Sine Qua Non

José Pedro Bellán


Cuento


I
II

I

Fué al final de una fiesta.

Con bastante regularidad dedicábamos un día de cada mes para una excursión al aire libre.

Nos reuníamos basta cuarenta individuos, de ambos sexos, amigos, amigas, no faltando a veces, matrimonios jóvenes, alegres aún, que nos acompañaban de buen corazón.

Desde que dejamos las últimas casas de la ciudad, empezamos a experimentar ese placer casi físico que se siente a la vista del campo.

Ese día, el tiempo se mostraba como un verdadero camarada.

Todo el encanto de la mañana estaba sobre el horizonte cargado de oro y la luz corría como desbordando por la comba del cielo cruzado por nubecillas que se crispaban de rojo.

Nada más admirable para un hombre de la ciudad que este espectáculo del sol.

Por un momento todos marchamos silenciosos, sin orden, amontonados, y por un momento nos detuvimos frente a la luz.

—¡Qué hermoso!...—exclamó una voz de mujer.—Nadie repuso una palabra.

Seguimos andando, pero, un instante después, cuando el sol mostró su superficie vidriada e inquieta, la alegría se apoderó de nosotros, una alegría ruidosa, muscular, que se manifestaba en gritos y carcajadas.

Llegamos a las ocho. Era una quinta que, además del terreno dedicado a la labranza, poseía una extensión considerable de campo libre.

Nos cambiamos de ropa y el grupo se dispersó. En poco tiempo, sólo quedamos en la casa, un viejo y yo. Se llamaba Juan, hacía el oficio de mayordomo y cantaba canciones tristes al final de las comidas.

—¡Cómo, tú aquí!—dijo, fingiendo sorpresa.

Respondí sin entender:

—¿Y no sabía usted que yo había venido?

El viejo me guiñó un ojo.

—¡Sí... eh?... ¿Y Rosita?...

Le miré más extrañado aún.

Rosita era una compañera nuestra, de unos veinticinco años de edad, rubia, elástica, espiritual, gran jugadora al tennis y excelente compañera de mesa.

Simpatizábamos mucho los dos, pero era la nuestra esa simple simpatía, del enmarada, que nace en el bullicio y muere con él,

—¿Y por qué me pregunta eso?—respondí.

—¡Ancla, hipócrita!—repuso el anciano, burlón.

—¿De modo que no sabes nada? ¿Acaso no se nota? ¡Si ella no te saca los ojos de encima y tú te pones bobo!...

—No, no; usted está equivocado, don Juan.

—¡Equivocado, no!...—y se alejó sonriendo.

Yo quedé desconcertado y salí a mi vez, buscando con la vista en distintas direcciones sin preferir ninguna.

Se jugaba al tennis, a las bochas, al cricket; se tiraba al blanco, se divertían en las hamacas.

Me acerqué a un grupo que merendaba debajo de un árbol.

Me ofrecieron fruta y pregunté por un compañero.

—Está en el Tiro—me respondieron.

Me fui hacia él. El stand distaba unos doscientos metros.

Tardé más de cinco minutos en llegar. Me detenía a menudo. El cielo estaba resplandeciente y un fuerte olor a heno soplaba de las chacras vecinas.

—¿Eh?... ¿qué haces? ¿No tiras?

—No. ¿Qué tal?

—Mal, mal... estoy haciendo un papel feo. No he colocado más que uno.

Estuve un rato observando hasta que me aburrí.

—¿Te vas ya?

—Sí; hasta luego.

Había andado unos pasos, cuando me hablaron de nuevo.

—¡Eh!... mira... te buscaban...

Me volví diciendo:

—¿Quién?

—Los muchachos. Rosita me preguntó si no habías venido por acá.

¿No sabes dónde fueren?

—No. Hablaban de una quinta... No sé...

Seguí caminando, malhumorado, fastidiado conmigo mismo. Se me antojaba orne ese día yo no estaba para fiestas. Empezaba por llegar tarde y quedaba aislado en medio de tanta gente que se divertía.

Anduve vagando toda la mañana, recorriendo las canchas, viendo a unos y a otros. Por fin, llegué a la cocina.

El aroma penetrante de los condimentos y el olor de la carne asada, apestaban de lejos.

Me acerqué a la puerta y miré.

Dentro estaba Juan, arremangado, sudoroso. Cuatro hombres le ayudaban en la tarea.

Al verme sonrió:

—Espera; no entres: saldrás oliendo a ajo.

Cuando estuvo junto a mí, agregó:

—¿Y... hay apetito?...

—Ya lo creo. ¡Con estos aires!...

—¿Qué tal el paseo?

—¿Qué paseo?...

—¿Cómo? ¿No fuiste a la quinta?

Disimulé como pude.

—¿A qué quinta?

Después de una pausa, el viejo respondió:

—Por aquí te anduvieron buscando: yo creí que habías ido con ellos.

No pude evitar que una sonrisa de satisfacción recogiera mis labios y dije, tocando al anciano en el hombro:

—¿Trajeron buen vino?

En este momento, un grupo formado por hombres y mujeres apareció por un costado de la casa.

—¡Eh!... ¡remolón!... ¿Dónde estaba usted?

Era Rosa que volvía. La miré como si por primera vez la viese: Estaba hermosa.

Llevaba puesto el traje de tennis y su gran cabellera de oro, suelta, alborotada, le cubría la espalda, brincando, al menor movimiento. Cubría su cabeza con un sombrero de paja, de alas anchas, sujeto bajo la barba por una cintilla celeste.

Presentaba el rostro sonrosado, jadeante pero sin fatiga, animado por una extraordinaria claridad.

Con su brazo izquierdo completamente combado, sostenía un brazado de rosas que oprimía contra su pecho. Y sus ojos, azules como el mar, se tornaban inciertos, bajo la reflexión enervante de las flores. Estaba hermosa.

Le hablé con cierto embarazo:

—Yo no salí de aquí.

—Pues no sabe usted lo que se ha perdido. No he visto nada tan lindo como la quinta de Alfaro.

Esto es una muestra...—y me indicó con la vista el enorme ramo que le cubría el pecho.

—¡Están bien las flores!...—le dije con dulzura.

Ella, se alejó sonriente, algo aturdida; pero se volvió para arrojarme una rosa.

—Para usted, charlatán...

Fué un instante de gran emoción: ¡pocas veces en mi vida he recibido tanto bien de una mujer!...

Me invadió una gran vaguedad y pensaba en ella como si soñara. ¿Estaba enamorado? ¿Estaba enamorada? ¿Desde cuándo?

Anduve caminando, a paso lento, disimulando todo lo que me era posible, el ensueño que se tejía entre los dos.

A la hora del almuerzo, después de algunos rodeos entré al salón.

Era una baraúnda, un vocerío estrepitoso, una verdadera multitud de conversaciones a gritos que se interceptaban, se confundían como en una red descompuesta.

Contra lo que esperaba, aquello me disgustó: me resultaba chabacano, sin sentido: evidentemente, no estaba para fiestas.

Cuando llamaron a la mesa, no obstante el desorden y la algarabía, yo me hallé sentado frente a Rosa. El viejo Juan, que en esos momentos pasaba con una gran fuente llena de comida, me guiñó un ojo, maliciosamente.

Nuestro amor avanzaba, pero avanzaba de un modo desconcertante, sin dar tregua, de sorpresa en sorpresa. Y en los claros breves que presentaba este embeleso casi continuo, decía como cuchicheando conmigo mismo: "No; esto no es posible, esto no debe ser verdad".

Pero sus ojos azules volvían, vehementes, dolorosos, despertando en mí, todo lo bueno que tengo y que no doy, todo lo hermoso que pienso y que no digo.

Y en las postrimerías de aquel banquete, cuando ya asomaban las canciones inspiradas por la satisfacción y el vino, yo mondé una naranja y se la entregué.

Ella parecía esperarla. Y luego mientras la gustaba, oprimiendo la fruta en su boca, me miró un instante prolongado, como diciéndome: Muchas gracias. ¡Cuánto le agradezco a usted! ¡Qué dulce, pero qué dulce es la naranja!".

II

Eran ya pasadas las tres de la tarde, cuando salimos para una correría. Habíamos proyectado llegar a un pequeño bosque de sauces que se mostraba desde una loma, como una cabellera desgreñada. Por eso, a fin de estar ágiles, el almuerzo se había servido a las once.

Formábamos el conjunto más cómico y ridículo, íbamos como disfrazados. La mayoría de los varones llevaban los rostros desfigurados con afeites groseros, de fabricación casera y se cubrían la cabeza con bonetes de papel, no faltando quienes habían logrado conseguir el sombrero de sus compañeras, lo que les daba un carácter más grotesco; aún.

Adelante marchaba el tipo más chusco, de gran galera alta y culero prendido a la cintura. Iba montado sobre un asno, muy pequeño, muy bellaco, que se paraba de continuo, empacándose, aferrándose al terreno con una obstinación increíble. Lo tiraban por la cabeza, le empujaban por las aneas, pero inútilmente. Podían cambiarlo de lugar como a un mueble; pero no conseguían hacerlo caminar. Sólo cuando a él se le ocurría, aburrido quizá de tantos gritos y estrujones, daba unos cuantos pasos y vuelta a empezar. Y todo entre bromas, carcajadas y burlas, en las que tomaban parte activa las mujeres.

Yo también, poseído momentáneamente por aquel espíritu de la risa, anduve un buen trecho confundido entre la comitiva del asno. Pero después, me fuí entregando al recuerdo de la mañana dócilmente, volviendo a mí como si una música me subyugara desde adentro.

Habíamos andado cerca de un kilómetro cuando la casualidad nos reunió, ya en el bosque, en el momento de atravesar un arroyo que lo cortaba por su lado sur.

—¡Ay!... ¡nadie me ayuda!...

Corrimos dos, pero yo llegué primero. Ella me alargó la mano, presurosa, alegre como una chiquilla y trepamos por la pendiente.

Después dijo en un tono de broma:

—Ahora que no lo necesito puede irse.

Repuse con la misma intención:

—Aun cuando me echara usted no me iría.

Rosa soltó la risa y dijo al fui:

—¡Tiene gracia!...

El tiempo cambiaba insensiblemente. Hacia el mediodía, una inmensa nube, prolongada y maciza, llegó de la lejanía, navegó sobre el paisaje, se aglomeró, se abrió y concluyó por extenderse como una cadena de montañas blancas.

Hasta entonces, nadie se había inquietado. Sin embargo, cuando las crestas de las nubes comenzaron a confundirse en un mismo tinte obscuro, muchos pensaron en la retirada.

Nos reunimos bajo los sauces y deliberamos. La mayoría, confiada, decidió proseguir la fiesta. El cielo mantenía aún, en casi toda su extensión, el esplendor de la mañana, Además, en el horizonte amenazante se produjo un movimiento repentino: se abrieron grandes claros, enormes buracos que llegaron hasta el fondo azul.

Volvimos a dispersarnos en pequeños grupos.

Rosa y yo, pasamos por un instante de verdadera confusión. Era como una rozadura moral que nos obligaba a volver la vista hacia los demás, pero, al mismo tiempo, algo más poderoso y exigente nos mantenía solos. Al cabo le pregunté en voz baja:

—¿Vamos hasta la línea férrea?

—¿Hasta allá?... ¡tan lejos!...

—¡Oh!... habrá tres cuadras a lo sumo.

Ella pareció medir la distancia y dijo de prisa, poniéndose a andar:

—Pero volveremos en seguida.

Este episodio, tan simple y vulgar, tuvo para mí un alcance grandioso.

Empiezo por decir que me sentí cambiado, como tocado por una de esas varitas milagrosas que aparecen en los cuentos viejos.

El que no haya experimentado este florecimiento, esta inspiración suprema de la vida, ante la cual los enigmas caen, y se corre el infinito, no podrá jamás explicarse el sentido íntimo de la belleza.

Andábamos a paso perdido y tardamos bastante tiempo en alcanzar la línea del ferrocarril, que pasaba rozando la copa de los árboles. Y allí, sentados sobre los extremos de un durmiente y mirando hacia las colinas lejanas, Rosa dijo con una voz que parecía un susurro:

—Es un sueño... es un sueño... —y después de una pausa, volviéndose hacia mí con la cara llena de sonrojos, añadió:—No comprendo nada de todo esto.... siento una gran alegría y nada más...

Yo continué hablando, exaltado, dominado por una nerviosidad aprensiva. Cada vez que la miraba, un nuevo pensamiento caldeaba mi mente, una nueva fuerza templaba mi ánimo. El amor me colocaba en el plano donde no existen los imposibles.

Ella escuchaba inmóvil. Mis palabras parecían hacerle el efecto de una descripción maravillosa. Sólo de cuando en cuando, levantaba su cabeza para mirarme, con los ojos ávidos. Tenía en su rostro una expresión de inquietud y hacía visibles esfuerzos de atención, como si pretendiera reconocer en mí alguna imagen perdida en su cerebro.

De pronto, un hecho inesperado nos dejó aturdidos por breves instantes.

Un viento huracanado sopló en la campiña, una obscuridad densa corrió por el cielo como si la noche nos tragara de golpe. Fué cuestión de segundos. Llegué a oir algunos gritos, voces de los compañeros que llamaban... después todo fué una confusión espantosa.

Confieso que el pánico me paralizó. Aquello era un báratro, una manifestación sublime de la fuerza arrancando de las praderas quejidos bárbaros, rabiosos, que cimbraban como corrientes de odio. Y sobre este estrépito colosal se movía un cielo mudo, deshecho, con vetas siniestras y grandes manchones negros que corrían en tumulto.

No obstante oí pronunciar mi nombre. Rosa se había movido hacia mí agarrándome por uno de los brazos. Una gran palidez hacía resaltar" sus órbitas y los ojos me interrogaban inútilmente.

—No es nada—dije—esto pasa pronto.—Me bastó sentirla a mi lado para que la atonía del primer momento desapareciese de golpe.

Entonces traté de buscar un refugio. La violencia del ciclón era tan intensa, que amenazaba arrojarnos de la vía férrea. Miré en torno. Todo era hostil. El bosque de sauces silbaba,

Sin embargo creí conveniente bajar hasta él, siguiendo el cauce del arroyo. Allí estaríamos más seguros que en el terraplén, donde era imposible mantenerse en pie.

—Vamos.... bajemos por aquí.

Descendimos la pendiente unidos de la mano. Rosa había perdido el sombrero y su gran cabellera de oro, suelta, flotaba como una llamarada en la semiobscuridad del ambiente.

El arroyo estaba sediento. Era un zanjón hosco, lleno de cortaduras, abierto entre peñascos, con un lecho ancho y arenoso. Sobre nuestras cabezas, los sauces se sacudían como trapos.

—¡Ahí!; sentémonos allí...

Habíamos encontrado un refugio, una entrada del terreno sobre una de las paredes, donde nos acurrucamos, al mismo tiempo que se oía el ruido de la lluvia que castigaba con rudeza, impulsada en el torbellino.

—Aquí se está mejor—dijo Rosa con una expresión más tranquila. ¡Qué manera de llover!... ¿No oye?...

Iba a responder, pero mis ojos se encontraron con los sayos y una misma emoción nos detuvo, indecisos, vehementes, como dos alas trémulas. Yo oprimí una de sus manos, la mano que el miedo había puesto entre las mías y la llevé a mis labios. Ella tembló, trató de separarse de mí, pero no pudo. Entonces dijo en tono de súplica: "¡Vámonos... vámonos!.

¡Ah!... siempre recordaré esa hora de mi vida. Nunca jamás fuí tan grande, jamás ascendí tan alto. No había un punto de mi cuerpo que no fuese puro. Me invadió una energía desconocida, un calor heroico que me adueñó del mundo. Todos los obstáculos de la existencia me parecieron despreciables y ridículos. Me convencí de que no había distancia que no recorriese, obra que no cumpliera, esfuerzo que no intentase. Toda la bondad y toda, la belleza estaban conmigo.

Rosa repitió débilmente:

—¡Vámonos!...—y añadió dominada por la inquietud:—No debemos quedarnos!...

Pero ardía en los dos el mismo fuego, formábamos una sola llama.

Lentamente abandonó su cabeza sobre uno de mis hombros, cayeron sus párpados y quedó, cual si durmiera, con el rostro iluminado por la dicha.

Yo sostenía su cabecita, envolviéndola con mis brazos, con mis manos, padeciendo la ilusión de que, a la menor violencia se me quebraría sobre el pecho. Y le hablaba junto al oído, refiriéndole mi amor, mi fe en el mañana, mi creencia en la vida, todo en voz baja, apenas perceptible, como si le contara un secreto. Y ella exclamaba, sin abrir los ojos:

—¡Qué alegría!... ¡qué alegría!...

Nuestras bocas se plegaron en un beso interminable, silencioso. Largo rato estuvimos así. Los corazones empezaron a llamar desde cada pecho, latido a latido. Y bajo el vendaval rudo, nuestros cuerpos se poseyeron en una entrega suprema. Después, solo un instante después, ocurrió algo insospechado y desgarrante. Nos miramos desconcertados y yo, sin saber por qué, me alejé unos pasos.

El temporal había amainado, pero llovía aún, una lluvia fina que caía sin violencia. Por el lecho del arroyo corría ahora el agua y a través de algunas nubes deshilachadas, se mostraba el cielo.

Yo miraba con indiferencia, sumido en un estado de idiotez, cuando sufrí una sacudida nerviosa. Oculto entre el ramaje de los sauces, un avechucho soltó un grito estridente, que me hizo el efecto de una burla despiadada.

—¡U... ásjajá!... ¡u... ásjajá!...

Era un canto sarcástico, cínico. Una rabia súbita enardeció mi cuerpo extenuado. Lo busqué con la vista: a tenerlo a mi alcance, lo hubiera aplastado como a un sapo.

Luego volví hacia Rosa. Estaba en el mismo sitio, inmóvil, con la cara cubierta por las manos. Al acercarme oí que lloraba.

Me detuve sin saber qué decirle y esperé un momento. Comprendí: pensé que pasaba por un trance amargo, semejante al mío, quizá. Al cabo, con gran trabajo, logré decir:

—No llores...—Pero el dolor la ahogaba, y continuó llorando. Entonces insistí:—No llores, Rosa... todo se arregla... Vámonos... Ya no llueve...

Se levantó como movida por un impulso y preguntóme:

—¿Por dónde?

—Por aquí.

Tratamos de salir del arroyo por una cortada; pero patinamos sobre el barro. Fué necesario retroceder, buscar otras salidas. A cada fracaso aumentaba mi mal humor y renegaba como un energúmeno. En cambio, ella me seguía, callada, obedeciendo mis indicaciones, ajena por completo a las incidencias de nuestra marcha. Por fin, agarrándonos por unas raíces conseguimos escalar el barranco.

Cuando caminábamos sobre el césped, le vi un gran manchón de barro en su pollera de tennis y se lo hice notar.

Ella, después de mirarse hizo un gesto doloroso de indiferencia. En seguida me preguntó con la voz silbada y mostrándome la cara:

—¿Se me conoce que he llorado?...

—Algo. No te restregues los ojos.

Y seguimos andando, alejados, silenciosos, cada uno con su muerto al hombro, perseguidos de cerca por el canto del avechueho:

—¡U... ásjajá!... ¡u... ásjajá!...


Publicado el 24 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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