Llegué a la ciudad de X., un domingo a las siete de la noche. En ese momento, mi amigo, confundido entre una multitud de personas, recorría el andén mientras observaba el interior de los vagones
Se llamaba Julio Serrano. Frisaba en los treinta y dos años. Era alto, fornido, de juicio recto y muy animoso.
Habíase graduado en Medicina a los veintisiete años. Médico al fin, resolvió establecer su consultorio en uno de los pueblos cercanos a la Capital, donde casó un año más tarde, con la hija de un rico negociante, hermosa mujer, que lo mostraba con orgullo en los salones, cual si hubiese hecho una adquisición rara y costosa.
Poseía, Julio, en extremo, ese don que tienen algunos hombres, de agradar al primer golpe de vista. Su gran cultura le permitía colocarse en un plano de inferioridad intencionada, cosa que le había valide la sonrisa de las mujeres y la confianza de los hombres.
Se hizo médico de moda; se hizo ese ser necesario, enigmático, que penetra en las alcobas suntuosas, lento y desdeñoso. Y aun cuando él me asegurara en sus cartas que en el transcurso de tres años, sólo había hecho tres curas, sus triunfes comenzaban a celebrarse en la capital.
Me dirigí a él, llamándole, y como sucede generalmente en esos casos, sólo me vió cuando le tuve abrazado.
—¡Al diablo!... ¡Cómo no te vi!—exclamó con alegría.
—Ahí está el peligro de ver las cosas muy de cerca,—contesté riendo.
Nos abrazamos de nuevo, y el cariño que nos unía desde tanto tiempo, acreció en aquel instante.
Entramos en una de las salas de espera y nos sentamos. Preguntaba él, preguntaba yo. En un breve plazo revivimos los hechos principales en los cuales habíamos actuado separadamente. Y así, después de haber formado esa red de comunicación que tejen las ideas y los sentimientos, nos pareció que no había mediado entre nosotros ausencia alguna.
—Vamos—me dijo.—Es la hora de cenar. Conocerás a mi mujer y al chico. Es muy travieso. Me entretiene mucho.
Subimos a un coche, un coche casi heráldico, de estructura particular, tirado por un solo caballo, especialmente negro, sobre cuyo pecho y ancas, se quebraban líneas difusas de luz.
El cochero tomó una de las calles laterales de, la población y tendió al caballo en un trote sostenido.
La noche era cálida y húmeda. Se sentía penetrante él olor de las granjas vecinas, ese olor enervante que afloja los músculos y da a los sentidos la vaguedad deliciosa, sensual que produce el ensueño
Al mismo tiempo que hablaba observaba hacia afuera.
Hacía ya algún tiempo que habíamos penetrado por un camino bastante ancho, guarnecido por una doble fila de chopos antiguos, soberbios, que daban a la distancia impresión de murallas. Debíamos haber salvado la ciudad sin pasar por ella, porque a derecha e izquierda, la campiña lo abarcaba todo.
—Este camino es muy hermoso—dijo Julio—sin contar con que es el trayecto más directo para llegar a casa.—Y añadió, después de una pausa:—Si estuvieras acostumbrado al lugar, alcanzarías a divisar mi quinta. Allá, ¿No notas una mancha gris? ¿A un costado de aquella arboleda, sobre el camino?
Miré en la dirección indicada; pero no lograba distinguir nada. El fondo del paisaje se me presentaba monótono, de una obscuridad igual. Sólo, de vez en cuando, veía pequeños fulgores rojizos, de color lacre, que despedía a través de las ventanas, el hogar iluminado de los campesinos.
Llegamos a las ocho. La señora, amable, con una sonrisa tenaz en los labios; el chico realmente travieso. Hubo una escena. Le acariciaba la cabeza, mientras él montado sobre mi valija, pretendía abrirla. Hasta entonces todo iba bien; pero llega una muchacha de unos quince años, rubia, pecosa, que agarra al chico por mi brazo y le dice resueltamente:
—¡A dormir!
El chico contestó enfadado:
—No quiero.—Y echándose sobre la valija como un jockey sobre su cabalgadura, se aferró a ella desesperadamente, chillando de un modo enloquecedor.
Se entabla una lucha entre él y la sirvienta. La madre dice:
—¡Pero Rodolfo!... ¿Tú no ves que es hora de ir a la cama?
Pero ninguno de los dos combatientes la oye. La sirvienta parece que siente placer en llevárselo a la fuerza; pero él, asido fuertemente a los repliegues del cuero, patea fuertemente en las piernas a la muchacha y le muerde las manos. La voz del padre, benévola, tampoco surte efecto. Entonces intervengo.:
—Deje usted—digo a la sirvienta.
Abro la valija, y el chico, ávidamente, revuelve en el interior. En un momento disemina por el suelo ropa y adminículos.
Julio quiere impedir que su hijo prosiga haciendo una inspección tan despiadada, pero yo lo detengo.
—Déjalo. Verás qué pronto se cansa.
Y fué así. Arrojó aún un libro y un cepillo; tocó, palpó, y luego, sonriente, satisfecho, se abrazó a una de mis piernas. Yo lo alcé y lo besé en la boca. Cuando la sirvienta se lo llevaba, y al trasponer la puerta, me saludó con la mano, al mismo tiempo que me decía con una voz insinuante y juguetona:
—¡Ayós... Ayós!...
En la cena éramos tres solamente: Julio, su mujer y yo.
Por espacio de media hora, fuí víctima de los sentimientos paternos.
Rosalía hablaba con esa pujanza y convicción propias de la madre orgullosa de su cría. Relataba los hechos de Rodolfo, acalorándose, entusiasmándose con los detalles que ponía de relieve con mucha expresión. Y como si alguien dudase de lo que decía, exclamaba, refiriéndose a su marido:
—¡Oh!... ¡éste sabe!... ¡éste sabe!...
Julio me guiñaba un ojo, socarronamente. Pero, a pesar del asomo de un poco de vergüenza que creía ver en sus mejillas, se ponía serio a su vez, y decía con mucho énfasis:
—¡Hombre!... es vendad, es verdad. Tal como lo cuenta.
Me hacía mucha gracia ver aquellos dos padres a quien la parsimonia social obligaba a ser graves, dominados por una corriente de ingenuidad, que les tornaba pueriles y algo cargosos. No pude menos que faltar al respeto que le debía a la señora. Solté una carcajada estruendosa. Pero ellos, comprendiendo, rieron también. Julio dijo a Rosalía:
—Delante de estos señores solteros, querida, no es posible hablar de estas cosas. No entienden.
—No se pueden entender las cosas que no se sienten.
—¡Oh! no se puede;—y después de una ligera pausa, y como conduciendo trabajosamente un recuerdo, dijo:
—A propósito. Has de conocer aquí un caso extraordinario....
—¡Ah!...—interrumpió Rosalía,—el caso de la señora de del Pino.
—¿De qué se trata?
—Es un caso espantoso de monoideísmo. Una señora que sufre desde hace cinco años hipertrofia de la atención. Tú verás.
Eran ya cerca de las once. Habíamos estado en la sala escuchando un scherzo de Griey, que Rosalía ejecutó con suma elegancia. Luego, como mi cansancio era bien visible, Julio me condujo hasta mi cuarto.
Me habían dedicado una pieza en la planta alta. Se trataba de un verdadero aposento de soltero, limpio hasta la exageración, con dos grandes ventanas que tomaban casi toda la pared.
—Aquí tienes tu dormitorio. Mañana a las ocho te vendré a buscar e iremos hasta La Puente. Un paraje admirable.
—¿Queda lejos de aquí?
—Cinco kilómetros. Verás a mi enferma. Que duermas bien.
Salió cerrando la puerta. Mientras me desnudaba pensaba en los sucesos del día: un viaje de cinco horas en un expreso cargado de gente que alborotaba por cualquier insignificancia; la llegada; el encuentro con Julio; el paseo por el camino de los Chopos; Rosalía; Rodolfo; la escena de la valija; la comida exclusivamente familiar, y la futura visita a la mujer enferma, todo esto lo sentía en mi cerebro, sin orden alguno.
Quizá había comido o bebido demasiado. Aun estando acostado mi malestar aumentaba. No podía dormir. Contra lo que deseaba, las ideas me asaltaban como un enjambre enfurecido. Era a la vez, doloroso y cómico. Me ocurría, por momentos, oir dentro de mí, las voces de una cantidad de personas desconocidas que hablaban a, gritos, sin escucharse, empecinadas en articular palabras. Algo semejante a una reunión dé locos adiestrados.
Entonces me levanté. Tomé una colcha, me envolví en ella como con una manta, abrí una ventana y me eché de brazos sobre el marco.
Y estando así empeñado en librarme de mi estado mental, incómodo y peligroso, tuve una sorpresa conmovedora.
A poca altura sobre el horizonte y detrás aún de un ramaje, la luna, enorme, magullada, sangrienta, aislada en la obscuridad, dábame la impresión de que cayera en la tierra. Quizá lo que tanto me emocionaba, era verla sin proyecciones, cortada de un modo tan brusco, sobre aquel fondo negro. Pero a medida que ascendía palideciendo, cual si se entregara a la noche, su luz fué mostrando lugares, abriendo sendas, descubriendo la comarca.
Los que, refiriéndose al paisaje hablan de formas y colores inadmisibles, no han observado bien a la naturaleza. Dentro de la reflexión y refracción, caben todos los matices, todas las figuras.
Durante unos minutos, un cuerpo de nubes, alcanzado por los rayos lunares, se iluminó vigorosamente. Dominaban los colores fuertes, con tendencias al rojo. Fué aquello un verdadero crepúsculo en plena noche.
Y así pasé tui breve rato aún. Me sentía aliviado. Insensiblemente fui llegando a la tranquilidad interior. Logré ese punto de descanso, de olvido, que parece desengranarnos de la vida, y dejarnos un instante inmóviles.
Me acosté de nuevo y con el sueño ya sobre mis párpados, noté que la luz blanca de la luna llenaba casi teda la habitación.
* * *
Al otro día, a las nueve, subimos en un tílbury que nos condujo hasta la quinta de la señora de del Pino.
La alegría de la mañana, luminosa y serena, retozaba en mi sangre.
Marchábamos por una carretera abierta entre campos labrados. Se podía apreciar de inmediato el esmero con que era trabajada la tierra, en la regularidad de las figuras geométricas que formaban los distintos plantíos. Brillaban las herramientas con un fulgor fulminante, y se oía el canto de los campesinos semiocultos en los sembrados.
Haría media hora que andábamos, cuando Julio me señaló una arboleda próxima hacia el lado derecho del camino.
—Ahí principia la quinta—me dijo.—Tiene un aspecto salvaje. Todo está, dejado a la buena de Dios.
—Yo haría otro tanto. Alabo el gusto.
—No se trata de gustos—replicó Julio.—La dueña de todo este pareare es enferma, Para ella no existe nada fuera de su dormitorio.—Fustigó al caballo que había dejado el trote y prosiguió:
Cuando yo la conocí, hacía ya dos años que estaba loca. El hecho que le hizo perder la salud y la modalidad rara de su desequilibrio, constituyeron un drama, uno de esos dramas que ensombrecen el alma popular y fijan en ella un recuerdo inextinguible, que resurge, de tarde en tarde, y que se cuenta en las horas de invierno, al finalizar de las comidas.
La señora de del Pino enviudó muy joven. Dicen que sufrió mucho por esta causa, Tenía entonces una chica de cuatro años, criatura delicada, de rara belleza, y la madre, nacida indudablemente para amar, dedicó toda su vida a la hija.
Fué una entrega continua, amplia, sin reservas. No era posible ver una sin ver a la otra. El transcurso de los años, en vez de aminorar este afecto, lo hizo más potente.
Desde entonces, la ciudad entera tomó a la señora de del Pino, como un modelo de madre. Se le admiraba. Dondequiera que fuere, era el centro de la simpatía general y siempre dejaba en pos de ella una murmuración sana, amable, cual si proyectara sobre los demás la sombra de su dicha.
Cuando Adela tuvo diez y ocho años, se presentó un muchachote, algo mayor que ella, empleado en una casa bancaria, y de unos simples flirteos efectuados en los salones, pasaron pronto a una pasión intransigente.
Pero no creas que esto enturbió la alegría de la señora de del Pino.
Fué al revés. Como era poderosa, obtuvo para el novio de su hija un empleo de importancia; agrandó y hermoseó el parque y tomó a su cargo la tarea de amueblar las habitaciones destinadas a la futura pareja.
Las bodas debían verificarse un 30 de mayo. La sociedad invitada esperaba ansiosa.
La personalidad de la señora de del Pino, tomaba el vuelo de una heroína del amor materno. La dicha de su hija exaltaba su dicha. Todo lo que pudiera decirte de sus manifestaciones resultaría pálido. Su estado moral dependía de las facciones de Adela.
El 29 de mayo, víspera del día fijado para el enlace, los novios con sus familias, regresaban de un paseo. Subían la escalinata del edificio cuando se produjo algo inesperado. Adela cayó y quedó inmóvil. Fué aquello tan brusco que nadie tuvo tiempo para impedir que su cuerpo chocase contra el mármol.
Lleváronla a la cama. Todos creyeron al principio que reaccionara, todos menos la madre. Cuando llegaron los médicos, Adela moría.
No fué posible ocultar nada a la madre. Un fuerte ataque ansioso la mantuvo fija junto a la cabecera de la moribunda. Su dolor era imponente. Aun hoy, cuando los testigos recuerdan el su ceso se emocionan. Una veintena de personas enmudecidas rodearon el cuerpo exánime de Adela y sólo se oía la respiración estentórea de la señora de del Pino.
Pasó un mes, y cuando todo parecía vuelto a lo normal, la pobre madre, sufrió de nuevo otro ataque idéntico al primero. Pero esta vez, su presencia se caracterizó como un verdadero síndrome morboso.
Los médicos pudieron constatar que la enferma había retrocedido un mes en su existencia. Hablaba de su hija como si viviese y razonaba del mismo modo que razonan los sanos. Un médico: amigo, psiquiatra de fama que le asistió durante cinco meses, me relataba el fenómeno, entusiasmado por su carácter excepcional.
En apariencia no padecía ninguna enfermedad. Su vida era lo mismo que antes: se desarrollaba con la sensatez que había tenido; hacía lo que había hecho; pensaba lo que había pensado. Deliberadamente se le hablaba de la muerte de su hija y de los sucesos ocurridos desde entonces. En esas circunstancias era bien visible su perturbación psíquica. Aunque al principio demostrase oir, bien pronto se le notaba una indiferencia absoluta. No recibía nada del exterior. Su mente se había cerrado con la desaparición de Adela.
A la ausencia de su hija le daba un carácter accidental. La esperaba asiduamente, pero sin llegar a constituir una preocupación seria. Y de tarde en tarde, sufría un fuerte ataque de angustia que la postraba por unos días, cual si padeciera de asma.
Así pasó un tiempo. Se pudo notar entonces que su vida la dedicaba por entero a la espera. Descuidó la casa, desatendió las relaciones y se negó a salir. Llegó así a un estado obsesionante, próximo a la locura.
Alarmado por el avance del mal, el medico tuvo una idea feliz, que si bien no salvó a la paciente de un modo total, en cambió logró que la enfermedad se localizara.
Un hermano de la señora de del Pino, llevando consigo una de las últimas fotografías de Adela, llegó hasta Londes, Y allí, pacientemente, construyendo y destruyendo, obsedido por una producción exacta, exigido por el detalle, apreciable tan sólo para los ojos que la habían visto muy de cerca, el artista creó un cuerpo de cera, el cuerpo de la muerta.
Vestida, con su último traje, fué puesto sobre el lecho vacío desde más de un año. Y cuando la señora de del Pino, vio el cuerpo de su hija, porque aquello era su hija, sólo: sufrió una emoción de alegría suave, tierna, la misma emoción que sentía tiempo atrás, cuando por las mañanas llegaba a la cama de Adela,
Y ya van tres años que vive así. No podría calificar su existencia, no podría decir: es esto o aquello. A veces dudo. Se me antoja algo profundo para ser analizado desde afuera.
Duerme con ella, come con ella. A cada etapa del día le muda la ropa. Tiene un cochecito man dado hacer a propósito, y por las tardes, es muy común verlas a través de los árboles, recorrer las alamedas del parque.
Rara vez le habla a la muñeca delante de la gente, pero cuando la señora de del Pino cree estar sola, se abraza al cuello de cera, y le interroga, constantemente la interroga. ¿Comprendes tú? No es posible determinar nada. Además cuando están en el comedor, delante de la mesa servida, la pobre madre llora. Llora también cuando la viste, y llora asimismo, cuando los criados la cargan para sentarla, sobre el cochecito, donde pasan juntas las horas.
Acabábamos de cruzar un arroyo que se perdía a ambos lados del camino por recodos violentos, ocultos en el matorral. Habíamos dejado atrás los campos labrados y el árbol fuera de línea, asimétrico, lo ocupaba todo..
—Es allí—dijo Julio.
La entrada, estaba cerrada por un ancho portón, de hierro. Dos bancos de material, construidos sobre los flancos, impresionaban por su aspecto de abandono. Se hallan descostrados, mucilaginosos. Sus pies desaparecían en un césped hirsuto y la hierba crecía entre las hendiduras. En uno de ellos, junto a la articulación del respaldar y el brazo, una planta de cicuta, floreciente, llenaba con su tallo el hueco de una grieta.
Julio hizo avanzar el caballo, hasta llegar a los barrotes. En seguida, levantándose, observó hacia adentro. Luego de un momento, llamó a gritos:
—¡Eh!... Leoncio... Leoncio...
Un hombre grande, tosco, viejo que calzaba botas y se cubría la cabeza con un sombrero de paja de alas anchas, combadas hacia abajo, apareció de pronto en el camino central. Se dirigió a nosotros, de prisa, refregándose las manos sobre el pantalón.
Saludó parsimoniosamente y comenzó a desarrollar un fajo de cadenas. Mientras tanto nos explicaba que, a tardar un poco más, no lo hubiéramos encontrado.
Seguimos por la avenida donde sólo se oían loa pasos de Leoncio y del caballo.
Bajamos junto a la escalinata.
Allí fuimos recibidos por una señora vieja ya, muy vivaracha, que anclaba sobre la punta de los pies. Nos llevó a un salón silencioso, cargado de muebles, cornisas y colgaduras. Quedamos solos.
—Ahí tienes—me dijo Julio, señalando un cuadro de gran tamaño—esa es Adela.
Miré. De inmediato tuve la sensación de encontrarme frente a un ser mustio, triste, de esos que pasan por la vida como sombras. Tenía la desesperanza en los ojos.
—Pero esta muchacha debió haber sido enferma—dije.
En este momento tornó la señora como si anduviera en el aire.
—El señor doctor ¿quiere llegar hasta la glorieta?
—Ven—me dijo Julio.
Descendimos la escalinata y seguimos tras la señora que, sobre la arena y el césped, aun hacía esfuerzos por que no se oyeran sus pasos.
Anduvimos un buen trecho, de prisa. Pasamos sobre un puente de material, y a poco Julio me detuvo.
—Espera aquí.
Le seguí con la vista. Estábamos al lado de la glorieta. Distinguía perfectamente la coloración del vestido femenino a través de la malla verdosa.
En este momento recordé estas palabras de mi amigo: "No es posible determinar nada"; y me sentí algo cohibido. ¡Si la señora de del Pino llegara a comprender el verdadero interés de mi visita!
La misma mujer, arrugada y vivaracha se acercó.
—El señor ¿quiere venir?
Cuando llegué, la señora de del Pino estaba colocando sobre la mesita un trabajo de hilados.
Julio me presentó. Ella inclinó ligeramente la cabeza y en seguida, «lavando con firmeza los ojos en mí, dijo lentamente:
—Mi hija Adela.
Miré y no obstante de tener conocimiento de aquel ser de cera, sufrí una sorpresa fuerte, inhibitoria. Era una verdadera mujer, débil, con la clorosis en el rostro, que miraba distraídamente hacia el suelo. Y la impresión de aquella muñeca y lo ridículo de la escena, me entorpecieron de tal modo, que no pude decir nada. Sólo atiné a sonreir y le hice un movimiento de cabeza, brusco, semejante a una afirmación rotunda. Me senté sobre un taburete.
La señora dijo a Julio:
—Ayer lo esperamos toda la mañana. Y éste, que acababa de saludar a la muñeca con una seriedad increíble, contestó sentándose frente a mí:
—¡Ah! ayer pasé hasta la una de la tarde en el hospital. Operé a un hijo del comandante Ventura.
—¿Del comandante Aventura? ¿Cuál de ellos?
—Luis.
—¿Cáncer, acaso?
—Es verdad.
—¡Pobre gente! Toda esa familia padece de lo mismo.—Tomó una de las manos de su muñeca y comenzó a acariciarla. Después de una pausa, dirigióse a mí:
—Entonces... ¿son ustedes muy amigos?
—Mucho, señora. ¡Hace tanto tiempo! ¿Verdad?—dije dirigiéndome a Julio.
—Toda nuestra vida, —contestó.
La señora de del Pino, bajó las cejas y preguntó con verdadero interés:
—¡Ah!... ¿Son ustedes amigos desde niños?
—Sí, señora. Y aun cuando median entre nosotros separaciones prolongadas, nuestro afecto no disminuye jamás.
Se hizo una ligera pausa y ella dijo:
—Es cierto. Existen afectos indestructibles.—Un ligero rubor le iluminó un instante la cara y se apagó. Fué semejante a una guiñada, algo así como si una luz interior hubiese enfocado el rostro.
Julio me miró de un modo significativo. Yo entendí. Sin quererlo había tocado la herida de su infortunio.
Ella se acercó más a su hija, y comenzó a estirar suavemente uno de los brazos que pendían sobre su pecho. Y cariñosa, haciendo visibles esfuerzos por sostener el atropello de su mente, dijo a Julio:
—¿Le agrada a usted este kimono?
—Es muy elegante—contestó éste.:
Ella prosiguió:
¡Ah!... he trabajado mucho en él. No crean ustedes que me lo mandaron así. El corte me satisfizo; pero en cambio, el cuello y los puños eran horribles. El color kakí la ensombrecía. Daba pena verla. Entonces hice este encaje veneciano, yo misma, sin ayuda de máquina ¡Qué bien le está!
¿No es cierto?
En efecto, el color champagne del tejido, junto a la cabellera rubia y al aspecto seco de la cera, difundía por la cara y sobre el pecho escotado, una suave claridad.
La señora de del Pino, se había levantado y pasaba sus manos sobre el trabajo. A través del encaje se veían sus dedos, nerviosos, apresurados, revisando los rosetones, las hojas, las presillas, combas y erectas como estambres.
Yo, repuesto ya, la observaba con mayor entereza. Tendría cuarenta años, y era alta, amplia, morena, Vestía con sencillez refinada y su pelo caía por las espaldas hasta las caderas. En cuanto a la expresión de su rostro tenía un tinte especial. Parecía el rostro de una actriz en el momento culminante del drama. Una potencia sensorial le contraía los músculos continuamente.
Julio dijo:
—Para hacer ese trabajo, es necesario una gran dedicación.
—¡Oh!... Sí...—prorrumpió ella con vivacidad
—sobre todo cuando uno se impacienta. Creía no terminarlo nunca.
Se sentó nuevamente, apretando entre las suyas, una de las manos de cera. Aspiró con fuerza el aire y prosiguió:
—Pero es una gran dicha hacerlo para ella. Todos los días al levantarnos, me parece que le falta algo, algo que depende de mí. —Su rostro volvió a colorearse progresivamente y quedó así, encarnada. En su epidermis ondulaba la luz, como ondula sobre el paisaje cuando las nubes vagabundas interceptan el sol.
Hablaba con dificultad, arrastrando la idea sobre la palabra. Era bien visible el esfuerzo suyo por no decir lo que sentía, Profirió algunos pensamientos quebrados que no pudo detener, y pasando el brazo por la cintura de su hija estuvo durante un breve tiempo, muda, temblorosa, jadeante, mirando hacia adentro.
Julio parecía no sentir nada: debía estar acostumbrado. En cambio, yo, frente a aquella mujer, experimentaba una piedad desgarrante. Hubiera preferido no ver. Dirigí una mirada a mi amigo como diciéndole:
—¿Por qué no intentas algo? ¡tú! que eres médico. ¿No puedes?
El enarcó las cejas y levantó los hombros.
Fué un gesto de resignación.
Entonces dejé mi asiento y me acerqué a ella. No: sabía a punto fijo para qué. Me obsediaba aquel sufrimiento y quería concluir con él. Imaginaba medios distintos que desdeñaba de inmediato por considerarlos impotentes. Por poco digo:
—Señora... no sufra usted así. Su dolor es negativo, absolutamente. Acepte usted la muerte de su hija. Eso que tiene al lado, es una simple muñeca contra la que estrella usted su existencia. No hay que mirar a la muerte como un mal; al contrario: es un bien. ¿No es usted católica? ¿No cree usted en la teoría del retorno? Los seres no se pierden. Convénzase usted de todo esto y se salvará... pero, cuando fuí a hablar, la expresión de su mirada me detuvo. Comprendí hasta dónde hubiese sido estúpido mi discurso, vacío como su hija. Retrocedí avengonzado.
Entonces ella, inmóvil todavía, dijo con la voz cascada como un sollozo:
—¡Hablará!...—y luego dirigiéndose a Julio, humilde, suplicante, vencida, continuó:
—Doctor... yo lo espero todo de usted... daré el oro que sea necesario... ¿por qué no habla ya?... ¿hablará?...—Y Julio, contestó con aplomo:
—Hablará.
Pasó un momento en silencio. Aquella simple palabra dicha por Julio, había caído sobre la vida de la señora de del Pino, como esas piedras pesadas que, arrojadas sobre el estanque, remueven todas las cosas.
Empezó a hablar, exaltándose, arrebatada por el flujo y reflujo de su pasión, pasando con facilidad del llanto a la risa. Nos contaba su espera; sus momentos de dolor, sus ratos de placer; escenas nimias, extravagantes, sin ningún sentido para nosotros. Y decía, decía... No nos miraba ya. Era un turbión de amor que surgía omnipotente. Sus pensamientos parecían dirigidos hacia lo exterior, hacia lo general. Se preveía con facilidad que del mismo modo que hablaba en la glorieta, hubiera hablado ante los árboles y ante las piedras del arroyo.
—¡No, no!...— exclamaba—mi hija me llamará. ¡Mi hija, mi Adela!...
Frenétrica, se hincó ante la muñeca y abrazándose de su cintura, le gritaba:
—¡Adela... Adela!...—Se levantó y le besó la boca, la frente, los ojos y siguió besando, sobre el cuello desnudo, sobre la ropa, dándose con los labios sobre toda la extensión del cuerpo de cera. Quedó exhausta, sentada en el suelo, con el mentón apoyado en un muslo de Adela, pero con la mirada fija en el vacío.
Yo sufría la misma emoción, más acentuada, casi física. Acaso por cobardía, bien por solidaridad, sentía pesar sobre mí, aquel optimismo brumoso, inicuo y falso.
Julio se dirigió hacia la señora de del Pino, quizá para poner en acción sus medios técnicos; pero no tuvo tiempo. La mujer de los pasos breves, leves, entró en la glorieta.
Echó una ojeada y decisiva, se acercó a su señora, diciéndole con dulzura:
—Las once. La comida.
Creí que no se movería. Fué al revés. Se levantó con presteza y dijo:
—¿Está José?
—Sí, señora.
Entonces ella, con alguna cortedad, se dirigió a nosotros:
—Ustedes perdonarán... El almuerzo está servido.
—¡Oh!... sí, señora—dije—deseando concluir cuanto antes.
El encuentro terminaba de un modo brusco, sin despedida. Julio tomó su sombrero; yo lo imité. Ambos salimos de la glorieta, al mismo tiempo que llegaba un carricoche. Un mocetón rabio bajó de él.
Nosotros nos dirigimos hacia el puentecito y allí, a insinuación de Julio, nos detuvimos.
—Ahora verás qué cuadro más inverosímil—me dijo.
Al momento apareció el grupo. La muñeca venía entre la mujer vivaracha y el mocetón. La llevaban cogida por las axilas, como a un convaleciente muy débil. Detrás marchaba la señora de del Pino, atenta, vivaz. Se oía su voz que decía:
—¡Despacito! tengan ustedes cuidado; ¡despacito!...—Sus manos habían tomado la cintura de su hija y caminaba sobre un costado.
Aquello era ridículo, terriblemente ridículo. No podía conciliar a aquel grupo tan heterogéneo. Viendo aquellos dos sirvientes, graves, decorosos, mudos, empleando la inteligencia en defender la dignidad absurda de un fantoche que avanzaba con el cuello, independiente del movimiento de las piernas, igual que un avestruz, me venían ganas de reir a carcajadas. Sólo que la preocupación ansiosa de la señora de del Pino, sobrecogía. Ya con sus muslos, ya con sus manos, era la encargada de poner en juego las extremidades inferiores del muñeco. Y éste se sostenía sobre sí mismo, afianzado en el mecanismo de sus articulaciones.
Llegaron junto al cochecito. La mujer subió y se puso en actitud de esperar. Era evidente, que ya estaban acostumbrados a esa rara tarea y que cada uno desempeñaba un puesto especial.
Se dió comienzo a una porción de tentativas, lo que concluyó por impacientarme. Nada me hubiera sido más fácil que bolear aquel cuerpo como a un ladrillo. Pero comprendía con justeza, que la vida depositada en él, le hacía pesar bestialmente.
Le pusieron al fin, un pie sobre el estribo. El mocetón tomóla por la cintura sosteniéndola, mientras la señora del Pino, hacía articular la otra pierna, en tierra aún. La mujer vivaracha, esperaba parada, sobre el coche.
Entonces ocurrió algo inesperado. En el instante durante el cual le colocaban uno de los pies sobre el pescante, la muñeca—no sé a causa de quién—trazó en el vacío un arco de círculo y cayó de bruces sobre las ancas del caballo.
La señora de del Pino lanzó un alarido desconcertante.
—¡José!...
Y éste, apremiado por aquel grito irresistible, olvidándose de la parsimonia que debía al acto, tomó vigorosamente a la muñeca y la plantó en la delantera del coche. Quedó rígida, inmóvil, como un palo. Mantenía el brazo derecho levantado, en ángulo, tocándose con la yema de los dedos, la cabellera rubia y ondulada.
Transcurrió un tiempo breve. Nadie hablaba. Por último, la mujer breve, logró colocar la muñeca sobre el asiento. En seguida bajó.
La señora de del Pino, se pasó repetidas veces las manos sobre la frente. Luego, lentamente, ocupó el asiento al lado de Adela, y acicateando el caballo con las riendas, se dirigió por uno de los caminos.
—Vamos—dijo Julio.—Todavía es probable que la encontremos de nuevo. Por fuerza, tiene que andar por la avenida.
Llegamos hasta nuestro tílbury.
Leoncio estaba allí, cuidando el caballo. Este, impaciente, golpeaba con fuerza sobre el pavimento.
Empezamos el viaje de regreso, y fué necesario mantener frenado al animal que, a todo trance, quería correr por entre aquella doble fila de árboles gigantes, cuyas raíces solevantaban el terreno e inclinaban con violencia él ligero vehículo. Cerca del portón, y como Julio había previsto, encontramos al carricoche. La señora de del Pino llamó:
—¡Doctor... Doctor!...
Y como viera que éste hacía ademán de bajar, lo detuvo diciéndole:
—No; no baje usted. No es necesario.
Cuando llegó junto a nosotros noté que en su rostro se había efectuado un cambio muy sensible. Se hallaba pálida, demacrada y su expresión era fija. Dijo con la voz muy apagada:
—He pensado una cosa, doctor, una cosa... no se ofenda usted: no se moleste en venir.
Este preguntó sorprendido:
—¡Que no venga!...
—Sí... creo que no es necesario... ¿para qué?...
—Levantó los hombres y los dejó caer de golpe. Al hablar sonreía: esa sonrisa que el desaliento graba en los labios, como un signo maldito.
Julio respondió eme no había una razón fuerte para que sus visitas cesasen. Trató de impresionarla favorablemente y manifestó, por último, que su decisión traía aparejado un grave conflicto moral que pesaría sobre él.
Pero ella no oía ya. Movía la cabeza de izquierda a derecha, en un compás escéptico. Dijo al fin:
—No, doctor, no... Nadie me verá... nadie... jamás...
Sus ojos se empañaron y el llanto que quería detener hipaba en su garganta, Tuvo un gesto enérgico. Tiró con violencia de las bridas y entró en la alameda. Con la voz completamente cascada exclamó:
—¡Adiós!... Mande usted por sus honorarios—e hizo correr.
Julio, emocionado por primera vez, preguntó con fuerza:
—¿Es su última resolución?
Y la señora de del Pino, distante ya, sin volver la cabeza, gritaba llorando:
—No... no venga usted... no venga más...
Quedamos un momento inmóviles, sufriendo de frente, aquella huella de desolación que arrojaba en pos de sí, el carricoche. Cuando éste desapareció, Julio dijo:
—Vamos.
Salimos. El camino se presentaba ardiente, y desierto.
Ninguno de los dos hablaba. El caballo, lo mismo que en la avenida del parque, piafaba, pidiendo rienda, amenazando encabritarse. Cediendo a la presión de mis nervios, dije casi colérico:
—¡Suéltale!...
Cedidas las riendas la bestia manoteó en el vacío y emprendió una carrera fogosa. Retumbaba en la carretera su trote sin ritmo, se estiraba, buscaba el galope, golpeaba con las ancas la delantera del tílbury.
Y corría, corría, como si en ese momento, llevaba algo nuestro en su sangre.
