar. Pero de pronto sintió que el aliento de Mendeville le soplaba en el rostro y oyó su voz, como se oyen lo ecos, como se escuchan los gritos lanzados en la selva, confundidos entre el susurro del ámbito.

—¡Matilde... ¡Matilde...

Todo su cuerpo vibró en una conmoción violenta. Abrió los brazos y los echó hacia atras, rígidos, apoyados contra el lecho.

Con cuerpo arqueado, en una actitud extraordinaria esperó. Algo llegaba hasta ella, algo que venia de otra parte y hendía levemente la cristalización de su ser. Era una multitud de voces que hablaban quedo, insinuantes; voces amigas que se ocupaban de ella, sonidos de su sueño que asienten sin análisis, pensamientos cargados de dicha verificada sin retroceso, sin choque, sin tragedia.

¡Rodolfo —y su voz, adormida, débil cual si emergiera de algo profundo, agudizose lentatamente hasta desaparecer en la firme mudez de la alcoba. Entonces se incorporó, buscó más, indagó más.

La habitación se le antojó impenetrable. ¿Por qué callaba? —Interrogó en torno suyo, y, lo real, lo que ansiaba sin poder explicárselo, la acudió bruscamente:

Dos ojos en la sombra, dos ojos solos, aislados, pero en perfecta relación, dos ojos profundamente abiertos se acercaban, cada vez más grandes, más bellos, más extraños.

—¡Oh... Rodolfo... Rodolfo... —exclamó en un tono (mezcla de miedo y admiración... Y quedó frente a ellos, arraigada en ellos, posternada ante aquella imagen que se acercaba, cada vez más, cada vez más, por una vía secreta, incognoscible, poblada de silencio y abandono.


Publicado el 24 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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