Los muchachos del ilustrado siglo XIX —dije para mí— llegan a viejos sin haber sido nunca jóvenes.
Fígaro
Primera parte
I. En el que el curioso lector se inicia en algunos misterios de la incubación de la raza
Don Jacobo Baca es un padre de familia, de esos que hay muchos, sobre los que pesa una grave responsabilidad que no conocen, y que están haciendo un perjuicio trascendental de que no se dan cuenta.
Don Jacobo ha sido alternativamente impresor, varillero, ayudante del alcaide de la cárcel, por «cierto mal negocio»; después jicarero, encargado de pulquería, y últimamente ha sentado plaza de arbitrista, que es como se la va pasando.
Don Jacobo cree que sabe leer y escribir, pero buen chasco se lleva; pues en materias gramaticales confiesa él mismo, con admirable ingenuidad, que nunca se ha metido en camisa de once varas.
En otra de las cosas en que se lleva chasco don Jacobo, es en creer que sabe hacer algo, pues nosotros, que bien le conocemos, estamos seguros de que, a pesar de sus letras, no sabe hacer nada.
Su inutilidad lo condujo, aunque paulatinamente, a la situación lamentable en que el lector lo encuentra.
Aburrido don Jacobo de buscar destino, y más aburrido de no hallarlo, pensó en una cosa. Esta cosa la han pensado las nueve décimas partes de los hombres útiles que hay en el país: lanzarse a la revolución.
Esta idea, acariciada en medio de la ociosidad y de los vicios, es el calor con que la madre discordia empolla a sus hijuelos; esta idea ha sido el prólogo de muchas epopeyas, así como el primer paso en la senda del crimen; esta idea entra en el número de las resoluciones desesperadas, y se equipara con la de suicidarse.
Respetamos, aunque no aludiendo a don Jacobo, esta misma idea de lanzarse a la revolución, cuando es engendrada por el noble arranque del patriotismo.
Don Jacobo, arbitrista y lodo, llegó a desesperar; se le cerraron todas las puertas, como él decía, y comprendió que necesitaba lanzarse a la revolución.
Don Jacobo tenía un compadre.
—He pensado una cosa —le dijo un día.
—¿Cuál? —le preguntó el compadre sorprendido de que don Jacobo pensara algo.
—Lanzarme a la revolución.
—¡Pero, compadre!…
Hubo un momento de silencio, durante el cual don Jacobo escupió por el colmillo.
—¿Lo ha pensado usted bien?
—No me queda otro recurso; ya usted lo ve, no hay destinos, nadie presta, y luego mi mujer…
—Pero, compadre —repitió don José de la Luz, que así se llamaba el interlocutor.
—Lo único que me falta es caballo y armas.
—Es decir, todo.
—Casi.
—Para pelear se necesitan armas.
—Cabal.
—¿Y contra quién va usted a pelear?
—Pues contra cualquiera; yo lo que necesito es la revolución.
—Pero ¿usted no tiene principios políticos?
—Pues vea usted, compadre, en cuanto a eso, usted sabe que al hombre lo hacen las circunstancias.
—Pero usted puede elegir. Diga usted.
Don Jacobo meditó profundamente con la vista fija en tierra, y luego preguntó:
—Ahora ¿quiénes están mejor?
—¿Cómo mejor?
—Quiero decir, ganando.
—Pues los liberales siempre ganarán, compadre, a la larga o a la corta. Por mi parte, yo voy a los liberales a ojos vistas, es albur que sale; porque mire, aquí no pega lo de los extranjeros ni lo de las coronas.
—Sí, eso ya lo sé, compadre.
—¿Se acuerda de lo de Tampico?
—¡Pues no!
—Y ya usted sabe que van los mochos, que vienen los mochos; pero siempre la libertad triunfa. Éste es país libre, compadre.
—Pues con los liberales, compadre —dijo don Jacobo iluminado.
—¡Dios saque a usted con bien! Mire que los mochos fusilan bonito.
—Sí, pero…
—¿Y la familia?
—Ahí se la dejo, compadre; no le diga nada a mi mujer hasta que yo me haya escapado; que Pedrito se haga hombre; le dice que no ande ahí con mañas, y Concha, que se case.
Los dos compadres, por fin, se despidieron.
Don José de la Luz pensó más en la mujer de su compadre que en su compadre mismo. Era natural. Quedaba encargado interinamente.
Don Jacobo pensó menos en su mujer que en procurarse caballo. Era natural: el caballo era muy importante, y su mujer ya estaba bien recomendada; de manera que don Jacobo se fue en derechura a casa de un amigo que tuviera caballo, y se lo pidió prestado; después buscó otro amigo que tuviera pistola, y le ofreció limpiársela.
Empeñó un resto de equipaje, y se puso en tren de defender a la madre patria.
Había pernoctado en un mesón de Santa Ana; despertó muy temprano y arregló su cabalgadura. Era esta un caballito de rancho, malicioso y asustadizo, tordillito mosqueado, con una oreja gacha, malos cascos y peor boca.
Don Jacobo le puso doble rienda, colocó a la grupa una gran maleta, pagó el gasto al huésped y se encaramó más bien que montó en el tordillito, el que al sentir sobre el lomo aquella humanidad asustadiza comenzó a caracolear en el patio del mesón, más bien de disgusto que de brío, y al fin, resignándose, salió a la calle.
Aquel jinete no llevaba espuelas, pero en cambio llevaba miedo y cuarta. El animal si no tenía buena estampa, tampoco tenía otras cualidades; trotaba ferozmente, y a pesar de las dos riendas, le sucedía lo que a México, tenía mal gobierno.
Don Jacobo, en quien el valor no era precisamente una de sus cualidades distintivas, creía que los transeúntes le conocían en la cara aquello de que «se estaba lanzando a la revolución», y afectaba un disimulo que para nada le servía.
La calzada de Guadalupe se le figuró inmensamente larga hasta que llegó a la garita.
Allí le ocurrió otra cosa, y eran ya dos cosas buenas las que, según él, le habían ocurrido.
Lo de «lanzarse a la revolución» era una, y encomendarse a María Santísima de Guadalupe era la otra; pero en cuanto a la segunda, comenzó a encontrar inconvenientes poderosos: el primero era apearse y no tener donde dejar su caballo; pero bien pronto le ocurrió otra cosa buena, más buena que las otras, y ya eran tres las que en pocas horas iban cambiando la faz de su vida: esta última cosa buena fue aquella de que con la intención basta, y encontró tan de su gusto el consuelo, que hasta se atrevió a dar por primera vez un azote al tordillito, que contestó espeluznándose como un gato y encogiendo el cuarto trasero como si le hubiera dolido mucho, movimiento que empezaba a revelar que entre don Jacobo y su caballo había cierta analogía; aquel debía ser el caballo de don Jacobo: habían nacido el uno para el otro.
Cuando don Jacobo salió de la ciudad de Guadalupe, respiró más libremente, figurándose que acababa de salir con bien de un gran lance, y repetía interiormente:
—Por fin ya estoy lanzado a la revolución. Ello es cierto —continuaba después de un largo rato— que bien puede costarme caro… una bala… pero, por otra parte, en la revolución siempre se come, porque cuando no lo hay, se toma.
A propósito de tomar, sintió sed y tomó pulque, pagándolo, costumbre que estaba próximo a perder, una vez bien lanzado a la revolución.
Después de pagar pensó en su mujer.
Don Jacobo pensaba siempre por analogías.
Su compadre don José de la Luz tenía la misión diplomática de informar a la familia de don Jacobo de lo de la revolución.
—O vuelvo rico —decía don Jacobo— o no vuelvo. Yo pasaré trabajos, pero llegaré a tener una guerrilla y entonces…
Dios es grande, y mi compadre muy caritativo, de manera que mi mujer no se morirá de hambre; en cuanto a mis hijos, el varoncito, que se enseñe a hombre, y Concha, como ya se sabe vestir, se casará pronto.
Absorto en sus reflexiones don Jacobo caminó todo el día, y a la oración estaba en el mesón de un pueblo en donde tomó lenguas para orientarse al día siguiente.
II. Don Jacobo recibe el espaldarazo de la caballería andante y queda hecho guerrero
Al rayar la aurora el tordillito asomaba la cabeza entre las trancas del corral. El animal había perdido su blancura mate en virtud de la incuria de su nueva caballeriza. Don Jacobo se sorprendió al ver a su cabalgadura, que por un solo lado seguía siendo blanca, pero por el otro era amarilla: no parecía sino que el animalito había dormido sobre un lecho de zacatlaxcale en infusión.
Unos arrieros lanzaban a la sazón una estridente carcajada, burlándose del tordillo y llamándole «mascarita». El huésped se permitió algunas bufonadas sobre lo bien que se había pintado el andante, y recomendó al dueño que no lo vendiese.
Don Jacobo creía tener razones de peso para no ser valiente; tragó las bromitas y siguió su camino.
A poco andar percibió «un polvo», y poco práctico todavía don Jacobo en materia de polvos, tuvo a bien suspender su marcha por si acaso.
La polvareda crecía y se acercaba, y nuestro héroe comenzaba a inquietarse. Es cierto que lo que para cualquiera olio caminante hubiera sido una calamidad, para don Jacobo era la dicha; pero, no obstante, don Jacobo temblaba.
Al fin desapareció el motivo de alarma y don Jacobo continuó su camino, hasta que de manos a boca dio con una guerrilla.
—¿Quién vive? —le gritó un forajido.
—Un amigo —contestó don Jacobo afectando calma pero espeluznándose como su tordillito.
—Haga alto o le rompo el alma —dijo el guerrero.
Don Jacobo obedeció.
—Eche pie a tierra.
Don Jacobo lo hizo a tiempo que una nube de polvo lo envolvía, porque diez jinetes se acercaban a él pistola en mano.
—Será algún mocho —dijo uno.
—Lo colgaremos —gritaron otros.
—Que venga el jefe —dijo una alma caritativa, en tanto que un valiente lo atropellaba con su caballo que hacía cabriolas.
—Entregue las armas, don Petate.
Don Jacobo entregó la pistola.
—El penco no vale un real —dijo uno reconociendo el tordillito.
—Es de dos colores.
—Es que durmió caliente.
—Eche acá la toquilla —gritó otro héroe, lanzando una blasfemia inconducente.
Y don Jacobo se quedó sin sombrero.
—¿Y usted será sacristán, no amigo?
—Tiene cara de fraile.
—Y corona —gritó uno— ¡que muera el cura!
Don Jacobo había perdido, no precisamente por el calor del pensamiento, el pelo de la coronilla.
—Que nos diga misa.
Y de las chanzas y burlas sangrientas los guerrilleros iban pasando a las vías de hecho, y ya uno azota al tordillito, ya aquel prepara su lazo, y quién sabe adónde hubieran llegado si el jefe de la fuerza no viene a meter paz.
—Ahí viene el jefe —dijo uno.
En efecto, acababa de presentarse en escena un jinete como de treinta y cinco años, tipo de la raza indígena, sin barba, grandes labios morados, pelo negro y mirada concentrada y recelosa. Montaba un magnífico caballo alazán tostado, de gran alzada, acordonado y fino, y de movimientos elegantes y pisada firme, ojo chispeante y ancha la nariz; el animal venía sobre sí y como interrogando cada vez que levantaba enhiesto la cabeza.
El jinete traía una chaqueta de afelpado negro, con agujetas y botones de plata, calzonera negra con botonadura triple de pequeñas conchas de plata, chaparreras de piel de tigre sobre la cabeza de la silla, gran sombrero bordado de oro, dos pistolas de Colt, con empuñadura de marfil, sobre cada una de las caderas, puñal con mango de ébano y plata en una vaina de terciopelo rojo y contera dorada, espada de montar y un Spencer en su carcaj. Llevaba el chaleco desabrochado, dejando ver una banda roja y una gran cadena de oro.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó sin levantar la voz.
Todos callaron.
Don Jacobo rompió el silencio diciendo:
—Me llamo Jacobo Baca, y vengo a presentarme, mi coronel.
—¿Ha servido? —preguntó el coronel.
—No, mi coronel.
—Usted será espía de los mochos.
—No, mi coronel —repitió don Jacobo, procurando sonreírse.
—¿Pues dónde estaba?
—En mi casa.
—¿Y a qué vino?
—A servir.
—¡Adiós! ¿Y de qué sirve?
—De lo que se ofrezca.
—¿Sabe dar cuchilladas?
—Sí, mi coronel.
—¿Es valiente?
—Cuando se ofrezca…
El jefe recorrió con la mirada a don Jacobo, lo examinó a su sabor, y después de una larga pausa, dijo:
—Pues convide a los muchachos para que «lo calen», y si ellos quieren…
—Con permiso, mi coronel, vamos al pueblo.
—Vayan cuatro, y cuidado con ése.
Don Jacobo montó a caballo sin sombrero y sin pistola.
Un guerrillero comenzó por darle cola al tordillito. La enclenque cabalgadura, con todo y jinete, vino por tierra. El pobre de don Jacobo apenas pudo levantarse, rengueando y herido de la cabeza.
El tordillito se quejó dolorosamente al caer y parecía que estaba conociendo su miseria. Don Jacobo, lleno aún de polvo y de sangre, ofreció cigarros, sin proferir una queja.
Otro guerrillero se preparaba a «echar un lazo» a don Jacobo.
—A ver si no —dijo uno.
Esto quería decir que salía a la defensa de don Jacobo.
—Ya raspan —cantó otro—. El señor es mi amigo, vaya, y yo soy hombre.
—Ya está, mi segundo —dijo el de la reata.
—Como lo va a convidar… —dijo otro.
Esto fue un cambio de viento para don Jacobo, a quien ayudaron a montar y le ofrecieron la lumbre.
Llegaron al pueblo y don Jacobo pagó el gasto. El alcohol, que por lo que tiene de espirituoso nivela los espíritus, puso a la misma altura a víctima y verdugos. Don Jacobo estaba ya en vísperas de hacer carrera.
*
Entretanto, volvamos a la mujer de don Jacobo y veamos qué hace.
La mujer de don Jacobo se llamaba Lola, tenía treinta y tres años y estaba lo que se llama bien conservada. Casi podían pasar desapercibidos sus dos hijos, Concha y Pedrito. Doña Lola estaba bien, especialmente desde que don Jacobo se había lanzado a la revolución.
Don José de la Luz era tan bueno y tan servicial y tan atento, que a doña Lola no le faltaba nada, de manera que no cesaba de exclamar:
—¡Qué bueno es mi compadre!
El compadre, que tenía también muy buen corazón, no cesaba de decir:
—¡Qué buena es mi comadre!
Y luego, que como aquella era una época de prueba, era, como sucede siempre, el crisol de la amistad.
No sabemos de qué medios ingeniosos se valdría don José de la Luz para dar a doña Lola la noticia de don Jacobo; pero sí nos consta que el lloriqueo no se sostuvo por largo tiempo.
—Vale más así —decía don José— puede ser que mi compadre se logre; ¡tantos vemos que vuelven!
—Cica usted, compadre, que si no fuera por, usted me moriría de pena.
—Lo creo.
Y de veras lo creía don José.
—Usted me consuela —decía doña Lola.
Y positivamente se consolaba con las finezas de su compadre don José.
En cuanto a Concha y Pedrito, como en virtud de esa ley que mejora las generaciones, sabían más que don Jacobo y más que doña Lola, deseaban a toda costa aletear por su cuenta.
Doña Lola, debemos decirlo en obsequio de su corazón de madre, temblaba ante el adelanto de sus hijos. Era una gallina que había incubado patos y estos se arrojaban al agua del progreso, dejándola en tierra. ¡Pobre doña Lola!
—Antes —exclamaba— los hijos eran dóciles, porque creían saber menos que sus padres; pero hoy tengo que capitular con la ilustración de mis hijos; éstos no reciben de mí más que lo que les conviene, y hasta se atreven a reprenderme cuando procuro corregirlos. Efectivamente, algunas veces me han persuadido con sus buenas razones, porque eso sí, mis hijos tienen mucho talento.
Don José de la Luz, que para estos casos y para otros más apurados tenía siempre listas algunas frases de consuelo, contestaba:
—Es preciso, doña Lola, es preciso que así sea. ¡El adelanto, el progreso, la civilización!… Vea usted, yo conozco a la madre del general H…
Pronunció un nombre que nosotros callamos, y continuó:
—¿Quién cree usted que es esta pobre señora?
—No sé.
—Pues es una pobre señora… sirviente, guisaba, quiero decir, hacía la comida, o más bien dicho, ora la cocinera de la casa de…
Don José pronunció otro nombre, que por ser muy conocido callamos nosotros, porque en esta ensalada nos hemos propuesto que el lector coma las lechugas sin saber en donde se cortaron.
—Ya usted lo ve; la madre del general H… Pues la pobre señora se calla, su hijo la manda como general, y si no fuera porque le besa la mano delante de todo el mundo, nadie sabría que es su señora madre. Así le sucede a usted con Pedrito y con Concha.
—Exactamente, ya no me es permitido reprenderlos; en el momento me echan en cara mi torpeza, y siempre acaban por probarme que no tengo razón.
Este pliegue del corazón humano, como diría un novelista romántico, es la primera dislocación moral, como decimos nosotros, a despecho de la crítica; es el primer aleteo de independencia de los pollos actuales, protestando a nombre del progreso contra la tutela materna.
Había antes un secreto resorte que sujetaba la razón del niño ante el encantador prestigio de la madre. Nosotros recordamos haber escuchado oráculos de los labios maternales; las palabras que oímos cuando niños tenían el sello de una autoridad que jamás nos ocurrió poner en duda.
Hoy, salvo el debido respeto al verdadero progreso que amamos y respetamos los primeros, hay, y en abundancia, pollos llenos de suficiencia, de humos y de garbo para enmendar la planilla a los autores de sus días.
Concha y Pedrito, sin ser precisamente progresistas, eran pollos que rompían el cascarón y lo pisoteaban: quiere decir, se avergonzaban de su madre.
Abierta esta primera puerta, roto este primer dique del respeto filial, los hijos de don Jacobo se ponían en situación de adelantar notablemente.
Corrían un riesgo inminente que ellos mismos acariciaban.
Doña Lola conocía todo esto por la intuición delicada de las madres; pero no se lo podía explicar bien a don José de la Luz; éste, por su parte, hacía todos los esfuerzos posibles por encontrar una solución consoladora a todas las tribulaciones de su comadre.
III. De cómo a los pollos se les va conociendo por la pluma y por el canto
Pedrito se enteró estoicamente de que casi ya no tenía papá, y, seamos francos, no lo sintió mucho: se quedó pensativo; pero no porque sintió algo en el corazón sino en las alas.
Iba a alear, ya podía alear.
Buscó varias veces seguidas en su casa a un personaje, personaje fresco, acabado de hacer, pero en boga.
El personaje estaba visible pocas veces, y no se veía otra cosa por todas partes. Al fin Pedrito logró verle al tercer día de solicitudes.
El personaje, aunque acabado de hacer, tenía bata, aunque acabada de hacer, y gorra griega y pantuflas.
Así recibió a Pedrito.
—Buenos días, mi general —dijo éste.
El personaje era coronel, de manera que la primera sonrisa de benevolencia fue toda para Pedrito, que a su vez sonrió de esperanza.
—¿Qué vientos le traen a usted por acá, muchachito?
—Vea usted, mi general; vengo a confiar a usted un secreto.
—Bien.
—Pero me ofrece usted…
—¡Vamos, muchachito! ¿De qué se trata?
—Yo sé que es usted uno de los… de los ¿cómo diré? de los liberales de buena fe.
—¡Oh, sí! ¿Y eso quién lo duda?
—Pues bien, el secreto es que mi padre… ¡se ha lanzado a la revolución!…
—¡Hombre! —exclamó el coronel.
—Y yo tengo necesidad de ver lo que hago.
—Eso es; en todo caso es necesario ver uno lo que hace.
—Y he pensado…
—¿Qué ha pensado usted?
—Pedir una colocación.
—¿Al gobierno?
—En cualquier parte.
—Usted no tiene…
—Sí, señor, a mi madre y a mi hermana.
—¡Ah!
—Y como supondrá usted están mal.
—Y su hermana de usted ¿qué tal? Estará ya hecha una mujer.
—Ya la verá usted —se apresuró a decir Pedrito; y es preciso decirlo, le pareció en ese momento que su negocio iba bien.
—Pues cuente usted conmigo, muchachito.
Van tres veces que me dice muchachito —pensó Pedrito.
—¿Cuándo quiere usted que lo vuelva a ver?
—Pronto; dé usted sus vueltas.
Pedrito se despidió del coronel coa estudiada cordialidad y con muchas esperanzas.
Pedrito, como se ve, hacía lo mismo que su papá: como no sabía hacer nada buscaba destino.
Era una piedra del edificio social que esperaba su destino; buscaba un albañil que la «colocara», y como no estaba labrada, debía ser colocada detrás de otras piedras.
Mientras Pedrito busca destino, el curioso lector tiene tiempo de ocuparse en conocer a Concha.
Concha tenía muchas cosas buenas: en primer lugar, diez y seis años; en segundo lugar, dos ojos muy negros y muy expresivos, de esos ojos que no están de balde en el mundo, ojos programa, ojos que levantan a su propietaria falsos testimonios.
Detengámonos un poco para que no se atribuyan a palabrería estos elogios, y hablemos seriamente de los ojos de Concha; porque cuando hemos releído la historia de esta joven, nos hemos persuadido de que sus ojos ejercieron una influencia directísima en su porvenir: casi ellos tuvieron la culpa de todo.
Los ojos de Concha no eran ni luceros, ni mucho menos azabaches. ¡Dios nos asista! eran simplemente ojos a los que más bien que todas las imágenes de los poetas, les venían los epítetos de «platicones», de «pícaros», etc.
Al menos así se lo dijeron a Concha muchas veces, lo cual animó más a Concha y a sus ojos a volverse insoportables.
Diremos en qué nos fundamos.
Sabido, y mucho, es aquello de que los ojos son el espejo del alma; en efecto, los ojos de Concha no desmentían tal aserto; pero había más, Concha conoció, primero porque era mujer y luego porque se lo dijeron, que tenía una arma en sus ojos.
Concha, bajo este punto de vista, era armipotente.
Todas las mujeres han elevado sentidas y misteriosas preces al dios de lo bello, ante el ara del espejo, porque les conceda algo notablemente hermoso, y este dios propicio ha derramado, especialmente en México, sus preciados dones; de lo que resulta que a la que le tocó un pie bonito, por ejemplo, se tropieza con tantas oportunidades para enseñarlo, que no parece sino que a cada cinco pasos hay un caño y cada bocacalle es un vado difícil, todo con la debida circunspección y reserva, y en los límites prescritos. A la que le tocó cintura de sílfide, se sofoca con otro abrigo que no sea de punto de Alençon o de ojo de perdiz; y la propietaria de una mano que copiarían Praxiteles y Fidias, tiene una cabeza tan perezosa que necesita sostenerla a toda costa con su manecita blanca y torneada; las propietarias de manos de esta clase, siempre tienen algo que hacerse en la cara, siempre una mosca imprudente les pica en la mejilla, siempre el cabello se descompone en la frente, siempre, en fin, suceden tantas casualidades hermanas, que la manecita está ocupada de continuo en ejercicios plásticos, con beneplácito del artista y de los osos.
Pero la hija de Eva, que, por supuesto, tiene su alma en su almario, a quien le toca por don un par de ojos como los de Concha, hace pasar la cuestión del terreno de la estética al de la filosofía, y se entra de lleno a un género distinto de reflexiones.
Concha no vio nunca impunemente.
A los trece años sus ojos representaban diez y seis, y era que la belleza y el artificio se combinaban, y aquellos ojos llegaron a lanzar saetas por miradas, y llegaron, en el ejercicio de la más inocente coquetería, hasta a subrayar lo que hablaba Concha.
La mujer posee un librito de letra menuda que suele pasar desapercibido del sexo feo.
Lo decimos porque la primera persona que le hizo comprender a Concha que tenía bonitos ojos, no fue un hombre, sino una mujer.
Era ésta una amiguita de infancia, pobre como Concha, pero fea.
—¿Sabes por qué te quiero tanto? —la dijo un día.
—¿Por qué? —preguntó Concha, casi adivinando de lo que se trataba.
—¡Porque tienes unos ojos muy lindos!
Y la amiguita fea se los besó ardientemente.
Otra vez la dijo, en tono de reconvención:
—No veas así, porque me enojo.
Finalmente, en las viviendas de la casa en que vivía Concha se cantaba a pasto una canción a «Los ojos», y simultáneamente convenían los vecinos en que esos ojos eran los de Concha.
Un joven, sastre, que pespunteaba todos los días ocho horas frente a Concha, llegó a coser mal, y mientras uno de los vecinos pespunteaba «Los ojos» en la guitarra, el sastre hilvanaba los pespuntes.
Concha trasladaba todas estas observaciones al librito de la letra menuda, y todo ello iba robusteciendo y aclimatando, por decirlo así, en la mente de Concha una idea fija, inseparable de todas sus demás ideas: la de que tenía muy bellos ojos. Y por esa serie de movimientos nerviosos, secundarios, y para los que casi no se necesita la voluntad deliberada, Concha había ido adquiriendo cada día una manera de ver más expresiva, más irresistible y que, no obstante, parecía natural.
Al espejo del alma le iba sucediendo una cosa rara: que cada día iba siendo mejor el espejo que el alma.
He aquí un grave mal. Concha era ya una mujer a quien en lo sucesivo se le iba a juzgar injustamente; se la iba a creer más ardiente, más apasionada, más espiritual de lo que era en realidad: sus ojos iban a preparar frentazos.
Éstos empezaron por el sastre y por el de la guitarra.
El sastre, en un día grande en cuya víspera se había confeccionado a sí mismo un traje nuevo, se atrevió a hablarle a Concha de sus ojos, después de sus miradas, luego de sus efectos, cuya prueba eran los pespuntes, y por último le espetó un «yo te amo» como cuenta de sastre.
Concha blandió su arma favorita, miró al sastre, y a la mirada acompañó una risita y a la risita un dengue.
El sastre se desorientó y siguió haciendo pespuntes, aunque con todas las veras de su corazón hubiera querido hacer versos.
Al de la guitarra le llegó su turno, y después de aturdir a toda la vecindad con «Los ojos», y de haber logrado dar a su voz de tenor sfogato toda la elasticidad del berrido lírico, asestó sus tiros sin obtener mayor triunfo que el sastre; y ambos amantes, en su común desgracia, no saborearon más consuelo triste que suscribirse a las poesías de Antonio Plaza, poeta que ha tenido el talento de hacerse leer con entusiasmo, en esta época de positivismo y de cobre, por todos los enamorados, especialmente si éstos tienen de qué quejarse como el sastre y el de la guitarra.
IV. En que se ve que la civilización mejora la raza
Todo lo que los ojos de Concha tenían de ricos, tenía ella de pobre; pero decididamente la hermosura engendra las aspiraciones.
Concha cultivaba con ahinco heroico la amistad de unas señoritas ricas.
Ya hemos visto nosotros a señoritas ricas tener amistad con jovencitas pobres, como estas jovencitas sean hermosas; este no será motivo suficiente, pero sucede y sucedía así con Concha.
Ésta comenzó por encontrarse atribulada en materia de atavíos propios para presentarse; pero estas dificultades acabaron por desaparecer, merced al cariño de las amiguitas, quienes hicieron al fin costumbre vestir a Concha.
Esta polla no necesitaba más que plumas, distintivo esencial de la raza fina; y el primer gro que crujió a los movimientos de Concha, no se desprendía de la propietaria como podría haber sucedido, sino muy al contrario.
El sastre y el tenor oyeron crujir aquella seda al barrer sus puertas, como si hubiera pasado por ellas la Fortuna; las vecinas cuchichearon y se asomaron a sus puertas como llamadas con campanitas; y, en una palabra, el traje de Concha fue el platillo de todas las conversaciones.
Vieja hubo que, torciendo el gesto, protestara humilde y devotamente no volver a saludar a Concha; y bien averiguado que no eran ni el sastre ni el tenor los obsequiantes, toda la atención de la vecindad se concentró en buscar al protector desconocido.
El lujo, que trae consigo la vanidad, trae la mentira. Concha ocultaba la procedencia de su vestido de seda.
Y, bien visto, no tenía necesidad de contarlo.
Concha estuvo presentable, y sus amiguitas exclamaban entre sí:
—Ahora ya es otra cosa, ya podremos llevar a Concha al paseo, al teatro ¡pobrecilla!
—Y lleva bien el traje.
—¡Como es tan bonita!
Concha fue invitada a comer un domingo con sus amiguitas.
La casualidad hizo que ese domingo Arturo, primo de las amiguitas de Concha, comiera también en la casa.
Arturo era un pollo fino, de buena familia y además era bonito, espigado, nervioso, pequeño de cuerpo; prometía llegar a tener muy buena barba; era pulcro, elegante, aseado; se vestía bien, calzaba bien y era simpático; era hijo único y no necesitaba buscar destino, y bien podía, como Pedrito, no saber hacer nada, supuesto que tenía dinero.
Bien podía también emplear su tiempo como mejor le pareciese, de manera que, en lo general, no lo empleaba en nada, y podía ser vago sin título y sin riesgo.
El lector, antes que nosotros lo digamos, ha dado por hecho que Arturo y Concha estaban predestinados.
Concha pensó a un mismo tiempo en sus ojos, en el sastre, en el tenor y en Arturo.
Arturo pensó en sí mismo y en Concha.
A poco rato hablaba con una de sus primas en estos términos:
—La voy a emprender con Concha.
—¡Arturo! ¡Arturo! —exclamó la prima, escandalizándose—. Te lo prohibo.
—Y ¿por qué?
—Porque es una pobre muchacha, a quien queremos mucho y la hemos de defender de ti.
—Es que lo que yo quiero es quererla tanto como ustedes.
—Pero tú eres un pillo.
—Gracias, prima.
—Quiero decir, eres hombre.
—Otra vez gracias; pero todo eso no impide que me gusten mucho los ojos de Concha.
—¿Oiga? —preguntó la prima con un acento en que había tanta ironía como celos.
—¡Son divinos!
—Pues cuidadito; porque nosotras no lo hemos de permitir.
Esto que la prima decía, en tratándose de amor, daba el resultado diametralmente opuesto.
La oposición, la resistencia, la dificultad, lo vedado, son los combustibles con que desde antaño atiza el niño amor su antorcha. Arturo no necesitaba tanto; pero la prima trabajaba inocentemente en contra de Concha.
Arturo se calló para insistir.
Los ojos de Concha habían ya tejido, como los gusanos de seda, un capullo alrededor de Arturo.
Esto es lo que se llama envolver a uno en las redes de amor.
Arturo, por su parte, había tejido otro capullo alrededor de Concha.
Eran dos capullos electromagnéticos, pero bastaban. Aquello no tenía remedio.
La ocasión propicia no se hizo esperar mucho.
—Concha —exclamó un día Arturo— estoy enamorado de usted.
Concha se puso colorada.
—Es usted encantadora.
Concha no se puso más colorada.
Hubo un momento de silencio en que las dos cabezas de aquellos pollos eran dos devanaderas.
A Concha le palpitaba el corazón a pesar de estar prevenida, hacia tiempo, para este caso.
—¡Concha!… —exclamó Arturo, como si esa sola palabra bastara a decirlo todo.
Bien pudo haber sido así, porque Concha entonces miró a Arturo.
Los ojos, los ojos de Concha hablaron.
Arturo tomó una de las manos de Concha y la cubrió de besos antes que ésta pudiera retirarla.
Volvió a reinar el silencio.
En la música de amor no hay cosa más elocuente que los compases de espera.
Durante uno de esos compases, Concha vio delante de sí ese mundo nuevo, encantado y misterioso que se aparece delante de las niñas a la primera palabra de amor; se deslumbró de tal manera, que no pudo contestar; una felicidad desconocida cerró sus labios y sintió que se le humedecían los ojos.
Arturo la vio encantadora, como efectivamente lo estaba, a través de su turbación, y la estrechó la mano.
El sacudimiento hizo brotar una lágrima de los ojos de Concha. La flor se despojó de su rocío. Muchas veces la expresión de la felicidad pura es el llanto; hay almas que gozan tanto, que lloran. Concha había contestado al amor de Arturo como las flores, como las nubes: con gotas de rocío.
¡Amor, amor, cuyo primer perfume es siempre puro; puerta de un edén de donde se sale con la hiel en el alma!
¿Acaso en la lágrima de Concha había aparecido el sombrío presentimiento del porvenir?
Concha inculta, Concha pobre, tenía un tesoro, su pureza; tenía un peligro, su inocencia; tenía un enemigo, su amor; tenía un mal consejero, su vanidad; todo esto delante de una realidad estoica: el pollo…
Arturo es el más feliz de los pollos.
La felicidad en el pollo es la fatuidad.
Arturo se infatuó, tosió, se compuso la corbata, encendió un puro y acercó su silla a la de Concha con la seguridad de un derecho conquistado legítimamente.
Esta actitud del pollo es uno de sus aleteos más interesantes.
En esta actitud, cuando el pollo es fino, quiere decir de buena sangre, de familia moralizada y que no ha perdido la pureza del alma al contacto de la depravación de las costumbres actuales, entonces el polio nada más ama, nada más espera.
Pero cuando el pollo es «tempranero», cuando es de esos pollos que abundan, sahumados con humos parisienses, echados a perder al soplo del precoz libertinaje, entonces el pollo, en vez de amar corrompe, en vez de esperar apresura, en vez de contemplar se precipita, y el neófito de la inmoralidad moderna, aspirando a ser un Lovelace o un Riosanto, de un amor primero, de un amor puro hace un crimen, y en las puertas de un edén abre una sentina.
Arturo había acercado su silla para ajar aquella flor, y la primera bocanada de su aliento fue corrompida.
Concha se estremeció.
En seguida estuvo perpleja; pero por fin se levantó, diciendo:
—Pero yo no debo amar a usted.
—¿Por que? —preguntó Arturo.
—Porque no debe ser, porque usted es rico, porque usted no me ama.
—¡Que no la amo a usted, Concha! Míreme usted a sus pies.
Y cayó de rodillas, tomando entre sus manos las de Concha.
—Levántese usted y…
Arturo se levantó en silencio y —debemos decirlo aunque él no lo confesara— pasó algo negro sobre su cabeza, sintió como la desazón de aquel a quien su conciencia le reprende.
Concha vio en aquella nube un horizonte oscuro, frío, profundo…
Permanecieron de pie y callados por algún tiempo.
Arturo rompió el silencio, diciendo con tono reposado:
—Sentémonos.
Concha se dejó caer en su silla.
—¿Cree usted que el que yo sea rico puede ser un obstáculo para nuestro amor?
—Sí.
—¿Desearía usted que fuera yo un miserable?
—No, miserable no, pero pobre.
—Eso es una extravagancia. ¿Acaso no sabe usted que el dinero lo puede todo?
—Sí, menos igualarnos.
—¡Cómo no! Concha, desde hoy no faltará nada en la casa de usted; desde hoy usted tendrá cuanto apetezca, y jamás tendrá usted penas.
—Usted tiene familia.
—Está ausente.
—Usted se avergonzará de mí mañana.
—Jamás —contestó Arturo cómicamente.
Esta entrevista, como casi todas las entrevistas de amor, fue bruscamente interrumpida, circunstancia que proporcionó a Arturo una salida honrosa, y a nosotros pasar a otro capítulo.
V. Monografía del pollo
Aunque el joven ha existido en todas las edades y bajo todas las latitudes, el pollo es esencialmente del siglo XIX y, con más especialidad, de la época actual, y todavía más particularmente de la gran capital.
No hay que confundir al pollo con el adolescente a secas, con el niño, ni mucho menos con el joven.
El pollo se cría en México bajo condiciones climatéricas. Es la larva de la generación que viene, de una generación encargada de darle la última mano a nuestras cosas de hoy.
Cuando nos hemos propuesto escribir sobre «los pollos», no hemos comprendido bajo este nombre a todos los jóvenes, ni este título sui generis lo prodigamos por razón de edad solamente; y para que el lector juzgue y establezca importantes diferencias en las clasificaciones, le mostraremos nuestra cartilla, que a la letra dice:
—¿Qué es pollo?
—Pollo, por razón de edad, es un bípedo racional que está pasando de la edad del niño a la del joven.
—¿Qué es pollo por razón social?
—El bípedo de doce a dieciocho años, gastado en la inmoralidad y en las malas costumbres.
—¿En cuántas clases se dividen los pollos?
—En cuatro, a saber: pollo fino, pollo callejero, pollo ronco y pollo tempranero.
—¿Qué es «pollo fino»?
—El hijo de gallina «mocha» y rica, y gallo de pelea, ocioso, inútil y corrompido por razón de su riqueza.
—¿Qué es «pollo callejero»?
—El bípedo bastardo o bien sin madre, hijo de reformistas, tribunos, héroes, matones y descreídos, que de puro liberales no les ha quedado cara en qué persignarse.
—¿Qué es «pollo ronco»?
—El de la raza del callejero, que llega al auge de su preponderancia, que es el plagio.
—¿Qué es «pollo tempranero»?
—Cada uno de los tres anteriores que se distingue en su primer emplume por sus avances; de manera que es más tempranero el que con menos edad tiene más vicios y el corazón más gastado.
—¿Existen en esa edad jóvenes a quienes no se les debía aplicar el nombre de pollos?
—Sí, existe la generación espiritual, la de los jóvenes honrados, los hijos de la Ciencia, los alumnos aprovechados de los establecimientos de educación, ricos y pobres, pero fieles a la moral y al deber, que serán mañana los depositarios de la honra nacional, del patriotismo, de la ciencia y de la literatura.
—¿Hay causas determinantes del aumento y progreso de los pollos de las cuatro clases enunciadas?
—Sí, y son las siguientes: primera, el torrente invasor de la prostitución parisiense, y segunda, la conmoción social en la época de transición porque atravesamos.
—¿Cómo se podrán corregir los pollos implumes cuando desprecian la moral y el deber, cuando se burlan de los buenos ejemplos?
—Sólo por medio del ridículo. Señáleseles con el dedo; exhíbanse ante el mundo con todos sus defectos, y al arrancar sonrisas mofadoras y gestos de desdén, tal vez le teman más al ridículo que al crimen.
Con esta moraleja acaba la cartilla. Nuestra intención es sana, tanto cuanto es nuestra pluma torpe en el difícil género que hemos emprendido; pero en gracia de nuestra buena intención, nos perdonará el lector la digresión y anudaremos el hilo de la historia.
Volvamos a Pedrito.
Pedrito tenía mucho de su papá y de su mamá, pero más tenía de sí mismo, de manera que sabía más de lo que le habían enseñado.
Pedrito tenía por derecho legítimo el título de pollo callejero.
Doña Lola, si bien no tenía eso con que se hacen los discursos, era buena, inofensiva y devota, pero no pudo conseguir que Pedrito siguiera sus consejos. En cuanto a don Jacobo, se dispensó una vez por todas la molestia de dárselos nunca.
Abolida (y con justicia) la disciplina y los golpes como método racional de enseñanza, ha habido después muchos papás y mamás que han tocado el extremo opuesto; hoy están en mayoría absoluta los muchachos consentidos, los niños son más formalmente malcriados y terribles; las mamás querendonas y consentidoras están también en mayoría.
Temblad ante los niños, especialmente de los riquitos. Muchos dicen que es porque nacen más despiertos, que es el progreso, y exclaman, parodiando al libro santo:
—Dejad que los niños hagan lo que les dé gana.
Eso hizo Pedrito, eso le dejaron hacer hasta lograr su entrada en el gremio de los pollos callejeros.
Merced a la influencia del general, tardó muy poco en encontrar destino, y mucho menos en encontrar sastre: dos elementos tan indispensables para el pollo como el maíz y el agua.
Pedrito fue de la noche a la mañana escribiente; bien es que no sabía escribir, pero ya aprendería; y si de ortografía tampoco sabía cosa, estaba recomendado por el general.
Pedrito se transformó en un abrir y cerrar de ojos; no había recibido la primera quincena cuando estrenó un pantalón a grandes cuadros, un saco o gabán en que empleó el sastre la menor cantidad posible de género.
El pollo callejero le llama al sombrero alto «sorbete» o «cubeta», y lo rehusa por ser el distintivo de los caballeros. Pedrito se adaptó un sombrerito corto, abovedado, que, según él decía, era a la inglesa.
Se colocó la corbata más amarilla y más abigarrada que encontró en el comercio, y no faltó alfiler, ni dije, ni circunstancia para que Pedrito estuviese presentable.
La pobre de doña Lola tenía mucho gusto, y era tan buena, que tuvo más satisfacción de ver a Pedrito hecho un lechugino, que si le hubiera visto la honrada blusa del obrero.
Doña Lola creía de buena fe que su hijo se había logrado; y cuando supo que Pedrito tenía amigos de distinción, la pobre madre no pudo menos que avergonzarse de haber reprendido tantas veces injustamente a su pobre Pedrito.
Doña Lola, como lo habrá conocido el lector, creía con mucha facilidad muchas cosas: tenía desarrollado el órgano de la fe o, como decía don José de la Luz, doña Lola tenía muy buenas creederas.
De manera que doña Lola creía sinceramente que don José era el modelo de los compadres; y a juzgar por las pruebas de cariño que de éste recibía diariamente, tenía razón: don José estaba pendiente de sus menores deseos; don José bacía las veces de don Jacobo Baca. Con respecto a la conducta de los hijos de éste, don José subvenía a las necesidades domésticas y, como se verá por lo que vamos a contar en seguida, don José no tenía precio en materia de amistad.
Se acercaba un viernes de Dolores. Don José había estado viendo venir ese viernes hacía dos meses.
Doña Lola tenía una Dolorosa, delante de la cual ardía de día y de noche una lamparita.
—El día de mi Virgen —decía una noche doña Lola a don José— el día de mi Virgen pongo altar.
—Hará usted muy bien, doña Lola; esa es una costumbre que me gusta mucho. Estamos de acuerdo, y además, como ese es un día grande…
—¿Por qué? —preguntó doña Lola, sabiendo por qué lo decía don José.
—Porque es el día de su santo…
En los labios de doña Lola se dibujó una sonrisa. En los de don José otra.
Después, la mirada de doña Lola se encontró con la mirada de don José, y los dos guardaron silencio.
En seguida hablaron de otras cosas.
Pocos días después don José rompió un interregno de silencio con estas palabras:
—Con que el día de su santo…
Y… ¡qué casualidad! se volvieron a reproducir las dos sonrisas y se volvieron a encontrar las dos miradas.
Doña Lola estaba sembrando en macetitas y cubriendo con semillas de chía remojadas la áspera superficie de unos jarritos porosos.
—¿Con que esa es la siembre para el día de su santo, comadre?
—Para el viernes de Dolores.
—Es lo mismo.
—No, no es lo mismo, porque lodo esto es para mi Virgen. A mí no hay quien me celebre.
—Yo, comadre, ese día es mío.
—Pero ¡compadre de mi alma!
—Ya lo dije, y ya lo saben los amigos.
El fino del compadre tenía efectivamente preparada una fiesta, y ya en la vecindad andaba el runrún de que el viernes de Dolores habría un buen altar en la vivienda de doña Lola.
La víspera de día tan solemne se había acostado bien tarde doña Lola, y Concha, un tanto contrariada, había tomado parte en las importantes haciendas de la casa, que se había removido de arriba a abajo.
En cuanto a Pedrito, hacía días que no tenía la bondad de ver a su madre, porque Arturo, de quien era muy amigo, lo hospedaba en su casa.
De repente, los sonoros ecos de una música de bandolones, flautas y corneta de pistón despertaron a doña Lola, a Concha y a los vecinos.
Era el bueno de don José, que venía a ofrecer a doña Lola unas «mañanitas».
Después de la primera pieza se abrió lentamente la vivienda de doña Lola, y apareció Concha y después su mamá.
—¡Compadre! —exclamó ésta— ¿para qué se mete usted en… esas mañanitas?
—¡Comadre! —contestó don José— es un deber. Le dije a usted que el día era mío, y lo he tomado desde temprano.
Efectivamente, eran las cuatro de la mañana, apenas empezaban a rechinar algunas puertas, y el ruido de algunas escobas empezaba a turbar el silencio de las calles, interrumpido a esas horas por el andar de algunos panaderos, por el rumor lejano de las diligencias que salen y por el mugido prolongado de una vaca que entra en la ciudad, extrañando a su cría.
El santo de la fiesta, que no era ni santa, pero que así le decían todos, mostraba esa satisfacción embarazosa de todos los santos de la fiesta; los músicos tocaban alegres danzas, y ya los vecinos, atraídos por la novedad, estaban formando corrillos: unos se agolpaban al corredor, otros acechaban y algunos entraban a saludar a doña Lola.
Concha estaba despeinada y vestía una bata de percal blanco y se cubría el pecho con un rebozo de Tenancingo.
A las «mañanitas» musicales hubo que agregar la indispensable ceremonia de hacer la mañana, y circuló el «catalán» con beneplácito, especialmente de los músicos.
Concha no tomó; pero en su lugar don José tomó una copa, que acompañó con un brindis que sabía de memoria y recitaba en estos casos.
Don José fue celebrado por doña Lola y por los músicos, quienes tocaron diana como un homenaje al verdadero mérito.
El día pintaba bien: debía ser muy alegre.
—Como que se celebran los Dolores de María —decía doña Lola con fervor devoto.
—Y a mi comadre —añadía don José.
Concha, ayudada por una criada andrajosa, sirvió el desayuno; y cuando los músicos se retiraron comenzó el trajín del altar, al que cada uno de los vecinos concurría con su contingente: quién envía sus macetas, quién unos platos con semillas de trigo nacidas, quién un tápalo de gasa y quién botellas y vasos para las aguas de colores; porque en aquel altar cabía todo lo alegre, todo lo abigarrado y rechinante, desde las prendas de ropa, hasta los platos del comedor, los pájaros, las macetas, las flores artificiales de un peinado que se usó y las flores empolvadas que habían adornado algunos años las clavijas de una guitarra; finalmente, don José mandó cuarenta velas de cera.
Concha, en unión de dos amiguitas de la vecindad, se había encargado de las aguas frescas con que los concurrentes habían de mitigar el calor que iban a sentir con las cuarenta velas.
Don José estuvo más atento y más servicial que nunca; comió en la casa y trabajó todo el día para poner el altar: como que era el encargado de clavar clavos en las paredes y poner las macetas y las velas.
Pedrito apareció al mediodía, e hizo un gesto y dijo que aquello era el fanatismo y el embrutecimiento; doña Lola y don José le llamaron excomulgado y hereje, y Pedrito se dio humos de civilizado, burlándose de aquella fiesta, basta el grado de introducir en la casa y en la vecindad, no sólo el desconcierto, sino el escándalo.
VI. El altar de los Dolores
Al acercarse la noche, el trajín tomó el carácter de una asonada: faltaban muchas cosas, ya era la hora, Concha no estaba vestida, doña Lola tenía jaqueca, todas las piezas de la vivienda estaban llenas de vecinos.
El sastre ponía velas en los candeleros; el de la guitarra hacía banderitas de oro volador; dos niñas dulces doraban naranjas agrias, mientras dos viejas agrias se acababan los dulces que les habían servido por vía de piscolabis o de servicio extra, y en virtud de la fuerte razón que dieron de espantarse el histérico.
Don José de la Luz se multiplicaba como los Josés y como la luz; sudaba gotas gordas y estaba en un brete porque, por primera vez en su vida, se había puesto botines de charol, botines que, por otra parte, le habían valido ya tres miradas oblicuas de doña Lola; y don José estaba ufano haciendo un cálculo aproximado: contaba como a diez dolores por mirada.
El altar presentaba ya ese mosaico caleidoscópico de cien mil prismas y cien mil relumbrones. Los amarillos vástagos del trigo nacido en la oscuridad; las muchas macetitas sembradas con almacigo de lenteja, garbanzo y cebada; la chía tapizando con sus dos primeras hojitas la superficie de pinos, jarros, ladrillos y «comales», en los que la «alegría», otra semilla cuyo primer brote es rojo, formaba caprichosas labores.
Éstos eran los doce «comales» de doña Lola, en los que se mostraban los clavos, el martillo, las tenazas, la escalera, los dados, la túnica y demás atributos de la pasión de Cristo, todo de «alegría».
El tapete, que es de rigor colocar al pie del altar, era de salvado, de polvo de café y de hojas de flores. Estaba hecho por el sastre.
El de la guitarra fue comisionado por doña Lola para encender las velas del altar. Y un vecino, dependiente de aceitería, tenía el encargo de aderezar, encender y colocar las cuarenta y ocho lamparitas que debían alumbrar cada uno de los vasos que contenían aguas de colores.
A las ocho ya el altar estaba completamente iluminado y llenando la mayor parte de la sala.
La luz, que salía a torrentes por la puerta e iluminaba la pared del corredor de enfrente, empezó a atraer a todas las mariposas de la vecindad.
—¡Parece un monumento! —decía una anciana—. ¡Bendito sea el Señor Sacramentado!
—Si este don José de la Luz es fanfarrón —decía otra.
—Y luego que como no está ahí don Jacobo… —dijo el sastre muy bajito.
—¡Ah! si estuviera ahí, estaría esto tan triste —dijo una vecina relamida que había comido mucho.
—¿Y dan aguas frescas? —preguntó un muchacho.
—Vaya, como que en el 7 han molido pepita desde ayer.
—Aconséjele usted a Conchita, mi alma —dijo la anciana que había dicho lo del monumento— aconséjele usted que no deje de echarle a la horchata sus rajas de canela y su polvo por encima.
—Yo no, porque Conchita, desde que usa tacones y castaña, se ha vuelto tan mala…
—¡El incienso! ¿En dónde está el incienso? —gritaba doña Lola—. A ver, que traigan un anafre.
Dos chicos, cerilleros de oficio y en receso aquella noche, se apresuraron a ofrecer sus servicios, y a poco rato pasearon por toda la casa un brasero incensario que arrojaba espesas nubes de humo blanco, hasta que lograron poner toda la casa en olor de santidad.
Concha, entretanto, había abandonado el campo y se había refugiado en el cuarto de una vecinita predilecta. Allí la esperaba una criada de ruego y encargo con agua tibia, ropa limpia, pomada y útiles de tocador, que acomodados previamente en un canasto, iban a transformar a la hacendosa Concha.
Ésta llegó jadeante, inquieta, y viniéndose el tiempo encima, comenzó a despojarse de sus vestidos con una festinación febril, se lavó la cara, y a hurtadillas de la indiscreta criada se pasó por el rostro una esponja con albayalde de plata disuelto en agua rosada… A hurtadillas también consultó tres veces al espejo si la «mano» había quedado pareja, y luego comenzó a aglomerar postizos sobre su cabeza; una gran castaña, más apuntalada con horquillas que un casco de buque en astillero, y luego rizos y luego flores.
La graciosa cabeza de Concha, que en todo el día había dejado caer dos trenzas negligentes y lacias, se había transformado como al conjuro secreto de una hada, tomando un aspecto distinguido y elegante.
Concha mostraba una disposición infusa para el tocador; había adivinado por instinto esas líneas características del chic. En una palabra, había hecho una gran conquista, tenía el secreto de un prestigio cuyo valor apenas puede medir la misma mujer: se sabía peinar.
La criada, que había estado entrando y saliendo muchas veces, se paró de pronto frente a Concha, exclamando:
—¡Qué linda está usted, doña Conchita! Y ¡qué blanca! —agregó sin acertar la causa—. Y qué… —prosiguió después de un rato— ¿siempre que se lava la cara se pone tan blanca?
—Sí, Soledad —contestó Concha—. Es que como se me irrita la piel con el calor…
—¡Eso es! Pues mire usted, yo me voy a lavar seguido; porque mire usted, no soy tan prieta y a mí también se me irrita el culis con la cocina.
—Harás bien —dijo Concha—. Dame mi crinolina.
—¡Ay niña! si está enredada; toda se ha volteado. Estas de alambre no sirven; cuando tenga usted, se ha de comprar una en el Portal de las Flores; las hay muy bonitas.
Concha pensó en Arturo por la analogía que probablemente ha de haber entre el amor y la crinolina.
La criada no cesaba de contemplar el blanco mate de Concha, sorprendida de que hubiera desaparecido tan radicalmente la irritación de la piel.
Concha se estaba pasando por los dientes un cepillo con polvos de comoto.
—Qué ¿viene el niño Arturo? —preguntó la criada, abriendo la boca.
—¿Por qué lo preguntas?
—Como se limpia usted los dientes.
Concha se rindió a la evidencia: la criada había adivinado.
—Sí —contestó con un movimiento de cabeza.
Poco después se sentó Concha en el suelo, se descalzó y se puso a lavar los pies.
La criada estaba pendiente, y al servirla agua, exclamó, también abriendo la boca:
—¡Ay qué piecitos!…
Concha le pagó con una mirada.
La criada le dio la toalla, y buscó después en el canasto algo que había en el fondo: eran dos bultos envueltos en papel de estraza.
—¡Medias! —exclamó la criada—. ¡Botines! —repitió descubriéndolos— y del Botín azul; ¡caramba! ¡de a cinco pesos! ¡A ver, a ver! ¡Con sus moños!
Concha veía venir una indiscreción tras otra, y se resolvió a ponerles término.
—No digas nada —dijo— no lo sabe mamá.
—¡Ay! con que… ya decía yo…
—Soledad, por Dios…
—Hace usted bien, que el que una sea pobre es toda su desgracia; que a las pobres ni hay quien las quiera, y si el niño Arturo…
—¡Cállate!
—No; yo lo digo ¡porque si usted quiere…! ya sabe usted que los doce reales que me dan en el 14, ni para manta… y luego los mandados.
La criada permaneció callada y como preocupada.
Concha se estaba poniendo las medias.
—¿Y qué? —preguntó Concha al cabo de un rato.
—Decía que… en caso de que suceda… yo me puedo ir con usted.
—¿De veras?
—¡Vaya! Como una quiere vestirse y también cada cual… porque vea usted… no me he podido comprar unos botines todavía, y con usted y el niño Arturo que es tan rico…
—Pero si todavía…
—¡Qué!… ¿Y los botines? ¡Vaya! Yo lo he conocido todo. ¡Ay qué ataderos tan preciosos! No se puede negar que el niño…
Concha ajustaba a su gallarda pierna una liga de seda blanca con hebillas doradas; ya se había calzado los botines, y se puso en pie.
—Coloca la vela y el espejo en el suelo.
—¿Para ver los botines? Ya entiendo.
—Más allá —dijo Concha, levantándose la falda y procurando encontrar sus pies en el espejo que se movía en las manos de la criada.
La criada, después de muchas vacilaciones, acertó a reclinar el espejo en una silla y se sentó en el suelo.
Concha permanecía recogiendo la falda con ambas manos y con la vista fija en el espejo; la criada dirigía, pasmada y con cierta avidez, sus miradas alternativamente a la copia y al original, al espejo y a los pies de Concha.
Aquellos pies merecían todos los honores.
Entonces el calzado de color estaba en boga.
Los pies de Concha, calzados en aquel momento con unos botines de seda color de café, eran, en efecto, el modelo del renombrado pie mexicano, arqueado, fino, pequeño y elegante.
Concha, por su parte, les buscaba el escorzo en el espejo y procuraba estudiarlos, como los dibujantes del natural, por todos lados.
No en vano nos detenemos en estos pormenores, pues la fisiología viene en apoyo de nuestra contemplación.
Concha estaba experimentando esa dulce voluptuosidad del aseo; sentía en sus pies esa confortable sensación que proporciona una media irreprochable en un calzado justo y perfecto que oprime como una suave caricia.
Esta sensación, que partía de los pies, se comunicaba por los ramos nerviosos como por otros tantos hilos eléctricos al cerebro de Concha, y allí se producía un deslumbramiento.
Aquella fruición difundía un bienestar extraño y agradable en todo el cuerpo de Concha, que por momentos sentía acrecentarse un estremecimiento gratísimo.
Concha veía en sus pies, como a sus pies, el lujo, las comodidades, la vanidad y el bienestar social.
Inútil parece advertir que aquellos botines y aquellas medias eran un regalo de Arturo, quien, con énfasis, había dicho a un amigo suyo:
—Es necesario comenzar por los cimientos.
Estamos seguros de que Arturo no midió toda la verdad de su frase; pero no había cosa más cierta.
Aquella sensación de placer, debida a los botines, no la ha olvidado Concha nunca.
Aquella electricidad que comenzó por los pies, invadió toda la máquina, deslumbró a Concha y la perdió.
Eran los cimientos, efectivamente, de un edificio, como los que finge la niebla, como los que forman las nubes y los «mirajes»…
Pero no anticipemos ni se nos vaya la lengua.
La criada pensaba que sería muy feliz el día que pudiera calzarse como Concha, y midiendo de un golpe su impotencia, preguntó a Concha:
—Cuando estén viejos ¿me los dará usted?
Esta pregunta hizo salir a Concha de su enajenamiento y dejó caer su falda.
—Ya es muy tarde —exclamó— dame mi ropa.
La criada se levantó, después de haber acariciado los los pies de Concha, que hubiera querido besar.
Concha se puso un vestido de muselina, aéreo y transparente, y de un gusto exquisito; estaba adornado con volantes, que la misma Concha, a costa de muchos días de trabajo, había logrado encañonar.
Se colocó un pequeño cuello y un lazo rojo; puso un geranio entre los rizos que adornaban su frente, y salió del cuarto seguida de la criada.
VII. En el cual revela la historia natural las poridades de la raza fina y de la ordinaria
Concha apareció radiante ante el altar; los circunstantes, como movidos por un resorte mucho más profano de lo que en sí pudiera serlo Concha, apartaron simultáneamente los ojos de la Dolorosa y de las banderitas, para contemplar a aquella placentera criatura.
Don José de la Luz miró a Concha de arriba a abajo.
Doña Lola sofocó un grito de su corazón con un grito de su conciencia.
—Concha está muy bonita —pensó— pero no debía vestirse así, y yo tengo la culpa.
El sastre pareció haberse picado con una aguja, porque se chupó los dedos. El de la guitarra palideció: se sentía destemplado.
Concha atravesó todas las piezas de la casa, haciendo ese ruido compacto, sordo y peculiar del calzado nuevo.
A Concha le gustaba oír aquel ruido; andaba casi sólo por oírlo.
Y sus pies seguían comunicándose con su cerebro.
El autor consulta a sus lectoras: ¿No es verdad que hay presiones exteriores que transmiten a veces un mundo desde la superficie de vuestro cuerpo hasta lo más recóndito de vuestro pensamiento?
Concha, en una palabra, estaba preocupada con sus pies; era la primera vez que se calzaba así, y deseaba con mucha razón calzarse así siempre.
A las ocho y media se oyó el ruido de un carruaje que paraba a la puerta de la casa, y en seguida el crujir de la seda en las escaleras.
Concha se precipitó al corredor y salió al encuentro de las visitas.
Eran estas las amiguitas ricas de Concha. Con ellas venían los amiguitos. Y con los amiguitos, Arturo.
Se oyeron cuatro besos, y en seguida rumor de voces.
Concha conducía de la mano a Ernestina.
Detrás venía Sara, después Edmundo y luego Arturo.
Fue necesario esperar a que el corredor se despejara de la nube de curiosos que lo invadía, para que las amiguitas de Concha pudieran pasar.
Los pocos asientos disponibles que había en la sala estaban ocupados por las dos octogenarias que habían comido dulce, por las señoras de la vivienda principal y por algunas personas desconocidas.
Las amiguitas de Concha eran las pollas ricas, y los compañeros, como bien se comprende, eran pollos finos. Por cuya calidad se consideraron dispensados de ser amables con aquellas pobres gentes, y sólo murmuraron un «buenas noches» entre dientes y sin dirigirse a nadie.
De pie, y acompañadas por Concha, contemplaron por largo rato el altar.
Arturo y Edmundo se llevaron los sombreros hacia la boca, como para tapar alguna sonrisa, y se pusieron a ver: Arturo a Concha, y Edmundo a la concurrencia, dirigiendo a todos, uno por uno, esa mirada altiva y desembarazada del pollo rico, mirada de onza de oro, mirada fija y resuelta, mirada a plomo, que bien pudiera llamarse «a plata».
Concha enseñaba a sus amiguitas uno a uno los primores del altar, e hicieron grandes elogios del tapete.
Concha miró al sastre, que estaba enfrente oyendo sus honras. Las amiguitas vieron al sastre. El sastre vio a las amiguitas y a Concha.
—¿Conque el señor es…? —se dignó decir Ernestina.
—Sí, señorita —se atrevió a decir el sastre poniéndose colorado.
—Mira, Sara… el señor es el que hizo el tapete.
—¡Ah! —balbució Sara, con un movimiento de cabeza de primo cartelo.
Doña Lola y don José eran simples espectadores.
Aquella incrustación aristocrática de cuatro pollos elegantes había impuesto a los concurrentes más silencio que la Dolorosa con sus cuarenta velas.
Las pollas encontraron que allí hacía mucho calor, a pesar de que no cesaron de mover el abanico, cuyo ruido era el único que interrumpía el silencio.
Concha hizo pasar a sus amiguitas a la pieza inmediata, en donde las sirvió personalmente vasos de horchata.
Hasta aquel momento, la sed reinaba en todas las fauces, y sólo cuando hubieron tomado las pollas ricas empezaron a circular los refrescos entre los pobres.
La tertulia de cinco pollos quedó instalada definitivamente en la pieza inmediata a la del altar.
Arturo tomó una silla y se colocó junto a Concha. Ernestina y Sara lo notaron.
Edmundo procuró hablar con las pollas a toda costa.
—¡Qué insoportable olor el del incienso!
—Es copal —dijo Sara.
—Huele a oratorio de indios —observó Ernestina.
—¿Qué le parece a usted el altar, Sara?
—Hay muchas visiones.
—Sea usted tolerante.
—Ésa es mi opinión. ¿Y qué le parece a usted la concurrencia?
—Detestable —contestó el pollo.
—¿Quién es la madre de Concha? —preguntó Ernestina en secreto a Edmundo.
—Aquella gorda.
—¿Cuál?
—La que se cubre con un rebozo negro, que está junto a aquel hombre de chaqueta.
—¿Ésa?
—Ésa.
—Parece increíble.
Entretanto, Arturo hablaba con Concha por lo bajo, y a merced del rumor que se iba levantando a medida que los vasos con chía, horchata, limón y tamarindo circulaban por el corredor, por la sala y por toda la casa.
—Todo está dispuesto —decía Arturo.
—¿Y mi madre? —preguntó Concha.
—Todo se arreglará.
—¿Va usted a hablarle?
—Si se hace necesario…
Entretanto, una mujer pecosa que bizcaba del ojo izquierdo, formaba el centro de un corrillo en el corredor.
—El taimado del sastre —decía— que se puso como unas granas… ya se ve, si la tal Conchita no encuentra un acomodo pronto y en la calle, va a revolver a toda la vecindad, tan curra y tan peripuesta, y luego pintada… cuando es tan prieta como yo.
La bizquera y las pecas de esta mujer no le habían impedido enamorarse del sastre, ni mucho menos encelarse de Concha.
—Está quedando bien —continuaba, dirigiendo una mirada oblicua hacia la ventana desde donde se divisaba a Concha—. Como ha puesto su altar; como ha sido la sacristana, sí, la sacristana. Ahí tienen ustedes a Concha la sacristana, que ni para eso sirve.
—¡Concha la sacristana! —repitió una mujer del grupo.
—¡Concha la sacristana! Ji, ji —murmuraron dos muchachos.
—¡Adiós! ya se le quedó ese nombre —exclamó otra mujer.
—¡Qué gusto! —exclamó la bizca, castañeteando con la lengua—. Aunque a mí me digan «la bizca», como a ella le digan «la sacristana»; sí, la sacristana, la sacristana. Le voy a armar un loro —exclamó de repente, inspirada por una idea maligna.
Se adelantó algunos pasos hacia la puerta de la sala y llamó a doña Lola.
—¿Qué le parece a usted, doña Lola? —le dijo— si esto ya no se puede tolerar, y si yo hablo es por usted y nada más, que en cuanto a mí, ni me va ni me viene.
—Pero ¿qué? —preguntó doña Lola.
—Nada, no es nada; su hija de usted, que porque tiene amigas ricas y novios elegantes, mírela usted por aquí, por la ventana del corredor; venga usted y se convencerá de que esas encopetadas sólo vienen a mofarse de todo; y en cuanto al jovencito, no digo nada: mírelo usted como arrima su silla a la de Conchita. ¡Si se ven unas cosas!…
Doña Lola se fijó en el grupo que formaban las amigas de Concha, y vio efectivamente lo que le hacía notar la bizca.
—Yo, mi alma, no soy madre todavía; pero la considero a usted y la respeto.
—Déjela usted —respondió doña Lola— que se vayan las visitas y nos comeremos el gallo. Yo le haré ver…
—Bueno, bueno, doña Lola; hará usted bien, que se enseñe a respetuosa ante todas las cosas.
Doña Lola volvió a la sala a ocupar su lugar junto a don José, que ya hacía buen tiempo se encontraba descansando de sus botines.
La bizca, que se llamaba Casimira, seguía haciendo la crónica de la concurrencia.
—Bueno, bueno —repetía gozosa.
Y después exclamaba:
—Y luego, que ni un miserable vaso de chía nos han dado a los del corredor, y eso no es justo, que todas sernos vecinas y todas lo trabajamos; yo presté dos platos, que buena falta me hacen.
—A ver —exclamó— que nos traigan de beber; los de por aquí no hemos tomado, y ya nos abrasamos de sed.
Una criada se acercó con un vaso y un jarro en que traía horchata, y sirvió al grupo.
—Está un poco desabrida —dijo la bizca, después de apurar el primer vaso— le falta dulce y tiene muy poca canela. Beba usted, mi alma, le dijo a una compañera; vea usted qué horchata.
El corrillo de los pollos finos se había animado también.
Ernestina miraba con desdén los petates; Edmundo se burlaba de la multitud de imágenes de santos que había colgadas en las paredes, y Arturo mantenía una acalorada discusión con Concha.
A poco rato, la concurrencia fue retirándose: los pollos finos salieron haciendo un ligero movimiento de cabeza al pasar por la sala; el sastre empezó a apagar las velas, y el día hasta aquel momento parecía haber terminado con felicidad; pero en el capítulo siguiente verá el lector que aquel viernes fue efectivamente viernes de Dolores.
VIII. De cómo una gallina vieja puede hacer un mal guisado
De intento desistimos de pintar con pormenores la tumultuosa escena que tuvo lugar en la casa de doña Lola, cuando las visitas se hubieron retirado.
Aquello a que doña Lola llamaba comerse el gallo, había sido por parte de la madre de Concha la reprensión más severa, más cruel y más impertinente que pueda darse.
Doña Lola fue un energúmeno, una furia, en el colmo de la indignación y de la cólera.
Nosotros, en vez de copiar textualmente las palabras de esta escena, vamos a entrar en cierto género de consideraciones.
Hay cierta edad en la que el ser moral, movido por las impresiones que lo rodean, se erige, por decirlo así, en sí mismo, se caracteriza, modificándose y tomando su manera de ser.
En esa edad, la razón viene, por lo general, a dar la sanción y la conformidad a las tendencias que se formaron bajo ciertas impresiones.
El muchacho indócil y terrible que llegó a esa edad, acostumbrado ya a una libertad absoluta de acción, al entrar su razón en ejercicio, ésta lo induce con una parcialidad muy comprensible a sancionar sus actos reprobados.
El «por qué» de los hombres ha sido antes el «porque sí» de los niños.
No hay nada más fusible, ni que se preste más a la modificación, que el ser moral del niño.
El primer amor del niño es el amor de sí mismo.
Es la época en que las madres exclaman, como si lo hubieran comprendido todo:
—¡Imprudente!
Es la época en que los niños hacen llorar a las madres.
Es la primera vez en que el niño comprende que se pertenece, sintiendo el primer destello de la individualidad.
Esta edad es un escalón de la vida, en el que se refleja la infancia con todos sus incidentes y circunstancias.
El niño, amedrentado por las nodrizas con cuentos que le han conmovido, encuentra la razón de ser cobarde.
El consentido encuentra la razón de ser impertinente.
El que ha sentido una presión dominadora, encuentra la razón de ser humilde y sufrido.
La razón, que es siempre una consecuencia, parte de las premisas, y estas premisas, formadas desde la cuna hasta la pubertad, imprimen al hombre, por lo general, su posterior carácter.
La educación del niño será una lucha más o menos difícil y penosa, a medida que esté en más o menos contraposición de las primeras impresiones.
Viene la juventud, y si ésta no se apoya en las bases de una moral sólida, el hombre viene a ser solidario de las tendencias solapadas de la niñez y del descuido de la juventud; y el hombre entonces tiene que modificarse por medio de un esfuerzo supremo, o soporta las consecuencias en grande escala de todos los pequeños descuidos de la infancia.
Cuando la educación tiene necesidad de empezar por corregir, en vez de ceñirse a guiar, hace lo que el jardinero que comienza a cultivar una planta silvestre viciada en su primera edad.
Todo esto nos induce a prescribir la educación desde la cuna, para que la de la segunda edad tenga una base y la de la juventud un resultado seguro.
He aquí por qué censuramos a las madres que, guiadas por una ternura irracional e injustificable, son, no la guía, no el jardinero que cultiva la plantita tierna, favoreciendo su desarrollo, sino la esclava de irracionales caprichos, puesta a merced de tiranuelos en pañales, de déspotas en larva.
Y no se diga que nos desentendemos de esa ternura sublime del amor maternal, ni se nos tache de ser incompatibles para comprender ese sentimiento purísimo que engendra la abnegación más heroica y es origen de los más espontáneos sacrificios, no; pero queremos que la razón, que es luz y fuerza, que es poder y derecho, sea el móvil de la educación y la norma del cariño.
Reproducirse; ver nacer un niño débil, tierno, desvalido, inútil para sí mismo, cuyo ser moral es todavía una promesa, cuyo espíritu es una penumbra, cuya existencia es casi un milagro, cuya cuna es casi un sepulcro; escuchar su primer vagido, aspirar su primer aliento, recoger su primera mirada sin luz, su primera sonrisa incoherente; detener con ambas manos las mil contrariedades, las mil asechanzas de ese fantasma enemigo de las madres, que diezma niños, y sorprender, con esa atención peculiar del que vela por otro, el primer destello de inteligencia, crepúsculo de un sol que puede mañana iluminar el mundo; sentir la palpitación de un corazoncito capaz más tarde de abrigar odios y pasiones, vicios y virtudes; tocar una frente donde podrá residir un pensamiento inmortal; ver todo esto, esperar todo esto, y durante cuatro años desentenderse del espíritu y criar un niño como se cría un pájaro, es desperdiciar los primeros materiales, es dejar enfriar la cera sin imprimir el sello, para grabar después con más trabajo, es podar lo que no debió haber nacido.
El animal emplea escrupulosamente todos los recursos de la prerrogativa de su instinto; se consagra a la cría con un afán indiscutible, con una asiduidad perfecta, irreprochable.
Pero por una anomalía, que es la primera de las calamidades humanas, el ser racional discute la inmutable ley natural, la modifica y la tuerce, y lo que es más, se desentiende, ciego por un cariño que tiene más de instinto que de razón, del tesoro sagrado de la inteligencia naciente.
¡Benditas sean las madres cuyo amor es iluminado por la razón, y que, comprendiendo que en el hijo, fruto precioso, hay en depósito y en germen un ser moral modificable, lo estudian porque piensan, lo guían porque saben, y lo aman porque sienten!
¡Madres, besad a vuestros hijos en la frente! ¡Proteged el desarrollo de la razón con vuestra inteligencia desde el primer destello, como protegéis el desarrollo del cuerpo con vuestros pechos desde el primer vagido, y tendréis buenos hijos!
*
Esto que acabamos de escribir era, había sido y seguirá siendo para doña Lola lo que en el mundo se llama «música celestial».
Doña Lola tuvo la incuria por cuna, y una madre que en materia de educación exclamaba:
—¡Yo soy como Dios me ha hecho!
Lo mismo decía doña Lola; de manera que cuando estuvo en aptitud para pensar, no sabía qué pensar; dejó que Concha fuera también como Dios la había hecho, y hoy se encontraba frente a una hechura que la sorprendía, frente a un ser moral débil y puesto a merced de sus pasiones incorregibles, frente a una planta que había crecido ya con las lesiones del embrión descuidado.
Doña Lola vio a su hija bonita.
Esto no servía más que para aumentar su celo, y el celo, que es siempre una pasión mezquina, es en la persona inculta el furor y el odio.
Doña Lola veía a su hija bien vestida y elegante, y sentía el despecho de la emancipación espontánea.
Doña Lola vio a su hija enamorada, y sintió algo parecido al reproche: sintió la desazón de lo irremediable.
Este conjunto de disgustos era la cosecha que la madre recogía, y algo muy severo le reprendía en el fondo de su conciencia hasta atormentarla.
Este tormento, inexplicable para doña Lola, inarticulado y profundo, estalló brutalmente, y doña Lola, perdiendo el equilibrio y la moderación, prorrumpió en improperios, en denuestos y en insultos.
Nótese que las madres que quieren recobrar una autoridad perdida y desprestigiada por culpa propia, son las más cruelmente intolerantes e injustas.
El inestimable título de madre no lo es solamente por razón de serlo: ese título se consagra por medio de ese incontable número de sacrificios y de ese estudio prolijo, concienzudo y delicado del depósito moral confiado por Dios a la criatura racional para que un día dé cuenta de su desarrollo.
Sin esta base, un día se encuentra la madre delante de su hija, exclamando:
—¡Te desconozco!
Y las más veces sucede que la madre es la que no se ha conocido nunca a sí misma.
A medida que hay menos cultura y educación en las madres, hay mayor número de esos actos que podríamos llamar abusos de autoridad.
Ya se irá comprendiendo la ira de doña Lola.
En aquella ira había varios ingredientes.
El primero, el reproche de la conciencia de doña Lola, reproche que ella procuraba ocultarse a sí misma, sustituyendo la cólera y la palabrería a la razón; había, además, injusticia, había ignorancia, había insensatez.
Concha, por su parte, al encontrarse delante de un ser que la repudiaba, que la maldecía, que rechazaba el razonamiento y la disculpa, sintió que el vínculo sagrado del amor filial se ahogaba en una atmósfera de rencor y de encono.
Medía cara a cara la tremenda injusticia con que se la vituperaba, y la ternura era impotente contra la cólera: la razón impotente contra la ceguedad.
Las primeras palabras que Concha pronunció en su defensa, fueron cortadas por el dolor de una bofetada.
Concha miró un universo de chispas rojas.
Luego se sintió asida por los cabellos y arrojada en tierra.
Doña Lola, hecha una furia, había arremetido contra Concha, que yacía a sus pies empapada en lágrimas y en amargura.
Don José de la Luz apareció en la puerta, al ruido de la bofetada.
La criada Soledad había estado espiando por las rendijas de la ventana las escenas que acababan de pasar, y al ver a Concha caída, arrojó un grito, quiso tocar, pensó en pedir socorro y en armar un escándalo; pero pensó también en Arturo, y bajó la escalera, descolgó la llave de un clavo que había en la puerta de la casera y salió a la calle.
Doña Lola fue presa de un ataque de bilis, acompañando cada uno de sus dolores con feroces denuestos que la pluma se resiste a escribir.
Don José de la Luz, entretanto, entró como por asalto al terreno vedado.
Las situaciones de término medio buscan una explosión.
Don José tenía algo de alegre en aquellos momentos. Se habían reunido tantos motivos de excitación; aquel día había sido tan fecundo en episodios, que el desenlace le parecía propicio al bueno del compadre.
Tuvo ocasión de mimar a doña Lola enferma.
Hubo una oportunidad para consolarla, lo cual es, por otra parte, una misión honesta y buena.
Don José estuvo expansivo, casi tierno al ver sufrir a doña Lola.
Concha había permanecido anonadada; pero al fin se levantó y miró en torno suyo, dio algunos pasos y clavó en seguida la vista en el geranio que se había desprendido de sus cabellos.
Sentía un ardor horrible en la mejilla, pero no quería tocársela; le parecía que en aquel lugar estaba manifiesta y abierta la herida que estaba lacerando su alma.
Miró la flor, y su imaginación recorrió su pasado con una rapidez calenturienta; pensó en su padre, que tal vez no volvería; en sus amigas, que tal vez no la ampararían, y pensó en Arturo, estremeciéndose…
—¡Sola! —murmuró, cuando un ardor febril había evaporado sus lágrimas.
Los tiernos vínculos de la familia se le aparecían rotos por una mano cruel, o representados por un dolor físico, por el dolor de su tierna mejilla, que se comunicaba como una corriente de fuego hasta su corazón.
Concha medía de un golpe la tremenda injusticia con que se la había tratado; resonaban en sus oídos, como las vibraciones de una campana siniestra, las horribles palabras con que doña Lola había procurado herirla y humillarla, y sentía acrecer por momentos su desolación y su infortunio. ¿Qué hacer? ¿Adónde volvería sus ojos? Estaba rodeada en aquella casa de personas que la querían mal desde que ella había procurado salir de su esfera humilde; había vecinas que ya la habían vituperado.
—Decididamente, estoy sola en el mundo. ¿Por qué he perdido el cariño de mi madre? ¿Por qué desde que mi padre está ausente no he vuelto a recibir ninguna caricia? ¿Qué falta he cometido, Dios mío? —decía Concha juntando las manos y buscando una luz en su tribulación.
—Arturo… —pensaba— Arturo dice que me ama; pero tengo miedo a ese amor. ¿Será acaso la infamia y el crimen lo que me ofrece? Pero a pesar de todo, le amo; yo sí que le amo de veras. Arturo no se casará conmigo, no; yo no debo ver a Arturo, y menos ahora, porque…
Y Concha se estremecía, contemplando un negro abismo a sus pies.
—¡Dios mío, Dios mío! Dame fuerzas, ilumina mi razón. ¿Qué haré? ¿Qué debo hacer? Yo no quiero ser mala, el crimen me horroriza, me da vergüenza pensar en ser infame.
Concha ocultó su rostro entre las manos. Un débil quejido de doña Lola la sacó de su profunda meditación.
—¡Mi madre sufre también!… De todos modos, es mi madre… aunque haya proferido maldiciones, aunque me haya dicho… que salga de aquí… Tal vez se haya arrepentido.
Dio un paso hacia la pieza en donde estaban doña Lola y don José de la Luz, de quien ya Concha no se acordaba.
—Sí —continuó— se habrá arrepentido. ¿Iré? Sí, la pediré perdón, me hincaré para suplicarle que me castigue; pero que me quiera y no me vuelva a maldecir… ¡Ay! la maldición de una madre… ¡Qué horrible es escuchar esas palabras!… pero ¿será posible? No, no ¡si me ha querido tanto!…
Y al llegar aquí, parecía que Concha no tenía toda la evidencia de lo que acababa de decir, y continuó:
—Algunas veces… sí… algunas veces me ha querido mucho. Voy a pedirla que me perdone. Sí, esto es lo que debo hacer.
Concha se precipitó a la puerta y la abrió; iba a dar un paso hacia adelante cuando su semblante se descompuso, como si hubiera visto a la muerte; vagó en sus labios una sonrisa como la expresión de la amargura suprema. Se restregó los ojos, como creyendo no ser cierto lo que veía…
—¿Quién es ese hombre? —dijo, como entrando en el delirio—. Ese hombre que está a sus pies…
—¡Ah!… con razón ya no me ama mi madre.
Sintió un nudo en la garganta, porque la ahogaban sus lágrimas, y parecía próxima a asfixiarse en aquella atmósfera; un grito iba a escaparse de su boca, pero le faltó el aire; sentía morirse… Volvió el rostro para no ver más el cuadro que tenía delante y atravesó vacilante las piezas de la casa, salió al corredor, y al sentir el aire frío, se escapó por fin de su pecho, ya no un grito ni un suspiro, sino un gemido sordo y estertoroso.
Giró el mundo alrededor de su cabeza; buscó en vano un apoyo, y cayó como un cadáver.
IX. Los pollos hacen de las suyas
Soledad salió corriendo de la casa y apenas hubo andado el largo de la calle, moderó su marcha y empezó a entrar en cuentas consigo misma.
—Sí, que venga el niño Arturo —decía— él sacará a Conchita de este apuro. ¡Dizque llegar a pegarle! ¡Esto no se puede aguantar! Y todo por el don José de la Luz, por ese taimado del compadre. Sí, que venga el niño Arturo. En esta vez se la lleva, y yo me voy también. Ahora sí compraré unos botines.
Soledad no tardó mucho en encontrar a Arturo. Estaba en Fulcheri.
—¿Qué hay? —exclamó sobresaltado cuando el criado le participó que una mujer quería hablarle.
—Quiere ver a usted.
Arturo acababa de tomar un consomé, un vol-au-vent de ostiones y dos copas de Madera, en unión de Pío Prieto, un pollo que más adelante daremos a conocer al curioso lector.
Arturo salió al patio, habló un momento con la criada, a quien dio orden de esperar en la puerta, y volvió donde estaba Pío Prieto.
—Chico, ponte en pie: la cosa es grave.
—¿Qué sucede? —dijo Pío Prieto, parándose.
—¿Puedo contar contigo? —le preguntó Arturo, poniéndole una mano sobre el hombro.
—¿Eso quién lo duda? Ya sabes que soy hombre.
Todos los pollos son «muy hombres».
—De un rapto —le dijo Arturo al oído.
—¡Hombre! —exclamó Pío Prieto, abriendo los ojos.
—Sígueme.
—Te sigo.
—Vamos a casa por mi revólver: ¿traes el tuyo?
—Yo siempre lo cargo.
—Vamos.
—Andiamo —dijo Pío Prieto, para afectar serenidad.
Salieron, llegaron a la esquina de los portales y Arturo dio tres palmadas.
—¿Coche? —preguntó Pío Prieto—; pero si ya es muy tarde; espera, allá viene uno: es de los de «la busca». Así llaman los cocheros al servicio que prestan por turno de diez a doce. Son los coches que quedan esperando lances de a esas horas.
Montaron en el coche los dos pollos y la criada; dió orden Arturo de parar en su casa. Subió, sacó su pistola, se puso un paltó claro, tomó una bufanda blanca y un sombrero de fieltro; se puso dinero en los bolsillos, y bajó en seguida.
Un momento después paraba el coche a la puerta de la casa de doña Lola.
—¿Qué hacemos? —preguntó Pío Prieto.
—Subir.
—¿Y luego?
—Traernos a Concha.
—¡Pero su madre…!
—La matamos.
—Hombre ¡qué barbaridad! ¿Y don José?
—También lo matamos.
—¡Dos víctimas!
—Eres un cobarde, Pío Prieto.
—No, chico, no me digas, que donde haya hombres…
—Pues aquí hay un hombre y una mujer. Subamos.
—Adelante —dijo Pío Prieto.
Al acabar de subir la escalera, se encontraron a Concha en el corredor. Yacía en el suelo falta de sentido.
Arturo se le acercó.
Se agacharon Pío Prieto y Soledad.
—No respira —dijo Arturo.
—¿Muerta? —preguntó Pío Prieto temblando.
—No, desmayada.
—Hombre, eso es muy bueno; nos la llevaremos al coche.
Arturo, en lugar de contestar, levantó a Concha por la cintura. Pío Prieto la levantó también. Soledad procuraba arreglarle la ropa; la tomó sus preciosos pies, que iba acariciando en la oscuridad. Así bajaron la escalera.
Todo estaba en silencio; los vecinos dormían; sólo una sombra se escurría tras de los pilares, siguiendo los movimientos de aquel extraño grupo que se dirigía a la puerta de la calle.
Pío Prieto y Arturo procuraban no hacer ruido con los pies.
Ya llegaban al zaguán, cuando se oyó en medio del patio una carcajada.
Los pollos estuvieron a punto de soltar la carga.
—¡Es Casimira! —dijo Soledad— es la bizca malvada, que todo lo ha visto. ¡Pronto, pronto!
Aquella carcajada tenía algo de siniestro.
El grupo llegó a la puerta a tiempo que Casimira gritaba:
—¡Ya se la llevan a la sacristana; que se va la sacristana; se la roban los catrines! ¡Adiós, Conchita la sacristana; adiós primor, mosquita muerta! ¡Adiós!
Don José de la Luz y doña Lola se pusieron de un brinco en el corredor.
—¿Qué sucede? —preguntó doña Lola.
—¡Qué ha de suceder! —contestó Casimira desde el patio—. ¡Que se llevan a la sacristana!
—Pero ¿quién es la sacristana? —preguntó don José.
—Ella —decía Casimira— su hija de usted, ella, así le dicen; pero se la llevan, corra usted, don José, corra usted; ahí están en la puerta ¡todavía es tiempo!
—¡Mi hija! —gritó doña Lola—. ¡Don José de mi alma!
—¡Voy corriendo!
Y don José bajó los escalones de cuatro en cuatro, y estuvo en el patio, corrió, se lanzó hacia la puerta y saltó a la banqueta a tiempo que partía el coche.
—¡Corre o te mato! —se oyó gritar a Arturo, y en seguida tronó el látigo del cochero.
El coche se perdió bien pronto, como una exhalación, y haciendo un ruido espantoso en el empedrado.
Don José corría sin sombrero detrás del coche, gritando: «¡Atájenlo!»; pero sus gritos no se oían, hasta que al fin se paró, falto de aliento, sin poder ni gritar ni dar un paso.
Se apoyó en la pared, y se sentó en el suelo.
Doña Lola venía corriendo.
—No… los pude… alcanzar… —rugió don José.
Doña Lola tampoco podía hablar por la fatiga, y se sentó junto a don José. Estuvieron esperando a que el aire tuviera la bondad de entrar voluntariamente a sus pulmones.
El aire les dio gusto y le permitió decir a doña Lola:
—¡Ay don José!
Y a don José le permitió el aire contestar:
—¡Ay doña Lola!
Esta escena patética terminó porque don José y doña Lola se fueron por donde habían venido.
Casimira estaba en medio de la calle observando, y cuando se acercó doña Lola, la bizca le dijo:
—En el 3 vive el ispetor: ¿voy a llamarlo? —preguntó en seguida.
—¿Qué dice usted, don José?
—Eso es muy delicado, y sobre todo sepamos con quién se fue.
—¡Cómo con quién! Con el niño Arturo. ¡Con quién había de ser! Con el catrincito que le ha trastornado los sesos.
—¿Lo oye usted, doña Lola? —dijo don José.
—Quiere decir que me la tenían amasada —dijo doña Lola, poniéndose en jarras— pero ya lo verán, qué buena cárcel se maman, que aunque sea mi hija, para eso hay justicia.
—Y sobre todo, el catrín —dijo Casimira—. ¿Llamo al ispetor?
—Espérate —se apresuró a decir don José—. Subamos, doña Lola, y hablaremos del asunto; por ahora cerraremos.
—Pero ¿quién les abrió? —preguntó doña Lola.
—¡Vaya! —exclamó Casimira— la Soledad, la del 14, que también es de la partida; si yo todo lo he visto, los estuve espiando; por señas que se han llevado a Conchita privada.
—¡Privada! —gritó doña Lola—. ¡Si le habrán dado un bebistrajo, si me la habrán envenenado esos pillos!
—No —dijo Casimira— es que le dio sentimiento que usted la abofeteara, y de berrinche se acalambró; pero ya se le quitará con Arturito, le llevará un buen médico, que como es tan rico, que hasta coche tiene…
—¿Qué dice usted, don José?
—¿Qué dice usted, doña Lola? ¡Qué desgracia!
Ya algunos vecinos habían despertado, y otros entreabrían sus puertas para averiguar lo que pasaba, cosa que bien pronto supieron, supuesto que Casimira levantaba la voz cuanto podía para tratar aquellos asuntos reservados.
—¿Qué le parece a usted que hagamos, don José?
—Una de dos.
—A ver.
—O armar un escándalo o dejarlos; no hay más.
—¡Dejarlos! ¡Pues no faltaba más!
—Porque… vea usted; si meneamos la justicia, a la larga ganan los ricos, y citas van y citas vienen, para que al fin nada se consiga.
—La cárcel.
—Pero la cárcel no come, como dice el dicho, y sobre todo sale de la cárcel y…
Intempestivamente, doña Lola lanzó un aullido, y después otro, y después otros seis.
El dolor toma una forma extraña en la gente ordinaria: no parece sino que hasta el llanto se educa; el aullido es característico en la mujer del pueblo; el mentado do de pecho y el mi bemol son hijos del dolor de esas gentes que lloran con los pulmones, como doña Lola.
No bien hubo ésta dado el primer aullido, cuando Casimira exclamó:
—¡Hace bien! ¡Que se desahogue! Déjela usted, don José.
Con esta sanción de Casimira, doña Lola tomó aliento, se lució. Y aquel aullido, vibrando en los aires, sonoro y prolongado, fue la voz de alarma.
No hubo un solo vecino que no preguntara, y con razón, la causa de aquellas notas altas. No hubo un solo vecino que no se enterase del motivo secreto de aquel pesar.
—Yo lo estaba viendo —dijo una.
—Era preciso —dijo otra vecina.
—¡Vaya! a mí eso no me coge de nuevo. Si las que se ponen castaña son así, siempre acaban por irse; yo por eso ando de dos trenzas.
—¿Y con quién se fue?
—Con un tal Arturo.
—¿Y es rico?
—Es de coche ¡pues no!
—¡Ah!… entonces…
—Hizo bien —dijo una criada— vale más buen acomodo que mal casamiento; así fue mi madre, y no le pesó. ¡Y armar tanto escándalo por eso! Hasta luego, vecinas.
El llanto de doña Lola acabó por fatigarla y se quedó dormida.
Es necesario respetar su sueño.
X. Comienza la hoja de servicios de don Jacobo
A don Jacobo no le faltaron el primer día ni voluntad ni piernas; pero al tordillito le faltó sólo morirse, porque al rendir la jornada hubiera exclamado de buena gana:
—Ni Cristo pasó de la cruz… etc.
El jefe recibió el parte de «la baja» y ordenó la requisición de caballos.
Cinco minutos después se pusieron a temblar todos los dueños de caballos de la población, y a los veinte minutos más la nación tenía a su servicio otros diez caballos con que salvar a la patria.
Don Jacobo tuvo en qué elegir. Eligió un prieto, de alzada, bueno para la carrera, lo cual era una condición inestimable.
Al echarle la silla, don Jacobo pensó:
—Este caballo es de otro; pero la nación me lo ha dado.
—¡Qué buen caballo tiene, amigo! —le dijo uno de sus cohéroes.
—No es mío, amigo —contestó don Jacobo.
—Pues ¿de quién es?
—De la nación.
—Eso es… de la nación; pero su dueño está que chilla. Y oiga, amigo, cuídese de él, es malo y no le ha de perdonar a usted que monte su prieto.
—¿Y yo qué?
—Nada; que siempre es buena la precaución, y que no venga solo por aquí nunca.
La palabra «nación» estaba siendo insuficiente para quitarle su valor a la palabra «robo».
Don Jacobo, y debemos decirlo en obsequio de su conciencia, hubiera devuelto el caballo por tal de no tener aquella carcoma.
—¿Quién es el dueño?
—El del ranchito de…
—¿Y es buen hombre?
—Mírelo.
Don Jacobo volvió la cara y encontró unos ojos que le veían; pero aquellos ojos eran dos ojos de tigre.
Don Jacobo probó la primera desazón de la carrera gloriosa de las armas; bajó los ojos ante aquella mirada provocativa, insolente, y siguió arreglando la silla.
El caballo, al ver a su amo, alargó el cuello como para reconocerlo, y luego levantó la cabeza y se sacudió en señal de satisfacción. Don Jacobo se inquietó al ver aquel movimiento.
El mismo animal hubiera querido irse con su antiguo amo. El amo entendió esto, y se quedó viendo su caballo con la ternura con que hubiera podido ver a su querida, y luego, al ver el movimiento de alarma de don Jacobo, estudió una de esas frases embozadas y malévolas, peculiares de nuestro pueblo, y dijo a don Jacobo con profunda intención:
—Es manso… amo.
Don Jacobo no supo qué contestar.
—Oiga, amo… —añadió el dueño del caballo, acercándose a don Jacobo—. Va usted bien en el animal… es muy noble y… de veras bueno…
Al decir aquel hombre esto, se limpió una lágrima con el dorso de la mano y en seguida, experimentando la transición de la ternura a la ira, le tomó la mano a don Jacobo y le fijó otra vez su mirada de tigre.
—Oiga, amo…
—Vámonos, compadre —dijo un hombre que se había acercado, viendo que ahí se preparaba una escena seria.
—No, compadre —dijo el dueño del caballo— no tenga usted cuidado; le voy no más a decir al patroncito que me lo cuide… nada más.
—Bueno, dígaselo usted y vámonos.
El dueño del caballo se acercó lo más que pudo a don Jacobo, y con la cara a una pulgada de la de su interlocutor, exclamó:
—Oiga… patrón… cuídese de Guadalupe Martínez, porque no le vaya a quitar el caballo.
—¿Quién es Guadalupe Martínez? —preguntó don Jacobo.
—Yo soy… para servir a usted —dijo el dueño del caballo, quitándose el sombrero y dejando ver en la frente la honda cicatriz de un machetazo.
Don Jacobo tembló.
—Vámonos, compadre —repitió el tercer personaje del grupo.
—No interrumpa la contesta, compadre, estamos yo y el patrón tratando ¿verdá, amo?
—¡Monte! —le gritó a don Jacobo su compañero.
Don Jacobo tomó el estribo, y el caballo dio una salida; insistió el jinete por varias ocasiones y ya temía quedarse a pie; se oyó un toque de clarín y don Jacobo, más apurado, brincó como pudo al lomo del prieto, el que, parándose sobre las patas, se lanzó de un salto, en el que don Jacobo estuvo a punto de volar, si el mismo caballo no hubiese compuesto sus movimientos.
Una horrible blasfemia se escapó de la boca de Guadalupe, quien se quedó parado hasta ver desaparecer su caballo.
Excusado parece decir qué camino tomaron Guadalupe y su compañero. Estaba apesadumbrado; luego debía beber pulque. Esta lógica era tan natural en aquellos dos hombres, que sin ponerse de acuerdo se dirigieron a la pulquería.
—¿Dos grandes, don Marcelino? —preguntó el jicarero al compañero de Guadalupe.
—Vaya echando, amigo.
El pulquero sirvió en dos vasos cuatro cuartillos de líquido.
Guadalupe apuró su vaso hasta la mitad y se limpió la boca con la manga. Marcelino hizo otro tanto, y ofreció cigarros en la copa de su sombrero.
Guadalupe mordió un cigarro, escupió la punta y lo encendió en un cerillo que le ofreció el pulquero; arrojó humo por boca y nariz, y dio una palmada sobre el mostrador; iba a hablar, pero Marcelino levantó el vaso y le dijo:
—Ande, don Guadalupe.
Tenía tanta fe Marcelino en que el pulque es bueno para las pesadumbres, que le daba pulque a su amigo con la tierna solicitud con que se le da una tisana al enfermo grave.
Guadalupe iba estando capaz. En cada trago de pulque encontraba una compensación, como si se bebiera su propio caballo.
Guadalupe, después de sentirse capaz, empezó a sentirse valiente. Empezó a ver pequeña la guerrilla que a la sazón estaba oprimiendo al pueblo, y la fisonomía de don Jacobo se le aparecía en cada tina de pulque.
—¿Cómo se llama el que se lleva mi prieto?
—Dicen que don Jacobo.
—¿Don Jacobo qué?
—Pues creo que Baca.
—¡Ay qué vaca, amo! —gritó Guadalupe haciéndose arco y echándose hacia atrás su gran sombrero.
En seguida se desató en denuestos e improperios contra don Jacobo, luego contra el jefe de la guerrilla y por último contra el partido liberal.
—Marcelino, yo no pierdo mi caballo; voy a recogerlo.
—No, don Guadalupe, no es prudente: déjelos, que ya vendrán un día.
—Lo que yo quiero es mi caballo.
A estas voces habían acudido ya tres o cuatro vecinos, a quienes Marcelino y Guadalupe dieron de beber, y como la guerrilla acababa de abandonar la población, todos los que bebían pulque podían entregarse libremente a estas expansiones.
Algunos días después pudieron coligarse hasta ocho víctimas adoloridas; y montadas por su cuenta, y con el loable fin de matar a don Jacobo Baca, se constituyeron defensores de la patria, bajo el título de reaccionarios. Guadalupe Martínez estaba provisto de un despacho provisional de coronel de auxiliares del ejército, y ya podía, por lo mismo, emplear todos los medios «legales» de la revolución para quitarle a don Jacobo su caballo y la vida.
Don Jacobo, por su parte, empezó a creerse más héroe de lo que él mismo se esperaba, porque sobre aquel caballo prieto se sentía capaz de muchas cosas.
Aquel día y los dos siguientes habían sido días de peripecias militares; había sido necesario huir de los puntos en donde había enemigo; la guerrilla se había remontado, y faltos de víveres y sin tocar población alguna, aquellos valientes empezaron a sentir la desesperación del hambre.
Don Jacobo se entregaba a serias cavilaciones en cuanto a lo de que «en la revolución, cuando no se tiene se toma», hasta que en una tarde de rayos, aguaceros y hambre, hubo de llegar aquella fuerza a un pequeño rancho situado en despoblado y a la falda de un monte.
Casi a la sombra de tres corpulentas encinas se levantaba una pequeña casa con portal de tres arcos, bajo el cual estaban la entrada a un patio y otras dos puertas de lo que en un tiempo pudo haber sido tienda.
Cuatro piezas interiores, una troje y un corral, formaban el resto de la construcción; en aquella tranquila casa vivían un hombre de más de sesenta años, padre de dos muchachas de dieciséis y dieciocho, y de dos jóvenes de veinte a veinticinco.
Aquella familia, apartada del ruido del mundo, se mantenía con el producto de la siembra y de la cría de ganado en pequeña escala; reinaba en la casa la dulce tranquilidad de los tiempos patriarcales. María y Rosario, que así se llamaban las dos muchachas, estaban dedicadas a todas las ocupaciones domésticas, y los dos jóvenes a todas las labores del campo; el viejo descansaba a la sombra de las encinas a la hora de la siesta, y con una constancia ejemplar y una dedicación que constituía su manera de vivir, lo veía, lo revisaba todo, sin olvidar ninguno de los detalles, no sólo en el interior de la casa, sino en las labores.
Hacía tres horas que el buen viejo había dicho a sus hijas:
—Rosario, si no quitas el tasajo del patio, se te moja: va a llover.
El cielo estaba azul; pero el viejo conocía su cielo, y las muchachas conocían a su padre.
—Ensilla, Pepe, y no te duermas —continuó— y llévale dos peones para abrir los portillos.
—¿Lloverá? —se atrevió a preguntarle su hijo.
—Quita allá, holgazán ¿no lo estás viendo?
—El tiempo está sereno.
—Por lo mismo lo digo. Y que vaya tu hermano. ¿No ha vuelto?
—No tarda, fue por la punta.
Aludía al ganado.
—¡Corre, hijo, corre!
María y Rosario acabaron de levantar la carne puesta a secar, y para ellas era tan autorizada la voz del viejo, que colocaron un barril y una olla grande en el patio para recibir el agua que habían de arrojar las canales, y cuidaron escrupulosamente de no dejar nada a la intemperie, como si efectivamente estuvieran viendo venir las nubes.
Por medio de esa sensibilidad auditiva, tan peculiar de las gentes del campo, notaron en la voz de su padre un acento de emoción poco común, y movidas por igual resorte se acercaron a él.
María, la más joven de las dos hermanas, notó que a su padre le temblaba un poco la barba; no se atrevía a preguntarle la causa de su emoción, y empezaba a contemplarlo con angustia.
Rosario, más intrépida, preguntó:
—Padre ¿será fuerte el aguacero?
—Y la tempestad, hijas, y la tempestad…
—Pero yo tengo una vela de Nuestro Amo y otra de la Candelaria —dijo gozosa María, con la convicción de la fe y de la pureza de su alma.
—Tendrás que encenderlas —le contestó el viejo con tristeza, y fijó su mirada acostumbrada a lo lejos en un punto del horizonte.
Sus hijas seguían los movimientos del viejo, y María preguntó:
—¿Por allí viene la tempestad?
—¿Por allí? —recapacitó el viejo— ¿por allí?… por todas partes. Ya nada es como antes… y luego que no se ha podido comprar la casita del pueblo.
—¿Para irnos allá? —preguntó María.
El viejo parecía cada vez más preocupado, y no contestó. Guardó silencio por algún tiempo, fijando sus pequeños ojos en el azul del cielo.
Sus hijas no le perdían movimiento; notaron que movía los labios.
—Está rezando —le dijo muy quedo Rosario a María.
Aquella oración inarticulada, sincera, espontánea, enviada en el destello de una mirada de sesenta años al azul de los cielos, inspiró un tierno recogimiento a las muchachas, que rezaron también.
Y los tres guardaron silencio.
Las dos muchachas estaban sentadas a los lados del viejo, en la banca de piedra del portal. Las manos de aquel anciano abandonaron el grueso bastón en que se apoyaban, y levantándolas pasó sus brazos sobre el cuello de sus hijas.
Al sentir esta caricia, las dos muchachas le besaron las mejillas.
—¿Está usted triste? —preguntó María.
El viejo vio a María y la besó en la frente, y en seguida vio a Rosario y la besó también.
Rafael, el otro hijo del viejo, venía llegando con el ganado.
—Allí vienen tus cabras, María.
—Sí, padre, y los «chiquititos».
—Cuídalas.
—El año que viene… ¡ah, ya verá usted, viejecito! —exclamó María haciéndole un mimo a su padre.
—¿Por qué está usted tan triste, padre? —preguntó Rosario.
—Por ustedes.
—¡Por nosotras! ¿Hemos hecho mal en algo, le hemos dado a usted motivo?… ¿No me porto yo como María, como si fuera yo de veras su hija de usted?
—Calla, calla… no hagas caso, Rosario… tonteras mías… estoy viejo y…
—Pero sano, padre —replicó María.
—¡Ay! —murmuró el viejo, moviendo la cabeza.
—¡Vea usted, padre, cómo vienen los cabritos; véalos usted cómo juegan y qué contentos se ponen!
Y María se echó a reír con una satisfacción pueril, pero envidiable.
Un pastor venía corriendo por la vereda delante del ganado.
—Ahí viene Juan.
—No trae ninguno muerto ¡qué gusto! —dijo María.
—¿Y por qué corre? —preguntó el viejo.
—Porque viene a quitar las trancas y las espinas.
Los perros de la casa salieron del interior meneando la cola y ladrando como si hubieran olido el ganado, y se adelantaron hacia la loma para juntarse con los perros de los pastores.
Éstos venían en formación y como satisfechos de haber cumplido con su deber, pues habían ayudado a juntar el ganado y ya regresaban al establo, dando buenas cuentas de sus trabajos; los perros de la casa les hacían fiestas y procuraban sacarlos de su formación; pero los perros formales no abandonaron el ganado hasta que vieron desfilar la última res en el establo.
Pepe y Rafael se pararon delante de su padre, con el sombrero en la mano, para recibir órdenes.
—Mira, Rafael, que abran los portillos de abajo y te pasas a la zanjita, que luego está mala con la yerba: la limpian.
—Está bien, padre.
—Ya venimos —dijo Pepe.
—No se tarden, porque se mojan.
Pepe se acercó al oído de María, para hacerle una recomendación con respecto de la cena.
—Volvemos a cenar —dijo Rafael dirigiendo una mirada a Rosario, que ésta recogió poniéndose colorada.
Los dos hermanos montaron a caballo y se dirigieron a buen paso hacia el campo, y ya, cortando por el monte, se perdían en las malezas por el lado opuesto dos puntos blancos.
Eran los dos peones que iban a abrir los portillos.
El viejo se levantó del asiento tan luego como sus hijos hubieron desaparecido.
María y Rosario fueron a contar los cabritos y dar la última ración de maíz a las gallinas y a las palomas.
Cada una de estas jóvenes llevaba en el brazo una canasta, y cuando arrojaron el primer puñado de maíz en el pequeño corral interior de la casa, se vieron rodeadas de todos sus «hijos», como ellas les llamaban.
Entretanto, el viejo hablaba con aquel peón que había llegado corriendo delante del ganado.
—Nada se dice —decía el peón.
—¿Cuándo pasaron por la Soledad?
—Anteayer en la tarde.
—¿Y por «las ramas»?
—No me dijeron.
—¿Cuántos son?
—Como doce.
—¿Y la fuerza del Gobierno?
—Salió también.
—¿No has visto «polvos»?
El pastor vio uno como a las dos de la tarde.
El viejo quedó profundamente pensativo.
En cuanto a la guerrilla en que militaba don Jacobo, estaba en aquellos momentos como a ocho leguas del rancho que acabamos de describir, rancho cuyo nombre y posición geográfica pudiéramos fijar, así como los nombres verdaderos de los actores de las escenas que allí pasaron; pero tenemos el deber de respetar la memoria de unos y de guardar la debida reserva acerca de otros; y como, por otra parte, los hechos que referimos son auténticos, y su relato emanado de fuente fidedigna, tanto cuanto puede serlo un actor de las escenas que describimos, hemos preferido cambiar nombres y no fijar lugares para que en ningún caso se nos tache de indiscreción ni ligereza.
Hecha esta salvedad, volvamos a la guerrilla, a cuyo jefe conoceremos con el nombre de Capistrán.
Capistrán hizo por fin alto en el monte. Los caballos estaban fatigados, y la falta de agua tenía a aquella gente en una situación violenta.
El jefe encontró una eminencia a propósito para la observación, y mandó un hombre a que se colocara y diera parte oportunamente de lo que viese. Mandó echar pie a tierra, y se puso a platicar con su segundo.
—Por aquí jalamos hasta el otro rancho.
—¿Y los de la Soledad?
—Pues no fueron a seguirnos por allá.
—Eso es.
—Tienen que llegar hasta El Gato, y venirse por el pedregal toda la noche.
—Llegan tarde.
—¡Vaya!
—¿Y los otros?
—En eso está lo malo.
—¿Nada se sabe?
—Nada.
—Si han tomado por el camino real ¿cómo a qué horas estarán de este otro lado?
—Hasta mañana, porque el río viene crecido y no lo pasan; o rodean o se separan.
—Y todo por ese viejo…
Capistrán agregó dos interjecciones y luego contestó:
—Van dos veces que avisa.
—Pero no es él, hombre.
—¡Que no!… pues serán sus hijos.
—Son los de la Soledad los que avisan.
—¡Pero álgame señor! ¡Qué ganas tengo… de quererlos!
El vigía hizo una seña.
Capistrán gritó:
—¡A caballo!
El vigía venía bajando.
—¿Quién viene? —preguntó Capistrán.
—El agua —gritó el vigía.
Dos o tres soldados se rieron y otros desataron sus jorongos o sus mangas de hule.
—Siempre al rancho —dijo Capistrán.
—A cenar —dijo uno.
Don Jacobo estaba en Babia; lo observaba todo con extrañeza, y la hambre le hacía concebir proyectos de exterminio. A sus solas iba pensando en una hazaña: pillar la primera gallina que viese. Tenía apetito de gallina, y se figuraba que era muy conveniente robársela en habiéndola a las manos.
El agua no se hizo esperar, porque después de sentir una ráfaga de viento frío y húmedo, empezaron a caer algunos goterones; luego se oyó una detonación que rimbombó en las montañas, y en seguida se desató el más formidable de los aguaceros.
Los caballos podían apenas caminar en los arroyuelos impetuosos que se formaban en las veredas del monte, y hubo necesidad de abandonar el camino conocido y atravesar entre las malezas.
Un rayo, cuya formidable detonación hizo temblar a jinetes y caballos, acababa de desgajar un oyamel viejísimo, delante de la guerrilla.
Don Jacobo, cuando menos lo pensó, estaba rezando una oración «contra la tempestad».
El caballo de Capistrán se había encabritado y había puesto al jefe en grave peligro de desbarrancarse.
Al ruido del rayo sucedió el grito de Capistrán y una cantidad razonable de blasfemias.
Don Jacobo cortó su oración para escandalizarse de su jefe, y enseguida pensó que tendría necesidad de abandonar ciertas costumbres para llegar a ser jefe, tan jefe y tan hombre como Capistrán.
Caminando incesantemente, a pesar de la lluvia, la guerrilla se aproximaba al rancho.
—¿A cuál rancho vamos? —preguntó un jinete a otro.
—Al de las Vírgenes.
—No lo conozco.
—¡Vaya!, al de María y Rosario.
—¿Qué, de veras?
—Ya lo verá.
—El jefe está enojado.
—Vamos a tener campaña.
—Seguro.
Conviene al lector seguir con nosotros los movimientos del viejo del rancho.
—No te vayas —le dijo al peón— te estás en el portal.
Y penetró en su habitación, miró a su derredor para observar si lo veían sus hijas y tomó de un rincón un mosquete; lo reconoció escrupulosamente, y en seguida lo volvió a colocar donde estaba.
El mosquete estaba casi inservible. Después sacó de un baúl una pistola que no estaba en mejor estado que el mosquete, y volvió a guardarla.
En seguida levantó los ojos al cielo y se cruzó de brazos; recorrió con la vista la habitación y se tomó la cabeza con ambas manos, como sintiéndose agobiado bajo el peso de ideas aterradoras.
¿Qué pasaba en la mente de aquel anciano? No parecía sino que un presentimiento de muerte le mostraba todo el horror de sus últimos momentos sobre la tierra.
Dejóse caer sobre una silla, y clavando la vista en tierra pensó:
—No es posible oponer la fuerza: ¿qué voy a hacer con esas armas?… Y mis hijas… ¡Ah! sería horrible, me matarían primero… ¡Ay! ¡pobre país, pobre patria en que vi la luz! Si el señor Hidalgo me viera hoy… Por todas partes el asesinato y el robo… y yo en medio de estos montes, sin esperanza de abrigarme en la población, expuesto a todo… y viejo… y sin armas…
El viejo se perdió en un mar de tristes reflexiones; el agua, como él lo había previsto, había empezado a caer a torrentes, y él no lo había percibido; pero de repente levantó la cabeza y exclamó:
—¡El agua, el agua! Que se anegue todo, que se pierda todo; pero que mi casa sea una isla para que ese hombre no pueda entrar… Dios me oye ¡qué aguacero! ¡Ah!… es imposible que lleguen aquí, y mañana… mañana nos vamos. ¡María! —gritó en seguida— ¡Rosario, acá, muchachas!
—¡Padre! —respondió de lejos María.
—Ven, vengan las dos.
A pocos momentos María y Rosario estaban delante de su padre.
—¿Está usted malo, padre? —preguntó María.
—No, no —se apresuró a contestar el viejo, procurando ocultar su emoción— es que… es que mañana nos vamos.
—¿Adónde, padre?
—Al pueblo, nos vamos a vivir al pueblo.
—¡Qué bueno! —dijeron a un tiempo María y Rosario.
—¿Y mis palomas? ¿Me llevo mis palomas? —agregó María.
—Sí, todo, todo te lo llevas, porque no hemos de volver.
—¿Nunca?
—Al menos ustedes no.
Un movimiento de sorpresa en las jóvenes obligó al anciano a continuar:
—Y no es porque yo sepa nada; pero… los tiempos están malos, y hay mucha gente de esa que se lanza a la revolución y que… qué política ni qué principios… robar, sólo robar es lo que quieren; y como luego suelen caer… en fin, yo no temo por lo pronto… pero, a la larga, sabe Dios… y ustedes, como niñas, tienen que perder.
—¿Y mis hermanos? —se apresuró a preguntar Rosario.
—Mira, Rosario, en cuanto a Pepe, irá y vendrá; pero Rafael se quedará aquí.
Rosario hizo un movimiento que no pasó desapercibido para el viejo, quien repuso:
—María, voy a hablar con tu hermana a solas.
María salió.
—Ya lo he entendido todo —continuó el viejo— desde que supisteis que tú y Rafael no sois hermanos, habéis dado en quereros más… pues como esa afición ya es, como si dijéramos, de amantes, ya ves, hija, que esto no puede seguir así, y es necesario que lo que ha de ser, sea, y no cargue yo sobre mi conciencia con haberlos dejado así… Yo no he hablado con Rafael, pero se conoce que te quiere ¿es cierto?
—Es cierto —dijo Rosario bajando los ojos, y luego preguntó:
—¿Y aquí se queda solo?
—Sí, Rosario, aquí se queda; pero con animales buenos para que pueda salir de un apuro.
Durante todo este tiempo los aguaceros se habían sucedido unos a otros; algunos truenos, cuyo estrépito se aumentaba con los ecos de las montañas vecinas, habían interrumpido varias veces el diálogo anterior. Todavía permanecieron el anciano y Rosario por algún tiempo hablando de proyectos para el porvenir; pero esta conversación, a medida que parecía tranquilizar al viejo y sacarlo del estado de desasosiego en que antes lo hemos visto, parecía entristecer más a Rosario.
Notólo aquel excelente anciano, y como para tranquilizar a Rosario y fortificarla en la resolución de emigrar al día siguiente, se atrevió a hablar de esta manera:
—La verdad de todo es que aquí ya no podemos estar seguros, ni tengo un solo día de tranquilidad desde que ese hombre me ha mandado amenazar.
—¿Capistrán?
—Sí, Rosario; ese hombre tiene malas intenciones, conoce la tierra, y es difícil que por aquí logre alcanzarlo la fuerza del Gobierno; yo temo que el día menos pensado…
—¡Ay padre! si es así, nos iremos esta misma noche.
—Sería una locura; además, es inútil, porque con estos aguaceros nadie puede en toda la tarde entrar a la cañada, de manera que estamos seguros; pero mañana sin duda dormiremos ya en el pueblo. ¿Estás conforme?
—Usted lo manda.
—Vamos, ve a hacer tus líos sin perder tiempo, y que María se disponga también.
Rosario y María, conmovidas profundamente por aquel cambio que se preparaba en su vida, se entregaron a la más animada charla, en la que no olvidaron detalle ni circunstancia de todo cuanto pudiera convenir al nuevo plan.
Iban a abandonar de pronto, no sólo la casa querida en que nacieron, sino todos los objetos que por tanto tiempo habían sido testigos de sus pesares y alegrías.
María lloraba por sus cabritos y por sus palomas, y Rosario por sus flores, por sus recuerdos y por su amor. En los momentos en que por primera vez iba a separarse de Rafael, sentía por primera vez todo el valor de su cariño.
La certidumbre de la separación, realzaba toda la intensidad de un sentimiento que había nacido a la par de las flores de su jardincito; como las flores había crecido, y como de sus flores, Rosario había recogido de aquel amor desde la primera emoción.
¡Ay! pero acaso tras de las negras nubes que se desgajaban a torrentes sobre la cañada, estaba escrita por la mano del destino una sentencia formidable.
XI. En el que se ve cómo entre pollos el delito es una felicidad
El ruido del coche despertó a Concha súbitamente. Iba a gritar; pero Arturo se lo impidió muy cariñosamente, y Concha no pudo decir «esta boca es mía», porque Arturo, que era muy solícito, se encargó de decirlo.
El coche siguió corriendo, y como no llevaba orden, el cochero procuró ganar tierra. Cuando sonó la rodada sordamente, los pollos pudieron oírse los unos a los otros.
—¿Pero en dónde estamos? —preguntó Concha.
—Por San Pablo, Conchita —dijo Pío Prieto.
—¿Quién viene aquí?
—Yo —contestó Soledad— ya me vine con usted, como se lo ofrecí.
—¡Paremos! —dijo Arturo con el aplomo de un general.
Pío Prieto tiró del cordón del cochero con la solicitud de un ayudante de campo.
Pío Prieto estaba tocando el summum de la dicha; aquel lance tenía para el pollo un carácter tan romancesco, que le ocurrió compararse con Ciutti, el criado de don Juan Tenorio.
Casualmente Arturo exclamó a la sazón:
—«Doña Inés del alma mía.»
—«¡Virgen santa, qué principio!» —continuó Pío Prieto.
A Concha no le quedó más recurso que compararse con doña Inés. Soledad era la única que no sabía que podía ser Brígida, pero lo era.
El estupor había pasado, y comenzaron los comentarios sobre don José y sobre el partido que debía tomarse.
En cuanto a Concha, tenemos el deber, en obsequio de la justicia, de revelar que insistió enérgicamente en ser trasladada de nuevo a su casa, que reprobó la conducta de Arturo, que tuvo arranques de desesperación, y que, por último, se entregó al llanto más deshecho y al dolor más sincero; todo lo cual no fue un obstáculo para que los pollos y Soledad instalaran a Concha en el cuarto de un hotel de tercer orden.
Pío Prieto se portó admirablemente, según Arturo.
Entre las virtudes del pollo se enumera la de no ser egoísta: la tercería le encanta, porque estimula su curiosidad, y lo torna en servicial, y lo infatua esta complicidad, y el pollo en tales lances procura toser ronco y se pavonea.
Pío Prieto hubiera querido en aquella noche ayudar a robarse a todas las pollas de México. Estaba contento de sí mismo, y se soñaba hombrón y calavera.
Soledad fue también muy útil, y aun logró ingerirse de una manera muy familiar en las discusiones.
Concha estaba en extremo violenta, y se ocupaba en contradecir todos los planes de los pollos, en cuya controversia los sorprendió la aurora.
Hemos ofrecido al lector darle a conocer a Pío Prieto, y vamos a cumplir nuestra palabra.
Pío Prieto nació en el Puente de Curtidores, de un hojalatero que se firmaba Pioquinto Prieto, y como no es privilegio exclusivo de las dinastías reales que el primogénito lleve el nombre paterno, la mujer del hojalatero discurrió, a los cinco meses de casada, colocar su felicidad entre dos Pioquintos, y Pioquinto se llamó el heredero de la hojalatería.
Pero como los nombres largos son un escollo oral, el niño perdió la mitad, de su nombre en la escuela, y siguió llamándose hasta hoy Pío a secas.
Apenas supo medio leer, medio escribir y medio contar, lo dedicó su padre a soldar tinas y calentaderas; ocupación honrosa y lucrativa, pero que no tardó en ser cargante para Pío.
Don Pioquinto, padre, hubo de emplear un día sus ahorros en comprarle una levita a su hijo, sin adivinar siquiera que aquella prenda de ropa había de ser, en la vida de Pío, su «grito de Dolores».
La levita comenzó a ponerse en abierta pugna con el soldador y con el estaño. Cada lunes hacía Pío un nuevo sacrificio al ceñirse su mandil de brin, y al recuerdo de sus conquistas del domingo en la tarde, Pío Prieto entraba en mudas confidencias con la hojadelata, y se volvía más meditabundo que trabajador.
El bueno de don Pioquinto no se apercibió de aquel síntoma funesto sino cuando ya la enfermedad de su hijo había tomado creces.
¡Ah, si el hojalatero hubiera sabido hacer la defensa del mandil del artesano!
Pero la levita, con voz autorizada por la sociedad, menospreciaba la dalmática del trabajo; las sugestiones del casimir seducían al pollo, que empezaba a avergonzarse de su oficio.
Pío, al abrigo de su levita, contrajo amistades de pollos ricos e incapaces de transigir con el mandil. Éste es uno de nuestros resabios de más mal género y de los más transcendentales.
Nuestra sociedad apenas empieza a transigir con los obreros. El trabajo, que es el precursor de la riqueza, todavía no puede entre nosotros ser una aristocracia, y nuestra juventud huye de los talleres, presa aún de rancias preocupaciones.
El sentimiento de la dignidad personal y de la democracia está mal comprendido en este punto.
La envidiable posición del artesano constructor, como apóstol del progreso material de un pueblo, como representante de la gloria artística, y por cuyos títulos adquiere la respetable posición del ciudadano libre, se cambia diariamente entre nosotros por el miserable rincón de la nómina de una oficina o por la mezquina condición del dependiente.
La libertad del hombre no está suficientemente inculcada en nuestra juventud. Muchos pollos esclavos de un amo déspota, creen profesar principios liberales y se permiten declamar contra las viejas prácticas, contra las costumbres retrógradas y contra las tiranías.
Creen comprender la libertad y amar la independencia, y comienzan por ser impotentes para emanciparse a sí mismos, y viven bajo un yugo y tienen amo, y sirven y obedecen, sin aspirar a mandar y a hacerse obedecer.
Menosprecian el martillo del obrero, símbolo sagrado de la más noble de las emancipaciones, y aceptan el papel de parias sociales, en cambio de poderse vestir con las plumas del pavo.
La juventud se refugia en las oficinas o detrás de los mostradores, y se encanija a la sombra de la molicie, se llena de vicios antes de adquirir ni fuerzas físicas ni morales, y luego se exhibe, pulcramente ataviada, como una muestra de degeneración y de raquitismo.
Hay cien pollos cloróticos en cada calle, pequeñitos y enclenques, que no conservan ya ni los vestigios de los soldados de Cortés ni la idea del vigor de los aztecas. La raza tropical languidece y degenera, ganando en vicios lo que pierde en desarrollo físico.
Pío Prieto siguió este torrente, y la primera vez que pidió un helado en Fulcheri pensó con tristeza en la hojalatería; se le figuraba que el mármol de las mesas, el tapiz aterciopelado de los asientos, los espejos y las lámparas de gas le reprendían por ser hojalatero; pensaba que si en un corro de sus nuevos amigos, pollos finos en su mayor parte, llegaba a saberse que Pío Prieto soldaba tinas y calentaderas, sufriría la más pesada de las bromas y no sabría qué hacer.
Para evitar esto, comenzó por negar a su familia, por ocultar la ubicación de su casa, que se llamaba Hojalatería, a fin de sostener una apariencia que lo nivelara con sus amiguitos nuevos.
Pío Prieto no hubiera sabido hacer, no sólo la defensa ni la apología del trabajo, pero ni aun se le hubiera ocurrido jamás conciliar la dignidad del hombre con el trabajo material; de manera que sus aspiraciones tomaban un tortuoso sendero, y su vida comenzaba por ser una contradicción.
Pío Prieto, además de estas prendas morales, tenía la desgracia de ser feo y trigueño, y como señal característica poseía una mandíbula superior, superior a su labio respectivo, de manera que Pío Prieto exhibía gratis su encía descomunal en cada sonrisa.
Cuando Pío Prieto empezó a ser presumido, notó con sentimiento la incompatibilidad de su belfo y lo irremediable de la constante exposición de su dentadura.
En el cuadro sinóptico de la monografía de la boca, las de este género representan la desvergüenza, y Pío Prieto no era la excepción de esta aseveración fisionómica, a pesar de que, si en su mano hubiera estado, hubiera de buen grado comprado labio y vendido encía.
Pío Prieto, a los quince años logró (admirable prerrogativa del ser que piensa) ser todo menos hojalatero, y logró hacer de su vida un enigma, que es el estado natural de muchos Píos que conocemos.
Por medio de todas estas virtudes, Arturo tuvo un cómplice a pedir de boca, y Pío Prieto, reo de un delito al que ciertas leyes aplicaron ha mucho tiempo el castigo infamante, se regocijaba por su conducta y estaba contento de sí mismo.
Ya hemos dicho que en el pollo la tercería es una de sus comiditas, ha oído hablar de que las Pandectas y las Partidas son vejestorios, y ni aun encuentra puntos de contacto entre su contacto y la de muchos sentenciados en la cárcel pública por el mismo delito, sin que esto tenga para el mismo Pío Prieto otra explicación que esta: la levita.
Solución que afirmó más a Pío Prieto en la acertada resolución de cambiar el mandil por esta prenda, sello preciso de las ciudades civilizadas.
¡Ay! mientras en la Avenida de los Hombres Ilustres y en la Avenida de los Hombres Ociosos, o sea calle de Plateros, no veamos diariamente cruzar mil blusas en vez de cien levitas, mil obreros en vez de cien pollos ociosos, no tenemos esperanza de remedio.
Y cuando los niños de la clase media, lo mismo que los del pueblo, se inclinen al taller y no a las leyes, a la mecánica y no a la medicina, al martillo y no a la minuta; cuando el uso de los guantes de cabritilla tenga por objeto interponer una piel suave entre la mano de una bella y el callo del obrero, entonces será difícil comprar votos en las elecciones; entonces comenzarán a ser oscuros y miserables los empleados junto a los caballeros artesanos; entonces la república comenzará a tener por todas partes hijos dignos y ciudadanos libres, desprendidos de la teta patria, y que, emancipados por el trabajo de la tutela gubernativa, y de la empleomanía como único recurso, sean los representantes legítimos de la democracia y los sinceros defensores de las instituciones libres.
Perdónenos el lector este arranque serio que se deslizó en la ensalada, y cambiemos de rumbo.
XII. Los pollos anidan
Despertó doña Lola.
No necesitamos encomiar aquí las virtudes del sueño, de ese reposo eminentemente reparador y confortable, y sólo sí diremos que doña Lola se sintió mejor.
Don José de la Luz había velado, de manera que fue el primer consuelo que se le ofreció a doña Lola al despertar.
—¡Compadre! —exclamó con voz débil.
Y la palabra salió de su boca articulada entre un suspiro y un bostezo, síntoma que don José calificó de favorable.
En lo primero en que estuvieron de acuerdo los dos compadres, fue en que debían desayunarse para proceder con acierto.
En seguida se entabló la discusión sobre el partido que debía tomarse en aquel grave asunto.
No faltó vecina que hiciera prodigios de mordacidad y de encono contra la prófuga; alguna ensayó su lengua; otra hizo revelaciones; otra dijo que ya lo sabía todo de antemano, merced a su policía y a su penetración, y el asunto, mil veces comentado, fue el sabroso pasto de la vecindad, erigida en gran Jurado; pero aquel cuerpo colegiado discurría menos y hablaba más, y estuvo a punto de parecerse a un Congreso hasta en lo de aceptar la peor de las medidas propuestas; por fin se decidió que don José de la Luz tomara el negocio por su cuenta y empezara por averiguar el paradero de los pollos.
Así lo hizo el bueno de don José, y como había sido en un tiempo juez de paz, discurrió que su primera providencia debía ser avisar a la policía.
Nadie conocía hasta entonces a Pío Prieto, ni a la policía pudo don José dar señas del cómplice, pues Casimira no había visto más que dos bultos de varón y dos de hembra, que eran los cuatro personajes de la escena.
Pío Prieto no deseaba la terminación de aquel asunto; antes bien, hubiera querido prolongarlo indefinidamente, y cada nueva peripecia la acogía el pollo cómplice con entusiasmo.
Su primera diligencia fue buscar a un amiguito que tenía en el Gobierno del Distrito, para averiguar por medio de él si la policía iba a tomar cartas en el asunto, merced a alguna denuncia.
Tan acertado anduvo, que un cuarto de hora más tarde que la policía, supo Pío que se pretendía seguir la pista a los raptores.
Arturo se vio obligado a recapacitar en situación tan crítica, y mandó por un coche.
El grupo se dispersó. Arturo y Concha montaron en el coche; a Pío Prieto se le encargó de pormenores, yendo y viniendo, y a Soledad se la consignó a Catedral hasta nueva orden; porque, según Pío Prieto, en Catedral no podía inspirar sospechas ni la policía tiene nada que ver con las devotas; de manera que la criada a poco rato estaba en un rincón, cerca un confesionario, bien arrebujada en su rebozo y como en espera de confesarse.
Antes de que la policía pusiese en ejercicio sus acechanzas, y que don José de la Luz, erigido también en policía particular, pudiese haber hecho nada razonable, Arturo había logrado atrapar a don José, ni más ni menos que si se hubieran cambiado los papeles.
Razones, y de peso, emplearía Arturo, supuesto que el bueno de don José no tuvo dificultad en ablandarse, y comenzó a oír al seductor, aunque con sorpresa no por eso con menos benevolencia.
Convino don José en que la justicia se inclina al lado del pudiente. Convino en que Concha, si no se había de casar bien, que al menos no se perdiera mal. Convino también en que para doña Lola y para él era mejor quitarse de una vez de quebraderos de cabeza. Y por último, don José se comprometió, primero, a retirar su denuncia a la policía y en seguida a persuadir a doña Lola de que este es el mundo.
Terminada la conferencia, Soledad pudo salir de Catedral y Pío Prieto obrar en más amplia escala.
—Chico —le dijo Arturo a Pío— ¿qué hacemos con Pedrito?
—Pedrito es buen chico.
—Pero necesitamos ganarlo.
—No puede hacer nada.
—Pero siempre es bueno estar bien con todos.
—Bueno.
—Vamos por él a la oficina.
—Y lo «entrompetamos».
Caló de Pío Prieto, con que significaba que lo emborracharían.
—Eso es.
—Cuando él está «jalado» (sinónimo peculiar de Pío) se presta a todo.
—¡Magnífico! Busquemos un carruaje.
A Arturo lo conocían muchos cocheros.
Los pollos llegaron a Palacio en coche. Pío Prieto fue a sacar a Pedrito, y los tres se dirigieron en seguida al Tívoli del Elíseo. Era hora de almorzar.
Cuando los pollos hubieron engullido trufas y ostiones, y ya les reventaba el buche a tanta vianda y libación, creyó Arturo llegado el momento de aclarar su parentesco con Pedrito, y exclamó de repente:
—Somos cuñados.
—¡Hombre! —dijo Pedrito.
—Te lo digo porque tú eres hombre ilustrado y suficientemente experimentado para abjurar errores y preocupaciones. Ya en México está muy admitida la costumbre de la unión libre, como se practica en Francia y en otras naciones cultas.
—Y esto tiene la ventaja —agregó Pío Prieto— de que las cosas tienen remedio, pues a la hora que uno de los dos se cansa…
—Y que ya sabes, Pedrito, mi aversión al matrimonio; yo no soy para casado en regla; yo, chico, soy liberal, pues, soy así… despreocupado; ya me conoces.
—Lo mismo que yo —dijo Pedrito.
—Y lo mismo que yo —agregó Pío Prieto.
La mancha más fea para los pollos en aquel momento hubiera sido la de parecer preocupados; de manera que el grave asunto del matrimonio y de la suerte de Concha se trató allí sin ceremonias y sin cortapisa.
—A tu salud, hermano.
—A la tuya.
—A la de los recién casados —gritó Pío Prieto abriendo su desmesurada boca y riendo como un carretonero.
—Ahora es necesario portarse bien —agregó Arturo—. Voy a ver a un judío para que me descuente la segunda libranza de mi padre, para estar en aptitud de todo. Madama Celina va a alegrarse de esto, porque le voy a mandar hacer unos trajes a Concha, que ya verán ustedes. ¿Le debes mucho a tu sastre, Pedrito?
—Doscientos pesos.
—No te apures, yo pago.
—¡Quién fuera tu cuñado, chico! Los que tienen hermana; «¡per’uno!»…
—Ya te llegará tu turno; dile a Salín que te haga un traje.
—Dame una tarjeta.
—Tómala.
Arturo le dio una tarjeta en la que escribió algunas líneas.
Pío Prieto concentró toda la expresión de su reconocimiento en esta frase:
—¡Qué «templado» eres!
Y llenó, no la copa propia, sino un vaso de un litro con vino de Champaña.
—A tu salud, chico —dijo, y bebió vino a tragos gordos; al acabar dio un fuerte golpe con el asiento del vaso sobre la mesa, y se limpió la boca con la mano.
—Éste se pone unas monas del demonio —dijo Pedrito muy alegre.
—Pues cuidado, porque te necesito —dijo Arturo.
—No tengas miedo, que aquí hay canilla ¡canastos!
Los tres pollos entraron al coche, que paró en una mueblería de la calle de Donceles.
—Monsieur Moncalián —dijo Arturo saltando del estribo.
—Monsieur Arturo —le contestó Moncalián.
—Necesito un menaje completo y pronto.
—Lo que usted guste.
—¿A ver las camas?
—Tengo unas inglesas que acaban de llegar… (hacía dos años).
—Ésta.
Moncalián tomó una pizarra y apuntó: «Cama inglesa.»
—¿Y este ajuar?
—Es francés; nada de jalocote, rosa legítima; llevó uno igual el señor Pimentel.
—Éste —dijo Arturo—. Tocador.
—¿Con mármol?
—Sí, hombre ¿quién usa tocador sin mármol?
—Se echa a perder con la humedad —dijo Pío Prieto para dar su opinión, como si tuviera mucha experiencia en materia de mármoles.
—Éste —dijo Arturo.
Moncalián seguía apuntando, y en seguida preguntó:
—¿Adónde?
—Aquí está esta tarjeta; el portero se llama Vicente; la casa está vacía hace ocho días.
—Está muy bien, monsieur Arturo. ¿Qué otra cosa?
—Alfombra, escupideras, lámparas, candeleros, en fin, usted me pone la casa.
—¿Se va usted a casar?
—Sí; pero no lo diga usted.
Moncalián se sonrió y apuntó en la pizarra.
—Aquel ropero —agregó Arturo.
—¡Qué lindo es! —dijo Pío Prieto—. ¿Cuánto vale, monsieur Moncalián?
—Ciento setenta.
—No es caro —dijo con aplomo Pío Prieto.
Esta frase valía cincuenta pesos.
Los pollos volvieron al coche.
Dos horas después Arturo se separó de Pío y de Pedrito y volvió al lado de Concha.
Pedrito volvió a la oficina, y a pesar de su «sana» filosofía echó a perder tres copias.
Pío Prieto se presentó en la sastrería de Salín, y como Arturo le había dado dinero para los gastos de «aquel negocio», Pío compró un puro de a dos reales para echar bocanadas de humo aromático al sastre.
Esto le pareció a Pío muy natural, y aun creyó que estaba representando muy bien su papel de señor.
Entretanto, la moral de Arturo iba ganando prosélitos al grado de acallar los aullidos de doña Lola.
Don José de la Luz estuvo elocuente, y a doña Lola la iban haciendo más y más impresión los contundentes argumentos de su compadre.
Por desgracia, esto que pasaba con doña Lola se repite con una frecuencia lamentable en México, y si señalamos esta llaga social es para anatematizarla.
Si buscamos el origen de estos hechos, nos persuadiremos que este no es otro que el amor al lujo, esa aspiración constante de todas las clases de nuestra sociedad, excepto la ínfima, de llegar a una posición superior; pero no a costa del trabajo ni por medio de los recursos legales, sino arrostrando con todo miramiento y consideración.
Pedrito, haciendo su papel en el mundo elegante a costa de constituirse en un ser inútil y ocioso, cuyo porvenir estaba ligado al prorrateo, era una víctima de esa pasión.
Concha, aspirando al lujo, por imitar a sus amiguitas, se había apoyado en el pasamano de Arturo para subir en la escalera social, y no estaba haciendo otra cosa que preparar su caída al abismo de la prostitución.
Pío Prieto, abandonando el patrimonio santo del trabajo, se escondía dentro de una levita de Salín para ser la larva del ladrón.
Arturo, parodiando las costumbres relajadas de las grandes ciudades, compraba con sus prendas físicas y con su patrimonio monetario la infamia y la desgracia de una joven pura.
La misma doña Lola cerraba sus ojos de madre al resplandor que la cegaba, y exclamaba:
—Con tal que sea feliz y tenga lo necesario, qué hemos de hacer… Tantas vemos que son dichosas; porque habiendo con qué…
—Vaya, doña Lola —contestaba don José— eso es muy corriente; si viera usted en mi familia… y tantos que hacen lo mismo. En realidad, los señores padres son los únicos que lo llevan a mal.
—Es cierto, compadre, todo muy cierto.
Y todos, todos adoradores del becerro de oro, rompían abiertamente con las sabias prescripciones de la moral y minaban por su base la institución de la familia y secaban con sed de riquezas la fuente de la felicidad futura, felicidad que a estos pollos toca propagar mañana; estos pollos serán los padres de familia y los que preceden a una generación cuyo porvenir nos horroriza.
Segunda parte
I. Entrada de Concha en el gran mundo
La casa de Concha no tardó en ser lo que se llama un relicario: nada faltaba allí de cuanto puede pedir el refinamiento y el lujo, al grado de que Concha, al hablar de su casa, decía:
—No hay ojos con qué verla.
Arturo fue más previsor de lo que se puede pedir a un pollo.
Lo decimos, porque después de haber llenado todos los requisitos que pudieran hacer de la casa de Concha un departamento confortable, puso al servicio de ésta una aya francesa.
Madama Luisa estaba encargada de instruir a Concha en los cien mil detalles que tiene obligación de consultar una mujer a la moda.
Concha saboreaba voluptuosidades desconocidas que la encantaban, como el uso del coldcream y del polvo de arroz aromatizado, de la esponja y del jabón de Pivert; en suma, la atmósfera de perfumes en que vivía envuelta, la embriagaba.
Madama Luisa traía de París las últimas novedades del confort, y con una solicitud exquisita y verdaderamente parisiense, iba haciendo de la hija de Jacobo una señorita de gran tono.
Concha, por otra parte, tenía la intuición de lo bello y era naturalmente observadora, de manera que no había objeto que la rodeara que no hubiera sido motivo de su examen y de su contemplación.
Arturo estaba fuera de sí y positivamente enamorado de Concha: se gozaba en su obra y había tomado tan a pechos la erección del ídolo que él mismo había dorado, que empezó por volverse susceptible y hasta celoso, al grado que muchos pollos, amigos suyos, ignoraban el nuevo enlace de su amigo y lo echaban de menos frecuentemente en sus reuniones favoritas.
Este retraimiento le proporcionó a Concha adelantar considerablemente en su aprendizaje, tanto que, en concepto de Madama Luisa, poco tardaría Concha en estar presentable.
Pero no era así naturalmente, porque los vicios de la primera educación difícilmente se corrigen; no obstante, Concha podía pasar ya como una bonita apariencia.
A los pocos días de retiro, a Arturo empezaban a parecerle las horas casi del tamaño natural, cosa que al mismo pollo le sorprendió, supuesto que las de los primeros días le habían parecido un soplo; esto, unido a las bromas de sus amigos por su retraimiento, lo decidieron a tomar otro partido.
—¡Arturo —le decía un día un pollo— conque te casaste!
—No soy tan bárbaro, ese suicidio me parece del peor género.
—Entonces…
—Si lo dices por Concha…
—Precisamente.
—Que quieres, un golpe de fortuna, de esto no hay todos los días.
—¿Y vas a lucirla?
—Mira… todavía no me decido, aunque al principio te confieso que pensé en el secreto riguroso.
—¡Oh! eso del secreto es fatal, es una vida llena de privaciones, ya verás como te cansas.
—Ya lo estoy viendo, pero temo…
—¿Qué temes? ¡Vaya un calavera tímido! Si la chica vale tanto como dices, vale la pena de darla a luz y sobre todo de que le formes círculo, de que des algunos tés para los amigos; cuenta conmigo, Arturo, ya sabes que no me escandalizo de nada y sobre todo sé respetar las propiedades. ¿Qué dices?
—Estaba pensando ya en sacarla; la pobrecita ha tenido una vida de privaciones.
—¡Ah! pues es justo que se divierta.
—Anoche fuimos por primera vez a Fulcheri.
—¿Tú eras? Ta, ta, ta…
—¿Cómo lo supiste?
—Me dijo Ruiz que había visto una linda joven y a su amante acariciarse en el gabinete azul. Te vieron en los espejos, chico. ¡Qué chasco te has llevado!
—¿Es posible?
—Exacto.
—Sólo en los espejos, porque el gabinete azul estuvo solo.
—Vamos, eso no tiene mucha gracia, hoy ya lo sabrá la «chorcha».
Esta palabra pertenece al caló del pollo y quiere decir reunión, pandilla o círculo de amigos.
—Debías llevarla al teatro —continuó el amigo de Arturo, como para sacarlo de su embarazo por lo de los espejos.
—Sí; el domingo vamos, tienes razón.
—Domingo en la tarde por supuesto.
—Se entiende, todavía no me atrevo a llevarla de noche, sabes que van mis primas y todos los de mi familia, mientras que por la tarde las cocineras todas son unas.
—Bueno, chico, te felicito y es necesario que cuanto antes me presentes.
—El domingo.
—Bueno.
—Pues hasta el domingo.
—Adiós.
Diremos algo acerca del interlocutor de Arturo: era un pollo que se llamaba Pío Blanco y que pertenecía legítimamente a la raza de pollos tempraneros.
Tenía quince años y era por naturaleza disipado y ocioso; sabía beber, fumar y blasfemar, triple ciencia que lo privaba de saber otras cosas a pesar de los esfuerzos de su pudre por hacerlo hombre de provecho.
Pío Blanco había crecido mimado, al grado de que sus padres confesaban con un candor sin límites, que se habían declarado insuficientes para sujetar a Pío.
Este pollo había pasado revista en muchas escuelas, porque a los quince días de permanecer en un establecimiento, ya tenía el suficiente caudal de embustes para desprestigiar al director, y bien una riña o alguna maldad de trascendencia decidían su pase a nuevo colegio.
Así corrió de ceca en meca, hasta parar en el Colegio Militar, de donde fue dado de baja por faltas de subordinación.
Esta última salida lo puso en posición de declararse vago con cargo a los fondos de su papá, el señor Blanco, quien acababa de ganar un pleito, separándose de su mujer, que, por fortuna, no era la mamá de Pío.
Con el talismán del dinero, Blanco, padre, se alegró al grado de apurarle menos el porvenir de Pío, a quien quería tanto.
Pío, al gastar el dinero de su padre, no le pesó su conducta anterior, y Blanco padre e hijo se apañalaron cariñosamente en el regazo de la fortuna.
No hizo más Pío Blanco que emplumar lujosamente en manos del sastre, y tomar un aire de superioridad y de abandono que hacían de él el pollo más magistralmente resuelto que se conoce.
Pío Blanco, pobre, solía tener mesura y encogimiento; pero Pío con guantes, dio suelta a su lengua, pareciéndole que ya no tenía por qué callar. Los libros fueron para él un abismo de letras donde no osaba penetrar jamás su perezosa imaginación: en cuanto a religión, apenas dijo al acaso «soy liberal», se creyó dispensado de tener creencias, se avergonzó de haber oído misa alguna vez, y, para sancionar este acto de debilidad de su catolicismo, aprendió de memoria algunas frases de un discurso de Villalobos, y acomodándolas a las circunstancias salía del paso airosamente, según él mismo creía. Hacía alarde de ser cínico y desvergonzado, y no había historia secreta de familia ni honra vacilante, que Pío Blanco no se encargara de divulgar mutatis mutandis.
Era de esas personas, que por desgracia abundan en México, para quienes los asuntos ajenos, por poco que les atañan, son el punto culminante de sus discusiones; desmenuzan y glosan la más insignificante noticia; emprenden, con un calor digno de mejor causa, una controversia sobre los asuntos privados de una familia, a quien ni saludan; y nada de lo que hay a su alrededor, por indiferente que sea, pasa sin sujetarse al tormento del análisis y del más escrupuloso examen. Emprenden sumarias genealógicas hasta dilucidar si H y R son hermanos, y si P y N son casados; son boletines orales de cuya lengua libre al lector su buena estrella, aun cuando a nombre del sagrado de la familia y de la gente honrada haya puesto hoy el autor de esta ensalada el foco de su lámpara sobre esas larvas dañinas, para que alguna vez la víctima vea a toda luz a sus verdugos.
Pío Blanco tenía, además de todos sus títulos, el de chismógrafo triturador de honras más acabado que se conoce.
Este pollo, cuya primera edad había sido una penumbra y una negación, no tenía en su corazón ni en su cerebro noción alguna provechosa ni base moral que normara sus actos, de manera que, perdido el encogimiento del pobre, aceptó de un golpe la vanidad y la desenvoltura del rico, y, con todo el atrevimiento de la ignorancia, afrontaba magistralmente desde la pequeña cuestión social hasta los altos problemas filosóficos.
Tal era Pío Blanco, pollo a quien vamos a ver en seguida convertirse en amigo de Concha.
En el palco intercolumnio número 1, de los segundos, apareció, la tarde de un domingo, en el Teatro Nacional una joven elegantemente vestida: llevaba un traje de gro azul y blanco de doble falda hecho por Celina, y estaba peinada con una gracia y una propiedad inimitables.
El minarete de la belleza de hoy, el clásico copete de la joven estaba adornado con dos rosas pálidas, y aquella colina de cabellos y flores daba a la propietaria un aire aristocrático y distinguido: hubiera sido imposible a Casimira la bizca convencerse de que aquella dama tan blanca, tan sonrosada y tan elegante era la hija de doña Lola, era Concha la Sacristana, como ella se había empeñado en llamarle.
Cuando en uno de esos palcos 1 o 25, de cualquiera de los tres órdenes, aparece una de esas beldades solitarias de exuberante y lujosa falda en una tarde de día de fiesta, la numerosa familia de pollos y tal cual gallo de pelea se ponen en alarma.
Ya barruntan que tras de la bella se parapeta algún feliz que ve con medio ojo la comedia y con uno y medio a la prenda de su cariño; ya se esperan encontrar un conocido a quien felicitar el lunes por su caza mayor; ya, en fin, se hacen la ilusión de que no hay tal propietario y que la beldad es una mujer que acaba de asomar en el mundo pidiendo a gritos la indispensable protección del sexo fuerte; todas estas ideas alborotan la gallera, en la que los pollos son los primeros en piar como al ruido del maíz de por la tarde.
—¿Quién es aquella azul? —preguntó un pollo.
—Es de las mías —contestó otro.
—Ya quisieras.
—¿En dónde vive?
—No sé.
—Está bien vestida.
—Demasiado.
—De seguro no se ha peinado sola.
—La peinó Broca.
—¿Cómo lo sabes?
—Tengo antecedentes.
—¿A ver, a ver? —dijeron varios.
—Mira, Alberto —le dijo un pollo a su compañero— vamos a poner paralelas para el asalto: desde el palco de enfrente veremos quien es el compañero de esa diosa. —Aprobado, chico: pues al asunto.
—Vamos.
—Vamos.
Y media docena de pollos salieron del salón en un entreacto, pidieron vuelta, y subieron corriendo las escaleras de los palcos haciendo mucho ruido.
La parvada se precipitó por el tránsito de los segundos, llegó al palco número 25 que estaba vacío y entró.
—Orden, caballeros —dijo un pollo.
—No sean díscolos.
—No se le ve más que el sombrero.
—Pero ¿quién es? —dijo Alberto.
—Si está casi sumido tras de la crinolina.
—Pero ella es encantadora.
—¿Quién será?
—Nadie la conoce.
—No es de las de…
—Ni de las de… —agregó otro pollo haciendo una mueca.
—¡Ah, ya sé quién es él! —exclamó uno—. Nos está viendo.
—¡Arturo!
—¡Arturo! —repitieron cinco pollos.
—¡Qué maldito!
—¡Ah, hipocritón!
Un pollo tosió recio.
—¡No, hombre! —exclamó uno.
—¡No seas incivil! —agregó otro.
—¿Vamos a visitarlo?
—No seas estúpido. ¿Con qué derecho?
—Con cualquier pretexto.
—Anda solo.
—¿A que no va?
—Éste es «echador».
—¡Echador! ¿Quieres verlo?
—¿Apostamos?
—Lo que quieras.
—Te vas para atrás.
—¡Qué me he de ir!
A este tiempo Pío Blanco tocaba a la puerta del palco en que estaba Arturo; éste iba a pararse cuando Pío Blanco entró provisto de un grande alcatraz de dulces.
—Chico, vengo a que me cumplas tu palabra.
—Concha, te presento a Pío Blanco, mi amigo.
—Gracias, chico. Señorita —agregó dirigiéndose a Concha— sírvase usted aceptar estos dulces.
—Mil gracias.
—¡Qué fortuna tiene este pícaro!
—¿Por qué? —dijo Concha.
—Por qué ha de ser. ¡Usted lo ama! ¿Habrá dicha más grande? Arturo, te felicito doblemente. Señorita, yo sé que Arturo tiene muy buen gusto, y lo que es en esta vez…
Pío se lamió los labios. Concha bajó los ojos. Arturo volvió la vista.
Pío volvió a la carga.
—¡Vamos, si es usted lo más encantadora que se haya visto! Es usted la reina del teatro esta tarde.
Era la primera vez que Concha recibía una andanada de flores de pollo, y se puso colorada: le pareció que Pío Blanco la estaba enamorando descaradamente.
Arturo lo notó y le dijo:
—No hagas caso de éste, es un loco.
—¡Y tú tan juicioso! Ya sabes.
—Cabal.
—No lo crea usted, Conchita; no lo conoce usted; es lo más enamorado y lo más pillo.
—¡Qué tal! —le dijo Concha a Arturo.
—Tú eres la que no conoces a Pío: es un calavera.
—Defiéndame usted, Conchita.
—Yo no.
—Pues me defenderé solo. Todos dicen que soy calavera, que soy enamorado, qué soy pillo, y vea usted… me calumnian: todo mi efecto consiste en ser simpático, porque ¿no es verdad que soy simpático?
Concha no contestó.
—Pues bien —continuó Pío, como si Concha le hubiese dicho que sí—. Tengo muchas amigas que me quieren mucho, y de ahí sacan los envidiosos que soy enamorado. ¿No le parece a usted el colmo de la injusticia? Pero usted va a ser mi buena amiga y me va a hacer justicia ¿no es verdad?
—Sí, señor —dijo Concha toda turbada, y dirigió una mirada a Arturo.
Éste se la correspondió afectando serenidad; pero realmente estaba entrando en cuidado, porque tenía que habérselas con la audacia de Pío Blanco.
A Concha le pareció oportuno hacer algo, y tomó los anteojos.
Todavía Concha no sabía tomar los anteojos, como se estila hoy: los tomó como se han tomado siempre, en la postura natural.
Arturo tiró del vestido de Concha.
Pío Blanco lo notó.
Concha no entendió una palabra: volvió a tirar Arturo. Concha le dirigió una mirada arrugando la ceja como quien pregunta «¿qué sucede?»
Arturo le hizo un guiño con los ojos, señalándole los anteojos.
Concha se los dió.
Arturo vió con los anteojos tomándolos por delante y exagerando la posición.
Concha se quedó abriendo la boca, como si tal cosa.
Pío Blanco pensó.
—Se está encelando.
Concha volvió a recibir los anteojos, y al recibirlos sintió en la mano una presión significativa de la mano de Arturo, como quien dice:
—«¡Qué tonta eres!»
Concha tradujo el apretón de este modo:
—«¡Cuidado con Pío Blanco!»
Concha se puso a ver a Concha Méndez.
—¿Le gusta a usted su tocaya? —le preguntó Pío Blanco.
—Sí, señor; es muy bonita.
—¡Qué diera por ser como usted!
—Tiene muy lindos ojos.
—Los de usted son dos luceros.
—Y muy bonito cuerpo.
—El de usted es mejor.
—Y un pie…
—El de usted es mejor.
—Usted no me los ha visto.
—Es cierto, pero han de ser mejores. Se lo conozco a usted en la mano. La mano de usted es digna del pincel de Xenofonte.
—¿Xenofonte era pintor? —preguntó Arturo.
—¡Hombre, cómo no! Y bueno, ya sabes.
—No me vengas con tu literatura porque me apesta.
—Vea usted, Concha, qué injustos son conmigo: me sucede con mi figura lo que con mi talento. Porque me visto bien dicen que soy un Montecristo; porque soy amable, que enamoro, y porque hago versos me llaman literato.
—¿Hace usted versos?
—Sí, Concha, cuando encuentro quien me inspire, lo cual es difícil. Le ofrezco a usted unos versos a sus ojos, si tú me lo permites, chico —agregó volviéndose a Arturo— porque supongo que a Concha le habrás regalado un álbum. Usted perdone si la llamo Concha, pero yo soy así, no me gustan los diminutivos. Conque ¿le has comprado un álbum? ¿Le ha comprado a usted un álbum?
—¿De retratos? —preguntó Concha.
—No, de recuerdos.
—Ésos no los conozco.
—Es un libro en blanco.
—¡Ay qué feo!
—¡Cómo feo! Allí le escribirán los que la adoren y los que la admiren todo lo que usted les inspire.
—¿Yo?
—Sí.
—¿Los que me adoran?
—Sus amigos de usted.
—¡Ah! ¿Y qué escriben?
—Unos versos y otros prosa.
—¿Y para qué?
—Ya lo verás —dijo Arturo cortando el diálogo con impaciencia.
Esta impaciencia la agregó Concha al apretón.
—Mañana le llevo a usted su álbum con mi composición a sus ojos.
—¿Pero para qué se ha de molestar usted?…
—¡Concha! ¡Concha! ¡Entre buenos amigos! ¡Pero, calle! Mire usted qué turba está en el palco de enfrente. Mira, Arturo, te han comido el trigo, allí está la «chorcha» haciéndonos señas, allí están Pepe y Alberto.
—No les hagas caso, no veas para allá. Concha, mira la comedia.
Concha obedeció.
Pío Blanco se colocó en los asientos de atrás junto de Arturo.
—Chico ¡qué linda es! ¡Qué «pico largo» eres! Pero ¿quieres decirme de dónde has sacado a esta chica tan comm’ il faut? Nadie la conocía.
—Cállate, hombre, y ten moderación.
—¿Te pones serio? ¡Vaya! Ya sé a qué atenerme. En todo caso comprendo que no es de las que conocemos, ya sabes.
—A todo sales con «ya sabes».
—Ya sabes. Te convido a cenar. Concha, la convido a usted a cenar, iremos a Fulcheri.
—Hombre, hombre.
—¿Qué dice usted, Conchita? Porque yo supongo que ustedes cenan ¿no es verdad, Arturo?
—¡Hombre, Pío!
—No hay remedio, ya vuelvo, al terminar la comedia aquí estoy. Abur, Arturo. Concha, hasta luego. Arturo tiene la amabilidad de permitir que cenemos juntos en Fulcheri; hasta luego, hija mía, hasta luego.
—Adiós, señor —dijo Concha abandonándole la mano según una lección de Madama Luisa.
—Oye, Pío.
—Nada, nada, está resuelto, hasta luego.
Pío Blanco salió y cerró la puerta.
Arturo comenzó a ponerse de mal humor. Concha guardó silencio.
II. Una digresión acerca de las manos. La cena en «Fulcheri»
Las manos. He aquí una parte del cuerpo humano digna, por su importancia suma, de la atención del observador.
En las manos llevamos todos escrito el nombre de nuestra raza, el grado de nuestra educación, nuestra posición social, nuestras tendencias, nuestros sentimientos y nuestra historia.
Si este lenguaje de las manos entrara alguna vez en la categoría de los conocimientos vulgares, la humanidad, apoyada en sus propias manos, caminaría mejor.
Esta segunda fisonomía no está, por desgracia, tomada generalmente en consideración, y, con pocas excepciones, el mundo se conforma en materia de manos con estas solas dos calificaciones: Manos bonitas y manos feas. Y no se cuida mucho de que hay tantas clases de manos, cuantas clases de pasiones hay.
Las manos son una revelación de ese misterio que se llama «ser moral», son una acusación manifiesta de lo que el hombre oculta; y por eso, cuando el hombre formula en su interior una oración sincera emanada de la conciencia y de la verdad, «eleva a Dios las manos».
Las manos con su laberinto de rayas, sus falanges, falangines y falangetas, con sus movimientos especiales, son el proceso del individuo, el carnet de su viaje por este planeta.
La quiromancia conocía antaño ese carnet, y el pillo que sabía leerlo en la antigüedad tenía el raro prestigio de consternar un reino, de cambiar la faz política de una nación, y de alcanzar mayores resultados con un horóscopo y con una predicción, que el poder religioso y que la fuerza bruta.
Es que la verdad y la conciencia son hermanas, y cuando por cualquier medio, por extravagante que sea, se dan la mano, triunfan.
Si alguno de nuestros lectores es observador, se habrá fijado alguna vez en el lenguaje mudo de las manos.
Las manos son susceptibles de educación, y son siempre las que la revelan; las manos en su configuración, en su tez y en sus movimientos, son el testimonio inexcusable de las costumbres del individuo.
Hay manos groseras, manos tontas, manos ordinarias, así como las hay ociosas, aristocráticas, sensuales, artísticas, curiosas, hábiles, etc., etc.
Estudiad las manos y al poco tiempo de observación encontraréis que os hablan.
No nos preciamos de conocer a fondo La science de la main, librito que hemos buscado con ansia para estudiarlo y apoyar nuestras observaciones, de las que, a reserva de ampliarlas en otra ocasión, asentaremos algunas, aunque ligeramente.
La quiromancia llegó a profundizar la cuestión y el autor del libro a que nos hemos referido ha llegado a hacer un estudio prolijo y concienzudo que ha logrado penetrar, y con felicidad, en el terreno de la adivinación; pero nosotros no entraremos al examen de las líneas, sino solamente al de la forma y los movimientos.
Por ejemplo: despedíos de una joven bien educada, acostumbrada a la buena sociedad y al trato franco y sincero, y sentiréis todas esas cualidades en el tacto, en la manera con que os estrechará la mano; pero dádsela a una beldad inculta, a una polla ordinaria, y notaréis una contracción extraña, sentiréis unos dedos nerviosamente rectos y una mano muerta, un movimiento sin intención y como que no está en armonía con la voz ni con el asunto, es una mano postiza que se mueve por imitación, es un desencanto, una mano torpe y elocuentemente desconsoladora.
En esta categoría estaban las manos de Concha aun después de las lecciones de Madama Luisa.
En cuanto a su forma, ocultaban sus articulaciones bajo una piel suave y tenían los dedos puntiagudos, señal inequívoca de pereza y voluptuosidad.
Las manos hábiles tienen los dedos espatulados, las trabajadoras las yemas redondas, y los dedos casi rectos, las articulaciones pronunciadas y las venas salientes.
Las manos de Arturo se parecían a las de Concha, eran suaves y puntiagudas. Los dos amaban la molicie.
Pío Blanco, a pesar de su poca experiencia, comprendió gran parte de lo expuesto en la manera con que Concha le dió la mano; y este solo hecho era tan significativo y trascendental que Pío se puso a discurrir de este modo:
—No, a pesar de su lujo, esa chica no es lo que parece; Arturo la ha de haber sacado de algún rincón y la ha ataviado como una señorita. ¡Bravísimo! Esto me alienta y me hace concebir una esperancita… porque, en fin, yo soy un calavera… mi edad… vamos Pío, eres un pollo —se decía a sí mismo el pollo, tomando un aire de fatuidad muy marcado—. Pío, Pío, tú tienes un pensamiento retozón… ¡pero si tiene unos ojos esa chica! Y luego… que como no es decididamente una encopetada cocota ni cosa que lo valga, va a ser accesible, yo soy buen mozo y me visto bien… Afortunadamente traje mi corbata verde que, según mi chica, me está tan bien… En fin, en la cena veremos lo que se avanza: es necesario quedar bien con el fanfarrón de Arturo, para que en todo caso vea Concha que sé lo que traigo entre manos y que soy hombre que presta garantías.
Estas y otras mil ideas preocuparon a Pío Blanco basta el momento de reunirse con Arturo y Concha.
—¿No me tardé? —dijo al entrar al palco.
—Nada de eso: eres un inglés.
—Ya sabes. Concha ¿se ha divertido usted mucho?
—Sí, señor.
—¿Vámonos?
—Sí, así saldremos sin pasar la consabida revista —dijo Arturo.
—¿Qué revista? —preguntó Concha.
—La de la doble fila de curiosos que se forma a la salida del teatro.
—¡Ah!
Pío tomó de sobre una silla un magnífico abrigo de merino blanco y lo colocó sobre los hombros de Concha, a quien desde luego pareció aquella galantería de un carácter desconocido, al grado que dirigió una mirada a Arturo como para pedirle su aprobación.
Pío Blanco dejó que Arturo tomara a Concha y dijo:
—No te quejes, chico, de derecho me tocaba llevar a la interesante Concha, pero como te considero muy enamorado te hago esa concesión. Ya sabes.
—Gracias, generoso.
Los tres pollos salieron antes de que se acabara la comedia; montaron en un coche y partieron para el café de Fulcheri.
Pío Blanco pidió sopa de ostiones para los tres.
—¿Sopa? —dijo Concha haciendo un gesto graciosísimo.
—Sopa, Concha, sopa de ostiones.
—¿A estas horas?
—¡Oh! ese es el chic, los ostiones son nuestra comida favorita ¿no es verdad, Arturo? Ya sabes.
Puso el criado la sopera y Pío Blanco hizo platos.
Concha observó para sí que aquello no tenía cara de sopa; por lo menos no se parecía a la de tortilla, ni a la de fideos; tomó algunas gotas en la punta de la cuchara y la probó: la encontró detestable.
—De tomar sopa —pensó Concha— preferiría yo de tallarín, como la que hace mi mamá.
Arturo estaba en un brete; hacía señas a Concha con los pies para que no se dejara ver la hilaza, para que no hablara; pero no pudo evitar que Pío Blanco, con esa tenacidad peculiar del pollo, especialmente cuando el pollo come y bebe, no pudo evitar, decimos, que Pío exclamara:
—¡Cómo! encantadora Concha ¿no le gustan a usted los ostiones? Los ostiones son la comida favorita de los hijos del placer, de los hombres de gusto, de la gente que comprende los deleites gastronómicos; el mundo elegante los reputa, desde la más remota antigüedad, como el platillo de los enamorados.
Concha abría los ojos, teniendo la cuchara suspendida entre el plato y la boca, estaba lela; después bajó la cara y procuró analizar la forma de los ostiones.
—¿Busca usted la forma? Eso es cuestión de forma, como dicen en el Congreso; busque usted la sustancia, Concha, la sustancia, y ya verá usted. Chico —dijo en seguida, dirigiéndose a Arturo— si quieres ser feliz, es preciso que alimentes a esta hechicera beldad con los productos culinarios más en analogía con las costumbres modernas.
—Ya aprenderá —dijo Arturo turbado.
—A la salud de usted, Concha, por esos ojos…
Pío tocó su vaso con el de Concha, quien se estremeció con el contacto inesperado y estuvo a punto de soltar el vaso.
Pío apuró el suyo de un sorbo y Concha apenas tocó el suyo con los labios.
El dios Baco tiene sacados muy curiosos apuntes sobre la embriaguez en todos los tiempos, y hasta ha llegado a confundirse en materia de apreciaciones. El tal dios de las viñas hace formales mollinas cuando, en una cena íntima o en un banquete, se encuentran beldades de paladar refractario al consagrado néctar.
Las personas no acostumbradas al vino lo aceptan como una verdadera poción venenosa; apenas lo catan y les parece mucho un trago: el verdadero chic consiste en beber con naturalidad. A este chic debe la industria moderna la enormidad de su estadística alcohólica.
—Beba usted, Concha.
—Se me sube.
—El buen vino no se sube.
Arturo y Pío bebían como contramaestres.
La conversación subía de punto. Pío se volvía impío y Arturo no veía claro. Delante de una mesa cubierta con suculentas viandas y exquisitos vinos, el hombre espiritualiza el placer animal, y las fuerzas digestivas dejan, en los primeros momentos, ejercer todo su poder a las fuerzas intelectuales.
El gusto, la vista y el olfato se regodean en el refinamiento culinario; y sabores y aromas, estimulan el sensualismo del gastrónomo: el hombre reina, se siente bien, se alegra de verse bueno. Este placer múltiple pone al pollo insoportable, al grado de privarnos del placer de escribir en seguida el diálogo de la cena, que, para nosotros, tiene todo el sabor del pollo en auge; presentaría una de las fases más encantadoras de este bípedo, nos facilitaría la autopsia, nos ahorraría letras. Con positivo sentimiento renunciamos a describir con todos sus detalles aquella cena a tres, cena del Café Inglés de París, casi pompeyana; pero preferimos respetar a nuestros lectores doblando la hoja para pasar al capítulo siguiente.
III. En el que la precocidad de los pollos determina una catástrofe
Sentémonos en una de las elegantes bancas de fierro del jardín de la Plaza Mayor de México.
La noche es hermosísima, y en el reloj de la Catedral acaban de sonar las doce y media: del portal de las Flores se retira el último figón improvisado sobre una mesa, y todavía en los dos extremos del portal de Mercaderes permanecen, soñolientos y silenciosos, dos dulceros, iluminados por la fuerte luz de un quinqué de petróleo.
La luna está en el zenit, el cielo es azul y ni una ráfaga de viento agita las dormidas plantas del jardín, en el que, no obstante, se perciben los aromas de los floripondios, de la miñoneta y de los heliotropos.
Frente a Catedral están sentados, en una banca, una dama y un caballero. La dama está envuelta en un manto gris, el caballero tiene un paleto oscuro, y una bufanda le oculta la mayor parte del rostro.
Eran Concha y Arturo.
En el rumbo opuesto, quiero decir, frente al Palacio Municipal, hay cuatro pollos que ocupan otra banca de fierro. Estos pollos son Pedrito, Pío Blanco, Pío Prieto, y un desconocido.
—Es deliciosa, chico, es deliciosa —decía Pío Blanco—. Anoche cené con ella; es un poco inculta.
—¿Es posible? —dijo Pío Prieto, que ignoraba lo que había pasado entre Concha y Arturo hacía algunos días— cuéntanos eso.
—A ver —dijo Pedrito, muy lejos de creer que se trataba de su hermana.
—Nuestro hombre estaba en los segundos con la chica, nos picó la cresta a todos los de la carpanta, y nos propusimos averiguar quién era la azul.
—¿La azul? —preguntó el pollo desconocido.
—Iba vestida de azul —repuso Pío Blanco, y continuó—: nadie la conocía; pero Paco el acomodador nos dio informes y ya con ellos, cataplum, me lancé al palco y saludé, provisto de un alcatraz de dulces; lo ofrezco, ella lo acepta, los convido a cenar, bebemos mucho champaña, y después algunos ponches calientes… la cosa es hecha. Ya en el champaña, un piececito de la niña me pertenecía; porque han de estar ustedes, que yo acostumbro empezar los telégrafos con los pies: es mi táctica.
—Yo soy lo mismo —dijo Pío Prieto.
—En primer lugar, acerqué mi pie como casualmente, y cuando mi hombre se descuidaba, dirigía yo miradas tiernas a la sirena.
—Miradas melodramáticas —agregó el pollo desconocido.
—Exactamente. Yo creo tener cierta atracción magnética en la mirada.
—¡Presumido! —exclamó Pedrito.
—No, chico, eso no es presunción. Yo conquisto con los ojos y luego con los pies; con la vista, exploro, y con los pies corroboro: así es que a los ponches ya el piececito de la divina estaba colocado negligentemente sobre el chagrín de mi botín. ¡Delicioso!
—¿Y luego? —preguntó Pío Prieto.
—Hoy la he llevado una preciosa caja de dulces y un álbum.
—¿Y qué? —preguntó Pedrito.
—El negocio es hecho, la ocasión es la que falta, la conquista es espléndida.
—Te felicito, chico —dijo Pío Prieto.
—Vale la pena de cenar en Fulcheri —dijo el pollo desconocido.
—Aprobado —dijo Pedrito.
—Pío Blanco paga —dijo Pío Prieto.
—No me arredro; en marcha.
—A Fulcheri, a Fulcheri —repitieron Jos pollos y se pusieron en movimiento.
Las cenas de Fulcheri son generalmente cenas de calaverones, de pollos y de amantes desvelados: rara vez estas cenas son entre gentes de severas costumbres, porque son a media noche y más suculentas de lo que conviene a estómagos enfermizos y metódicos.
Los cuatro pollos sorbieron con delicia el caliente consomé, tomaron jamón de Westfalia, pavo, pasteles, champaña y ponches de Kirchwasser.
Todos brindaron a la salud de la «azul», y Pío Blanco, en el colmo del agradecimiento, les ofreció otra cena en compañía de la bella conquistada.
Esta palmaria prueba de confianza hizo estallar el entusiasmo, y los pollos prorrumpieron en vivas a Pío Blanco.
—Lástima es —dijo Pedrito— que esa cena sea para dentro de seis meses.
—¡Seis meses! —exclamó Pío Blanco.
—Lo menos —dijo Pedrito.
—Dentro de ocho días.
—Que se tome nota —dijo el pollo desconocido.
—Que lo apunte el más viejo de nosotros —dijo Pedrito— ¿cuántos años tienes, Blanco?
—Diez y siete.
—¿Y tú, Prieto?
—Diez y siete.
—¿Y tú, Pepe?
El pollo desconocido dijo:
—Diez y ocho.
—Tú lo apuntas.
—Corrientes —dijo Pepe— el día 15 será la cena.
—¡No será ese día! —dijo Arturo, presentándose de una manera dramática en el gabinete…
Los pollos enmudecieron.
Pío Blanco, se puso blanco, Pío Prieto rojo, Pedrito verde y Pepe amarillo.
En medio de aquella caja de colores estaba la llama azul del poche.
Arturo se acercó a Pedrito, y le dijo al oído:
—Llévate a Concha a casa y allí me esperas.
Pedrito obedeció en silencio y fue a tomar a su hermana que, efectivamente, estaba en la sala inmediata al gabinete azul, pues mientras los pollos proyectaban cenar, Concha y Arturo, con la misma inspiración, habían entrado a Fulcheri.
Arturo se dirigió a Pío Blanco y le dijo con acento de primer galán:
—Salga usted, caballero.
Pío Blanco se puso su sombrero.
—Me permitirás que pague la cena, porque supongo que no me obligarás a aparecer droguero con Fulcheri.
—¡Mozo! —gritó en seguida— ¿cuánto se debe?
—Una onza —dijo el criado.
Pío Blanco tiró sobre la mesa una onza de oro y una peseta para el criado.
—Estoy a tu orden, Arturo.
Los cuatro pollos salieron de Fulcheri.
*
Pedrito y Concha pasaron la noche en vela esperando a Arturo.
A las siete de la mañana salió Pedrito en busca de noticias. Arturo no había dormido en su casa ni en hotel alguno. ¿En dónde estaría?
Pedrito empezó a sospechar que el lance debía haber sido bastante serio. Buscó a Pío Blanco y después a Pío Prieto, y por último a Pepe.
Todos los pollos se habían perdido.
Pedrito, por lo tanto, no sabía qué partido tomar, y regresó a participar a Concha aquella extraña desaparición.
—¡Se habrán batido! —dijo ésta sobresaltada.
—¿Quiénes?
—¡Cómo quiénes! Arturo y Pío Blanco.
—¿Luego tienes motivos para sospechar que Arturo esté celoso de Pío?
Concha no supo contestar.
—¡Responde!
—Pues bien, sí. Pío me enamoraba.
Pedrito fingió ponerse furioso.
—No estarnos para sermones —dijo Concha resueltamente— busquemos a Arturo.
—Y a Pío Blanco.
—No me provoques.
—Tú le juegas una mala pasada a Arturo, y ya sabes cuanto le debemos.
—Ya me lo has dicho veinte veces.
—Y te lo diré cien mil. Llevas muy malas trazas, vas a acabar mal.
—¿Y tú?
—¿Yo? Soy hombre y trabajaré: ¿pero tú?
—¿Qué oficio tienes?
—Eso es cosa de mi capote.
—De mi capote —repitió Concha ahuecando la voz.
—¡Estúpida!
—Tengamos la fiesta en paz y vuelve por ahora a buscar a Arturo.
—¿En dónde quieres que le busque? No está en su casa, no está en ninguna parte.
—En alguna parte ha de estar.
—Estará en la cárcel.
—Puede ser.
—¿Qué dices?
—Que nada extraño sería que estuviese en la cárcel. —¿Sabes que dices bien?
—¡Pues ya lo creo! Vé a la Diputación.
Con este nombre distinguen algunos el Palacio Municipal de México.
Pedrito salió de nuevo en busca de Arturo. A pocos pasos de la casa de Concha, Pedrito encontró a un pollo.
—Chico —le dijo éste— no vayas a la oficina.
—¿Por qué?
—Porque ya es inútil que te molestes.
—¡Cómo!
—El jefe te ha destituido.
—Te chanceas.
—Ayer se ha puesto la orden.
—¿Y por qué motivo?
—Por inútil y por moroso en el cumplimiento de tus deberes.
—¿Pero eso es cierto?
—Palabra de honor.
—Ya me lo esperaba. El jefe no me puede ver, y es porque sabe que mi padre anda en la revolución; pero no importa, todas estas son intrigas de mis enemigos, ya sé de donde viene el golpe; pero te juro que le he de romper los anteojos al tal jefe ¡ignorantón! que ha ascendido por favoritismo.
—¡Hombre, Pedrito!
—Seguro, eso es por su mujer. ¡Echarme como si fuera yo un criado! ¡Ya se ve! ¡Si no se puede ser empleado! Pero deja que triunfe la revolución, chico, y verás adónde se va el jefe hipócrita, santurrón. No me pesa. Con que no debo ir ¿eh?
—Creo que no debes presentarte a recibir el desaire.
—Iré, y mucho que sí, para decirle a ese viejo cuántas son cinco.
—Haz lo que quieras: te dejo porque van a dar las nueve. Adiós.
—Adiós.
Y Pedrito se quedó extático; después se rascó la cabeza, se echó hacia atrás el sombrero hasta descubrir el pelo de la frente, se colocó las manos en los bolsillos y comenzó a andar, silbando quedito. De vez en cuando interrumpía su aria con una blasfemia que murmuraba por lo bajo, pero que no siempre pasaba desapercibida para los transeúntes, que se reían del pollo desvelado y maldiciente.
En cuanto a Concha, ataviada aún con el traje del paseo nocturno, había cambiado solamente el manto gris por un rebozo azul.
El rebozo es el más íntimo confidente de la mujer en México. Las costumbres francesas se han estrellado generalmente ante el uso de este adminículo indispensable, ante esta acentuación de la nacionalidad, ante ese chal de extraña flexibilidad y característico de México.
La mujer y el rebozo son el único matrimonio completamente feliz: sobre los hombros de la propietaria se adapta a un millón de «partidos de paños», como dicen los pintores.
Cuando el rebozo está sobre los hombros y, después del emboce, vuelven a subir las dos puntas sobre el hombro izquierdo, la mujer está ocupada; entonces el rebozo quiere decir tráfago, haciendas, ocupaciones domésticas, preparativos.
Cuando el rebozo en los hombros está cruzándose sobre el hombro y cae más abajo de la cintura, es señal de que el talle de la propietaria está invisible, los broches están divorciados y la pureza de las líneas está en bosquejo.
Pero cuando este lienzo elocuente está cubriendo la cabeza hay que temer cosas graves, y es una infalible señal de alarma: en primer lugar, el tocador está en inútil espera, los postizos están en dispersión, y la propietaria está confiando a su rebozo males físicos o morales; la propietaria está triste, tiene jaqueca, ha recibido malas nuevas, y la diosa de la moda y los geniecitos del tocador están bostezando y muriéndose de fastidio porque la hada del gabinete de los secretos está transigiendo con la prosa vil de la vida.
Ultimamente, cuando el rebozo cubre parte de la frente, la boca y parte de la nariz, el drama es inconcuso, la propietaria ha tocado el summum del malestar, de la displicencia, del frío, de la pereza, del dolor, y de todo lo sombrío y siniestro. El rebozo de Concha no le dejaba descubiertos más que los ojos.
Aquellos ojitos estaban inyectados y se clavaban en el suelo como leyendo en las flores de la alfombra una porción de cosas tristes. Concha comenzaba a ser infeliz, y estaba abriendo ese libro de negras páginas, y del que cada capítulo va conduciendo al alma a un índice horripilante.
Hay una nube sombría en el porvenir que de repente se interpone entre nosotros y el sol de nuestras dichas pasajeras, y las intuiciones de lo cierto, de lo desconocido, de lo pavoroso, nos hacen estremecer, como a la vista de un precipicio palpable.
El libro de nuestra vida repite, como las grandes composiciones musicales, los temas, los motivos y las ideas de la introducción.
Labradores de este campo que se llama la vida, recogemos indispensablemente los frutos de nuestra siembra de ayer, la tierra nos devuelve con usura lo que le confiamos, para tener derecho a que le devolvamos lo que nos confió: nuestro cuerpo.
Concha empezaba a recoger.
Todos para recoger miramos al suelo, donde pusimos los pies; allí está la huella, no lo podemos negar.
Hay frutos amargos.
Al verlos los regamos ya tarde con una lágrima. Al recoger los frutos buenos, levantamos la frente al cielo.
Concha no levantaba la frente. ¡Pobre Concha!
Su meditación fue interrumpida por la voz de una criada. Esta criada era Soledad, que hacía notable contraste con el lujo de la pequeña habitación: estaba andrajosa y sucia; tenía como veinte años, una fisonomía bronceada, trazada con esas líneas elocuentes que dibujan la disipación y la mala vida: sus cabellos estaban ordinariamente erizados, y el poema de aquella existencia misteriosa, estaba representado en dos circunstancias, a saber: en el desaseo y la incuria de la criada, y en sus pies.
Esta criada calzaba unos magníficos botines de seda solferinos exquisitamente adornados.
Soledad había visto realizado su ensueño. En cuanto a Madama Luisa, se había despedido desde el día en que Arturo minoró las propinas.
Soledad entró; vio a Concha cabizbaja y se sentó en la alfombra enfrente de su ama:
—¿Qué? —murmuró apenas Concha.
—La comida.
—No como.
—No es eso.
—¿Pues qué?
—Que no hay comida.
—Mejor.
—¿Cómo mejor, y yo?
—Es verdad —dijo Concha tomando unas llaves que alargó a la criada.
Ésta se levantó y fue a abrir un ropero, cuya puerta era un espejo.
La horrible cara de la criada se reprodujo allí como en un gran marco elegante la figura maestra de una pordiosera; parecía una de esas magníficas pinturas que representan a un miserable.
La criada se vió de cuerpo entero, y en vez de verse la cara se vio los pies.
Todos estos detalles pasaron desapercibidos para Concha.
—No hay nada —dijo la criada.
Concha le fijó la mirada.
—¿Cómo no hay nada? Habrá plata.
—Nada —volvió a decir la criada haciendo girar el espejo— vea usted.
Concha se levantó y lo registró lodo, y después se quedó pensativa.
—Lleva esto —dijo al fin, y tiró a la criada un vestido de gro negro.
La criada hizo un lío en una toalla y salió de la habitación.
Hay algunos millones de pesos en circulación en el país, debido a que algunos miles de usureros se han colocado enfrente de la miseria y de las malas costumbres.
La miseria, no obstante, no es la principal proveedora de las casas de empeño. Un poco de orden y el infame comercio languidecería; un poco de método y de amor al trabajo, y la circulación de la usura dejará de ser la vorágine de las clases menesterosas.
La pereza está al lado de las necesidades, para proporcionar el recurso fácil del empeño al que tiene, por dicha de los usureros, la torpeza de olvidar la aritmética en estos tiempos.
El Monte de Piedad está legítimamente instituido bajo el manto de la beneficencia pública. Tal fue la mente del Sr. D. Pedro Romero de Terreros, cuando el año de 1775 cedió trescientos mil pesos para la fundación de ese establecimiento en México.
Efectivamente, ese ogro que se llama la miseria pública, se arrastró huraño pero consolado, hasta las puertas del suntuoso edificio; y por medio de una operación piadoso-mercantil, vio convertirse un trapo, inútil por el pronto, en un pedazo de pan. El hambre logró ver el algodón, la lana, la seda y los metales color de pan: ¡ilusión risueña!
Pero la pereza, que también trabaja para mantenerse, la holgazanería y todos sus hijitos los vicios, a la sombra del gran pensamiento filantrópico se disfrazaron de miseria, y también se arrastraron hasta las puertas del Sacro y Nacional Monte de Piedad de ánimas.
Pero volvamos a Concha, que de nada de esto tiene la culpa, pues no ha tenido más parte en lo que pasa que haber nacido bonita y pobre: desgracia bien común y bien fecunda en resultados.
Concha presentía el derrumbamiento.
Todas las posiciones falsas tienen delante el precipicio. Las loretas de París suelen caer desde el palacio al hospital.
Cuando a Concha se le acabara el oro no le quedaba más que la belleza, que es el capital que rinde más funestos réditos.
Concha, después de una larga meditación, se consoló viéndose en la luna de su ropero.
He aquí una de las ironías de la vida.
La explotación del capital más inmueble que se conoce: este era el porvenir de Concha, y no obstante, Concha no se espantaba: lo que tenía delante de sus ojos no era el abismo de la prostitución con todos sus horrores, porque para ver ese abismo, se necesita tener educada la vista en la moral y en los buenos principios; la pobre doña Lola nada supo en su vida de toda esa jerigonza.
Ella decía que era buena cristiana, y lo decía sinceramente: en efecto, oía misa y rezaba, y si no le había enseñado más a Concha era porque ella misma lo ignoraba.
Concha, abandonada por Arturo, no sería, en todo caso, más desgraciada que doña Lola abandonada por don Jacobo, «lanzado a la revolución».
¿A quién apelaría Concha? A nadie, a ella misma.
IV. El lector encuentra a los pollos y se entera de lo que les sucedió después de la cena en «Fulcheri»
Cuando los pollos salieron del café, buscaron campo y se fueron al jardín del zócalo.
Arturo tomó la palabra y, poniendo gruesa la voz, dijo de este modo:
—Pío, es necesario que nos matemos.
—Nos mataremos —contestó Pío Blanco.
—Pero señores —exclamó Pío Prieto— veremos si el asunto puede arreglarse de otro modo.
—Sólo con la muerte de uno de los dos —insistió Arturo.
—Supuesto que por una… chiquilla, quiere Arturo batirse, yo le daré gusto; pero la chica no vale la pena.
—¡Miserable! —exclamó Arturo tomando una actitud de tenor sfogatto.
Pepe y Pío Prieto se interpusieron.
Pío Blanco tenía calma, tal vez por la convicción de su falta, pero no se retractaba.
En seguida Arturo prorrumpió en asquerosos denuestos, en insultos soeces, en palabras inmundas y quería comerse a Pío Blanco. Le escupió a la cara.
Pepe contenía a Arturo. Pío Prieto procuraba inducir a Pío Blanco a que arreglara el asunto, ofreciendo no volver a ver a Concha; pero Pío Blanco no transigía y Arturo estaba cada vez más furioso.
Aquel altercado en la mitad de la noche, llamó la atención de los guardas, quienes a paso acelerado se dirigían ya hacia los pollos; pero éstos, para quienes un guarda-faroles era un gavilán, se escurrieron bonitamente tomando en silencio la dirección de las calles de Plateros.
Media hora después, los cuatro pollos estaban en la colonia de los Arquitectos.
Arturo, como a cincuenta pasos de Pío Prieto y de Pepe, que arreglaban, como padrinos, las condiciones del duelo, y Pío Blanco estaba a otros cincuenta pasos distante, en dirección opuesta.
Después de una larga conferencia, Pepe se volvió a donde estaba Arturo, y Pío Prieto a donde estaba Pío Blanco, y en seguida volvieron a reunirse; esto se repitió varias veces, hasta que quedó definitivamente arreglado que por ser de noche y aun cuando la luna alumbraba espléndidamente, se colocarían los contendientes a veinte pasos de distancia y a una señal avanzarían y dispararían a voluntad con el revólver.
Pepe y Pío Prieto colocaron a Arturo y, avanzando después veinte pasos, señalaron el lugar para que se colocara Pío Blanco.
Después Pío Prieto y Pepe se apartaron a un lado y sonó una palmada.
Ninguno de los contendientes se movió. Sonó otra palmada. Arturo avanzó de prisa y Pío Blanco apuntó; Arturo iba a pararse para disparar cuando se oyó el tiro de Pío Blanco, y Arturo cayó disparando su pistola.
Pío Blanco permaneció en guardia. Pío Prieto y Pepe se acercaron corriendo a Arturo, lo tocaron… ¡Tenía atravesado el pecho!… Pepe, al levantarlo, sintió la sangre en la espalda.
—Me muero —murmuró Arturo con voz débil.
—¿Qué hacemos? —dijo muy afligido Pío Prieto.
—¿Está muerto? —preguntó Pío Blanco acercándose.
—Morirá pronto —le contestó Pepe.
—Fue una calaverada haber hecho las cosas de este modo —dijo Pío Prieto— pero aquí tengo amigos, tocaremos allí —añadió señalando una puerta al fin de una tapia.
—Pero haremos un escándalo —objetó Pepe.
—No importa, Arturo se muere.
Pío Blanco fue a tocar. Por fortuna contestaron pronto.
—¿Quién?
—Soy yo, Victoriano —dijo Pío Prieto— abre que importa.
—¿Es usted el niño Pío?
—Sí, yo soy, abre.
Pepe y Pío Prieto venían cargando a Arturo. Victoriano era el cuidador de una de las casas de campo de la colonia.
Se instaló al herido en la pobre cama, caliente aún, de Victoriano, y Pepe, salió en busca de un médico. Entre tanto Pío Prieto y Pío Blanco aflojaron los vestidos a Arturo, que había caído ya en la postración de la muerte.
Victoriano propuso a los pollos que vendaría al herido, y así lo hizo, rompiendo una sábana. Victoriano había sido soldado de la ambulancia, de manera que la venda, aunque inútil, estaba al menos bien puesta. En seguida puso lienzos mojados sobre las dos heridas que no cesaban de sangrar.
Hora y media después se oyó el ruido de un coche; venían en él Pepe y un médico.
Arturo no había vuelto a hablar; su cuerpo sólo producía un sonido estertoroso y lento.
El médico movió la cabeza, tocó el pulso, se volvió hacia los pollos, que estaban descoloridos, e hizo una señal desconsoladora. Pocos momentos después expiró Arturo, a la sazón que en el horizonte se destacaba una zona sonrosada y por todos los ámbitos de la ciudad cantaban los gallos.
El médico se despidió, y Pepe y los dos Píos se quedaron viéndose por largo tiempo sin proferir una sola palabra. Los pollos estaban apurados.
En su carácter de tempraneros los pollos habían cumplido su misión, ya habían entrado en singular combate; pero aquel muerto hablaba elocuentemente con su silencio.
Un muerto siempre es una cosa muy seria, aun entre los pollos. Arturo, el espigado, el simpático, el elegante, yacía exánime.
¿Qué harían con aquel cadáver? ¿Quién se encargaría de llevar la fatal noticia a la familia del muerto? ¿Qué partido tomaría el asesino?
Veamos de qué manera resolvían los pollos estas importantes cuestiones.
Desde que Dumas inundó la América española de novelas, sembró con buen éxito algunas frases que recogieron los pollos.
Ésta es una de ellas:
—«¿Y bien?»
Era preciso que después de la perplejidad, un pollo rompiera el silencio de este modo, así es que Pío Prieto exclamó:
—¿Y bien?
Pío Blanco contestó:
—¡Psh!
Y Pepe se encogió de hombros.
—Sí —respondió Pío Blanco.
Los pollos estaban lacónicos: su verbosidad se plegaba ante el cadáver.
El pollo de buena ley, el pollo de estos tiempos que corren, el pollo que mata y se suicida, y enamora y seduce y se embriaga, tiene todavía su fibra patética delante de los muertos.
Parece que no hay cadáver que no tenga el dedo en la boca diciendo: ¡silencio!
Los pollos estaban hablando quedo, como si temiesen que los oyera Arturo. No hay quien no respete la soñada sensibilidad del tímpano auditivo de un muerto.
Vivid, sentid, y el mundo sin consideración os atronará los oídos aun cuando os lastime; pero tan luego como estéis en la imposibilidad de oír, guardarán silencio los que os rodean, os cuidarán de las moscas, y no moverán vuestro cuerpo yerto sino con exquisito cuidado: ya no hablarán mal de vos como si temieran que abrierais un ojo, que es la chanza más pesada de un muerto.
Los pollos hacían todo esto, chupando cigarros. El cigarro es la mamadera de las grandes situaciones.
El hombre como siente y como piensa, fuma. Se aflige, se mortifica, se avergüenza, y fuma. No sabe qué hacer, y fuma. Tiene mucho qué hacer, y fuma.
Mira a un muerto y fuma.
El cigarro es un problema sin solución.
El hombre para quien han sido, son y serán humo muchas cosas, se familiariza con el humo. A la pobre inteligencia humana le queda mucho que averiguar, tiene delante siempre lo indefinido, lo abstracto, lo desconocido, y pasa por el mundo dejando sin solución la mayor parte de lo que ve.
Por eso fuma el hombre: tal vez esa nubecilla que tanto se empeña en hacer permanente delante de sus ojos, es la significación de todo lo que ignora.
Los pollos fumaban con tesón, y como dicen los fumadores, «coleaban»; lo cual quiere decir en el tecnicismo de este gran negocio de la humanidad, encender un nuevo cigarro en el cabo del anterior.
Pero humo no era lo que allí se necesitaba; y los pollos entretanto no tomaban ningún partido.
Dejando al muerto, salieron de la habitación a buscar en el fresco ambiente de la mañana la anhelada inspiración.
—Decididamente —exclamó Pío Prieto con aire magistral— Pepe irá a llevar la noticia.
—¿Yo? —dijo Pepe.
—Sí. Entretanto yo me quedo aquí y Pío Blanco se esconde.
—¡Esconderme! —dijo Pío Blanco con una entonación propia de don Sancho el Bravo.
—Sí, esconderte —insistió Pío Prieto—: has matado a un hombre.
—Pero en buena lid, como caballeros.
—Lo cual no impedirá que te aprehendan, porque las leyes no entienden de buenas lides.
—Pues no me escondo: en tal caso me denunciaré a la justicia y sufriré las consecuencias.
—No seas tonto, ocúltate mientras arreglamos las cosas, y después veremos.
—No señor, mi partido está tomado. Abur, caballeros —dijo Pío Blanco calándose el sombrero hasta las cejas.
—¡Oye! ¡Oye! —le gritaron Pepe y Pío Prieto.
Pío Blanco desapareció.
Pío Prieto y Pepe se descartaron por lo pronto de una dificultad: quedaba en pie la del muerto.
Pepe por fin fue el encargado de dar la noticia. Pío Prieto se quedó cuidando el cadáver. Éste es un cumplimiento a que todos los muertos son acreedores, y es tan estricto el ceremonial en este punto, que hay ricos que pagan veladores que hagan durante una noche los honores al muerto.
Esta antesala postrera es indispensable.
Pío Prieto cumplía por su parte, justo es decirlo, con toda la hombría de bien y con toda la circunspección que el caso requería.
Delante del muerto fue cuando aquel pollo comenzó a horrorizarse, al grado de proponerse seriamente no hacer el amor sino a pollas libres.
Pío Blanco estaba a eso de las ocho de la mañana bajo el portal del Palacio Municipal. Acababa de preguntar a un policía por el señor juez en turno.
—No ha venido —le habían contestado, y Pío Blanco se puso en atalaya. Poco después de las ocho llegó el juez que lo era el señor Lic; don Manuel Flores Alatorre. El pollo lo siguió de cerca, subió los dos tramos de la escalera y después del tercer tramo, que conduce al vestíbulo de la alcaldía y del juzgado.
El escribano de actuaciones, dos escribientes y dos querellantes estaban esperando al señor juez, quien, después de saludar, se encaramó en su plataforma y tomó asiento delante de su mesa de despacho.
Pío Blanco había quedado de pie a la puerta, sin que nadie se apercibiera de él, hasta que, subiendo a su vez a la plataforma, dijo al juez:
—Señor juez en turno, tengo un asunto reservado y de la mayor importancia.
—En ese caso —dijo el juez— sírvase usted pasar a este gabinete. —Y condujo a Pío Blanco al gabinete contiguo.
Cuando el juez hubo cerrado la puerta, Pío Blanco habló de esta manera:
—Señor juez, anoche he tenido un lance de honor y he muerto a mi adversario.
Esta introducción requería una exclamación o, cuando menos, un movimiento de parte de una persona que no fuera un juez de lo criminal, de manera que la imperturbable fisonomía del juez apenas se contrajo.
—¿Y quién era el contrario? —dijo el juez.
—Mi amigo Arturo L… ha muerto, señor juez. Él lo quiso, él provocó el lance, pero yo, que soy caballero y que respeto la ley, vengo a presentarme para que se me castigue.
Pío Blanco esperó que el juez hablara, seguro de oír un panegírico elocuente acerca de aquella conducta que al pollo le parecía heroica, casi novelesca.
Pero el juez manifestó la misma indiferencia y, después de haber escuchado con mucha atención, mandó extender en forma las primeras diligencias, y dos horas después Pío Blanco se encontraba formalmente preso.
A las diez de la mañana comenzó a circular por todas partes la fatal noticia. La familia de Arturo estaba inconsolable, y como el pollo muerto pertenecía a una clase elevada de la sociedad, el ruido fue mayor y mayores las demostraciones y el movimiento en los altos círculos.
Entraron en escena media docena de pollas encopetadas, como acreedoras a pasados guiños y galanterías. Quién de ellas recordaba cierta danza, aquella una declaración amorosa, la otra un bouquet (entre pollas sería muy prosaico decir ramillete). Finalmente, las pollas cumplían con el deber de los honores póstumos, y sin disputa aquellos fueron los momentos en que el pobre Arturo gozó de mejor reputación en toda su vida.
Un periódico dio al día siguiente la noticia, y la reprodujeron los demás, algunos con tal o cual moraleja; en la tarde se verificó el entierro en el panteón de San Fernando, pues, en concepto de toda la familia, hubiera sido una verdadera calamidad que el cuerpo se hubiera sepultado en Santa Paula, panteón desprestigiado y poco elegante.
La causa siguió sus trámites y Pío Blanco pasó a la cárcel de Belén.
Pío Blanco, convertido en héroe de calabozo, acabó de perder en el encierro el aire de encogimiento y de debilidad, propio de su edad y se convirtió en un hombre avezado a las penalidades. Como se trataba de un pollo fino se ablandó el alcaide, y el separo de Pío era invadido frecuentemente por una bandada de pollos que formaban corro, improvisaban almuerzos y llevaban dulces, pasteles, puros y botellas de coñac al preso.
Éste era visto por sus compañeritos con una especie de consideración respetuosa, que ellos mismos se prescribían; y ese sentimiento no era la consideración, ni mucho menos el interés que inspira la desgracia, sino que —¡cosa rara!— había algo de envidia en los pollos; algunos de ellos cuando salían de visitar al preso casi deseaban encontrarse en igual posición y ser el objeto de las miradas, de las conversaciones y de los cuidados de los amigos.
Por supuesto que no había uno solo de aquellos pollos que no aplaudiera la conducta de Pío Blanco, porque los que la reprobaban, quiere decir, los amigos de Arturo, no visitaban al preso.
Pío Blanco llegó a convencerse de que había hecho una gracia.
Dos pollos, los más chicos, casi recién emplumados y condiscípulos de Pío Blanco, hablaban así:
—¡Canario! —dijo uno con voz de monaguillo— ya Pío Blanco es todo un hombre, ha tenido un desafío.
—Se ha batido —interrumpió el otro pollo.
—Y ha matado a su adversario.
—Este duelo no acabó como yo he oído decir que acaban muchos: en la fonda.
—Ya se ve.
—Será cosa en lo de adelante de no hablar recio a Pío Blanco.
—Y tiene fama de valiente.
—¿Y qué le harán?
—¿Cómo qué? Nada: ya sabes que estos negocios suelen ser largos, pero siempre se sale bien.
—He oído decir que mudarán de juez.
—Será mejor.
Y los pollos entraban y salían a la prisión, y Pío Blanco era sin cesar el objeto de las atenciones y los cuidados de sus amigos.
Pedrito había sido de los primeros en visitar a Pío Blanco, pero al día siguiente, Pedrito, Pepe y Pío Prieto estaban presos también.
Concha, por lo tanto, no tenía a donde volver los ojos. ¡Pobre Concha! Concha había entrado al mundo como una alimaña que se hubiese metido quebrando el vidrio de una ventana: había roto el cristal de su pureza.
Después de esta atrocidad la mujer tiene dos caminos: todas lo saben y todas los ven claros. Concha lo sabía también, y tanto lo sabía que sumó.
—Pío Blanco nada tiene —pensó.
Esta frase la pronuncia la mujer haciendo una suma en la que el corazón es un guarismo.
Cuando la mujer piensa así, su operación aritmética siempre le da un buen resultado.
Concha estuvo sola nueve días.
Al décimo se encerró en su tocador y comenzó a vestirse sus mejores prendas.
Se puso un vestido de gro negro adornado con blondas, terciopelo y abalorios, y ajustó a su cuerpo un elegante saco de terciopelo negro, se cubrió la cabeza con un velo, tomó una sombrilla, un devocionario, un magnífico pañuelo y salió a la calle.
Concha iba a misa: era domingo.
A las once atravesaba las calles de Plateros, y caminaba después entre dos filas de curiosos, colocados bajo los árboles del atrio de Catedral.
Produjo, como era natural, un grande efecto: cada corro refrescó las especies, las palabras «ésa es» pasaron de grupo en grupo; la heroína del duelo de Arturo se exhibía al través de un velo negro, velo que daba realce a la hermosura de Concha, según la opinión de algunos pollos.
Concha se arrodilló y oró.
Dios recibe las oraciones de los justos y de los pecadores.
V. Entra en escena un gallo de pelea con buen espolón y buena cresta
Concha salió de misa.
Las puertas del templo dieron paso a una multitud compacta que se extendía como la mancha del aceite, como una oleada, e invadía la calle de árboles del atrio.
Estos árboles cubrían a muchos pájaros. Reclinados en un tronco a manera de tábanos, estaban dos solterones de a cincuenta abriles, asiduos concurrentes a aquel lugar todos los domingos de diez a una; más allá estaban cuatro pollos, después algunos colegiales ataviados con prendas de Godard y de Salín; algunos empleados de la nueva época acreditando en su compostura la exactitud de la quincena; algunos cronicones apoderados de una banca y rodeados de jóvenes que estaban aprendiendo a vivir en ese carnet de ciertas charlas que realmente son un libro abierto, pero cuyas páginas no son de lo más edificantes.
De este grupo, que era de los más numerosos, se desprendió bruscamente un general, hombre de más de cuarenta años, con la barba gris y con cierto aspecto de aseo, de elegancia y aun de refinamiento. Este general era el coronel protector de Pedrito.
Con una rapidez eléctrica se difundió una sonrisa maliciosa en todo el grupo, todos volvieron la cara para ver alejarse al general.
Concha acababa de pasar.
Todo el grupo los siguió con la vista, y Concha y el general se perdieron por las calles de Plateros.
Concha había notado que alguien la seguía, pero no volvía el rostro: varias veces se paró fingiendo contemplar esa multitud de curiosidades y objetos de lujo que forman pequeños museos detrás de un cristal en las calles de Plateros y San Francisco. A veces notaba Concha que los pasos que iban resonando detrás de ella cesaban. Ya no le cabía duda: la seguían.
—Si vuelvo la cara —pensó Concha— esta acción deberá traducirla mi perseguidor de este modo: «Ya sabe que la sigo», y esto cuando menos es entornar la puerta; fingiré que no le veo.
La mujer, como no tiene alas, está muy mal parada siempre que hay cazador en el cercado. Si la mujer supiera volar o, por lo menos, correr, podría decirse en amor que al mejor cazador se le va la liebre. Pero la mujer empieza por no saber qué hacer cuando la persiguen.
Siempre cree acertar, y siempre yerra. Siempre cree defenderse, y se entrega.
El general conoció que Concha disimulaba y dijo:
—¡Bueno! —con la misma satisfacción con que un cazador diría «no me ha visto la res».
Concha creyó que su disimulo era tan perfecto que nadie se apercibiría de que disimulaba, y creyó esto con tanta más razón cuanto que «extrañó» los pasos.
Era que el cazador estaba sobre la pista, y habiendo dado un paso adelante procuraba quedarse atrás.
Por lo visto, el general era buen cazador.
Concha no volvió a sentir los pasos y se vio tentada de hacer una solemne contramarcha.
¿Qué deseaba en aquellos momentos Concha? ¿Que la siguieran o que la olvidaran? Nosotros no lo sabemos, ni Concha tampoco.
He aquí la suerte de una mujer pendiente de un cabello.
Concha se sintió halagada de que la siguieran, y la idea de serle indiferente a «aquél», quien quiera que fuese, ofendía su vanidad de mujer, y de mujer engalanada.
Cuando la mujer acaba de trazar en el tocador el renglón de la compostura, lo coloca, como los impresores, entre dos manecillas: de aquí nace que la mayor ofensa que podéis hacer a una mujer compuesta es no verla.
Concha, como hemos dicho, se había engalanado, había comenzado por calzarse unos pequeños botines de raso negro, adornados con cuentas y encajes; se había ataviado competentemente, no la faltaban ni el lujoso libro de misa ni el magnífico pañuelo, ni el velo, esa indecisión encantadora y provocativa, esa interposición seductora que se llama velo, y detrás del cual la mujer os acecha y os hostiliza con ventaja y premeditación.
Las mallas del punto negro os ofrecen la hermosura como el follaje de las florestas os presenta el horizonte tornasolado de la tarde.
Vuestra ilusión entonces, aunque no seáis pintor, completa las líneas que el velo deslíe en un vapor formado de hilos negros.
Cuando Concha echó de menos los pasos pensó en todo esto: le parecía que sus botines estaban irreprochables porque en El botín de los novios saben calzar admirablemente; juzgaba además que aquel saco de terciopelo negro lo había confeccionado Celina, y pensaba, en fin, que el más exigente de los genios del gusto y de la moda la encontraría vestida con toda la elegancia y coquetería apetecibles.
Concha cambió de repente de opinión, como si la veleta de su sexo hubiera recibido el aletazo de un viento contrario, y dijo para sí:
—¡Qué se yo qué pobre diablo será el de los pasos! Vale más no volver la cara, porque sería desgarrador encontrarme con un palurdo o con un viejo. Por otra parte —pensó entrando en una nueva serie de ideas de distinto género— ya no debo amar a nadie: Arturo ha muerto, Pío Blanco…
Al llegar aquí Concha se ruborizó.
—Pío Blanco está preso, mi hermano también y sería yo una loca si pensase… Decididamente voy a ser una mujer juiciosa y Dios me ayudará.
Y como si todo esto fuera lo que Concha sentía más vivamente, creyó tomada su última resolución y anduvo más de prisa.
Al cabo de un rato sintió los pasos y después la voz de una persona que casi al pasar junto a Concha dijo:
—Adiós, general.
—¿Será general? —pensó Concha con la velocidad del rayo.
Un soldado inválido se acababa de parar, cuadrándose al frente y dirigiendo la vista en dirección del perseguidor de Concha.
—Sí es —pensó ésta, y experimentó cierto ofuscamiento, sus ideas se confundieron, y en aquellos momentos no predominó en su ánimo resolución ni pensamiento alguno.
El principio de toda caída es ese desvanecimiento siniestro. Todos los malos pasos son precedidos de un sopor que parece ser el aliento de la fatalidad.
Concha entró en su casa como si acabara de sucederle algo, y, en realidad, no tenía más enemigos que su pensamiento y el ruido de unos pasos.
En la senda de lo indeterminado y de lo porvenir, la mujer lleva sobre el hombre la ventaja de los presentimientos.
Concha entró en su lindo dormitorio; ya estaba aseado, había desaparecido ese desorden de campo de batalla, los cofres habían vuelto a cerrarse, los botes de pomada habían vuelto a guardar bajo el tapón su volátil esencia, no sin haber impregnado la atmósfera del retrete, comunicándole no sabemos qué de sensual y de confortable.
Concha, antes de arrojar el velo, dirigió una mirada al espejo. Así la había visto el general, con velo; en seguida lo arrojó y se dejó caer en un magnífico confidente de brocatel azul. Así permaneció un largo rato.
El pensamiento de Concha pasaba por una de esas oscuridades indefinibles, que son una parálisis. Ni ella misma sabía en qué pensaba. Se podía decir, propiamente, que estaba desprevenida.
El cuerpo de la criada se dibujó en la puerta.
—Buscan a usted —dijo.
Concha se estremeció, tuvo miedo, tembló y no supo qué contestar.
Había algo en la fisonomía de Concha, que la criada tradujo por una sonrisa, y desapareció.
Un momento después, el general estaba delante de Concha.
Concha iba a pararse, pero se le doblaron las piernas.
El general saludó con suma gracia.
Concha estaba sintiendo esa impotencia parecida a la de ciertos sueños, ese embargamiento irresistible del susto que retiene la secreción de la saliva y que impide toda acción.
El general se sentó junto a Concha.
—Perdone usted, señorita, mi atrevimiento; pero estoy locamente enamorado de usted.
—Pero, caballero —dijo Concha con extrañeza.
—Conozco que debe usted culparme; pero lo hecho no tiene remedio. Conozco que la posición de usted es muy delicada, y que, después de los acontecimientos desgraciados de que todos nos lamentamos, quedaba usted expuesta a ser la burla de algún mal caballero. Yo vengo a ofrecer a usted, no sólo mi corazón, sino el aseguramiento de su porvenir. Tiene usted un hermano, de cuya suerte me he encargado ya.
Hay un resorte noble y poderoso en el corazón de la mujer, que la hace superior a toda seducción.
Concha sintió que se rebelaba algo en su interior, como la dignidad suprema; y la pobre hija de doña Lola y don Jacobo, la polla humilde se revistió de la altivez de la dama, y colocada en ese pedestal a que tienen derecho todas las mujeres que defienden su pudor, lanzó una mirada de sublime orgullo al general.
El general bajó los ojos, porque también en el corazón del hombre hay, en todas las circunstancias de la vida, un resorte sensible que cede ante el derecho y ante la justicia.
El gran señor, el opulento, el novelesco general, se había sentido humillado ante aquella mujercilla débil.
Hubo un momento de silencio.
El general procuraba rehacerse.
Concha estaba conociendo que había obrado bien.
Concha tenía su causa a su favor, y se sentía con fuerzas para luchar.
El general hizo lo que todos los calaveras, abandonó el terreno legal para armarse de osadía y cinismo.
—Confío —prorrumpió al fin— en que los escrúpulos desaparecerán en breve.
—¡Los escrúpulos! —repitió desdeñosamente Concha.
—Estoy dispuesto a todo.
—En ese caso…
Y Concha dirigió una mirada a la puerta.
—Menos a marcharme —se apresuró a decir el general.
—¡Ah! —dijo Concha con profunda ironía.
—Sea usted razonable y hablemos como buenos amigos: la amo a usted.
—¿Desde cuándo?
—Hace un siglo.
—No soy tan vieja.
—El amor no envejece.
—¿Y los militares? —preguntó Concha fijando sus ojos expresivos en los cabellos del general.
—Son siempre jóvenes.
—Pero no siempre ganan.
—Peleando…
—Aquí pierde usted, señor general.
—¿Qué?
—El tiempo.
—¡Quién sabe!
—Es usted presumido.
—El amor es tenaz.
—Como los viejos.
—Vamos, hermosa Concha, veo que he logrado volver a usted su jovialidad.
—¿Porque me río?
—Sí.
—Es que no debo tomar por lo serio ninguna burla.
—Yo no me burlo.
—Se divierte usted caballero, y como no me ha bastado indicar a usted que debía marcharse, me veo precisada a tolerar su visita.
—Yo procuraré que llegue a serle a usted agradable.
—Es difícil.
—Poniendo todos los medios, así lo espero: por ejemplo, si le repito que es usted una mujer encantadora, cuyos ojos…
Concha miró al general.
Se había movido en Concha otro resorte. El amor propio de la mujer está siempre entre ella y su virtud.
El general vio desfilar sus avanzadas.
Acercó su silla. Concha recogió la orla de su vestido negro.
—Conchita —dijo el general como si rectificara sus posiciones— me encantan los desdenes de usted.
Concha miró al general.
—Y sus ojos —añadió éste.
Concha los cerró.
El general acercó más su silla, y como Concha no lo vio porque tenía los ojos cerrados, no recogió la orla de su vestido negro.
—Aseguro a usted, Conchita, que vamos a pasar una tarde muy divertida.
Concha intentó levantarse.
—Es inútil —dijo el general.
—¿Inútil? —preguntó Concha con extrañeza.
—Me he permitido proporcionar a la criada de usted la inocente diversión del teatro. Se da El Jorobado, y la pobre muchacha va a estar muy contenta. El Jorobado es muy bonito.
—¿Sí?
—Es de Juan Mateos.
—Ya lo sé.
Hubo una pausa.
—Quiere decir, caballero —dijo Concha de repente— que usted ha tomado posesión de mi casa sin mi consentimiento, y ya dispone usted hasta de mis criados.
—Pido a usted mil perdones.
—¿Y me deja usted sin una persona que me sirva la mesa?
—Aquí estoy yo.
—Muchas gracias.
—Soy hombre prevenido.
—¡Pero qué es lo que oigo!
—Que me he permitido el placer de que comamos juntos.
—¡Pero caballero!
—Pido de nuevo perdón; pero ya está aquí la comida.
—¡Hola! —dijo en seguida en voz alta, y como en una escena de comedia aparecieron dos criados del Hotel de Iturbide con una gran charola y trastes.
—Aquí —dijo el general acercando a Concha la mesa redonda.
—Pero…
Los criados saludaron ceremoniosamente y comenzaron a colocar los platos y los cubiertos.
Concha estuvo a punto de violentarse; pero conoció que era dar un escándalo inútilmente, se sintió humillada y le pareció que aquel hombre llevaba su audacia a un término increíble: bajó los ojos, los ocultó entre su pañuelo y se puso a llorar.
Los criados, después de haber colocado el primer servicio, se retiraron.
—Es muy triste que se ponga usted a llorar en los momentos de tomar la sopa —dijo el general—. Es necesario que tenga usted más calma y que se preste usted a entrar en amena conversación.
Concha mordía su pañuelo, conteniéndose para no estallar.
—Caballero —dijo al fin levantándose— me veo precisada a decir a usted que está abusando cobardemente de mi aislamiento y de mi posición; pero por desvalida que parezca, todavía me considero con la entereza suficiente para echar a usted en cara su proceder y para suplicarle que se retire.
—Van a notar los criados lo que aquí pasa.
—Lo deseo así.
—¡Qué dirán!
—Me ampararán si los llamo.
—Es difícil, están gratificados.
—Para servir, pero no para ser infames.
—Conchita, es inútil toda resistencia. En último resultado, después de comer o somos dos buenos amigos, o me despediré de usted para siempre.
—Es que ni por un momento consentiré en que esta escena se prolongue.
—Celebro que haya usted tomado esa resolución, porque el cambio me será favorable.
—Ya basta —dijo Concha golpeando el suelo con su pequeño pie—. Ordeno a usted que salga.
—Tengo el sentimiento de desobedecer a usted.
—¿Pretende usted acaso conquistar mi aprecio por medio de una conducta tan extraña y tan inconveniente?
—Precisamente.
—Hasta ahora no se ha hecho usted acreedor más que a…
—¿A qué?
—¡A mi odio!
—Ya es un paso. Si usted se estuviera riendo, me vería tentado de plegar mis banderas; pero empieza usted por odiarme y el odio es una de las puertas del cariño.
—No he de amar a usted nunca.
—Usted se engaña.
—Detesto a los hombres fatuos.
—Pero la fatuidad es un defecto que desaparece en la primera transacción, y sobre todo, Conchita, todo lo que estoy haciendo es incoherente, descabellado, torpe, si se quiere, pero usted tiene la culpa.
—¿Yo?
—Usted me ha enloquecido con sus ojos, y por la primera vez en mi vida siento en mí los efectos de una verdadera pasión. Si yo perdiera la esperanza de ser amado por usted, me suicidaría.
—¡Qué horror! —dijo Concha en tono de profundo sarcasmo.
—Búrlese usted de mí, pero no hará más con esto que exacerbar mis sentimientos; desprécieme usted pero no conseguirá más que poner a prueba mi constancia, porque lo que pasa aquí no es una burla, no es un entretenimiento, es una resolución irrevocable, porque nace de mi profunda convicción y de mi amor, de un amor que he sentido desde que la vi a usted por la vez primera.
—¿Dónde? —preguntó Concha sin reflexionar en lo que hacía.
—En el teatro —contestó el general, reanimado con la pregunta de Concha— aquella tarde iba usted vestida de azul, estaba usted encantadora, y desde entonces no he podido olvidarla. La he seguido a usted por todas partes, he rondado al pie de su balcón y me había conformado con ver a usted de lejos y con amarla en secreto; pero cuando he sabido la desgracia de usted y he contemplado su situación, me he decidido a dar este paso, a arrostrar hasta con su cólera, pero para poderla decir que no está usted sola en el mundo, que hay un hombre que vela por usted y que la protegerá y la cuidará en todo tiempo; y si mis palabras en nada logran conmover su corazón, me conformaré con ser su protector, su padre, su escudo, aunque usted no llegue a amarme nunca. No osaré, por otra parte, colocarme en otra posición ni recibir de su cariño o de su desprecio más que lo que la voluntad de usted me otorgue libremente. Si algún día llega usted a tener piedad de mí, lucirá ese día para mí como la aurora de mi felicidad, y si jamás llego a tocar esa dicha, me resignaré con mi suerte, pero tendré el consuelo de amar a usted como nadie la ha amado en el mundo.
En seguida reinó en la habitación un silencio solemne.
Concha estaba leyendo en un gran libro, dejando atrás la historia de Arturo como un prólogo inédito.
El general había sabido dar a su voz esa entonación conmovedora de la pasión, y no en vano la oratoria cuenta más triunfos que la verdad y la justicia.
Los actores de la comedia humana se disputan, como los pájaros, la supremacía en las inflexiones de la voz. La elocuencia de los sonidos está elevada al rango de arte divino.
¿Qué mucho que los cómicos sociales enumeren los triunfos de sus cadencias, de sus entonaciones y de su «juego de garganta»?
Concha estaba abismada, y toda la perniciosa influencia de la vanidad y el orgullo la orillaban a una caída segura.
Después de una larga pausa Concha exclamó:
—¡Estoy sola en el mundo!
—No, Concha, no está usted sola desde el momento en que ha sabido inspirarme una pasión que no acabará sino con mis días.
Los criados de la fonda se presentaron de nuevo trayendo la comida.
Concha, al levantar la cara, encontró la mirada suplicante del general.
Uno de los criados destapó la sopera.
El general, viendo que Concha no se sentaba, hizo una seña a los criados para que se retirasen.
Cuando estuvieron solos, el general continuó:
—Ruego a usted de nuevo, Concha, que acepte este asiento, me someto a sus fallos, estoy pronto a obedecer. ¿Nos sentamos?
Concha se dejó caer en la silla.
—¡Gracias! —dijo el general con una efusión de ternura increíble.
Los criados se acercaron para hacer platos. Concha fingía comer.
El general había abierto una brecha: el gallo había luchado como valiente.
VI. Los pollos fritos
Las primeras diligencias judiciales acerca de Pío Blanco habían dado ya lugar a que, por la secuela de la causa, se viniera a resolver la importante cuestión de la pena.
Al llegar las cosas a este punto, los pollos alegres se tornaron en asustadizos: porque un runrún fatídico había resonado como el graznido del gavilán sobre la cabeza de los pollos.
Este runrún era esto: la última pena.
Pío Blanco empezó a verlo todo negro delante de sus ojos.
El primer día del runrún, Pío Blanco no comió pastelitos, ni bebió copas, ni estuvo decidor. Le dolía la cabeza.
La muerte tiene irremisiblemente su lenguaje, su expresión políglota; hasta los pollos la comprenden.
Y nos proporcionan la honra de llamar a un pollo reo de muerte «un pollo frito», valiéndonos de una de las frases que hemos oído (y no es cuento) en boca de los mismos pollos: «Estoy quemado, estoy tostado, estoy frito.»
Pío Blanco, según él mismo decía, «estaba frito.»
La negra imagen de la muerte, cariacontecía al pollo insustancial; pensaba, por la primera vez en su vida, en algo muy serio: se figuraba ahorcado, sacado a la vergüenza, escarnecido.
En tal grado de abatimiento y desazón, lo encontró una de sus cuotidianas visitas.
—¿Qué tienes, Pío? Te veo triste —le dijo el pollo recién venido, que era en efecto otro barbilindo como Pío Blanco.
—Nada —contestó éste.
—¿Cómo nada? Estás triste.
—Es cierto.
—¿Pero qué motivo?
—Anda el runrún de que me sentencian a muerte.
El barbilindo entonó una carcajada en octava alta. La carcajada del pollo tiene algo de la escala cromática.
Por otra parte, es muy difícil que un pollo se ría solo. Pío Blanco rio también.
¡Qué hermosa es la edad de la risa! La risa es el pío de los pollos, y todos los pollos pían al mismo tiempo.
—¡No seas estúpido! —continuó.
(El carnet de donde está tomada esta historia conserva el tipo original del lenguaje expresivo de los pollos, que no es para libros. Nota del autor).
—¿No consideras —continuó el barbilindo de la escala cromática— que la horca es para los «mecos»?
(En el caló del pollo, «meco» es pobre. Ésta es otra nota del autor).
—Sí —replicó Pío Blanco— pero dicen que el juez es muy malo.
—Por malo que sea ¿crees que siendo yo sobrino del gobernador?… ¡Bah! ¡bah! ¡Pues no faltaba más! Yo te garantizo que no te hacen nada. La levita, chico, es una garantía social. ¿A cuántas «personas decentes» has visto ahorcar?
—Eso no impide que pudiera yo ser la primera.
—No estás solo en el mundo; tienes amigos, tienes relaciones. No hay más que ver tu prisión convertida en tertulia, no hay más que oír las conversaciones de las muchachas en Bucareli, en el teatro, en todas parles, para convencerse de que entre el reo de muerte y tú hay una distancia considerable.
—Por otra parte… —continuó el pollo, tomando ese aire solemne, peculiar de este bípedo, ese aire de personaje en ciernes, con el que el pollo toma actitudes cómicas, hilvana frases pomposas, y sazona su conversación con una que otra blasfemia de piloto o de carretero.
Este pollo estaba retratable, se había puesto a horcajadas en la silla, apoyando los brazos en el respaldo, y prosiguió de esta manera:
—Por otra parte, chico, si tú has matado a Arturo, fue en un lance de honor del que nadie está exento, y en probando que fuiste provocado y conducido por honor al sitio del combate, te salvas irremisiblemente.
—Tienes razón, y, por otra parte, yo creo que no hay ninguna ley que obligue a un hombre a ser cobarde.
—Ya se ve que no la hay.
—Él tuvo la culpa.
—Mira, en eso hay su más y su menos.
—¿Por qué?
—Porque tú le enamoraste a Concha.
—Parvedad de materia, chico; él me había enamorado antes a otra, y no me quejé ni la eché de guapo: bien es que no consiguió nada.
—¿Y tú?
—Ya sabes, chico, ya me conoces.
—¡Pobre Arturo!
—Puedes creer que lo siento y te aseguro que yo no creí matarlo: el tiro de mi pistola lo disparó el diablo, porque yo no me acuerdo haber apretado.
—Lo que yo creo que sucedió fue que tú, asustado, estiraste por un movimiento nervioso.
—Eso ha de haber sucedido. ¿Conque tú crees que no me condenarán?
—Estoy seguro. Ya sabes que cierta persona muy amiga nuestra está en el negocio y, sobre todo ¿sabes a quién vas a deber tu salvación?
—¿A quién?
—A Andrea.
—¿Es posible?
—Es infatigable en sus empeños, y la pobre está tan afectada que no habla de otra cosa.
—Pues no ha venido a verme más que una vez.
—Como que tu cuarto está siempre tan concurrido.
—No debo quejarme.
—Como que no se habla de otra cosa en todo México.
—Mira qué lindo bouquet (un pollo nunca dice ramo) me han regalado las González.
—¡Hola! —dijo el pollo mirando de reojo un lindo ramo de pensamientos, heliotropos y violetas.
—¿Y lo has descifrado?
—Naturalmente: ya sabes que las González son fuertes en el lenguaje de las flores, y yo…
—¿Y qué has sacado en limpio? ¿Qué es lo que dice ese bouquet?
—Dice: «Pensamos en tu amor, joven modesto».
—«Pensamos» —repitió el pollo visitante— lo comprendo por los pensamientos. «En tu amor…»
—Por el heliotropo morado y blanco —interrumpió Pío Blanco.
—«Modesto» por las violetas; pero la palabra joven no la comprendo.
—Mira este clavel rojo en botón que está en el centro de las violetas.
—Es cierto.
—Ésa es una de las conquistas que pensaba hacer.
—¿Y ya no lo piensas?
—¿Pero qué quieres que haga en este maldito cuarto?
—Pronto saldrás, y te ofrezco acompañarte a hacer tus primeras visitas para ser testigo de la emoción que vas a causar, porque, después de todo, chico, un lance como el tuyo lo hace subir a uno en la estimación de las gentes.
Llegaban aquí cuando se abrió la puerta de la habitación y aparecieron el alcaide, el escribano y un escribiente con dos soldados.
Venían a llevar a Pío Blanco ante el juez, para dar nuevas declaraciones.
Pío Blanco se puso descolorido y salió, custodiado hasta llegar a la presencia del juez.
Apenas salió Pío Blanco de su habitación y fue percibido por los presos del patio, se levantó un murmullo sordo y llegaron distintas a los oídos del pollo algunas frases por este estilo:
—Oye tú ¿qué levita-ba?
—Pues será lo roto.
—¿Pos qué también?
—¡No digo! ¡Cuantimás!
Pío Blanco se puso encendido como el botón de clavel de su gran bouquet porque comprendió la intención de aquel caló insultante.
En seguida compareció ante el juez.
Pío Blanco estaba en verdadero punto de pollo frito.
Aquel aspecto imponente y severo del ceremonial, aquellas figuras grasientas y repugnantes de los empleados del juzgado y de los adláteres, tinterillos, apoderados y reos, más o menos taciturnos y displicentes; algunas mujeres de mala vida en acecho en los corredores y avenidas de los juzgados; el ruido incesante de los presos que vagan en los patios; el trajín de los destinados a la limpieza; el cerrar de puertas y cerrojos; el golpeo seco de los fusiles de los centinelas y escoltas de los reos que se cruzaban en varias direcciones, y ese conjunto de sonidos sólo peculiares del lugar donde la ley reúne al criminal y a la justicia, todo produjo en el ánimo de Pío Blanco una emoción indescribible.
Se nos había olvidado presentar a Pepe a nuestros lectores, y vamos a cumplir con esta prescripción de la buena crianza.
Pepe era uno de esos pollos que brotan de la noche a la mañana, como la flor de San Juan; de esos pollos que empluman en chiribitil y se exhiben el día menos pensado, ingresando sin ceremonia a la carpanta.
Por lo que a nosotros toca, diremos que Facundo se lo encontró un día en el jardín del Zócalo cuando este jardín llevaba poco tiempo de plantado.
He aquí las circunstancias de su conocimiento.
Una masa compacta de curiosos avanzaba precipitadamente, disputándose ver algo de lo que pasaba a un señorito elegante que sostenía acaloradamente un altercado con dos guardas diurnos.
Era un pollo cuyas mejillas aparecían color de cresta, en virtud del bochorno que estaba sufriendo. El pollo era Pepe.
Tenía en la mano un cuerpo de delito.
Este cuerpo de delito era una flor.
—Yo no la he cortado —decía Pepe.
—¿Y a mí qué? —le contestaba un diurno ex-carbonero— esa es la orden del señor Trigueros.
—Pero esto es una injusticia.
—Después se quejará con quen corresponda —decía el otro diurno ex-veterano.
—Que se lo pongan —agregó un policía de a caballo recién metido a hombre de bien.
—Que se lo pongan —repitió un muchacho—. ¡Que se lo pongan! —gritaron cien voces en coro, y el grupo ansiaba ver la repetición del espectáculo, que algunos días había sido ya la diversión de los transeúntes.
Pepe dirigía en vano sus miradas inquietas en derredor de sí, buscando una alma caritativa que lo pudiera librar del tormento que le amenazaba; pero los diurnos, que para testarudos nacieron, hacían gala de su rigor y de su celo por el cumplimiento de la ley.
Varias veces se acercó Pepe al oído de sus verdugos ofreciéndoles una propina; pero no había remedio, aquellos caribes no se dejaban seducir, pues su firmeza era el resultado de estas tres cosas: en primer lugar, eran indios; en segundo lugar, tenían armas; y en tercero, se trataba de un ser indefenso. De manera que de las bruscas negativas pasaron sin dificultad a las vías de hecho.
La negra mano de uno de los diurnos tenía asido el brazo espigado del pollo, mientras el otro ejecutor le colgaba a Pepe, a guisa de escapulario, una tablita blanca con este letrero: POR DESTRUCTOR.
Apenas sintió Pepe Pardo el sambenito se rebeló y empezó a retorcerse y a sacudirse entre los dos guardas que le ajaban el cuello y los puños de la camisa, daban al traste con el chic del peinado y la corbata, y hacían del pobre pollo la más descompuesta y ridícula figura que puede imaginarse. El concurso reía con un buen humor admirable, porque todo aquello, en último resultado, no era más que una escena cómica sin trascendencias: los gritos de la multitud crecían por momentos y aquel rumor estrepitoso de risas iba trayendo a un centro, como hormigas, a muchos transeúntes, a los concurrentes al atrio de Catedral, a los cocheros del sitio que formaban el mosquete más imponente y mordaz, a los cargadores, a los vendedores de golosinas y a todo el mundo.
Los empleados en el Ministerio de la Guerra abrieron algunos balcones, los centinelas de Palacio llamaron al cabo cuarto para denunciarle al pelotón de gente, conforme a ordenanza; los empleados del Gobierno del Distrito abrieron también sus balcones, y ansiosos salían a contemplar la práctica de la providencia gubernativa con esa satisfacción propia del que dicta, escribe, lleva o comunica las órdenes superiores, y por lo tanto está colocado sobre las víctimas.
Codeando, empujando y abriéndose paso con mil trabajos al través de aquella masa compacta de curiosos, caminaba Pío Prieto en socorro de su desgraciado amigo Pepe, hasta que logró colocarse a su lado.
—No seas bárbaro, Pepe —le dijo Pío cuando estuvo a su alcance— tú no sabes la Biblia.
Y tomándolo del brazo se disponía a marchar con él en medio de la escolta que ya era de ocho guardas de policía; pero viendo que se resistía, le quitó el rótulo del cuello y se lo plantó Pío con aire de triunfo, y comenzó a andar, llevando del brazo a su amigo en medio de un aplauso general y de la risa de los concurrentes.
Pío, con esa vivacidad y desenvoltura propia del pollo, se contoneaba, hacía cucamonas y reía con los curiosos, procurando dar a aquella escena el carácter de un verdadero juguete.
Pepe respiró y comprendió cuán torpe había sido en resistirse.
Los pollos dieron cabales las dos vueltas prescritas en la orden, en torno del jardín y, devolviendo el cartel a los guardas, les dijo Pío:
—Ea, muchachos, a ponérselo a otro, porque ya me cansó esa tabla. ¡Adiós, hijitos!
Un nuevo aplauso acabó de acreditar a Pío y de lisonjear su vanidad de calavera.
La reunión se disolvió, y Pío Prieto y Pepe se dirigieron acto continuo a la pastelería de Plaisant a tomar un ajenjo, licor muy a propósito para aturdirse después de las pasadas emociones.
Pepe Pardo era hijo de un sastre de Morelia; a los catorce años y en virtud de esa ley de que hemos hablado, que mejora las generaciones, encontró un día muy prosaico el dedal y muy oscuro el porvenir: comprendió que en Morelia, siendo hijo de Pardo el sastre, no podía aspirar a nada; y hurtando un día a su padre cincuenta pesos, declaró su independencia y se echó a andar por esos mundos de Dios.
Oscuro, pobre y desarrapado, llegó a México, y hubiera descendido hasta la última degradación, si un señor muy caritativo no le hubiera proporcionado una plaza de dependiente; y, si hemos de creerle a él mismo, no conoció a su madre, ni tuvo jamás noticias suyas.
Pepe Pardo vivía, pues, como el pez en el agua. Como no sabía hacer otra cosa que medir, era dependiente de una casa de comercio, en la que sus patrones no creían haber encontrado en Pepe otro Cicerón.
VII. Las pollas copetonas
Faltaríamos a las reglas de estricta justicia si nos dejásemos en el tintero ciertos apuntes relativos a las pollas de alto copete, supuesto que nuestra pluma se ha deslizado ya en el terreno de las observaciones con respecto a las pollas de baja estofa.
Sara y Ernestina nos han ministrado a su vez el material de este capítulo, y comenzaremos por describirlas.
Sara estaba clorótica. Ernestina también.
La raza meridional se despide dejando por recuerdo esta generación enclenque de productos gallináceos cuya constitución médica es la anemia.
Esta degeneración peculiar de los grandes centros de población, se hace más palpable en México a merced de las condiciones climatéricas que se apresuran a preparar una raza liliputiense; y eso con la imprescindible ayuda de las píldoras de Blancard, del fierro de Quevenne, de la bola de Nancy y del aceite de hígado de bacalao.
El último ser del reino animal exhausto y débil, pide ya socorro al reino mineral siempre fecundo.
Una de las grandes cuestiones que han preocupado siempre a la humanidad es esta: la manera de ser.
Y la política, la moral y la filosofía, nunca han descansado en la ímproba tarea de arreglar nuestro viaje por el planeta.
Pero hoy la ciencia tiene que ocuparse preferentemente en asunto de más vital importancia, y clama sobresaltada.
Esperad, porque no hay sujeto.
Están desertando las niñas de las filas de la pubertad; la precocidad de la inteligencia, el desarrollo moral están cortando todos los botones del jardín y nos vamos a quedar sin flores: ¡esperad!
Las pollas se dan prisa y la sangre de estos pimpollos escasea, languidece, se agota: ¡esperad! Esperad a que el carmín de los quince colore las mejillas.
Escabasse contesta con la vigésima importación en el año de cien cajas de colorete extrafino.
La palidez amarillenta, serosa de la anemia aún no desaparece: esperad.
Cien avisos de cremas al bismuto, de blanco de perla y de cascarilla de La Habana, se ríen con su brevete de invención de la ciencia médica.
Esperad aún, los cabellos caen como el pasto sin riego, esperad a que se fortalezcan, porque habiendo sangre…
Dos mil muertas se agitan en sus tumbas echando de menos sus cabelleras, que se quedaron en el mundo para dar más guerra de lo que las mismas propietarias pudieran imaginarse.
Las que se van han adquirido la costumbre de dejar sus cabellos a sus sucesoras: no hay que apurarse por cabellos.
Esto no tiene remedio.
Sara y Ernestina crecían así, luchando, elaborándose, completándose, la cabeza con crepé de muerto, la tez con aquarella, la estatura con tacones, el cuerpo con cojines y la sangre con fierro.
Como eran ricas, tenían médico y, además, maestro de piano.
Sara y Ernestina cantaban y tocaban.
Pero las bases y condiciones constitucionales de la cantatriz faltaban a las pollas. En aquellos pulmones no había aire: el fuelle estaba comprimido y era insuficiente, y Ernestina cantaba una Traviata, para taparse los oídos. Su voz convencional no atacaba las notas, las atrapaba; modulaba pujando, subía chillando, respiraba jadeando, y bajaba graznando; pero cantaba la Traviata, según todos los vecinos y según ella misma.
Sara solía acompañarla al piano y algunos pollos solían formar la claque.
De las tres bellas artes, la música es la que hace más víctimas. Se puede uno librar de un mal poeta y de un mal pintor, pero de un mal músico jamás.
Al pintor y al poeta los elude la voluntad, pero si un mal cantante se os para enfrente, armaos de resignación: sus ensayos y sus gallos y todos sus mortales esfuerzos, pertenecen a todo el que tenga oídos.
El cantante no puede ocultar el borrador. Los vecinos de un músico apechugan con los borradores y con las copias en limpio.
Por este grave inconveniente, Facundo abandonó la música: tuvo a tiempo compasión de su auditorio.
Ernestina no abandonó la música, al contrario, después de la Traviata puso el vals de Ascher.
El papá y la mamá de Ernestina pasaban unos ratos deliciosos. No sabían música por supuesto.
Sara y Ernestina eran primas; pero tan iguales como si lo fueran de guitarra: tenían la misma voz, el mismo cuerpo, el mismo pie, tomaban las mismas píldoras, se bañaban juntas en la «Alberca Pane» y en Chapultepec, y se querían mucho.
En cuanto a higiene, como el médico les había recomendado muchas cosas buenas, iban a la Alameda al clarear de las diez, se desvelaban y comían poco, oían misa de doce en Catedral, los domingos; y en cuanto a instrucción, sabían hasta de memoria las confesiones de Marión Delorme, las gracias de Ana de Austria y todo lo que se aprende de historia en las novelas de Ponson du Terrail.
Sara y Ernestina, estaban amenazando a la sociedad con convertirse de un día a otro en madres de familia: por lo demás, eran caritativas, habían vestido a Concha, según sabe ya el lector.
Estas dos pollas finas tenían muchas amigas, muchos pretendientes, muchas visitas y muchos deseos de no quedarse para vestir santos.
El médico llegó a juzgarlas tan faltas de sangre, que las obligó a desayunarse a la puerta de un matadero con sangre caliente de borrego; medicina en boga y por medio de la cual los hijos de Esculapio piden al ganado lanar lo que la raza gallinífera pierde cada día.
Todo lo cual no impedía que Sara y Ernestina fueran dos pollas de moda, concurrentes asiduas a todas las funciones gratis, a todas las comedias de aficionados y a todos los bailecitos.
Una nube de pollos las rodeaba, y cada uno de ellos ponía su grano de arena en el curso teórico de amor; pero cada uno de ellos estaba muy lejos de formalizarse en tales asuntos.
La noticia de la muerte de Arturo cayó en aquella parvada como un pellejo de carne.
—¿Qué dice usted, qué desgracia, Alberto? —decía Ernestina—. ¡Pobre Arturo, tan joven, tan elegante y tan simpático!
—Qué quiere usted, hija —contestó Alberto con resignación de general en jefe— los hombres estamos en el mundo para eso. ¡Qué diablo! un lance cualquiera lo tiene, yo me he batido dos veces.
—¿Es posible?
—¡Vaya!
—A ver, cuente usted eso.
—Tenía yo una chica, y cierto fastidioso me la quiso burlar en mis barbas; y no hubo más, nos batimos.
—¿Y qué?
—Nada; que después supe que nuestros padrinos habían cargado las pistolas, retacándolas, para que subieran los tiros, y no nos hicimos nada.
—¡Ah! ¡Así qué gracia!
—Pero es que nosotros no lo sabíamos, y lo que es yo le confieso a usted que tuve «mi cacho de cuidao».
—¿Y Sara? —continuó el pollo para cambiar de asunto.
—Le ha dado un ataque de nervios espantoso.
—¿Por la muerte de Arturo?
—Sí.
—Qué ¿lo quería?
—Vea usted Arturo… ya lo conocía usted, era muy enamorado y a Sara le decía unas flores que… oiga usted… se iban haciendo peligrosas… figúrese usted que se trataban de esposos.
—¿Cómo?
—Sí; entraba Arturo y le decía a Sara: «¿Qué haces, esposa?» «¡Esposo, buenas noches!», contestaba Sara, y así era siempre. Y luego con una gracia que se despedía diciendo: «¡Esposa, adiós, bendita seas!»
—¡Hombre! —exclamó Alberto— ¡qué bonito! Voy a aceptar esa frase; con que… ¡Adiós, esposa, bendita seas! ¡Bueno! Yo tengo dos o tres amigas a quienes les digo «esposa» y esta noche voy a despedirme así: ¡Adiós, esposa, bendita seas!
—Arturo decía que eso se lo aprendió a Zorrilla.
—¿Conque decía usted que a Sara le dio ataque de nervios?
—Sí.
—¿Y cómo estuvo eso?
—Figúrese usted que le dan la noticia de sopetón, y lo primero que hizo Sara fue caer como herida de un rayo.
—¿Y cómo cayó?
—En los brazos de su primo. Vea usted que fortuna, que si no hubiese estado allí ese joven, de seguro se mata Sara.
—¿Y luego?
—Eso fue retorcerse y voltear los ojos en blanco; vamos, una convulsión espantosa. Vino el médico y Sara privada, y esto fue trabajo; por aquí sinapismos, por allí baño de brazos, álcali y frotaciones con cepillo; y, vamos, la escena fue terrible.
—Pero ¿se le pasó?
—Sí; pero todavía sigue tomando el valerianato de amoníaco. ¡Pobre Sara!
—¡Sí, pobre Sara! ¿Y usted?
—Yo soy fuerte, me he enfermado también, pero no como Sara.
Todos los pollos en aquella casa se vistieron de luto, y de la noche a la mañana y de la mañana a la noche no cesaban de hacer comentarios sobre la catástrofe, y algunos barbilindos, sacando partido de las circunstancias, consideraron como muy favorable la de tener necesidad de consolar a las pollas afligidas.
Consolar es siempre una misión grata que se desempeña con gusto, especialmente cuando se trata de consolar pollas.
Uno de los principales triunfos de las virtudes, es que los vicios les usurpan su forma para cubrirse. Alberto, por ejemplo, al saber la muerte de Arturo pensó en sustituirlo en el cariño de Sara; pero enamorarla durante el duelo hubiera sido torpe, de manera que Alberto se ciñó a consolarla y tras de esta obra de misericordia tejía el pollo su red.
VIII. La ensalada se sazona con pimienta y sal y se revuelve
Teníais muchísima razón, Monsieur Honorato de Balzac, hombre privilegiado, profundo filósofo, gran conocedor de la sociedad, vos que con vuestro escalpelo literario disecasteis el corazón humano; vos que con vuestro talento superior supisteis introduciros en el mundo espiritual, y revelar al mundo pensador los tenebrosos y complicados misterios del alma; teníais razón en pararos a meditar mudo y absorto, y de abismaros en la contemplación de este dédalo de misterios que se llama corazón humano. Prestadme algo de vuestra sublime inspiración, un ápice de vuestro ingenio, una sola de vuestras penetrantes miradas, para contemplar a mi vez a mis personajes, pobres creaciones engendradas en la noche de mis elucubraciones y de mis recuerdos.
Yo también suspiro por el mejoramiento moral, yo también deseo la perfectibilidad y el progreso humano; y escritor pigmeo, lucho por presentar al mundo mis tipos, a quienes encomiendo mi grano de arena con que concurro a la grande obra de la regeneración universal.
De tan alta consideración son las razones que me han obligado a escribir mi Ensalada de pollos.
Los pollos son la generación que nos sucede, la semilla que ha de fructificar mañana, y la que atestiguará ante la posteridad que los barbados de hoy no pasábamos de gallos tolerantes y olvidadizos para con la preciada prole, esperanza nuestra.
Nuestros pollos están emplumando a toda prisa, su canto es ronco con uno que otro falsete exprimido y chillón, y caminan sin detenerse en esa senda oscura, objeto de nuestras graves reflexiones.
Blanco, Prieto y Pardo están sueltos, están en libertad: sucedió lo que nos pensábamos, lo que pensaban los amigos del homicida.
Vamos a entrar en el relato de hechos de un orden superior, en pos de los pollos de esta ensalada. Al grano, porque el grano es necesario para los pollos.
Pío Blanco, Pío Prieto, Pepe y Pedrito, cuya pista habíamos perdido, están juntos.
Ocupan un simón ¡terrible síntoma! Este simón atraviesa a eso de las ocho de la mañana la plazuela de San Pablo.
Los pollos están vestidos de domingo, pero con traje de campo. Dentro del simón va una caja de vino, otra de puros y algunas latas de pescados en aceite.
Toman la dirección de la calzada de la Viga y llegan a la orilla del canal, que por ser la orilla y embarcarse allí los paseantes, se llama el embarcadero.
Arrástranse perezosamente en el fango más de veinte canoas planas, cada una de las cuales tiene en su proa un marinero de agua dulce, de raza indígena pura, y que de náutica y océanos saben tanto como de latín: aquellos pilotos medio desnudos, ofrecen en tumultuosa algarabía sus embarcaciones al aproximarse el coche que conduce a los pollos. Éstos volaron, más bien que saltaron, de la caja del coche al suelo.
El pollo suele omitir los escalones, los estribos, los pasamanos, los barrotes de las sillas y otras comodidades, porque su genio inquieto le da algo de aéreo; son ágiles y la mayor parte de ellos gimnastas.
Había dos especies de embarcaciones: unas, las que conoció Guatimotzin, sin la más ligera reforma, quiere decir, con toldos de carrizo y petates y sin asiento; y otras, con toldo de madera forrado de hoja de lata y con asientos.
Los pollos eligieron una de estas últimas llamada La capitana; porque a aquellas canoas puede faltarles quilla, timón y hasta asientos, pero no les falta el nombre grabado en uno de sus costados.
El patrón de La capitana comenzó a aderezar su embarcación con toda la gravedad de un buen servidor que se propone recibir a sus amos dignamente. De un pequeño cajón sacó unas sucias cortinas de brin que colgó a los lados del toldo, y vistió los asientos de las bancas con unos guardapolvos de indiana; extendió un petate y en seguida enarboló la bandera nacional, de media vara cuadrada, sobre el toldo de la canoa.
La capitana estaba empavesada.
Los pollos se precipitaron al interior empujándose y echándose agua unos a otros.
Al fin, cansados, quedaron en paz por un momento; pero bien pronto el ruido de un coche los hizo salir de la canoa y saltar a tierra.
—Ellas son —dijo Pío Blanco.
Efectivamente venían en un coche cuatro amigas de los pollos. Éstos se apresuraron a recibirlas.
—Buenos días, Concha —dijo Pío Blanco a una de las recién venidas— ¡qué guapa vienes!
—¡Hola, Lupe! Que bien te está esa red de estrellitas: pareces un cielo de Nacimiento —dijo Pedrito a otra las convidadas.
Éstas bajaron ostentando toda la exhuberancia de sus abultadísimas faldas de muselina de chillantes colores, y comenzaron a colocar en la canoa canastos y bultos, que contenían las provisiones de un almuerzo.
A pocos momentos partió el coche hacia la ciudad, el barquero desatracaba su embarcación, y bien pronto las cuatro parejas hendían tranquilamente las aguas del canal que conduce a Santa Anita y a Ixtacalco.
—Concha, tú eres el bello ideal de mis ensueños —decía Pío Blanco ofreciendo un vaso de coñac que alternativamente pasaba de mano en mano—. Bebe, Concha, y bebamos todos para olvidar las pasadas desventuras.
—Yo concibo en ti —dijo después de una pausa— a la mujer perfecta, a la mujer en la plenitud de su libre albedrío. ¡Bendita seas!
—Explícame eso —dijo Concha.
—Es muy sencillo: odio las trabas, aborrezco la ley, detesto la prohibición, no reconozco en ningún hombre el derecho de coacción, soy libre por excelencia.
—Eso es porque tienes sangre de pájaro —dijo Pío Prieto.
—Tal vez, y como creo en la transmigración, siento en mí que he sido faisán.
—¿A quién le ocurrió eso de la transmigración? —preguntó Pedrito.
—A un tal Pitágoras —dijo Pío Blanco.
—Era hombre de talento —exclamó Pedrito.
—Lupe ha de haber sido paloma —dijo Pío Prieto.
—¿Y yo? —preguntó Andrea dirigiéndose a Pío Blanco.
—Tú, Andrea, tú eras una alondra.
—¿Qué animal es ese?
—La golondrina —gritó Pepe.
—Propongo un brindis por la libertad del preso —dijo Pepe.
—Sí, sí por Pío Blanco —repitieron Pío Prieto y Pedrito.
—Por los valientes —dijo Pepe.
Y bebieron todos alternativamente hasta consumir el vaso de coñac.
Pío Blanco era entre los pollos el que gozaba de más reputación y aun le veían con cierta consideración, reconociendo la superioridad de su ingenio y de su fuerza.
Pío Blanco hacía magníficas planchas en el trapecio, jugaba a 7 y 9 en los bolos, les daba una bola en el billar a los otros pollos, bebía más, fumaba puro, tenía más poblado el bigote, tenía varias novias, hacía versos y había matado a Arturo; razones todas par las cuales Pío Blanco llevaba la voz, y sus decisiones eran admitidas casi como una orden, sin apelación.
Concha era la más bonita de las cuatro damas de aquel festín y su amistad con Pío Blanco era más antigua.
La canoa acababa de atracar en Santa Anita y le salieron al encuentro varias indias vendedoras de flores y de lechugas. Pepe tomó cuatro coronas de rosas y las ofreció a las señoras, quienes sin ceremonia coronaron sus sienes al ruido de las aclamaciones y los aplausos de los pollos.
Después de una corta espera, la canoa siguió bogando a lo largo del canal con dirección a Ixtacalco.
Este pueblo, que es uno de los paseos favoritos de los habitantes de la capital y objeto de expresas visitas para los forasteros, conserva inalterable su aspecto desde tiempo inmemorial. La poderosa mano de la civilización lo respeta como un monumento raro, y no parece sino que está destinado este pueblo a esperar a orilla del canal a las generaciones venideras, a que vengan a contemplarlo como prenda arqueológica. Este pueblecito indígena por excelencia, atestigua la imperturbabilidad de sus aborígenes y su muda protesta contra la civilización europea.
No pasa día por Ixtacalco. Se parece a esas personas a quienes deja uno de ver diez años, al cabo de los cuales sorprende no encontrarles ni una cana más ni un diente menos.
Ixtacalco es refractario al progreso. Hasta sus árboles parecen estacionarios: son casi todos sauces, de la misma familia, escuálidos y en forma de escobas: parecen una serie de admiraciones colocadas a los lados de las chozas que vieron nuestros antepasados.
Pero Ixtacalco es solicitado también, desde tiempo inmemorial, por los amantes: es el lugar de las citas amorosas y en el que se ha celebrado el cumpleaños de las nueve décimas partes de los habitantes de México.
No sabemos qué tiene de atractiva aquella soledad y aquel silencio que distinguen a Ixtacalco; no parece sino que las legumbres y las amapolas gustan de la soledad como los poetas. Aquel es el reino de las lechugas, el emporio de los rábanos y las coles.
Sus jardines son a los de la ciudad lo que los almacenes a las tiendas al menudeo. Aquellos jardines singulares han considerado las flores como artículos de comercio, y huyendo de las variedades y los matices, emprenden la grave tarea de sembrar una fanega de amapolas o tiran un almud de semilla de espuela de caballero o una cuartilla de mercadela.
No forman ramilletes, sino tercios de flores, y representa una renta respetable el consumo de zempazóchitl, de chícharo de olor y de otras flores cuyas especies no pasan de seis.
Las familias indígenas que pueblan aquel gran pantano convertido en hortaliza y almacén de flores, no viven más que del producto de su cosecha.
Las aguas que dividen la multitud de cuadriláteros de tierra, que como otras tantas manzanas forman una ciudad de flores, legumbres y sauces espigados, ministran a los rústicos habitantes cultivadores una pesca abundante de pescaditos, ajolotes, acociles y ranas.
Los que visitan a Ixtacalco tienen el deber de recorrer las chinampas, de coronarse de flores y de saborear las aceitosas hojas de la lechuga.
A fuer de imparciales recordamos que algunos empresarios modernos han fabricado salones circulares a manera de palenques, destinados a las familias, que los toman en alquiler para días de campo.
Estos salones han visto mucho, hacen bien en no hablar, pero saben más que un libro. En estos salones se baila, se come y se ama. En uno de ellos acababan de instalarse nuestras cuatro parejas.
IX. En el cual la dicha de todos los personajes va a más y mejor
Retrocedamos un poco.
Muy poco tiempo tardó Concha en dejar de ver las cosas color de rosa; y contra todo lo que se esperaba, iba siendo más desgraciada cada día.
Concha no se quejaba más que de su suerte. A su suerte le echan muchos la culpa de lo que les sucede.
Ésta es una salida fácil y en la que buscan un consuelo los desgraciados.
Lo difícil es echarse uno la culpa a sí mismo, cosa que ni por las mientes les pasa a la mayor parte de esos desgraciados.
Concha no había hecho más, en todo caso, sino dejarse llevar de los acontecimientos.
—Privada me robaron —decía— yo no pude oponer resistencia. Arturo no se podía haber casado nunca conmigo; después se metió el general a mi casa, y yo no pude hacerlo salir. ¿Qué culpa tengo de todo esto? Es mi mala suerte.
—Amé a Arturo: yo debía haber amado al sastre o al de la guitarra; pero esa fue mi suerte.
—No debí salir de mi casa, pero mi suerte…
—No debí haber admitido al general; pero el general es tan pegoste y tan porfiado… Mi suerte, en todo mi suerte ¡qué hemos de hacer!
¡Heroica resignación!
Los prosélitos de esta fácil y expeditiva resignación hacen su viaje por este mundo, dando traspiés de desgracia en desgracia, todo por su mala suerte.
También doña Lola estaba resignada con su suerte, según ella misma decía. Se le había lanzado don Jacobo a la revolución por su mala suerte; pero en cambio se le había aparecido don José, que era su paño de lágrimas.
De todos modos, Concha no estaba contenta con su suerte, porque hubiera querido que el general hubiera sido un ángel; pero era una bestia feroz, un oso blanco.
Le había salido celoso como Otelo, no la dejaba ni a sol ni a sombra. Arturo era más confiado, como niño al fin; pero el general, el general la tenía mártir, y representó dos veces al día «El tigre de Bengala» durante cinco meses.
Concha lloraba también dos veces al día, y algunos días dejaba de llorar dos horas en veinticuatro. No cesaba Concha de quejarse de su mala suerte.
Cuando Pío Blanco salió de la cárcel fue cuando Concha empezó a consolarse de nueva cuenta: es cierto que Pío había matado a Arturo; pero en cambio la consolaba ahora de las barbaridades del general.
La primera visita de Pío Blanco, al salir de la cárcel, fue para Concha. Esto era una fineza.
Y todas las demás visitas tenía el pobre de Pío que hacerlas escondidas del general, todo por no causarle un disgusto a Concha.
Cada una de estas otras cosas era otra fineza.
En lo único en que Concha tenía suerte era en las finezas que hacían con ella.
La última fineza de Pío Blanco fue la de dar un día de campo sólo por Concha, sólo por distraerla, por librarla un día siquiera de la ferocidad del general, por verla reír y gozar con el campo, con la canoa, con las chinampas y con todo lo del paseo. Irían amigos de confianza como Pío Prieto, como Pepe Pardo, y sobre todo, Pedrito, que era tan buen chico.
Cada uno de estos tres pollos había de llevar una señora, y Pío a Concha. Total: ocho personas.
Había una persona que supiera mejor la historia de Concha que Concha misma: esta persona era Casimira. Desde que Concha se emancipó, Casimira no se ocupó en más que seguirle la pista, y en tener al tanto a doña Lola por el fidedigno conducto de toda la vecindad, de todo lo que hacía Concha.
La víspera del día de campo de Pío, había interrumpido un diálogo de doña Lola y don José un acontecimiento notable.
Acababa de entrar al patio de la casa de doña Lola un hombre a caballo preguntando por la esposa del coronel Baca.
—No vive aquí —gritó Casimira— aquí no vive la mujer de ningún coronel, aquí todas somos pobres.
—Niña, aquí ha de ser —insistió el jinete.
—Que no, le digo… ¡Esposa de coronel! Ni para un remedio.
—Se llama doña Lola.
—¿Doña Lola?
—Sí.
—¿Y su marido?
—Pues don Jacobo Baca.
—¿Ya es coronel?
—¡Pues no!
—Entonces, aquí es, hombre de Dios, eso es hablar en castellano. Si ya es coronel don Jacobo entonces… ¡Doña Lola! ¡Doña Lola! —se puso a gritar Casimira—. ¡Doña Lola! Ya don Jacobo es coronel, y la vienen a llamar a usted de su parte. Suba usted, señor —agregó dirigiéndose al jinete— allá en el corredor de arriba, en la vivienda del rincón.
El jinete se apeó y subió a ver doña Lola.
—Un ojo con mi caballo, señorita, por vida de lo que más estime.
—No tenga usted cuidado, que aquí nada se pierde, toda es gente segura y de muchos años: no faltaba más sino que se perdiera algo en la casa de nuestra Señora de la Luz. ¿No vió usted el letrero al entrar?
—Qué tal —continuó Casimira, dirigiéndose al grupo de vecinos que rodeaba ya el caballo— hizo bien don Jacobo; yo de hombre haría lo mismo; no hay como la revolución para salir de pobres. ¡Coronel! ¡El señor coronel! Já, já, ja. Con razón le dije a ese hombre que no era aquí la casa: ¿quién había de pensar? Por eso me gustan los liberales, y es chinacate legítimo que se le conoce a legua: miren qué buen caballo; ¡quién sabe de quién serías tú, animalito, y cuántas muertes deberá el héroe que te trepa! ¡Que viva don Jacobo! Oigan, vecinas, vamos a felicitar a doña Lola y a obligarla que nos dé tamales y atole de leche, como albricias de la buena noticia.
—No, mejor chongos —dijo una vecina.
—Mejor mole de guajolote —agregó otra.
—¡Eso es! ¡Cada uno va pidiendo, no se puede decir nada, hambrientos!
—Hambrienta tú, que quieres tamales luego.
—Es justo.
—Cállense, que ya baja el del caballo.
—Y es buen mozo —dijo muy quedito una vecina.
—Muchas gracias, señorita —dijo el jinete a Casimira—. Ahí está eso para nieve —y le dió un peso.
—¡Ah, qué señor! —dijo Casimira haciendo desaparecer completamente su pupila izquierda, pretendiendo hacer una coquetería.
—Mi medio —dijo un muchacho, animado al ver que daban.
El jinete repartió pesetas y medios a todos los curiosos, montó a caballo y dio las buenas tardes. Aquel enviado extraordinario hizo un efecto mágico en la vecindad.
Doña Lola recibía por primera vez una carta de su marido y por primera vez también recibía dinero. El enviado había informado a doña Lola que el coronel Baca era muy valiente y que ya mandaba una fuerza que merodeaba por Ajusco, bajaba a Tlalpam y solía recorrer los pueblos de Xochimilco y Mexicalcingo.
Doña Lola y don José cuando se hubieron repuesto de la primer sorpresa se pusieron a leer la carta de don Jacobo, que decía así:
Monte de Ajusco, etc.
Mi querida esposa de mi cariño: Mealegraré que al recibo desta te ayes con salud en compañía de nuestros ijitos y compadre don José esta solo sereduce a que como andamos ya cerca con la fuerza por orden del cuartelgeneral y como siempre triunfaremos telo paso avisar paque un dia vengas a Xochimilco y te pueda ver y a mis ijitos de mi corason ay te mando eso para tí son sin cuenta pesos que los disfrutes mea legraré.
Tu esposo que ver tedesea.
C. CORONEL JACOBO BACA.
—¡Qué dice usted, compadre de mi alma! —exclamó doña Lola al acabar de deletrear la carta y dándose una palmada en el muslo derecho que hizo estremecer a don José.
—¿Qué dice usted no más? Yo me alegro por mi compadre.
Don José y doña Lola se quedaron viéndose el uno al otro.
Después de aquellas dos exclamaciones, ninguno de los dos se atrevía a indicar el giro que debería tomar la conversación, hasta que después de un largo rato don José dijo:
—¡Con que coronel!…
—¡Coronel! —repitió doña Lola abriendo los ojos y encogiendo los hombros—. ¡Coronel!
Volvió a reinar el silencio, durante el cual don José jugaba con la carta que tenía en las manos.
—¿Con que usted cree, compadre, que triunfará la revolución?
—Vea usted… los papeles públicos… esos de los periódicos dicen que no y que no; pero la revolución siempre triunfa y mi compadre lo dice de puño y letra y como ya es jefe…
—Jefe, sí señor, y muy jefe. ¿Cuánto tienen los coroneles?
—Vea usted, en campaña… asegún…
—¡Ah!… —exclamó convencida doña Lola, y al cabo de un rato continuó—: ¡la vuelta de don Jacobo!
—Eso, comadre, eso, la vuelta.
—Porque en fin…
—Eso es lo que yo digo.
—Y lo de Concha.
—Usted, dirá… lo de Concha.
—Y lo de Pedrito.
—Lo de Pedrito; pero al fin es hombre.
—Cierto, es hombre y los hombres… donde quiera.
—¡Ay doña Lola!
—¡Ay don José!
Don José suspiró. Doña Lola también suspiró agregando:
—¡Ya ni compadres nos decimos! ¿Qué dice usted?
—¡Cabal! Yo le dije a usted «Ay doña Lola» y usted me contestó: «Ay don José», y es que como nos ha cogido de sopetón la noticia.
—De sopetón… que ni quien se la esperara.
—¡Albricias, albricias! —gritaba Casimira subiendo la escalera, haciendo mucho ruido y seguida de algunas vecinas y de todos los muchachos de la vecindad.
Esta irrupción dió término a la perplejidad de doña Lola y don José.
Los cincuenta pesos estaban todavía sobre la mesa.
—Aquí hay para tamales, doña Lola; nos va usted a convidar a tamales porque ya es usted coronela. Muchachos ¡que viva la coronela!
—Vamos, vamos, Casimira —se atrevió a decir don José— es necesario no armar escándalo por eso.
—Como usted es tan callado quiere que todo se haga quedito; pero no señor, es necesario festejar esta noticia. ¿No es verdad, doña Lola? ¡Como que ha de estar usted contentísima! Yo también tengo mucho gusto porque no volverá usted a pedirme mis planchas prestadas. Don José —agregó Casimira dirigiéndole una mirada diabólica— ya viene el amo.
Don José se mordió los labios. Doña Lola no se deshizo de sus importunas visitas sino después de haberles ofrecido una tamalada.
X. Continúa la hoja de servicios de don Jacobo
El viejo del rancho de las Vírgenes, como recordará el lector, había juzgado propicio el temporal porque estaba seguro de que no lo inquietarían durante la noche.
María y Rosario continuaban haciendo sus preparativos de marcha, y Pepe y Rafael no habían vuelto del campo.
Por lo que respecta a la guerrilla de Capistrán, debemos decir algunas palabras.
Capistrán no se llamaba Capistrán; tenía otro nombre que había juzgado prudente hacer olvidar.
Capistrán no luchaba precisamente por la patria, por más que la patria se empeñara en contarlo en el número de sus fieles servidores, merced a los registros oficiales del Ministro de la Guerra.
Capistrán se había acogido a la gracia de indulto o la gracia de la revolución, que es lo mismo. Su vida pasada había llegado a ponerle en este predicamento: ahorcado o liberal.
Por lo visto no vaciló y defendió la libertad. El gobierno lo admitió como ficha por no verlo convertirse en su contrario. Ésta es una de las gloriosas transacciones de la guerra civil.
Capistrán pasó de reo a héroe, y decía muy ufano y muy para sí: «Mi vida está en la bola», y procuraba a toda costa que esta bola de fuego y sangre fuese la bola de nieve, quiere decir, que fuera creciendo.
Sus aliados lo conocían y él conocía a sus aliados; el delito común es un lazo tan fuerte como el peligro común. Ésta es la fuerza moral de la guerrilla.
Tristemente hay algo que sustituye al patriotismo y a la subordinación, y es el remordimiento.
La salvación de un sentenciado está envuelta en estas palabras: «Triunfar, sopreponerse». ¿De quién? ¿De qué? ¿Por qué? No importa: vencer, no importa a quién; matar, aterrorizar, sobreponerse, este es el valor del cobarde. A este valor debe México un raudal de lágrimas.
Capistrán y los suyos eran ese monstruo que se llama guerrilla y que renace a las primeras tempestades revolucionarias como esos insectos que salen de su caracol a las primeras aguas.
Lo que en Capistrán no se atrevería a llamar hoja de servicios ni la misma revolución, era un conjunto tal de crímenes asquerosos que horrorizaba.
Después de estos ligeros apuntes biográficos sigamos a Capistrán la noche de la tempestad.
La guerrilla había encumbrado el monte, huyendo del fondo de las barrancas y de las vertientes impetuosas de las partes bajas de la serranía.
Aquella tarde ostentaba toda su pompa salvaje la tempestad de Otoño. Después de los primeros aguaceros, el cielo pareció tomar aliento para emprender de nuevo una terrible lucha.
Jirones azules aparecieron algunas veces, y en esos jirones alguna nubecilla tornasolada por el sol poniente; pero bien pronto otras nubes gruesas, pesadas y pardas, se precipitaban con violencia para cubrir esos intersticios azules, mengua del furor de la tormenta.
Piélagos cenicientos e inconmensurables quedaban en los horizontes como reserva de aquellas nubes monstruosas y negras que barrían las montañas en tropel gigantesco.
Destacándose en uno de esos fondos plomizos, se dibujaban por intervalos las siluetas de la guerrilla: no se sabía si eran los perfiles de «peñas cargadas» o de formaciones basálticas, o nubes desgajadas y rotas por el huracán aquellos erizamientos de la montaña.
Los relámpagos determinaban cambiantes cárdenos azulosos y violados en el fondo, y las siluetas aparecían entonces negras como un arbolado.
No se distinguía el movimiento de Capistrán y los suyos, porque el rápido movimiento de las nubes desvanecía.
A poco una nube parda se arrastró sobre la loma y confundió el perfil fundiendo el cielo con la tierra; después se perdió todo; había sólo ante la vista esa pesada transparencia que precede en un lejos al chubasco.
En seguida el espacio fue blanco, era una inmensa cascada de granizo…
Acerquémonos.
Capistrán va por delante, su caballo echa sangre por la boca y las narices, y sus ojos parecen saltar de sus órbitas, porque enseña esa línea blanca que da a los caballos un aspecto salvaje.
Capistrán, en vez de calarse hasta las cejas su gran sombrero, lo lleva echado hacia atrás y recibe la lluvia en la cara y lleva algunos granizos detenidos en sus negros cabellos.
Capistrán no tiembla, ruge. Es una fiera que ante la muerte y ante el rayo, grita. Llama a la ira en socorro de su terror.
A cada trueno se oye una blasfemia de Capistrán.
El rayo arranca por todas partes una oración: a Capistrán le arranca un aullido. Aquel aullido era la más sublime expresión del miedo.
Pero el miedo de Capistrán era el miedo de los valientes, quiere decir, el miedo de tener miedo.
Las nubes de aquella borrasca habían revuelto las nubes de la conciencia de Capistrán y al rayo del cielo oponía Capistrán el reto del réprobo.
Aquella monstruosidad transmitió sus reflejos a los otros jinetes y brotó un coro de maldiciones, y cada uno de ellos se decía a sí mismo:
«Aquí es donde para no parecer cobarde se necesita gritar», y sus formidables gritos se ahogaban en el estallido de un rayo o en el mugido de los torrentes.
Cada cual pensaba que Capistrán debía mandar hacer alto, los caballos iban a perderse, ya dos iban mancos y casi todos heridos por los espinos y raspados en los despeñaderos; pero ningún jinete se atrevía a quedarse atrás ni a objetar, ni a murmurar con su compañero.
Capistrán sabía que lo maldecían interiormente, pero se gozaba en el abuso de su autoridad y le parecía que «estaba probando a los muchachos», como él llamaba a su tropa.
En los primeros momentos de la tempestad reinó la animación en la guerrilla al aspirar, hombres y bestias, ese vivificador aroma que se desprende de la tierra al empezar la lluvia.
Después el terror se apoderó de los espíritus por un momento.
En este momento Capistrán arrojó una maldición, gritó, azuzó a su caballo y dijo a sus compañeros:
—¡Adelante, muchachos, y que nadie se «raje»!
Los muchachos entraron al período de excitación a que los condujo Capistrán.
Después de este período vendría el desaliento, el cansancio, acabaría todo vigor hasta en Capistrán, y al fin la naturaleza desencadenada triunfaría de aquellos seres débiles.
Parecía que todos presentían por intuición la proximidad de este período y se daban prisa.
Un momento más, y la guerrilla hubiera acampado en una cueva próxima; pero un relámpago dibujó a los pies de los caballos como un lago azuloso, con fajas de plata, con arrecifes negros y una nave en el centro.
Era el valle con sus arroyos, sus arboledas y su casita: la casita del rancho de las Vírgenes. Aquella casa blanca tuvo un hilo eléctrico para cada jinete y produjo en la guerrilla una sobrexcitación.
Don Jacobo Baca era el único a quien algunos rayos le habían arrancado estas palabras:
—«Señor Dios que nos dejaste…»
O bien:
—«Glorifica mi alma al Señor y mi…»
Pero Capistrán o el vecino más inmediato se encargaba de cortar con una interjección enérgica aquella oración rudimentaria que se volvía a tragar don Jacobo.
Don Jacobo pensó, al ver la casa blanca, que iba a comer y a dormir. Otros compañeros pensaron que iban a «habilitarse». Los más inmediatos a Capistrán, que iba a haber zambra. Y Capistrán que iba a hacer una de la suyas.
Descendía la guerrilla al valle cuando ya la noche había cerrado completamente.
Capistrán moderó el paso y a poco dio resuello a los caballos y dijo con voz ronca:
—Ya no griten.
Siguieron el camino y a poco hizo alto Capistrán.
Echó pie a tierra y dijo muy bajo:
—Compónganse —y arregló la silla de su caballo, lo cinchó de nuevo, se bajó el sombrero y quitó los botones de las fundas de las pistolas y el del carcax en que llevaba el spencer, y aflojó la espada del ajuste de la empuñadura en la vaina.
Estas precauciones no fueron secundadas del todo entre los demás jinetes, pues algunos se redujeron a imitar el movimiento y a estirar las piernas, desentendiéndose de esos detalles precisos e interesantes.
XI. El rancho de las vírgenes. Rápidos progresos de don Jacobo
Transcurrió un largo espacio de tiempo en medio de un silencio terrible.
La lluvia había calmado, y la tempestad recorría en lejanas distancias el espacio.
La guerrilla desfilaba entre las malezas, sin hacer ruido: parecía una gran serpiente negra que se arrastraba acechando la casita blanca.
En el interior de esta casita se oía el animado diálogo de Rosario y María; vibraba su voz en medio del silencio como el lejano canto de los zenzontles en el bosque.
El peón que velaba en el portal se adelantó algunos pasos hacia el campo, y se puso en observación: nada se oía, pero notaba un ruido extraño, mezclándose al de las corrientes.
A poco entró a buscar el viejo.
—¿Hay novedad? —preguntó éste al ver entrar al peón.
—Creo que vienen ya.
—¿Por dónde?
—Deben estar cerca: no se ve, pero se oye.
—¡Y mis hijos!
—No han venido.
—Que entren los peones: corre, aquí nos encerramos; que traigan sus armas.
—¿Qué hay, padre? —entraron preguntando Rosario y María.
—Nada, hijas, nada, una precaución; vamos a encerrarnos.
—¿Y mis hermanos? —dijo María.
—Ya vendrán. ¡Pronto, a la troje! Allí se encierran ustedes.
—¡Ya vienen! —gritó un pastor.
—¡Ahí están ya! —dijo un peón.
—¡Mi machete!
—¡Acá todos!
Y tropel de mujeres y niños y algunos peones se precipitó al patio de la casa, en medio del ladrido de los perros que husmeaban en todas direcciones y aturdían mezclando sus ladridos a las voces de los peones, al llanto de los chicos y al inexplicable rumor de la repentina alarma.
—Ya nos sintieron —dijo Capistrán, y aflojó la rienda a su caballo, que se desprendió como una saeta, y tras él los demás jinetes, y al último don Jacobo.
Capistrán llegó a tiempo que iban a cerrar la puerta, al grado que un momento después se hubiera estrellado contra ella; pero el caballo de Capistrán azuzado, se lanzó sobre la última línea de luz que proyectaban las dos hojas de la puerta, línea que se ensanchó de nuevo para dibujar toda la figura del bandido.
Se oyeron tres tiros en la azotea, y después dos en el patio, y en seguida un rumor siniestro y una confusa algarabía de golpes, quejidos, gritos, blasfemias y alaridos.
Un guerrillero había caído del caballo en el patio; todo era confusión y desorden en medio de la más profunda oscuridad.
Dos jinetes tiraban tajos y mandobles y acometían con sus caballos a cuatro peones que habían hecho fuego sobre ellos, y que en seguida se defendían a culatazos, pero bien pronto cayeron a los pies de los caballos.
Otros forzaban una puerta que daba al interior de las habitaciones, y Capistrán gritaba a los suyos:
—¡Mátenlos a todos!
Capistrán había disparado los seis tiros de su primera pistola, y había empuñado la espada.
Poco tiempo bastó para que hubieran desaparecido del patio todos los de la casa.
Un guerrillero apareció con un hachón.
Había cuatro cadáveres. Eran éstos: los dos peones, un guerrillero y el viejo.
Capistrán los reconoció uno por uno, y al llegar al último hundió todavía dos veces su espada en el pecho inerte del anciano, que yacía en un lago de sangre.
—Ahora sí —exclamó— así andarán siendo chismosos estos mochos. Muchachos ¡que viva la libertad!
—¡Que viva! —gritaron algunos con voz lúgubre, en medio de aquel cuadro de muerte.
En seguida Capistrán distribuyó su fuerza. Envió algunos a forzar puertas, otros a perseguir a los de la azotea que se habían escondido, y a otros a rondar por el exterior y a atrapar a los fugitivos.
—No suelten a las mujeres; y si chillan, mátenlas.
Don Jacobo no había sido atacado en toda la refriega más que por un perro, que se empeñó en no dejarle movimiento; y don Jacobo, entrando en singular combate, sable en mano, sacrificó su primera víctima en aras de la patria.
Atravesó el perro de parte a parte, y después le partió la cabeza hasta callarlo.
Cuando hubo terminado buscó más gente a quien matar; pero ya no había, y entonces fue cuando don Jacobo se sintió en todo el apogeo de su valor personal.
Permanecieron más de una hora aquellos bandidos abriendo baúles y sacando ropa y dinero; obligaron a los prisioneros a cargar la mula de casa con el botín, y dos guerrilleros con la mula, y los dos peones a quienes obligaron a arrear, fueron los primeros que salieron del patio.
Capistrán había recorrido toda la casa.
Uno de los que rondaban por el exterior entró corriendo al patio.
—¡Mi coronel! viene gente —dijo a Capistrán.
—Vayan dos que vean quién es.
—¡Tropa armada! —gritó un tercero.
—¡A caballo! —dijo el jefe.
—Es la fuerza de la Soledad —gritó un tercero.
—Echa el hachón en el ocote y vámonos —dijo Capistrán a un camarada—. Acá todos: que Juan, el Coyote y Chema cubran la retaguardia. ¡Vámonos!
—No están todos —dijo uno.
—Van por delante.
—¿Por onde jalamos?
—A coger la vereda grande, y si nos pican mucho, en dispersión, a caer mañana al Gato.
—¿En la Lomita?
—Sí hasta arriba.
No bien se habían alejado los últimos jinetes, cuando comenzó a salir de la casita blanca una ráfaga rojiza que iluminaba el principio de una nube negra en forma de espiral.
Aquella luz fue creciendo, y una lengua de fuego se mecía majestuosamente en el espacio, difundiendo una penumbra temblorosa en los campos vecinos.
Pepe y Rafael venían por el valle con una fuerza de caballería, y al ver el incendio se desprendieron bruscamente de las filas para llegar los primeros.
El patio de la casa era una inmensa hoguera, que había comunicado el fuego a las trojes y a las piezas interiores.
Rafael iba a precipitarse con su caballo a aquel horno, y Pepe le detuvo.
—Todo está ardiendo; espérate.
—¡Rosario! —gritó Rafael.
—¡María! ¡Padre! —gritó a su vez Pepe— ¿por dónde están? ¡Padre, padre!
Sólo el chasquido de la madera que ardía y ese zumbido siniestro de las grandes llamas, respondía a los acentos de la desesperación de aquellos jóvenes.
—¡Por atrás —gritó Pepe— por la otra puerta!
Y los dos hermanos se precipitaron en busca de la puerta. Estaba rota la puerta de la troje que daba al campo; entraron a caballo gritando siempre a Rosario, a María y a su padre.
Nadie contestaba.
Se oyeron algunos tiros de los que cubrían la retaguardia de Capistrán.
Pepe y Rafael lograron penetrar por una ventana a las piezas interiores: el desorden de las habitaciones les reveló el drama que acababa de pasar.
El dolor de aquellos dos huérfanos no tenía limites.
—Estarán en el patio.
—¡Ardiendo! —exclamó Rafael.
—¡Vamos!
—¡Vamos!
El viento, que comenzaba a soplar de nuevo, había alejado el humo y las llamas de la puerta, y los jóvenes pudieron penetrar algunos pasos; tropezaron con el cadáver de su padre, cuyos vestidos comenzaban a arder.
—¡Mi padre! —gritó Pepe— ¡ay… y mis hermanas! ¡María! ¡Rosario!
Los dos jóvenes se precipitaron hacia el cadáver para apagarle los vestidos con las manos.
La fuerza de caballería de la Soledad, siguió persiguiendo a la guerrilla.
A Rafael le acometió un acceso de locura, y dejó a Pepe llorando sobre el cadáver del viejo.
Ni una voz humana resonaba al rededor de la casita, de donde hasta los animales habían huido para el campo.
A poco rato apareció un peón que había logrado esconderse y encontró a Pepe besando la fría y destrozada cabeza de su padre.
—¿En dónde están mis hermanas?
—Se las llevó la fuerza.
—¿Quién?
—Capistrán.
—¡Ah, Capistrán, Capistrán! —gritó aquel joven levantando la frente al cielo como para pedir el castigo para el asesino.
Dos días después, a veinte leguas de distancia del rancho, la fuerza de la Soledad pudo alcanzar a la guerrilla.
Rafael estaba entre los perseguidores, se había incorporado con la esperanza de rescatar a Rosario: esta fuerza la mandaba el dueño del caballo prieto que montaba don Jacobo, y estaba compuesta en lo general de vecinos agraviados por Capistrán.
Rafael fue acogido con entusiasmo por la fuerza, pues era conocedor del terreno y de valor acreditado.
Capistrán fue sorprendido en un recodo del camino, y no bien hubo aparecido su fuerza a la vista de la que lo perseguía, cuando lanzándose como una flecha Rafael, llegó hasta Capistrán que le esperaba preparado para dispararle a quemarropa.
Rafael había empuñado su espada. Capistrán hizo fuego; pero casi al mismo tiempo se sintió pasado de parte a parte por la espada de Rafael.
Entre los demás contendientes, se trabó una lucha encarnizada, en la que hasta don Jacobo, sacando fuerzas de flaqueza, se acreditó de valiente; se batió con el valor de la desesperación y fue afortunado en sus golpes, al grado de poner tres contendientes fuera de combate.
La fuerza de Capistrán, desmoralizada, se dispersó, abandonando el botín.
Rafael acababa de caer herido; pero en los brazos de Rosario y de María que habían presenciado aquella horrible escena.
El denuedo con que cargaron los perseguidores de Capistrán, hizo notable este hecho de armas, al grado que un periódico dijo a los pocos días que el supremo gobierno era lo más popular y querido que conocía, porque por todos los ámbitos de la república se veían levantarse fuerzas armadas y montadas por su cuenta para exterminar a la canalla.
Los restos de la fuerza de Capistrán formaron nueva banda a las órdenes de don Jacobo Baca.
XII. De cómo la ventura del pollo, es flor de un día
El lector, el benévolo lector, que hasta este capítulo habrá tenido la paciencia de seguir nuestro relato, ha visto a Concha desbarrancarse; y acaso juzgue por lo mal pergeñado de lo escrito hasta aquí, que el autor tiene más parte que las circunstancias en ese desbarrancamiento.
Pero ¡lejos de nosotros tan dañada intención! Y para probar que sólo copiamos, hacemos en seguida algunas anotaciones.
Téngase presente que toda contravención del orden moral que rige a la sociedad y a la familia, es un camino errado, que sólo conduce a la aberración y a la desgracia.
Minar por su base la sagrada institución del matrimonio es un atentado, cuyas consecuencias recaen, inexorablemente, sobre el delincuente.
La unión legítima es el único pedestal en que descansa la felicidad de la familia; ésta es una de las más severas prescripciones de la moral universal, y toda infracción es irremisiblemente funesta.
Escribimos en una época harto fecunda, por desgracia, en ejemplos de esta especie; época de abjuración, de vacilación y de duda, de cálculos y de errores.
No, Concha no podía ser feliz; porque la felicidad es un premio reservado al bien obrar: las víctimas del becerro de oro no tendrán jamás bastantes lágrimas para lavar su conciencia.
—«Todas las que se ponen castaña se van» —decía Casilda la bizca, y en el fondo la bizca decía una gran verdad.
La pasión del lujo está engrosando cada día las filas de la crápula, y pasma el aplomo con que millares de jóvenes pobres aceptan en el mundo su papel de parias sociales, concurriendo gustosas al aislamiento de la infamia.
La mujer, en México, ya no vacila en confesar paladinamente que la aguja es el hambre, y después de esta funesta aseveración ¡qué horrible castigo es la hermosura!
La parte menesterosa de nuestra sociedad, está pidiendo a la moral pública un socorro en su desmorona miento.
Tiempo es ya de decirles a esos barbados, musculosos y sanos, vendedores de encajes y de chucherías, de listones y de terciopelos, de baratijas y de cigarritos: «Salid de vuestros armazones a emplear vuestras fuerzas, vuestra juventud y vuestra inteligencia en trabajos dignos del vigor varonil y de la misión del hombre y dejad vuestros mostradores para que sirvan de parapeto a la virtud de la mujer».
En Concha no había perversidad, había ignorancia.
Cuando se encontró reunida con Andrea, con Lupe y con Lola, sintió en su alma el estremecimiento de su caída; se acordó de que sus amigas Clara y Ernestina ya no la habían vuelto a ver, porque se avergonzaban de ella; sus amigas, en lo de adelante, iban a ser de aquella clase.
Concha lloró: tenía vergüenza. ¿Cómo retroceder? El general sabría aquello, y ¿después?…
—Ésa es mi suerte —repetía Concha despidiéndose con todo el fervor de su alma de toda dicha legítima, de todo placer puro, de algo que ella adivinaba parecido a la estimación, al respeto social, joyas soñadas y perdidas para siempre. ¡Pobre Concha! ¡Pobre Concha!
En medio de estas supremas amarguras, de estas íntimas decepciones, de estas insuficiencias morales se aparece por lo general, no el diablo, ni la tentación, ni ninguno de esos genios familiares; se aparece festivo, risueño, grotesco y coronado de pámpanos, el mitológico, el mismo viejísimo dios Baco, como una especie de «hombre bueno», como un verdadero abogado de pobres; y todo esto bajo la sencillísima forma de un vaso de coñac, como se le apareció a Concha.
Pío Blanco se lo ofreció con la misma mano aquella de la pistola que mató a Arturo.
Concha comprendió la torva sugestión del de las viñas y bebió coñac, con esa tendencia suicida del que pretende huir de sí mismo.
De manera que al llegar a Ixtacalco, Concha había encontrado un antídoto contra su vergüenza.
Andrea, Lupe y Lola acariciaron a Concha con ternura, con mucha ternura. Había en el fondo de aquellas caricias algo de la resignación de los huérfanos que se cobijan bajo la sombra de la misma desgracia.
Los pollos estaban a cien leguas de estas intimidades fisiológicas, y reían con esa frescura desconsoladora del pollo disipado, que no encuentra nada más allá de sus narices.
Baco y los pollos celebraban tácitamente una transacción, por medio de la cual éstos se exhibían tales como eran en cambio de un poco de aturdimiento.
A este dios lo hemos contemplado algunas veces, con una copa en una mano y en la otra un libro en blanco.
Dándole las gracias y rehusando la copa, llenaremos algunas páginas de su libro.
Concha se enfermó.
Más adelante sabrá el lector que Concha le debió en esto a Baco un favor de padre.
Como se enfermó Concha, buscó una enfermería y entró en un jacal inmediato.
A la puerta de la tienda más inmediata al canal había dos caballos lujosamente ensillados.
Al verlos venía a la mente esta disyuntiva, estos caballos son de un rico o de un ladrón.
En nada se les van los bártulos a los adoradores del becerro de oro, como en esto del arnés nacional.
Conocemos tendero, sin segunda camisa, que se monta sobre su capital en su caballo.
Abundan cajoneritos de esos que se están parados toda la semana, que el domingo andan sobre su patrimonio.
Estos sujetos son los mitos de la riqueza, porque su lujo no es el resultado de una posición ventajosísima, sino el de una porción de economías dolorosas, por medio de las cuales se hacen acreedores a que mientras más ricos parezcan, merezcan más esta aplicación: ¡pobres!
He aquí de qué manera arrancan la exclamación «¡pobres!» los que fingen ser ricos.
Volvamos a los caballos. Desde luego no eran de tendero, porque éstos no exponen fácilmente su lujo sino en el paseo.
—Serán ladrones —pensó Lupe.
—Serán hacendados —dijo Lola.
La mujer es la primera que prevé un peligro. Andrea se levantó del asiento que ocupaba en el cenador. Algo la preocupaba.
Se puso en acecho, a poco palideció y buscó en torno suyo una salida opuesta, como para huir.
—¿Qué buscas? —le preguntó Pío Prieto.
Andrea no contestó.
Dos enérgicas interjecciones habían resonado en el interior de la tienda: luego allí estaban los jinetes, luego los jinetes eran ladrones.
Así discurrieron a dúo Lola y Lupe, mientras que la mente de Andrea la ocupó toda este monosílabo: ¡Él!
Como evocado apareció en la puerta de la tienda uno de los jinetes.
Andrea arrojó un grito. Al grito salió el otro jinete. ¡Era don Jacobo Baca!
Los pollos tenían que habérselas con dos gavilanes.
Los dos jinetes se dirigieron a pie al cenador.
Andrea y Pedrito quisieron huir.
No tuvieron tiempo.
—¡Bien hayan las mujeres! —gritó uno de los jinetes fijando en Andrea sus ojos encendidos por el licor y por la cólera— ya me rezarías ¡ingrata! pero ya me ves, he resucitado. ¡Por vida de…!
Y avanzando los dos pasos que le faltaban para llegar a Andrea, la asió de la muñeca, y la separó bruscamente del grupo de los pollos.
—¡Bien hayan los hijos! —gritó a su vez don Jacobo, tomando de la mano a Pedrito, echándose hacia atrás su gran sombrero bordado, y sacando a su hijo del lado de los otros dos pollos.
—Éste no es mi padre —pensó Pedrito.
—Dispense usted, amigo —dijo Pío Prieto.
—Yo no soy amigo de nadie —dijo el bandido llevándose a Andrea.
Pío Blanco estaba a la sazón con Concha en el jacal, de donde juzgó prudente no salir.
—Oiga usted —insistió Pío Prieto.
—Le voy a aconsejar, niño —dijo con voz sorda el bandido— que no me cante ni me baile, porque le va a sobrar verso y a faltar tonada. Yo soy Zeferino Dávila y ando con los hombres.
Y dejó caer una mano, como de calicanto, en el hombro de Pío Prieto, que tambaleó.
—Si tiene que sentir de mí… amo… tengo plomo con qué quererlo —continuó Zeferino, buscando su revólver.
Pío Prieto dio un brinco hacia atrás y sacó su pistola de debajo del saco. Pepe hizo lo mismo.
Hace diez años, esto hubiera parecido inverosímil, pero en la época que atravesamos, todos los pollos son de pelea.
Los Estados Unidos se han encargado de hacer del revólver un adminículo indispensable; y Colt es émulo de Lozada, pues ya no se concibe al pollo sin reloj y sin pistola, especialmente cuando el pollo anda calavereando.
A esta costumbre tan generalizada debió su muerte Arturo. Recordará el lector que el desafío fue a revólver.
Zeferino Dávila no había sacado aún su pistola, y don Jacobo ya se había alejado con Pedrito.
—No se asusten, niños —dijo Zeferino, cambiando completamente de tono—. Ya está, patroncitos… con la venia.
Y dio media vuelta.
Pío Prieto y Pepe se quedaron en el cenador con Lola y Lupe. Estaban perplejos, pero no por esto dejaron de comprender que lo más acertado que podían hacer era conformarse con la voluntad de Zeferino y don Jacobo, porque, al fin, tenían derecho, el uno sobre Andrea, y el otro sobre Pedrito.
Poco después, Andrea en la silla del caballo de Zeferino, y Pedrito a la grupa del de don Jacobo, desaparecieron del pueblo.
Concha no estaba tan enferma que no hubiera podido enterarse de lo que pasaba fuera de su enfermería, y al oír distintamente la voz de su padre, quiso levantarse para ir en su busca, pero Pío Blanco la detuvo.
Las circunstancias en que don Jacobo venía a encontrar a sus hijos no podían ser peores.
Concha se conformó con echarse a llorar. En cuanto a Pedrito, pertenecía desde aquel momento a la guerrilla de don Jacobo.
Don Jacobo Baca se había transformado completamente: el guerrillero había sustituido ya al pusilánime, al encogido don Jacobo: no se conocía a sí mismo.
Había salido del círculo social por la puerta de la inutilidad y la ignorancia instigado por la miseria, y se encontró de la noche a la mañana en el teatro del crimen.
Don Jacobo comenzó a ser criminal por miedo; después lo fue por necesidad, y al último por hábito.
Capítulo último. En el cual sabrá el lector el paradero de sus conocidos, sin hacerse ilusiones para el porvenir
La ensalada, según Brillat Savarin, debe tener las condiciones que desearíamos tuviera la nuestra; los italianos recomiendan la ensalata ben salata; por esto nos cabe duda acerca de la presente, porque la sal es uno de los artículos que al escritor suele escaseársele, mal que le pese.
¡Ojalá que muchos de nuestros benévolos lectores encuentren que esta ensalada tiene suficiente sal!
En cuanto a la pimienta, no tenemos la misma duda; porque la pimienta abunda en las costumbres actuales, y el pollo tiene por naturaleza, si no mucha sal, al menos la pimienta suficiente.
Pero en lo que están contestes, en materia de ensaladas, autoridades competentes, es en que la ensalada debe revolverse a satisfacción; casi tanto como las elecciones o como París.
Al llegar el autor al cumplimiento de esta prescripción, revolvió en efecto la ensalada, pero como esta operación es larga y puede cansar a los lectores, y además, en esta revolución las cosas se irían poniendo de mal en peor hasta el grado de presentar fases horripilantes, hemos preferido dejar el platillo en paz y ofrecerlo al lector, no sin dejarlo satisfecho en cuanto a la suerte de los personajes por quienes haya podido interesarse.
Por otra parte, la índole del género de literatura que ensayamos nos obliga a no ser difusos, a escribir libros pequeños, según lo hemos ofrecido; y desde luego falta a nuestra pobre pluma el espacio necesario para retocar y acabar sus originales.
Pero cuando a la vez estamos ciertos que el lector, con todo y ser tan amable, no nos perdonaría la extravagante humorada de dejarlo en la mitad del camino, nos comprometemos desde luego a no privarlo, en lo de adelante, de sus buenos conocidos.
Seguiremos tras de Concha, paso a paso, hasta su calvario, seguiremos a los Píos; que no porque con el tiempo dejen de ser pollos, dejarán de ministrarnos materia, sabrosa de leer, en algunos capítulos, y llegaremos, en fin, por nuestra perseverancia y la de los lectores, a un término de cosas en el que, tal vez algunas y muy provechosas máximas se deduzcan.
Por lo pronto volvamos al general.
El general se había ocupado, hacía algunos días, de la aritmética, con más tesón de lo que ordinariamente conviene a un general.
El general discurría así:
—Concha es muy hermosa; pero mi lote de convento ha desaparecido. Una adjudicación ha absorbido a la otra. Item más, casi toda mi liquidación. Luego debo dejar a Concha y meterme a la bola. Es necesario habilitarse de nuevo; yo le escribiré esta noche a mi compadre y al gobernador de… Resueltamente me equipo y me lanzo a la revolución, la tesorería flaquea ¡a la bola! Concha me ha derramado la bilis ¡a la bola! La revolución ha tomado cuerpo ¡a la bola! Corro riesgo de quedarme de coronel ¡a la bola! Y lo que es en esta vez no he de ser zurdo ¡a la bola!
Con esto y con que Casimira, oficiosamente, le contara al general los trapicheos de Concha con Pío Blanco y lo de Ixtacalco, el general puso su renuncia, que la misma Casimira se encargó, gustosa por supuesto, de presentar a Concha.
Después de lo cual, el general, ya libre como don Jacobo y como Pedrito y como otros muchos, se lanzó a la revolución.
En cuanto a Concha, mediante esa estúpida operación (reservada al ser que piensa) por medio de la cual el alma queda a medio vivir, la inteligencia a medio discurrir o a discurrir al revés, la razón a medio perderse y el juicio perdido completamente; por medio de esta operación, decimos, Concha se entregó a un paréntesis que representaba otro descenso.
Concha se encontró sin Pedrito y sin el general, y frente a frente de Pío Blanco o, por mejor decir, en su poder.
Pío Blanco hubiera gritado ¡aleluya! si el latín o la misa le hubieran dejado siquiera ese recuerdo; pero su felicidad tuvo una expresión menos clásica y mucho más en analogía con sus costumbres.
Tan luego como tuvo conocimiento de la vacante, se dirigió a la vinatería de Huergo y se proveyó de ostiones y otras conservas alimenticias, compró Chartreux verde, licor de los Benedictinos, Aya Pana, Vermouth de Torino, agregó un jamón de Westfalia y un gran trozo de queso fermentado de Gruyère.
En seguida tomó en la casa de Escabasse cien pesos de perfumes, entre los que predominaban el Ilang-ilang, la violeta de los Alpes y otros no menos exquisitos.
Todo esto era la suprema felicidad. Pollo alguno se vio jamás tocando esa dicha de sultán. Casi no tuvo tiempo de avisar y Pío Blanco se eclipsó.
Pío Prieto siguió siendo la orquídea de Pío Blanco, como lo había sido de Arturo; se encargaba de la jubilación y la cesantía de las prendas de ropa de Pío, y de contraer deudas a su sombra.
Dejemos que estos pollos se pongan roncos, con la precocidad usual de estos tiempos, y el lector los encontrará más tarde, en su segundo y no menos edificante período.
Doña Lola y don José seguían bien, en su inalterable amistad, esperando la vuelta de don Jacobo y de Pedrito, con la misma tranquilidad con que nosotros esperamos muchas cosas que no han de llegar.
Casimira llegó a conseguir su objeto, pues nadie conocía en México a Concha por otro nombre que con el de «Concha la sacristana».
Este triunfo fue el más preciado galardón para la bizca.
Rafael y Pepe, arruinados y huérfanos, concibieron un odio a muerte a los restos de la guerrilla de Capistrán, especialmente Rafael, que juró, por su amor, la muerte de todos los que tomaron parte en su desgracia.
A Sara y a Ernestina las veremos más tarde desempeñando el interesante papel de mamas, que no habrá más que pedir.
¿En dónde están los seres virtuosos, las almas puras, los jóvenes sin tacha, los modelos, en fin, que se deben imitar? ¿Será posible que ya no exista nada de eso? ¿Ésta es la sociedad? ¿Así son todos? ¿Adónde vamos a parar? ¿En qué época vivimos? ¿Y el amor, y la fe y las virtudes todas adónde se han refugiado? ¿Qué realismo en este tan espantoso? —¡Protesto! —¡Yo también! —¡Facundo se equivoca! ¡Lo ve todo negro! ¡Exigencia, imaginación, mentira!…
Consolaos, si podéis; estáis en vuestro perfecto derecho. Por nuestra parte creemos no haber pecado contra la exactitud histórica, sino en el sentido de haber guardado silencio acerca de más cosas que sabemos todos.
Nuestros personajes están a la vista del lector; ahí por esas calles de Dios, en todas partes; fijaos bien y los reconoceréis.—¡Sobre que no hemos hecho más que copiarlos! Y no así como quiera, sino por su turno riguroso, sin elegir, sin preferir a nadie.—¿Que en dónde están las almas puras, los seres virtuosos?—¡Qué queréis! Los demás se interponen y nos los ocultan, procuraremos hallarlos, atizaremos nuestra linterna y buscaremos con afán incansable; y en prenda de nuestro buen deseo os empeñamos nuestra palabra, lector amigo, de indemnizaros con usura de vuestro desencanto, tan luego como en este dédalo de pollos encontremos un tipo, ya no del bello ideal, sino siquiera presentable.
A este fin, Facundo levantará el foco de su linterna desde la casa de doña Lola, desde la hojalatería de don Píoquinto Prieto, hasta esos palacios dorados que encierran altas y poderosísimas damas y encopetados negociantes. Tal vez allí tendremos un modelo, un tipo digno, noble, grande y capaz de exaltar nuestro entusiasmo.
Perdonadnos, entretanto, si esta ensalada no sigue revolviéndose, y la damos tan pronto por suficientemente condimentada; pero si en este pequeño libro habéis podido hallar, mezclado al sabor de nuestra charla, algo que haya hablado a vuestra alma; si al leer habéis pensado en vuestros hijos; si os habéis detenido un momento a contemplar la situación moral del mundo, os afirmamos que esta suspensión contemplativa no será estéril en resultados, y acaso veáis más claro el porvenir a la débil luz de la LINTERNA MÁGICA.