El Comerciante en Perlas

José Tomás de Cuéllar


Novela



Prólogo

En la época del descubrimiento de las minas de oro de California, uno de los buques de vela que hacían el servicio entre Panamá y San Francisco, se encontraba frente a las playas de Costa Rica siguiendo majestuosamente su ruta con un tiempo magnífico y una mar tranquila.

Los pasajeros estaban reunidos a la mesa; ya se habían vaciado algunos vasos de champaña y de jerez, y por consiguiente, la conversación era animadísima.

Un inglés, de unos cuarenta años que había hecho fortuna en California y que se dirigía hacia Centro América para establecer nuevas factorías y extender sus relaciones comerciales, hablaba con violencia y despecho de la influencia francesa, que tendía en aquella época a reemplazar la preponderancia exclusiva de Inglaterra, preponderancia que perdió un poco más tarde por faltas que no nos incumbe mencionar.

El negociante inglés, contrariamente a la calma y reserva habituales a sus compatriotas, se dejaba arrastrar, ayudado por el champaña y el jerez, a apreciaciones de tal modo injustas que ya varias veces habían llamado la atención de un joven francés de unos veintidós a veintitrés años, que estaba sentado a uno de los extremos de la mesa.

—Los franceses —respondió el inglés a un español que le hizo una objeción—, no nos perdonarán nunca Waterloo y Santa Elena.

—Señor mío —dijo el joven francés—, los franceses no tienen nada que perdonaros, si no es las faltas que cometisteis durante la batalla, pues todo el mundo sabe que el duque de Wellington cometió tales errores, que harían subir los colores a la cara de un simple subteniente. En cuanto a la catástrofe de Waterloo, tampoco fueron los ingleses, sino la Europa coaligada y sus ejércitos quienes triunfaron de la Francia. Por lo tanto, pueden ustedes guardar el orgullo para cuando sean capaces de sostener, con fuerzas iguales, dos horas de combate en campo raso.

—¿Y Santa Elena? —replicó el inglés.

—¿Santa Elena? ¡Cómo!, ¿y osais vos pronunciar un nombre que hoy hace salir los colores al rostro de todos los ingleses? ¡Cómo! ¿Vos invocáis Santa Elena, cuando los ingleses apedrearon por las calles de Londres al infame Hudson, loco que tuvo que venir a morir en América maldecido por todo el pueblo inglés? En fin, señor mío, yo soy francés y le suplico cese una conversación que podría atraer consecuencias desagradables.

El giro que había tomado la conversación, sin duda no agradó al capitán que se levantó de la mesa y subió sobre el puente seguido de los demás pasajeros.

El negociante inglés, desconcertado por la firmeza del joven francés, se levantó también y siguió a sus compañeros de viaje. Dióse orden para que sirvieran los licores sobre el puente, y la discusión volvió a entablarse, a pesar de los esfuerzos del capitán quien no pudiendo lograr apaciguar a los dos interlocutores, se retiró a su camarote, diciendo a su segundo:

—Tanto peor para ellos; dejadles que se arreglen como puedan.

—Joven —dijo el inglés—, más apto para discutir azúcar y canela que cronología histórica; para saber si los franceses podrían vencernos en batalla campal, sería necesario verlo.

—No sería la primera vez.

—Citad una sola.

—Pero, señor mío, o el champaña os hace perder la memoria, o vos ignoráis el a, b, c de la historia, tanto antigua como moderna. Para convenceros os citaré un ejemplo perteneciente a la historia moderna. Al principio de la revolución francesa, nuestras tropas, sin instrucción ni disciplina; nuestras tropas, reclutadas en los arrabales de París y compuestas de lo que nosotros llamamos pilluelos de París, sin zapatos y sin víveres, batieron a vuestros soldados ingleses, unidos a los prusianos mandados por el duque de York, y delante de los cuales no osásteis a presentaros de nuevo ocultándoos cobardemente, hasta que cansadas y extenuadas por mil victorias, habéis podido, ayudados por todas las fuerzas de la Europa coaligada y por la traición, vencer un solo día, uno sólo, mientras nosotros contamos veinticinco años de gloria, habiendo meses enteros en que ganábamos una batalla diaria.

—Vos citáis una derrota del duque de York, replicó el inglés: ¿podríais citarme otra?

—Con mucho gusto. Abrid vuestra historia y encontraréis veinte derrotas iguales. Parece imposible que vos no conozcáis las tradiciones populares, las cuales os hubieran enseñado al menos que durante un mes vos habéis sido batidos y acuchillados por una mujer.

—¡Ah! Sí —respondió el inglés—, pero pagó caras sus victorias.

—¡Eso es!, ¡invocad otra infamia, y de este modo os defenderéis tan mal aquí como en el campo de batalla. Invocad Santa Elena y el suplicio de Juana de Arco, dos manchas hechas al pabellón inglés y a la lealtad de la Gran Bretaña!

El inglés, irritado, quiso coger una botella que tenía delante, para arrojársela al joven francés; pero los demás pasajeros que asistían a la disputa, lograron quitársela de las manos: entonces, ciego de furor, lanzó un insulto a la faz del francés, e invocando Trafalgar, exclamó:

—¡Sobre el mar! ¡Sobre el mar! ¡Citad un Trafalgar!

El joven, a su vez fuera de sí exclamó:

—¡Pardiez! Si continuamos, será necesario mandaros a la escuela. Juan Bart deshizo vuestras escuadras y fue a quemar vuestros buques hasta dentro de los puertos del Támesis. Luis XIV preguntó un día a Juan Bart, cómo había podido penetrar hasta dentro del Támesis para incendiar vuestros buques. El rudo marino hablaba con dificultad, e hizo colocar a los cortesanos delante del rey, como yo coloco actualmente a estos señores, y llegó hasta el soberano empujando a todos, favoritos de salón que se reían de su poca elegancia y de sus cabellos rojos mal peinados; como yo hago ahora, señor inglés.

Esto diciendo el joven, que había podido llegar hasta el inglés, le jugó uno de esos pases conocidos al pugilato, por medio de los cuales se derriba a un adversario sin ningún esfuerzo. El inglés, vacilante ya por los vapores del vino y de los licores, fue a rodar a algunos pasos de distancia por el puente. Levantóse amenazando y quiso arrojarse sobre el francés; los pasajeros lo detuvieron, e hicieron que cada uno se retirara a su camarote.

Al día siguiente, dos testigos del negociante inglés fueron en su nombre a pedir satisfacción al joven francés. El duelo era a muerte, y el inglés, que era el ofendido, puso por condición que la suerte decidiría, y que el que perdiera se mataría a la noche siguiente, levantándose la tapa de los sesos o arrojándose al mar. El joven aceptó. La suerte se debía echar a los dados y en dos partidas; en caso de empate, tres.

El inglés ganó la primera y perdió las otras dos. Levantóse con mucha calma y entró en su camarote. El joven francés lo siguió acompañado del segundo del buque, y le ofreció la mano, diciéndole que aquella partida era absurda, y que todo se debía olvidar; que una disputa después de una comida demasiado copiosa, no debía terminarse por una locura sin nombre.

—No —respondió el inglés—, yo no hubiera perdonado; por consiguiente, no quiero perdonarme a mí mismo.

—Vamos, no pensemos más en eso por ahora —dijo el francés—, cuando lleguemos a Costa Rica echaremos pie a tierra, y si persistís en querer batiros, ¡qué demonios!, nos batiremos a la espada, y cada uno defenderá su vida a pie firme y con las armas en la mano.

—¡Ya veremos! —respondió el inglés.

Diciendo esto, se encerró en su camarote y no volvió a aparecer en todo el día.

Al llegar a Puntarenas al día siguiente, se lanzó el llamamiento de las personas que debían desembarcar, y sólo faltaba el negociante inglés. Entraron en su camarote, y sobre su cama encontraron un pliego voluminoso dirigido al joven francés, el cual contenía su testamento y la siguiente carta:


Muy señor mío:

Vuestra conducta de ayer para conmigo, me prueba que vos poseéis el valor y la energía de un hombre, unidos a una lealtad y una generosidad naturales a vuestra edad, y que yo aprecio tanto más, cuanto que ellas son innatas en vos. Yo os dejo el cuidado de liquidar mis negocios, de consolar a mi mujer, y os recomiendo mis hijos. El testamento que encontraréis junto a esta carta, os dará todas las facultades necesarias para llenar honorablemente la misión que una circunstancia fatal os impone.

Firmado:…
 

El joven francés se encontraba ejecutor testamentario de una inmensa fortuna, con un interés considerable, en la casa inglesa de San Francisco.

Dirigióse a California, portador de las últimas cartas del inglés para su familia y sus amigos, sin dejar sospechar nada de la causa del suicidio. Llenó su cometido con conciencia; liquidó, todos los negocios pendientes, y trabajó tres años consecutivos para concluir de realizar la fortuna encomendada a sus cuidados, sin querer aceptar los honorarios ni los intereses que le asignaba el testamento, y se creó una posición independiente, trabajando en otra casa las horas que le quedaban libres.

La familia inglesa hizo todos los esfuerzos imaginables para atraerse al joven francés y obligarle a aceptar, ya que no quería dinero, al menos su reconocimiento y amistad por tan desinteresada abnegación. Al cabo de tres años de trabajo, presentó a la viuda e hijos del inglés todas las cuentas en regla y un capital de ocho millones de francos, sin querer aceptar una sortija de brillantes que querían darle como recuerdo y gratitud. Al menor de los hijos del inglés dio la parte que le tocaba de los intereses de los negocios de la casa durante los tres últimos años. Unos días después se despidió de la familia inglesa y de los dependientes de la casa, y salió de San Francisco, sin que pudieran explicarse el carácter extraordinario de aquel hombre, que habían concluido por llamarle el buen amigo original.

Las comunicaciones eran en aquella época raras y difíciles entre los Estados americanos; la navegación a vapor apenas existía; de modo que el duelo fue desconocido en San Francisco, y la memoria del rico inglés, del joven francés, y la historia del suicidio que había ocupado algunos días a la naciente ciudad, desapareció poco a poco entre el febril torbellino de los negocios y de los nuevos acontecimientos.

Capítulo I

Algún tiempo después del descubrimiento de las minas de oro de California, y cuando la sed de riquezas atraía hacia aquella rica comarca gran número de europeos; cuando la ciudad de San Francisco principiaba a levantarse sobre aquellos terrenos incultos pocos meses antes, y que apenas se componían de algunas barracas y de unas cuantas factorías extranjeras, un joven, llamado Eduardo Mercier, volvía de Califonia, donde había ido, según decían, a buscar fortuna, desembarcaba en Panamá con algunos centenares de duros encerrados dentro de un saco de cuero, completamente desilusionado y curado de sus sueños dorados. Todo lo que se sabía de él era que pertenecía a una familia distinguida y noble de Francia, pero empobrecida. Que habiendo ido a París a recoger la herencia de una tía, había cedido a lo que llamaban entonces fiebre californiana; que había cedido a sus hermanos, por algunos miles de francos, la parte de sucesión que le tocaba, y que había embarcado para San Francisco, donde había estado como dependiente en una de las casas más ricas de aquel punto.

La buena presencia del recién llegado y los buenos informes que dieron sus compañeros de viaje, hicieron que encontrara a los pocos días de su llegada a Panamá, una colocación de tenedor de libros en un almacén.

Una noche que Eduardo estaba indolentemente recostado sobre una mesa del café que hoy da frente a Aspinwal House, un hombre de unos cuarenta años, barrigudo y con grandes patillas, estaba sentado junto a él, hablando fuerte con un acento marsellés muy pronunciado, bebiendo muchos vasos de ron y de agua helada, en compañía de gentes fáciles de reconocer como marineros de algún buque en escala en las costas del Pacífico. El tono con que hablaba no dejaba ninguna duda sobre su origen ni sobre su posición de capitán de buque, pues reconvenía duramente a su gente porque eran demasiado perezosos, poco emprendedores, y por carecer de valor y de energía.

—Con otros hombres —decía—, con un hombre solamente podría ganarse un millón cada viaje, dos millones al año; pero con vosotros se necesitarán años enteros para ganar esta suma.

—¿Y por qué medios? —preguntó Eduardo Mercier al capitán.

—¿Por qué medios? —replicó el capitán— ¡pardiez! ¡Hay tantos en este país!, pero el mejor de todos por el momento, el más seguro, es la pesca de las perlas; eso vale más que todas las minas de California.

—¿Cómo lo habéis sabido? ¿Dónde se encuentran? —dijo Eduardo.

—¿Que dónde se encuentran? Ése es mi secreto, joven. ¿Que cómo lo he sabido? Por la más grande de las casualidades. Lanzado sobre las costas del Pacífico por una tempestad, al volver de California, adonde había ido a vender un cargamento de vinos, desembarqué en una bahía que creía desierta, donde encontré, ¿qué diréis que encontré? Una mala canoa con una pésima vela hecha de hojas de árbol y juncos, y un poco más lejos dos salvajes ocupados en abrir ostras. Me acerqué a ellos y les vi recoger dentro de una calabaza un objeto que ellos sacaban de las ostras. La curiosidad me hizo acercar, y les pedí explicaciones. ¡Pero cuál fue mi sorpresa al ver que tenían a su disposición un banco de ostras perleras! Saqué mi bolsa y les di cuarenta duros que contenía, en cambio de un puñado de perlas. Puse manos a la obra y extraje algunas el mismo día. Al siguiente volví sin decir nada, a mi equipaje, en el cual no tenía gran confianza; los indios habían desaparecido, contentos de haber hecho un buen negocio. Comencé a trabajar, y con buen éxito. Al cabo de tres días, el equipaje principió a murmurar de mi ausencia; tomé con exactitud la longitud y la latitud de la bahía, y me hice a la vela con un saco de perlas, que vendí aquí mismo, en este mismo café, por veintidós mil francos. Los cuarenta duros que di a los indios me produjeron ellos solos diez mil francos.

—¡Ésa es una mina de millones! —exclamó Eduardo entusiasmado.

—Ciertamente.

—¿Y no habéis vuelto?

Los marineros sonrieron e hicieron signos negativos, como hombres que no creen nada.

—Sí —respondió el capitán— he vuelto, pero con mal éxito; estos ganapanes tienen poca paciencia, y me harán perder cuanto he ganado. Con otro viaje como el anterior, quedo arruinado.

—No hay que desesperar.

—¿Que no desespere, cuando ya he casi consumido cerca de cuarenta mil francos, fruto de mi trabajo? ¡Ah! La culpa es mía; no debía haberme retirado: en mi penúltimo viaje gané unos treinta mil francos, que unidos a los veintidós mil de las perlas, me hacían una fortuna bastante considerable para poder vivir tranquilamente en Cannes, mi pueblo; pero yo he querido ser millonario. ¡Qué estúpido es el hombre! Yo había soñado ser millonario, volver a mi pueblo como una Creso, comprar un palacio y arrastrar coche. ¡Qué loco he sido! Compré a los armadores la goleta, hice un nuevo viaje a la costa, pagando los hombres a peso de oro, sin poder pescar gran cosa; pero yo estoy seguro que aún no he dado con la verdadera bahía de las perlas, y después de seis meses de trabajos inútiles, mi equipaje se impacientó y tuvimos que volver a Panamá; y como yo les había ofrecido un interés en la empresa, he tenido que indemnizarlos. No contentos con esto, me pidieron un aumento de jornal, y para conservarlos he accedido a su demanda; de modo que ahora comen y beben a costa mía. Pero a fe mía que voy a jugar el todo por el todo; o con estos cinco hombres que veis hago fortuna, o… en fin, allá veremos. ¡Ah!, si yo encontrara un hombre como yo, otro gallo me cantaría.

—¿Cuándo pensáis partir? —preguntó Eduardo.

—Dentro de cuatro días.

—¿Queréis que os acompañe?

—¡Acompañarme! —exclamó el capitán—, ¿y quién sois vos?

—Es muy justo —dijo Eduardo—, lo había olvidado. Yo no soy muy conocido aquí; sin embargo, hace tres meses que estoy empleado como tenedor de libros en casa del señor Andrea, y mis papeles ayudando, os podréis informar.

—Muy bien —dijo el capitán—, tomaré mis informes, y si queréis, pasad mañana por aquí y hablaremos más despacio del asunto.

En efecto, al día siguiente el capitán marsellés se presentó en el almacén del señor Andrea, donde vio a Eduardo en su despacho, tomó los informes que necesitaba, y salió.

Don Juan Andrea hizo al joven Mercier las observaciones de costumbre en iguales casos, acompañadas de las amonestaciones de rigor sobre su poco juicio al abandonar una cosa cierta por una incierta, y de ir a correr aventuras cuando su porvenir estaba asegurado en su casa: hasta le ofreció un aumento de salario; pero todo fue inútil, y al cuarto día de la visita del capitán marsellés al señor Andrea, Eduardo Mercier firmaba un contrato para servir al capitán Carlos Ardou durante seis meses mediante un tanto al mes y una parte de los beneficios de la empresa.

Al día siguiente la goleta María Amelia, capitán Ardou, abastecida de víveres, vinos y licores para algunos meses, y con seis hombres de equipaje bien armados, hacía vela para las costas de la América del Centro.

Después de seis días de travesía, la María Amelia entró en una pequeña bahía perteneciente a la República de El Salvador, donde el capitán Ardou mandó echar el áncora dentro de una pequeña ensenada abrigada por dos márgenes cubiertas de verdura. Todas las mañanas el capitán y cinco hombres partían a explorar las cercanías, dejando un hombre a bordo para la guarda del buque. En cuanto descubrían alguna roca a flor de agua o alguna hondonada cubierta de pedrinas, un hombre se estacionaba para trabajar, y los otros continuaban su camino, escalonándose de este modo para poderse reunir con más facilidad a la caída de la tarde, para volver a bordo y poner el común de los productos del trabajo del día.

Los primeros meses, sin ser infructuosos, fueron de un mediano producto. Habíanse explorado ya algunas leguas de costa hacia el Sud, sin grandes beneficios; luego remontaron hacia el Norte, siempre sin resultado. Una noche el capitán Ardou anunció que los bancos eran demasiado pobres, y que sería necesario subir más hacia el Norte. Cuatro meses habían transcurrido, y el capitán veía sus gastos apenas cubiertos. El equipaje se impacientaba y maldecía el calor y los víveres que se alteraban. Algunos ataques de fiebre acabaron de desmoralizarle, rehusaron el servicio, y las amenazas sucedieron a la obediencia y al respeto. El capitán Ardou, desesperado, quería también volverse, y su abultado rostro meridional se contraía siniestramente, hasta el punto de asustar a su más fiel y enérgico compañero Eduardo Mercier. Sin embargo, a fuerza de promesas, el capitán obtuvo de su equipaje un mes de trabajo: durante un día navegaron hacia el Norte; echóse el áncora y se pusieron a trabajar; pero el quinto mes a pesar de ser más fructuoso que los anteriores, no prometía nada bueno, ni para el armador de la María Amelia, ni menos aún para el equipaje, que tenía un interés en los beneficios netos de la empresa.

En fin; un día el equipaje se negó terminantemente a trabajar; las enfermedades, el cansancio, el poco éxito y la consternación del capitán, habían concluido de desmoralizarle; de las amenazas y de las injurias pasaron a las vías de hecho. El capitán Ardou, armado de una hacha, amenazaba a sus marineros, que habían tomado sus revólveres y sus cuchillos: el capitán iba a pagar cara su imprudente cólera.

Eduardo Mercier intervino y apaciguó los ánimos, prometiendo la vuelta a Panamá. Llamó aparte al capitán, y aquellos dos hombres se sentaron sobre la playa, frente al Océano, contemplando silenciosamente el buque. Después de haber reflexionado un momento, y vista la imposibilidad de permanecer más tiempo en la costa con los mismos marineros, convinieron partir lo más pronto posible. Una vez tomada esta resolución, volvieron adonde estaba el equipaje, y Eduardo anunció que iban a ponerse a la vela al día siguiente.

—Ya debéis estar contentos —añadió Eduardo—, no más miserias; el capitán renuncia a su empresa, y vamos a volver a Panamá.

Y después de un momento de silencio, repuso:

—Mañana partimos; pero antes quisiera pediros un favor.

—¿Cuál? —preguntó un marinero.

—Que me concedáis aún tres días, a mí personalmente; creo que esto no se niega a un camarada.

—Y tiene razón —respondió el marinero que antes había interrogado—, tres días más o menos, ¿qué importa?, ¿no es cierto, compañero?

—Concedido —dijo el otro.

—Vaya por tres días, dijeron a la vez los cinco marineros.

—Ahora —dijo Eduardo aparte al capitán— la vida o la muerte, la muerte o la fortuna. Tenemos tres días, esas gentes me han dado tres días que nos pertenecen, capitán; ellos han roto su contrato; para nosotros solos, la victoria o la derrota; para nosotros solos, los peligros. Vos quedáis aquí con ellos, y si olvidando su promesa, quieren partir antes que yo vuelva, hacéos matar antes que abandonarme en estos desiertos. Yo marcharé y trabajaré día y noche, y si dentro de tres días no estoy aquí, eso será que habré sido devorado por algún tigre o tiburón; partid: grandes son mis esperanzas, capitán: cuanto más hemos avanzado hacia el Norte, mejor ha sido la pesca. Yo sería de opinión que avanzáramos y fuéramos a andar a algunas leguas de aquí, pero el viento es contrario y no se puede sin perder mucho tiempo; marcharé toda la noche, hasta pasar las últimas rocas que ya hemos visitado, y trabajaré mañana todo el día; cuando me sorprenda la noche, vuelvo a continuar mi ruta, y trabajo el segundo día; al anochecer del tercero estoy de vuelta, y el cuarto nos hacemos a la vela para Panamá. ¿Os gusta mi plan?

—Perfectamente —respondió el capitán—, pero vais a mataros de cansancio, amigo mío; yo preferiría marchar en vuestro lugar, y que vos os quedárais aquí.

—No —repuso Eduardo—, vos estáis más cansado que yo, y no poseéis la fuerza moral necesaria. Dejadme partir, y que Dios nos proteja. Si no soy exacto a la cita, tratad de hacer lo posible para que me esperen un día más, sin exponeros; eso es todo lo que os pido; porque, en fin, puedo caer extenuado de fatiga o atacado de fiebre, y francamente, sería triste servir de pasto a las bestias feroces. Valor capitán, y no perdáis las esperanzas; dadme víveres para tres días, una botella de aguardiente, cincuenta cigarros, dos revólveres, mi cinturón salvavidas y los instrumentos para la pesca.

El capitán Ardou se conformó a las demandas de Eduardo, y ambos se dirigieron a la tienda de campaña que habían establecido a la orilla del mar, donde se encontraban los marineros, tres atacados de fiebre y los dos restantes bebiendo y fumando.

Eduardo tomó las armas y provisiones que había pedido, añadiendo una escopeta de dos cañones y una bayoneta; dio un apretón de mano a los dos hombres que velaban, y tomando por el brazo al capitán, ambos salieron de la tienda.

A unos veinte pasos de distancia, Eduardo se paró y dijo al capitán:

—Señor Ardou, escuchadme bien, y no olvidéis mi último encargo. Hoy es domingo; el miércoles por la noche, o jueves por la mañana, estoy de vuelta; dadme vuestra palabra de retener a esas gentes hasta la puesta del sol.

—Os la doy.

—Está bien; adiós, capitán.

—Con una condición, sin la cual mañana mismo hago rumbo hacia Panamá.

—¿Cuál?

—¡Pardiez!, los gastos de la expedición ya están cubiertos, y yo poseo aún la goleta María Amelia: ahora bien; sea con buena o mala fortuna, yo os propongo que nos asociemos; el contrato en regla lo firmaremos llegando a Panamá: la goleta María Amelia pertenece, a partir de hoy mismo, a los armadores Carlos Ardou y Eduardo Mercier. Si la pesca sale bien, partimos los beneficios; si sale mal, nos dirigimos hacia Burdeos, donde tengo algún crédito, tomamos un cargamento de vinos y nos dirigimos a San Francisco; con dos buenos viajes podemos hacer nuestra fortuna. Ahora bien: ¿queréis aceptar mi proposición?

—Capitán, las situaciones nos entusiasman a veces y después puede uno arrepentirse de haber obrado con demasiada generosidad; ya estudiaremos eso más tarde y a sangre fría; por el momento, me contentaré con el beneficio que debíamos dar al equipaje, puesto que yo sólo voy a trabajar.

—¡Voto al diablo! —exclamó el capitán—, si vos rehusáis, yo rehusó también y os hago prender por la gente del equipaje, os conduzco a bordo y nos hacemos a la vela. Yo soy hombre de honor, y ante todo amo la justicia. ¡Mitad de la goleta, mitad de beneficios, mitad en todos los negocios, o no hay negocios! He aquí mi ultimátum.

El capitán se había animado gradualmente y dado a sus palabras un acento de sinceridad, que Eduardo Mercier no dudó ni un momento de su leal franqueza.

—¡Muy bien! —dijo Eduardo sonriendo y apretando la mano al marino—, acepto vuestra proposición, y a partir de hoy, formamos sociedad bajo la razón social Carlos Ardou y Compañía.

—¡Bravo, amigo mío!

—¿Con qué es cosa convenida?

—Y aceptada por ambas partes.

—Adiós, capitán.

—Buena suerte, hijo mío, que el cielo os guarde.

Eduardo apretó por última vez la callosa mano que le tendía el marino, encendió un cigarro, y se fue cantando la Marsellesa.

El capitán quedó un momento pensativo paseándose, con las manos a la espalda, por la orilla del mar. Durante un momento, oyó la voz clara y sonora de Eduardo, que repetía la estrofa siguiente:


Le jour de gloire est arrivé!
 

Después, nada.

Capítulo II

Eduardo Mercier marchó durante cuatro horas consecutivas, sin otro guía que un proyecto en la cabeza, y una esperanza en el corazón. A su edad, no se necesitaba otra cosa para hacerle recorrer solo, y a grandes pasos, las interminables llanuras que baña el Océano Pacífico, sin siquiera pensar en los miles de peligros de toda clase que iba a arrostrar, y de que quizá en aquel momento estaba ya rodeado. Ni el ruido de las enormes aves que huían a su paso, ni los gritos de las zorras que cazaban las liebres, nada bastaba a sacarle de sus sueños de oro y de ambición. Eduardo pensaba en su familia y amigos de París, a quienes había abandonado para ir a buscar fortuna, y que él esperaba volver a ver, rico y poderoso. De repente un rugido, al cual respondieran unos gritos confusos saliendo del bosque que tenía a su derecha, le hicieron salir de su éxtasis, y al mismo tiempo comprendió que no se encontraba tan solo, como creía, en aquellas costas; preparó su escopeta, y no distinguiendo nada, continuó su marcha unos instantes interrumpida.

La luna llena esparcía sus argentinos rayos iluminando la marcha de Eduardo que seguía costeando la orilla del mar. Algunas veces, para salvar las lagunas que tanto abundan en las costas del Pacífico, y que causan las fiebres perniciosas de aquellos países, tenía que internarse en el bosque, cortando con su cuchillo las malezas que le impedían el paso.

En aquel momento, una de las lagunas antes citadas, le obligó a internarse en el bosque; ayudado por su cuchillo, había logrado penetrar hasta una plazoleta, y cuando se disponía a abrirse paso para volver hacia la orilla del mar, un gamo vino a caer cerca de él, como extenuado del cansancio; casi al mismo tiempo oyó un ladrido agudo y prolongado; la maleza se separó para dar paso a una forma colosal que se lanzó sobre el gamo que se había enredado entre las yerbas y juncos. Era un enorme tigre que, persiguiendo al gamo, se había introducido en la plazoleta donde se encontraba Eduardo, y de la que no se podía salir a causa de la espesura del bosque. Por primera vez en su vida, Eduardo se encontraba en presencia de un monstruo semejante. Un sudor frío inundó todo su cuerpo; volvióse hacia el animal y le vio acurrucarse sobre sus cuatro pies, clavando en él sus ardientes miradas: el terror paralizó todos sus miembros. ¿Qué hacer?, tirar contra su adversario, era muy aventurado, porque si no lo mataba y lo hería solamente, no cabía duda que sería devorado; ¿abrirse un camino y huir? Imposible: ¿esperar el día? Eso era perder un tiempo precioso. El furor de verse paralizado por un acontecimiento, con el cual no había contado, le devolvió todo su valor y sangre fría. Tomó su escopeta con la mano izquierda, y con el cuchillo en la derecha principió a abrirse paso en dirección hacia el mar, cortando los juncos y ramas que le aprisionaban; hizo un paso adelante, volvió la cabeza y vio al tigre en la misma posición que antes, meneando la cola a derecha e izquierda.

—Mal signo —murmuró.

Y continuó su trabajo. Pocos instantes después, la obra estaba casi concluida, y a través de los últimos ramajes, distinguíanse los últimos reflejos argentinos del Océano; paróse un momento para enjugarse el rostro bañado en sudor; un ligero ruido le hizo helar la sangre en las venas; volvióse y distinguió al tremendo animal a dos pasos de distancia. El miedo le hizo soltar el cuchillo que tenía en la mano, y fue a caer a los pies del tigre que retrocedió un paso rugiendo sordamente y meneando la cola.

La situación era apurada, y no podía prolongarse más tiempo. Eduardo lo comprendió así, y armándose de todo el valor de un hombre desesperado, caló bayoneta, puso una rodilla en tierra, y de este modo avanzó hasta tocar ligeramente con la punta las narices del monstruo, que al sentir el hierro, dio una manotada que hizo bajar el arma hasta tierra. Eduardo la levantó precipitadamente, le clavó la bayoneta en el pecho, e hizo fuego; el tigre dio un salto terrible, lanzándose sobre el cazador, y ambos rodaron por el suelo. Eduardo sintió una baba caliente, mezclada con sangre, inundarle el rostro; con la mano derecha cogió al animal por el cuello, mientras que con la izquierda trataba de apoyar el cañón de su escopeta contra el flanco izquierdo, hizo fuego con el segundo tiro que le quedaba, el tigre lanzó un rugido, y en su última convulsión cayó muerto sobre su adversario; de modo que Eduardo, vencedor, se ahogaba bajo el peso del animal: después de un momento de esfuerzos sobrehumanos, logró desasirse, saliendo de debajo del pesado cuerpo, cubierto de sudor y de sangre.

Después de un cuarto de hora de reposo, se aseguró de si el tigre estaba bien muerto; recogió el cuchillo, y prosiguió la apertura de la brecha comenzada, llegando al poco rato hasta la orilla del mar, donde pudo respirar libremente la fresca brisa.

Lavóse el rostro y las manos, que tenía cubiertas de sangre y prosiguió su camino durante toda la noche, sin que le sucediera ningún otro percance que merezca mencionarse.

Al amanecer del día siguiente, Eduardo se encontró con que aún no había llegado a la última roca, visitada por él y el capitán Ardou dos días antes.

El calor principiaba a hacerse sentir, y Eduardo tuvo que refrescarse mucho la cabeza y beber en los estanques que se encuentran con frecuencia en aquellas costas. Por fin, llegó a descubrir la roca ya inspeccionada; la volvió a visitar de nuevo, y no encontrando nada, continuó su camino, parándose, examinando, sondeando, y arrancando algunas ostras, allí donde las encontraba en bastante cantidad; si un trabajo de dos horas no le producía nada, volvía a marchar de nuevo.

De este modo había caminado todo el día durante el cual se había parado tres veces y trabajado seis horas dentro del agua, y sólo había recogido unas cuantas perlas de la especie más pequeña. Encontrándose extenuado de cansancio, el desaliento principiaba a apoderarse de él. Sentóse sobre la playa, tomó su cabeza con ambas manos y sintió una febril pesadez apoderarse de todos sus miembros. Levantóse de repente, sacudió sus miembros, y dijo en alta voz:

—¡Valor; hasta el fin, nadie es dichoso! Aún me queda un día de esperanza, y después allá veremos; les tigres no faltan para concluir pronto y de una vez con mi existencia, si es que ya no sirvo para nada.

Y dirigióse hacia una laguna que había allí cerca, sentóse a su orilla, sacó sus provisiones, comió cuanto pudo, bebió tres o cuatro tragos de aguardiente, encendió un cigarro, y quedóse dormido. Al cabo de una hora, despertóse sobresaltado, riñiéndose a sí mismo, por haber perdido tanto tiempo.

Aquella noche fue seguido de una bandada de coyotes, que él mantuvo a distancia, matando a los que osaban acercársele. En cuanto amaneció volvió a sondar de nuevo las rocas, y principió la pesca, aquella que debía ser la última, la última esperanza, después de seis meses de trabajos y privaciones.

Eduardo trabajó todo el día y llegó a llenar hasta la mitad un saquito de cuero, de malas perlas. A las dos de la tarde hizo alto, tomó algún alimento, fumó un cigarro, y durmió durante media hora, al cabo de la cual se levantó y siguió su exploración. A medida que subía hacia el Norte, los bancos le parecían más abundantes; de este modo llegó hasta cerca de la frontera de Guatemala, donde encontró una pequeña ensenada que tuvo que costear para remontar el Pacífico, cuando de lejos distinguió, a flor de agua, una cantidad enorme de ostras, pegadas las unas a las otras.

Eran las cuatro de la tarde, cuando hizo este descubrimiento; el agua estaba clara como el cristal; entró en el mar, con agua hasta la cintura, y ayudado de unas largas tenazas y un martillo, llenó varias veces, de ostras, un saco de tela, que iba a vaciar a la playa; cuando hubo formado un gran montón con todos aquellos despojos del Océano, principió la operación de la apertura.

¡Oh sorpresa! ¡En la primera ostra que abrió, encontró ocho perlas!

Eduardo quedó absorto al ver tanta riqueza encerrada en tan pobre corteza. Con la actividad febril de la inquietud y la esperanza, siguió abriendo ostras sin cesar.

A las cinco, el pequeño saco de cuero estaba lleno, tomó otro que llevaba de repuesto, y continuó la obra.

Entre la multitud de ostras pequeñas que tenía delante, Eduardo vio una de un tamaño enorme; abrióla, y ya se disponía a arrojar las conchas, cuando vio destacarse de una de ellas un objeto negro que fue a rodar por la arena; bajóse, lo recogió, y lo examinó temblando…

Era una enorme perla negra del tamaño de una haba, límpida, brillante, y de un óvalo perfecto: sobre uno de sus lados, solamente tenía una manchita blanca que formaba una estrella.

Sin saber su valor, Eduardo conoció que ella sola valía una fortuna.

Examinóla atentamente; pasábala de una mano a otra, besóla cien veces, con el corazón henchido de gozo, gozo que triplicó su valor y su fuerza para continuar la obra.

Cuando el segundo saquito estuvo lleno, experimentó un momento de emoción que casi le hizo desvanecerse. Todas las ostras que había pescado, estaban ya abiertas; volvióse a meter en el agua, pero perdió pie y no pudo arrancar otras sin sumergirse; el trabajo era dificilísimo; miró en torno suyo, y distinguió a flor de agua, a unos cien metros de distancia, una roca de formas desiguales, dorada por los últimos rayos del sol.

—¿Si esa roca será la continuación del banco que acabo de visitar? —se dijo a sí mismo.

Y volviendo a la playa, tomó un bocado para reanimar sus fuerzas, frotó sus entumecidos miembros con un poco de aguardiente, y, con los codos apoyados sobre sus rodillas, la cabeza cogida con las dos manos, contempló durante unos minutos, a la luz del crepúsculo, la pequeña isla que se descubría en lontananza: después tomó los dos saquitos, esparció ante sí un puñado de perlas de todos los tamaños, y pareció vacilar ante una gran determinación.

—¡Qué diablo!, quien no risca no pesca, dice el refrán: vamos a jugar el todo por el todo.

Y esto diciendo, recogió las perlas, pasóse por el cuerpo el salvavidas, ató a su cintura las tenazas, el martillo y el saco de tela, y echó a nado. Cuando ya estaba cerca de la isla, sintió un cuerpo frío y pegajoso que le hizo estremecer; asióse a la roca, y ayudándose con los pies y con las manos, pudo ponerse en pie, dio algunos pasos, miró en torno suyo, y extendiendo los brazos, no pudo más que lanzar la siguiente exclamación para pintar su sorpresa, su alegría, y hasta podría decirse su estupefacción.

—¡Gran Dios! ¡El mundo es mío!

La roca estaba formada por millones de ostras perleras acumuladas allí durante siglos. Eduardo arrancaba, abría con frenesí, y no sabiendo donde colocar su nuevo botín, sacó un pedazo de corcho del salvavidas y llenó el hueco de perlas.

La noche había sobrevenido, y Eduardo, no pudiendo continuar la pesca en medio de la oscuridad, pensaba en volver a buscar al capitán, cuando la luna vino de repente a extender su blanquecino manto, iluminando a aquel fantasma ocupado en arrancar al Océano sus tesoros. A media noche el salvavidas estaba completamente relleno de perlas, y no sabiendo ya donde colocarlas, se decidió a volver sin retardo al encuentro del capitán Ardou, que en tan crítica situación había dejado, y a quien su menor retardo podía costar la vida.

—¡Volvamos —dijo—, por hoy ya hemos hecho fortuna; aún otro viaje, y él y yo nos hacemos millonarios!

Descendió hacia el mar, metióse en el agua, y ya iba a abandonar su isla, cuando vio una masa informe moverse delante de él; avanzó un poco, el agua se entreabrió, dando paso a una enorme cabeza que se dirigía hacia él dándole apenas tiempo para retirarse. Era un tiburón.

Dirigióse al lado opuesto, y vio aún el agua agitarse; descendió hacia la izquierda, y vio distintamente, sobre el claro y límpido fondo, destacarse tres formas oscuras.

Los tiburones lo seguían y le cortaban la retirada.

—¡Maldición! —exclamó—, estoy cercado, los monstruos me han olfateado, y ya no se irán. ¡Y no tener un arma con que poder exterminarlos!

El desaliento principiaba a dominarle, pues ya había usado de todas las fuerzas físicas de que puede disponer la organización más fuerte y la constitución más robusta.

—¡Cómo! —exclamó de nuevo—, ¡ni un medio, ni una idea para poder salir de aquí!… ¡Estar condenado a morir de hambre y de frío a ser devorado por esos monstruos!… ¡Y tener una fortuna ante mí!… ¡Imposible!… ¡Imposible que Dios me haya conducido hasta aquí para abandonarme; imposible!…

Al cabo de una hora de espera, y viendo siempre las sombras precipitarse, a cada tentativa que hacía para terminar aquella agonía, con el desaliento en el corazón, se aproximó a la orilla más elevada y donde hubiera más fondo, para echarse a nado; miró debajo de un montecito de pechinas, y se encontró frente a las tres sombras. Entonces conoció esa facultad del tiburón, de olfatear y seguir una presa como el perro, aunque mejor dotado que éste. Levantóse furioso, tomó las tenazas e inclinóse sobre la roca, para abrir la cabeza, de un porrazo, a uno de los monstruos; el hierro se escapó de sus manos y desapareció en el fondo. Los tres animales se precipitaron para cogerle. Pasáronse algunos segundos sin que volvieran a aparecer.

Un rayo de esperanza iluminó el espíritu de Eduardo. Desciñóse el salvavidas, arrancó tres pedazos de corcho, cubiertos de tela, volvió a sujetar a su cintura el pedazo que contenía las perlas y esperó.

El agua se agitó de nuevo; Eduardo lanzó uno de los pedazos, que el agua arrastró a unos diez pasos de distancia; los tres tiburones dieron un salto y se lanzaron sobre su presa. Eduardo tomó un pedazo del salvavidas en cada mano y se echó al agua.

Apenas había dado unas cuantas brazadas, cuando la mar, tan tranquila y límpida un momento antes, se enturbió, y una ola le cubrió.

—¡Los tiburones! —dijo—, y arrojó el segundo pedazo de corcho, continuando a nadar con todas sus fuerzas.

Los tiburones reaparecieron; Eduardo tiró el último pedazo de corcho, su última esperanza. Ya iba a llegar a la orilla, cuando vio que uno de los tiburones lo seguía, tan de cerca, que sentía su ruidosa respiración.

El hombre de más valor, extenuado de cansancio y falto de alimento, solo, a media noche, cazado por los tiburones, sintiéndolos a sus lados, viéndolos dar saltos enormes para acometerle, puede temblar de horror ante semejante fin, y sentir abandonar el mundo, cuando tiene en su poder los medios de reaparecer rico y poderoso.

Eduardo tembló, sus miembros se crisparon y se echó de espaldas, nadando maquinalmente. Tuvo un momento de paroxismo físico y moral, y durante aquel minuto de indescriptible agonía, dirigió una mirada al cielo, y dos ardientes lágrimas rodaron por sus heladas mejillas.

La inteligencia y el valor estaban vencidos; el hombre se encontraba a la merced de los monstruos; aun nadando y huyendo estaba perdido; sólo la posición que acababa de tomar podía salvarle.

Eduardo sintió el tiburón pasarle por debajo, rozándole la espalda, lanzó una horrible exclamación diciendo el último adiós a su madre, y creyéndose perdido, recomendó interiormente su alma al Todopoderoso.

El tiburón se pasó dos veces por debajo, y no pudiéndolo coger, le dio un golpe en la espalda, que le hizo dar un grito de dolor. Si el golpe hubiera sido dado en la cabeza, su muerte hubiera sido instantánea…

Eduardo había escapado a sus tres adversarios; el instinto de la conservación le arrancó un nuevo esfuerzo: quiso ganar a nado la bahía, cercada de árboles, que abandonó para ir a la roca de las perlas, y que él volvía a ver en aquel momento, iluminada, como en pleno día, por una de esas noches maravillosas de los trópicos. El embalsamado perfume de las flores que se abren al abundante rocío de la costa, le reanimaron. Sus sentidos aspiraban aún a la vida, y le atraían convulsivamente hacia la tierra. Volvióse, quiso nadar, y de repente se encontró cercado por los tres tiburones. En aquel momento supremo, un rayo de luz iluminó su inteligencia; volvió a tomar la posición que acababa de salvarle; el pensamiento y la acción se confundieron instantáneamente, por un sentimiento instintivo, inexplicable y más rápido que el relámpago, e hizo a la superficie del Océano un nuevo esfuerzo para ganar la costa.

—Si de este modo no pueden cogerme —dijo—, ¡bendito seas, Dios mío, que me has inspirado y salvado!

Y con un resto de energía, que conserva siempre quien ha renunciado a la vida, y que de repente ve que aún puede sonreírle una última vez, volvió la cabeza y vio que el bosque se aproximaba, mientras que la roca perlera desaparecía; ayudóse con sus piernas y manos contraídas por el espanto, el dolor y el temor de hacer un movimiento o de perder el conocimiento, pues se encontraba ya completamente extenuado y contusionado por los golpes que recibía de sus tres enemigos furiosos. Empujóse maquinalmente hacia la sombría línea del bosque, que le guiaba, hasta que, por fin, sintió la arena, contra la cual se apoyó; adelantó aún algunos pasos, arrastrándose sobre sus rodillas, hasta salir del agua… Cruzó las manos, levantando los ojos al cielo; un sollozo se escapó de su oprimido pecho, y cayó desvanecido.

Capítulo III

Cuando Mercier volvió en sí, transido y extenuado, no supo si había sido víctima de un sueño horrible, o si la realidad iba a devolverle, con el estupor del pasado, la alegría del porvenir, de modo, que su primer movimiento fue coger el saco de tela que llevaba atado a su cuerpo, abrirlo y examinar las perlas, luego tomó los dos saquitos de cuero, los inspeccionó con la misma atención que el primero, y satisfecho de su operación se dirigió hacia donde había dejado sus vestidos y provisiones, y se vistió apresuradamente.

Con las fuerzas volvió el apetito, y Eduardo sintió esa hambre devoradora, conocida solamente de los niños y de los cazadores, a quienes la vida libre, alegre y llena de emociones, conserva jóvenes y robustos. Sentóse sobre la playa, y en pocos momentos devoró casi todas las provisiones y aguardiente que le quedaban. Recuperadas sus fuerzas con tan frugal alimento, tomó su escopeta sobre el hombro, y volvió a emprender el camino que antes había empleado dos noches y parte de dos días para recorrerlo.

De este modo marchó hasta el miércoles a medio día; sentóse junto a un estanque de agua dulce para hacer su última comida, pues los víveres estaban agotados, y apenas le quedaban unas cuantas galletas, un pedazo de carne de toro, salada, y un trago de aguardiente, esta escasa comida, que la víspera no hubiera bastado a satisfacer su hambre, no pudo concluirla. De repente sintió un malestar general, que le era desconocido, un temblor convulsivo se apoderó de todo su cuerpo, un círculo de hierro le cerraba el cráneo, como si estuviera dentro de un estuche, sus arterias latían con violencia y su frente se inundó de un frío sudor; su cerebro parecía fundirse, y que millones de agujas lo reemplazaban, ocasionándole un dolor agudo, que aumentaba con las convulsiones cada vez más violentas.

—He cogido la fiebre —dijo—, bebiendo estas aguas salobres o respirando el aire empozonado de las noches.

Eduardo se equivocaba; no eran ni el aire ni el agua los que habían vencido su vigorosa constitución. Él había traspasado los límites de lo posible, y un reposo de algunos minutos había determinado una crisis de postración y de paroxismo nervioso, que exigía, para disminuir lentamente, algunos días de reposo y de sueño; pero cuando el mal producido por el cansancio llega a ese grado de intensidad, la inactividad anonada las fuerzas artificiales del enfermo, y en este caso debe continuar marchando; o si se para, está perdido. Eduardo había sido atacado por una enfermedad conocida, que asusta mucho, y sin embargo, si es combatida a tiempo, no presenta ningún peligro.

—Asegúrase que el agua de tabaco corta las fiebres; hagamos la experiencia.

Esto diciendo, tomó un cigarro, lo mojó y exprimió el jugo dentro de una especie de vaso de cuero, y lo tragó. Encendió un cigarro, y volvió a emprender su marcha, dando traspiés cual un hombre ebrio.

Sin saberlo, Eduardo había tomado un remedio tan eficaz para las fiebres, como para un exceso mortal de cansancio. De este modo llegó, aún de día al callejón del bosque, donde había tenido lugar tres días antes su lucha con el tigre, pasó por encima de su cadáver y volvió a salir a la orilla del mar.

La noche sobrevino, y Eduardo continuaba su marcha sin apercibirse de ello; la máquina del hombre conservaba aún el movimiento de la vida; la moral y el pensamiento habían sucumbido.

Con la cabeza baja, la escopeta sobre el brazo izquierdo, llevando en la derecha el cuchillo con el cual cortaba las ramas de los árboles que le impedían el paso, tocando de cuando en cuando los tres sacos de perlas, para asegurarse que no los había perdido, seguía silenciosamente y cual un fantasma, la costa, sin siquiera saber adonde iba ni cuanto tiempo hacía que duraba aquella marcha, sobre la cual ya no tenía conciencia alguna.

Sin embargo, la María Amelia ya no estaba lejos.

La noche, ya avanzada, se había oscurecido; la luna que iluminó su viaje nocturno, había desaparecido; a pesar de esto, Eduardo continuó avanzando. Si los matorrales obstruían su marcha, cortábalos y pisoteábalos con violencia; si una rama de árbol le daba en el rostro, cortábala con su cuchillo, y lanzando imprecaciones terribles pasaba adelante. De este modo marchó hasta la orilla de un riachuelo, iba a vadearlo, cuando tropezó con un obstáculo, que casi le hizo caer, volvióse y descargó un golpe furioso sobre la masa informe, la cual se desvaneció. Eduardo no pudo distinguir otra cosa, que dos puntos luminosos como dos carbones encendidos, a unos veinte pasos de distancia. Atraído a pesar suyo hacia aquella luz, marchó en su seguimiento sin poder alcanzarla, pues a medida que él avanzaba, ella retrocedía, arrastrándolo de este modo hacia la espesura del bosque, sin que Eduardo se apercibiera de ello. En fin, después de un cuarto de hora de aquel singular juego de un moribundo y un fantasma indomable, Eduardo creyó un momento poder apoderarse de la sombra que se le escapaba sin cesar; levantó el brazo, y un rugido sordo que resonó en los bosques y cavernas de aquellas soledades, le hicieron salir de su letargo.

—¡Aún otro! —dijo—, acordándose esta vez del tigre que había encontrado su primera noche de marcha. Es extraño, este no ruge como aquel, ¡pero moriré como él!

Caló la bayoneta al cañón de la escopeta, aseguróse de que el revólver estaba en buen estado, y al querer arrodillarse para defenderse, sus piernas, que habían perdido su flexibilidad, le rehusaron este servicio, y rodó por el suelo. El león, pues tal era el fantasma, dio un salto y se precipitó sobre su enemigo.

Aquel combate entre un león y un moribundo duró, sin embargo, algunos segundos; Eduardo resguardaba su cabeza con la mano izquierda, que se había herido al caer, y en la derecha tenía el revólver, sin poder hacer uso de él. El león le cogió por el hombro derecho y le arrastraba hacia el interior del bosque. Sin embargo, el pescador de perlas llegaba al término de su viaje; aún algunos minutos, algunos pasos quizá, y había encontrado a sus compañeros de la María Amelia; pero, sin duda el destino había decretado que el espectro de la muerte le perseguiría hasta el fin. Por último, pudo cogerse a una rama de árbol; el Puma le soltó; retrocedió unos pasos para tomar aliento, y se precipitó de nuevo sobre su víctima y lo cogió por el cuerpo. Eduardo aplicó el cañón de su revólver sobre el cráneo de la fiera, hizo fuego, y se vio libre de su feroz enemigo; incorporóse sobre su mano mutilada, con la vista espantada y fija, vio al león revolcarse convulsivamente, hizo fuego descargando sucesivamente los seis tiros de su revólver, sintió extinguirse en él la última chispa de vida y de valor, y cayó de espaldas para no volver a levantarse.

¿Qué sucedía en aquel momento en la tienda de los marineros de la María Amelia?

La escena no era menos desgarradora.

De los cinco hombres que habían quedado a las órdenes del capitán Ardou, dos estaban atacados de la fiebre, y con dificultad soportaban los tres días acordados a su compañero; los que habían resistido al clima, pero sucumbido al cansancio amenazaban y juraban. El capitán Ardou había tenido la precaución de conformarse al consejo de Eduardo Mercier, y prefiriendo los peligros que pudieran venir de la parte del bosque, al furor probable de su gente, se apoderó de todos los revólveres y los hizo desaparecer, conservando sólo el suyo.

El miércoles por la tarde, día fijado para la vuelta de Eduardo y la partida para Panamá, la discusión fue más violenta entre el capitán y su equipaje, que quería hacerse a la vela inmediatamente. El capitán Ardou exhortó a su gente a la paciencia, empleando primeramente todos los medios que el candor pudiera sugerirle; prometió una recompensa e invocó los deberes humanitarios para un compatriota, sin llegar a persuadir a nadie más que a medias. El capitán esperaba que el sueño calmaría a aquellos hombres desesperados y enfermizos. En efecto a la puesta del sol hubo una tregua, y todos parecían resignados.

Aquella mañana un exceso de fiebre caliente había atacado con violencia a un hombre, que hacía cinco días que no quería tomar ningún alimento. A las nueve de la noche el mal aumentó; el delirio y la inflamación del cerebro tomaron tal intensidad, que a las diez el enfermo rindió el último suspiro, después de una horrible agonía que espantó a todos sus compañeros. Uno de ellos se levantó y amenazó al capitán con hacerse a la vela, si aún él rehusaba partir; dos hombres ayudaron a levantarse a los enfermos y se dirigieron hacia el buque, que estaba anclado en la bahía.

—¡Miserables! —gritó el capitán Ardou—, ¡vais a dejar morir de hambre y de miseria a un compañero! Antes de cometer tal infamia tendréis que pasar por encima de mi cadáver.

Y tomando su revólver se puso ante ellos, interrumpiéndoles el paso.

—Lo veremos —dijo un marinero—, que hacía dos años que estaba al servicio del capitán.

—Lo que veremos es que vas a estarte quieto, o te levanto la tapa de los sesos. Eduardo Mercier me ha dado su palabra que regresaría esta noche o mañana por la mañana, y yo quiero que lo esperéis hasta mañana.

Y dejándose arrastrar por la cólera, añadió imprudentemente:

—Hasta mañana por la noche, si es necesario, entendedlo bien.

—Espera un momento —dijo el marinero—, echando mano a la cintura, y no encontrando su revólver, añadió fuera de sí: ¡Ah! ¡Con que me has robado, canalla! ¿Quién me presta su revólver para matar a este tunante?

Los marineros echaron mano a la cintura; afortunadamente estaban desarmados.

—¡Infame! Has tomado tus precauciones —dijo el marinero—, tú quieres que todos perezcamos aquí. ¡Amigos míos, hagámosle pedazos!

Y tomando su cuchillo, avanzó blandiéndolo contra el capitán, quien al verle venir amartilló el revólver, apuntó y dijo al marinero, con mucha calma:

—Si das un paso más eres hombre muerto. Yo te he tomado a mi servicio para seis meses, no necesitamos más que ocho días para volver a Panamá, y aún nos quedan quince; yo exijo un día más aquí, yo lo mando, ¿lo entiendes?, yo lo mando.

El marinero exasperado se precipitó sobre el capitán Ardou, gritando:

—¡A mí, amigos míos, concluyamos con este hombre!

Los dos enfermos no eran mucho de temer. Un solo hombre más alto, más robusto que el que hacía tanto tiempo amenazaba, era él solo temible; quiso apoderarse del brazo del capitán, sea para atacarlo indiferente, sea para impedir una violencia que iba a privar al buque de un buen marino. El capitán retrocedió unos pasos, se apoyó a un árbol e hizo fuego: el marinero dejó caer el cuchillo, tendió los brazos y cayó sin vida. Los tres hombres que quedaban, exasperados por aquella lucha de un momento, se dirigieron contra el capitán, quien con el revólver en la mano, los esperaba con indiferencia.

—Tú podrás asesinarnos —dijo uno de los marineros—, pero tú morirás aquí de hambre.

—Poco importa —replicó el capitán—, al menos yo estaré aquí hasta mañana en la noche.

—¡Concluyamos! —gritó el hombre que antes quiso cogerle el brazo.

El capitán apuntó, y ya iba a disparar su arma, cuando se oyó un tiro disparado en el bosque; los cuatro hombres se miraron estupefactos: oyóse otro tiro, después de otro, así sucesivamente hasta seis.

—¡Eduardo! —gritó el capitán—, es Eduardo que está en peligro, ¡quizá muerto ya! ¡Partamos, amigos, partamos y salvémosle, si aún es tiempo!

Y aquellos hombres que iban a asesinarle, sin remisión alguna, por no querer esperar un día más a un compañero, se aliaron a la idea de que aquel mismo compañero estaba en peligro y que los llamaba en su ayuda.

Pocos instantes bastaron para franquear la corta distancia que separaba la tienda del sitio donde habían resonado los seis tiros. En vano llamaron a Eduardo.

Después de minuciosas pesquisas por todos los matorrales que cubren la playa, y al momento en que el capitán recorrió la orilla del bosque, oyó un ruido extraño, volvióse y vio un cuerpo, cuyas formas no podía distinguir, agitarse convulsivamente y rodar por la arena.

—¡Eduardo! ¿Sois vos? —dijo, ¿sois vos, Eduardo?

Acercóse, bajóse para reconocer el cuerpo que tenía delante, y retrocedió espantado gritando a sus marineros:

—¡Un león!, ¡un león ha atacado a Eduardo Mercier que se habrá defendido como un valiente! ¡Mirad, el maldito comedor de hombres acaba de expirar: Eduardo no puede estar muy lejos!

Volvieron de nuevo en busca del joven francés; uno de los marineros tropezó con su cuerpo en la entrada del bosque.

El capitán ayudado por su gente, transportó a Eduardo a la tienda, encendióse fuego, frotáronle las sienes con un poco de aguardiente, y le hicieron tomar una pastilla de caldo disuelta con un poco de menta. Antes que amaneciera, Eduardo había vuelto en sí, pero sujeto al delirio, ataques de nervios y temblores convulsivos, que daban poca esperanza al capitán.

A las cuatro de la mañana se enterró el cadáver, que estaba tendido a algunos pasos de la tienda. El capitán Ardou formó una cruz con un tronco de árbol y una espada, la colocó sobre la tumba, y no quedó en aquella costa, donde hoy se elevan algunas chozas de indios, más que este piadoso recuerdo de uno de los episodios de la singular vida del pescador de perlas.

Terminado este sagrado deber, los marineros se dieron un apretón de manos en señal de reconciliación y olvido.

—Ahora —dijo el capitán—, podemos ir a bordo, y Dios quiera que el valiente Eduardo no muera durante la travesía.

El capitán hizo colocar a Eduardo en su mismo camarote, echó al almacén sus vestidos, el morral en que estaban encerrados los dos saquitos de cuero y el pedazo; de tela del salvavidas. Veló cerca de su joven amigo noche y día, dándole todas las horas una cucharada de caldo, e introduciéndole en la boca algunas gotas de ron, y lo friccionaba con aguardiente alcanforado.

Habíanse hecho a la vela el jueves a las cinco de la mañana; el viernes, el enfermo principió a fijar sus espantados ojos sobre los objetos que le rodeaban; después de la fricción de la mañana, sus miembros perdieron su estupor, la cabeza pareció despejarse un poco, y se desmayó. Hiciéronle respirar un poco de vinagre mezclado con álcali, abrió los ojos, diéronle una taza de caldo, y por primera vez durmió con apacible sueño, durante el cual un abundante sudor inundó todo su cuerpo; por la tarde lo cambiaron de ropa y lo volvieron a friccionar.

Hasta entonces aún no había podido hablar, y parecía no reconocer al capitán ni a los hombres que lo cuidaban. Después de nuevos cuidados, volvió a dormirse y no se despertó hasta el día siguiente. El sábado fijó su vista en el capitán, que le apoyaba una mano sobre su frente para ver si tenía calentura, mientras que con la otra le presentaba una taza de caldo, y dos lágrimas rodaron por sus mejillas.

Consoláos, amigo mío, le dijo el capitán; en cuanto lleguemos a Panamá, si no estáis restablecido, ¡qué demonios! yo trabajaré por la Sociedad mientras os curáis, y luego, fuerza será que la suerte cambie.

—¡Capitán! —dijo Eduardo—, y durante mucho tiempo pareció como que coordinaba sus recuerdos.

Hacia las cuatro de la tarde lloró aún, y luego pareció más tranquilo; se incorporó y dijo al capitán:

—¿Qué ha sucedido?, yo no creí llegar nunca; después de un alto que hice para apagar la sed, fui atacado de la fiebre y perdí la memoria. Habladme un poco, eso me aliviará y ayudará mi memoria.

Los dos amigos hablaron durante una hora, al cabo de la cual Eduardo llegó a acordarse del último peligro que había corrido.

El capitán le ayudó a coordinar los últimos acontecimientos; ya era de noche cuando Eduardo pudo darse cuenta de lo que le había sucedido, quiso hablar, pero un sueño bienhechor se apoderó de él, y durmió hasta el siguiente domingo por la mañana.

La juventud, el aire del mar, el alejamiento de las insalubres miasmas de la costa, un reposo de dos días y los cuidados de todos los instantes, habían triunfado del mal.

—¡Oh!, gracias, gracias, capitán —dijo Eduardo—, ahora ya me encuentro en estado de contároslo todo; pero ignoro lo que ha pasado después de la muerte del león.

El capitán le dio todos los detalles de la escena que tuvo lugar en la tienda, y sus consecuencias. Eduardo lo escuchaba atentamente; de repente se incorporó sobre su lecho, pasó la mano por sus cabellos, y con una voz formidable que hizo estremecer al capitán, exclamó:

—¡Dios mío! ¿Y las perlas?

El capitán creyó que Eduardo era de nuevo atacado por el mismo delirio que había sufrido los dos días anteriores, y durante los cuales había repetido varias veces las palabras: capitán, bahía de las perlas, perla negra, tiburones, tigre, etcétera.

—Calmáos, amigo mío —dijo el capitán—, por ahora sólo se trata de llegar a Panamá; allí yo os buscaré un buen médico, venderemos el buque para pagar la hipoteca y para curaros; aún habrá para que hagáis un viaje a Francia, si es necesario; y con lo que nos quedará iremos si es preciso a las minas, o bien emprenderemos algún negocillo en Nueva Granada mismo; nosotros, aún somos jóvenes y tenemos tiempo para trabajar, y ya yo os conozco bastante para saber que se puede contar con vos. Vamos Eduardo, buen ánimo, valor y calma sobre todo.

—Pero no —dijo Eduardo—, yo no deliro; después del tigre, la bahía de la perla; después de la perla negra, la roca perlera; después la pesca, los tiburones; después de los tiburones, la vuelta; después la fiebre; después, el león; luego… nada, es verdad; pero en fin, ya me acuerdo muy bien, pues ahora poseo mis sentidos. ¡Ah! ¡Capitán! ¿Vos no sabéis nada? ¡Ah! ¡Pardiez, capitán!… ¡Sublime!… ¡Estamos salvados!… ¡Viva la Francia! ¡Para nosotros, capitán, para nosotros… todo!

Eduardo tuvo que recostarse para dominar su emoción.

—¡Pobre Eduardo! —murmuró el capitán.

Y dos gruesas lágrimas rodaron por sus bronceadas mejillas; un sollozo hizo palpitar el ancho pecho de aquel viejo lobo marino que no temía ni las tempestades, ni los reveses, ni los peligros, y que ahora sucumbía de dolor con la idea de no poder devolver a un valiente como él, la razón y la salud.

—Vamos, no digáis niñerías —dijo el capitán a Eduardo—, nosotros poseemos bastantes perlas para pagar los gastos; el oficio no vale gran cosa, es una casualidad encontrar una perla en esta costa, como un alfiler dentro de un haz de paja. ¡A las minas, a las minas, amigo mío!, y con una buena pacotilla, eso es lo positivo: con diez mil francos que voy a reunir, ganaremos cincuenta mil; con cincuenta mil, doscientos mil, y adelante: luego volveremos a Francia, poseedores de una fortunilla bastante para vivir cómodamente.

—Eso no es posible —dijo Eduardo—, pero mis perlas, ¿habéis mirado bien? ¡Qué tamaños! ¡Qué brillantez! ¡Y la perla negra! ¿La perla negra, esa perla monstruo, no vale nada?

—Pero, Eduardo, amigo mío, ¿dónde diablos habéis visto nunca una perla negra?

—¡Pardiez!, en la bahía que un día se llamará de la Perla Negra; ¿la habéis visto, capitán, habéis visto la perla, sí o no? Respondedme. ¿Habláis de mi pesca?, ¿habláis de mis perlas? Respondedme, vos me asesináis con vuestro silencio.

El capitán tenía en sus brazos a Eduardo, y no sabía si hablaba a un loco, a un delirante o a Eduardo Mercier gozando de su razón.

—¡En fin! —exclamó—, ¡voto a Barrabás que no sé una jota! Lo único que yo sé, es que hace tres días que me hacéis sufrir más que si fuérais mi hijo, y que vais a volverme loco a mi turno.

—¡Ah! ¿Conque no sabéis nada, capitán? ¿Conque nada habéis visto?… ¡Dios mío! —exclamó.

Un pensamiento horrible atravesó su espíritu, miró en torno suyo, y no viendo nada, gritó:

—¿Y los sacos, capitán?, ¿los sacos, el morral, la tela de mi salvavidas?, ¿qué habéis hecho de todo esto? ¡A tierra, vamos a tierra, puesto que han dejado allí mi fortuna!, ¡la vuestra capitán! ¡No, yo no estoy loco! ¡Mi salvavidas, mi morral, mis vestidos, yo quiero todo esto, que traigan todo esto, capitán!

Y de rodillas sobre su cama, parecía amenazar y suplicar, ambas cosas a la vez, a su amigo.

—Todo está a bordo —dijo el capitán— y se os traerá en seguida.

—¡Todo a bordo! —exclamó Eduardo—, ¡victoria capitán!, y se sentó sobre la cama. ¡Dios mío!, exclamó suspirando, la alegría hace mal; mi corazón late con tal violencia, que parece va a romperme el pecho. ¡Qué momentos hay en la vida del hombre!

El capitán lo vio tranquilo, y salió.

—¡Está loco! —se dijo para sí—, o si habrá… En fin, vamos a verlo.

A los pocos segundos volvió, llevando en sus manos los vestidos de Eduardo, quien los tomó convulsivamente; abrió el morral, desgarró el pedazo de tela impermeable, y un puñado de perlas se esparció por la cama, yendo la mitad de ellas a rodar por el suelo.

—¡Cómo! —exclamó el capitán sorprendido—, ¡vos! ¡Nosotros!… ¿Dónde?

Y no pudo decir más pues se creía juguete de un sueño; pasó su mano por la frente, bajóse al suelo, recogió las perlas, las examinó atentamente, y las iba colocando una a una sobre la cama. Después, mirando fijamente a Eduardo, dijo:

—¿Conque no estamos locos ni el uno ni el otro?, ¡yo que creía!… Pero, es decir que nosotros somos…

—¡Millonarios, capitán! —interrumpió Eduardo—. ¡En mis brazos, capitán, en mis brazos! ¡Yo he descubierto para nosotros dos, más que millones, más que las minas de California; he descubierto un banco, que algunos meses de trabajo no bastarán para agotarlo! ¡En mis brazos, capitán, y viva la casa Ardou y Compañía! ¡Capital social… millones!

Los dos amigos se abrazaron por primera vez; por primera vez su dicha era completa. Eduardo sacó, igualmente, los dos saquitos de cuero, y esparció ante sí el resto de sus riquezas.

—¿Y la perla negra? —preguntó el capitán.

—¡Ah, sí, es verdad, mirad!

Eduardo abrió una cajita de pistones y sacó la famosa perla negra, que más tarde tuvo por padrino y comprador un conocido banquero de los Estados Unidos del Norte, quien pagó ocho mil duros para venderla en doce, y en el bautismo del negocio la llamó la Africana. Otro comerciante quiso cambiar este nombre por el de Estrella del Salvador, pero sin éxito; de modo que hoy continúa llamándose la Africana.

En aquel momento uno de los marineros entró; Eduardo cubrió las perlas con la sábana.

—Realejo —dijo el marinero—, ¿vamos a hacer víveres y agua a Nicaragua o a Costa Rica?

—A Puntarenas —respondió Eduardo—, el tiempo es favorable y debemos aprovecharlo, esta noche podemos llegar a Costa Rica.

El marinero salió.

—Habéis hecho muy bien —dijo el capitán—, aquí hay bastante para hacernos asesinar. Voy a ver si hay bastantes víveres para llegar hasta Panamá; aún hay vino a bordo, y podremos economizar el agua. Si tocamos en algún puerto, podrían visitarnos, y Dios sabe lo que resultaría. Nuestros marineros ya están hartos, sólo hay tres hombres en estado de trabajar, de cuatro que nos quedan, y podrían desertar; no hagamos imprudencias.

Eduardo principió a pasearse por el puente, y no tardó en ayudar a los marineros para fortificarse. Por mutuo convenio entre él y el capitán, y a fin de no despertar sospechas, los dos amigos se abstuvieron de hablar del pasado.

Eduardo solamente contó a sus compañeros sus aventuras sobre la costa del Pacífico, y de este modo el capitán supo a costa de qué sacrificios la sociedad Ardou y Compañía acababa de hacer fortuna.

Por fin, la María Amelia llegó a Panamá. El capitán Ardou, después de haber cumplido todas las promesas que había hecho a su equipaje, y dado a cada uno un beneficio que no esperaba, lo licenció, y durante algunos meses vivió silenciosamente con Eduardo, a fin de no dejar transpirar nada sobre su fortuna tan rápidamente adquirida y con un solo viaje a las costas del Pacífico. Eduardo y él se dedicaron a operaciones comerciales propias para justificar los inmensos beneficios de la pesca de las perlas.

La María Amelia fue reemplazada por el Castor, hermoso brick nuevo y bien montado de marineros valientes, robustos y emprendedores; había tres franceses del Mediodía, dos italianos, dos negros, un cocinero mulato y un anglo-americano, que desempeñaba las veces de segundo; tal fue al principio el equipaje del Castor.

El capitán Ardou hizo algunos viajes a la costa del Sud; estuvo en el Perú y de allí pasó a Chile, donde el banquero norteamericano antes citado, le compró la famosa perla negra. En Panamá vendió el resto a los negociantes y a los mineros, que volvían de California y que preferían llevar a Europa las perlas, con las que pensaban aún ganar mucho más, que con las onzas o las letras de giro que les daban en cambio del oro en polvo. En fin, un día se liquidaron todas las cuentas, ganancias y pérdidas, entradas y salidas y los dos amigos se encontraron al frente de un capital de CIENTO SESENTA MIL DUROS. Compraron una casa que daba al puerto, donde establecieron su factoría, los almacenes y las oficinas; comenzaron sus operaciones por todo el litoral del Pacífico; establecieron algunas relaciones en Europa, y antes de realizar el proyecto que meditaban hacía algunos meses, y que consistía en hacer un nuevo viaje a la costa y una pesca en gran escala, fundaron definitivamente en Panamá, mediante un contrato en buena y debida forma, pasado por la Cancillería, la casa de comercio y de banca de los señores Ardou y Compañía, con un capital social de 800 000 francos. Firma de la sociedad: Carlos Ardou y Eduardo Mercier.

Capítulo IV

La casa Carlos Akdou y Eduardo Mercier trabajó sin descanso para establecer sus relaciones y su crédito, hizo algunas especulaciones buenas, remitió sumas importantes a Europa, con letras a la orden de la señora Ardou, de Cannes, y de D. Julián Mercier, de París, y tomó rango entre los establecimientos comerciales de primer orden de Panamá. Compró, en cambio de letras o dinero francés o americano, los sacos de oro en polvo que traían los mineros que regresaban a Europa; hizo considerables operaciones de banca con el desacreditado papel del gobierno de Nueva Granada; su capital social aumentaba, y un porvenir comercial, próspero y risueño parecía asegurado.

El capitán Ardou y Eduardo Mercier, como no tenían familia alguna pasaban sus veladas estudiando la singular ciudad de Panamá, al momento del paso de los mineros de California. Todas las nacionalidades, todas las esferas sociales, se encontraban confundidas en las fondas, en los cafés y en las casas de juego.

Aspinvwall House, que acababa de establecerse, no era en aquella época más que una mala posada, receptáculo de gentes arruinadas, de aventureros sin fe, o de bandidos que habían hecho todos los oficios y cometido todos los crímenes y delitos.

Eduardo reconoció un día al marqués de L… quien durante algunos años había deslumbrado, París con su lujo, su vida disipada y sus aventuras galantes, y que ocultaba su antiguo esplendor bajo la blusa del obrero y un nombre supuesto. A su lado, vestido con elegancia y con una condecoración, estaba sentado un hombre, expulsado de París por haber estafado en el juego; uno de esos hombres que se introducen hasta en los mejores salones, estafando sumas considerables, y que los parisienses designan con el epíteto de griegos. El que ahora nos ocupa llevaba una vida de príncipe; su generosidad le había dado gran prestigio, tenía muchos amigos, era solicitado por todos los aventureros afortunados, y era admitido en las mejores casas de Panamá, donde se había presentado bajo el nombre de conde de B…; estaba íntimamente ligado con un individuo que había sido condenado tres o cuatro veces por los tribunales, por no sabemos qué crímenes; célebre bribón, quien naturalmente había tomado un buen nombre, el de conde de M…, bajo el cual cometía mil iniquidades, y se enriqueció. Dícese que hoy es muy honrado y respetado en los Estados Unidos, bajo su verdadero nombre, que nosotros no citaremos, por temor de que sea posible aplicarle la parábola evangélica: A todo pecado misericordia. Toda aquella gente desocupada, esperaba la salida de los paquetes, sea para Europa, sea para California; unos, procurando explotar a los enriquecidos; otros, pródigos de su nueva fortuna, la mayor parte, seducidos por la vida de placeres, de desórdenes o de aventuras, y respirando una atmósfera incomprensible para aquellos que nunca han asistido a los delirios de aquella fiebre, iban por la noche, por especulación o por curiosidad, a todos los tahures autorizados por la policía o clandestinos.

Un día, los asociados Ardou y Mercier dieron un banquete al que fue invitado todo el comercio de Panamá y el jefe de una riquísima casa de Lima, con la que desde algunos meses hacían negocios de consideración. Nadie resiste a una comida americana, los indígenas menos aún que los europeos, donde hay la costumbre de brindar hasta el infinito, y la política consiste en vaciar el vaso durante horas enteras y a cada invitación; de modo, que un hombre bien educado está condenado, en una comida de ceremonia, a tragar algunas botellas.

Eduardo Mercier había constantemente evitado todos los excesos y las distracciones nocturnas que repugnaban a su naturaleza; él se había propuesto volver a Europa al año siguiente, después de un segundo viaje a la costa del Salvador. El capitán Ardou veía entrar en caja los millones, sin saber cómo ni cuándo, pues no adoraba otro dios que el dinero ni otro santo que Eduardo Mercier, y no obraba ni pensaba más que por él: poco a poco se había dejado fascinar por el esplendor de su nueva fortuna, y por el éxito debido a los inteligentes cálculos de Eduardo, veía sonriendo sus cajas llenarse de oro, sus operaciones extenderse, y su crédito aumentar con su prestigio. De vez en cuando solía pensar en la roca de las perlas, pero raramente en su familia; no comprendiendo pudieran pararse las activas ruedas del mecanismo de la casa Ardou y Compañía, o renunciar a recoger, en un rincón de la costa del Pacífico, los millones que había dejado Eduardo.

Las cosas estaban en este estado, cuando tuvo lugar el banquete de Aspinwall House, que reunió, además del comercio de Panamá y del rico comerciante del Perú, a todas las autoridades civiles y militares, y a la nobleza de paso, es decir, al conde de B… y al conde de M…

Cuando concluyó la comida, el titulado conde de B… llamó aparte al de M… y le dijo:

—A todo hombre se le presenta una sola vez, durante su vida, la ocasión de hacer fortuna; la que hoy se nos presenta a nosotros quizá no la volveremos a ver jamás. Nuestros convidados son, todos juntos, lo menos veinte veces millonarios; ellos han bebido, la animación ha llegado a su colmo; si esto se prolonga aún una hora, nadie conservará su sangre fría más que nosotros. Si conducimos a estos señores a la casa del Baluarte, nos dejarán con qué volver a los Estados Unidos y convertirnos en un lord cualquiera. Mucho ojo y atención. Continuemos aún una hora más aquí; decidle al despensero que sirva de mi vino y que no lo economice; yo conduciré a esos señores a la calle de las Monjas. Id vos mismo a buscar las mujeres, y que todo esté preparado para dentro de una hora. Pocos hombres, buen gusto en la elección del bello sexo, y yo me encargo de lo demás.

El conde de M… salió, designó el vino que debía servirse a los convidados después de comer, dio algunas órdenes al fondista y a dos mozos, a quienes dio una moneda de oro, y se dirigió a la casa llamada del Baluarte.

Un mozo italiano se presentó en el salón, con una bandeja llena de vasos de color. En aquel momento, el conde de B… había pasado su brazo por los hombros del capitán Ardou, que chanceaba a su joven asociado, un poco aturdido por el vino, y que estaba sentado sobre un sofá; pero serio y conservando aún sus facultades intelectuales lo bastante, para evitar, según su carácter, toda familiaridad, aun para con las personas con quienes tenía relaciones comerciales, y con mucha más razón con las personas que no conocía, como el conde de B…

—Vamos, bebe —decía el capitán fuera de sí—. ¡Viva la alegría! Toma, Sócrates.

Eduardo no quiso aceptar una copa de champaña que le ofrecía.

—Señor conde —dijo el capitán—, tengo el honor de presentaros uno de los siete sabios de la Grecia, y sin embargo no es un griego.

Y el capitán se ahogaba de risa abrazando al conde de B…

—Es un mentor, mi mentor —añadió—. Es el tesoro de la compañía, el Monte-Cristo del lugar, el que hace marchar la máquina. ¿No es verdad, hijo mío?

El capitán se tenía los flancos, con el rostro encendido por el vino y por la risa.

—¡Qué demonios! —añadió—; haz como yo, Eduardito de mi alma; ¡pardiez!, si yo fuera soltero, como tú, ni el diablo podría conmigo; yo querría reunir hoy todas las sultanas del Gran Turco y todas las huríes de Mahoma; ¿es verdad conde? Yo querría, ¡mil tempestades!, después de haber agotado todos los deleites terrestres, tragar el opio y el hatchis, fumar el tomheki, mezclado con polvos de aloe y de ámbar; yo querría dar un banquete monstruoso, rodeado de españolas, griegas e italianas, de las más hermosas mujeres de todas partes, desde la Noruega hasta la Abisinia, sin olvidar la Georgia; vivir cien años en una sola noche, y después de haber agotado todas mis fuerzas y sentidos en el último cuarto de hora, ir a darle un abrazo a Mahoma por haberme dado una idea.

—El vino os hace divagar —dijo Eduardo.

—He aquí, conde —continuó el capitán—, un mozo que no tiene veinticinco años y que se hastía. ¡Pardiez! si yo tuviera veinticinco años, querría vivir y gozar como veinticinco turcos. Créeme, hijo mío, aún un viaje al Salvador que nos salve, y sin esperar más vete a Georgia, compra tu serrallo, que bordarás de oro, perlas y rubíes, manda a buscar las bodegas de los Tres hermanos provenzales, los perfumes de la Arabia, los tejidos de las Indias, y hazte llamar el príncipe Sidi-Mercier-Mahoma-Epicuro; invoca las sombras de Richelieu, de Don Juan Tenorio y de Lovelace; embriágate de perfumes, de néctares, de amores, de música, y nómbrame tu gran maestre, tu senecal, tu abastecedor de perlas; inventa un Paraíso y pide un privilegio a la Puerta Otomana. ¡Vivan las perlas, Eduardo! ¡El Paché es un anacoreta, César un pilludo, Creso un mendigo y Mahoma un párvulo!

—¡Vos estáis chispo, capitán! —dijo Eduardo levantándose.

—¡Chispo yo! —exclamó el capitán—. Cuando yo digo que ese mozo es amo del mundo que es más rico que la Europa y California, y aunque no lo parece, conde, posee las perlas a montones.

—¿Cómo? —dijo el conde con interés.

—El capitán está chispo, —repitió Eduardo.

—¡Chispo! —exclamó el capitán—. ¿Y la perla negra, bribón? ¿y la roca de las perlas, y el tigre, y los tiburones, y el león, puma y…?

Eduardo se aproximó al capitán y le apretó el brazo con violencia.

—¡Que me haces mal! —dijo el capitán—. Y bien; conde, condecito, manda buscar un coche de plaza y te conduciré a las rocas de las perlas.

En aquel momento un mozo se aproximó y habló al oído del conde de B…; éste se volvió hacia Eduardo diciéndole:

—Señor Mercier, mi amigo el conde de M… nos manda un verdadero regalo, un tockay de cien años; yo brindo a la prosperidad de la casa Ardou-Mercier; espero que vos no rehusaréis…

—Mil gracias —dijo Eduardo—, me siento mal, y necesito que el señor Ardou me acompañe a mi casa.

—¡Yo! —dijo el capitán—, tengo una sed abrazadora.

—Yo os acompañaré —dijo el conde—, y luego volveré.

—No, me quedo —dijo Eduardo.

Y no perdió un solo instante de vista al capitán.

El conde de B… quiso en vano reanudar la conversación interrumpida por Eduardo; pero éste lo impidió con un tacto y una destreza, que no pasó desapercibida por el conde, quien se separó de los dos asociados y se retiró a meditar a solas, a un lado del salón, examinando el estado progresivo de embriaguez a que había llegado cada uno de los convidados.

Un mozo se le acercó y le habló al oído.

—Aún unas cuantas botellas —dijo—, y trae los cigarros de punta dorada, de la caja de cristal.

Las canciones comenzaron: el capitán Ardou tenía el rostro de color de púrpura, y ya no bebía, dominado como estaba por Eduardo Mercier, del cual trataba maquinalmente de desembarazarse. Habíase llegado a ese punto en que una comida seguida de un exceso, puede conducir a los convidados hasta perder la razón y degenerar en orgía. Distribuyéronse los cigarros del conde de B… Al cabo de un cuarto de hora una exaltación febril había reemplazado al entorpecimiento, y el embrutecimiento principiaba a pintarse sobre todos los rostros. La conversación fue más animada; todo el mundo gritaba y cantaba a la vez; los unos pedían mujeres, otros los naipes; el capitán Ardou logró escapar de Eduardo y se puso a bailar con el conde, que por fin vio llegado el momento de obrar sobre aquellos hombres ebrios.

—Señores —dijo el conde—, concluyamos alegremente la velada; aquí ya no se puede respirar, y ya no tenemos nada que hacer; vamos al baile del Baluarte a hacer bailar a la Europa con enaguas.

—¿Un baile? ¡Bravo! —gritaron los convidados.

—¡Bravísimo! —vociferó el capitán—. Vos sois un nigromántico, conde. ¡Inventar un baile! ¡Qué descubrimiento! Vamos, vete a dormir, Eduardo; yo quiero bailar polka desenfrenada con Venus.

—Vos no iréis —dijo Eduardo.

El capitán entonó una canción y cogió el brazo del conde.

—¡Partamos! —gritaron los convidados.

Eduardo cogió al capitán por el otro brazo, y siguió a la comitiva, que se encaminaba moviendo una algazara atronadora, hacia el Baluarte, y entraron en una casa que formaba esquina entre éste y una calle, que, si mal no recordamos, se llamaba en aquella época, de las Monjas.

Un negro, vestido de blanco, estaba sentado a la puerta, entre dos faroles de color, y recibía de los visitadores que querían entrar, un peso. Las ventanas del primer piso estaban abiertas de par en par, dejando ver desde la calle las luces, y oír un ruido confuso de voces, risas, baile y música, que revelaban simplemente un salón público de baile. Nada en su exterior anunciaba que una morada de tan pobre apariencia, fuera una casa de juego donde se perdían los millones en pesos del Perú, Chile, Bolivia, Nueva Granada y Centroamérica, los dólares y el oro en polvo.

El conde de B… se presentó, el negro salió de su habitual apatía, y se puso en pie, como un soldado de centinela al paso de un superior. El conde pagó y entró el primero, precedido de los demás.

En la antecámara dos negros recibían los sombreros y los bastones.

En el primer salón había un enorme aparador, cubierto de vinos franceses y españoles, y de licores. En aquel momento el salón se encontraba lleno de hombres y de mujeres. Los unos, por su porte elegante o sus maneras tan groseras como su lenguaje, representaban todas las clases de la sociedad confundidas; las mujeres recordaban por sus trajes y su aire, la paseadora de los boulevares de París o de Haymarket de Londres, confundidas con las americanas. Todas eran jóvenes, hermosas, medio desnudas y propias para excitar y engañar a los hombres. En fin, dos italianos, uno joven y bien vestido, y otro más viejo, en mangas de camisa, servían a toda aquella gente, que cantaba, juraba, y se apostrofaban unos a otros en inglés, francés, español e italiano. En el fondo de este salón había una puerta que daba otro, en que una treintena de individuos, de ambos sexos, bailaban una polka desenfrenada, que tocaba a su fin, lanzándose sobre las mujeres, empujando e inventando todas las posturas y actitudes más escandalosas y obscenas. Aquella reunión representaba maravillosamente todas las esferas degradadas de nacionalidades diversas, agitándose, mezclándose y confundiéndose en una atmósfera de vapores alcohólicos, de humo de tabaco y de polvo, reuniendo en el pequeño espacio de algunos metros cuadrados todos los elementos más repugnantes, capaces de alejar a un hombre sensato, como Eduardo Mercier, pero también propicios para concluir de extraviar a un hombre medio ebrio, como el capitán Ardou.

Al entrar en el salón de baile, algunas mujeres reconocieron a los dos asociados cuya rápida fortuna había hecho mucho ruido; la sociedad Carlos Ardou y Compañía se vio al instante cercada por una docena de jóvenes, que empujaban al capitán hacia el aparador. Eduardo le siguió, y varias veces le quitó el vaso de las manos; pero como era el único que conservaba sus sentidos, en medio de aquella bacanal, fue a su turno envuelto, empujado y separado del capitán, quien con el vaso en la mano, cantaba y bebía, dando vivas sin ton ni son a las ninfas, a las sirenas, a Mahoma, a Epicuro, a Lovelace, o epigramas a todos los pachás de Oriente cuyos nombres habían llegado hasta él.

No pudiéndose apenas sostener sobre sus piernas, el capitán fue cogido por ambos brazos y arrastrado hacia el salón de baile, por una joven francesa llamada Enriqueta de Valois, sin duda porque había habitado en la calle de Valois en París, y por una de esas criollas de Venezuela, llamadas ladinas, donde tuvo que sentarse, diciendo que estaba enfermo; enjugóse su frente inundada de sudor, y se puso pálido como la muerte.

El conde de B… estaba en pie, apoyado sobre la puerta, examinando y vigilándolo todo; hizo una seña al conde de M…, quien se abrió paso por entre la multitud, y corrió, como un hombre acostumbrado a recibir y ejecutar pronto y sin vacilar las órdenes de un jefe.

—Dentro de un cuarto de hora será demasiado tarde —dijo el conde de B…— despachaos; que Enriqueta y María lo conduzcan a la sala del fondo, y vos entretened a su Mentor. Mandadle la recién llegada, la inglesa Emma, y si resiste a esa, renuncio.

—¿Y si resiste a todo y nos toma al capitán?

—¿Si nos toma?… ¡Jamás! Si nos lo arrebata, habréis querido decir; ¡ah!, entonces, tanto peor para él, armaremos un poco de ruido, una querella, y lo ponemos de patitas en la calle, y una vez fuera… ¿comprendéis?… Hacedle registrar antes por los italianos, y en todo caso que lo desarmen en seguida: id y despacháos.

—Está bien —respondió el conde de M…

Un instante después, el capitán Ardou, después de haber tomado Sherry cobler, refresco inglés, y un poco repuesto de su aturdimiento, franqueaba una puerta que daba a una tercera sala, donde unos cuarenta hombres, poco más o menos, de todas las edades y condiciones, estaban sentados delante de una gran mesa, cubierta de un tapete encarnado que llegaba hasta el suelo. Dos hombres tenían la banca, y delante de ellos había grandes pilas de oro, billetes de banco y monedas de plata francesas, inglesas y americanas; dentro de cestos había dos balanzas de cobre, vasos llenos de oro en polvo, algunos lingotes con la inscripción de su valor, y otros pedazos informes que provenían del oro fundido, para mayor seguridad, durante el viaje de San Francisco a Panamá.

El capitán, por un resto instintivo de sus sentimientos de economía, de honrada conducta y horror al juego, retrocedió un paso cuando vio la mesa; quiso retirarse, lo empujaron, pero él pudo cogerse a la puerta, sin que nadie pudiera arrancarle de aquel sitio, en que su instinto, más bien que su razón, lo retenía. El conde de B… vio aquel momento de vacilación y corrió en ayuda de las mujeres; todo fue inútil.

—Vamos, capitán —dijo el conde—, no rehuséis una partida a estas señoras: ¡qué diablos, un millonario como vos! Enriqueta seducid a este cerbero que no quiere dejaros entrar; enriqueced a vuestro avaro. Yo os prevengo, capitán, que si jugáis, hacéis fortuna; Enriqueta gana siempre, y ya sería millonaria, si hubiera querido; pero es una derrochadora: el otro día la vi ganar cien mil francos en una hora. ¡Vamos, capitán, un ricacho como vos, hace un desaire a un palmito como éste! ¡Oh dichoso sultán! ¡Si yo tuviera tus millones!

El capitán Ardou había pasado ya los límites, el conde había cogido la puerta, y a todas las tentativas del conde y de las dos mujeres, respondía:

—No, no; o bien, que venga Eduardo.

El conde impacientado hizo un esfuerzo supremo para arrancar de la puerta al capitán; este se enderezó y gritó con vos ronca:

—Os he dicho que no, ¡voto a los mil diablos! ¡A mí, Eduardo, a mí!

—¡Le habéis hecho beber demasiado —dijo el conde con furor a las dos mujeres—, que el diablo os confunda: si él no juega esta noche os despido; arreglóos como podáis!

Y se dirigió hacia el primer salón, donde estaba Eduardo rodeado de algunos de sus compatriotas, discutiendo una cuestión al parecer muy animada.

—Muy bien —dijo el conde de B…

Y llamó al de M… que formaba parte del círculo.

—¿Qué hay de nuevo? —preguntó el conde de M…

—Nada de bueno; el viejo es tenaz, lo han embriagado demasiado y no quiere pasar de la puerta; las mujeres ya no pueden hacer nada. Llevadle un vaso de agua con seis gotas de amoníaco, a esa bestia bruta; esto restablecerá el equilibrio; vigilad a Enriqueta y a María, y que no lo dejen de la mano.

El conde de M… desempeñó sus instrucciones y llegó adonde estaba el capitán, al mismo tiempo que una de las jóvenes le acariciaba sus grandes patillas, diciéndole:

—Vamos, queridito, dadme al menos una onza para jugar.

Por fin, el capitán principiaba a mirarlas con ojos más tiernos. El hombre rudo del pueblo, el viejo marino, en su vida se había encontrado sometido a semejante prueba carnal. Enriqueta le había pasado los brazos por el cuello, y como llevaba los brazos y pecho desnudos, le fascinaba con su hermosura, su aliento y sus abrazos. La frente y los ojos del capitán llegaron a inflamarse.

—Ven, ven conmigo —decía el capitán—, y yo te daré perlas.

—Después —respondió Enriqueta—; ahora quiero ganar.

—Toma lo que quieras —dijo el capitán—, avanzando su pecho.

Enriqueta tomó del bolsillo de su chaleco una onza, y se fue a la mesa de juego.

—Juego y buena suerte —dijo en voz baja el banquero.

Jugó y ganó, dobló dos veces, y volvió adonde estaba el capitán, con diez y seis onzas, que metió en los bolsillos de su chaleco.

—¿Tú ves como yo gano? —le dijo—; vamos, ven, gran animal.

María vino a su turno, y llenó de oro las manos del capitán, que soltó la puerta y dio un paso adelante.

El conde de M… llegó en aquel momento, llevando en la mano un vaso de agua, y le dijo a María:

—Haz que tome esto el capitán.

—Dejadnos hacer —respondió Enriqueta.

—B… lo quiere.

Las dos mujeres se miraron, como dos personas contrariadas y acostumbradas a la más ciega obediencia.

—Pues bien, id y decidle al conde de B… que venga, y verá —replicó Enriqueta.

—Vamos, capitancito mío, ven —dijo María tomando al capitán por la mano.

—Ven —dijo Enriqueta.

Las dos jóvenes pudieron, en fin, arrastrar al capitán Ardou, vacilante, los ojos encendidos, las manos y los bolsillos llenos de oro, y apoyado sobre ellas, y como no sabiendo cuál elegir, entre la parisiense que lo seducía o la ladina que le exasperaba los sentidos y hacía hervir su sangre.

—Un sitio para el señor —dijo Enriqueta al llegar a la mesa.

Inmediatamente se desocuparon tres sillas.

En el mismo momento entró el conde de B… que tomó aparte al de M… y le dijo:

—Todo va a pedir de boca, ocupáos de Mercier y haced lo que sabéis; si se le puede entretener, tanto mejor, porque dentro de una hora lo necesitaremos; pero si por el contrario, no podéis retenerle hasta que yo vaya a buscaros, ejecutadle; solamente como ese señor no es un cualquiera, desaparición completa, ¿entendéis?, tomad una lancha, y al mar.

—Se hará —respondió M…, y salió.

El conde de B… se dirigió a la mesa del juego y se puso a jugar al monte, que de hora en hora alternaba con el treinta y cuarenta.

Juego, ganancia y oro —dijo al banquero de la derecha.

—Juego, pérdida y papel —dijo al de la izquierda.

El banquero de la izquierda sacó de su bolsillo un paquete de hojas de papel en blanco y un lápiz azul.

El capitán Ardou, sentado entre las dos jóvenes, que habían logrado exaltarlo y se habían apoderado de todos sus sentidos a la vez, despertando las pasiones de su naturaleza, miraba riendo los montones de oro colocados delante de los banqueros.

—¡Ah! —exclamó el capitán—, vos sois como Eduardo; vos habéis encontrado la roca de las perlas. María, tú eres la perla negra, hija mía.

El conde de B… se volvió sorprendido de la insistencia con que el capitán hablaba de sus perlas.

—¡Es singular! —exclamó el conde—, bastante alto para que un testigo, observador silencioso de aquellos misterios del Nuevo Mundo, lo oyera.

El conde miraba fijamente al capitán Ardou, y murmuró:

—En fin, después nos veremos.

—El rey de bastos y la sota de oros —dijo el banquero.

—Diez mil francos al rey de bastos —respondió Enriqueta.

—Cinco mil —dijo María—. ¿Y tú capitán no juegas?, van dos veces que nosotros ganamos.

—Yo juego lo que nos resta —dijo el capitán— diez mil más al rey de bastos.

El conde tocó con el pie al banquero por debajo de la mesa.

—¡Perdido! —dijo Enriqueta—, tú nos haces perder. Ahora bien, yo quiero mi dinero; vamos, paga con papel y tomaremos nuestra revancha.

Y la joven le presentó una hoja de papel blanco y el lápiz.

—¿Qué quieres? —dijo el capitán.

—Firma —dijo Enriqueta—, y vamos a ganar.

Y ella escribió:

«Vale por cinco mil pesos fuertes.»

Y le dio el lápiz.

—¿Qué? —dijo el capitán—, que no sabía lo que hacía, mirando alternativamente a las dos mujeres.

—Banquero —dijo Enriqueta—, dadnos los cinco mil pesos; el señor firma.

El banquero contó la suma pedida, y la dio a Enriqueta.

—¿Tú ves? —dijo María—; ya somos ricos: firma.

—¿Pero qué he de firmar?

—¡Pardiez! Firma Carlos Ardou y Compañía.

—Sólo Eduardo puede firmar.

—Firma como quieras, yo no entiendo una jota; pero firma.

El conde B… se acercó al oído de Enriqueta y dijo:

—Ardou basta; despáchate.

—Firma Ardou solamente —dijo Enriqueta al capitán—; luego mandaremos llamar a Eduardo.

El capitán firmó maquinalmente, y escribió: Eduardo Mercier y Carlos Ardou.

Pasado este incidente, la partida continuó.

—Diez mil francos arriba —dijo Enriqueta al banquero de la derecha.

—Cinco mil abajo —añadió María al de la izquierda.

Las dos mujeres ganaron, y el oro abundó en sus manos.

—Toma —dijo Enriqueta—, hemos recuperado el bono de cinco mil pesos.

—¡Viva la bahía de las perlas! —gritó el capitán.

El conde se volvió de nuevo.

—¡Viva la bahía de las perlas! ¡Viva María! ¡Viva Enriqueta, y juguémoslo todo!

—¿Queréis jugarlo todo? —dijo Enriqueta—; muy bien; pero con la condición de que si perdemos doblamos; si no, guardo mi parte.

—Como quieras, doblaremos —dijo el capitán—; al cabo y al fin, la bahía de las perlas no se ha perdido: ¿cuánto tienes?

—Lo menos, quince mil pesos.

—Banquero, pichón mío, nosotros jugamos gran juego y hacemos saltar la banca; ¿tenéis vos quince mil pesos?

—Sí —respondió el banquero.

Todos los jugadores cesaron de jugar y fijaron sus ojos sobre los naipes.

—Nosotros aceptamos los quince mil pesos —dijo uno de los banqueros—, tallo: siete de oros y caballo de bastos.

—¡Já! ¡Ja!, los quince mil durejos al siete de oros; el caballo dejadlo al banquero para que se vaya con él.

—Pon también debajo —dijo María—, así no lo perderemos todo, y podremos ganar doble.

—Siete de bastos y rey de copas —dijo el banquero.

—Quince mil pesos al rey de copas —añadió el capitán—, y si ganamos, beberemos a su salud.

—Pagad —dijo el banquero.

—¿Con qué he de pagar?

—Devolvednos el dinero y el bono —dijo Enriqueta con viveza—; el capitán firmará.

El conde de B… sacó una cartera del bolsillo, tomó una letra en blanco, y escribió con lápiz azul: Treinta mil pesos, la presentó al capitán, y volviéndose hacia la banca, dijo:

—Yo respondo del señor y garantizo su firma:

María presentó el lápiz al capitán, y firmó: Eduardo Mercier y Compañía.

El conde de B… tomó la letra, y un rayo de alegría iluminó su frente.

—Vos os equivocáis, capitán —dijo—, la letra debe ser firmada por vos sólo; de este modo es falsa, pues sólo el señor Mercier puede firmar en nombre de la sociedad.

—Es verdad —dijo el capitán riendo—, ¡pardiez!, lo había olvidado.

—Tomad —dijo el conde presentándole otra letra que firmó el capitán alegremente.

Todos los jugadores miraban atentamente al banquero. Enriqueta dio la mano al conde de B… por detrás del capitán, y María escondió furtivamente algunas onzas en su seno.

—Caballo de bastos —dijo el banquero.

—¡Mal! —dijo Enriqueta—, a ver si ganamos abajo.

Todas las miradas se fijaron de nuevo sobre los naipes.

—Siete de bastos —repitió el banquero—, recogiendo la letra de treinta mil pesos del capitán.

—¡Ah!, esto es demasiado —dijo María—; capitán, tú nos has prometido doblar.

—¡Y lo sostengo, mil rayos! ¡Un marino no tiene más que una palabra!

—Tomad —dijo el conde—, he aquí otra letra.

El capitán firmó diciendo:

—Esto es muy cómodo; ¡poseer la roca de las perlas!, se quiere, se firma; se tiene, se gasta, y ¡viva la alegría! el dinero no falta nunca.

El conde examinó al capitán, hizo una seña a los banqueros, y les presentó la letra de sesenta mil pesos.

Todo el mundo se levantó. Sólo el capitán Ardou quedó impasible ante un juego semejante.

—Rey de oros y siete de copas —dijo el banquero.

—Vaya por el rey de oros —dijo el capitán.

El banquero volvió el siete de copas.

—La suerte nos ha abandonado —dijo Enriqueta—, yo me retiro.

—Y yo también —respondió María—; partamos.

—Partamos —repitió Enriqueta—; yo tomo el bono de cinco mil pesos y otro por dos mil quinientos; tú toma el resto.

—Un instante —dijo el conde con tono imperioso—, si queréis yo haré la partición.

Las dos mujeres, como dos niños a quienes se les ha reñido, dieron el dinero al conde de B…, que lo tomó y salió del salón.

Los banqueros cambiaron el juego y principiaron y treinta y cuarenta.

—Yo continúo —dijo el capitán—, y doblo al color, ya que esas dos pécoras tienen miedo. ¡Que demonios!, quiero ver si me desquito.

—Poned —respondió el banquero.

—Vamos —dijo el capitán volviéndose hacia donde el conde estaba pocos momentos antes—, dadme otro papel, queridito. ¡Ah! ¿El conde no está aquí? no le hace, yo pongo.

—No —respondió el banquero—; cuando venga el conde.

El capitán se levantó, yendo hasta la puerta dando traspiés, y vio al conde de B… que hablaba al oído al conde de M…

—Conde —dijo el capitán—, dadme otra letra igual o doble.

—¡Pardiez, capitán! ¿Es que vos posees muchos millones, para jugar de ese modo? ¿Posees muchos barriles de perlas? ¿Y la famosa bahía? ¿Y la roca? Contadme todo eso, o no os doy la letra.

El conde tomó al capitán por el brazo, y principiaron a pasearse alrededor de la mesa donde de nuevo volvían a circular el oro y los billetes de banco de los jugadores. Aquellos dos hombres, el uno cuestionando con avidez, el otro tratando de reunir sus recursos y obedeciendo a una presión moral de que no podía darse cuenta, hablaron algún tiempo, y por fin, parecieron comprenderse; al menos sus gestos denotaban dos interlocutores perfectamente de acuerdo.

El conde de B… juzgando el momento oportuno, mandó a decir al conde de M…, por uno de los italianos de servicio, que necesitaba inmediatamente ver al señor Mercier, y añadió algunas instrucciones que creyó necesarias para el conde de M… Cuando éste recibió el aviso, estaba en el primer salón. Un ruido violento se oyó, que pareció horrorizarle.

—Es demasiado tarde —dijo—, B… va a ponerse furioso.

—Y se precipitó por la escalera.

—¡Miserable! —gritaba Eduardo Mercier—, vos me daréis una satisfacción.

—Al momento —respondió otra voz.

Dos hombres furiosos eran arrastrados hacia la calle por cinco o seis individuos, que ocultaban en sus manos una macana y un puñal cada uno.

—¿Qué hay? —gritó el conde de M…—. ¿Qué sucede? —dijo con tono de mando.

—Este señor me ha insultado —respondió un mulato que tenía cogido a Eduardo por la solapa de la levita—, y va a darme ahora mismo una satisfacción delante de estos señores, que nos servirán de testigos.

—Esta noche no —dijo el conde de M…— yo conozco al señor Mercier, y es imposible que no tenga razón; el vino sólo debe ser la causa de esta querella, de la que mañana os arrepentiríais. Señor Mercier, yo me ofrezco ser vuestro segundo si mañana no os dan cumplida satisfacción.

El mulato asombrado no respondió ni una palabra, y desapareció.

Eduardo tomó una mano del conde de M… y dijo.

—Mil gracias, señor conde; la cólera me había cegado, e iba a salir de noche con gentes que no conozco; esto era imprudente; mañana cuento con vos…

—Muy bien —respondió el conde—, pero, señor Mercier, venid pronto; don Carlos está perdiendo sumas considerables; vuestra casa puede ser sólida, pero, en fin, él no cesa, firma sin saber lo que hace y eso puede ser serio.

—¡Qué me decís! ¿El señor Ardou ha jugado? ¡Dios mío! ¡Habrá perdido los sentidos! Habrán abusado; de otro modo es imposible. Vamos, ¿dónde está?

—Seguidme al salón del fondo —respondió el conde.

Ambos atravesaron con dificultad la muchedumbre que llenaba el primero y segundo salón. Eduardo llegó a la sala de juego y entró en el momento en que el capitán, en pie delante del conde de B… que estaba de espaldas a la puerta, gesticulaba como un hombre que afirma y designa.

—Sí —decía el capitán—, pero… si…

Eduardo oyó confusamente las palabras longitud, latitud, frontera, Guatemala, San Salvador.

—Tened —dijo el capitán—, he aquí a Eduardo que os podrá explicar eso mejor que yo.

El llamado conde de B… volvió la cabeza precipitadamente, escondiendo su cartera, sobre la cual escribía, y fue sonriendo a ofrecer su mano a Eduardo, quien pálido, los ojos fijos en el conde y una mano debajo de su chaleco, se desgarraba el pecho para ocultar la emoción que acababan de producir en él las últimas palabras del capitán.

—Por fin habéis llegado —dijo el conde de B…—, el señor Ardou juega como un endiablado; ha perdido creo de ciento veinticinco a ciento cuarenta mil pesos y aún quería doblar; eso no tiene sentido común.

—¿De ciento veinticinco a ciento cuarenta mil pesos? —dijo Eduardo—, ¿y vos no lo habéis impedido?

—Imposible —dijo el conde—, yo he llegado cuando ya perdía mucho, y me ha dicho que quería desquitarse; y a fe mía, he juzgado prudente mandaros buscar.

—Mil gracias, conde; pero desearía me informárais de lo sucedido.

—Banqueros —dijo el conde—, el señor desea hablaros.

Los dos hombres se levantaron y rogaron a otros dos seguir la banca, durante su ausencia.

—Vamos —dijo el capitán a Eduardo—, firma, querido amigo, firma, que aún tenemos con qué desquitarnos; eso es una bagatela para ti, Creso.

—Calláos —respondió Eduardo—, si apenas podéis teneros en pie.

Y añadió aparte:

—¡Pobre hombre, mañana es capaz de morir de pena!

Eduardo, el capitán, el conde y los banqueros entraron en un pequeño gabinete, situado a un lado de la sala de juego.

—¿Cuánto os debe el señor Aidou? —preguntó Eduardo.

Los banqueros presentaron tres letras: dos de treinta mil pesos cada una, otra de sesenta mil, y un bono de cinco mil.

—¡Ciento veinticinco mil pesos! ¡Seiscientos veinticinco mil francos! —exclamó Eduardo—, con una emoción indescriptible, que se revelaba por una palidez mortal.

La fisonomía de aquel hombre, impasible y valiente ante todos los peligros, tomó un aspecto terrible, que no pudo pasar desapercibido al ojo ejercitado y atento del conde de B…; un rayo que hubiera caído a sus pies, no le hubiera causado tan grande emoción; sin embargo, pudo dominarse en el acto, y dijo con calma:

—¡Seiscientos mil francos!, la casa Ardou puede jugar tres veces esta suma y perderla. El capitán ha querido concluir alegremente el día, y ha hecho muy bien; el señor Ardou no tiene necesidad de dar cuentas a nadie.

—Pero, en fin —dijo el conde—, nosotros hemos creído hacer bien previniéndoos.

—En efecto —respondió Eduardo—, vos habéis obrado como un amigo, por lo que os doy las más expresivas gracias, esperando se ofrezca una ocasión para mostraros mi gratitud; contad conmigo. Señores, dijo a los banqueros, mañana a las diez esa suma será reembolsada al portador; permitidme que ponga la firma de la sociedad.

El conde de B… tomó las letras, con una mano presentó la pluma a Eduardo y con la otra tenía una letra sin abandonarla. Esta acción, que era una injuria, hizo levantar la cabeza a Eduardo, fijó una mirada penetrante sobre el conde y por primera vez creyó comprender la verdad; sin embargo, con mano firme escribió sobre la letra de trescientos mil francos:


Aceptada para mañana a las diez.

Firmado:

Carlos Ardou y Eduardo Mercier
 

El conde tenía la segunda letra de trescientos mil francos, sin abandonarla para firmarla. La palidez de Eduardo desapareció, la sangre inyectó sus ojos, lanzó una mirada de cólera comprimida al conde, y firmó la segunda letra.

El bono de cinco mil pesos recibió igualmente la firma social de Carlos Ardou y Compañía.

El conde de B… con la misma calma y sangre fría, presentó la primera letra de treinta mil pesos, firmada Carlos Ardou y Eduardo Mercier.

—¿Qué es esto? —dijo Eduardo—, esta firma nadie puede ponerla más que yo; el capitán Ardou no ha podido cometer… un error… semejante. ¿Capitán, habéis firmado vos esto?

El capitán reclinado sobre la pared y contemplando aquella escena, con la sonrisa en los labios, medio ebrio y soñoliento, pareció despertarse y se acercó a la mesa ante la cual estaba sentado Eduardo, teniendo a sus espaldas al conde, los dos banqueros y un individuo que había desempeñado las funciones de pagador durante la partida.

—Capitán, ¿habéis vos firmado esto? —repitió Eduardo.

—¡Yo! —dijo el capitán embrutecido, pareciendo acordarse apenas de lo que había pasado—, ¡yo!… ¡Ah!… pero… en fin… conde… juguemos limpio… se puede pagar… pero… qué diantre…

—¡Explicáos, capitán! ¿Habéis firmado, sí o nó? —dijo Eduardo encolerizado, tomando y sacudiendo violentamente el brazo del capitán—. ¡Esta firma es una falsificación; capitán, responded!

—¡Una falsificación!… ¡Una falsificación!… —exclamó el capitán con emoción.

El pobre hombre miró en torno suyo, pálido como la muerte. La palabra falsificación acababa de producir sobre su honrado natural, una de esas reacciones que a veces disipan los vapores alcohólicos y devuelven la razón.

—¡Una falsificación! —prosiguió el capitán—. ¿Qué es lo que decís, Eduardo? Ya me acuerdo, sí una falsificación, una falsificación… el conde me ha dicho que… y después… pero yo… sin embargo… ¡Voto al demonio! —exclamó fuera de sí—. ¡Qué máquina tan abominable es el hombre! Bastan unas cuantas copas de Madera y de Champaña para convertirse en una bestia bruta de la peor especie. ¡Ah! ¡si… esto es! —y golpeándose la frente añadió:

—¡Pardiez! Conde, vos me habéis dicho que eso no valía nada; yo estaba ebrio y he firmado otra letra para reemplazar esa.

—Pero —repuso el conde impasible—, como decís, querido capitán, vos estábais medio ebrio; habéis jugado esta letra, y yo os he dicho cuando queríais continuar, que firmárais en vuestro nombre simplemente, por supuesto, sabiendo perfectamente que el señor Mercier era incapaz de perseguir por falsificación a la casa Ardou y Compañía.

—Sin embargo —dijo el capitán, haciendo un esfuerzo para coordinar sus recuerdos—, sin embargo… sí ya me acuerdo… ¿Cómo vos, conde, vos?

Y lanzándose contra el conde de B… gritó:

—¡Miserable! ¡Vos habéis mentido! ¡Conde de B… vos me robáis!

—¡Señor mío! —dijo el conde—, os perdono el insulto que me acabáis de proferir, en atención a vuestro estado; pero sabed que yo no robo ni gano nada; vos habéis jugado esta suma con estos señores que yo no conozco, y con quienes he perdido lo mismo que vos; que les paguéis o no, eso no me importa; que riñáis o no con vuestro asociado, tampoco; moved un escándalo si queréis; yo por mi parte no tengo la costumbre de frecuentar los jugadores de vuestra especie; por lo tanto, me retiro.

—Un momento, conde —dijo Eduardo—, os lo suplico.

—Con mucho gusto.

—Esa letra no tiene ningún valor —dijo Eduardo—, y…

—Como queráis —dijo uno de los banqueros—, pero nosotros tenemos diez testigos que yo puedo llamar en el acto, y que declararán la verdad; esto es, que el señor Ardou, para obtener dinero, no bastando su firma, ha usurpado la de la casa; ha dicho que estaba en su derecho, y nos ha engañado; está muy bien, eso le costará más caro; mañana el señor Carlos Ardou será arrestado por falsificación y en cuanto a la pena y al embargo, nosotros nos encargamos; nada más natural, como vos mismo comprenderéis perfectamente. Buenas noches, señores.

—¡Infames! —gritó el capitán.

Y quiso precipitarse de nuevo sobre el conde de B… quien retrocedió un paso. Uno de los banqueros se interpuso; el pagador hizo un gesto interrogativo al conde, mostrándole una navaja de Albacete que llevaba escondida; el conde respondió con un signo negativo. Eduardo por su parte, vio brillar el mango de latón de la navaja, y cogió al capitán por el brazo; ya no le quedaba ninguna duda sobre las gentes en medio de las cuales se encontraba a las dos de la madrugada y en uno de los barrios más retirados de Panamá.

—Vamos —dijo Eduardo riendo—, ¡qué diablos, capitán!, tanto ruido por tan poca cosa; treinta mil pesos, cuando se acaban de pagar noventa y cinco mil. Capitán, vos tenéis muy mala memoria, y treinta mil pesos no valen la cólera que os ahoga. Vos habéis tomado la firma social, ¿qué daño hay en eso? A partir de hoy mismo yo os la doy, y la vuestra vale tanto como la mía; pero como se necesita un aviso oficial, entretanto voy a aceptar esa letra para mañana a las diez.

Al pasar por el lado del capitán, Eduardo le tomó la mano y se la apretó fuertemente, diciéndole al oído:

—Calláos, o nos hacéis asesinar.

El capitán quedó estupefacto, mirando a Eduardo que aceptaba la letra.

—Capitán —dijo Eduardo cuando hubo concluido—, no estoy descontento de la lección, esto os enseñará a hacer el pollo y a jugar; generalmente estas cosas concluyen siempre así, y afortunadamente que habéis dado con un hombre honrado, con el conde de B…, que me ha advertido a tiempo; sin él vos hubiérais comprometido seriamente el capital social. A lo hecho pecho; vuestra mano, conde, y vos, señores, añadió dirigiéndose a los banqueros, hasta mañana a las diez, en la caja.

Eduardo tomó el brazo del capitán y entró en la sala de juego.

Dos nuevos banqueros tallaban el monte, teniendo a sus lados los mismos jugadores; a las extremidades de la mesa veíanse otros individuos medio ebrios, que venían a luchar y a pagar su contingente. Enriqueta y María estaban sentadas al lado de un joven, vestido con un traje de viaje.

Eduardo notó que el conde lo seguía, metió la mano en el bolsillo interior de su frac, y palideció ligeramente.

—¿Estáis armado? —preguntó al capitán.

—Sí, yo llevo mi macana y un revólver.

—Muy bien; al salir me daréis la macana, y en caso de necesidad vos os serviréis del revólver. Callaos y seguidme.

Eduardo se acercó a la mesa de juego, sacó algunas onzas y las puso a una carta; en pocos momentos ganó cuatrocientos o quinientos pesos. El conde estaba cerca de él, así como el llamado M…, que parecía esperar una orden.

—¿Qué decís, conde? —dijo Eduardo—, yo debía haber tomado el sitio del señor Ardou, esto hubiera valido más.

—Tomad la revancha —contestó el conde.

—No, conde, es demasiado tarde.

Y tendiéndole la mano, añadió:

—Uno de estos días le daremos una lección, pero en ayunas. ¿Qué pensáis vos? Venid a verme, y arreglaremos esto: adiós.

Y salió con el capitán.

B… se volvió hacia el conde de M… y le dijo:

—Yo pienso que este Mercier es un mozo que lo entiende.

—¿Y qué hacemos con él? —preguntó M…

—Dejadles partir, y que mi bendición los acompañe; las letras están firmadas por Mercier y en blanco; Andreotte acaba de dármelas; ahora corren de mi cuenta.

—¿Haremos partes iguales? —dijo M…

—Eso es muy justo; por lo demás, vamos a arreglar nuestras cuentas; esperad hasta el fin.

Los dos asociados B… y M… se separaron; M… atravesó la sala de baile, que principiaba a despoblarse, y entró en el primer salón; dio algunas órdenes a unos individuos que estaban delante de la puerta de entrada, y volvió a buscar a B… que había vuelto a tomar parte en el juego.

—Las tres, señores —dijo uno de los banqueros—, último cuarto de hora.

Algunos jugadores se levantaron, otros quisieron tentar fortuna hasta el fin, y esperaron que se levantara la sesión.

A las tres y cuarto un negro recorrió los tres salones, sonando una campanilla y anunciando que iban a cerrar las puertas.

B… y M… se retiraron al gabinete contiguo a la sala de juego, seguidos de Enriqueta y María.

Los banqueros vigilaron la salida de los jugadores y danzantes, y danzantes y jugadores fueron conducidos lejos del garito.

La casa del Baluarte quedó silenciosa, apagóse el farol de la puerta, despertaron al negro portero, diéronle una onza; y el ángulo de la calle de las Monjas, silencioso y oscuro a su turno, se confundió con las otras casas de la callejuela.

El conde fue a sentarse detrás de la mesa de juego, M… se le acercó con entusiasmo y le dio un abrazo. Las dos jóvenes se colocaron detrás de él.

Pocos instantes después aparecieron silenciosos los dos banqueros que habían sostenido el juego contra el capitán; el pagador, los dos italianos, y cuatro individuos que habían figurado en la querella contra Eduardo Mercier; otras dos mujeres los seguían: total diez y siete personas, que formaban la asociación de la calle de las Monjas y que dirigían la casa conocida con el nombre de Baile del Baluarte.

Aquella asociación tenía, como hemos visto, como jefe secreto al conde de B…, a quien todos obedecían, y que por sus relaciones, sus maneras, sus inteligencias con la policía y su audacia, había adquirido una brillante posición.

El conde de B… hizo sentar en torno suyo y del conde de M… a las quince personas presentes.

—María y Enriqueta —dijo el conde de B…— cien pesos cada una, precio convenido; gratificación extraordinaria, otros cien pesos; total, cuatrocientos pesos: tomad.

Contó cuatrocientos pesos en oro y se los dio.

—Julio Dar y Alfonso Vigoux, doscientos pesos cada uno; gratificación doscientos más; total, ochocientos pesos.

—Pagador, cien pesos y cincuenta de gratificación.

—Andreotti y Georgi, cien pesos.

—Los cuatro sirvientes: ¿veamos las armas?

Los cuatro sirvientes presentaron cada uno un revólver, un cuchillo y una macana.

El conde examinó atentamente las armas, y satisfecho de este examen, dijo:

—Muy bien y en orden; ochocientos pesos en billetes de banco.

—¿Y nosotras? —dijeron dos jóvenes, medio ebrias, colocadas a un extremo de la mesa.

—Esperad —dijo el conde, y les dio cien pesos.

Después, levantándose, añadió:

—Podéis retiraros; mañana esperaréis órdenes en el café italiano, de seis a ocho.

La sociedad del Baluarte se levantó, el conde de M… los acompañó hasta la puerta, y en el momento en que María y Enriqueta salían, les dio el bono de cinco mil pesos, firmado por Eduardo Mercier. Enriqueta lo escondió diciendo por lo bajo a María:

—¡Qué fortuna!…

Y siguieron a la comitiva.

El conde de M… cerró la puerta y volvió a buscar al de B… a la sala de juego.

—Nosotros dos ahora —dijo al entrar.

—¿Has dado los cinco mil pesos a Enriqueta y a María? —dijo B…

—Sí.

—Muy bien; entonces nos quedan limpios los ciento veinticinco mil pesos, además de algunas onzas de oro que nos servirán para alegrar a nuestras mujeres en Aspinwal House.

—Tienes razón —respondió M…

—Toma —dijo el conde de B…—, he aquí las dos letras de treinta mil; yo guardo la de sesenta mil y mañana nos presentamos a las nueve en la caja.

Los dos condes soltaron una carcajada nerviosa.

—¿Sabes que la compañía B… y M…, no va mal? —dijo B…—, yo no me cambiaría esta mañana por la casa Carlos Ardou y Compañía. ¡El talento, amigo mío, el talento!

—Ya lo creo —respondió M…—, nosotros lo necesitamos cien veces más que todos esos mozos, que todos esos judíos del negocio, que no tienen más que firmar o vender a doble precio para ganar millones; porque al cabo y al fin, ellos engañan como nosotros; nosotros engañamos con los naipes y ellos engañan con el azúcar, la canela, los sombreros y las botas. ¡Las botas! ¡Cuando pienso que en el almacén del señor Ardou me han hecho pagar esta mañana diez pesos por un par de botas que a ellos les cuestan tres!

—Es decir, que es vergonzoso —añadió B…—, nosotros nos reembolsamos, este es un hecho; nosotros reembolsamos en nuestra persona, menos tonta que el común de los mortales, a la sociedad robada, y escribimos en su Haber, lo que rateros potentados habrían escrito en su Debe: esto es una teneduría de libros social y por partida doble, de la cual nosotros somos a la vez los empleados, el equilibrio, la balanza y el tribunal.

—¿Qué quieres hacer ahora? —preguntó M…—, yo por mi parte me las guillo, y tú haces lo mismo; esto es, yo me las guillo, tú te las guillas, nosotros nos las guillamos, y no hay más que hablar.

M… sacó unos cigarros, dio uno a B… y los dos habitantes de la casa del Baluarte, aspiraban, con delicia, el humo de sus excelentes cigarros de Vuelta Abajo.

B… no respondió ni una palabra a su amigo.

—¿Nosotros nos las guillamos, no es eso? —insistió M…—, me parece que la comedia ha concluido, y que un buen éxito necesita al menos una ausencia; el aire de una ciudad que acaba de ver cambiar de dueño ciento veinticinco mil pesos, es malsano.

—No —respondió B…—, fijando sobre su interlocutor una mirada escrutadora; no, yo me quedo.

—¡Cómo! —exclamó M…—, piénsalo bien; la casa Ardou hace bancarrota o nos denuncia. Toda esa canalla que mantenemos hace seis meses, sabe quiénes somos y cuánto poseemos; la policía se hará la melindrosa, hasta el punto de ser insoportable; créeme, vámonos a los Estados Unidos, el vapor sale de Colón dentro de cuatro días, mañana tomamos buenos caballos y guías, y aún llegaremos a tiempo.

—No —dijo B…—, parte si quieres; yo me quedo, pues aún tengo que hacer, y si no quieres continuar ayudándome, tanto peor para ti.

—Si es que me necesitas, tú sabes que te aprecio y que en caso de necesidad puedes contar conmigo.

Los dos miserables se necesitan el uno al otro, y esta necesidad que hasta entonces los había unido, los había hecho participar mutuamente todos los peligros, todos los crímenes, todos los beneficios; pero ambos habían llegado a ese grado de la fortuna que devuelve la independencia y no deja a la depravación otro campo libre que el del cálculo, del interés de la insaciable avidez; campo de batalla infernal, donde el menos depravado debe sucumbir; donde el más pervertido, el más astuto, queda victorioso. El más completo de aquellos dos hombres era el conde de M…; frente al conde de B…, M… hubiera podido exclamar al fin de este diálogo, como Glocester delante de Tyrrel vacilante.

—¡Nada hay completo en este mundo; ni el bien, ni el mal, ni aun el mismo crimen; la humanidad me da lástima! ¡El hombre! ¡Por San Jorge! ¡Id a emprender grandes cosas con semejante animal!

B… y M… se miraron un momento silenciosamente; por fin, B… dijo:

—Sí, yo me quedo; ahora ya eres rico, puedes marcharte.

—¡Cómo! —exclamó M…— ¿al cabo de cinco años de fraternidad, y aún no me conoces? Yo parto, sí, o más bien, quisiera partir tanto por interés mío como por el tuyo; pero si necesitas de mí, me quedo. Créeme, lo mejor que podemos hacer es irnos a vivir a los Estados Unidos; allí nadie nos conoce, y con lo que poseemos seremos más considerados y tendremos más prestigio que un lord de Inglaterra durmiendo en el Parlamento o montando la guardia en el palacio de Windsor. Vamos, ven, o vas a darme la tentación de sacrificarte lo que tengo por quedarme contigo. ¡Qué diablo!, yo no puedo dejarte plantado cuando acabas de hacer mi fortuna, cuando eres tú quien me ha hecho vivir durante cinco años, cuando eres tú quien me ha enriquecido.

—Vete si quieres —respondió B…—, vacilando aún si aceptaría o no, pues no contaba con la sumisión de M… enriquecido.

—¡No, imposible! —añadió M…—, nosotros no podemos separarnos de este modo; aunque a decir verdad, valdría muchísimo más que yo me fuera, porque así cuando tú te hayas arruinado, cuando no poseas ni un cuarto, yo podría a mi vez hacer el generoso contigo y enriquecerte partiendo mi fortuna contigo como tú lo haces hoy. Tú obras, quedándote aquí, contra el sentido común; yo me quedo también.

—Tú eres un verdadero amigo —dijo B…—, y mereces que yo te diga… mereces que yo aumente tu fortuna también; venga esa mano: ya es tarde, vámonos a acostar a la fonda, y mañana hablaremos del nuevo proyecto.

—¡Ah tunantillo! —dijo M… con una de esas sonrisas donde se ocultan la alegría y la curiosidad—, tienes un proyecto y no me decías nada; eso no está bien; eso prueba que desconfías siempre y que no me aprecias.

—Es que aún no he tenido tiempo —respondió B…—, y que es un gran negocio, amigo mío, un negocio a lo Monte-Cristo.

—¡Ah! —exclamó M… sorprendido y devorado por la impaciencia—. En fin, me es indiferente, partamos; no tengo necesidad de saber tus secretos; cuando sea necesario obrar, cuenta conmigo. Una idea: yo me encuentro sumamente cansado, si tú vas a cobrar mañana a la caja del señor Ardou, toma la letra y cobra también mi cuenta, y tú me darás el dinero en la fonda.

—No —dijo B… cerrando las puertas de los aposentos, y llevando una luz en la mano—, vale mucho más que no esté todo en poder de uno solo; yo iré primero; si las cosas siguen su curso ordinario, tú irás después. Nunca son de más las precauciones, porque no se sabe de lo que es capaz de inventar un jugador para no pagar.

—Es verdad —respondió M…—, tú eres más perspicaz que yo.

Y ambos bajaron por la escalera que conducía al piso bajo.

—Espera que encienda mi cigarro —dijo M… tomando la mano de B… y aproximando la luz encendió su puro—. ¿Tú decías, añadió, que posees los tesoros de Monte-Cristo?

—Sí —respondió B…

—¿Cómo diablos los has encontrado?

—Ése es mi secreto.

—¡Muy bien! ¡Muy bien!, no seas indiscreto, mi amo: ¿y adónde están?

—Aquí —dijo el conde de B… señalando el bolsillo interior de su frac y tomando un bulto que denotaba ser una cartera.

El conde de M… fijó sus ojos sobre el pecho de B… y no pudo dominar una emoción indescriptible, una de esas expresiones del rostro que sólo pueden realizar ciertos seres, y que sólo puede comprender el observador impasible si posee la penetración, y pintarla si es artista. Pálido, la boca entre abierta por una nerviosa sonrisa, la vista centelleante primero y cubriéndose en seguida de un velo sombrío que le obligó a volver la cabeza para vencer su emoción; tenía el pecho hinchado y la mano derecha metida debajo de su chaleco apretando convulsivamente el mango del cuchillo que llevaban todos los afiliados.

—Vámonos —dijo al conde de M…—, vámonos, tú vas a hacerme curioso; yo me río de todo eso; sólo con que podamos doblar el capital me contento.

—Más que eso —dijo B… llegando a la puerta de la calle.

—¡Más que eso! —añadió M… abriendo—, ¡demonios, y cómo andas! En fin, como suele decirse, el dinero atrae dinero, y tú eres muy capaz. Vamos, pasa.

—No —respondió B…—, sal tú, yo tengo la llave y cerraré.

B… abrió la puerta, apagó la luz y puso la llave en la cerradura por la parte de afuera, volviendo de este modo la espalda a la calle. Antes de cerrar se volvió, a pesar de la oscuridad; ¿por qué?, apenas se podía distinguir nada, y detrás de él no había nadie más que su compañero, el hombre que le ayudaba y defendía hacia cinco años.

—¿Qué esperas? —dijo M…

—Nada, ¡es extraño!… —dijo B…— he tenido miedo y estoy emocionado… ¡Qué bestia soy!

—¡Já! ¡já! ¡já! ¿quieres que yo cierre?

—No, ya pasó —y se volvió de nuevo para cerrar.

M… lo contempló un segundo y esperó aún, luego dio un salto atrás, y un grito ahogado salió del pecho de B… que cayó rodando por el suelo, revolcándose en su sangre y agarrándose a los dos escalones situados en la puerta del garito, tratando de resistir aún al hombre que, impaciente, le mantenía contra el suelo apoyando la rodilla sobre su víctima, mientras le registraba los bolsillos interiores del frac. B… logró apoderarse de la mano de su asesino, y la mordió tan fuertemente que le hizo arrancar un grito de dolor.

—¡Toma, ladrón! —gritó M… dándole una segunda puñalada.

El conde hizo una convulsión, dejó escapar un suspiro y quedó inmóvil.

M… cogió la cartera, los papeles y los valores que encontró sobre el cadáver, se lo cargó sobre sus espaldas, y tomando las callejuelas estrechas y oscuras que conducían al Baluarte, caminando tan de prisa como se lo permitía su pesada carga, se dirigió hacia el mar.

Cubierto de sudor y fatigado se paró a descansar un poco, sobre uno de los pórticos de la calle que desembocaba al Baluarte.

—Cuando suba la marea todo habrá concluido —dijo dirigiendo una mirada investigadora en torno suyo.

—Es extraño —añadió—, creí que alguien me seguía. En estos casos se teme hasta de sí mismo.

Y tomando de nuevo el cadáver subió los escalones que conducen a la plataforma. Cuando estuvo arriba depositó el cadáver en tierra y respiró con violencia: arrastróle hacia el parapeto, y se disponía a arrojarlo sobre la fangosa e infecta playa que debía en pocas horas hacerlo desaparecer cubriéndolo con la capa de inmundicias que arroja todos los días el Océano.

El conde de M… se encontraba sobre la plataforma, cercado a su izquierda por una verja de madera que sólo estaba abierta durante el día, y a su derecha por un cuerpo de guardia de carabineros y soldados, de modo que no podía salir más que por donde había entrado.

—Concluyamos —dijo mirando en torno suyo—, al agua, Monte-Cristo.

—Un momento, conde de M… —dijo una voz conocida de la asociación.

El conde dejó caer el cadáver que había levantado, y arrimándose a la muralla, exclamó aterrado:

—¿Quién va allá?

Nadie respondió, ni se distinguía nada.

Pasado el primer momento de sorpresa empuñó su cuchillo y volvió a gritar:

—¿Quién va allá?

A los pocos segundos vio levantarse de la tierra una forma que la oscuridad no le permitiría distinguir: de repente la forma se levanta ante él, le coge por el cuello y lo derriba al suelo. Después de muchos esfuerzos el conde pudo desasirse de las manos de hierro que lo sujetaban, levantóse, cogió el cadáver, y poniéndolo ante sí, se arrimó a la pared. La sombra lo persiguió puñal en mano, descargando sus golpes sobre el cadáver del conde de B…, creyendo dar contra el cuerpo de M…

—Perdón —dijo M…— y partiremos; pero si continúas, grito a la guardia, y tú y yo lo perdemos todo.

—Parte a dos —dijo la sombra.

—¡Andreotti! —exclamó M…

—Sí, Andreotti, Andreotti, que lo sabe todo y lo quiere todo.

—¡No, la mitad o la muerte! —respondió M…

—Entonces, dame la letra de sesenta mil pesos.

—No, he aquí las dos de treinta mil; la otra está en la cartera y yo no puedo buscarla ahora.

—Pues bien, dame la cartera; Juliani decía que una de esas letras era falsa.

—Yo te digo que todas son buenas, yo guardo la cartera; y le presentó las dos letras.

—No, la cartera —repitió Andreotti dando un paso hacia M…

—¡Socorro! —gritó M… con voz formidable y escondiéndose detrás del cadáver.

—¡Alerta! —gritó el centinela del Baluarte, e inmediatamente se oyó el ruido de pasos.

Andreotti cogió las dos letras que aún le presentaba el conde de M…, saltó de la muralla a la calle y desapareció. M… dejó caer el cadáver y a su vez se escapó per las calles vecinas, escondiéndose cuando creía que los soldados se acercaban.

De pronto una idea atravesó su mente y se dirigió hacia el garito; la puerta estaba aún abierta, quitó la llave y entró. Apenas acababa de cerrar, llamaron a la puerta y oyó a Andreotti, que decía:

—¡Abre pronto, que nos persiguen!

M… había recobrado todas sus facultades. Un gran peligro inspira a los criminales y los hace grandes en el crimen. Un rayo de genio infernal brilló en su espíritu, y rápido como el relámpago entreabrió la puerta.

—¡Ven! —dijo M…

Andreotti se lanzó sobre la puerta.

—¡Ven! —repitió M… clavándole el puñal en el pecho y empujándole hacia fuera.

Inmediatamente cerró la puerta y se dirigió a oscuras hacia la otra salida y esperó.

Un grito seguido de un tumulto se oyó en la puerta donde acababa de caer Andreotti…

M… abrió la segunda puerta con precaución, cerróla cuidadosamente, y no oyendo ningún ruido por aquel lado, se deslizó contra las casas de la calle de las Monjas, volvió la esquina y echó a correr, llegando a los pocos instantes a Aspinwall House.

Al pasar por delante del negro que le dio la llave y la luz, fingió embriaguez, subiendo lentamente hasta el primer piso en que estaba su habitación; abrió la puerta e inmediatamente cerró tras sí con llave, y dejándose caer sobre una otomana exclamó:

—¡En fin!… ¡He aquí un extraño modo de liquidar cuentas!

Capítulo V

Pocos instantes después de los acontecimientos que acabamos de referir en el último capítulo, y cuando los primeros rayos del sol principiaban a dorar la erizada superficie del Océano Pacífico, dos hombres ocupaban, solos, las vastas oficinas de la casa de banca de los señores Carlos Ardou y Compañía. Uno de ellos llevaba el traje local de aquellos ardientes países, levita, chaleco y pantalón de hilo blanco, y estaba sentado delante de un escritorio colocado encima de una tarima, dominando las mesas de los otros empleados, denotando el sitio de jefe de administración. Este hombre estaba completamente absorto en sus cálculos, rodeado de paquetes de papeles, de facturas y valores; escribiendo cartas de aviso, firmando letras de cambio; volviendo a calcular y buscar documentos, con febril actividad; conservando, sin embargo, aquella sangre fría, aquella calma que siempre le hemos conocido desde el principio de esta historia. El otro sentado sobre un gran sillón, con los brazos cruzados sobre su pecho, los cabellos en desorden, vestido con un frac negro, magullado y lleno de polvo, chaleco blanco, lleno de manchas lívidas y pareciendo víctimas de una gran agitación.

El lector habrá reconocido fácilmente por la anterior descripción a Eduardo Mercier y al capitán Ardou.

El silencio más profundo reinaba en aquella sala.

Eduardo Mercier se levantó varias veces para ir a la caja de hierro, entreabierta, que se encontraba sobre la misma tarima del escritorio, volvía a sentarse y continuaba su trabajo. El capitán Ardou estaba inmóvil, y sólo de cuando en cuando levantaba los ojos para fijar su vista en el joven, cuya actividad intelectual y precipitado trabajo absorbía toda su atención.

Eduardo acaba de firmar diferentes papeles de los que había sido redactor y copista. Un suspiro prolongado salió de su pecho, y exclamó:

—¡En fin!

Encendió un cigarrito de papel a la luz de una de las bujías que ardían sobre la mesa, y por primera vez volvió la vista hacia su asociado, y cual un hombre que se despierta después de un largo sueño, pareció fijarse en lo que le rodeaba.

—Vaya una distracción —dijo—, ya es de día y aún están las bujías encendidas… ¡Hola! ¡Buenos días, capitán!… ¡Cómo! ¿Aún estáis vos aquí pensativo y meditabundo? ¿y por qué? por una friolera: vamos, capitán, yo os creía más valiente. ¿Algunos centenares de miles de francos pueden afectaros hasta ese punto? Vos sois un niño señor Ardou.

—¡Arruinado!… ¡Arruinado por culpa mía! —exclamó el capitán, con la vista fija sobre Eduardo.

—¿Arruinado? nada de eso —respondió Eduardo.

—¡Qué noche!… —añadió el capitán—. ¡Qué noche! ¡Arruinados! ¡Voy a volverme loco!

—¡Eso es! ¡Privadme de un buen brazo y de un buen corazón, y la ruina será completa! ¿Pero vos olvidáis la roca perlera y la bahía de la Perla Negra? Además, vos ignoráis el secreto de nuestros negocios, amigo mío; vos habláis sin comprender un ápice los asuntos de la casa. Todo está aquí claro como la luz del día, continuó Eduardo dando una palmada sobre el escritorio; yo pago con buena moneda corriente los veinticinco mil pesos con la mejor voluntad del mundo, y esto más fácilmente que hubiera podido hace algunos meses pagar una cuenta de zapatero o de sastre.

—¿Y luego? —interrumpió el capitán.

—Luego pagaré aún cien mil francos, por cuenta mía y por la vuestra.

—¡Por cuenta vuestra! —exclamó el capitán levantando la cabeza.

—Sí, amigo mío —respondió Eduardo—, lo que hará un total de ciento cuarenta y cinco mil pesos: esto os extraña, y sin embargo, no os importa nada, pues yo sólo puedo firmar y tengo poderes para ello; en cuanto a la firma, yo os autorizo para usarla; tanto peor para vos, si firmáis sin leer vuestra sentencia de muerte.

—¿Y después? —preguntó el capitán.

—Después, la casa marchará como antes, pues aún le quedará el brick, que vale bien de setenta a ochenta mil francos y treinta mil que hay en caja.

—Pero treinta mil francos apenas bastan para cubrir las obligaciones de una semana, y nos veremos precisados a suspender nuestros pagos.

—¿Suspender nuestros pagos? Os equivocáis, nosotros no suspenderemos nada. La casa aún vale sesenta mil francos, y dándola en hipoteca, nos completará con el buque treinta mil pesos. Ya veis que es imposible quebrar con treinta mil pesos; tened presente que yo no cuento con el crédito y la deuda. ¡La deuda! Si Inglaterra es grande y rica, es porque tiene una deuda.

Pues bien, nosotros nos enriqueceremos como ella, con la deuda. El impuesto mata y la deuda vivifica, ha dicho Ouvrard.

—Sí —respondió el capitán—, pero el impuesto nos ha muerto.

—¡Muy bien! —dijo Eduardo—. ¡Bravo, capitán, he aquí una buena palabra, la miseria os hace ingenioso como a Fígaro! El impuesto no ha muerto, y os repita que vos olvidáis que aún poseemos muchos millones enterrados en la costa de El Salvador y que no necesitamos más que ir a tomarles.

—Pero vos olvidáis también lo que he hecho, lo que vos habéis visto y lo que no podéis ignorar; y es que os he hecho traición que soy un miserable, y que he publicado el secreto que me habíais confiado y de donde dependía nuestro porvenir, destruido por culpa mía.

—Nada de eso, querido capitán, vos no habéis destruido nada; porque antes que el filibustero que os sorprendió ayer y que os ha estafado una parte de nuestra fortuna, reúna los elementos necesarios para ir a la bahía de la Perla Negra, nosotros estaremos de vuelta, después de agotar la mina que nos pertenece. Esta mañana pagamos las deudas, y según el proverbio, nos enriquecemos; a la noche nos hacemos a la vela, dejando la casa bajo la dirección de nuestro primer dependiente, el señor Johnson, y el mal está reparado. Vamos, joven aturdido, firmad; la lección ha sido buena y ambos debemos aprovecharla.

El capitán se acercó al despacho y firmó, sin examinar, varios libros, poderes, documentos y letras de cambio.

—Firmad esta carta para la señora Ardou —añadió Eduardo.

—¿Para la señora Ardou?

—Sí, ella encierra una letra de cambio duplicada a su orden; en negocios se ve cómo y cuándo se principian, pero no se sabe cómo y cuándo se concluyen. Yo soy soltero y no tengo que dar a nadie más que a vos, querido amigo; vos no os encontráis en el mismo caso, vos tenéis muchos deberes que cumplir, y el primero de todos es poner a cubierto a vuestra mujer e hijos de los azares y peligros que vamos a correr. Por lo tanto firmad, y después leed si queréis.

El capitán lo comprendió todo y su corazón latió con violencia; levantó sus grandes ojos negros hacia Eduardo, y dos gruesas lágrimas rodaron por sus bronceadas mejillas.

—Firmad —añadió Eduardo con autoridad—, yo sé muy bien lo que hago; y despachaos, pues hoy no tenemos tiempo que perder.

El capitán enjugó sus ojos con el dorso de la mano, firmó y leyó la siguiente carta:


Querida Luisa:

Después de haber realizado una fortuna bastante regular, mi asociado y yo hemos experimentado algunas pérdidas que, según todas las probabilidades, vamos a reparar. Pero como los negocios, y sobre todo, los negocios americanos, están sometidos a tantos azares, nosotros hemos querido asegurar una modesta existencia a ti primero y a mis hijos después; por lo tanto, te mandamos una friolera, relativamente a lo que habíamos ganado y a lo que podemos realizar en poco tiempo.

Adjunta encontrarás la primera letra a tu orden, firmada por nosotros. Como es a cargo de nuestros corresponsales de Londres, tú la podrás descontar en cualquiera casa de comercio de Cannes o de Marsella, y emplear su importe en renta del Estado. Poco es; pero en fin, de este modo yo continuaré mi trabajo más tranquilo, sabiendo que vosotros os encontráis al abrigo de todos los azares y eventualidades de nuestras operaciones.

Eduardo y yo nos portamos que es una maravilla. Yo continúo, bien entendido, siendo el modelo de los maridos, lo que podrá servir en caso de necesidad de ejemplo a mi joven amigo y asociado Eduardo Mercier.

Adiós, y un besito a nuestros hijos.
 

El capitán volvió la hoja y encontró una letra de cambio de cien mil francos, firmada por él y por Eduardo.

El capitán no pudo contener su emoción, apoderóse de una mano de Eduardo, besándola con efusión, y le contempló con el rostro inundado en lágrimas.

—En mis brazos —dijo Eduardo—, en mis brazos, capitán; como al siguiente día de aquel en que me habéis salvado la vida, y cuando yo os reconocí a bordo de la María Amelia.

Y los dos amigos se abrazaron con efusión.

Un aldabazo dado a la puerta vino a poner fin a aquella escena conmovedora.

—Gente llega —dijo Eduardo, calmándose instantáneamente—, son las seis; id a cambiar vuestros vestidos y que nadie pueda notar que la pérdida de ayer ha podido afectaros; acordáos que vale más causar envidia que piedad, y que en el comercio, sobre todo, hay dos cosas que nunca se deben dejar ver, que son el miedo y la pobreza.

El capitán se retiró al mismo tiempo que el señor Johnson entró, saludó a Eduardo y fue a colocarse en su despacho, tomando los libros y documentos que había encerrado la víspera.

—Hoy tenemos grandes pagos que hacer —dijo Eduardo, con su calma acostumbrada—, yo me he levantado temprano y os he evitado un gran trabajo; venid a mi despacho; hasta las nueve no se presentarán a cobrar; por consiguiente aún tenéis tiempo de preparar las sumas y poneros al corriente de todo esto para el caso en que yo salga, o evitarme el trabajo de responder a las personas si estoy ocupado. Todo está en orden… He aquí un legajo relativo a un bono de cinco mil pesos.

—Muy bien —respondió el señor Johnson—, visto.

—He aquí —continuó Eduardo—, otro para pagar sin ninguna dificultad, dos letras de treinta mil pesos: total sesenta mil.

El señor Johnson levantó la cabeza y fijó su vista sobre Eduardo.

—Examinad —dijo éste fríamente.

El señor Johnson recorrió con la vista el segundo legajo, pareció consultar su memoria y dijo:

—Muy bien; visto.

—He aquí —continuó Eduardo—, el tercer legajo; este presentará algunas dificultades que vos tendréis que vencer antes de las nueve, y cueste lo que cueste, sea cediendo a menos del precio corriente las existencias, sea estipulando hipoteca sobre las mercancías, la casa o el Castor.

El señor Johnson, acostumbrado hacía mucho tiempo a las operaciones y a las costumbres de la casa, no pudo disimular su extrañeza, y con una rápida mirada comprendió que había falta, necesidad o imprudencia.

Eduardo fingió no observar a su dependiente, abrió el legajo, dio algunos detalles e hizo ver que no había nada que objetar ni responder; presentó un papel y una nueva letra de veinte mil pesos y dijo:


Total: ---------------------------- Una letra de 5 000 pesos otra Id 60 000 pesos Dos de 30 000 60 000 pesos Una letra de 20 000 pesos ---------------------------- Total General 145 000 pesos

—Al trabajo, y que todo esté listo para las nueve. Tomad todos los papeles y desocupad mi despacho.

El señor Johnson, ejecutó silenciosamente las órdenes de su principal y colocó ante sí todos los libros, papeles y letras que había en el escritorio de Eduardo, quien continuó trabajando sin ninguna emoción, al menos aparente.

Los empleados de la casa Carlos Ardou y Compañía se presentaron sucesivamente a Eduardo y fueron a ocupar sus puestos.

El señor Johnson trabajó con actividad, mandó algunos dependientes con pliegos para las casas de comercio de Panamá, y cuando dieron las nueve se encontraba fumando, para descansar unos instantes, una deliciosa panetela, sentado sobre una butaca.

A las nueve y media un hombre joven aún, vestido con elegancia, guantes, botas de charol, pelo rizado y exhalando un perfume delicado, patillas a la inglesa y con una rosita azul en el ojal de su levita, se presentó en el despacho, saludó con distinción y preguntó por don Eduardo Mercier. Un dependiente se levantó y le indicó el escritorio donde estaba su principal, hacia el cual se dirigió el desconocido, tendiendo su mano a Eduardo; éste se levantó, miró al intruso con frialdad imposible de describir, y esperó sin pronunciar una palabra ni dar su mano.

El rostro del desconocido se coloró ligeramente, pareciendo cortado por el aire glacial del jefe de la casa; pero reponiéndose al momento, depositó su sombrero sobre una silla colocada al lado del despacho de Eduardo, sacó una cartera del bolsillo interior de su levita, abrióla, tomó dos letras, y presentándoselas a Eduardo, dijo:

—¿El señor Mercier?

—Soy yo. ¿En qué puedo servir a usted?

—Dos letras que vengo a cobrar.

—Señor Johnson —dijo Eduardo a su dependiente—, un pago.

Y dirigiéndose al visitador añadió:

—Señor mío, pasad a la caja.

Y se puso a escribir.

—Es que ambas montan a sesenta mil pesos —dijo el visitador con sorpresa y la sonrisa en los labios.

—Señor Johnson —dijo Eduardo sin mirar a su interlocutor—, dos letras sesenta mil pesos.

El visitador desconcertado, se dirigió hacia el señor Johnson, quien le ofreció una silla y se dirigió a la caja.

En aquel momento entró el capitán Ardou y reconoció al conde M…, que se levantó y saludó. El capitán experimentó una conmoción que su natural franco y sanguíneo no pudo disimular; su sangre afluyó a sus mejillas, sus manos se crisparon, tomó el sillón que estaba colocado delante de su despacho, descargó un puñetazo y se sentó.

El señor Johnson rogó con mucha política al conde de M… se hiciera cargo de los valores acumulados sobre una mesa. El conde de M… procedió a la operación con impasible calma; creyó que había error en su favor e hizo la observación al señor Johnson. Contóse de nuevo, y en efecto en uno de los sacos había una onza de oro de más. El conde la presentó al cajero, ató los sacos, puso los valores en papel en su cartera, pidió fuego, encendió un cigarro, saludó y salió.

A las diez las jóvenes María y Enriqueta se presentaron a cobrar el bono de cinco mil pesos. La suma estaba preparada, el señor Johnson la dio en cambio de billete firmado por el capitán, a quien ellas saludaron, y salieron riendo a carcajadas.

Un empleado entró y fue a entregar al señor Johnson dos hojas de papel sellado.

—¡En fin!… —exclamó Johnson exhalando un profundo suspiro.

Y después de haber examinado la firma, añadió:

—Está bien.

—¿Estáis en regla? —preguntó Eduardo.

—Sí, señor —respondió Johnson.

—Entonces venid aquí mientras se presentan a cobrar —dijo Eduardo señalando al señor Johnson una silla colocada al lado del sillón que él ocupaba.

—A vuestras órdenes, don Eduardo —dijo Johnson.

—Señor Johnson, yo parto esta noche; tomad vuestras disposiciones para que el Castor esté pronto a hacerse a la vela. Yo me dirijo a las costas de Centro América, a El Salvador probablemente, y será un viaje de seis semanas o dos meses todo lo más, para realizar beneficios que, según mis cálculos, serán considerables, y que resultarán de una operación cuyo buen éxito depende de la prontitud y actividad con que voy a obrar.

—Don Eduardo —dijo Johnson—, ya sabéis que después de efectuados los pagos de hoy, es imposible hacer ningún adelanto de fondos.

—Poco importa —respondió Eduardo—, cuidad solamente que tengamos víveres para dos meses, y que nuestros hombres estén bien equipados y armados.

—Está muy bien: ¿a qué hora pensáis partir?

—A las diez —dijo Eduardo—. El capitán me acompaña, y durante nuestra ausencia vos poseeréis la firma de la casa, conforme a la circular cuya minuta he aquí firmada por nosotros.

El señor Johnson se levantó, dio varias órdenes a los dependientes, y apenas había concluido, cuando uno de estos que acababa de mandar con órdenes para el capitán del brick el Castor, entró precipitadamente, y acercándose a Eduardo, dijo:

—¡El cónsul de Francia!

—Que entre —respondió Eduardo.

En efecto, el cónsul de Francia entró acompañado del canciller. Eduardo se levantó y les salió al encuentro.

—¿Los señores Mercier y Ardou? —dijo el cónsul.

—A vuestras órdenes, señores —respondió Eduardo señalando al capitán.

—Yo desearía hablaros en secreto.

—Con mucho gusto: venid, señor Ardou.

Y los cuatro entraron en un gabinete que daba al despacho.

—Señores —dijo el cónsul—, un francés o al menos todo me hace presumir que este individuo lo era, aunque no existe en la cancillería ningún documento, ni siquiera un pasaporte constando su nacionalidad, fue asesinado ayer a la puerta de una casa de juego, en la cual ustedes pasaron la noche, según las declaraciones de la policía y de cuatro testigos que lo conocían, llamados esta mañana para establecer su identidad. Este francés era portador de un valor considerable sobre vuestra casa, encerrado dentro de una cartera que, afortunadamente, ha sido encontrada por mi canciller, sobre el cadáver, cuando nos advirtieron el crimen.

—El conde de B… —dijo Eduardo.

—Sí señor —respondió el canciller—, ¿vos le conocíais?

—Ciertamente, el señor Ardou perdió esa suma, ganada o estafada, poco importa, por los banqueros de esa casa que citáis; pero, en fin, él la ha perdido y pagado por medio de una letra al portador que tiene todo su valor, pues está revestida de mi firma. Los sesenta mil pesos están en este momento en poder de nuestro dependiente, el señor Johnson, y a vuestra disposición.

—Dícese —repuso el agente francés—, que vos habéis perdido ayer otras sumas importantes, y que habéis sido víctima de una asechanza; que el llamado conde de B… y su compañero el conde de M… os han indignamente robado, y que son dos estafadores escapados, según se asegura, de los presidios de Francia.

—Es muy posible, y me inclino a creerlo —dijo Eduardo—, pero, en fin, el señor Ardou ha juzgado conveniente pagar esa deuda, y afortunadamente su fortuna le ha permitido ese capricho. En este momento acabamos de pagar sesenta y cinco mil pesos, de los cuales sesenta mil al conde de M… El valor que vos poseéis es todo lo que resta de la pequeña locura del capitán Ardou, que nos es fácil de reparar, gracias al crédito y a la buena reputación que goza nuestra casa. Solamente debo advertiros que hay una hipoteca sobre la casa y el buque, garantizada por un negociante de Panamá y sobre fondos depositados o valores inmobiliarios; nuestros fondos actualmente en caja no habrían bastado para realizar, esta mañana misma, una suma de ciento cuarenta y cinco mil pesos.

—Eso se comprende perfectamente —dijo el cónsul—, pero afortunadamente para ustedes, señores, los efectos pertenecientes al conde de B… quedan depositados en el consulado, quien debe inmediatamente informarse de la posición del conde de B…, de su nacionalidad y de los interesados a su sucesión. Por consiguiente, señores, tened la bondad de darme pura y simplemente un reconocimiento con hipoteca sobre vuestros valores actuales, elevándose a sesenta mil pesos, basta que la cancillería tenga los informes que necesitamos. Si se prueba que el conde de B… ha ocultado bajo este nombre un criminal, a ustedes les será fácil probar que han sido víctimas de un nuevo delito, y hacer declarar nula y sin ningún valor esta letra de cambio, que vos habéis ofrecido pagar con la lealtad que honra vuestra casa. Si contrariamente a los informes tomados esta misma mañana por mi canciller, el conde de B… era un hombre honrado, encontrándose poseedor de semejante valor, en ese caso, señores, ustedes tendrán que remitir esta suma, por mi mediación, a los herederos, y si no los hay, al Tesoro. Entretanto, me basta con que ustedes firmen este documento.

El canciller presentó una fórmula escrita y preparada por él.

—Mil gracias, señores —dijo Eduardo—, vuestra confianza en nosotros, me permite deciros que el señor Ardou ha tenido que habérselas, sin duda alguna, con una de esas partidas de caballeros de industria que recorren en este momento la América, ejerciendo su oficio sobre el camino de California.

—¿Y por qué habéis pagado?

Porque el señor Ardou había firmado y el honor de la casa exigía que se pagara. Además, esas letras podían haber sido puestas en circulación, y un tercero no debía ser responsable de los bandidos, entre los cuales nos hemos encontrado por uno de esos azares que no se pueden evitar.

—Es muy justo —dijo el cónsul—, y lo que me pesa es que hayáis pagado a ese conde de M…, quien llamado como testigo, con otros individuos, ha estado por un momento tan emocionado en presencia del cadáver, que ha inspirado sospechas, y hasta creo que a causa de sus relaciones con el conde de B… van a ponerlo en estado de arresto provisional, y esta circunstancia que acabáis de revelarme, diciéndome que el conde de M… ha cobrado los sesenta mil pesos esta mañana, contribuirá ciertamente a hacer tomar la medida que yo mismo he aconsejado a la policía.

Eduardo Mercier tomó el documento que le había presentado el canciller, lo leyó atentamente, lo dio a uno de sus dependientes, dictó varias líneas que debían intercalarse, lo firmó y entró en el gabinete, lo presentó al señor Ardou y devolvió el papel al cónsul de Francia, quien lo examinó atentamente y colocó en la cartera que había pertenecido al conde de B…

—He aquí un objeto curioso —dijo el cónsul a Eduardo—, mirad, el puñal lo ha atravesado.

E hizo ver cómo la hoja había atravesado la cartera y los papeles para llegar al corazón.

Durante este examen nadie notó un pedazo de papel, del tamaño de una tarjeta, que cayó revoloteando debajo de la butaca donde estaba sentado el capitán Ardou.

El cónsul de Francia y su canciller se levantaron, saludaron a Eduardo, y al capitán y salieron. Eduardo los acompañó hasta la puerta.

—¡Ahora bien! —dijo al entrar al capitán—, ¡decid que no hay un buen genio para los hombres honrados y un infierno para los bandidos! ¡Bravo capitán! henos otra vez al frente de sesenta mil pesos de más hasta nueva orden, y fuera de cuidados ¡porque realmente, la posición era crítica!

—Sí —respondió el capitán—, es verdad; pero ese maldito billete que para nosotros vale más de sesenta, de ciento, de doscientos mil pesos ¿dónde diablos está? ¿A qué manos irá a parar? ¡Dios sabe las indicaciones que encierra y la precisión con que puede designar nuestro descubrimiento!

Y pensativo el capitán dejó caer su cabeza sobre el pecho fijando la vista en el suelo.

El capitán vio el pedazo de papel que había caído de la cartera encontrada sobre el cadáver del conde de B… bajó maquinalmente la mano y lo examinó distraído primero; luego después de haber dado mil vueltas, se fijó en él.

De repente, como si despertara sobresaltado de un profundo sueño, se levantó temblando, y sin separar la vista del pedazo de papel, exclamó:

—¡Eduardo! ¡Eduardo! ¡Ah!… ¡El cielo nos protege!… ¡Mirad!… ¡Mirad!… ¡Todo está reparado!… ¡Salvados, nos hemos salvado!…

El rudo marino no pudo dominar su emoción; pálido como la muerte, tuvo que sentarse de nuevo, y con la cabeza inclinada hacia atrás, exclamó:

—¡Ah! Eduardo ¡qué momentos hay en la vida del hombre!

Eduardo tomó el pedacito de papel, leyó atentamente y no vio más que estas palabras:


Costa Salvador.

Bahía 13° long. O., 14° lat. N.

Roca de las Perlas, 130 metros Sud.
 

—La nota que vos habéis dictado al conde de B… —dijo Eduardo.

—Sí —respondió el capitán.

—Este papel habrá caído de la cartera del conde cuando vino el cónsul de Francia a darnos noticias de ese aventurero y a permitirnos disponer provisionalmente de una parte de nuestra fortuna.

—Sin duda; este papel nos pertenece ahora.

—Os equivocáis, capitán; este papel pertenece a los herederos del conde de B… y vos mismo vais (a) restituirlo al consulado.

—¿Estáis loco, Eduardo?

—No —respondió Eduardo—, yo poseo toda mi sangre fría, y por esta misma razón no os permitiré que cometáis una acción indigna de un hombre honrado. Ya os dije, capitán el día que nos asociamos; la casa Ardou y Compañía debe llevar por divisa: Honradez ante todo. Esta divisa está escrita en gruesos caracteres sobre nuestra frente, y esto es lo que explica nuestra rápida fortuna aquí, el crédito inmenso que disfrutamos, y del cual podemos disponer en caso de necesidad, y la extensión prodigiosa de nuestras relaciones comerciales; por consiguiente, id al momento a llevar la nota al consulado, vos llegaréis al mismo tiempo que el agente francés, y entregadla, sin hacer ninguna observación.

—¿Pero si este papel cae en manos de uno de esos individuos que vienen a estos países, determinados a buscar fortuna, a verlo todo, a explorar las costas; de uno de esos intrépidos marineros que, como nosotros, buscan los bancos de perlas, nosotros nos exponemos a perderlo todo o a ver nuestras riquezas desaparecer más pronto? ¿Y todo por qué? ¿Por un exceso de lealtad ridícula, en las circunstancias que nos encontramos ahora, después de la asechanza de que hemos sido víctimas y que tan cara hemos pagado?…

—Querido capitán —replicó Eduardo—, la lealtad no tiene excesos ni es nunca ridícula; os repito que ese papel pertenece al consulado, al cual se debe restituir. Por lo demás nosotros partimos hoy mismo; con dos viajes a la bahía podremos liquidar los negocios de la casa y volver a Europa. Se debe escribir a Francia para obtener informes sobre el pretendido conde de B…, su familia, su posición, sus herederos, si es que los hay, y todo esto no se concluirá nunca, o se concluirá tan tarde, que nosotros tendremos tiempo para instalarnos perfectamente, vos en Cannes y yo en París. Y aunque así no fuera, vos debíais obrar como yo os digo. Id, capitán, yo vuelvo a mi despacho.

—¡Sea —dijo el capitán—, quizá os arrepintáis algún día!

—Nunca, querido amigo, suceda lo que quiera.

—Veremos —dijo el capitán tomando afectuosamente la mano de Eduardo y saliendo.

Apenas había salido el capitán, cuando un empleado de la administración de correos se presentó anunciando la llegada del correo de California.

—Señor Johnson —dijo Eduardo—, hacedme el favor de ir vos mismo a buscar la correspondencia y los periódicos, pues desearía ver este correo antes de mi partida, para daros instrucciones.

El señor Johnson salió, y al cabo de una media hora volvió con un gran puñado de cartas y periódicos. Eduardo tomó el correo y lo abrió.

—Buenas noticias, señor Johnson —dijo Eduardo—, alza en los cafés y objetos de París; nuestras existencias se venden bien en San Francisco.

—Ya me lo figuraba —dijo el señor Johnson—, ¿y cuánto?

—32 ¼ por 100 a la alza a la salida del último correo.

—El último cargamento será aún más afortunado —dijo Johnson frotándose las manos.

Y abriendo uno de esos enormes libros que se encuentran en las grandes administraciones sobre pupitres elevados, a fin de que los empleados superiores puedan trabajar derechos, y después de haber reflexionado un momento y hecho un cálculo con el lápiz:

—Tomad y leed —dijo presentando a Eduardo un papel, sobre el cual estaban escritas las cifras siguientes:


Cochinilla 5 000 pesos Café, Costa Rica 2 000 pesos Vinos, Perú 4 000 pesos Vinos franceses 1 000 pesos ------------------------------ Total 12 000 pesos

—¡Doce mil pesos de más! —dijo Eduardo—, ¡y nosotros que no contábamos más que sobre veinte mil! Buen viaje, a fe mía; este total de treinta y dos mil pesos va a alegrar al capitán.

Eduardo tomó los dos periódicos que ya en aquella época se publicaban en San Francisco, y leyó de corrido los acontecimientos de la nueva colonia que se formaba entonces, y que debía llegar a ser muy pronto una de las más importantes del mundo, y en seguida pasó a la revista comercial.

—¡Siempre quiebras y suspensiones de pagos! —dijo—. ¡A qué percances está sujeta la fortuna en este caos comercial, donde se hacen y se pierden en un día fortunas enormes!

—Este correo trae tres quiebras enormes —dijo el señor Johnson con indiferencia—, una de ellas, sobre todo, ha sorprendido mucho aquí.

—¿Cuál? —preguntó Eduardo.

—La de la casa John Osborn y Compañía —respondió Johnson con la misma calma.

—¡Cómo! —dijo Eduardo emocionado—, la casa…

—John Osborn y Compañía —replicó Johnson—, más de cinco millones de pesos de capital, cesa sus pagos y se encuentra aún con un descubrimiento, una bagatela, cerca de cien mil pesos.

Eduardo estaba en pie, pálido y agitado, escuchando silenciosamente a Johnson, quien levantó la vista y pareció sorprendido de la actitud de su jefe.

—¿Estáis bien seguro de eso…? —preguntó Eduardo.

—Segurísimo —respondió Johnson—, la declaración oficial debe estar en el periódico: leed.

Y tomando los dos periódicos que Eduardo había dejado caer sobre la mesa, los examinó un instante, y presentando uno de ellos a Eduardo, leyó señalando con el dedo:

«Suspensión de pagos, cinco millones de pesos y noventa y cinco mil de déficit. Nombrada una comisión para la repartición a los acreedores.»

Y añadió:

—¡He ahí que aún se pasarán seis meses antes que concluya la liquidación! ¡Una friolera!, realizar cinco o seis millones dispersados por todos los mercados de América y Europa.

—¡Seis meses! —dijo Eduardo—, ¿y para la declaración de quiebra?

—En cuanto a eso, tres meses al menos, y aún si los acreedores lo exigen, lo cual es dudoso, cuando no hay más que noventa y cinco mil pesos de diferencia a soportar.

—¿Entonces la casa John Osborn y Compañía está arruinada?

—Completamente. Esa casa no tiene suerte; hace algunos años el mismo John Osborn desapareció sobre el Pacífico de resultas de un asesinato o de un suicidio; quizá vos habréis oído hablar de eso. La casa continuó su marcha, y he aquí que hoy hace como tantas otras. Afortunadamente que eso no nos importa.

El señor Johnson fue a su despacho.

Eduardo tomó el periódico, leyó de nuevo el artículo, entró en el gabinete y se dejó caer sobre una butaca, triste y pensativo; a los pocos instantes se levantó y se paseó a grandes pasos, como un hombre que acaba de tomar una determinación grave.

El capitán Ardou llegó en aquel momento y preguntó adónde estaba el señor Mercier; Johnson, le indicó el gabinete cerrado.

El capitán llamó.

—Adelante —dijo Eduardo—. ¡Air! ¡Sois vos, capitán!

—Ya estáis obedecido, mala cabeza.

—¿Qué decís?

—Que he remitido el billete al cónsul, que no ha comprendido nada y lo ha vuelto a colocar en la cartera.

—¿Qué billete?

—¡Pardiez! ¡El billete del conde!

—Lo había olvidado: y habéis hecho muy bien.

—¿En qué demonios pensáis? —preguntó el capitán.

—En nuevos cálculos comerciales que acabo de hacer; magnífico negocio; la casa cambia de aspecto y de nombre, y ya me daréis la respuesta.

—Veamos, explicadme un poco eso, amigo mío —dijo el capitán—, aunque nunca me mezclo en nada de lo que vos queréis, sin embargo, eso me interesa. —Por lo pronto, tenemos un nuevo asociado.

—¡Ah!… —exclamó el capitán.

—Es una casa de California.

—¡Ah!…

—Una casa quebrada.

—¡Ah!…

—Y vos vais a firmar el acta de sociedad.

—¡Ah!…

—Y vais a decirle al señor Johnson que redacte el acta.

—¡Ah!…

—Y esta casa…

—Es…

—La casa John Osborn y Compañía.

—¡Cómo!…

—Como lo oís, querido capitán.

—Pero…

—¿Pero qué?

—Se habla por todas partes de su enorme quiebra.

—Que se hable.

—Y de un déficit de noventa y cinco mil pesos.

—¿Y qué?

—¿Y eso es un buen negocio?

—Excelente, querido capitán.

—¡Vaya! ¡Vaya!

—Sí; y yo parto esta noche para California.

—¿Para?…

—Para hacer las proposiciones y llevar el acta de asociación.

—¿Y yo?

—Vos os quedáis.

—¡Vaya! ¡Vaya!… ¿Y la pesca?

—Yo la efectuaré al volver.

—¿Y por qué no al ir?

—Porque yo no puedo exponer mi vida en este momento.

—¿Y qué haré yo mientras?

—Vos me esperaréis.

—Maldito si comprendo una palabra.

El señor Johnson extendió el acta de asociación, sin comprender una palabra de los planes de su jefe, y la presentó a la firma.

El capitán, según su costumbre firmó sin leer.

Eduardo, al contrario, la leyó detenidamente, firmóla y la encerró en su cartera.

Llegada la hora de cerrar el despacho, los dependientes se retiraron y Eduardo y el capitán fueron a comer a Aspinwall House.

A las diez de la noche el brick Castor, de la casa Carlos Ardou y Compañía, se hacía a la vela para San Francisco de California.

Capítulo VI

Después de una feliz travesía, si se exceptúa una pequeña borrasca que corrió a la altura del Papagayo, el brick Castor, capitán Juan Nortier, entró a toda vela en el hermoso puerto de la Nueva California en la desembocadura de los ríos Sacramento y San Joaquín, echando ancla ante la ya opulenta, en aquella época, ciudad de San Francisco.

Eduardo Mercier dio orden al capitán Nortier de llenar inmediatamente las formalidades de aduana y puerto, mandó una lancha a tierra, la cual volvió con un empleado y el canciller del consulado.

Este último, habiendo sabido que a bordo se encontraba el jefe de la casa Ardou y Compañía, pidió permiso para verle, y fue conducido al camarote particular de Eduardo.

—¿Don Eduardo Mercier? —preguntó el canciller saludando.

—Servidor de usted, señor mío —respondió Eduardo levantándose y saludando cortésmente—, pasad adelante y decidme cuál es el objeto de vuestra visita.

—Saludaros solamente y ponerme a vuestras órdenes, por si acaso puedo serviros en alguna cosa. La buena reputación de que goza vuestra casa ha llegado hasta nosotros, así como la manera simpática y delicada con que son acogidos en ella vuestros compatriotas; el prestigio que gozáis en Panamá, el bien que hacéis sin cesar, la honradez y la inteligencia que desplegáis, todo esto os honra y os hace honor. Yo he deseado conoceros, y me consideraré dichoso si puedo seros útil.

—Sin duda ha olvidado enumerar la fortuna que me suponen —dijo Eduardo para sí.

Y a pesar de su sencillo y modesto natural, no pudo reprimir un movimiento de orgullo, viéndose por la primera vez reconocido y adulado, a algunos centenares de leguas de distancia de su residencia. Su espíritu recorrió rápidamente las épocas pasadas, y pensando en su primera salida de San Francisco, cuando pobre e ignorado iba a pedir trabajo, a solicitar el pan de cada día a otra provincia; y comparándose a su vuelta a bordo de un buque de su propiedad, poseyendo valores considerables en su cartera, existencias mercantiles en la plaza de San Francisco, viendo que su firma y sobre todo su nombre valía al menos un millón, si quería agotar todos los recursos de su crédito, experimentó un momento de orgullo, hizo sentar al representante del consulado, le ofreció cigarros y una copa de ron, y le invitó a almorzar para el día siguiente.

—Pídoos mil excusas, añadió, si dejo para mañana el honor de sentaros a mi mesa; pero tengo un deber que cumplir hoy mismo, y no puedo disponer de un solo instante. Quizá vos mismo podríais darme algunos informes, para mí de gran importancia, sobre la casa que ha suspendido sus pagos y que sin duda va a hacer una gran quiebra.

—¿La casa Mack Horn? —dijo el canciller—, creo que no llegará a tal extremo.

—No señor —respondió Eduardo—, la casa John Osborn.

—¡Ah! eso ya es antiguo —respondió el canciller—, esa casa se ha ido a pique con una pérdida de quince millones de francos y un déficit de noventa y cinco mil pesos.

—Eso es justamente lo que yo sabía —dijo Eduardo—. ¿Y la familia, qué se ha hecho?

—La familia está hoy en la mayor miseria: como la viuda del señor Osborn es de origen francés, nosotros hemos hecho por ella cuanto hemos podido. El cónsul de Francia ha usado de su influencia para ver si podía lograr que le dejaran para ella y sus hijos la casa que ocupaban, una de las mejores y la primera que se construyó aquí a la europea.

—Es verdad, ya me acuerdo —dijo Eduardo.

—¿Vos habéis venido otra vez a San Francisco?

—Sí, señor, aquí es donde yo he aprendido y principiado mi carrera comercial.

—¡Ah!… ¿Y en qué época?

—Hace tres años.

—¿Y qué negocio dirigíais?

—Ninguno; estaba como dependiente.

—¿En qué casa?

—En la casa John Osborn.

—¿Y hoy sin duda estáis comprendido en la quiebra?

—No, señor; yo debo aún una friolera a la familia Osborn, y creo que le será útil en las circunstancias en que ahora se encuentra.

—¡Util!, ya lo creo: el consulado les dio hace días cincuenta pesos a título de limosna, y la pobre señora Osborn me besaba las manos llorando de reconocimiento; y sin este último socorro, no sé en qué hubiera venido a parar esa familia.

Eduardo palideció, y una lágrima rodó por sus mejillas.

—¡Eso es horrible! —exclamó.

—¡Ah! Sí —respondió el canciller—, habéis visto la opulencia de la casa; y hacer una limosna de cincuenta pesos a personas que han dado bailes de cinco mil pesos y que poseían tres millones; eso no se ve más que aquí, pero con tanta frecuencia, que ya no se hace caso…

—Perdonadme si os interrumpo —dijo Eduardo—, esa descripción me hace mal, porque ahora me acuerdo de que la señora Osborn tenía tres hijas, que hoy deben ser muy buenas mozas, y un hijo aún de corta edad.

—¡Si no fuera más que eso!… Sin duda vos ignoráis que la hija mayor se casó poco tiempo después de vuestra partida, y que hoy tiene tres hijos.

—¿Y el yerno de la señora Osborn, no ha podido ayudarles en nada?

—Arruinado querido señor Mercier, arruinado totalmente y hasta se dice que es él quien ha comprometido la inmensa fortuna que legó el señor Osborn.

—¿Y qué se ha hecho él?

—Como todo el mundo, se ha ido a las minas, y al cabo de tanto tiempo nos ha mandado dos saquitos de oro en polvo que apenas valían cuarenta pesos; yo mismo fui a dárselos a la señora Osborn.

—¿Pero, en fin, de qué viven? —dijo Eduardo.

—La madre trabaja, las dos hijas arreglan la casa y trabajan también una parte de la noche; la mayor cría a su niño y cuida a los otros dos, y el hijo de la señora Osborn viene a pasar el día al consulado. En este momento su ocupación es conducir de mi despacho al del cónsul a las personas que necesitan hablar con mi jefe; además hace algunos mandados, uno de mis empleados le quiere mucho y le da lecciones de escritura y aritmétrica; ya principia a copiar, y nosotros contamos poder hacer algo de él.

—¡Muy bien hecho! —dijo Eduardo, y visiblemente emocionado tendió la mano al canciller.

—Nosotros no hemos hecho más que llenar nuestro deber —dijo éste último—, y hasta contamos con poder fijarles un socorro regular y mensual.

—¿Los consulados tienen la facultad de socorrer así a los desgraciados que carecen de medios de subsistencia en país extranjero?

—Ciertamente, y hasta en caso de necesidad pagarles el viaje para volver a su país; al menos en Europa se hace así: aquí las sumas necesarias para el regreso a Francia son tan elevadas que se necesita una autorización especial, que se otorga con frecuencia.

—He aquí una de vuestras mejores atribuciones —dijo Eduardo—, y ella sola vale todos los poderes que os dan para hacer respetar nuestros tratados, nuestro pabellón, nuestros nacionales, y extender nuestros intereses comerciales y nuestra influencia política.

—Es muy justo —dijo el canciller.

—¿Y dónde vive esa familia?

—En un pobre sitio; nosotros les hemos encontrado una mala casita y respondido del alquiler, pues nadie quería recibirlos, y vos comprendéis que no era posible abandonar a esas jóvenes, hermosas como estrellas; eso hubiera sido perderlas. La señora Osborn vive ahora en una casita retirada del centro, sus hijas apenas salen; yo las veo todos los días y les devuelvo el niño; justamente el empleado que ha tomado cariño al niño; vive allí cerca, y en caso de necesidad les presta auxilio; pues vos no ignoráis los peligros que rodean ahora a esa familia en un país como éste de desórdenes, de crímenes, receptáculo de todos los bandidos del mundo, y donde aún estamos sin policía, sin gobierno, sin represión, sin estabilidad y sin organización.

—¿Y sus almacenes —dijo Eduardo—, los almacenes del puerto del Sacramento, que constituían, según creo, la fortuna particular de la señora Osborn?

—La señora Osborn lo vendió todo en los últimos meses, creyendo poder sostenerse, y según los consejos de su yerno Blatburn.

—¿En qué manos se encuentra la casa actualmente?

—Está en venta; los acreedores quieren un precio enorme, y esperan, viendo que el valor aumenta todos los días a causa de la emigración que de todas partes viene aquí; y de este modo creen disminuir la pérdida que han experimentado.

—Está bien —dijo Eduardo—, mil gracias por la molestia que os he dado. Cuando queráis ir a tierra, y mañana tendré el gusto de volveros a ver. ¿Vuestro dependiente podría acompañarme hoy?

—Sí señor —respondió el canciller—, en este momento se encuentra en el puerto, y no tengo ningún inconveniente en ponerlo a vuestras órdenes.

—Partamos, pues —dijo Eduardo levantándose.

Y tomando su cartera dio algunas órdenes al capitán Nortier, se embarcó en una lancha, remada por cuatro marineros, que los condujeron hacia San Francisco, donde desembarcó a las diez de la mañana, seguido del canciller, quien rogó a su dependiente acompañara al señor Mercier.

—¿Adónde queréis ir, don Eduardo? —dijo el dependiente.

—A la fonda de San Francisco. Dos marineros van a traer mi equipaje; yo voy a instalarme, tomar algunas disposiciones para terminar ciertos asuntos, vestirme y almorzar; por lo tanto, os suplico tengáis la bondad de venir a buscarme a las once para acompañarme a la casa de la persona encargada de liquidar la quiebra Osborn y de vender la casa que pertenecía a la viuda.

El empleado se retiró para tomar los informes necesarios, el canciller se fue a su despacho, y Eduardo Mercier a la fonda.

A las once se presentó el escribiente del consulado.

—Mil gracias por vuestra exactitud —dijo Eduardo al verle entrar.

—¿Adónde queréis que os acompañe?

—A casa de la persona encargada de vender la casa de la señora Osborn.

—Está bien.

Y ambos salieron.

Eduardo fue conducido a casa del banquero agiotista, tendero, quincallero, especulador de lingotes, llamado Fonseca, italiano de nación, que en aquel momento se encontraba sentado delante de su despacho, separado de sus dependientes por dos tabiques de madera, y por consiguiente invisible a los visitadores. Una tela oscura ocultaba la pequeña puerta por la cual se entraba al santuario del potentado de California.

—¿El señor Fonseca? —preguntó el escribiente del consulado.

Un mulato fue a hablar al banquero.

—Que se dirijan al jefe del despacho; yo estoy ocupado, respondió el banquero con énfasis.

—Decid al señor Fonseca —dijo Eduardo en alta voz—, que un extranjero necesita hablarle ahora mismo.

—Decid al extranjero —respondió aún más fuerte Fonseca—, que yo no recibo a nadie.

Este diálogo era naturalmente oído de todos como sucede en los pisos bajos de San Francisco, cuyas casas eran en aquella época casi todas de madera.

—Decid al señor Fonseca —añadió Eduardo con voz firme—, que don Eduardo Mercier, jefe de la casa Ardou y compañía, de Panamá, desea hablarle al momento.

La puertecita se abrió de repente, y el señor Fonseca dejó ver su cabeza calva y sus grandes patillas negras; dio un paso adelante, saludó afectuosamente y tendió ambas manos a Eduardo, exclamando:

—¡Cómo! Señor Mercier, ¿por qué no os habéis anunciado en seguida? ¡Pronto, una silla para don Eduardo y otra para el señor! ¡Entrad, señores, entrad y tomad asiento!

—Mil gracias —dijo Eduardo—, ya tendré el gusto de veros más tarde; en este momento acabo de llegar, y no puedo entretenerme mucho.

—¿En qué puedo serviros? —dijo Fonseca— todo aquí está a vuestra disposición, mandad y quedaréis servido al momento. ¿Queréis un adelanto de fondos? ¿Algunos centenares de miles de francos quizá? Si es eso, no tenéis más que presentaros a la caja; vuestra firma vale mucho.

—Mil gracias, señor Fonseca —respondió Eduardo—, yo tengo la costumbre de viajar siempre con sumas bastante elevadas y valores que me permiten disponer de cuanto dinero necesito: sin embargo, os agradezco infinito vuestra generosa oferta.

—¿Entonces en qué puedo serviros?

—El objeto de mi visita es solamente un asunto de poca importancia, pues mis negocios de San Francisco van bastante bien.

—¡Bastante bien! —exclamó Fonseca—. ¡Corpo di Bacho! ¡Maravillosamente bien! Vos os habéis encontrado el amo de la plaza todo un día; ni siquiera un solo cargamento; y vos habéis vendido al precio que habéis querido, sin contar los beneficios corrientes, que son bastante bonitos. Vos habéis debido ganar de veinte a treinta mil pesos en pocas horas.

—Doce mil, según las últimas noticias que recibí.

—Informáros y veréis como, al menos, de veinticinco a treinta mil.

—¡Tanto mejor! —respondió Eduardo—. Os decía, pues, que yo venía por una friolera; como mis negocios marchan bien, quisiera encontrar grandes almacenes y una buena casa.

—Justamente nosotros tenemos lo que deseáis.

—Ya lo sé.

—La antigua casa Osborn.

—Ya lo sé.

—¡Y llamáis a eso una friolera! —exclamó Fonseca—, yo no lo creo así, pues piden mucho dinero por ella, y yo mismo os confieso que no cederé fácilmente. Nosotros perdemos ya bastante con ese tunante de Blatburn que ha arruinado a los Osborn, y perdemos más de doscientos mil pesos.

—¿Me habían dicho noventa y cinco mil?

—¿Novena y cinco mil?, sí —respondió Fonseca sonrojado—, es verdad, si se vende bien; ¿pero y si se vende mal? ¿Y los valores dudosos? ¿Y los retrasos? ¿Y los intereses? Yo os aseguro que nosotros perdemos al menos ciento cincuenta mil pesos.

—En fin, señor Fonseca, nosotros hablamos de negocios, y la cifra legal es de…

—De noventa y cinco mil pesos, es justo —interrumpió Fonseca.

—Muy bien —dijo Eduardo—, yo vengo a entenderme con vos para comprar esa casa, si el precio es razonable.

—Y vos llegáis a maravilla —dijo Fonseca—, si queréis establecer pronto vuestra factoría, pues la casa hace dos días que está desocupada; nosotros queríamos venderla a pública subasta con todos los muebles, pues aún está como la dejó la señora Osborn.

—Tanto mejor —respondió Eduardo—, y ¿cuánto pedís por ella?

—Por la casa se piden treinta y cuatro mil pesos; seis mil por los muebles, ropas, etcétera, y cinco mil por las joyas que pertenecieron a la viuda de Osborn; nosotros queremos venderlo todo junto.

—Total: cuarenta y cinco mil pesos —dijo Eduardo.

—Tal es el acta de venta notariada y en toda regla que tengo aquí en mi despacho; pero vos comprenderéis que en las subastas nunca se llegará a los cuarenta y cinco mil pesos; nunca nos los han ofrecido; en las dos subastas que ya se han hecho, no han ofrecido más que treinta y ocho mil.

—Veinticinco mil sólo me habían dicho —dijo Eduardo.

—Sí, pero… —respondió Fonseca cortado—, quizá llegará a cuarenta o cuarenta y dos mil, ¡quién sabe! Al día siguiente nos harán proposiciones, y nosotros puede que la demos por cuarenta y tres mil.

—¿Vos decís que el acta de venta está aquí?

—Sí —respondió Fonseca abriendo un cajón—, héla aquí.

Y la presentó a Eduardo, quien la examinó atentamente.

—Está bien —dijo—, no falta más que poner el nombre del comprador y vuestra firma, pues vos sois el curador de oficio, a lo que veo.

—Justamente —dijo Fonseca—, cuyos ojos brillaron de esperanza e inquietud.

—Pues bien —repuso Eduardo—, como os he dicho, estoy de prisa y la casa me gusta: es un poco carilla, confesadlo; pero en fin, es un capricho que nosotros podemos satisfacer en los momentos en que la fortuna nos es favorable. Poned mi nombre y firmadla.

—Pero… —dijo Fonseca, sorprendido de ver a un hombre de la reputación de Eduardo Mercier, obrar tan precipitadamente y temiendo sin duda ser engañado—, pero mañana… veremos… porque, en fin, vos no tenéis los fondos disponibles en este momento.

—Os equivocáis, yo tengo los fondos, y además vos me los habéis ofrecido hace un momento; y yo os he respondido que a mí me gustan los negocios al contado, y que siempre tengo a mi disposición las sumas que creo necesitar. Si vos no queréis, querido señor Fonseca, pasado mañana en la subasta nos veremos; a mí me es indiferente, si es que hasta entonces no he encontrado nada que me guste más y que sea más barato, porque al cabo y al fin, vos sois demasiado caro. Hasta la vista, señor Fonseca, hoy no tengo más tiempo que perder; tanto peor para vos…

Eduardo volvió la espalda y se dirigió hacia la puerta.

—¡Vamos, vamos! —exclamó Fonseca, viendo que se le escapaba una buena ocasión—. ¡Peste, y cómo vais! ¡Veamos! aún podemos entendernos; venid esta noche con el dinero, y asunto concluido.

—¿Queda, pues, convenido? —dijo Eduardo de modo que todo el mundo lo oyera—. ¿La casa y cuanto hay en ella me pertenece, mediante cuarenta y cinco mil pesos?

—Sí señor —respondió Fonseca—, cuando hayáis dado el dinero.

—Helo aquí —dijo Eduardo.

Y sacando su cartera principió a contar billetes de banco y letras de cambio por valor de cuarenta y cinco mil pesos, ante el tal Fonseca, que a pesar de ver el dinero aún temía ser víctima de un engaño.

—En fin —dijo—, vos lo queréis, sea; veo que vos despacháis pronto vuestros negocios. Llenad este pliego, dijo a uno de sus dependientes.

Y volviendo a Eduardo, añadió:

—¿Qué nombre debe llevar el acta de venta? —repitió Fonseca firmando.

Eduardo tomó la hoja de papel sellado, y vio la firma.

—Poned: Carlos Ardou, Mercier, y señora viuda de Osborn.

—¿Viuda de Osborn? —repuso Fonseca.

—Tal es el nuevo asociado de la casa de Ardou y Compañía.

—¡Cómo!

—Como lo oís.

Concluida la operación, Eduardo rogó al señor Fonseca para que le acompañara a tomar posesión de la casa inmediatamente.

Eduardo fue reconocido como propietario de la casa Osborn por las gentes encargadas de la custodia de ella; dio las órdenes necesarias para que se prepararan inmediatamente los aposentos y el despacho; se despidió del señor Fonseca, que aún no había vuelto en sí de su estupefacción, y salió con el dependiente del consulado.

—¿Adónde vamos ahora? —preguntó éste.

—A casa de la señora viuda de Osborn, y por el camino más corto.

Capítulo VII

Eduardo Mercier, acompañado por el escribiente del consulado, atravesó San Francisco y quedó maravillado al ver los cambios que se habían operado durante su ausencia. La pequeña aldea que se había fundado como por encanto, a los primeros excesos de la fiebre californiana, se transformó en ciudad, y ya se respiraba en ella el lujo, el bienestar, la organización material y administrativa, resultado del aumento creciente de una colonia europea; y era fácil de preveer que San Francisco, centro principal de un comercio inmenso, iba con prodigiosa rapidez a convertirse en una de las ciudades más hermosas, animadas y espléndidas del continente americano.

Eduardo y su guía salieron, en fin, de la ciudad naciente, y entraron en la antigua, compuesta de chozas pequeñas, algunas cubiertas con tejas y otras con madera: todas se componían de un solo piso bajo con soportal delante, formando un conjunto rústico bastante pintoresco.

—¡Por fin principio a reconocer San Francisco! —dijo Eduardo a su guía.

De repente su rostro tomó un aspecto triste al pensar que en aquellos barrios extraviados y miserables iba a encontrar una familia que acababa de pasar súbitamente, y sin transición, de la opulencia y bienestar a la miseria más horrible.

De este modo marchó aún algunos instantes, silencioso y absorto en sus reflexiones, cuando su compañero le dijo:

—Aquí es, ya hemos llegado.

Eduardo levantó los ojos y vio, bajo un techo de verdura que daba un poco de frescura a los habitantes de aquellas cabañas a una joven sentada sobre un banco de madera, cosiendo una de esas blusas de tela gris que usan los mineros del Sacramento, teniendo a sus pies un gran cesto lleno de blusas cortadas.

Al oír la voz del escribiente del consulado, la joven miró a los recién llegados, y depositando la blusa que tenía entre manos, en el cesto, se levantó.

—Buenos días, señor Julio —dijo la joven afectuosamente, tendiendo su mano al escribiente.

—La señorita María Gsborn —dijo el escribiente a Eduardo.

María se volvió hacia Eduardo, le saludó y pareció interrogarle con una mirada para saber el objeto de aquella visita.

María Osborn tenía entonces diez y ocho años, y era un tipo perfecto de esas hermosuras del Norte animadas por la brisa vivificadora de las regiones meridionales; su naturaleza participaba de este origen. Su extremada hermosura, sus maneras, su lenguaje y su porte respiraban aún la sociedad en medio de la cual había vivido y que apenas acababa de abandonar, y hacían un contraste singular con la casa donde se ocultaba la familia, y el trabajo que acababa de suspender.

Eduardo Mercier, que debía hablar el primero, quedó inmóvil ante la joven, que parecía esperar, al menos, una de esas vulgaridades que hacen cesar inmediatamente el primero e imperceptible obstáculo que experimentan dos personas que se encuentran por primera vez. Eduardo no pronunció una sola palabra; pero sus facciones y sus ojos tomaron en aquel momento una de esas expresiones que sólo comprende la penetración de la mujer que las produce.

María confundió un momento su mirada con la de Eduardo, ruborizóse ligeramente y sus ojos se bajaron lentamente y como sometidos a una presión; pero de modo que convencía al joven de que aquel breve momento había bastado para ser examinado a su turno.

—¿Y qué desea el señor? —dijo María al escribiente.

—Don Eduardo Mercier acaba de llegar a San Francisco, y desea ver a vuestra mamá a quien ha conocido mucho.

—¡Don Eduardo Mercier! —dijo María como tratando de recordar ese nombre.

—Sí, señorita —dijo Eduardo, el antiguo director de la casa Osborn, que nunca hubiera podido reconoceros como vos misma…

—En efecto —dijo la joven—, algunos años cambian de tal modo… Voy a prevenir a mi madre; excusadme si os dejo solo un instante.

—¡Mamá, mamá! —gritó María entrando y con voz alterada por la emoción—, don Eduardo Mercier, el antiguo dependiente de casa acaba de llegar a San Francisco y desea verte.

—¡Eduardo Mercier! —exclamó la señora Osborn—. ¡El rico banquero de Panamá! ¡Dios mío! ¡En qué estado nos encuentra!

—¡Cómo! ¿Ese joven es un rico banquero? —dijo María.

—Y millonario, querida hija; o al menos posee una de esas fortunas americanas, que como la nuestra, desaparecen en un día; pero en fin, él la posee en este momento, y su visita me es penosa. Dile que estoy indispuesta.

—¡Pero, mamá!…

—¿Qué?

—Que al parecer desea verte vivamente: el señor Julio lo acompaña y me parece que… que no debe anunciarnos nada malo; no, al contrario, él tiene uno de esos rostros que… que previenen en su favor; y a pesar de ser millonario y nosotros pobres, tú no podrías encontrarte cortada ante él. ¿Quieres, mamá, qué?…

María dijo esto con un tono tan suplicante y cariñoso, que su madre no supo decirle que no.

—Pues bien, hazle esperar un instante —dijo la señora Osborn—, descorriendo una cortina que ocultaba lo que podría llamarse su alcoba; se echó sobre los hombros un mantón de crespón de la China, y fue a sentarse sobre un sofá de junco, acercó ante ella un sillón báscula que se usan en América, y mandó salir a su hija menor y a la mayor que introdujera a Eduardo.

—Pasad adelante, señor Mercier mamá os espera.

La señora Osborn se puso en pie, pareció vacilar, examinó al joven; después, tendiéndole la mano, exclamó:

—¡Dios mío! ¿Cómo habéis cambiado en tan poco tiempo? Nadie os hubiera reconocido tan completa es la transformación.

—Yo me consideraría dichoso, señora —dijo Eduardo—, si es favorablemente; en caso contrario no me quedará más recurso que lamentar los años que he pasado lejos de vos, señora, y de vuestra apreciable familia, a la cual había dedicado una eterna e invariable afección.

—Sois muy bueno, don Eduardo. Durante los momentos crueles de la vida es cuando se ven con placer a los que no olvidan: en cuanto a vos yo no puedo hacer otra cosa más que felicitaros bajo todos conceptos.

—Verdaderamente es extraordinario —dijo Eduardo—, que tan pocos años puedan operar tantos cambios en nuestras personas y posiciones. En cuanto a vos, señora, yo os encuentro tal como os había conservado en mi memoria y en mi espíritu.

—¿Verdaderamente?

—Sí, señora: con respecto a vuestra hija no diré otro tanto pues aún viéndola aquí, no puedo reconocer en la señorita María a la niña que veía jugando todos los días. Verdad es que tres años a esta edad, producen un efecto mágico en una joven, y esta vez confieso que la transformación es maravillosa. Hace tres años se adivinaba apenas, hoy, se os reconoce en vuestra hija. ¿Y la segunda?

—¡Clemencia! —gritó la señora Osborn.

La hermana de María entró y saludó a Eduardo dándole la mano.

El dependiente del consulado miró su reloj y preguntó a Eduardo si aún lo necesitaba, y que en este caso volvería a ponerse a sus órdenes.

—No señor, y mil gracias por vuestra amabilidad; si estas personas me lo permiten, prolongaré mi visita, pues debo hablarles de un negocio que creo les interesará.

—Con mucho gusto querido señor Eduardo —dijo la señora Osborn—, excusadme si os llamo como antiguamente; ¿vos me lo permitís?

—Es el mayor placer que podéis darme, señora.

—Gracias, eso me recordará la existencia que llevaba en vuestro tiempo, esa época está tan cerca aún que se nos deben excusar nuestras antiguas costumbres de bienestar.

—¡Tan cerca! —exclamó Eduardo, con una sonrisa melancólica, que revelaba a la vez la tristeza, el pesar y un rayo de esperanza—. ¡Tan cerca! tenéis razón señora, y quizá tan cerca de volver, ¡quién sabe! Cuando se han cumplido todos los deberes y el honor del hombre ha quedado puro y la conciencia tranquila, en medio de las mayores desgracias, no se debe perder nunca la esperanza en el porvenir y en Dios.

—Es verdad —dijo la señora Osborn—, pero vos que habéis hecho una rápida fortuna, según dicen, y que sabéis cuán fácil es una desgracia en estos países, no ignoráis que después de una caída es muy difícil, sino imposible, volver a levantar una gran posición y un nombre sin crédito, y por consiguiente, sin amigos.

—¿Sin amigos? —dijo Eduardo.

—Excusadme; y mil gracias a la vez, por recordarme que aún nos queda uno.

—Señora —dijo Eduardo—, a pesar de vuestras dudas, permitidme que os manifieste una convicción que se fortifica en mí, cada día más a medida que avanzo en la carrera de la vida, y que por consiguiente, mi experiencia se forma por el estudio y la meditación. Yo estoy persuadido que la mano de Dios y la opinión pública, no solamente no nos abandonan, sino que por el contrario, vienen en nuestra ayuda en los solemnes momentos de grandes desgracias y peligros, cuando la virtud y la honradez han sido conservados sin mancha, muchas veces al precio de grandes sacrificios. La miseria y la virtud, hase dicho, no pueden mucho tiempo vivir juntas, y es verdad; solamente, si el vicio no reemplaza a la virtud, estad segura que la dicha concluye por alejar la miseria. Dios puede permitir o querer una prueba, pero el resultado es infalible; es una simple cuestión de tiempo, de paciencia o de fuerza; la lucha es desigual; pero donde combate la virtud, la miseria es tarde o temprano vencida. El vicio y la miseria, que un examen superficial de vuestro estado social hace parecer enemigos, concluyen irrevocablemente por darse la mano, y se encuentran en un momento dado a la cabecera del desgraciado, que por cálculo, impaciencia o debilidad no ha seguido el recto camino de la honradez, que conduce al bienestar relativo.

La señora Osborn y su hija escuchaban con admiración a aquel joven, quien en medio de los negocios y de una existencia práctica y activa, y a pesar de su edad, fortuna y nueva opulencia, conservaba y osaba declarar semejantes principios, con toda la sencillez de la convicción.

Generalmente se admiran en los demás las cualidades que se cree poseer. Así es como se explica la admiración de la señora Osborn y su hija por Eduardo, además que un secreto presentimiento, que no podían explicarse, les revelaba que aquel hombre, llamándose su amigo, viniendo de lejos a verlas en medio de la miseria, influiría favorablemente en su porvenir.

Eduardo sorprendió una mirada de administración en los ojos de María y de su madre, coloráronse sus mejillas y cambió de conversación.

—En fin, señoras —dijo—, yo no he venido a haceros pasar un curso de moral social; al contrario, yo pertenezco en este momento a la carrera más práctica y más positivista del mundo, y mi vida, como mis palabras, deben ser como el medio en cuyo centro vivo y obro. En una palabra, yo he venido para…

—¿Para qué? —interrumpió la señora Osborn.

—No sé si atreverme a abusar tanto de vuestra bondad.

—Nosotras estamos a vuestra disposición.

—En fin —dijo Eduardo—, yo he venido por poco tiempo a San Francisco; antes de venir aquí esta mañana ya he terminado algunos asuntos, pues tengo intención de crear un centro de operaciones; ya he comprado la casa, y desearía, señoras, me acompañárais, antes de comer, si es posible, para ayudarme a hacer las compras necesarias para ponerla en orden, pues nosotros, los solteros, no entendemos nada de eso.

—Con mucho gusto —dijo la señora Osborn—, ¿cuándo?…

—Al momento, si queréis.

—Perfectamente —dijo la señora Osborn levantándose—. ¿Deseáis que mi hija nos acompañe?

—Me alegraría infinito.

Eduardo quedó un momento solo, mientras que la señora Osborn y María se prepararon para salir, en la parte de la casa separada por la cortina; cruzó los brazos y se puso a reflexionar: a los pocos minutos exclamó distraído y en alta voz:

—¡A fe mía que no sé como principiar, allá veremos!

—¿Habláis solo? —dijo la señora Osborn, saliendo con su hija.

—Excusadme —respondió Eduardo—, poniéndose en pie; mientras os esperaba, me estaba confundiendo en un cálculo que vos podríais ayudarme a descifrar andando.

—Partamos, pues —dijo la señora Osborn, tomando el brazo de Eduardo—. ¿Dónde está vuestra casa, señor propietario de un día?

—Es la vuestra.

—¿La mía? ¡Ah! —exclamó la señoraa Osborn palideciendo y abandonando el brazo de Eduardo.

—¿Qué tenéis, mamá? —dijo María besando a su madre.

—¿Qué os sucede, señora? —exclamó Eduardo—, ¿os encontráis mal?

E involuntariamente levantó los ojos hacia María, que le miraba fijamente. Eduardo estaba emocionado, pues acababa de encontrar la mano de la joven que tanto le había impresionado pocos momentos antes.

María le abandonó su mano, que él estrechó convulsivamente, colorándose sus mejillas, y dos lágrimas fueron a rodar por la frente de su madre, lágrimas que Eduardo vio y que querían decirle:

—Yo no sé nada y lo comprendo todo.

Después de un momento de silencio, que bastó a Eduardo para reponerse de su emoción, dijo a la señora Osborn:

—¿Qué os sucede, señora?

—Nada, señor Eduardo, nada, una niñería; vos comprenderéis esto: la emoción de volver a ver esa casa, la emoción solamente, porque al cabo y al fin yo debería alegrarme de saber que vos sois el propietario, más bien que un indiferente o uno de esos que tan implacables han sido para nosotros. Pero en fin, qué queréis, esto ha sido un ataque de nervios. ¡He sido tan dichosa en esa casa, tan modesta ahora, y que en otro tiempo llamaban el palacio Osborn!

La señora Osborn dijo estas últimas palabras con énfasis y sonriendo; luego, tomando la mano de su hija, añadió:

—¡Ah! querida María, ¡qué necia soy; tú eres más razonable que yo!

—Señora —dijo Eduardo—, siento en el alma haberos causado involuntariamente…

—No pensemos más en ello —interrumpió la señora Osborn—, y vamos a comprar lo que deseáis. Si os place, podremos ir primeramente a vuestra casa, pues deseo verla y aconsejaros; montaros un buen interior, para de este modo haceros apreciar un poco nuestra ciudad, y obligaros a pasar en ella el más largo tiempo posible; yo quiero que la casa Mercier sea aún mejor que lo fue la casa Osborn.

—Partamos, pues —dijo Eduardo dando el brazo a la señora Osborn.

María marchaba al lado de su madre.

En el momento en que iban a franquear el soportal de la casita, el dependiente del consulado se presentó cubierto de sudor y sin aliento, cual un hombre que tiene prisa y corre a dar una buena noticia. Paróse delante de Eduardo Mercier con la boca entreabierta y sin poder pronunciar una palabra.

—¿Qué sucede? —preguntó la señora Osborn.

—¡Nada… Pero… Sin embargo…! ¡Me han dicho!… ¡Asegúrase!…

—¿Qué? —dijo la señora Osborn.

—Asegúrase que… ¡Cómo! ¿Vos no sabéis nada?

—Nada.

—En fin, el señor Mercier os habrá dicho…

—Yo no he dicho nada, señor mío, dijo Eduardo al escribiente, apretándole la mano y haciéndole un gesto significativo. Ya nos contaréis eso en la mesa, pues os ruego vengáis hoy a comer conmigo: solamente desearía me hiciérais el favor de ir a la fonda a decirle a mi secretario que disponga la comida, en mi casa.

—¿Y que lleve vuestro equipaje?

—No, yo continuaré viviendo en la fonda.

El escribiente comprendió que aún no sabían nada, y partió dudando de las noticias que le habían dado; sin embargo, él sabía que la casa pertenecía a Eduardo Mercier, lo cual era siempre de buen augurio para la familia Osborn. Llegó a la fonda, habló al secretario de Eduardo, quien mandó preparar una espléndida comida, y ambos se dirigieron hacia la antigua casa de los Osborn, haciendo mil comentarios sobre el nuevo Monte-Cristo de California.

La señora Osborn y su hija María llegaron, en fin, ante su antigua morada. Eduardo las hizo entrar, y se dirigieron al salón.

La señora Osborn experimentó una alegría infantil al ver los objetos que tanto había amado y que pensaba no volver a ver. Puso los muebles en su sitio, colgaba los cuadros que habían sido depositados sobre las sillas y las mesas, sacudía y arreglaba las colgaduras, etcétera.

—Vamos, María —dijo—, ayúdame; la alegría me ahoga, y estoy cansada.

En aquel momento llegó el escribiente del consulado, después de haber anunciado por todas partes que el señor Mercier ocupaba su nueva casa, donde venía, decía con énfasis, a establecerse completamente.

Eduardo le dijo, así como a su secretario, que le esperaran, y rogó a la señora Osborn que entrara sola con él a un gabinete de trabajo que daba al salón.

La señora Osborn tomó su brazo y fue a sentarse sobre un sofá; Eduardo quedó en pie ante ella, y dijo:

—Señora, ya es tiempo, en fin, que os participe una disposición que, solo en interés de la casa Carlos Ardou y Compañía, de la cual formo parte, he creído deber tomar sin vuestro consentimiento.

—¿Qué disposición? —preguntó la señora Osborn sorprendida.

—Señora, teniendo una absoluta necesidad de representantes en San Francisco, que se encarguen en ausencia mía de los negocios, me he permitido daros un interés en la casa que dirijo, persuadido de que con vuestra mediación y la de vuestro yerno el señor Blatburn, nosotros podremos continuar aquí nuestras operaciones; vos tendréis a cargo vuestro los gastos de casa, empleados, etcétera.

—No os comprendo bien aún —dijo la señora Osborn emocionada—, o más bien creo comprenderos —añadió tomando la mano de Eduardo—. Explicáos, decid la verdad, señor Mercier, yo os escucho; hablad; heme tranquila.

—Como os he dicho, señora, pienso establecer un centro considerable de operaciones comerciales en San Francisco, y os he dado un interés en la casa de Carlos Ardou y Compañía de Panamá; he comprado esta casa, en la que os ruego permanezcáis.

La señora Osborn se pasó la mano por los ojos para impedir que brotaran las lágrimas.

—Pero, en fin —dijo—, ¿por qué, cómo habéis hecho esto, cuáles son mis deberes, mis obligaciones?

—Por toda obligación —respondió Eduardo—; el señor Blatburn será nuestro corresponsal y nuestro dependiente, pues vos sola y vuestros hijos entráis en la sociedad. Cuando vuestro hijo tenga la edad necesaria, podrá ayudaros también. Ya veis que nosotros los negociantes descontamos hasta la juventud.

La señora Osborn apenas podía contener su emoción; una carcajada de su hija, que se había quedado en el salón en compañía del escribiente y del secretario, le devolvió su sangre fría.

—En fin, querido amigo —dijo—, acabad, decid, decid lo que habéis hecho, ya que Dios os ha dado un corazón que un día, estad seguro, debe haceros apreciar de todo el mundo, en medio del cual estáis destinado a vivir.

—Os equivocáis, señora; vos exageráis todo eso. Si esta circunstancia es dichosa para vos, yo por mi parte no he tenido presente más que el interés de la casa, y la prueba de ello es que mi asociado, que ni siquiera os conoce, ha comprendido tan perfectamente, que ha firmado sin la menor observación, el contrato, del cual he aquí una copia que vos podéis guardar en vuestros archivos.

Y Eduardo presentó a la señora Osborn la copia del acta de asociación.

—Tomad, —añadió en seguida—; he aquí igualmente el contrato de venta de la casa Osborn; guardad todo esto dentro de vuestro despacho; tomad la llave. De hoy en adelante estos documentos forman parte de nuestra casa, y son los títulos de nuestra fortuna. Yo, con vuestro permiso, salgo para dar algunas órdenes a mi secretario.

La señora Osborn tomó las dos hojas de papel y se puso a leer; cuando llegó a este pasaje del contrato de venta, que decía: «Vendida por la suma de… a la Compañía Ardou, Osborn y Mercier», su emoción, difícilmente contenida, se desbordó, y temblando y con las lágrimas en los ojos se levantó, cayó de rodillas, tomó las manos de Eduardo y las besó, regándolas con un torrente de lágrimas.

—¡Qué hacéis, señora —dijo Eduardo—, levantáos, os lo suplico!

—No, señor, ¡no! ¡Vos me salváis la vida, la vida de mis hijos! ¡Ah! ¡Sí, yo ignoraba semejantes sentimientos!

En este momento se oyeron pasos que se aproximaban.

—¡Levantáos, señora, gente llega!

—¡No! —dijo la señora Osborn—, yo quiero que me vean, yo quisiera que el mundo entero estuviera aquí, para en su presencia abrazar vuestras rodillas.

—Señores —dijo Eduardo—, tengo el honor de presentaros el nuevo asociado de la casa Carlos Ardou y Compañía de Panamá.

Todo el mundo se inclinó ante la señora Osborn y su hija.

El número de visitadores aumentaba a cada instante. Unos se dirigían hacia Eduardo y cambiaban algunas palabras de reconocimiento o de negocios pendientes entre ellos y la casa Ardou y Compañía; otros iban a saludar a la señora Osborn, y varios de entre ellos que la habían perseguido implacablemente la adulaban hipócritamente. María gozaba interiormente al ver las atenciones de que su madre era objeto, y contemplaba con inquietud a Eduardo Mercier.

En medio del tumulto de una conversación animada Eduardo oyó una voz agria que dominaba todas las demás; volvióse y se encontró frente a frente con el banquero Fonseca que acudía, como todo el mundo, a felicitar a la casa Mercier y Osborn, y a ofrecer lo que nadie necesitaba y lo que si hubieran necesitado nadie hubiera dado.

—¡He aquí los Osborn a flor de agua! —gritaba Fonseca con su voz chillona y volviéndose hacia la señora Osborn—. ¡Pardiez! la casa Ardou hace bien las cosas. Ese nombre quiere decir millones, señores, y un crédito ilimitado por toda la costa del Pacífico.

—Los Osborn nunca han estado abatidos —respondió Eduardo fríamente.

—Sin embargo, señor Mercier —añadió Fonseca—, permitidme que os diga que en cuanto al porvenir puede ser que no, pero en cuanto al pasado, ha habido quiebra y poco ha faltado para que fuera bancarrota.

—Eso ha dependido de un error —dijo Eduardo.

—¡Un error! ¿Y cuál? —preguntó Fonseca—. ¡Vaya aun error que nos hace perder noventa y cinco mil pesos!

Este lenguaje de Fonseca ante la señora Osborn era inconveniente y grosero. Eduardo volvió la cabeza hacia María, sus mejillas se coloraron ligeramente y viendo que el silencio se restablecía, dijo en alta voz:

—Os equivocáis, señor Fonseca; yo mantengo que no ha habido ni quiebra, ni bancarrota, o más bien que la quiebra proviene de un error…

—¿Y?… —interrumpió Fonseca.

—Os ruego me dejéis hablar, aún no he concluido.

El silencio se hizo general y todas las miradas se fijaron sobre Eduardo Mercier.

—¡Un error! —dijo Eduardo—, y lo sostengo ante todos estos señores, pues desde el momento que la casa Osborn se asocia a la casa Ardou, no puede haber quiebra.

—Pero —dijo Fonseca—, la asociación no data más que de ayer… y ese es un favor que la casa Ardou…

—¡Silencio! —gritó Eduardo—, ¡eso no es un favor, es una deuda que vengo a pagar!

—En fin, nosotros perdemos noventa y cinco mil pesos, y creo que puedo saberlo, pues yo mismo he comprado el crédito…

—Por veinte mil, —murmuró uno de los asistentes.

Fonseca se volvió hacia donde había salido la voz y prosiguió:

—Lo que hace un déficit neto de noventa y cinco mil pesos, de los que no se cobrará uno solo.

—Os equivocáis, la casa Osborn paga cuanto debe; Ferrier —dijo Eduardo a su secretario—, extended una letra de cambio sobre Panamá de noventa y cinco mil pesos a la orden del señor Fonseca, extendedla al momento para firmarla y que pueda el señor llevársela en seguida.

—Pero… —balbució Fonseca confuso—, yo me contentaré con…

—Nada, nada; haced lo que os digo, Ferrier —dijo Eduardo.

—Ya veis, señoras, que poco a poco se pagan nuestras cuentas.

La señora Osborn bajó la vista; María lanzó una ardiente mirada de reconocimiento que penetró hasta el corazón de Eduardo.

El silencio continuó sin interrupción y fácilmente se adivinaba la admiración que causaba entre aquella gente de negocios, un hombre que pagaba noventa y cinco mil pesos sin siquiera parecer apercibirse de ello.

A los pocos momentos se presentó Ferrier con la letra de cambio; Eduardo la tomó, acercóse a la mesa colocada en medio del círculo de los visitadores, firmóla y la entregó a Fonseca que se confundió en saludos y excusas; Eduardo le volvió la espalda y fue a sentarse al lado de María.

—Gracias a Dios que os vuelvo a ver amable —dijo María—, ¿qué teníais hace un momento?

—Nada; eso sucede con frecuencia a todas las organizaciones nerviosas.

—Tanto mejor si la moral no sufre… —dijo María.

—Yo deseo haceros una pequeña confidencia, señorita, y pedir una autorización a vuestra mamá; pero cuanto estemos solos.

—¿Y cuál?

—¿Cuál?, es una idea que quisiera realizar, porque yo deseo preverlo todo; he aquí la casa Osborn asociada a la de Ardou, uno de esos especuladores y jugadores acérrimos que hacen y deshacen las mayores fortunas en un solo día, y como nosotros debemos poner a cubierto el porvenir de los hijos, he pensado en daros una dote para el día que pensemos unirnos con algún gran ricacho de California.

—¡Ah! —dijo María—, ¿y si yo no quisiera casarme?

—En ese caso —respondió Eduardo riendo—, tanto mejor para vos, pues la misión de la mujer casada no es tan halagüeña que pueda causar remordimientos a las que resisten a las seducciones y engañosos cuadros de las felicidades conyugales; yo apuesto ciento contra uno que la mujer encuentra en su marido, un jugador, un disipador, un vicioso o un indiferente a los pocos meses de unión íntima, o sea la destrucción de todas las ilusiones. Pero vos sois demasiado joven, María, para que yo trate de lacerar vuestro corazón y destruir vuestras esperanzas. Creed, creed ciegamente, eso es propio de vuestra edad, y más tarde nos veremos y hablaremos como viejos amigos. Vos sois demasiado hermosa para no encontrar pronto admiradores, quizá seréis bastante rica para que deseen vuestra fortuna, y vos tenéis demasiado buen corazón para resistir mucho tiempo a los homenajes, a la perseverancia y quizá al amor que os pueden inspirar y al que vos misma haréis nacer.

Durante estas últimas palabras Eduardo se había animado gradualmente y su voz revelaba la pasión. María lo notó y su corazón latió de gozo; su fisonomía tomó una expresión de contento y dicha que llamó la atención de su madre. La señora Osborn había notado hacía unos instantes la conversación de su hija con Eduardo y hacía mucho tiempo que no la había visto tan alegre y animada.

Eduardo, viéndose observado, hizo un movimiento como para levantarse.

—¿Decíais pues? —dijo María con viveza.

—¿Decía? —respondió Eduardo— que sin duda vos haréis como la generalidad de las mujeres, y tendréis razón, cumpliendo de este modo la misión impuesta a la mujer.

—¿Y en el caso contrario?

—En caso contrario, lo que la casa Osborn y Compañía va a hacer por vos, os dará la independencia, la libertad y el bienestar si persistís; y quizá los medios de ser un día el sostén de vuestra familia, de vuestros amigos y de mí mismo si la fortuna me es contraria.

—En ese caso acepto por vos… y por todos nosotros.

Los visitadores principiaron a levantarse uno tras otro, presentaron sus respetos a la señora Osborn, a su hija y Eduardo, y salieron. A los pocos minutos todo el mundo había salido, quedando solos en el salón la señora Osborn, María, Eduardo, su secretario y el escribiente del consulado.

—Vamos a ver la casa —dijo Eduardo—, vamos a reconocer el terreno, como suele decirse; yo tengo que pediros un favor, señora Osborn.

—¿Cuál?

—Venid y os haré mis confidencias; estos señores esperarán aquí la comida. ¿Habéis dado todas vuestras órdenes al fondista, señor Ferrier?

—Sí, señor.

Eduardo condujo a la señora Osborn y a su hija al antiguo despacho de los dependientes, abrió una caja de hierro y colocó sobre una mesa las joyas y objetos preciosos que habían pertenecido a la familia. María y su madre contemplaban con indiferencia sus antiguas riquezas, pues los acontecimientos de aquel día dominaban su espíritu y eran de demasiada importancia para dar lugar a otras sensaciones.

—Yo he prometido a la señorita María —dijo Eduardo—, un regalo de boda, y helo aquí; a esto, quiero añadir una dote bien modesta, pero que bastará para poner al abrigo a ella y sus hermanos, de la ruina que nosotros, agiotistas, estamos siempre amenazados; y cumplo mi promesa y mi deseo, si vos me lo permitís, señora.

—Verdaderamente, señor Eduardo —dijo la señora Osborn—, creo llegado el momento de rehusar, pues la bondad y la generosidad, cualquiera que sea su móvil y razón de ser, tiene sus límites.

—Sólo éste, señora, es el último favor que restaba pediros.

—Vuestra conducta, querido señor Eduardo, me confunde; y os confieso que se necesita una gran fuerza moral para resistir a tantas emociones en un solo día.

Y la señora Osborn prorrumpió en sollozos, apoyando su cabeza sobre el pecho de María. La joven no pudo contener tampoco las impresiones de su alma y los sentimientos de su corazón, tomó la cabeza de su madre con ambas manos y la besó con efusión, mientras que un torrente de lágrimas inundaba su rostro; luego, tomó una mano de Eduardo y la puso sobre su corazón. Eduardo experimentó una de esas emociones desconocidas para él hasta aquel supremo momento; su corazón latió con violencia, la sangre coloró sus mejillas e inflamáronse sus ojos, y se sintió aturdido y como embriagado; su cabeza se inclinó maquinalmente hacia María y sus ardientes labios se apoyaron sobre la blanca mano de la joven…

En aquel momento parecía que el ángel de la dicha extendía sus alas sobre aquella parte retirada y silenciosa de la casa…

—¡Ah! Padre mío, ¿por qué no estáis aquí? —exclamó María.

Al oír esta exclamación Eduardo, levantó la cabeza, palideció y un sudor corrió por su frente. Tomó precipitadamente su cartera, examinó los papeles que contenía y tomó uno que fue a colocar en medio de un aderezo de brillantes; encerró en la caja de hierro cuanto había sacado un momento antes, cerró, y tomando la llave, dijo a María con tono glacial:

—Tomad, señorita; he aquí la llave que encierra vuestra dote; colocadla al abrigo de todo peligro, y deseo que llegue a manos de un hombre honrado y digno de vos, de vuestra madre y del nombre que lleváis.

María tomó la llave, y vio con estupefacción que Eduardo salía huyendo del despacho, yendo a encerrarse con su secretario en un gabinete…

Una hora después el dependiente del consulado llamaba a la puerta, diciendo que la comida estaba servida.

—Id a prevenir a las señoras —dijo Eduardo.

—Las señoras os esperan —respondió el dependiente.

—Muy bien, os seguimos al instante.

En efecto, pocos momentos después Eduardo entraba en el comedor, donde encontró a la señora Osborn que disponía alegremente la comida, colocando todos los objetos en el mismo orden que ocupaban antiguamente. María, por el contrario, estaba triste, apoyada sobre un bufete colocado al lado de uno de los balcones, con la cabeza inclinada sobre el pecho y apoyada contra el dorso de la mano.

—Vamos, María, ayúdame —dijo la señora Osborn—, pareces la estatua de la Meditación.

Y efectivamente, su meditación era profunda, pues ni siquiera oyó a su madre.

Eduardo comprendió al momento aquella primera sensación, que no era ni dolor, ni pesar, ni amor, ni esperanza, ni duda, pero que, sin embargo, participaba de todos estos sentimientos a la vez; y aproximándose a ella, le dijo en voz baja:

—¿Qué os sucede, María?

—¿Y a vos? —repuso rudamente la joven, alzando la voz y como si despertara sobresaltada de un sueño penoso.

Eduardo tuvo miedo; aquel acento le hizo mal.

La señora Osborn miró severamente a su hija y continuó haciendo los últimos preparativos.

—Señores, a la mesa —dijo unos minutos después.

—Yo venía —dijo Eduardo a María—, a anunciaros mi partida.

—¡Cómo! —exclamó María con tono suplicante.

—Don Eduardo —dijo la señora Osborn—, no se habla de partida al momento de sentarse a la mesa, eso no está bien.

—Entendámonos, señoras —dijo Eduardo—, mi partida para las minas, y vuelvo; yo voy solamente a buscar al señor Blatburn.

—¡Sea en hora buena! —dijo María.

Sentáronse a la mesa. Eduardo se colocó frente de la señora Osborn y rogó a María para que se sentara a su derecha; el secretario Ferrier y el dependiente del consulado se colocaron uno a cada lado de la señora Osborn.

—Pero vos no tenéis necesidad de emprender tan penoso viaje —dijo la señora Osborn—, mandaremos un correo al señor Blatburn, esto bastará; aunque creo que por el momento no querrá venir, pues dicen que el campo americano hace magníficos negocios y que ha encontrado una pepita de un valor de diez mil pesos.

—Permitidme, señora —repuso el dependiente del consulado—, el campo francés ha subido por Stocktown y se encuentra en Drydiggins (campo seco) donde hace maravillas.

—Amor propio nacional, señor Peret —dijo riendo la señora Osborn—. En fin, no importa; yo sostengo que ese viaje es inútil, y que después de una travesía de algunas semanas de negocios, ventas y compras, hay necesidad de reponerse y de vivir un poco tranquilo.

—Yo os confesaré, señora —dijo Eduardo—, que eso es un capricho que quiero satisfacer. Toda mi vida he deseado conocer por mí mismo esas famosas minas y estudiarlas en medio de esa extraña aglomeración de todas las nacionalidades, de todas las esferas sociales confundidas en una sola; de todas las edades, de todos los caracteres y de todas las capacidades morales o físicas que forman esa masa singular e indefinible, atacada según se dice vulgarmente, de ese mal contagioso y universal llamado fiebre californiana.

—Si tal es el motivo que os aleja de nosotros, no tengo nada que decir —dijo la señora Osborn—, y ¿cuándo partís?

—Esta noche.

—¿Tan pronto? —dijo María.

—Sí, señoras —respondió Eduardo—, pues yo no puedo disponer de mucho tiempo, y necesito volver pronto a Panamá.

—Espero que será para volver —dijo María.

—Sin duda alguna; pero por el momento, como vos comprenderéis fácilmente, mi presencia es necesaria en Panamá, donde mi asociado no comprenderá muy bien todas mis nuevas operaciones y los arreglos…

Eduardo no pudo concluir, pues le fue imposible retener una carcajada, al pensar que su viejo amigo el capitán Ardou, el héroe a pesar suyo de una parte importante de la comedia que se representaba hacía algún tiempo ante el valiente marino, quien cual los comparsas de las grandes tragedias históricas que desempeñan el papel que les han enseñado, cantan los coros o representan con la mayor serenidad la escena final, ignorando completamente lo que hacen y el por qué lo hacen.

—¿Qué os hace reír? —preguntó la señora Osborn—, espera que no será el señor Ardou, del cual hemos oído hablar como de una capacidad comercial muy grande; que ha formado en poco tiempo una de las casas más bien reputadas de la América del Sud; dotado de una habilidad… según se dice…

—¡Muy grande! —respondió Eduardo—. No señora, río de mí mismo; de mi excentricidad para con los negocios; afortunadamente salen bien; pero lo que es bien cierto es que muchas veces admiran a mi socio, y no me riñe, porque su bondad no tiene límites, y además, que me quiere como si fuera su hijo. Ya veréis cuando nuestros negocios marchen, cómo decido las cuestiones; es increíble; y se necesita toda la paciencia del señor Ardou, y un día necesitaré también la vuestra, para dejarme realizar, sin decir una palabra, todos los caprichos y todas las imprudencias de que soy capaz.

—Por mi parte estáis perdonado de antemano —dijo la señora Osborn.

—Lo veremos. Por el momento, no puedo impedirme de reír al pensar la cara que va a poner el jefe de la compañía Ardou cuando reciba aviso, término comercial, de mis disposiciones, otro término comercial.

—¿De qué disposiciones? —preguntó la señora Osborn.

—De los negocios que acabo de arreglar; de los fondos que he colocado y que provienen de nuestro último cargamento.

—¡Ah! sí, ya me acuerdo; de ese cargamento con el que habéis realizado un beneficio fabuloso.

—Justamente; ¿y lo creeríais? hace pocos instantes he dado orden de paralizar la venta, a pesar de las proposiciones extraordinarias que me hacían.

—¡Cómo!, pero si os daban cuatro o cinco veces su valor.

—Sí, pero yo he tomado mis informes, y hago de la necesidad virtud. Aún me quedaban en almacén mercancías por valor de unos doce mil pesos aproximadamente, y como yo he hecho frente a algunos compromisos, he tomado la resolución de mandar a las minas todas esas mercancías y sacrificarme por mi querido señor Ardou. Voy a venderlo todo allá; ¿y lo creeríais? esas mercancías van a venderse, en las orillas de San Joaquín, al menos por ochenta veces su valor.

—¡Imposible! —exclamaron todos a la vez.

—La cosa es fácil de explicar —dijo Eduardo—, la botella de aguardiente, por ejemplo, cuesta a los señores Ardou y Compañía un franco. Ahora bien, ¿sabéis a qué precio se vende en los campos americano y francés?… A una onza la botella.

—¡Imposible!

—Es la pura verdad; y al menudeo, para los indios que acuden al campo, se sacan hasta cerca de dos onzas, esto es, ciento sesenta francos. Los beneficios que se realizan con las ropas hechas son aún mayores. Uno de mis amigos ha vendido una caja de desechos por un precio fabuloso; un frac negro que había costado doscientos francos, y por el cual un ropavejero no hubiera dado dos pesos, por lo deteriorado y usado que estaba, se ha vendido por cinco onzas, o sean ochenta pesos; todos los demás objetos han seguido la misma proporción; de modo, que el especulador ha sacado veintiséis onzas de su cajón, que no valían media. Esto puede daros una idea de los beneficios que se pueden realizar con doce mil pesos de mercancías buenas; es decir, que doblaré el precio que me habrían pagado por el cargamento vendido en la plaza de San Francisco. Con lo que nos queda voy a probar fortuna. Aún tengo que llevar a cabo un negocio que promete mucho, sobre las costas del Pacífico; pero antes quiero ver si realizo un buen principio para la casa Ardou, Osborn y Mercier de San Francisco. Por consiguiente, yo voy con el convoy a las minas, hago volver al señor Blatburn, a quien instalo aquí con el capital social necesario, luego voy a arreglar los asuntos de Panamá, y…

—¿Y volvéis? —interrumpió María.

—Puede ser.

—¡Cómo! ¿Puede ser?

—Sí, pues mis empresas son algunas veces un poco arduas. Si yo os contara todos mis asuntos y todos mis misteriosos viajes, no lo creeríais.

—Veamos; contadnos eso —dijo la señora Osborn.

—No, eso sería demasiado prolijo; un día vendrá en que sabréis todo esto: básteos saber que si Dios me conserva la vida, quizá podremos volver todos a nuestra querida Europa y ser algo en ella; pues ser rico y vivir aquí, eso no es nada.

—¡Dios lo quiera! —dijo la señora Osborn.

—Dios lo querrá; ahora bebamos a la salud de la Francia, a nuestro regreso, a nuestra prosperidad y a nuestra felicidad definitiva —dijo Eduardo mirando a María.

—¿A nuestra felicidad, y vos partís? —dijo María.

—Yo parto —dijo Eduardo vacilando—, yo parto dentro de un instante: ¿verdad que es un triste postre? pero, en fin, nosotros nos volveremos a ver dentro de poco tiempo, y si la señora Osborn me lo permite…

Eduardo hizo un gesto que expresaba su deseo de dejar la mesa.

—Todo se os permite —dijo la señora Osborn levantándose—, si pensáis hacer un viaje.

Eduardo ofreció su brazo a la señora Osborn y entraron al salón.

—¡Qué desorden! —dijo la señora Osborn al entrar—, ¡cómo se ve que somos recién llegados a esta casa!

—O más bien que los propietarios han hecho un largo viaje —dijo Eduardo—, o que vienen del campo; mañana las huellas de este desorden habrán desaparecido.

—¿Vos partís al instante mismo? —preguntó María.

—Sí, señorita —respondió Eduardo—, solamente tomo esta copa de licor, enciendo un puro y me embarco.

—¿Todo está preparado?

—Sí, la goleta debe conducirme a la desembocadura del San Joaquín, frente a Venicia, donde una caravana completa me espera con mulas, caballos, carros y todo el tren necesario.

—¡Qué lástima!, esta noche hay gran representación en el Metropolitan-Teatro, donde el célebre Lionel debe representar dos comedias.

—¡Muy bien! ¡soberbio! —dijo Eduardo—, vos habéis tenido una magnífica idea, señorita; vamos a concluir alegremente este día memorable.

—No hagáis caso de esa niña, Don Eduardo —dijo la señora Osborn.

—¿Y por qué no? Vamos señor Ferrier, id al teatro y tomad un abono para un año; buscad un buen palco; estas señoras podrán ir todas las noches, y en ausencia mía recordarán los últimos momentos agradables que vamos a pasar juntos.

—Os ruego que dejéis eso para vuestra vuelta —dijo la señora Osborn—, pues me siento cansada y ni siquiera me quedan fuerzas para distraerme.

—Pero —replicó María—, de este modo retendremos unos instantes más, en compañía nuestra, a don Eduardo.

—Es verdad —dijo la señora Osborn mirando a su hija—, si es así, no tengo nada que objetar.

—¡Bravo! —exclamó Eduardo entusiasmado—, es necesario tomar alegremente aun las cosas más serias. Todo es farsa para los escépticos, comedia para las gentes de talento, drama para los hipocondríacos y los perversos. ¡Viva la comedia, sobre todo si es bien representada! ¡Al teatro, señor Ferrier, al teatro, y sobre todo no olvidéis de tomar el mejor palco!

El señor Ferrier fue al teatro, y cuando volvió encontró a su jefe más alegre y más amable que nunca, recostado sobre un gran sillón, respirando los suaves perfumes de una deliciosa panetela, que ayudados por los licores y una comida delicada, producían en él un bienestar y unos goces infinitos.

Eduardo ya no hablaba, sus miradas se confundían con las de María.

La señora Osborn hablaba afectuosamente con el escribiente del consulado, mostrándole la misma deferencia que durante los días de miseria.

Eduardo fue sacado de su éxtasis por la llegada de su secretario, y se puso en pie; María hizo un movimiento de impaciencia, y la señora Osborn preguntó por el número del palco.

—Es el mismo que teníais antes, respondió el señor Ferrier, se me dijo en la contaduría que estaba desocupado, y yo he creído seros agradable…

—Gertamente —dijo la señora Osborn—, la dicha parece sonreímos hoy hasta para las cosas menos importantes de la vida que acaba de abrírsenos.

—¿Las menos importantes, señora? —dijo Eduardo—, permitidme que es diga que yo no soy de vuestro parecer. ¡Gozar!, he aquí la gran cosa, he aquí lo que nos proponemos después de cumplidos todos los deberes. Gozar es vivir; esto se ha dicho y se dirá eternamente, y con mucha razón. Trabajar, ser útil a sí mismo y a sus semejantes. ¡Trabajo, conciencia, deber, goces!, he aquí la más hermosa divisa del hombre, divisa que se reduce a explotar todo cuanto Dios ha colocado al alcance físico, moral e intelectual del hombre, y sacar la mayor suma posible de utilidad y de placeres; sobre todo, de placeres.

La señora Osborn, que era la personificación de la razón, de la experiencia y del buen sentido, miraba a Eduardo sin responderle, con esa indulgencia afectuosa que se debe a la juventud.

La alegría continuó reinando en aquel pequeño círculo de amigos y parecían esperar con ansiedad la hora de ir al teatro.

Eduardo se había vuelto a sentar al lado de María, y parecía olvidar cerca de ella el mundo entero.

La señora Osborn hablaba con el señor Ferrier y con el dependiente del consulado, y de cuando en cuando dirigía una mirada furtiva sobre Eduardo y su hija, y su rostro tomaba uno de esos aspectos de satisfacción y aprobación difíciles de pintar. Para no ser notada por los jóvenes, la señora Osborn volvía la cabeza con precaución, con ese amor de la madre que teme turbar la dicha de su hija; con ese mismo cuidado y amor de madre que marcha de puntillas y separa cuidadosamente las cortinas que ocultan la cuna donde duerme su tierno y querido hijo, para escuchar su agitada respiración y depositar un beso sobre su boquita entreabierta; con ese mismo amor con que aspira con éxtasis la atmósfera que exhala la cuna donde se encuentran todas sus afecciones.

La señora Osborn poseía una de esas naturalezas en las cuales los recuerdos del corazón no se borran nunca y que reaparecen justamente en los momentos más felices de la vida. Olvidar al médico, es prueba de salud, y olvidar al amigo, prueba de felicidad; esto puede ser verdad para las personas superficiales, en las cuales las impresiones morales no llegan más que hasta la superficie del corazón. Pero en las naturalezas donde las impresiones penetran hasta el fondo del corazón, sucede todo lo contrario.

La señora Osborn se sentía tan dichosa como Eduardo se encontraba alegre, después de uno de los más felices días que puede pasar un hombre de honor y que principia a amar por la primera vez de su vida.

En la situación en que se encontraba la señora Osborn y Eduardo, y como consecuencia de sus caracteres y de sus pasadas existencias, la señora Osborn debía conservar el recuerdo y Eduardo olvidar.

Eduardo, absorto, contemplaba a María, quien a una palabra de su madre volvió la cabeza, y una lágrima apareció en sus ojos.

—¿Qué tenéis? —dijo Eduardo—, ¿qué ha podido deciros vuestra madre para entristeceros?

—¡Ah! —dijo María—, nada que os concierna; mi madre es así; cuanto más dichosa es, más se acuerda de él.

—¿De quién?

—De mi padre.

Eduardo se hizo atrás, como si acabara de recibir un golpe violento, levantóse bruscamente y dijo:

—Olvidaba que aún tengo que despachar un asunto: adiós, señoras, ignoro si podré ir al teatro esta noche.

María y su madre, así como el secretario y el dependiente del consulado, fijaron sobre él una mirada de asombro; Eduardo arrancó la punta del puro de la boquilla de ámbar, donde lo había colocado momentos antes para apurarlo, lo arrojó encendido por el suelo, y salió.

María se levantó, apagó con el pie la punta del puro y se retiró a su cuarto, donde se encerró y lloró sin saber por qué y sin poderse explicar cómo en un minuto había pasado de la alegría más pura al pesar misterioso e incomprensible.

Capítulo VIII

Eduardo Mercier, después de haber abandonado a la señora Osborn y a su hija, se había retirado a un gabinete, se sentó sobre un sillón, y con los codos apoyados sobre las rodillas y la cabeza entre ambas manos, temblaba convulsivamente, pues como María, y más que María, acababa de pasar de uno de los instantes más felices de la vida a ese estado de paroxismo nervioso y moral que ataca al hombre cuando una idea, una impresión o un sentimiento cualquiera dominan su carácter y su voluntad.

Eduardo estuvo sometido a la fatalidad de nuestra existencia el tiempo necesario para obedecer a la mano poderosa que rige la naturaleza; pero sin la resignación de los que sufren y están acostumbrados a sufrir, sin la paciencia de los que, más viejos que él, han adquirido la conciencia de las obligaciones humanas y la convicción de nuestra misión en la tierra, que sufrir un año entero por cada minuto de verdadero placer. Por fin, se levantó bruscamente, abrió la puerta del gabinete y llamó a su secretario; volvió hacia la mesa, tomó una pluma y se puso a escribir.

Pocos momentos después entró Ferrier.

—Sentáos en mi lugar —dijo Eduardo—, y escribid lo que voy a dictar.

El secretario se dispuso a cumplir las órdenes de su jefe; Eduardo se paseó unos instantes con los brazos cruzados sobre su pecho y la cabeza inclinada. Ferrier volvió la cabeza y pareció sorprendido al verle tan agitado.

Eduardo lo notó y dijo:

—Es verdad, olvidaba que en este momento no estoy en disposición de nada; ya trabajaremos a nuestro regreso; ahora partamos, partamos al instante.

—¿Y el teatro? —dijo el secretario.

—¡Qué diablos queréis que yo haga en el teatro! —dijo Eduardo—, yo tengo otras ocupaciones que son primero que el teatro. Además, nosotros vamos a ver un verdadero teatro, la California, ¡eso sí que es un teatro! Allí se representan dramas todos los días, verdaderos dramas, donde uno es espectador y actor a la vez. ¡Eso vale mucho más que ir a ver reír, llorar, bailar o estornudar al señor Lionel!

—Ya lo creo —dijo el señor Ferrier—, pero, en fin, esas señoras que…

—Y bien, esas señoras que… ¿Qué queréis decir? —repuso Eduardo irritado.

El señor Ferrier, acostumbrado a la calma, buenos modales e igualdad de carácter de su jefe, le miró sin desconcertarse, y dijo:

—Yo os recordaba solamente que vos habíais prometido acompañar a esas señoras, y que ellas acaban de vestirse.

—¿Y luego?

—Que están listas…

—Tanto mejor para ellas.

—Y que parecen esperaros…

—Que se vayan y vos también, a…

Eduardo tenía el aspecto de un hombre fuera de sí, con el rostro encendido y encolerizado; Ferrier se levantó con dignidad, lo miró frente a frente y le dijo:

—¡Espero vuestras órdenes!

Eduardo, a pesar de su estado, comprendió que había sido injusto para con su inferior, y dijo:

—Excusadme, señor Ferrier, excusadme pues sufro mucho esta noche.

—Ya lo veo —respondió fríamente el secretario.

—¿Sin duda por mi violencia, es verdad? Mi naturaleza se exalta y se irrita a la menor contrariedad del cuerpo y del espíritu.

—¿Qué tenéis?

—¡Ah! —exclamó Eduardo—, ¡esto es absurdo! Dadme vuestra mano. Hay momentos en que la naturaleza más bien organizada no vale un comino.

Y sin poderse contener por más tiempo se dejó caer sobre el sillón y ocultó su cabeza entre las manos para ahogar un sollozo y un suspiro.

—¿Qué tenéis? —volvió a preguntar Ferrier.

—Nada, amigo mío, nada —respondió Eduardo levantándose—, hacedme el favor de ir a dar las órdenes necesarias para nuestra partida.

—Las órdenes están dadas para media noche, y hasta esa hora nuestra gente no estará lista.

—Tenéis razón, lo había olvidado —dijo Eduardo—. ¡Qué demonios! después de todo, ya no podemos partir hasta media noche… ¡Mashallah! como dicen los árabes, estaba escrito, vamos al teatro; vamos a ver representar la comedia antes del drama; vamos a respirar esos perfumes que Barthelemy llama átomos embriagadores, mientras llega la hora de ir a presenciar ese otro espectáculo de hombres cubiertos de andrajos buscando el oro entre el polvo y el fango; el oro, sin el cual no pueden saciar sus pasiones, ni dar un pedazo de pan a su familia, ni gozar, ni vivir, ni ser; el oro, sin el cual el hombre se convierte en máquina, en bestia bruta. ¿Qué es el hombre? ¿Qué es la vida? ¡Bella invención, idea sublime! ¿Y por qué estamos condenados a vivir? ¿Qué crimen hemos cometido? ¡Diríase que espiamos una falta!

—Eso es justamente —respondió Ferrier.

—¿Y cuál?, la que nosotros no hemos cometido, pues nosotros sufrimos en la cuna, y apenas lanzados en el mundo material y moral, principiamos a pagarle ese horrible tributo de sufrimientos de todas clases; veamos, señor Ferrier, decidme, ¿qué crimen he cometido yo?

—Vos, ninguno; pero otro lo ha cometido por vos, ese es el misterio.

—¿Es decir, que vos admitís que nosotros pagamos una deuda que no hemos contraído, y que eso es un misterio? A eso que creo llaman dogma, yo le daré su verdadero nombre, que es estupidez e injusticia. Además, ¿por qué se ha cometido la falta?

—Porque han querido cometerla.

—¿Y por qué han querido?

—Porque pedían evitarla y no la han evitado, pues se les dio a escoger entre igual cantidad de bien que de mal.

—Vos sois un teólogo, señor Ferrier —dijo Eduardo—, estáis perdido.

—Quien se pierde sois vos —respondió Ferrier con convicción.

—Lo veremos —dijo Eduardo—, con igual dosis de bien que de mal el hombre ha sucumbido; pero vos no ignoráis que dos pesos iguales en la balanza se hacen al menos contrapeso, y en ese caso los efectos son nulos; el mal ha triunfado, ¿luego la dosis del mal era mayor?

—Dios había dado al hombre el poder de hacer bien.

—¿Pero también le dio el poder de hacer mal?

—Dios nos dejó el libre albedrío —respondió Ferrier—, y quiso dejar en libertad al vicio y a la virtud con el fin de poder recompensar y castigar.

Baste decir que Eduardo Mercier y su secretario discutieron por espacio de media hora, al cabo de la cual entraron en el salón donde los esperaban la señora Osborn y su hija.

María estaba radiante de hermosura y de elegancia; la tristeza o contrariedad que acababa de experimentar había dado a su rostro cierta expresión de melancolía que la hacía parecer más bella. Un secreto presentimiento le decía que de aquella última velada pasada al lado del hombre que principiaba a amar, dependía su porvenir y su felicidad, e hizo cuanto estuvo de su parte por parecer encantadora.

En cuanto vio entrar a Eduardo se acercó a él y le dijo:

—¿Cómo habéis tardado, don Eduardo? vamos a llegar muy tarde.

—Toda la culpa es del señor Ferrier, que es un sabio; nos hemos puesto a discutir; pero al fin ha concluido con ponernos de acuerdo, y eso es porque los dos éramos del mismo parecer; de otro modo corríamos gran riesgo de prolongar la discusión indefinidamente.

—Cuando queráis…

—Partamos.

Eduardo dio el brazo a la señora Osborn, María tomó el de Ferrier y se dirigieron al teatro.

Cuando la señora Osborn apareció en su palco hubo un movimiento en el salón; todos los gemelos se dirigieron hacia los recién llegados; los jóvenes y las mujeres, sobre todo, examinaron hasta el último lazo que llevaba María; los ricachos de San Francisco lanzaron una mirada de admiración y de envidia al joven que en un día había restablecido la fortuna y el crédito de los Osborn y producido a su llegada una oscilación financiera. Pocos momentos después el rumor se había calmado, y nadie se ocupaba más que de la comedia y de Lionel, que, como siempre, fue estrepitosamente aplaudido.

María colocada al lado de su madre, continuaba sin embargo siendo objeto del examen escrutador de las mujeres y la admiración de los hombres de todas las naciones que ocupaban las butacas.

El palco de la señora Osborn se llenó varias veces de visitadores, los mismos que hacía poco la habían desdeñado y que volvían al primer día de fortuna.

Eduardo, al ver a María por primera vez, había concebido una pasión violenta, y viéndola en aquel momento rodeada de homenajes y la más hermosa de todas las mujeres que estaban en el teatro, experimentó ese sentimiento de vanidad, de egoísmo, de amor propio y de envidia que nace de la pasión atormentada, del amor inquieto y que se llama celos. Acercóse a María tratando de absorber toda su atención siguiendo todas sus miradas, y hubiera querido ocultarla a aquella admiración general que le causaba miedo.

Un joven parisiense que había devorado una fortuna en poco tiempo, llamado D… había llegado la víspera, y en su calidad de joven y de elegante todo el mundo se ocupaba de él; pareció entusiasmado de la hermosura de la soberbia inglesa, pues así llamaban a María, se aproximó al palco y la miraba fijamente, pues le habían dicho que era millonaria, y esto le bastó; viendo que nadie le hacía caso, rogó a uno de sus amigos que lo presentara a la señora Osborn. En efecto, su amigo entró en el palco y habló con ella.

Por casualidad María volvió la cabeza hacia donde estaba D… y éste le saludó.

—¿Quién es ese joven? —preguntó Eduardo.

—Lo ignoro —respondió María.

—¿Lo ignoráis y os saluda?

—El señor C… que acaba de salir hablaba de él a mi madre pidiéndole permiso para presentárnoslo; sin duda él habrá comprendido y ha saludado a mi madre.

—¿Y vais a haceros presentar a un cualquiera?

—Os equivocáis, ese señor no es un cualquiera, él acaba de llegar de París, según he oído decir, y es de una excelente familia, aunque arruinada, y está llamado aún a poseer una gran fortuna.

—¿Y qué os importa a vos eso? —dijo Eduardo— ¿qué interés?…

—Ninguno; ¿qué interés queréis que tenga con una persona que no conozco?

—Sin embargo, hace mucho tiempo que no ponéis atención más que en él.

—¡Qué en él! —dijo María admirada—, a mí me parecía, por el contrario, que no ponía atención más que en… vuestra conversación.

—Pues bien —dijo Eduardo con una animación desconocida hasta entonces de la señorita Osborn—, os prohibo que… os ruego que no admitáis ni aquí, ni en vuestra casa, ni en ninguna parte a ninguno de esos aventureros que llegan de no sabemos dónde, y durante mi ausencia espero que…

Eduardo se interrumpió y sin apercibirse de ello desgarraba uno de sus guantes.

—¿Qué esperáis? —dijo María con una emoción que no podía disimular, fijando sobre Eduardo una de esas miradas suplicantes e inquietas, como si su dicha se encontrara en aquel momento suspendida de los labios de Eduardo—. ¿Qué queréis? —añadió aún.

—Espero que durante mi ausencia no recibiréis a nadie —respondió Eduardo con tono firme.

—¿Y por qué?, eso será muy difícil pues las personas que voy a encontrar, a casa de las cuales mi madre me conducirá, y a su turno naturalmente vendrán…

—Y bien, yo os pido aún, os ruego…

D… notó la escena que acababa de pasar entre Eduardo Mercier y María Osborn, juzgó sin duda que había llegado demasiado tarde a San Francisco y que la fortuna le volvía aún la espalda, levantóse fríamente, saludó y salió.

Eduardo se retiró al fondo del palco con María, y ni siquiera notó el murmullo de los palcos ni los gemelos que se fijaban sin cesar sobre él.

María, absorta por su dicha, no vivía más que para Eduardo, y escuchaba con delicia esas primeras palabras del amor, esas ardientes palabras entrecortadas, temblorosas, embriagadoras y armónicas del hombre cuya pasión ha llegado a los últimos límites de la razón y de la calma; del hombre que ama con el ardor frenético de una naturaleza joven, robusta y entusiasta y de un noble corazón; palabras de amor que encantaban a la joven, pues ella descubría una pasión sincera, generosa, desinteresada, inmensa…

La representación había concluido.

La señora Osborn se puso en pie y vio que el tumulto general no había bastado para despertar a María y Eduardo de su éxtasis, sonrió y su fisonomía tomó una expresión de felicidad que aún no le habían dado todas las emociones del día; hasta entonces no había sido más que la viuda del antiguo banquero Osborn, arruinada, que encontraba la fortuna; en aquel momento era la madre cariñosa que presiente la felicidad futura de su hija.

—¿Qué os parecen nuestros actores franceses? —dijo la señora Osborn a Eduardo— la representación ha concluido.

—¿Tan pronto? —exclamó Eduardo levantándose.

—¿Cómo tan pronto? —dijo la señora Osborn riendo.

Todo el mundo se dispuso para partir. Esta vez Eduardo olvidó a la madre por la hija, ofreció su brazo a María, temiendo abandonarla un solo instante. La señora Osborn tomó el de Ferrier, y salieron del teatro.

La señora Osborn contemplaba con placer a los dos jóvenes que se manifestaban tanto amor el uno para el otro y que prometía ser puro y duradero.

Cuando llegaron a la puerta de la casa de la señora Osborn era cerca de media noche. Eduardo no podía decidirse a romper de repente uno de los eslabones de la cadena de acontecimientos que habían absorbido uno de los más hermosos días de su vida; sin embargo, se despidió de la señora Osborn, la cual le dijo:

—¿Conque vos volvéis a la fonda sin siquiera querer descansar un momento?, ¿a qué hora partís?…

—Al instante mismo, señora —dijo Eduardo tomándole las manos—, para poder concluir lo más pronto posible todos estos negocios, y poder pasar aún algunos días cerca de vos, antes de volver a Panamá.

—Si así es, nosotras no podemos reteneros, —dijo la señora Osborn— os esperamos, amigo mío, os esperamos con impaciencia. Pensad durante vuestro viaje en los que aquí dejáis, y evitad todo cuanto pudiera retardar o impedir vuestra vuelta. ¡Don Eduardo, que Dios os proteja y os bendiga eternamente!

—¡Señora! —dijo Eduardo enternecido—, semejante voto será mi salvaguardia, pues Dios escucha cuanto es sincero y salido del corazón.

La señora Osborn entró en su casa; y su corazón, que no podía contenerse por más tiempo, prorrumpió en sollozos.

María había quedado inmóvil ante Eduardo, sin poder resignarse a una separación.

—¡Cómo! —exclamó—, ¿y no nos volveremos a ver más?… ¿ni siquiera mañana?

—Cuando queráis —respondió Eduardo—, pero si me quedo un día más voy a olvidarlo todo, hasta vuestro porvenir. Valor, María, un esfuerzo aún, a fin que pueda no concluir, sino consolidar la obra que he principiado hoy.

—¿Y eso será todo? —dijo María.

—No pues aún tengo que llenar una misión y el último trabajo que concluir; y luego, María…

—¿Y luego?

—La dicha, la suprema felicidad. Luego vendré a pediros que cumpláis la promesa que me habéis hecho esta noche; ¡jurádmelo, jurádmelo aún, María! —dijo Eduardo tomando su mano.

—Sí; ¡lo juro! —dijo María—, ¿y vos? Juradme también que volveréis a pedir esta mano que os está prometida.

—Sí, sí, os lo juro también —dijo Eduardo, cuya pasión se había revelado más violenta que nunca—, ¡sí, os lo juro!

Y agitado por la fiebre de la pasión, colocó contra su corazón y besó repetidas veces la mano de María, que atraída involuntariamente cayó contra su pecho. El mundo desapareció ante los ojos de Eduardo, tomóla en sus brazos, y el perfume de sus cabellos inundó su rostro. María inclinó su cabeza, Eduardo la estrechó contra su pecho y sus labios ardientes encontraron los de la joven…

Capítulo IX

Eduardo Mercier soltó a la joven y se dirigió maquinalmente hacia la fonda. A unos cien pasos de la casa Osborn oyó una voz que lo llamaba por su nombre, y se encontró con Ferrier, quien lo tomó por el brazo y lo condujo a la fonda, donde encontró su equipaje perfectamente en orden.

Un gran tumulto se oía en el piso principal.

—¿Qué significa ese ruido? —preguntó Eduardo a un negro que debía acompañarle.

—Una banda de atolondrados que acaban de llegar de las minas, y celebran su vuelta a San Francisco —respondió el negro.

—Quizá pueda recoger algún buen informe; voy a verlos —dijo Eduardo.

Dirigióse al piso principal y llamó a la puerta del gran comedor; abriéronle inmediatamente y entró.

—¡La bolsa o la vida! —gritó una voz de estentor.

Eduardo avanzó un paso más y sintió sobre su frente un objeto frío* y duro, oyéronse como dos disparos, y se encontró desde la cabeza hasta los pies inundado en champaña.

—¡La bolsa o la vida! —gritaron varias voces al mismo tiempo, y una docena de convidados de aquel nocturno festín destaparon cada uno a su turno una botella de Montebello sobre Eduardo.

Semejante cambio de ideas y de situación aturdieron un momento a Eduardo; pero reponiéndose en seguida dijo:

—¡Bravo, señores! ¡Viva la alegría, la fortuna que la da, y el oro de la California que da la fortuna! Yo venía para hablaros de negocios, pero veo que el momento no es oportuno.

—¡Un vaso de Champaña para el señor! —dijo una voz.

—¡Viva el recién llegado! —gritó otro.

—Un joven de unos veinticinco años, colocó sobre el plato, delante de Eduardo, un saquito de oro en polvo, y sacudió sus bolsillos para hacer resonar las onzas de oro que contenían, destapó una botella y llenó un gran vaso que habían traído.

Eduardo bebió a la salud de los convidados y pidió permiso para retirarse. Según la consigna, nadie podía salir hasta concluido el festín, pero en aquel momento entró un mozo llevando provisiones, y Eduardo pudo salir sin dificultad y se dirigió a su cuarto; cambió sus vestidos, cerró un baúl y un saco de noche; ató a su cintura una cartuchera llena de cartuchos, tomó un revólver y una enorme navaja, tomó también una especie de machete bayoneta que podía colocarse perfectamente en la boca de su escopeta, escondió en uno de sus bolsillos una enorme macana y se dispuso a partir.

En aquel momento entró Ferrier.

—Un hombre desea veros y hablaros —dijo a Eduardo.

—¿Qué quiere?

—No sé, sólo me ha dicho que desea hablaros y que está de prisa, pues debe partir esta mañana.

—Que entre.

Presentóse un hombre de pobre apariencia, pequeño, seco y de mala catadura, con el sombrero echado sobre la oreja, anchas patillas, las piernas arqueadas como un viejo jockey, llevando la levita menos bien que si hubiera sido una blusa.

—¿A quién tengo el honor de hablar? —dijo Eduardo.

—A Garcí —dijo el desconocido, con un acento que descubría al marsellés a cien leguas.

—¿Garcí? —repitió Eduardo haciendo un gesto de ignorancia.

—¿Vos no conocéis a Garcí? —dijo el desconocido—, sin duda acabáis de llegar; yo os aseguro que antes de dos días no conoceréis a otra cosa más que a mí.

—Es muy posible, pero por el momento…

—Pues bien, yo soy Garcí; Garcí el marsellés, esto es, un poder, y aquí no se hace nada sin mí. Háseme dicho que vos partís, yo parto también, y como podéis tener necesidad de mí, vengo a ofreceros mis pequeños servicios. ¿Adónde vais?

—A las orillas del San Joaquín.

—¿Sin duda al campo francés?

—Primeramente al campo inglés, donde deseo ver a una persona.

—¿A quién?

—Al señor Blatburn.

—Le conozco; es un americano arruinado que trabaja como un negro. ¿Y luego?

Luego al campo francés.

—¿Para qué?

—Para mis negocios.

—¿Qué negocios?

—Vender un cargamento.

—¿Y qué pensáis ganar con él?

—De sesenta a ochenta mil pesos.

—¡Ochenta, cien mil pesos! ¡Una miseria que yo gasto todos los meses! —dijo Garcí—. Yo vengo a proponeros un negocio mejor: ¡sesenta millones de francos en una noche! Yo sé que vos sois un mozo resuelto, pues yo tengo mi policía, y uno de mis agentes ha sido marinero y ha viajado a bordo de la María Amelia al cual he oído contar de cierto viaje que vos hicisteis a la costa. En fin, eso es una historia. ¿Queréis hacer fortuna?

—Sí; explicáos.

—Pues bien; yo os propongo este negocio y hacemos fortuna; si no queréis, callaos, u os hago despedazar por mi gente.

—Os prevengo que estoy de prisa y no tengo tiempo que perder. Fuera amenazas, o de lo contrario principiaré por donde vos queréis concluir —dijo Eduardo con impaciencia tomando su revólver.

—¡Hola, hola, joven! —dijo Garcí—, mal carácter, buena señal. ¿Vos estáis dispuesto a levantarle la tapa de los sesos al primero que se os presente delante? Vos haréis fortuna en América, vos sois el hombre que necesito; pero respetad a Garcí.

—Yo respeto a quien me da la gana —dijo Eduardo—, y lo que quiero es que concluyáis pronto.

—Dos palabras —dijo Garcí—, yo tengo a mis órdenes una banda de ochocientos mozos escapados de presidió, presidiarios licenciados y marineros desertores, disciplinados como un regimiento austriaco; valientes, y tan buenos piratas por mar como bandidos por tierra. En el cuartel del regimiento de New York hay sesenta millones de francos, esto es, tres millones de renta, millón y medio para cada uno de nosotros.

Garcí hizo una pausa para ver el efecto que producían sus palabras sobre Eduardo.

—¿Y qué? —dijo éste.

—Según me han dicho, vos conocéis mucho al cónsul.

—¿Qué cónsul?

—Al cónsul francés.

—Sí.

—¿Vos tenéis un buque a vuestras órdenes?

—Sí.

—Ahora bien; si vos me dais vuestros papeles en regla y vuestro buque, yo os entrego antes que sea de día, en el muelle y al subir en la lancha que me ha de conducir a bordo, treinta millones en oro.

—¿Por el buque?

—Por el buque; yo os compro el casco del Castor, he aquí todo.

—Es pagar demasiado caro, y no vendo.

—¿Pero imbécil, vos no comprendéis?…

—Pero, canalla, si vos no os explicáis…

—Se necesita ser bien torpe. ¿No comprendéis que quiero dar un golpe de mano? Yo tengo espías dentro de la plaza, joven ignorante; pego fuego al cuartel, hago pedazos a los que resistan y hago un pastel monstruo de todo el regimiento, comprendido su jefe. En medio del incendio y de la matanza me apodero de los sesenta millones y me dirijo al muelle, a donde vos me esperáis, y os doy treinta; o nos embarcamos juntos y partiremos durante el viaje, si queréis venir, poniendo en circulación el robo legal de esa gentuza. ¿Qué os parece mi plan?

—Me parece —dijo Eduardo—, que sois un miserable.

—¡Un miserable! —exclamó Garcí echando mano a su cuchillo.

—¡Un gran miserable! ¡Un bandido! —repitió Eduardo empuñando su macana.

—¡Cómo! —exclamó Garcí—, un mequetrefe como tú me insulta, ¡tú que tanto has robado en Panamá!

—¡Robado! —dijo Eduardo—, espera un poco y te daré una muestra de mis puños; de este modo aprenderás que para mí necesitas una bala.

—¿Vos? —dijo Garcí.

Y lanzándose con increíble velocidad sobre Eduardo, sin darle tiempo para esquivarse, le cogió por el cuello. Eduardo sintió faltarle la respiración y se creyó perdido, y haciendo un esfuerzo desesperado dio un puñetazo sobre el pecho del bandido, que le soltó y fue a rodar por el suelo; levantóse precipitadamente, fue a la puerta, la cerró, puso la llave en su cintura y volviéndose a Eduardo le dijo:

—Yo te aseguro que voy a hacerte pasar el gusto de comer pan.

Bajóse al suelo, recogió el cuchillo que se le había caído y lo envainó; luego se lanzó sobre Eduardo con los puños cerrados; éste se echó a un lado, esquivando la impetuosidad de su adversario.

—¿Conque quieres saber cuál de los dos es el más fuerte, y dejas tu cuchillo? —dijo Eduardo—, pues bien, yo dejo también mi revólver hasta nueva orden.

Y depositó el arma sobre una mesa colocada detrás de él.

Garcí se precipitó para apoderarse de él; pero Eduardo se echó sobre el bandido y le arrojó por el suelo, cogiéndole a su turno por el cuello con tal fuerza, que falto de respiración, Garcí se debatía convulsivamente, con el rostro encendido y la lengua fuera de la boca. Eduardo tomó el cuchillo de su cintura con la mano izquierda, y Garcí quiso aprovecharse de aquel movimiento para desasirse.

—¡Una mano basta! —dijo Eduardo—, manteniéndole contra el suelo.

Y tomando su cuchillo, aproximó su punta a la garganta del bandido; éste hizo una mueca horrible y cesó toda resistencia. Eduardo lanzó el cuchillo sobre la mesa en que estaba el revólver, cogió a Garcí por el cuello y el estómago, levantándole a plomo y le echó contra la pared. Luego, soltándole, le dijo:

—Trata de acercarte, si puedes, a esa mesa, aquí hay buenas armas, ya que la fuerza no te basta.

Y tomándole por el brazo, se lo apretó progresivamente añadiendo:

—Acércate, y te lo rompo por el medio.

Garcí doblo las rodillas como un hombre que sufre.

—Soltadme —dijo—, me hacéis daño.

Eduardo le soltó y se puso ante él.

—Toma la llave.

Garcí sacó la llave de su cinto.

—Levántate.

Garcí se puso en pie.

—Abre la puerta.

Garcí obedeció.

—Ahora, vete si quieres.

Garcí miró a Eduardo con estupidez, sin cólera, sin rencor, sin reconocimiento, cual un hombre que no comprende nada; volvió la espalda y salió lentamente y con la cabeza inclinada. Al verlo salir a aquella hora, tan avanzada, se le hubiera podido tomar por un sonámbulo.

Eduardo tomó el cuchillo de Garcí, abrió el saco de noche y lo guardó, diciendo:

—He aquí un recuerdo de viaje.

Y tomando el saco de noche bajó al piso bajo, donde encontró a Ferrier, que estaba pagando la cuenta al fondista, y a Gara, que examinaba los bagajes, en los cuales se leía: Carlos Ardou y Compañía.

—¿Cómo vamos, señor Garcí? —dijo Eduardo poniéndole la mano sobre el hombro.

Garcí dio un salto de miedo, volvió la cabeza y contempló a Eduardo por espacio de algunos segundos; luego dijo con viveza:

—Dadme vuestra mano, y si alguna vez me necesitáis, contad conmigo.

Eduardo le dio la mano sonriendo.

—¿Y cuándo partís?

—Esta mañana os alcanzaré y pasaré delante.

—Hasta la vista, pues.

—¿Qué quería ese hombre? —preguntó Ferrier cuando Garcí hubo desaparecido.

—Nada bueno —respondió Eduardo—, apenas si le he escuchado, y siento que haya venido, pues me ha hecho perder un tiempo precioso.

—¡Tanto perderemos en ese maldito país que vamos a atravesar! —dijo Ferrier.

—Es verdad —respondió Eduardo—. ¿Habéis tomado algunos informes sobre el personal y el camino que vamos a recorrer?

—Nuestros guías son excelentes, y esto es lo principal; el camino, si camino puede llamarse a eso, es abominable, pues hay que vedear o pasar a nado doce o quince riachuelos cada día; algunas bandas recorren el país, mandadas por un bandido llamado Garcí, el cual es el terror del país. Dícese que su banda se compone de tres mil hombres.

—Ochocientos solamente —dijo Eduardo.

—Ochocientos demonios, ante los cuales tiemblan los campamentos francés y americano, el regimiento de Nueva York y todo el país.

Eduardo Mercier y su secretario se dirigieron hacia el muelle, donde estaba anclado el Castor, hicieron embarcar el equipaje y se hicieron a la vela, llegando a la embocadura del Sacramento y del San Joaquín a la una de la tarde. Acampados en la playa estaban los indios que debían acompañarlos.

Concluido el desembarque de las mercancías, y cuando los carros estuvieron cargados, todo el mundo se puso en marcha.

Eduardo y Ferrier marchaban juntos, y la conversación recayó otra vez sobre la banda de Garcí, con la que podían encontrarse a cada momento.

—¿Conque decís que Garcí es el Atila de estos países? —dijo Eduardo.

—Eso dicen.

—¿Y no hay justicia ni represión para tales bandidos?

—¡Justicia! ¡represión!, esas palabras aquí no se conocen.

—Yo os prometo que antes de salir de San Francisco, haré ahorcar a todos esos bandidos.

—Hablad bajo, don Eduardo, pues podrían oíros y repetir vuestras palabras a Garrí, el cual podría oponer serios obstáculos a nuestro regreso.

—Tenéis razón, señor Ferrier, lo mejor será callar y obrar cuando llegue la hora.

La caravana llegó al bosque, atravesaron un llano, tomaron el camino a la izquierda y vadearon el primer riachuelo. Los carros tardaron más tiempo para pasar; concluida esta operación, volvieron a ponerse en marcha, yendo al frente Eduardo con un guía, siguiendo las orillas del San Joaquín, el cual debían recorrer por espacio de quince días antes de llegar a los placerss, y otros quince para volver a San Francisco, esto es, si los torrentes, las privaciones, las enfermedades y los bandidos se lo permitían.

Capítulo X

Un excesivo calor obligó a la caravana a desviarse del camino recto y a seguir unas veces las orillas del San Joaquín, otras a internarse en la espesura de los bosques, para resguardarse de los ardientes rayos del sol. Habían atravesado ya algunos riachuelos, y hacia la mitad de la tarde llegaron cerca de un torrente profundo y peligroso.

—Cuando hayamos pasado este torrente —dijo el guía jefe de la expedición, comeremos y descansaremos dos horas.

—Está bien —contestó Eduardo.

Las márgenes del torrente formaban una rápida pendiente por la cual habían de resbalar los carros con mucha precaución; los indios montaron en ellos y en las mulas, menos unos cuantos que debían pasar sobre sus hombros los bagajes y las cajas marcadas con una cruz, para que no se mojaran.

—Vamos a encontrar con quien viajar —dijo uno de los indios que iban cerca de Eduardo—, aun hemos alcanzado al convoy del negociante alemán, y es extraño, pues ellos salieron un día antes que nosotros.

—¿Qué negociante? —preguntó Eduardo.

—Un alemán que lleva una pacotilla de unos cincuenta mil pesos, para venderla en el campamento americano.

—Tanto mejor —respondió Eduardo—, venderemos juntos.

—Ya lo creo —añadió el indio—, vos ganaréis con su retardo, al menos diez mil pesos más.

Y el indio principió a llamar, para que les ayudaran a sacar los carros del torrente en la orilla opuesta, sin que nadie le respondiera.

—Nadie responde —dijo el indio—, sin duda duermen o han bebido demasiado.

El jefe de la expedición, indio grande y robusto, se volvió a la orilla del torrente y principió a ordenar la maniobra con voz ronca y enérgica; pareciendo, en los momentos en que estaba silencioso e inmóvil, con la vista fija y el brazo extendido, una estatua ecuestre de bronce colocada en aquel sitio para indicar el paso del torrente o el camino de la fortuna.

El guía a pie colocado a sus órdenes se deslizó por la rápida y húmeda pendiente, entrando en el torrente hasta que el agua le llegó a la cintura, y con un bastón sondeó el terreno prudentemente, evitando las rocas y los hoyos; hizo un signo y la columna se puso en movimiento. Un indio entró en el torrente con un fardo sobre la cabeza, otro le seguía observando a una distancia de cinco pasos, luego otro, y así sucesivamente, toda la columna continuó silenciosa siguiendo los pasos del guía a pie.

Uno de los indios que llevaba el equipaje de Eduardo tropezó en lo alto del margen y cayó rodando en el torrente con el baúl.

—¡Alto! —gritó el jefe a caballo.

Todo el mundo se paró.

—¡Salvad el baúl y a quien lo lleva! —dijo el jefe señalando a dos negros.

Los dos indios designados se precipitaron en el torrente; uno de ellos reapareció inmediatamente a la superficie del agua con el baúl; el otro tardó más tiempo, y por último, viose salir un cuerpo inanimado; era el del indio que, al caer, había dado con la cabeza contra una roca y se había desmayado; luego se vio salir el brazo que lo sostenía, y después, medio cuerpo del que acababa de salvar a su compañero, que hubiera muerto infaliblemente sin su pronto socorro.

—Muy bien —dijo el guía a caballo.

Y llamó a los dos negros, quienes se acercaron con respeto haciendo una genuflexión; el guía sacó una especie de rosario compuesto de frutas encarnadas, tomó dos de ellas y dio una a cada hombre.

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Eduardo.

—Eso quiere decir —respondió el guía—, que hoy han ganado doble jornal.

—Deberían haber ganado cuádruple.

—No —dijo el guía con firmeza—, yo hago bien y vos haríais mal; nosotros recompensamos el trabajo, el valor y la obediencia con orden y regularidad; vos, introduciríais las exigencias, los abusos y el desorden.

Y sin cuidarse del efecto que podrían causar sus palabras, continuó dando instrucciones a su gente.

El paso continuó.

Al negro herido le frotaron las sienes y la nuca con aguardiente, se le vendó la cabeza y lo colocaron en un carro.

—Preguntadle si sufre y si puede continuar a pie —dijo el jefe a una negra que lo seguía.

La negra se acercó al carro y volvió en seguida con el rostro consternado, diciendo:

—Me ha dicho que no.

—Mal presagio —dijo el jefe—, van a sucedemos tres desgracias.

—¿Cómo? —dijo Eduardo con curiosidad.

—Digo que ésta es la primera desgracia, y como siempre suceden tres, aún nos faltan dos —respondió el jefe.

Eduardo volvió la cabeza para reír a sus anchas; el jefe indio lo miró con desdén, se encogió de hombros y levantó los ojos al cielo con melancolía.

En aquel momento se oyó un grito horrible, el jefe se volvió con viveza, y en su rostro se veía pintado el terror.

—Disparad contra el torrente —gritó con voz formidable a los indios que formaban la retaguardia.

Al oír la voz de su jefe doce indios volaron a la orilla del torrente y descargaron sus armas.

—¿Qué sucede? —preguntó Eduardo.

—El guía ha sido arrastrado por un tiburón —dijo el jefe indio levantándose sobre sus estribos de madera y mirando con la mayor ansiedad.

—¿Un tiburón en el río? —dijo Eduardo.

—Es la segunda vez que veo semejante fenómeno y en este mismo sitio —respondió el jefe.

El guía reapareció a la superficie del agua dando vueltas sobre sí mismo y enrojeciendo con su sangre el agua del torrente.

—¡Está herido! —gritó el jefe—, ¡al agua Machdé, al agua!

El individuo que así se llamaba se echó a nado.

—¡Cargad vuestras escopetas!

Los negros obedecieron.

El jefe observaba el agua con terror, de repente dio un golpe sobre la cabeza de su caballo y gritó con desesperación:

—¡Cargad, cargad, daos prisa!

—¿Qué sucede? —dijo Eduardo—, mi carabina y revólver están cargados.

—¡Tirad, tirad; el tiburón vuelve atraído por la sangre, y nuestros dos hombres están perdidos!

Eduardo hizo varios disparos. El guía herido continuaba rodando, agitándose convulsivamente y tropezando contra las piedras puntiagudas de que estaba erizado el torrente y contra las cuales quedaban pegados pedazos de sus carnes, causándole una agonía infernal; dio un grito, y a pesar de los esfuerzos supremos que hacía Machdé para alcanzarle, desapareció.

—¡Dios mío! —exclamó el jefe—, el tiburón vuelve; ¡tirad, tirad!

Eduardo disparó los dos cañones de su carabina.

—¡Maldición!

El negro Machdé acababa de desaparecer.

Eduardo quiso continuar disparando, pero el jefe negro le dijo:

—Basta, basta; todo cuanto podáis hacer es inútil, guardad vuestras balas, que quizá os servirán.

Y recobrando su calma y sangre fría, levantó los brazos, quedando un momento en contemplación; luego colocó su mano derecha sobre la cabeza de la negra, extendió la izquierda hacia donde habían desaparecido y una lágrima rodó por sus mejillas; inclinó su cabeza sobre el pecho, sus cabellos cayeron sobre su frente y quedó inmóvil. Pocos momentos después levantó la cabeza, hizo un gesto, dio una orden a uno de sus hombres armados, quien guardó su escopeta en uno de los carros y fue a ponerse a la cabeza de la columna.

—¡Adelante! —gritó el jefe.

La columna se puso en marcha silenciosamente.

—Teníais razón —dijo Eduardo aproximándose al jefe indio—, he aquí tres desgracias.

—¿Cuáles?

—El hombre herido y los dos que acaban de perecer.

—Os equivocáis; el hombre herido es una desgracia, los dos hombres perdidos, es otra; aún nos falta la tercera.

—Sin embargo…

—Sin embargo, repuso el jefe indio interrumpiéndole; eso es como yo os digo.

El jefe indio pronunció estas últimas palabras con tanta majestad y convicción, que Eduardo le miró profundamente impresionado.

El jefe dio orden a dos indios para que recorrieran a pie o nado los dos flancos de la columna, dando golpes con sus bastones y gritando, mientras que los que formaban la retaguardia disparaban dos carabinas a cada minuto, con el fin de impedir la vuelta del tiburón.

El nuevo guía que marchaba al frente de la columna, llegó a la orilla opuesta, e inmediatamente principió a dar las órdenes necesarias para acelerar el paso del torrente; volvióse e hizo un movimiento como para abandonar su puesto y marchar adelante; pero la consigna, las costumbres y las reglas establecidas no se lo permitían quizá, tomó un cuerno que llevaba sujeto a la cintura, y lanzó un sonido prolongado e interrumpido dos veces con su mano.

El jefe volvió la cabeza hacia Eduardo y le dijo:

—¡Qué os había yo dicho!

Y tomando su cuerno respondió.

Púdose entonces ver a dos hombres echar a correr e internarse en un bosque que principiaba a unos cien pasos del torrente, y desaparecer. Pocos momentos después volvieron a salir llevando un hombre, que depositaron en tierra, y volvieron a partir, reapareciendo con otro hombre, y así sucesivamente hasta siete, todos indios, y por fin, un blanco completamente desnudo y lleno de sangre y de heridas. La porción de la columna que había llegado a la orilla opuesta se apresuró a prodigar sus socorros, rodearon a los heridos y extendieron sus mantas al pie de un gran árbol, colocando en ellas a los siete negros y al hombre blanco.

—He aquí la tercera —dijo Eduardo al jefe con cierta inquietud y como impresionado por la fatalidad que parecía perseguir su viaje, o por un sentimiento de superstición al encontrarse ante el presagio del indio y la realidad.

—No —respondió el jefe—, te equivocas aun; yo creía que efectivamente la tercer desgracia nos sucedía, pero me he equivocado; esa pertenece a la otra caravana que ha sido robada y asesinada; estad tranquilo y esperad con paciencia y resignación; cuanto más pronto llegue menos grande será; pasa ahora tú, tu turno ha llegado.

Eduardo, el valiente aventurero, el cazador de tigres, el que había sentido el contacto frío de los tiburones, tembló, y cuando oyó decir Tu turno ha llegado, palideció horriblemente y vaciló.

—¿Tiene miedo? —dijo el indio—. Habíanme dicho que los blancos tenían un sentimiento que le hacía hacer cuanto hace el indio, un sentimiento que nosotros no necesitamos, porque el miedo nos es desconocido.

—¿Cuál? —preguntó Eduardo, cuyas mejillas se coloraron.

—El amor propio.

Eduardo sonrió, clavó sus espuelas en los ijares del caballo, y en vez de seguir al carro que marchaba adelante, tomó la derecha; la corriente le arrojó contra la rueda del carruaje, sintió un agudo dolor, descompusiéronse sus facciones y llevó la mano a la rodilla.

—¡Qué os había yo dicho! —gritó el jefe lanzando una blasfemia—, ¡loco, el valor es la calma!

—Y sonó su cuerno.

Eduardo picó de nuevo a su caballo, que fue a dar contra una roca y desapareció, pudiendo tomar pie un poco más lejos sin que llegara a perder los estribos, y castigando con frenesí al caballo con el látigo; el noble animal luchaba contra la corriente y corría peligro de estrellarse contra una roca o sumergirse en un hoyo.

El jefe sonó por segunda vez su cuerno con violencia, viendo que no había sido obedecido. Un indio se lanzó sobre el caballo; pero Eduardo le hizo retroceder cruzándole el rostro de un latigazo. El jefe sonó por tercera vez su cuerno, tomó una escopeta que pendía del arzón de su silla y apuntó fríamente al indio. Éste al oír la nueva orden de su jefe, sujetó al caballo con una mano y con la otra tomó el brazo de Eduardo, que tuvo que pararse temblando de cólera. La columna se puso en marcha, y Eduardo tuvo que esperar a que le llegara el turno y obedecer al jefe indio, lo mismo que todo el mundo.

Por fin, el último carro penetró en el torrente, seguido de los negros a pie y armados, que formaban la retaguardia. El jefe contempló la caravana, hasta que el último hombre hubo llegado a la orilla opuesta, y sólo entonces se bajó, tomó sin el menor esfuerzo aparente y con una sola mano a la joven india, que marchaba a su lado, levantóla y la colocó delante de sí sobre el caballo, sujetándola con la mano izquierda, y con la derecha empuñó su machete, y lentamente, con calma e indiferencia, pasó el torrente solo, mirando con atención sus límpidas aguas.

Cuando llegó a la orilla opuesta, consideró fríamente a Eduardo que abría su maleta, buscando en vano ropas secas para cambiar las mojadas que llevaba.

—Cambiad pronto vuestros vestidos —dijo el jefe a Eduardo—, los blancos, que viven cubiertos, son delicados y la humedad los mata.

—Tuya es la culpa —dijo.

—No, tuya.

—¿Cómo?

—Sí, tuya; tuya, porque has tenido miedo; tuya porque no se repara una debilidad con una imprudencia; tuya, porque el valor no es la cólera; aprende, pues aún eres joven.

Eduardo contempló al indio un momento; luego, dándole un golpecito en el hombro, le tendió la mano.

—Gracias —le dijo.

—¡Gracias! ¿Por qué?

—Porque tienes razón y me has dado una lección.

El indio pareció no comprender lo que le quería decir.

—Y porque es un mérito tener razón —añadió Eduardo.

—Tener razón —dijo el indio—, es decir la verdad, y decir la verdad no es un mérito.

—Pero, en fin, gracias por la lección que me has dado; yo me aprovecharé de ella.

—He hecho por ti lo que hubiera hecho por mi hijo —dijo el indio—, y mi hijo no me da las gracias; perdona más bien a los que te han dejado llegar a ser hombre sin educarte mejor cuando eras niño; hoy ni ellos ni yo podemos hacer nada; es demasiado tarde para cambiar tu carácter.

Eduardo quiso hablar, pero no supo qué responder a la terrible y natural lógica de su interlocutor.

El jefe indio dio orden a su gente para hacer alto e hizo cuidar a los enfermos, mientras que otros desensillaban los caballos y encendían fuego para preparar la comida. Los caballos, las mulas y los bueyes fueron atados dos a dos y dejados en libertad para que pastaran por la orilla del torrente. El jefe indio se acercó a los heridos para interrogarles. Mientras hablaba, la joven abrió su saco de piel de ciervo, dentro del cual llevaba su botiquín, compuesto de bálsamos y otros licores que ella misma fabricaba. La negra vendaba las heridas y administraba un cordial azul, verde o encarnado, según la gravedad del mal o el desfallecimiento del enfermo.

Eduardo se aproximó al joven blanca y le interrogó a su vez.

—Garcí, Garcí —respondió el herido—, ese infame es quien me ha asesinado, ¡por qué no me ha concluido de matar! Eso hubiera valido más que dejarme sin recursos y haberme robado el fruto de dos años de trabajos y privaciones.

—¡Cómo! ¿Garcí? —dijo Eduardo—, eso es imposible, yo le vi ayer y le dejé en San Francisco.

—¿Vos habéis visto a Garcí?

—Y os aseguro que le dejé en San Francisco.

—Mis indios han reconocido los hombres de su banda.

—¿Podríais reconocerle? —preguntó Eduardo.

—No; y pocos son los que le conocen, pues él se esconde, se disfraza, vive en los bosques, asesina y roba a las caravanas y vende en los campos norteamericano y francés el fruto de sus rapiñas. De cuando en cuando aparece en San Francisco; háblase de repente de las locuras de un príncipe ruso que acaba de llegar; ese príncipe no es otro que Garcí; de un lord inglés, Garcí aun; de un enriquecido en las minas, es Garrí que viene a gastar en orgías sumas inmensas.

—¿Y no hay ningún medio de represión contra ese bandido?

—Aún no; más tarde puede ser; pues no es posible que dure mucho tiempo este estado de cosas.

—Trataremos de remediar tantos males. ¿Cuándo habéis sido atacados?

—Ayer por la mañana.

—¿Y desde entonces estáis aquí?

—Sí, y en el estado en que nos habéis encontrado, con cuatro cadáveres ante nosotros, devorados por los insectos noche y día; el más horrible suplicio que puede aplicarse a un hombre. Un amigo que me acompañaba ha muerto esta noche, y en este momento un indio se muere. Uno de nuestros hombres fue atado a un árbol un poco más lejos, y ha sido devorado por un jaguar o un puma; nosotros hemos oído sus gritos de agonía sin poderle llevar ningún socorro.

—¡Cómo! ¿Atados? Hablad, hablad; eso me servirá a mi vuelta a San Francisco.

La banda de Garcí nos atacó ayer por la mañana, y durante el combate perdió dos hombres; nosotros hemos perdido cuatro, y cinco o seis han podido escaparse; ocho indios, mi amigo y yo, quisimos resistir, y hemos sido despojados de nuestros vestidos y atados a los árboles.

—¿Y son nuestros hombres quienes han cortado vuestras ligaduras?

—Sí; y si hubieran tardado un poco más, todos hubiéramos perecido en medio de los mayores tormentos. Un indio ha sido devorado, como ya os he dicho; serían como las once de la noche: a las tres murió mi amigo, y heme solo con los siete desgraciados que no han querido abandonarme. Nuestro guía en jefe se ha conducido como un héroe, y él es quien se muere en este momento.

—¿Y vuestras mercancías?

—Los bandidos se han llevado dos carros y las mulas cargadas; el carro que queda lo han vaciado y llevado los géneros sobre sus caballos: ellos llaman a eso su parte, pues según parece, Garcí da a cada uno lo que puede llevar en su caballo, y guarda el resto; han matado un buey y lo han comido casi crudo; luego se han llevado otro para comerlo por la noche, y nos han dejado un carro y dos bueyes que podrán serviros.

—Quizá aún llegaremos a tiempo para impedirles la venta de una parte del botín.

—Imposible —respondió el joven alemán—, estoy completamente arruinado; ellos eran cincuenta, y hay al menos trescientos en el campo americano; otros tantos en el francés, y dos o trescientos en San Francisco; y a una señal de su jefe se reunirán, y son capaces de incendiar San Francisco si les pasa por la cabeza.

—¿Es decir que no hay la menor seguridad?

—No.

—¿Y los campos americano y francés no se levantarían en masa para aniquilar a esos canallas?

—¡Jamás!, se conoce que sois recién llegado; los campos americano y francés se guardarían muy bien de hacer tal cosa; lo que quieren es recoger oro y marcharse luego a sus países, pagando una fuerte suma a Garcí para que los deje irse en paz.

—Pues bien, nos veremos —dijo Eduardo—, yo también quiero ser jefe de banda y oponer la mía a la de Garcí, y si queréis servirme de principio, reclutándoos a vos, yo os daré un interés en todos los negocios que haga en California, y por el momento vos me ayudaréis a dos cosas: a vender bien mi cargamento, y a crear una asociación de gente honrada y valiente para ahorcar en San Francisco en un momento dado a Garcí y su partida. ¿Puedo contar con vos?

—Sí; pero en fin, ¿a quién tengo el honor de hablar?

—Yo me llamo Mercier, para serviros.

—¿Y venís a buscar fortuna aquí?

—Deseo conocer la California.

—¿Conocéis el comercio?

—Un poco.

—Puedo ayudaros, a menos que vayáis a trabajar a las minas.

—Aunque fuera, ¿qué importa?

—En ese caso, os dejaría ir solo, pues yo he trabajado en ellas durante un año, y las minas no son buenas más que en teoría para la Europa y en práctica para el país. Los que trabajan no hacen más que vivir, o poco menos, pues los gastos son enormes. Yo he sacado por término medio una onza de oro en polvo por día, trabajando peor que un esclavo; sólo una vez he encontrado una pepita, esto es, uno de esos lingotes que se encuentran al pie de las rocas donde se hallan escondidos hace siglos por su propio peso, y se necesita trabajar días enteros para obtenerlas, y aún si se obtienen, pues su misma rareza hace que se renuncie a ellas; generalmente se prefiere lavar la arena y recoger una cantidad menos grande de polvo; esto cuesta menos trabajo y da más provecho. Dejad las minas, eso es un engaña tontos; su descubrimiento es bueno para el país; el trabajo de todos arroja una gran cantidad de oro en América y Europa, y aprovecha a las masas; el resultado es magnífico para América, nulo individualmente.

—Pero en fin —dijo Eduardo—, eso comienza ahora, y ya varias personas han realizado inmensas fortunas…

—Comerciando, sí; trabajando en las minas, es imposible; sólo un individuo ha encontrado una pepita de cuarenta mil pesos; otro una de doce, y una compañía ha recogido en un mes cien mil pesos de oro en polvo. He aquí los tres únicos grandes negocios que han arrojado, se puede decir así, el polvo a los ojos de toda la Europa, que vienen aquí a perder todas sus ilusiones.

—Sin embargo, buscando la causa de las cosas y el origen de estas riquezas, puede que se adelante algo; el hombre trabajador puede aplicar sus facultades a los trabajos más materiales; el pensador, estoy convencido que puede hacer grandes descubrimientos en esas minas que principian a abandonar, porque, en fin, decidme: ¿cómo creéis vos, que habéis trabajado en ellas un año, que se han formado esas capas de polvo y esas pepitas de oro?

—Como vos —respondió el joven alemán—, he querido pensar y estudiar, y me puse al frente de dos empresas en las que no se ha perdido, porque en las minas no se pierde, y como os he dicho, sólo se vive. Un obrero podrá hacer fortuna, convengo en ello; pero las privaciones y el trabajo que él podrá soportar, nosotros no podríamos, y aunque pudiéramos, lo que es una fortuna para él, para vivir en su aldea después de cuatro, cinco o seis años de fatigas, de sufrimientos y de peligros, no lo será para nosotros. Creedme; renunciad a las minas, que sólo son buenas para el indio, por ejemplo; sí, el indio, sin su pereza, acumularía sumas enormes: primeramente, porque el indio vive en estado salvaje, al aire libre, y se alimenta con frutas; y segundo, que el indio sabe adónde está el oro, o al menos, lo adivina mejor que nosotros; el hecho es que sabe encontrarlo. Si le ofrecéis una botella de aguardiente, parte al campo y vuelve con oro; desgraciadamente, cuando ha bebido, ya no trabaja en unos cuantos días, y no vuelve a las minas hasta que le impulsa de nuevo la pasión de la bebida.

—¿Y qué esfuerzos habéis hecho? ¿Habéis agotado todos los medios?

—Creo que sí —respondió el joven alemán—, vos parecéis desear conocer el terreno que vais a explorar; pues bien, voy a satisfaceros, refiriéndoos en pocas palabras, hasta dónde han llegado mi trabajo y mis empresas. Llegué a las minas al principio del furor de la emigración europea, atraído por el descubrimiento: estudié un mes y vi que el oro se encontraba, en polvo o en lingotes, acumulado principalmente al pie de las rocas, y sobre todo, en dirección a la corriente del río; lo cual me hizo creer que el oro fue arrastrado sobre estos terrenos por las grandes inundaciones, y que se había parado al pie de las rocas, donde se hundió por su propio peso, o quizá también por el agotamiento de algunas corrientes de agua que han desaparecido cuando el río se ha formado su cauce actual. Yo he buscado al pie de las rocas y siempre en dirección a mis supuestas corrientes, sin resultado, o al menos sin grandes ventajas, pues los gastos enormes absorbían una parte considerable del beneficio. Para que os forméis una idea, os citaré un ejemplo: La galleta valía, y vale hoy, cuando se retardan los cargamentos que vienen de Europa, dos pesos la libra; de modo, que un hombre que come al menos una libra y media, gasta diariamente tres pesos solo en pan. Los demás víveres siguen la misma proporción. Ya veis que de este modo es imposible hacer fortuna, pues todo lo más que se recoge por día es una onza, y la mayor parte se la lleva el negociante. Cesé de trabajar, y, como vos hoy, pensé ir a buscar el origen del oro; estudié y exploré el fondo de los ríos, empleé una parte de mis beneficios haciendo sondar, variar el curso de sus aguas y lavar la arena que contenía cierta cantidad de oro. Creí que efectivamente había descubierto la verdadera mina, y formé una compañía, la famosa compañía de los portazgos, de la cual habréis oído hablar sin duda. El primer portazgo que hicimos fue sobre el Estanislao, uno de los ríos afluentes del San Joaquín, a la altura en que se encuentra el campo americano, y obtuvimos muy poco; luego remontamos hasta un sitio que hoy se llama Sonora, y allí no salimos muy mal; y estoy persuadido que remontando aún más alto que Sonora, se encontrará el verdadero origen, la madre de las minas; pero para llegar allí se necesitan grandes esfuerzos. Por el momento no se hace nada, o al menos poca cosa; y creedme, no perdáis vuestro tiempo y vuestros mejores años en un trabajo inútil…

—Seguiré vuestros consejos —respondió Eduardo—, por lo demás puedo disponer de muy poco tiempo y pocos capitales para hacer el esfuerzo supremo que podría dar por resultado el gran descubrimiento. No pensemos ahora más que en curar vuestras heridas y restablecer vuestras fuerzas, luego terminaremos la operación que he principiado, y estableceremos en California un orden de cosas que permita el desenvolvimiento de las relaciones comerciales con seguridad para los emigrantes, y el progreso del país destruyendo los abusos, robos y anarquía que hoy reinan. Yo cuento con vos, y vos podéis contar conmigo, y si mi empresa sale bien, no os echaré en olvido. ¿Cómo os llamáis?

—Wolfram.

—Pues bien, señor Wolfram —dijo Eduardo—, os dejo para ir a descansar un poco; ya hablaremos durante el viaje, y no desmayéis, pues vos aún sois bastante joven para hacer dos veces vuestra fortuna.

—Tenéis razón —respondió el alemán—, pero hay acontecimientos que os hacen perder las esperanzas. ¡Cincuenta mil pesos en un solo día! ¡Tres años de trabajo! ¡Cuando pienso que yo poseía un buen establecimiento acreditado en San Francisco!… ¡Todo se ha perdido!… Vos lleváis un nombre de buen agüero, Mercier; eso quiere decir millones…

—¿De qué Mercier queréis hablar? —preguntó Eduardo.

—De Mercier el banquero, Ardou y Mercier los opulentos de Panamá he aquí dos hombres que han sabido hacer sus negocios. A mi salida de San Francisco no se hablaba más que de ellos, a propósito de un cargamento que se vendía con un beneficio de trescientos por ciento; yo les compré una partida de aguardiente. Dícese que el señor Ardou es una de las más grandes inteligencias comerciales de nuestra época.

Eduardo sonrió y no pudo reprimir un movimiento de orgullo y de placer al mismo tiempo, al oír su nombre y ver la reputación de la casa que dirigía, esparcida en poco tiempo por todo el Pacífico, teniendo un valor real, y crédito hasta en las minas de California.

Eduardo Mercier creyó prudente callarse y dejar creer al joven alemán que no era él el jefe de la casa sobre la que se exageraba el poder, la buena fortuna y el capital, quien iba a probar fortuna a las minas, con el fin de pasar desconocido por en medio de las hordas de bandidos y asesinos que iba a encontrar en su camino, o de gentes entre las cuales iba a vivir hasta su regreso a San Francisco.

—¿Le conocéis? —preguntó Wolfram—. ¿Seréis vos acaso uno de sus parientes?

—Sí, los conozco —respondió Eduardo—, y podrán sernos de alguna utilidad.

—¡Ah!, ¿vos tenéis relaciones con la casa Ardou? —dijo Wolfram mirando a Eduardo con el mayor interés.

—Sí, y ella os ayudará, ya que vos vais a ayudarme.

—Contad conmigo —dijo el joven alemán incorporándose un poco y tendiendo la mano a Eduardo.

—Muy bien; restableceos pronto. Creo podréis soportar bien el viaje, y cuando lleguemos al campo americano podréis reposar algunos días.

Eduardo se dirigió al guía jefe de la expedición y le recomendó al joven Wolfram. El guía llamó a la negra que se encontraba cuidando a los enfermos, y la interrogó.

—Un hermano acaba de morir, contestó la india; de los otros seis que quedan uno morirá dentro de dos horas, otro a la noche, y cuatro se salvarán.

—¿Y ese otro? —preguntó Eduardo con inquietud, señalando a Wolfram.

—Ése —dijo la negra—, nunca ha estado en peligro; hace tiempo que vive en nuestros bosques, y es más fuerte que nosotros, como todos los blancos que cambian su sangre.

El jefe indio dijo a Eduardo que era necesario reposara un poco, pues debían partir dentro de dos horas para poder llegar antes de la noche al paso de Las Flores y acampar en la pradera.

Eduardo y Ferrier abrieron dos cajas de conservas, destaparon dos botellas de Burdeos y comieron con gran apetito. Concluido este refrigerio se extendieron sobre la hamaca y se durmieron profundamente.

El jefe llamó a cuatro indios armados, colocó uno al lado de Eduardo, otro a la orilla de un riachuelo que formaba ángulo con el torrente, otro por el lado del bosque y el último frente al sitio por donde habían vadeado el torrente, y luego fue a acostarse al centro del campamento. Pocos momentos después toda la caravana dormía profundamente.

Capítulo XI

Después de dos horas de descanso, el indio que estaba de centinela frente al torrente, estaba sentado a la orilla con las manos cruzadas y la carabina a través de sus rodillas, mirando fijamente las límpidas aguas; de repente levantó la cabeza, se apoyó contra una de sus manos y se puso a escuchar; pero como el ruido del torrente no se lo permitía, se puso en pie, colocó la carabina sobre su manta, se desnudó y se arrojó al agua.

Llegando que hubo a la orilla opuesta, fijó su oído contra el suelo, levantóse de nuevo y volvió a pasar el torrente a nado, y sin detenerse para vestirse, se dirigió hacia donde estaba acostado su jefe.

Apenas había andado unos pasos, cuando se volvió súbitamente, puso una mano sobre las cejas, como para concentrar su vista, y contempló un lentisco que se había agitado a pesar de la calma que reinaba; tomó su carabina y fue precipitadamente a despertar a su jefe.

—¡Mi amo, mi amo! —dijo en voz baja al jefe.

—¿Qué quieres? —preguntó éste despertándose.

—Llegan gente y caballos.

—Sin duda alguien que va a las minas. ¿Están lejos del paso?

—A unos quinientos pasos.

—Déjalos venir.

—Cuidado, mi amo; los que vienen han hecho avanzar a uno de nuestros hermanos.

—Es decir que no tienen confianza y quieren atacar. ¿Qué hace ese hombre; está aún cerca de nosotros?

—Un buey ha mugido, y nuestro hermano ha vuelto atrás; en este momento debe haber llegado adonde están los caballeros.

El indio que estaba de centinela frente al bosque llegó en aquel momento, sin aliento.

—¿Qué hay? —preguntó el guía con la misma sangre fría.

—Gente.

—¿Qué gente?

—Las yerbas se han meneado, y uno de nuestros hermanos ha sido enviado para examinar o para atacar…

—Está bien —dijo el jefe levantándose—, y ¿qué más?

—Nuestro hermano ha retrocedido; hay blancos…

—¿Cuántos?

—La línea del bosque que se ha meneado y el lejano ruido, anuncian doce o quince blancos; nuestros hermanos se arrastran por el bosque como serpientes.

El jefe tomó el cuerno que había dejado junto a su carabina, e imitó el rugido del tigre. Eduardo se despertó sobresaltado, abrió su hamaca y vio a Ferrier que dormía profundamente; escuchó un momento, y no oyó más que el chirrido de un mochuelo; el silencio reinaba en torno suyo, dejó caer su cabeza, y a los pocos momentos volvió a dormir apaciblemente, sin haberse dado cuenta del extraño ruido que le había despertado.

Los indios armados se habían levantado al oír el rugido del tigre, y cuando oyeron al mochuelo, echaron mano a sus carabinas; doce hombres armados rodearon a su jefe, quien les dio una orden, e inmediatamente seis hombres fueron a colocarse a la entrada del bosque y seis al paso del torrente, quedando el jefe en medio del campo, en pie, con la escopeta en una mano y el cuerno en la otra, y mirando alternativamente al bosque y al torrente.

Al cabo de un cuarto de hora, un indio apareció en la orilla opuesta del torrente.

—¿Qué traes? —gritó uno de los hombres mandados por el jefe a guardar el paso del torrente.

—Paz y amistad —respondió el indio.

—Pasa.

El indio se echó al agua; detrás de él venía otro montado a caballo, que sin duda era el guía de la caravana que se aproximaba, pues hizo alto a la orilla del torrente y principió a dar órdenes; luego apareció un hombre de pequeña estatura, con grandes patillas negras, que le caían sobre una levita de tela cruda; un sombrerito de la misma tela, con un volante que caía sobre la frente y los hombros, de modo que, entre esto y los anteojos azules que llevaba, era imposible distinguir sus facciones; calzado con unos zapatos de cuero amarillo y polainas del mismo color; armado con una carabina, dos revólveres y un puñal; de su pecho pendía un silbato de plata: detrás de él venían otros viajeros, que parecían también ingleses, o al menos norteamericanos, montados en buenos caballos. Todos ellos pasaron el torrente sin el menor accidente.

El jefe del campo de Eduardo se presentó al hombre pequeño, que parecía el jefe de todos.

—¿Quién eres tú? —preguntó el jefe indio.

¡Yankee! —respondió el hombre pequeño, con un acento inglés muy pronunciado.

—¿Adónde vas?

—Al campo americano; ¿y vos?

—Nosotros también —respondió el jefe—. ¿Quieres descansar? Nosotros partimos dentro de una hora.

—No; pues tengo prisa y quiero hacer alto en el bosque del Tigre.

—¿Pasas el torrente de Las Flores y las Praderas hoy?

—Sí, ¿y vos?

—Nosotros haremos alto en las Praderas.

—En ese caso, vos llegaréis un día después que nosotros.

—Sí, ¿quieres tomar algo?

—No, gracias; estoy de prisa —respondió el yankee.

—Parte, pues —dijo el jefe indio.

Y volviéndole la espalda se fue al centro del campo.

El yankee descendió del caballo, pidió un vaso de ron a un negro que le había seguido a pie, y encendió un cigarro.

Uno de los indios colocados frente al bosque se presentó al jefe del campo de Eduardo, puso una rodilla en tierra, levantóse en seguida y le habló al oído. El jefe tomó el cuerno con una mano y con la otra su enorme cuchillo, y se dirigió hacia el yankee, que fumaba tranquilamente su cigarro sentado sobre la orilla del torrente. Cuando vio al indio detrás de él y armado, se puso en pie, poniendo mano a su puñal.

—¿Qué quieres? —le dijo.

—Vengo a que me digas por qué has dividido en dos columnas a tu gente, llegando a nuestro campo una por detrás y otra por el flanco.

—Porque me han dicho que Garcí y su banda están por aquí, y he querido asegurar el paso.

El indio le miró fijamente y dijo con la mayor frialdad:

—¡Mientes!

El yankee desenvainó su puñal.

El indio dio un salto atrás, lanzando un grito imitando al león Puma herido, e inmediatamente se encontró rodeado por sus doce hombres armados con carabinas y de los indios empleados en el transporte de las mercancías, armados con sus machetes y prontos para obedecer a la primera seña de su jefe.

El yankee estaba en pie fumando tranquilamente su cigarro, sin la menor emoción, soltó una carcajada y volvió a sentarse.

—Eres valiente —dijo el jefe indio.

—Tanto como tú —respondió el yankee.

La columna del yankee aumentaba a cada momento; cinco o seis hombres a caballo y otros tantos a pie habían pasado ya y se colocaron detrás de él con un revólver en la mano.

—¿Qué quieres? —dijo el jefe indio dando un paso hacia el yankee y con voz formidable—, ¿la paz o la guerra?

El yankee se encogió de hombros y no respondió.

Al tumulto de la gente armada y con la llegada de la otra caravana, todo el campo se despertó. Eduardo, al ver al jefe rodeado de su gente y amenazado, tomó su revólver y voló en su socorro, acompañado de veinte o veinticinco que componían su séquito. Cuando estuvo frente al yankee quedó estupefacto; éste le miró sonriendo y sin levantarse.

—¿Qué quieres? —repuso el jefe blandiendo su cuchillo—, responde, o te tiendo a mis pies e impido que tu gente pase el torrente.

El yankee se levantó de nuevo, con la misma sangre fría. Dos hombres habían apresurado la marcha, y saltando de sus caballos empuñaron sus revólveres. El yankee estaba ya escoltado por una docena de hombres.

Uno de los indios de Eduardo volvió la cabeza en dirección al bosque, e hizo un gesto; el jefe se volvió a su vez, e inmediatamente se lanzó sobre el yankee, cuyos hombres apuntaron cada uno a un hombre de los de Eduardo.

—¡Di qué quieres, la paz o la guerra! —gritó el jefe.

—La paz, —respondió el yankee riendo.

El indio fijó en él su mirada penetrante. A su lado estaba la joven negra, que no lo abandonaba jamás.

—¡Mi amo! —exclamaba la india—, este hombre dice la verdad, tú te equivocas.

—Sí —respondió el indio—, ahora dice la verdad, ya lo veo; pero antes, mentía.

El yankee sonrió de nuevo, como un hombre acostumbrado al instinto penetrante y extraordinario del indio.

—¿Estás contento ya? —dijo.

—Lo estaré —respondió el indio—, cuando me hayas dicho lo que quieren esos hombres que vienen por el bosque, y que han ido a pasar el torrente a dos millas más arriba.

—La paz —repitió el yankee con indiferencia.

—Mírame —dijo el jefe.

—¿Sabes que principias a impacientarme? —dijo el yankee con su acento inglés, y fijando con cólera su vista sobre el jefe indio—, te he dicho que nosotros queremos todos la paz; si es que tú quieres la guerra, dilo, y os hago pedazos a todos en un momento.

—¡Mi amo, mi amo! —exclamó la negra cayendo de rodillas ante el jefe—, este hombre dice la verdad; desgraciados de nosotros si la calma te abandona.

Eduardo quedó inmóvil ante el yankee, que el jefe seguía contemplando con inquietud, quien bajando los anteojos, soltó una carcajada, viendo a Eduardo que lo miraba estupefacto.

—¡La paz! ¡La paz! ¡Él dice la verdad! —seguía exclamando la negra.

—Ya ves —dijo el yankee—, que quiero la paz, y que necesitamos la paz.

—Ahora dice la verdad —dijo el jefe indio dirigiéndose a su gente—, ¡la paz!

Los hombres de los dos campos bajaron las armas.

El yankee volvió de nuevo la espalda al campo de Eduardo, sentóse a la orilla del torrente y continuó dando órdenes a su gente, unas veces en inglés, otras en indio, pero siempre con el acento particular de los anglo-americanos.

Eduardo se aproximó al singular personaje y lo examinó atentamente; éste último levantó la cabeza y lo miró sonriendo, sin cesar de fumar. Eduardo impulsado por una viva curiosidad, le puso la mano sobre el hombro.

Shoquinq —dijo el yankee—, what do you want?

To smoke —respondió Eduardo.

El yankee sacó una magnífica cigarrera de nácar, guarnecida de oro y con una corona de barón; abrióla y se la presentó a Eduardo contemplándolo con curiosidad. Eduardo levantó la banda de moaré para tomar un cigarro a la derecha; el yankee puso precipitadamente su mano sobre la de Eduardo, quien la retiró; bajó la tela de la cigarrera, levantó la de la izquierda y presentó el lado donde faltaba el cigarro que Había encendido a su llegada, y que apuraba en aquel momento; tomó otro del mismo sitio, lo encendió y lo presentó a Eduardo para que encendiera el suyo.

Eduardo fumaba su cigarro detrás del yankee; luego, cual un hombre resuelto a salir de la incertidumbre, se sentó resueltamente a su lado, continuando hablándole en excelente inglés. El yankee respondía secamente y con monosílabos, como quien no quiere indiscretos, y concluyó por callarse totalmente, mirando alternativamente al torrente y a las azuladas espirales de humo que despedía su cigarro.

—Eso es una verdadera columna que conducís a las minas —dijo Eduardo en inglés.

—Lo habéis adivinado —respondió el yankee.

—Si sois yankee, ¿cómo diablos es eso, que lleváis una cigarrera con una corona de barón? O sois inglés, o la habéis robado.

—Y bien señor, petimetre —respondió el yankee con impaciencia—, ¿qué os importa a vos si soy yankee, americano o inglés? y lo mejor que podéis hacer, es dejarme en paz.

Y volviéndole la espalda se tendió a lo largo.

—Vos sois un grosero —dijo Eduardo en francés—, y vuestro acento…

—¿Y bien, qué? —dijo el yankee en francés, volviéndose con cólera hacia Eduardo—, ¿qué tiene mi acento?

—Que huele a la Canabiera.

—¿Y qué te importa?

—Y que tú eres el capitán Garcí.

El yankee volvió la cabeza para ver si alguien le observaba.

—Mira —dijo—, que sea el capitán Garcí o no, cállate, o no se salva ni uno solo de tus hombres, y te entierro vivo; si te hubieran oído, tu última hora habría sonado; mira detrás de ti.

Eduardo volvió la cabeza y vio que su campo estaba completamente cercado por las gentes de Garcí.

—Ya te había reconocido… miserable —dijo Eduardo.

Garcí se colocó frente a Eduardo, y dijo:

—Hablemos claro, joven, y no seas imprudente. Yo sabía que tú estabas aquí, y acuérdate que anoche te dije que te pasaría delante; pero como no sabía si me reconocerías ni si me recibirías pacíficamente, he tomado mis precauciones; y heme aquí con trescientos hombres que valen mil como los tuyos, comprendiendo tus indios. Yo podría despedazaros a todos, y en ello ganaría cuarenta o cincuenta mil pesos que valen tus mercancías en el campo americano; pero, amigo mío, aún poseo principios y reconocimiento, y sobre todo, yo no tengo más que una palabra; ayer te dije: cuenta con Garcí si tienes necesidad de él. Tú no has querido asesinarme cuando me tenías en tu poder, hoy te pago con la misma moneda, pues ya te he salvado la vida dos veces: una, cuando tu guía me ha amenazado y otra, cuando tú me has insultado; y no olvides que te perdono contra mi costumbre. Ahora ya estamos en paz, por consiguiente vete a descansar, y trata de poner, al menos, dos horas de distancia entre nosotros; mis deudas están pagadas, y a fe mía tanto peor para ti si vuelves a caer en mis manos.

Garcí pronunció estas últimas palabras con una sonrisa de tigre.

—¿Pero qué digo? —añadió—, ¡tres veces te he salvado la vida!

—¿Cómo tres veces? —dijo Eduardo.

—Sí, tres veces; dos como te he dicho y la tercera cuando te he impedido fumar el cigarro que habías tomado de la parte derecha de mi cigarrera.

—¡Infame! —dijo Eduardo—, sin duda porque los de la derecha…

—Los de la derecha son los buenos para mí —dijo Garcí—, para darlos a los amigos… inútiles, a los amigos que conviene deshacerse de ellos sin ruido, sin escándalo; esos son los cigarros, milord.

El jefe indio del campo de Eduardo no los perdía de vista; Garcí lo notó y dijo:

—Basta, ya hemos hablado lo suficiente; cada uno a sus negocios, ya nos volveremos a ver en el campo americano.

Y poniéndose en pie, gritó en inglés:

—Goddem forward!

La columna que pasaba el torrente aceleró la marcha.

Eduardo con los puños cerrados lanzó una mirada de colera contra el bandido, ante el cual tenía que inclinarse.

Cuando el yankee se vio rodeado por toda su gente, dio la señal de partir, mandando veinticinco hombres de vanguardia, colocándose él mismo a la cabeza de la columna. Antes de montar a caballo llamó a Eduardo y al jefe indio, tomó del cinto de uno de sus hombres un magnífico sable con empuñadura de plata, y se lo dio al indio, se acercó a Eduardo, le dio una palmadita amistosa en la mejilla y montó a caballo. El campo de Eduardo presenció el desfile de aquella columna de trescientos hombres que se internaron en el bosque.

Eduardo estuvo a punto de confiárselo todo a su guía, pero reflexionó un poco y dijo para sí:

—No, silencio y paciencia; vale más dar un solo golpe y que sea decisivo.

El guía quiso partir al momento, pero Eduardo insistió para que se prolongara aún una hora más el descanso.

—En ese caso no podemos pasar hoy el torrente de Las Flores, —repuso el guía.

—Lo pasaremos mañana —respondió Eduardo.

—Perdemos mucho tiempo.

—Poco importa, yo tengo interés en no pasarlo hasta mañana; de lo contrario podría sucedemos alguna desgracia si seguimos de cerca a ese hombre que acabas de ver.

—Como quieras —dijo el guía—, tú sabes mejor que nadie lo que te conviene.

La gente de Eduardo descansó aún una hora, al cabo de la cual principiaron a ensillar los caballos y a cargar las mercancías, luego se pusieron en marcha, guardando el mismo orden que antes de la parada.

Capítulo XII

Eduardo y su gente llegaron ya muy entrada la noche a la orilla del torrente de Las Flores, donde pasaron la noche. A las cuatro de la mañana pasaron el torrente, y al despuntar el día atravesaron las Praderas donde tuvieron que tomar a la izquierda para dirigirse al campo americano, abandonando las verdes y frescas márgenes del San Joaquín. Los caballos y los bueyes comenzaron a sufrir por falta de pasto y de agua, de la cual tenían que aprovisionarse en los escasos riachuelos que atraviesan aquellos áridos desiertos, y se veían obligados a mezclarla con ron o aguardiente para que se conservara.

Después de tres días de una penosa marcha bajo un sol abrasador, sin sombra y sin frescura, llegaron a la orilla de un pequeño torrente, donde hicieron alto para atravesarlo al día siguiente.

Los centinelas fueron apostados como de costumbre por el guía en jefe, sobre todos los puntos por donde era fácil el ataque, e hizo encender tres hogueras para ahuyentar los animales feroces que tanto abundan en aquellas comarcas. La noche anterior olvidáronse de esta precaución, y los chacales devoraron un saco de galleta que encontraron en un carro colocado al extremo del campamento.

La caravana estaba extenuada de cansancio, cenaron y luego todo el mundo fue a acostarse debajo de los carros o al pie de los lentiscos, envueltos en sus mantas. Eduardo y su secretario hicieron suspender sus hamacas y se acostaron.

Hacía una hora que todo el campamento dormía profundamente; la noche era oscura y el silencio de aquellas inmensas soledades no era interrumpido más que por el rugido más o menos lejano del león, el aullido de los osos y el alarido de los chacales.

El indio colocado frente al torrente, con la carabina al hombro, contemplaba los últimos resplandores de la hoguera encendida cerca de él, colocó su carabina en el suelo, desenvainó su machete y fue a cortar una poca de leña para reanimar el fuego como se le había prescrito. En el momento en que se bajaba volvió la cabeza, envainó precipitadamente su machete y tomando de nuevo la carabina puso una rodilla en tierra, luego se echó, aplicando el oído contra el suelo, y levantándose al instante se precipitó hacia donde dormían los ocho indios armados con carabinas, despertóles y volvió a su puesto corriendo, lanzando un aullido cual un mochuelo.

Apenas había llegado se encontró rodeado por los ocho hombres armados, a quienes designó el sendero por el cual habían de bajar al día siguiente, hizo un gesto, pronunció algunas palabras en voz baja, y sus compañeros, preparando sus armas, se escondieron detrás de unos matorrales. A los pocos segundos oyéronse pasos y una respiración fuerte.

Un hombre apareció.

—¿Quién vive? —gritó el centinela.

Y como nadie le respondía dio un silbido y dos hombres se arrojaron sobre el viajero o bandido que se introducía a una hora tan avanzada de la noche en el campamento, y lo transportaron al centro de la caravana.

El centinela escuchó de nuevo y volvió a oír unos pasos que se acercaban.

—¿Quién vive? —gritó.

Nadie respondió; el centinela volvió a silbar y otros dos hombres salieron del matorral, y cogiendo al silencioso viajante lo llevaron adonde estaba el primero.

Luego llegó un tercero, después un cuarto y todos fueron sucesivamente conducidos al mismo sitio.

El indio escuchó de nuevo y oyó aún los pasos de varias personas que se acercaban por el sendero.

—¿Quién vive? —gritó con voz ronca.

Como antes, nadie contestó; el centinela dio dos saltos y se encontró en medio de sus compañeros, a quienes les habló precipitadamente; en un segundo los cuatro hombres que habían cogido fueron amarrados a las ruedas de un carro. Concluida esta operación el centinela volvió a su sitio y tomando su cuerno lanzó un sonido formidable, luego un segundo, después un tercero, y por último, el grito de alarma. Cuando vio que todo el campamento se ponía en movimiento, gritó:

—¡Alerta!

Y llamó al jefe con toda la fuerza de sus pulmones. Éste que estaba ya en pie, tomó el cuerno y llamó al centinela.

—¿Qué sucede? —le dijo.

—Gente llega —respondió el indio—, he preguntado quién vive y nadie me ha contestado; cuatro hombres han llegado separadamente y están atados, otros cuatro vienen ahora juntos.

—¿Por dónde?

El indio le designó el sendero.

—¡A las armas! —gritó el guía.

En un momento todo el campo de Eduardo se concentró sobre el sitio en que el indio había estado de centinela.

—¿Qué traes, la paz o la guerra? —gritó el jefe.

En aquel momento uno de los viajeros que habían causado la alarma apareció en lo alto del sendero, dio un suspiro y cayó al suelo; otro le seguía y así hasta cuatro.

Como todo el mundo, Eduardo acudió al sitio en que parecía estar el peligro, se acercó al hombre que acababa de caer, y reconociendo en él un europeo, le hizo varias preguntas en francés, pero no pudo comprender las respuestas, pues el individuo a quien se dirigía era un alemán, el cual le hizo comprender por señas que uno de sus compañeros sabía aquel idioma. Eduardo se dirigió a él y apenas pudo comprender estas palabras:

—¡Muertos de hambre, de sed y de cansancio!

—¡Pobres gentes! —dijo Eduardo.

Inmediatamente se encendieron unas teas y condujeron a los recién llegados cerca de una hoguera y les dieron una ración de galleta, de carne salada y de ron. Eduardo se aproximó al hombre que sabía el francés, el cual le dijo que todos eran alemanes; que habían trabajado seis meses en las minas y que ya volvían a San Francisco llevando cada uno sobre su caballo un saco de oro en polvo o pepitas y víveres para el camino, cuando fueron atacados por unos anglo-americanos que asesinaron a dos de sus compañeros que querían resistir, y ahorcado a otro que les había matado un bandido; que hacía doce horas que caminaban a pie, sin víveres, sin agua y sin otra esperanza que la de encontrar una caravana que fuera al campo americano.

—¡Pobres gentes! —dijo Eduardo.

Y dirigiéndose al jefe indio, añadió:

—Cuidad que nada les falte.

Luego se dirigió a su hamaca murmurando:

—¡Garcí, siempre Garcí!…

Al amanecer del día siguiente el jefe dio la señal de partida; Eduardo hizo cargar una mula con víveres y dio dos carabinas y algunas onzas de oro a los alemanes despojados por Garcí, se acercó al que hablaba en francés y le dijo:

—Si queréis que se os restituya una parte de vuestras pérdidas presentaos dentro de un mes a la casa Osborn de San Francisco, a las once de la noche; para poder entrar no tenéis más que pronunciar las palabras escritas en esta tarjeta.

Eduardo le dio una de sus tarjetas en la que estaban escritas con lápiz estas palabras:

«ORDEN y CALIFORNIA, 28 de julio a las once»

Inmediatamente se pusieron en camino.

Al cabo de cinco horas de marcha la columna se paró, el guía puso la mano sobre sus ojos y llamó a un indio que se presentó en seguida.

—Adelántate —le dijo—, y mira lo que hacen aquellos dos hombres que están allá abajo, uno echado a través del sendero y otro recostado contra un lentisco.

—¿A qué distancia? —preguntó el indio.

—Cuenta mil pasos.

—Muy bien —dijo el indio.

Y partió como una flecha.

—¿Qué hay? —preguntó Eduardo.

—Dos hombres que parecen esperar —respondió el jefe.

Eduardo miró hacia donde se había dirigido el indio.

Tú no puedes ver nada, dijo el guía; vuestros ojos están acostumbrados a las casas y a las ciudades, los nuestros a los bosques y a las praderas, de modo que vosotros no oís ni veis nada.

—Y tú, ¿qué ves? —dijo Eduardo.

—Yo veo —respondió el indio, poniendo sus dos manos sobre los ojos—, agitarse las yerbas cual si una serpiente fuera cautelosamente a atacar a un ciervo, es mi hombre; veo un arbusto que tiembla como si un pájaro se parara sobre sus ramas, es mi hombre que levanta la cabeza y mira; veo un poco de polvo, es él que vuela corriendo… helo aquí; escucha su relato.

El indio volvió hacia Eduardo con el aire triunfal del hombre de la naturaleza que no da valor más que a la naturaleza, a la fuerza, a la sagacidad, a los sentidos más o menos desenvueltos con la vida libre del salvaje y la necesidad que tiene todos los días de ejercitar estas facultades físicas.

En aquel momento llegó el indio mandado por el jefe.

—Nada, mi amo; dos hombres perdidos si no los socorremos.

—¿Y llamas a eso nada? —dijo Eduardo.

La caravana volvió a ponerse en marcha y Eduardo quería pasar adelante.

—Quédate aquí —dijo el jefe.

—Pero esos hombres necesitan nuestros auxilios.

—¡Quién sabe!

—Se mueren y están solos.

—¡Quién sabe!, quédate aquí y prepárate; los muertos resucitan y dos hombres solos se multiplican…

—¿Has visto eso alguna vez? —preguntó Eduardo impaciente.

—Sí, en este mismo sitio.

—¿Cuándo?

—Hace tres lunas.

—¿Qué ha sucedido?

—Un herido, un muerto que esta joven que nos sigue y mis gentes cuidaban, se ha levantado de repente, ha dicho una palabra, su banda ha aparecido y se ha derramado sangre; yo he sufrido la vergüenza de los vencidos, perdí un hermano y un amigo y los blancos sus riquezas.

—¿Y quién os atacó? —preguntó Eduardo.

—Los hombres del mar, que vienen para afligirnos y atormentarnos.

—Garcí, aún —pensó Eduardo.

Por fin, la columna llegó adonde estaban los dos hombres que había visto el guía.

—¡Nos hemos salvado! —dijo el más joven en alemán, tocándole al hombro a un viejo que llevaba una gran barba.

—¿Aún más alemanes? —dijo Eduardo parándose ante ellos.

—Sí, alemanes —añadió el joven—, por piedad, dadnos un poco de pan, mi padre se muere; hace diez y ocho horas que marchamos sin comer ni beber; tomad nuestras carabinas, os las damos por una libra de galleta cada una; aceptad, aceptad; más tarde vos podréis sacar de ellas diez onzas.

—¿Vos habéis sido robados también? —preguntó Eduardo sin poner atención al cambio que se le proponía.

—Sí —respondió el joven levantándose—, nosotros hemos partido sólo con la idea de alcanzar a nuestros compañeros que no habían podido esperarnos, sin duda nos han creído muertos. Han hecho muy bien de partir; nosotros debíamos encontrarnos en el campo americano, y mi padre y yo hemos tardado tres días, y cuando llegamos hacia algunas horas que habían salido; nosotros pensábamos encontrarlos a la primera parada.

—¿Por qué no habéis salido con ellos?

—Habíamos encontrado un sitio magnífico; en dos días sacamos más de cuatro mil pesos de oro en polvo.

—¿Entonces por qué no os habéis quedado?

—¿Cómo queréis que nos quedáramos solos?, allá abajo no se vive más que por bandas; la nuestra había partido y pensábamos volver al sitio del descubrimiento con nuestros compañeros, yendo antes a San Francisco para realizar nuestros valores y expedir para Europa; ahora estamos arruinados, a una jornada del campamento nos han robado más de diez y seis mil pesos.

—¿Quién?

—Los bandidos que recorren el país.

—Los mismos que han robado y asesinado a vuestros amigos.

—¿Ellos también?… Nos lo figurábamos —dijo el joven.

—¡Garcí! ¡Garcí! —murmuró Eduardo.

El viejo, que hasta entonces había estado sin movimiento, principió a respirar con violencia; Eduardo se volvió y vio a la joven india arrodillada a su lado frotándole las sienes y el pecho con un poco de aguardiente; en cuanto abrió los ojos, la joven le dio un cordial y al cabo de un cuarto de hora pudo levantarse.

—¡Tengo hambre! —dijo.

—¡Dadnos pan! ¡Dadnos pan! —repitió el joven alemán presentando sus carabinas.

—Guardad vuestras armas —dijo Eduardo, y volviéndose a su gente, añadió—. Que se les den los víveres que necesiten para su viaje.

—¿Cómo han de llevárselos —respondió el jefe indio—, si ya no pueden más?

—Que se les dé un caballo o una mula —dijo Eduardo.

—Los animales van a hacernos falta para la vuelta.

—¿Por qué?

—Porque la mitad morirán de hambre y de sed.

—No importa, salvemos primeramente a estos dos hombres.

—Está muy bien, —dijo el guía.

Cargóse una mula de galleta, de carne salada y de ron, y diéronsela a los alemanes.

—A caballo —dijo el guía—, hemos perdido una hora.

El joven alemán había examinado a Eduardo y seguido todos sus movimientos; se aproximó a él, le tomó la mano, y con las lágrimas en los ojos le dijo:

—Señor, vos os portáis como un caballero, vos habéis salvado la vida de mi padre; acordaos que la mía os pertenece… contad siempre con José Galden.

—Acepto vuestro ofrecimiento —dijo Eduardo—, y en cambio del favor que voy a pediros, yo os ayudaré a reparar vuestras pérdidas.

—¡Hablad! ¡hablad! —exclamó el joven con emoción—, al instante mismo estoy pronto a obedeceros.

—Os doy cita para San Francisco, en la casa Osborn, el 28 de julio a las once de la noche; para penetrar vos pronunciaréis las palabras que voy a escribiros.

Eduardo escribió con el lápiz sobre una hoja de papel las palabras que ya conocemos, y se las entregó al viajero.

El guía dio la señal de partida, Eduardo apretó la mano del joven Galden, y la caravana, dejando en el mismo sitio al padre y al hijo, continuó su marcha hacia las minas.

Capítulo XIII

Eduardo Mercier y su gente llegaron, por fin, al campo americano, el cual, por la animación que reinaba, por las tiendas bastante bien construidas y colocadas paralelamente formando calle, ofrecía el aspecto de un pueblecito. Eduardo atravesó lo que entonces se llamaba por ironía calle Real, y llegó a una plaza donde se encontraban reunidos un centenar de hombres totalmente borrachos, en medio de los cuales se encontraba un hombre pequeño que daba traspiés y parecía aún más embriagado que los otros. Eduardo se paró para contemplar un momento a aquella gentuza.

—¡Garcí! —exclamó Eduardo, reconociendo al que parecía mandar a aquella gente, y que apenas podía tenerse en pie, con un revólver en la mano.

—Vais a ver como yo hago abrir —gritó Garcí—. ¡Ah! con que no quieren abrir a milord.

Y apoyado sobre el brazo de uno de sus hombres se acercó a unos treinta pasos de una casa cerrada.

—Apunto a la cerradura —dijo Garcí.

El tiro partió y la bala fue a dar en medio de la puerta.

Los bandidos lanzaron un viva general y se dirigieron hacia la casa cerrada, con Garcí a la cabeza. Uno de ellos volvió la cabeza y vio a Eduardo.

—¡Hola! —dijo—, si no me equivoco, he aquí el francés.

Y acercándose a Garcí, añadió:

—Milord, ¡mirad!

—¿Qué? —dijo Garcí.

—La columna francesa que llega.

—¿La columna francesa? —dijo Garcí volviéndose a su turno—. ¡Pardiez! es verdad; ¡señores, saludemos a la Francia!

Garcí se dirigió hacia Eduardo, que había quedado inmóvil a la cabeza de su gente contemplando aquel desorden. Garcí se acercó a él seguido de sus bandidos que rodearon su caballo.

—¡Salud, joven! —dijo Garcí—, si quieres estar con nosotros, se te harán los honores del lugar, ¡voto a Dios! Tú has nacido con buena estrella, para merecer mi protección, ¡la protección de milord Rescate!

—¿Qué es lo que decís? —preguntó Eduardo.

—Digo milord Rescate; ¡ah!, tú no estás al corriente, vamos no le hace; se os instruirá y se os protegerá, joven.

—¡Imbécil! —dijo un hombre que apenas podía tenerse en pie, cogiendo con violencia la brida del caballo de Eduardo—. Rescate, quiere decir, rescatar. ¡Qué animal es este niño! espera un poco y verás como te enseñamos a vivir.

Esto diciendo levantó la mano para descargar un puñetazo contra Eduardo; éste se inclinó, y tomando al bandido por el cuello de la camisa lo levantó como si fuera un niño y lo arrojó a algunos pasos de distancia. Garcí y su gente que estaban de buen humor, exclamaron:

—¡Bravo! ¡Muy bien hecho!

El bandido se levantó furioso, desenvainó su cuchillo y se dirigió contra Eduardo.

—Alto allá —dijo Garcí—, te prohíbo avanzar; ¿no has oído que yo protejo a ese boquirrubio, que te hubiera estrangulado si hubiera querido?

—Id a todos los diablos, capitán, —dijo el bandido—, este canalla me ha insultado, y va a pagármela.

—¡Mil tempestades! —gritó Garcí con voz formidable—, ¡amigos míos, se acaba de insultar a Garcí, a Garcí, cuyo solo nombre hace temblar a más de treinta mil hombres!

—Es verdad —dijeron varias voces.

—¡Qué lo cojan! —gritó Garcí.

Cuatro hombres cogieron al culpable que se defendió como un condenado, y se lo llevaron a Garcí, quien lo tomó por el cuello sacudiéndolo con furor.

—¡Con qué tú desconoces mi autoridad! —dijo Garcí—, ¿con qué tú no respetas a mis protegidos, y no tiemblas a una palabra, a un gesto a una mirada de Garcí? ¡De rodillas, voto a Dios, de rodillas!

El bandido, que el miedo hacía recobrar sus sentidos; palideció.

—¡De rodillas! —gritó Garcí a los hombres que tenían al bandido.

Los cuatro individuos empujaron con tanta violencia al pobre diablo, que fue a dar con la cabeza contra el suelo. Levantóse con la frente ensangrentada; Garcí lo cogió y descargó sobre su rostro un terrible puñetazo, que le hizo brotar la sangre por los ojos, la nariz y la boca; dos dientes cayeron a los pies de Garcí.

—¿Pero no veis que ese hombre está borracho? —dijo Eduardo, que no podía resistir a aquella escena horrible—. Soltadlo, no cometáis una infamia.

—Yo quiero que se me respete aún en medio de la embriaguez —dijo Garcí con furor, mirando a Eduardo—, yo quiero que aún en medio de la embriaguez se respete a mis protegidos, y que se asesine a mis enemigos; y tú, pon cuidado, y trata de vender tus mercancías, si puedes, sin mezclarte en mis negocios; de lo contrario, te costará cara la fiesta: en asuntos de disciplina no hay más que un Garcí en el mundo: ¿no es verdad, hijos míos?

—Tenéis razón —respondieron los bandidos—, ¡viva Garcí!, ¡abajo el recalcitrante!, ¡abajo el aristócrata!

—¡Basta! —dijo Garcí—, os prohibo pronunciéis una sola palabra contra este joven, es mi amigo.

Todo el mundo se calló, el bandido que estaba arrodillado delante de Garcí había recobrado todos sus sentidos y lo miraba con terror.

—¡Salud y respeto! —dijo Garcí mirando a Eduardo y quitándose el sombrero.

—¡Salud y respeto! —repitieron los bandidos.

Eduardo que había conservado su sangre fría en medio de las amenazas, cambió de color al ver descubrirse delante de él a todos aquellos bandidos, pues por primera vez se le presentaba ante sus ojos un ejemplo del omnímodo poder de aquel salteador de caminos, sin alma ni corazón.

—Vamos perdonadlo —dijo Eduardo—, dejadlo tranquilo.

—Sí, muy tranquilo —respondió Garcí riendo.

Y dirigiéndose a su gente añadió:

—Acereadme esa bestia bruta, vamos a dejarla tranquila.

Los cuatro satélites cogieron al prisionero y se lo presentaron a Garcí.

—De rodillas, y pide perdón a este señor —dijo Garcí.

—¡Perdón! —repitió el prisionero.

—Ahora a mí.

—¡Perdón!

—Ahora a todo el mundo.

—¡Perdón!

—Muy bien —dijo Garcí empuñando su revólver—, ¡encomienda tu alma al diablo, y reza un de profundis!

—¿Qué vais a hacer? —dijo Eduardo.

—Nada; una friolera, se le cortará una oreja.

—Pero…

—¡Cuidado con el nene! —dijo Garcí—, aquí no hay teatro, ni música, ni nada; ¿se os ofrece un espectáculo, y aún no estáis contento? —y se echó a reír.

Luego tomó al bandido por los cabellos, obligándolo a levantar la cabeza, y le dijo:

—Mira al señor y dale las gracias, pues pide tu perdón.

—¡Gracias! —balbució el bandido aterrorizado.

—¡Una sentencia! —dijo Garcí.

Los bandidos formaron círculo, dejando en medio a Garcí y al prisionero.

—Nos, capitán Garcí, conocido con el nombre de milord Rescate, en el nombre de la justicia: visto el delito del delincuente, que ha faltado al respeto debido a un protegido de la asociación de las Gentes del Mar y desobedecido una orden del Padre; que ha hecho un paso adelante a pesar de la orden del Padre de la asociación; visto el crimen del delincuente que ha insultado al Padre, faltando a la disciplina y al reglamento fundamental de la asociación…

Garcí hizo una pausa, paseó una mirada por toda su gente, y continuó:

—Nos, capitán Garcí, Padre de la asociación de las Gentes del Mar, declaramos al culpable posible de la pena de muerte; y como tribunal, juez y ejecutor de altas obras, le hacemos saltar la tapa de los sesos, acordándole la gracia de no ser sometido al tormento, en atención a su arrepentimiento, y a que ha pedido perdón al protegido amenazado y al capitán insultado… ¡Culpable, bajad la cabeza!

—¡Capitán! ¡Capitán! —exclamó el bandido juntando las manos y haciendo un esfuerzo para levantarse—, ¡perdóname, capitán yo estaba ebrio, loco; acuérdate que te he salvado la vida!

—¡Sujetadle! —dijo Garcí con furor.

Un individuo lo cogió por los cabellos, otro por los brazos y un tercero por el cuerpo; Garcí se acercó, sin la menor emoción, y aplicó el cañón de su revólver contra la oreja del bandido.

—Apartáos vosotros —dijo Garcí a los que estaban colocados en la dirección de la bala, e hizo fuego.

El bandido cayó en tierra con el cráneo hecho pedazos.

—¡Que se lo lleven! —dijo Garcí.

Dos hombres tomaron silenciosamente el cadáver, atravesaron la plaza y desaparecieron; volviendo al poco rato, se presentaron a Garcí, con el sombrero en la mano, diciendo:

—Ya está, capitán.

—Muy bien; ahora, viva la alegría.

Y acercándose a Eduardo, añadió:

—Vamos, joven, ¿quieres venir al baile?

—¿Qué baile? —dijo Eduardo.

—El baile de la Chilena, el único individuo hembra del lugar, lo cual nos impide los disgustos de la elección.

Eduardo no respondió, pues estaba aturdido por el disgusto y el horror que le causaba cuanto había visto y oído.

—¿No respondes? —dijo Garcí—, muy bien, quien calla, otorga. ¡Haced que abran!

—Dos hombres se dirigieron hacia la puerta de la casa.

—¡Mil gracias! —dijo Eduardo—, me encuentro cansado y quiero partir mañana temprano.

—¿Adónde vas?

—En busca de la asociación Blatburn.

—¡Blatburn! —dijo Garcí, como repasando su memoria—, ¡ah! sí, el banquero arruinado; lo conozco. Mucha prudencia, joven, ese individuo se encuentra hoy en un mal sitio; se cobra el impuesto en este momento.

—¿Por quién?

—Por mis gentes. Si pagan con buena voluntad, eso no es nada; pero si resisten, entonces es otra cosa… y en fin, tú podrías encontrarte en el jaleo… tú harás lo que mejor te parezca; esto es un consejo que te doy.

—Es absolutamente indispensable que vea al señor Blatburn —dijo Eduardo.

—Pues bien, voy a darte un pasaporte; esto podrá servirte en caso de necesidad; sobre todo, no olvides la palabra de orden, si quieres salvar tu pellejo.

—¿Cuál?

—«¡En el nombre del Padre!» Ya ves que somos cristianos —dijo Garcí.

Y sacando su cartera arrancó una hoja y escribió con lápiz estas palabras:

«¡En el nombre del Padre!»

«Dejad pasar a don Eduardo Mercier, protegido por la asociación.

(Firmado:) Capitán Garcí»

Eduardo tomó el papel y partió.

—¿Abren o no? —dijo Garcí acercándose a la puerta de la casa de la chilena.

Una mujer joven y hermosa, entreabrió la puerta y habló al oído de Garcí; éste respondió con un signo de protección; luego salió un hombre y el capitán entró.

La banda se quedó en la plaza hablando y riendo y algunos de ellos penetraren en una tienda colocada al otro extremo de la plaza, sobre la cual se leía el título pomposo de Café Americano.

Entretanto Eduardo preguntaba por el campamento del señor Blatburn. Tomados todos los informes necesarios, se echó a dormir, y al día siguiente por la mañana partió acompañado de su guía y cuatro hombres, dejando las mercancías a cargo de su secretario.

Después de dos horas de camino, llegaron al primer campamento que le habían designado antes de encontrar el del señor Blatburn, encontrando en él a una docena de hombres sentados delante de una tienda hecha pedazos, en medio de baúles y herramientas, pareciendo todos sumidos en la mayor consternación. Eduardo les dirigió la palabra, y le contestaron que acababan de robarles cuanto poseían.

—¡Aún Garcí! —murmuró—. ¿Podríais decirme si el campo de míster Blatburn está lejos de aquí?

—Míster Blatburn —respondió el americano—, está a dos leguas de aquí, y sin duda en este momento debe estar rompiéndose la crisma con los bandidos o dejándose robar como nosotros.

—¡Cómo! —exclamó Eduardo con inquietud.

—Sí; el llamado Carlos, uno de los hombres más peligrosos de la banda de Garcí, al salir de aquí ha dado orden a su gente de dirigirse al campo de míster Blatburn.

Eduardo examinó sus armas y las de su gente. Satisfecho sin duda con el examen, se volvió hacia el yankee y le preguntó:

—¿Son muchos?

—Unos cincuenta, y cincuenta que valen ciento como vos.

—¡Puede ser! —dijo Eduardo.

—Es lo cierto.

—Os equivocáis, tengo entre mis manos un talismán que hará huir a toda esa canalla.

—El yankee se echó a reír.

—Y si mi talismán pierde su virtud —añadió Eduardo—, entonces los atacaré y nos veremos. ¿Quién manda aquí?

—Yo —respondió el yankee.

—¿Cuántos sois?

—Treinta hombres.

—Muy bien; ¿queréis hacerme el favor de escucharme un instante?

El yankee quedó inmóvil y sin responder una palabra.

—Seguidme —dijo Eduardo—, de lo que tengo que deciros depende el que se os restituya lo que habéis perdido y quizá vuestra fortuna.

El yankee miró a Eduardo con extrañeza, púsose en pie y lo siguió.

Cuando estuvieron a una distancia en que nadie podía oírlos, Eduardo le dijo:

—¿Queréis recuperar una parte de lo que os han robado y luego poder vivir tranquilamente?

—Sí.

—Pues bien, yo os doy mi palabra de honor que me haré matar el primero para destruir a Garcí y su banda. ¿Estáis decidido a secundarme en mi obra con todos vuestros compañeros?

—Sí, joven —respondió el yankee animándose—, estad seguro que en nosotros encontraréis hombres que os valdrán; pero la cuestión principal es saber si seréis bastante fuerte para resistir a mil doscientos o mil quinientos bandidos.

—Ellos no son más que ochocientos —replicó Eduardo.

—¿Estáis seguro?

—Segurísimo.

—Eso ya es otra cosa, aunque aún muy difícil.

—No; estoy seguro de la victoria, y os garantizo con mi fortuna repartiros la parte que os corresponda, de cuanto cojamos en poder de los bandidos.

—¿Vuestra fortuna? —dijo el yankee, con aire de duda—, ¿quién sois vos?

—Don Eduardo Mercier.

—¿Don Eduardo Mercier? ¿El banquero de Panamá?

—El mismo.

—¡Imposible!

—Como lo oís, leed.

Eduardo echó mano a su cartera y sacó dos pasaportes, uno del cónsul de Francia y otro del capitán Garcí.

El yankee se quitó el sombrero, ofreció la mano a Eduardo y dijo con entusiasmo:

—Contad conmigo, señor Mercier, con mis compañeros y con trescientos yankees que trabajan en el campo que vais a atravesar.

—Muy bien —dijo Eduardo—, tomad esto.

Y le dio un papelito en el que estaban escritas estas dos líneas:


ORDEN Y CALIFORNIA

Osborn, 28 de julio; once de la noche.
 

Luego, montó a caballo, y con su gente se dirigió hacia el campamento de míster Blatburn.

—A escape —dijo—, pues no hay un momento que perder.

Los seis caballeros desaparecieron entre una nube de polvo que levantaban los caballos recorriendo en pocos minutos la distancia que separaba el campo robado del que sin duda estaban robando en aquel momento.

Apenas les faltaban unos cien pasos para llegar al campamento cuando les dispararon dos tiros.

—¡Pronto! ¡pronto! ¡corred, que los asesinan! —gritó Eduardo a su gente.

Por fin, llegó al campo de míster Blatburn, seguido de sus indios, donde reinaba el mayor desorden y una lucha encarnizada teniendo que saltar por encima de un cadáver para pasar adelante. En aquel momento se oyó una trompeta y vio a su derecha un hombre montado a caballo y rodeado por una docena de hombres armados con carabina, el cual gritaba:

—¡Traición!… ¡Alerta!… ¡Fuego!…

Eduardo continuó su carrera y se encontró frente a dos hombres que rodaban por el suelo, hiriéndose con sus cuchillos y vociferando todas las imprecaciones de la rabia llegada a su paroxismo. Un tiro resonó a sus espaldas, volvió la cabeza y vio caer uno de sus indios; su emoción o quizá su inspiración le hicieron continuar adelante; pero el caballo no quiso pasar por encima de los dos combatientes; entonces, desenvainando su machete, pinchó con él al caballo, que en dos saltos llegó delante de la primera tienda.

Eduardo, con un revólver a la cintura, otro en la mano izquierda y en la derecha el machete, armado de este modo se echó del caballo y cayó al lado de dos hombres que peleaban a brazo partido. El que estaba debajo tenía asido fuertemente con una mano un saco y con la otra un cuchillo; su adversario le clavaba las uñas en la garganta y levantaba ya el puñal para clavarlo en el corazón de su competidor.

Con la velocidad del rayo, Eduardo lanzó una mirada en torno suyo, y vio que se encontraba en el centro de la refriega; detrás de él un hombre le apuntaba con su carabina.

—¡En el nombre del Padre! —gritó Eduardo con toda la fuerza de sus pulmones.

La carabina que le apuntaba se alzó; el brazo del hombre que iba a clavar su puñal en el cuerpo del desgraciado que yacía bajo sus rodillas quedó suspendido en el aire, y el asesino volvió la cabeza con cólera para ver quien había lanzado ese grito mágico.

—¡En el nombre del Padre! —gritó de nuevo Eduardo—, ¡protección para todo el campo!

El hombre que había visto a caballo rodeado de gente armada se acercó a él, echó pie a tierra, y quitándose el sombrero dijo:

—A ver el papel.

Eduardo se lo dio precipitadamente.

El bandido lo leyó, montó a caballo y partió a galope, lanzando tres sonidos con su trompeta. De este modo dio la vuelta al campamento; luego, volvió adonde estaba Eduardo, y descubriéndose, dijo:

—Tomad, he aquí vuestro pasaporte, ¿qué queréis?

—Que os retiréis después de haber restituido cuanto habéis tomado en este campamento.

—¡Restituir! —exclamó el bandido lanzando una blasfemia—, siempre he dicho que el capitán era demasiado bueno para otorgar tantos favores; ¡restituir a estos canallas que se han defendido como leones, y que nos han matado gente en lugar de pagar la contribución a milord Rescate!

—No, no; no se debe restituir —dijo el bandido—, que por fin acababa de arrancar el saco de las manos del yankee.

—¡Cállate —dijo el jefe—, o te levanto la tapa de los sesos! Vámonos.

El bandido restituyó el saco al yankee.

—¿Y el indio que ha caído? —preguntó Eduardo.

—Muerto —respondió el guía.

El jefe de la banda de Garcí hizo una señal y toda su gente se reunió en torno suyo; entre ellos había dos heridos; acercóse a Eduardo y le dijo:

—En el nombre del Padre, y como delegado del Padre, te dejo estos dos hombres.

—Está bien, se les cuidará —respondió Eduardo.

El jefe hizo cargar las armas y buscar las que se habían quedado por tierra, y bajo las tiendas, durante la pelea; luego les distribuyó una ración de aguardiente, y cual un general que arenga a sus tropas, dijo:

—Bravos compañeros: este negocio se ha aguado, tanto mejor, pues perdíamos mucha gente; mucha razón tenía quien os dijo que ese Blatburn se haría matar antes que ceder. Pero no le hace, esta es una partida que queda aplazada, ya se lo haremos pagar todo de una vez; ahora vámonos con la música a otra parte, y procuremos desquitarnos de este percance antes de que sea de noche.

Eduardo escuchó esta singular arenga, y cuando la banda iba a ponerse en marcha, se presentó al jefe y le dijo:

—Te ordeno que me presentes a míster Blatburn.

—Ahí tienes a tu Blatburn —dijo el bandido con furor—, yo me llevo su daguerrotipo, y te aseguro que haré con él dos ejemplares a la primera ocasión que se me presente.

Eduardo se volvió hacia el yankee que le designaba el bandido.

—¿Sois vos? —le preguntó en inglés.

—En persona —respondió míster Blatburn con dignidad, aturdido aún por la lucha que acababa de sostener y cubriéndose el pecho con los pedazos de vestido que le quedaban.

La tienda se había llenado de americanos que acudían para ver al hombre que con una sola palabra había hecho cesar el combate. Alrededor de la tienda de míster Blatburn colocaban a los heridos y moribundos.

—¿Quién sois vos? —dijo mister Blatburn— vos, que acabáis de salvarnos y de impedir nuestra ruina.

—Yo me llamo Mercier —respondió Eduardo.

—¡Mercier!… —dijo el yankee, como buscando en su memoria.

—Vos no me conocéis; yo soy un amigo de vuestra familia y vengo a buscaros, pues os necesitan en San Francisco.

—¿Una desgracia quizá…?

—No; una fortuna más bien; pero os necesitan.

—Mercier —dijo aún el yankee—, pero yo he visto…

—Vos habéis visto mi nombre en los libros de la casa Osborn y en los manifiestos de las expediciones de Panamá.

—Justamente —dijo el yankee—, yo he oído pronunciar dos o tres veces vuestro nombre a mi familia como el de un amigo, y también en algunas casas de San Francisco. ¿Sois vos? —añadió, tomándole la mano.

—Sí señor, yo soy Eduardo Mercier, que ha conservado la misma abnegación para con la señora Osborn como cuando estuve de dependiente en su casa, y que vengo a buscaros para que me ayudéis a reconstituir su fortuna. Todo esto sería muy largo para explicároslo en seguida; venid, yo he tenido la dicha de salvaros la vida, el azar me ha procurado los medios y yo los he aprovechado.

—Señor mío —dijo el yankee fuera de sí, como lo es un yankee, esto es, apretando las manos de Eduardo y ahogándose por la emoción, pero siempre con esa calma propia de la raza—, señor mío, permitidme que…

Y abrazando a Eduardo le besó dos veces, haciendo resonar sobre sus espaldas el enorme saco de oro que tenía en la mano.

Eduardo se encontró, en fin, rodeado por todos los individuos del campamento; salió de la tienda y examinó el aspecto curioso de un campamento asaltado en campo raso por una banda de ladrones: los baúles echados por el suelo y abiertos, las ropas esparcidas, las tiendas arrojadas sobre la arena, las armas blancas, carabinas, herramientas diseminadas y arrojadas por el suelo; los hombres, pálidos y medio desnudos, recogiendo el oro esparcido y poniéndolo dentro de los sacos; rotos los barriles que contenían la pólvora, los vestidos cubiertos de manchas de sangre; de distancia en distancia se veían algunos cadáveres, y los heridos que esperaban poder salvar eran conducidos a la tienda de míster Blatburn.

Eduardo no pudo resistir por más tiempo a la impresión que le causaba aquella escena de desorden, sufrimientos avidez, egoísmo, de lloros y de sangre.

—Partamos —dijo a míster Blatburn.

—¿Cuándo? —preguntó éste.

—Al instante mismo —dijo Eduardo—, vos tomaréis el caballo del indio que nos acaban de matar, pues yo no puedo perder un momento.

—Pero —dijo el yankee mirando cómo sus compañeros recogían el oro y llenaban los sacos—, yo dirijo esta expedición y no puedo abandonarla así; además, yo trabajo en un sitio que acabo de descubrir y que promete…

—¿Qué promete? —dijo Eduardo con severidad, al ver vacilar a un hombre a quien acababa de salvar la vida con peligro de la suya—, ¿qué os promete?, ¿una prolongación de permanencia en el país?

—No —respondió el yankee—, el doblar mi capital.

—¿Qué capital?

—Cinco mil pesos.

—¿En cuánto tiempo?

—En un mes quizá.

—¿Y luego?

—Luego debemos volver a San Francisco.

—Ahora bien —dijo Eduardo—, yo os aseguro los cinco mil pesos; además, la señora Osborn está rica hoy, pues ha cobrado un crédito con el cual no contaba, y ella os reclama, así como vuestra mujer e hijos. Vos no podéis prolongar vuestra permanencia aquí por algunos miles de pesos, con riesgo de mataros trabajando, o haciéndoos asesinar por los bandidos que vendrán a tomar la revancha de la pérdida de hoy.

—Tenéis razón —dijo míster Blatburn— ¿pero estáis bien seguro de que la señora Osborn ya no necesita el producto de mi trabajo?

—Segurísimo —respondió Eduardo con reconcentrada cólera, al ver el frío egoísmo e imperturbable calma de míster Blatburn—, además cuando… y vaciló.

—Concluid, ¿qué queréis decir?

—Digo, que cuando un hombre acaba de salvar la vida a otro, con peligro de la suya propia, este hombre tiene el derecho de pedir un favor, y el otro, si es un caballero, no puede negárselo.

—Es muy justo —dijo el yankee—, pedidme un favor.

Y apoyó en esta última palabra.

—Pues bien —dijo Eduardo—, yo exijo que me sigáis hasta que os haya entregado a vuestra familia, a la cual he dado mi palabra de conduciros.

—Partamos —dijo el yankee.

Inmediatamente recogió su equipaje y fue a despedirse de sus compañeros, de los cuales no recibió ninguna muestra de afección ni de pesar.

—¿Cuál es el hombre que puede tener alguna influencia sobre toda esta gente? —preguntó Eduardo—, ¿el hombre más valiente y capaz, de vuestro campo?

El yankee le designó un joven que estaba lavándose la cabeza.

Eduardo fue a hablarle.

—Señor mío —dijo—, vos me habéis sido designado como el sucesor de míster Blatburn para dirigir los trabajos, como el más inteligente de todos sus compañeros, y lo que es más, el más valiente.

Eduardo apoyó esta última palabra; el yankee lo saludó cortésmente y con calma.

—¿Queréis —dijo Eduardo— hacer un gran bien al país?

El yankee alargó el labio como signo de inteligencia, y miró a Eduardo sorprendido: valor, bien del país; estas palabras se pronunciaban raramente entonces en aquellos vastos campos de California, explotados por el trabajo: el axioma cada uno para sí y Dios para todos, era muy practicado, y hasta se había suprimido la segunda parte. El yankee no había respondido nada, pero en sus facciones se leía la primera parte del axioma, a pesar suyo.

—¿Queréis? —repitió Eduardo.

—Eso depende…

—¿Queréis vengar a vuestros compañeros que acaban de ser asesinados?

El yankee vaciló un momento, y luego dijo:

—Sí.

—¿Queréis vengaros de haber sido maltratados y casi robados?

—Sí —dijo el yankee con decisión.

—¿Queréis vivir en adelante en este país con completa seguridad, explotar los terrenos y enriqueceros?

—Sí —dijo el yankee con entusiasmo—, ¡ah! ¡Sí!

—Para eso es necesario destruir la banda de Garcí y tomarles cuanto posean, después de los robos que están cometiendo en este momento.

—Yo lo sé —dijo el yankee—, ¿pero cómo?

—Ése es mi secreto; ¿tenéis valor vos y los vuestros?

—Tanto como vos: aquí no se viene sin valor.

—¿Podéis ayudarme a tomar a los bandidos cuanto han robado?

—Sí, todos —dijo el yankee—, y yo me pondré a su frente.

—Pues bien, encontraos el 28 de julio, a las once de la noche, en la casa Osborn de San Francisco y presentad este billete.

Eduardo le dio por escrito la palabra de orden que principiaba a propagarse por toda la California.

—No faltaremos, contad con nosotros —dijo el yankee.

—Adiós —dijo Eduardo separándose del yankee y volviendo adonde estaba míster Blatburn ocupado en recoger los mejores vestidos para llevárselos sobre el caballo.

—Daos prisa míster Blatburn —dijo Eduardo—, pues aún tengo que recorrer los campamentos vecinos, y quiero estar de vuelta a la noche en el campo americano.

—¿Cuántos caballos tenéis, señor Mercier? —preguntó mister Blatburn.

—Tres, de que vos podréis disponer —dijo Eduardo conociendo su intención—, y el mío que no lleva nada para mi persona.

—Perfectamente.

Míster Blatburn hizo otros dos paquetes que entregó al guía y uno a cada indio de los que habían sobrevivido a la descarga de los bandidos.

—Ya estoy listo —dijo míster Blatburn.

Eduardo no pudo impedir una sonrisa, y dijo:

—Partamos.

Montaron a caballo y después de tomados los informes necesarios se dirigió hacia los otros campamentos.

Míster Blatburn, que había adquirido un perfecto conocimiento del terreno, dirigía la marcha.

Como lo había pensado, Eduardo encontró los campamentos devastados en totalidad o en parte, según las riquezas que poseían; los pobres mineros habían tenido que abandonar sus riquezas y fueron puestos a rescate, como siempre, en nombre de milord Rescate.

Eduardo encontró por todas partes, como era natural, la misma sed de venganza, la misma avidez para participar al reparto del producto de las rapiñas de los bandidos; por todas partes, en fin, dejó la palabra de orden y recibió el juramento de los yankees de encontrarse en San Francisco y en la casa Osborn el 28 de julio a las once de la noche.

Al anochecer llegaron al campamento americano; Eduardo se acostó, y al amanecer del día siguiente le dijo a míster Blatburn, que durante dos o tres días iba a vender una parte de sus mercancías y que luego se dirigirían hacia el campo francés si no podían vender todo el cargamento.

—Vos hubiérais podido dejarme en las minas hasta el día de vuestra partida —dijo míster Blatburn.

—Imposible —dijo Eduardo—, además yo he respondido de cuanto hubiérais podido ganar aquí.

—Es verdad, pero tres o cuatro días más de trabajo, eso hubiera sido tanto más de ganancia para vos y para mí —respondió el yankee.

—Yo he prometido no separarme de vos, señor mío —dijo Eduardo.

—Eso es diferente —respondió míster Blatburn con aire resignado—, en ese caso ocupémonos de la venta: cuando el trabajo produce, ¡viva el trabajo!

Capítulo XIV

El anuncio de la venta de un cargamento que llegaba de San Francisco, hecho una hora antes, bastó para reunir en la plaza, que tomó entonces, el nombre de Plaza de la Chilena, nombre que creemos lleva hoy todavía, a los mineros del campo americano. Eduardo hizo transportar su convoy, y a su alrededor colocó a los indios armados bajo el mando del guía, y ayudado por los señores Ferrier y Blatburn, principió la venta.

Los carros fueron colocados en línea a lo largo de la plaza y las mulas y los bultos formando círculo en el centro. Míster Blatburn tuvo buen cuidado de poner delante sus paquetes de ropas que quiso vender, no guardando para su uso más que las que llevaba encima.

La venta se hacía a pública subasta.

—¡Este pantalón! —gritaba míster Blatburn.

—Un peso —respondía una voz.

—¡Dos! —gritaba otro.

—¡Tres! ¡Cuatro! ¡Cinco!

—¡Una onza!

—¡Dos!

—¡Dos onzas! a la una —gritaba míster Blatburn.

—¡Tres onzas en pepita!

—¡Tres onzas! a las dos —dijo míster Blatburn.

—¡Cuatro onzas de oro en polvo! —dijo otro postor, que llevaba en la mano un saco.

—Cuatro onzas… Cuatro onzas… ¿No hay quién dé más? A las tres.

El comprador pesó cuatro onzas de oro en polvo y tomó el pantalón.

—¡Este chaleco, esta camisa, esta levita casi nueva! —gritaba míster Blatburn con toda la fuerza de sus pulmones.

—Una, dos, tres, cuatro onzas —decían los compradores, disputándose todos aquellos desechos.

Míster Blatburn sacó una suma enorme comparada con las pocas mercancías que poseía. De un baúl de ropa usada sacó trescientos cincuenta y seis pesos, y de un paquetito de viejas camisas ciento noventa y dos.

—¡Esta caja de ron! —dijo míster Blatburn.

Todos los rostros se animaron de tal manera, que no era difícil conocer que lo que más preferían en las minas eran los licores.

—Dos onzas —gritó un yankee.

—¡Cuatro! —dijo otro.

—¡Cinco!

—¡Seis!

Y así sucesivamente hasta doce.

—¡Doce onzas por una caja de doce botellas de ron! ¿No hay quién dé más? A las tres —dijo míster Blatburn.

De este modo se vendió todo un carro de cajas.

—¡Un saco de galleta! —añadió míster Blatburn.

—Medio peso por libra —dijo un yankee.

—Un peso —dijo otro.

—Uno y medio.

—Adjudicado a un peso y medio la libra —dijo míster Blatburn—. ¡Éste otro! —añadió.

—¡Un peso y medio la libra! —dijo un yankee.

—Dos —replicó otro.

—¡Yo tomo todo el cargamento de galleta de las seis mulas a dos pesos la libra y las mulas a cuatrocientos cada una! —dijo un yankee que hasta entonces había permanecido silencioso.

—¡Adjudicado! —gritó míster Blatburn fuera de sí de contento.

El yankee hizo venir a unos indios que se apoderaron de las mulas y los sacos de galleta, pagando su importe en onzas de oro, lingotes y oro en polvo.

De ese modo se vendió todo el santo día; al anochecer Eduardo se retiró con tres carros que le quedaban, los caballos y las mulas necesarias para el viaje; su secretario calculó que había embolsado sobre unos cincuenta mil pesos.

Garcí había contemplado toda la venta desde la casa de la chilena, sentado sobre un gran sillón que ella le había colocado junto a la puerta, teniendo abiertas las ventanas que daban al campo y a cada uno de sus lados una docena de hombres armados. De cuando en cuando la chilena le pasaba la mano por los cabellos y la cara, y sin duda le decía algún chiste, que lo hacía reír estrepitosamente. Varias veces la chilena le hablaba al oído, e inmediatamente Garcí mandaba a uno de sus hombres, con las manos llenas de oro a comprar algunos objetos, como telas, galleta y licores, que eran entregados a la chilena. Sin duda Garcí pasó muy a gusto el día, pues cuando salió era muy tarde y estaba completamente borracho.

Al amanecer del día siguiente Eduardo estaba ya a caballo, cuando se presentó Garcí.

—¡Buenos días, protegido —dijo Garcí— si supieras qué noche he pasado!

—¿Y qué me importa? —dijo Eduardo.

—Demonios, y qué carácter tienes; ya que tu corazón es bueno, ¿por qué no lo dejas ver? Generalmente todos son así, las gentes buenas tienen mal carácter; yo que soy malo y feroz como un tigre, tengo mis caprichos, y tú eres uno de ellos; cada cual tiene sus debilidades; yo te quiero tanto como a la chilena.

Eduardo sintió que los colores le salían al rostro.

—¿Qué queréis? —dijo con impaciencia.

—Lo que quiero es decirte adiós. Me han dicho que te vas, y he querido darte las gracias…

—¿Por qué?

—Porque no quisiste clavar el cuchillo; ¡qué demonios!, esa es la primera vez que he visto tal cosa. Se riñe, y generalmente el más fuerte mata a su adversario; tú, por el contrario, te quieren asesinar, vences y dejas volar al pájaro. Toda la noche pasada no he cesado de pensar en ti, y me decía a mí mismo: ese petrimetre, ese león almibarado ha jugado conmigo como si fuera un niño; a ese doncel es a quien debo la vida; y juro a Dios que te hubiera dado un beso como a la chilena.

Eduardo dio un latigazo a su caballo, que dio un salto adelante, y dijo a su secretario:

—Partamos.

La caravana iba a ponerse en camino.

—Espera un momento —dijo Garcí, cogiendo la brida del caballo—. No seáis impolítico, señor mío, que yo aún soy sociable cuando no estoy en campaña.

Eduardo levantó el látigo contra Garcí.

—¡No me toques! —dijo Garcí levantando el brazo para parar el golpe—, no me toques, de lo contrario no respondo de mí mismo; eso no está bien, porque al cabo y al fin, si tú me has prestado un servicio yo te lo he devuelto, pues ayer, si no hubiera sido por mí, te hubieran asesinado como un perro, y tu fuerza de Hércules no te hubiera servido contra una bala cónica.

—Es verdad —dijo Eduardo—, ya no nos debemos nada: ¿qué más queréis?

—Quiero pedirte un pequeño favor.

—¿Cuál?

—Necesito pólvora; mis gentes volvieron anoche, y durante el día parece que gastaron una gran cantidad, y los imbéciles quisieron aún hacer salvas y fuegos artificiales delante de la casa de la chilena, todo esto por festejar a su jefe; de modo que heme…

Garcí se interrumpió, y echando una rápida mirada a su alrededor se aproximó a Eduardo y le dijo en voz baja:

—De modo que heme desarmado, y si fuera atacado, no podría defenderme, pues no me queda ni un solo cartucho. Esto no lo diría a nadie, pero a ti es muy diferente; ya ves que tengo absoluta necesidad de pólvora.

—Me queda muy poca —dijo Eduardo.

—Vaya —dijo Garcí—, tú no vendiste ayer más que la mitad, y aún te quedan al menos cien libras, y yo con cincuenta tengo bastante; si quisiera a cien pasos de aquí tomarte la pólvora, los carros, los caballos y hasta los hombres, pero no quiero; te he dicho que te protejo, y quiero que aproveches hasta el fin, yo no te pido nada más que esto, y si me lo das, puedes contar con Garcí mientras viva.

—¿Y si te la doy, ya no te deberé nada? —dijo Eduardo después de un momento de reflexión.

—Ya lo creo que no —respondió Garcí animándose—, ya lo creo, eso sería salvarme la vida dos veces.

—Está bien, señor Ferrier, dad dos cajas de hoja de lata a este hombre.

—Espera un momento —dijo Garcí—, voy a buscar un hombre para que se las lleve, y el dinero; a generoso, generoso y medio, yo te las pago doble, tú has vendido a ocho pesos, yo quiero pagártelas a diez y seis. ¡Pardiez! ¡Una onza por cada libra de pólvora! Si los príncipes de Europa la pagaran a este precio, no gastarían tanta en salvas ridículas y guerras inútiles.

Y Garcí soltó una carcajada satisfecho de su ocurrencia.

—No —dijo Eduardo—, a ti no te la vendo, te la regalo.

—¡Cómo! —exclamó Garcí admirado—. ¡Cómo! ¡Y rehusas ochocientos pesos! ¡Eso es heroico! ¡Cómo! ¿Me salvas la vida, y esto gratis? ¡Dios mío, en qué tiempos vivimos! —dijo Garcí con tono enfático.

—Que quieres, cada uno tiene su modo de ver las cosas —respondió Eduardo—, un favor que se paga no es favor; toma la pólvora y déjame partir en paz, pues tengo prisa.

—Venga esa mano, hombre extraordinario —dijo Garcí—, yo te nombro capitán general de mis ejércitos, y si alguna vez tienes necesidad de mí, acuérdate que Garcí está a tu servicio.

Eduardo tendió la mano al bandido que la apretó con efusión.

—¡Adiós! —dijo Eduardo disponiéndose a partir.

En aquel momento se vio llegar un hombre montado a caballo, en mangas de camisa, sin sombrero, cubierto de sudor, de polvo y de barro, que pasaba a todo escape sin pararse. Garcí, que se había bajado al suelo para pesar las cajas, para asegurarse de que estaban llenas, volvió la cabeza, y reconociendo al jinete, gritó:

—¡Tony!

El hombre a caballo se paró de repente, miró a su alrededor, y reconociendo a Garcí, echó pie a tierra.

—Dos palabras, capitán —dijo.

Garcí se apartó un poco para escuchar al mensajero, y dijo a Eduardo:

—Espera un momento, quizá me diga algo que pueda serte útil.

Eduardo esperó mirando atentamente a aquellos dos hombres; el mensajero gesticulaba, se animaba y se movía como un hombre que quiere convencer. Garcí hacía cuanto podía para mostrarse impasible, pero su rostro había tomado sucesivamente las expresiones de cólera, de descontento, de satisfacción, y por último, sus ojos se inflamaron, bajo la cabeza y pareció reflexionar un momento, luego la levantó y dio una orden al jinete que fue a sentarse sobre una de las cajas de pólvora. Garcí montó a caballo, y aproximándose a Eduardo, dijo sonriendo:

—Cuando digo que tú has nacido con buena estrella; si quieres, yo te acompaño; además, estoy ya cansado de yankees, si continúo aquí voy a comerme cuanto tengo con ellos, y prefiero ir a beber algunas copas con los compatriotas.

—¿Qué asunto? —preguntó Eduardo.

—Una friolera que tengo que arreglar en el camino; si quieres esperarme, yo parto dentro de veinte minutos, el tiempo necesario para que mi gente monte a caballo: de este modo podrás viajar como un milord, pues te doy trescientos hombres de escolta: ¿quieres esperarme?

—No; mis momentos están contados, y tengo prisa.

—¿Partes solo?

—Sí.

—Bien, vete —dijo Garcí—, mi gente marcha bien y te podrá alcanzar en el camino, y aunque tú no quieras tendrás doscientos hombres de infantería ligera y cien caballos de escolta; un lord pagaría por esto veinte mil pesos.

Eduardo le dijo adiós con la mano, y la columna se puso en movimiento. El guía mandó dos indios armados delante y se puso al frente de la caravana. El señor Ferrier se colocó al lado de Eduardo, y le dijo:

—¿Sabéis que estamos rodeados de bandidos?

—Ésa es la triste verdad.

—¿Y que vamos a presenciar algún horrible drama?

—¿Cómo?

—Sí; yo he oído lo que ese hombre ha dicho a Garcí, y esa gente va a robar y quizá asesinar dentro de poco.

—¿Qué ha dicho?

—Según he podido comprender, parece que una banda de Garcí ha querido atacar un campamento francés; que ha perdido mucha gente, luego se ha replegado sobre el campo donde ha bebido y jugado sus armas y sus caballos; que ahora se encuentra sin carabinas, sin dinero y sin víveres, y que vuelve al campo americano a buscar a Garcí para pedirle socorro para poder continuar su camino.

—Hasta ahora no veo en vuestra relación nada de siniestro —dijo Eduardo—, además nosotros tenemos el salvoconducto, y si están sin armas.

—Aún no lo he dicho todo —continuó Ferrier—, parece que vienen siguiendo a una asociación de mineros que vuelve a San Francisco. El mensajero le ha dicho a Garcí que esa gente trae gran cantidad de oro, y que algunos de ellos eran los mismos que habían ganado el dinero y las armas de los bandidos y que todos iban montados en excelentes mulas.

—Ya comprendo.

—Buena presa —ha respondido Garcí, añadió Ferrier—, quien roba a ladrón tiene cien años de perdón, como decía don Luis Mejía; vamos a salvar hoy nuestras almas. Esto ha dicho Garcí.

—¡Infame! —dijo Eduardo—, ¡despojar a esas gentes que, sin duda, han trabajado doce horas diarias por espacio de seis meses o un año, y que ahora vuelven a Europa, para hacer la felicidad de sus familias! Preciso es devorar la vergüenza que debemos tener, de no hacernos matar antes, que asistir tranquilamente a tantos escándalos. El día de la justicia llegará, señor Ferrier, estad tranquilo.

—En efecto —dijo Ferrier—, es muy duro para gentes de honor presenciar, sin decir una palabra, las violencias de esos miserables.

Como Garcí lo había prometido, alcanzó a Eduardo a las pocas horas de marcha. Los indios que custodiaban los carros anunciaron al guía su llegada; mandáronse dos hombres en su reconocimiento, los cuales cambiaron algunas palabras con el indio que había enviado Garcí. El guía consultó a Eduardo, el cual le dijo que dejara aproximar al bandido, que seguía el mismo camino que ellos y que no había nada que temer.

Garcí se presentó con la sonrisa en los labios galopando en su caballo; vestido con elegancia, con un traje de hilo blanco y un sombrero de Panamá, echado sobre la oreja, la cintura ceñida por un cinturón de charol del cual pendía su cuchillo de caza y un revólver.

Garcí mandó a la cabeza un destacamento de cien hombres a pie, con dos hombres que les servían de guías. Cuando hubieron pasado adelante de Eduardo se dividieron en grupos, uno penetró en el bosque por la derecha y otro por la izquierda; luego mandó otros cien hombres delante del convoy apoyados por cincuenta caballos, y con los cincuenta caballos y cincuenta infantes restantes, formó la retaguardia, poniéndose él mismo a su frente.

—¿Es que vais a hacernos presenciar, a pesar nuestro, alguna nueva infamia? —dijo Eduardo.

—No —dijo Garcí—, emplearemos la dulzura, todo se pasará amistosamente, pues la sangre me causa horror, arreglaremos el asunto diplomáticamente, por la vía de las negociaciones, la fuerza no se empleará más que a la última extremidad, lo que creo no sucederá.

—¿Me juras que no asesinarás a nadie? —dijo Eduardo.

—Te lo juro —replicó Garcí, haciendo la señal de la cruz.

Eduardo continuó la marcha al lado de Garcí, que parecía haber olvidado completamente que un drama, en el que debía ser principal actor, le esperaba en el camino que iba del campo americano al francés, o un lado del bosque que atravesaba, y se entretenía alegremente cazando, ya los faisanes, corzos, gamos, ciervos y hasta pájaros pequeños, como palomas, usando siempre la bala cónica y con la carabina. Eduardo, al ver su destreza, le preguntó si manejaba lo mismo el sable y la pistola.

—Vais a verlo —respondió Garcí, tomando el revólver.

Uno de los hombres que marchaban a la cabeza de su escolta había parado su caballo, para encender un cigarro; Garcí apuntó a la cabeza del caballo, hizo fuego, y el caballo dio un salto terrible, lanzando a su jinete a diez pasos de distancia.

Eduardo no pudo contener una carcajada, y Garcí se detenía el estómago de tanto reír.

—¿Adónde habéis apuntado?

—¡Pardiez!, a la oreja —respondió Garcí.

El hombre derribado se levantó de mal humor, e iba a desahogar su cólera con alguna blasfemia, cuando vio que Garrí lo miraba seriamente, bajó la cabeza y fue a tomar su caballo.

—He aquí un ejemplo de nuestra disciplina —dijo Garcí a Eduardo.

—En efecto, os temen —dijo Eduardo—, vos poseéis un gran ascendiente sobre toda esa gente.

—Son capaces de dejarse abrir las cuatro venas por mí, dijo Garrí. Pasemos ahora al sable; poned atención y mirad bien, señor Mercier; voy a partir por en medio aquella fruta encarnada que hay en aquel árbol, marchando a escape, y luego corto la rama, pero esto a mi manera; poned atención.

—¡Alto todo el mundo! —gritó a su gente.

Toda la escolta se paró, como un solo hombre, al oír la voz de su jefe.

—Ven aquí —dijo Garrí, al hombre que había derribado—, estás fumando un mal cigarro, voy a darte uno de los míos.

El hombre avanzó, con las facciones alteradas por la cólera comprimida, y por el miedo, pues ignoraba lo que iba a inventar Garcí.

—Toma, he aquí un cigarro, y esto para que compres otros en el campo francés —añadió dándole seis onzas.

El bandido las tomó con avidez, haciéndolas sonar en la mano; y volviendo a su puesto, gritó:

—¡Viva Garcí!

—¡Viva! —respondieron a la vez todos los bandidos.

—¡Plaza! —gritó Garrí.

Los bandidos se colocaron en dos filas para dejar paso a su jefe. Garcí salió a escape, y al llegar al árbol que había designado a Eduardo, se levantó sobre los estribos, dio una cuchillada y partió por la mitad la fruta encarnada, tiró con violencia las riendas de su caballo, que se encabritó haciendo tres pasos atrás, y antes que dejara caer los pies delanteros hizo un movimiento a la izquierda, clavóle las espuelas, y el pobre animal dio un salto terrible hacia adelante, describiendo una curva; en este momento Garcí cortó la rama, que cogió al caer con la misma mano que tenía el sable, y se la llevó a Eduardo.

—¡Viva el capitán Garcí! —gritaron tres veces los bandidos.

Garcí hizo una señal, y la columna se puso en marcha.

Hízose alto para comer, y a los postres, Garcí, que ya estaba medio chispo, propuso a su gente echar un brindis a la salud de los que no podían tardar en llegar.

—Porque, al cabo y al fin —dijo mirando a Eduardo—, yo les he prometido mi bendición. ¿Es verdad, joven?

—Vos me habéis dado vuestra palabra de que no se cometería ningún asesinato —respondió con seriedad Mercier.

—Es verdad, es verdad —dijo Garcí—, el joven protegido de la Asociación, dice la verdad. Abolición de la pena de muerte, es decir, si se portan bien; abolición de la pena de muerte, señores, esto me gusta, porque, al cabo y al fin, podría llegar un día en que…

Garcí puso su mano al cuello y sacó la lengua.

En aquel momento llegó un hombre, cubierto de sudor, y le dijo a Garcí que el convoy que esperaban, llegaba, y que cincuenta hombres lo seguían escondidos por el bosque, a quinientos pasos de distancia.

—Vais a ver una hermosa maniobra —dijo Garcí a Eduardo—. ¡En pie todo el mundo!

Todos los hombres se levantaron al mismo tiempo que él.

—¡Al examen! —gritó Garcí.

Los bandidos fueron a ver sus armas y caballos, y miraron su cintura.

—¡A caballo! —gritó Garcí, con un tono de autoridad que Eduardo no le conocía aún.

En tres minutos los caballos fueron ensillados y los hombres montados.

—¡A las armas! —dijo Garcí.

Cada uno de los bandidos tenía un revólver y las bridas de su caballo de la mano izquierda, en la derecha un sable, que pendía de la muñeca, y un segundo revólver.

—Durante el embate, mi puesto está a la cabeza de mi gente —dijo Garcí pasando delante de todos.

—Lástima es —dijo Eduardo a su secretario— que este hombre no haya tomado otra dirección. Ved qué bravura, qué corazón, qué sangre fría y qué destreza en el manejo de todas armas.

—Tenéis razón —respondió Ferrier.

—Sigámosle; ese diablo de Garcí es una curiosidad, y la vida de bandido no carece de cierta horrible poesía; vamos a ver si podemos salvar a esas pobres gentes que vienen, sin saberlo, a caer en las redes que les han tendido estos miserables.

—Vamos —respondió Ferrier.

Los dos jóvenes fueron a colocarse al lado de Garcí.

—Bien hecho —dijo Garcí con orgullo—, bien maniobrado. ¿No es verdad?

—Perfectamente —respondió Eduardo.

Garcí echó una ojeada sobre su gente.

—Tú has olvidado tu sable —dijo con furia a uno de ellos—, una quinta parte de menos al primer reparto.

El hombre a quien hablaba miró su mano derecha confundido y desenvainó el sable que pendía a su costado.

—¡Adelante, marchen! —gritó Garcí, poniendo su caballo al galope en dirección al campo francés. Eduardo le seguía sin separarse de su lado.

—Cuando se ataca —dijo Garcí a Eduardo caminando—, la energía y la audacia del jefe infunde valor a los soldados, y en la guerra el hombre que ataca es cuatro veces más fuerte que el que se defiende.

A los pocos minutos llegaron adonde estaba el indio que servía de guía a los mineros y que no había tenido tiempo para ir a prevenirlos.

Garcí y su gente llegaron en un momento frente al convoy de los mineros.

—¡Alto ahí! —gritó.

La caravana se paró, y algunos alemanes prepararon las armas como para hacer fuego.

—¡Preparad las armas! —dijo Garcí a su gente.

Los mineros fueron cercados por tedas partes en un abrir y cerrar de ojos.

—¡Abajo las armas y entregáos al capitán Garcí! —gritó el bandido.

Hubo un momento de vacilación.

—¡Abajo las armas! —dijo Garcí—, o no se escapa uno solo de vosotros con vida.

Los mineros vacilaron aún.

—¡Apunten! —gritó Garcí a los suyos.

Trescientos hombres apuntaron sus armas contra cuarenta pobres gentes que aún no podían darse cuenta de aquel ataque inesperado, y se miraban unos a otros.

—¡Atención! —dijo Garcí, levantándose sobre sus estribos y blandiendo ti sable—, a la voz de fuego que no se escape ni un solo hombre.

Eduardo se acercó y le dijo:

—¡Acordáos de la palabra que me habéis dado!

—¡Vete al diablo! —dijo Garcí con furor—, mi palabra va a hacerme perder algunos hombres: sin ti, su cuenta ya estaría arreglada; si no resisten, los perdono a todos; pero si resisten, no se escapa ni uno solo.

—Dejadme hacer a mí —dijo Eduardo.

—Id y daos prisa; de lo contrario no respondo de nada.

Eduardo se acercó a un anciano que iba delante de la caravana y le dijo en voz baja:

—Rendios, toda resistencia es inútil; yo os haré restituir una parte de vuestras pérdidas de hoy, os doy mi palabra de honor; dentro de cinco minutos os mandaré las provisiones suficientes para que podáis llegar a San Francisco.

—Muy largo es eso —dijo Garcí—, esos mozos pueden darse por dichosos de tener un plenipotenciario como tú; pero ten cuidado y no nos juegues una mala pasada, porque, en ese caso, caerás con ellos.

—Despacháos —dijo Eduardo—, ese hombre ha bebido, y el vino lo hace más terrible de lo que es; haced lo que os digo sin vacilar.

El anciano fue a consultar con algunos compañeros, los cuales entregaron las armas a Eduardo, quien a su vez las presentó a Garcí, diciéndole:

—¿Estáis contento de mi embajada?

—Yo te aprecio, joven —dijo Garcí con la actitud de un predicador—, tú llevas contigo el ramo de oliva, signo de la paz; yo te… yo os bendigo a todos, gente inocente, que habéis robado a los Garcí jugando ayer hasta dejarlos sin camisa. Continuad vuestro camino y aprended a vivir y a respetar a los soldados de Garcí; pasad y despacháos.

—Partid —dijo Eduardo.

—Dejadnos, al menos una parte de las bestias para poder llegar hasta el campo americano —dijo el anciano—, vos sabéis muy bien que se mata un buey cada día porque la carne no se conserva, y además necesitamos algunos sacos de galleta para no morir de hambre en el camino.

—Cuando no se falta a mis gentes —dijo Garcí—, yo soy amable; pero se ha faltado, asesino. Mi protegido ha interpuesto su mediación, y ha pedido el perdón de los culpables, se le acuerda; no se mata, pero se deja morir de hambre, partid.

—¡Infame! —dijo Eduardo en voz baja.

Y levantando la voz, añadió:

—Partid, partid al momento.

Todos los mineros pasaron por delante de Garcí, desarmados y con la cabeza inclinada.

—Registradlos —dijo Garcí.

Dos bandidos registraron uno después de otro a todos los mineros, e hicieron un gran montón de saquitos de oro en polvo, de lingotes, relojes, cadenas, y a varios de ellos les quitaron las levitas y sombreros que parecieron en bastante buen estado para darlos a los seides de Garcí.

—Depositad todo eso en la caja general de depósitos —dijo Garcí.

Los bandidos colocaron todos los objetos robados en las grandes alforjas de cuero que llevaban cuatro hombres de los que acompañaban a Garcí y en los que tenía una gran confianza.

—En orden y adelante —dijo Garcí.

Hicieron dar media vuelta a las mulas y caballos del convoy de los mineros, y Garcí colocó una guardia en torno de aquel material que él llamó inmediatamente su convoy. En aquel momento vio a un enfermo que disputaba con el mismo bandido que había desarzonado pocas horas antes.

—¿Qué hace ese recalcitrante? —dijo Garcí.

—Pide su caballo —respondió el bandido—, porque ya no puede marchar a pie, y yo le digo que se lo lleve.

—¡Cómo!, ¿tú se lo das sin orden mía?

—Pero si no puede marchar —replicó el bandido—, tú mismo no puedes rehusar esto.

—Te equivocas, canalla —dijo Garcí—, aquí nadie manda más que yo. ¡Vive Dios!, he dicho que se tome todo y a todos sin excepción. ¿Entiendes?

—¡Yo canalla! —replicó el bandido—, porque tengo piedad de un hombre que acaba de darnos el último maravedís, y que quiero dejarle un mal caballo. ¡Vaya una justicia!

Y el bandido se volvió hacia sus compañeros que dejaron escapar un ligero rumor, aunque estaban inmóviles y con la cabeza baja ante la actitud de su camarada, que parecía provocarles a manifestar su descontento.

Con una rápida mirada Garcí se hizo cargo de la situación, tomó un revólver y se lanzó contra el bandido, que al oír el galopar de un caballo volvió la cabeza al mismo tiempo que Garcí lo apuntaba.

—¡Capitán! —exclamó.

Y no pudo decir más: Garcí le había atravesado el cráneo…

El joven enfermo, asustado bajó del caballo y con gran dificultad se dirigió hacia donde estaban sus compañeros.

—Muy bien hecho —dijo uno de los cuatro bandidos que acompañaban a Garcí.

—Registra el muerto, y cuanto tenga es para ti —dijo éste.

El bandido echó pie a tierra y encontró en los bolsillos del cadáver dos puñados de onzas de oro, dos pistolas, un puñal y dos relojes.

—¿Y el caballo? —preguntó el bandido.

—Pon las pistolas en los arzones con doce onzas de oro, y dadlo al enfermo —dijo Garcí.

—¡Bravo! —exclamó un bandido.

—Tú —dijo Garcí— tú comprendes los grandes hombres; tú tomarás una quinta parte de más de la presa. ¡Adelante, marchen!

—¡Viva Garcí! —gritó el bandido, entregando el caballo al enfermo.

—¡Viva Garcí! —respondió toda la chusma.

—Hijos míos —dijo Garcí—, la unión hace la fuerza. La disciplina en un Estado constituye el poder, el orden y la riqueza; vosotros lo habéis comprendido. ¡Éste es un hermoso día para la Asociación! Yo os doy una quinta parte más cuando lleguemos al campo.

—¡Viva Garcí! —repitieron en coro los bandidos.

Cuando hubieron andado unos cien pasos, Eduardo se acercó a Garcí, y le dijo, sonriendo:

—A fe mía, que vos sois un grande hombre, en vuestro género.

—Ya lo sé —dijo Garcí—, ¿creéis que no se necesita un poco de talento para domar a estas bestias feroces, hacerlas obedecer a una señal y decidirlas a que se hagan matar? ¿Y para qué?, para enriquecerme. ¿Creéis que no se necesita genio para hacer temblar a todo un país con ochocientos tunos, que no saben más que izar una vela y lavar un puente, convirtiéndolos en soldados terribles? ¿Creéis que no se necesita talento para hacer todo esto?

—Convengo en ello —dijo Eduardo—, pero vos concluiréis con haceros ahorcar.

—Os equivocáis; o yo vuelvo a Europa cargado de millones, o si me veo bastante fuerte y me quedo aquí, en este caso organizo mi ejército reclutando a los indios, creo una administración, me apodero del país y me convierto en un poder.

—¿Y el Norte?

—¿El Norte? Si se mueve, me declaro partidario del Sud, y no paro hasta Washington. Yo tengo mis inteligencias por todas partes, y estoy al corriente de una vasta conspiración, que tarde o temprano debe hacer tomar las armas a todos los Estados de la Amércia del Norte; y yo os aseguro que un día vendrá en que la Europa y la América tratarán de potencia a potencia, con este bandido llamado Garcí, que hoy veis a la cabeza de algunos tunos sin fe ni ley, como no sea la de sus vicios y crímenes.

Eduardo escuchaba a aquel bandido que hablaba con la convicción de un hombre que llena su misión, y a cada instante se confirmaba más y más en la opinión que había manifestado a Ferrier, de que el bandido hubiera podido, dadas otras circunstancias y colocado en otro centro, llegar a ser alguna cosa.

—Allá veremos —dijo Eduardo—, por el momento permitidme que dé una mula cargada de víveres a esos pobres diablos.

—Es verdad —dijo Garcí—, id si queréis. Pero te aseguro, que si tú estuvieras siempre a mi lado, concluiríamos por echar a perder el oficio.

Eduardo tomó una mula del convoy e hizo agregar a los sacos de galleta unas cuantas botellas de ron, algunas cajas de conservas, una carabina con municiones, y acompañado de su secretario volvió atrás hasta encontrar a los mineros robados.

—Amigos y compatriotas —dijo—, he aquí con qué poder continuar vuestro camino y defenderos en caso de necesidad contra los animales feroces; esto es un adelanto sobre lo que habéis perdido y que yo os prometo restituir en parte si sois hombres capaces de prestarme auxilio en caso de necesidad.

Y Eduardo distribuyó, además de los víveres, un saquito de onzas de oro.

—Sí —dijeron varias voces.

Todos los viajeros que antes estaban sentados y tristes se pusieron en pie y rodearon a Eduardo.

—Hablad y se os obedecerá —contestó uno de los viajeros.

—Encontráos, el 28 de julio, a las once de la noche, en la Casa Osborn de San Francisco, y presentad estas líneas.

Eduardo les entregó un papel en que escribió la fórmula que ya conoce el lector.

—Contad con nosotros —dijeron los viajeros tendiéndole las manos.

—Está muy bien —respondió Eduardo.

Eduardo y su secretario volvieron de nuevo a encontrar a Garcí, y después de algunas horas de marcha hicieron su entrada triunfal en el campo francés.

Capítulo XV

La noche misma de su llegada al campo francés Eduardo recibió la visita de varias personas que iban a informarse de los precios de las mercancías para preparar la lucha comercial que debía comenzar al día siguiente, entre los cuales había dos franceses, que acudían al saber que un negociante compatriota suyo, acababa de llegar, después de haber pasado por el campo americano.

—Vos debéis de tener en vuestro poder onzas de oro en moneda acuñada —dijo el llamado P…

—Sí señor —respondió Eduardo.

—Yo os las compro.

—Y yo también —dijo el otro francés, llamado S…

—¿Por qué razón, señores? —preguntó Eduardo.

—Porque voy a partir para San Francisco —dijo P…—, y según me han dicho, en la casa de juego no quieren recibir más que las onzas de oro acuñadas; y como yo no voy más que para jugar, vos comprenderéis fácilmente que necesito hacer provisión.

—Muy bien —dijo Eduardo—, yo tengo una buena cantidad. ¿A cómo me las pagáis?

—Yo os daré una onza y media de oro en polvo, por cada una.

—Y yo dos —dijo S…

—Y yo tres —replicó P…

—Acepto —dijo Eduardo.

El señor S… salió, para ir a buscar el oro en polvo, y volvió a poco rato con algunos sacos; pesáronse y Ferrier, pagó el precio convenido en moneda sonante.

—Buen negocio —dijo Eduardo a su secretario—, si esto continúa, vamos a poder dejar en San Francisco la friolera de cien mil pesos para que principie a marchar nuestra joven sucursal.

Al día siguiente comenzó la venta en la plaza pública, Garcí por un lado y Eduardo Mercier por otro. La botella de aguardiente subió hasta veinte pesos cada una; la galleta se vendió a dos pesos, como en el campo americano; pero la pólvora subió a un precio fabuloso; el mismo Garcí pujaba y compraba, pues él quería, según dijo varias veces al señor Ferrier, cuando venía a entregarle los cartuchos de onzas de oro, hacer pagar al público las cincuenta libras que Eduardo le regaló en el campo americano.

Garcí y Eduardo realizaron sumas prodigiosas, y ambos sólo conservaron lo estrictamente necesario, el uno para su regreso a San Francisco, y el otro, para el tiempo que pensaba pasar en el campo americano.

La venta se había comenzado por la mañana, y a medio día se habían vendido ya mercancías, mulas, sillas de montar, y cuanto hubo que vender.

Eduardo Mercier ganó en pocos días una fortuna, y la poseía en oro en polvo, lingotes y onzas; hizo tres paquetes, atados fuertemente, dio uno a Ferrier, otro a míster Blatburn y otro para él, encargando que cuando cualquiera de ellos saliera, los otros dos debían quedarse armados para custodiar el tesoro.

Eduardo salió a dar una vuelta por el campo para estudiar la vida de los mineros, objeto principal de su viaje; por fin, cansado de ver, correr y observar, volvió a su tienda donde encontró a Ferrier muy contento.

—¿Qué sucede? —preguntó.

—He hecho un magnífico negocio.

—¿Cuál?

—He vendido una botella de aguardiente por dos onzas de oro en polvo; yo la he vendido sólo por poder consignar este hecho curioso en mis notas de viaje.

—Mal hecho —dijo Eduardo—, pues vos sabéis que no nos queda más que lo absolutamente necesario para el viaje.

—¿Qué queréis que hiciera? Tanto han insistido que, al fin, he cedido; he aquí el oro.

Eduardo examinó el saquito y lo pesó en su mano.

—Aquí no hay dos onzas —dijo Eduardo.

—Sí señor —respondió el secretario—, yo mismo lo he pesado con esta pesa que me ha prestado el señor X…

Eduardo tomó la pesa, pesó el oro y quedó admirado al ver que estaba bien el equilibrio; examinó las pesas y dijo:

—Estas pesas son falsas, y vos habéis cometido un robo.

—¡Cómo! —exclamó Ferrier.

—Como lo oís.

—En ese caso quien lo ha cometido es el señor de X… al cual he pedido la pesa de su establecimiento. En efecto ahora me acuerdo que me preguntó si era para comprar o para vender, y yo le he respondido buenamente, que era para vender… Examinemos las pesas a ver el excedente.

Pesóse de nuevo, y el señor Ferrier, el hombre más honrado del mundo, se encontró con que había vendido una botella de aguardiente, del más inferior por seis onzas de oro.

Eduardo Mercier quedó convencido, como quizá lo estarán la mayor parte de nuestros lectores, que las minas de California producen poco para el minero y mucho para los negociantes; y que el robo organizado y tomado como sistema es lo que produce muchísimo más.

Eduardo Mercier había terminado su empresa comercial, vendido sus mercancías, y anunció a los señores Blatburn y Ferrier de que partirían al día siguiente, pues no le quedaba otra cosa que hacer que dar una vuelta por el campo francés para completar sus estudios, y dio orden a su guía para que hiciera todos los preparativos necesarios a fin de poder partir por la noche, evitando de este modo los calores del primer día de marcha.

Al amanecer salió Eduardo de su tienda acompañado de su guía y dos indios, y recorrió todos los campamentos, sondeando los ánimos para realizar su proyerto de orden y de seguridad en California. Solo una asociación pareció compuesta de partidarios de Garcí, y tomó una actitud amenazadora cuando les preguntó si habían sufrido por causa de los bandidos que recorrían el país; sin cuidarse de ese incidente, pasó adelante, no sin temor de ser denunciado a Garcí, pues fácilmente conoció que aquellos eran afiliados o protegidos de Garcí, y aún quizá bandidos que trabajaban por su cuenta. Todos los demás campamentos aceptaron la proposición y recibieron la palabra de orden que debían reunir algunos miles de hombres resueltos en casa de la señora viuda de Osborn, el 28 de julio a las once de la noche.

Como la sequedad se hacía sentir, Eduardo Mercier resolvió tomar la orilla del San Joaquín para volver a San Francisco, a fin de encontrar pasto para los animales. A las tres de la madrugada montaron a caballo, y ya iban a ponerse en marcha, cuando apareció Garcí, denotando en su aire cierta desconfianza.

—Señor Mercier —dijo—, dos palabras. Echad pie a tierra.

—¿Qué queréis? —dijo Eduardo.

—Bajad, deseo hablaros.

Eduardo echó pie a tierra. Garcí tomó su brazo, y llevándoselo aparte para que nadie lo oyera, dijo:

—Vos sois un hombre de honor, y se puede tener confianza en vos; responded a mi demanda. Ayer, vos habéis dado un paseo sospechoso, y habéis hablado mal de mí; eso no me parece bien, porque, al cabo y al fin, yo no os he hecho nada. Si fuera esto sólo, se podría perdonar, pues no se puede exigir que un hombre como vos, quiera bien a un hombre como yo; pero conspirar, amigo mío, eso es harina de otro costal, y no pasa. Yo podría no dejaros partir o partir con vos: antes de tomar ninguna resolución quiero que me respondáis con la franqueza que os caracteriza. Dícese que vos habéis venido solamente para jugarme una mala pasada, y que queréis sublevar contra mí los campos francés y americano para exterminarme aquí. ¿Esto, es verdad?…

—¡Exterminaros aquí! —dijo Eduardo.

—Sí, eso es lo que se dice. ¿Es verdad esto?

—Os han engañado.

—Y que volvéis al campo americano, donde habéis conservado inteligencias con los yankees, que me detestan.

—Os han mentido. Yo no vuelvo al campo americano, porque no tengo nada que hacer allí; además, mis caballos podrían morir de hambre, si me separara de las márgenes del San Joaquín, el cual pienso costear hasta llegar a San Francisco, de donde saldré para Panamá, algunos días después de mi llegada.

—¿Me dais vuestra palabra de honor?

—Os la doy.

—Eso es diferente —dijo Garcí—, partid… pero mucha atención, joven no os hagáis ilusiones ni conspiréis contra Garcí, porque os costaría cara la fiesta.

—Os repito que voy directamente a San Francisco.

—Pues bien —dijo Garcí, mirándole fijamente—, me están dando deseos de acompañaros.

—Venid y me haréis compañía.

—Yo, aún tengo que hacer en el campo americano, venid conmigo por ese lado.

—No —respondió Eduardo—, yo he tomado una resolución y no tengo tiempo que perder, pues quiero embarcarme antes del 10 de agosto, para llegar a Panamá, antes del 20 de septiembre, y nada me hará cambiar mi itinerario.

—Bien —dijo Garcí, murmurando algunas palabras, que Eduardo no pudo comprender bien—, sin embargo, podría forzaros, pues no sé por qué principio a dudar de vos, señor hombre honrado.

—Y yo os digo —replicó Eduardo con firmeza—, que estoy decidido a hacerme matar, antes que ceder…

—Ya sabemos eso —dijo Garcí—, ya sabemos que vos sois un valiente testarudo, como he visto muy pocos: ¡qué demonios! nadie os quiere matar, esto es un capricho; cada cual tiene los suyos.

—¿Tenéis aún algo que decirme?

—No.

—Entonces, me voy.

—Dadme vuestra mano, y partid; pero juguemos limpio, os lo prevengo.

—Ésa es mi costumbre.

—¿Cierto?

—Como lo oís.

—¿Cuándo os volveré a ver?

—En San Francisco, si llegáis a tiempo.

—¿Cuándo salís para Panamá?

—Antes del 10 de agosto.

—Pero, ¿cuándo?

—Del 5 al 10.

—Entonces os veré, pues yo llegaré antes del día 5.

—Pero, ¿cuándo? —preguntó a su vez Eduardo.

—Del 1 al 5.

—Os espero, pues del 1 al 5.

—Convenido. Y si por casualidad quisiera embarcarme, ¿me recibiréis a bordo de vuestra goleta?

—Eso dependería de las circunstancias.

—¿Cuáles?

—En San Francisco os las diré.

—¿Luego cabe en lo posible?

—Perfectamente.

—¿Adónde podré encontraros?

—En la fonda, sin duda.

—Hasta la vista, pues.

—Hasta la vista —dijo Eduardo, montando a caballo.

Garcí, siguió con la vista a la caravana, hasta que hubo desaparecido en la oscuridad. Luego, con la cabeza inclinada sobre el pecho pareció meditar un rato.

—Vamos, manos a la obra —dijo Garcí, en alta voz—, y sobre todo, tomemos nuestras precauciones. En San Francisco no hay nada que temer, allí no hay más que mujeres y ricachos que no quieren arriesgar nada. En el campo francés se trabaja, y además, vamos a examinarlo; sobre todo, son los yankees los que se deben visitar antes de partir, y, ¡ay de ellos! si se mueven.

Garcí entró en su tienda, mandó cuatro espías detrás de Eduardo, con orden de no perderlo de vista; cuatro para que inspeccionaran el campo francés y otros cuatro al campo americano, y se quedó aún algunos días en el campo francés para concluir lo que él llamaba sus negocios, que consistían en apoderarse de grado o por fuerza de una parte del trabajo de los mineros, y en dar ocupación en las minas a un pequeño número de sus satélites, que a falta de buen terreno, arrojaban a las asociaciones formadas sobre diferentes puntos, y continuaban por su cuenta el trabajo comenzado.

Dejémosle en el campo francés y sigamos a nuestro héroe.

Después de algunos días de penosísima marcha, Eduardo y su comitiva llegaron a la orilla del San Joaquín, donde encontró una asociación de mineros que habían encendido el fuego para preparar la comida: pidióles noticia de San Francisco, y le respondieron que no teniendo recursos suficientes para comprar los caballos y bueyes que necesitaban, habían comprado una barca, y que con ella habían remontado el río; por consiguiente que habían salido antes que él.

Eduardo les propuso hacer mesa redonda, como suele decirse; los mineros aceptaron cambiando el producto de la caza por el vino, los licores y las galletas de que principiaban a carecer.

Concluida la comida, y cuando ya iba a separarse el guía de Eduardo se le acercó diciéndole:

—Mi amo, dentro de poco tiempo estos hombres llegarán al campamento y no pueden perderse ni correr ningún peligro, pues llevan un guía que ha hecho tres veces el viaje.

—Y bien, ¿qué quieres? —preguntó Eduardo.

—Mi hermana, que nos acompaña, ha predicho una desgracia y yo veo, que cuanto más avanzamos, más árida es la tierra.

—Pero, puede llover —dijo Eduardo.

—No, —repuso el guía—, no lloverá hasta que lleguemos al mar.

—¿Cómo lo sabes tú?

—Yo lo veo —dijo el guía, extendiendo la mano hacia el horizonte y volviendo la cabeza hacia al Oeste y el Sur, respirando con violencia, como si quisiera aspirar todo el aire antes de hablar—, no —añadió—, no caerá una gota de agua antes que lleguemos al mar.

—¿Y qué quieres hacer? —preguntó Eduardo.

—Esos hombres ya no necesitan su barca —dijo el guía—, mañana tendrán que abandonarla, y no les importará nada hacer algunas leguas a pie; tómala o cómprala, si no, tú corres el peligro de perecer en el camino; tus piernas no son como las nuestras; nosotros podremos marchar, y tú y tus compañeros, no.

—¿Y nuestras mulas y caballos?

—Dáselas, pues van a perderse; o guárdalas, caminarán mientras puedan, quizá la mitad del camino.

Eduardo conocía demasiado bien la sagacidad y la previsión de su guía, para no escuchar sus consejos. Hizo proposiciones a los viajeros, que parecieron decididos a conservar la barca para volver a San Francisco después de un mes de trabajo, y discutían, entre ellos, la conveniencia de dejar dos constantemente guardándola y de trabajar cerca del río, o de ir al centro del campamento francés, donde según las noticias que acababan de recibir, se encontraban los terrenos más productivos.

En aquel momento, un indio llamó al guía y le habló en voz baja, señalando el bosque.

—Mi amo —dijo el guía a Eduardo—, ven.

—¿Qué quieres?

—Es absolutamente necesario que poseas esa barca, pues corres un nuevo peligro.

—¿Cuál?

—Te siguen.

—¿Quién?

—Gente armada.

—¿Cuántos?

—Cuatro.

—¿Qué importa?, nosotros somos doce.

—¡Quién sabe los que vendrán luego!

—¿No se puede saber?

—No; se necesitaría volver cerca del campamento; y además, quién sabe si esperan que estemos lejos, muertos de hambre y sin caballos…

—Tienes razón —dijo Eduardo.

Y volviéndose a los mineros, les dijo:

—¿Cuánto queréis por la barca?

—A fe mía, ¿cuánto nos dais? —dijo uno de ellos.

—Fijad el precio vosotros —dijo Eduardo—, pues yo temería pensar demasiado en mi favor y muy poco en vos.

—No —decidlo vos mismo.

—Como queráis: vuestra barca habrá costado, en San Francisco…

—Doscientos pesos —interrumpió uno de los viajeros.

—¡Doscientos pesos! —exclamó Eduardo—, yo creía que a todo lo más sesenta… pero, en fin, ya que queréis ese precio, admito.

—Pero nosotros queremos el doble —dijo otro.

—Lo que hace la suma de cuatrocientos pesos —dijo Eduardo.

—Queremos el doble y dos mulas para nuestros bagajes —dijo un tercero.

—Está bien —respondió Eduardo.

—No —dijo otro—, yo no consentiré que se dé menos de mil pesos.

—Mil pesos, eso es —dijeron todos a la vez—, ese es el último precio.

—En fin señores —dijo Eduardo—, pónganse ustedes de acuerdo, o continúo mi camino; pues a pesar del deseo que he manifestado, no quiero ni apoderarme de vuestra barca ni pagarla a un precio exorbitante.

Los mineros temieron se les escapara una buena ocasión de principiar su fortuna, y pidieron mil pesos, un caballo, dos mulas, un saco de galleta y una caja de ron.

Eduardo aceptó, e inmediatamente hizo cargar la barca y dio la señal de partida.

La caravana de Eduardo costeó las verdes márgenes del San Joaquín, dejando la barca abandonada a la corriente.

Los indios se equivocan raramente: Eduardo perdió sucesivamente los caballos y las mulas; al cabo de ocho días de marcha ya no les quedaban más víveres que algunos sacos de galleta, muy pocas conservas y ron, y ni siquiera una gota de vino.

La marcha era más penosa y lenta; en atención a los pocos víveres que quedaban se fijó una ración diaria a cada hombre; los que estaban cansados montaban en la barca y los otros seguían a pie. Eduardo, míster Blatburn y Ferrier dieron el ejemplo de igualdad ante las privaciones y los sufrimientos, limitándose a su ración y marchando a pie cuando les llegaba su turno.

Faltábales aún dos días de marcha para llegar a Venicia y determinaron hacer una parada de una noche; encendieron las hogueras que debían servir para asar los animales que habían cazado y para ahuyentar los tigres y osos que tanto abundan en aquellas comarcas.

Al amanecer del día siguiente volvieron a emprender la marcha, a medio día hicieron alto, y un indio apercibió un toro salvaje que erraba por la orilla del río; organizóse una verdadera caza y lograron matarlo al momento en que iba a atravesar los espesos matorrales, verdes durante las lluvias de invierno y secos e inflamables durante los grandes calores.

Antes de embarcarse debían descansar una hora. Eduardo, sentado en la barca, meditaba. Míster Blatburn, después de haber almorzado, se acostó a la entrada del bosque. El guía velaba cerca de sus indios dormidos, y hacía un momento que parecía inquieto, volviendo con frecuencia la cabeza hacia el sitio en que se había encendido el fuego para hacer el almuerzo, aspirando con fuerza la débil brisa que venía del bosque. De repente se puso en pie dando un grito para despertar a los indios. Eduardo sorprendido le interrogó, y el guía no respondió, aspirando de nuevo con inquietud el aire del bosque; dio una orden a los indios que había despertado, los cuales desaparecieron un momento, volviendo en seguida a escape.

—¿Qué hay? —preguntó Eduardo.

—¡Fuego! —respondieron los indios.

—¿Adónde?

—En el bosque —respondió el guía.

—¿Qué importa? —dijo Ferrier.

—Importa —dijo el guía con terror—, que todo el país, en torno nuestro, va a arder, y el río se cubrirá de cenizas; todo el mundo a la barca y que se mojen las velas.

Tan rápidos eran los progresos del incendio que apenas tuvieron tiempo para embarcarse y deslizar la barca. En medio del tumulto general, causado por el terror y la exasperación del guía, cuya sangre fría no se había desmentido nunca, y que por primera vez temblaba de miedo, hizo que no se pensara más que en saltar a bordo.

—Que nadie se mueva —gritó Ferrier—, don Eduardo, tomad el timón y conservad vuestra sangre fría.

Ferrier dio un puñetazo a un indio que quería arrojarse al agua, y sacando su revólver, dijo:

—¡Al primero que se mueva le levanto la tapa de los sesos!

Luego, con su sombrero principió a vaciar el agua cuanto pudo, y después se sirvió de los pañuelos como esponja. Cuando concluyó estaba inundado de sudor, pues había hecho en cinco minutos el trabajo de media hora, y respiraba con dificultad; su rostro se inflamó, las venas de su frente se hincharon y cayó al lado de Eduardo.

—¿Qué tenéis? —preguntó éste asustado.

—Me ahogo, agua; ¡dadme un poco de agua!

Eduardo cogió el sombrero mojado, lo llenó de agua y se lo dio. Ferrier se lavó la cara y la cabeza y pareció volver en sí.

—¡No os mováis! —fue la primera palabra que pronunció.

Luego fue a colocarse en medio de la barca, donde reunió las dos velas.

—¡No se distingue nada! ¡Maldición! —exclamó Ferrier.

En efecto, la oscuridad era extrema; una ráfaga de viento hizo elevar de repente la espesa capa de humo; todos aquellos moribundos pudieron reconocerse y dirigieron una mirada escrutadora en torno a ellos; a derecha, a izquierda, delante y detrás, todo ardía. Cincuenta leguas cuadradas de terreno eran devoradas por un incendio formidable, nunca visto, tal que ningún ser humano ha podido y quizá no podrá volver a contemplar.

Ferrier, sin perder un solo instante su sangre fría, volvió a mojar las velas e hizo que todo el mundo se cubriera con ellas. Míster Blatburn se envolvió en el pedazo que pudo coger, y se tendió a lo largo, sacando los brazos fuera del esquife para mojarse la cabeza. Eduardo se ahogaba con el humo, pero no por esto dejaba desviar el barquichuelo, que al fin fue abandonado a la corriente.

Las velas que abrigaban a los catorce viajeros se cubrían de ceniza; de cuando en cuando una chispa o un tizón las agujereaba y caía al interior quemando a alguno, quien daba un salto que hacía perder el equilibrio al esquife.

Míster Blatburn principiaba a sentir los primeros síntomas de la asfixia.

Ferrier estaba extendido al lado de Eduardo, que en vano había intentado continuar manejando el timón, y sólo tenía un remo en la mano para alejarse de la orilla si el viento o la corriente los llevaba hacia el fuego.

Los indios se acurrucaron, y el guía continuaba sentado en la proa lavando a la joven que lo acompañaba y que estaba sentada a sus pies con la cabeza inclinada sobre sus rodillas.

La atmósfera se oscureció completamente y el fuego no volvió a aparecer en los lados del camino infernal que seguía al convoy. No se oía más que el chisporroteo lejano de los enormes caobas que ardían y se desplomaban, las explosiones de los tarros porosos, los aullidos y rugidos de los animales salvajes, que gritaban, como pidiendo socorro contra el terrible enemigo, produciendo todo un rumor infernal.

Bajo las velas mojadas y casi calcinadas nadie se movía ya.

Al exterior, ruido siniestro y desgarrador.

Al interior, el silencio.

Por todas partes la muerte.

Capítulo XVI

Dejamos a Garcí pensativo y viendo ausentarse a Eduardo Mercier por el sendero que debía conducirlo a las orillas del San Joaquín y mandar en su seguimiento cuatro espías que debían seguirle hasta Venecia, para el caso, en que dejando el río volviera al campo americano, del cual desconfiaba.

El capitán Garcí pasó aún dos días organizando a sus mineros y dejándoles los víveres y las municiones necesarias, poniendo a rescate algunas asociaciones y equipando lo mejor que pudo a toda su gente.

Cuando todo estuvo concluido salió para el campo americano, tomando el mismo camino por donde había venido pocos días antes en compañía de Eduardo Mercier. Al llegar al sitio en que robó a la caravana, sonrió de placer; cuando uno de sus hombres le mostró el esqueleto rodeado de algunos pedazos de tela blanca del bandido que había asesinado.

GarcÍ no pudo reprimir un sentimiento de horror, y dijo:

—Déjame tranquilo; encontrar un muerto es muy mala señal.

—Lo que es mala señal es estar muerto —dijo el bandido.

GarcÍ rió de la ocurrencia y continuó su camino.

Al llegar a la plaza de la Chilena quedó estupefacto de no ver a nadie. Fue a llamar a la puerta, y ésta cedió, y Garcí pudo convencerse al momento que la casa estaba abandonada.

—¡Ni siquiera un gato! —dijo Garcí.

Acercóse a las otras tiendas, y tampoco vio a nadie.

—No cabe duda —dijo con emoción—, ¡la conspiración! Corramos a los campamentos; que se queden doscientos hombres aquí, y ciento que me sigan a escape.

Garcí visitó todos los terrenos donde había visto asociaciones de mineros, y sin encontrar alma viviente. Por fin, vio una tienda que se levantaba sola sobre una pequeña eminencia; encaminóse hacia ella, diciendo:

—Espero que en ésta encontraré a alguien.

En efecto, no se equivocaba; al llegar a la puerta vio una docena de hombres sucios y medio ebrios.

—¿Qué sucede? —preguntó Garcí.

—Todo el mundo ha partido —respondió uno de ellos.

—¡Traición! —gritó Garcí.

—¡Traición!, ya lo creo —dijo el minero—, hace muchos días que debíais haberos apercibido de ello.

—¿Cuándo partieron? —preguntó Garcí.

—Ayer.

—No hay tiempo que perder, despachemos.

—¿Adónde vamos? —preguntó el minero.

—A San Francisco.

—Si hubiéramos sabido, ¿no hubiéramos partido con los compañeros? pero hemos querido respetar la consigna y morir en nuestro puesto.

—¡Morir! —exclamó Garcí—, ¡cobardes! en vez de levantar la tapa de los sesos a todos esos canallas y de haceros matar hasta el último, ¿los habéis dejado partir?

—¡Doce hombres matar a tres o cuatrocientos mozos, robustos como toros! vaya una ocurrencia; ¡el capitán se vuelve lelo!

—¡Cállate! —dijo Garcí furioso, levantando el sable—. ¡Cállate o te parto por medio!

—Vamos, no hagáis el terrible —respondió el bandido.

—Partamos —dijo Garcí.

Diez individuos de los doce que había por tierra pudieron levantarse, los otros dos estaban tan embriagados que no podían oír ni articular palabra.

—¿Y éstos? —preguntó el minero.

—Déjalos aquí y dales dos sacos de galleta y un barril de ron.

Los diez mineros se juntaron a la banda de Garcí, y todos juntos se dirigieron al centro del campo. Al llegar a la plaza de la Chilena, volvió la cabeza hacia el camino que conducía al campo francés, y dijo:

—Hola, hola, parece que llega gente; esos deben ser mineros del campo francés que vuelven a San Francisco. ¡Voto a los mil demonios! Estoy de mal humor y van a pagármela por todos; sin duda me esperan para tomar una resolución. ¡Una quinta parte de más para el escuadrón! Yo necesito dinero y sangre. ¡Sobre todo sangre!

Garcí avanzó apretando los dientes de rabia y con el sable desenvainado.

—¡A ellos, y que no se les deje ni una camisa!

Los cien jinetes que tenía lo siguieron.

—¡Esperad! —dijo Garcí, como para saborear el placer que se le ofrecía, con la posibilidad de descargar su cólera.

—¡Carguen! —gritó con voz de trueno.

Todo el escuadrón, con Garcí a la cabeza, cargó sobre un grupo de hombres mal vestidos y extenuados de cansancio, sin darles tiempo de echarse a un lado. Los que estaban en primera línea fueron derribados por los caballos, pero afortunadamente para los otros, Garcí y su gente se habían parado sorprendidos de encontrarse en medio de sus compañeros que habían dejado el campamento francés.

—¿Qué quiere decir esto? —gritó Garcí.

—Esto quiere decir que el campo francés se ha ido en masa —respondió el jefe de la asociación de mineros, que formaba parte de la banda de Garcí.

—¿Cuándo? —dijo Garcí con inquietud.

—Dos horas después de vuestra partida.

—¡Traición! —gritó de nuevo Garcí.

—Ya lo creo; pues no se han ocultado para decir que iban a haceros ahorcar.

—¿Y no habéis muerto al que ha dicho eso? —dijo Garcí.

—Todos lo han dicho —dijo el bandido—, nosotros hemos matado a uno y ellos nos han matado dos; de modo que no hemos podido hacer otra cosa que agachar las orejas y marcharnos. Ya se os había dicho que se conspiraba, y que un señor nos había hecho proposiciones… vos no habéis querido hacer caso, de modo, que cuanto pasa es por culpa vuestra.

—Buscaremos un remedio para ese mal. ¡Ah! Señor Mercier —dijo, como hablando consigo mismo—, vos me la pagaréis, y ¡os juro que si caéis en mis manos os he de pelar vivo! ¡En pie todo el mundo! —gritó a su gente.

Los trescientos o trescientos cincuenta hombres que Garcí tenía consigo los dividió en porciones desiguales en número y gente de a caballo y a pie, y para cada uno nombró un jefe.

Al primero confió ciento cincuenta hombres, con orden de marchar a marchas forzadas sobre el campo francés, alcanzarlo en el camino y derrotarlo completamente; y de marchar en seguida sobre Venicia, por las orillas del San Joaquín, sin perder un instante.

Al segundo le dio cincuenta hombres, con orden de atravesar el bosque por los senderos que le eran conocidos; de bajar por la orilla del río, de perseguir la caravana de Eduardo hasta la ciudad, si era necesario, y de llevárselo muerto o vivo, por el camino que conduce de Venicia al campo americano; de poner trescientos hombres en San Francisco; de tomar otros doscientos y de volver con ellos a su encuentro; y, en fin que si encontraba a los mineros, que los atacara e impidiera el paso, que él no tardaría en llegar con un refuerzo.

Al tercero le dio cien hombres armados y los mineros que debían seguirlos a pequeñas jornadas, pues los unos estaban ya extenuados de cansancio por una marcha forzada y los otros ebrios, que no podían tenerse en pie.

Y tomando aparte a este último jefe le dijo:

—El primer cuerpo es de ciento cincuenta hombres, pero como yo no estaré allí, necesitará más gente, y necesita los otros cincuenta hombres que voy a dejarle. El segundo cuerpo no es más que de cincuenta hombres, pero buenos, y es más de lo que se necesita para estrangular a ese mozuelo que va a pagarme caramente sus hermosos proyectos y su aire de importancia. En cuanto a nosotros, no somos más que ciento, los mineros no se cuentan, y tenemos que atacar al menos trescientos yankees. Escucha bien mi cálculo; yo solo valgo cien yankees, luego, quien de tres retira uno, quedan dos; nosotros tenemos doscientos hombres contra doscientos yankees, la partida es igual; pero hagamos lo posible para vencer, y si no, somos perdidos. Ese lechugino que has visto vale cuatro hombres como yo, por la fuerza.

—¡Imposible! —dijo el bandido.

—Como lo oyes —dijo Garcí, meneando la cabeza—, cuatro como yo por la fuerza, seis como nosotros por el valor, y veinticuatro como inteligencia. Él tiene su plan y trabaja, trabajemos nosotros también; atención a la voz de mando. Tú vas a hacer cargar las armas y a examinarlas. Cuando lleguemos cerca de la columna nos dividimos; tú tomas la izquierda con treinta hombres, José la derecha con otros treinta, y yo el centro con mis cuarenta caballos. Al oír el grito de guerra, vosotros hacéis fuego a derecha e izquierda; yo espero la descarga, ¿oyes?, espero un minuto, al segundo grito de guerra nos lanzamos sobre la columna de los yankees, y no se da cuartel a nadie; no se combate, sino se asesina, no se pelea, sino se pasa a cuchillo.

—Está muy bien —dijo el jefe de la tercera columna, a cuya cabeza se colocó Garcí.

—Amigos míos —dijo Garcí—, ahora, adelante y buen ánimo; aún un pequeño esfuerzo y nos apoderamos del país. ¡Adelante!

—¡Viva Garcí! —gritaron los tres jefes.

—¡Viva! —respondieron los bandidos.

Cada cuerpo tomó la dirección que se le había indicado. Garcí se dirigió sobre Venicia, mandando cuatro hombres de descubierta, con el fin de que le advirtieran cuando se acercaba la columna de los yankees.

Garcí encontró uno de los campamentos yankees, que siempre había trabajado aislado y que nunca consintió en pagar la contribución que él hacía pagar a los mineros. Mandó a su tropa hacer alto y se separó del sendero con cincuenta hombres, dirigiéndose hacia el sitio en que pensaba encontrarlos, y no vio a nadie; ya iba a retirarse, cuando oyó una alegre canción; aproximóse, y guiado por la voz llegó a la orilla de una gran abertura. Deslizóse como una serpiente sobre los bordes de la excavación, y al momento en que asomaba la cabeza, oyó los aplausos y risas con que fueron acogidas las últimas estrofas del cantor. Vio seis hombres sentados, formando círculo, en el fondo de un ancho pozo, bebiendo y fumando; hizo seña a su gente, y los cincuenta bandidos rodearon el pozo; consultáronse en voz baja, y Garcí se disponía a fusilarlos. Apoyóse sobre una roca suelta, que parecía desplomarse sobre la abertura del pozo, para examinarlos mejor, y sintió como un movimiento del terreno bajo sus pies; miró con atención aquel pedazo de granito, lo minó por la base e hizo signo a su gente para que esperara. Una idea infernal acababa de atravesar su cerebro.

—Manos a la obra —dijo dando el ejemplo.

Todo el mundo se puso a sacar tierra de la base del peñasco, y en menos de un cuarto de hora se hizo lo bastante para hacerlo desprender empujándolo. Garcí se levantó con aire de triunfo y volvió a asomar la cabeza por la abertura del pozo.

—¡Buen provecho! —dijo Garcí a los mineros, que levantaron la cabeza.

—¡Quién vive! —gritó uno de ellos, tomando una arma.

—¡Garcí! —respondió el bandido.

El minero apuntó y Garcí retiró la cabeza.

—¡Apunten! —dijo a su gente.

Los bandidos se acercaron y apuntaron contra los mineros, que quedaron petrificados, sin moverse del sitio.

—Hoy no hay medio de escapar —dijo Garcí—, hoy se paga.

—¿Qué quieres? —dijo un yankee.

—Un cigarro —dijo Garcí, riendo.

Uno de los yankees le echó un cigarro.

—Ahora, cien pesos para continuar mi camino.

Los mineros se consultaron un momento, y luego le echaron un saquito de oro en polvo.

—Muy bien —dijo Garcí—, ahora la contribución que habéis rehusado a mi gente.

—¿Cuánto?

—Mil pesos.

—No —dijeron los mineros.

—¡Apunten! —dijo Garcí.

Los mineros le echaron varias pepitas de oro envueltas en un pedazo de tela; examinólas y las dio en depósito a uno de los bandidos.

—Ahora los intereses —dijo Garcí.

Los mineros se pusieron en pie para resistir, pero vieron las bocas de los fusiles que les apuntaban.

—¿Cuánto queréis? —dijo uno de ellos.

—¡Cuánto os queda! —respondió Garcí.

Los desgraciados reunieron cuanto poseían y se lo echaron a Garcí, que leía a carcajadas.

—¿Ya no queda nada? —dijo.

—Nada.

—Favor por favor. ¡José! —gritó Garcí, llamando a uno de los suyos.

El bandido se presentó saludando militarmente.

—Presente comandante —dijo.

—Pongámosles al abrigo de la lluvia y de las balas —dijo Garcí.

—¿Qué quieres hacer? —dijo uno de los mineros.

—¡Enterraros vivos!

—¡Imposible!… y ¿por qué?

—Para vengarme de todos vosotros, canallas.

Los mineros quisieron precipitarse sobre los escalones tallados en la roca, para salir.

—Despachad pronto —dijo Garcí.

Los cincuenta bandidos empujaron simultáneamente al peñasco que fue a rodar sobre la excavación, cogiendo debajo los brazos de uno de los mineros, que más listo que sus compañeros había llegado a la superficie. Garcí oyó sus gritos desgarradores hizo un agujero entre la roca y la tierra y pasó la cabeza para ver lo que pasaba en el interior; luego, metió el brazo, cogió por el cuello al minero, y tomando su cuchillo del cinto, se lo clavó en la garganta.

—¡Horror! —exclamó uno de los mineros, sobre el cual caía la sangre de la víctima.

—Se os bautiza y aún no estáis contento —dijo Garcí—, verdaderamente, sois muy difíciles de contentar.

Y soltando una carcajada, se alejó saltando de gozo.

Capítulo XVII

Dejemos a Garcí y lo que él llamaba sus tres cuerpos de ejército ejecutar sus maniobras, y echemos una rápida ojeada a los acontecimientos que tenían lugar en San Francisco, a fin de conservar a todos los personajes históricos de esta novela el interés que deben tener en el drama que escribimos.

La casa Osborn había vuelto a ser, como antiguamente, el centro de reunión de cuanto había de honrado en San Francisco. María y su madre salían raramente y recibían solamente durante el día, pasando las veladas solas y en su casa, como habían prometido a Eduardo. El escribiente del consulado les leía en las veladas, y el cónsul iba a tomar el té cada dos o tres días. María pasaba los días enteros en el balcón, sentada delante de la bahía, y con la vista y el pensamiento fijos en el camino que había debido seguir Eduardo para ir a las minas y por el cual debía volver.

El dependiente del consulado había alquilado una casita, situada delante de la de la señora Osborn, y de tres malos cuartos hizo lo que se podía llamar entonces en San Francisco, una hermosa habitación, reservándose un gabinete donde había amontonado su pequeño mobiliario. La señora Osborn le había dado una suma bastante considerable con la cual amuebló con elegancia los dos cuartos que daban frente a la casa de la señora Osborn, y que estaban destinados para dar una sorpresa a Eduardo Mercier.

El tiempo señalado por Eduardo para su regreso había pasado, y el dependiente del consulado, la señora Osborn y María hacían todos los preparativos que les inspiraban la amistad, el reconocimiento y el amor, para recibir dignamente al hombre que había sabido captarse la amistad de todo el mundo.

Pasados algunos días, los tres amigos principiaron a comunicarse, primeramente la extrañeza que les causaba el no recibir noticia de las minas, y luego, de sus serias inquietudes, cuando algunas caravanas de mineros, recién llegados, y los indios que iban a buscar un refugio en San Francisco, llevaron noticias alarmantes del interior. Decíase que un incendio había devorado una parte del país, entre el cuerpo francés y el mar, destruyendo las aldeas de los indios y sin duda también los convoyes que volvían a San Francisco; además, que Garcí y su banda recorrían el país robando y asesinando cuanto encontraba.

La inquietud de los tres amigos llegó a su colmo.

¿Había tomado Eduardo la orilla del río? ¿Había seguido el camino que conduce al campo americano? ¿Estará aún en las minas? ¿Habrá tenido algún encuentro con Garcí? Tales eran las preguntas que se hacían mutuamente los tres amigos de Eduardo.

Por la mañana, antes de ir a su escritorio, el escribiente iba a casa de la señora Osborn a ver si habían recibido noticias.

—No —decía la señora Osborn, inquieta—, ¿y vos?

—Tampoco.

Y la tristeza se apoderaba de la madre y de la hija.

Cuando el dependiente salía para almorzar, volvía a preguntar por Eduardo.

—¿Qué hay de nuevo? —decía.

—Nada —respondía la señora Osborn con desesperación.

Las noticias del interior eran cada día más funestas, pues se decía, con certeza, que el fuego había devorado los campos americanos y francés y a los viajeros que regresaban por la orilla del San Joaquín, y que los mineros que volvían por las llanuras habían sido asesinados por Garcí, que marchaba sobre San Francisco con proyectos siniestros.

La señora Osborn y su hija estaban desconsoladas.

Una tarde, María estaba en el balcón que daba a la calle, con la vista fija en la casa que debía habitar Eduardo, y experimentaba una de esas penosas sensaciones que nos embriagan el corazón cuando vemos un objeto perteneciente al ser amado que acabamos de perder. María no veía ni oía cuanto pasaba en torno suyo.

Varias personas pasaban por la calle, y ella las miraba maquinalmente, sin verlas.

Un indio, cubierto de polvo y con los vestidos desgarrados y sucios pasó delante de ella mirándola fijamente; paróse delante de la puerta y articuló algunas palabras; pero como nadie le respondía volvió la cabeza a derecha e izquierda como buscando con quien hablar.

Hay momentos en que el espíritu se encuentra completamente absorto, en los que la vida está paralizada y el alma concentrada en el interior. María se encontraba en este estado en aquel momento.

El indio se acercó a una mujer vieja que estaba sentada delante de una barraca en que se vendían frutas y licores para los obreros, la cual se puso en pie disponiéndose a servirlo y le indicó una mesa situada en el centro de la barraca sobre la que había una gran cantidad de frutas de todas clases.

El indio hizo un signo negativo, y sacando un papel del bolsillo, hizo algunas preguntas en su lengua natal.

A su turno la vieja hizo otro signo, que quería decir que no lo comprendía. El indio la examinó un instante, y luego le preguntó en mal inglés por la casa Osborn.

—¿La casa Osborn? —dijo la vieja en alta voz, señalando el balcón adonde estaba María—. ¡Hela ahí!

Al oír su nombre María salió de su paroxismo, volvió la cabeza y sus ojos se fijaron en el indio que se acercaba pausadamente hacia la puerta. María miró con ojos espantados a aquel hombre, que parecía venir de muy lejos, y su corazón latió con violencia sin saber por qué.

Cuando el indio estuvo debajo del balcón, dijo:

—¿Osborn house?

—¿Qué queréis? —dijo María.

—¿Osborn house? —repitió el indio.

—Aquí es; ¿qué queréis?

El indio le enseñó una carta.

—¡Él! —exclamó María lanzando un grito.

La señora Osborn asustada corrió hacia su hija.

—¡Él sin duda! —dijo María, bajando precipitadamente las escaleras.

La señora Osborn salió al balcón y vio que su hija arrancaba más bien que tomaba la carta de las manos del indio.

—¿De quién es? —decía María.

—Del francés —respondió el indio.

—¿De cuál?

—El de las minas.

María quiso arrojar un grito que quedó ahogado en su pecho palpitante, leyó el sobre y subió al cuarto en que estaba su madre, le dio la carta y se dejó caer en su sillón sin poder respirar ni pronunciar una palabra, haciendo señas con la mano a su madre para que la leyera.

La señora Osborn rompió el sobre, leyó la primera línea, y mirando la firma, exclamó:

—¡Eduardo Mercier!

Y se arrojó en los brazos de su hija, que prorrumpió en sollozos; la madre y la hija estuvieron abrazadas durante unos minutos.

—Cálmate, hija mía; vamos a ver lo que nos dice.

La ansiedad de las dos mujeres había llegado a su colmo. La señora Osborn estaba sentada en un sillón con la carta en la mano, sin poderla leer por el temblor nervioso que la agitaba. María, en pie detrás de ella, repetía cada una de sus palabras.

Por fin, la señora Osborn pudo dominarse, y leyó la carta siguiente, escrita con lápiz sobre dos hojitas de un librito de memorias.


Señora:

Sin duda habréis oído hablar de un horrible incendio que ha devastado las orillas del San Joaquín, y que debe haberse prolongado hasta muy lejos. Nosotros hemos escapado todos de un peligro que parecía serio, pues nos encontrábamos en el centro mismo del fuego cuando estalló el incendio. El mismo míster Blatburn, cuyo estado me había causado serios temores, está completamente restablecido. Sin embargo, nuestros víveres se concluyen, pues a causa del fuego, hemos tenido que seguir la corriente del río, sin podernos parar durante cuarenta y ocho horas, y no hemos comido en todo este tiempo; esto nos ha debilitado un poco.

Os mando estas líneas con un indio, al cual hemos tenido que darle la mayor parte de nuestras provisiones para que pudiera llegar hasta vos.

En este momento nos encontramos en tierra; pero todo son cenizas en torno nuestro, y vamos a continuar a bajar por el río, pero muy despacio; hasta a las gentes del país que nos acompañan no les quedan las fuerzas necesarias para marchar ni para apresurar nuestra penosa navegación; nosotros seguimos la corriente sin el menor peligro, pero lentamente.

Si vos podéis, señora, mandarnos gente a nuestro encuentro sin pérdida de tiempo con víveres frescos y sanos, este viaje, un poco difícil, se concluirá como principió, esto es, dichosamente.

No tengáis, señora, ninguna inquietud; yo me tomo la libertad de tranquilizaros, pues como conozco vuestro buen corazón, no dudo que ocupo en él el lugar que se destina a los mejores amigos.

Si la señorita María ha pensado en los pobres mineros y en los imprudentes aventureros, y desea volverlos a ver, puedo anunciarle que probablemente antes de tres días se presentarán ante ella en un triste estado, y que hacen cuanto pueden y deben para llegar pronto. El señor Ferrier, míster Blatburn y yo, sobre todo, estamos muy feos, y será necesario que no se mire más que a nuestro corazón.

Recibid, señora, los sinceros respetos del mejor de vuestros amigos.

Firmado: E. MERCIER.
 

—Pronto, pronto, madre mía, —dijo María—; mandad a llamar al señor Alfredo Peret.

El dependiente del consulado vino corriendo, e informado de lo que pasaba, reunió, sin pérdida de tiempo, los hombres y víveres necesarios, y partió, guiado por el indio, en busca de los incendiados.

Capítulo XVIII

Eduardo Mercier, a quien dejamos sobre el San Joaquín con sus compañeros, abandonado a la corriente y casi asfixiado, había luchado con valor, calma y resignación contra el peligro que corría, y había escapado a una muerte que parecía cierta, no con la facilidad que parecía decir su carta.

Durante doce horas, su única ocupación había sido levantar las velas extendidas sobre la barca, cuando el excesivo calor le anunciaba que se acercaban a la orilla, y mantenerse, en cuanto le fue posible, en el centro del río.

Después de doce horas de sufrimientos, el calor disminuyó considerablemente, despejóse la atmósfera, y el fuego no encontrando alimento se había extinguido. Eduardo se acercó a la orilla, desembarcó a todo el mundo e hizo todo lo posible para hacerle recobrar los sentidos a míster Blatburn que estaba casi ahogado. Organizóse la comida que se compuso de algunos pedazos de galleta negra y mojada en un vaso de ron; el ron era la vida en aquellos momentos, y así como la galleta, iba a faltar muy pronto. Eduardo se hizo cargo de la situación, el hambre no debía tardar en hacerse sentir; examinó los víveres, contó la gente e inmediatamente concibió el único plan de salvación, que era pedir socorro, y para ejecutar este proyecto el mejor medio era dar víveres a un hombre y ponerlo en estado de salvar a los demás.

El guía escogió uno de los indios más robustos y ágiles, le dieron un saco de galleta y dos botellas de ron y le mandó que fuera corriendo a San Francisco.

Después de haber expedido al mensajero, la caravana se embarcó, continuando a bajar el río, haciendo dos comidas al día, una por la mañana y otra por la noche. La debilidad no tardó en apoderarse de ellos; al cabo de tres días la galleta faltó completamente, y aquel día los indios durmieron todo el día; míster Blatburn se desmayaba todos los cuartos de hora; Ferrier estaba serio y principiaba a sufrir del estómago; Eduardo sentía que la vida se le escapaba, y recostado en el fondo de la barca con la cabeza apoyada sobre una mano, con la otra continuaba manejando el timón. Cuando se hizo de noche se incorporó y miró en torno suyo, examinó a sus compañeros y meneó la cabeza sonriendo con piedad; dio un puntapié a los tres sacos de cuero que contenían más de cien mil pesos y se encogió de hombros haciendo un gesto de desprecio. Luego levantó los ojos al cielo, puro y tachonado de estrellas, y viendo que nadie le observaba dos gruesas lágrimas rodaron por sus pálidas mejillas.

—Señor Ferrier —dijo Eduardo despertando a su secretario.

—¿Qué queréis? —dijo éste abriendo los ojos.

—Ferrier, estamos perdidos si no vienen en nuestro socorro.

—Ya lo sé.

—¿Os sentís muy mal?

—No, pero siento que me muero lentamente.

—¿Míster Blatburn? —dijo Eduardo.

Míster Blatburn no respondió.

—He aquí uno que está más enfermo que nosotros —dijo Ferrier.

—Es verdad; escuchadme.

—¿Qué queréis?

—Uno de nosotros debe perecer si el indio no ha llegado a San Francisco.

—En ese caso pereceremos los dos.

—¡Quién sabe! Escuchad, amigo mío: si yo muero y vos os salváis, confío a vuestro honor y a vuestra afección el cuidado de remitir cuanto hay aquí a la señora Osborn, y de decirle al señor Ardou que queda libre de continuar o no los negocios con ella y de volver a Europa.

—¿Y si yo muero?

—¿Qué queréis que yo haga si vos morís y yo no?, ¿cuál es vuestro mayor deseo?

—Dejar a mi madre con qué pueda vivir.

—¿Cuánto?

—Tres o cuatro mil francos de renta.

—Los tendrá; estad tranquilo.

—Mil gracias don Eduardo.

—Una palabra aún. Si el que quede no puede cumplir él mismo el encargo de remitir a la señora Osborn mi carta, sobre la cual voy a escribir mi última voluntad, confiará este cuidado a los que vivan.

—Convenido —dijo Ferrier—. ¡Adiós!, el sueño me coge.

—Adiós, amigo —dijo Eduardo, apretándole la mano.

Y sacando su cartera escribió, hasta que dominado por el sueño se dejó caer en el mismo sitio en que estaba.

La noche y el sueño habían dado a los viajeros un último síntoma de fuerza y de bienestar. Cuando se despertaron la barca estaba parada dentro de una de esas excavaciones tan frecuentes en el San Joaquín, producidas por las grandes avenidas.

—Ya no podemos ir más lejos —dijo Eduardo—, pues vamos a estrellarnos contra alguna roca.

—Prosigamos —dijo Ferrier—, quedarnos aquí es la muerte, continuar es aún una esperanza.

—¿Cuál es tu opinión? —dijo Eduardo al guía—, ¿esperamos aquí los socorros de San Francisco, o continuamos?

—Continuar —dijo el guía—, es la muerte, quedarnos es prolongar la agonía, y durante la agonía un azar puede salvarnos; una caravana de mineros o el emisario que hemos mandado pueden encontrarnos aquí; si continuamos llegaremos a las rápidas corrientes, y como no tendremos fuerzas para mantener la barca iremos a pique y ni siquiera nos quedará la esperanza de poder ir a tierra.

—¿Y qué haríamos en tierra? morir de hambre a la orilla o en medio del río, ¿qué importa? hagamos el último esfuerzo.

—Te equivocas —respondió el guía—, en tierra se puede vivir algunos días, en medio del río no hay esperanza.

—Explícate.

—En tierra —repuso el guía—, se encuentran raíces y agua, y esto hará vivir al hombre del país muchos días y al blanco muchas horas.

Eduardo tradujo a su secretario la opinión del guía.

—Es verdad —dijo Ferrier—, nosotros no habíamos pensado en ello; pero a pesar de todo, yo soy de parecer de que avancemos para salir al encuentro de los socorros que deben llegar; porque si esperamos aún cuando lleguen los víveres y los licores nos encontraremos en tal estado que será imposible salvarnos. Ved como míster Blatburn se muere ya.

Eduardo levantó la enorme cabeza de míster Blatburn que parecía sumido en un profundo letargo.

—Es verdad —dijo—, este hombre se muere, y yo quiero salvarlo, ¿qué hacer?… Una idea se me ocurre que podría conciliario todo. Ahora que estamos parados tan sólidamente como si estuviéramos anclados, que el guía salte a tierra y que haga provisión de las raíces de que nos habla, y ¡partamos!…

—¡Sublime idea! —exclamó Ferrier—, vengan víveres frescos y hagamos a la vela.

Eduardo comunicó su idea al guía, que resistió diciendo que había tres probabilidades contra cuatro de perecer en las rápidas corrientes, Eduardo insistió.

—Tú lo quieres, hágase —dijo el guía—, pero tú ofendes a Dios yendo en busca de un peligro que puedes evitar; y evitándolo serías recompensado; en fin, tú mandas y nosotros obedecemos. ¿Qué piensas tú, Marrai? —añadió dirigiéndose a la joven.

La india, acostada en la barca, había escuchado la discusión del guía con Eduardo, púsose en pie y observó atentamente al guía, a míster Blatburn y a Ferrier; luego extendió su mano hacia el horizonte y se volvió precipitadamente del lado del mar; sus ojos brillaron, dilatose su nariz y su fisonomía tomó una expansión radiosa, la esperanza iluminaba a aquella débil criatura.

—Partamos —dijo con voz imperiosa.

—¿Por qué? —preguntó el guía.

La joven levantó los ojos al cielo y extendió de nuevo la mano señalando con el dedo las tierras lejanas que bañan el océano.

—Mi amo —dijo el guía a Eduardo—, tú has sido inspirado por el cielo, tenías razón, partamos.

El guía y algunos indios bajaron a tierra y recogieron una gran cantidad de raíces blancas, las cuales exprimidas producen una especie de leche alcohólica y nutritiva. Los indios bebieron un poco de este líquido y sus fuerzas se reanimaron lo bastante para poder activar la marcha del esquife, y aquel día se pasó casi alegremente. Llegada la noche continuaron marchando, y al amanecer del día siguiente se encontraron con que habían pasado la línea devastada por el incendio.

A la vista de la verdura se reanimaron las esperanzas; habían llegado a las rápidas corrientes y el guía hizo bajar a tierra a algunos indios para aligerar la barca que estaba demasiado cargada, tomando él mismo el timón, pues veía una especie de cascada y se necesitaba una gran destreza para no estrellarse; el guía, que todo lo había previsto y calculado, abandonó la barca a la corriente y al llegar al sitio peligroso hizo una maniobra, logrando pararla a los cinco o seis metros de distancia.

Cuando hubo reunido a toda su gente el guía, dijo a Eduardo que era imposible pasar las vertientes. Éste consultó a Ferrier, quien dijo que era necesario continuar, porque las pocas fuerzas que sentían eran el resultado de los efectos alcohólicos de las raíces, y que al menos, para ellos, no podía durar; que una debilidad moral y física sucedería a aquella excitación artificial.

—Consulta a tu hermana —dijo Eduardo al guía—, más por curiosidad que por convicción.

La joven escuchaba sonriendo, y sin esperar la pregunta del guía, dijo:

—Prosigue.

Al anochecer llegaron a las vertientes, y lo que había previsto Ferrier, sucedió; la debilidad había reemplazado a la embriaguez de algunas horas; él y Eduardo ya no podían más, habían comido las raíces y bebido su jugo, y se sostenían, pero el vigor no volvía.

La barca, arrastrada por la fuerza natural de la corriente, tropezó, sin romperse, contra una de las rocas de que el río está lleno, luego con otra, y a la tercera vez se oyó un rugido sordo.

—Aún otro tropiezo y la barca se hace pedazos —gritó el guía—. ¿Marrai, qué has hecho?

—He hecho bien, respondió la joven mirando fríamente las rocas que iba a encontrar.

La barca dio con la proa contra un peñasco y el hierro penetró en él, quedando un instante como clavado, y sólo la popa dio una media vuelta poniéndose atravesada; otra roca la mantuvo en esta posición. El guía hizo un esfuerzo supremo para separarla.

La joven examinó en torno suyo con inquietud, vio los peñascos que había un poco más lejos, y dijo al guía:

—Párate aquí, estás en peligro.

—¿Qué te había yo dicho? —replicó el guía con severidad.

—Nada de cierto —respondió la joven con orgullo—, la verdad está aquí, —añadió poniendo la mano sobre el corazón.

—Pero ¿qué hacer?

—Esperar.

Él bajó la cabeza y no contestó ni una palabra.

—¿Qué hay que hacer? —dijo Eduardo al ver que no se movía.

El guía levantó la mano al cielo y tocando a la india, dijo:

—Esperar.

—Pero, ¿qué?

—Esperar.

La noche había extendido su negro manto por todo el espacio. Eduardo vio que todo dormía en torno suyo, juntó las manos, y su espíritu le presentó la risueña imagen de María, de su padre o de su madre quizá, pues un sollozo salió de su pecho y se abandonó al dolor; luego, doblando una rodilla, rogó con fervor…

Levantóse poco después y se acercó a Ferrier que parecía dormir profundamente, y dijo con melancolía:

—¡Y tan joven!

—¡Pobre mujer y pobres hijos! —dijo contemplando a míster Blatburn—. ¡Pobres gentes! —añadió al ver a los indios resignados—. ¡Qué fatalidad!…

Eduardo tomó su cabeza entre ambas manos y se acostó en el fondo de la barca y se durmió, lanzando un suspiro, cual el de un niño que se duerme llorando después que se le ha reñido.

La india pasó con precaución por entre la gente dormida, y acercándose a Eduardo, le dijo al oído:

—¡Mi amo!…

Eduardo dormía.

—¡Mi amo! —repitió tomándole la mano.

—¿Quién es? —dijo Eduardo con débil voz.

—Yo.

—Y ¿qué quieres?

—¿Sufres mucho?

—Ya no.

—¿Has sufrido?

—Sí, como nunca.

—¿Y ahora?

—Ahora espero.

—¿Qué?

—La muerte.

—¡La muerte!… te equivocas.

—¿Qué me equivoco?

—Sí; la vida llega.

—¡La vida! —exclamó Eduardo que no sabía si soñaba.

—Sí, la vida.

—¿Y qué se necesita hacer para vivir?

—Nada.

—¡Ilusión! —dijo Eduardo.

—Nada —repitió la joven alejándose—, nada más que tener una poca de esperanza.

Eduardo creyó que Dios, antes de llamarlo a sí, le enviaba un sueño de esperanza, y trató de prolongarlo.

Hacía algunas horas que todo el mundo dormía, y sólo la joven india velaba entreteniéndose en exprimir el jugo de las raíces dentro de dos calabazas que tenía a sus pies, mirando de cuando en cuando hacia las orillas y haciendo un gesto de impaciencia volvía a emprender su trabajo. De repente interrumpió su tarea, y apoyándose sobre la baranda de la barca, fijó su atención hacia los ruidos que le parecía escuchar. El silencio de la noche le había llevado uno lejano.

Unos minutos se pasaron aún; luego un grito agudo resonó en el espacio.

—¡Qué! —dijo el guía despertándose y tomando en sus brazos a la joven—, ¿qué tienes?

—¡Allí, allí —dijo la joven temblando—, por esa orilla!

—¿Qué?…

—Gente llega —dijo la joven corriendo hacia donde estaba Eduardo.

—¿Qué queréis? —dijo éste.

—Valor, valor —repitió la joven—, gente llega.

—¿De dónde?

—Del mar.

—¿Cómo lo sabes tú?

—Yo lo sé, escucha.

En aquel momento se oyó un ruido de voces confusas.

—Toma —dijo la joven a Eduardo, presentándole una calabaza.

Eduardo bebió algunos sorbos y escuchó.

Una palabra en francés y el ruido de unos remos que daban contra el agua llegó distintamente a su oído.

Eduardo se echó sobre Ferrier y mister Blatburn que no querían escucharle.

—Os digo que llega gente —gritó Eduardo, tomándolos en sus brazos alternativamente para sacudir su entorpecimiento.

—Hacedles beber —dijo la india dejándole la calabaza—, nosotros vamos a llamar.

Eduardo hizo beber el licor a sus compañeros y los reanimó.

—Ultimo esfuerzo para prolongar la agonía —dijo Ferrier—, más valía dormir para siempre, este desvelo es horrible.

—Os digo que viene gente —dijo Eduardo—, ¡escuchad!

—¿Quién viene?

—No sé, pero vienen; llamemos.

El guía puso ambas manos sobre la boca y lanzó un grito salvaje, como el de los árabes del desierto.

Otro igual le respondió.

—¡Nos hemos salvado! —exclamó la india.

—¿Adónde están? —preguntó Eduardo.

—Allí, allí —dijo el guía, señalando una sombra que se dibujaba un poco más abajo.

—¿Quiénes sois? —gritó Eduardo con todas las fuerzas que le quedaban.

—¡Señor Mercier! —respondió una voz.

—¡Alfredo Peret! —exclamó Ferrier.

—¡El socorro! —dijo Eduardo.

Oyóse el ruido confuso de un hombre que se echaba a nado.

El guía se acercó a Eduardo y le dijo:

—Calma, mucha calma no nos hemos salvado; que no hagan nada, su barca no puede llegar hasta nosotros sin peligro; espere el día, o aún podemos perdernos.

El guía de Eduardo habló en indio al de la barca de Alfredo Peret y aquellos des hombres no tardaron en ponerse de acuerdo. Llamóse al que atravesaba a nado y los dos convoyes esperaron a que amaneciera.

Dos horas se pasaron de este modo; dos horas de dudas, de angustias, de desfallecimiento físico y de esperanza; dos horas imposibles de describir.

A los primeros rayos del día el guía de Eduardo mandó la maniobra; Alfredo Peret se quedó en tierra para levantar una tienda y preparar los víveres y vestidos para Eduardo y sus compañeros. Sus indios se echaron a nado y transportaron a su barca a los de Eduardo, y de allí los conducían a tierra, donde recibían los primeros socorros; luego volvieron, y la barca de Eduardo se vio, en fin, montada por hombres robustos y capaces de salvarla. El guía se colocó en el timón y con una destreza admirable la condujo por entre las rocas hasta llegar a una especie de pequeña bahía donde se podía desembarcar sin peligro.

Míster Blatburn no podía moverse, y tuvieron que desembarcarlo entre cuatro indios.

Eduardo y Ferrier, aunque muy débiles, pudieron aún desembarcar sin ayuda de nadie, y fueron a echarse en los brazos del señor Peret, quien los miró espantado al considerar los estragos que habían causado las privaciones y un constante tormento moral.

—¿Es verdad que estamos muy cambiados? —dijo Eduardo.

—Sí —respondió Peret—, pero aquí traigo con qué poderos restablecer.

Los dos convoyes se reunieron, en fin, pero tuvieron que esperar aún veinticuatro horas antes de continuar aquel viaje, durante el cual todas las vicisitudes y todos los peligros se habían acumulado.

Los indios de la caravana de Eduardo se repartieron entre las dos barcas, pues habían sufrido demasiado para continuar trabajando.

Eduardo y Ferrier dirigieron la alimentación de los indios; el primer día les dieron algunas pastillas de caldo disueltas; luego sopa, y por último, una ración limitada de carne fresca que los reanimó completamente.

Las dos barcas desplegaron sus velas y tres días después abordaban al muelle de la bahía de San Francisco.

Al saltar en tierra, el jefe indio se disponía a salir inmediatamente de la ciudad, para volver a su aldea.

—No —dijo Eduardo—, di a tus hombres que se presenten a la señora Osborn, que les dará ocupación; tú, si quieres, no te separarás de mí; tú serás mi amigo, y tu sola ocupación será ser mi mejor amigo.

El guía se apoderó de las manos de Eduardo, que cubrió de besos, en prueba de agradecimiento.

Eduardo Mercier, acompañado de toda su comitiva, se encaminó hacia la casa Osborn, y cuando llegó frente a ella, María estaba triste y pensativa como siempre, y rogaba a Dios que le devolviera sano y salvo al objeto de su amor. De repente oyó un lejano rumor, y levantando la cabeza, dijo con emoción:

—¡Mamá!

—¿Qué? —respondió la señora Osborn.

—¿No oyes ese rumor?

—No.

—Sin duda son los indios que llegan.

Las dos mujeres quedaron inmóviles escuchando.

El ruido se percibió más cercano, oyéndose unas voces confusas de gente que penetraba en el patio de la casa.

—¡Él, él! —exclamó María, asomándose al balcón.

En aquel momento tenía Eduardo su sombrero en la mano y enjugaba su frente con el pañuelo. María al verle, lanzó un grito y corrió hacia la escalera, donde encontró a su madre.

—¿Qué tienes? —dijo la señora Osborn.

—¡Él! ¡Eduardo! —exclamó la joven.

—Espera, niña —dijo su madre abrazándola—, sobre todo no olvides que eres mujer.

Eduardo había oído la exclamación de la joven, y con el corazón palpitante subió los escalones de dos en dos; al verle María no pudo contenerse, y lanzando un grito, se arrojó en sus brazos prorrumpiendo en sollozos. Eduardo la estrechó contra su corazón, y sus lágrimas se mezclaron con las de la joven.

La señora Osborn ocultó su cabeza en ambas manos, sin poder disimular su profunda emoción.

Pasado el primer transporte de alegría, María se arrodilló ante su madre, diciendo:

—Perdóname, madre mía, mi corazón no ha podido resistir.

—Perdonadnos, señora —dijo Eduardo—, perdonadnos y bendecid a vuestros hijos.

—Venid, querido Eduardo —dijo la señora Osborn—, y disfrutemos solos la dicha de volvernos a ver.

Y la señora Osborn tomó a Eduardo por la mano y lo condujo al salón acompañado de su hija.

—¡Tres personas dichosas! —exclamó la señora de Osborn—, esto se ve raramente.

Y soltando una carcajada, añadió:

—Vamos, calmémonos un poco; las visitas no tardarán en llegar, y nosotros parecemos tres niños.

—Sí señora, —dijo Eduardo—, tres niños que han vivido diez años en algunos segundos; diez años que yo no cambiaría por una vida entera.

Capítulo XIX

Era el 26 de julio.

Eduardo Mercier se instaló en la casita que le había preparado Alfredo Peret.

Míster Blatburn, después de haber dado un abrazo a su mujer e hijos y besando respetuosamente la mano de su suegra, se retiró a sus habitaciones y no salió más que para sentarse a la mesa. Sabía que la casa Osborn había hecho un buen negocio asociándose con la de Ardou, que su parte sería buena, y esto le bastaba.

Eduardo pasó casi todo el día al lado de María, separándose solamente para ir a comer a su casa.

Al día siguiente solicitó una entrevista particular con la señora Osborn, para arreglar los asuntos comerciales. Sentóse junto a ella, y Ferrier entró tres veces llevando cada una de ellas un saco de cuero, depositándolos sobre una mesa.

—Señora —dijo Eduardo—, como aún me queda una gran obra que llevar a cabo y en la que puede presentarse algún peligro, antes de principiarla deseo poner en orden todos mis negocios.

—¿De qué se trata? —dijo la señora Osborn.

—De ponerme perfectamente en regla con vos y con nuestro asociado de Panamá, con el que aún tengo que llenar algunas obligaciones. He aquí cien mil pesos, producto de mis operaciones en las minas; aquí todo lo más que hubiera podido realizar serían unos treinta mil pesos, de modo, que estoy contentísimo que me haya ocurrido la idea de esta expedición que espero dará los mejores resultados para todos. Esta suma entra desde hoy en la asociación, y el señor Ferrier, a quien con vuestro permiso y bajo vuestras órdenes, nombro director de nuestra casa, va a inscribirla en el haber. Estos serán los fondos que servirán de base a nuestras transacciones en esta plaza. Si me sucediera alguna desgracia, he aquí un documento por el cual os encontraréis sola al frente de los negocios con el señor Ardou, y por el cual dispongo de cuanto pueda tocarme después de la liquidación, en favor de María, si vos me lo permitís; de María que no tiene padre, que no me tendría a mí tampoco para hacerla dichosa y protegerla, que no tendría a nadie si por desgracia faltárais vos; yo quiero que ella sea rica e independiente. De este modo vos os encontraréis libre de asegurar el porvenir de míster Blatburn y de sus hijos; él trabajará bajo las órdenes del señor Ferrier, sin comprometer los intereses, pues según mi opinión, es incapaz de dirigirlos. Yo señora, voy a llenar aquí un deber, luego una misión lejos de vos; pero yo velaré sobre todos y volveré después de haber llevado a cabo la obligación que me he impuesto; yo volveré, sí, estoy seguro, y si me encuentro feliz, más feliz y rico que hoy, no me restará más que pediros…

Eduardo vaciló y su fisonomía tomó súbitamente un aspecto de profunda tristeza.

—¿Qué tenéis? —dijo la señora Osborn.

—Nada, señora, nada que pueda comunicaros, al menos hoy; yo no sé si sobreviviré a las luchas que me esperan aún, por consiguiente es inútil prolongar por más tiempo estas confidencias de mi vida privada. Tal es, señora, la exposición de mis asuntos actuales, de mis deseos; mis últimas voluntades están escritas en este pliego, y no tengo que añadir ni quitar una palabra.

Eduardo le entregó un pliego cerrado y se levantó fríamente.

La señora Osborn le tomó afectuosamente la mano y le dijo:

—Sí, Eduardo; sí, amigo mío, vos tenéis un pesar, alguna gran aflicción, un pliegue de vuestra existencia que aflije a vuestro buen corazón; yo lo he visto muy bien varias veces. Vos me ocultáis algo que sin duda no podéis revelar más que a una amiga como yo. Sí, Eduardo, vos me habéis dicho que erais mi hijo; pues bien, yo exijo a mi vez que me tratéis como a vuestra madre. Vos habéis hecho por mí lo bastante para darme el derecho de pediros cuenta de vuestros pesares, para consolaros; hablad, yo lo quiero, os lo suplico.

—¡Imposible! Además, si muero, ¿para qué turbar vuestra felicidad?

—¡Vos me asustáis! —exclamó la señora Osborn—. ¿Cuándo me amaréis lo suficiente para hablarme como a vuestra madre?

—Cuando vuelva.

—¿Me lo prometéis?

—Os lo juro.

—¿Y solo entonces me diréis lo que ibais a confiarme cuando las palabras han expirado en vuestros labios? ¿y sólo entonces me pediréis?…

—¡Qué yo os pediré!… —exclamó Eduardo cayendo de rodillas y ocultando su cabeza entre las manos de la señora Osborn—, no, que yo quisiera pediros a María, María a quien amo más que nada en el mundo; María, sin la cual ya no puedo vivir, y que no puedo…

—¿Qué no podéis? —dijo la señora Osborn con inquietud.

—¡Qué yo no puedo tomarla por esposa! —gritó Eduardo ocultándose el rostro.

—¡Qué vos no podéis tomarla por esposa! —exclamó la señora Osborn—. ¡Qué vos no podéis tomar por esposa y que vos engañáis, despedazando su corazón para siempre! ¡Vos! ¡Vos, Eduardo Mercier, el hombre leal como os llaman por todas partes! ¡Eso es imposible! ¡No os creo, vos mentís, don Eduardo, vos estáis loco!

—¡Sí, estoy loco de dolor! —dijo Eduardo, dejándose caer en un sillón y cubriéndose el rostro para ocultar sus lágrimas.

—Amigo mío —dijo la señora Osborn con dulzura—, tened valor y hablad francamente; no temáis el pasado; un presente como el nuestro borra muchas cosas, y si una persona en el mundo puede perdonar, esa persona soy yo, Eduardo. ¿Cuál es ese misterio horrible que os hace indigno de María? ¿Cuál es ese secreto implacable que va a causar la desgracia de mi hija, la mía y la vuestra? ¿Cuál es ese crimen que no podemos perdonar ni ella ni yo?

—No, no; yo no soy culpable, os lo juro.

—¿Sois libre?

—Sí, señora; libre de mi vida, libre de dar mi mano a la mujer que amo, de mi fortuna, y no soy culpable; si vos sois la mujer que creo, vos me perdonaréis, porque yo soy más digno de lástima que de castigo, y porque he sufrido mucho; vos me perdonaréis cuando…

Eduardo se interrumpió de nuevo.

—¿Cuándo?… —dijo la señora Osborn.

—Cuando vuelva para pediros gracia para mí y para María.

Eduardo se levantó, besó la mano que le tendía la señora Osborn, y volvió a su casa.

Dos horas después se le vio salir y dirigirse hacia el cuartel en que se encontraba el regimiento norteamericano, y preguntar por el coronel.

No sin trabajo pudo Eduardo ser introducido en el cuarto de este jefe superior, que era un hombre joven todavía, alto y seco, quien lo recibió con un desdén supremo.

—Señor mío —dijo Eduardo—, hace un mes corristeis un gran peligro, y sólo dependió de mí el que no os quemaran vivo con vuestros hombres y que os robaran treinta millones que teníais en depósito para remitirlos al gobierno americano.

—¿Cómo habéis sabido eso? —preguntó el coronel.

—Por un hombre que lo sabe todo, por el capitán Garcí.

—Garcí, el bandido; ¿y vos frecuentáis ese hombre?…

—No, es él quien me frecuenta a mí; yo he viajado con él durante un mes y lo he dejado en el campo francés.

—¿Y vos habéis presenciado fríamente sus últimos crímenes?

—Yo lo he visto cometer toda clase de infamias, y he devorado mi cólera, porque era necesario; sí, señor, porque era necesario para llevar a cabo el proyecto que voy a ejecutar pasado mañana.

—¿Cuál?

—Destruir y exterminar a Garcí y su banda.

—¡Su banda!… imposible.

—¿Por qué?

—¿Ignoráis que se compone de ochocientos hombres terribles?

—Ya lo sé; pero soy más fuerte que él.

—¿Con qué contáis?

—Con la justicia de una buena causa.

—Eso no basta.

—Es verdad, pero eso ya es mucho. Además cuento con más de quinientos mineros que desean vengarse de los robos y maldades que esos bandidos les han causado. El triunfo de esta empresa no depende más que de vos; toda la gloria será para vos, así como todas las recompensas de vuestro gobierno, pues yo no quiero nada.

—¿Qué se necesita hacer?

—Salir a la cabeza de vuestro regimiento en nuestra ayuda.

—¿Nada más?

—Y darme las armas y municiones necesarias para armar a mi gente.

—Muy bien; ¿luego?

—Luego os presentaréis mañana, a las diez de la noche, con vuestro regimiento bien equipado, y daréis el santo y seña.

—¿Cuál?

—Helo aquí —dijo Eduardo, dándole un pedazo de papel en que se leía:

«ORDEN Y CALIFORNIA, 28 de julio a las once»

—¿Para cuándo es el ataque? —dijo el coronel.

—Partiremos por la noche, atravesaremos la bahía y marcharemos un día; Garcí debe llegar del 1 al 5 de agosto con trescientos hombres al menos, seiscientos a lo más; nosotros podremos disponer de mil a mil doscientos; tenderemos una emboscada que Garcí no podrá evitar; haremos todos los prisioneros posibles, y se acuchillará al resto. Ya es tiempo de que un país que no está aún constituido y en el que se vive sin leyes, sin autoridad y sin represión, que las gentes honradas se erijan en tribunal y se hagan justicia.

—Tenéis razón —dijo el coronel—, contad conmigo.

—Muy bien; hasta mañana.

—Hasta mañana a las once de la noche —respondió el coronel.

Eduardo salió del cuartel y pasó todo el día recorriendo todos los cafés de San Francisco, alistando a cuantos querían ayudarle en su generosa empresa. Cuando se retiró a su casa era ya muy tarde.

María, que no lo había visto en todo el día, estaba poseída de la mayor inquietud, pues no concebía que Eduardo, tan cerca de ella, pasara todo un día sin ir a verla. Además, que ella sabía la entrevista que su madre había tenido por la mañana con Eduardo, y la encontró, si no triste, al menos más seria. A las doce de la noche oyó unos pasos por la calle, salió al balcón y reconociendo a Eduardo, exclamó:

—¡Dios mío, y cómo habéis tardado!

—Perdonadme, querida María —dijo Eduardo—, un asunto urgente me ha privado todo el día del placer de veros…

—¿Y mañana?

—Mañana aún estaré ocupado y me será totalmente imposible pasar el día en vuestra compañía; por la noche partiré para un pequeño viaje.

—¿Aún? —dijo María.

—Sí; pero a mi vuelta no me separaré de vos más que el tiempo necesario para ir a poner en orden los negocios de mi casa de Panamá, regularizar y asegurar mi posición, y luego…

—¿Qué? —dijo María con ansiedad.

—Después, ya habré trabajado y sufrido lo bastante para creerme con el derecho de ser feliz, y volveré a pedirle a la señora Osborn vuestra mano, María, y todo no dependerá más que de ella y de vos…

—¡Cuán dichosa soy! —dijo María—, ¡qué contenta estoy de haberos esperado! Las horas lejos de vos me parecen siglos, y siempre temo os suceda alguna desgracia.

—Tened valor, fe y esperanza en mí.

—Sí, yo seré fuerte y sabré esperar.

—Adiós, querida María.

—Adiós, Eduardo amado.

En este momento se presentó Ferrier, y ambos entraron en la habitación de Eduardo.

Todo estaba perfectamente preparado. Ferrier había podido alistar trescientos hombres resueltos, que debían acudir a la cita; de modo que Eduardo podía contar con el campo americano, el campo francés, con el regimiento de la guarnición de San Francisco y con los hombres alistados por Ferrier, total unos mil y quinientos hombres, y con armas para todo el mundo. Eduardo pasó una gran parte de la noche meditando y escribiendo las medidas de seguridad general que pensaba establecer después de haber exterminado al bandido, echó una última mirada sobre el balcón de María y se quedó dormido.

El día 28 lo pasó visitando al coronel del regimiento americano y a los principales jefes del acuerdo. Cuando hubo concluido todos los preparativos fue a confiar sus proyectos y esperanza a la señora Osborn, olvidó al lado de María todos los obstáculos y peligros que aún los separaban, abandonándose a los transportes de su corazón. Comió en compañía de Alfredo Peret, y luego volvió a tomar el té con la señora Osborn y su hija, pasando con ellas la velada hasta las nueve de la noche.

Cuando hubo partido, la señora Osborn quedó un momento pensativa.

—Es imposible —se decía—, que ese hombre no haya sido siempre la virtud y la lealtad personificadas; pero en su existencia pasada hay un misterio terrible que es necesario que yo conozca, y lo conoceré.

María siguió con la vista a Eduardo y fue a colocarse en el balcón para verlo aún.

Eduardo levantó la cabeza y le mandó el último beso de amor, entró en su casa y no pensó más que en el buen éxito de su empresa y en la responsabilidad que pesaba sobre él.

La ciudad estuvo aquel día más silenciosa y en calma que de ordinario; un aviso dado por el coronel del regimiento americano y los vagos rumores que corrían sobre la llegada de Garcí, de conspiración, revuelta y pillaje, circulando de boca en boca, habían decidido a los tranquilos habitantes de San Francisco a encerrarse en sus casas.

María observaba desde su balcón todo lo que pasaba en casa de Alfredo Peret y en la calle.

A las diez Eduardo salió a la puerta de la calle vestido con un traje que parecía más bien el de un soldado que el de un minero, llevando en el cinto dos revólveres, un cuchillo de caza enorme y una macana de ballena.

Poco después llegaron doce hombres cargados de armas de todas clases; a una señal de Eduardo las arrimaron contra las paredes de las casas, colocando al lado de cada fusil un revólver y un puñal. Luego se oyó un tumultuoso ruido de pasos que se acercaban.

Eduardo vio que María aún estaba en el balcón, y le dijo:

—Retiráos, María, gente llega y podríais ser vista; yo reclamo de vuestra afección este sacrificio, retiráos; ¡adiós!

María obedeció, cerró la puerta y apagó la luz; pero inmediatamente entreabrió la puerta que había cerrado y se puso a escuchar.

Varios grupos de diez y doce hombres llegaron sucesivamente cargados de armas, y detrás de ellos iba colocando a los voluntarios que se presentaban y puso centinelas por todas las bocacalles con orden de dejar pasar a cuantos dieran la contraseña.

A media noche quedaban armas suficientes para armar a quinientos o seiscientos hombres. Eduardo inquieto iba visitando todos los puestos avanzados para ver si habían dejado pasar a cuantos se habían presentado, y volvió ante la casa Osborn poseído de la mayor ansiedad. No pudiendo resistir por más tiempo a las crueles angustias que lo agitaban, mandó a dos hombres a caballo que recorrieran la ciudad, para ver si un error era la causa del retardo de la gente que esperaba, retardo que amenazaba comprometerlo todo.

A la una de la madrugada el coronel vino a preguntarle que cuándo partían; díjole, además, que aquella inacción cansaba a su gente, y que prolongándose podría tener funestas consecuencias, pues principiaba a murmurarse que todo había fracasado.

—Nada ha fracasado, coronel —dijo Eduardo—, además, para nosotros esto es ahora una cuestión de vida o muerte; si Gara llega aquí estamos perdidos, ese hombre sabrá lo que vos y yo hemos intentado y hará con nosotros lo que debíamos hacer con él, esto es, un castigo ejemplar; solamente que este castigo será en favor de los bandidos, que se considerarán como dueños absolutos del país. Coronel, escuchadme bien; retroceder, es imposible; yo esperaba seiscientos o setecientos hombres, trescientos han podido perecer en el incendio que ha debido prolongarse hasta el campo francés, sobre todo si se habían puesto en camino, pero cuatrocientos van a llegar de un momento al otro.

—¿Y si no vienen? —preguntó el coronel.

—Si no vienen es que habrán sido perseguidos, atacados o dispersados por Garcí, y nosotros debemos salirle al encuentro.

—Pero nosotros no tenemos más que quinientos o seiscientos hombres —dijo el coronel.

—Tenemos ochocientos, y Garcí no tendrá más que la mitad —dijo Eduardo.

—Sí; pero el rumor corre de que vamos a atacar a Garcí, y si los hombres que hay en la ciudad lo saben, marcharán sobre nosotros, y nos cogerán entre dos fuegos.

—Coronel —dijo Eduardo—, ¿es que vos preferís ser asesinado en vuestra cama a jugar una buena partida en el campo de batalla, para salvar al país y dejar un buen nombre muriendo, o llegar a todo, si salimos vencedores?

—¿Creéis que haya solamente cinco probabilidades contra diez de triunfar? —dijo el coronel.

—Yo conozco los hombres de que dispongo —dijo Eduardo—, y sé lo que valen los otros; con las medidas que he tomado, tenemos al menos ocho probabilidades contra diez; además, nosotros no podemos retroceder, eso sería una cobardía y una traición, pues todas las personas que están aquí, y las que sin duda llegarán, quedarían, como nosotros, a la merced del bandido que tanto teméis, coronel.

—Yo no temo nada, más que hacer una calaverada o una locura inútil.

—Yo os digo —replicó Eduardo—, que la locura sería quedarnos aquí, y que sólo la calaverada puede salvarnos, sólo el miedo y la cobardía puede perdernos.

—Os repito —dijo el coronel con tono amenazador—, que yo no temo nada ni a nadie, ni al fuego de pelotón, ni a bala de un adversario, ni a Garcí y su banda, ni a vos.

—Probádmelo —dijo Eduardo.

—Cuando queráis.

—Al momento.

—¿Cómo?

—Aceptando el duelo que os propongo.

—¿Cuál?

—Marchar en busca de Garcí a la cabeza de nuestra gente, y a ver cuál de los dos llega primero sobre su banda.

—Acepto —gritó el coronel fuera de sí.

—En marcha, pues; haced avanzar a vuestra gente, mientras yo doy órdenes a la mía.

El coronel se puso a la cabeza del regimiento y gritó con voz fuerte:

—¡Marchen!

—¡Orden y California! —gritó Eduardo a sus voluntarios.

Al oír esta palabra mágica los voluntarios ejecutaron una maniobra combinada la víspera, que consistía en dividirse por pelotones de veinte o veinticinco hombres mandados por jefes elegidos de antemano y entre los cuales se veían en primera línea Ferrier y el dependiente del consulado.

María había salido al balcón para ver mejor el desfile de aquella tropa nocturna, y cuando hubo pasado el último hombre, cayó de rodillas y exclamó sollozando:

—¡Dios mío! ¡Tened piedad de nosotras y salvadle!

Capítulo XX

Los cincuenta hombres mandados por Garcí para apoderarse de Eduardo, o asesinarlo y el cuerpo destinado a atacar el campo francés, fueron cercados por el incendio, y cuando se apercibieron de ello era imposible escapar. Amedrentados por el miedo se replegaron sobre las orillas del San Joaquín, con la idea de pasarlo a nado y escaparse por la orilla opuesta; pero el fuego, más veloz que ellos, les tomó la delantera, y cuando llegaron casi ahogados por el humo y extenuados de cansancio, unos esperaron la muerte fríamente, otros, locos de terror, se arrojaron al río, y todos perecieron después de una agonía infernal.

Los mineros del campo francés, que infaliblemente iban a correr el mismo peligro, al ver los primeros resplandores del incendio volvieron atrás, con dirección al campo que habían abandonado. Considerando que no podían llegar a San Francisco el día fijado, se replegaron sobre el campo americano, para desde allí bajar por la orilla izquierda del Estanislao y marchar en línea recta hacia Venida; encontrando el campo desierto pasaron adelante con la esperanza de llegar bastante a tiempo, si no para la cita, al menos para el combate.

El incendio salvó a Eduardo en vez de perderlo; el incendio le privó de los más intrépidos defensores. Sin embargo, por una singular casualidad, una parte de estos hombres podían prestar un gran servicio cortando la retirada a Garcí, a quien seguían sin saberlo.

Según sus cálculos, los yankees debían llegar a San Francisco el 28 por la tarde, y a fin de encontrarse en disposición de entrar en campaña, marchaban despacio y se paraban frecuentemente, de modo que cuando llegaron a algunas horas de la bahía, estaban tan repuestos como antes de partir.

Garcí, por el contrario, como quería a todo trance derrotar a los yankees e impedir su llegada a San Francisco, los perseguía a marchas forzadas, aunque él esperaba un refuerzo de tropas frescas que debían llegarle de la ciudad.

Los yankees hicieron una parada que debía ser la penúltima, y se regocijaban de ver que se acercaban al sitio en que Eduardo les había prometido mandar embarcaciones para volver a San Francisco.

Los indios colocados a la vanguardia, a la retaguardia y a los flancos de los convoyes, hacia una hora que habían abandonado su calma habitual, reuniéndose varias veces para comunicarse sus temores y sospechas. Por fin, uno de ellos fue a anunciar a los yankees que las corzas habían pasado espantadas, y que sin duda había gente oculta en el bosque, e inmediatamente mandaron dos de ellos a explorar el terreno, quienes volvieron corriendo, anunciando que eran perseguidos por una banda de gente armada a pie y a caballo. Los yankees se pusieron sobre las armas y continuaron su marcha. Otro indio se presentó pocos momentos después anunciando que detrás de ellos venían sobre unos doscientos hombres a pie y cien a caballo.

—¡Garcí! —exclamaron por todas partes.

En fin, el bosque se agitó a derecha e izquierda, y los guías de los yankees dieron el grito de alarma. El campo americano, sin perder su sangre fría, con el revólver en la mano y hábilmente dirigido por los guías, principió su fuga, o más bien su retirada, al paso de carga, ganado en un instante una gran ventaja sobre los que los atacaban; sólo una cosa les extrañaba, y era el ruido de caballos que parecían correr tras ellos y que nunca los alcanzaban.

Un nuevo esfuerzo de los perseguidores los colocó casi al nivel de los yankees, quienes animados por los indios, se alejaron aún, dejando una distancia entre ellos y los bandidos. Entonces se oyó una voz a la derecha que gritaba:

—A ti, Garcí, carga con los caballos, nosotros no podemos más.

Garcí, furioso de ver a su infantería fuera de estado de ejecutar el ataque simultáneo que había combinado y con el cual contaba hacía algunos días, se lanzó contra el cuerpo de los yankees. Con una rápida mirada, uno de sus guías se hizo cargo de la posición de los yankees y de la de los que los atacaban. Vio que la infantería estaba cansada y que no podía luchar en velocidad con los yankees, que los caballos eran demasiado temibles para esperarlos y combatirlos a pie firme, y rápido como el pensamiento dio una orden que debía salvarlos a todos.

El convoy de los yankees penetró en el bosque y fue serpeando por entre los matorrales para impedir el paso a los caballos.

—¡A mí! —gritó Garcí.

La infantería avanzó lentamente. Garcí dividió su banda, mandando una parte para cortar la retirada a los yankees, dejó otra en el mismo sitio en que los había perdido de vista, y él siguió adelante, a escape, con la caballería. Cuando hubo llegado a la pequeña eminencia hizo alto para ver si descubría a los fugitivos, que debían encontrarse detrás de él; luego tomando su revólver con una mano y con la otra un cuchillo, echó pie a tierra y dijo a su gente:

—Bajad de los caballos y ataquémoslos; ¡que no haya cuartel para nadie!

Los bandidos abandonaron sus caballos y se dirigieron a pie en busca de los yankees. Estos continuaron por el bosque y luego quisieron volver a tomar el camino descubierto; pero encontraron al cuerpo que Garcí había mandado delante dispersado en guerrillas, que les impedía el paso; echáronse sobre la izquierda, para escapar aún por el bosque y tomar el camino un poco más arriba de donde estaban las guerrillas, y al llegar a la altura en que habían desaparecido se encuentran con el otro cuerpo de bandidos que estaba escalonado en el sendero; quisieron subir aún más arriba, y se encontraron frente a frente con Garcí, quien exasperado, ávido de sangre y de venganza, mandó hacer una descarga, a la cual respondieron los yankees: algunos hombres cayeron de los dos bandos. Un guía de los yankees fue cogido por Garcí, que le cortó la cabeza de una cuchillada, y avanzó llevando con una mano la cabeza y con la otra el cuchillo. Sus hombres, electrizados con la vista de la sangre, tomaron nuevas fuerzas y corrieron en persecución de los mineros.

El combate, o más bien la caza, había comenzado el 28 de julio por la mañana, y se prolongó hasta muy entrada la noche.

La gente de Garcí, extenuada de cansancio, pidió a su jefe permiso para descansar algunas horas; por su parte, los yankees viendo que ya no los perseguían, determinaron también hacer alto; así fue, que perseguidos y perseguidores durmieron algunas horas a un tiro de fusil los unos de los otros.

A los primeros rayos de la aurora Garcí distribuyó a su gente una ración de aguardiente, y mandó el ataque. Los yankees, al ver llegar al enemigo, se levantaron como un solo hombre, pero este hombre ya no era el mismo de la víspera; a los bandidos, acostumbrados a las marchas y combates prolongados, habían bastado algunas horas de reposo para recobrar fuerzas. Garcí tomó una nueva ventaja sobre los yankees, persiguiéndolos con un encarnizamiento y una energía terribles, llegando a alcanzar la retaguardia y pasándola a cuchillo. Seguro de su victoria, se paró un momento para saborear su venganza. La cabeza de la columna de los mineros oyó los gritos de agonía de la retaguardia y se preparó a resistir a todo trance, decididos a perecer todos antes de abandonar a los que no podían seguirles.

—¡Victoria! —gritó Garcí de repente—, ya los tenemos; he aquí el refuerzo de San Francisco que llega; ¡adelante, vive Dios!, ¡y que no quede uno solo con vida!

—¡Orden y California! —gritó un jinete, que venía a escape, acompañado de un jefe amerciano y seguido de una tropa de infantería.

Los yankees estupefactos al ver llegar a aquella gente por la parte de la ciudad, creyeron que era un refuerzo que le llegaba al enemigo, y se prepararon a la fuga.

—¡Orden y California! —repitió el jinete—, ¡plaza!

Los yankees lo comprendieron todo; dejaron pasar a los dos jinetes, y dando media vuelta, se lanzaron a su vez contra los bandidos.

—¡Eduardo Mercier! —exclamó Garcí, reconociendo al jinete—, ¡maldición!

Y empuñando su revólver esperó el ataque a pie firme.

Eduardo y el coronel americano, que se habían adelantado de su gente, no pudieron parar sus caballos, y pasaron por el lado de Garcí.

—He aquí a Garcí detrás de nosotros —dijo Eduardo al coronel—, a ver quién lo coge.

Y dando media vuelta, lanzó su caballo sobre el bandido que fue a rodar por el suelo, después de haberle disparado un tiro a quemarropa, que afortunadamente no le tocó.

Eduardo saltó del caballo y una lucha cuerpo a cuerpo principió entre él y Garcí.

El combate se hizo general y la confusión de todos aquellos hombres ensangrentados, acometiéndose unos a otros, hiriéndose, matándose, los gritos confusos de todos, las amenazas de todos, las imprecaciones en todos los idiomas, sobre un estrecho sendero y sobre el bosque, daban a aquel duelo múltiple un aspecto y una originalidad siniestra y terrible, que espantó por la primera vez a los bandidos de Garcí, que principiaban a ceder al número y a la violencia del ataque.

Los soldados americanos desplegaron una energía extraordinaria; los yankees que a su vez habían tomado la ofensiva y ebrios de furor y de sangre, mataban sin piedad; los otros extranjeros mandados por Eduardo, que habían llegado los últimos, conservaban su sangre fría y apuntaban tranquilamente a los bandidos que se defendían aún.

En medio de aquella horrible refriega, Eduardo y Garcí luchaban a brazo partido. Garcí, queriendo matarlo, usaba de mil estratagemas para clavarle el cuchillo; Eduardo que quería a todo trance cogerle vivo, le agarró con su mano de hierro por el cuello y le apoyó la rodilla contra el pecho.

—¡Qué me ahogas! —exclamó Garcí, con el rostro amoratado y los ojos inyectados de sangre.

Eduardo aprovechó de aquel momento en que la respiración le faltaba, para volverle el rostro contra el suelo. El aire penetró en el pecho del bandido devolviéndole el instinto de la defensa, pero Eduardo le tomó las dos manos.

—¡A mí! —gritó Garcí, a uno de sus hombres que continuaba derribando a cuantos se le presentaban delante.

El hombre llamado por Garcí apuntó su revólver contra Eduardo, pero inmediatamente cayó atravesado por una bala.

Por fin, Eduardo pudo volver a Garcí, pero al ejecutar este movimiento, el bandido le mordió la mano izquierda apretando los dientes con furor. Eduardo, viéndose cercado de combatientes, y que el coronel caía con su caballo, pensó que podía hacer falta a su gente, y dijo:

—¡Concluyamos!

Y descargó un fuerte puñetazo sobre el cráneo del bandido, que le obligó a abrir la boca, quedando sin sentido.

—¡A mí, coronel! —gritó Eduardo—, dadme unas cuerdas, un pañuelo o una cadena, para atar a este tigre.

—No tengo nada para poderlo atar —dijo el coronel acercándose.

—Sí, sí, esto —dijo Eduardo, designando la faja de seda y el cordón de oro que llevaba el coronel.

Eduardo ató fuertemente las manos de Garcí a su espalda, mientras que el coronel le sostenía la cabeza.

Garcí recobró sus sentidos y principió a gritar, algunos de sus compañeros hicieron un último esfuerzo para librar a su jefe atacando a los dos hombres que se apoderaban de él. Los americanos y los extranjeros formaron un círculo para defender a sus jefes, y el combate, un momento suspendido, volvió a comenzar con nueva furia; pero el partido no era igual: las dos terceras partes de los bandidos se habían replegado y hacían todos los esfuerzos imaginables para reunirse con los dos cuerpos que habían dejado escalonados para cortar la retirada a los yankees. Algunos hombres que querían librar a Garcí se hacían matar sofocados por el número. Durante aquella lucha desesperada, un hombre vestido de marinero llegó hasta Garcí, y apoyó el cañón de su revólver sobre la cabeza del coronel americano. Eduardo vio el brazo del bandido que avanzaba, y gritó:

—¡Alerta, coronel!

Éste volvió la cabeza, y el cañón del revólver del bandido se encontró apoyado sobre su frente. El marinero dejó caer el gatillo y el tiro no salió.

—¡Mal cartucho! —exclamó Garcí, en cuya frente había brillado un rayo de esperanza—, ¡despáchate! —dijo al bandido.

Apenas había pronunciado estas palabras, cuando el bandido cayó sobre él atravesado por un pistoletazo que Eduardo le había disparado, salvando de este modo la vida del coronel.

—¡José! —dijo Garcí a uno de sus hombres que se defendía aún—, José, sálvese quien pueda, hijo mío, retírate hacia los dos destacamentos que hemos dejado atrás y carga con ellos.

El hombre al cual había hablado Garcí, huyó gritando:

—¡Sálvese quien pueda!

Y todos los que luchaban aún alrededor de su jefe y en el bosque, lo siguieron.

—Tenedle —dijo Eduardo al coronel—, y si vienen a salvarlo, levantadle la tapa de los sesos; yo voy a concluir con los otros.

Eduardo montó a caballo, reunió a su gente y se lanzó en perseguimiento de los bandidos.

El primer destacamento dejado por Garcí, y que fiel a su consigna no había abandonado su puesto, no pudo resistir el choque y retrocedió hasta encontrar el segundo, que como el primero, no se había movido.

—¡En el nombre del Padre! —gritó el llamado José después de haber reunido toda la gente de que aún podía disponer—, ¡en el nombre del Padre! ¡Adelante y salvemos a Garcí!

Eduardo, sin siquiera darles tiempo de ponerse en línea, les cargó con tal ímpetu, que los bandidos, sorprendidos, se pusieron en derrota, huyendo por el estrecho sendero que conducía al campo americano, con la esperanza de penetrar en la espesura del bosque y escapar a la persecución de Eduardo y su gente. De repente los bandidos se pararon sorprendidos de ver salir por el bosque a una nueva columna que les cortaba la retirada. Eduardo mismo, a la cabeza de los voluntarios de San Francisco, no sabiendo lo que aquello quería decir, se paró para reconocer a los que llegaban.

—Estamos cercados —dijo José—, no hay más remedio que rendirnos.

—¡Por aquí! —dijo una voz.

—¡Es el campo francés! —dijo otro.

En efecto, el campo francés que venía por el mismo camino, se encontraba, en fin, con el cuerpo de Garcí en derrota. No sabiendo al primer momento si era que los atacaban, una parte de ellos principiaba a desbandarse y retroceder, mientras la otra estaba indecisa. Algunas palabras que llegaron a los oídos de Eduardo, le revelaron la situación, vio a los bandidos abatidos y dispuestos a rendirse a discreción, y gritó:

—¡Orden y California!

Al oír la palabra de orden pronunciada por Eduardo, los mineros del campo francés se replegaron y cargaron con ímpetu a los bandidos, que no tuvieron más medio que rendirse. Desarmáronlos en el acto y les ataron las manos a la espalda, y colocando cada uno de ellos entre dos voluntarios, se dirigieron hacia donde estaba Garcí. Cuando éste vio a toda su gente prisionera, dijo con tristeza:

—¡Estoy perdido!

—Sí —dijo Eduardo—, tú estás perdido; pero el país se ha salvado.

Al anochecer del mismo día entraban en San Francisco las tropas y los voluntarios victoriosos, conduciendo a los prisioneros.

Cuando llegaron a la plaza, Eduardo hizo formar una cuadra con las tropas y los voluntarios, colocó en medio a los prisioneros, y acercándose al coronel, le dijo:

—Coronel, mi misión ha concluido; a vos os toca ahora obrar y disponer de los prisioneros.

—¿Y qué hacer, si no hay ni un solo tribunal?

—Erigid al pueblo en tribunal, y que pronuncie: Helo aquí que nos rodea; pues bien, que el pueblo sea juez, tribunal y ejecutor, y que corte el mal por las raíces y de un solo golpe.

—Pero… —dijo el coronel vacilando.

—Pero —replicó Eduardo—, vos no sabéis hacer nada completo, y sin embargo, queréis toda la gloria de la jornada; una vacilación puede comprometerlo todo.

—Mañana… veremos… —dijo el coronel.

—Mañana todo se habrá perdido, mientras que hoy se puede salvar.

Y dirigiéndose al pueblo, Eduardo continuó:

—Californianos, la situación es apurada, nosotros no tenemos aquí ni tribunal, ni ningún medio de represión: el país, las minas y los trabajadores estaban en poder de los bandidos. Un militar valiente ha salvado el país, destruido el bandolerismo y se ha apoderado de su jefe.

—¡Mientes! —gritó Garcí—, ¡eso hubiera sido una deshonra dejarse coger por ese abortón!

—Del jefe —continuó Eduardo—, que ha sido el terror de las familias, del jefe que ha arruinado a los mineros.

Un sordo rumor se oyó por toda la plaza.

—Este militar os le trae, atado con la faja que llevaba y que el gobierno querrá conservar como un glorioso trofeo, mandando al que la llevaba en el momento del peligro, otra de general.

—¡Viva el coronel! —gritaron por todas partes.

—El coronel —continuó Eduardo—, apela a todos vosotros, a todos vosotros que habéis temblado al nombre de Garcí, ante Garcí el bandido, ante esa banda de malhechores que os trae aquí cargada con los despojos de los mineros.

Un rumor terrible corrió esta vez por toda la plaza.

—El coronel apela al pueblo honrado y lo erige en tribunal.

—Sí, sí; ¡viva el coronel! —gritó el pueblo.

El coronel, viéndose objeto de una ovación, se pavoneaba sobre su caballo, guardando el más profundo silencio y dejando hacer a Eduardo.

—Este valiente militar os deja libres de votar.

—¿Por qué?… —dijo una voz.

—Por la muerte o la libertad de los asesinos.

—¡La muerte! —gritaron por todas partes.

—¡La muerte! —repitieron los voluntarios.

—¿Y qué hacer ahora? —dijo el coronel a Eduardo tendiéndole la mano.

—La soga para Garcí y los jefes, y una bala para los otros; despacháos, estamos rodeados por gentes de Garcí; yo los vigilaré, despacháos.

Los bandidos fueron colocados junto a la pared de las casas, y detrás de cada uno había un soldado con la boca del fusil apoyada sobre sus cabezas.

—¡Fuego! —dijo el coronel.

Ciento veinte bandidos rodaron por el suelo.

Durante un momento, Garcí se creyó salvado; un grupo de doce hombres se le había acercado, y les dijo:

—Sin duda van a dejarme hasta mañana; cuento con vosotros esta noche.

Eduardo, que no los había perdido de vista, destacó cincuenta voluntarios, que a una señal suya se apoderaron del grupo.

—¿Qué hacemos con éstos? —preguntó el coronel.

—Fusiladlos al instante.

Los doce hombres fueron ejecutados.

—¿Y Garcí? —preguntó el coronel.

—Ahorcadlo sobre ese balcón, así como a los otros tres jefes.

—¡Qué traigan cuatro pedazos de soga! —dijo el coronel a su gente.

Garcí y sus tres compañeros fueron ahorcados y quedaron expuestos al público hasta el día siguiente.

Eduardo había llenado la doble misión que se había impuesto, y confió al coronel el cuidado de llevar a cabo la obra comenzada. Dirigiéronse algunas tropas y voluntarios a los barrios sospechosos de la ciudad y por las cercanías. Al cabo de ocho días hubo una segunda ejecución con las mismas formas judiciales que la primera.

El Herald, periódico de San Francisco, dio cuenta de este gran suceso; Eduardo redactó un artículo que produjo gran sensación en toda la América, y sobre todo, en los Estados Unidos. Los periódicos oficiales de Washington lo reprodujeron in extenso, añadiendo:

Que semejantes resultados eran debidos a la inteligencia, bravura, iniciativa y rápida concepción de un distinguido oficial del Norte, del honorable míster John Tomas Mackers, promovido al grado de teniente general y nombrado gobernador general de California.

El mismo periódico añadía:

Que el ilustre y honorable general John Tomas Mackers se había dignado, por un raro sentimiento de imparcialidad, llamar la atención del gobierno sobre un joven, jefe de una casa de comercio de Panamá, que se había distinguido por el concurso que había prestado a la autoridad, al cual el general Mackers debía dar las gracias en nombre del gobierno.

Capítulo XXI

Después de haber presenciado los horribles acontecimientos de aquel día, en los cuales había desempeñado el primer papel Eduardo, se retiró a su casa, o por mejor decir, a la de Alfredo Peret, extenuado de cansancio y vivamente impresionado. Todas sus fuerzas físicas y morales se habían agotado, y su malestar era tan grande, que a pesar del placer que le causaba la vista de María, rogó a su secretario Ferrier que fuera a disculparle cerca de la señora Osborn de no poder ir a saludarla.

La fiebre no tardó en declarársele, y tras la fiebre el delirio, que le tuvo algunos días si no en peligro de su vida, al menos bastante enfermo para no poder recibir a nadie. Rodeado constantemente por los cuidados de Ferrier y Peret, pudo, en fin, entrar en convalecencia y tener el consuelo de ver a la señora Osborn y a María que iban a visitarle todos los días.

En fin, su constitución y sobre todo, su juventud, triunfaron de la enfermedad, y pensó seriamente en volver a Panamá, haciendo antes un último viaje a la bahía de la Perla Negra. Con este propósito principió a preparar todos sus asuntos particulares; dio orden al capitán Noirtier para que aprovisionara el buque para tres meses; hizo repartir entre los mineros el botín que había tomado a Garcí; instaló a míster Blatburn en su despacho bajo las órdenes inmediatas de Ferrier; a fin de que Alfredo Peret pudiera ganarse mejor la vida, le propuso una colocación en las oficinas de la casa Osborn, que podría desempeñar en las horas que le quedaban libres, fijándole un sueldo de dos mil pesos al año.

Concluidos todos estos asuntos, y esperando el momento de partida, pasaba casi todo el día al lado de María formando proyectos para el porvenir.

Un día en que no tenía nada que hacer y que se paseaba por las calles de San Francisco, acompañado por Ferrier, se pararon delante de una casa en construcción y vieron a un hombre de maneras distinguidas vestido con frac negro y corbata blanca que hacía el oficio de peón de albañil. No pudiendo resistir a la curiosidad, se acercaron al tal sujeto y le preguntaron por las causas que lo habían forzado a desempeñar aquel oficio. El interrogado, sin picarse lo menor del mundo por la curiosidad de aquellos desconocidos, les contestó muy cortésmente que se llamaba míster Rodgers, antiguo joyero de los Estados Unidos, que había ido a San Francisco como tantos otros, con la esperanza de doblar su fortuna en poco tiempo; que había emprendido por su cuenta algunas explotaciones en las minas, donde había perdido inmensos capitales; que luego pensando desquitarse con el juego, había concluido por perder lo que le quedaba; que había abierto una escuela, pero como no ganaba nada, había cambiado las bellas letras por la cal y el yeso; y en fin, que trabajaba sólo para recoger el dinero necesario para ir a Europa, adonde decía estaba seguro de reparar sus pérdidas.

—¿Cómo? —dijo Eduardo Mercier.

—Sí, señores —respondió míster Rodgers—, estoy seguro de vender la última joya que me queda y sacar una buena suma.

—¿Cuánto? si no es indiscreción —dijo Eduardo.

Mister Rodgers los miró de arriba a abajo, y respondió:

—Sesenta mil pesos.

—¡Una joya de sesenta mil pesos! —dijo Ferrier—, ¿y vos declaráis poseer esto aquí?

—Yo lo declaro al señor Mercier y a vos, que os reconozco perfectamente; por lo demás, yo he estado a punto de jugarla una noche, y el conde de M… que lo entiende, me daba cuarenta mil pesos.

—¡El conde de M…! —exclamó Eduardo—, ¿el conde de M… está aquí?

—Sí, señor —dijo míster Rodgers—, tiene una casa de juego en El dorado, donde se juega gordo; pero él sólo dirige.

—Como en Panamá —dijo Eduardo.

—Tratad de descubrirle —dijo Ferrier a Eduardo—, haced hablar a ese hombre, puede que eso nos sirva.

—¿Vos decís que poseéis una joya que avaluáis en sesenta mil pesos?

—Sí, señor; o al menos cincuenta mil.

—Eso debe ser un soberbio brillante.

—No; es una perla negra, digna de la corona de un soberano.

—¡Una perla negra! —dijo Eduardo.

—Sí, señor; una simple perla.

—¿Pero será enorme?

—Como un huevo de perdiz.

—¿Y dónde está?

—Aquí —dijo míster Rodgers, mostrando una cintura que llevaba bajo el chaleco.

—Pero si alguien lo supiera, os asesinarían.

—Por esa razón no lo digo a nadie, y sólo por una casualidad, se la he enseñado al conde de M…

—Veámosla, a ver si es la misma que tuve ocasión de admirar en uno de mis viajes por el Pacífico.

—Venid —dijo míster Rodgers, conduciendo a Ferrier y Eduardo a un sitio solitario—, ¡mirad!

—La misma —dijo Eduardo examinándola—, la misma que vi hace tiempo; pero después creo que le han dado un nombre.

—La han llamado la Estrella del Pacífico y la Africana; éste último nombre es el que le ha quedado.

—En efecto, es una joya extraordinaria —dijo Eduardo—, pero el precio a que la han elevado es fabuloso y no puede durar; daos prisa a venderla, pues dentro de poco tiempo su valor bajará de treinta a cuarenta mil pesos a treinta o cuarenta mil francos.

—Ya lo sé —dijo míster Rodgers—, por esa misma razón tengo prisa de venderla, y ya he estado a punto de ceder a las instancias del conde de M…

—¿Cuánto os daba?

—Cuarenta mil pesos; pero como yo me conozco, con cuarenta mil pesos en el bolsillo soy capaz de jugar y dejar en casa del conde mi única esperanza y mi porvenir, yo he preferido guardarla, ganar de cualquier modo con qué hacer el viaje a Europa y realizar un buen negocio dirigiéndome a los soberanos más ricos o a las mejores casas de Londres, o quizá, he aquí que me ocurre una idea, hacer un llamamiento a toda Europa y rifarla.

—¿Y si no la vendéis?

—Me vuelvo a los Estados Unidos, donde estoy seguro de sacar los treinta mil pesos que me ha costado.

—Sí —dijo Eduardo—, pero considerablemente disminuidos.

—¿Cómo?

—Por los gastos de viajes, anuncios, etcétera; creedme, vendedla aquí si encontráis quien os dé un buen precio, o id a los Estados Unidos; allí es donde la joya ha recibido el bautismo de la moda, y sólo allí es donde tiene un poco de más valor —dijo Eduardo devolviéndole la perla.

—Quizá tengáis razón —dijo míster Rodgers pensativo, mirando su tesoro—, ¿qué haríais vos en mi lugar?

—Os repito que es en los Estados Unidos donde esta joya ha adquirido un valor de convención que puede durar.

—¡Si la cediera al conde de M…!

—Pero si no tenéis la fuerza de voluntad para poder huir…

—Es verdad.

—Veamos —dijo Eduardo, volviendo a tomar la perla—, ¿vos decís que el conde de M… ofrece cuarenta mil pesos?

—Os lo juro —dijo míster Rodgers, si queréis, iremos a su casa; dentro de un instante la sala de juego estará abierta, y veréis cómo me da cuarenta mil pesos o me deja jugar por esta suma y algo más…

—¿Estáis cierto que ese conde de M… ha deseado ardientemente esta joya?

—Certísimo; venid conmigo y lo veréis.

—¿Me juráis —repuso Eduardo—, que el conde de M… tomará esta joya, en el juego, por cuarenta mil pesos?

—Os aseguro que si la jugáis, la tomará quizá por cuarenta y cinco mil.

—¿Estáis cierto?

—Sí, sí —dijo míster Rodgers, en cuyos ojos brilló un rayo de esperanza.

—Si así es —dijo Eduardo—, yo voy a hacer vuestra fortuna dándoos cincuenta mil pesos por la Africana.

Míster Rodgers no pudo contener su emoción, a pesar de ser judío; pero pasado el primer momento, al ver la facilidad con que Eduardo Mercier le ofrecía más del precio pedido, trató de hacerse el indeciso, para ver si sacaba un poco más.

—Si no queréis, tomadla —dijo Eduardo— pues no solamente quería satisfacer un capricho, sino haceros un favor; si vos no estáis contento del precio, y además reconocido, no hay nada de lo dicho.

—Pero —dijo míster Rodgers, temblando de miedo que Eduardo retrocediera—, yo no he dicho…

—Veamos —dijo Eduardo—, queréis, ¿sí o no?, si aceptáis, venid conmigo a recibir el dinero; y si no, tomad vuestra joya, y no hablemos más de ella.

—Acepto.

Los tres paseantes llegaron a casa de Alfredo Peret, quien se quedó con la boca abierta al saber la compra que acababa de hacer Eduardo.

—Ferrier —dijo Eduardo—, subid a la caja y traed cincuenta mil pesos para el señor.

Ferrier subió a la caja de la casa de la señora Osborn, y contó cincuenta mil pesos en oro y billetes de banco.

—¿Vendréis esta noche? —preguntó la señora Osborn a Ferrier, cuando salía cargado de sacos y papeles.

—Creo que sí, señora; don Eduardo está en su cuarto y acaba de hacer una compra.

—Algo carilla —dijo María mirando los sacos.

—Efectivamente —dijo la señora Osborn—, ¡cuánto dinero! Es, sin duda, algún gran negocio.

—Esto puede llamarse más bien un capricho —dijo Ferrier—, trátase de una perla soberbia, es verdad, pero, en fin, cincuenta mil pesos no es una paja.

—¡Cómo! —exclamaron las dos mujeres.

—Como lo oís; pero no os asustéis; si el señor Mercier da por ella cincuenta mil pesos, es porque ella vale o debe venderse por cien mil.

Ferrier entró en el cuarto de Eduardo cargado con el dinero.

—Tomad —dijo Eduardo a míster Rodgers—, contad vuestro dinero y firmad el recibo.

Míster Rodgers contó el dinero, firmó el recibo, y cuando iba a salir, dijo a Eduardo:

—Quisiera pediros un favor.

—¿Cuál?

—De guardarme esta suma en depósito hasta mi partida, pues podrían robarme o asesinarme si alguien sabe que está en mi poder; además que no sé cuando saldrá un buque para Panamá.

—Aún podré haceros otro —dijo Eduardo.

—¿Cuál?

—Conduciros a Panamá más barato que nadie.

—¿Cuándo partís? —dijo mister Rodgers.

—Dentro de dos o tres días.

—¿Y cuánto me llevaréis?

—Nada; solamente que tendréis que estacionar ocho o quince días delante de la costa de El Salvador…

—Ése es un favor que no olvidaré nunca, don Eduardo —dijo míster Rodgers.

—Sí, pero con una condición.

—¿Cuál? —hablad.

—Que vayáis ahora mismo a la casa de juego del conde de M… y que digáis a todo el mundo, y sobre todo al conde, que yo os he comprado y pagado al contado la Africana.

—Aceptado —dijo míster Rodgers saliendo.

Eduardo pasó a tomar el té a casa de la señora Osborn, donde principió a preparar los ánimos de esta señora y su hija a la idea de su partida, diciéndoles que era indispensable, pues tenía necesidad de ver a su asociado, señor Ardou, para explicarle las nuevas bases en que reposaban las operaciones, sobre todo después de fundada la sucursal de San Francisco. Todas estas explicaciones dadas y comprendidas perfectamente, nada se oponía ya a su partida, y quedó convenido que se verificaría dos días después.

Al despedirse de la señora Osborn y María, Eduardo les dijo que aquella noche iba a pasarla en una casa de juego.

—Vos nos habéis dicho que el juego os causaba horror, y sin embargo, vais a jugar —dijo la señora Osborn.

—Es verdad —dijo Eduardo riendo—, detesto el juego y no juego nunca.

—Sin embargo, hoy…

—Hoy es diferente, pues apostaría ciento contra uno que voy a ganar.

—¡Cuando os decía que la perla, o más bien, los cincuenta mil pesos, iban a producir cien mil!… —dijo Ferrier a María.

—A propósito —dijo María—, ¿y esa famosa perla?

—Vedla aquí —dijo Eduardo, mostrando la perla, que las señoras Osborn tomaron y admiraron.

—Miradla bien —dijo Eduardo—, pues entra en mis cálculos jugarla, y quién sabe si dentro de una hora me pertenecerá.

—Qué lástima —dijo la señora Osborn—, si perdéis esta maravilla.

—Estad segura que si la pierdo es que me habrán pagado el doble de su valor.

Eduardo tomó el brazo de Ferrier y ambos se encaminaron hacia la casa de juego dirigida por el conde de M…

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Ferrier cuando estuvieron a algunos pasos del garito.

—Vais a verlo; no os separéis de mi lado y jugad con moderación. Sobre todo finjamos estar embriagados.

Ambos entraron en el garito con el chaleco medio desabotonado, el sombrero sobre la oreja y el cigarro en la boca.

Míster Rodgers estaba hablando con el conde de M… Eduardo se le acercó y dándole una palmadita en el hombro le dijo:

—Hola, compadre, confesad que no entendéis ni una jota en los negocios; la Africana vale sesenta mil pesos; el telégrafo me acaba de anunciar que se cotiza en la bolsa de New York.

—Cotizada —dijo Ferrier apoyándose contra el conde.

—Están chispos —dijo míster Rodgers al conde de M…

—Sí, el telégrafo los ha revolucionado.

Y dirigiéndose a Eduardo, dijo:

—¡Calle! Si es el señor Mercier de Panamá; ¿no me reconocéis?

Eduardo puso su mano sobre los ojos como para reconcentrar la vista, examinó al conde, y luego dijo a Ferrier:

—Di, ¿conoces a este pájaro?

—Ya lo creo —dijo Ferrier—, es ese un conde.

—¡Un conde! ¡Buenas noches, excelencia!

—Sí —dijo míster Rodgers—, un conde que me daba también cincuenta mil pesos por la Africana; y si nó, preguntádselo.

—Sí, cincuenta mil y quizá más —dijo el conde.

—¡Más! —dijo Eduardo pasándose las manos por la frente y dejando caer el sombrero por el suelo—. Cuando yo digo que el telégrafo la ha cotizado. ¿Sesenta mil pesos, los dais vos?… No, no la vendo, prefiero jugarla…

—¿Queréis jugarla? —dijo el conde, cuyo rostro se iluminó de repente.

—Sí —dijo Eduardo, sacando la cajita en que estaba la perla y mostrándosela al conde—, sí, la juego, y la estrella también; ella sola vale sesenta mil pesos…

Eduardo fingió de una manera admirable el hipo e iba entrecortando las palabras.

—Está completamente chispo —dijo el conde a míster Rodgers.

—Sí —respondió míster Rodgers—, y sería hacerle un favor acompañarlo a su casa; venid, señor Mercier, vos habéis cenado demasiado y vais a hacer una locura.

—Dejadlo —dijo el conde—, si quiere jugar, que juegue; cincuenta o sesenta mil pesos eso no es nada para la casa Ardou.

—Conde, amigo mío —dijo Eduardo al conde—, tú hablas como si hubieras ganado ya; no olvides que estoy chispo, y según he oído decir, hay un dios que protege a los borrachos. Vamos Ferrier, acompañadme a la mesa y juguemos gordo.

Eduardo y Ferrier se cogieron por el brazo y fueron dando traspiés; el conde hizo desocupar dos sillas, e instaló a los dos borrachos cerca del banquero; éste miró al conde, quien le hizo un signo afirmativo y continuó tallando.

—Vamos, juguemos la Africana; ¿cuánto dais por ella, banquero?

—Se os ha dicho que cincuenta mil pesos.

Eduardo vacilaba contemplando la joya; la voz había circulado en la sala de que el nuevo propietario de la Africana estaba allí, y varios jugadores rodearon a Eduardo y a Ferrier para contemplar aquella maravilla.

—En fin —dijo Eduardo, echándola sobre el tapete—, por ahora sólo juega la mitad, veinticinco mil pesos.

El banquero contaba los veinticinco mil pesos y se preparaba a colocarlos frente de la Africana.

—No hagamos locuras —dijo Eduardo volviéndola a tomar—, no, no juego, me voy, estoy enfermo.

Eduardo se levantó de la mesa dando traspiés como un hombre completamente embriagado; dio dos o tres vueltas y volvió a sentarse, diciendo:

—¡Ah! esto va mejor.

—Dice que está mejor y no puede tenerse —dijo el conde a míster Rodgers.

—No hagamos ninguna calaverada —dijo Eduardo—, yo juego la Africana… ¿qué piensas tú, Ferrier; qué debo hacer?

—¿Qué queréis? —dijo Ferrier, que parecía dormir con la cabeza apoyada sobre la mesa.

—Digo que voy a jugar la perla; si gano, continúo, y si pierdo me las guillo: este es el secreto del juego.

—Dejadme tranquilo —dijo Ferrier.

—No, yo quiero que me veas ganar; despierta, mira, yo juego treinta mil pesos; ¿y tú?

—Mil —respondió Ferrier, sacando una cartera.

—Bien, yo juego treinta mil pesos; si pierdo, yo me voy, tú te vas, nosotros nos marchamos.

—Sí —dijo Ferrier.

—Si gano, yo me quedo, tú te quedas, nosotros nos quedamos.

—Eso es.

—Entonces juego otros treinta mil pesos; gano, supongamos, y esto me hará sesenta mil pesos, ¿es verdad?

—Muy bien, ¿y después?

—Después juego los sesenta mil pesos y la Africana, y esto hará sesenta y cincuenta que vale la perla.

—¡Pardiez! no es difícil de contar —dijo Ferrier—, ciento diez.

—¿Ciento diez mil? —dijo Eduardo—. ¡Ciento diez mil pesos a una carta, eso es sublime! Dame treinta mil pesos para principiar.

—No tengo más que mil —respondió Ferrier.

—Se os adelantarán —dijo el conde.

—Pues bien, dádmelos.

—Haced una letra.

—Es justo —dijo Eduardo, sacando su cartera y haciendo una letra de treinta mil pesos.

—¿Está bien? —dijo a Ferrier mostrándosela.

—Muy bien —respondió Ferrier.

—Vaya por treinta mil pesos —dijo Eduardo al banquero, dejando caer la cabeza y pareciendo dormirse.

El banquero miró al conde que le hizo un signo negativo, tiró dos cartas y preguntó si el juego estaba abierto.

—Sí —respondió Eduardo, poniendo la letra sobre la sota de bastos.

—La sota de bastos para el señor y el rey para la banca —dijo el banquero poniendo treinta mil pesos en oro y billetes de banco al lado de la letra de Eduardo.

—¿Eso es el monte? —dijo Ferrier.

—Sí —respondió el conde.

El banquero volvió los naipes.

—Habéis ganado —dijo Ferrier a Eduardo—, jugad la Africana.

—Sí —dijo Eduardo tomando la perla y los treinta mil pesos.

El banquero miró al conde que le hizo un signo afirmativo con la cabeza.

—¡Ah! no —dijo Eduardo—, aún debo ganar otra vez antes de jugar la Africana.

Y puso la letra sobre el caballo de oros.

El banquero miró al conde que le hizo seña que no. Éste puso de nuevo otros treinta mil pesos al lado de la letra, volvió los naipes y ganó el caballo.

Eduardo tomó los sesenta mil pesos en billetes de banco y se los puso en el bolsillo.

El conde de M… palideció como un cadáver, haciendo todos los esfuerzos imaginables para sonreír.

—¿Qué, no jugáis más? —dijo a Ferrier.

—Eso no me importa, he ganado tres mil pesos y me doy por satisfecho —dijo Ferrier dejando caer la cabeza fingiendo dormir como su jefe.

El conde de M… dio orden al banquero de continuar el juego, y se dirigió hacia un cuarto que daba al salón donde había dos hombres sentados alrededor de una mesa redonda fumando y bebiendo; uno de ellos se levantó, se acercó a la puerta, y el conde le señaló a Eduardo y Ferrier.

Eduardo había seguido todos los movimientos del conde y apercibió la cabeza del individuo. Levantóse haciendo como quien no puede tenerse, y dijo:

—Vuelvo.

—¿No jugáis más? —dijo el conde.

—Sí, amigo mío, ahora la Africana; o todo o nada.

Eduardo se fue a un rincón e hizo como que le daban ganas de vomitar, y a cada movimiento convulsivo que hacía preparaba el revólver y el puñal que llevaba escondidos. Luego se acercó a la mesa, colocó ante sí los sesenta mil pesos, y sacó la perla.

—Vayan los sesenta mil pesos; ¿cuánto por la perla?

—Cincuenta mil —dijo el conde.

—¿Total ciento diez mil?

—Justo.

—¿Es decir que tú me das cincuenta mil pesos por la perla? Eso es muy poco; no juego.

—¿Cuánto queréis? —dijo el conde fuera de sí.

—¿Yo? —dijo Eduardo, haciendo como quien no veía su agitación—, ¿yo?

—Sí, vos —dijo el conde—, ¿cuánto pedís por ella?

—Sesenta mil.

—Se os dan —dijo el conde.

—¿Aceptáis?

—Sí.

—¿En ese caso son ciento veinte mil pesos?

—Sí —respondió el conde.

—Pues bien, pagad la perla; yo prefiero el dinero, porque me da pena jugar una joya tan hermosa; pagadla, o no juego.

El conde hizo un signo al banquero, quien contó los sesenta mil pesos y los dio a Eduardo en cambio de la perla.

Eduardo contó ante sí ciento veinte mil pesos; levantóse con rostro sereno y miró al conde que pareció no comprender nada y le dijo que si no jugaba, pues el banquero acababa de tirar dos naipes. Eduardo concluyó de contar el dinero, dio sesenta mil pesos a Ferrier, embolsó los otros sesenta mil e hizo pedazos la letra de treinta mil.

—Señores —dijo con mucha sangre fría y dignidad a todos los asistentes—, acabo de ganar sesenta mil pesos, y de vender por otros sesenta mil una perla que he comprado hoy mismo por cincuenta mil a míster Rodgers, aquí presente.

—Es verdad —dijo míster Rodgers.

El conde tuvo necesidad de apoyarse contra una silla para no caer, e hizo una seña a los dos hombres que estaban en el cuarto contiguo para que se acercaran.

Los jugadores se pusieron en pie, no comprendiendo una palabra de cuanto sucedía, y todos tenían la vista fija sobre Eduardo y Ferrier, esperando con impaciencia el desenlace de aquella escena extraña.

Eduardo continuó con calma:

—Señores, acabo de ganar con lealtad, al menos de mi parte, sesenta mil pesos.

—Es verdad —dijeron varias voces.

—Además, diez mil pesos con la venta de una perla que hace una hora que compré, y no es justo que míster Rodgers no disfrute de todos los beneficios de este negocio. Tomad los diez mil pesos, míster Rodgers.

Los banqueros y el conde de M… recogieron el dinero que quedaba en la mesa y se aproximaron hacia Eduardo, a cuyas espaldas se encontraban ya los dos hombres que habían salido del cuarto.

—Señores, esto es una revancha que acabo de tomar —continuó Eduardo—, pues estos dos hombres cuyos nombres voy a denunciar públicamente, robaron una noche ciento veinte mil pesos a la casa Ardou, de Panamá. Yo sabía al venir a este garito que no saldría arruinado, que estaría expuesto al puñal de los asesinos, de los cuales se sirven los hombres que hace algunos meses os están robando indignamente, y por esta razón he hecho cercar todas las salidas. Todas las puertas están cerradas y puedo nombraros al infame ladrón, a fin de que me ayudéis a dar otro gran ejemplo en San Francisco; a mí, señores, pues es…

Eduardo se volvió y un gran tumulto estalló en el salón; todos los jugadores se pusieron de su parte, y sacando su revólver buscó con la vista al conde, quien acababa de huir precipitadamente con los dos banqueros y los dos asesinos.

—Ya conocéis al culpable, señores —dijo Eduardo—, ha huido; sin duda es la primera vez que pierde, pues yo lo he visto una noche en Panamá hacer el mismo oficio que ejercía aquí. Si yo hubiera salido solo, con las sumas que ese miserable acaba de restituir, hubiera sido atacado por los hombres que había detrás de mí, y nada me hubiera salvado. Todos estábamos a la merced del conde de M… a quien he dejado escapar porque se hubiera necesitado derramar sangre para apoderarse de él y de los bandidos que le acompañan. Ya sabéis a qué ateneros, ahora a vosotros os toca haceros justicia allá donde encontraréis al conde de M… El orden y la seguridad se ha establecido en el campo y en las minas, sólo falta expulsar de la ciudad a todos los elementos perniciosos que aún encierra. Adiós, señores.

¡Bravo! —dijo una voz.

—¡Qué se ponga a precio la cabeza del conde de M…! —dijo otra.

—¿Y si se apoderan de él, para quién será la perla? —dijo míster Rodgers.

—Para el que lo entregue en manos del coronel del regimiento americano —dijo Eduardo.

Los jugadores salieron estrepitosamente corriendo cada uno por donde mejor le parecía en busca del conde de M…

Eduardo y Ferrier volvieron a su casa acompañados por míster Rodgers que no sabía cómo expresar su agradecimiento por los diez mil pesos que acababa de tomar sin saber cómo ni por qué.

Los días que faltaban para llegar al citado para la salida de San Francisco, Eduardo los empleó totalmente arreglando los negocios de la nueva asociación, dando instrucciones a Ferrier y tratando de consolar a María, prometiéndole volver dentro de poco tiempo para no separarse nunca más de ellas.

Llegado el momento de partir, Eduardo tomó la mano de la señora de Osborn, besóla y balbuceó algunas palabras que nadie comprendió. María lo miraba silenciosa con el rostro inundado de lágrimas.

Una hora después el brick Castor salía de San Francisco con dirección a Centro América, donde debía estacionar algunos días antes de ir a Panamá.

Capítulo XXII

El brick Castor, capitán Noirtier, con catorce hombres de tripulación, salió de la bahía de San Francisco, impulsado por una fresca brisa de N.E. siguiendo majestuosamente las costas pintorescas del Océano Pacífico.

Eduardo Mercier se encerró en su camarote y no aparecía más que a la hora de comer, en que iba a sentarse a la izquierda del capitán que hacía Jos honores de la mesa. Generalmente los convidados eran cinco, Eduardo, míster Rodgers, el capitán, el segundo, que era un corso llamado Ambrosini, y José, viejo marino, que Eduardo apreciaba mucho y era su único confidente.

Míster Rodgers hacía cuanto podía para captarse la amistad de Eduardo, en el cual encontraba siempre el mismo tono glacial cuando se permitía alguna palabra demasiado familiar.

Este modo de vivir duró hasta una noche en que el capitán Noirtier, al presentarse a Eduardo para darle las buenas noches como tenía costumbre, le anunció que se encontraban frente a las costas de San Salvador a 13° de latitud N. y 98° longitud S., pero que, según sus cálculos, aún estaban bastante lejos de la costa.

—No andéis hasta el amanecer —dijo Eduardo—, que se toque llamada a las cinco de la mañana, y que preparen una lancha para mí.

—¿Quién os acompañará? —dijo el capitán.

—José y el grumete.

—¿Podré ir a tierra?

—No.

—Míster Rodgers desea seguiros y quisiera cazar.

—Míster Rodgers quedará a bordo, como todo el mundo.

—¿Durante ocho días?

—Durante ocho días.

—Está muy bien, señor Mercier —dijo el capitán bajando la cabeza.

A las cinco de la mañana el tambor tocó llamada; Eduardo hizo un examen de la posición exacta del buque, mandó hacer una maniobra, e hizo echar anclas después de haber consultado un mapita hecho a mano, que llevaba en su cartera; luego almorzó, tomó víveres para todo el día, y dijo categóricamente a mister Rodgers que no quería que le acompañara, recordándole que ya se lo había prevenido antes de emprender el viaje; y sin esperar ninguna contestación le volvió la espalda, diciendo al capitán que preparara la comida para las seis de la tarde.

Eduardo se dirigió hacia la lancha, en la cual se encontraban ya José y el grumete.

José había transportado a bordo un gran martillo, unas tenazas enormes y una brújula.

Eduardo y José iban armados con una carabina cada uno, un revólver y un cuchillo; hasta el grumete llevaba su revólver.

Los tres pescadores izaron una vela y se alejaron rápidamente del brick, haciendo curvas y cambiando dos veces de dirección, como si ignoraran el camino que querían seguir.

El capitán Noirtier los siguió con la vista, pareciendo considerar con interés la mancha blanca, negra o amarilla que formaba la vela, según los rayos de luz; de repente los pescadores plegaron la vela, y el capitán tuvo que pedir los gemelos al segundo; después, no bastando esto, pidió el anteojo de larga vista, con el cual miró por espacio de algunos segundos, hasta que la barca hubo completamente desaparecido. Luego, todo pensativo y con las facciones contraídas, se acercó al segundo, diciendo:

—Misterio, todo es misterio en ese hombre.

—Lo que yo encuentro menos divertido —dijo Ambrosini—, es pasar ocho días aquí sin bajar a tierra, ni siquiera para hacer provisión de agua; a pesar de que el amo ha dicho que había un manantial a poca distancia de la playa.

—Sí, amigo mío —repuso el capitán, acentuando sus palabras—, han… tomado todas sus precauciones; han… cargado el agua necesaria para todo el viaje, antes de ponerse en camino, y saben muy bien lo que hacen.

El capitán Noirtier se paseó todo el día por el puente, maldiciendo el atraso de la ciencia y la miserable organización humana, que no le permitían ver lo que hacía su misterioso jefe.

A las cinco de la tarde apercibió en el horizonte la vela blanca y esperó con ansiedad la llegada de los viajeros, para ver si podía descifrar alguna cosa del enigma; pero sus esperanzas quedaron frustradas, pues no pudo descubrir más que un poco de cansancio y mal humor en Eduardo, quien después de comer se retiró a su camarote, dando orden al capitán Noirtier para que hiciera preparar un camarote para el marinero José y el grumete, que debían cansarse mucho con las exploraciones científicas.

—¿Qué camarote? —dijo el capitán, con un tono de mal humor bastante pronunciado.

—El que está al lado del mío —respondió Eduardo, sin parecer fijar su atención.

—Está bien —dijo el capitán.

Por la noche el capitán llamó a Ambrosini, quien le escuchó con ese semirespeto, mezcla de familiaridad y de obediencia pasiva.

Míster Rodgers, que había visto partir a Eduardo por la mañana, y oído las observaciones que le hizo al capitán el segundo, y que veía ahora llamarlo aparte y darle una orden, creyó descubrir las primeras tramas de una intriga que no debía tardar en convertirse en tragedia.

El capitán hizo un signo con la mano, al que respondió el segundo con otro con la cabeza, que quería decir que sí; por su parte, míster Rodgers hizo otro que quería decir:

—Aquí va a pasar algo; observemos.

Ambrosini se quitó los zapatos y bajó cautelosamente la escalera que conducía a los camarotes de Eduardo, de José y del capitán, y se sentó sobre el último escalón, escuchando a ver si sentía algo.

—Esto marcha —dijo míster Rodgers restregándose las manos de contento.

Luego se acercó a la escalera, y no viendo a Ambrosini, bajó un escalón, luego otro, hasta que pudo ver la sombra del espía que estaba acurrucado delante de la puerta del camarote de Eduardo. Como míster Rodgers no tuvo la precaución de descalzarse, al bajar otro escalón, la madera crujió bajo sus pies, y Ambrosini dio un salto que le hizo dar contra la puerta del camarote.

—¿Quién está ahí? —dijo Eduardo.

—Soy yo —respondió Ambrosini.

Míster Rodgers subió precipitadamente al puente, sonriendo del susto que acababa de dar al espía.

—¿Qué quieres? —dijo Eduardo abriendo la puerta.

—Nada; venía a buscar una cosa.

—¿Adónde?

—Al camarote del capitán.

—¿Qué?

—Un…

—¿Qué? —dijo Eduardo mirando de pies a cabeza a Ambrosini.

—Un pañuelo.

—Tómalo —dijo Eduardo, entrando en el camarote y cerrando la puerta.

—Ese hombre miente —dijo para sí—, atención.

Eduardo se puso a examinar algunos objetos encerrados dentro de un saquito de cuero que había escondido cuando oyó el ruido producido por Ambrosini.

—Mal día —dijo—, mañana será más provechoso.

En efecto, el viaje había producido poco; a pesar del mapa que llevaba Eduardo se equivocó de sitio y tuvo que explorar la costa, embarcándose y desembarcando a cada momento, viéndose muchas veces obligado, tanto él como José y el grumete, a tomar un baño de mar para resguardarse del excesivo calor que hacía. Sólo al anochecer llegó a un sitio que creyó reconocer, echóse al agua, y con las tenazas arrancó algunas ostras que abrió inmediatamente con el martillo:

—Mira, mira, José —dijo Eduardo—, aquí es, ya no cabe duda.

Y le hizo ver tres perlas negras del tamaño de una posta.

Al día siguiente volvió a partir con el mismo orden que la víspera, volviendo al anochecer alegre y contento. Aquel día Eduardo comió mejor y estuvo más comunicativo con el capitán, y más amable con míster Rodgers; se acostó muy tarde, abrió y cerró varias veces su bufete, y no se acostó hasta las dos de la madrugada, es decir, que concluyó de exaltar todas las fibras mentales del capitán, y de exasperar su curiosidad.

Tres días se pasaron de este modo; el cuarto, Eduardo se preparaba a ir a tomar el desayuno en compañía del capitán y de míster Rodgers, cuando entró José en su camarote, y le dijo al oído:

—Don Eduardo, Ambrosini me preguntó anoche que qué es lo que vamos a hacer todos los días a la playa.

—¿Y qué le habéis respondido?

—Nada, y Ambrosini ha interrogado luego al niño.

—¿Y qué ha respondido el niño?

—Nada, yo le había prevenido que guardara el secreto.

—Ambrosini es un curioso —dijo Eduardo.

—No, no es Ambrosini.

—¿Quién, pues?

—El capitán.

—¿Cómo la sabéis?

—Lo presumo, porque Ambrosini no hace nada sin una orden del capitán Noirtier.

—¿Estáis seguro?

—Segurísimo.

—Está bien; trataremos de poner un remedio.

Eduardo almorzó como de costumbre, y al momento de embarcarse, dijo:

—Capitán, haced todos los preparativos para partir.

—¿Cuándo? —dijo el capitán.

—Hoy.

—¡Cómo! ¿por qué? —dijo el capitán con extrañeza.

—En primer lugar, porque yo os lo mando —dijo Eduardo con severidad—, y en segundo, porque esa es mi voluntad.

—Está bien, señor Mercier, se os obedecerá.

Eduardo, José y el grumete montaron en la lancha, y se alejaron como los días anteriores.

Cuando la barca hubo desaparecido, el capitán llamó aparte a Ambrosini y lo condujo hacia la proa, donde le habló con mucha animación; Ambrosini respondía gesticulando de una manera afirmativa. Míster Rodgers se paseaba por el puente, observándolos disimuladamente, restregándose las manos de contento al ver que no perdía el hilo de una intriga que aún no podría explicarse.

Ambrosini bajó al camarote, se desnudó, y pasando un salvavidas por su cuerpo, subió a donde estaba el capitán.

—¿Vais a tomar un baño? —dijo míster Rodgers, acercándosele.

—Sí —respondió Ambrosini, arrojándose al agua.

El capitán le siguió con los ojos, sonriendo y como satisfecho de sí mismo.

Míster Rodgers volvió a emprender su paseo con aire de triunfo, y murmurando:

—Esto marcha, esto marcha.

El capitán miró largo tiempo con su anteojo, hasta que Ambrosini hubo desaparecido; luego encendió su pipa y esperó; durante algunas horas su agitación denotaba una inquietud no acostumbrada en él.

El tiempo, que hasta entonces había sido magnífico, principió a cargarse de nubes, y anunciaba la proximidad de una de esas cortas pero violentas tempestades del Pacífico. El capitán bajaba muy a menudo a su camarote para consultar el barómetro, y cada vez subía más preocupado y meneando la cabeza.

—Mal tiempo —dijo a míster Rodgers, que aquel momento pasaba por delante de él.

—Sí, muy malo —respondió míster Rodgers.

El capitán iba a mirar, cuando creyó distinguir un objeto que llamó su atención.

Míster Rodgers se colocó detrás de él; sobre una de aquellas olas monstruosas se veía la cabeza de un hombre. Sin duda aquella cabeza debía ser la de Ambrosini, pues el capitán Noirtier la miraba atentamente y con extrema ansiedad.

Por fin, el nadador, con una energía y un valor que entusiasmaba a la tripulación, llegó cerca del buque; el capitán tomó la bocina y le preguntó si necesitaba auxilio.

—¡Una cuerda! —gritó débilmente Ambrosini.

—¿Qué ha dicho? —preguntó el capitán al marinero.

—¡Pardiez!, pide socorro, pues ya no puede más —dijo míster Rodgers.

—¡Pronto, una lancha al agua! —gritó el capitán.

—No, echadle una cuerda, y que se coja a ella, la lancha no llegará a tiempo —dijo míster Rodgers.

—Gracias, míster Rodgers —dijo el capitán—, tenéis razón.

El capitán cogió él mismo un cabo y se lo echó a Ambrósini, que por fin pudo cogerlo; los marineros tiraron y lo subieron sano y salvo. El capitán lo tomó en sus brazos y lo condujo a su camarote.

Bajo el pretexto de consultar el barómetro, míster Rodgers metió su nariz en la claraboya que daba a los camarotes.

—¿Qué hay? —dijo Noirtier a Ambrosini, cuando principió a volver en sí después de haber tomado un cordial.

—Somos descubiertos —dijo Ambrosini.

—¿Por quién?

—Por don Eduardo y José.

—¿Cómo ha sido eso?

—Yo quería verlo todo, me aproximé y el niño dio la alarma.

—¿Después?…

—Después los dos pescadores han vuelto a tierra y me han perseguido por el bosque.

El capitán, preocupado como estaba, no puso atención a la palabra pescadores, pronunciada por Ambrosini.

—¿Y después? —dijo el capitán, con voz palpitante.

—Después he podido escapar y echarme al agua, cuando he visto que izaban la vela y que los pescadores se preparaban para volver.

—¡Los pescadores! —dijo Noirtier—, ¿sin duda quieres decir el señor Mercier y José?

—Los pescadores —repitió Ambrosini.

—¿Pescadores de qué? —dijo el capitán.

—¡Pardiez!, pescadores de perlas gruesas como avellanas, —dijo Ambrosini— y estoy seguro que ese camarote debe estar lleno, añadió, señalando el de Eduardo.

—¡De perlas! —exclamó Noirtier, con los cabellos erizados y la frente inundada de sudor—. ¿Y dices que vuelven? —añadió, después de un momento de reflexión.

—Sin duda detrás de mí; pero como el viento es contrario, tendrán que hacer una curva, al menos de una legua, para poder llegar aquí.

—¿Es decir que aún tenemos?… —dijo Noirtier.

—Al menos dos horas —respondió Ambrosini.

—¡Pues bien; manos a la obra, la suerte está echada! —dijo el capitán.

La nariz de míster Rodgers se hundió un poco más dentro de la claraboya.

—Abre la puerta y los cajones —dijo el capitán.

—Pero si no tengo las llaves.

—Rompe.

—No tengo fuerza —dijo Ambrosini mostrándole sus brazos aún contraídos.

—Espera, pues, voy a buscar a nuestros hombres.

La nariz de míster Rodgers se retiró vivamente, y cuando el capitán llegó a cubierta, vio que se paseaba tranquilamente como el hombre más dichoso del mundo.

El capitán llamó a cuatro hombres y bajó con ellos al camarote.

—Hijos míos —les dijo— el momento de obrar ha llegado, no más miseria, vamos a ganarnos muchos miles; pero para ello se necesita valor y no dar cuartel al enemigo.

La nariz de míster Rodgers volvió a aparecer en la claraboya.

—¿Para todos? —dijo un marinero.

—Sí; para todos —respondió el capitán.

—¿Y dónde están? —dijo otro.

—Allí —dijo Noirtier señalando el camarote de Eduardo.

—¿Y la llave?

—No hay llaves romped.

Los cuatro marineros y Ambrosini se precipitaron sobre la puerta.

La nariz de míster Rodgers apareció con toda su longitud, proyectando su sombra sobre la mesa que había en el centro.

Ambrosini tocó con el codo al capitán.

—¿Qué? —dijo éste.

—Levantad la vista.

El capitán levantó la cabeza y se encontró con la nariz de míster Rodgers.

—¿Qué hacéis ahí? —dijo el capitán.

—Estudiando el tiempo por el barómetro —dijo míster Rodgers.

—Pues bien; id a estudiarlo en plena mar.

Míster Rodgers se retiró y fue a colocarse sobre la obra muerta del buque, y sacando la cabeza hacia el mar, vio, que a pesar de la, tempestad, habían abierto la ventana del camarote de Eduardo, y que Ambrosini sacaba por ella medio cuerpo, como para ver si un hombre pedía pasar. Luego oyó la voz de Ambrosini, que subía la escalera llamando a dos marineros; siguiólos con la vista cuando bajaban y no volvieron a aparecer.

Ambrosini volvió a salir, y llamó a un marinero que estaba al extremo del buque.

Míster Rodgers no pudo resistir más tiempo, y fue a mirar por la claraboya. La puerta del camarote estaba cerrada, y cuando se abrió para dejar pasar a Ambrosini, vio a los dos marineros que habían bajado poco antes, interrogar a éste último con el puñal en la mano.

El rostro de míster Rodgers se puso serio y no dijo nada; pero principiaba a creer que la situación se agravaba, y volvió a su puesto de observación mirando con tristeza al marinero que acudía al llamamiento de Ambrosini.

Luego oyó un grito ahogado, y el ruido de un cuerpo que caía al suelo, púsose en pie y sacó la cabeza para mirar a la ventana del camarote de Eduardo; poco tiempo después un cadáver era echado al mar.

Ambrosini volvió a aparecer en lo alto de la escalera y llamó a otro marinero que le siguió inmediatamente; Ambrosini se apresuró a bajar y cerró la puerta.

Míster Rodgers se acercó a la escalera y oyó al marinero que llamó dos veces; por fin, Ambrosini le dijo que pasara delante, y al mismo tiempo se oyó otro grito ahogado.

Pálido como un difunto míster Rodgers, se retiró de aquel sitio, acercóse a la obra muerta y vio salir por la ventana una cabeza primero, luego los brazos y el cuerpo de un hombre que se agitaba aún, luego las piernas, y por último, un brazo armado con un puñal, que hería aún el pecho del moribundo antes de arrojarlo al mar.

La tripulación se componía de catorce hombres, comprendidos José y el grumete. Ocho había en el camarote, y los otros cuatro fueron sucesivamente llamados por Ambrosini y asesinados. Cuando el último marinero hubo desaparecido, míster Rodgers se paseó convulsivamente por el puente, luego oyó la voz de Ambrosini que dijo:

—¡Míster Rodgers!

Míster Rodgers quedó paralizado y temblando como una hoja en el árbol.

—¡Míster Rodgers! —repitió Ambrosini.

—¿Qué? —respondió míster Rodgers sin moverse.

—Bajad.

—¡Que ba… je…! —dijo míster Rodgers estupefacto.

—Sí bajad; ¡o vive Dios que voy a cogeros!

Míster Rodgers quiso avanzar; pero le fue imposible; luego volvió la cabeza, y extendiendo la mano al horizonte, dijo:

—Allí, allí… ¡señor Ambrosini!

—¿Qué? —dijo éste con furor.

—¡Allí! —repitió míster Rodgers mostrándole el mar.

—¿Pero qué? —dijo Ambrosini dando una patada con impaciencia.

—La lancha.

—¡El señor Mercier! —exclamó Ambrosini espantado mirando a lo lejos—, ¡es verdad! —añadió precipitándose por la escalera.

Míster Rodgers tuvo la idea de arrojarse al mar y esperar que llegara la lancha; pero la noche llegaba, el tiempo estaba oscuro y la mar furiosa.

—¡Míster Rodgers! —gritó Ambrosini desde el pie de la escalera.

—¿Qué queréis? —respondió míster Rodgers aproximándose a la escalera y mirándolo fijamente.

—Venid, no se os hará ningún mal.

Míster Rodgers miró al cielo como un hombre que se resigna, y bajó.

—Pronto —dijo Noirtier—, ¿queréis una parte, sí o no?

Ambrosini le hizo ver una jofaina llena de perlas.

El primer impulso de míster Rodgers fue escaparse; pero la puerta se había cerrado, y no había otra salida que por la ventana que habían arrojado los cadáveres al mar; pero consideró que antes de que hubiera saltado, los marineros lo asesinarían, y se quedó.

—Si quieres —dijo Noirtier—, se te dará la parte que te corresponda y serás uno de los míos. Tú has ayudado a salvar a Ambrosini; y ahora mismo acabas de prestarnos un gran servicio, anunciándonos el regreso de la lancha; si quieres doblar tu fortuna, acepta; y luego nos vamos a Europa.

—¡Acepto! —respondió Rodgers impulsado por el temor de la muerte.

—Cuando habremos concluido, se harán las partes, y tú tendrás la tuya —dijo Noirtier—, ahora, hijos míos, concluyamos la obra y que no se escape.

El capitán Noirtier subió a la cubierta seguido de míster Rodgers, que llevaba detrás a Ambrosini, y volvía la cabeza continuamente para asegurarse de que no le querían hacer ningún mal hasta llegar a cubierta.

—Una vez allí —se decía—, será una prueba que estos canallas están decididos a no asesinarme, y después ya nos veremos.

—¡Despacháos! —gritó el capitán a Ambrosini.

Ambrosini colocó el cañón que llevaban a bordo sobre la escotilla, y lo cargó. Los cuatro marineros cogieron cada uno una carabina y una pistola.

—¡Cuando lleguen será demasiado de noche y no se podrá apuntar! —dijo el capitán.

La conciencia de míster Rodgers sin duda le hizo un reproche al oír estas palabras, y acercándose al capitán, le puso una mano sobre el hombro, diciéndole:

—¿Y vais a ase… a matarlos?

—¡Esto os extraña! —dijo el capitán palideciendo y mirando a míster Rodgers de arriba abajo.

—¡Eso le extraña! —dijo Ambrosini levantándose y poniéndose delante de míster Rodgers.

—No —dijo éste palideciendo a su vez—, lo que me extraña es que no hayamos partido ya, porque matarlos a balazos o dejarlos morir de hambre, todo es lo mismo. Además, esos hombres son unos hércules, y si no se les mata a la primera descarga; son capaces de subir y hacernos pedazos.

—¿Cuál es tu opinión, Ambrosini? —dijo Noirtier.

—Yo soy de opinión, que con una barca y una vela, se puede ir lejos; por lo tanto, es indispensable echarla a pique con el cañón, o matarlos con las carabinas y pistolas.

—Vaya por la fusilada —dijo míster Rodgers, temblando y yendo a sentarse sobre un banco para ocultar su emoción.

—Helos aquí —dijo el capitán—, ¡atención!

En efecto, la lancha se acercaba lentamente; sin duda Eduardo y José estaban extenuados de cansancio, pues aún estaban a unos cien pasos de distancia, y principiaron a llamar al capitán.

—¿Qué queréis? —dijo el capitán con su bocina.

—Una cuerda para que nos remolquéis; estamos muertos de cansancio y casi hemos naufragado —dijo Eduardo.

—¡Id a la derecha, allí hay una! —dijo Noirtier.

Eduardo bajó la vela, mientras José y el grumete hacían avanzar la barca a fuerza de remos.

—¿La habéis cogido? —preguntó Noirtier.

—Sí —respondió Eduardo.

—Acercáos.

—Henos aquí —dijo Eduardo, que casi tocaba el buque—, echadnos la escalera de cuerda para que podamos subir.

—Allá voy —dijo el capitán, sacando la cabeza por la aspillera del cañón y principiando a distinguir a Eduardo y a José—, ¿qué diablos lleváis rodeado por el cuerpo?

—¡Pardiez!, nuestros salvavidas —respondió Eduardo—, daos prisa, pues no podemos más.

El capitán apuntó el cañón y tomó la mecha encendida que Ambrosini tenía en la mano. Eduardo sin duda vio relucir el bronce a la luz de la mecha soltó la cuerda que tenía en la mano y se echó atrás; José creyó que su amo caía extenuado de cansancio, y soltó también la cuerda para ir a prestarle auxilio.

—¡Fuego! —gritó Noirtier, aplicando la mecha al oído del cañón.

Un cañonazo y seis tiros resonaron en el espacio; Noirtier sacó la cabeza, y al ver que la lancha zozobraba, lanzó un grito de alegría.

Ambrosini le hizo observar que aún se movía algo dentro de la lancha.

—¡Fuego! —gritó Noirtier, tomando una pistola y descargándola sobre el objeto que le designaba Ambrosini, y que, en efecto, se movía sobre uno de los bancos de la lancha.

Un grito de dolor de un niño respondió a aquella descarga…

Hacia las cuatro de la mañana la tempestad continuaba, aunque con menos furia; y míster Rodgers, a quien habían ordenado que estuviera al timón con Ambrosini, no pudiendo resistir la fatiga, pidió permiso para reponerse un poco. Ambrosini se lo permitió, y le dio un cigarro para que lo fumara mientras se reposaba.

Míster Rodgers se acercó a la baranda, y apoyado sobre ella fumaba tranquilamente un cigarro, cuando de repente le pareció que la cuerda que había quedado colgando se movía, y que había un bulto a flor de agua. Durante unos minutos trató de explicarse aquel enigma, aunque inútilmente. Volvió al timón e iba a contárselo a Ambrosini; pero temió que lo tratara de visionario, y creyó más prudente callarse, y se echó por el suelo a unos pasos de distancia del timón. Un silencio profundo reinaba a bordo.

De repente se oyó un grito formidable, y Ambrosini cayó al pie del timón.

Míster Rodgers dio un salto y fue a caer a los pies del capitán Noirtier, quien se volvió espantado.

—¡Capitán Noirtier, asesino! —gritó una sombra que estaba en pie sobre la popa del buque—. ¡Temblad si llego a salvarme!

—¡José! —exclamó el capitán.

—¡Sí, José, que principia su venganza!

—¡Maldición! —exclamó Noirtier, con voz terrible.

Cuando hubo completamente amanecido, se pudo ver a un lado del timón el cadáver de Ambrosini, que tenía la cabeza abierta por el medio, y al otro lado una hacha de abordaje.

Capítulo XXIII

El brick Castor, capitán Noirtier, llegó en fin delante de la bahía de Panamá: míster Rodgers vio de lejos durante todo un día, las verdes costas y las blancas casas de la ciudad. Al anochecer, el capitán Noirtier mandó que se izaran las velas; y míster Rodgers, que hacía mucho tiempo formaba parte de la tripulación del Castor, tuvo por fuerza que conformarse con la voluntad de su jefe…

Dos meses después del día en que míster Rodgers pasó casi llorando por delante de la ciudad de Panamá, la casa de comercio de Carlos Ardou y Compañía se encontraba en uno de esos momentos de prosperidad comercial y de movimiento de negocios que hacen del jefe de una de estas casas un verdadero potentado del siglo XIX.

El capitán Ardou había recibido cartas de Eduardo, que anunciaban sus convenciones con el nuevo asociado que le había designado antes de salir de Panamá, y algunos informes referentes a la sucursal de San Francisco, así como de las operaciones comerciales. Después recibió una carta de Ferrier, destinada a Eduardo Mercier y Compañía; abrióla, y quedó maravillado de los enormes beneficios realizados en California, e hizo mil comentarios para explicarse cómo aquella carta llegaba a Panamá antes que el destinatario; pero acostumbrado a lo que él llamaba originalidades de Eduardo, no pasó adelante en sus conjeturas, y esperaba siempre, muy satisfecho de vivir.

La mañana del día a que nos referimos, el señor Ardou estaba sentado en su despacho, firmando cartas, letras de cambio y otros documentos, cuando entró un empleado de la aduana, y le dijo que al salir de su oficina, había visto entrar en ella al capitán Noirtier.

El señor Ardou se hizo repetir la cosa dos veces para ver si había oído bien; y sin más señas que éstas, mandó a dos dependientes al puerto, uno a la fonda para mandar preparar una comida majestuosa, otro al consulado francés para que despacharan pronto las formalidades que había que llenar, otro a casa del gobernador, anunciándole la llegada del célebre Mercier; esta fue la palabra que creyó más a propósito para explicar su idea; otro a las agencias de negocios, y otro a sus numerosos amigos; de tal modo, que se encontró solo con un dependiente en medio de sus vastas oficinas, al cual le encargó que cuidara de todo mientras volvían sus compañeros. Luego se fue a su cuarto y se puso a vestirse con el mejor traje que tenía: Cuando concluyó, vio que su camisa estaba empapada de sudor, y principió a consultarse si podría o no presentarse con una camisa tal; miró el reloj para calcular si aún tenía tiempo para ponerse otra; pero inmediatamente oyó un ruido en la calle, asomóse a la ventana, y vio llegar al capitán Noirtier, seguido de sus marineros: precipitóse por la escalera y fue a arrojarse en los brazos del capitán del Castor, llamándole su amigo, su hijo, y preguntándole por Eduardo.

Noirtier no respondió a todas aquellas muestras de regocijo, y su rostro se contrajo de un modo horrible.

—Subamos arriba, señor Ardou —dijo Noirtier, separándose de sus brazos.

El señor Ardou, seguido de Noirtier y de los marineros, subió las escaleras preguntando a cada paso:

—¿Y Eduardo? ¿Eduardo está a bordo? Eso está muy mal hecho, hacerse esperar de este modo.

—Eduardo ha muerto —dijo con cólera Noirtier volviéndose hacia el señor Ardou cuando estuvo en medio del despacho, en que no había más que un dependiente.

El buen capitán Ardou quedó petrificado mirando estupefacto a Noirtier.

—¡Muerto! —exclamó—, no… eso… no… es verdad.

—Os repito que ha muerto —dijo Noirtier—, y yo vengo a hacer mi declaración al consulado con los seis hombres que me quedan y el pasajero aquí presente.

—¿Muerto? —dijo el señor Ardou dirigiéndose a míster Rodgers.

Éste miró en torno suyo y quedó inmóvil como una estatua, sin decir palabra.

—Responded —dijo Noirtier con rudeza.

—¡Es verdad! —dijo míster Rodgers levantando los ojos al cielo.

—¡Muerto en medio de una tempestad! —dijo uno de los marineros.

El capitán Ardou dio un grito formidable, y cayó tendido a los pies de Noirtier.

Míster Rodgers miró aún en torno suyo y no vio más que al dependiente.

—Un ataque de apoplejía —dijo Noirtier—, vamos al consulado.

—No —dijo el dependiente— esperad; el señor Ardou respira, esto ha sido un vahido.

Y el joven principió a prodigar los primeros cuidados a su jefe y quiso mandar a un marinero para que buscara al médico.

Noirtier vio que el capitán Ardou abría los ojos, e hizo un gesto de cólera.

El señor Ardou pudo en fin levantarse, y ayudado por el dependiente pudo sentarse en un sillón.

—¡Muerto! —exclamó aún.

Míster Rodgers volvió a tomar su inmovilidad.

—Vamos al consulado —dijo Noirtier—, para hacer constar el fallecimiento y la pérdida del buque, pues estaba asegurado.

—Sí, vamos —respondió el capitán Ardou—, sollozando.

Cuando estuvieron en la calle, el capitán Ardou volvió atrás para hablarle al dependiente, que los había seguido hasta la puerta y que se preparaba a encender un cigarro; hablóle, y volvió al lado de Noirtier.

—Esperad —dijo míster Rodgers—, voy a encender un cigarro.

Y volviendo atrás sacó un cigarro y se acercó al dependiente, que le daba el suyo encendido para que encendiera.

—No perdáis un momento, haced cercar el consulado —dijo al dependiente.

—¿Qué, no venís? —gritó Noirtier—, ved que os esperamos.

—¡Maldito cigarro! —dijo míster Rodgers, arrojando el cigarro y sacando otro de su petaca.

—Despacháos, que venga gente armada, esos hombres son unos asesinos, el buque no se ha perdido —dijo míster Rodgers al dependiente.

—Excelente breva —dijo en aita voz, dejando estupefacto al dependiente.

Por fin llegaron al consulado de Francia, y el canciller preguntó al señor Ardou por el objeto de su visita.

—Declarar algunos fallecimientos y la pérdida de un buque —dijo Noirtier.

—Está bien —dijo el canciller—, tomad asiento, señores, vamos a tomaros declaración.

—Decidle que exigís la presencia del cónsul —dijo míster Rodgers a Noirtier en voz baja—, eso es más seguro; de otro modo nos volverán a llamar si falta alguna formalidad, y ahora se trata de tomar las de Villadiego lo más pronto posible.

—Desearía la presencia del señor cónsul —dijo Noirtier.

—Muy bien, señores, voy a llamarle —dijo el canciller yendo a llamar a su jefe, con quien volvió en seguida.

—Escribid —dijo el cónsul al canciller—, declarad, capitán.

—Nos —dijo Noirtier con voz firme—, Carlos Juan Noirtier, capitán del brick mercante el Castor, perteneciente a los señores Carlos Ardou y compañía, de Panamá, con trece hombres de equipaje, llevando a bordo al señor don Eduardo Mercier, uno de los propietarios del buque, y al señor Rodgers, pasajero, certificamos y declaramos:

El canciller no escribía tan de prisa como el capitán hablaba, y tuvo que esperar un poco.

Míster Rodgers aprovechó este intervalo para asomar su nariz a la calle, y volvió un poco inquieto.

—Certificamos y declaramos —continuó Noirtier—, que viniendo con lastre de San Francisco para Panamá, hemos hecho una parada de cuatro días delante de las costas de El Salvador, durante los cuales el citado don Eduardo Mercier bajó a tierra acompañado del marinero José y del grumete…

—No vayáis tan de prisa —dijo el canciller.

Míster Rodgers se acercó a la puerta para respirar mejor y se rascó la nariz; este signo denotaba que hacía una observación deliciosa.

—De José y del grumete —dijo el canciller mirando a Noirtier.

—Que el 25 de agosto, por la tarde, se declaró una tempestad que rompió las cadenas que sujetaban el buque, lanzándolo a una gran distancia; que el dicho señor Mercier quiso abordar por la noche, a pesar del mal tiempo; su lancha ha zozobrado y perecido él con el citado José y el grumete.

El capitán Ardou prorrumpió en sollozos.

Míster Rodgers oyó el ruido de un sable por la calle, y se restregó las manos de placer.

—Que el buque —continuó Noirtier—, perdió los dos palos, el timón, cuatro hombres llamados * * * y el segundo del buque, llamado Ambrosini, los cuales cayeron al agua cumpliendo sus deberes.

Una gran multitud principió a invadir el despacho del cónsul, formando círculo alrededor del capitán Noirtier y sus marineros; míster Rodgers vio que el círculo era compacto, y lo atravesó para salir a la puerta de la calle.

El capitán Noirtier vio la gente que le cercaba, y se puso a temblar al no ver junto a sí a míster Rodgers.

—Continuad —dijo el canciller.

—Certificamos y declaramos todos —dijo Noirtier.

—Vos declaráis solo —dijo el canciller—, la tripulación declarará después.

—Certificamos y declaramos, que en la mañana del 26 el buque principió a hacer agua, y que todos los esfuerzos no bastaron para salvarle, y que tuvimos que echar la ballenera al agua y embarcarnos con los seis hombres de tripulación y el pasajero míster Rodgers; que fuimos recogidos la noche siguiente por un brick, con destinación a Nicaragua.

—¿Su nombre? —preguntó el canciller.

Esperanza —dijo Noirtier, después de haber buscado un momento.

Míster Rodgers soltó una carcajada, que causó un murmullo en el salón.

Noirtier quiso continuar.

—¿El del capitán? —dijo el canciller.

—Nosotros le llamábamos Juan —dijo Noirtier—, de modo que no le conozco otro nombre.

Noirtier no respondía ya más que temblando.

—Continuad —dijo el canciller.

—Certificamos y declaramos que hemos pasado un mes en San Salvador y otro en Costa Rica, que luego el brick Esperanza nos condujo delante de Panamá, a cuyo puerto hemos llegado con la ballenera, únicos restos del Castor, para presentarnos a la autoridad.

—¿Eso es todo? —preguntó el canciller.

—Todo —respondió Noirtier.

—Venid a firmar.

Noirtier y los marineros firmaron sin decir una palabra.

—¿No hay nada que poner a la columna de las observaciones?

—No, señor —respondieron el capitán y los marineros.

—Pasajero —dijo el canciller—, venid a firmar.

Míster Rodgers estaba en la calle hablando con unos individuos.

—¡Pasajero, venid a firmar! —dijo una voz.

—¡Allá voy!

Míster Rodgers llegó a la mesa del canciller e hizo un signo de inteligencia a uno de los individuos que rodeaban al capitán Noirtier y al dependiente de la casa Ardou que estaba en primera línea, colocóse detrás del canciller, y dijo que iba a escribir una palabra en la columna de observaciones.

—Yo lo escribiré —dijo el canciller.

—Yo os economizaré este trabajo —dijo míster Rodgers.

Y tomando la pluma, escribió con gruesos caracteres:

«FALSO.» Firmado: A. Rodgers, testigo ocular.

El cónsul tomó el papel; y al ver la observación se puso en pie, y dijo.

—¡Falso!, ¿qué quiere decir esto?

El capitán Noirtier buscó una salida para escapar; pero una fila compacta de gentes se lo impedía.

—Eso quiere decir, dijo míster Rodgers, que el capitán Noirtier y sus marineros son los asesinos de don Eduardo Mercier y los ladrones del buque; que se les registre, y en su poder se encontrarán los valores que han robado.

Noirtier sacó su revólver del bolsillo, pero fue desarmado en el acto por el dependiente del señor Ardou. Los marineros quisieron abrirse paso con sus cuchillos, pero también fueron desarmados y atados por la tropa que había hecho venir el dependiente. Cuando se hubo restablecido la calma, el cónsul pidió la declaración de míster Rodgers, quien declaró cuanto conocen nuestros lectores, y concluyó diciendo:

—Que el asesino Noirtier vendió el buque a un antiguo negrero que hacía la trata con los chinos, el cual los dejó a la vista de Panamá, y partió.

Apenas había concluido míster Rodgers su declaración, el capitán Ardou se arrojó en sus brazos, diciendo:

—¡Conque Eduardo no ha muerto!, ¡conque Eduardo vive aún!

—Quizá —dijo fríamente míster Rodgers—, no se puede decir nada.

—¿Pero al menos se puede esperar? —dijo el señor Ardou.

—Sí, esperad —dijo míster Rodgers—, esperad, y sobre todo, buscad.

—Partamos pues.

El señor Ardou, acompañado de mister Rodgers, se presentó aquel mismo día al almirante francés, el cual le autorizó a tomar un vapor de guerra, quien por su cuenta y riesgos debía llevar a la costa de El Salvador a los señores Rodgers y Ardou, quienes se embarcaron aquella misma noche.

Un mes después de la escena que acabamos de referir, salió de Panamá para Tolón el capitán Noirtier y sus cómplices.

Todos los valores que se encontraron en su poder, fueron restituidos a los señores Carlos Ardou y Compañía.

Capítulo XXIV

Dejemos correr a todo vapor por el Océano Pacífico al buque de guerra que llevaba al banquero Carlos Ardou y al yankee míster Rodgers, y volvamos al sitio en que tuvo lugar el sangriento drama que hemos contado en nuestro penúltimo capítulo.

Cuando Eduardo Mercier vio relucir el cañón a la luz de la mecha encendida, comprendió la traición del capitán Noirtier y se echó al agua: este movimiento lo salvó. Arrastrado por las olas volvió a la superficie a algunos pasos de distancia, oyendo el cañonazo y la primera descarga, así como los gritos de terror del grumete; acercóse nadando a la lancha, llamando a José, que no le respondió; quiso salvar al niño, que pedía socorro; extendió la mano para cogerlo, y al mismo tiempo se oyó el pistoletazo disparado por Noirtier; y el niño, lanzando un grito de dolor, cayó al fondo de la barca, inundado de sangre. La lancha, atravesada por las balas, zozobraba, y Eduardo no tuvo tiempo más que para coger las grandes tenazas que le habían servido para arrancar las ostras de las peñas; ciego de furor y desesperación, blandiólas cual si fuera una espada, lanzando una imprecación de cólera contra Noirtier.

Una inmensa ola apagó su voz, arrastrándolo a una gran distancia del buque. Eduardo estaba vestido como cuando salió por la mañana para la pesca, llevando atravesado por el cuerpo el salvavidas que tuvo la precaución de ponerse cuando principió la tempestad; además, llevaba el morral que contenía el producto de la pesca de aquel día, y a su cinto el gran cuchillo de caza y el revólver: de modo que, aunque diestro nadador, no podía moverse fácilmente, embarazándole aún más las tenazas que tenía en la mano, a las que hubiera debido sus tesoros sin la traición de Noirtier. Durante unos segundos tuvo la idea de abandonarlas, pero un rayo de esperanza iluminó su mente infundiéndole valor en tan apurado trance; pasó las tenazas por debajo del salvavidas y principió a nadar en dirección a la costa.

Después de cinco cuartos de hora de inauditos esfuerzos, en medio de la oscuridad, su cuerpo dio contra una peña que había a flor de agua, que le hizo dar un grito de dolor. Agarróse a la piedra que lo había herido, y llevando la mano hacia el sitio en que sentía el dolor, la retiró bañada por su sangre. Por espacio de unos segundos pensó aún en desembarazarse de sus vestidos y de los pesados objetos que llevaba; pero volviéndose hacia tierra se echó de nuevo a nado con dirección a la línea negra, no cesando de nadar hasta que sus rodillas tocaron la arena; quiso ponerse en pie, imposible; sus miembros estaban yertos: arrastróse por la playa hasta salir completamente del agua.

Después de algunas horas de reposo, pudo, en fin, levantarse y dar algunos pasos; pero como aún era de noche, resolvió esperar sin moverse a que amaneciera.

Sus pupilas principiaban a cerrarse bajo la acción benéfica de las tibias noches de los trópicos y del sueño que lo acosaba, cuando oyó el rugido de un tigre a poca distancia de él. Impulsado por el terror, y no sintiéndose con fuerzas para luchar sacó su revólver del cinto, y armándolo apoyó la boca del cañón sobre su frente; pero viendo que aún estaba mojado, hizo un gesto de desprecio creyéndolo inútil.

—No —dijo—, la lucha, la lucha hasta el fin, y si la muerte llega, me encontrará tranquilo y sereno.

Las horas de aquella noche cruel pasaron, y el sol apareció en el horizonte, trayendo con sus rayos la salud del enfermo, el valor del abatido, la esperanza del moribundo y la fuerza del atleta.

Eduardo pudo levantarse y recorrer a pasos lentos el sitio en que se hallaba, no sabiendo si se encontraba al Norte o al Sud de la bahía de la Perla Negra, y apoyándose con sus tenazas se dirigió al Sud, marchando todo el día sin otro alimento que los restos del día anterior que aún llevaba en el morral.

Llegada la noche se disponía a pasarla en el sitio en que se hallaba, cuando tropezó con un objeto blanco y redondo que fue a rodar delante de él; cogiólo y lo dejó caer espantado. ¡Era una calavera humana! Todo un mundo de ideas atravesaron por su mente. ¿Acaso aquella parte de la costa era habitada, o visitada por los pescadores y cazadores? ¿Debía temer o esperar? Luego dándose una palmada en la frente pareció encontrar la llave del enigma; buscó por el suelo y encontró esparcidos los huesos de un esqueleto humano.

—¡Aquí es donde el capitán Ardou mató a un hombre por salvarme la vida! ¡Ya sé dónde está la bahía de la Perla Negra!

Eduardo siguió el mismo camino que había pasado un año antes, cuando la descubrió por primera vez; marchó toda la noche, y a la mañana siguiente llegó al tan deseado manantial de agua dulce y fresca que bañaba la bahía de la Perla Negra, comió algunas frutas salvajes, bebió de aquella agua pura y cristalina, y se quedó dormido. Llegada la noche, se subió a un inmenso zapote para librarse de las fieras.

Hacia medianoche oyó un grito agudo y el ruido producido por unas uñas que rascaban la corteza del árbol en que estaba, y vio un animal que subía hacia él; cogió sus tenazas, y cuando estuvo cerca descargó un golpe tal, que el bulto fue a rodar por el suelo.

Cuando se hizo de día bajó del árbol, y vio con placer que era una suculenta lotuza, que despedazó y saló al momento con agua del mar.

Eduardo pasó todo un mes viviendo de la caza y frutas salvajes que tanto abundan en aquellos parajes solitarios, sin pensar en los millones que tenía delante.

Por fin, cansado de aquella inacción e impulsado por un secreto presentimiento, dijo un día:

—Si tarde o temprano puedo hacerme ver por uno de los buques que pasan por estas costas; si jamás alguno de los míos duda de mi muerte y viene a buscarme, o si el solo hombre a quien he confiado mi descubrimiento, quiere explotar las riquezas que le he revelado, yo estaré pronto, y tendré millones que dar a los que me salven y a los que amo; y si los miserables que han llegado a conocer mi secreto vuelven aquí, quitémosles cuanto pudieran robarme aún.

A partir de este día, el solitario de la bahía de la Perla Negra se puso a trabajar, construyendo una balsa para ir de tierra firme a la roca perlera.

Para poder trabajar de día y dormir en la noche con seguridad, Eduardo construyó una especie de hamaca con toda clase de vegetales sermentosos que había por allí, y la ató a dos ramas de un inmenso caoba, a una altura bastante elevada, para que al mismo tiempo le sirviera de vigía.

Durante un mes consecutivo trabajó continuamente, aunque sin esfuerzo, arrancando perlas de todos los colores y tamaños, las cuales depositó al pie de un árbol, en el cual grabó una cruz con su cuchillo para reconocerlo, y las riquezas que había escondido eran incalculables.

Una noche que estaba en vela, acostado sobre su hamaca, concibió el proyecto de construir una gran balsa, y cargar en ella todos sus tesoros y víveres para dirigirse a cualquiera de los puertos de San Salvador. Absorto con esta idea se levantó al día siguiente, y principió a cortar ramas de árboles y a transportarlas a la orilla del mar, decidido a llevar a cabo su proyecto.

Al cabo de algunos días la balsa estaba construida, y Eduardo principió a hacer los primeros ensayos, para ver si podría resistir a una larga navegación. Satisfecho de su obra, decidió partir al día siguiente, para lo cual se puso a recoger frutas y trasladarlas a bordo.

Llegada la noche se acostó sobre su hamaca, y entre sueños le pareció oír la voz de su amigo, el capitán Ardou, que le decía: «Espera, imprudente, no desconfíes de la amistad de tu mejor amigo.»

Eduardo se levantó sobresaltado y miró en derredor suyo para ver si descubría al hombre que le hablaba, y no viendo nada exclamó:

—¡Ilusión! ¡Vana esperanza! ¡Cómo es posible que alguien se acuerde de mí al cabo de tanto tiempo!

Y volvió a dormirse más triste que antes y resuelto a emprender su fuga al día siguiente.

Cuando el sol principió a esparcir sus dorados rayos sobre las cimas de los gigantescos árboles, Eduardo se despertó y oyó un ruido extraño y que no acertaba a explicarse; trepó por las ramas hasta llegar a la cima, dirigió su mirada hacia el Océano y lanzó un grito de alegría. Eduardo acababa de distinguir el humo de un vapor, luego los palos, y por último el buque.

Eduardo, fuera de sí de contento, bajó del árbol precipitadamente, corrió a la playa, quitóse los pedazos de vestido que le quedaban, y empezó a dar gritos y a agitarlos.

El capitán Ardou, después de haber desembarcado varias veces por las costas de San Salvador, siguió hasta la frontera de Guatemala sin haber podido encontrar la bahía de la Perla Negra, y volviéndose atrás, decidió de acuerdo con el comandante del buque, recorrer lo más cerca posible de la tierra tedas las costas. Cuando pasaba por delante de la bahía, el capitán Ardou examinaba atentamente con el comandante del buque un pequeño mapa, y ambos estaban persuadidos que debían estar muy cerca de los países conocidos por Eduardo; de repente el capitán Ardou levantó la cabeza, la dejó caer y exclamó:

—¡Miradlo!

En efecto, el capitán Ardou acababa de ver sobre la playa un objeto blanco que se agitaba.

—¡Ésta es la segunda vez que lo encuentro! —gritó el capitán fuera de sí.

Míster Rodgers se mordió los labios de cólera al ver que otro había hecho el descubrimiento.

—¿A quién habéis podido ver desde aquí? —dijo el comandante.

—¿Quién?, ¡pardiez!, a Eduardo, nadie puede ser más que él.

—¡Qué sabéis vos!, ¿y si fuera el marinero José?

El capitán Ardou pasó repentinamente de la sublime alegría a la profunda tristeza; él no comprendía que pudiera encontrarse en aquellas playas a otro hombre que a Eduardo; él no quería la muerte de nadie, pero se hubiera desesperado si en vez de encontrar a Eduardo hubiera visto a José.

—¡Imposible! —dijo el capitán—, es Eduardo; es mi hijo, sí, mi hijo: ¡Ah! Comandante, vos no sabéis cuánto lo quiero, ¡mirad, mirad como me llama!

—Yo no distingo nada, querido señor Ardou —dijo el comandante—, pero vos veis con los ojos del corazón, vamos a ver si ellos os engañan.

El comandante mandó botar al agua dos lanchas, y él mismo subió en una de ellas, y el capitán en la otra. Cuanto más avanzaban las dos lanchas, más el hombre que estaba en la playa repetía las señales, y cuando las vio a unos doscientos metros de distancia quedó inmóvil…

Aún estaba a una distancia de cincuenta metros de la playa, y el capitán Ardou reconoció a Eduardo y dio un salto para arrojarse al agua; afortunadamente uno de los marineros pudo retenerle.

Cuando desembarcó se echó en los brazos de Eduardo, llorando y riendo a la vez. Eduardo, afectado por la sincera alegría, prorrumpió también en sollozos, apretando contra su pecho al capitán Ardou.

—¡Qué os decía yo, comandante! —dijo el señor Ardou—, ¡yo estaba seguro que era Eduardo, mi hijo!

Y el capitán cogía con ambas manos la cabeza de Eduardo, cubriéndola de besos.

—¿Y el marinero José? —dijo el comandante a Eduardo, cuando la primera emoción hubo pasado.

—Muerto, sin duda —dijo Eduardo.

—Puede ser que no —dijo míster Rodgers, dándole un apretón de manos.

Eduardo vio con placer a aquel gran original que le había hecho reír algunas veces a bordo durante las horas de tristeza, y le dijo que le explicara cuanto había pasado.

Míster Rodgers contó todos los detalles de la tragedia que ya conocen nuestros lectores, y al final recibió la enhorabuena de Eduardo por su buena conducta, y por haber iniciado él primero salir en busca suya.

—¿Y la roca perlera? —dijo el capitán Ardou.

—Ya no queda nada —dijo Eduardo tomándole la mano—, porque todo está allí —añadió, señalando el tronco de la caoba marcado con una cruz.

Eduardo condujo al capitán y demás asistentes al árbol que le servía de morada; y tomando el cuchillo hizo un hoyo, y sacó el morral lleno de perlas, producto de cerca de tres meses de trabajo.

El capitán Ardou lo tomó con una alegría frenética, y exclamó:

—¡He aquí una buena entrada para la sociedad Ardou y Compañía!

—Aquí hay para todo el mundo —dijo Eduardo, dando su mano a míster Rodgers y al comandante—, para todos los que han salvado un tercio de la compañía.

—¡Y un buen tercio! —dijo el capitán, dando una palmada al morral.

Eduardo hizo recoger sus instrumentos, su cuchillo, su revólver y las tenazas, que quiso conservar como recuerdo.

Por fin, el comandante hizo subir a todo el mundo en las lanchas, y se dirigieron a bordo de la corbeta, donde el capitán Ardou pidió a los oficiales las ropas necesarias para vestir a su salvaje, como él llamaba a Eduardo.

Levantáronse anclas, y con una de esas calmas que sólo se encuentran en el Pacífico, la corbeta costeó los Estados del Sud del Centro América, pasando a una distancia bastante grande de las islas Coiwa.

Míster Rodgers continuaba considerándose rebajado en su amor propio por no haber vigilado lo bastante para descubrir antes que nadie a Eduardo, y estaba de un humor insoportable.

Una tarde, después de comer, se paseaba por el puente fumando un cigarro, cuando de repente alargó su cuello, mirando fijamente en dirección al Norte de las islas, y corrió a pedirle el anteojo al comandante; miró varias veces, y principió a pasearse a grandes pasos, restregándose las manos.

—El yankee está contento hoy —dijo Ardou.

Míster Rodgers lo miró de arriba a abajo, y sin responderle una palabra, volvió con el anteojo y a pasear más de prisa todavía.

El capitán Ardou le preguntó riendo si veía algo de curioso en el horizonte.

—Si miro es porque veo algo que merece mirarse —dijo míster Rodgers apoyando el anteojo sobre uno de los palos, y mirando más atentamente.

El comandante mandó al segundo que hicieran virar de bordo para evitar los bancos que rodean las islas y dirigirse a Nicaragua y Costa Rica, donde Eduardo quería preguntar a los agentes consulares por el marinero José, que había desaparecido con él, reservándose, caso de no encontrarle, tomar las medidas necesarias en cuanto llegara a Panamá.

Mister Rodgers se acercó al comandante dándole una palmada en el hombro.

—¿Qué queréis? —dijo picado por aquella familiaridad.

—¿Vos dejáis las islas Coiwa y vais a costear la América del Centro?

—Sí.

—Quedáos aquí —dijo míster Rodgers.

—¿Por qué? —dijo el comandante.

—Porque esa es mi voluntad, porque… —míster Rodgers no concluyó, la alegría desbordaba de su corazón.

El comandante creía que se volvía loco, y tocó con el codo a Eduardo que hablaba con el capitán, y le contó lo que le acababa de pasar con míster Rodgers.

Éste vio que era objeto de la atención de los tres personajes principales, les volvió la espalda y se echó a reír; luego viendo que el capitán no había hecho caso de sus observaciones, le tomó aparte, le habló al oído y le dio el anteojo, designándole las islas. El comandante hizo con la cabeza un signo afirmativo, llamó al segundo y le mandó que cambiara de dirección.

—¡Qué sucede! —dijo el capitán Ardou a míster Rodgers.

—¿Vos queréis saber por qué he hecho hacer esa maniobra?

—Sin duda —dijo el señor Ardou.

—Por que acabo de hacer una observación.

—¿Cuál?

—Acabo de descubrir un náufrago.

—¿Adónde?

—Allá —dijo míster Rodgers señalando las islas.

El comandante hizo parar el vapor y mandó una lancha en busca de un hombre que venía nadando hacia ella. Toda la tripulación se acercó para ver al náufrago que acababan de recoger, y que dos hombres ayudaban a subir la escalera. Eduardo se acercó con ansiedad al momento que ponía el pie a bordo.

—¡José! —exclamó Eduardo—, ¡querido José!

Y Eduardo se echó en los brazos del náufrago y lo condujo hacia el centro del buque, donde estaba todo el estado mayor.

—José, he aquí el hombre que os ha visto —dijo el capitán Ardou, señalando a míster Rodgers, quien recibió las felicitaciones de todo el mundo, incluso el comandante.

La corbeta de guerra hizo rumbo hacia Panamá, sin que le sucediera a ella ni a los viajeros que llevaba, ningún accidente que merezca contarse.

Al entrar en el puerto, toda la población se puso en pie para ver pasar a los dos náufragos.

Cuando Eduardo Mercier hubo satisfecho las exigencias inevitables de su reputación de nuevo Robinson, dio encargo a José para que respondiera a la curiosidad de todos los que querían saber cómo habían sido salvados.

Míster Rodgers quiso, en fin, volver a los Estados Unidos, y corrió el rumor de que en vez de sesenta mil pesos se llevó cien mil, después de haber hecho una visita de despedida a Eduardo.

El señor Ardou expidió por todas partes a sus dependientes para vender bien las perlas llamadas Perlas Mercier; Eduardo mismo llevó a cabo importantes operaciones en el litoral del Pacífico y en Europa, donde fue conocido durante mucho tiempo con el nombre de Comerciante de Perlas; puso en orden los negocios de la casa central de Panamá, principió la liquidación que debía dividir en tres partes los millones que él había podido adquirir en poco tiempo, y anunció al capitán Ardou que su presencia era necesaria en San Francisco, donde iba a liquidar también los negocios. El capitán Ardou quiso acompañarlo, tanto más, cuanto que Eduardo le dijo, que una vez hecha la liquidación, pensaba volver a Europa.

La carta que había determinado la vuelta de Eduardo a San Francisco, estaba concebida en estos términos:


Querido señor Mercier:

Esta carta será un poco prolija, pues tengo muchas cosas que comunicaros.

Un hombre, amigo querido, no llega a la reputación y a la fortuna sin excitar la envidia y los celos, sobre todo si es amado por una mujer hermosa, distinguida y ambicionada por todo el mundo.

El gran misterio que oscurecía muchas veces vuestra frente, que echó la duda en vuestro espíritu, que os hizo llamar el amigo original; ese gran misterio se ha descubierto, y lo saben todo. Creo inútil recordar aquí las circunstancias que acompañaron una de las vivacidades de vuestra primera juventud; pero diciéndoos que lo saben todo, y que yo he sido testigo de las revelaciones, es deciros que han sabido que vos habíais querido, con la generosidad de un caballero, evitar las consecuencias de un duelo absurdo; han visto todo lo que vos hicisteis para reparar el mal que habíais causado involuntario; han visto, en fin, que lejos de ser culpables, vos érais el bienhechor modesto y oculto de una familia, y que habéis trabajado para borrar o reparar lo que, en vuestro generoso y severo juicio, considerábais como una falta.

Por consiguiente, amigo mío, echad un velo sobre el pasado, que debe ser sin remordimientos, pues las cualidades de vuestro corazón y vuestro talento han borrado el único recuerdo posible que hubiera podido existir aquí y afligiros; este pasado, junto con los últimos acontecimientos que tuvieron lugar durante vuestra permanencia en California, os han realzado en la opinión de los que os conocen.

Después de la gran revelación, pasamos todas las veladas hablando de vos, de vuestra familia, de vuestro buen corazón, de las esperanzas que vos fundáis sobre vuestro porvenir comercial, y de vuestro deseo de crearos una familia; por lo tanto, no temo deciros que aquí os aprecian como antes de vuestra partida, y que la afección que tenían ha aumentado por la ausencia.

En fin, la señorita María está más hermosa que nunca, a pesar de su tristeza; siempre buena, dulce e inteligente.

He conservado la misma casita; vuestro cuarto está aún como vos lo biabéis dejado, y parece que os espera.

Presentad mis respetos al señor Ardou, al capitán Noirtier y a míster Rodgers.

Firmado: ALFREDO PERET.
 

Eduardo Mercier, contento de haber visto desaparecer el obstáculo que se levantaba entre él y la mujer que amaba, partió de Panamá acompañado de su fiel amigo, el capitán Ardou, con dirección a California.

Poco tiempo después de su llegada a San Francisco, el Comerciante de Perlas daba su mano a la señorita María Osborn, a cuya boda asistió todo el alto comercio y las notabilidades de la joven ciudad.


Publicado el 25 de diciembre de 2018 por Edu Robsy.
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