Artículos Ligeros sobre Asuntos Trascendentales

José Tomás de Cuéllar


Artículo, crónica



Los faroles

No es nuestro ánimo tratar aquí de los hombres vacíos á quienes el mundo llama faroles, ni de autoridades caricaturescas á quienes suele llamárseles farolones, ni tampoco de aquéllos á quienes por vanos, pretenciosos y farsantes se les dice faroleros. Lejos de nosotros tan mezquinas personalidades. Vamos á ocuparnos simplemente de la importancia social del farol; mueble cuya principal calidad es estar vacío, y que á nosotros se nos antoja que está lleno de muchas cosas importantes, curiosas y buenas de contarse, por ser un tanto cuanto trascendentales.

Los mexicanos de la presente y de las pasadas generaciones, á contar de algún tiempo después de la conquista, hemos nacido viendo faroles: solo que, desde el tiempo de los virreyes hasta la independencia y poco después, los faroles tenían para nosotros casi exclusivamente esta significación: la iglesia. El culto católico fué, mientras pudo, introductor, mantenedor y consumidor de los faroles.

Los faroleros (hablamos, se entiende, de los constructores de faroles, y no de las personas de quienes desde un principio dijimos que no queríamos hablar) los faroleros, pues, han debido ser dos veces afectos al culto; porque este culto con faroles, era además de su religión, su subsistencia.

Ya se recordará que esta dichosa capital, con sus doscientas iglesias, sus doscientas fiestas titulares, sus doscientos novenarios y octavarios, en todo lo que, lo primero indispensable eran los faroles, debió llegar á acopiarlos en cantidades fabulosas.

Razón sobrada para no concebir nada sin farol: desde la ronda de capa, hasta el transeunte nocturno perdido en las lobregueces de la ciudad y alumbrándose por su cuenta y riesgo, antes de Revillagigedo, inventor de los primeros faroles municipales; desde la archicofradía cuya piedad se medía por el número y calidad de los faroles, hasta la administración del sagrado viático, en la que los faroles decían también la categoría, piedad y posición social del sacramentado. Desde la novena que no empezaba sin encender los faroles, hasta la procesión que no salía si los faroles no estaban listos.

Este amor á los faroles honra sobremanera á nuestros antepasados; porque en todos casos querían ver claro, y tenían una manera bien sencilla de propagar las luces, y sobre todo, de que las luces no se apagaran; cosa muy importante cuando una luz se enciende.

La piedad religiosa tenía sus manifestaciones luminosas: todas sus luces eran capítulo de pingüe aprovechamiento: desde la venta de velas, que eran las luces principales, hasta esos escándalos de barrio que se llaman todavía las luces. Razón no les faltaba: la luz es símbolo de nuestra vida. El clero nos alumbra al nacer, nos alumbra al bautizarnos, al confirmarnos y al casarnos y hasta obliga al padrino á alumbrar también; nos alumbra al comulgar y al morirnos. Cierto es que nosotros pagamos las velas; pero eso es lo de menos; la luz y la significación moral de la luz es lo que importa; es nada menos que la representación de la luz del Evangelio y de la oración; y es tan buena que sirve hasta para la tempestad. Desde la más remota antigüedad, y hasta entre gentiles, la luz ha tenido como luz y como fuego tan elocuentes significaciones, que vamos saliéndonos con la nuestra de creer que los faroles están llenos de muchas cosas buenas de contarse.

En cuanto á la variedad de formas, no hemos ido tan lejos como los chinos, ni mucho menos; é invariablemente los faroles de los tiempos á que aludimos eran de vidrio, generalmente de cuatro vidrios; solía haberlos octógonos, y otros que figuraban como notabilidades, eran en forma de estrella adornados con prismas de cristal, llamados mamaderas desde que alguno las mamó, y con unos penachos de hilos de vidrio que nunca adornaron otro objeto sino los faroles eclesiásticos; había algunos faroles de pellejo y muy pocos de papel.

Hasta aquí los faroles de tres siglos, casi exclusivamente de vidrio y casi exclusivamente destinados al culto religioso.


* * *


Pasaron los tiempos, vino la reforma, cayeron las iglesias, Morales Puente y Limantour gastaron todo lo que tenían en comprar las casas del clero, y se acabaron los faroles; se volvieron incandescentes, inútiles, caducaron, en fin; porque una generación joven, risueña, alegre, importada, venía diciendo ¡atrás! á los faroles del retroceso; era la generación de los farolitos de papel, en forma esférica ó cilindrica, ó en forma de flor; generación barata, que se quema pronto, que alumbra poco, y renace como el fénix, de sus cenizas; generación prolífica y exuberante, con humos venecianos, y pretensiones elegantes; la generación, en fin, que nos conviene. Ha cambiado la forma y el objeto, pero por lo demás, seguimos siendo tan amantes á los faroles á como nuestros bisabuelos.

Estamos, pues, en pleno reinado de los farolitos de papel. Nada de antiguallas; globitos, muchos globitos en todo y para todo.

Nacen las nuevas generaciones en bosques de farolitos de papel, colgados ni para novenarios ni octavarios, no para sacramentos ni procesiones, sino para dos cosas buenas de una importancia transcendentalísima. La instrucción pública y el patriotismo. Táchense de frívolos estos dos objetos sagrados, estos dos temas tan arraigados en nuestras convicciones, estas dos quisicosas tan necesarias para la vida de los pueblos modernos. Claro es que nadie se atreverá á calificar de insubstanciales semejantes asuntos. Téngase en seguida presente nuestro amor á los faroles, amor hereditario y de noble origen, y se verá que si fué farolero el padre, farolero debe ser el hijo, y que esta propensión luminosa está en la masa de nuestra sangre. Sentados estos principios, nos ocuparemos enseguida de los faroles á propósito de la instrucción pública, que en cuanto al patriotismo ya tendremos ocasión de hablar más adelante..

¿Qué director de colegio privado de esos liceos anglo-franco-germano-hispano-mexicanos, ó polimáticos-politécnios y preparatorios que hay tantos y tan buenos por esas calles de Dios, puede pasársela sin su música, su escandalito y sus faroles? ¿Cómo pudieran arreglarse unos premios á los alumnos de las escuelas municipales si el ayuntamiento no apronta de preferencia siquiera mil pesos para faroles? La cosa estaría de echar á correr y sobre todo ya sabemos que sin empedrados, sin alumbrado y sin desagüe y otras frioleras de esa clase, nos la podemos pasar; pero sin faroles, es imposible de toda imposibilidad. Por otra parte, tenemos que, para que la instrucción pública camine, es preciso hacer mucha bulla, y que esos espectáculos sean lo que deben ser, quiere decir, una función de mucha visualidad, como decía un empresario de teatro, artista nacional, amigo nuestro. Y esto es tan sabido ya y tan de estampilla, que no hay en el día quien ignore la manera de arreglar una función de premios buena, de primera clase se entiende. Para que salga á pedir de boca ya los maestros, ó mejor dicho los señores directores que son tan metódicos y tan previsivos, tienen arregladas las cosas de manera que dividen los ingredientes de que debe componerse una buena función de premios en dos clase: I.° ingredientes que cuestan: 2.º ingredientes gratuitos.

Entre los primeros, está en primer lugar la música, porque los músicos no tocan de balde, y sobre todo, porque este es el renglón del ruído, que es de lo que se trata. Siguen los faroles cuya importancia tenemos los maestros y nosotros tan bien acreditada, y siguen por fin la impresión de los programas y diplomas, la compra de listones y libritos baratos, alquileres, etc.

Viene después la lista de las cosas que no cuestan, pero que son indispensables; como por ejemplo, el público: y todo el mundo sabe que para tener un buen público, es necesario que el público no pague; y que no llueva. En segundo lugar unos cuantos poetas. Estos son tan necesarios como los faroles; en cuanto á utilidad de circunstancias están en la misma categoría que los faroles; pero son más baratos, todos hablan de balde y se entusiasman indefectiblemente; no es necesario encenderlos, porque se encienden solos, tampoco hay necesidad de colgarlos porque se pueden estar parados, ni hay necesidad de mandarlos con un cargador porque se van por su pié cuando se acaban los premios, y despejan el campo sin ningún esfuerzo; además, aunque se encienden y alumbran y adornan, no se queman como los faroles de papel, y aunque se mojen no les sucede nada y vuelven á servir al año siguiente. Los maestros de escuela están contentísimos con este elemento de los premios por su utilidad y por su baratura.

Como se trata de premios de primera clase, es preciso contar con este otro gran ingrediente. El presidente de la República: que, ni quien piense en retribuirlo; eso sería una barbaridad. El primer magistrado, sea quien fuere, concurre porque se trata de la instrucción, y va por dar brillo, por cooperar con su presencia, por estimular los adelantos, etc.; y en resumidas cuentas da el último toque á la visualidad y á la majestad del espectáculo.

He aquí una función de premios buena, bien arreglada y perfectamente nacional. Es cierto que en otras partes del mundo no las hay ni siquiera parecidas, pero eso consiste en que en los colegios europeos es todo tan serio y tan árido; allí no se trata más que de la instrucción á secas, y esos actos tienen un carácter puramente literario. Vaya V. á entusiasmarse con eso! Qué tristeza! qué soledad! Nuestra concurrencia se fastidiaría soberanamente, y nuestras pollas ¿irían á un espectáculo tan monótono, sin un miserable violín, sin un poeta y sin un farol? Eso está bien para los ingleses que son tan seriotes y tan positivistas; pero no para nosotros que somos una nación joven, y por lo tanto alegre, risueña y afecta á la bullanga. No se nos puede exijir que tengamos la tirantez inglesa, ni esa formalidad, ni esa manera de hacer las cosas de las razas frías; nuestra raza es caliente y vivaracha, y todas nuestras cosas deben estar en harmonía con nuestro carácter.

Sobre todo, ¿de qué se trata? de una cosa bien sencilla: de que se vea que tenemos instrucción pública; de que se vea que nos entusiasmamos con la instrucción pública. Pues para que se vea esto, y especialmente de noche, es necesario encender muchos faroles y hacer mucho ruido.

Vamos si nó á suponer por un momento que hacemos las cosas de una manera formal, sobria y desabrida, como se hace en otras partes, y veremos todos los inconvenientes que esto tiene.

En primer lugar, es notorio que en cada clase de las de una escuela muy buena, hay, cuando más, un alumno digno, en conciencia, de un primer premio. Aconséjese V. de la justicia á secas, y ¡adiós premios! ni á quien dárselos! En segundo lugar, se disgustarían ochenta padres de familia, que tienen ochenta hijos muy hábiles y de mucho talento;—porque todos los padres de familia tienen hijos así,—y retirarían á sus hijos en busca de otro colegio donde premiaran el talento. En tercer lugar, suprima usted la música, los poetas y los faroles, y los premios quedarían escupibles; la concurrencia lo sabría con anticipación y se iba al Zócalo ó á los títeres. Hé aquí por qué razones poderosas no se puede prescindir en nuestro sistema de instrucción pública, ni de los faroles, ni de los faroleros, que son los que los hacen.

Si lo pensamos bien, tomando la cosa por lo serio, tendremos necesariamente que sentar este principio: «El niño aprendiendo á leer, no es más que el hombre cumpliendo con el primero y más sagrado de sus deberes, respecto de sí mismo, respecto á sus semejantes y respecto á Dios; deber que, por parte del niño, no tiene ni siquiera el mérito de la espontaneidad, supuesto que es compelido por el padre, así como no tiene el mérito de su existencia, supuesto que fué compelido á vivir por los cuidados maternales. Una vez aprendiendo á leer, el beneficio está hecho, el mérito, el gasto y el sacrificio son del benefactor y no del beneficiado. El niño ni ha hecho una gracia, ni ha favorecido á nadie; por el contrario, ha recibido un bien, y está obligado en buena ley de conciencia, á agradecerlo y á remunerarlo. Su criterio, pues, debe ser el siguiente: «Gracias á mi madre, que me ayudó á salir á la vida, nutriéndome con la leche de sus pechos. Gracias á mis padres, á mis superiores y al gobierno de mi país, que á costa de cuidados y sacrificios me han obligado á salir á la vida espiritual, nutriendo mi inteligencia con la leche de la instrucción para hacerme útil á mí mismo, útil á mis hermanos y digno de las prerrogativas del ser pensador. Gracias á Dios por tantos beneficios, porque todos emanan de su amor y de su omnipotencia.»

¿Y es éste, preguntamos nosotros, el criterio que se forma al niño con los premios, los poetas y los faroles? Ciertamente no.

El niño vá á la escuela mal de su grado; y á pesar de su negligencia, de su pereza, de su repugnancia y de sus hábitos vagabundos, al fin del año lo sorprende el estrépito de una gran fiesta; se le coloca en el foro de un teatro; se le rodea de flores, de trofeos y de banderas, atruenan los aires las bandas militares, se entusiasman y lloran de ternura los poetas, cantan las notabilidades, concurre todo México, se encienden muchos faroles, y viene el Presidente de la República, y los Ministros, y los Generales, y los Sábios, al son del Himno Nacional, á poner un libro y un diploma en manos del niño, desaplicado y perezoso por lo general, ó aprovechado si se quiere, pero la ovación es tal, aquello es tan grandioso y tan deslumbrante, que el niño experimenta una fruición de orgullo de que jamás se olvida, y saborea voluptuosamente el triunfo facilísimo de sus escasos ó casi nulos esfuerzos para instruirse. La música, los poetas, los faroles y el Presidente, acaban de matar en su alma el germen de la modestia, acaban de torcer el criterio del educando, quien en lugar de amar el bien por el bien, el deber por el beneficio personal, al benefactor por gratitud, y la instrucción porque lo ennoblece, se ha henchido de fatuidad y de petulancia; defectos que aumentarán en proporción de sus estudios secundarios; y cuando en los tumbos de una revolución el educando caiga en una curul ó se convierta en una autoridad improvisada, pertenecerá, según todas las probabilidades, al círculo de los ignorantes pretenciosos, tan funesto para el adelanto positivo de las sociedades.

El hombre más sabio conoce en el ocaso de su vida, cuán poco es lo que sabe de la ciencia humana, mientras el ignorante cree saberlo todo. ¡Qué mucho que así sea entre nosotros cuando al que se obliga á dar el primer paso en la difícil y dilatada senda del saber, lejos de hacerle comprender cuán poco ha hecho, se le festeja con los honores del apoteosis, se cantan himnos, pulsan la lira los poetas, se encienden los faroles, y baja una vez de su solio el Presidente de la República á coronar esos ángeles semiaprovechados y vanidosos.

Inculquemos en los niños la virtud de la modestia que realza tanto el mérito. Seamos sobrios en fiestas y alborotos para que los niños comprendan que el instruirse no es una gracia, sino una ventaja que refluye en su bien personal; que el que ha aprendido sus lecciones no ha hecho más que cumplir con su deber, y la conciencia de este cumplimiento es y será siempre la más noble recompensa, el mejor premio. Impulsemos la instrucción pública de una manera filosófica y acertada, pero sin faroles.

Nuestras cosas

Señor Don José María Flores Verdad, bibliotecario, etc.

San Luís Potosí.


Querido Pepe:


Mientras no bajen el porte de correspondencia te escribiré por conducto de este famoso periódico, en cuyas columnas me honro en publicar mis habladurías, merced á la bondad de su ilustrado director; y eso por no adoptar el único medio aceptable aquí para economizar en portes de correos y es el de enviarte mi carta, vía San Petersburgo. Caminando seis ó siete mil millas de ida y vuelta, después de haber tenido el gusto de estar unos días cerca del Czar, llegará á tus manos por el módico precio de doce centavos. Este sistema es dilatado, pero seguro; lo mismo que el de las tranvías de esta capital, en las que puedes ir á todas partes por el camino más largo y llegar una hora después; pero llegas, que al fin entre nosotros eso de la puntualidad es, otra de nuestras cosas.

Tenemos ya muchas cosas buenas; tan buenas como las de los países más cultos; solo que, somos tan desgraciados, que las cosas mejores del mundo, toman al implantarse aquí, el carácter de cosas nuestras. Londres, París, Nueva-York, Washington y México, tienen luz eléctrica, y cada cual la tiene como cosa suya: en consecuencia, nosotros la tenemos como cosa nuestra. Alumbra cuando no se le descompone algo, y hace en la plaza de Armas el mismo efecto que cuando alumbras la sala de tu casa poniendo la palmatoria en el suelo. Dicen que los empresarios de esta luz son muy entendidos, y que los aparatos son de la misma forma de los que usan en Londres; pero ninguno de estos díceres destruye la observación de que nuestras luces están demasiado bajas. En efecto, están dos varas más altas que las del gas; pero entre la luz de gas y la luz eléctrica hay una diferencia tal, que si la altura de la luz debe estar en razón directa de su intensidad, los focos de luz eléctrica deben colocarse tres veces más altos de lo que están; quiere decir, á la altura de las azoteas, y entonces resultaría: 1.° que se aprovecharía toda la esfera de luz de los focos; 2.a que se iluminaría mayor espacio; 3.ª que la luz sería más difusa y menos molesta, y 4.ª que los focos no formarían con frecuencia un ángulo agudo, cuyo vértice es el ojo del transeunte que se agacha ó se cala el sombrero para pasar con felicidad al través de ese exceso de civilización. Por otra parte, los postes están sujetos á contingencias difíciles de prevenirse; y si un poste cayera por cualquier accidente durante las horas de la electricidad, los alambres conductores tendrían ancho campo para producir en los alumbrados transeuntes una cadena de desgracias.

También el gas del alumbrado ha llegado á la categoría de cosa nuestra: al principio estaba brillante como cosa nueva, y nosotros muy contentos, pero á la presente alumbra menos que el aceite de nabo del tiempo de los virreyes; y la empresa, como se va haciendo vieja, ya aprendió todos nuestros resabios y nuestras negligencias. ¿Creerás que mantiene y paga dependientes que apagan la luz del gas soplándole? Pues ni más ni menos. Es cierto que por este procedimiento se llega al mismo fin, quiere decir, á extinguir la luz; pero el gas, que no entiende de soplidos, así como los dependientes no entienden de gases, sigue saliendo por el quemador en frío, agregando ese nuevo perfume y ese atractivo más á las inmundas calles de esta ciudad; y así todo el mundo no solo vé que tenemos gas, sino que lo huele, cosa que no entró en los cálculos del inventor del gas, y tuvo razón, porque, francamente, huele mal. Ya ves si somos desgraciados en materia de luces; y tengo para mí que todo esto consiste en la maléfica influencia de los faroles, á los que, como sabes, tengo una aversión decidida desde que he visto que sirven para falsificar la instrucción pública y el patriotismo; según habrás visto en un artículo que publiqué no hace muchos días.:

Todas estas mejoras nuestras forman una brillante perspectiva al través de las gacetillas de periódicos y de una distancia como la que medía, por ejemplo, entre México y San Luís Potosí; pero vistas de cerca son otra cosa. Estoy seguro de que se te ha hecho agua la boca y has suspirado por regresar á esta metrópoli, cuando algún mal intencionado te ha ido á contar que el Zócalo está muy bonito. Pues, oye: no lo creas: es cierto que se ha gastado mucho dinero, y esto es precisamente por lo que muchos pobres creen que está muy bueno; porque está probado, desde Semíramis, que para tener bonitos jardines es necesario gastar mucho dinero, pero con talento; y luego, que como aquí no hemos podido gastar todo lo necesario, resulta que las obras de lujo están como incrustadas en la miseria y el deterioro, que es el sello nacional de nuestras casas. Algunas pulgadas fuera de una banqueta de mármol, que costó algunos miles de pesos y que desaparece bajo una capa de polvo y de basura, te hundes en el fango, tropiezas con guijarros ó cojeas sobre las sinuosidades de un empedrado que pedregal debía llamarse. Si son las fuentes, allí están, pero sin agua, con unos cisnes que fueron blancos, después verdes y ahora dejan apenas percibir un color indefinible al través de su respectiva capa de polvo y telarañas; en el fondo de las fuentes se conserva un poco de fango; y el otro día que el ayuntamiento hizo un esfuerzo para probar si los cisnes podían echar agua, sucedió que algunos de ellos salivaron unos cuantos minutos, como atacados de congestión cerosa ¡pobres cisnes! En cuanto al borde de la fuente, como no hay asientos por allí cerca, están barnizados con esa exudación grasosa de nuestro pueblo que encuentra de su gusto convertir el brocal en banca, y á tanto restregarse en aquella cantera le ha llegado á comunicar el color indefinible de los cisnes, Hé aquí la fotografía de las grandezas del Zócalo, sin contar con que cuando riegan, que es de tarde en tarde, ó cuando se revientan las cañerías, que es seguido, se pone el jardín intransitable. Mira si somos desgraciados. En cuanto á los árboles te diré que nos hemos encontrado nuestra media naranja, Los árboles de jardín que hemos visto en otras partes importados de la India, del Japón y del Brasil, son hermosos por su forma y por su follaje y por su exuberante florescencia. Nosotros tenemos decididamente muy mala mano para plantar árboles, y en cuanto á aclimatarlos todavía estamos muy lejos de esas gollerías. ¿Creerás que no hemos podido conseguir que prendan los árboles en las avenidas? todos se secan; pero como te decía, nos hemos encontrado con nuestra media naranja. Hace algunos años comenzaron á plantarse los eucaliptus; y este es el árbol que nos conviene, porque crece sin hacernos caso, y á pesar de nuestra negligencia; le sucede lo que al plátano entre los negros, según el elegante decir del poeta Bellón:


Escasa industria bástale, cual puede
Hurtar á sus fatigas mano esclava.


El eucaliptus crece en medio de la incuria y del abandono, lo mismo que en invernadero, y se aviene tan bien al suelo pantanoso de nuestro valle como á nuestra desidia. Ello es cierto que los árboles son feos y no son propios para jardín, que interceptan la vista de los edificios y producen su sombra, por lo alto de sus copas, donde no se ha menester; pero no le hace, ese es nuestro árbol y su adaptación es una de nuestras cosas.

Ya te contaré en otra carta, que no irá por la vía de París sino por conducto de La Libertad, muchas cosas nuestras por supuesto, respecto á lo que pasa en el Zócalo.

Correspondencia epistolar

Cuando el desarrollo lento y progresivo de las especies animales había llegado hasta el hombre, se escapaba de una boca entreabierta la primera sílaba de las lenguas, revelando el admirable organismo de los aparatos de la voz. La sílaba fue contestada con la sílaba, y así nacía la trasmisión del pensamiento. La alegría y la sorpresa formaban con la primera mímica las primeras palabras, y el hombre comenzó á difundir su espíritu sobre toda materia inanimada. El cielo, el sol, la luz, la noche, las estrellas, los árboles, al través de la convexidad de la pupila, iban á escribir una idea en el cerebro humano, idea que se exhalaba en sonidos articulados. Repetir el sonido por respuesta era entenderlo, y así nació el nombre, y así el espíritu humano tomaba posesión de la naturaleza, y así brotó con el primer destello de su inteligencia la idea de su superioridad sobre la tierra. Entonces el sentimiento inventó el adjetivo, y el orgullo inventó el yo. La primera concentración de la mente entre estos elementos halló el verbo, y el hombre pudo hablar. Y habló. Acopiaba palabras infinitas, atesoraba en la memoria las innúmeras combinaciones de sonidos que acompañaba con la mímica y el gesto: y la ardua tarea de ese almacenaje mental era la gimnasia de sus facultades intelectuales, que se desarrollaban ayudando la observación á la intuición, la deducción al cálculo, el juicio á la sentencia y la necesidad á la inventiva.

Pero al fin no cupo en la memoria el material acopiado; creciendo el tesoro de las ideas escapábanse algunas por una puerta que se llamó olvido desde entonces, y el hombre las grabó en la piedra y con la piedra; así animó dos veces la materia: primero la dió un nombre y luego asoció la piedra á sus ideas, buscando la perpetuidad y extendiendo su poder sobre lo futuro. Tapió para siempre con piedras esculpidas la puerta del olvido, para no dejar retornar á la nada sus pensamientos. Así inventaba el hombre la escritura, Con el pensamiento, el lenguaje y la escritura formaba la trípode de la inmortalidad, aniquilaba el tiempo y tomaba posesión del infinito.

Desde los geroglíficos sobre piedra hasta el teléfono, la historia de la inteligencia humana recorre un trabajo de segundo en segundo, por miles de años, para la trasmisión del pensamiento; y el siglo actual reproduce, como arenas el mar, hojas de papel y plumas. El derecho de instruirse abre de par en par las escuelas y las áulas y perfecciona la conquista de la trasmisión del pensamiento, al grado que sea tan fácil hablar como escribir.

Y sin embargo, ¡ay de nosotros! tantos siglos de trabajo y de lucha, tantos esfuerzos inmortales para afianzar la más preciosa de las adquisiciones son—apenas nos atrevemos á decirlo—son inútiles para ciertas gentes. Y no nos referimos á las que no saben escribir, porque esas viven entre nosotros con el adecuado calificativo de pobres gentes. No señor, aludimos á las gentes que saben escribir; más todavía, á las que escriben bien, entrando en este número algunos escritores públicos y hasta algunos pendolistas.

Pero condición de la naturaleza humana es el cansarse. Se cansa el hombre, se cansa la sociedad, se cansa la pluma. Una vez la sociedad moderna en posesión de la escritura, quiere decir, del cabo de ese hilo que ha venido tejiéndose desde la aparición del hombre, viene como una malaria de cansancio sobre la sociedad, y el hombre de sociedad suelta ese cabo de siglos, simbolizado en el de la pluma, y qué sucede? Sucede nada aparentemente, nada trascendental á la masa del mundo, nada que influya en el progreso de las naciones; porque mientras algunos sueltan el cabo susodicho, corren millones de plumas sobre el papel y millones de cilindros entintadores sobre los tipos de imprenta, y la trasmisión del pensamiento sigue siendo, en toda su actividad y su grandeza, el estrecho abrazo del alma con los siglos del infinito.

Nuestra sincera y profunda lamentación se refiere particularmente á las gentes que, sabiendo y debiendo escribirle á V., no le escriben. ¿Y por qué no lo hacen? ¿por qué no le aman? ¿por qué no le estiman? ¿por qué no le necesitan? No tal, porque precisamente dejan de escribirle á V. los que le aman, los que le estiman y hasta los que le necesitan. Debe pues haber una causa superior á tan sagradas consideraciones y á tan poderosos motivos, para que las personas civilizadas se excusen de practicar esa inapreciable prerogativa del sér inteligente. ¿Cuál es esta causa? Hé aquí precisamente el busilis que nos pone el cabo de la pluma entre los dedos, y que dá hoy materia y pasto á uno de nuestros artículos lijeros sobre temas trascendentales.

Hablamos arriba de una malaria de cansancio que se apodera de la sociedad, malaria abrumadora y enervante, que es como el rechazo de esfuerzos sostenidos difícilmente, de actividades que se extinguen. Sucede á la Inquisición y al poder absoluto del clero el cansancio religioso; sucede á medio siglo de luchas el cansancio de la gijerra. Sucede á medio siglo de cambios de gobierno el cansancio político, y sucede á la controversia de las conciencias y á los lazos rotos de las familias y á la división de los partidos y al triunfo de la inmoralidad, el cansancio social. Los miasmas paludianos de nuestros trastornos públicos se enseñorean en las ciudades, y estos miasmas paludianos sorprenden al niño al salir de la escuela, donde aprende á leer y escribir, para abandonar en seguida el libro y la pluma. La instrucción pública hace ruido al abrir la puerta, y los alumnos salen en silencio, porque la malaria social les hace olvidar leer y escribir. Qué hacen esos alumnos? Sigámosles sin descanso al través de la sociedad cansada, y sigámosles íntimamente, interviniendo en sus menores acciones, que es el medio por el cual vendremos á conocer la realidad de las anteriores aseveraciones..

Parecería á primera vista paradójico asegurar que la flaqueza humana suele olvidar el fin por el medio; ó de otro modo: llega á desentenderse del objeto entretenido en los medios de conseguirlo. Enúnciolo con el debido respeto á los propagadores de la instrucción pública en México, permitiéndome llamar su ilustrada atención hacia el fin práctico de la escritura. Bueno, muy bueno y necesario es saber escribir, bueno y útil es saber escribir bien, en el sentido de tener buena letra; bueno y provechosísimo es adquirir la facultad de comunicarse por escrito y bueno y hasta excelente es escribir bien, supuesto que esto es una prerogativa de ciertas inteligencias; pero ello es que la adquisición de esta facultad en todos y cada uno de sus grados, tiene este solo objeto: la trasmisión del pensamiento al través del tiempo y de la distancia.

Y no se diga que ésta es una práctica reservada solo á los hombres de letras, á los publicistas y escritores, á los estadistas y literatos. Muy lejos de eso, es una práctica universal que obliga á toda persona bien nacida, á toda persona civilizada; es un deber social,. un deber doméstico, un deber civil, y un deber inherente é ineludible de una buena educación.

Sigamos al alumno que acaba de recibir el primer premio de escritura de manos del ciudadano Presidente Constitucional de los Estados Unidos Mexicanos. El director del plantel que hace aquel escándalo Se regodea en su sillón apropiándose, con justo título, las nueve décimas partes de los resplandores de aquella gloria caligráfica, y piensa, con toda la beatitud de la conciencia del bien obrar, que ha cumplido su misión, que ha llegado con felicidad al término del camino, ¿Cuál era su misión? Enseñar á escribir. Pues bien, enseñó á escribir á aquel alumno y á muchos otros también, primeros premios de escritura; escriben, y escriben bien, y algunos hasta admirablemente. ¿Qué le resta al maestro sino saborear la voluptuosidad de aquel triunfo pedagógico, dándose el aíre del peón que descansa sobre su zapapico después de terminado el primer tramo de terracería, donde se echarán los durmientes que soportarán los rieles por donde deberá pasar la locomotora del ferrocarril interoceánico?

Se acaban los premios, y sigue el almuerzo de familia, casi hecho todo en honor de las planas del niño, que figuran en primera linea. Se acaba también el almuerzo; y el niño, como ya sabe escribir, no vuelve á escribir, por muchas razones. En primer lugar, porque no tiene necesidad de ello; en segundo lugar, porque como ya aprendió á escribir, ya no tiene á mano buenas plumas ni papel, excepto el de su papá que le está prohibido usar por respeto; y en tercer lugar, y hé aquí la gran cuestión, porque el maestro le enseñó á escribir, pero nunca le dijo para qué, ni con qué objeto, que por sabido se calla.

Ya hemos dicho que el maestro se quedó descansando sobre su zapapico una vez terminado el primer tramo de terracería; quiere decir, una vez terminada la clase de escritura. Decir al niño para qué le enseñaba á escribir, hubiera sido inútil; lo que importaba era enseñarle, y lo más importante era que el niño aprendiera. Todo el mundo sabe para qué es buena la escritura, y es una cosa tan buena, el saber escribir, que no se necesita encarecerla, es una de aquellas cosas buenas que se recomiendan por sí solas, y además, saliendo de la escuela, cada cual tomará el camino que más le cuadre. Por lo general, lo que más cuadra á los niños es dejar de hacer aquello que han hecho mucho; como por ejemplo, escribir. Apelo al que me lea, y si registra cuidadosamente sus recuerdos, encontrará en su vida, con toda seguridad, el período del cansancio en el escribir inmediatamente después de su último premio de escritura. Con las planas de los premios se acaba la necesidad de escribir, y tengo para mí que precisamente entonces es cuando empieza, no sólo la necesidad, sino el deber de escribir, porque el deber escolástico se convierte en deber social.

Siga apelando el que me lea al testimonio de su conciencia; y salvo las excepciones de toda regla, encontrará, que hoy no escribe tan bien como cuando joven, y que en esto de comunicarse por escrito ha sido un tanto omiso, debido á la falta de costumbre, y sobre todo á que ha encontrado siempre más de su gusto y más expeditivo hablar que escribir.

Entrando en otro orden de ideas, encontramos en estas aberraciones ese difícil punto que existe para pasar de la teoría á la práctica; ó de otro modo, la dificultad de la aplicación práctica de las cosas teóricas, de las cuales solemos ser sobradamente ricos. Tenemos por ejemplo, teorías religiosas, teorías políticas y teorías sociales, todas excelentes: pero sucede en la práctica que muchos rezan sin llegar á ser católicos; muchos liberales ejercen el despotismo, y muchas personas de alta posición social cometen faltas de educación y buenas maneras.

Ocupémonos sólo de esta última, de la serie de teorías excelentes, que es la que cumple á nuestro propósito.

Los que hemos tenido el penoso deber de poner una distancia considerable entre nosotros y los nuestros; los que nos hemos alejado de ese círculo entrañable de nuestras afecciones y nuestros recuerdos; los que hemos vivido, en fin, lejos de la patria, hemos dejado un día frescas y fragantes, como las flores dé un ramillete en la mañana, nuestras más caras simpatías, sembradas, para consuelo de la desolación de nuestra ausencia, por ventura, entre personas todas cultas y casi todas acreedoras en un tiempo al primer premio de escritura. Al recorrer la tangente de nuestro círculo, hemos bendecido nuestra hora de venir al mundo, tan adelantado en la trasmisión del pensamiento. Llegamos al fin de nuestro viaje, interpusimos el tiempo y la distancia entre nosotros y nuestro círculo, y la helada realidad de las cosas y la difícil aplicación á la práctica de las teorías más obvias, han venido á inspiramos en nuestras horas de aislamiento, de abandono y de soledad, este pensamiento, nacido en el fondo de nuestra amarga meditación:

«Si se hubiera establecido hace algunos años en nuestras escuelas una clase de correspondencia epistolar, para dar á la instrucción caligráfica la aplicación práctica que demandan la urbanidad y los deberes sociales, para no derrochar los conocimientos adquiridos y para que la ilustración recoja el fruto deseado y alcance el fin lógico que se propone, ¡cuánto, cuánto se hubieran amenguado las tristezas de la ausencia y la amargura de la expatriación!»

Desde el momento en que la escritura resuelve la cuestión de trasmitir el pensamiento al través del espacio, parece natural que, sea cual fuere la extensión del espacio que el pensamiento haya de recorrer, se recurra á la escritura. Pues no sucede así en la práctica.

Volvemos á seguir al alumno que salió de la escuela, y en quien la idea escritura fué siempre hermana de esta otra idea: planas, Este alumno abandona la escritura al entrar en sociedad, y á menos que su vocación sea la de escritor, perderá la costumbre de escribir, porque no aprendió ni se acostumbró en la escuela á escribir cartas.

Este olvido presenta hoy al ojo del observador los siguientes cuadros:

Una casa en la cual no falta nada del refinamiento moderno: hay desde espejos hasta cacharros de cocina. Album de fotografías y todo lo necesario, menos un tintero en actual servicio, plumas y papel.

Una persona que escribe una carta á un amigo sobre asunto importante y no recibe contestación. Un mes después se encuentran:

—Dispénsame, hombre, que no contestara tu esquela, pero no lo has de creer, no tenía el tintero á mano, y luego, que me proponía verte, y ya sabes se vá pagando tiempo, etc.

Una señorita que tiene que comunicar algo, urgente á su prima; no puede ir á verla, y como no tiene costumbre de escribir cartas, envía recado con una criada, á despecho de la discreción y el sigilo y á riesgo de las tergiversaciones de la inculta doméstica.

Una persona que no se atreve á escribirle á V., porque como es V. escritor, teme le critique V. su ortografía, que ha olvidado un poco por la falta de costumbre de escribir cartas.

Otro señor que no le ha escrito á V. por el motivo (extrictamente privado) de no saber cómo se escribe Washington, y no se atreve á preguntarlo.

Escribe V. una esquela que contiene una disyuntiva ó una alternativa, y naturalmente demanda contestación categórica que resuelva una de dos proposiciones, y su criado de V. vuelve trayendo en los labios esta frase sacramental:—Que está muy bien. Estas personas no vacilan en decirle á usted con una ingenuidad angelical:—Yo no le he escrito á V., la verdad, porque ya sabe V., que soy muy flojo para escribir; pero me he acordado de V., etc.

—Así lo creo, contesta V. fingiendo quedar muy satisfecho.

Esa clase de personas son por lo general agenas del todo, como si vivieran en otro planeta, al movimiento de vapores, á los itinerarios, á las salidas del correo, y á todo eso que se relaciona con la correspondencia. Esas son las personas que exageran la inseguridad en los caminos y el mal servicio del correo, y de las que á pesar de la Unión postal y el servicio regular de las malas, aprovechan gozosísimos un conducto particular para escribirle á V. una carta que nunca recibe. ¿Por qué existe esa generación que aprendió á escribir para no volver á escribir? Porque en las escuelas no ha habido una clase de correspondencia epistolar que arraigue en el educando para siempre, no sólo la costumbre de escribir cartas, sino la facultad de trasmitir con facilidad sus pensamientos al papel, y el hábito, general entre caballeros, de contestar la carta con la carta, la esquela con la esquela, regla rudimentaria de buena educación.

Establézcase esa clase en todas las escuelas y bájese el porte del correo, y la generación que viene estará más á la altura de la civilización del siglo.

El aguador

A tí oh resto mueble de la incuria de tres siglos, representante impávido del statu quo, acémila parlante, hongo viviente de la dignidad humana; á tí vehículo vejado, ludibrio de la civilización, á tí aguador nacional, dirijo hoy mis homilías.

Pero antes de fijar una mirada escudriñadora en este tipo eminentemente nuestro, en este perfil idiosincrático de nuestras costumbres,:en este sambenito de nuestra pretendida cultura, hablaremos del agua.

Las tribus errantes dejaban huellas de su paso á orillas de los arroyos donde paraban para tomar el agua con la mano, como las bestias feroces dejan la huella de sus patas en los abrevaderos. Casi todos los pueblos de la tierra han nacido á orillas de un rio, y casi todas las ciudades del mundo se han erigido allí donde se ha resuelto la vital cuestión de beber agua con comodidad y abundancia..

Las primeras obras hidráulicas tendieron sólo á hacer correr el agua en caños; después hubo acueductos y fuentes. Las obras hidráulicas de los romanos, las de los moros en España, y las de los españoles en México, llenaron cumplidamente la misión de proveer de agua á las ciudades respectivas.

Las últimas obras de este género que hemos visto, son las de los Estados Unidos de América; obras en las que las grandes máquinas de vapor, los reservoirés y la enturbación perfecta, han venido á realizar el gran adelanto, en el uso del agua potable, de hacerla, motora de sí misma, como la sangre en el sistema arterial y venoso del cuerpo humano; recorrer en infinitos tubos las partes bajas y elevadas de la ciudad en virtud de la conveniente presión.

El agua en New York, por ejemplo, no llega á la ciudad, sino despues de haber recorrido algunas millas en grandes tubos de fierro, de donde las toman bombas poderosas para formar depósitos inmensos y elevados donde el agua se asienta, se airea y se filtra, para volver á entrar en la cañería con la presión que necesita para ir á buscar el aguamanil del baño de un tercer piso.

Llega á la casa y bifurca su entubación; por un ramal corre fría, pero el otro va á buscar la lumbre de la cocina, pasa al través de los carbones encendidos, les roba un calor que no hace falta, supuesto que también las paredes de la hornilla lo disfrutan impunemente; con el calor robado, el agua pasa á un receptáculo cilíndrico, en el que en virtud de la diferencia de temperatura el agua caliente desaloja el agua fría de abajo á arriba, hasta que aquella se apodera de todo el depósito; y como la presión general obra igualmente en todos los ramales de la entubación, el agua, caliente y fría, se distribuye á voluntad en todos los lugares de la casa, proveyendo los aguamaniles, los inodores, el baño, la lavandería y la cocina. Además, la presión facilita el adoptar una cañería ó tubo de goma elástica provisto de un sifón, y se tiene así el regadío del jardín, del parque y el aseo de vidrieras exteriores, pasillos, escaleras, etc., con la aplicación de un chorro constante y expelido con fuerza.

Cada vecino toma el agua que necesita de cada uno de los bitoques de su uso privado, sin más tasa que su discreción y seguro de que ninguna mano extraña ha enturbiado el precioso líquido, que viene desde gran distancia resguardado de toda contingencia y hasta de las miradas profanas.

La pensión municipal por el uso del agua en las anteriores proporciones es de 6 á 8 pesos al año.


* * *


Nosotros tenemos las obras hidráulicas que nuestros ascendientes (Dios los bendiga) tuvieron la amabilidad de construir el año de 1500; tenemos el manantial de los Leones, que se va agotando á gran prisa por la tala de árboles, que es la manera que las ciudades tienen de suicidarse lentamente; y no haya miedo, porque al fin todos estamos contentísimos de vivir, aunque en la apariencia demos señales de odio á la vida. Mientras la juventud se suicida en las cantinas y en otras partes, la ciudad se suicida talando bosques y aglomerando fabulosas cantidades de gases deletéreos.

Tenemos la albercade Chapultepec, que arrancaría un suspiro de compasión á Netzahualcóyotl, porque á duras penas alcanza ya los arcos, y eso merced á que el vapor la obliga. Tenemos canoas por donde viene el agua como hace cuatrocientos años, y tenemos, como es muy natural, ladrones de agua y arquería con más grietas que ojos. Tenemos, y no vayan ustedes á pensar que no es exacto, tenemos cañerías de plomo de tan respetable fecha como los arcos, y ya se sabe por experiencia lo que son las sales de plomo; generalmente son tan útiles para acabar con el prójimo como la tala de árboles, las cantinas y esas señoras. Es cierto que tenemos ingenieros muy sabios que han traído de Europa libros muy buenos y que saben muchas cosas útiles que nos convendría aceptar, pero no hay para qué molestar á esos señores y distraerlos de sus importantes estudios. Cuando se rompe una cañería de plomo, que es á todas horas, se la amarra con mecates, se la remienda con zulaque y se le amontonan virutas de carpintería, se echa la tierra encima y ¡viva el municipio! Finalmente, tenemos, y ésta es la más preciosa de las cosas que tenemos nosotros, tenemos al aguador, y no sólo le tenemos, porque el tener no siempre es punible, ¡se tienen tantas cosas malas sin poderlo evitar! Nosotros además de tenerle, le consentimos y además de consentirle no nos apercibimos de lo que nos deshonra, y además de • consentirle le necesitamos, que es la más grande de las calamidades.

El aguador de México, único en su especie, se pierde en la noche de los tiempos; aunque si hemos de precisar su aparición, para no llamarle prehistórico, debemos traer su origen de la época de piedra. El aguador, tal como es hoy, y tal como ha sido probablemente hace algunos siglos, no lleva más objeto de metal en su cuerpo que algunos botones de latón en los pantalones ó calzoneras, sustituidos en el auge del oficio con algunas monedas de plata de á dos ó cuatro reales: por lo demás es el legítimo é imperturbable representante de la consabida época de piedra.

La educación y la cultura, y en general el mejoramiento moral del hombre, lo van apartando de todo oficio servil, de todo trabajo humillante: la mecánica trabaja empeñosamente por la disminución del trabajo material, y la dignidad humana se afana por confiar el fardo á otros vehículos que al ser pensador, y países hay en que se han emancipado ya de la carga á lomo hasta á las bestias.

El aguador de México sigue cargando cien libras de agua por dos centavos, ciego y sordo á todo adelanto, Y la filantropía no ha pensado en él, y los apóstoles del pensamiento, y los propagadores de las luces, y los fanáticos por la educación del pueblo, y los ilustradores de las masas, aparentan na haberse dado cuenta de que el hombre que en un período de quince ó veinte años ha sufrido un bendaje en la cabeza, de la presión de cien libras, durante ocho ó más horas diarias, debe acabar por ser un hombre de muy pocos alcances; y sin necesidad de recurrir á la frenología que nos explicaría claramente el resultado moral preciso de la depresión de ciertos órganos, dejaremos consignado solamente el hecho de que el cráneo de los aguadores de México acaba por ser notablemente más chico que el de los otros hombres, y con una depresión muy marcada en los huesos frontales y en el occipital; y ya que recurrimos al hecho, dejaremos también sentada otra observación, y es la siguiente:

El vulgo tiene por lo general dichos y axiomas que si no son la conclusión de un silogismo perfecto ni de una observación sabia, no dejan por esto de encerrar una verdad.

Muchos de nuestros lectores habrán oído entre la gente del pueblo, cuando se trata de calificar una torpeza, ó de poner un adjetivo á la palabra tontera, exclamar: tontera de aguador.

Siendo pues proverbial la torpeza de los aguadores, no debemos buscar la causa en la calidad de la carga que llevan, sino en la manera de llevarla, con detrimento probado y manifiesto de los órganos del desarrollo cerebral.

Habiéndonos propuesto escudriñar al aguador, debemos seguir en la tarea de examinarlo detenidamente y seguir confirmando su aparición en la época de piedra. En efecto, todo en el aguador es primitivo. Lleva el agua en una vasija esférica llamada chochocol, vasija por su forma y materia lo más inadecuada á su objeto, especialmente desde la época de la hoja delata, del zinc y de la tonelería.

El chochocol es de barro, casi esférico, y en atención á sus dimensiones tiene que ser de paredes gruesas y resistentes, y por lo tanto contener no pocas libras excedentes de peso muerto: el chochocol subsiste como en su origen á pesar de los adelantasen la alfarería, y es por lo tanto anterior al descubrimiento del vidriado. A ningún chochocol se le aplica esta mejora sólo porque siga siendo el chochocól El aguador antes de servirse de él, tiene necesidad de curarlo en sana salud; quiere decir, cubrir los poros del barro ordinario de que está hecho el traste, pero no por medio de un barniz que forma una superficie impermeable, sino introduciendo algunas onzas de sebo, merced á la acción del sol, en todo el espesor de las paredes de barro, operación que dura como es de suponerse muchos días. Casi no hay chochocol que no se parta á la primera prueba, ó solo con un enfriamiento antes de usarlo, y entonces el aguador lo cose, practicando con un clavo algunos agujeros á los lados de la partidura, y pasando después un hilo grueso que plastece con zulaque, mezcla de aceite de linaza y albayalde. Un traste impregnado de sebo y oliendo á aceite de linaza, debería destinarse á cualquier uso menos á conducir agua potable; pero aún no es eso todo, el chochocol, para acabar de ser lo más asqueroso posible, necesita indispensablemente de la tapa: ésta se compone de algunas ruedas de cuero (suela) superpuestas. No nos detengamos por respeto á nuestros lectores en averiguar el origen de esas suelas, y baste decir que el aguador desdeña lo nuevo y aún le parece condición indispensable el que esos cueros sean los más viejos que se pueda. El cuero curtido sometido á una nueva infusión, tiende á despojarse del tanino que adquirió en la curtiduría, tanino que, en unión del sebo y del zulaque, hace exclamar á muchas personas cultas candorosamente:—¿A qué sabe hoy el agua? tiene un saborcillo... Pero al año de estar cambiando sabores, paladares y chochocoles, acaban por ser los mejores amigos del mundo.

El cántaro es un apéndice indispensable del aguador: cargando el peso del chochocol en la frente y no oponiendo más resistencia al peso del agua que la tensión de los músculos del cerebelo, y la inclinación de la cabeza, se vio precisado á cargar otro peso que gravita sobre los parietales para aumentar la resistencia del cerebelo. La posición es la más incómoda que pueda tomarse: el cuello tiene que parecer inmóvil por algún tiempo y la inutilidad del hombre, que sólo pueda ver el suelo, es absoluta.

El aguador se ha visto precisado á defenderse de su propia carga, y el cuero, pues ya hemos convenido en que cuando apareció el aguador no había ni hule ni goma elástica, el cuero, decimos, sigue siendo parte integrante de este vehículo humano, tan inmediato á la bestia de carga. De cueros superpuestos es una especie de cojín que suple las diferencias anatómicas del dorso del aguador, para adaptarlo con la esfericidad del chochocol. De cuero es un delantal que se ve obligado á usar para defenderse de los escurrimientos y salpiques, de cuero es una pechera ó collar con que se resguarda el pecho, y de cuero por fin es una bolsa ó escarcela en que lleva los tantos.

Como está probado que el aguador nunca ha servido en materias de enseñanza ni para discípulo, por antonomasia instintiva del vulgo, todos le llaman maestro.

Extraño y tal vez anterior á la invención de los números arábigos y á la aritmética y al lápiz y al sentido común, lleva en su escarcela unas semillas rojas de la flor del boj, que llaman colorines, y deposita en poder de la Maritornes de cada casa tantas semillas (que no se atreve á llamar fichas sino tantos, por que tampoco las fichas ni la palabra se habían inventado cuando el aguador apareció en el mundo) tantas semillas, decíamos, cuantos viajes hace al cabo del día.

Y para hacer llegar á lo sublime la bien sentada estupidez del aguador, no ha habido desde hace siglos hasta la fecha un individuo de esta clase, á quien le ocurra hacer la aplicación racional del sistema de fichas ó tantos como el maestro les llama sino que todos practican la operación al revés; quiere decir: ponen en poder del deudor los justificantes de la deuda, siendo así que al acreedor y no al deudor corresponde acreditar el monto de la deuda y recibir por cada entrega un equivalente de su precio, ya se llame ficha, tanto ó vale, para que juntos formen la cuenta de crédito contra el deudor. El aguador entrega los vales ó tantos á la buena fé de la Mantones, cuya legalidad, movida por el candor del maestro, suele ser la única á que se acostumbra.

El agua que bebe en México la mayor parte de la población, si el aguador interviene en su acarreo, suele tener no solo el saborcillo aquél, proveniente del sebo del cuero y el zulaque, sino el de la fuente, y al hablar de ella tenemos indispensablemente que dar un paso adelante, uno solo, y pasar del aguador al regidor.

Las fuentes con taza ó recipiente descubierto son construcciones propias para los paseos públicos, y erijir una fuente de esa naturaleza destinándola á surtidor ó toma de agua para el público es uno de nuestros resabios, de nuestras antiguallas, de nuestras cosas, en fin; todavía por desgracia, en consonancia y á la altura del aguador, á la altura decimos, porque no pareciendo todavía bastante impropio, sucio y repugnante el modo de conducir el agua, es necesario que esa agua sea constantemente una infusión de las más inaveriguables y complicadas combinaciones, cuyos detalles sería prolijo enumerar. Nótese solamente que el que toma agua de una fuente descubierta, especialmente si lo hace por una sola vez, se cuida bien poco de los que le sucedan. El curioso lector que quiera explicarse estos misterios, procure presenciar la limpia de una fuente pública y analizar, si puede, lo que sacan del fondo.

Los municipios modernos han comprendido esto y ponen á disposición del público no fuentes abiertas, sino tomas de agua, bien sea con llave ó bitoque ó simplemente un chorro continuo sin depósito para que cada cual reciba el agua de la cañería directamente. Vosotros filántropos desinteresados, vosotros los que abogais por el mejoramiento moral y material del pueblo, fijad vuestras miradas en nuestros mil y quinientos aguadores condenados irremisiblemente á perpetuar la raza de las acémilas parlantes, lanzados por el chochocol al embrutecimiento y á la ignorancia; redimidlos, pero para poder instruirlos, quitadles el bendaje de cuero que deprime los órganos del pensamiento, y habréis hecho una obra meritoria.

Hay en México mil y quinientos aguadores y ninguno de ellos gana menos de un peso diario, según su propia declaración. De manera que los habitantes de esta dichosa capital pagamos 1.500 pesos diarios á los aguadores, ó sean 547.500 pesos al año.

Los felices mortales que no ocupan aguador son nada más mil trescientos, y éstos pagan al ayuntamiento por mercedes de agua 53.000 pesos al año, resultando por término medio una pensión personal de 40 pesos.


En resumen


Pagado á los aguadores .... $547 500 Al Ayuntamiento ........... 53 000 ------------------------------------ SUMA $600,500


Cuya cantidad es el rédito al 6 por 100 de diez millones de pesos.


La obra de entubación y depósitos desde los Leones subiendo al cerro de Chapultepec, no llegaría ni con mucho á esa suma. Si en el cerro se estableciera un gran depósito subiría el agua á la altura conveniente en la ciudad y sobraría presión para introducirla á todas las casas, para reformar en lo absoluto el sistema de inodoros, para hacer el regadío de árboles, jardines y calzadas y para alimentar todos los juegos hidráulicos de las fuentes públicas. Suprimidos los agua dores y mejorado el servicio del agua potable subirá el valor de la propiedad porque el inquilino pagará al propietario lo que hoy paga al aguador, al baño y á la lavandera.

Esta mejora, por dispendiosa que parezca, se hace indispensable y su renta será entonces uno de los mas pingües ingresos municipales.

Proponemos este negocio á los capitales sin aplicación, y á los hombres emprendedores, si no á los de aquí, porque suelen escasear, á los de otra parte. Pero sean quienes fueren ¡que nos libren del Aguador!

El correo

Señor Don José María Flores Verdad,

San Luis Potosí.


Querido Pepe:


Por el carácter de la letra conocerás que no han bajado aún el porte de la correspondencia, y sigo escribiéndote en La Libertad á trueque de que nos oigan los sordos. Y no sólo no bajan el porte de correos, sinó que lo suben ¿lo vas á creer?

Nuestros vireyes, que eran hombres que entendían muy bien aquello de servir y amar al rey nuestro señor, concretaban el espíritu de su política y las leyes de su administración á sacar el mayor lucro posible á las colonias, y patentizar así á S. M. que esta grey estaba todo lo más esquilmada posible, y que seguía amando á Dios en tierra propia. Ya podrás imaginarte qué regocijo tan gachupín y qué satisfacción tan beatífica se apoderaría, de aquellos rozagantes pelucones, al enviar á la península los montones de oro que producían los criollos, tan dóciles, tan rezadores y tan de buen carácter.

Los criollos fuman? A ver acá el tabaco!—decía el virey—nadie sino su magestad puede hacer cigarrillos; esta es una renta real, estos son provechos de la corona, y ¡cuidado con el contrabando! Y sólo la corona real torcía cigarrillos para los criollos.

Otro día los pobres criollos entre vísperas y maitines se permitían echar sus alburitos (no tantos como ahora).—Los criollos juegan? decía el virey.—A ver acá los naipes! Sólo la corona puede hacer eso. ¡Habráse visto! Ustedes jueguen y peléense; pero sólo la corona hace barajas y juega limpio! ¡Y cuidado con las falsificaciones!

Ya desde antaño los pocos criollos que sabían escribir, se cambiaban sus cartitas, que empezaban con un «Jesús María y José,» por fecha, y acababan con un « Dios guarde á vuestra merced muchos años,» que olía á incienso.—Cartitas tenemos? decía el virey.—A ver acá esas moscas machucadas; que sabe Dios Nuestro Señor cuántas cosas pecaminosas, y aún contrarias al buen servicio de la corona, contengan esos papeluchos pegados con oblea. Que pague dos reales fuertes cada una de esas epístolas, y que se den de santos los herejes y demás gentecilla ordinaria, de que en pró de la civilización se les permita andarse carteando, sin que mi autoridad, que es la de S. M. Q. D. G. muchos años se imponga, como debiera, del contenido de la correspondencia. Y que todo el que manda cartitas lo haga, no por medio de mandadero ni de correo particular, sino por medio de los leales servidores del fisco y ¡mucho cuidado con las cartitas subrepticias y de tapadita, so pena de multa y de prisión!

Todos esos excelentísimos señores, que además de excelentísimos eran duques, condes, marqueses y arzobispos, servirían á Dios Nuestro Señor y á su real magestad, y se salvaban todos por lo bien que lo hacían aquí abajo. Vino 1821, soplando ya el viento de la América del Norte, viento de emancipación y de progreso. Vino la independencia, con todo eso que dicen los poetas, del león de España; que se espeluznó y alzó la cola y crespo la melena y dió rugidos de coraje, que resonaron en los dos continentes; y la renta de correos se estuvo firme, con su peluca puesta y su tipo vireynal inmutable.

Vino la reforma administrativa que desestancó el tabaco y la nieve y los naipes, y la renta de correos siguió montada á la antigua como una religión del pasado, imperturbable, cobrando su peseta y prohibiendo que los criollos, por mucho que hayamos adelantado, vayamos á cartearnos con nuestros amigos, ó nuestras novias, de un pueblo á otro, sin pagarle, por ende, nuestra peseta al gobierno supremo.

Ya todo el mundo se hace sus cigarros y sus naipes, esto es muy justo y muy natural; pero en eso de las cartas, la cosa está como hace un siglo; dos reales fuertes y cuidado con cartitas de contrabando. El espíritu del siglo se afana por el estrechamiento de vínculos en la humanidad, se abren istmos y canales, se construyen ferrocarriles y telégrafos, y nuestra renta de correos permanece sorda al movimiento y al progreso del mundo. El correo, en otros países, no sólo ha bajado el porte de la correspondencia á ínfimo precio, sino que este servicio nacional se constituye portador de todo género de objetos, que, no pasen de cierto tamaño. En los Estados Unidos el porte de una carta sencilla es el de tres centavos, sea cual fuere la distancia que recorra en el interior del país: dos centavos en el interior de una ciudad, y un centavo el valor de una carta postal para el interior de la dudad y del país. Las cartas para el exterior pagan sólo cinco centavos. Fijar un solo tipo para el porte, tiene la ventaja de simplificar las operaciones de la administración, y de hacer más práctico el avalúo de las cartas, supuesto que el público es el encargado de hacerlo. La venta de estampillas es libre, y sirven de papel moneda para la trasmisión ó envío de pequeñas sumas. Un sólo tipo de estampillas sirve en toda la Unión, sin distinción de Estados y sin más sellos ni contraseñas particulares. Las administraciones de correos de las grandes capitales están dispuestas de tal manera, que el público ayuda á la distribución de las cartas, por lo menos, en sus grandes subdivisiones, estableciendo cuatro buzones, uno para cada uno de los cuatro vientos cardinales; otro para correspondencia para el exterior, y otro para impresos. En la nueva casa de correos de New York hay tantos buzones como Estados tiene la Unión. A más de estos buzones hay repartidos en la ciudad, en los sitios más frecuentados, buzones públicos, que consisten en una caja de fierro capaz de resistir la intemperie, fija en el poste de uno de los faroles del alumbrado. Estas mismas cajas de fierro se encuentran en el despacho de los grandes hoteles y en todo lugar muy frecuentado, como boticas, etc. En estas cajas ó buzones se deposita indistintamente todo género de correspondencia para el interior y el exterior, y los carteros la recojen tres veces al día. Ese país, eminentemente práctico, ha comprendido la inmensa trascendencia de la facilidad en las comunicaciones, y entiende por facilidad en las comunicaciones, no sólo el ferrocarril y el telégrafo, sino la correspondencia escrita que dá origen á incalculable número de transacciones y negocios: guiado por este, espíritu de progreso, ha realizado de una manera admirable la facilidad absoluta de comunicaciones por medio del sistema más sencillo que pueda imaginarse. La venta libre de estampillas, de las que es uso y costumbre general en aquel país estar siempre provisto, pone á cada cual en aptitud de escribir una carta en cualquier sitio ó lugar; la multiplicación de los buzones evita al público el molesto y cansado viaje á la administración central; las cartas postales, cuya emisión aumenta por millones anualmente, son el recado, la cita, el pedido á algún almacén, la respuesta pendiente, la felicitación, los días, el recuerdo, son, en fin, un mandadero universal que se lleva en la bolsa y se deposita en el farol más próximo, y ese mandadero que no se equivoca, ni flojea en el camino, atraviesa la ciudad, el pueblo, el Estado ó todo el territorio, por un centavo. De esta facilidad de comunicación resulta un número incalculable de transacciones y estrecha sin cesar los vínculos sociales y mercantiles; y aquellos cincuenta millones de habitantes están siempre al habla porque el gobierno, de una manera paternal y sábia, los tiene siempre unidos por medio de un sistema postal perfectísimo y á la altura de la civilización de nuestro siglo, Y no para aquí el beneficio al público. Aún parecía poco al gobierno este servicio y permite que el público no sólo envíe sus cartas por el correo, sino sus pequeños objetos. Por medio de un porte bajísimo, en relación con el de la correspondencia, se envía en todo el país y se admite en todas las administraciones de correos, pequeños bultos cerrados, no importa que contengan, tanto que se suele enviar por este conducto hasta animales vivos. Para formarse una idea del movimiento en materia de objetos, baste decir que la administración general de correos en Washington, anunció al público en 1880 por medio de un catálogo impreso en forma de folleto, un remate de ocho mil lotes, compuestos de objetos enviados y que por error en la dirección, ó por otras causas no habían sido entregados ni reclamados. ¿Cuál habría sido hasta entonces el número de objetos enviados, cuando sólo el de los nó reclamados ascendían á una suma capaz de formar ocho mil lotes? El correo además de prestar estos servicios, no ha olvidado las pequeñas transacciones y cambios de dinero, y hay en cada administración de correos un departamento que se llama de órdenes de dinero, en donde el público lleva cantidades desde un peso hasta 25 para ser cambiados por una orden postal, con un pequeñísimo premio de situación, de un solo tipo sea cual fuere la distancia. Estas oficinas practican muchos centenares de operaciones al cabo del día, por medió de planillas que el mismo interesado llena, y están en blanco á discrección del público, y por medio de libros talonarios de comprobación. En resumen, una persona en los Estados Unidos está en aptitud de escribir, franquear y enviar una carta ó recado escrito en cualquier lugar donde se encuentre y á cualquiera hora del día y de la noche, supuesto que los buzones no se cierran nunca.

Puede enviar cinco pesos lo mismo que un par de botines de uno al otro extremo del país, puede comprar un objeto en un almacén que está en otra ciudad ó á quinientas leguas de distancia, sin más molestia que pedirlo, recibirlo y pagarlo por medió del correo. Puede un comerciante distribuir un millar de circulares en todo el país por sólo el gasto de diez pesos, papel y porte inclusive, puede por medio de las mismas cartas postales, dirigirse á doce personas á la vez para hacer doce preguntas, ó doce encargos, y recibir todas las contestaciones en su domicilio, todo por doce centavos. Hay más todavía, en las ciudades muy populosas, como Nueva York, la administración de correos tiene oficinas sucursales repartidas en la ciudad que practican todas las operaciones de la principal, inclusa la certificación de cartas, que no cuestan más que diez centavos, sea cual fuere el volumen del paquete enviado. Finalmente, la correspondencia es libre, y no materia de contrabando; de manera que si alguno tiene un bulto de correspondencia que pese muchas libras, puede enviarlo adonde guste por el express, por la octava parte del costo que importaría por el correo.


* * *


Ya ves todo eso querido Pepe? Pues vas á ver ahora lo que nos pasa á los mexicanos en materia tan trascendental como es la correspondencia. Si vives en los Estados Unidos y tienes un círculo de relaciones que te obliguen á escribir ocho cartas en un mes gastarás sólo 24 centavos; pero si en San Luís Potosí te sientes en el mismo grado de sociabilidad y escribes las mismas ocho cartas, te costarán dos pesos; y cuida de escribir en papel delgado, so pena de que una fracción de adarme en cada carta haga subir á cuatro pesos el porte de las mismas. Ya convendrás en que nuestra sociabilidad y hasta nuestras afecciones más íntimas, merced al sistema colonial de correos que nos rije, están en razón inversa de nuestros intereses pecuniarios. De aquí nace que no se escriban más que los comerciantes ni se traten por escrito más que negocios de cierta importancia. "

Cuando te escribo una carta, no de estas que te llegan en las columnas de la Libertad, sino de esas otras privadas que suelo escribirte de cuando en cuando, me pasa que al acabar de escribirte, y ya rotulada mi carta, quedan en pié una porción de hilos que atar, y son: la carta, el peso, el sello, la peseta, el criado, la distancia al correo y el empleado respectivo. Me ocurre pues, de puro malicioso que soy, que pongo á mi enviado en aptitud de convertir uno de sus bolsillos en buzón y el otro en alcancía. Yo tengo mucha confianza en mi enviado; pero este es un consuelo puramente teórico. Supongo que mi enviado llega al correo y que entrega carta y peseta y y yo tengo muy buena idea de los empleados de correos, y por lo tanto, debo suponer que mi mensajero y el empleado son igualmente íntegros, leales y honrados. Pero todo este cúmulo de suposiciones, benévolas las unas, y maliciosas las otras, tienen un valor puramente abstracto, y la idea de que mi carta no llegue á tus manos, me decide á emprender la jornada á la administración de correos, para tener la evidencia de que mi carta queda sellada y en el cepo de la distribución.

Llego al correo, y agrupados á la reja están un cargador, con todo y mecapal, difundiendo aldeida; una cocinera con todo y canasta, oliendo á grasa y á cebolla; una de esas señoras oliendo á patchuly; un dependiente de casa de comercio; un pobre señor que no vé bien; un muchacho que mete la cabeza enmarañada por entre el grupo, y D. Vicente García Torres, que incansable y perseverante vá en busca de noticias verbales para el Monitor. Bien sahumado por el grupo aquél, llego por fin al boquete: el empleado recibe mi carta, lee el sobre, la pesa en la balanza, duda, la vuelve á pesar, el fiel vacila, y por analogía el empleado vacila entre dos y cuatro reales, el fiel triunfa, la balanza se pone en reposo. Dos reales, exclama el empleado, doy un peso, no tiene vuelto.

—¿Qué, no tiene V. suelto? Me pregunta con mucha amabilidad.

—No, no señor, le contesto con toda la que puedo.

Y luego busca, y tropieza con monedas decimales, centavos de cobre y medios lísos: cuenta y combina todo aquello y me devuelve seis reales que constituyen una colección numismática. Pero mi carta ahí está sin sello todavía, la dirijo una mirada, y dos, y nada, no hay quien la selle, porque el empleado encargado de la saliva, la está gastando en hablar con otro. Me aparto un poco para dejar á otros el lugar y casi adivino que por fin el encargado de la saliva selló mi carta. Entre tanto el grupo ha aumentado detrás de mí, ya hay más cocineras y más cargadores, y frotándome las canastas y aseando con mi levita rebozos y frazadas, salgo del correo conociendo lo mucho que te quiero y decidido á escribirte por conducto de la Libertad, mientras cambian las cosas.

Tuyo,


Facundo.

Después de muertos

Este es un retruécano que se usa á fines de Octubre, cuando se aplaza algo para el 3 de Noviembre en adelante; Esta es la bromita con que empieza la conmemoración de los difuntos. Nosotros tomamos la frase tal como corre para ponerla como título de este artículo, no escrito con anticipación, sino después de muertos.

Desde los salvajes hasta los más civilizados, todos los pueblos han dividido sus públicas ceremonias en dos categorías: los regocijos y las pompas fúnebres. Qué mucho que así haya sido desde la más remota antigüedad cuando esas son las dos fases de la vida, humana: se goza y se padece alternativamente; se ríe y se llora, se nace y se muere,. Por estos dos caminos hemos llegado á dividirnos los humanos en dos secciones; los muertos y los dolientes, y á habitar en dos ciudades: en las ciudades silenciosas que se llaman cementerios ó en las ciudades alegres donde lloran y ríen los que sobreviven.

Apenas hay horas más negras en nuestra vida que aquéllas en que hemos llorado la pérdida de un sér querido; y apenas hay una idea más pavorosa que la de nuestro fin irremediable.

Ante el gran misterio de la muerte se anonada la razón humana y las manifestaciones del duelo han llegado á tomar formas finas ó menos extravagantes; pero en el fondo de todas ellas está siempre el dolor. Estaba reservado á México el convertir la pompa fúnebre en regocijo; estaba reservado á este país de anomalías y contradicciones, llevar hasta lo sublime el decantado y oprobioso velorio de la gente inculta y supersticiosa.

Se comprende fácilmente que el indio y el mestizo inculto se crean en el deber ineludible de comprar el día de muertos los bizcochos más malos que se fabrican en todo el año, y las flores más feas y de peor aroma que produce la tierra, el zempatxochil, para poner la ofrenda, acompañada de velas de cera y de fumigaciones de incienso. Esta costumbre es casi un rito, y bajo el punto de vista alegórico, es no sólo disculpable, sino que encierra como una idea mal expresada de la inmortalidad, supuesto que el comer, la primera idea del ser viviente y el precio de la vida, se le ofrece al muerto.

Un indio taciturno y callado delante de un montón de zempatxochil, delante de bizcochos azucarados que respeta, y á la luz de dos velas de cera y envuelto en la nube del incienso, es un doliente respetable, es un egipcio del tiempo de Sesostris, en América, que está probando que el camino del progreso es más largo de lo que parece á primera vista.

Pero que lo más granado de la sociedad de México, en unión de lo más abyecto de las masas populares, celebren la conmemoración de los fíeles difuntos, con gritos y vendimias, con la música de Zapadores y con Fulcheri y Bejarano, tiene para nosotros en el fondo una significación altamente desconsoladora en el orden moral, Y no se nos quiera hacer creer que esta sociedad se divorció de la iglesia católica desde la reforma, y que en el día de muertos no se sujeta á las prácticas y ritos de la conmemoración, sino que va al Zócalo porque le dá la gana; no señor. La gente se viste de negro en la mañana, llora en el panteón en la tarde, y coquetea en la noche vestida de color de rosa. ¿Es que el sentimiento, y el duelo, y el recuerdo tristísimo de los que amamos y murieron es también mentira? No lo sabemos; pero lo cierto es que la actual costumbre nos lleva á cada quien á pensar de esta manera:

«Cuando yo muera, me llorarán con seriedad los míos hasta Noviembre; y en el día consagrado por la Iglesia al recuerdo de los muertos, mi mujer y mis hijos, mis amigos y mis deudos, serán los actores de una fiesta inventada para burlarse de los muertos. Vestidos de colores relucientes se pasearán al son del can-can dentro de una gran barraca, y cenarán opíparamente para ahogar en champagne el último vislumbre de tristeza por mi irreparable pérdida.»

Esta idea terrible que haría estremecer á las piedras si pudiera hacerles comprender que habían de morir, se toma en mogiganga; y del cráneo y de la tumba se hacen juguetes para los niños, para qué más tarde puedan celebrar á carcajadas la muerte de su padre en la barraca de Bejarano.

¿O será que en lo que llamamos fiestas de Noviembre, lo de los muertos es lo de menos, y de lo que se trata es del aniversario de todos los santos? Tengo para mí que el divorcio de la Iglesia y el Estado comenzó precisamente por el desprestigio en que habían ido cayendo los santos para una mayoría considerable de nuestra sociedad. No satisface mis dudas el imaginarme que la gente se entusiasma con ese recuerdo tan excepcionalmente católico.

¿Es acaso el doloroso recuerdo del padre, de la madre, del hermano, del hijo muertos, el que consume esas toneladas de cacahuates y de golosinas? Fisiológicamente los grandes dolores están en oposición con el apetito. ¿Qué le sucede entonces á este dolor tan legítimo y tan serio, que se regodea de gusto el 2 de Noviembre, y no sólo se regodea de gusto, sinó que se vuelve glotón en demasía?

El dolor es lógico; se exhala en lágrimas y en sollozos y en suspiros. No hay en nuestro admirable organismo ni otros jugos ni otros fenómenos nerviosos para expresarlo. Pero el dolor de que se trata, ese dolor que dice la gente, el dolor anual de fecha fija, es un dolor extrictamente bejaranesco, abigarrado y goloso, y discurre poco más ó menos de esta manera: «¿Conmemoramos á nuestra madre muerta?» pues hartémonos; propinémonos hoy una radón extraordinaria de golosinas indigestas, y que haya mucha música y muchas diversiones. Y cada familia se prepara á las fiestas, con la intervención más ó menos directa del agiotista, acopiando los artículos heterogéneos que constan en esta lista que nos encontramos en el Zócalo:

25 varas de raso maravilloso color de crema de huevó y 20 varas de encaje de á medio la vara, para Virginia.

Crema de bismuto, cascarilla de la Habana, etc.

80 varas de raso color de rosa, para la mamá, zapatos del mismo color y medias de seda.

Gorros para las muchachas y botines abroncados lo más pespunteados posible para toda la familia.

Una corona de á diez pesos para la tumba de mi padrino el general.

Un ramo de flores para la pobre de mi tía Charo.

Velas y candeleros para la tumba de la familia en Dolores y gratificación al criado que los cuide para que no se los roben.

Tres velo-mantillas.

Á la cocinera para mole verde.

Suscrición para pasar las tablas que separan el paseo público del erario de Bejarano.

Cena sobre el Zócalo.»

De esta manera y de aberración en aberración, México presenta en estos días á los ojos del filósofo y del extranjero un aspecto sui generis,enteramente nuestro, y que sugiere, por desgracia, no muy favorables calificaciones respecto á nuestra cultura.

El pueblo se aglomera en la plaza principal de la capital de la República para convertirla, con el beneplácito social y municipal, en tianguis de pueblo. Improvisa barracas, con detrimento de la educación y de la decencia, con las sábanas de la cama. Se echa en el suelo y pernocta sobre las piedras; coloca sus frutas y sus golosinas sobre la basura, é improvisa figones y hace lumbradas y se desgañita pregonando. Son los restos de la barbarie que vienen á sentar sus reales en el corazón de la ciudad para celebrar el gran velorio como lo ha estado haciendo hace tres siglos; pero se encuentra un grupo, relativamente corto, de gente culta, que se viste con raso color de yema de huevo y con casimir francés, que usa plumas de avestruz y tacones altos. El raso amarillo y las sábanas y petates de las barracas; las plumas de avestruz y de marabú y los sombreros de petate; el casimir francés y la manta del país, ó sean los paños menores en que vive nuestro pueblo, hacen un mal consorcio en la apariencia y protestan por el contacto. Los trajes difieren esencialmente; pero no así el sentimiento por los muertos.

El raso amarillo come trufas y la frazada cacahuetes; pero raso y frazada comen doble esos días en honra y gloria de los muertos, que ya no comen. La barbarie y el refinamiento están de acuerdo en el modo de sentir, experimentan el mismo dolor, el mismo regocijo y el mismo apetito; pero les disgusta juntarse, rozarse. El raso amarillo teme la pelusilla que se desprende de la manta, de la frazada y del rebozo. La Kananga del Japón debe separarse y pisar en otro círculo libre de la aldeida y del olor á juiles. Qué hacer entonces? llorar es preciso, divertirse es preciso, el raso maravilloso es indispensable, el aniversario se acerca. De esta emergencia brota un genio salvador como en todas las situaciones difíciles; nace Bejarano, y propone poner unas tablas para hacer un redondel que divida el raso amarillo de la manta de á real. ¡Buena ideal grita el raso amarillo. (Bejarano agrega) Este redondel será mío por unos cuantos días.

—Excelente gritan las plumas de avestruz.

—Pero..... sigue diciendo Bejarano, para pasar á mi barraca se pagarán cuatro pesos.

—Y qué? dice desdeñosamente el raso amarillo ¿no vé V. que todos somos ricos? Casi todos somos agiotistas.—Satisfecho Bejarano con la respuesta, persuade al ayuntamiento, que de por sí es tan fácil de persuadirse, á que le preste, el Zócalo y el ayuntamiento se lo presta, Fulcheri lleva el equivalente de los cacahuates al Zócalo, y guarda sus comestibles en pequeños garitones, de donde salen en la noche como del sombrero maravilloso de Harman, á precios de muerto.

México elegante, emprende un movimiento de trilla que dure cuatro horas, durante el cual cada quien se ha dado cuenta del raso de las otras, y queda persuadido de la utilidad de las prendas de todas clases, de que por cuatro pesos oyó la misma música que de ordinario oye de valde y de que cenó caro por final de cuentas.

Y los muertos? No tienen novedad, muchas gracias. Qué más pueden exigir esos pobres cadáveres que su corona de á diez pesos, y sus velas de cera y sus flores. Se les ha puesto su ofrenda pero no han querido comérsela. Será porque no tienen apetito y ellos saben su cuento.

Y los dolientes? Todos ellos han perdido uno ó muchos seres queridos, todos han llorado y tienen las llagas abiertas, las heridas mal cicatrizadas, y con ellas aún sangrando, se presentan en el día solemne del recuerdo, en el día oficial, en, el día de la Iglesia, á inscribirse voluntariamente ¿en el registro de los que rezan y los qué lloran? nó: á suscribirse en el redondel de Bejarano y al menú de Fulcheri.

Y el sentimiento, y el pesar, y el duelo? Irán pasando todas estas flores del alma á la categoría de zempatxochil que es la más ordinaria y fea de las flores? ¿El lujo y los placeres habrán acabado de robar al alma de esta generación el espiritualismo y la moral, la gratitud y el recuerdo, la sensibilidad y la lógica? No lo sabemos, pero es desgarrador pensar en que hay algo más triste que la muerte. La alegría y la indiferencia de los vivos. De todos modos ya tenemos un dato para no hacernos ilusiones respecto al porvenir porque después de muertos no sólo nos espera la tumba con todos sus honores, sino el redondel de Bejarano.

El pulpo

Desde las más pequeñas dificultades hasta la mayor de las vicisitudes en que el hombre llega á encontrarse en esta vida, fluctúa, sin conocerlo las más veces, entre estos dos extremos; la lógica incontrovertible de los hechos, y los dislates sugeridos por el error, por la rutina ó por el fanatismo.

Si el hombre no tuviera por norma de sus actos sino la razón, la lógica y el juicio con exclusión de toda tendencia á lo imposible y á lo sobrenatural, sería más dueño de sí mismo, y podría prevenir la mayor parte de sus desgracias.

Vivir para el futuro, prever, prevenir y regular los actos del presente con relación al porvenir, parece ser el destino del sér pensador; y esto es precisamente lo que menos, suele hacer la criatura privilegiada; es esta la cuestión más difícil de resolverse, y de cuya insolubilidad nacen desde las revoluciones, y los trastornos públicos, y el pauperismo, y la degeneración de las sociedades, hasta las pequeñas visicitudes y las miserias ignoradas.

El sacrificio parece ser una sentencia irrevocable y la condición ineludible de la existencia humana. La sabiduría infinita ha querido que la criatura pensadora no olvide nunca su destino póstumo, y para que no lo olvide, ordenó que la lógica de los hechos exija al hombre por medio de las enfermedades, de la miseria, de la deshonra y de la muerte, que viva haciendo sacrificios en el presente para alcanzar el porvenir.

De esta sabia ley han nacido las que llamamos virtudes, y que no son sino sacrificios del presente para prevenir los males del futuro. Así nace el sacrificio que se llama higiene, para prevenir la enfermedad. Así nace el sacrificio que se llama honor, para prevenir la deshonra y así nace el sacrificio que se llama economía, para prevenir la miseria.

Y este último de los sacrificios que mencionamos es el punto objetivo de nuestras habladurías de hoy. Y es el punto objetivo, por la trascedentalísima importancia que tiene esta virtud, este sacrificio, esta llave maestra que se llama economía en el modo de ser, en el modo de sentir, en el modo de pensar y en el destino de nuestra sociedad actual.

Esta intuición del sacrificio nace con los primeros pobladores del mundo que sacrifican víctimas al sol por prevenir los males del futuro; inspira á todas las teogonias para imponer las privaciones, las abluciones, las oraciones, los sacrificios, las humillaciones y la penitencia. Y esta intuición del sacrificio se gasta en el uso, se rebaja con la superficialidad, se corrompe con el lujo, y se pierde por fin por el descrecimiento y por la depravación de las costumbres.

El fetichismo azteca y el salero español engendran al mexicano que alardea de despilfarrado, que suelta el hilo de esa virtud necesarísima que se llama economía, y que se exhibe ante la civilización del mundo en toda su idiosincracia, gastando en un día el haber de un mes. Y para que este tipo moral tenga estéticamente el traje que corresponde á esa falta de sentido práctico, se presenta casi en paños menores y con sombrero bordado de oro.

Para resolver el problema de que restando cuatro de cinco sobra sólo uno, que na alcanza, recurre á la luminosa idea de encomendarse á María Santísima de Guadalupe, quien no se digna, por supuesto, introducir desórden alguno en la verdad matemática, por mucha que sea la necesidad del demandante. Y de esta falta de aritmética y de esta indiferencia de la Virgen en el asunto, y de esta falta de lógica y de la necesidad que apremia, nace el engendro más ignominioso de las edades, que en la forma de un pulpo colosal, pero invisible, ha clavado ya todos sus tentáculos, en forma de bombas absorventes, en los cimientos de nuestra enferma sociedad, que pierde los glóbulos rojos de su sangre con las caricias de la letrina, y el patrimonio de la prole, y la paz doméstica, y el derecho á la prosperidad, porque todos estos bienes, en la forma de un tanto por ciento, los destina voluntariamente á la nutrición y engrandecimiento del pulpo que acabará por devorarla;.

El pulpo monstruoso se ha arrastrado hasta los bordes de la arca nacional, husmeando los treinta millones de pesos que no puede agotar de un sorbo.

Multiplica sus tentáculos prodigiosamente de manera de clavar uno en cada familia. Y no haya esperanza de que suelte, porque todo el mundo conoce el poder fatal, persistente y destructor de esas ventosas. Escupe la primera gota de su propia sangre (para que pegue la ventosa) en la forma de cincuenta pesos, y ya una vez adherido el tentáculo, queda establecida para siempre una corriente continua, que, saliendo del tesoro nacional, en forma de quincena, y pasando por fórmula y por unos cuantos minutos, en forma de tormento, á las manos del empleado, sigue su curso natural por el tentáculo hasta el gigantesco vientre del pulpo que jamás revienta de repleto.

Este monstruo no se compone exclusivamente del elemento conocido con el nombre de agiotistas: su poder consiste precisamente en la diversidad de sus órganos. Examinémosle.

Entra primero el grupo de los prestamistas de profesión, de aquéllos á quienes la suerte ha favorecido con un capital, esquivo á toda empresa de utilidad general. Esos buenos señores son los náufragos de la miseria pública, salvados en una tabla, sobre la cual flotan sonriendo con una sonrisa biliosa. Han tenido que sacarse las entrañas y arrojarlas al mar de la tribulación, para deshacerse de ese lastre inútil y flotar mejor. Pero les ha quedado el zurrón intacto, relleno de pagarés saturados de jabón arsenical, como la paja de los pájaros disecados. Llevan una ley en la mano y unos cuantos tinterillos y empleados de juzgado en los bolsillos del chaleco, y vogan, vogan generalmente con viento bonancible.

Este grupo forma" parte del cerebro del pulpo.

Sigue otro grupo numeroso y alegre como Manolito Gasquez, importado de la península ibérica para hacer fortuna en Indias. Esta es una familia perezosa pero astuta como las arañas: tiende sus hilos detrás de un mostrador y aguarda las moscas. Estas caen en forma de rebozos, enaguas, frazadas, pistolas, sillas de montar, bandolones, relojes y alhajas antiguas. La araña española almacena las tres cuartas partes del equipo de la gente menesterosa de la capital, cuyo modo de vivir es y ha sido siempre adquirir para empeñar y empeñar para adquirir. Empeñar es en lo general para esa gente, no una emergencia, sino una costumbre inveterada, costumbre que forma un ramo de especulación en México en que se versan algunos millones de prendas de poco valor nominal, pero que representan el hambre, la miseria, el despilfarro., el vicio, el trabajo y el sudor del pueblo desvalido, de cuyos extraños ingredientes se escurre un 12 por 100 en metálico para el vientre del pulpo. Y las arañas engordan enseñando sus mofletes entre el abigarrado conjunto de bandolones y baquerillos, catres de fierro y baratijas del empeño, durante catorce horas diariamente, hasta en días festivos, con la constancia y la paciencia del insecto cazador de moscas.

Con sólo estos dos grupos el pulpo ha logrado clavar dos haces complicados de tentáculos: uno desde la cámara de diputados y todas las oficinas de la nación, viviendas de casas de vecindad, y otro que parte del Colegio de Niñas y calles del Coliseo y serpentea por los barrios de los cuatro vientos.

El pulpo tiene todavía más tentáculos clavados sobre esta sociedad, que se estenúa y lucha con el monstruo del agio para vivir, dejándose chupar la sangre en cambio del pan de cada día. Entra aquí el Nacional Monte de Piedad. Este haz de tentáculos, tiene sus pretensiones en diverso sentido. El agiotista suele decirse, tu peta: robo; pero robo con la ley en la mano. El Monte dice: socorro en nombre de la filantropía, antes me llamaba Sacro y Nacional Monte de Piedad de Animas. Es cierto que también cojo moscas como los empeñeros; pero no las lastimo, ni las mato, ni me las como. Además, les guardo sus coches y sus pianos y sus brillantes á los ricos, y soy, por más de un motivo, filántropo, caritativo, benéfico y casi respetable. De manera que estos tentáculos del pulpo que se han ensanchado desde el Empedradillo hasta San Hipólito y San Pedro y San Pablo, merecerán cuando más el calificativo de tentáculos decentes que no chupan con tanta tosquedad como otros, pero chupan su tanto por ciento sobre el insuficiente haber individual, que, á pesar de ser insuficiente, ceba y mantiene al pulpo.

Este animal insaciable, no contento con clavar tres haces de tentáculos que envuelven ya casi por completo á la masa menesterosa, tienden todavía otras ventosas en forma de loterías de billetes, y de loterías de cartones; y finalmente las últimas en forma de ruletas y de partidas de albures.

Pero agiotistas, empeñeros, loterías, Monte de Piedad y albures, son cosas todas que satisfacen esta exijencia: adquirir dinero por caminos que no sean la remuneración legítima del trabajo ó el rédito legítimo del propio patrimonio. ¿A qué precio? Al precio de una parte de la remuneración legítima del trabajo, ó de una parte del rédito legítimo del propio capital.

Estas instituciones, ó estas cosas, como las hemos llamado, gozan de una prosperidad, un auge y una preponderancia que no pueden ocultarse. Esta prosperidad está naturalmente en razón directa de la disminución del haber personal; de manera que, el capital acumulado por la usura, en todas y cada una de sus anteriores formas, está compuesto del desmoronamiento y la ruina del capital privado; y el capital privado, por una de esas anomalías irremediables que dependen de la organización social y dé la educación de las masas, recurre al ilógico arbitrio de dilapidarse en aras de la usura, por vía de remedio de su insuficiencia.

Por medio de un cálculo matemático muy sencillo, y en virtud de las proporciones que en México ha llegado á tomar el pulpo de la usura, se puede asegurar que el destino del capital privado es parar en manos del agio; que á medida que éste se engrandezca la masa social menesterosa irá caminando á la miseria; que el trabajo asalariado irá siendo cada día más insuficiente para proporcionar el bienestar á las familias de las clases media é ínfima; que los recursos engañosos y funestos á que la imaginación calenturienta de los necesitados recurre, como son la lotería y el juego, tendrán más y más prosélitos, pasando de una á otra pendiente más resbaladiza. Basta desaparecer en la miseria, dejando como herencia una prole raquítica, enfermiza, descuidada; nutrida en la desolación de un hogar entristecido por las calamidades domésticas con el hambre, las necesidades, la usura, la lotería, el juego y hasta la embriaguez por escuela y por ejemplo, Y á esta prole habrá de entregársele la herencia patria, la nave del Estado, la instrucción pública, la administración, el porvenir de México.

El monstruoso pulpo, no obstante su misión destructora, no es por eso responsable de la situación, como no es responsable el puñal del homicidio que se perpetra. Él pulpo marino habita en el fondo del mar, porque ese es su elemento: el pulpo de la usura nace también en el mar de la disolución social, porque ese es su elemento. Cuando una sociedad bien educada discurre y economiza, el pulpo de la usura se enflaquece y muere de inanición. Entonces el haber privado puede llegar á capital por medio de la economía, y tiende á aumentarse por sí mismo, apropiándose el ahorro como fomento, y el premio del monto por el valor del tiempo. Así del trabajo salen el precio de la vida y el ahorro; con el precio de la vida, la necesidad satisfecha, la conciencia tranquila, la aptitud dispuesta y la aspiración creciente: con el ahorro, la progresión creciente del capital que se forma.

Pero cuando una sociedad, como la nuestra, está educada en el despilfarro y el mal ejemplo; cuando se hace alarde de que el carácter nacional tiene como perfil distintivo la disipación; cuando ni el buen ejemplo de los extranjeros que se enriquecen en México, nos induce á reflexionar en las ventajas de la economía; cuando cada padre de familia, lejos de inculcar en la prole esta inapreciable virtud que nunca ha tenido, enseña á sus hijos á derrochar una hacienda, cuyo valor nunca comprenden; cuando los pasos que se le hacen dar al niño en su primera educación, son ponerle en la mano una moneda para que la gaste, y formar de este obsequio, tan candorosamente paternal como trascendentalmente funesto, primero, una costumbre, y luego una necesidad; cuando los mexicanos, en fin, hemos venido así al mundo, de generación en generación, ¿qué mucho que se críe enmedio de esta sociedad desquiciada y hambrienta, el pulpo de la usura en tan gigantescas proporciones? Y decimos en tan gigantescas proporciones, porque no hay una sola ciudad en el mundo que, en proporción al número de sus habitantes, mantenga y reproduzca un número, siquiera parecido al de las transacciones diarias de usura que se verifican en esta capital.

Así como no anatematizamos el monstruoso pulpo, porque sea un engendro del despilfarro, ni nominalmente al agiotista, que hace dimisión voluntaria de todo sentimiento noble y de toda piedad, puesto que tal sacrificio es la tonsura de su profesión, de la misma manera no condenamos de una manera absoluta el recurso de la usura, en términos hábiles y siempre que entren en la combinación financiera los términos equivalentes de una verdadera compensación; y por términos equivalentes entendemos el valor del tiempo; pero esto como emergencia y no como sistema.

Todo individuo, cabeza de familia, que pone el pié en la pendiente resbaladiza de la usura, debe comprender que, tomado por uno de los tentáculos del pulpo, habrá de ser suyo para siempre á menos que un milagro lo salve..

No está ciertamente el bienestar social en la capital en proporción de la riqueza pública. Esta brilla en las manos de un grupo que se forma de los ricos independientes y del pulpo. El resto es de víctimas, y como éstas están en mayoría considerable, imprimen á nuestro comercio y á nuestras diversiones un tipo especial, y que se explica, así para los pedidos á Europa para la importación, como para la venta, en éstas palabras: «malo pero barato.» Esta tendencia explica el gran expendio de los géneros de á real y la concurrencia á los títeres y á las tandas; explica la ausencia de los guantes, las apariencias engañosas de tantas familias vestidas á la europea, en el Zócalo, y saliendo de desmanteladas y miserables habitaciones; y esto explica también el prematuro acabamiento de los individuos, esa vejez temprana que se desploma sobre los padres de familia, ese raquitismo de la prole menuda, esa clorosis que se difunde en el sexo débil, desde sus tiernos años, ese exiguo desarrollo físico de nuestra juventud, que se atrofia, se enaniza y se hace más diminuta y enclenque cada día.

Esta es la obra del pulpo, que relame el borde de la cazuela en que come el pobre y amengua la ración; que sisa en la cocina de los empleados la buena carne, la leche, el vino y todos los alimentos caros; que recorta, desmenuza y hace ilusorias las quincenas; que engendra ese malestar interminable que busca solaz en la cantina y en el garito; que divide y aisla á las familias y rompe todos los lazos de la sociabilidad; que enerva las fuerzas vitales, con detrimento del vigor mental, y que hace de cada individuo, cogido por un tentáculo, un Sísifo social, que lucha con una imposibilidad, ó un misántropo que arrastra una vida que le pesa y soporta responsabilidades que no puede cubrir y deberes que no puede llenar. El padre de familia que pertenece á esta masa de víctimas, aparece en los espectáculos gratis y en las diversiones baratas, echando una mirada triste y elocuente á las plumas de avestruz con que engalana á su familia, llevando las cifras del tanto por ciento entre las cejas y una sonrisa plástica en los labios. Vá allí—dice él—por las pobres criaturas, cuya clorósis se realza con el polvo de arroz y el gorro francés.

Y el pulpo sigue chupando, con la tendencia manifiesta de acabar con el capital privado.

Pero la sociedad tiene todavía un recurso heroico para luchar con el monstruo.

Reformar radicalmente la educación, en el sentido de inculcar en los niños desde su primera edad, la noción, el sentimiento y el hábito de la más extricta economía doméstica, para establecer como tipo del carácter:


1.º El conocimiento del valor del tiempo.

2.º El conocimiento del valor del trabajo.

3.º El conocimiento del valor del dinero.


Así vendrá naturalmente el niño, sin esfuerzo, á practicar la economía y á conocer que la economía es:


1.º El camino de la riqueza.

2.ºEl camino de la independencia individual.


Y la independencia individual que se conquista con el trabajo, con el tiempo y con el ahorro, constituye la dignidad personal, la aptitud personal y la aspiración legítima al bienestar, fundada en medios prácticos, positivos y honrosos.

Este es el único medio que conduce, (matando al pulpo) al engrandecimiento de las sociedades.

Las víctimas del pulpo

Los lectores de la Libertad conocen al pulpo; quiere decir, el artículo que con este título se publicó el domingo anterior. Pero como ese artículo debe haber pasado desapercibido para algunos, debemos repetir aquí que el pulpo es un monstruo social, engendrado por la falta de sentido práctico, por la falta de economía doméstica y por las malas costumbres; que este monstruo está chupando, por medio de tentáculos, ó ventosas que se llaman agiotistas, prenderos, Montepío, loterías y albures, una cantidad considerable del haber individual, del jornal, del salario y del sueldo del empleado, para convertirla en la fortuna de unos cuantos, después de cubrir el largo presupuesto de la manutención de agiotistas, prenderos, empleados de lotería, del Monte de Piedad y sus sucursales, que prosperan á más y mejor, y alcanza todavía para soportar el gravamen y contribuciones impuestas á los empeños y al juego.

Este modo de vivir de nuestra sociedad presenta á los ojos del observador un cuadro nuestro tan característico y tan nacional, que merece una mirada escudriñadora. Las víctimas del pulpo son de dos clases, pasivas y rebeldes; las pasivas pagan sencillo, las rebeldes doble y sin tasa. Para verificar esta trasfusión tenemos la ley. Este tentáculo del pulpo entra, sólidamente colocado como cañería de fierro, al palacio de Justicia.

Así como en ninguna ciudad civilizada del mundo se verifica proporcionalmente un número semejante de transacciones de usura, de la misma manera ningún ramo judicial extranjero despacha, en proporción á otros asuntos, mayor número de juicios por deudas que los que se versan en ese hormiguero de tinterillos, coyotes, víctimas y verdugos que levanta diariamente un rumor de enjambre durante ocho horas diarias en el edificio de Cordobanes.

Las tres cuartas partes de los bichos de ese enjambre viven de la otra cuarta parte, que es de víctimas; quiere decir, hay una presa para cada tres hienas y la presa, por flaca que esté, tiene siempre huesos que roerle. De roer esto es de lo que viven muchos centenares de personas. Así se concibe como hay millones de insectos que viven de roer lana y madera ó de chupar sangre de seres vivientes. Este último modo de vivir es el más atentatorio que se conoce; la higiene lo condena y lo persigue pero el desaseo es propio del pobre y el pobre es siempre el picado. No puede evitar él dar su sangre.

La ley, escrita exclusivamente con el objeto de administrar pronta, cumplida, y cabal justicia, nació de la moral, de la probidad y del sano criterio, para bien de las gentes: la dictaron el sacerdote, el sabio, el patriarca y el padre de la tribu. Se encomendó al anciano que la promulgaba en nombre de la justicia santa, lleno de amor y de experiencia; y en la larga carrera del progreso la legislación ha sido en todas las naciones un magisterio solemne y la más grave materia de la administración pública. Nosotros, á decir verdad, no les vamos en zaga á los más íntegros togados de todas las edades y legislamos de lo lindo, no se puede negar, porque en algunas de nuestras leyes no sólo se echa de verla justicia, sino hasta el entusiasmo. Es cierto que la ley debe ser fría, quiere decir, severa é imparcial, pero nosotros solemos agregarle en virtud de nuestro carácter esta otra calidad: entusiasta. Nuestra ley de: imprenta, por ejemplo, tenía ese defectillo. Los constituyentes no podían tener en 57 la calma fría del legislador ni el ánimo exento de pasioncillas políticas; se trataba de cambiar en sentido diametralmente opuesto el espíritu de la legislación y se hizo una ley que superó en liberalismo á la de los Estados Unidos, porque el entusiasmo dictaba en vez de una garantía un fuero. Hoy hemos vuelto sobre nuestros pasos, quedando á la altura del país modelo de las libertades y no hay más que pedir; no obstante que los restos del entusiasmo de 57 le llaman á este acto de buen juicio, mordaza y atentado.

La ley como todas las cosas humanas llega á un punto en el cual, por no sé qué destino adverso de las sociedades, comienza á descender por caminos tortuosos, desviándose del espíritu universal hasta degenerar en maniquí de las pasiones bastardas. En fuerza de manosear la ley conviértesela en una arma convencional, parecida á esas navajas que constan de veinticuatro piezas y que sirven, para mil cosas distintas, según el caso. De manera que, entre el juicio salomónico y la escuela de uno de nuestros litigios hay ya la misma distancia que entre la justicia y la prestidigitación. No parece sino que los delincuentes han escalado el capitolio, y en juego carnavalesco, usurpando las togas, han logrado dictarse algunas leyes bajo la pomposa invocación, por supuesto, de garantías individuales. Esta legislación tiene la ventaja de ser aplaudida como las buenas comedias de magia, por los sabios y por los ignorantes. Hoy jueces y reos tienen la satisfacción de aplaudir la ley con iguales derechos cada uno por la parte que le toca: leyes útiles como la estricnina que sirve para curar y para matar, La ley que condena el robo y el asesinato ha sido siempre aplaudida por la parte sana de la sociedad; el ladrón, el asesino quedaban del otro lado; había dos grupos: uno el de la sociedad protegida por la ley; otro el de los ladrones y asesinos condenados por ella: el primer grupo aplaudía, el segundo temblaba. Seguimos avanzando, nos ilustramos, nos entusiasmamos con las garantías y la ley sale á pedir de boca: los dos grupos aplauden simultáneamente.

Progresamos y nos perfeccionamos más, y al legislador y al abogado agregamos una legión de entidades secundarias, de satélites que giran al rededor de los verdaderos astros, y la administración de justicia se reviste como los árboles de Jalapa de toda clase de orquídeas y musgos que ocultan casi el tronco. Hay además unos señores muy sabios que tienen el oficio de probar que la sangre es cochinilla, que el cuchillo no es un instrumento cortante, que no existe el crimen, que Chtlcho el Roto es un alma de Dios, y el Cristalito es un bienaventurado; y para blasonar de completa imparcialidad y para evitar que las elasticidades de la ley por un lado y la sabiduría contundente y prestidigitadora de los defensores por otra, vayan á volver lo negro blanco y lo blanco negro, metemos en el guisado unos cuantos talabarteros para que digan francamente lo que les parece de todo aquello; de lo que resulta algunas veces, en honor de la verdad y como prueba de la imparcialidad de los jurados, que el robado fue el que robó al ladrón, y el muerto el que mató al asesino, que queda libre por el ministerio de la ley.


* * *


Una señora rica salió de México olvidando pagar seis pesos á su lavandera.

La lavandera puso el grito en el cielo, ó mejor dicho en la casa de vecindad en que vivía. La vecindad, como era muy natural, se desató en desahogos de un carácter eminentemente comunista.

La diatriba atepcilcatada de la plebe se daba gusto hiriendo á un rico por la espalda, y se ensañó de cuarto en cuarto basta agotar sus fuerzas.

Asomó las narices por el corredor un señor narigón y grasiento de color cetrino y de mirada de cachetero. Poniendo una de sus garras en el barandal, contempló á la lavandera con una atención de chacal.

La lavandera que sintió, como todas las alimañas, el influjo de la fascinación levantó la cabeza.

—¡Ay señor don Pedrito de mi alma, usted me va á sacar de esta tribulación! y subió la escalera. Algunos vecinos la siguieron.

—Figúrese usted, don Pedrito, que esa rica á quien yo le lavaba sus trapos, se ha ido á la mala, pagándome con una madrugada.

—Así yo también arrastro coche, exclamó una vizca desgreñada que llevaba un tompeate de carbón en la mano.

—Yo que llego á la casa esta mañana á cobrar mis seis pesos, y me encuentro con que se habían ido por el tren. ¿Lo pasará usted á creer señor don Pedrito? No le basta á uno ser pobre y sabe Dios con cuánto trabajo se gana el dinero, sino que una rota de estas entonadas se largue sin decir ahí quedan las llaves. Esto clama al cielo.

Don Pedrito lo vio abierto en aquel momento.

—Los ricos ¡hum! ¡los ricos! refunfuñó una espectadora rascándose la cabeza con; el dedo pulgar.

—¿Qué sucedió? preguntó una vieja desde una ventanilla.:

—¡Qué había de suceder, doña Pachita! contestó la planchadora; que las rotas del 8 le robaron seis pesos á doña Matiana.

—Ya se explica el lujo de esas señoras, dijo con marcada intención el zapatero.

Una carcajada general acojió el chiste.

—Esas señoras! esas señoras! gritaron dos muchachos...

A una señal del narigón la lavandera había entrado á la vivienda de éste y el grupo que se había formado en el corredor empezó á dispersarse.

Don Pedrito había tomado asiento. La mujer de don Pedrito había hecho sentar á Matiana. La luz empezaba á asomar las orejas sobre la empolvada mesa de don Pedrito y los seis pesos comenzaban á ser el germen, humedecido ya, de la semilla de un árbol gigantesco..

—Todo eso corre de mi cuenta don a Matiana, decía el hombre de la ley. Afortunadamente ha dado V. conmigo. Para mí no hay ricos, porque vea V., dijo cojiendo el Monitor, yo vivo con la ley en la mano.

—Sólo en V. confío, don Pedrito, y en su Divina Magestad, seis pesos para una pobre! gruñó Matiana enjugándose una lágrima con el rebozo. Don Pedrito escribía mientras su mujer y la lavandera guardaban silencio.

Después, enseñando un papelito á Matiana, este es el recibo de los seis pesos que debe V. firmar, le dijo.

—No sé escrebir.

—No le hace, tome V. la pluma y haga una cruz.

—Pero si yo.

—Ande V, dijo la mujer de don Pedrito, una cruz como quiera se hace.

—Le llevaré á V. la mano, dijo el narigón.

Y la mano de la lavandera guiada por aquel salvador, hizo un signo de más en el recibo.

—Y cuándo recibiré los seis pesos?

—Lo más pronto posible.

—Dios y su Divina M a gestad se lo darán á V. de gloria, don Pedrito.


* * *


Algunos minutos después don Pedrito que prestaba á premio, y un tinterillo, muy amigo suyo hablaban en uno de los corredores del palacio de Justicia. Media hora más tarde había sobre el recibo de Matiana una trinidad compuesta de un prestamista, un tinterillo y un juez. El germen comenzaba á hincharse, á medida que en la cabeza del tinterillo se revolvía como un haz de serpientes, una maraña de trámites legales, de leyes, recursos, moras, posisiones, pruebas, rebeldías, traslados, ejecuciones y éxito.

El tinterillo dio los primeros pasos como quien pisa sobre huevos; pero no bien rechinó en el papel la primera rúbrica del juzgado, no pudo contener su júbilo; enseñó los dientes podridos, y tomando á D. Pedro de la mano, lo invitó á tomar una copa en el café del Cazador.

Al día siguiente el tinterillo, acompañado del procurador del juzgado encargado de entregar las citas, entraban á una vinatería, donde devoraron dos groseros sandwichs de puerco y dos copas grandes de tequila.

El tinterillo, al acabar, se sentía capaz de ofrecer otro sandwich á la misma ley: la tenía cojida como á su hombre, de manera que sintió, antes que la alegría del tequila, la del trámite.

Quince días más tarde regresó la señora rica, preguntando por su lavandera para pagarle sus seis pesos y darle sus excusas, pero Mariana no pareció.

Al día siguiente anunciaron á la señora que unos caballeros que esperaban en el corredor, deseaban hablarle.

Eran D, Pedro, el tinterillo, el ministro ejecutor y dos testigos. Aparecía que el cesionario de Matiana había seguido contra la señora un juicio en rebeldía, cuyos gastos ascendían á la suma de $41’37 y medio centavos..

La señora estuvo á punto de desmayarse, y fluctuando entre la cólera y el pesar, ofreció inútilmente los seis pesos y protestó que si la lavandera hubiera aparecido á tiempo, los habría obtenido sin dificultad.

El ministro ejecutor leyó las piezas conducentes y acabó pidiendo que la señora señalara bienes.

La señora siguió protestando y lloraba.

—Los muebles del comedor—dijo dos veces el ministro con voz estentórea y como si repitiera una respuesta.

Uno de aquellos señores escribía.

La señora sollozaba y quería retirarse.

D. Pedro logró hacer á la señora una seña para que lo escuchase aparte.

—¡Esto es una infamia!—exclamó la señora desahogándose al ver el aire compungido de D. Pedro.

—Efectivamente, señora. Esta administración de justicia es una cosa atroz; pero ¡qué quiere V! esa es la ley!

—¿Y le parece á V, justo que pague yo cuarenta pesos en lugar de seis, qué no pagué por olvido?

—Sería lo menos malo, señora.

—¡Cómo lo menos malo!

—Porque el embargo está hecho y estos muebles valen más de doscientos pesos.

—¡Estoy embargada!—exclamó dirijiéndose al ejecutor.

—Precisamente.

—¿Y se van á llevar mis muebles?...

—A menos que V. pague en el acto.

—¡Pagar cuarenta pesos! Yo no los tengo en este momento. ¡Esto es horrible!... horrible!...

Y la señora se dejó llevar de un acceso de cólera, que acabó con lágrimas y con una verdadera indisposición nerviosa.

Todos aquellos hombres de la ley, contemplaban á su víctima como una banda de cuervos que esperaba sus últimas convulsiones para devorarla con más facilidad.

D. Pedro logró acercarse á la señora, rodeada por las criadas de la casa, que le ofrecían agua con azúcar.

En el momento propicio, D. Pedro y el tinterillo tendieron sus redes, de manera que á la señora no le quedase más partido que aceptar las proposiciones que se le hacían y quedar, además, muy agradecida al servicio que iban á prestarle.

Este servicio consistía en que D. Pedro, conmovido en lo más hondo del alma por la situación de su víctima, pagaría todas las costas causadas hasta aquel momento, dándose por trabada la ejecución de todos los muebles del comedor, que constaban ya en los autos. Estas costas ascendían, con todos los trámites, á la friolera de cincuenta y tantos pesos, los cuales reconocería la señora, poniendo su firma en el documento respectivo, como cantidad recibida y pagadera con el 12 1/2 por ciento de premio en el plazo que se fijara; y como es costumbre rebajar el premio respectivo, el documento en cuestión montaría á la cantidad de 60 pesos, 88 centavos, porque las estampillas debían, según la ley, ser de cuenta de la señora.

Como una prueba de confianza, de consideración y de respeto, y para evitar el escándalo, se nombraría depositario de los bienes embargados á la misma señora. De esta manera, todo aquel desagradable incidente se reducía, según el benévolo decir de D. Pedrito, á una triste firma.

Firmó la señora y efectivamente todo se quedó en casa..

Este incidente pasó en seguida al conocimiento de letrados que cantaron piezas concertantes de indignación con la, señora en todos los tonos, ofreciéndole su protección; pero se cumplió el plazo, y como el abogado de la señora estaba ausente, se trabó una segunda ejecución en los muebles de la sala.

El pulpo y la curia de mancomún se habían arrojado no importa sobre qué objeto cuya sangre era oro. De manera que, por demasiado verosímil, no nos detenemos en seguir narrando las peripecias de este expediente, que la ley tuvo el honor de redondear previo el pago de 1,800 pesos en moneda contante.

Al cabo de los primeros quince días de gestiones, Matiana había vendido al agiotista en tres pesos su recibo de seis.

El pulpo, la ley y D. Pedrito tranquilizan, no obstante, su conciencia con esta moraleja:.

Es necesario en todo caso pagarles al contado á las lavanderas.

Las extrañas del pulpo

Un animal que chupa sangre con la fuerza del vacío y cuyos tentáculos nerviosos se contraen maquinalmente, debería llegar á la saciedad y descansar como todos los animales; pero el pulpo no se sacia ni descansa porque crece. Crece en el fondo del mar tomando proporciones gigantescas, como crece en el fondo de nuestras cosas en la capital de la República, tomando proporciones escandalosas.

¿Quién le habrá metido en la cabeza á éste señor, decíala otra noche una vieja, ponerse á hablar de estas cosas. Qué le vá ni qué le viene con que una empeñe? Yo empeño, cabal que sí, y qué tenemos con eso? Sabe Dios de cuántos apuros nos ha sacado el Monte. Cierto es que ya se nos acabaron las alhajitas, pero vamos viviendo. Qué bien se conoce que ese señor de la Libertad no sabe lo que son trinquetadas. Yo le aseguro á V, que hemos pasado algunas, que si no hubiera sido por la Divina Providencia junto con algunas firmas, nos hubiéramos muerto de hambre,.

—Y sobre todo, señora, dijo un señor trigueño y entrecano que tenía negocios con el dueño de la casa, esto de declamar contra la usura es una barbaridad; es hablar de memoria como generalmente lo hacen esos escritorzuelos ignorantes. Es cierto que yo presto; pero, qué quiere V.; si no hay negocios; todo paralizado, todo para los extranjeros, todo es monopolio; y además no hay protección, ¡Vaya V. á ver!. Agiotistas! pues cabal que sí; yo no les pongo una pistola al pecho;, muy al contrarío, ellos, los necesitados, vienen á mí, y me buscan, y me asedian, hasta que logran lo que quieren.

Como se vé, la señora y el agiotista tenían mucha razón. También tenía mucha razón un amigo mío al asegurarme que no había de conseguir nada con mis declamaciones, y que eso de decir la verdad es una cosa seria y peligrosa.

Por eso en este artículo voy á reconciliar los ánimos; voy á concederles la razón á todos los que la tienen; y el pulpo, las víctimas y yo vamos á acabar por ser los mejores amigos del mundo, vamos á estar completamente de acuerdo.

Conozco un señor que presta, quiero decir, que no ha hecho otra cosa en su vida más que prestar. Es cierto que solía confesarse, porque es católico; pero eso, lejos de ser un defecto es una recomendación. De manera que este señor ha hecho siempre dos cosas buenas y á todas luces irreprochables. Algunos de entre sus mismos clientes ¡mal agradecidos! le echan en cara, no precisamente que preste, sino las condiciones. Pero ni en esto tienen razón los clientes; las condiciones se pactan de común acuerdo, y vaya V. á quejarse! ¿de qué? Cuando una cosa se pacta es menester cumplirla: Que las condiciones son ventajosas para el agiotista. ¿Y qué? Hace muy bien. No faltaba más sinó que el agiotista le prestara á uno sin interés; eso sería un disparate.

Muchos dicen que los agiotistas se salan, porque trafican con las lágrimas y con las aflicciones de los pobres; que abusan de las situaciones desesperadas; que acaban por perder todo resto de piedad y de conmiseración; que no tienen caridad ni sentimiento alguno de benevolencia con que atenuar lo odioso de ese comercio que nació entre los judíos.

Pero vaya V. á hacer sentimentales á los agiotistas; revístalos V. de piedad, de conmiseración y de todas esas virtudes cristianas y adiós gremio; desaparecería como por encanto. Sería eso lo mismo que suprimir los tentáculos en el pulpo y lo insidioso y voraz y cruel de su índole, y adiós pulpo, se convertiría en salmón. Es necesario convencerse de que las cosas y los animales están distribuidos en este mundo de una manera sabía, y que, cuando más, tendremos algunas veces el derecho de convenir en los males necesarios.

En cuanto á los que ceban al pulpo, también es necesario convenir en que tienen mucha razón. El entendido lector decidirá.

Don Librado tiene dos hijas, Clementina y Sara. Bonitos nombres.

Don Librado tiene cien pesos de sueldo. Es poco.

Llegan las fiestas de Noviembre y Sara y Clementina le hacen á su papá estas sabias reflexiones:

—Los vestidos se usan altos. Luego es necesario llevar botines de cabritilla abroncada, de á cinco pesos.

—Son diez pesos,—piensa don Librado.

—Los de á veinte reales son para gente ordinaria.

—Mis hijas son finas,—piensa don Librado.

—Además, los dos sombreros que vimos en Plateros, no valen más que treinta y cinco pesos cada uno, y son elegantísimos, papá,—agregaron Sara y Clementina juntas, radiantes de alegría, de una alegría tal, que D. Librado pensó:

—Son ochenta.

Y como D. Librado será todo lo que se quiera, pero es tan buen padre de familia, pidió cien pesos al pulpo con el 12 y medio por ciento. Quiere decir, que recibió 87, 50 y quedó muy contento de destinar los 7 50 restantes á Bejarano.

Táchese de inconveniente este rasgo de amor paternal. Atrévase alguien á censurar á D. Librado, especialmente al verle en el redondel exhibiendo á Sara y Clementina, deslumbrantes y atrayendo las miradas por sus preciosos piececitos de bada, y sus lindas cabezas, sobre las que se derramaban perlas, plumas, pájaros y encajes. ¡Qué satisfacción para D. Librado! ¡qué momentos para las niñas! ¡qué fruicciones para los novios! No lo van Vds á creer, pero D. Librado se reconciliaba interiormente con su situación financiera, pensando en que sus hijas estaban deslumbrantes. ¡Qué amor de padre! Y luego pensaba:

—Así, se casarán ventajosamente..

Y mezclando en su alma los gorros, el amor, el tanto por ciento y la esperanza, D. Librado hacía aquella noche el papel de un hombre completamente feliz, ó cuando menos, el papel de rico, que es de lo que se trata.

Entre ser rico y no serlo, hay un término medio: aparentarlo. El pulpo es el primero en regodearse de nuestra afición á esta apariencia que las costumbres han elevado á la categoría de ley...

Cuando D. Librado decidió hacer el negocio, figuraron como en algunas comedias, personajes reales y personificaciones. Estaban en escena D. Librado, el Agiotista, el Sentido común, la Vanidad y el Amor, y pasó lo siguiente:

D. Librado,—Tengo cien pesos y necesito gastar doscientos.

El Sentido común exclamó sin que le preguntaran:

—Gasta ochenta y guarda veinte.

La Vanidad. —Las fiestas de Noviembre los gorros Bejarano.

D. Librado.—¡Amo tanto á mis hijas!

El Agiotista.—Doce y medio por ciento.

El Sentido común hizo un gesto.

El Amor le dio un beso á D. Librado.

D, Librado se desvaneció..

El Sentido común.—Antes de ocho meses, habrás pagado doble de lo que hoy recibes.

D. Librado.—¡Buenísimo!.

El sentido común.—Pero lo seguirás debiendo, porque en ocho meses se duplícala deuda.

D. Librado.—Es cierto, pero puedo sacarme la lotería.

El sentido común.—Vive con modestia con ochenta pesos. Economiza veinte y formarás un fondo que crecerá por capital y réditos, sabiendo emplearlo, y vivirás tranquilo y honrado.

—Teoría! exclamó D. Librado.

—Aritmética, afirmó el sentido común.

—¡Qué estúpido es el sentido común! dijo D. Librado.

La vanidad murmuró sólo esta palabra «Bejarano.».

D. Librado se sonrió con una sonrisa de novia.

El amor le presentó entonces las imágenes de Sara y Clementina sin sombrero.

D. Librado arrebató la pluma de manos del agiotista y firmó el documento. Y salió tan triunfante como su sobrino, un pollo qué ha vestido de raso á una de esas señoras, con la intervención del pulpo.


* * *


Análisis de otra partícula de las entrañas del pulpo para concluir.

En una que fué celda del convento de la Concepción, hay una enferma de peritonitis. Acaba de salir el médico y tras él el marido de la enferma..

Reina un silencio de muerte en aquella vivienda y se destaca en el fondo de la recámara, casi oscura, parada en el dintel, una joven cubierta con un vestido chillante y desgarrado. Hacia su izquierda está la cocina, y sentada en el suelo una de esas criadas andrajosas que pertenecen á la última y más abyecta clase social.

Aquellas dos figuras inmóviles vigilan con la mirada un grupo de cinco niños sentados en el rincón opuesto de un pequeño corredor, que difícilmente pueden guardar el silencio y la compostura que selles ha recomendado.

En la cocina no hay lumbre, en la casa no hay ni comida ni medicinas. El marido de la enferma salió á ver qué hace.

Después de muchas vueltas cayó entre los tentáculos del pulpo. Un hombrecillo de edad indefinible escribía y recorría alternativamente las fojas de un libro grasiento. El marido de la enferma esperaba hacía un cuarto de hora.

—Qué hay, amigo? dijo el hombrecillo entre dientes y levantando la ceja izquierda.

—Señor, que mi mujer está en la cama y...

—Hoy no tengo dinero.

—¡Por el amor de Dios! vea V. señor que si V. no me saca de este apuro, me vuelo la tapa de los sesos. Mis hijos no han comido.

—Bueno! murmuró el agiotista y volvió á escribir..

—Señor, dijo el marido despues de haberse tragado sus lágrimas, siento molestar á V. pero no tengo otro recurso.

—Pues lo que es ahora dijo el agiotista levantando sus gafas sobre la frente para ver debajo de ellas á aquel desgraciado.

—Con cincuenta pesos me hace V. feliz, salva V. á mi familia.

—Familia: repitió el agiotista pensando en otra cosa.

—Yo no me paro en las condiciones; serán, las que V. guste, pero présteme Y. ese dinero.

—Hoy no tengo ni medio en caja.

—Señor!.....

—Pero qué quiere V. que haga? exclamó el agiotista de mal humor. No me puedo volver dinero. No lo tengo, no lo tengo.

Estas palabras fueron dichas con acento tan duro, que el pretendiente hizo un movimiento para salir.

—Dinero; esta es la canción, todos quieren dinero ¡habráse visto!

—Déme V. al menos un consejo.

—Consejo, repitió el agiotista distraído; y al cabo de una pausa agregó cambiando de tono. Consejos y bigotes no se usan. Y salió de aquella boca una risa seca é histérica como para finjir una jovialidad que sentaba mal á su temperamento nervioso é hipocondriaco.

Esa risa había ido á herir el corazón del pretendiente como un dardo y á darle tintes más sombríos y más relieve al cuadro desgarrador de su casa triste y desolada. Una amargura indefinible inundaba su alma y mil pensamientos siniestros cruzaban ya por su cerebro, como las aves que revolotean en el espacio al anunciarse la tempestad. Sabía que aquel hombre podía salvarlo; pero era inútil pretender conmoverlo. De allí podía salir con el dinero y correr á comprar pan y medicinas, pero podía también no conseguir nada y entonces entonces sentía aquel desgraciado los impulsos del despecho, de la cólera, de la desesperación, y se sentía capaz de arrojarse sobre el prestamista y extranguiarlo.

Durante aquella pausa había una lucha secreta entre dos almas, en la que se empeñaban los sentimientos más opuestos; la suprema desolación luchaba con el frío egoísmo; la angustia del desvalido luchaba con el cálculo artero; la miseria luchaba contra la avaricia.

Hay en el corazón de todos los mortales fibras simpáticas que vibran por un efecto semejante al de las cuerdas templadas en el mismo tono; suena una porque sonó la otra. La armonía moral se parece á esta armonía de las hondas sonoras. A esta armonía responden siempre los corazones nobles y suelen responder también los corazones malvados. Para ser la excepción de este acorde, nació el corazón judío, y basta el ruido de unas cuantas monedas para desviar las hondas sonoras del sollozo.

El hombrecillo de quien nos ocupamos había sentido desde su juventud el escozor de la avaricia, que mató en flor en su alma,. la caridad y el amor. Luchó algún tiempo como un animal indomesticable con esas guirnaldas que le estorbaban como á un caballo bruto que se enjaeza, hasta que logró identificarse con el guarismo.

Se parecía á esos saltimbanquis que han ganado su vida durante muchos años tragándose una espada. El roce frecuente del acero frío ha logrado matar la exquisita sensibilidad de la gloria del exófago y del paladar.

Se había parado en la vida como esas aves de los cementerios, indiferentes al dolor humano.

En él limbo dé las angustias, de las miserias y de los dolores extendía la mano cobrando un peage, cuotizaba los estremecimientos de la desgracia; y las lágrimas agenas brillaban al través de sus gafas como gotas de oro.

Cuando observó que la agonía de su pretendiente había llegado á un punto que pondría impunemente á la víctima en sus manos, exclamó:.

—¿Cuánto necesitaba V?.

—¡Cincuenta pesos! se apresuró á decir el pretendiente radiante de esperanza.

—Pagaderos en un mes.

—Sería mejor en dos, porque....

Midió el agiotista á su cliente de arriba á abajo con una mirada como para averiguar si podría vivirlos, sacó una hoja de papel y se puso á escribir: A un mes de la fecha etc.

El rechinido de la pluma, como baño magnético restablecía la circulación de la sangre del pretendiente..

Cuando el prestamista acabó de escribir, dijo:—Pero ya sabe usted que no tengo dinero...

—Pero señor, entonces.

—El caso es que usted ha de sacar raja: no hay cosa peor que los porfiados. Vamos á ver. Y sacó una cajita que parecía llena de clavos. Mire usted tengo alhajas; esta tumbaga vale noventa pesos. Mire usted qué agujas. Estos aretes de coral legítimo valen cuarenta y cinco. Anillitos desde á diez pesos. Le voy á formar á usted un lote. Y se puso á escojer baratijas, revisándolas veinte veces y gastando un tiempo que al pretendiente le pareció eterno.

—Eh, vamos á ver, dijo por fin: hé aquí el lote. Cincuenta pesos menos doce y medio son treinta y siete y medio. Conviene?

—Pero dónde voy á vender eso?

—Los empeña usted.

—¡Qué me prestarán!

—No hacemos negocio, dijo el agiotista haciendo ademán de romper el papel.

—Vengan las alhajas.

—Firme usted.

El pretendiente firmó, recibió las alhajas é iba á despedirse.

—Yo compraría el anillo.

El pretendiente lo vio bien y le pareció falso, é interrogó con una mirada al prestamista.

—Doy tres pesos.

Con tres pesos habría pan y medicinas.

—Vengan, Los recibió y salió.

No pudo vender los aretes, al día siguiente sino en diez pesos porque no valían más.

Iba á pagar cincuenta por trece recibidos. Y por sarcasmo de la suerte aquel desdichado estuvo obligado á bendecir á la Providencia en la forma de un tentáculo del pulpo.

Estos cincuenta pesos, como parte de la circulación de la moneda en la capital se dividen en dos fracciones.

La primera de 37 pesos representa el lucro de la usura.

La segunda de 37 pesos representa el anticipo al pobre.

El beneficio incidental á favor del pauperimo, valor nominal es de trece pesos; pero el valor real de un préstamo de 13 pesos en un mes; según el valor legal del dinero en el total de la circulación, es de trece centavos.

En estas proporciones se verifica la trasfusión del dinero de los pobres al inconmensurable vientre del pulpo.

Las prosperidades nuestras

I

Por todas partes encontramos personas de buen carácter y de buena apariencia que, impregnadas de un patriotismo virgen, nos aseguran que México adelanta. Esas personas se sienten verdaderamente felices en muchas partes; como por ejemplo en el tianguis de la plaza de la Constitución, y le enseñan á usted con todo el calor del provincialismo la fila de barracas improvisadas con sábanas de dudosa reputación donde se venden dulces empolvados, de no mejores antecedentes.

Yo creo, no obstante el parecer de esas personas, que, por adelantado que se suponga á México, la plaza de la Constitución se encarga, en días de tianguis, de enseñar la oreja y de exhibirnos tal como somos, sin poderlo evitar. El pobre Ayuntamiento de México es siempre el encargado de la oreja y del sambenito. Esta corporación se ha ido desprestigiando de año en año hasta caer en completa decadencia, y la gran decepción del habitante de la capital, el pasto de las gacetillas, el centro de las pullas, la esquina de Provincia y el blanco de las iras del público es el ayuntamiento.

Grandes y poderosas razones debe haber habido para, que la primera ciudad de la República haya llegado al último grado de la incuria, del abandono, de la inmundicia y de la insalubridad; pero la lógica del público no busca más que una causa, ni atribuye el mal más que á una entidad: el ayuntamiento.

Nadie se explica ya él apetito extravagante de ser regidor, cargo en antes honorífico, y hoy equivalente á una silva de trescientos sesenta y cinco días; y este gusto se parece al de esos pelados que bajan á torear al redondel á despecho de los silbidos; los silban indefectiblemente, pero torean.

Yo no sé si la vocación de mandar aguilitas y de presidir las funciones de teatro valga la pena de abandonar los asuntos propios y apechugar con la rechifla; pero de todos modos admiro la abnegación de las personas que, con la conciencia de que van á quedar mal, hacen ese sacrificio penoso de enseñar la oreja de México á los extranjeros.

Nada presenta un aspecto más grotesco para el público que esos pobres que quieren aparentar lujo, supuesto que el lujo no se finge más que en el teatro. A México le sucede despertar algunas mañanas de la cloaca en que duerme asfixiado; y en vez de tomar la escoba ó el desinfectante, se pone á delirar con alguna elucubración municipal inspirada á algún regidor nuevo por los cuentos de las mil y una noches; y en el detestable y peligroso pavimento de la plaza de Armas inventa una banqueta de mármol que cuesta muchos miles de pesos. Al día siguiente le sucede á esta banqueta lo que es muy natural: desaparece por completo bajo la tierra suelta que la rodea por todas partes, y el mármol blanco, despulido con la tierra y con el tránsito, se mancha con las cáscaras de fruta, con las espectoraciones de los vagos del Zócalo, y el lujo aquel es una lápida que perpetua la fama de nuestro ayuntamiento.

Ya se verá por ende, que esto del lujo es una cosa comprometedora y peliaguda, ó cuando menos se necesita pensar antes que en banquetas de mármol en criados que las laven. México debe limitarse á obras de utilidad y de conservación y no entusiasmarse con gollerías, que no puede sostener porque se pone en ridículo.

La conservación de los jardines públicos y de las obras de ornato es más dispendiosa que la erección misma de esas obras; y erigir monumentos para abandonarlos á la destrucción del tiempo es despilfarro y falta de civilización.

Las pobres estatuas del Zócalo están allí patentizando estas verdades. Ni recrean la vista, ni cultivan el sentimiento artístico, ni Tevelan lujo ni refinamiento. Inspiran lástima y sugieren la misma suerte de reflexiones respecto á nuestra incuria y abandono. Un objeto de arte que se exhibe por su belleza y adorna un paraje público debe estar confiado á la constante vigilancia, al cuidado de un conservador inteligente. Y no se conciba la belleza arquitectónica y la pureza de las lineas de los pedestales de piedra con el abandono en que se les ha dejado. La vegetación microscópica ó moho, el salitre y los chorreones de la lluvia los desfiguran. Contra esta acción del tiempo debe emplearse el aseo continuo, lavar periódicamente los pedestales para destruir el moho, las telarañas, las vegetaciones, los parásitos y la grasa que nuestro pueblo deja por donde quiera que pasa. Y en cuanto á las figuras, allí están Venus, Apolo y Minerva, pidiendo una ducha por el amor de Dios, condenadas á exhibir sus desnudeces en el Zócalo, pero con sus carnes surcadas por los chorreones de las últimas lluvias y el polvo de todos los días, la tersura del barniz que imitaba el bronce ha desaparecido bajo esa enfermedad cutánea inoculada por el ayuntamiento. Pobres dioses leprosos y cacarañados, puestos adrede para ludibrio de las gentes y que desde sus sucios pedestales entonan por la noche, en compañía de las cucarachas monstruosas que se han apoderado de aquella selva virgen, un miserere al amor al arte, al aseo y á la cultura de nuestro ayuntamiento.

Pues, ¿y las fuentes? Allí están esas desgraciadas que tienen todo menos agua: su brocal tiene el aspecto enmantecado de los pambacitos compuestos. El pueblo vagabundo se ha encargado, durante varios años, de depositar en ese brocal su sudor y su cochambre; los pobres cisnes, casi pelados, enseñan el zinc por todas partes, están opaceos y jaspeados, como si se acabaran de escapar por la atargea.

—¿Qué le sucedió á la agua? preguntad público al ayuntamiento.

—¿A la qué?

—A la agua.

—Compañero—le pregunta un munícipe á otro—¿qué le sucedió á la agua?

—¿Qué agua?

—La de las fuentes.

—¿Qué fuentes?

—Las del Zócalo.

—Pues, ¿qué no tienen agua?

—No.

—Pues, hombre; ¿creerá usted que no había puesto cuidado?

—Pero bien: ¿usted no sabe por qué ya no hay agua?

—No, compañero...

—¿Pues quién sabrá?

—Yo creo que la comisión de Paseos.

—O la de Aguas.

—Eso es, la de Aguas, porque la agua es cosa de la Comisión de Aguas, ¿no es verdad, compañero?

—Yo creo que tiene usted mucha razón: por eso me gusta preguntar á quien más sabe.

Esto es lo que las paredes oyen; pero el agua no parece. El ayuntamiento no se la ha bebido, eso es claro; porque el ayuntamiento bebe, pero no tanto que acabara con el agua de los cisnes. Acabará con estos pobres animales, en fuerza de matarlos de sed y de enfermedades de la piel: acabará con los dioses del Olimpo, dejándolos en su triste abandono porque sirvieron al imperio, acabará con el pavimento de tierra, barriéndolo sin apisonarlo ni repararlo; acabará con todo, á fuerza de no hacer nada; pero, con el agua, es imposible.

Si falta agua, es porque este líquido es de suyo muy voluntarioso y muy delicado, y sobre todo muy escurridizo.

Desde los Leones empieza á hacerse re molón, porque las cosas ya no están allí como antes. Ya ustedes verán si el ayuntamiento estará para andarse con chiqueos y contemplaciones con el agua, cuando está aquí tan ocupado con las tandas y con los jacalones, y con tantas cosas á que tiene que atender á un tiempo.

Luego sucede con esta agua de mis pecados, que apenas le abre un campesino de por esos rumbos un cañito, ¡páf! alla vá contentísima, como si no supiera que su primer deber es venirse derechito á México, sin meterse con nadie.

En tiempo de Bucaréli (vean ustedes si el agua tiene sus opiniones y sus parcialidades) venía en abundancia, se portaba como buena muchacha, alimentaba los surtidores de las fuentes públicas, y hubiera sido capaz de alimentar una bandada de cisnes más numerosa que la del Zócalo; pero ahora, de ayuntamiento en ayuntamiento, se ha ido haciendo chiquita, y ¡nada! no hay modo de hacerla entrar en cintura. De modo que, aunque nosotros estamos persuadidos de que no son los ayuntamientos nuestros los que han tenido la culpa, sino el agua misma, que, como está probado, es tan voluntariosa y tan ingobernable, sería bueno divorciar al agua del ayuntamiento, supuesto que han hecho tan malas migas, y establecer una dirección de aguas, con ingenieros hábiles, y bien pagados, que en combinación con una compañía anónima, formase un plan digno de la civilización que alcanzamos, y que tuviera por base que lo que los consumidores pagamos por el agua, es el rédito legal de un capital de diez millones de pesos.

México está en la posición de esas personas pobres que esperan visitas de cumplimiento. Salió de la muralla china en que le había encerrado el humo de las revoluciones, y las naciones cultas de la tierra han venido á estrecharle la mano, felicitándola por la paz de que disfruta. En la capital reside la representación diplomática de las potencias amigas, y es una cuestión de decoro y de amor propio asear la casa y combatir la barbarie y la ordinariez; legiones de extranjeros desembarcan semanariamente en Veracruz, y próximo está el día en que los rieles del Norte traigan hasta la capital de la República un cordón, no interrumpido, de inmigrantes y turistas. Bueno será que estas estimables personas nos vengan á encontrar dignos de tener estátuas y pavimentos de mármol, y con la buena costumbre de pagar barrenderos. Convengamos, ahora que se trata de hablar con franqueza, que somos un pueblo sucio, ó mejor dicho, que los que estamos limpios nos vemos obligados á vivir entre masas del pueblo asqueroso y semisalvaje, que la cultura que alcanzamos pugna con el tedio y la miseria del indio melancólico é indolente y con el acanallamiento de la plebe y con el cinismo y la desvergüenza del lépero. Por eso el ayuntamiento mexicano está en posición mas difícil que cualquiera otro; por eso necesitamos doble número de escobas y más agua y jabón que ningún otro pueblo, y á ese paso todavía no ha despertado entre nosotros ni entre ninguno de nuestros ayuntamientos, eso que se nota en las ciudades cultas y que pudiera llamarse decoro ó respeto público. A todas las casas viejas de la capital, y son las más las carcome el salitre por sus cimientos y los propietarios ven esto desde que nacieron y se les dá un comino la cuestión de aseo exterior. Nótese este rasgo característico de nuestra raza. Salimos un día de nuestra habitual indolencia para remediar un mal y planteamos la teoría del remedio. En esto de teorías somos fuertes como pocos, tenemos mucho talento y mucha erudición y ponemos el dedo en la llaga, remediamos el mal y volvemos á caer en nuestra apatía habitual, cuyo periodo, siempre largo, lo cierra un nuevo rapto de entusiasmo. Este es un resabio azteca que circula en nuestra sangre, y tan es así, que el indio provee á las necesidades de vestirse y usa las prendas de su vestuario hasta que se le caen en pedazos. El ayuntamiento compone una banqueta y la abandona hasta que se convierte en precipicio, desenzolva una atargea y la deja después llenarse hasta que se ciega; pone defensas de reja á los árboles y las abandona hasta que desaparecen.

Al ayuntamiento le ha salido en los meros bigotes uno de esos dupergenios que parece puesto adrede en la banqueta del palacio municipal: le han quedado á los arbolitos de esa banqueta todavía dos á tres defensas en pié, pero desarticuladas y agonizantes, incompletas y torcidas, como pidiendo á la honorable corporación una mano amiga que las enderece y las repare.

Se comprende que el pobre ayuntamiento no puede hacer solito el desagüe, ó la limpia, ó alguna de esas obras colosales, superiores á sus fuerzas; pero no se concibe que en el tránsito forzoso de los regidores, permanezcan por años en estado lastimoso y repugnante esas defensas que chocan á la vista y acusan la indiferencia y el abandono del presidente de la corporación, de la obrería mayor, y de la comisión de paseos. Parece que no existen ni estos personages, ni estas oficinas, ni esas instituciones, y en realidad de verdad lo que no existe ni en el indio, ni en el lépero, ni en la corporación municipal es el hábito del aseo, el instinto de la conservación de las obras y ese mito que hemos llamado decoro público. El rico ostenta sin sacrificio y sin esfuerzo y llega al lujo: el pobre pundonoroso se remienda y oculta sus poridades y sus miserias; pero el pobre disipado y cínico las ostenta con el aplomo con que el potentado ostenta sus diamantes.

Este resabio azteca, como hemos dicho antes, va tomando entre nosotros proporciones escandalosas que presentan á México ante el mundo civilizado en su apariencia más vergonzosa. Habrá necesidad de enseñar á nuestra honorable corporación municipal ese rudimento de la mas común economía, ese principio sabidísimo de que no se debe presupuestar una mejora ó una obra de ornato sin que al monto de la obra siga inmediatamente después la partida del gasto de conservación? Habrá alguno de los señores de la Comisión de Hacienda qué ignore que el gasto del coche y los caballos implica una pensión de sostenimiento?:

En los pilares del palacio municipal, donde reside una corporación encargada por la ciudad del aseo y el ornato, está escrita con cochambre la historia de tres generaciones de vagos que han ido depositando sus grasas en esos pilares hasta hacer desaparecer por completo la cantería. ¿Qué esperanzas alentarán á la ciudad de ser atendida cuando ni el mismo palacio municipal se conserva aseado?

Ya hemos dicho que estamos condenados á vivir entre masas de un pueblo sucio. Pero ha de predominar el desaseo y la incuria de esas masas sobre los deberes municipales y sobre el derecho que tenemos á vivir en lugares aseados? Si el ayuntamiento cuidara de la conservación de su edificio, por el deber que tiene de hacerlo, y con el fin de que la ilustración de ese cuerpo se refleje en sus actos y sirva de ejemplo en la ciudad, mandaría raspar esos pilares grasientos, y una vez resanados y limpios, así como el resto de los muros exteriores, cuidaría de que un celador impidiese al pueblo ocioso restregarse contra los muros ó tomarlos como sostén de su pereza. Prohibiría, fundándose en los más sanos principios de la libertad individual, en una sociedad bien organizada, el sentarse en las banquetas, en los dinteles de las puertas ó en los guarda cantones de las esquinas, porque esto no es el uso de las banquetas, de los dinteles ó de los guarda-cantones, sino el abuso con perjuicio de tercero, que es el transeúnte, A esta prohibición seguiría la de no arrojar cáscaras y basuras en las banquetas, porque también éste es un abuso, y un abuso atentatorio, porque regar de cáscaras de plátano el tránsito público, es una falta que la buena policía debe no solo prevenir, sinó castigar severamente. Todas estas infracciones de policía pasan á ciencia y paciencia de los gendarmes, á quienes no culpamos, pues ni las polainas blancas ni el sueldo pueden inspirarles principios y educación que desconocen, supuesto que los regidores, probablemente más ilustrados que los gendarmes, no se han ocupado todavía de esta noción sencillísima de buena policía.

Esta y muchas nociones de este mismo orden deben formar los artículos de una cartilla del gendarme que éste debe aprender préviamente de memoria antes de recibir el sueldo, y para que la aplicación de estos sanos principios sea un hecho práctico y constante, y no se quede escrito como todo lo que contienen nuestras ordenanzas municipales, la organización de la gendarmería debe dividirse en categorías como está establecida en los Estados-Unidos y en Europa; después del gendarme de á peso diario, debe haber cierto número de tenientes gendarmes con más sueldo, más prerrogativas y más ilustración; en seguida otro grupo de capitanes con más sueldo, hasta llegar á un grupo de comandantes y jefe principal. Así quedará establecida una corriente que parta desde el foco de ilustración hasta el pueblo abyecto por medio de la gendarmería y el pueblo abyecto acabará por adquirir hábitos de aseo y de respeto público.

II

Cansado de contemplar las bellezas del Zócalo y sumido en mis meditaciones, me dirijo á las calles de Plateros por un pedregal que fué pasaje ó calzada hace muchos años, pero que la incuria del ayuntamiento ha descuidado desde entonces, hasta hacerlo peligroso para el transeúnte. Todos los pavimentos de México se resienten de la poca solidez de las capas inferiores que determinan constantes depresiones y el desnivel de la superficie. La obrería mayor debe atender de preferencia á la solidificación del terreno antes de colocar las piedras; pero como de algunos años á esta parte no hace ni lo uno ni lo otro, esas banquetas, construidas para comodidad de los pedestres, presentan toda género de sinuosidades peligrosas. Los coches se han encargado de dar convexidad á las piedras planas, y los hundimientos de hacerlas perder el nivel. Sobre tales banquetas hay que hacer prodigios de equilibrio, como sobre la cuerda floja, y el público, que es tan bueno, los hace todos los días, á las mil maravillas. Pero quienes se distinguen en este género de ejercicios pedestres son las pollas, que nada tienen que aprender de esas hábiles gimnastas que recorren a cuerda floja con canastas en los pies.

El deterioro de los pavimentos presenta uno de nuestros contrastes más notables con el lujo en el calzado de las señoras.

La estética cree haber trazado la última linea; el arte está satisfecho; tan satisfecho, que ha logrado que en la época presente el sexo bello en masa pueda exclamar «tengo bonitos pies.» En efecto, ya no hay pies feos, ni deformes, ni grandes, y las lineas anatómicas están ya del todo modificadas por las lineas del arte; y como la curva es la linea de la belleza, se burla, triunfante, de todas las deformidades. Hoy el pié es la bota. No importa si ella contiene el esqueleto de un pié horrible, ó el pié rosado y sedoso de un niño; las graciosas y artísticas curvas del calzado resuelven la cuestión, lo nivelan todo, y la mujer podrá no tener hoy ni lindos ojos ni otros atractivos; pero en cuanto á pies, está á la altura del arte plástico.

Yo no me meto á combatir las sabias reglas de higiene que condenan al aristocrático tacón de tres pulgadas; y sin negar á tantos doctos higienistas las poderosas razones en que apoyan sus anatemas contra esa moda, confieso que me encanta; y me encanta por muchas razones, aunque éstas no sean del orden de las de mis contrincantes. Me encanta, porque eleva á la mujer; y esta razón me parece humanitaria y progresista: humanitaria, porque siempre he opinado por la elevación de la mujer, tanto en el orden físico como en el orden moral; y después de mucho cavilar no he encontrado otro medio de que la mujer de nuestra capital se eleve si no lo hace sobre sus bonitos tacones.

Excusado es decir que por elevarse en el orden físico, se entiende crecer, engordar, ó embarnecer, como dicen algunos; y á este fin ya conoce todo el mundo la insuficiencia de las preparaciones ferruginosas, de los baños de Aragón y de todas las panaceas. Las pollas siguen llegando á este valle de.... México, más diminutas y más desmedradas cada día, ¡pobrecitas! ¡y lo que sentirán al compararse con las señoras romanas del tiempo de Augusto!

He aquí una de las razones por las cuales me encantan esos tacones de tres pulgadas. Pues señor: que eso de la higiene en la capital es un mito; que la limpieza de las atargeas es un sueño dorado; que la tendencia al aseo es cosa de otra raza; que el cochambre es inestinguible; y que la catalepsia de los ayuntamientos es incurable. Que los pobres niños nacen entre miasmas deletéreos, y que los pocos que crecen, luchando por la vida con setecientas plagas, no llegan á desarrollarse, primero, por las malas condiciones de la salubridad pública, y luego por la falta de ejercicios atléticos. He aquí por qué motivos tan poderosos y tan independientes de su voluntad, nuestras pollas son pequeñitas; más pequeñitas cada día. Vayan ustedes á remover de golpe tan poderosos inconvenientes; ¡imposible! la cosa es larga y difícil, y entre tanto, el medio más expeditivo es el arte, quiere decir, el tacón.

Ya las tenemos á todas encaramadas sobre botitas bronce dorado llenas de pespuntes, y con tres pulgadas más sobre la linea de flotación, como suplemento á su graciosa humanidad. La cuestión de los glóbulos rojos de la sangre se olvida ante ese andar de hada, tocando apenas (y hacen bien) las piedras del ayuntamiento. Desafío á todos, los pollos, sean poetas ó no, á que me nieguen que el raudal de sus ilusiones más gratas ha pasado por debajo de ese gracioso puente que forma el empinado y artístico tacón de una botita irreprochable.

Hay todavía otra razón para que los tales tacones me diviertan; y ésta es una razón de funambulismo.

Pues señor: que es necesario pagar tributo al arte: ésta es una exigencia de la civilización; que pagado este tributo, resulta una señorita subida sobre dos apéndices, agudos como un epigrama, que reprochan á la madre naturaleza la redondez clásica del carcañal; que esta señorita se encuentra bien en el salón, sobre las alfombras, sobre el mármol; y que no solo se encuentra bien, sinó que experimenta una voluptuosidad inocente por lo que se relaciona el arte con la belleza; y hasta aquí voy saliéndome con la mía, de probar que tengo mucha razón para que me encanten esos tacones, probando, de paso, que también les encanta á ellas.

Pero el encanto que es exclusivamente mío, es el de contemplar á esas señoritas, andando sobre las sinuosidades y los precipicios del pavimento municipal. Aquí es donde las leyes del equilibrio, el culto al arte y una habilidad peculiar, ejecutan prodigios de destreza coreográfica y funámbula hasta maravillar al simple espectador, de que esas angélicas criaturas, salgan avante sin entorsis, luxaciones, resbalones ni costalazos, de tan difícil prueba.

He aquí la mujer elevada física y moralmente por un medio sencillísimo á la vez que gracioso; por medio del tacón.

Este tacón sirve también de argumento municipal contra la maledicencia de los periódicos.

El munícipe, al ver que las señoritas andan tan bien sobre sus tacones, exclama:

—No están tan malos los empedrados.

Las señoritas y yo estamos, pues, de acuerdo en la utilidad, en la conveniencia y en la belleza de los tacones. Es cierto que en otros países las señoras usan una clase de calzado para el salón y otra para el lodo; pero es porque en esos países extranjeros, se empeñan en sujetarlo todo al sentido común; y sobre todo, porque cada cual en su casa andará como le diere la gana, ¿Qué se diría de nuestras pollas si con el frívolo pretexto del lodo y de la lluvia, abandonaran el lindo tacón y la botita abronzada, por un calzado propio para la intemperie? Para eso que todas las pollas tienen papá que las provean de botitas liberalmente; y por fin, una vez probada la necesidad de ese lujo y ese tacón, no hay que promover innovaciones, puesto que Aquiles y las pollas tienen la (vulnerabilidad en el mismo lugar.


* * *


Caminando en busca de las prosperidades nuestras fijé mi atención en la susodicha calle de Plateros; y movido por una curiosidad muy disculpable en el que, como yo, ha pasado diez años ausente de su patria, me atreví á preguntar á un amigo de antaño.

—Dígame V, querido Max, ¿qué espera toda esa gente tendida á lo largo de las aceras? ¿Vá á pasar alguna procesión?

—A qué gente se refiere V?.

—A esos caballeros á quienes veo esperando hace dos horas.

Mi amigo rió de buena gana y exclamó:

—Son las lagartijas! Y me explicó el cómo esas respetables personas, habían llegado á adquirir tan feo apodo, no por lo inadecuada, sinó porque conserva en nuestra culta capital ese resabio de poblachón que conoce todo el mundo. ¿Quién no ha concurrido un domingo á la misa de la parroquia de una aldea? en el atrio de la iglesia se reúnen las notabilidades del pueblo endomingadas y vestidas de limpio: allí están el juez de letras, los españoles de la tienda, los transeúntes notables y hasta el señor prefecto; y van allí porque como en el pueblo no hay teatro, ni casino, ni paseo público, se ven cada ocho días en la misa mayor y vaya V. con Dios.

—¿Con que rio hay procesión?—le pregunte á Max.

—Sí por cierto; pero la procesión que pasa, no es de sangre, ni mucho menos: es una procesión nueva, importada en su mayor parte, que V. no conoció en su tiempo, y que constituye una de las prosperidades nuestras, como V. las llama.

—¡A ver! ¡á ver la procesión!

Y á una seña de Max, me fijé en un coche simón ocupado por dos beldades grotescas, vestidas de raso chillante.

—Son gachupinas—acotó Max;—y esas también, y las otras.

Yo vi desfilar aquellas beldades trasnochadas y macilentas, de dos en dos en los simones, y sólo por excepción un coche con personas, interrumpía aquel hipódromo, del que ha tomado posesión esa colonia de nuevo género.

La península ibérica nos ha dado desde hace cuatro siglos buenas iglesias, buenos edificios, y tiendas de abarrotes; magníficos colonos que vienen á la Nueva España á vivir contentos entre nosotros, reconociendo los vínculos del habla y de la sangre; nos ha enviado con matemática regularidad sus aceitunas de Sevilla, su queso de la Barca, y sus caldos, como dicen ellos; pero ni por las mientes le pasó á la Península, en tantos años, enviar ese producto... no: no es producto precisamente; tampoco es mercancía, porque no paga derechos aduanales como las aceitunas. ¿Serán colonas? Imposible. Sería un absurdo clasificarlas como tales, porque no traen ni empresario como los de Barreto, ni son agricultoras como los de Huatusco, ni cultivan la seda como los italianos, sino que la gastan; y entre producir seda ó consumirla, hay su diferencia. De manera que, en medio de nuestra perplejidad, no encontramos como clasificar á esas señoras.

Sea lo que fuere, la principal arteria de la capital presenta los domingos un espectáculo nuevo, y nada edificante. Algunos centenares de caballeros, apostados en las puertas cerradas de las tiendas y reclinados contra los muros, miran desfilar una procesión de coches que van y vienen, provistos de raso de todos colores.

En los periódicos de 1860 á 1870 se registran las sugestiones de la prensa á la policía para impedir el rodeo, ó sea el paseo nocturno de aquellas desgraciadas cuyo lujo era la muselina, y cuyo escudo era la sombra de la noche.

Pero los tiempos han cambiado, y no hay que contrariar el beneplácito de los caballeros á quienes llaman lagartijas, ni los caprichos ostentosos de esas señoras, so pena de perpetrar un ataque á la libertad individual.

En esto, como en otras muchas cosas estamos muy adelantados, y no seré yo, por cierto, quien se ponga á censurar, ni ésta, ni ninguna otra de las prosperidades nuestras.

III

Decididamente, entra en nuestro propósito y en nuestras buenas intenciones juzgar á México bajo el punto de vista de su prosperidad, y donde quiera que encontremos alguna de esas prosperidades nuestras, allí estaremos, pluma en ristre, para elogiarla. Todo el mundo conoce bien á qué buenos fines conduce siempre el camino de los elogios; es el camino que siguen los enamorados; y hé aquí una mayoría intachable que opina como nosotros; y que me diga cualquiera que haya conseguido un fin ó una esposa, si no ha comenzado siempre con un elogio.

Este optimismo tiene muchos partidarios en todo el mundo; pero en México son más numerosos; por eso nos declaramos abiertamente en favor del sistema, que no por viejo se gasta, y está más en armonía con la época presente de paz y prosperidad, al grado que no se concibe cómo haya todavía personas que censuran por gusto, y ejerzan ese feo oficio de ponerle peros á todo como si creyeran hacerse agradables á la mayoría. Y después de todo, el elogio es lo que busca todo el mundo: el gobernante con sus decretos, la polla con sus tacones altos, y el munícipe con su actividad y su desprendimiento. Por otra parte, la vida en sí no es más que un elogio al Hacedor supremo y la vida individual es objeto siempre de elogio. Nacemos y por precisión somos un rorro lindísimo; apenas empezamos á hablar, y somos un niño muy precoz y muy inteligente; vamos á la escuela, y antes de aprender á leer nos sacamos el primer premio de lectura; crecemos, y con muy pocas excepciones, hacemos versos y somos vate inspirado, insigne literato, cantor ilustre de algo, y finalmente, nos morimos, y por si algún elogio nos hubieran quedado á deber, nos los espetan juntos en alocución, en periódico y en epitafio. Hé aquí cómo nuestra vida es un elogio perenne,.bajo todos aspectos.

Consecuentes con nuestro propósito, hemos señalado ya algunas de las prosperidades nuestras; y cuando se trata de prosperidades, basta con señalarlas, el elogio por sabido se calla; ¿y quién podría poner en duda nuestra buena intención, cuando al ocuparnos de un asunto comenzamos por afirmar que él encierra una de las prosperidades nuestras?

Así, por ejemplo: hemos llamado la atención sobre las prosperidad del agio, sobre la prosperidad del juego, sobre la prosperidad del montepío, sobre la prosperidad de esas señoras; y todo el mundo conviene con nosotros en que todo eso prospera. Y aquí nos preparamos para seguir apuntando nuevas prosperidades.

No hace todavía siete años, la vinatería en México era el expendio de caldos por mayor, y la emborrachaduría del populacho. En la vinatería no tomaba más que el pueblo ínfimo, y bebía en un vasito de vidrio verdoso. La base de la embriaguez era el chinguirito, al que el vinatero le mezclaba alumbre, y para darle la apariencia de lo que el catador, sin necesidad de pesa-alcohol, le llama el cordón, echaba en el barril algunos lazos de jarcia, de cuya infusión resulta un cordón de burbujas al servirse el aguardiente en el vaso.

Una protesta discreta del cargador contra el resabio á járcia, le sugirió la idea de pedir el chinguirito con mistela. Este arsenal de bebistrajos constituía la piquera, especie de jaula que excita al borracho y previene al ladrón; entidades que suelen, no andar muy lejos una de otra.

Así habían permanecido las vinaterías, por muchos años, sin pizca de prosperidad; hasta que en un recodo de cierta vinatería, se destinó un lugar para los borrachos de levita, y cuyo lugar tomó el nombre vergonzante de sacristía; y separados por una vidriera, el de frazada bebía de á tlaco y el de levita de á medio.

Pero la prosperidad no se hizo esperar, y Plaisant abre una taberna de lujo con pasteles y dulces: lo imitan otros franceses, y las tabernas se multiplican: después se abren otras que agregan el atractivo de los sandwichs, y donde se toman licores raros, queso verde y otras golosinas tudescas.

Los españoles, que no se maman el dedo, rompieron á una con sus tradiciones, y abrieron una sacristía en cada tienda; y para indicar que allí se bebe, avisan que se come, y ponen sobre el mostrador groseras rebanadas de pan y enormes salchichas. Llegan, por último, los reyes del bar-room y los cock tails se aclimatan. Por fin, el feo vicio de la embriaguez toma tal incrementó y tales proporciones y facilidades, que con sobrada razón habremos de considerarlo en este artículo como una de las prosperidades nuestras.

¿Qué más se le puede pedir al comercio de caldos, que haber enviado ya al panteón á muchos jóvenes pertenecientes á familias distinguidas de la capital? eso prueba bastante la prosperidad de ese comercio, el engrandecimiento de los cantineros, el adelanto en ese ramo, la difusión de esa costumbre que pasa del cargador al dependiente, al empleado y al estudiante: ya el pollo aprendió á beber como el contramaestre, y se muere más pronto, lo cual es una ventaja, y prueba que el hígado y el alcohol no están de acuerdo.

Ahora bien y cuando el vicio ya invadió todas las clases ¿qué mucho que las más refinadas hagan lo mismo que la gente ordinaria? Esta recibe el sábado la raya y se emborracha á nombre de la prosperidad del trabajo; descansa el domingo, y se emborracha por aprovechar el tiempo; tiene un pesar y se emborracha por vía de lenitivo; sale de la cárcel y se emborracha á nombre de la libertad.

México tiene ahora muchas razones para alegrarse: su prosperidad entre otras, y su decadencia moral; y ¿qué le va V. á hacer, si ese es el orden de las cosas? De manera que á no ser por las cantinas, no sabríamos qué hacer con la alegría de los ferrocarrileros, con la alegría de los telefonistas, con la alegría de lo® elegidos popularmente, con la alegría de los empleados con quincena exacta, con la alegría de los del depósito que tan bien se la pasan, con tantas alegrías, en fin, tan legítimas. Para tal número de alegrías es indispensable un número competente de cantinas.

La moral social y la beneficencia pública son las únicas que contemplan esta prosperidad con faz de duelo. Ellas, con la timidez y recato con que esas virtudes hacen todas sus cosas, sugieren al legislador, por nuestro humilde conducto, una inocente travesura.

No se puede negar la brillantez del espectáculo que presentan esas baterías de botellas de todos colores que lucen en los armazones de las cantinas y en las tabernas más lujosas; el color de los licores se armoniza con el de los brevetes y contraseñas, marcas y etiquetas de Ultramar; y los cantineros, que son personas degusto, han logrado dar á todo el arsenal del vicio un aspecto tentador y elegante.

Pero se nos antoja que cooperaría á realzar tan rica apariencia y el conjunto resultaría irreprochable, si sobre cada cuello de esas innúmeras botellas se colocara un TIMBRE DE CINCUENTA CENTAVOS. Esto acabaría de dar al cuadro la última mano, la mano de la compensación; porque el valor de ese timbre tendría por objete desagraviar á la moral social, protegiendo la beneficencia pública.

Cierto es que los cantineros podrían objetar, en nombre de la estética, el recargo de adornos, la superabundancia de papelitos pegados en las botellas, que, según ellos, las afearía y les haría perder su esbeltez y su tipo original; pero ya se sabe que los cantineros se parecen por detrás á todos los contribuyentes; eso de los papelitos y documentos les parece embarazoso y falto de sentido: pero eso no es más que cuestión de gusto, y en materia de gusto, y de gusto por los caldos, hay poco escrito, y se pueden escribir sobre ello varios libros.

Pero llevando el hecho al terreno de la práctica y juzgándolo bajo un aspecto más positivo, pondríamos con cada timbre en cada botella: la mirada de la moral sobre el vicio; la intervención paternal del poder público dimanando del sagrado principio de la conservación de la sociedad; la condenación tácita del abuso por el gravamen; la reprobación del vicio en pro de la virtud cristiana, dejando ilesa la libertad individual, pero sellando el principio más sano de la moral social.

En sus resultados inmediatos esta travesurilla haría subir á 25 centavos el valor de cada copa; y he aquí el punto adonde deseábamos venir á parar. Pues señor; que el pollo tempranero y el ebrio consuetudinario no se la pueden pasar, los domingos y fiestas de guardar especialmente, sin su media docena de copitas, ya sean consumidas á fuer de convidados ó de anfitriones; que ni el padre del pollo ni la autoridad pública pueden intervenir en ese acto que nace tan natural y filosóficamente de la preciosa libertad individual; que el vicio cunde y envenena la generación presente; que ni el púlpito, ni la tribuna ni la prensa bastan á contener el raudal de alcohol que parte de la cantina á la economía animal. Estamos de acuerdo; pero al menos nos consolará considerar que el borracho apura la copa con una mano y paga un real con la otra á la beneficencia pública; y hé aquí cojido al borracho entre el vicio y la bolsa. La duplicación de la cuota influirá cien veces en que el vicioso invite con frecuencia, en que esquive el encuentro de tres cofrades á la idea de un peso fuerte, y en mil casos evitaría esa última copa decisiva de la embriaguez.

Nuestro vecino del Norte, que es el pueblo más inteligente del mundo en materias de cock-tails y de otras cosas, tiene establecido el precio de 25 centavos por copa; y no creo que se ofenda por que después de aprender á confeccionar sus neoyorkinos cock-tails adoptemos también su precio respectivo.

Pingüe será el subsidio en favor de los desvalidos; y nunca será mejor empleado el real del vicioso que en pan para el pobre y en hogar al huérfano; y puesto que de borrachos se trata, del vicio mismo deberá salir la manutención de aquéllos á quienes la embriaguez llevó al crimen y á vivir largamente sobre los fondos públicos.

Esperamos en Dios que seguiremos teniendo motivos para alegrarnos, y como esta alegría ha de tomar generalmente en la cantitía un color de castaño oscuro, no nos queda más arbitrio que recurrir á una compensación consoladora.

Muchos conocidos nuestros habrán de dirigírsenos con la palabra pastosa, la mirada turbia y exhalando aldeydas, para echarnos en cara la carestía de la copa, como promovedores de semejante medida; pero en cambio, los huérfanos y los enfermos, los pobres y los desgraciados saborearán el blanco pan de la filantropía y descansarán bajo el caliente techo de los institutos benéficos..

De cómo entre las prosperidades nuestras figuran las aceitunas

Esta época de paz es deliciosa: la oliva simbólica está llena de aceitunas y nosotros las saboreamos, no solo como aperitivo, sino como el manjar por excelencia; y hemos tomado tan á pecho la cuestión de devorar esos frutos, que todo lo que nos rodea nos parece aceitunas, y vamos un día de estos á devorarnos los unos á los otros.

¿Qué cosa es una quincena bien pagada, sino un fruto de la paz? quiere decir, no una oliva simplemente, sino una aceituna. Hay quincenas dobles que valen por dos aceitunas, y hay negocios que son un tarro de aceitunas reinas, conservadas en su propio jugo.

Esos vestidos de raso oro viejo que no soñaron ponerse nunca algunas gentes en tiempo de las revoluciones ¿qué son ahora sino frutos de paz, aceitunas mondas y lirondas; y no así como quiera, sinó aceitunas conservadas en la Tesorería por Pancho Espinosa.

¿Porqué se despueblan los barrios de Madrid, y empalaga el gazpacho á esas señoras, y emigran, y se embarcan y se marean? todo por venir á participar de nuestras aceitunas.

¿Y qué devoran la Théo y la Derivis y la compañía toda, con Grau á la cabeza, y qué significación tienen los veinte reales de una luneta en el Nacional y diez en Arbeu y un peso en el circo si no la abundancia de aceitunas?

¿Qué se entiende por gozar de la paz? no es simplemente estarse quieto; porque eso es fastidioso; ni conformarse solo con la idea de la paz: eso es muy platónico. Y luego que todo debe ser lógico y encadenarse en un orden riguroso. La paz es una cosa buena, y ya se había hecho esperar demasiado; estábamos sedientos de paz, y esta sed nos honra, y la paz se hace: y aquí estamos nosotros para festejarla. Concíbase una fiesta sin comestibles, una noche buena sin cacahuates. Sería esto tan imposible como figurarse una paz sin frutos, ó una oliva sin aceitunas.

Estamos, pues, en nuestro perfecto derecho de devorar y consumir estos frutos de la paz nuestra, de nuestra exclusiva propiedad. Si los frutos de la paz no fueran simplemente aceitunas, sino orden por ejemplo, administración, economía, etc., esta sería la ocasión de cultivar la oliva y abonar el terreno y limpiar el tronco y podar las ramas para preparar las aceitunas del porvenir; pero vaya V. á meterse en esas honduras, precisamente en los momentos en que las ramas de la oliva se están viniendo abajo de aceitunas maduras. No señor, ya hemos dicho que teníamos sed de paz y hambre de aceitunas; que esa sed nos honra y que esta hambre es un fenómeno fisiológico que no encontrará ningún opositor serio.

Ahora, en cuanto á la calidad de las aceitunas, nada tenemos que averiguar; ellas están buenas y maduras y se han dado en nuestro territorio, en nuestro árbol y nada importa que algunos meticulosos y de paladar delicado les noten cierto saborcillo á yankee; esa es cuestión de gusto. Nosotros las comemos y nos parecen buenas.

Vaya V. á introducir el orden en un pueblo al que se le ha pasado la hora de comer. El hambre es como el pánico, no conoce freno en ciertos momentos, y es muy disculpable, por lo tanto, si á la hora de comer deja de ser previsiva y de guardar la compostura debida.

Muy disculpable es el ayuntamiento por ejemplo, si se entusiasma con las aceitunas y al dulce rumor de las palabras paz, abundancia, aceitunas, embellecimiento de la capital etc., se olvida un momento de las atargeas, una cosa tan sucia, por cambiar de sitio el mercado de flores, y por hacer una función de premios muy rumbosa á los muchachos de sus escuelas.

El ayuntamiento gastó un día diez mil pesos en ese mercado; pero eso fué porque le pasó una cosa que no saben nuestros lectores. Impresionado por la lectura de no sé qué poesías, se fijó en las indias que vendían flores, poniéndolas en el suelo. ¡Vdes dirán! las rosas y las azucenas en el empedrado! Este es motivo más que suficiente para enternecer no sólo á un regidor, sino á un poeta.

Tan conmovido como deben Vds suponerse, llegó á cabildo el regidor aquel, y casi llorando pronunció un discurso sobre las azucenas, sobre las indias y sobre el lodo de las banquetas. Los regidores se dejaron arrebatar por la elocuencia ciceroniana de su colega, y aunque hubo díscolos que se atreviesen á hablar en aquellos momentos de atargeas y empedrados, en medio de aquella atmósfera de poesías que asfixiaba á la corporación, las flores, las indias y el regidor triunfaron, como triunfa siempre la inocencia, y se votó el gasto.

La gente sensata que no había olido las flores ni las indias creyó, y con razón, que en nuestra plaza mayor, limitada por la catedral y por dos palacios no debe levantarse ninguna construcción, excepto la proyectada columna de la independencia; que cualquiera construcción, sobre aparecer mezquina, obstruirá la plaza, evitando que la vista se espacie en su area, que es su primer mérito.

Pero todas estas razones venían abajo ante este argumento sin réplica: las aceitunas.

Procedió pues el ayuntamiento á levantar un zócalo de piedra que hubiera durado mil años, y colocó encima un kiosko, teja van, ó como se llame, de fierro puro, que es tan barato en México, y metió adentro á las indias con todo y flores. Yo no sé si hubo discursos oficiales ese día y banquete, pero el ayuntamiento se salió con la suya y encerró á las indias en jaula de fierro.

Le sucedió á poco á aquella jaula lo que le sucede á todas nuestras cosas: cayó en desuso y las indias se fueron saliendo poco á poco, hasta que últimamente presentaban la jaula, las flores y las indias este orden. Dentro de la jaula, ó como se le llamaba pomposamente el mercado de flores, había diez indias vendedoras y algunas más de acompañamiento tomando la sombra saludable de aquel edificio; y diseminadas desde las gradas del mercado hasta la calzada ó crucero que conduce á la calle de Plateros, unas sesenta á setenta vendedoras, ¡ingratas! poniendo las azucenas y las rosas en la dura piedra.

De manera que el ayuntamiento gastó diez mil pesos en alojar diez indias, y dejó en pié el mal que aparentemente quiso evitar: el de poner las flores en el suelo. Todo quedó peor que antes, y un señor muy amigo de los regidores me dijo un día lleno de un orgullo patriótico y casi espartano:

—Hé aquí los frutos de la paz!!

—De las aceitunas, agregué.

—Cabal! exclamó el señor; la paz es la oliva y los frutos de la oliva son las aceitunas. Qué chistoso es V, señor Facundo.

El éxito del mercado de flores hubiera "bastado para no volver á acordarse del mal empleo de esos diez mil pesos. Pero siguió la pasión á las flores causando graves inquietudes entre los ediles, y discurrieron gastar otros siete mil para pasarlo al jardín del atrio, y hacerlo redondo como plaza de gallos. Allí quedará peor, porque en el jardín ó parque que rodea un gran edificio no deben levantarse construcciones de ese género; porque su capacidad no bastará á contener la afluencia de vendedoras de ramilletes, y habrán éstas de diseminarse por los alrededores, poniendo de manifiesto la inutilidad de la medida y del gasto.

¡Cuanto más bien empleados hubieran estado esos diez y siete mil pesos en losas para las banquetas.

El gobierno del Distrito en su discurso al nuevo ayuntamiento ha dado un informe exacto, juicioso y razonado del estado actual del municipio; informe que hace honor á este funcionario por el acierto con que trata los asuntos municipales. Desearíamos que el nuevo ayuntamiento se cuide un poco menos del mercado de flores, y no caiga en la tentación de trasladarlo al Seminario dándole otra forma.


* * *


Prescindiendo de nuestro amor alas aceitunas ¿se trata seriamente de dar algunos pasos en el sentido del adelanto material? Fijémonos en nuestro pueblo y en sus costumbres, en su incuria y su desaseo; consideremos el espectáculo que presenta ante el ojo observador del extranjero; y puesto que la civilización se difunde partiendo de las clases más ilustradas, intentemos difundir la ilustración en esas masas. Dicen que el indio es indolente y refractario á la civilización y que su melancolía y su abandono son incorregibles. Este modo de sér del indio tiene muchas razones; pero la que nos incumbe más directamente es ésta: que no le hacemos caso.

El contacto de la gente de las aldeas y pueblos circunvecinos con la capital debe traerle necesariamente cierta dosis de ilustración; pero este adelanto no se verifica en las proporciones que sería de desearse, porque, según nuestro sistema y el abandono con que hemos visto la cuestión, el indio viene á la capital á obrar como quiere, según sus costumbres y lejos de aprender algo nos impone sus usos y los toleramos sin tratar de enseñarlo.

El comercio de mercado es el motivo de contacto del indio con la capital. Nuestro mercado del Volador junto á Palacio es el borrón más repugnante que puede encontrarse en una capital; es el resabio más deshonroso que puede tolerar una corporación municipal ilustrada; su forma y condiciones son las menos á propósito para conservarlo limpio, y como el mercado es el teatro y la escuela del indio ¿qué puede aprender en el nuestro, sino á seguir siendo sucio y á no respetar ni el decoro, ni la compostura que el público merece? Debemos convenir en que vender frutas y comestibles en el suelo es la manera más primitiva y más inculta de vender; la más incómoda para el comprador, y la que menos se concilia con el aseo y el orden. Las calles del mercado deben estar enlodadas y limitadas á uno y otro lado por mostradores altos y por aparadores para colocar la fruta y las legumbres, prohibiendo toda venta en el suelo y prohibiendo arrojar cáscaras y basuras en el tránsito para el público, bajo la responsabilidad de cada vendedor.

Este orden en el interior del mercado le dará á éste mejor aspecto y habituará al indio á sentarse en alto y á recibir al público de una manera más digna de su cultura. La compra se hará con más comodidad y de una manera más conveniente. Todos los puestos deberán estar á cubierto de la intemperie por medio de tejados, para evitar ese hacinamiento de petates y trapos sucios que usan esas gentes para defenderse del sol.

La época es propicia para promover todas esas mejoras, para que un espíritu de ilustración sea siempre el criterio que dicte y adicione ciertas medidas de policía. Aprovechemos este veranito de paz y estas aceitunas.

Prosperidades funestas

Parece condición ineludible del progreso humano el acrecentamiento y la prosperidad del vicio. Al caminar hacia adelante en esta carrera fatigosa, vamos cargando nuestros vicios y nuestras virtudes para llevar completo el equipaje. De manera que las sociedades progresan, pero no se mejoran; y caminan á su engrandecimiento con mengua, las más veces, de su mejoramiento moral. México, que frecuentemente no toma las cosas por lo serio. Se entrega á los regocijos de la paz, como si se hubiera sacado la lotería. Se come las aceitunas y marcha.

No encontramos todavía la mano bastante sabia que pueda dirigir la marcha de una sociedad que avanza, y puede eliminar las semillas malas del terreno fértil en que habrán de fructificar juntamente con los bienes. Progresamos, crecemos; nos multiplicamos como esos huertos invadidos por la ortiga y regados por las lluvias propicias: crecen juntos los frutos y los cardos, las alimañas y las flores.

De este orden de cosas resultan dos clases de prosperidades, que podríamos llamar: prosperidades reales, y prosperidades funestas.

Los vicios están de enhorabuena. Son los primeros en aprovecharse de la prosperidad, como los criados de un banquete que se sirven antes que los comensales. Todos en fila desde los más inocentes hasta los más criminales, se apresuran á comer los frutos de la paz, y están en su derecho. No hay gobernador del Distrito ni predicador que les vaya á la mano, porque esos vicios entran por las horcas caudinas de la ley y tienen su patente y sus papeles en regla. Además, son vicios nuestros, que caminan con nosotros por donde quiera que vayamos, y no podemos ni queremos soltarlos. Nos han de acompañar hasta el sepulcro, sea cual fuere nuestro itinerario..

El vicio de fumar, por ejemplo, ha llegado, el primero, á su apogeo, á su último grado de perfección;. y como este vicio implica una industria, pertenece á la categoría de esas prosperidades funestas, con que tenemos que apechugar, so pena de pasar por retrógrados.

Nosotros no lo censuramos; al contrario, nos parece la cosa más natural del mundo, y no solo la más natural, sinó la más idiosincrática, el encender un cigarrito en toda ocasión solemne. ¿Quién no ha visto en campaña uno de nuestros soldados, medio muerto de fatiga, después de una de esas marchas, de esos ataques rudos y sangrientos, en los que toda la energía humana, todo el valor heroico y todo el esfuerzo de que el hombre es capaz, han sido empleados con largueza, hasta un momento en que, todavía entre el fragor de la batalla y el silbar de las balas, ese soldado se detiene, descansa el arma humeante, cambia el aire de sus pulmones con estrépito, y como alivio, como panacea, como fortificante y como estímulo, defendiéndose del aire tras un maguey ó tras una cureña rota, enciende un cigarro!... La primera aspiración del humo del tabaco indemniza al soldado de la fatiga y del cansancio, y del horror de la batalla. Va en busca de un placer tan exclusivo y tan imprescindible, que él mismo cree que aquel cigarro va á darle nuevo aliento.

¿Cómo hemos de censurar nosotros este vicio que llega á ser un amuleto, ni cómo nos atreveríamos á considerarlo entre nuestras prosperidades funestas? Pero ello es, que es vicio y que prospera y eso es precisamente lo que cumple á nuestro propósito para ponerlo por delante de lo que prospera entre nosotros.

Pues bien, lo que hace el soldado después de la batalla ¿por qué no lo ha de hacer la República Mexicana después del período de nuestras revoluciones? México está chupando su cigarro con la delicia de un viejo fumador, con la delicia con que Pepe Rodríguez y Cos fuma su puro sempiterno. Con la diferencia de que el soldado fuma solo, y no ofrece; y la República y Rodríguez y Cos ofrecen cigarro á todo el mundo.

La industria tabaquera ha encontrado su época; está en su edad más floreciente; compite ventajosamente con la de la isla de Cuba y ha llegado á elaborar los mejores cigarros y los más baratos y hasta ha aprendido á llamarles á las clases vitolas, como dicen en la Habana.

Hermana de esta industria tabaquera es la de los cerillos: también han llegado á su apogeo, y el vicioso cuenta ya con una cajetilla de buenos cigarros y una cajita de excelentes cerillos por tres centavos.

El vicio de fumar, que va á la vanguardia de la prosperidad, está satisfecho.

Tras el vicio de fumar viene el vicio de beber. Niegúeseme que este vicio camina en el auge de la prosperidad. ¿Y qué cosa más natural que echar un trago por la paz? Estamos en nuestro derecho de alegrarnos por que tenemos paz, y si no nos alegramos bastante con solo tenerla, ahí está el trago que tiene esa virtud: la de alegrar al prójimo.

Vayan ustedes á evitar que las gentes se alegren ó que dejen de ser sinónimos alegría y embriaguez. Estas sanas razones traen al vicio de beber en la primera fila de las prosperidades nuestras.

Por orden riguroso, viene detrás el vicio de jugar, próspero también y floreciente con sus otros dos vicios de fumar y beber, como primos hermanos, florecientes también; y vaya usted á separarlos ó á probar que no está cada vicio en su lugar y en su hora. Estos son los momentos de jugar y de beber fumando. ¿De qué se trata? De estar contentos, muy contentos con la paz; más aún, de celebrar la paz; y todo el mundo sabe, desde las Olimpiadas, que todos los grandes sucesos de la historia se celebran con juegos públicos. Hé aquí justificada la preponderancia de esos tres vicios tan necesarios y de tanta oportunidad.

Estos vicios derraman sus bienes no sólo sobre los cantineros, pulqueros y tabaqueros, sinó que extienden su influencia en otras órbitas; quiere decir, protejen generosamente el vicio de empeñar y de pedir prestado, y como cada cual puede hacer de su capa un sayo, no podemos metemos con esas gentes á quienes no alcanza lo que tienen, y para que les alcance han inventado regalar una parte de su haber al agio.

Éste vicio, hijo de nuestra educación, está también en el auge de su preponderancia; y así debe ser. ¿Qué sucedería si todos nos volviésemos de repente honrados, juiciosos y económicos? ¿Qué comerían esos empeñeros y esos agiotistas que tal vez no han aprendido á hacer otra cosa en toda su vida? ¡Pobres gentes, se morirían de hambre!

Hasta aquí todos esos vicios marchan de mancomún en la más completa prosperidad y van todos juntos á dar con otro vicio: con el vicio del amor. ¿Cómo no habíamos de venir á parar en esto?

Tampoco esta prosperidad puede pasar desapercibida, ¡imposible! ¡con tanto raso y tanto simón en las calles de Plateros! ¡Con ese suplemento ibero importado ad hoc para festejar la paz!

Y no es ésta la última de las prosperidades. El hospital de San Juan de Dios también prospera, hay una concurrencia escogida: pasa de 560 mujeres que han prosperado.

Inmediatamente después de estos vicios y de estas prosperidades viene el vicio de curarse, y la prosperidad del comercio de drogas. Esta prosperidad es elocuente, porque es la consecuencia de las otras y de la insalubridad. Y para que veamos como en un orden riguroso, unas prosperidades empujan á las otras, como las olas, la última de las prosperidades nuestras, es la agencia de inhumaciones.

Antes se moría la gente y alquilaba un carro fúnebre, de cuatro que había en las carrocerías de Vanegas y los Rebeldes, y la cosa pasaba desapercibida. Hoy se hace ese negocio por contrata para que no haya picos. Hay un tal Gayoso que ha salido una notabilidad en esto de enterrar al prójimo: todo se hace en un santiamén, á precios de tarifa y en ferrocarril, para largarse á prisa. ¿A dónde habían de venir á parar todas las otras prosperidades sinó á una compañía de muerteros?

En la linea que hemos recorrido, desde el cigarro hasta Gayoso, todo marcha á las mil maravillas, atestiguando nuestro adelanto y nuestra prosperidad.

Dos conocidos nuestros encienden en este momento su cigarro en la cantina del Globo, delante de dos copas de ajenjo.

Antes eran buenos mozos, apuestos, y no carecían de elegancia. Con la palabra pastosa y entrecortada se dirigen frases incoherentes y por largo rato no se entienden.

—Estás perdido, dice uno al otro, poniéndole la mano en el hombro.

—¿De qué? ¿Porqué me dices eso tú? mira que ojos tienes. Estás desvelado.

—Ya sabes Pero lo que yo digo es que estás perdido, lo que se llama perdido, ¿no sabes lo que es estar perdido?

—Ya se vé estar perdido es estar contigo, estar en tu amable compañía; mira si lo comprendo, ¿ó crees que ya estoy trompeto? ya sabes que á mí no se me sube.

—Ni á mí tampoco.

Esto es lo que creen todos los borrachos.

Los dos amigos se separaron al medio día con la imaginación llena de coches del sitio, llena de beldades provocativas, porque no han visto otra cosa en las calles de Plateros. Llegan á sus respectivas casas á exhibirse en tal condición antes sus hijos. La pobre esposa contempla por la milésima vez aquel estrago, y procura aparecer indiferente y estudia en todas sus maneras una naturalidad muy difícil de sostenerse. El más grande de los niños fija una mirada pensativa en su padre, y lo observa con disimulo en sus menores movimientos. Cuando la mamá no tiene la palabra, reina un silencio embarazoso en la mesa.

—No tomas la sopa? pregunta á su marido.

—La sopa.... pero estoy buscando la sal? ¡por qué no me ponen aquí la salí ya he dicho que se ponga la sal.... A ver! agrega levantando la voz ¡que pongan la sal! ya he buscado la sal por todas partes!....

Un piño se ríe.

—¡Ah, que papá! dice una niña, si tienes el salero en la mano!....

—El salero.... dice el borracho viéndolo. Tiene razón esta muchachita; yo tengo la sal en la mano, en la mano izquierda.

—Ya lo ves por qué no es bueno tomar las cosas con la mano izquierda? dice la mamá á la niña que hizo la observación.

—Yo siempre tomo el salero con la mano derecha, contesta la niña.

—Ese es un reproche. Estoy lucido con que enseñes á mis hijos á reprocharme. •Qué buen ejemplo!

—Lo hacía precisamente, replicó la mamá para que los niños no....

—Para que los niños vean que su padre toma el salero con la mano izquierda; y si lo tomé fue distracción, y una distracción.... pues.... una distracción no es una regla: está claro. Sinó que....

—Se enfría la sopa.

—La sopa está desabrida; tú estás desabrida, mis hijos están desabridos. la verla sal!

Los niños contemplan con cierto asombro á su papá.

—Mira, le pondré una poquita de sal á tu sopa, dice la mamá, efectivamente le falta sal.

—No le pongas, no le pongas, mamá! esta muy salada, grita la niña.

—Cállate, niña! así le gusta á tu papá.

—A mí me gusta mucho la sal! á ver la sal!....

Vuelve á reinar el silencio. Todos han concluido la sopa menos el papá que engulle con mano vacilante grandes cucharadas.

La criada traía lo que sigue y dirigió al amo una mirada que no hubiera tenido significación si no hubiera dirigido otra mirada al ama. Esas dos miradas formaron en silencio un paréntesis que encerraba una humillación que hirió á la esposa.

—A ver el pulque, dijo el marido, ¿no se toma hoy pulque? ¡yo no veo pulque en la mesa! Mira, tú, como te llames, trae el pulque?

Salió la criada y volvió á reinar el silencio.

En esa clase de pausas revoloteaban sobre aquella mesa, como los buitres que olfatean un cadáver, negros pensamientos. Los niños grandes los formulaban á su manera; pero la pobre madre los palpaba en toda su espantosa trascendencia, sin poderlos endulzar siquiera con una lágrima.

Esta es solo una miniatura de uno de los miles de cuadros que se reproducen en nuestra sociedad al influjo de una de nuestras prosperidades funestas.

Prosperidad ordinaria

Afuer de entrometidos, y con la plena seguridad de nuestra insuficiencia, vagamos por esas calles de Dios, arreglando el mundo acá para nuestro coleto, como si efectivamente hubiésemos de conseguirlo.—Hay en la primera calle de Plateros un letrero de cincuenta varas que dice: «.Sorpresa y primavera unidas» letrero que por el tamaño y por el contenido implica una de las prosperidades nuestras, no sin que lo altisonante del rótulo nos recuerde el de una pulquería de esta ciudad que se llama «A la nueva reforma del antiguo cuernito,» lo cual quiere decir que pintaron de nuevo la pared.

La índole de un pueblo, su civilización y sus costumbres se reflejan en su comercio; él es la expresión de la cultura y de la educación sociales, sin poderlo evitar, y sin recurso alguno para finjir ó aparentar lo que no existe.

En las sociedades antiguas regidas por el feudalismo, había una barrera insuperable entre el señor y el mercader; y todavía, entre nosotros, en los buenos tiempos de nuestros vi re yes, cuando el dinero de las casas: grandes y de los nobles venía á parar detrás de un mostrador, el «noble señor escondía la bolsa y la cara detrás de un rótulo cualquiera, por temor de deshonrar sus pergaminos.

Luchaban el deseo del lucro y la ambición con las rancias preocupaciones de la nobleza, y el comercio era anónimo, á lo menos para el público en general; y hasta razón social había que ni el nombre llevaba del capitalista. Este es el origen de los rótulos de las tiendas y de que veamos en esas calles títulos y letreros tan incoherentes y ridículos que deben servir de diversión á más de cuatro extranjeros observadores. El Cinto de Orion, El pié de la Sílfide, La bota de Venus, Emporio de Luz, La ilustración del Siglo XIX (pulquería), etc. Las tabernas y los comercios más serios compiten en motes rimbombantes, creyendo agregar un atractivo ó llamar la atención por lo extraño del nombre; y detrás de todo esto está obrando la añeja preocupación de creerse deshonrado por vender manta ó zapatos. El comerciante en lencería no se decide á que le llamen algunos cajonero, ó mercachifle ó rebocero, y guarda su nombre para solo sus facturas y contratos.

Enhorabuena que los dueños de pulquerías, que por una parte siguen siendo señores feudales en plena República, omitan poner sus aristocráticos apellidos de familia en una pulquería, y prefieran ponerle el de El Pabellón nacional ó El Grito de Dolores; pero el comerciante honrado y digno, que maneja un gran capital en lencería y objetos de lujo, no tiene ninguna razón para creer que su nombre se mancha por fijarlo en letras de oro en una casa de comercio, que puede ser tan honorable como un banco ó como una oficina del gobierno.

Con el progreso de la civilización y el engrandecimiento de las naciones, el comercio se ha ennoblecido en el mundo, identificándose con el movimiento progresivo de las sociedades modernas, hasta formar una aristocracia poderosa y respetable.

A medida que hay más refinamiento en las ciudades modernas, van desapareciendo los rotulones para dar lugar á la razón social de las casas de comercio, porque la razón social necesita crédito y popularidad, para ser á su vez garantía, fianza y aliciente para el público, quien, con ojo bien certero, confía más en el comerciante que tiene orgullo en publicar su nombre, que en el que se esconde bajo el pseudónimo de un título de comedia.

El rubor de los dependientes es otra cosa. Conocemos que hay algo que pugna con la dignidad del hombre en gastar una juventud, un vigor y todo un caudal de vida detrás de un mostrador, vendiendo encajes y medias á las señoras, cuando las artes, la industria, la agricultura y la ciencia, reclaman esos brazos y esas facultades, tanto inórales como físicas, y cuando tantas señoras, con manos más diestras para manejar la seda y más idoneidad para recibir confidencias •sobre el tamaño de las ligas, reclaman esas plazas á nombre del equilibrio social y de la virtud desamparada..

Deben, pues, los dueños de tiendas de ropa escribir sus nombres con letras de oro al frente de sus casas y borrarlos motes, como resabio indigno de la civilización y ageno al espíritu del comercio moderno. A los dependientes, ya que no pueden ocultar su sexo, se les puede perdonar que oculten su nombre.

Entramos al cajón de ropa ó lencería, y entramos impelidos sólo por la necesidad apremiante, porque el aspecto de ese comercio nos entristece profundamente. La estructura y disposición de la tienda están dictadas por la desconfianza, por el temor á los rateros, por el miedo de que el público robe en lugar de comprar. Todo el edificio está ocupado por los efectos y por los dependientes. El público está confinado á una laja de terreno de vara y media de ancho y separado de los efectos por la muralla del mostrador.

El que no ha tenido ocasión de comparar esta disposición de nuestras tiendas, con los grandes almacenes de París y de los Estados Unidos, no pára mientes en que, para nuestro comerciante, ladrón y público son una misma cosa; no conoce lo ofensivo de esa desconfianza, ni se siente humillado por las mil precauciones de los dependientes para impedir las estafas y robos de mano. Pero el que ha entrado á uno de esos establecimientos colosales de New York, en los que circula libremente el público, entre un mundo de mercancías derramadas en millones de pequeños objetos sueltos y al alcance de la mano, no puede menos de lamentar, como lamentamos nosotros, que nuestro pueblo no esté todavía tan civilizado que permita á los propietarios de los grandes almacenes de ropa en México abrir uno de esos establecimientos de lujo, en que lo primero que se concilia es el confort y la comodidad del público. Nos duele ver á las señoras mexicanas mezcladas con un grupo de indios con huacales, de léperos y de criadas sucias, paradas horas enteras frente á un mostrador, apiñadas, oprimidas y mal trechas, y sufriéndolo todo con paciencia para comprar sus galas.

El espíritu del comercio moderno á medida que va alejándose de las prácticas mezquinas é ilegales del mercachifle, va poniéndose más y más á la altura del refinamiento social, y asumiendo una actitud digna de la civilización que alcanzamos.

El comerciante de los grandes estable cimientos modernos, tanto en Europa como en los Estados Unidos, tiende á rodear su comercio del mayor atractivo posible, y á proporcionar al comprador todo género de facilidades y expedientes. Hay en esos grandes establecimientos gabinetes privados para las señoras, sala de lunchs y refrescos, departamento para las criadas y nodrizas, para que éstas y los niños esperen cómoda y seguramente á los que compran. Tienen, además, establecido el envío forzoso á domicilio de los objetos comprados sea cual fuere su precio, y sin gravamen para el comprador; y por último, el sistema de contabilidad es de tal manera expeditivo y exacto, que diez minutos después de cerrado el establecimiento cada día, no sólo están hechos y comprobados todos los asientos en los libros respectivos, sino verificado el balance general del establecimiento, con expresión de las ventas, las utilidades, los gastos y las existencias. La base de este sistema consiste: 1.° en el precio fijo é invariable de cada objeto; 2.º en que las mercancías están divididas y encomendadas por clases á los dependientes, y 3.º en que éstos asientan la venta en una libreta talonaria y envían cada venta, dinero y efectos, á la caja, en el momento de verificarlo, por medio de niños empleados allí con ese objeto. En la oficina se lleva sin descanso la cuenta corriente del día á cada dependiente, la cuenta de caja y la de existencia simultáneamente. Estas tres sumas principales, más el diario, constituyen el balance cada veinticuatro horas.

En clase de establecimientos tienen, no solo las condiciones que se requieren para las facilidades de la compra y venta, sino el atractivo de un centro de reunión y de una exhibición de curiosidades y objetos primorosos: entran allí indistintamente, no solo las personas que tienen el ánimo deliberado de comprar un objeto que necesitan, sino todas aquéllas á quienes atrae la concurrencia y aquel conjunto de mercancías de todas clases. De la exhibición de los objetos no limitada á los aparadores sino á todo el interior del edificio, por donde el público circula libremente, resulta acaso el 50 por ciento de compradores eventuales, seducidos por la ocasión y la oportunidad.

Uno de los retrayentes principales del público comprador es el temor de comprar caro. Hay muchas personas, y son las más, que confiesan ingenuamente que no saben comprar; y efectivamente, muchas no compran en su vida personalmente sino en casos excepcionales y raros, y no tienen ni remota idea del precio de los efectos. Hay muchas que no se atreven á llamar la atención del dependiente ó á entrar á una tienda solo para hacer una pregunta sobre un precio; otras que si supieran el precio de antemano comprarían el objeto que necesitan, y otras, en fin, que compran sin otra razón que la bararura de un objeto en que no pensaban. Este estudio del público ha sugerido á los comerciantes modernos la tienda bazar ó miscelánea de efectos que se venden bajo las condiciones esenciales de fijar el precio de una manera visible en cada objeto y de venderlo irrevocablemente sin aumento ó disminución del precio fijado. La transacción queda pues reducida á pedir el objeto y entregar su precio, de este género de transacciones simplificadas se pueden verificar muchas en muy poco tiempo.

Es de esperar que el buen sentido práctico del comercio europeo, favorecido por nuestra incipiente prosperidad, vendrá á implantar en México esa mejora que reclama la civilización.

Deberes municipales

Hemos llegado á una época en la fe que con razón sobrada debe uno alegrarse de que haya hombres para todo; y efectivamente los hay, puesto que ninguno de los papeles de la gran comedia humana deja de representarse por falta de actor, De la diversidad de caracteres, de gustos, de aspiraciones y de criterios resulta una de las armonías más admirables de la vida. Hay quienes aceptan sin esfuerzo y basta por vocación las más ridículas posiciones y los papeles más abyectos. ¡Oh armonía utilísima! ella permite que mientras hay bien pocos hombres que aspiran á ser reyes, hay muchos pueblos que se matan porque los mande un rey; ella tiene á reserva un grupo de hombres cuyo sueño dorado es optar la plaza de verdugo oficial; otro grupo de personas que prefieren divertir á los demás en vez de que á ellos los diviertan, y de aquí salen los cómicos, los músicos, los maromeros y Bell; y aún entre los mismos músicos hay quienes nacen con una vocación decidida para tocar los platillos, los timbales, el contrabajo, ó esas trompas que en forma de boa constrictor de latón rodean el dorso del pobre hombre que sopla. ¿Qué sería de nosotros si todos aspirásemos á ser presidentes ó primeros violines, destruyendo así esa sabia armonía de las aspiraciones y los gustos? ¿qué haría el mundo sin vasallos, sin verdugos y sin música? ¿Y cómo sería posible encontrar en México quien aceptase de grado el difícil papel de regidor? Pero ello es que merced á esa armonía, que no nos cansaremos de celebrar, se elije cada año una corporación municipal completita, con su presidente, sus concejales y sus síndicos, cuyo primer acto de abnegación consiste, al tomar el hábito como los capuchinos, en desprenderse de todas sus galas profanas borrándose de la suscrición de los periódicos, si los leían, en quebrar con los amigos de confianza capaces de decirles la verdad, y, armándose de una resignación estoica, aguantar durante trescientos sesenta y cinco días el chubasco de cargos, diatribas, reproches, recomendaciones, pullas, indirectas, interpelaciones y burlas del enconado vecindario de la capital; todo esto de balde, sin que nadie lo agradezca, con su buena reputación un tanto maltrecha y lastimada después de prueba tan dolorosa, y con un solo recuerdo grato en la negra historia de sus tribulaciones y congojas, el de las funciones de teatro que vieron de balde; pobres regidores! Después de todo es justo que se diviertan un poco por vía de compensación; pero su suerte es tan adversa, que ni ese inocente pasatiempo está exento de reproches y amarguras; van al palco municipal contra la voluntad del público y del empresario; el público protesta hace mucho tiempo contra ese resabio colonial de nuestras costumbres, y los empresarios dan á más no poder el mejor palco á esa autoridad desprestigiada é inútil, impuesta por la rutina; el público considera humillante ese alarde de presidencia innecesaria, disculpable solamente en los buenos tiempos en que empezaba el teatro; pero desconocida en los salones de espectáculos modernos.

Los regidores van á tarde y noche y están muy contentos en su palco y se divierten. ¿Qué familia que no fuera esa, sería capaz de desafiar la pública reprobación y la crítica mordaz contra los que se divierten de balde? pero he aquí los milagros de esa necesaria armonía de las aspiraciones y los gustos, y la cual nos hace exclamar á veces que hay gentes que merecen palos.

Por otra parte, hay que convenir en que la investidura de regidor en la capital de México, ejerce tal influencia moral en el individuo, que lo hace diferir substancialmente de las personas sin investidura, de las personas simplemente particulares. A las personas particulares les escuece un párrafo de periódico: en primer lugar por que lo leen y luego por que no les gusta ser pasto de habladurías y censuras de la prensa; mientras que á los regidores nada les escuece; primero por que no leen periódicos y luego por que la punta retacha en la individualidad para embotarse en la corporación. Las personas particulares no aceptan una comisión cuando están seguras de qué van á salir silbadas; los regidores aceptan la regiduría con la plena convicción del sambenito y la silba diaria. Si en un palco en el teatro se pusiera un letrero que dijera «palco gratis contra la voluntad del público y del empresario» no lo ocuparía nadie por parecer su precio exorbitante. Los regidores se cuelan en ese palco, cuyo letrero está en la conciencia pública, y quedan muy satisfechos después de la función y se rien y se divierten y vuelven á la noche siguiente, siendo de notar, que, los regidores, como personas, son todos delicados y susceptibles; pero la investidura oficial basta para hacerles cambiar de criterio durante el ejercicio de sus importantes funciones.

Si no fuera por esta transformación moral, el municipio de la capital debería estar Condenado á no pocos tormentos.

Todos los periódicos han tocado la cuestión municipal con más ó menos vehemencia; pero después de cada artículo las cosas vuelven á quedar en el mismo estado. Por nuestra parte no pedimos ya la completa reforma del sistema municipal, por que eso está verde y nos limitamos á indicar algunas pequeñas obras, para las que no se necesita el soñado y olvidado empréstito, sino la conveniente y oportuna inversión de fondos en obras insignificantes de aseo y de conservación.

Hace pocos días por medio de un párrafo en La Libertad llamamos la atención del público con motivo de las telarañas que oscurecían el cielo raso del portal de la Diputación. Vemos con gusto que ese párrafo tuvo la fortuna de ser leído, y la indicación que contenía puesta en obra.

Ya hoy no hay telarañas, pero los muros del palacio municipal, dentro del mismo portal, siguen descamados como las ruinas del Palenque, y los pilares siguen barnizados con la pringue del pueblo. Otro esfuerzo, señores concejales, y á resanar los muros y á desengrasar los pilares. ¿Cómo vá á dictar órdenes sobre aseo de la ciudad la autoridad que vive en un edificio deteriorado, lleno de telarañas y pringoso?

Cuando sus mercedes se hayan dignado emprender esa pequeña obra de reparación y conservación, sírvanse pensar en la calzada que une el jardín del Zócalo con la esquina del portal de Mercaderes, que presenta todas las sinuosidades de un camino real de cabras. Por ese camino del calvario transitan diariamente y sin cesar, sobre imposibles tacones franceses, todas las señoras de la capital haciendo prodigios de equilibrio.

Si no fueran ellas tan aéreas de suyo y tan vaporosas, de seguro habría de cargar el ayuntamiento con la responsabilidad de muchos accidentes desgraciados. Nos vemos precisados á interesar la galantería de los ediles (prenda moral que suponemos conservan á pesar de la investidura oficial) en la reparación de la calzada susodicha, reparación que por pobre y desvalido que se suponga el ayuntamiento con su millón de pesos, bien puede gastar lo que importe una cuadrilla de operarios en dos días, á efecto de que las pobres pollas no se vean en la necesidad de volar, en vez de pisar, sobre las engañosas ondulaciones de ese tramo del embanquetado municipal, que toca á su fin por todos los ámbitos de la ciudad.

El carácter y la educación

I

Nada hay más funesto y trascendental para el adelanto de una sociedad que esa pasiva conformidad é indiferencia de las clases superiores, que viene á rayar en optimismo. Difícilmente se encuentran dos personas, siquiera medianamente ilustradas, que no convengan en ideas respecto á los vicios y defectos de nuestro pueblo; los males son claros y palpables, el remedio está en la mente de todos; y no obstan te, el mal se perpetúa.

—No lo crea V., me decía no há mucho un señor gordo que sabe muchas cosas; no tenemos remedio: el mal está en la masa de la sangre y se necesita una nueva generación, que vendrá por cierto muy tarde, para que las cosas cambien radicalmente. No le parece á V. Sr. Facundo? Vamos, yo quiero oír las opiniones de V. á este respecto.

—Con mucho gusto, le contesté, tanto más cuanto que entramos en una materia de suyo trascendental, y que dará sabroso pasto á mis habladurías de los domingos,. Desde luego tengo el sentimiento de no estar de acuerdo en ese terrible diagnóstico que no es V. el primero en propagar con la mejor buena fé del mundo; en esa muletilla que viene de boca en boca corroborando la más absurda de las preocupaciones: No tenemos remedio. Por el contrario, yo creo que el remedio está en la mano.

—¿Será V. por ventura, Sr. Facundo, de las personas que creen que vamos caminando á pasos agigantados á nuestro completo engrandecimiento?

—No señor. Ni lo uno ni lo otro. Pero si á V. le parece, hablaremos primero del pesimismo.

—En hora buena.

—Vea V. Hay personas que remontándose á la cuestión de raza, creen que el origen de nuestros males depende del cruzamiento de las razas azteca y española; otros creen que es cuestión de clima, otros de altura, y los más de carácter. Y note V. esto: muy pocos son los que se refieren á nuestra educación.

—Y V. cree que en la educación está el busilis?

—Precisamente.

—Bueno: vamos á ver cómo plantea usted la cuestión.

—En primer lugar, debemos hacernos cargo de la descuidada y trascendentalísima importancia de la educación, y al efecto vamos á definir con exactitud esta palabra: educación.

Desde que el hombre se unió al hombre para formar la tribu, quedó sancionado el primer contrato social, y con la sanción del primer contrato la primera cláusula del código-universal de la educación; el hombre contrajo el primer deber respecto á sí mismo y respecto á sus semejantes; la primera necesidad social engendrada por el interés personal tomaba la forma de pacto, y la primera enseñanza nació en el momento en que el hombre comprendió que no podía vivir solo. El hombre de la tribu contrajo el deber de la fidelidad á la tribu; y con el primer deber el primer derecho á los beneficios de la comunidad. La sociedad, pues, al nacer en los primeros grupos de la humanidad, instituyó para siempre el deber y el derecho como las dos bases incontrovertibles de su existencia. Las ventajas de la sociabilidad pusieron bien pronto de manifiesto la necesidad y la conveniencia de cumplir con el deber para alcanzar el derecho; y esta enseñanza es desde entonces la base fundamental de la educación. El adelanto progresivo de los asociados fué progresivamente multiplicando los deberes y los derechos, hasta llegar al deber de instruirse y al derecho á mejorarse.

La tribu educaba á los hombres para la tribu; la familia educaba á los hijos para la familia; la sociedad educaba á los hombres para la sociedad. Hoy la civilización educa á los hombres para la civilización. En consecuencia, educar es civilizar, y los primeros deberes del hombre se contraen exclusivamente á su educación, ó de otro modo: el primer deber del hombre en la civilización es civilizarse.

Los hombres ilustrados que descuidan la educación y el mejoramiento de las clases inferiores, cometen un crimen de lesa civilización.

Desde que se separaron en dos ramas los hijos de Adán y los hijos de Caín, la educación se dividió también en dos clases: en buena educación y en mala educación. Caín al matar á Abel cometió, según nuestro lenguaje actual, un acto de salvajismo; pero como entonces no había ni salvajes ni civilizados, aquel homicidio fue, en la verdadera acepción de la palabra, una falta de educación.

La imperfección humana rompió bien pronto el equilibrio entre el deber y el derecho, y nacieron el egoísmo y la ambición; la educación entonces en vez de reconocer como base el bien procomunal en la forma sencilla y primitiva, propia de la simplicidad de las costumbres, fué inclinándose del lado de las malas pasiones; y desde entonces estas pasiones empezaron á hacer de la educación una arma y un poder. Fué necesario entonces que aquellas reglas que fueron primero una sugestión de la necesidad, y después una ley, se revistieran de mayor autoridad, y se recurrió á la autoridad del sol ó de otro poder sobrenatural para hacerlas respetables.

Así pues, la educación que al principio estuvo limitada, y de buena fé, á las necesidades de la tribu, su dividió, como las dos primeras ramas de la familia de Adán, en dos escuelas, una de las cuales empezó á educar á los hombres parala guerra, que es un género de educación que ha inmolado muchos millones de hombres sobre la tierra con lo que queda probado que al hombre lo hace la educación.

Se ha puesto también en práctica el sistema de no educar, que es el que se emplea hasta ahora para hacer esclavos, no importa de qué amo ni de qué creencia. Y esto nos lleva naturalmente á sentar como principio que, la educación es inherente al hombre, y que desde que éste existe sobre la tierra se conduce en ella conforme á las reglas de su educación, El salvaje mismo no carece de ella puesto que consiste en la habilidad y destreza su el manejo de sus armas, y en el odio á las razas civilizadas. Todo lo cual prueba que no hay en el mundo personas sin educación, sino personas de educaciones diferentes: quiere decir, personas de buena educación y personas de mala educación.

El estado de civilización que alcanzamos define ya con datos sobrados cuál es la mala y cuál es la buena educación; y una vez bien definidas, como lo están en el mundo, lo que toca ahora á la generación presente es difundir la buena educación en todas las clases sociales.

—Muy bien, señor Facundo, exclamó el señor gordo, arrojando todo el aire que se había tragado durante mi discurso. Quiere decir que la buena educación es la salvación de México y el camino de la prosperidad y del engrandecimiento y de...

—Exactamente.

—Afortunadamente verá V. que se está haciendo todo lo posible: la instrucción pública toma cada día más incremento y...

—No hemos llegado todavía en el orden de mis ideas á la instrucción pública.

—Pues qué diferencia establece usted entonces entre educación é instrucción pública?

—La educación empieza en la cuna, y la instrucción en la escuela. La educación es el modo de ser del hombre, la norma de su conducta y el criterio de sus actos, porque es el conocimiento de sus deberes para consigo mismo, para con Dios y respeto á sus semejantes.

Los principios elementales de la educación respecto al niño se refieren á enseñarle á comer, á andar, á dormir, á levantarse, á vestirse y á todo lo que tiende á procurar que el niño se baste á sí mismo en el orden físico; y en el orden moral su educación se dirige á enseñarlo á obedecer, á sentir, á amar y á agradecer. Esta primera educación engendra necesariamente en el niño el talismán que lo llevará en el porvenir á su engrandecimiento; este talismán moral es: la dignidad personal y el respeto á sí mismo. Esta educación que empieza en la cuna prepara al niño para la escuela en donde comienza á instruirse.

Ahora bien: apelamos al testimonio de la conciencia pública y preguntamos: ¿Esta primera, indispensable y difícil educación del niño, que la naturaleza, la moral y la civilización han encomendado á la madre, se encamina á su objeto? ¿Se imparte con talento? ¿Alcanza el fin que se propone? Estamos seguros de que la conciencia pública nos contesta negativamente.

El resultado de esta imperfección radical es el siguiente: El instinto, las contrariedades irracionales y las circunstancias entran en la educación del niño y forman al acaso su carácter, fomentan las malas inclinaciones y engendran los primeros defectos. En esta obra delicadísima y trascendental de los primeros años, trabajan sin darse cuenta de ello, la incuria de la madre, sus pocos alcances, sus preocupaciones y el cariño acendrado y ciego que busca el placer de la maternidad para la propia satisfacción y para ejercer una autoridad que cree indisputable y omnímoda, y un derecho de propiedad que cree sagrado é inatacable.

Dan testimonio de la veracidad de este aserto, los muchos padres de familia que creen que á los seis ó á los diez años sus hijos no están todavía en edad de educarse, y corroboran este aserto las dos ramas en que se bifurca la falange infantil, á imitación de la familia de Adán, que se llamaron unos hijos de Dios, y otros hijos de los hombres. Los niños, ya desde sus primeros años están divididos en niños malcriados y niños bien educados.

En este estado de imperfección pasa el niño del seno de la familia al seno de la escuela, y aquí es donde tropezamos con el primer escollo de la educación y con la causa primordial y determinante de lo que colectivamente llamamos el caracter nacional.

¿El maestro de escuela recibe aquel embrión, aquella obra imperfecta, para ajustarla á un plan filosófico de educación que corrija los defectos contraídos, el desarrollo de los malos instintos y todo lo que incumbe á la educación moral del alumno?

Creemos también que la conciencia pública vá á contestarnos negativamente.

Con el caudal de la primera educación doméstica, el niño, al tocar la escuela, traza generalmente una linea en dirección opuesta cuando empieza á instruirse. Lleva sus defectos ocultos, y los sigue ocultando detrás del aprendizaje del abecedario. Lleva malas semillas, que fructifican á la sombra misma de la instrucción reglamentaria; y solo cuando las faltas se revelan solas al través de los trabajos escolásticos, el maestro reprende, corrije y castiga. Por más que entren en el sistema de instrucción de las escuelas las lecciones de moral y de urbanidad, toman estos ramos el caracter de rudimentos enciclopédicos del plan de estudios que generalmente el alumno estudia para saber contestar cuando le preguntan.

Pero la obra delicada, laboriosa y trascendental de la primera educación, que va á formar el caracter y la moral del niño, ya no sigue su curso filosófico y natural, desde que el niño ya no es el hijo que se educa en el hogar paterno, sinó el alumno que se instruye en la escuela.

Hé aquí un gran escollo insuperable del magisterio y la diferencia radical entre educador é instructor; hé aquí como se puede atravesar impunemente el mar de la instrucción, conservando arraigados defectos morales y trascendentales faltas de educación.

Aún cuando el magisterio llegara al último grado de perfección, nunca se podría exigir que un maestro sustituyera, no á una, sino á cien madres inteligentes.

El señor gordo, mi interlocutor, se fué á tomar la sopa, lo cual me obliga á despedirme de mis lectores hasta el artículo siguiente.

II

Volvió el señor gordo á reunírseme, deseoso de reanudar la interrumpida conversación, cuya materia, de por sí tan interesante, nos dá ocasión de arreglar el mundo entre él y yo á despecho de la pública indiferencia y de lo espinoso del asunto.

—Consecuente con mi plan seguiremos, señor, tratando la cuestión bajo el punto de vista de que lo que hemos dado en llamar caracter nacional, defectos de la raza, apatía, indolencia y males irremediables, no tiene más origen que la mala educación.

—Está muy bien, señor Facundo, ese es el plan y me complazco en escuchar á V, discurrir sobre el asunto.

—Acompáñeme V. señor, á echar una ojeada, siquiera sea rápida y somera, á los buenos habitantes de este país privilegiado; y para juzgarlos con más facilidad los voy á dividir en seis clases.

—En seis! exclamó el gordo. Hasta ahora yo había visto dividir en tres la clases sociales: la clase alta, la clase media y la clase ínfima.

—Yo subdivido para nuestra mejor inteligencia.

—Sea enhorabuena, dijo el gordo tomando un polvo.

—La primera clase de nuestra sociedad es propietaria de los palacios y de las haciendas, vive á la europea en México, recibe á los extranjeros, y si bien echa de menos los placeres de París, le sobra con lo que tiene, se conforma con el paseo de la Re forma, tolera el Zócalo: toma un abono á medias en la ópera, suele leer periódicos mexicanos y no habla del gobierno.

La segunda clase, ó sea fracción de la primera, la forman los ricos de ayer, que no recibe á los extranjeros, que vive á la mexicana, que no piensa en París, que va al paseo y al Zócalo, que tiene muchos niños, y compra muchas cosas á un tiempo, que vá á los remates, frecuenta el tívoli y habla mucho del gobierno.

La tercera clase, ó sea la segunda de la división más vulgar, es la clase media, que suele ir al paseo, y va siempre al Zócalo y á los premios, que es comunicativa y atenta por índole propia, que gasta más de lo que tiene, que lee todos los periódicos y todos los libros y habla del gobierno según las circunstancias.

La cuarta clase es la menesterosa; y aquí es donde empieza lo espinoso del asunto. Representan esta clase los comerciantes de pequeños comercios, gremio numerosísimo y de tal manera notable en nuestra sociedad que forma uno de sus rasgos característicos.

El comercio de alacenas, de dulces, de juguetes, de encajes, de flores y mercería corriente, lleva entre nosotros tres siglos de statu quo; cada puesto, alacena ó tendajo representa el mezquino haber de una familia durante varias generaciones sin dar un paso á la prosperidad. Siguen los vendedores ambulantes, dulceros y billeteros, que representan el haber de un individuo á tipo de jornal; hay vendedores de dulces que lo han sido durante treinta años. Entre la clase de vendedores ambulantes figura uno sin semejante; delgado, bajo de cuerpo, un poco rubio, bien vestido y casi elegante, atento, político y pulcro, que lleva veinte años de parar á todos los habitantes acomodados de la capital, para venderles un peine, un jabón ó un cortaplumas con tijeras.

—Lo conozco, dijo el gordo, lo conozco como á mis manos y sé cómo se llama, y efectivamente le he comprado un cortaplumas con tijeras hará seis años.

—Siguen á los vendedores los criados domésticos, los artesanos de taller ó de obra suelta, los trabajadores de las fábricas, los cargadores, los aguadores, etc.

La quinta clase merece un libro; y para dar una idea de ella voy á bosquejar el tipo. Producto neto y exclusivo del Distrito federal, es, respecto á raza, el legítimo representante del mestizo, reproducido por generaciones sucesivas, sin mezcla alguna extranjera. Quiere decir, que el tono ligeramente más claro de su epidermis respecto al color cobrizo del indio, es el resultado de seis ó más generaciones de mestizo y mestiza, cuyo tronco fué india y español. Esta genealogía lo dispensa de tener algo de indio ó algo de español. Ya no tiene nada ni del uno ni del otro. No sabemos cómo ni por qué, todas las clases sociales están de acuerdo en distinguirlo con el nombre de el lépero; y esta palabra es de tal manera elocuente, que no necesitamos ya más toque para acabar de bosquejar el tipo, y pasamos á considerarlo colectivamente.

Esta quinta clase, como la hemos llamado, es casi la única que suministra el contingente de las cárceles y los hospitales de sangre, y en la que se invierte una cantidad respetable y creciente, más y más, de los fondos públicos; es la que sostiene y fomenta el comercio del pulque en la capital, y por cuyas manos pasan probablemente las tres cuartas partes del valor del consumo diario; y sostiene y fomenta además casi todos los cafégaritos de la capital. De su seno salen y han salido todos los ladrones de camino real y los plagiarios; y cuando un individuo de esta clase sale de la capital viajando por cuenta propia, la policía sabe muy bien que no es por nada bueno. En cuanto á su origen es producto de la clase menesterosa y de la clase ínfima, y seducido por los vicios y arrastrado por el mal ejemplo se lanza, como ellos dicen, entre los hombres, sin ley ni freno, sin dignidad y sin temor. La ley, la justicia, la cárcel, las heridas, los golpes y el destierro son las peripecias de su vida, que jamás corrijen, cambian ó modifican su estoicismo; va á la cárcel, al hospital, y al patíbulo en la misma actitud, y cree firmemente que todo lo que le sucede es porque es hombre y fio... cualquiera interjección en la que comprende y con que insulta á todas las demás clases sociales.

El lépero ya no es siquiera supersticioso; á cada generación se disipa más y más la lejana idea del culto católico, y suele quedarle alguna costumbre mística y alguna idolatría rezagada. Su sentido moral se pervierte desde su niñez, en medio de la incuria y del abandono de la madre, que gasta todas las horas de su vida en las faenas caseras y en largas y repetidas visitas á Belén, bien como reo ó por delitos de su marido. El lépero conoce la cárcel desde que la madre lo lleva en brazos á visitar al padre para quien aquel encierro es familiar. El código de educación está simplificado en matrimonios como el descrito, á enseñar á su hijo á ser hombre, y ser hombre es una frase que perteneciendo al caló de la plebe hay que traducirla y explicarla. Se enseña al niño á ser hombre obligándolo á tomar harto pulque apenas sabe hablar. Su lenguaje está circunscrito á limitado número de frases, porque en la mayor parte de las oraciones, una sola interjección obscena suple un número incalculable de verbos y de adjetivos.

Es nuestro ánimo no herir ni remotamente en nuestros escritos ni susceptibilidades personales, ni de nacionalidad; pero cumple á la verdad histórica decir, que con el hermosísimo idioma de Cervantes, hemos heredado la fea mancha que á lengua tan rica y tan eufónica han echado los españoles ordinarios. Ya se vé que todas las lenguas del mundo son habladas respectivamente con más ó menos pulcritud según la clase que las habla; pero en las clases bajas ningún idioma está tan plagado de obscenidades como el nuestro.

Las malas palabras en otros idiomas tienden á herir el sentimiento religioso verdadero, ó la superstición; son juramentos y blasfemias cuyo espíritu es desear el mal, la condenación eterna ó el castigo, por vía de ofensa. En la raza española y sus descendientes, la ofensa tiene un carácter puramente obsceno, y jira en orden de ideas incoherentes. En las interjecciones y ofensas en español, no sólo está pervertido el sentido moral, sino la lógica del discurso y la ideología. Tocante á esta herencia é importación funesta, diremos, para consuelo de nuestros maestros, que sus discípulos los han aventajado. El lépero joven cree que no es bastante hombre si no forza su lenguaje con dos terceras partes de interjecciones obscenas, por una tercera de palabras comunes. Esto y saber beber constituye la carta blanca para la vida. Esta carta blanca mata para siempre en la larva-lépero, estos gérmenes: la timidez infantil, la instintiva indecisión entre los actos nuevos, buenos y malos; ahoga el grito natural de la conciencia el aplauso de lo malo, después de cuyo aplauso el castigo de la ley y la reprobación social no tienen significación moral ni prestigio alguno. Este es el estoicismo del lépero, y á este estoicismo contribuyen todavía muchas causas.

Por más que digan que el hábito no hace al monje, el traje de las gentes es más elocuente de lo que parece á primera vista. Toda persona que se educa entra en el camino de perfeccionamiento físico y moral; al sentir que dá un paso adelante, experimenta la satisfacción más natural del mundo que es la de sentirse mejor, quiere decir, al engrandecerse el yo personal, nacen el respeto y el aprecio á sí mismo, y con este aprecio y este respeto, la dignidad que es la más noble y la más moral de las aspiraciones humanas.

En el lépero sucede que así como el pulque y las obscenidades lo han segregado del sendero de la educación moral, la miseria y la crápula lo segregan de la educación física, y ni moral ni físicamente aprecia ni respeta su persona. Este estado peculiar lo constituye en una entidad sin aspiraciones, sin deseo de mejorar, ya no solo en el sentido, de educarse, sino en el de vestirse y en el de procurarse comodidades personales. Duerme en el suelo, come con los dedos, no se lava porque no tiene aguamanil, ni se peina porque no tiene peine, ni le ocurre procurárselo. Se connaturaliza con su desaseo y su incuria, sus narices se connaturalizan con las emanaciones pestilentes de su abandono; sus manos están asquerosas, sus uñas negras, y en fuerza de guardar por meses en la misma ropa su traspiración y sus emanaciones, va dejando por donde quiera que pasa la estela de un olor sui generis, del olor á lépero. Este sér estacionario en la escala del progreso humano, adopta definitivamente su traje de sentenciado; es refractario á toda reforma. Si se le propusiera usar corbata, chaleco y saco se echaría á reir como al proponerle un traje de pierrót. La gente vestida decentemente pertenece, según él, á otro gremio al que eternamente desdeñará pertenecer. El tiene sus harapos sucios, una frazada cuando no está empeñada, y su sombrero ancho.

El gordo me había oído estupefacto, pero hombre metódico, no podía prescindir de sus costumbres y nos despedimos. Yo lo hago de mis lectores ofreciéndoles que mi próximo artículo empezará por donde acaba este artículo. El sombrero ancho.

El sombrero ancho

Brahma civilizó á los indios y los dividió en cuatro castas: la de los brahmines ó letrados, la de los radjahs ó guerreros, la de los vaichis ó labradores y comerciantes y la de los sudras ó artesanos. Los que no entraron en esta división se llamaron parias; y á esta clase pertenecen los zíngaros y gitanos, que conservaron desde entonces con su distinto modo de vivir, distinto traje, para diferenciarse de las demás clase?. Todos los grupos de gitanos que se han derramado por Europa, bien sea que lleven una vida errante ó que permanezcan incrustados en algún lugar poblado, son de hecho los protestantes de la civilización, forman un gremio separado, hablan una lengua que les es propia, no abjuran de sus costumbres y casi no tienen ideas sobre religión y sobre moral.

Bastan estos ligeros apuntes para conocer los puntos de contacto que el lépero tiene con el gitano: el lépero tiene como él su lenguaje, costumbres y traje peculiares; es ignorante en materias de religión y de moral, y no dejará en su vida de usar el sombrero ancho, y este sombrero acusará siempre el estado de sus recursos pecuniarios, porque es, por lo general, la prenda de más valor que posee en el mundo.

No vamos á rebelarnos contra el uso del sombrero ancho, ó jarano; creemos que la anchura de su ala está perfectamente motivada por lo abrasador de nuestro sol y lo torrencial de nuestros aguaceros, y como rasgo característico de nuestro pueblo forma parte de ciertos encantos pueriles que halagan nuestro patriotismo; nos parece además vistoso, demasiado vistoso, y á veces escandalosamente vistoso. Ha habido sombrero de esos, ornado con piedras preciosas, valuado en 36.000 pesos. No se le puede pedir más á un sombrero. Era aquél el non plus ultra de los sombreros ¡Cómo no nos han de gustar los sombreros así! y cómo no nos ha de parecer una elegancia nueva eso de llevar los codos raídos, y el sueldo anual del presidente de la República en la cabeza. Muchos conocieron en México ese sombrero en el año 1867, y como yo, se quedaron admirados. Otra de las ventajas del sombrero ancho es que por él se conoce á los ladrones; y desde luego es una garantía para la gente honrada, que los ladrones lleven ese sombrero, como sería una ventaja para los ratones que el gato usara cascabel ó cometí ta como los tranvías.

Y tan es una ventaja ese distintivo, que los pobres viajeros de diligencia tiemblan á la sola idea de encontrar á su paso sombreros anchos, más funestos mientras más galoneados y ostentosos; al paso que esos viajeros unánimemente pasarían de lo más profundo del terror á la más absoluta confianza y alegría, al descubrir en el camino temido que el grupo de ginetes venía en albardón y con sombreros cortos.

En algunos países es necesario vestir á los presidiarios con cotín de rayas para distinguirlos. Aquí todos los presidiarios, los ladrones, los plagiarios y los ajusticiados, se visten solos y por su cuenta; todos llevan sombrero ancho.

Es cierto que muchas personas honradas lo llevan, y de lejos no se podría distinguir un hacendado y un ranchero de un bandido; pero eso es de lejos. Las personas honradas están bastante seguras de su honradez y además se fian en sus maneras, y sobre todo en su conciencia. Por otra parte las personas honradas lo llevan solo para andar á caballo, pero se lo quitan para ir al teatro y á los bailes.

Consecuentes con el espíritu de la civilización europea y con la loable idea de no parecerse á sus criados, algunas personas han adoptado ya para paseo el traje á la inglesa para montar, y lo encuentran muy de su gusto. En cambio se ven todavía muchos charros en el paseo de la Reforma, que para dar cuatro vueltas á caballo, llevan calzoneras con muchas docenas de botones de plata, grandes espuelas, jorongo, espada, reata y revólver; y sobre todo el sombrero, el gran sombrero cuya elegancia consiste en ser demasiado ancho, demasiado alto y demasiadamente deslumbrador.

A fuer de cronista y con el fin de dejar á nuestra posteridad un apunte exacto de modas, trajes y costumbres que han de desaparecer, vamos á hacer la descripción del sombrero ancho.

Al principio el lujo del sombrero se redujo á el ala, que se ribeteaba con galón angosto, y se ceñía la copa con lo que se llama todavía toquilla, que es un chorizo de lienzo relleno de zacate y forrado con galón de plata. Estas toquillas han sido alternativamente formadas de una, dos, ó cuatro salchichas unidas por mancuernas de botones, por nudos, ó por cordones de plata. A los dos lados de la copa se colocaban las chapetas, que eran por lo general dos botones ó florones que remataban en una espiga, en una bellota ó en un colgajo. Después se agregó al sombrero un galón ancha por la parte inferior del ala; después ese galón se puso en la parte superior. Las dimensiones del ala bastaban para hacer del sombrero un objeto pesado, y más grande de lo que generalmente conviene á una estatura regular.

Hoy el sombrero ancho ha llegado á tomar las mayores proporciones posibles, aumentando la altura de la copa en proporción del diámetro del ala; de manera que resulta una combinación entre el sombrero charro y el gorro del pierrót. A esta forma que pasó del estilo charro á lo grotesco, se agrega todavía una toquilla formada de seis ó siete vueltas de un cordón de plata de media pulgada de diámetro, ó un lazo de galón de plata de cuatro pulgadas de ancho. Esta es la forma más común; pero los adornos varían, agregando á los galones el bordado al pasado; de hilo de oro ó plata y lentejuelas, pasamanería, bordados de espiguilla, de oro etc, etc, recargando más y más los adornos, hasta venir á parar en un sombrero todo de plata y oro que no ha mucho estaba de venta en la calle del Refugio, y que juzgando piadosamente, debe haber ido á parar á manos non sanctas.

Ahora bien, y siguiendo la historia de las modificaciones que la civilización ha venido haciendo en los trajes, venimos á parar en que los que no han cambiado en nada son los pueblos y las tribus salvajes; éstas se visten hoy como en los tiempos de Alarico, manteniendo no obstante esa propensión de todas las razas humanas al cuidado y adorno del individuo. El salvaje usa de los adornos y galas de que puede disponer en su aislamiento, y arranca al jabalí sus dientes, sus garras y sus plumas al águila, y se adorna con ellos para ostentar su fuerza y sus hazañas contra los animales feroces. La altura de los penachos y la superabundancia de armas y trofeos indica la categoría del capitán ó jefe, y el deseo de distinguirse de sus compañeros inventa insignias y condecoraciones, y no teniendo á la mano más objetos con que engalanarse, inventa pintarse la piel con los colores más discordantes, que hagan todavía más feroz su aspecto y catadura.

El segundo grupo de individuos de la raza humana, refractario á las leyes comunes de la civilización, es el de los gitanos; y siguen, en un orden más ó menos extricto los pueblos de oriente, á los cuales la civilización europea no ha podido hacer desistir de sus costumbres primitivas.

Siguiendo el mismo orden de ideas tenemos que considerar que la civilización que alcanzamos no ha podido destruir, ni destruirá en mucho tiempo todavía, la institución de la guerra. Este resto de salvajismo subsistirá todavía á pesar de todas las tendencias humanitarias y reformistas, y á pesar de haberse verificado en este siglo mayor numero de arbitramentos internacionales que en cualquiera otro. Pues bien, la institución militar que con una mano está adherida todavía á la tradición salvaje, por más que con la otra abra las puertas de la ciencia, conserva el traje especial que la distingue de las demás clases civilizadas. En los pueblos más cultos, y por consiguiente más homogéneos en costumbres, subsiste el traje militar como la única excepción, y aún en el traje militar, si bien se examina, se notará cierta tendencia á la sencillez y á la seriedad. Van escaseando los plumeros, las corazas, las charreteras y los colores chillantes. Se prefiere el color neutro y oscuro, y los adornos van tomando un estilo más sencillo.

Todo resabio de barbarie tiene que estar acentuado con su distintivo especial. Por una de esas anomalías de las sociedades que tienen por ley la costumbre y la rutina, la civilización ha luchado en vano por suprimir las corridas de toros. Esta diversión salvaje tiene, pues, que mantener el tipo del torero á tres siglos de fecha.

El torero, vestido de raso encamado, y el indio Victorio, adornado con colmillos de javalí y con plumas de buitre, están en carácter. La civilización hace un papel detestable ofreciendo un frac negro á estos individuos. El acróbata que apuesta con el público los 365 días del año sobre la manera de matarse y gana la apuesta, debe conservar el traje de los gladiadores que divertían á Nerón dándose estocadas y mandobles. El frac y el libro son un sarcasmo para esta especie de cuadrumanos parlantes.

El traje primitivo que la civilización no puede modificar, es el que conviene en lo general á los individuos en quienes podría suprimirse sin detrimento el uso de la palabra; tales son el salvaje, el soldado, el torero y el acróbata. Todas esas entidades practican sus ejercicios en silencio, porque no se trata sino de la fuerza física y el valor brutal, en cuya ruda ocupación parece demasiado espiritual y metafísico el divino arte de la palabra.

En el orden de la anterior clasificación de trajes entran, inmediatamente después, el lépero de sombrero ancho, y formando la 6.a clase de nuestra 1.a división queda el indio, del que trataremos en nuestro artículo próximo.

Queda, pues, demostrado que el lépero existe en nuestra sociedad por una deficiencia de la educación, y que es á nuestra cultura y modo de vivir en México lo que el gitano á las razas civilizadas; que su distintivo característico ó su idiosincracia es el sombrero ancho, y que si la gente civilizada lo usa por excepción, es porque no todas las personas, por cultas que sean, averiguan el por qué de las cosas, y porque el uso y la costumbre son en todas partes las únicas leyes que se cumplen sin sacrificio y sin repugnancia.

El espíritu del progreso humano que tiende á unificar la educación, las leyes, los usos, las costumbres y los trajes, llegará á abolir el sombrero ancho á medida que vaya confundiendo tribus, razas y tipos, y vaya fundiendo en una masa homogénea los grupos que viven hoy más ó menos agenos al movimiento civilizador de nuestro planeta.

Venus, Birjan, Mercurio y C.ª

I

Después de todo, nos parece una injusticia de los periódicos ésa de declamar contra los vicios. Se han empeñado estos moralizadores de oficio en que la sociedad nuestra ha de caminar por el sendero del párrafo ni más ni menos que el tren correo sobre los rieles. Vaya V. á meter en el magín de una madre de familia, de esas que van á Tacubaya con sus hijas, que aquella casa con espejos es un garito; quiere decir, una casa de mala fama, un lugar de prostitución. Háganle ustedes comprender, si pueden, que el juego de azar es un vicio punible y denigrante. Háblenles ustedes á esas madres, de economía doméstica, de ahorro, de orden, de decoro personal y de dignidad. Háganles ustedes una discreta observación sobre la mala fama de aquella mujer que lleva el apodo de cebollón; sobre que aquellas otras mujeres vestidas de seda que se codean con sus hijas son mujeres públicas. Háganles ustedes notar que la mayor de sus hijas acaba de ponerse colorada al oír una palabra obscena que el apunte profirió al perder el caballo. Llamen ustedes su atención sobre que aquel hombre de sombrero descomunal es el bandido H., que el otro es un pagador que está jugando la caja del cuerpo, que aquel jovencito es un hijo de familia que roba á su padre, que el otro está jugando el patrimonio de sus hijos. Acérquense ustedes á esa señora, fresca todavía, lozana; que está ocupando uno de los principales asientos alrededor del tapete verde y que tiene á sus lados á sus dos hijas, de quince y de diez y siete primaveras, tímidas, recelosas, que no saben todavía lo que es tecolote ni vieja ni todas menos. Observen ustedes con qué naturalidad, con qué sorprendente ingenuidad alecciona á aquellas vírgenes en ese caló de la baraja, y cómo las reprende cuando no comprenden ellas que no pueden hacerse tantas chicas. La señora tiene un aire bonachón, tan bonachón y tan ingenuo, que empieza á tomar un tinte ambiguo de abandono criminal y de ignorancia supina de los más vulgares principios de moralidad, ¿Será posible hacerle comprender en donde está, qué es lo que hace, qué es lo que siembra, qué es lo que mata, qué es lo que enseña, y qué es lo que recogerán más tarde aquellas niñas inocentes? ¿Leerá siquiera los periódicos esta madre institutriz de sus hijas y profesora de albures? ¿Será capaz un pobre párrafo de gacetilla de salirle al encuentro en esa senda del desdoro y la abyección. ¿Quién es el marido de esta señora? ¿quién es el padre de esas niñas? ¿Es marido, es padre? No; es un apunte.

Prohibir el juego! ¡utopia! imponerle multas! ¡utopia! Tomar á los jugadores de la oreja y llevarlos á la cárcel! ¡utopia! Declamar contra el vicio! moralizar por medio de la prensa, ¡utopia! Que no jueguen! Quienes? Los jugadores? ¿Donde está la linea que divide á los jugadores, de los que suelen jugar; esa es una linea trazada en el agua y que se borra cuando el garito se traslada á un pueblo en días de feria.

A quien toca prohibir el juego? A la autoridad pública? ¿Quién es el reo ante la autoridad? ¿el montero ó el punto? El montero se envejece, siéndolo, con prohibición y sin ella. El montero propone y el punto descompone. El montero no obliga al punto; el punto es espontáneo, va porque quiere ir, por un acto libre de su albedrío, y lleva allí su dinero con noventa y nueve probabilidades de dejarlo por una de llevarse el del montero. Esto es viejo, sabido y probado, porque de Enero á Enero el dinero es del montero. Esta es en toda lógica la legítima y única prohibición del juego. Su gran enseñanza, su profunda filosofía y hasta su anatema es éste: Perder.

Parecería, pues, natural que cuando en resumen el montero gana y el apunte pierde, acabaran los apuntes como las liebres en un terreno donde se caza todos los días, por abandonar el panino y la comarca. Pero es el caso que, entre las liebres y los hombres hay diferencias sustanciales de constitución, de índole, de especie, de instinto y de sentido común. La liebre, (y vean ustedes con qué clase de alimaña nos tocó en suerte comparar al rey de la creación) la liebre, pues, si bien es un poco difícil de persuadirse, llega la repetición de las hecatombes á tal grado, que formula, en el más estricto orden de la lógica de los hombres, la firme resolución de abandonar la comarca, por las poderosas y bien sentadas razones siguientes: 1.° la amenaza de exterminio inmediato; 2.° por las repetidas molestias, sustos y carreras á que la obligan los cazadores incesantes, al grado de que si supiera hablar, exclamaría: «Esto ya no se puede aguantar, ó no ganamos para sustos,» pero lo diga ó no, en articuladas frases, propiedad de nuestra privilegiada organización, el caso es que la liebre lo piensa, lo decide, y no hace lo que nosotros los hombres que pensamos y decimos las cosas y no las hacemos, sino que la liebre, la alimaña esa irracional, pone en práctica la teoría y la cumple al pié de la letra; y en campos más tranquilos en donde no silba ya la munición del cazador, se regodea de su precisión y sanciona la excelencia del partido tomado, lamiéndose el hocico.

Propóngale usted á un racional, más aún, á un hombre de talento, que imite á la liebre; persuádalo usted á que debe obrar en materia de albures con la circunspección, el tino, las razones, la prudencia y la lógica con que la liebre procede en materia de peligros, y el hombre de talento se le reirá d usted en las barbas, y hasta se atreverá, puesto que tiene talento, á probar que es usted mezquino, pobre de espíritu y timorato, y encontrará que eso de predicar contra el juego es de mal tono; que el hombre necesita emociones, que debe ser audaz y atrevido, y debe buscar la suerte y capotearla, porque la vida es corta y acabará por volverle á usted la espalda.

¿Qué recurso queda, pues, contra el juego, cuando los que juegan son los hombres de talento, y las madres de familia, y las niñas inocentes, y las autoridades y los funcionarios públicos? Si solo se tratara de liebres, vaya usted con Dios, estamos seguros de que las liebres se dejarían persuadir, escarmentando en cabeza agena, pero los hombres!...

Por otra parte, y en prueba de nuestra imparcialidad, vamos á nuestra vez á probar que el juego es una necesidad latente de nuestra sociedad actual, dadas las condiciones de su existencia y de su modo de ser. Ya no nos meteremos á declamar contra semejante vicio, por no pasar á la fila de los predicadores tontos; ya no pediremos el castigo de los culpables para que los culpables no se rían de nosotros, ni nos escandalizaremos de la corrupción social, para no incurrir en la nota de pusilánimes y beatos. No señor, nada de moralejas rancias, ni de anatemas estériles. A Tacubaya, á Tacubaya, á la ciudad de los Mártires, á confundir nuestra humanidad refractaria con las deidades del Olimpo. El dios Mercurio, ligero como el aire, y ferrocarrilero en este siglo, nos meterá en un vagón americano en unión de siete léperos de grandes sombreros galoneados, de siete pollas endomingadas, de siete viejas condescendientes, de siete imberbes y de siete pico largos; y todos juntos entraremos, después de una penosa travesía, al templo de Birjan adornado con heno y con farolitos, con espejos y cuadros dorados.

Birjan tendrá allí música barata y refrescos caros, y muchas onzas de oro brillando en un firmamento verde como estrellas diabólicas; y Venus afrodita, cansada de las caricias de Hércules, nos hará tomar asiento entre Cebollón y una hija de familia, entre una madre que confunde á Birjan con el padre Ripalda, y una Mesalina ébria. ¡Oh dioses del Olimpo, que nacéis en Grecia, que vivís con la historia, que os inmortalizáis en la poesía, y os corrompéis en Tacubaya, dadme la inspiración, que bien la necesito!

Se trata de probar si el juego es bueno, y no solo bueno sino necesario. Para probar que es bueno, á ningún testimonio más autorizado podemos recurrir que al montero. Todos los monteros corroboran esta opinión, y se fundan en las lecciones de la experiencia. El montero es un hombre sentado hace treinta ó cuarenta años frente á una carpeta verde, á donde extiende su dinero, y el de sus socios, para dárselo generosamente al primero que llegue llevando la misma cantidad y acertando.... ¡acertar! vean ustedes qué condición tan sencilla y tan leal! ¡una de dos! la cosa no puede ser más simple. El montero tiene toda la circunspección y todo el aplomo que conviene al león respecto al cordero; es de suyo serio, sobrio de palabras, medido de maneras, grave de voz, certero de vista, frío de pasiones, rígido de músculos y sereno como el capitán de un buque. Se le nota un aire de suficiencia que raya en superioridad. Su fría sonrisa se parece á la de Napoleón en Austerlitz, á él mismo se le figura que está ejerciendo un arte difícil, pronuncia un monosílabo al paño con la concisión de una medida geométrica, y en el fondo de toda esta apariencia está ocupando todo el fondo de su alma la avaricia en el pleno desarrollo de esa pasión. El montero, en fin, no puede ser más que montero, y lo será á pesar de todas las leyes y de todas las persecuciones. Se ve, pues, que el juego no se puede combatir empezando por el montero, porque para suprimirlos sería necesario hacer una carnicería espantosa, y Dios nos libre de semejante barbaridad!

En el artículo siguiente nos ocuparemos de los puntos para averiguar qué consiste en ellos el incremento escandaloso de los juegos de azar.

II

Ya, quedamos en que no se puede perseguir el juego suprimiendo á los monteros, por la misma razón que no se puede reprimir el homicidio suprimiendo los cuchillos. Veamos, pues, si se pueden suprimir los puntos.

Por los últimos días de Enero anterior, un empleado de hacienda, de cosa de cuarenta años efectivos y cincuenta ostensibles, con cuatro hijos legítimos y dos naturales, casado por la ley y por la iglesia con Lola, y detrás de la ley, de la iglesia y de Lola con una cubana alegre, se devanaba los sesos delante de un papel lleno de guarismos que decía lo siguiente:


Presupuesto de egresos.

Casa, comida, criados y lavandera ... $ 110 00
Ingleses. - Al agiotista ............ $ 560 00
Al doctor ........................... $  37 00
A mi compadre ....................... $  16 00
Picos de mi mujer ................... $  18 50
...........* *....................... $  64 00
............O........................ $   8 00
..................................... $   5 00
(estos signos se referían probablemente a la cubana)
                                      --------
                            SUMA .... $ 818 50


Al domingo siguiente el empleado jugaba albures en Tacubaya, y su mujer con la mayor de sus hijas, buscaban el nivel entre $818,50 del presupuesto de egresos y $150 del sueldo del empleado.

La cubana, vestida de raso azul, pasaba alternativamente del monte á la roleta, buscando otro nivel.

A las nueve de la noche regresaban á México el empleado y su familia, completamente desnivelados.

Pero la hija, que á pesar de contar solo diez y siete primaveras y de estar aprendiendo, con cargo al gobierno federal, cosmografía, trigonometría y arte poética, había visto la facilidad con que aumentaba y disminuía el montón de pesos, con que jugaba á la roleta, al ver á su papá tan afligido, le sugirió un proyectito para el domingo siguiente.

La mamá que conocía el burlóte y que se preciaba de saber jugar, adicionó el proyecto, hasta el grado que el empleado y la que estudiaba trigonometría, lo juzgaron infalible.

Al empleado tocaba la tarea insignificante de procurarse fondos, y durante toda la semana la familia no cesó de hacer castillos en el aire: la mamá se proponía: primero, pagar los picos, luego, hacerles ropa á las muchachas, y si la cosa daba para más, comprarían vajilla. La niña pensaba en un sombrero de á treinta pesos, en unas botitas de á ocho y en un vestido de seda color de sangre de toro para ir al Zócalo.

De repente cayó en la casa un periódico, probablemente la Libertad, y la mamá puso el grito en el cielo.

—Habráse visto descaro semejante de periodistas! Bien se conoce que todos ellos son un hato de mezquinos. ¿Con que les parece mal que las señoras jueguen?

—Y que lleven á sus hijas!, agregó la del arte poética.

—Y que juegan los empleados ¡vaya V. á ver! como si jugar fuera un crimen; ya, ya vi el papelucho ese, en que escriben esos moralizadores de nuevo cuño que declaman contra el garito. ¡Garito la casa de Fuentes! ¡tan decente y tan elegante!

—Con aquellos espejotes! dijo la mamá.

—Y sobre todo, con tanto orden y todo entre personas decentes ¡vaya V. á ver! Allí estaban los señores del ferrocarril y los del banco y los empleados y los comerciantes y hasta las autoridades locales y otras de la capital, y llámele V. garito!

—Cuando la honra es de quien la dá; exclamó la mamá ufana de haber encontrado la frase, que repitió dos veces.

—Pues ya se vé, de quien la dá, y por cierto que la partida no puede estar más decente, ni la concurrencia mejor escojida ¡garito, con veinte mil pesos de fondo! ¡garito!

—Y no ves que dicen en el periódico que las mujeres públicas se codean con uno?

—Y nosotros que tenemos que ver con esas señoras? Métanse ustedes en una fiesta publica á calificar la vida privada de las gentes.

—Y que si son ó no mujeres públicas, con su pan se lo coman.

—Allí al menos se portaron decentemente.

—Vaya! sobre que yo no sabría distinguirlas, dijo la mamá; tú conoces alguna?

—La del vestido color de rosa me parece que es, dijo la de la trigonometría rectilínea; yo la vi muy lujosa y me la quedé viendo, y Arturo que estaba junto á mí, me hizo seña. Yo creo que son cosas de Arturo. Figúrese usted que es una jovencita muy blanca, y sobre todo muy elegante. A mí me parece que no ha de ser una mujer mala, porque yo la vi tutearse con muchos señores muy decentes.

Por lo visto estos puntos no son de los que pudieran suprimirse y estamos seguros de que éstas y muy parecidas razones deben tener los demás para ser jugadores; de manera que si deseamos encontrar de buena fé el remedio del juego, es preciso figurarnos que la sociedad ha llegado á un grado de juicio y de prudencia tales, que los actos todos del individuo se ajusten invariablemente, sino á los más sanos principios de moral, por lo menos á la lógica del buen sentido práctico; y he aquí una de las evoluciones más difíciles de la inteligencia humana y por la cual lucharán eternamente los filósofos y los moralistas, sin avanzar en su empresa altamente meritoria y humanitaria.

Por más que el mundo avance ha de ir dejando tras de sí numerosísimas falanjes de ilusos y de fanáticos.

La ciencia abrirá vastos horizontes al pensamiento, mientras á su alrededor aumentará todos los días el número dé las personas que creen en brujas. Las matemáticas fijarán los términos incontrovertibles de un problema, pasarán las verdades científicas á la categoría de axiomas, y al derredor de las matemáticas seguirá creciendo el número de las personas que ocurran á la lotería en vez de ocurrir al ahorro, y el de las que despilfarran para adquirir en vez de adquirir para no despilfarrar, y el de las que ocurran al azar en vez de ocurrir al trabajo y á las economías; y de las que después de enfermarse adrede prefieran á San Antonio al Dr. Liceaga..

En vista de estas razones nos convencemos de que no pueden suprimirse ni montero ni puntos: los primeros son una casta, y las castas no se acaban por el prestigio de una plumada; y los segundos son una mayoría destinada á crecer y multiplicarse por que tal es la condición de las sociedades humanas. El juego, pues, ha pasado ya, aún antes de que nosotros nos apercibiéramos de ello, á la categoría de los males necesarios como el de esas señoras.

Ahora bien, supuesto que á ellas se las reglamenta y se las cuotiza ¿por qué no se ha de reglamentar y cuotizar á los jugadores? Si esa mayoría que no nos atrevemos á llamar respetable, por numerosa que sea, se empeña en dejar parte de su haber y su pan en manos del montero ¿por qué la autoridad no ha de ponerse al lado del ganancioso á nombre de la beneficencia y de la caridad pública?

La intervención de la autoridad pública en todos los garitos, traería dos ventajas prácticas y de obvia aplicación en pró de la moral y las buenas costumbres; la primera, una contribución que en el equilibrio Social hiciera ganar á la beneficencia lo que los vicios pierden; y la segunda, que ya que no es posible coartar la libertad de la mayoría disoluta, el gobierno quede al menos en aptitud de prohibir el garito á los menores, hijos de familia, y á sus empleados y servidores, especialmente á los que manejan fondos de la nación, bajo la pena de destitución de empleo.

Dormitorios públicos

Se vá á establecer en México una institución muy conocida en varias ciudades del extranjero: los dormitorios públicos. El espíritu de los promovedores de esa obra de caridad, es á todas luces loable y digno de elogios; pero en su deseo de acertar nos parece que se desvían del objeto; y que una vez establecidos esos dormitorios sobre las bases que se proponen, es seguro que exclamará la gente: «Vean vds qué cosas! todo entre nosotros sale contraproducente!» y esta muletilla correrá de boca en boca hasta servir de epitafio á la institución. Los autores del proyecto han acertado en su primera inspiración; pero tan luego como entran en detalles, despliegan un lujo de restricciones, que, en la práctica, nulifican el proyecto. He aquí en extracto esas restricciones:


1.° Examen previo de antecedentes y circunstancias.

2.° Admisión solo hasta las nueve de la noche.

3.° Justificación del motivo por que se pida hospedaje por segunda vez.

4.° No dar hospedaje al mismo individuo más que por cuatro noches.

5.° No recibir borrachos.

6.° Fijar la hora de salida.

7.° Pretender que los asilados no sean criminales.

8.° Lavar cada uno la paja ó heno en que duerma y tenderla al sol, y barrer el dormitorio.

9.° Que el público pueda desde la calle contemplar el espectáculo, etc., etc.


Repetimos que todas estas reglas están dictadas con la mejor intención del mundo, más todavía, con cierta ingenuidad candorosa.

Veamos de qué se trata, y examinemos la cuestión bajó el punto de vista práctico. Se trata de albergar durante la noche á los desgraciados sin hogar. ¿Quiénes son esos desgraciados? los individuos de la última clase social. Juzguémosles. Afortunadamente no ha llegado México á contemplar el espectáculo que presencian ciudades más grandes y más ricas que la nuestra: el de centenares de personas que mueren de hambre y de frío. En México el hombre honrado y sobre todo metódico, no se muere de hambre ni le falta hogar. Los mismos autores del proyecto calculan que tendrán bastante con cuarenta camas; y cuarenta camas gratuitas en una población de más de 300.000 habitantes es una cifra todavía consoladora.

Pero esos individuos que habrán de albergarse son de todos modos la escoria social, que no cabe en ninguna parte y duerme en la calle. Se les va á hacer el favor de abrigarlos bajo de techo. ¿Para hacerles un bien? No, porque en ese último estado de la degradación humana, el estoicismo no sabe ya apreciar esa ventaja: esas gentes duermen tan felices y tan cómodas en el quicio de una puerta, como los autores del proyecto en su mullida cama. Se les va á favorecer para que lo agradezcan? jamás! En ese grado de relajación se ha dejado ya á muchas leguas de distancia la rara virtud del agradecimiento. ¿Para qué se les alberga? Se les alberga en nombre de la civilización y de la filantropía, y por decoro público. Una municipalidad bien organizada, despues de mandar barrer y tirar la basura y los desperdicios, recoje esa basura y esos desperdicios humanos en una galera durante la noche.

Queda, pues, nulificada la primera de las restricciones de examen previo de antecedentes y circunstancias. Estos son los antecedentes y circunstancias de los albergables.

La segunda de las restricciones es no admitir huéspedes después de las nueve de la noche. El no tener albergue puede ser, ó la condición normal, ó una emergencia. Si lo primero, el que en tal situación se encuentre, es el que más necesita hospedarse. En cuanto á lo segundo, sucede que las emergencias no tienen hora fija, y la falta de albergue puede acontecer á cualquiera hora de la noche; y en la imposibilidad de reglamentar las emergencias, las casualidades y las desgracias, debemos optar porque el dormitorio esté abierto toda la noche, como lo están todas las posadas y todos los hoteles..

La tercera de las restricciones, es la justificación del motivo porque se pida hospedaje por segunda vez. Estas restricciones se parecen á las que establecieron las Conferencias, formadas de señoras católicas y ricas, que no concedían el derecho de ser pobres más que á los católicos. El motivo porque se pide hospedaje por segunda vez, es exactamente el mismo que se tiene para pedirlo por la primera. No tenerlo.

La cuarta restricción es no dar hospedaje más que por cuatro noches. A esta restricción debe seguir un decreto que prohíba ser pobre por más de cuatro días.

La quinta es no recibir borrachos, y la séptima no recibir criminales. Si al último grupo social se le pone por condición para darle techo, que sea honrado y laborioso, el dormitorio es perfectamente inútil.

La sexta, fijar la hora de salida. Esto no es muy difícil, ni se necesita decirlo, tratándose de dormitorio.

La octava, que cada albergado lave la paja ó el heno en que durmió y barra el dormitorio. ¡Lavar la paja! Esto no vale la pena de comentarse, especialmente cuando la empresa no dice quién la seca. Lo de barrer el dormitorio empieza á quitarle á la empresa su carácter desinteresado y caritativo.

La novena, en fin, desea que el público pueda recrearse desde la calle con el espectáculo de los asilados roncando. ¿Para qué?

Los presuntos asilados están en el caso de decirle á la empresa, con Bretón de los Herreros:

«Mujer, no me quieras tanto,

O quiéreme con talento.»

Muy disculpables son, sin embargo, los señores de la empresa, en no conocer con qué clase de gente tienen que habérselas, y esta ignorancia hace honor á los blancos pañales de su cuna; pero nosotros, que hemos dirigido ya el foco de cierta linterna mágica que nos pertenece, para escudriñar todos los rincones de nuestra sociedad, vamos á permitirnos decir quienes usarán el dormitorio público y porqué motivos.

México es el país de los compadres, y por muchos que sean los defectos que podamos tener, incluyendo los muy notorios de nuestras clases inferiores, tenemos todos la virtud de la franqueza y la generosidad;, somos naturalmente hospitalarios y compasivos; desde el gobierno, que gasta $20.000 en recibir al general Grant, hasta el zapa te ro que aloja y dá de comer á su compadre porque no tiene casa, todos pagamos tributo á esas virtudes, rasgo distintivo de nuestra raza. Todavía no se corrompe nuestra sociedad, al grado que el egoísmo sea precisamente la norma de todos sus actos; todavía no se oye el grito de sálvese quien pueda,» y esto de partir el pan y el techo, es costumbre arraigada y netamente nacional; yen materia de albergue, corrobora el aserto la circunstancia de que nuestras clases pobres no usan jamás del mesón, que es el hotel de los pobres. Los locatarios de los mesones, son, casi sin excepción, forasteros traficantes, lo cual prueba que esa parte considerable de pueblo, que por pobre no tiene hogar, vive en el de los otros; y que aquéllos que, á pesar de nuestra tendencia hospitalaria carecen de él, es porque han llegado al último grado de la depravación, puesto que ya no tienen en el mundo ni compadres. Esos van á ser, no los que busquen un asilo, sino a los que los gendarmes obligarán á aceptar un techo.

La prenda de más valor que esta clase de gente llega á adquirir en su vida, es una frazada, cuyo destino manifiesto es, ó estar en hombros de su dueño, ó empeñada; pero jamás guardada; por que no está segura en ninguna parte.

Cuando hace frío, el pelado vacila entre el chinguirito y la frazada; y de cien veces noventa triunfa el vicio de la higiene. Con estos antecedentes, en el momento en que se abra el dormitorio con cuarenta frazadas, habrá cuatrocientos que empeñen la suya para una medida y vayan á solicitar la del dormitorio, resolviendo la difícil disyuntiva entre la frazada y el chinguirito de la manera más victoriosa: chinguirito y frazada.

El que se decide á dormir en quicio de puerta y sin frazada, gana con dormir en tarima bajo de techo. Este, pués, debe ser el sistema de la primera sala del dormitorio: una galera con techo, tarima, luz y policía.

Como además de esta clase puede haber desgraciados que carezcan de hogar y de abrigo por accidente, y apelen al dormitorio público por necesidad, deberá haber una segunda sala con tarima, petate, luz, frazada y policía. Las frazadas se alquilarán por unos cuantos centavos. Pudiera establecerse una tercera sala separada de las galeras, con camas á un precio inferior á las de los mesones, en beneficio de los pobres honrados.

Esta institución tendrá la ventaja de evitar el espectáculo indigno de la capital de los que duermen al aire libre, y reunirá por espacio de algunas horas en un lugar determinado un grupo de gente muy digno del estudio de la policía, porque habrá de suministrarle preciosos datos.

El reglamento interior no debe festinarse: los mismos incidentes del dormitorio irán dictando los artículos, y la experiencia los irá reformando poco á poco.

El agio, el pauperismo y la caridad

I

En el estado actual de nuestra soledad y en medio de la lucha por la vida, se te cogen á millares los ejemplos de una deficiencia de nuestra educación, que, como la mala semilla de los campos, se derrama y se propaga sobre terrenos fértiles, de estación en estación, amenazando arruinar la sementera.

Por muchos que sean los problemas que la sociología tiene todavía que resolver, hay algunos resueltos ya por la aritmética y por el sentido común: tales son el empleo del tiempo, el ahorro y la economía. Estos tres factores han dado siempre como resultado preciso una suma de bienestar que proporciona desde el mejoramiento de una situación anterior, hasta la riqueza. Pero estos tres factores, que pudieran colocarse entre nosotros en la categoría de las virtudes raras, no pueden emplearse si no han formado parte de la educación. Desgraciadamente nos ha faltado esa base, y hemos ido aprendiendo los unos de los otros los principios diametralmente opuestos á este espíritu positivista y práctico. Nuestros conquistadores estaban muy lejos de poseer esas virtudes, y más lejos todavía de inculcárnoslas; les preocupaban más las ventajas personales de su empresa, que el porvenir de los conquistados, la facilidad de adquirir los hacía pródigos, y la abundancia los hacía poco previsores y poco económicos. Los productos de la feraz naturaleza y la mansedumbre y sumisión del indio, combinaban riqueza y brazos, abundancia de elementos y abundancia de servidumbre al rededor de la cuna del criollo, cuya existencia excepcional debía ser extraña al espíritu de una educación que entrañara sacrificios, economías y privaciones. El criollo aprendió á ser pródigo, imprevisor y despilfarrado. Amontonaba barras de plata solo para contemplarlas después de rodearse de bajillas del mismo metal. Así vivían nuestros ascendientes, entre el excedente de la producción, y sin soñar en que se encarecerían los metales preciosos alguna vez; y si pensaban que eso llegara á suceder, sería tan tarde, que su generación habría desaparecido. Pensar entonces en orden y, sobre todo, en ahorro, hubiera sido girar en un terreno desconocido y discurrir sobre una teoría inconducente y que no tenía razón de ser. Ese punto de partida imprimió sello á nuestro carácter, que desde entonces ha venido formando el tipo nacional, cuyos rasgos distintivos deben ser la prodigalidad y el desprecio al dinero, virtud (ó vicio) de que se vanagloria hasta la fecha.

Los resultados precisos de aquel sistema de educación son los que determinan hoy el carácter y situación de nuestras sociedades. Tras la casta de los conquistadores vino la casta de los primeros colonos españoles, gastado ya el botín de la conquista; y como estos colonos traían esas virtudes raras de ahorro y economía, tan agenas de nuestro carácter, emprendieron desde entonces la obra lenta, metódica y calculada del empleo del tiempo, del ahorro y la economía; casi puede decirse que instituyeron el mostrador, y con la práctica perseverante de esas virtudes, han llegado á posesionarse casi en su totalidad del comercio de abarrotes, lencería y panadería en toda la extensión de la República.

Lo que los españoles han hecho en esos ramos, los alemanes lo han realizado con los mismos medios en la mercería, ferretería y quincalla, de manera que el comercio interior y exterior de México está, con ligerísimas excepciones, en poder de las colonias española y alemana.

Los criollos entretanto, rindiendo culto á la prodigalidad, haciendo alarde de desprecio al dinero, cantando y bailando, tenemos empleos, profesiones y grados militares; y como ni empleos, ni profesiones, ni entorchados bastarán jamás á satisfacer nuestros caprichos y necesidades, y como á medida que se difunde la instrucción pública sobre las bases en que está establecida, ha de aumentar el número de los que no nacieron para tener panadería ó tienda de abarrotes, y como seguiremos buscando la solución del problema de nuestro bienestar por los medios menos conformes al buen sentido práctico, invertimos sin sentirlo y candorosamente una parte considerable de nuestro haber en el fomento del suntuoso Nacional Monte de Piedad, y sus ocho prósperas y expléndidas sucursales; en el infinito número de prenderías y empeños, en el bienestar y medro de la numerosa familia de prestamistas, y en el auge y progreso de las loterías..

De manera que mientras el ahorro, el trabajo y la economía del español cooperan día á día á la riqueza y engrandecimiento de la colonia, mientras el ahorro y la inteligencia de los extranjeros radicados en el país los hace prosperar, la gran, masa de mexicanos, con excepción rara, dedicamos una cantidad exorbitante, (que en la forma de ahorro rendiría una suma de bienestar inapreciable) al fomento de industrias y expectaciones que aprovechan y enriquecen á otros, y nos arruinan á nosotros mismos.

La condición del que maneja una renta ó salario para subvenir á sus necesidades y subsistencia, es indefectiblemente de una de estas tres maneras:


1. ° Exceso de necesidades y falta de renta.

2.° Igualdad entre las necesidades y la renta.

3. ° Excedente de renta sobre las necesidades.


En el primer caso, la lógica del sentida común no tiene más que una solución en la forma de esta disyuntiva:

Disminuir las necesidades ó aumentar la renta, ¿No se puede aumentar la renta? Entonces disminuir las necesidades. ¿Como? A toda costa. Esta condición primera es en la que se encuentran las tres cuartas partes de los habitantes (criollos) de la capital, quiere decir, en la insuficiencia de renta para cubrir sus necesidades. Y esta masa de población procura la disminución de sus necesidades? No, muy al contrario; las aumenta con la zarzuela, con el lujo, con la vanidad de ocultar su falta de recursos, con el prurito de aparecer franco y desprendido, con la costumbre de pagarle á otro la comida, la copa ó la entrada al teatro, aunque no sea necesario; y téngase presente que se trata de la masa que sufre la escasez de su renta, y á la que si le propusiéramos hacer un ahorro de su escaso haber, se reiría de nosotros.

No se les hable á estas gentes de guardar un real hasta juntar doscientos, porque les pareciera una burla sangrienta. ¿Economizar? Vaya una ocurrencia. ¡Guardar, ahorrar! guardar qué? ahorrar qué? cuando no nos alcanza lo que tenemos. Imposible, imposible! ahorrar cuando lo tenemos todo empeñado! guardar cuando nos comen los agiotistas! economizar cuando no tenemos para completar. Decididamente no podemos distraer de nuestra escasa renta, ni un centavo, No podemos guardar nada, ni ahorrar nada, absolutamente nada.

Y sin embargo, veamos lo que esa masa gasta y distrae y segrega de su escasa renta y asombrémonos.


1.° Paga íntegra y puntual la larguísima nómina del director y empleados del Montepío y sus ocho sucursales.

2.° Aumenta en cientos de miles de pesos el fondo del mismo Montepío.

3.° Compra fincas inmensas para establecer las sucursales y edifica verdaderos palacios para guardar prendas.

4.° Proporciona carruajes, buena mesa, lujo y comodidades á los agiotistas.

5.° Mantiene y enriquece al gremio numerosísimo de prenderos y sus familias.

6.° Paga la contribución sobre casas de empeño y la renta de ellas.

7.° Mantiene un número considerable de billeteros.

8.° Proporciona una renta á los dueños de lotería de cartones, después de pagar casa, alumbrado, dependientes y contribución.

9.° Paga la nómina íntegra de todos los empleados en las loterías, compra globos, bolas y muebles y paga renta de casas y costea la impresión y el papel de los billetes.

10.° Mantiene á los monteros y roleteros.

11.° Envía todavía un sobrante á la beneficencia.


Sentimos más que nadie nuestra carencia de estadística, que nos impide reducir á millones las anteriores líneas. Pero sea cual fuere el monto de esos millones, representan la evolución del capital, envolviendo una verdad como un puño, con la apariencia de una estupenda paradoja, y es ésta:

Esos millones son el excedente de la renta personal insuficiente para su objeto. O de otro modo: La renta personal al considerarse insuficiente para satisfacer las necesidades á que está destinada, se arroja, por despecho, por la ventana, para que la recojan el Montepío y demás gentecilla ordinaria.

Hé aquí cómo la masa menesterosa se ha colocado en una posición excepcional, que mueve á lástima y que habrá de influir poderosamente en la marcha común y en el porvenir de la sociedad. Esta masa necesitada se agrupa mal humorada y maltrecha, al rededor de los destinos, de los talleres y de las industrias, para alcanzar el salario insuficiente que recibe con la tristeza del que no vé, ni verá jamás coronados sus afanes; y después de trabajar con desaliento y de servir sin esperanza, metido en el callejón sin salida del problema económico que jamás resolverá racionalmente, renuncia al cálculo, abandona los números, rompe la aritmética para entregarse á los santos y á los agiotistas, ó á los agiotistas y á los diablos.

Estos diablos son las transacciones con su pundonor, con su palabra, con su puntualidad, con su deber y con el aprecio de sí mismo. En medio de esta situación moral, recibe diez y aprovecha ocho, y dos le cede al agio; luego aprovecha solo seis, después cuatro y luego nada.

La riqueza pública ha puesto en manos de esta masa de la sociedad cierto número de millones de pesos, para que viva bien; y la masa, por una aberración de su destino, se muere de hambre, por enriquecer á otros, y camina á la indigencia sin remedio.

Esta masa es una especie de loca hambrienta que tira las tortas de pan por la ventana, que toma en las manos flacas su ración de carne, para ofrecérsela al rico director del Montepío.

El gobierno, en tanto, contempla el rebote de los pesos de la tesorería al chocar con la masa refractaria á la riqueza, y caer en la caja del Montepío, que prospera y se engrandece de una manera dolorosa. Pero el gobierno no será simple espectador por mucho tiempo, porque bien pronto habrán de faltarle espacio y millones para albergar á los necesitados, para dar de comer á los hambrientos, para curar á los enfermos, para encerrar á los borrachos, para educar á los huérfanos y para mantener á los criminales.

II

Han pasado ya para México las épocas de transición y de trastorno público, el malestar por los cambios de gobierno, la desconfianza por la inseguridad del porvenir, el estado violento y precario originado por las revoluciones, y hemos entrado en el período de paz y de progreso tan deseado. México inspira confianza en el extranjero, sube nuestro crédito, aumenta el valor de la propiedad, viene el capital europeo á mezclarse al nuestro, se teje á toda prisa la malla de ferrocarriles y telégrafos, se edifica por todas partes, se cambian los productos del interior del país, se cruzan en los caminos de fierro los habitantes de las ciudades principales, se impulsa la instrucción pública, se paga á los empleados, cumple el gobierno todos sus compromisos, se aumenta el censo de los centros de población, se aumenta el comercio; Veracruz es pequeño, y los muelles miserables, y los empleados pocos, y el fondeadero insuficiente para recibir las mercancías extranjeras; sube el producto de las aduanas, se coronan de éxito las empresas ferrocarrileras, se multiplican las diversiones públicas, se solicitan con ahinco peones, oficiales de sastrería, de zapatería, costureras y dependientes; se improvisan veintitantas casas de huéspedes en la capital y otros tantos hoteles, y en todo, en fin, se nota el nuevo soplo de vida que nos lleva en alas del progreso material.

Pero en medio de esta innegable prosperidad, preguntamos nosotros: ¿El progreso moral y el bienestar social están en relación y en consonancia con el gran movimiento del país? Nó, ciertamente.

El bienestar social está circunscrito á cierto círculo, bastante extenso para sostener la apariencia, pero bastante corto en comparación de la masa general de la población. Todas las ventajas de la nueva situación están de parte de las clases acomodadas; ellas edifican, construyen, abren bancos, suben los alquileres, sostienen los teatros y el comercio de efectos de lujo; y este bienestar se derramaría á las clases inferiores, si no encontrara barreras insuperables; y así, mientras la prosperidad aumenta por una parte, aumentan por otra el pauperismo y el malestar, los vicios, la prostitución, la criminalidad y la miseria y el Montepío.

Este aumento de prosperidades funestas ¿reconoce por origen solamente el aumento de población en la capital? No, á todas luces. La prosperidad del Montepío está en razón directa de la insuficiencia del haber personal, de la escasez de los recursos normales de subsistencia: el aumento del pauperismo y la prostitución están en razón directa de la falta de ocupaciones productivas y honrosas, y hasta los vicios y la criminalidad aumentan en razón directa de la falta de bienestar social.

Ahora bien. ¿Hasta qué punto nuestra clase menesterosa, á semejanza de la raza indígena, es refractaria á la civilización? ¿Porqué el progreso general del país na extiende sus beneficios visibles á nuestras clases inferiores?

En nuestro humilde concepto, la raza indígena como nuestra clase menesterosa son civilizables, y debe civilizárseles como la única defensa racional y filosófica de nuestra autonomía nacional. No podemos asegurar, por la falta de estadística, que lleguen á dos millones las personas ilustradas en la República; pero sí se puede asentar como, dato seguro que hay más de ocho millones que no lo son.

La fracción de personas ilustradas representa el capital, el comercio, los ferrocarriles, la ciencia y la administración; el resto es la masa estacionaria de los indios y de todas las clases inferiores que no toman participación en la marcha del país, y sobre las cuales pasarán civilizaciones y épocas, sin afectar su modo de ser y sus costumbres. La instrucción pública redime paulatinamente un número relativamente corto, de entre las masas ignorantes, no para infundir en ellas el más ligero bienestar ni el más insignificante beneficio, sinó simplemente para aumentar, con mezquino guarismo, la porción civilizada.

La empresa civilizadora es más árdua en México de lo que parece á primera vista, dada la desproporción entre sus clases sociales; y aún reduplicando los esfuerzos de la instrucción pública, la masa estacionaria habrá de permanecer en las mismas condiciones. La instrucción pública en México derrama á manos llenas los tesoros de la ciencia, con una prodigalidad y un lujo dignos de mejor éxito. Dados nuestros recursos, no hay país en el mundo más liberal y más generoso en esta materia. Vamos; se ha llegado al grado de regalarle treinta pesos cada mes á un pobre diablo para que nos haga favor de aprender á ser confitero ó impresor. Pagamos muchas veces mil doscientos pesos al año para que dos ó tres niñas pobres aprendan matemáticas, francés ó geografía. No contento el gobierno con dar gratis la instrucción primaria, la preparatoria y la superior, paga á los educandos para que la reciban, les da de comer y cuando aprenden los coropa en apoteosis.

Y después de algunos años de llevar á cabo este plan generosísimo ¿qué palpamos en la práctica? Que segregamos de la gran masa ignorante é inculta una fracción, desconsoladoramente pequeña, para ponerla en aptitud de pedir un empleo ó una escuela. Pero la gran masa de nuestro pueblo menesteroso permanece perfectamente agena al movimiento civilizador, perpetuando sus vicios y defectos, su incuria y su barbarie, su malestar y su abandono.

Hay en la capital actualmente una grita general, que toma proporciones alarmantes, contra los criados domésticos; por todas partes se oye exclamar—«jamás había estado esta clase más corrompida y más insoportable.» La conversación forzosa en todos los círculos se refiere á estas dos grandes plagas: las enfermedades y los criados. A esta grita sigue la que se levanta contra los artesanos, entre quienes no se acaban ni se modifican los hábitos de desaseo, informalidad, disipación y falta de dignidad personal. Los indios por su parte siguen impertérritos sosteniendo el tipo de su raza, y tan refractarios á todo progreso, que ni los notables cambios atmosféricos de nuestro clima, antes tan benigno, los ha inducido á introducir una reforma en su equipo. Todos sabemos bien que el rigor del invierno va aumentando cada año el número de sus víctimas, y concebimos como con algunos grados bajo cero, los indios semi-desnudos se mueren de frío: pero no es posible imaginar que el indio sea capaz de usar calcetines, calzado y pantalones; acabarán uno á uno antes que adoptar en su traje la reforma que esije el rigor del invierno. Hay pues en el chino, en el turco, en el lépero y en el indio, una especie de maldición ó ley tradicional que les traza una linea insuperable, desde donde contemplan, como espectadores indiferentes, el progreso del mundo..


* * *


Yo sé muy bien el grado de atención que merecen mis humildes apreciaciones; pero por lo mismo que no han de surtir ningún efecto, quiero imprimir en el ánimo de los poquísimos que me lean una consideración original por vía de pasatiempo.

Supongamos que el día menos pensado, como por arte de encantamiento, ó de la mariguana, comenzara el cerebro de los léperos á sufrir una modificación fisiológica ineludible, modificación que presentara los síntomas de una locura inexplicable, cuyos caracteres fueran parecidos á los efectos de la vergüenza, de la presunción, y del amor propio; que encontraban vituperable esto de presentarse en público en mangas de camisa, y ¡qué camisa! de un mes, negra y hecha girones; que sentían una mortificación y un rubor invencible al exhibirse en su ordinario pelaje, y que caían en cuenta al contemplar su sombrero galoneado, que el •valor de aquella plata representaba el de varias camisas; y luego en medio de esa disposición de ánimo, que el pulque les inspirara muy distintas ideas, por que en vez de sentirse muy hombres y muy templados, se sentían degradados por embrutecerse adrede, y heridos en su amor propio al aparecer viciosos y corrompidos; y la vergüenza, la vergüenza, como una vieja deidad escondida con la diosa Xóchil en las tinas del pulque, de donde no pudieron sacarla en tanto años, salía modesta y severa, dominando á los borrachos, hablando á los léperos, dándose á conocer á los artesanos, sorprendiendo á los criados domésticos y metiéndose por todas partes; á los talleres vacíos los lunes, y á la accesoria donde duermen juntos la cuñada, la entenada, la madre, el compadre y el primo. Que por el prestigio de esa pobre vieja olvidada, empezaban á parecerles disonantes, ásperas é inconducentes las desvergüenzas y las interjecciones obscenas, sintiendo como si se las dijeran á sí mismos. Que estos primeros síntomas de enagenación mental, se hacían visibles, y los opulentos dueños de maguey eras, empezaban á temblar por que los productos del pulque ya no sostenían el coche; y buscando la causa encontraban á la vieja diosa, haciendo de las suyas, puesta de moda, metiéndose en todas partes, hasta con la policía de la ciudad; dominándolo todo, inspirando temores de niño hasta entre los ediles, que mandaban en el acto quitar los inmundos mingitorios de la vía transitada por señoras y niñas, y limpiar la mugre del palacio municipal, y la de los mercados, y la de los teatros, y la de todas partes porque nos entraba á todos el furor de la limpieza ¡Cosas de la locura!

Y cosas de la locura.... no paramos ahí; sino que.... y esto sería el extremo de la enagenación mental—al pueblo empezaba á darle por ahorrativo y reflexionaba que el sudor de su frente, unido á la ignorancia de los números había formado un fondo cuantiosísimo invertido en los palacios del Montepío y en los carruajes y haciendas de los agiotistas; y tomando la resolución heroica de no volver á empeñar en su vida, ni á pedir prestado; empezaba á guardar en la alcancía, á vestirse, á no embriagarse, á no robar y á cumplir con su palabra; y andando el tiempo, la vieja diosa operaría milagros y milagros, llegando á una edad de oro, ó de locura rematada, en que no encontrásemos por todas partes sino caballeros artesanos, tan elegantes como nosotros los rotos de hoy, concurriendo al club en vez de concurrir á la pulquería, viviendo en habitación aseada y con la posibilidad de trasladarse del honrado taller á la cural, en el pleno goce de las libertades y derechos de la democracia, en un país de verdaderos ciudadanos.

Y cuando la pingüe renta anual que monta á millones de pesos, destinada más que por la miseria, por las malas costumbres, al fomento del agio, pasara á ser la caja de ahorros y el patrimonio de los pobres, multiplicándose por medio del movimiento y el empleo lucrativo y legal, ¡qué suma tan enorme de bienestar se derramaría sobre nuestro pueblo menesteroso, que había cambiado la pulquería por el taller, la disipación y el despilfarro por el ahorro y la economía, la desvergüenza por el pundonor, la cárcel por el club y la útil sociedad; la camisa de manta y el sombrero descomunal por un traje más decoroso y más en armonía con la civilización! De una masa de artesanos de este tipo es de donde nacería, sin necesidad de la protección que piden los flojos, la verdadera industria nacional, formada por accionistas de su mismo seno, con capital de su mismo trabajo, y con un género de independencia, que sería el timbre más noble de una clase honrada y digna, destinada en la marcha del país á servir de contrapeso á los grupos corrompidos de la política y de la revolución.

No sé porqué se me antoja que esta obra colosal que parece un sueño, pudiera realizarse; y valía la pena de probar si me equivoco; con tal que la prueba comenzara con preocuparse menos de la instrucción pública superior y atender por todos los medios imaginables y á costa de mayores esfuerzos y sacrificios al desarrollo en todo el país de este gran problema social. La educación civil y moral de ¿os indios y de las clases menesterosas.

Del aseo

Decididamente no es el aseo el distintivo de nuestro pueblo ni de nuestra capital; y esta verdad, triste como es, merece examinarse porque si hubiéramos de proceder ordenada y metódicamente á mejorar las condiciones de nuestras clases inferiores, nos fijaríamos sin duda en el aseo como el preliminar de la educación. El aseo bajo el punto de vista higiénico, es indispensable al desarrollo físico de los seres, y para la conservación de la salud; y bajo el punto de vista moral tiene todavía mayor trascendencia.

Si observamos detenidamente á los animales, podremos notar cómo en ellos también existe eso que entre nosotros se llama presunción ó deseo de bien parecer. El ave en perfecto estado de salud y de vida se ocupa con insistente afan, y con nimio cuidado en peinar y arreglar sus plumas; les pasa una revista minuciosa y con la ayuda del pico dá á cada una la conveniente dirección y la colocación que le es propia, en esa admirable superposición que constituye un abrigo impermeable y un vestido cómodo y adaptado á todos los movimientos del cuerpo. Cuando una sola pluma suele, por la división de sus filamentos, cruzarse con otra, interrumpiendo el orden natural, el ave se apresura á componerla, dando á aquel detalle la misma importancia que daría la mujer elegante al desarreglo de un rizo, de un encaje ó de una flor de su vestido.

Los animales de la raza felina y otros emplean largas horas en su aseo personal, porque ese cuidado está en armonía con las leyes dictadas por la naturaleza respecto al vestido y á la propia conservación. Y solo cuando el animal está enfermo, ó es presa de una agitación moral, descuida esos detalles.

Desde el momento en que son condiciones fisiológicas del cuerpo humano el desprendimiento constante de moléculas de la materia y la transformación del agua, de los gases y de las substancias que sostienen la vida, el aseo del cuerpo es la consecuencia natural y precisa de ese modo de ser. La civilización, aceptando de lleno tal axioma, no solo escribe, con la higiene, el código de la propia conservación, sino que enaltece el aseo llevándolo por la senda del refinamiento hasta el sibaritismo.

En el lujo, en la opulencia, en el bienestar, es donde el aseo impera y gobierna, donde todas sus leyes se observan y se cumplen, y van éstas relajándose en proporción de la falta de bienestar y de civilización, hasta llegar al esquimal habitante del polo, cuya choza bajo la nieve es la más inmunda de las cloacas.

Respecto á las ciudades, nótese que el aseo es el signo característico de su refinamiento y de su opulencia, porque así como en el orden físico el aseo es la condición de vida y de salud respecto á los individuos, y de cultura y adelanto respecto á las localidades, es en el orden moral la entrada á la ilustración y al mejoramiento individual.

El hombre no tiene derecho á la estimación de los demás cuando no tiene motivos para estimarse á sí mismo; y el aseo personal implica dos órdenes de ideas en los diversos sentidos físico y moral, que conducen naturalmente al hombre al aprecio de sí mismo. Respecto al primero ¿quién no ha experimentado esa satisfacción legítima, ese bienestar, esa alegría, en cierto modo voluptuosa, que se siente después del baño? La conciencia del aseo del cuerpo serena el espíritu y reanima la vida; y por el encadenamiento lógico de las ideas, se pasa en ese estado de bienestar material; al deseo de conservarlo, buscando el aseo para el contacto de nuestro cuerpo, el aseo para recreo de nuestra vista, de nuestro olfato y de nuestro ánimo, dando deliberadamente un paso á nuestro mejoramiento individual; y como en el sér racional no pueden pasar las sensaciones sin atravesar la región de las ideas, la sensación voluptuosa del aseo imprime en el cerebro y deja en la conciencia un grado más de aprecio de sí mismo y poseer este grado de aprecio de sí mismo, es pisar la primera grada del progreso humano formado por la suma de aspiraciones personales al mejoramiento indefinido y perdurable.

Queda pues sentado como punto incontrovertible, que el aseo es la base del progreso material y moral.

Todo hombre ilustrado y culto es naturalmente aseado, por más que el lector un tanto malicioso y observador haga aquí una acotación de oportunidad, recordando algunos personajes muy conocidos que son la excepción de esta regla general. Y son tan excepcionales esos ejemplos, que vienen á constituir una verdadera aberración, y una inversión de ideas en la cual el amor propio se convierte en orgullo, el deseo del bien parecer, tan inherente al hombre culto se convierte en desprecio á la sociedad, y la aureola del genio ó de la ciencia pretende, para singularizarse, convertir el ridículo ó el desaseo del traje en un distintivo de excentricidad, propia del sabio que no se ocupa de pequeñeces. Sea como fuere los sabios sucios son y serán siempre censurados, y nunca su sabiduría llegará á ponerlos fuera de los tiros certeros de la crítica; lo cual es una prueba más de que la ilustración comienza por el aseo.

Veamos ahora cuales son los efectos del desaseo y la incuria en nuestro pueblo, desde el momento en que entre el traje del indio y el figurín europeo, ha aceptado un pelage de confianza, con el cual lo primero que pierde es el respeto al público; y se comprende desde luego cuan difícil será inculcar amor propio y sentimientos de dignidad personal y de presunción al hombre á quien se ha enseñado desde niño á presentarse semi-desnudo y sucio en la sociedad. Pruébese sino á hacerles comprender esa deficiencia, y por toda lógica y por toda contestación exclamarán «Pos si sernos de los probes....» Lo cual traducido quiere decir: «No tenemos obligación de asearnos ni de vestirnos, exhibiremos nuestra desnudez y nuestra miseria ante los ricos, á quienes tendremos el derecho de odiar, pero nunca el deber de parecer mejor á sus ojos ni á los nuestros.»

Esta especie de fatalismo pone una barrera al adelanto y mejora de esa clase, que gasta en un día en pulque obsequiando á sus amigos, lo que bastaría y con mucho, á introducir alguna reforma en su traje y su apariencia. Así parapetada esa masa de población en su modo de ser, permanecerá siempre inaccesible á la mejora moral, y no nacerá en ella jamás la noble aspiración de pertenecer á otra clase social más elevada.

Habrá, estoy seguro, optimistas bonachones y acomodaticios que juzguen exageradas mis apreciaciones; otros habrá que me atribuyan presunción y mala voluntad á nuestros tipos nacionales, porque la forma más vulgar del patriotismo es esa que lo pone á prueba de calzonera, de rebozo y de enchiladas; y habrá, por de contado, quien al ver que la emprendo contra el lépero y contra la mujer cochambrosa y escurridiza, pretenda que trato de desnacionalizar las costumbres. Pero yo debo salir al encuentro de tales ó semejantes reproches, asegurando que me es perfectamente familiar el patriotismo ese que saborea nuestras ordinarieces, y se entusiasma con la diana y con los jorongos del Saltillo.

Pero después de reflexionar sériamente y de contemplar de cerca el desarrollo y adelanto de otras civilizaciones, ha subido de punto el interés que me inspiran el lépero y la enrebozada escurridiza, y me asalta el deseo de derribar la barrera que les impide mezclarse en el torrente de la civilización universal.

Para comenzar con orden y concierto un programa de reforma social, que como cosa mía habrá de pasar desapercibido, pero que como útil y provechoso habrá de adoptarse alguna vez, declaro: que como punto de partida, el espíritu filosófico que haya de educar á nuestro pueblo, debe referir el artículo primero de su código constitucional, AL ASEO DE LOS NIÑOS, para imprimir á la generación que viene un nuevo aspecto, preparándola á adaptarse á las exigencias del progreso del mundo.

En el siguiente artículo seguiremos ocupándonos de tan importante materia.

El aseo, la frazada y el rebozo

Suelen decir las personas faltas de aseo, en la necesidad de hacer alarde de despreocupadas, que el hábito fio hace al monje, y á mí se me antoja que esto del hábito revela más elocuentemente de lo que parece á primera vista, la analogía inconcusa entre las prendas de ropa y las prendas personales. Que lo que se llamó hábito tratándose de frailes, no hiciera de cada uno de los que lo llevaban un modelo de virtudes cristianas, eso es una verdad como un puño, re conocida en primer lugar por los señores arzobispos, y luego por cada uno de los que pudimos alguna vez apreciar las prendas personales de tales sujetos. Pero sentar como axioma que el hábito no hace al monje es un tanto cuanto aventurado é inexacto. Yo por el contrario, conozco á los monjes por el hábito, la casta de los pájaros por la pluma y á cada prójimo por su pelaje.

Las personas de la escuela de Sancho Panza que tienen un refrán á mano para objetar cuando se ofrece, me dirán que bajo una mala capa se oculta un buen bebedor; pero este es un refrán que equivocadamente aplican algunos á sabios sucios, ó á ricos ordinarios, cuando su sentido literal es éste: El buen bebedor gasta en beber lo que debía gastar en una capa nueva.

Y rae he de salir con la mía de probar que el hábito hace el monje, aunque para ello haya de emprender un viaje, recorriendo el hemisferio boreal, para empezar por el lapón, en quien la forma humana toma toda la apariencia de la foca marina, con cuyas pieles se confecciona un triple forro que, no obstante su espesor, deja expeditos los movimientos del cuerpo. Nada está más en analogía con la vida semi-salvaje de los habitantes del polo, que esa envoltura hirsuta. Algunos grados más y encontraremos á los habitantes de la Siberia ó de la Rusia asiática envueltos en pieles con el característico ulster de lana pesada; pero también el ruso está expedito en sus movimientos, no se envuelve ni se emboza. Desde la misma latitud en las posesiones inglesas de la América del Norte, hasta el Canadá y en todos los Estados-Unidos y en lo más crudo del invierno, se lleva paleto ó sobretodo, pero nunca capa ni otro género de abrigo, y nadie usa cachenez ó bufanda, ni se cubre la boca para resistir el frío.

Seguimos nuestro viaje y nos encontramos en nuestra República: y empiezan los envueltos y los embozados, los arrebujados y los que esconden las narices; los que dejándose dominar por el frío, esconden las manos é inutilizan los brazos; y de embozado en embozado llegamos hasta el indio, que arrebujado en la frazada, deja que se le hielen los piés descalzos; por ahí, por el talón vulnerable, es por donde el frío de la muerte ha sorprendido en el último invierno á muchos infelices.

Si después de práctica tan dolorosa y de incuria tan funesta propusiera yo que las frazadas se conviertan en paletos y los huaraches en botas, una carcajada general acojería mi proposición, al figurarse al chante de sobretodo y al pollero calzado.

Y sin embargo los habitantes de las latitudes que han aprendido á resistir el frío nos enseñan la manera de vestirse. Pero estas lecciones no pasarán á la categoría de hechos sino cuando el enfriamiento gradual de nuestro planeta y la marcha natural del progreso traigan del Norte el frío y la civilización irresistibles.

Niéguese ahora que la frazada es idiosincrática, que es peculiar de nuestra raza y descendiente en línea recta de la capa española. Debajo de la frazada que envuelve el dorso y la mandíbula inferior de un prójimo, se abrigan cómodamente la pereza, la inacción, la ociosidad y el desaseo: es la abreviatura del traje masculino, como el rebozo es el complemento y la abreviatura del traje de las mujeres.

El rebozo es un chal escurridizo y cuya docilidad confianzuda le da el aspecto de usado desde antes de venderse. Debajo del rebozo se oculta la cabeza desgreñada, la camisa de dos semanas, la falta de abrigo para el cuello, la del corsé, la del corpiño y la de las mangas; oculta las lineas del talle, obliga al espectador á prescindir de todo examen; no es una pieza que viste, sino una funda que impide que se vea; sirve de sombrero, de abrigo y de paraguas; si llueve, la propietaria se cubre la cabeza, no para no mojarse, sino para aprovechar el agua filtrada; si hace frío, el rebozo tapa la nariz, no para abrigarse, sino para hacer la ilusión de que se defiende del frío, respirando su propio aliento; si hace calor, cae de la cabeza y de la barba; si se trabaja, no se dejan caer las puntas; si se recibe una declaración amorosa, el rebozo se lleva á la boca con la mano: ésta es la mímica obligada del pudor; si se roba algo, lo esconde debajo del rebozo; si tiene un niño, el rebozo es cuna, vehículo y abrigo, venda, hamaca, regazo y biombo. La seducción amorosa se pone en práctica tirando del rebozo; y cuando se le quiere hacer un mal atroz á una mujer, se le priva del rebozo, que equivale á arrancarle la coleta á un chino; si se le quiere hacer un gran obsequio, se le regala un rebozo, y cuando en la abundancia esa misma mujer quiere emplear en algo su dinero, compra un rebozo más caro que el que usa.

Muchas señoras profesan todavía al rebozo un afecto especial: surtido el guarda-ropa con todas las confecciones europeas, se escurre el rebozo de silla en silla con esa flexibilidad perezosa de su tejido laxo y acomodaticio, y sirve para las jaquecas, para los flatos y para el deshabillé. Tapa los broches que faltan, el rasgón del talle, la varilla rota, y otras deficiencias. Sirve para estar en Tacubaya como dentro de casa, y para decir á los transeúntes «aquí estamos establecidas» ahorra sombreros, lazos y otras muchas cosas costosas.

La falta de presión atmosférica y la de extremos en la temperatura; las costumbres del indio, la necesidad de vestirse de hilaza, la falta de telares de la industria europea y la índole nacional, confeccionan el rebozo y la frazada; y estas dos piezas nos dán los apuntes biográficos de los portadores, escritos por ellos mismos.

De pocos años á esta parte la gente de Tebozo ha aumentado su equipo (que ellas llaman sus trapos) con una prenda más. Con un saquillo de indiana, y es el primer paso; el segundo es el tápalo negro, el tercero es el tápalo de color; el cuarto el talle ó corpiño, y las medias. En los hombres el primer paso es la blusa, el segundo los zapatos y la chaqueta y el sombrero más corto: Cuando llega á saco es cuando la mujer ha llegado á medias.

Estos pasos se dirijen á alcanzar un siglo en el cual hayan aprendido á vestirse siete millones de mexicanos, quintuplicando, por ese solo hecho, la industria, el comercio, la producción, el consumo y la riqueza.

La obra es larga; pero por lo mismo es necesario emprenderla sin perder más tiempo, si hemos de aspirar á que la posteridad nos haga justicia.

Ya hemos probado que el principio de todo mejoramiento material y moral es el aseo, y que el primer defecto característico de nuestro pueblo es la incuria. Lavémoslo.

Para conseguirlo voy á proponer algunas bases prácticas, y á suponer que alguno me hace caso.

El artículo 1.° del reglamento de la instrucción pública será el siguiente: «Para entrar á la escuela á recibir la instrucción, ya sea gratuita ó por estipendio, el alumno deberá presentarse aseado.»

En el vestíbulo ó entrada de todas las escuelas primarias, secundarias y superiores, y de todos los demás establecimientos de enseñanza, se situarán antes de la apertura de las clases, el director ó maestro, con sus ayudantes y mozo ó mozos de aseo, y los aguamaniles, toallas y demás útiles necesarios. El educando que se presente aseado recibirá una ficha y pasará inmediatamente á la clase: el que necesite asearse lo efectuará en el acto y entrará después á la clase sin recibir ficha. Estas fichas entrarán, las primeras, en el cómputo de las calificaciones personales.

Quedará, en este término de comparación, establecido el estímulo y la recompensa, y bien marcada la diferencia entre estar aseado y no estarlo. Si esta práctica se hace extensiva á los establecimientos privados y se invita á los gobernadores para plantearla en sus Estados parece inconcuso que al cabo de algunos años habrán adquirido hábitos de aseo muchos miles de individuos, y se habrá trabajado, lenta pero fructuosamente, en pró del decoro personal y de la dignidad de los mexicanos.

La caridad

(Pesadilla dramática)

Cuadro I

De los cuatro ángulos de la ciudad se levanta un rumor sordo y siniestro que interrumpe por intervalos el silencio lúgubre de la noche. Algunos gritos de dolor más agudos y más vibrantes se oyen en el espacio, seguidos por sus propios ecos como una trahilla de canes rabiosos. El Dolor y el Hambre andan de pocilga en pocilga cebándose en sus víctimas y dejando en pos de sí estela de ayes y sollozos. Algunos pobres sucumben al Dolor y á la Peste, pero otros sobreviven para contemplar y regar los cadáveres con lágrimas. Angustias infinitas, pero calladas, se ocultan en las sombras para devorarse las unas á las otras como bacantes insensatas; y cuando pasa el tumulto de las penas y reinan el silencio y las sombras, dejan tras de sí los últimos hipos y los últimos estertores con que se despiden las almas vencidas en la lucha...

De repente se perciben voces distintas y articuladas...

—¡Piedad! socorro! misericordia...

Se oye como el ruido del huracán que acompaña al coro.

—Socorro! pan! amparo!

El Dolor con los ojos vendados, con las manos crispadas por la ira, blande dos puñales y se lanza sobre la turba. Algunos lo aguardan con la atonía de la sorpresa; otros huyen, precipitándose como manadas de animales salvajes al ruido del bosque que se incendia, y ruedan por tierra con los movimientos descompasados del pánico.

La Peste se cierne en los aires como un ángel negro lanzando dardos envenenados que silban por los oídos de la madre para herir al hijo y al esposo. Busca el tugurio del pobre, del hambriento, del desamparado; y se goza en arrojar sus dardos invisibles y en ver á sus víctimas revolcarse de dolor y temblar de miedo...

Vuelve en los aires á zumbar el torbellino de los ayes y de los gemidos, hasta que toma creces como la voz del huracán, para gritar en coro:

—¡Socorro! ¡pan! ¡misericordia!

Pero apenas los ecos han pasado se levantan de entre las sombras; el Silencio: ansioso de volver á reinar por todas partes; le siguen el Dolor y el Hambre, el Abandono, la Miseria, la Angustia y la Desolación, prontos á la lucha, como una falange de demonios insaciables y crueles.

Cuadro II

Nadie ha oído esas voces. Nadie ha visto esos ángeles negros rodando entre las sombras. Hay un rumor más grande y más estrepitoso que se levanta á lo largo de la ciudad y atruena los espacios como el chasquido de las olas, como el ruido de la tormenta. ¿Quiénes levantan tan colosal algarabía? En el mar, es el viento invisible y las gotas de agua. En las calles, es el retintín de las copas de cíen mil cantinas y el rodar de los coches llenos de mujeres; son los aplausos del can-can, la ovación de la Mascotte, el apoteosis de la desvergüenza, es la música de Offembach y las obscenidades de Lecop, es el público de los teatros que entra y sale, son las bailarinas que brincan, las coristas que se balancean, los calambour que ruborizan, el mundo que se divierte...

No se ven las sombras en donde reinan esos ángeles negros por que los focos de luz eléctrica deslumbran á los transeúntes y ahuyentan las visiones nocturnas.

¡Quién vá á encontrar á la Caridad en esa batahola!

La Caridad, tan dulce y tan modesta, tan callada y tan prudente!

Allá creo divisarla entre la sombra corriendo en pos de un desvalido. Creo distinguir los pliegues de su blanca túnica húmeda con el rocío de la noche. Ah, no: no es la Caridad. Es un agiotista que ha hundido en la miseria á cien familias, y le da un centavo á un borracho plañidero! No, no anda por ahí la Caridad. Y en tanto el coro, ese coro espantoso de ayes y sollozos, vuelve á levantarse como el rumor de la brisa que refresca anunciando el turbión y la tormenta. Ya vuelve ya crece... ya revienta.

El huracán!

—Socorro! Piedad! Misericordia! suena en los espacios. ¡Bravo por la Theo! Contesta la linternilla del teatro Nacional como para ahuyentar á los duendes, y en tanto el estrépito de las copas y de las botellas, partiendo de Plaisant resuena por todas las arterias alcohólicas de la ciudad.

Cuadro III

La Caridad, entre tanto, continúa ignorada, pasa desapercibida tendiendo sus manos cariñosas á los desvalidos.

—Yo soy la Caridad, prorrumpe con voz meliflua y ténue; soy la primera de todas las virtudes; yo uno á los hombres en una sola creencia, con un solo amor; con el amor á las penas y al dolor agenos les abro la puerta de los cielos. Venid, venid á mí.

—Yo soy sincera, paciente y bienhechora y amo la verdad. Venid á mí, con vuestro óbolo conforme á vuestros medios. Venid á socorrer á los que lloran en la penuria y el dolor.

—Venid á consolar á los afligidos. Venid á dar pan á los necesitados. Venid á hacer el bien y á recojer el premio de las lágrimas y las sonrisas de gratitud de los socorridos y las bendiciones de los pobres. Dios que ve los actos de beneficencia, no perderá la memoria de ellos, y en el momento de la caída del hombre caritativo, encontrará un apoyo.

—Venid á mí. Yo soy hija de Dios y socorreré á los necesitados y consolaré á los afligidos y ampararé á los pobres y á los que lloran hasta el último día del mundo.

—Venid, venid.

La débil voz de la Caridad se perdía en el estrépito de los garitos, los cafetines y los figones cantantes y de las bolas de la lotería que, dentro sus mil globos, producían en la atmósfera el rumor de las tempestades de granizo.

Pero de los ámbitos más lejanos volvía á levantarse el rumor del enjambre, que iba creciendo como la voz del huracán, y atravesaban por los aires, con los graznidos de las aves nocturnas, los plañideros gritos:

—¡Socorro! Caridad! Misericordia!

Pero nadie los oía en medio del tumulto y la algazara.

De repente hubo un momento de silencio que permitió á un hombre escuchar los gritos lastimeros y pensó en la Caridad, y pidió pan á los ricos para los pobres.

Era Juvenal que invocó la Caridad ocho mil veces. Un grupo de jóvenes, que no estaban en la cantina, pudieron desde las aulas del saber oír aquellos clamores que se repetían de ocho en ocho mil veces por día.

Se empegó á tratar entonces de unir á la Caridad con la Opulencia. Juvenal, los estudiantes y los empresarios buscaron á esa gran señora en los teatros, la veían entrar pagando por divertirse, pero esto no era bastante y concertaron una entrevista.

Cuadro IV

Holgaba la Opulencia en sus salones rodeada por las maravillas del arte, del lujo y del refinamiento, cuando un ugier le anunció una visita..

—¿Quién es?

—Excelentísima señora, es la Caridad.

—La Caridad á esta hora! es muy tarde.

El ugier esperaba de pié medio inclinado.

—¿Está aún abierta la caja?

—No, señora excelentísima.

Hubo otra pausa, durante la cual el ugier se inclinó seis pulgadas más.

La Opulencia reflexionó y al cabo de un Tato exclamó:

—Que pase.

El ugier hizo una reverencia y salió.

Entró la Caridad con paso magestuoso y traje humilde, pero resplandeciente de belleza y de bondad.

La Opulencia la contempló de hito en hito y notó la sencillez de sus vestidos.

—No sé si me conoceréis, dijo la Caridad con voz humilde.

—Tengo el honor, contestó la Opulencia, de haber oído hablar de vos en varios círculos. Además, conozco vuestros nobles antecedentes. Tened la bondad de sentaros.

La Opulencia señaló con la mano á la Caridad un sillón bordado de oro.

La Caridad tomó asiento.

La Opulencia continuó:

—Tendría gran placer en seros útil, señora. Ya os escucho.

—Me habéis dicho que conocéis mis antecedentes y por lo tanto imagino que adivinareis mi misión. Socorrer á los pobres.

—¿Conocéis á la Beneficencia Pública? preguntó la Opulencia.

—Es una medio hermana mía, que hace todo lo que puede, pero no ha tenido el honor de estrechar sus relaciones con vuestra casa.

—No obstante, dicen que es protejida por el Erario, que como sabéis, es un millonario un poco fácil.

—El Erario hace también lo que puede. Pero no es bastante.

—Qué deseáis entonces?

—Que me ayudéis personalmente.

—En buena hora; yo lo haré de buena voluntad, no obstante, (y sea dicho en confianza) no obstante las diatribas de que soy constantemente objeto por parte de los malquerientes que me echan en cara la frialdad de mis relaciones con vos y con las personas de vuestro círculo.

—Os calumnian.

—Ya sabéis que tengo una enemiga poderosa: es la Envidia. Pero todo eso no pasa de ser una fruslería. Yo quiero en esta vez probaros mi adhesión y mis respetos. Por lo visto se trata de un subsidio extraordinario.

—Exactamente.

—Pues contad con que entre las dos habremos de dar cima á este asunto. Reuniremos nuestros elementos. ¿Con quiénes contais por vuestra parte?

—Mi círculo es bien limitado y ya sabéis que yo nunca obro sin ponerme de acuerdo con mi hermana predilecta, contestó la Caridad.

—¿Quién es vuestra hermana, si me permitís..., ¿Cómo se llama?

—La Modestia.

—No tengo el honor de conocerla personalmente, dijo la Opulencia. Pero sí he oído decir que es una persona recomendable.

—Sí, señora; mi pobre hermana es tan buena, que la aprecian todas las personas de juicio; es compañera inseparable del mérito y conoce á los verdaderos sabios;, por ella brillan la belleza y el talento, y por mi parte, la amo tanto, que voy con ella á todas partes.

—Ya me lo suponía: entre hermanas... Y cómo está de recursos.

—Es pobre.

—Ved, señora, que lo que necesitamos para nuestra empresa son personas acomodadas.

—Son efectivamente las que más deberían ayudarnos.

—Supongo, señora, (y espero me perdonéis la franqueza) supongo que las otras personas con quienes contais, se encuentran en las mismas circunstancias de...

—Sí, señora; todas son pobres. Son mis hermanas menores, la Humildad, la Abnegación y...

—Basta. Es suficiente. Y como debeis comprender, yo he de girar en muy distinto círculo por razones de rango, de decoro y sobre todo, porque debo hacer honor á mi estirpe y al lugar que ocupo en el gran mundo. Yo también, y ved qué coincidencia, yo también tengo una hermana predilecta sin la cual no doy un solo paso.

—Puedo saber su nombre? preguntó la Caridad modestamente.

—Sí señora, se llama la Vanidad. ¿La conocéis?

—No, señora; absolutamente.

—Es mi hermana predilecta; voy con ella á todas partes, tiene tan buen juicio, que es la consejera de todos mis pasos y de todas mis acciones. ¡Ya se vé! y es tan astuta, que por ella brillan mi casa, mi persona y mi servidumbre, y por ella rabia la Envidia, que como os he dicho es mi mortal enemiga.

—Y qué otros personajes entrarán en esa combinación?

—Las tres principales seremos mis dos hermanas, Vanidad y Ostentación, y una servidora vuestra. Tenemos todos los elementos en las manos, todas las facilidades; y podremos manejar á nuestro público como á una banda de chiquillos. Tras de nosotras vendrán, como comprenderéis muy fácilmente, el Lujo, personaje indispensable en todo círculo que se aprecia, la Moda que como sabéis va siempre con nosotras. Ahora, en materia de gente menuda para hacer bulto, tenemos la Coquetería, tan amiga de la juventud; tendremos la Gracia, la Hermosura y la Presunción. Entre las personas de peso, y que nos ayudarán grandemente, tenemos el Amor Propio y al Quedirán, y finalmente, como agente universal y factotum, estará en todas partes el Compromiso, que, como sabéis, tiene el talento de meter á sus víctimas en un callejón sin salida. Ya vereis, ya veréis qué chascos y qué rechinar de dientes y qué.....

—Perdonad, señora, interrumpió la Caridad, me parece que hemos extraviado el camino y vamos á acabar por no poder ponernos de acuerdo.

—Al contrario, señora. Ahora es cuando, según creo, he venido á dar en el ítem. Ya puedo aseguraros un éxito brillante.

—Por lo visto se trata de una fiesta.

—Si, señora, por de contado. La fiesta vá á ser vuestro caballo de batalla, Voy á mandar poner tres ó cuatro mil luces bajo los jirones de manta y las sartas de heno de Bejarano.... Veo que os disuena este nombre, teneis razón, señora. Este nombre no es el de ninguna virtud conocida. No pertenece ni á vuestro círculo ni al mío. Pues como os iba diciendo, pondré muchas luces, mucha música y prepararemos un millón de chascarrillos.

La Caridad poniéndose de pié, dijo:

—Señora:—Si todo lo que proyectáis, movida por la voz de la prensa y de algunas personas que me aman, ha de ceder en beneficio de los pobres, no tengo derecho á oponerme á vuestros planes; pero me permitiréis que desde este momento me retire, pues como habéis dicho muy bien, las dos giramos en distintos círculos. Nada podré hacer al lado vuestro, hay una incompatibilidad de caracteres, de miras y de sentimientos entre nosotras.

—Teneis razón, pero en la época que atravesamos, vos no podéis, pobre virtud, modesta, callada y humilde, llenar vuestra misión; teneis necesidad de las pasiones humanas, puesto que ellas solo, y no las virtudes vuestras hermanas, son las que mueven al humano linaje..

La Caridad hizo una reverencia y se retiró muy conmovida.

La Opulencia se dirigió al Zócalo, reunió á su comitiva y ayudada por Bejarano y por Payen, recaudó ocho mil pesos para los pobres.

Cayó el telón y amaneció.

La caridad en la educación

Ya hemos visto en mi pesadilla del domingo anterior, como la primera de las virtudes cristianas, la Caridad, juega en muy distinta esfera de la que ocupan ciertas pasioncillas, que son alimento cuotidiano de esta nuestra imperfecta humanidad, y con las que es necesario transigir, puesto que ellas son las que imprimen el caracter á nuestra época y las que forman las costumbres. Habremos, pues, de conformamos con que el óbolo de la Caridad se dé sus verdes en la ópera bufa y en el circo Orrín antes de llegar á manos del miserable; con que el lujo se digne otorgar sus migajas al necesitado, y con que el gran mundo consienta en bailar, en divertirse y en brillar para que entre los pliegues del raso y entre las flores que se marchitan en el sarao, rueden algunos pedazos de pan hasta el hospital.

Todo esto en último resultado no es más que una curva; linea, que, como hemos dicho otra vez apropósito de los tranvías, es la que nos lleva siempre á nuestro destino. Aceptamos, pues, la curva en materia de socorros para los pobres, sin proponer por nuestra parte más adición que la de la perseverancia, en lo cual no creemos dar una pesadumbre á las personas afectas á divertirse.

No hay quien hable, por supuesto, de repetir la jamaica del Zócalo en busca de otros cuatro mil quinientos pesos doce centavos, por que esta prueba está muy fresca; pero sí se podría hacer un gran baile en Palacio, por vía de subsidio á la beneficencia pública, y este baile podía instituirse anualmente en fecha fija, á fin de que con anticipación figurara en el programa de las fiestas de la capital y hubiera tiempo para prepararlo convenientemente, haciendo extensivas las invitaciones á todas las ciudades unidas á la capital por lineas ferreas. No sería imposible reunir una concurrencia de cuatro mil personas en el Palacio Nacional.

Un baile así, sería un espectáculo nuevo y grandioso, y tendría la ventaja de que cada cual podría conocer y preparar anticipadamente el precio de la diversión.

Por la misma curva puede hacerse pasar el dinero del borracho á la beneficencia, puesto que de rodeos se trata, y puesto que la evolución de los afectos y de las costumbres en nuestra época ha roto ya la linea recta entre la conciencia del deber y la caridad. Claro es que haría más honor á la humanidad la práctica espontánea de esta virtud, porque significaría un grado de progreso moral edificante; pero sobre no ser esto posible, hay que recurrir al sistema de compensaciones, y en vez de buscar en el corazón de los hombres ese impulso noble y bendito de amor y fraternidad, de conmiseración ingenua por el desvalido, hay que poner á contribución al vicio, á la vanidad y al placer, para buscar ese equilibrio, imposible, á pesar de los sueños comunistas, entre la riqueza y el pauperismo.

Convengamos en que esta evolución por más que esté en la naturaleza humana, y por más que los resultados la justifiquen colectivamente, no es la práctica pura de la moral, individualmente considerada.

Y mientras la caridad se practica al són del bombo y de las copas en ocasiones determinadas, bueno será enseñar á nuestros hijos que esta virtud está en el corazón, y que se debe practicar sin alarde, sin vanidad, sin ostentación, y sin humillar al socorrido; que ella implica el gran precepto de amarnos los unos á los otros, cuyo cumplimiento es un deber que no se cambia por aplausos, sino solo por la satisfacción personal de nuestra conciencia íntima.

A este efecto nos aventuramos á proponer, ni más ni menos que si nuestros lectores hubieran de tomarse el trabajo de hacernos caso, una institución de caridad sin música, sin heno y sin luz eléctrica.

Los individuos que pueden formar esta asociación son los maestros de escuela y los directores de establecimientos de enseñanza, así públicos como privados.


I. El primer paso práctico de esta asociación, será que cada maestro ó director invite á sus educandos á que lleven á la escuela el día 1.° de cada mes una limosna para los pobres.

II. Para que esta invitación sea fructuosa, después de hacerla oralmente á los niños, encareciéndoles la práctica de la caridad, el maestro entregará á cada niño un recado impreso, concebido, poco más ó menos en estos términos:

«Sr. D.

El niño de V., N. N.... ha sido invitado por mí, á nombre de la asociación de Caridad, para traer á esta escuela el día 1.° del entrante mes una pequeña limosna para los pobres.»

III. El día 1.° de cada mes, el primer ejercicio de los niños será depositar su limosna en el cepo y á presencia del maestro, recibiendo en el acto otro pequeño recado impreso concebido:

Sr. D...

El niño de V... N. N... ha entregado hoy en esta escuela su limosna para los pobres (tantos centavos.)»

Los niños que reciban este segundo recado impreso, serán anotados en el registro correspondiente, para hacer constar el hecho en las calificaciones de fin de mes y de fin de año.

IV. Cada tres meses la invitación se hará extensiva á llevar á la escuela una pieza ó piezas de ropa de desecho, en un paquete cerrado, que se recibirá por el maestro con las mismas formalidades.

V. La asociación de maestros nombrará de su seno una comisión de señoras que monten y dirijan un taller económico, para el aseo, reparación, reforma y aprovechamiento de las piezas de ropa recibidas de todas las escuelas, y entregue á la dirección el número de las que resulten en estado de uso. Estas piezas de ropa las distribuirán convenientemente los maestros de las escuelas más pobres, para estímulo y recompensa, entre los niños más necesitados.


El primer efecto moral de esta institución será desde luego engendrar la buena costumbre de practicar la caridad, siendo de esperar que en la mayor parte de los casos esta costumbre subsista después de la escuela. El esfuerzo puede ser insignificante por parte de los niños y de das familias de éstos; y el conjunto de los desechos de ropa de uso, sometido á los procedimientos de un taller en forma, dará los mejores resultados, según está probado en otra parte, en donde esta práctica lleva largo tiempo de estar establecida..

Los niños pobres tendrán en la escuela un nuevo estímulo, cual es el de adquirir piezas de ropa; este estímulo se hará extensivo en nuestra clase ínfima para que envíe á sus hijos á la escuela, y el niño adquirirá ya no sólo hábitos de aseo y compostura sino que aprenderá á practicar la caridad..En muchos casos un niño habrá dado dos centavos de limosna en dos meses, y recibirá á los tres una camisa; en otras el niño por medio de su aplicación y buena conducta, se encontrará vestido merced á su esfuerzo individual; y esta prueba, práctica, palpable y elocuente de su mejoramiento moral y material, es más que probable que lo haga perseverar en la buena senda.

Los elogios del maestro, la buena calificación mensual, y el librito dorado y el diploma que el niño pobre recibe al fin del año, son sin duda estímulos morales que influyen en su ánimo y lo alimentan para continuar en su carrera; pero si tomamos por tipo á uno de esos niños pobrísimos de nuestro pueblo, que concurren descalzos y muertos de frío á la escuela, pisando el agua helada y sin tener con qué taparse, y ese niño es inteligente y bueno y por su aplicación y sus virtudes recibe desde los primeros meses de su enseñanza, zapatos, camisa y abrigo, al conquistar esas prendas con su trabajo personal, mejora su condición material, y palpa el resultado práctico de su aplicación, lleva en su porte el distintivo de su conducta, se presenta con él en su casa, dando un ejemplo á sus mismos padres de lo fructuoso de su aplicación y del buen empleo de su tiempo; y es seguro que no desmayará en la larga carrera de sus estudios, cuando de una manera tan práctica palpa las ventajas de la instrucción.

¡Cuántos niños pobres, y acaso con talento, han desertado del estadio de los educandos, luchando con la miseria y desalentados al medir el tiempo que tienen que recorrer para alcanzar el primer fruto de la instrucción! Puede ser que una camisa, un par de zapatos, una chaqueta conquistada á tiempo en la escuela por medio de buenas notas hubieran despertado en su alma la noble ambición del saber, y hubieran comprendido las ventajas de la ilustración sobre la incuria y la ignorancia.

No bastan al hombre, ni mucho menos al niño, los estímulos y recompensas puramente abstractas; se necesita, y en esta época acaso más que en ninguna otra, materializar esos estímulos para ponerlos gradual y progresivamente en posesión de los beneficios que conquistan con la educación. Y por otra parte, si las primeras manifestaciones visibles de la ilustración son el aseo, el vestido y el decoro personal; si la instrucción pública se dirige á conquistar para nuestra clase ignorante esas primeras muestras de su mejoramiento, nada más natural que procurarlo desde la escuela. El medio es bien sencillo, y los centavos que los niños depositen en dos meses, serán suficientes no sólo para la reparación de las piezas de ropa de uso que se reciban, sinó muchas veces para confeccionar ropa-blanca nueva.

Como á esta asociación podrán pertenecer no sólo los maestros de escuela sinó todas las personas que lo soliciten, habrá de sacarse gran utilidad y provecho de los muchos miles de piezas de ropa de los niños que hoy pasan generalmente del desecho á la basura; pues desde el momento en que • la ropa usada de los niños tenga una aplicación fija, por existir un taller formal para desmancharla, lavarla, teñirla y recomponerla, cada pieza que individualmente desechada no tenía ya valor ninguno, vendrá á formar parte, merced al número, de un todo valioso, y en ese sentido adquirirán también valor, por razón de la cantidad, hasta los recortes y las hilachas.

Si este pensamiento, que planteado en otras partes ha dado excelentes resultados, no pareciere irrealizable entre nosotros, nos permitimos someterlo humildemente á la consideración de la ilustrada Junta de instrucción pública.

El divorcio

La cuestión del divorcio está á la orden del día desde que el señor diputado Herrera la promovió en el seno de la representación nacional; de allí sale, en la forma de un rumor sordo que se difunde por todos los ámbitos de la ciudad, penetrando en los rincones más obscuros del hogar doméstico; la palabra divorcio se oye por todas partes, pero casi en ninguna se le comprende..

—¿Qué es eso del divorcio? preguntaba anoche una señora á una vecina, ¿ha oído usted decir algo?

—Sí, Gualupita; hoy se ha tratado de esa cuestión en casa, á la hora de comer.

—¿Y qué es eso, en resumidas cuentas? ¿de qué se trata?

—De qué se ha de tratar, mi alma, de picardías de diputados mal avenidos con sus mujeres, y que se quieren aprovechar, ahora que tienen el pandero en la mano, para dar una ley que les conviene.

—¿Pero es cierto que con esa ley los hombres se casarán muchas veces seguidas?

—Dos ó tres cuando menos.

—Ah, entonces...!

—Entonces qué?

—Ya sospecho con quien se casaría Aniceto. ¿Y su marido de usted?

—¡Alma mía de él tan bueno! Ni lo crea usted que me dejara.

—No se fíe usted. Cuantos hay que no dejan hoy á sus mujeres porque no pueden; caras vemos...

—Lo que es en eso puede usted tener razón. Sin ir muy lejos, nuestra vecina del 8. Yo me alegraría de la ley del divorcio sólo por ella. Ya V. ve qué clase de marido le ha tocado.

—Anoche vino borracho.

—Como siempre.

—Y á media noche eran unos gritos y unas palabrotas, que no me dejaban dormir.

—Pobre muchacha!

—Pues como ésas hay muchas. Vea usted: de siete matrimonios que hay en la vecindad, cuatro andan mal avenidos, porque ¿dónde me deja V. el zapatero de abajo?

—Ha golpeado á su mujer, de manera que por poco la mata.

—¿Y usted cree que esas gentes se acogerían á la ley del divorcio? Ni por asomos. Esa clase de leyes sirven casi exclusivamente para los pillos, y para los que la echan de ilustrados y progresistas; pero nunca para los pobres, ni mucho menos para la mujer. Pruebe usted, si no, proponerle á la mujer del zapatero que pida divorcio; no lo haría aunque la mataran. Las tres veces que ha ido al juzgado á declarar con la cara hecha pedazos, porque la han llevado, ha negado que su marido la maltrata y el zapatero ha salido libre.

—Así son todas. Estas gentes creen que si su marido no les pega es porque no las quieren. De manera que esa ley, si llega á darse, sería letra muerta para nuestras desgraciadas mujeres del pueblo. Pero yo le aseguro á V, que les serviría á muchos malvados para cambiar de mujer.

—Quiere decir que los divorciados pueden casarse con otra?

—De eso es de lo que se trata y á la hora de está yo le aseguro que más de cuatro están temblando.

—El diálogo anterior es un eco ligero del rumor colosal que se levanta por todas partes; pero corto como es, sirve de muestra para conocer el criterio de nuestro pueblo en materias de tan alta significación y trascendencia.

La voz del diputado Herrera, concediéndole que sea lo más bien intencionada del mundo, se ha levantado en la Cámara, no como la expresión de una necesidad social urgente, sino como si en tertulia de confianza se tratara de una cuestión exótica á falta de otro asunto.

La cuestión del divorcio en México es extemporánea; y aún suponiéndola la última expresión de la sociología, viene á México á presentar el mismo contraste que presentan muchos de nuestros asiáticos lujos con la miseria, el abandono y la desidia en cuestiones prácticas y de inmediata utilidad. La cuestión del divorcio es á las costumbres lo que la luz eléctrica del Zócalo á las lobregueces de la ciudad; lo que la banqueta de mármol á la general inmundicia de las calles; lo que la última expresión dé la comunicación rápida, el teléfono, á nuestro colonial servicio de correos, la que el espíritu liberalísimo de nuestra constitución política á la ignorancia y abyección de las masas.

La vida de las sociedades sigue la misma evolución que la vida del individuo.

Francia se entrega al lujo y los placeres con la monarquía y forma su carácter, su índole y sus costumbres. La revolución de 89 la empapa en sangre, conmoviendo al mundo para oírla decir la ultima palabra en materia de libertades públicas; pero la marcha social no se modifica; el lujo, los placeres y la inmoralidad siguen imprimiendo el caracter, el tipo y la índole, al grado de que, el cancán, al invadirlo todo, invade el matrimonio y la virtud; se canta el adulterio al paso de cuadrillas, se bailan el honor y la fidelidad y los deberes conyugales en son de desvergüenza: escribe Balzac la fisiología del matrimonio, porque lo encuentra convertido en una quisicosa imposible y ridícula; la sal ática de Moliere parece desabrida á los labios saturados con ajenjo; y se vuelve el asunto dramático por excelencia, y el númen de Talla, la primera noche de bodas. La ópera bufa se radica en la recámara, al rededor del colchón, y el pueblo francés, lujosamente ataviado, acude en masa y noche por noche durante veinte años á buscar la moralidad dramática en el teatro debajo de las sábanas.

Hé aquí el terreno propicio á la iniciativa del Sr. Herrera. Esa es la tierra abonada con los componentes químicos del guano, destinada á recibir esa planta exquisita del divorcio, planta que como las de la moderna jardinería es el resultado de múltiples hibridaciones.

Si atravesamos el océano para venir á este continente á contemplar la república norte-americana, nos encontramos con que ese joven pueblo, coloniza un terreno virgen, en donde en lugar de iglesias había aduares, donde en lugar de montañas había ríos, y en vez de preocupaciones había el amor al trabajo. Llega al mundo ese pueblo en plena civilización, y vive el siglo XIX, poniéndose á su altura. Se improvisa, surge de entre la última expresión de las ciencias políticas y administrativas, como el que vá á edificar echando mano de los materiales más costosos y de la mejor calidad; extrae del antiguo continente savia de vida, experiencia histórica, gérmenes de ilustración, verdad científica y el tipo de la civilización universal; levanta la escuela, amamanta á sus hijos donde su primera generación americana con la leche de la educación á la altura de las necesidades de la época; y el puñado de colonos se rodea en un siglo de cincuenta millones homogéneos.

Pero por sabio y por grande que haya sido ese pueblo al implantar en su terreno virgen los arbustos híbridos de la educación de la mujer y del divorcio, no puede menos de confesar hoy día que al hacer al hombre egoísta y á la mujer filósofa, se extreme ce ante los extragos del peculado y la ambición, y llora ante el hogar vacío convertido en boarding y en hotel.

En ese terreno cultivado por la ciencia se han plantado, han florecido y fructificado las exquisitas plantas híbridas de la emancipación de la mujer y del divorcio, para la que el Sr. Herrera pide patente de introducción, y las flores y frutas de esas plantas han marchitado á la madre de familia; han hecho del hogar doméstico «na sociedad en comandita, ó un comedor y un dormitorio á escote; han hecho de la mujer americana el ornato forzoso de las avenidas, que transige, por bondad, con la maternidad á medias, y con restricciones tan filosóficas como inmorales.

El divorcio ha venido á destruir la solemnidad del vínculo sagrado del matrimonio, á quitarle su magestad imponente, ya se le considere como contrato social ó como pacto sagrado. Ya no es el matrimonio ese paso único, grave, serio, terrible, que se dá en el colmo de la pasión, en el auge de la posición social, en el pleno desarrollo viril, y en el seno de la reflexión madura y de la determinación irrevocable para desprenderse una vez en la vida, como la semilla de la flor, para crear la familia, para edificar el hogar doméstico, para garantizar en el porvenir á la prole inocente con la indisolubilidad del vínculo, por medio de un adiós eterno á las borrascas de la juventud, y el paso grave y digno de célibe á jefe de familia, que lleva el inmenso peso en los hombros de las gravísimas responsabilidades que contrae por cuenta de la felicidad de los hijos que engendra.

No; ya no es así el matrimonio en los Estados Unidos. Las facilidades para contraerlo, á la misma altura que las facilidades para revocarlo, lo han impreso un caracter de mogiganga, lo han desprestigiado, lo han envilecido, convirtiéndolo en una mancebía transitoria, en un pasadizo con ambas puertas abiertas de par en par, en una temporada de placeres legítimos, cuyo servicio termina con los postres para abonarse en otra fonda.

Y esto es tan cierto, que la solemne ceremonia matrimonial está reducida, en muchos casos, á la intervención de un testigo, investido de autoridad civil ó eclesiástica más ó menos postiza ó dudosa, y para este acto ya no son indispensables ni el templo ni el juzgado. Se verifican matrimonios en la playa, en los baños de mar, con el agua hasta la cintura, entre los novios y un sacerdote en calzoncillos. Se verifican en la canastilla de un globo entre las nubes; en la cima de una montaña y en cualquiera calle ó encrucijada. Se celebran por el correo, por el telégrafo y por el teléfono; y se manda á un Estado por una mujer legítima en legítimo matrimonio, por la misma escuela de procedimientos que se emplean para comprar una yegua.

En la misma proporción se descasan los prosélitos de esas leyes liberalísimas y fáciles; el nudo se rompe en un minuto, el estado social se cambia como los papeles en el escenario, detrás de bastidores. Se multiplican de día en día los polígamos, y el número de ex-casadas, género de muy poca demanda en el mercado matrimonial, y gremio que después de dar un rodeo agradable que la civilización les ha proporcionado, vuelven, aunque por distinto camino, al punto de partida del desamparo de la mujer: la miseria y la prostitución.

Si en los Estados Unidos, en donde se ha realizado ya el perfeccionamiento de la educación de la mujer, llevándolo hasta el exceso de hacerla superior al hombre, y encaminándolo hasta el grado de hacer á la mujer no solo instruida sino filósofa; si allí, donde los derechos de la mujer son respetados, donde su acción jurídica es un hecho, y su ingerencia en la ley civil una práctica, y su iniciativa para hacerse respetar un rasgo de su educación; si allí donde la mujer es todo, las facultades del divorcio en su evolución final y por el numerismo que proporciona la estadística, dá el resultada práctico del aumento alarmante y progresivo de mujeres desgraciadas, ¿qué resultado daría en México la ley del divorcio, al tratarse del bello sexo mexicano, compuesto: de mujeres heróicamente virtuosas y prudentes y de mujeres, estóicamente sufridas é ignorantes? La respuesta es clarísima. La ley del divorcio abriría una ancha puerta á todos los malvados, á todos los léperos ilustrados que insultan y golpean á sus mujeres; á todos esos casados de veintiún años que llegan borrachos á su casa; á todos esos libertinos en quienes ya se extinguió la ilusión del atractivo de la carne, que fué su único cebo al matrimonio. Por esa ancha puerta se precipitarían en pos de los libertinos mal casados, los que mañana pudieran convertirse en buenos padres de familia; los que están vacilando en enmendarse ante la terrible indisolubilidad del lazo conyugal. La ley del divorcio decidiría á los vacilantes, incitaría á los descontentos á medias, induciría á la práctica de moda á miles de maridos en el primer disgusto conyugal, y temblarían miles de niños ante el porvenir nublado por la conmoción de la sociedad, al hacerse quebradizo el vínculo más santo de la estirpe humana; y al numerosísimo gremio de las mujeres desgraciadas en México por las causas comunes del pauperismo, habría que agregar el contingente de las repudiadas, que sería espantoso en número á juzgar por la relajación creciente de las costumbres.

La libertad de testar

Contra su costumbre Manuelito y Enrique hablaban anoche en la Concordia en estilo ligero sobre asuntos trascendentales.

—Ya sabes que no me gusta trabajar, decía Manuelito. ¿Me das cosa más fastidiosa que la esclavitud de los negocios? Ya sabes, yo soy así; tengo un caracter muy independiente. Vamos, no ha podido conseguir mi tata que vaya yo á la hacienda! 

Manuelito le llama á su papá mi tata, y y su mamá, ma.

—Y por qué no vas? le preguntó su amigo; yo en tu lugar haría esa expedición por gusto; la hacienda es hermosísima, el camino pintoresco, y luego te pasarías una vida....

—Qué sabes tú de eso? Yo no he nacido para hacer idilios; me chocan la hacienda, y el camino y los rancheros. Solo una vez he estado en una de las haciendas de mi tata; pero oye, quedé tan aburrido! ¡qué noches, Dios mío, qué noches aquellas! Mi tata ya se cansa de proponerme que me ponga al frente de una de las haciendas, porque según sabrás todos los administradores nos roban.

—Eso es seguro; si no los vigilan.

—Quién los ha de vigilar! mi tata suele ir cada dos ó tres años, y yo.... bonito yo para meterme en camisa de once varas.

—Pero yo creo que podrías hacer algo al frente de una hacienda.

—Eso es lo que tata dice. Me propone asignarme una parte de las utilidades, y me da libertad para invertir lo que sea necesario en proporcionarnos máquinas americanas y todos esos chismes; pero no, chico, ya sabes que el día que no hago mi oso no estoy contento. ¡Qué quieres! ya sabes que soy un hombre metódico!

—Sí, mucho.

—Ya se ve que sí; hace más de un año que me ves hacer lo mismo todos los días. La mañana con Micoló, al medio día mi carambola (como que ya le gano á Pepe á todos tiros), la comida, el paseo, el teatro, las novias y las esposas.

—Como que ayer vi á tu esposa ¡qué guapa iba.

—¿Cármen ó Virginia?

—Virginia.

—¿Qué te dijo?

—Dele V. expresiones á mi esposo, me dijo con mucho cariño.

—Es una buena chica; pero me cuesta un ojo. Figúrate que el tenedor de libros de casa ya no quiere hacerme otra valedura, porque le tiene miedo al tata.

—Y tiene razón.

—Qué razón vá á tener! Ya viste como la otra vez le pagué y cubrió la caja sin que nadie lo notara; ya sabe que cuando yo digo una cosa la cumplo.

—Pero esa vez, permíteme que te lo diga, si no ha sido por la ganada que diste en Tacubaya, no hubieras podido salir del apuro.

—Pero salí. Y lo que es ahora no deja de estar la cosa un poco turbia. ¿Sabes quien me va á sacar de apuros?—Mi sastre.

—¿Cómo?

—Me ocurrió que volviera á llevarle al tata la cuenta.

—Pero está pagada.

—Ya lo creo; pero si la paga doble, son trescientos duros que me hacen buena falta.

—Con que consintió tu sastre?

—No completamente; pero en fin, se prestó á darme la factura por duplicado; y como en el escritorio no conocen al cobrador yo me he compuesto de manera que la cosa pase desapercibida.

—Cuidado.

—En qué puede topar? en una jalada del tata; ya sabes que se le pasa pronto, y ya sé con qué lo contento. Le hablo de que estoy pensando sériamente irme á la hacienda y ¡adiós! lo desarmo; porque si quieres ver al tata contento que le hable uno de trabajar. Delira el pobrecito con el trabajo, y dice que si nosotros trabajáramos haríamos un capital inmenso.

—Y tiene razón.

—Pero para qué queremos más? Yo por mi parte no creas que ambiciono tener un centavo más de lo que tengo.

—Bueno, pero tú no tienes nada tuyo.

—Cómo no! todo es mío, y es mío sin necesidad de trabajar. No faltaba más sino que ahora me pusiera á hacer pininos. ¿Para qué? Ya sabes que en México no se puede gastar gran cosa; si fuera en París! No nos falta nada, tú conoces al tata. En cuanto á caballos ya has visto nuestras caballerizas; carruajes, hay más de los necesarios.

—Ya se vé, como que hace años que no usas la victoria.

—Ni la victoria, ni el faetón grande, ni el landolet. Por otra parte, si es el servicio, á todo le enseñarán á tata menos á gastrónomo.

—Como que hay días que tu cocinero se porta.

—Y así en todo. No quiero más, no señor, no lo necesito. Así estoy bien. Trabajar! Eso se queda para los gañanes, y si hemos tenido la fortuna de nacer ricos ¿á qué viene ahora matarse en el trabajo y en los negocios? y luego eso del campo es tan monótono y tan cansado.

—Pero en fin, tú necesitas tomar un partido para hacerte independiente. No toda la vida has de estar reducido á la condición de hijo de familia.

—¿Y por qué no? Mame defiende. Hace poco hablaban ma y tata de mí. Tata decía que soy un flojo, que no sé hacer nada, que he descuidado mi educación, que no veo por el porvenir, y ya sabes, todas esas antiguallas de los viejos; y la pobrecita de ma se portó como un abogado. Con decirte que derrotó á tata.

—A ver, á ver. Cuéntame eso.

—Manuelito, dijo, ya lo ves, habla francés, ha viajado.

—No me recuerdes ese viaje, dijo tata, que si no le retiro los fondos á mi hijo me deja en un petate. Bueno, dijo ma muy quedo, en todo caso hizo lo que tú cuando fuiste joven, y tata se mordió los labios. No te vuelvas avaro le decía ma. Si por beneficio de Dios tenemos lo suficiente, ¿á qué obligar á los muchachos á que se den mala vida? Deja que gocen los pobrecitos, ahora que pueden, y por ese estilo. Te digo, que estubo verdaderamente inspirada defendiéndome. Resultado. Aquellos doscientos pesos que gastamos en Tacubaya. Te acuerdas? Como que, á propósito, tengo ahora un negocio con tata. Ya le dije que perdí ayer en las carreras y que perdí por ir con él á Caracol, y que acabé mis fondos y necesito un subsidio..

—No abuses, Manuel, no abuses, se va á fastidiar un día tu papá y ¿qué haces?

—Pero ma no se fastidia. Ya te acordarás cuando lo de las bailarinas de Gtowskoski. Aquélla sí fué gorda, eh? Pues la pobrecita de ma fué la que triunfó de la situación como siempre.

—Sin embargo.

—Nada chico. Yo ya tengo hecha mi cuenta; no creas que soy tan estúpido, que no vea por el porvenir, ya tengo hecho el cálculo de lo que me tocará cuando se muera tata. Entonces estaré en la verde y podré tirar el dinero como se me antoje.

—Siempre que tu tata no te desherede.

—Quita allá! Qué sabes tú de eso!

—¡Cómo que no! la nueva ley.

—Qué nueva ley ni qué canastos! Yo soy el hijo mayor.

—Pero bien. Tu estás seguro de que heredarás á tu padre por que la antigua ley lo obliga á dejarte sus bienes, al menos la parte que te toca; pero en virtud de la nueva ley que se discute, tu padre, quedará en libertad de dejar su dinero á quien le diere le gana.

—Eso es una barbaridad.

—Será lo que tú quieras; pero si esa ley se aprueba tú no puedes estar seguro de heredar á tu padre.

—Que no?

—Que no.

—Y tú crees que tata fuera tan cruel que lo hiciera como dices?

—Pudiera suceder.

—Pues yo no lo creo, además esa ley no se aprobará.

—En qué te fundas?

—En que es una atrocidad abrir la puerta á los padres desnaturalizados para que dejen sus bienes á una ramera con perjuicio de sus hijos, que son los legítimos herederos.

—Esa es precisamente la cuestión. La ley tal como está concebida es tiránica, y los que la atacan aseguran que no debe legislarse en el sentido de intervenir en la voluntad y libre albedrío del testador.

—Quién ampara á dos hijos entonces sí no es la ley?

—Ese amparo es una intrusión de la ley, porque no hay derecho para obligar á nadie á distribuir su hacienda en sentido determinado por que cada cual puede hacer de su capa un sayo.

—Quiere decir que tata quedará en libertad para hacerte rico dejándome á mí en la miseria.

—Ni más ni menos.

—Eso es infame y declaro que ese proyecto de ley viene á la cámara por senderos tortuosos.

—Yo no lo sé y solo te trasmito lo que he oído decir para que te sirva de gobierno. Pero las razones en que la proyectada ley se funda me parecen muy atendibles.

Manuelito se quedó profundamente pensativo. Acaso por la primera vez en su vida le asaltaba la idea terrible de no tener dinero. Meditó por algunos momentos inmóvil y perfectamente concentrado en aquella idea funesta. Hizo entonces en su mente como una sinopsis del caracter de su padre, queriendo juzgar por los antecedentes si sería capaz de desheredarlo. Recordó las preferencias que en muchos casos había tenido su tata con las hijas menores y en suma, su propia conciencia le decía que si su padre llegase á obrar en tal sentido, acaso no lo haría sin fundamento.

Al ver Enrique la honda impresión que sus últimas palabras habían causado en su amigo Manuelito, lo interrumpió preguntándole:

—En qué piensas?

—En qué he de pensar, en que si desgraciadamente llegara el caso que tú crees posible ¿que haría yo entonces? Yo no sé trabajar, te lo confieso ¡qué quieres! Como no he tenido necesidad me he acostumbrado á vivir de ocioso. ¿Qué podría yo hacer sin dinero? ¿Agente de negocios, corredor, proyectista? si yo no entiendo una palabra de negocios. Es cierto que tengo relaciones pero no sé cómo habría de utilizarlas, y luego que ya sé como se trata á las personas que no tienen dinero. El día que se supiera que yo no heredaba á mi padre, adiós, estoy seguro de que la amistad y las consideraciones y todo desaparecían y... y, qué quieres! yo no tendría otro recurso que volarme la tapa dé los sesos.

—Vaya un recurso! Sabes que no creía que te hiciera tanta impresión lo que te he dicho? Has tomado la cosa enteramente á lo serio. ¿No me decías que tu tata, como tú le llamas, sería incapaz de desheredarte?

—Ya se ve que sí te lo dije. Pero en fin mi padre es hombre como todos, y una vez libre de la coacción de la ley bien pudiera tener á la hora de testar una rareza, y como era la última, no había modo de componerla.

Enrique ya no pudo sacar á Manuelito de su abatimiento á pesar de sus esfuerzos; y es que pensaba en lo que muchos jóvenes pensarán con motivo del proyecto de ley sobre la libre testamentificación, «Mucho me ha dado mi padre, soy un flojo, no sé hacer nada y... no merezco la herencia paterna.»

El aseo, el ayuntamiento y las obras públicas

O á nuestros concejales les falta un viernes, ó entran á servir en esa especie de condena que se llama regiduría, con la resignación del presidiario, Ni el movimiento general del país hacia el progreso material; ni la voz de la prensa, ni el deseo de acallarla siquiera con dictar algunas providencias de esas que hacen mucho efecto en el público y no cuestan mucho dinero; nada, ni el amor propio, ni el qué dirán, ni la negra honrilla, ni el puntillo, ni ninguno de esos móviles del corazón humano saca á esos benditos señores de su recogimiento y su abstención, como no saca de su atonía al reo sentenciado nada de lo que pasa fuera de su celda.

México presenta á los ojos del extranjero una serie de contrastes de gran valor como apuntes de viaje; pero aparte del efecto extraño que los tales contrastes puedan hacer en el ánimo de los touristes de buen humor, no pueden menos que surgir de la observación atenta conclusiones de todo punto desfavorables á nuestra pretendida ilustración..

Nos inglesamos en las carreras y hasta nosotros mismos nos creemos en Londres, cuando decimos con afectada naturalidad que nos dirijimos al turf. Ya en ese potrero de Peralvillo no se dice por la tarde que hay una concurrencia de gran tono: es preciso decir que aquello es el high life; y si se critica á la concurrencia, es preciso hacer creer que con los muchos años de residencia en París, ya se acostumbró uno á decir que allí está la goma. El mexicano en las carreras ya no se permite decir los elegantes, por prosaico, ni los petimetres, por castizo y por anticuados; ni los catrines, por ordinario; ni los rotos, por lépero; necesita decir los gomosos, por parisién. Es preciso finjir un interés que no se tiene en el caballo de nombre más inglés, pronunciando el de su dueño con familiaridad, aún cuando no se le conozca de vista. De las carreras se pasa á la ópera francesa con una provisión de sonrisas falsas para irlas acomodando á las frases que no se entienden, pero de las cuales se rien Bablot ó Limantour, que están allí cerca.

Pero hé aquí que del high life se pasa al cacahuate tostado de horno, de la goma se pasa al cochambre de las figoneras que declaran su domicilio la plaza de la Constitución, el 5 de Mayo, y en donde no hay high life posible sino mezclada con los zarapes, los sombreretes y los andrajos de nuestro pueblo.

Y habremos de resignarnos á este contraste para toda la vida? Estará condenada nuestra goma, ó nuestra nobleza, ó nuestra aristocracia ó todos, en fin, los que nos vestimos á la europea, siguiendo el torrente de la civilización universal, á vivir incrustados en medio de este pueblo sucio, goloso y ordinario, haciendo el mismo papel que hacen las colonias europeas en China, en Persia y en Constantinopla? Estaremos formando constantemente como en la antigua Atenas, un grupo de cupátridas en medio de un pueblo de ilotas?

Ya hemos proclamado abiertamente la instrucción de las masas; ya tenemos estereotipadas centenares de frases patrióticas, político-administrativas, ultra-democráticas y ultra-rimbombantes, acerca de tan alto y "trascendental principio, no hay más que echar mano de ellas, como de los sellos de goma que cambian solo de fecha, para confeccionar discursos parlamentarios, editoriales, planes de pronunciamiento y proclamas; ya estamos en paz, y llegó la ocasión de llevar al terreno de la; práctica tan bella teoría.

Ahí están nuestras escuelas, contestarán en coro los munícipes, trabajamos por la instrucción pública, vigilamos por la instrucción pública. En hora buena; á contar desde el alfabeto, estamos de acuerdo con todo lo que se refiera á la instrucción del ciudadano; pero antes de aprender el alfabeto ¿quién lo educa? ¿Quién destruye ó modifica al menos, el caudal de frases ordinarias de malas costumbres, de malas maneras y de falta de dignidad personal, que ese neófito de la instrucción lleva á la escuela? ¿la escuela misma? Apelo al testimonio de las personas que conocen léperos que saben leer y escribir, porque aprendieron esto en la escuela, pero que siguen siendo tan mal educados como antes de aprender á leer, y se verá como nuestra escuela actual que instruye, está muy lejos de educar á las masas.

En ninguna época ha llegado á tener más importancia la institución municipal que en la presente. En los muchos años en que ha permanecido estacionaria la capital de la República, y en medio del malestar inveterado que las revueltas políticas nos ocasionaban, nuestros ayuntamientos se la han ido pasando de período en período, desempeñando con más ó menos acierto sus deberes de estampilla. Pero la época actual es excepcional, y el ayuntamiento está obligado á ponerse á la altura de las exigencias de la situación, ó á retirarse de la escena por incompetente.

Todos los esfuerzos de la masa civilizada de la República en la ímproba tarea de difundir la ilustración, deben naturalmente dirigirse al mejoramiento de las clases inferiores. Para lograr este mejoramiento, insistimos en que no basta la escuela, ni mucho menos basta en las condiciones en que está basada en la actualidad; porque de la misma manera que el plan de instrucción debe ser dictado por espíritu filosófico que tienda al mejoramiento moral del individuo en cierto sentido, el plan de educación debe ser el resultado de la observación respecto á los vicios y defectos de que adolece el pueblo que se pretende mejorar.

Esta observación nos dá sin dificultad alguna el siguiente corolario. Los defectos capitales de nuestro pueblo ínfimo son el desaseo, la falta de dignidad personal, la pereza, y el estoicismo. Estos defectos como, condiciones de raza, se trasmiten y se propagan de generación en generación á pesar de la escuela, muy especialmente cuando los planteles de instrucción popular no obedecen á un plan filosófico en el sentido de la educación.

Si convenimos en que los enunciados son los defectos de nuestro pueblo, y si convenimos en que el espíritu del progreso, la filantropía y la ilustración tienden á minorar y destruir esos defectos ¿por qué no tomamos este principio como punto de partida y como objeto filosófico para constituir la escuela y la policía?

Hemos dicho arriba que la escuela es insuficiente para educar y mejorar al pueblo, y que en ninguna época ha llegado á adquirir mayor importancia la institución municipal que en la presente. Hé aquí pues el punto en que se tocan la escuela y la policía.

Tratemos del primer defecto: el desaseo. Este defecto es de la exclusiva incumbencia del ayuntamiento; esta corporación tiene á su cargo algunos miles de niños de ambos sexos, y tiene á su cargo el cumplimiento de las leyes de policía, de salubridad, de ornato y de conservación. ¿Por qué no se empieza á combatir este defecto en la escuela? Ya en otro artículo hemos indicado la manera sencillísima de plantearlo. Es de todo punto indispensable que nos penetremos de esta verdad: el mejoramiento material y moral del hombre empieza con el aseo, luego para entrar á la escuela se necesita presentarse aseado, ó asearse en la puerta antes de entrar.

Sin aseo no hay civilización, ni cultura; y por civilizados y por cultos que nos supongamos los cupátridas, tenemos que confesar que no hay pueblo más sucio en el mundo civilizado que el pueblo ínfimo de la capital de nuestra República, que es á su vez la ciudad más inmunda de todas las capitales civilizadas; y de esta falta de aseo, el primer culpable es el ayuntamiento, á cuya corporación insistimos en llamar incompetente para el ejercicio de las importantes y apremiantes necesidades del municipio.

Cómo se puede esperar que esa corporación, ya no solo se ponga á la altura del espíritu filosófico de esos deberes, sino siquiera que pare mientes en la cuestión de aseo, cuando el mismo palacio municipal, su propia residencia oficial, presenta las huellas del abandono y de la incuria, y este abandono y esta incuria, y este aspecto ruinoso no hiere la vista de los regidores que entran y salen diariamente, al grado que ni á uno solo le ocurra ocupar un albañil para que resane las paredes descarnadas y carcomidas por el salitre.

Cómo se puede esperar el aseo de la ciudad de una corporación que parece connaturalizada con el deterioro y la ruina; con las telarañas y con el cochambre de las paredes? Fué necesario un párrafo en La Libertad para que mandara quitar las telarañas de su portal. Veremos si estas lineas sirven para que mande resanar las paredes y lavar los pilares.

El día 5 de Mayo la corporación pensó en su portal, y sobre los muros deteriorados y los pilares grasientos, colocó veinte pesos de guirnaldas verdes que no había más que pedir. ¿No hubiera sido más cuerdo, y más decente y más patriótico, emplear esos veinte pesos en cal y arena y en agua y jabón para asear el portal, más bien que emplearlos en guirnaldas que no sirvieron más que para hacer un contraste ridículo?

Hay señores regidores en quienes todo el mundo reconoce las relevantes virtudes de la constancia, el tesón y la dedicación más exclusiva al objeto que se proponen. ¿No opinan ustedes que si esas virtudes raras se emplearan en cuestiones de aseo, serían más provechosas, de un resultado más práctico y más positivo, que empleándolas en discurrir la manera de gastar más dinero para proporcionar sombra á unas cuantas indias vendedoras de flores?

La corporación municipal se empeña en jugar á los despropósitos, presentando al público los contrastes más grotescos. Dice que no tiene dinero para limpiar un caño, cuando se está ocupando, con una constancia digna de mejor causa, en levantar á todo costo una cúpula de hierro y cristal, digna de los jardines de Versalles, para dar albergue á un grupo de indios durante algunas horas.

Deja por semanas enteras descubiertas las atargeas porque por falta de fondos apenas puede pagar operarios, y mientras en su penuria se vé obligado á envenenar la atmósfera y á propagar el tifo mal de su grado; porque está muy pobre, gasta dos mil pesos en cohetes por ceder á la rutina inútil, y criminal en este caso, puesto que primero es la salubridad pública y los deberes municipales de la ciudad, que la pompa de un aniversario, que no es menos glorioso por falta de cohetes.

Y á propósito de limpia de atargeas, permítasenos apelar al amor propio y al decoro de la corporación municipal, y llamar la atención sobre una de nuestras antiguallas, de nuestras rutinas y nuestras ordinarieces. ¿Por qué se obliga al operario velador de la obra de las atargeas, á que improvise por su cuenta una choza inmunda formada de petates podridos, de sacas de carbón, de palos viejos, y de todos los materiales más asquerosos que conducen los carros de la basura? ¿Por qué al repugnante cuadro de la atargea inmunda, abierta más tiempo del necesario, se ha de agregar esa choza que representa la miseria y la incuria, plantada en el centro de la ciudad á un lado del palacio nacional? ¿Qué necesidad hay de recargar el cuadro con esa nueva muestra de nuestra desidia y nuestro atraso? Por honor del cuerpo municipal, por decoro de la autoridad que representa, por el ridículo en que cae la dirección de obras públicas, debe suprimirse ese espectáculo y mandar construir un garitón portátil ó barraca de madera, que á la vez que sirva de albergue al velador, sea útil para guardar herramienta. Un garitón en cuya parte superior pueda adaptarse un farol con vidrios rojos para anunciar el peligro del pavimento á los cocheros y á los transeúntes pedestres. Este garitón acabará de ser bien conocido por el público, apercibiéndose desde larga distancia que se trata de obras públicas, y dará por fin mejor idea de nuestra obrería mayor y de nuestro ayuntamiento.

Esta corporación está en el deber de poner en vigor, con oportunas adiciones de actualidad, las leyes de policía, teniendo en cuenta que se trata de emprender una cruzada en que, por todos los medios prudentes, y todos los recursos legales, y toda la constancia que se requiere, se combate el proverbial desaseo y la falta de respeto público de nuestras clases inferiores.

La plaza de la constitución de noche

Aconsejamos á los extranjeros, que vienen á juzgar del adelanto y la cultura de la capital de la República, que no tomen nota alguna de lo que pasa de las ocho de la noche en adelante en el centro de la ciudad, porque esto es solo para contarlo en reserva á nuestros bondadosos lectores, á quienes invitamos á dar un paseo á eso de las nueve por la plaza de la Constitución.

Comenzamos por el puente de Palacio, en donde lo primero que se ofrece á la vista y al olfato del solitario transeunte, y superabundantemente iluminado por un foco de luz eléctrica, es el mingitorio municipal, que no es para descrito. Sigue una serie de tiendas de madera y lienzo, habitadas por muchas mujeres, desgreñadas y sucias que han sentado allí sus reales con el pretexto de vender aguas frescas al calor del cuerpo. Estas casitas, que de día tienen todo el aspecto de una orchatería ó puestos de tianguis, á las nueve de la noche son recámaras á los cuatro vientos. Las vendedoras de aguas son diputaciones permanentes de los Estados de Puebla, Guanajuato y Guadalajara, que reciben de día al público que se refresca y de noche á sus amigos y tertulianos, que no tratan de refrescarse precisamente.

Mientras unas chieras forman grupos con los consabidos amigos, otras cabecean ó se acurrucan por los rincones. En otras de esas barracas se observa otra disciplina más severa al parecer, porque no hay tertulia, á lo menos visible, y las mesas que de día sirven para refrescar, de noche se utilizan para tabiques y alcobas. Se levanta una barricada con las sillas y un muro con las mesas y las ollas; de lo que resulta un conjunto indescriptible de chía, orchata, limón, piña, tamarindo, sábanas, mujeres, hombres, niños y perros, procurando defenderse de la luz eléctrica que penetra por entre aquella palizada á pesar de las sábanas y de todas las precauciones.

De esta amalgama resulta que en la mañana, la chía y la orchata están al calor del cuerpo, como agua para baño ó como agua á pasto para enfermos del pecho. Despierta á aquellas gentes el frío de la aurora, que, como la luz eléctrica, se cuela por todas partes, y comienza la operación de dar de nuevo al dormitorio público el aspecto de orchatería, al exclusivo servicio de las mujeres.

Estas mujeres sin toilette son las encargadas de dar á usted un vaso lavado con sus propias manos al estilo del país. Estas mujeres llevan dos meses de vivir en la plaza de Armas, acampadas en sus tiendas, cuyo modelo es parto del ilustre ayuntamiento. Ciertos calaveras de casa de vecindad encuentran de su gusto esa sociedad de refrescadoras y mantienen la tertulia desde que oscurece hasta que aquello se transforma en dormitorio.

Después del espectáculo de las barracas sigue el del portal de la Diputación, cuya pared sirve de cabecera á sesenta ó más individuos de ambos sexos, que con cubrirse la cara, duermen allí á pierna suelta como en colchón de pluma. Las pocas personas que transitan por ese portal á tales horas, se preguntan quiénes son aquellos desgraciados y piensan con tal motivo en el cien veces cantado proyecto del dormitorio público, que con solo serlo un poco menos que el portal del palacio municipal ya se habría dado un paso hacia el decoro público y al socorro de los infelices.

El portal de Mercaderes sigue siéndolo hasta las doce de la noche; solo que al abigarrado conjunto depuestos de juguetes, zapaterías, imprentas y estanquillos, sucede el soñoliento y triste comercio de los dulceros, de no muy limpia catadura, que apostados de trecho en trecho en ese portal hace dos siglos, ofrecen al transeúnte goloso su empolvada mercancía, alumbrada por quinqués rotos y humeantes, colocados entre dos calabazates.

Esos dulces son acariciados á mañana y tarde, durante su prolongada exhibición, uno por uno, y con todo el cariño que puede engendrar en un dulcero el 50 por ciento de utilidad, por las manos ¡qué manos! del inculto y desvelado vendedor.

Una noche, de regreso del teatro, pasaba yo frente á esos fantasmas silenciosos del portal con un amigo mío, dado hace mucho tiempo á las observaciones científicas. Como todos los sabios tienen alguna manía extravagante, mi amigo, por medio de un paréntesis clásico, abierto en medio de nuestra interesante conversación, se paró para comprar camotes cubiertos.

—Es mi costumbre—me dijo, eligiendo algunas de aquellas golosinas—yo tomo dulce á todas horas.

—Lo cual prueba—añadí yo—que tiene usted estómago y corazón de niño.

—Efectivamente—dijo mi amigo el sabio, recapacitando y apoyando la punta de un camote en su frente, como si fuera el mango de la pluma—el estómago de los niños necesita más de las materias sacarinas que el de los adultos. En cuanto á lo del corazón...—me dijo—no comprendo....

—Es claro,—añadí yo—el que se entrega á esos placeres inocentes dá una prueba de que no frecuenta la cantina y conserva sus costumbres puras.

Algunos días después visité á mi amigo. Como siempre me hizo subir á su laboratorio, en donde se ocupa constantemente de sus análisis. Ya había analizado una botella de agua del Peñón de los baños, y otra de aire de letrina, de cuyo resultado estaba contentísimo, porque le iba á servir de base para una serie de estudios microscópicos muy complicados, que según me figuro, deben llegar á la innegable conclusión de que el aire de las atargeas es nocivo.

En medio de las retortas, los libros, las balanzas, y los frascos de reactivos, estaban todavía intactos y sobre el papel de periódico en que el vendedor los había envuelto los dulces que mi amigo el sabio había comprado en el portal.

—Cómo, le dije, V. no ha tomado todavía los dulces. Estos dulces, sinó me equivoco, son los mismos que compró V. en mi presencia.

—Ah, los dulces, dijo el sabio con tristeza, los dulces. No me he ocupado de otra cosa desde aquella noche.

—¿Se ha ocupado V. de los dulces?

—Le diré á V. Facundo. Esta manía que tengo de analizarlo todo, puso en mis mano el microscopio precisamente en el momento en que me disponía á devorar ese calabazate. Tenía yo muy buena luz, una lluvia de tres cuartos de hora había barrido los corpúsculos de la atmósfera; las nubes habían desaparecido, y brillaba el sol de una manera espléndida. De manera que luz, microscopio y calabazate me clavaron ahí, mientras me duró el aliento.

—¿Y qué sacó V. en limpio?

—En limpio! repitió con tristeza el comedor de dulces, en limpio respeto á mi afición á las golosinas.... vea V. Facundo, veálo V. mismo, no he comido los dulces. Es la primera vez que me arrepiento del análisis. Escuche V.

Y el sabio tomó un pliego de papel y leyó de esta manera:


Análisis de una pulgada cuadrada de superficie de calabazate.

Partículas de silicatos diversos. 897.
Idem de tierra vegetal. 709.
Idem de materia orgánica. 19.


—Polvo—dije para mí.


Idem carbonato de potasa. 607.
Idem carbonato de cal. 5.


(Ceniza de puro)


Idem filamentos de algodón. 97.
Idem de lana. 69.
Idem de seda. 3.
Fragmentos capilares. 7.


—Estos fragmentos, agregó el sabio interrumpiendo la lectura son con toda probabilidad, por estar cortados en porciones atómicas, el producto de las tijeras de los peluqueros, y hay dos ó más fragmentos terminados en punta que me inducen á creer que son pestañas de perro. En esta sección he colocado dos raíces del mismo pelo, pelo humano, desprovistas de su vastago y dos alveolos del cuero cabelludo. Encontré además un infusorio vivo de la familia de los bacterios.

Yo no sabía cómo clasificar algunos fragmentos de tejido celular y algunas fibras epidérmicas; pero detenido estudio comparativo vino á aclararme que provienen del animal corpulento de la raza bovina, ó en términos vulgares, de la baqueta ó suela, quiere decir de los zapatos que se venden en el portal, y de los transeúntes. En cuanto á substancias minerales tenemos trazas de sulfato de amoniaco muy bien caracterizadas y ácido fosfórico.

—Los mingitorios, pensé.

—Además, continuó el sabio, pude extraer partículas albuminoides.

—Claro , los mingitorios. Ya comprendo por qué no ha comido V. los dulces.

—Sigue el análisis, continuó el sabio; partículas de betún de Judea, trementina y negro de humo. 1327.

—¡Tanto!

—Es claro, estaban aglomeradas esas substancias en la forma de una f.

—¡Cosa más rara!

—No tiene eso nada de extraño, dijo el sabio con una sonrisa de triunfo. Es una f del papel de periódico en que envolvieron los dulces, y que se reimprimió en el calabazate al combinarse el betún de Judea de la tinta de imprenta con los átomos de azúcar y la humedad atmosférica, ó más bien con alguna de esas partículas salivales que se desprenden de la boca al comprar y vender dulces.

—¡Válgame Dios y lo que quiere decir para los sabios, exclamé, la sencillísima circunstancia de estar un dulce lleno de polvo!

—¡Oh, el microscopio! dijo el sabio lanzando una mirada cariñosa á su magnífico instrumento. ¡Qué grande es el mundo de lo infinitamente pequeño!

—Pero en fin V. no vuelve á tomar dulces.

—Vea V, Facundo, voy á hacer otros análisis, para que se me olvide el de los calabazates, y dentro de poco, mis propensiones de goloso triunfarán de las apreciaciones científicas.

—Me parece bueno el remedio y lo pondré en práctica antes de comprar dulces.

—El expendio de comestibles al aire libre, continuó el sabio, especialmente de aquéllos que presentan una superficie húmeda ó pegajosa, es, sobre inculto y poco aseado, un vehículo seguro para la transmisión de los corpúsculos y gérmenes venenosos que flotan en la atmósfera. Los dulces, los pasteles y todas esas golosinas, debían exhibirse para su venta resguardados del polvo, bajo vidrieras. Así estarían libres ya no solo del polvo cuyo análisis es horripilante, como V. ha visto, sino que podrían conservarse más tiempo en buen estado, porque no absorverían tan fácilmente la humedad de la atmósfera que altera y descompone todas las masas secas y esponjosas como los pasteles, ni absorverían los miasmas pestilentes, como sucede con toda seguridad á los pasteles y dulces del portal de Mercaderes, expuestos por ¡más de catorce horas consecutivas á inmediación de los mingitorios. Respecto al uso que se hace aquí del papel de periódicos diré á V. que para un inglés ó un americano del Norte sería una falta imperdonable ofrecerle un dulce envuelto en papel impreso. Entre nosotros se usa ese papel sin objeción alguna, pero convenga V., Facundo, en que no deja de tener sus inconvenientes.

—Que lo diga la f del calabazate.

—El público, dijo el sabio muy serio, debe engullirse con los dulces muchos vocablos reimpresos por el procedimiento de la absorción del betún de Judea por el azúcar húmeda, arrastrando consigo las partículas de negro de humo y del aceite de linaza.

Dejemos al sabio, para continuar nuestro paseo nocturno. Al salir del Portal de Mercaderes se siente uno bañado por torrentes de luz eléctrica en el vértice de un ángulo recto que llega por un lado hasta el paseo de la Reforma y por el otro hasta Peralvillo. La imaginación vuela como la electricidad, hasta el lugar de la generación de la luz, y recuerda el ruido atronador de los motores y las máquinas, y la complicada red de conductores que llevan el fluido que se convierte en astros deslumbradores, en haces de rayos luminosos sostenidos á fuerza de oro por un ayuntamiento que deja á la ciudad hundirse en la inmundicia.

El Zócalo está desierto y sin embargo inundado de luz, y á mayor abundamiento ardiendo el gas en el candil y los candeleros de la caja acústica. No es noche de música, y uno que otro vagabundo dormita en las bancas de fierro. Algunos calaveras trasnochados se cambian palabras obscenas en voz alta, las fuentes han enmudecido hace mucho tiempo, y no rompe aquel silencio selenítico más que el lejano rumor de algún simón rezagado, ó la lluvia de cucarachas monstruosas, familia Velatona, que se crían en los pantanos de las inmediaciones de la ciudad, y vienen de noche á inmolarse en aras de las esplendideces municipales y á ahuyentar del jardín á las muchachas bonitas.

Por falta de fondos

El ayuntamiento confiesa que las calles que necesitan reparación de empedrados son 143, las que lo necesitan nuevo 345; las que demandan urgente compostura, 117; las que necesitan terraplén, 317; banquetas, 425, y las que necesitan atargeas, 379.

Sumados estos números, dan un total de 1.735 calles, ó sea todo México y algo más; y no siendo aventurado calcular un gasto de diez mil pesos para cada calle, por término medio, supuesto que más de la mitad de este total de calles necesitan empedrado, banquetas y atargeas, resulta que para que México tenga pavimentos, debe gastar la suma de 17.350.000 pesos y sostener un gasto anual de conservación, á lo menos, de 500.000 pesos.

Confesó en enero de este año la Comisión de Obras Públicas que el canal de la Viga, que vá hasta el lago de Texcoco, está tan azolvado, que su fondo está más alto que el de las atargeas que deben desaguar en él, y que en lugar de desazolvarlo procedió á levantar el piso de las calles. ¡Supremo recurso de esta espléndida ciudad que se sumerge día á día en su propia inmundicia!

Está averiguado y declarado fuera de toda duda, que las zanjas de los puentes de Santa Ana y Tezontlale, están en el último grado de azolve y repletas de enormes cantidades de materias orgánicas en putrefacción, siendo el foco de las enfermedades reinantes al Norte de la ciudad. Cegar esas zanjas para salvar algunos miles de vidas, es una de esas emergencias que no necesitan ni discusión ni admiten demora. El ayuntamiento se ha conformado con declarar desde enero que no hace la obra por falta de fondos.

Los canales de desagüe entre Balbuena y puente de Guadalupe, entre Aragón y el lago de Texcoco y entre la Viga y la Magdalena, demandan urgentemente su desazolve, pero el ayuntamiento no ha emprendido esa obra por falta de fondos.

La misma comisión de ríos y acequias, presupuestó en Enero en 3.500,000 pesos las obras de desazolve de zanjas y canales y nada ha podido hacer en los seis meses transcurridos por falta de fondos.

Escasamente bastarán veinticinco millones de pesos para cubrir las necesidades de la ciudad, si ella ha de ser el emporio del adelanto del país, la residencia de los poderes y la primera de las capitales de la América latina.

En la marcha irregular de nuestro progreso, y al efectuarse el movimiento inusitado que han impreso al país la paz y los ferrocarriles, el ayuntamiento de México se ha quedado rezagado entre los expedientes vireynales, á tres siglos de fecha, y con su pequeña bolsa en la mano asoma la cabeza por entre los enmohecidos barandales de su palacio, azorado de ver tanta gente y abrumado con el peso de tantas necesidades qué no puede satisfacer.

No basta que los ingresos municipales hayan aumentado por su propia virtud ó debido solo al aumento natural de contribuyentes, porque las necesidades han aumentado cuatro veces más y el millón de pesos de que dispone esta corporación no es ni la cuarta parte de lo que necesita solo para cubrir los gastos ordinarios y de conservación.

Las condiciones en que se va colocando de día en día el Ayuntamiento de México van siendo de tal naturaleza, que el remedio de sus males no puede ya surgir de su propio seno. Es una corporación menor de edad, impotente por su naturaleza, transitoria por su duración y bajo todos conceptos impotente para remediar el cúmulo de males que acrecen y se agravan con solo el transcurso de los días. Va á llegar á la mitad de su período, para esperar estoicamente su agonía, entregando al de 1884 la ciudad en un estado más precario, por más que presente justificada la cuenta de sus inversiones y de sus ingresos.

Este desprestigio en que ha caído el ayuntamiento, lo pone á merced de otra entidad de nueva creación entre nosotros.

Ya nuestro ayuntamiento hace el papel de pobre y de resignado ante la compañía de ferrocarriles del Distrito y en un informe de la comisión de Obras Públicas se lee lo siguiente:

«Entre las obligaciones de las compañías de ferrocarriles del Distrito y de las tranvías, están la de hacer la limpia de las atargeas de las calles por donde pasan los rieles y de cambiar el nivel de éstos cuando cambie el de la calle, empedrando la parte comprendida entre los rieles y un metro á uno y otro lado de la vía. La dirección de Obras Públicas y la comisión que suscribe dan siempre á tiempo el aviso para que se ejecute uno ú otro trabajo cuando es necesario, pero las compañías ponen tan poca gente en los trabajos, que muchas veces no alcanza el tiempo para que la limpia de las atargeas se lleve á cabo antes de la estación de lluvias. Esto origina que gran número de calles se inunden por falta de corriente en las aguas, que en todo tiempo se revienten las atargeas y los albañales y que las calles estén muy apestosas por los charcos que se forman en ellas. Como ni la comisión que suscribe ni la dirección de Obras Públicas tienen los medios para hacer cumplir á las empresas, solo se limita á dar cuenta al cabildo.»

Muy moderada anduvo la comisión en su anterior informe respecto á la empresa del ferrocarril. Nosotros como testigos presenciales de la limpia hecha por esa empresa en la segunda calle del Correo Mayor podemos asegurar que dicha limpia fué solo un simulacro para aparentar que cumple con lo que tiene estipulado, porque el resultado inmediato de esa obra fué el azolve completo de la atargea y la inundación perenne de la calle, seca y en corriente antes de recibir los señalados favores de la poderosa empresa contra quien nada puede el pobre ayuntamiento.

Sin necesidad de muchos cálculos ni de muchos datos estadísticos, está á la vista de todo el mundo que las necesidades municipales crecientes de nuestra ciudad demandan un gasto cuatro veces mayor que los actuales fondos de que se dispone; y todo lo que no sea abordar la cuestión de fondos hasta resolverla, es perder el tiempo ó gastarlo en hacer redondillas por este estilo:


La comisión propuso el remate de compostura de mllen.
El cabildo se sirvió aprobar (¡qué bondadoso!)
Todo iba hasta aquí á las mil maravillas.
Pero no se pudo hacer nada por falta de fondos..


Otra.


El señor gobernador hizo iniciativa respecto á obras públicas de imprescindible necesidad.
La comisión, entusiasmada, pidió al cabildo que esas obras se llevaran á cabo.
El cabildo, con un patriotismo espartano, aprobó por unanimidad.
Todo había salido hasta aquí á pedir de boca.
Pero acto continuo todo eso quedó convertido en música celestial, por falta de fondos.


Estribillo.


El señor gobernador, la comisión y el cabildo sabían como nosotros antes de la iniciativa, antes del dictamen y antes de la aprobación que no había fondos.


Coro.


Los periódicos ponen el grito en el cielo.
Las comisiones preponen.
El cabildo aprueba, con largueza, con patriotismo y con la mejor intención del mundo.


Desenlace.


Nada se puede hacer por falta de fondos.


La creación de fondo municipal competente y á la altura de las necesidades y peligros de la capital, es la cuestión de más trascendental importancia que puede ofrecerse á la ilustración y al patriotismo de los habitantes todos de esta ciudad encenagada.

Mientras más importancia se conceda á la erección de vías férreas en la República, mayor será la que adquiera la creación de fondos municipales.

Los ciudadanos pueden existir como tribus nómadas y volver al estado primitivo. Los pueblos cortos pueden vivir, como viven á miles, en estado semisalvaje, casi sin agua, sin albañales y sin obras de ornato; pero la capital de la República tiene y debe vivir forzosamente gastando lo que necesite en su dispendiosa subsistencia, so pena de presentar ante la civilización el mas grotesco é imperdonable contraste.

La cuestión de arbitrios municipales es cuestión de vida, en que se interesa el estímulo de la propia conservación de los trescientos mil habitantes que forman el centro más populoso y más ilustrado de la República, es cuestión de patriotismo y de decoro, y apremiante en los momentos de abrir nuestras puertas á la inmigración europea y de hacer cuantiosos sacrificios para la colonización artificial.

Esta hermosa capital, está en vísperas de una inundación de peor género de cuantas han diezmado otras ciudades, porque habremos de hundirnos en una gran letrina, preparada durante muchos años, y mientras alumbramos nuestras miserias municipales con torrentes de luz eléctrica, mientras arden cien picos de gas todas las noches en el kiosko de la plaza inútilmente, mientras gastamos los escasos fondos del municipio en dar banquetes á quien no los ha menester, y edificamos rotondas de fierro y de cristal para las indias, y elevamos monumentos detestables á una piedra vieja y de dudosa procedencia; el cieno del canal de la Viga, levantándose lentamente como una serpiente negra y gigantesca, se hincha hora por hora para convertirse en una muralla insuperable que hará de la ciudad la inmensa cloaca de la muerte..

¡Que no haya luz eléctrica, que no haya gas, que no haya kioskos, que no haya banquetes, que no haya fuegos artificiales; que valga doble el pan y tres veces más el aguardiente, que demos cada cual el diez por ciento de nuestro haber de un mes; todo es menos malo, todo es preferible al riesgo que corremos de la inundación, á la peste, á la inmundicia, á las perniciosas, al agotamiento de las familias y de la raza, á la destrucción y á la muerte.

¡Fuera la apatía! ¡fuera el statu quo! ¡fuera las contemporizaciones y las pequeñeces! ¡Las dragas! ¡las bombas! ¡el vapor! y tres mil hombres! ¡Paso á la inmundicia! ¡paso al negro cieno en que vivimos! ¡Aseo á nombre de los derechos de la civilización! ¡Salubridad á nombre de nuestros derechos de vida! (Higiene á nombre de cien mil deudos que después de dejar á sus muertos en las lomas regresan á la cloaca donde les espera la muerte!....

Ya ve usted todo eso, lector? ¿ya se penetró usted de nuestra desgraciada situación? ya le pasó á usted por las mientes la negra idea de que su hijo de usted ó su esposa pueden caer mañana envenenados por la perniciosa ó por el tifo? ¿ya se formó usted una idea del albañal en que vivimos y del peligro inminente de una inundación y de la urgente necesidad de sanear la ciudad? ya se hizo usted el ánimo de dar lo que le pidan, de hacer un sacrificio para cooperar al saneamiento? Pues ayúdeme usted á sentir, por que predicamos en desierto. Este artículo pasará completamente desapercibido y los personajes que pudieran ponerse al frente de esta situación para conjurarla, esclamarán, tal vez con el tifo en las narices: cosas de FACUNDO.

El trabajo y la pereza

El trabajo es la bendición de los hombres, por más que haya quien lo tome en el sentido diametralmente opuesto. Todo trabaja sobre la tierra, en los senos del mar y en los espacios infinitos; y sin embargo, hay sobre la superficie de nuestro planeta, y entre nosotros precisamente, dos grupos que se empeñan en contrariar esta ley universal. Estos dos grupos son el de los muy ricos y el de los muy pobres. Los primeros, repitiendo aquello de hago bien, tengo dinero, trabajan en gastarlo y en gastarse á sí mismos; y los segundos emprendiendo el trabajo de gastar la vergüenza, trabajan en gastar el dinero de los otros..

Hé aquí cogidos á los flojos por la ley del trabajo, por más que hagan alarde de que viven sin trabajar. Conozco un mocho muy encopetado, cuya vanidad consiste en que nunca ha trabajado para vivir, porque, según él dice, sus padres le dejaron muchos pesos, y es cierto; y una buena educación, también es cierto. Esta buena educación consiste en muchas cosas; pero en las que se hace prominente, es en que no lo deja á usted pararse, ni moverse, ni respirar; lo coge á usted entre las páginas de su cartilla de urbanidad y lo tiraniza con sus cumplimientos. Le saluda á usted, le tiende la mano, se la aprieta, le coge á usted el sombrero y el bastón, y le obliga á usted á sentarse. Toma él la palabra, le pregunta á usted muchas cosas, exije que le dé usted cuenta de su mujer, de cada uno de los niños y de cada una de las enfermedades que les aquejan; le dá á usted cigarro y después la lumbre, y no permite que usted reciba el cerillo, ni encienda primero, ni en compañía de usted, sino después, y le da las gracias á mayor abundamiento.

Si usted se para por cambiar de postura, ó porque le da la gana, ese señor le suplica á usted que se siente.

—Estoy bien, muchas gracias.

—Pero siéntese usted, repite.

—Lo hago por cambiar de postura.

—No se moleste usted; sentado, mi señor, sentado.

Y tiene usted que obedecerle y sentarse para librarse de sus cortesías.

Este señor, como no tiene qué hacer, oye su misa todos los días en el Señor de Santa Teresa. Visita á Nuestro Amo, va al paseo en coche, y se recoje temprano; no se ha casado, y es todavía lo que se llamaba en tiempo de la güera Rodríguez un cotorrón,.

Este cotorrón es de los que creen que no les ha alcanzado la maldición del trabajo, y está listo para morirse á cualquiera hora que se ofrezca.

Entre los del otro grupo, los mendigos son los que figuran en primera linea.


Mío es el mundo, como el aire libre,
Otros trabajan porque coma yo,
Todos se ablandan si doliente pido
Una limosna por amor de Dios.


Estos prójimos resolvieron una vez por todas la difícil cuestión de vivir; y viven con el menor trabajo posible y suele sobrarles; en contraposición de los muchos que trabajan y siempre les falta. Mientras el trabajo incesante del género humano aumenta la riqueza, el bienestar y las comodidades, los ricos y los mendigos perezosos permanecen estacionarios. Pero aún entre los que trabajan pueden establecerse diferentes grados de actividad. Nosotros hemos podido observar al obrero americano del Norte en las grandes fundiciones de fierro de Pittsburg, St. Louis Missouri y Kentuky representando sin duda la mayor suma de trabajo rudo y de fuerza física que puede soportar el hombre durante el mayor tiempo posible; y el desarrollo de la fuerza muscular en tan rudas é incesantes faenas hace de aquellos hombres, especialmente en Kentuky, verdaderos atletas. Estos son los reyes del trabajo, y de cuyas manos sale, como la seda de la boca del gusano, la maravillosa red de hierro que ha engrandecido á la Unión americana.

El espectáculo que presentan aquellas fundiciones nos transporta á las fabulosas fraguas de Vulcano, En aquellas inmensas galeras, cruzadas en todas direcciones por las poleas y las agujas colosales, por las ruedas dentadas y Tos ciclópeos martillos de vapor, reinan, como las tres divinidades de aquel olimpo negro, el hierro, el fuego y el hombre.

Ninguna de las fases del trabajo humano es más grandiosa, en ninguna parte aparece el hombre más grande por su facultad creadora y por su fuerza física que ante aquellas homallas en que hierven toneladas de fierro, como en el centro del planeta; en que chisporrotea el metal, con chispas mortales, en cien cráteres artificiales, de donde aquellos gigantes del trabajo lo toman en trozos de cuatro toneladas al rojo blanco, para entregárselo, como un bocado, á una mandíbula circular, que lo masca como masca el chicle un muchacho. Aquel bocado incandescente, se encuentra cogido por dientes romos contrapuestos que pasan unos delante de otros en movimiento concéntrico, con una fuerza irresistible; la bola de fuego se achata, se comprime, se estira, y se retuerce en sí misma, amasada por aquellas encías y aquellos dientes gigantescos. Hay no sé qué placer, que participa de lo salvaje y de lo sublime, en contemplar aquella máquina que es la boca de un monstruo de inconcebible fuerza, mascando un bólido incandescente de cuatro toneladas de peso, hasta devolverlo maleable y dócil para la segunda operación.

El monstruo deja de mascar casi á una señal del hombre. Se vé entonces como con lástima al tejo enorme, cuyo rojo ha perdido el blanco resplandeciente, y es condenado al fuego nuevamente: una tenaza suspendida lo recibe, y una cabria automática lo coloca sobre los rieles á tres metros del suelo; entonces un muchacho tirando de una cadena lo conduce á otro horno, á recobrar el rojo blanco. Apenas ha tomado esta satánica palidez, es sacado del homo y entregado á un nuevo tormento: á una máquina que ejecuta los movimientos del pulgar y el Índice de la mano de un hombre para amasar una bolita de miga de pan. El invisible vapor le está dando á aquellos dedos el poder de hacer cilíndrico el bólido, que parece llorar lágrimas de fuego, y cuando está achatado y angosto entra en la gran máquina que lo estira con un poder admirable, haciéndolo pasar por un ojo en forma de T, hasta soltarlo hecho un riel que cae á tierra y descansa, como debe haber descansado el granito hirviente un día del génesis, después de haber poblado los espacios con sus gemidos espantosos y sus infernales chisporroteos.

Estas transformaciones del hierro llevadas á cabo en proporciones colosales por la mano del hombre, presentan uno de los cuadros más interesantes y dignos de contemplarse. Yo veía con amor á aquellos cíclopes, me inspiraban no sé qué clase de veneración, como si fueran los sacerdotes de un templo, que tenía por culto el porvenir de la humanidad. Ejercían cierto poder misterioso sobre la materia bruta, se hacía abstracción de la fuerza del vapor, tanto más cuanto que esa fuerza era invisible, y solo se veía el hombre delante del fuego y del fierro. Se miraban por todas partes hacinamientos de lingotes fríos y las bocas de fuego que iban á devorarlos, haciéndoles retroceder á cien mil años cuando hervían confundidos en las entrañas de la tierra, para pasar por una serie de tormentos, que representan en el conjunto de aquella maquinaría gigantesca, todas las conquistas de la ciencia sobre la materia inerte.

Cada máquina de aquéllas era un portento mecánico; pero sobre lo que me llamaron especialmente la atención aquellos cíclopes fué sobre el majador mecánico, esa máquina que hacía las veces de las quijadas de un gigante, mascando un trozo de hierro de cuatro toneladas. Se trataba de majar un trozo tal, que los martillos de vapor eran apenas suficientes, cuando surgió el majador circular, compuesto de las piezas de acero más pesadas que se hayan fundido, y empleando la mayor cantidad de fuerza que haya podido concentrarse en tan limitado espacio y en movimiento tan sencillo. Esta máquina era la admiración de los trabajadores, y la había inventado una mujer. Se presentaba á la imaginación no sé qué dantesco antítesis en la debilidad del bello sexo y la espantosa fuerza de aquella dentadura de acero.


* * *


Quien había de creer que los anteriores recuerdos se despertaron en mi memoria al fijar la atención en una cuadrilla de operarios pagada por el ayuntamiento, y que trabajaba en empedrar la segunda calle del Correo Mayor!

Estos son otra clase de obreros, que, como descendientes de los que edificaron las pirámides de Teotituacán, conservan en los glóbulos rojos de su sangre una muda protesta contra la civilización europea.

Parece que en la necesidad de buscar pan se resignan al trabajo, pero obedeciendo á la consigna de hacer lo menos posible en el mayor tiempo posible. Son quince hombres, tres de ellos de más de cincuenta años y cuatro muchachos de diez y ocho á veinte y uno. Han permanecido tres días frente á mis balcones, y han hecho de cuatro á cinco varas cuadradas de empedrado. Suponiendo que hayan ganado tres reales diarios, han costado al fondo municipal esas cinco varas de pavimento $16,86 ó sean á $336 es vara cuadrada, con cuyo costo había para alfombrar la calle.

El procedimiento empleado por la cuadrilla ha sido el siguiente: cuatro hombres estaban provistos de martillos con picas, apropósito para colocar la piedra, cuatro tenían pisones y cuatro tenían palas, los tres restantes tenían costales y manejaban una carreta.

Esta cuadrilla estaba vigilada por dos gendarmes, que me parecen tan instruidos en empedrados como en logaritmos.

Mientras no aparecía la carreta con tierra seca ó con cascajo, los doce hombres holgaban, y quedaban los viejos en cuclillas rascando la tierra, como ratones, con más ganas de dormir que de rascar.

Cuando llegaba el cascajo, que era la cuarta parte de lo que podía contener la carreta, se ocupaban dos hombres en llenar los costales y dos en vaciarlos. Entonces los cuatro empedradores empedraban haciendo oír el ruido del martillo sobre la piedra á intervalos irregulares de 5 á 20 segundos. Los de las palas volvían á descansar, y los de los pisones seguían esperando, al grado de que dos de ellos llegaron á dormirse, hasta que empezó ¿llover. A las primeras gotas la cuadrilla íntegra con todo y gendarmes buscó refugio en un zaguán, y se echó á descansar, los gendarmes hicieron con los pisones y sus capotes dos poltronas mecedoras para bendecir cómodamente á Neptuno. En las veces que pude observar á la soñolienta cuadrilla, durante los tres días que han empleado, en llenar cinco hoyancos, he contado lapsos de inercia general en toda la cuadrilla hasta de tres cuartos de hora. Este era el tiempo que mediaba regularmente entre el último martillazo, y la llegada de la carreta. La cuadrilla ha permanecido cerca de tres semanas en solo la calle mencionada, que ha quedado á medio componer siendo así que ha habido tiempo y brazos para empedrarla toda.

Esta manera de ganar un jornal, se hace más notable, para quien haya podido estudiar la distribución y subdivisión del traba jo, de tal manera que se evite todo lapso de inercia entre los operarios. Probablemente como ésta deberán estar distribuidas en la ciudad muchas cuadrillas, consumiendo un caudal diez veces superior al trabajo que emplean, pues esas cuadrillas obrando por su propia inspiración, ó desobedeciendo una consigna, ó modificando las instrucciones que reciben, sin sobrestante entendido y práctico que las dirija, no pueden dar el resultado que se propone el ayuntamiento, cuyos loables esfuerzos por resolver el insoluble problema de las necesidades de la ciudad lucha todavía con esa tendencia proverbial de nuestros perezosos albañiles á matar el sapo.

Un conflicto

No le faltaba á nuestra inmunda capital más que el melindre para acabar de parecerse á ciertas mujeres que se preocupan exclusivamente de su tocado sin cuidarse para nada de todo lo demás. Dice el Correo de las Doce que el ayuntamiento se encuentra en un verdadero conflicto. Pero esto no es nuevo; porque así está desde que nació y así estará mientras no cambie la organización municipal. El conflicto es el estado normal de un ayuntamiento que lucha con obstáculos insuperables para cumplir con su cometido. Pero lo que nos ha hecho comprender que el conflicto nuevo debe ser el colmo de los conflictos es que los señores regidores desean oir la opinión de la prensa para ilustrarse.

Gordo debe ser el conflicto de los ediles; probablemente se trata de que la epidemia que nos ha estado amenazando se ha declarado hacia el oriente de la ciudad; ó de que el azolve del canal de desagüe ha llegado á su colmo; ó de que no tiene donde alojar á los infelices que duermen en el portal de la Diputación.

Pues no es nada de eso. No es ni la epidemia, ni las atargeas, ni las canales, ni siquiera el cólera. El gran conflicto consiste, no lo van ustedes á creer, consiste en que le parecen muy feos los postes del teléfono.

Efectivamente no son bonitos. Pero al ayuntamiento le ha entrado una aflicción grande como la que les entra, á las pollas cuando se les descompone el fleco. Al ayuntamiento le ha entrado la presunción, y está apurado, muy apurado; al grado de llamar al médico, quiere decir, al grado de querer oir la opinión de la prensa.

Dice el mismo Correo de las Doce que algunos señores regidores han pensado muy sériamente en esta cuestión. Esto hace mucho honor á los señores regidores; como á todo el que, tratándose de un conflicto, se pone á pensar sériamente.

Figúrense ustedes que los señores regidores tienen un deseo; un deseo bueno, un deseo casi paternal respecto á la hermosa ciudad de los palacios: el deseo de quitar esos postes tan grandes y tan coloradotes, con tantos travesaños y tantos alambres que casi forman un enredijo por los aires donde se atoran los papelotes. Es cierto que esos adefesios son los adefesios de la civilización, los adefesios de Nueva York, de París, de Viena y de Londres, en donde, como es de suponer, existen centuplicados al compararlos con los nuestros; pero allá se las avengan los extranjeros con sus rarezas y sus gustos; y cada cual hará de su capa un sayo, y si los tienen y los consienten es porque les gusta; y vaya usted á impedir que un americano ó un inglés tenga hasta vanidad en ostentar en todas las calles esos árboles que trasmiten de un extremo á otro, no sólo el pensamiento, sinó la palabra, no sólo la palabra, sinó la voz humana y hasta la música. Vaya usted á impedir que el extranjero, acostumbrado á ver esas series de arboladuras que forman el camino triunfal de dos de las más grandes conquistas del siglo, se sorprenda agradablemente al contemplarlos en México, y no se reconcilie con nuestra cultura, y abjure de las consejas que le imbuyeron en su tierra respecto á nuestro atraso, y no se fije en las atargeas por contemplar los postes. Vaya usted á impedir todo eso; imposible. Pero, le repetimos, esas son cosas de los extranjeros, que están acostumbrados á ese espectáculo, que existe aún antes del teléfono, por que los mismos postes exactamente, y con doble número de alambres han existido y existen hace algunos años en las grandes capitales para el servicio telegráfico.

El ayuntamiento de Nueva York que gasta al año lo que gasta la nación mexicana, y que es un ayuntamiento lujoso, que mantiene muchos leones y muchas focas y muchos pájaros y animales de toda especie para entretenimiento y solaz del público, se sintió (¡miren ustedes qué coincidencia!) se sintió acometido exactamente de la misma presunción que está aflijiendo á nuestros regidores en estos momentos, y se propuso quitar los postes del telégrafo sustituyéndolos con caños de fierro subterráneos que contuvieron un haz de alambres conductores, aislados entre sí; y después de largos estudios científicos, de un gasto enorme y de contar con un terreno enteramente seco aún á siete metros de profundidad, no ha podido llevar á cabo esa obra.

Ya ven ustedes si le sobra razón á nuestro ayuntamiento para estar apurado, ahora que se le ha metido entre ceja y ceja resolver precisamente el mismo problema que el riquísimo ayuntamiento de Nueva York no ha podido resolver, por considerar ésa una cuestión de supremo lujo.

Pues precisamente por ser de supremo lujo, y por no haberla podido resolver aquel opulento municipio yankee, es por lo que nuestro ayuntamiento se empeña en resolverla, ya que á veces no le alcanzan los fondos ni para tapar un caño. El caso es ponerse á la altura de las primeras naciones del mundo, y discutir sus cuestiones, aunque nos falten doscientos años de mejoras para igualarlas.

Los postes del teléfono y el telégrafo son los mástiles de la civilización; el número de alambres que esos mástiles sostienen dá una buena idea del movimiento comercial de la población, y del número de personas civilizadas que conocen, utilizan y se aprovechan de ese admirable descubrimiento de la ciencia. Y no hay que objetar que dos palos son feos, porque también son feos los rieles y los durmientes, y son feas las chimeneas de las fábricas, y el humo y el ruido de las locomotivas, y los mástiles de los buques y otras muchas cosas puestas en uso por el adelanto y la mejora de los pueblos.

Por otra parte no tenemos derecho para hacer esos ascos á los palos del teléfono, porque más feo que ellos es el portal de la Diputación de noche, convertido en dormitorio al aire libre de una tribu semibárbara compuesta de hombres, mujeres, niños y perros. Más feos son los puestos de chía y los jacalones de la plaza, más feo es nuestro inmundo mercado, las fachadas de muchas casas, nuestros empedrados y nuestras atargeas, y más feo es todavía ese populacho harapiento y asqueroso que duerme siesta en la banqueta del lado Sur de Palacio, y más feo es también que se consientan mingitorios inmundos y pestilentes en la vía pública más frecuentada. Mucho más feo es todo ese conjunto de faltas de policía y de decoro público que los postes consabidos, ornato, ó adefesio de todas las ciudades cultas del mundo.

Pero el conflicto del ayuntamiento es grave, según El Correo de las Doce, y de la República, que reproduce sus párrafos. Hé aquí el conflicto del ayuntamiento bajo su verdadero aspecto. Dice que por una parte desea quitar los postes, porque estorban y son tan de fea vista, obsequiando de esa manera la excitativa del señor gobernador y por otra no quiere perjudicar al comercio, quitándole esa mejora que le es tan útil. En esto tiene muchísima razón el ayuntamiento. Sería un ¿crimen de lesa civilización destruir el teléfono por feo.

En esa disyuntiva que constituye el verdadero conflicto del ayuntamiento no cabe más que una resolución clara, fácil, precisa y perentoria. Dejar los postes.

Dice el periódico citado que varios señores regidores han pensado sériamente en esa cuestión, y no encuentran la manera de resolverla. Y con razón: yo creo que tampoco la encontrarán los otros señores regidores que no han pensado sériamente en ello como sus colegas. Yo si la he encontrado y pronto. Dejar los postes.

Como el conflicto, para serlo, tiene que ser largo, siguen discurriendo los señores regidores que han pensado sériamente, que los alambres no se pueden colocar subterráneos. Ya se ve que no se puede, sobre todo cuando nuestros pavimentos requieren no que se les metan alambres, sino que se les saque lodo. Luego si los alambres no se pueden poner subterráneos que no se pongan. Quiero decir que se dejen los postes.

Tampoco se pueden poner piés de gallo en las casas por no atacar la propiedad. Pues que no se pongan piés de gallo; ó lo que es lo mismo que se queden los postes. Ni se pueden poner en las azoteas por la misma razón. Pues que no se pongan en las azoteas, lo cual equivale á que se queden los postes.

Pero como ninguna de las anteriores premisas trajo la consecuencia de que no pueden suprimirse los postes, se llegó á pensar en obligar á la empresa á sustituir los postes de madera con postes de fierro ¡pobre empresa! ¿Y por qué piensan ustedes que no se aceptó esa idea? Porque tendrían que ser muy delgados y harían por consiguiente el efecto de pararrayos. (!!!)

Bien se conoce que ya la materia estaba agotada cuando se llegó á la idea del fierro, porque si los señores regidores que piensan seriamente, hubieran seguido discurriendo, quién sabe donde vamos á parar.

Pero tanto el Correo de las Doce como la República ofrecen ocuparse del asunto. Suponemos que será con objeto de seguir proponiendo sustituciones.

El ayuntamiento podía haberse evitado los malos ratos que le está ocasionando el verdadero conflicto en que se encuentra, si se le hubiera ocurrido que no es México la primera ciudad en el mundo donde se ha establecido el teléfono, y en tal caso se hubiera reducido á preguntar á cualquiera persona de las muchas que han viajado por Europa y los Estados Unidos, cómo está establecido el teléfono y el telégrafo en las primeras ciudades del mundo, y esa persona interpelada hubiera contestado en el acto:

—Exactamente lo mismo que en México.

—¿No hay otro sistema?

—No.

—Entonces, qué haremos?

—No perder el tiempo en cuestiones inútiles. Pensar en cosas de más provecho y dejar los postes.

El lujo y el dormitorio público

Lector: no se fíe usted de las apariencias, porque no todo lo que relumbra es oro. ¿Ve usted á aquel señor vestido de negro, de aire distinguido y maneras corteses? Su vestido es irreprochable, el paño es fino, el corte es elegante. Está bien calzado, lleva sombrero alto de seda y á la última moda y lleva camisa limpia, muy limpia. Será un banquero, un personaje de la política, un rico propietario? No se sabe. Déjelo usted pasar y no averigüe donde vive, porque verá usted que este señor tan limpio y tan reluciente entra de noche en una casa de vecindad de las del rumbo Oriente de la ciudad, de paredes ensalitradas y ruinosas, medio alumbradas por una lámpara que despide un hilo de humo negro y una llama rojiza que abate por intervalos una ráfaga de viento para, arrojar ondonadas de sombra á un patio empedrado y lleno de charcos inmundos. Sube el señor, con la seguridad adquirida por la costumbre, una escalera carcomida, de escalones desiguales y rotos; ladran tres perros, y una criada andrajosa le abre un portón apolillado que se arrastra penosamente sobre los ladrillos, medio sostenido por sus goznes mohosos. Entra el señor á un cuarto blanqueado con cal, en donde hay una percha, un catre y una mesa con libros y papeles. El señor se despoja de su levita negra, cepilla su sombrero y cuelga ambas prendas con un esmero casi cariñoso; toma una cena exigua, servida en cazuelitas de barro, toma un vaso de pulque, fuma un cigarro del Borrego y se acuesta. Al día siguiente sale con su levita negra á hacerle creer al mundo, aunque sin pretenderlo, que en México hay mucha gente acomodada y mucho bienestar social.

Pues y esa señorita que lleva un vestido de dos azules lleno de pliegues y de complicaciones, ceñido á la cintura y ceñido á la cadera, desde donde empieza á encresparse el género como en el mar las ondas, que se vuelve á estrechar á media vara del suelo para que los pasos de la propietaria dén á todas aquellas ondas azules un moviente de danza habanera, en el que á cada dos compases se asomen entre las ondas azules de ese mar de raso y otra cosa las blancas suelas de un par de botitas abronzadas á la parisién, capaces de resucitar á un pollo frito. Lleva un sombrero á la Ninón de Léñelos ó á la mosquetero con sendas plumas y una sombrilla á la cocota de chillantes colores. Déjela usted pasar, lector, y no sepa que vive en la misma casa de vecindad del señor reluciente y que tiene cinco chiquitos devorados por la clorosis y un marido devorado por los agiotistas. No averigüe usted más, porque sabrá que esta princesa rusa cena chile con queso, porque no hay para más, ni vaya usted á cometer la indiscreción de abrir su ropero, ni de revisar sus medias y su ropa blanca, ni estudie usted el menaje, compuesto de sillas pintadas y palos viejos, ni vea usted el servicio de mesa, donde no alcanzan los cubiertos para todos y que los manteles se cambian cada mes. No estudie usted nada de eso ni vea lo que come ni donde duerme. Déjela usted pasar, y no analice, porque es una de las figurantas de la opulencia á quien solo se puede ver á telón corrido, con exclusión de toda intimidad y de todo análisis.

Y no me tache usted de cruel, querido lector, ni crea que me ensaño, ni aún siquiera critico á tales gentes; pero me duele contemplar el doloroso y trascendental tributo que nuestra clase media paga al deseo de bien parecer, á costa, acaso, de la nutrición y la felicidad de la prole y duéleme la suerte de la futura generación que deja los elementos de su fuerza muscular y de la salud de sus cuerpos entre las puntadas de los vestidos de raso con que las mamás se disfrazan de ricas para obedecer á una de las exigencias más trascendentalmente ruinosas de las preocupaciones sociales.

El lujo hace su invasión como una fiebre esporádica de las grandes ciudades, y tiene dos maneras de obrar, porque ataca dos clases de grupos sociales. Ataca de preferencia, y como criado para él, al grupo opulento: allí está en su elemento y realiza la evolución del dinero por medio del comercio de ultramar, y realiza la prosperidad de la industria por medio del consumo de mercados distantes, y realiza el cambio de productos por medio de nuestras exportaciones de plata, y realiza la homogeneidad de las clases cultas del mundo por medio del figurín y del patrón, y si realiza la ruina de una ó más familias, cabe esa ruina en el cuadro sintomatológico del lujo, y nada se pierde porque el lugar de las familias de los condes, lo ocupen las familias de los fabricantes de telas y las de los importadores.

Pero ataca en seguida, con movimiento reflejo, al segundo grupo, al de la clase media, y allí es donde el cuadro sintomatológico de la enfermedad presenta complicaciones que alteran y descomponen el organismo por medio de accidentes terciarios y absorciones purulentas hasta la ruina del paciente.

La clase media no acepta jamás su posición, porque le falta filosofía y le sobra vanidad, y emprende una lucha imposible, en la que lleva todas las probabilidades de ser vencida, y en vez de concretar su temor á no descender á la clase ínfima y mantenerse en equilibrio prudente, aspira á nivelarse con la clase opulenta. Cada cual se cree en el deber de parecer rico, y casi no importa tanto serlo como aparecerlo. No importa ser más virtuoso que la opulenta cortesana, lo que importa es alternar con ella y competir con ella, vestirse como ella é ir donde ella vá. De aquí resulta el desnivel constante de los gastos que cubren el renglón del lujo, de preferencia á los de la nutrición, la salud y las comodidades domésticas, y de este desnivel la necesidad de recurrir al funesto arbitrio de la usura, y de este funesto arbitrio la ruina y la destrucción de las familias.

Y es tanto más trascendental esta infección del lujo cuanto que esta manera de ser de las personas marca el caracter de nuestras corporaciones, y qué mucho que así sea cuando el criterio personal es ineludible en la computación de votos.

De manera, lector, que si es usted gacetillero, ó tiene amigos en ultramar; escriba usted que es esta la ciudad de los palacios alumbrada con luz eléctrica; que nuestro fastuoso ayuntamiento nos ha proporcionado entre otros primores, un jardín en la plaza principal con fuentes, estátuas y música; que recibe á las indias vendedoras de flores en un kiosko de fierro y cristales traído de París y que no contento con hacer gasto tan enorme; lo anda poniendo y quitando en la referida plaza de aquí para allá y haciéndolo unas veces cuadrado y otras redondo.

Pero no refiera usted á su corresponsal lo que vea de las nueve de la noche en adelante en el más céntrico de esos palacios de que se compone México, en el palacio municipal, porque eso es solo para contarlo entre usted y yo.

Se acuerda usted del ruido que hizo el filantrópico proyecto de un dormitorio público? ¿recuerda usted que hasta había quien lo costeara? ¿recuerda usted que nombraron una comisión como de ciento cincuenta personas y que para arbitrar recursos para esa obra colosal pusieron á prueba la filantropía de los cirqueros Orrín y otras notabilidades de cuerda y de viento? ¿y sabe usted en qué quedó todo eso? Pues quedó en que á eso de las nueve de la noche van llegando, no sé de donde, una porción de desheredados de la suerte, quienes con todo el sans faqon con que usted se acuesta en su colchón se apoderan del pavimento del susodicho portal y se echan á dormir como unos bienaventurados; unos provistos de frazadas, y otros en paños menores, resuelven los problemas de la alcoba y de la seguridad individual acostándose sobre su sombrero para que no se lo roben; otros, menos desgraciados, vienen provistos no solo de frazadas sinó de mujer para instalar entre filas y con contacto de codos de los adláteres el lecho conyugal.

A eso de las once aquella costra humana está compacta, no sólo al pié del muro, sinó al pié de los pilares, ostentando una fila de piés y piernas al aire libre, mientras todas las cabezas se arrebujan y se ocultan, como las de toda manada que duerme; allí duermen las esposas, y probablemente las que no lo son, á merced del calor animal que le prestan por la proximidad sus vecinos desconocidos.

En esta promiscuidad que no se les permite ni aún al ganado, duermen esos desdichados á la faz de todo el mundo y en su miserable condición, son todavía objeto de la sorpresa y curiosidad de las familias que se retiran de los teatros y de las visitas, de los extranjeros que vienen á dar fé de nuestra cultura para escribir libros sobre México, lo cual está de moda.

Hé aquí la ciudad de los palacios que, á semejanza de la conocida esa nuestra del vestido de dos azules y del señor elegante que hemos descrito, inoculada por la fiebre del lujo, que ostenta jardines, banquetas de mármol y luz eléctrica, para ostentar por otra parte sus miserias, que, sobre ser indecorosas y ajenas del centro elegante de la población son también contrarias al pudor y á la moralidad.

Todos sabemos que la ciudad no tiene más que un miserable millón de pesos; pero con el valor del gas que se quema inútilmente en la plaza, hay lo suficiente para pagar el arrendamiento de una galera con dos lámparas de petróleo y un gendarme, y he aquí instituido el dormitorio público, sin la intervención generosa de los cirqueros, sin jamaicas ni zarzuelas improductivas, sinó pura y simplemente como un gasto de policía que demandan urgentemente la moral, la filantropía y el decoro público.

Menos malo sería que esas gentes se guarecieran de noche bajo el toldo circular del dispendioso mercado de flores, que por su forma se presta á ser vijilado por un solo velador, colocado en el centro; así al menos se evitaría poner á esos desgraciados á la vergüenza y se quitaría del tránsito público ese espectáculo indigno de la ciudad de los palacios.

La nomenclatura de las calles

Varias veces se ha tocado la cuestión de desaparecer los inconvenientes que presenta la nomenclatura de las calles de la capital. Se ha discutido este proyecto en cabildo, y se ha retrocedido siempre ante dificultades que se han creído insuperables.

Ultimamente el Cronista de México y en corroboración la Patria, opinaron que hay reformas que no es posible verificar. Veamos las razones en que se funda el Cronista. Dice que el ciudadano que se habituó a llamar á cierta vía pública callejón del Perro jamás, dirá calle 273, sino callejón del Perro. Esa aseveración podrá ser exacta según del ciudadano de que se trate. Efectivamente podrá haber algún ciudadano á quien no le entre nunca lo del 273 en sustitución de lo del Perro. Pero ese escollo se salva de una manera muy sencilla, y es la de hacer la innovación que sea necesaria en la nomenclatura, no precisamente para darle gusto al ciudadano del callejón del Perro que se toma por tipo, y que habrá de morirse precisamente dentro de pocos años, sinó para los tiempos del porvenir, que es á donde se dirigen todas las innovaciones del progreso que tienen por objeto sustituir una rutina ó un mal estado de cosas, con otro más en armonía con las necesidades y con la civilización. No nos preocupemos con lo que hará ó dejará de hacer el ciudadano ese del callejón del Perro, y recordemos que cuando el espíritu patriótico se ha empeñado en perpetuar la memoria de alguno de nuestros héroes, sin tener en cuenta la obstinación del ciudadano ó ciudadanos del callejón del Perro, ha bautizado una calle, ha fijado una lápida, á pesar de la cual todos los viejos, quiere decir, todos los del callejón del Perro, han seguido llamando á la calle bautizada con su nombre antiguo; pero cuando han dado la última boqueada todos esos recalcitrantes es porque han dejado tras de sí una turba de muchachos, una nueva generación que, sin esfuerzo, designa la calle en cuestión con su nuevo nombre, á despecho de las ranciedades de la abuelita que la designa toda su vida con el nombre viejo.:

Tal vez no hay en toda la extensión de la República, de veinte años á esta parte, un pueblo por pequeño que sea, en donde el espíritu patriótico de su autoridad local, no haya hecho una fiestecita de familia para tener el gusto de bautizar la vieja plaza, con el nombre de «5 de Mayo» ó para dar el nombre de Juárez ó de Zaragoza, á una calle nueva, á una calle sin nombre, ó á laque llevaba el de algún santo. Cuando tal hicieron esas autoridades locales, había á su alrededor muchos ciudadanos de los del callejón del Perro, entre ellos los mochos; pero como el tiempo destruye á los hombres antes que á las piedras, los nuevos nombres son hoy perfectamente familiares á la nueva generación, y lo seguirán siendo para las venideras.

Y aún así y todo, queda todavía un recurso expedito para disipar la ignorancia de los recalcitrantes; porque suponiendo que resucitara hoy alguna vieja, compañera de las del callejón del Perro, preguntando:

—¿Cuál es la calle del 5 de Mayo?

Le contestarían en el acto.

—La Alcaicería, señora.

Y cuando hasta el nombre de Alcaicería se haya perdido entre los supervivientes, será esa una señal evidente de que ya no se le necesita.

Otra de las razones que tiene el Cronista para aconsejar al ayuntamiento que no cambie los nombres de las calles, es, que nuestro pueblo está en materia de ilustración muy poco adelantado.

La razón de no emprender las mejoras que demanda el progreso, porque el pueblo está poco adelantado, tiene la misma fuerza que la del callejón del Perro; y se parece por lo estupenda, á una de las que se han versado en el seno de la corporación municipal, en la discusión de este asunto. Hubo regidor que objetó que el cambio de nombres de las calles traería graves y trascendentales complicaciones en los títulos de la propiedad urbana! que habría necesidad de obligar á todos los propietarios á anotar ó reformar sus escrituras!! Ante tan formidable objeción, la honorable asamblea se dió por vencida, y se convenció de que no es posible cambiar la nomenclatura de las calles.

Y tengo para mí, que en todas estas vacilaciones y temores para plantear una mejora que aconseja el buen sentido práctico, la única y verdadera rémora poderosa es el espíritu del ciudadano del callejón del Perro.

Pero si tomamos la cosa por lo serio, y dejamos á un lado los argumentos del callejón del Perro, encontraremos que el cambio de nomenclatura de las calles de la capital es una exijencia de su adelanto progresivo, y un deber de su corporación municipal, que por su ilustración está encargada del ornato, del aseo, del orden y del progreso de esa hermosa ciudad.

La nomenclatura actual tuvo su razón de ser hace trescientos años, porque cuando se edificaba una iglesia en un solar, y por consecuencia casas á su alrededor, formando cuatro calles, estas calles se bautizaban solas; como por ejemplo: calle de la Cerca de Santo Domingo, la que formaba el muro del convento; calle de la Puerta Falsa, la de la espalda del Convento. Rejas de San Jerónimo, el lado del convento donde estaban los locutorios de las monjas, y así de todas las demás. ¿Qué mucho que en esta nomenclatura figuren en considerable mayoría los santos, cuando ellos daban entonces su nombre á los baños, á las salas de hospitales, á las garitas, á las casas de comercio, á las casas de vecindad y á todo bicho viviente?

Creo sin temor de equivocarme, que los tiempos han cambiado un poco, y que ya no somos tan afectos á los santos como lo fuimos en el siglo XVIII.

Se concibe que recibiera un nombre cualquiera cada calle nueva, sin obedecer á ningún plan preconcebido; pero cuando, por una previsión de nuestros antepasados, muy digna de todo elogio, lograron llevar á cabo durante tres siglos, la larga y laboriosa tarea, transmitida de una á otra autoridad, de conservar en lo posible el alineamiento de las nuevas construcciones, hasta lograr una ciudad más regular y más perfecta que todas sus contemporáneas del continente; nos toca á nosotros hacemos dignos de esa previsión sensata y meritoria; y al encontrarnos calles que atraviesan la ciudad en linea recta en toda su extensión, sin más defecto que cambiar de nombre á cada cien pasos, nos toca, repito, bautizar esa vía con una sola letra, con un número, ó con un sólo nombre, siguiendo en esto el espíritu práctico de las ciudades modernas, obedeciendo al orden topográfico, y simplificando el conocimiento práctico de las calles, supuesto que cada porción de veinte ó treinta nombres, de otras tantas calles colocadas en linea recta, la reducimos á uno solo.

Allá en los tiempos en que bastaban dos diligencias semanarias al interior y otras dos á Veracruz, y dos ó tres hoteles para el servicio de la población flotante de la capital vivíamos en familia, nos sabíamos de memoria la nomenclatura de calles, y no había necesidad de pensar en cambios;“pero hoy, que se multiplican los hoteles y las casas de huéspedes, y no dan abasto á la población flotante, que acude en número considerable, no sólo del extranjero sinó de todos los puntos que las vías ferreas van uniendo á la capital, es necesario proporcionar á esa población flotante, que ha de ir en aumento progresivo, las comodidades que ofrecen al turista las ciudades modernas. Para aquel estado de cosas de hace cien años, tal nomenclatura de calles; pero para el estado actual y para el porvenir de la capital, es indispensable un sistema racional y sencillo, capaz de ilustrar y orientar al extranjero, con sólo que ponga de su parte un punto de atención.

Intentemos el cambio, y al practicarlo encontraremos que es más fácil de lo que parece á primera vista, y nos convenceremos de que las únicas objeciones serias que hasta aquí se han opuesto á su realización son las resistencias del ciudadano del callejón del Perro.

Hace muy poco tiempo que al tramo de calles de Corpus Christi, Calvario y Acordada, se le dió el nombre de Avenida Juárez. Hoy todo el mundo las conoce con ese nombre, y si algún ciudadano del Callejón del Perro pregunta cuál es la Avenida de Juárez, le contesta todo el mundo: ¡Corpus Christi, hombre!.

Y ya que de Avenida Juárez se trata, pregunto yo: ¿qué inconveniente hay en que la Avenida Juárez la constituya de hoy en adelante y para siempre toda esa vía desde la primera calle de Plateros hasta salir á despoblado? Así quedarán suprimidos los nombres de primera y segunda de Plateros, Profesa, primera y segunda y Puente de San Francisco; y para suprimir esos nombres sustituyéndolos con el de nuestro benemérito D. Benito Juárez, hay todas estas razones: Primera, que ya no hay plateros en las calles de ese nombre, y ya no existen ni San Francisco ni el puente. Llámese Avenida Juárez desde la esquina del Portal, y déjese abierta al porvenir hasta que llegue la ciudad á Tacubaya. Nada más justo que poner ese nombre ilustre de nuestra historia á la más elegante y á la principal de nuestras vías públicas. Y al llamarla Avenida Juárez no habrá más que establecer la numeración correlativa comenzando por la primera casa de la izquierda con el núm 1, y con la primera de la derecha con el núm. 2, sucesivamente y sin interrupción. Bien pronto nos acostumbraremos los que tenemos algún contacto con el ciudadano del callejón del Perro, á que en la primera calle de Plateros hay por ejemplo diez casas, en la segunda otras tantas, y así en las otras; de manera que llegaremos á acostumbrarnos á juzgar de lo avanzado que estará hacia el Poniente un número, teniendo en cuenta que el último de la Avenida Juárez es por ejemplo el 150.

Tomando esta avenida corno punto de partida, ella trazará una linea de Oriente á Poniente que puede prolongarse hacia el Oriente, por las calles del Arzobispado y Santa Inés hasta San Lázaro, y esta linea será la que divida la ciudad en las porciones Norte y Sur, Puede trazarse otra linea que, comprendiendo el frente de Palacio, se prolongue al Sur hasta la plaza del Arbol y hacia el Norte, hasta los potreros de Aragón: y hé aquí una sola vía, que puede tener un solo número, ó nombre, y marcará las otras dos porciones de la ciudad, de Oriente y Poniente. Entonces la numeración de las casas, reconociendo como centro ó punto de partida la plaza principal, comenzará desde el I de la Avenida Juárez hasta despoblado, al Poniente; desde Flamencos hasta la plaza del Arbol, al Sur; desde el Arzobispado al Oriente hasta San Lázaro, y desde el Seminario al Norte hasta los potreros. Así, el número de cada casa, indicará la distancia á que se encuentra de Palacio ó respectivamente de las lineas divisorias indicadas.

Para proceder á esta innovación habrá que contar con el plano auténtico de la ciudad, en que conste la actual nomenclatura y numeración de casas, y trazando sobre él, con tinta roja, la nueva nomenclatura y numeración. Una vez formado y aprobado, se publica el plano, competentemente autorizado, haciéndose una edición numerosa. De manera que por su precio ínfimo y palpitante interés, llegará á poder de los propietarios de casas, quienes tendrán cuidado de agregarlo á sus escrituras; llegará á todos los vecinos, que se interesarán, naturalmente, en conocer el cambio de nombre de su calle y de otras muchas en que esté directamente interesado; llegará á manos de los cocheros, á quienes las administraciones respectivas proveerán indispensablemente. La importancia del plano adicionado con tinta roja, hará que sea publicado en calendarios, en guías de forasteros y directorios, almanaques ilustrados y en los periódicos políticos.

Siendo el nuevo arreglo de simplificación es claro que para todos será más fácil retener en la memoria la topografía de la ciudad con un número relativamente corto de nombres de calles y avenidas, que la atraviesan en toda su extensión, que el complicadísimo hacinamiento de nombres que, no obedeciendo á ningún plan, no llegan á conocerlo en toda su vida la mayoría de los que han nacido en la capital.

Excusado parece decir que los nuevos nombres sólo son aplicables á las grandes vías con el objeto de suprimir veinte ó treinta nombres con uno solo; pero de ninguna manera á los callejones, encrucijadas y arrabales, en donde ni la topografía se preste á ello, ni haya necesidad del cambio; y ésta es otra de las razones porque el plano debiera adicionarse con tinta roja. También de color rojo serán los rótulos para indicar que pertenecen al nuevo arreglo.

Por razones topográficas, y no de rutina y de costumbre, es por lo que conservan sus antiguos nombres Wall Street y Broad Street y todas las calles de la parte baja de la ciudad de Nueva York. Una vez formado el plano pueden pintarse al óleo números y rótulos en las calles, á reserva de irlos cambiando paulatinamente por lápidas de mármol y azulejos, y esto en atención á la escasez de fondos del pobre ayuntamiento.

Arbitrios municipales

En todos los tonos y en todas las formas, desde el grave editorial, hasta el párrafo epigramático, la prensa de la capital ha dejado oír su voz en todo este año, abogando porque se busque un remedio serio á los males del vecindario provenientes de la escasez de los fondos municipales. Esta grita gastada y soñolienta ya á fuerza de repetida, va de boca en boca, de periódico en periódico, de bostezo en bostezo, perdiendo, ya no sólo su fuerza sino su sentido; y ni el patriotismo de los unos, ni la fuerza de la justicia, ni la evidencia del mal, ni la urgencia del remedio, ni el puntillo de los otros, bastan á imprimirle el carácter de urgencia y gravedad que en sí tiene la cuestión.

Esto es lo que propiamente se llama entre nosotros nuestras cosas; y nuestras cosas provienen de la dulzura de nuestro clima, de la dulzura de nuestro carácter, de la dulzura de nuestras costumbres y de la dulzura de nuestro sueño; y esta dulcería es precisamente la que nos tiene metidos (á la capital) en el fango; en virtud de esta dulzura, se descascaran las paredes y se crían capas de grasa en las molduras, y se oxida el fierro, y se pierden las piedras y las losas de la calle, y nos suceden una porción de cosas, no precisamente dulces. Cuando los países llegan á su virilidad empiezan á dejar de ser dulces, y se mueven; y el secreto de su actividad se lo podemos preguntar á los Estados Unidos que es el país de la actividad por excelencia; y sin necesidad de muchos silogismos sociológicos encontramos la clave de su prosperidad en solo este principio: la sed de oro. En este siglo del positivismo, queda ya suficientemente comprobada la insuficiencia de ciertos móviles morales, que antes solían hacerlo todo; y van pasando á la categoría de mitos y de utopias ciertas virtudes civiles como el patriotismo, y ciertos resortes, como el pudor, la moral y el decoro. De manera que se necesita hoy para ir en pos del éxito mover otros resortes, ó más claro, el resorte del interés directo individual, como la gran palanca de Arquímedes.

Ni los buenos deseos de los regidores, ni la grita del público lograrán nada, mientras á los postres de un banquete y al calor del champagne no tiente el diablo de la codicia á algunos pobres de esos que se vuelven banqueros de la noche á la mañana, y una vez con la perspectiva de tal ó cual milloncejo de gajes, conciban el proyecto de enriquecer de paso al municipio, por medio de un empréstito, ó un banco, ó una combinación por el estilo; y si para tales milagros se recurriera antes á Santa Rita, ó á algún otro santo milagriento, hoy debemos encomendarnos al champagne para que nos saque de apuros, y poner de cebo el que saquen el vientre de mal año algunos pobres. Que lo saquen, que se enriquezcan; pero que proporcione al diezmado vecindario de la capital respirar un aire menos corrompido.

Pero entre tanto brota del Tivolí ó de algún bar-room el deseado proyecto, propongamos sin champagne y sin interés personal, y como castillos en el aire, algunos arbitrios municipales.

Por más que nos lancen turbias miradas de odio los consumidores de Tequila, y por más que protesten los concurrentes á las cantinas, insistimos en que el vicio de la embriaguez, tan difundido en la capital, representa una cantidad de numerario no despreciable, que resiste, todavía mayor gravamen del que tiene impuesto, y este gravamen puede convertirse en arbitrio municipal.

La falta de datos estadísticos de que partir, pone á los legisladores en materias de impuestos en el deber de ser meticulosos, por temor de decretar una contribución exagerada y esta parsimonia se pone hoy de manifiesto con el hecho de haberse encarecido todos los artículos de primera necesidad, mientras que las bebidas embriagantes conservan su baratura. Siendo así que cualquiera comprende á primera vista, que sería más conveniente abaratar la carne y encarecer el chinguirito.

El lujo, la prostitución y la embriguez, absorben en la circulación del capital flotante una suma considerable, que siempre está en proporción directa de la contribución de una sociedad. El estadista que estudia ese desequilibrio, encuentra sin dificultad el impuesto, que hace afluir el excedente de metálico de un vicio, á la exhausta caja de una virtud, ó á cubrir una necesidad latente y compensadora de los males necesarios. He aquí otro arbitrio municipal.

Pero el arbitrio más adecuado é inmediato y que se desprende de la propia organización municipal, es exonerar al ayuntamiento de los cargos que le agobian y son: la beneficencia pública, las cárceles y los hospitales.

Sea como fuere, ello es que se necesita arbitrar recursos, por medio de contribuciones que no pesen sobre las clases menesterosas, sinó sobre el lujo y el capital.

En Francia acaba de proponer Mr. Girault un aumento de contribuciones por carruajes de lujo y caballos de silla y de tiro, por los perros de caza y por los terrenos en que se caza sin licencia.

Propone además que se imponga una contribución á toda persona que mantenga criados con librea ó uniforme, y por último una contribución por los títulos de nobleza en esta forma:


Un príncipe pagará anualmente ...... 100 fr. Un duque ........................... 80 fr. Un marqués ......................... 70 » Un conde............................ 60 » Un barón............................ 50 » Un vizconde ........................ 40 » Por la partícula nobiliaria ........ 30 »


Los que consideren como una desgracia no poseer ninguno de los anteriores títulos, pueden comprarlos al gobierno conforme á la siguiente tarifa de precios:


Por un título de príncipe .............. 50.000 fr. Por un id. de marqués .................. 45.000 » Por un id. de conde .................... 35.000 » Por un id. de barón .................... 30.000 » Por un id. de vizconde ................. 25.000 » Por el uso de la partícula nobiliaria .. 20.000 »


Estos nuevos nobles quedan obligados como los otros á pagar también la contribución anual.

Por lo visto no va á quedar en Francia más nobleza que la del dinero, porque el espíritu del siglo ha venido á poner de manifiesto que la nobleza es un compuesto de dinero y vanidad, sea cual fuere el color y la procedencia de los pergaminos, y como el dinero y la vanidad existirán siempre independientemente de las formas de gobierno y de los principios políticos, las repúblicas todas pueden ser de hoy en adelante las creadoras de la nobleza del porvenir.

Tal es el espíritu del siglo; y por más que parezca extravagante á primera vista el proyecto de contribuciones de Mr. Girault, ello es que encierra un fondo filosófico de que se desprenden estas palabras. Queda destruido el monopolio de la nobleza que consiste en llamarse marqués ó conde para formar una casta que se cree superior á los demás hombres. Todo millonario puede ser un príncipe si no por razón de casta, por otra que puede, en muchos casos, valer más que el azar de haber nacido en casa solariega; y es, la razón del trabajo y de la inteligencia combinados.

Sea cual fuere en lo porvenir la marcha política de las naciones, ha de seguir siendo patrimonio de la humanidad la sed de honores y distinciones; y nadie encontrará la razón que impida á un quidam llamarse príncipe, porque regaló 50.000 francos al tesoro nacional y pague el alquiler de su título por anualidades.

En último resultado la heráldica pasa por un período de transformación, y tan convencionales serán los fundamentos de la nobleza de hace cinco siglos como los del XIX en adelante.

Y para que se vea que es el espíritu positivista del siglo el que resuelve estas cuestiones y no la voz aislada de Mr. Girault, es que en la actualidad el rey Humberto, según vemos en el Fígaro de París, vende una isla de su pertenencia, situada al Este de la Cerdeña, por la suma de 30.000 libras esterlinas facultando al comprador á tomar el título de rey.

Inspírese en estas ideas luminosísimas de Mr, Girault y del rey Humberto nuestro ilustre ayuntamiento y cuotice alto, muy alto á los perros, á esas señoras, y á los borrachos. Aumente á beneficio de los fondos municipales la cantidad sobre objetos de lujo, sobre pulquerías en razón directa de sus espejos y de las obras maestras de los pobres discípulos de la Academia de San Carlos; imponga una contribución á los sombreros galoneados, á las sillas plateadas y sobre todo á las cantinas; y decídase por fin sin miedo y sin vacilación, émulo de Mr. Girault, á ser el creador de la nobleza del porvenir, abriendo un expendio de títulos colorados. Por mi parte seré el primero en aplaudir la expedición de título de príncipe al que entregue diez mil pesos al municipio para limpiar las atargeas; y prometo llamarle su Alteza Real por toda su vida. ¡Qué nobleza podría haber más venerable en nuestra República, que aquélla que pudiera poner en sus cuarteles una atargea en campo azul, ó un pié aplastando al ángel de la peste en campo de oro! ¡Cómo no habíamos de llamarle señor conde con mucho beneplácito al cominero que entregara siete mil pesos para ayudar á suprimir los carros nocturnos! ¡Qué nobleza más limpia puede haber en el mundo que la nobleza del aseo, la nobleza del; saneamiento de la ciudad, la nobleza que no combate contra los moros, sino contra las intermitentes que son peores; la nobleza que mata miasmas deletereos, en lugar de herejes, pecheros y judíos!

Ya podía tentar el diablo de la vanidad á los habitantes de nuestros palacios y decidirlos á comprar su título.

Yo no creo que se le despegaría el título de príncipe á Limantour, previos diez mil pesos para el desagüe.

Limantour tiene un palacio hermosísimo y sólo le falta esta investidura y hacer esta buena obra para tener un derecho legítimo á hacerse llamar Alteza Real, don Vicente García Torres, don José Brilanti, don Gustavo Hagenbck, don Ramón Guzmán, don Sebastián Camacho, don Macedonio Ibañez y muchos otros que sería prolijo enumerar, pueden comprar títulos de príncipes, de marqueses ó de condes todo para formar un fondo municipal capaz de sanear esta hermosa capital donde se vive, sin títulos de nobleza pero con el Jesús en la boca esperando el tifo y las perniciosas.


Publicado el 23 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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