Gabriel el Cerrajero o las Hijas de mi Papá

José Tomás de Cuéllar


Novela



A los obreros de México

Á vosotros, apóstoles del trabajo, veneros legítimos de la riqueza pública, á vosotros que cumplís con Dios regando el pan con el sudor de vuestro rostro, á vosotros dedico este libro.

El trabajo y la educación son las bases de la regeneración social.

El trabajo y la educación son el origen de la mas sublime de las emancipaciones.

Trabajando sois la riqueza.

Instruyéndoos seréis la patria.

Tal vez encontrareis alguna enseñanza provechosa en este libro: leedlo, y cuando descanséis de vuestro trabajo, acordaos de que tenéis un amigo que está trabajando por vosotros.

Parte I

I. Una visita de confianza

A eso de las cuatro, la mujer de un comerciante rico recibía á su visita de confianza las más tardes. Era ésta una costumbre inveterada que estaba muy lejos de inspirar la menor sospecha al mas malicioso observador, y mucho menos al comerciante.

En efecto, aquella señora y su visita cuotidiana hablaban siempre de cosas indiferentes; y á la sazón en que empezamos á ocuparnos de sus recomendables personas, están tratando amigablemente de esta materia.

Los parientes.

—¡No me hable usted de parentescos, criatura! decía el señor, porque en esa materia tengo también hecha mi composición de lugar...

—Como en todo, dijo la señora.

—Ya sabe usted criatura, que yo soy hombre de principios fijos.

—Ya lo sé: la prueba es que me dice usted «criatura» hace....

—Hará cinco años largos.

—Es cierto. Conque decía usted de los parientes....

—Que en esta materia hemos entrado ya á una confusión tal, que no nos entendemos. Es cosa que á mí me da miedo preguntar á alguna persona el parentesco que tiene con otra, pues me he llevado ya buenos chascos, ó por lo menos he puesto en aprietos á algunas personas. Mire usted, criatura, no hace muchos días, me encontraba yo en una casa, á la sazón que una señorita tocaba el piano.

—¿Quién es esta señorita? pregunté con reserva á un joven que estaba cerca de mí.

—También es del otro matrimonio, me contestó.

—¿De quién?

—De la señora, insistió con seguridad, juzgando que con aquel dato me había dicho lo bastante para que yo cayese en cuenta: pero lejos de eso, no hizo más que picar mi curiosidad: me volví á mi izquierda y pregunté á una señora.

—¿Quién es la joven, que está tocando el piano?

—Vea usted, me contestó la señora, esta señorita se crió....—Malo, dije para mí ¿con que se crió....

—Como el hermano es padre, no la podía tener en su casa—¡Ah! exclamé, entiendo menos todavía, pero es hija de....—y me detuve con objeto de que la señora acabara la frase; pero lejos de eso, la señora me preguntó.—¿De quién?—Eso es lo que pregunto.—Pues para mí, me dijo mi historiadora, no es hija de don Pepe ni del general.—¡Hum! dije entonces, está visto que nadie ha de satisfacer completamente mis dudas.

Creí prudente suspender mis indagaciones, porque la pieza de piano había concluido; y empecé á sentir una curiosidad creciente, insoportable: recorría con la vista una á una las personas de la reunión, para elegir á quién hacer mis preguntas, cuando mi vecina de la izquierda me dijo:

—Pues figúrese usted, que ni éstas ni las otras dos chicas conocen á su papá.

—¡Oiga!

—¡Ah! no señor, si la madre es terrible....

Yo seguía en bávia.

A poco rato le pregunté á un amigo.

—¡Vaya! me contestó ¿ya no te acuerdas? si por fin las reclamó la madrina y.... y ya lo ves, ésta es la mayor.

Cada vez comprendía yo menos.

—¿Quieres decirme quién es la señorita que ha tocado el piano? le dije á un amigo íntimo, despues de haberlo llevado á la antesala, para exigir allí con más libertad una contestación categórica, ó al menos que estuviera á mi alcance: esperaba la solución tranquilamente, cuando mi amigo, poniéndome las manos en los hombros, se comenzó á reír de una manera estrepitosa.—No te rías, le dije al cabo de un rato, y dime quién es la que tocó el piano.

La risa de mi amigo se hizo mas estrepitosa.

—¿Pero por fin ¿quién es? le dije impacientándome.

Mi amigo se desmoreció de risa, hasta el grado de tener que salirse al corredor.

—¿Pero quién será esta señorita, dije para mí, cuya historia secreta parece que conocen todos, menos yo, y lo que es más, todos me suponen igualmente instruido en el asunto, y se ríen como ese majadero, cuando pregunto quién es?

Pregunté á otro amigo mío.

—¡Te haces! me dijo por única respuesta.

—Pues señor, dije para mí, es necesario no seguir haciendo preguntas, porque corro el riesgo de pasar por un babieca; y que esa señorita sea hija de quien quiera.

—¿Pero por fin, averiguó usted? Preguntó á su vez la mujer del comerciante.

—¡Qué había de averiguar! me quedé….

—¿Pero siquiera sabría usted cómo se llama esa señorita?

—Sí; sé que se llama Eloísa.

—¿Eloísa? ¿y esto pasaba en casa de las Hernández?

—Precisamente!

Entonces fué la mujer del comerciante la que se echó á reír.

—¡Usted también, Lola! exclamó su amigo ¿sabe usted que ya me va cargando la historia?

—¡Hombre de Dios! ¿no sabe usted quién es Eloísa?

—No, criatura, no sé quién es Eloísa; yo no conozco más Eloísa, que la señora de Abelardo; ó mejor dicho, ni á esa conozco más que de fama.

—Es usted el único que no sabe quién es Eloísa.

—Me doy por vencido: es cierto, no lo sé; confieso mi ignorancia.

Mientras acababa de reírse Lola, su amigo esperó mordiéndose los lábios.

Iba Lola á empezar á hablar para decirle por fin á su amigo quien era Eloísa, cuando acertó á tocar en la vidriera de la sala una visita, cuya interrupción, si bien colmó la medida de la paciencia de aquel buen señor, nos proporciona por otra parte la ocasión de dar al lector algunos apuntes con respecto á nuestros personajes.

Lola, según hemos dicho, era la mujer de un comerciante rico, cuyas costumbres metódicas é invariables habían venido á establecer una amnistía, á la cual Lola se había acostumbrado sin esfuerzo.

Era aquél un matrimonio modelo en materia de orden y administración, al grado de poder describirse por medio de artículos.

Artículo 1.° El madrugar de don Manuel (así se llamaba el marido).

Art. 2.° El sueñecito de Lola hasta las ocho y media.

Art. 3.° La comida en familia.

Art. 4.° La soledad de Lola en las tardes.

Art. 5.° El chocolate del amo.

Art. 6.° De lo que hacía Lola en las noches.

Nada más siete años llevaban Lola y don Manuel de hacer esto mismo, sin variedad, sin interrupción, con una exactitud mercantil.

La visita cuotidiana de Lola se llamaba: el señor Zubieta.

El señor Zubieta era un cotorrón, todo lo mas aseado y pulcro que pueda desearse, ocultando sus cincuenta navidades con más artificios que una jamona. El señor Zubieta era un señor verdaderamente presumido; debió haber sido de joven, según la opinión de la misma Lola, lindísimo: tenía muy buenos ojos, unos ojos negros, expresivos, ardientes, ornados todavía de largas pestañas.

Crombé había logrado colocarle al señor Zubieta seis dientes con un artificio tal, que autorizaba á Zubieta á decir que nacían de sus propios alveolos: las camisas del señor Zubieta eran irreprochables, y sus botas un artefacto hasta exquisito: sedosa piel, suela delgada, combinación de curvas graciosas; todo lo tenían las botas del señor Zubieta, quien á sus solas y más de una vez se convenció, de que una de sus mas apreciables prendas personales, era su pié.

De la misma manera opinaba Lola.

El señor Zubieta tenía además una respetable y limpia calva, lustrada como una consola, y color de rosa como una concha.

El señor Zubieta era hombre acomodado, vivía de sus rentas, descontaba tal cual librancita con buenas firmas, prestaba sobre alhajas, y sacaba de apuros á algún recomendado, de vez en cuando, previo el módico estipendio de doce y medio por ciento solamente.

Todos estos negocios los hacía por conducto de su dependiente y cobrador que era un hombrecillo enjuto y carilargo que se llamaba Solares, y del cual nos ocuparemos más adelante.

Merced á las reglamentadas intermitencias de intimidad en el matrimonio de Lola, el señor Zubieta había podido establecer sus visitas cuotidianas, pasando dos horas y media al lado de Lola y durante las cuales se podía oír al señor Zubieta puesto que, profundo conocedor de la crónica escandalosa de México, tenía siempre hilo pendiente y materia abundante de qué ocuparse, distrayendo los ocios de su buena amiga.

Zubieta comía en casa de don Manuel el día de Corpus, el Viernes de los dolores, la Noche buena y el día primero del año irremisiblemente; por lo demás se hacía visible para don Manuel los domingos en la noche y uno que otro jueves.

Al señor Zubieta no se le pasaba por alto ninguno de los días de sus amigos; tenía el calendario de santos abierto todo el año, y lo consultaba siempre antes de acostarse: era la exactitud personificada, y parecía estar muy contento de su modo de vivir: oía su misa rezada todos los domingos y días festivos invariablemente á las nueve y media en el altar del perdón en Catedral; y á esta costumbre no había faltado en treinta años, más que una vez que tuvo anginas.

Éste era el señor Zubieta.

En cuanto á Lola sólo diremos por ahora que era hija de un antiguo empleado de rentas, se había casado á la edad de veintiséis años, y llevaba siete de casada y tenía tres niños.

Tales eran los dos personajes que nos hemos propuesto dar á conocer á nuestros lectores, y quienes esperando impacientes la retirada de sus importunas visitas, pasaron tres cuartos de hora en charla insustancial, hasta que libres por fin, cual lo deseaban, anudaron el hilo de su interrumpida conversación.

II. En el cual comienza el lector á saber quién era Eloísa

En una de las calles de San Pedro y San Pablo, vivía hace algunos años una señora, cuya misteriosa historia fué por mucho tiempo pasto de conversación y motivo de hablillas entre las vecinas de una gran casa de vecindad, cuya inquilina principal era esta señora, madre de tres niñas que no conocían á su papá.

Fresca, corpulenta y apuesta era la matrona, que podía frisar muy bien en los cuarenta y pico, pero que, poseyendo una naturaleza privilegiada, se conservaba aún en todo el vigor de la hermosura.

Vestía elegantemente, y al parecer se cuidaba mucho más de su interesante persona que de sus mismas hijas, supuesto que estas tres niñas, de las cuales la mayor tendría ocho años, iba á la escuela gratuíta, y ni en su fisonomía, ni en su porte,. revelaban tener por mamá una de las señoras mas apuestas y elegantes del barrio.

Todo lo que rodeaba á la consabida señora era misterioso; pero como no hay misterio posible, ni capaz de seguirlo siendo, si se entrega al análisis de la curiosidad femenil, ya sobre poco más ó menos, la vecindad sabía á qué atenerse en materia de asuntos que nada le importaban.

Una de las razones mas poderosas que dicha vecindad tenía para lanzarse de lleno en el camino de las indagaciones con respecto á la vida íntima de esta señora, era el habitar la vivienda principal de la casa, circunstancia que parecía acarrear lógicamente esta conclusión entre las vecinas.

—Luego es necesario saberlo todo, pues que á mengua hubiera tenido la vecina del 8, saber menos que la del 4, en materia de conocer á la del principal.

—Ya tomaron la vivienda, le gritó una mujer á otra de un extremo á otro del patio.

—¿Ya? ¿y qué casta de pájaro.? contestó la vecina de enfrente, que ribeteaba sombreros, sentada en el dintel de la puerta de su cuarto.

—Creo que es pájara, dijo otra que cargaba un cajón lleno de basura.

—¡Ave María Purísima! vamos á tener entradero y salidero.

—¿Qué, es bonita? preguntó una.

—No lo sé, dijo la ribeteadora; mi comadrita la conoce.

—Llegaron los muebles al medio día.

—¿Ya vió? preguntó una.

—De brocatel y toda la cosa, contestó otra vecina.

—¿Y la cama?

—De bronce.

—Matrimonial?

—Pues no.

—¿Habrá niños?

—Tres chiquitas.

—¡Vaya!

Á la oración de la noche.

—Ya acabaron dijo una.

—¿De qué?

—De mudarse.

—¿Y ella, no ha venido?

—No.

—¿Y nada de hombre?

—No, paqué.

—Ha de ser de los que entran tarde.

—Dios me dé para pagar una casa sola, dijo la ribeteadora.

—Y á mí, dijo una que lavaba.

—No hay cosa como vivir uno el su casa sola, crea usted doña Jesusita, qué sólo por la necesidad....

—Qué hemos de hacer los pobres.

Esa noche llegó la nueva vecina á las once y media.

Al día siguiente las vecinas establecieron su tertulia, de puerta á puerta.

—¿Cómo pasaron la noche? dijo una vecina.

—Yo, desvelada.

—¿Las chinches?

—No, qué chinches, los golpes: la vecina vino á las doce de la noche.

—Á la una, agregó la sombrerera; á mí me espantó el sueño, como lo tengo tan ligero.

—Y eso es por primera noche, ¿qué será despues?

—Tendrá que pagarle á la casera cuatro reales diarios.

—¿Por qué cuatro reales?

—Eso les pagan á los guardas de noche.

—¡Cabal! que don Lázaro es guarda y me lo ha dicho.

No tardaron en averiguar las vecinas, que, aquella señora de la vivienda principal, se llamaba doña Estefanía, que era de fuera de México, que no tenía hombre, que gastaba mucho dinero, y que de cada seis noches, dos venía tarde.

Pero todo esto era todavía muy poco, para saciar la curiosidad de las vecinas, y una de ellas se propuso saber más todavía y dar cuenta á sus compañeras de lo que observara.

—Ahora sí estamos bien, les dijo un día, ya tengo amistad con la cocinera de doña Estefanía; ya tendré que contarles á ustedes.

Efectivamente, á los pocos días la noticiosa convocó á sus compañeras, para decirles que á doña Estefanía la visitaban varios señores muy decentes, porque algunos eran hasta de coche propio, y que especialmente uno era el que tenía más intimidad; pero que ninguna de las criadas había podido nunca averiguar lo que platicaba doña Estefanía con su visita privilegiada, porque siempre hablaban tan quedo que era imposible sorprenderles media palabra.

—Será su amante, observó una vecina.

—Eso es lo mismo que yo creía, contestó la noticiosa, pero la criada me asegura que no, que ella ha observado bien, porque eso á legua se conoce, y que está segura de que los asuntos que su ama trata con ese señor no son amorosos, sino de un género que no es fácil averiguar.

—Pues eso está muy malo, dijo una vecina, porque de no ser asuntos amorosos los que esa señora trata, de seguro deben ser de mucha más gravedad.

—Quién sabe si tenga usted razón, mi alma, exclamó la ribeteadora, porque está uno viendo más cosas, que ya no deberá sorprenderse cuando se sepa que, personas tan encopetadas como nuestras vecinas, están complicadas en negocios criminales.

La visita predilecta de doña Estefanía, era un señor que según decían unos, era coronel; otros, propietario; quienes, negociante; pero en lo que sí estaban todos contestes era en asegurar que aquel señor era una persona bien acomodada.

—Y eso sí, decía la ribeteadora de sombreros, garboso como todos los mexicanos, ¿creerá usted que cuando la casera le abre el zaguán le dá de á peso?

—¿Oiga? esclamaron varias.

—Pues es negocio de dedicarse uno á abrirle.

—Ya se vé, pero no crea usted que la casera lo permita, sobre que hasta toma café, para no dormirse.

—Ya lo creo ¡por un peso!

Este coronel ó lo que fuera, se llamaba Sotomayor, gozaba de muy buen crédito y en sus costumbres no se hacía notable por otra circunstancia, que por la de desaparecer por largas temporadas de México, sin saberse á punto fijo, á qué lugar se dirigían sus viajes, ni cuál era el objeto de aquellas expediciones.

Doña Estefanía fué por largo tiempo objeto de viva curiosidad entre las vecinas de la casa de vecindad, quienes acabaron por conformarse con no saber más que lo que hasta allí sabían.

El señor Zubieta había escuchado con suma atención el relato anterior y esperaba, como era muy natural, que todos aquellos datos acabarían por darle más luz sobre lo que deseaba saber, quiere decir, sobre quien era Eloísa, pero por más que hacía, nada de lo que hasta allí había oído lo sacaba de sus dudas.

Lola por su parte parecía complacerse en prolongarla perplejidad de su amigo Zubieta.

—Continúe usted, dijo éste.

—¿No cae usted en cuenta?

—No, con sólo esos datos...

—¿Recuerda usted, que la casa de doña Estefanía estaba situada en la calle de San Pedro y San Pablo?

—Ya lo recuerdo.

—¿Que el coronel que la visitaba, se llamaba Sotomayor?

—También lo recuerdo.

—Que doña Estefanía tenía tres hijas?

—Tengo también frescas todas las especies, pero á pesar de eso, todavía no enlazo... murmuró el señor Zubieta, esperando llegar al desenlace.

—Importa mucho, dijo Lola con cierto misterio, que no olvide usted nada de lo que acabo de decirle.

—No lo olvidaré.

—Por que, como tiene usted tan mala memoria, es preciso hacerle esta recomendación.

—Pero bien ¿acabará usted de decirme quién es Eloísa?

—Indudablemente acabaré, y aún hay más, se va usted á sorprender, cuando se persuada de que lo que le estoy contando á usted, ya lo sabía usted antes que yo.

Zubieta estuvo á punto de creer que Lola se burlaba de él, ó por lo menos que le estaba haciendo pagar bien cara su falta de memoria.

—Me resigno: dijo Zubieta, estoy decidido á no interrumpir á usted más, y á no hacerla más preguntas, pero no me moveré de mi asiento, sin acabar de oír esa historia que, por poco que pudiera interesarme, ha logrado usted darle un atractivo que no habían tenido hasta aquí ninguna de nuestras crónicas.

—Eso es mas largo de lo que parece, Zubieta, dijo Lola con cierta coquetería, la historia de Eloísa es muy larga, y yo me he propuesto contársela á usted con todos sus pormenores, de manera que si espera usted saber hoy el desenlace, quedarán burlados sus deseos.

—Quiere decir que no llegaré á saber quién es Eloísa sino cuando...

—Sino cuando el curso natural de los acontecimientos le vaya haciendo comprender una porción de cosas, que le van á sorprender á usted agradablemente.

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo... ¿lo digo?

—Sí.

—¿Aunque sea para atormentarlo á usted con su propia curiosidad?

—Sí.

—Pues... por ejemplo se sorprenderá usted cuando sepa que una de las personas que tuvieron una parte mas directa en la historia de Eloísa, es usted.

—¿Yo? exclamó el señor Zubieta, poniéndose encendido á su pesar.

—Sí, usted... señor desmemoriado, usted.

—Va usted á volverme loco.

—No, sino muy cuerdo.

—¿Con que yo tengo parte?...

—En la historia de Eloísa y de doña Estefanía.

—¡Pero criatura! exclamó Zubieta, cambiando de tono, si en mi vida he...

Lola comenzó á reírse alegremente, mientras Zubieta recorría con violencia en su memoria la historia de su vida pasada, y en vano procuraba atar, no sabemos cuántos, diversos hilos rotos á las palabras misteriosas de Lola.

Eran las siete de la noche, hora en que el marido de Lola entraba á su casa.

La sonora campanilla del reloj de la sala, anunció á nuestros dos personajes que allí debía terminar su conversación, ni más ni menos que si se tratara de cerrar un capítulo.

El marido de Lola dio las buenas noches.

III. El chocolate de don Manuel

El señor Zubieta estaba altamente preocupado, sin poder comprender qué parte era la que podía tener en la historia de Eloísa, al paso que Lola parecía estar gozando con el suplicio de Zubieta.

Pero don Manuel que no estaba en autos, ni podía participar de la perplegidad de Zubieta, ni de la travesura de Lola, no pudo menos que sorprenderse al notar que algo pasaba ó había estado pasando durante su ausencia.

Don Manuel no era hombre que se detuviera en minuciosidades, ni mucho menos que intencionalmente estudiara lo que á su derredor pasara en su casa; pero esta vez la cara de Zubieta revelaba, aún para el observador menos sagaz, que había detrás de un disimulo desusado, algo que Zubieta pretendía ocultar.

La risa, deja en la fisonomía no sé qué huellas misteriosas, y hace el mismo efecto en ciertos semblantes que esos aguaceritos de verano, que, sin empaparlas, hacen aparecer despues mas frescas y mas ricas en color las flores, y mas verdes las hojas de los campos.

En la cara de Lola no había acabado de desaparecer la alegría.

—Qué alegre está ésta, pensó para sí don Manuel.

Y luego viendo á Zubieta agregó siempre para sí.

—Y qué preocupado está éste.

Y entonces fué don Manuel quien comenzó á preocuparse.

Le ocurrió en aquel momento que aquello que él notaba por primera vez, acaso había pasado ya otras muchas, sin que él se hubiera tomado la pena de notarlo, y sin poderlo evitar, don Manuel se concentró.

Lola tenía una imaginación muy viva.

—Mi marido no venía triste, pensó Lola, pero de repente se ha puesto meditabundo: yo no puedo atribuirlo á otra cosa, sino á que este candoroso de Zubieta está hecho un simple con motivo de la historia de Eloísa, ¡qué torpeza de Zubieta!

Despues de un largo rato de silencio, dijo don Manuel dirigiéndose á Zubieta.

—¡Y qué milagro!

—¿Milagro? repitió Zubieta maquinalmente, milagro decía usted ¿de qué?

—Hoy no es jueves ni domingo.

—No; efectivamente, hoy es....

—Hoy es martes.

—¡Ah, sí! dijo Zubieta ¿lo dice usted por que sólo nos vemos los jueves y los domingos? ah, sí; pero es el caso que.... como.... ahora verá usted.... salí de casa y dije, hoy es.... hoy es martes: el miércoles tengo que dar unos días, y el jueves, ¡ah! el jueves no puedo venir porque tengo una junta: y dije, pues vamos en casa de don Manuel y le anticiparé la visita del jueves, porque de otro modo, nos dejaremos de ver toda la semana.

—¡Ah! exclamó don Manuel! acentuando este ¡ah! más de lo que convenía á una exclamación del orden común.

Zubieta dijo para sí.—Creo que me ha conocido que miento; y no bien hubo pensado esto, cuando se encontró con la mirada de don Manuel y sintió que la sangre se le subía á la cabeza.

Lola fingió no ver lo que estaba pasando.

—¿Y qué tal el comercio? exclamó inopinadamente Zubieta.

—Así, así; contestó don Manuel.

Trajéronle á don Manuel el chocolate.

Este era una de las cosas que hacia don Manuel, que daba envidia verlo.

Una criada, Romana, que llevaba siete: años de servir en la casa, era la que traía el chocolate todas las tardes.

En primer lugar, traía una mesita de papier maché con incrustaciones de concha, y la ponía frente á don Manuel; luego extendía sobre ella una azulosa servilleta de alemanisco, colocaba enseguida un platón con bizcochos, despues un botellón con agua filtrada y un vaso de cristal, y por último un pozuelo dorado rebosando aromático, caliente y espumoso chocolate.

D. Manuel, siguiendo una antigua costumbre de su casa paterna, bendecía el chocolate antes de catarlo; circunstancia que acababa de condimentar aquella bebida española, que una vez con la bendición, queda exenta de las asechanzas del demonio y hasta con propiedades de sanidad y digestivas, que no hay más que pedir.

D. Manuel bebía un trago de agua antes de probar el chocolate, como para que el paladar se preparase á su regalo cuotidiano: despues elegía el buen señor, entre el surtido platón, Si bizcocho mas apetitoso, y en esta especie de refinamiento gastronómico, conocía Lola por lo general el estado normal de su marido.

Cuando don Manuel llegaba á las siete de la noche restregándose las manos y pidiendo su chocolate, era señal de que el horizonte estaba totalmente despejado; y entonces D. Manuel al verse enfrente de su platón de bizcochos, manifestaba una alegría y una satisfacción tales, que daba una idea exacta del hombre verdaderamente feliz.

Entonces, con una mirada digna de un muchacho glotón, devoraba aquel pequeño cerro de bizcochitos, y ya elegía un bizcochito de á cinco dé la calle de Tacuba, para cerciorarse de si eran calientes y de si olían bien á mantequilla; ya tocaba las pechuguitas de huevo y las olía para saber si eran de la hornada de la tarde ó de la mañana: veía los huesitos de manteca y sentía hacérsele agua la boca, al contemplarlos dorados, calientes y quebradizos al menor contacto, circunstancia recomendabilísima en materia de huesitos.

Despues de este prolijo reconocimiento, dividía en cuatro rebanadas largas un grageado, partía en tres un boyito de á cinco y colocaba aquellas siete raciones, que eran los candidatos de las siete primeras sopas.

Llegaba Romana; y don Manuel era entonces cuando solía sonreírse con su criada, y cuando solía manifestarle sus esplendideces y sus liberalidades; y era entonces también cuando Romana recibía el agasajo del amo y la recompensa de sus siete años de hacerle el chocolate á don Manuel con sus propias maros.

—Vé al cajón, Romana, y pídele á don Rodrigo, de mi parte, un corte de enaguas de merino de todo tu gusto: que te enseñe los cortes nuevos, ¿lo oyes? ya viene por ahí el día de Corpus.

Romana se tapaba la boca, como para que don Manuel no la viese sus blancos dientes, que en aquellos momentos estaban encargados de hacer brillar todo el regocijo de Romana, quien veía á su ama y se ruborizaba, costándole mucho trabajo murmurar un «muchas gracias» torciéndose toda y no pudiendo menos que correr hasta la cocina para hacer estallar cerca del bracero toda su alegría.

El chocolate de don Manuel se sazonaba entonces completamente y hasta era común que en tal caso le dijese á su mujer.

—El martes llega la carga y el miércoles ya puedes ir á elegir tu vestido; vienen unos groses franceses, riquísimos: y no son más que cuatro cortes: no he querido decirlo hasta que tú elijas uno: los otros tres, se los mandaré al señor Barrón.

Esta era otra sopa de chocolate que don Manuel tenía ocasión de saborear, junto con la satisfacción de verle brillar los ojos á Lola ebria de felicidad y hasta de amor.

Tan solemne así llegaba á ser el chocolate de don Manuel y tan importante era siempre aquel acto, que si á tomar chocolate en la propia mesita invitaba á un amigo, podía asegurarse que aquel amigo era predilecto; si don Manuel tenía algún ligero disgusto, lo olvidaba ante los bizcochos; si estaba alegre, pasaba de la alegría al mas dulce bienestar ante el chocolate; pero si, ante los boyitos y ti caracas, don Manuel estaba grave y reservado, entonces había que temer que por el horizonte asomaban nubes preñadas de horror que presagiaban una catástrofe.

De manera que Lola, aunque había conocido ya que su marido estaba preocupado, no quiso medir el nublado antes de la aparición del chocolate; y sólo cuando éste llegó, fué cuando Lola empezó á temer que algo serio estubiera sucediendo, y fué hasta entonces cuando las huellas que la hilaridad había dejado en su fresco rostro, fueron desapareciendo, como las gotas de rocío de una flor que se orea al calor del sol.

D. Manuel estuvo reservado; y lo primero que le ocurrió fué esto:

—Esta noche no salgo.

Zubieta por su parte hizo todos los esfuerzos posibles por mostrarse como si tal cosa, y pretendiendo hacer uso de toda la diplomacia de que se creía capaz, se tornó en locuaz y decidor contra su costumbre, y tanto hizo, que don Manuel no pudo menos que decir para su capote:

—Qué comunicativo se encuentra éste.

Y Lola que, como hemos dicho antes, era suspicaz, pensaba que Zubieta estaba empleando esfuerzos inútiles, supuesto que no se trataba allí de ocultar nada reprobado, y en todo caso no había en aquello más que la insignificante contrariedad de dejar pendiente una conversación indiferente y pueril.

Zubieta hubo de agotar al fin la materia disponible para la charla, y quemó en ella hasta su último cartucho; despues de lo cual se rindió á discreción, ó lo que es lo mismo, al silencio que reinó despues de su última palabra.

D. Manuel y Lola habían permanecido callados. Zubieta recubrió al conocido remedio de consultar la hora; vio su reloj y dijo:

—Las nueve y media: ¡cómo se ha pasado el tiempo!

Y en seguida se levantó de su asiento, prolongó lo más que pudo los preparativos de su marcha, abrochándose la levita, estirándose el chaleco, viendo, al través de la vidriera, si llovía, fingiendo que le había llamado la atención un objeto cualquiera de la mesa; todo esto enmedio del mas profundo silencio, durante el cual, don Manuel y Lola estaban contemplando á Zubieta, y pensando que decididamente Zubieta tenía algo que no era natural, y que aquella noche en todos sus movimientos había revelado cierto embarazo extraño y sobre todo un disimulo que lo vendía á legua.

Por fin se despidió deseando poner término á aquella situación que él mismo no comprendía, pero que se hacía cada vez mas embarazosa.

Tenía, como un cómico que está de malas, la conciencia de que todo le estaba saliendo mal, y deseaba sólo que cayera el telón y olvidarlo todo.

Zubieta pues, estaba literalmente como dicen los cómicos, fuera de caja.

Se despidió lo mas afectuosamente que pudo, más afectuosamente que otras veces, y acompañado por don Manuel, dio las buenas noches, salió de prisa y se dio un golpe en un brazo con un picaporte, y despues le faltó el primer escalón de la escalera, y al llegar al último creyó estar en el anterior y dio una patada en plano, que resonó en toda la casa.

Semejante á esa desagradable sensación que se experimenta cuando damos un paso para bajar y no hay escalón, era lo que había estado sintiendo Zubieta toda la noche en la casa de don Manuel.

Cuando estuvo en la calle y á alguna distancia se paró.

—¡Pero qué diablos me sucede! Exclamó ¿qué he tenido? ¿por qué me he desconcertado? creo haber hecho algunas barbaridades, y lo peor es que don Manuel me ha observado con una atención, que ya me estaba sacando de quicio.

Don Manuel se puso serio á poco rato de haber llegado, sí, y tan serio que se ha estado callado por largo tiempo. No, y despues de todo, esto es una desatención, al fin estaba yo en su casa, y por mi parte, creo no haber dado jamás motivo ¡qué digo! muy al contrario he sido tal vez muy caballero, sí señor, muy caballero, porque.... en fin, un marido que cada veinticuatro horas consagra solo dos á su mujer Una mujer.... una mujer como Lola, de atractivos, interesante; inteligente, ardiente.... y yo.... yo.... á pesar de conocer todo el mérito de Lola, á pesar de que.... me gusta, sí" señor, porque Lola me gusta.... yo jamás me he atrevido.... ¡qué digo! ni mucho menos…..

Recuerdo nada menos cierta temporada en que tuve que retirarme.... de modo que dije, en fin.... el trato continuo, y luego, como Lola estaba entonces tan interesante, hice el sacrificio y me retiré espontáneamente, teniendo hasta que mentir, si señor, mentir, porque pretesté ocupación y qué se yo cuantas cosas más.

¿Qué más se le puede pedir á un caballero? si esto no es ser un buen amigo, si esto no es respetar la felicidad conyugal, si esto no es un sacrificio raro.... entonces ya para nada sirve la moral, ni la consecuencia, ni la amistad ni nada. No, y lo que es á mí.... si bien sé portarme como caballero, también cuando me toquen, cuando se trate de desconocerme, ¡ah! entonces yo también sé la manera de portarme, porque en fin, cada uno tiene su amor propio, y el hombre es bueno hasta que lo cansan.

Ya veremos, ya veremos.

IV. Lo que pensaba Lola y lo que pensaba don Manuel

Mucho tiempo estuvo callado don Manuel, y á Lola le pareció prudente no darse por entendida de aquel extraño silencio.

Fingió Lola negocios; y en obsequio á la verdad debemos decir que por su parte lo hizo mil veces mejor que Zubieta, puesto que ni el mismo don Manuel, que, como hemos visto, estaba sobre la malicia, pudo notar nada forzado ni inverosímil en todo lo que hizo Lola.

En esta materia, cada mujer vale por diez Zubietas, y con respecto á Lola, en lo particular, debemos añadir que nadie le ganaba á tener letra menuda.

Hubo por fin de estar sola y exclamó:

—¡Hasta que descanse!

Entremos á cuentas.

Mi marido se ha encelado á los seis años de casado. Está visto, la virtud es una cosa muy difícil: he aquí mi fidelidad modelo, mi fidelidad rara, mi consagración absoluta, mi sacrificio, en fin, dándome resultados contraproducentes.

Juzgarme á mí capaz.... á Zubieta capaz! vea usted á quién, á la finura personificada, al mas leal de sus amigos. ¡Ay, si yo le dijera, exclamó Lola apretando los dientes, si yo le dijera lo que son sus mejores amigos....! pero no, es necesario no ser cruel, acabaría yo con sus ilusiones y tendríamos que aislarnos. Una amiga mía, que tiene mucho talento, me ha dicho que ni todo se debe decir ni todo se debe callar. En todo caso esperemos, porque al fin tiempo tenemos para todo, tal vez mi marido reflexionará y hasta llegará á arrepentirse de haberme ofendido; sí, porque es una ofensa la que me ha hecho. De todos modos vendremos á una explicación y le diré sencillamente lo que ha pasado, al fin tengo mi conciencia tranquila.

En cuanto al señor Zubieta... ¡oh! lo que es Zubieta ha tenido un mal rato, el pobre de Zubieta es un hombre muy pundonoroso y ni por la imaginación... no, en cuanto á eso, las mujeres les conocemos á los hombres las intenciones... y como además Zubieta tiene tan lindos ojos.... Pues bien, continuó Lola contestándose a si misma, razón de más para juzgarlo todo un caballero, pero en fin, si le hubiera yo sido de todo punto indiferente, vaya, ninguna gracia hacía; pero cuando le he sorprendido más de una vez... si, lo que es eso, ya lo he conocido hace mucho tiempo; y quién ha de creer que ésa era precisamente una de las causas de mi estimación, porque, eso sí, no se puede negar, siempre un caballero se hace querer por su buen comportamiento, y si despues de esto no se recoge más fruto que el que lo nivelen á uno con los delincuentes, ésta es una cosa muy triste, es la mayor de las injusticias: ¿qué garantía tenemos entonces las mujeres honradas, y los hombres que llevan su caballerosidad hasta el grado que Zubieta? porque yo entiendo que no se le puede pedir más á un hombre, que el que se sacrifique en aras de la amistad, que el que dé tortura á su corazón... ¡ah! si no fuera eso, ya Zubieta me hubiera hablado de amor, yo se lo conozco, las mujeres conocemos eso á legua, sobre que es nuestra misión; pero muy lejos de eso, Zubieta se ha conformado con que yo sea su buena amiga, y de todo me ha hablado el pobre menos de amor.

Despues de un largo rato de comentarios, Lola exclamó:

—Ahora caigo en cuenta, á Zubieta no le he conocido inquietudes; hace cinco años que le trato y no le he visto inclinado á ninguna mujer, él no es un hombre despreciable, muy al contrario, para más de cuatro pollas pudiera ser un buen partido.

—¿En qué consiste esto?

Reinó entre marido y mujer una extraña y desusada reserva: no se dirijían la palabra y ninguno de los dos se creía obligado á ser el primero en romper el silencio.

—Esta calla, pensaba don Manuel; buen provecho, no he de ser yo el que la obligue á hablar.

—Está callado, pensaba Lola, mejor que no hable, no he de ser yo la que le obligue á ponerse comunicativo, al fin yo no le he hecho nada... no, y en cuanto á aguantarle á mi marido celos necios, buen chasco se lleva, porque para eso tengo mi conciencia muy tranquila.

Pensando así, cada cual por su parte, sé acostaron.

Lola notó que no dormía don Manuel.

Don Manuel notó que no dormía Lola.

Lola fingió dormirse.

Don Manuel conoció que Lola estaba fingiendo.

—¡Pérfida! pensó don Manuel.

—Me cree dormida: pensó Lola.

Y pensando en esto, se durmió de veras.

Don Manuel siguió pensando.

—Despues de todo, dijo para sí, es una diablura esto de ser comerciante: hace siete años que abro el cajón á las seis y media, que vengo á comer á las doce, que me salgo á las tres, que vuelvo á las siete y media, que salgo despues, que vuelvo á las once y que me duermo en seguida; reasumamos; de las seis y media á las doce, son cinco horas y media, y de las tres á las siete, cuatro; son nueve horas y media: de las ocho y media á las once, son dos y media, y nueve y media son doce horas cabales que mi mujer ha tenido á su disposición hace siete años; doce horas pasadas cada día bajo la garantía de mi ausencia, precise é inquebrantable; doce horas de no verme y durante las cuales.... soy un estúpido en no haber pensado en que el comercio y las garantías prácticas de fidelidad conyugal son incompatibles; vamos, los comerciantes no debemos casarnos á menos de nombrar dependiente mayor á nuestra cara mitad, para que lo sea de hecho á todas horas.

Hacer la liquidación de esas doce horas diarias, ó lo que es lo mismo tres años y medio en siete años de matrimonio, hacer la liquidación de esos tres años y medio que he pasado, detrás del mostrador, mientras que mi mujer.... no, y esto no es decir que Lola sea inclinada.... ni que su cariño.... ni que.... ¡ah! eso no; pero vamos al hecho, la ocasión existe, y á mayor abundamiento, á mí nunca me había ocurrido pensar en ello hasta los siete años; pues señor, soy el modelo de los maridos prudentes y cómodos; con razón no hemos reñido todavía, ya se vé, bien puede ser ángel durante cinco horas, por tal de ser diablo doce, ya me explico la dulzura de mi mujer y sobre todo lo igualita.... siempre lo mismo. «Bueno días Mel,» «buenas noches Mel,» «qué bueno eres Mel.» «¿Estás malito Mel?» «¿Estás riquito Mel?» «Eres muy trabajadorcito Mel.»

Esto durante siete años.

Estas palabritas son el rechinido de una de esas puertas que se abren cada veinticuatro horas; yo conozco puerta que rechina de la misma manera hace siete años, por ejemplo la puerta del cajón; hace siete años que tiene la misma voz, no pasa día por aquellas visagras, no se enmohecen, no se gastan, no se callan, todas las mañanas chillan de un modo y todas las tardes de otro, en la mañana, al abrir, gordo; en la noche, al cerrar, delgado. La puerta del cajón y mi mujer son inmortales.

Ahora bien, no nos dejemos llevar de ligeros, analicemos.

¿Lola es, ó no es capaz de una.... atrocidad?

Ella ¡tan buena!... ¿tan buena?

Durante las cinco horas en que me pertenece, es un modelo.

Le quedan doce para ser otro modelo.

Ya lo sabía.

¿Pero cómo lo has de saber, bruto, cuando ni siquiera te has tomado el trabajo de preguntarlo?

Vamos á suponer que averiguo.... que averiguo qué?... que ha recibido visitas.

Esto será un indicio, pero no una prueba.

Por otra parte, bien puede haber recibido visitas.... ó más claro, bien puede haber tenido un pretendiente, bien puede haberlo rechazado, bien puede él haber insistido, bien puede ella haber sucumbido, y á la hora de esta, bien puede haberse acabado todo y no haber quedado ni el rastro.

Y si tal cosa llego á averiguar, suponiendo que sea posible, ¿qué hago enseguida?

Despues de todo, no deja de ser ridículo, que ahora vaya yo á emprender una batida retrospectiva y vaya á hojear ese oscuro libro del pasado para tener un desengaño.

O nó: bien podrá ser para tener una dulce satisfacción, para convencerme de que tengo la mujer mas pura y mas…..

¡Le cuentan á uno tantas cosas!... yo mismo no estoy limpio de algunos pecadillos de joven...» yo mismo soy una prueba de que puede haber impunidad Cierto asunto pasó sin que la tierra lo sintiera.

Pues ojos qué no ven.... no, no, esto está bueno para decirlo, pero cuando se convierte uno en parte integrante no es lo mismo, la prueba es, que son las dos de la mañana y yo no puedo dormir; y eso que no ha pasado por mí más que una simple sospecha, ¿pues qué sería si.... si ya tuviera datos?

Vamos adelante.

Examinemos á Zubieta.

Zubieta.... Zubieta no es un hombre despreciable, un poco entrado en años, pero no se conserva mal: representa menos edad de la que tiene.

Zubieta es hombre de sociedad.

En fin, como tiene estudios, los estudios hacen al hombre superior y luego.... sí, sí.... ahora caigo. Algunas veces me ha dicho mi mujer.

—¿Qué dices que ocurrencias de Zubieta?

Lo que es á mi mujer, es un hecho que le gusta platicar con Zubieta.

Y Zubieta tiene muy buena conversación, se le ocurren muchas cosas, y cuenta sus cuentecitos con gracia.... en fin todo puede ser.

El estaba preocupado y se cortó y.... sí, Zubieta tenía algo…..

Esta es cuestión de astucia, de sagacidad, de aplomo.

En hora buena, tendré aplomo, tendré sagacidad, tendré astucia y averiguaré la verdad de los hechos, como si fuera yo un juez de lo criminal.

Si, bien mirado, un marido no es otra cosa que un juez de lo criminal, que paga por serlo.

¡Ay, ay; el matrimonio es una cosa....!

El primer bostezo irremediable cortó la frase, y don Manuel se colocó con precaución aceptando la postura que juzgó mas apropósito para quedarse dormido.

Como se vé, aquel buen matrimonio estaba trabajando con la mas buena intención del mundo en hacerse la guerra; hasta allí, como el lector habrá podido notar, no había nada sustancialmente que valiera la pena, pero probablemente el diablo había tomado la forma del señor Zubieta para descomponer aquella felicidad.

Contra su costumbre, Zubieta dejó de ir á la tarde siguiente á la casa de don Manuel; y aunque sabía que éste nunca averiguaba lo que en sus ausencias pasaba en su casa, Zubieta juzgó prudente no presentarse sino hasta el domingo, conforme el programa que había hecho conocer á su amigo.

Lola estuvo inconsolable la primera tarde y esperó con impaciencia creciente la segunda, pero llegó la noche y Zubieta no vino.

Lola creyó de buena fé que aquel asunto se complicaba, y que Zubieta hacía muy mal en suspender sus visitas.

—Decididamente, Zubieta me compromete con su conducta, exclamó Lola, ¿qué va á creer Manuel?.... se figurará que lo que pasó antes de anoche, no es realmente sino él resultado de alguna connivencia, de una infidelidad, de una.... qué sé yo.... pero de todos modos Zubieta es un imprudente, es necesario decirle que no dé á sus acciones un carácter que mi marido tenga derecho á interpretar, y sobre todo, yo estoy en mi legítimo derecho para cuidar de mi honor. Que Zubieta haga todo lo que le plazca, pero yo por mi parte, no le he autorizado para que me quite el crédito; él tiene el deber, supuesto que es mi amigo, de coadyuvar á mi tranquilidad, y á la de mi marido, quien, en estos momentos, se está volviendo imprudente y malicioso; y no vaya á ser que una cosa tan inocente y tan sencilla, se convierta.... en qué sé yo qué.... no señor, ante todo mi reputación.... yo debo cuidar mi reputación, porque dice el refrán: no hagas cosas malas que parezcan buenas, ni cosas buenas que parezcan malas; y eso es precisamente lo que está haciendo Zubieta con la mejor intención del mundo.

¡Oh! afortunadamente yo soy una mujer previsora, á quien nada se le escapa.

Mi marido está seriecito; pero no se ha atrevido á entrar conmigo en explicaciones; yo conozco que me está observando, pero afortunadamente nada puede leer en mi semblante, ni puede tampoco deducir nada desfavorable en mis acciones.

Lo único que puede llamarle la atención es la ausencia de Zubieta, porque, aunque no me lo pregunta, yo estoy cierta de que mi marido ha indagado ya, y tal vez con esté motivo, que Zubieta viene todos los días, y al notar que despues de lo de la otra noche desaparece, puede atar cabitos y encontrar, en una apariencia, algún fundamento para dudar de mi sinceridad y de mi buena fé.... En tal virtud, para prevenir cualquier accidente, voy á decirle á Zubieta... Pero es el caso que ¿dónde lo veo? le mandaré un recado.... no; le escribiré un papelito....

V. La diligencia del interior

A eso de las cinco de una tarde del mes de Mayo, estaban en el patio del Hotel de Iturbide varias personas, esperando la llegada de la diligencia del interior.

Algunos cocheros se habían apostado con sus respectivos vehículos, tanto en el callejón dé Dolores á cierta distancia de la casa de diligencias, como en la calle de San Francisco, cerca del Hotel de Iturbide.

Más de quince cargadores estaban en acecho, esperando el momento de conducir de la diligencia á los coches, las balijas de los pasajeros; y una multitud de muchachos diseminados aquí y allá, esperando también la ocasión de prestar sus servicios.

Todo pasajero, sólo por el hecho de serlo, lleva en sus maletas, sin poderlo remediar, un cartel que anuncia sus recursos extraordinarios.

Siempre se supone á un viajero en la posibilidad de dar propinas, se le cree rico y en circunstancias excepcionales.

Una persona puede ser todo lo mas económica posible, en todas las circunstancias de la vida, excepto cuando viaja.

No parece sino que la movilidad es patrimonio exclusivo de los ricos, y por lo menos en México, no se viaja sino en casos extremos y por absoluta necesidad.

Muchas veces un viaje es una bancarrota, una calamidad en una familia; un viaje consume los ahorros de muchos años ó determina una verdadera crisis monetaria en personas de medianos recursos.

En México, puede asegurarse que cada uno de los nueve ó doce pasajeros que ocupan los asientos de la diligencia, tienen entre las manos uno de los asuntos mas graves de su vida, que está en circunstancias verdaderamente excepcionales, y tal vez está haciendo un penoso sacrificio ó está entrando en un cambio radical de posición.

Es necesario este conjunto de circunstancias, para que las líneas de transporte puedan sostenerse.

Entre nosotros es desconocido el viaje por placer, á no ser á Tacubaya, y mucho más el viaje por economía, á no ser también á Tacubaya.

El viajero, pobre ó rico, está obligado á sostener todo género de especulaciones ventajosas y hasta arbitrarias, como la tarifa de pasajes, los almuerzos de á peso, los desayunos de á dos pesos, los cuartos de mesón, de á peso y por añadidura las propinas á los oficiosos, y las limosnas á un cordón de pordioseros miserables que de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad se encuentra irremisiblemente, sea cual fuere la vía que se siga.

A todos estos gastos fijos hay que agregar otro que hace tiempo ha pasado de la categoría de imprevisto, á la condición de indispensable:

Los ladrones.

Procedente de Querétaro, venía en el camino el coche número 109, ó sea uno de esos vehículos colorados, que son los monitores de la carrocería, construidos expresamente en las mejores fábricas de los Estados Unidos, para probar que las combinaciones de la mecánica pueden burlarse, por algún tiempo al menos, de las inverosímiles sinuosidades con que plugo á la madre naturaleza engalanar este privilegiado país.

Sin una apremiante necesidad, sin un subsidio extraordinario y las más veces oneroso para el viajero, y sin uno de esos cajones de hierro con uno que otro palo por encima, sería de todo punto imposible la comunicación en coche, de una capital á otra de la república.

Este punto y el de los ladrones es casi siempre la materia predilecta de conversación entre los viajeros; y ésta era en la ocasión á que nos referimos, la que sostenían los mártires del coche número 109 de que vamos hablando.

Ocupaba un asiento de testera un señor de Buenos Aires, á quien daban el nombre de don Salvador. Este pasajero venía muy triste, porque, según había hablado con un compañero, dejaba en Querétaro un amor romántico, y volvía á México para embarcarse despues en Veracruz y regresar á su país natal.

Venían además tres españoles; uno negociante, otro casado con una mexicana rica y otro dependiente mayor, que viajaba por cuenta de su principal.

Otro asiento lo ocupaba un clérigo que viajaba por cuenta de la mitra eclesiástica.

Venía también la mujer de un militar internado en la campaña; esta señora regresaba á México, persuadida de que era imposible seguir á su marido, y finalmente, ocupaban los dos últimos asientos, un viejecito enjuto y envuelto en una capa española, que traía á su hijo, un niño como de once años y de una fisonomía interesante y viva.

Aquel viejecito se llamaba don Santiago, y el objeto de su viaje era proporcionar en México á su hijo Gabriel una esmerada educación.

Para lograr este fin, había tenido que pasar ya por mil dificultades y tropiezos, de los cuales había triunfado milagrosamente, y no obstante, podía leerse en la fisonomía de don Santiago un constante sobresalto, pues de todos los pasajeros era el que parecía mas preocupado por la idea del peligro.

—¿Qué dice usted paisano? le dijo un español al otro, nos saldrán los compadres?

—No, qué van á salir!

—¿En qué se funda usted?

—En que ayer robaron.

—Eso es, pues dicen que no hay camino mas seguro que el que acaban de robar.

—Además, yo traigo armas, dijo el tercer español.

—Ríanse ustedes de las armas.

—No tanto, paisano.

—Por aquí suelen salir hasta veinte hombres.

—Tengo para los veinte: traigo pistolas de Lefouchet y rifle de á 18.

Mientras los españoles se ocupaban de dilucidar la cuestión de defensa, haciendo un ruido formidable, la señora y el padre rezaban, el viejecito y su hijo no perdían una palabra, y el de Buenos Aires permanecía callado y al parecer indiferente á cuanto lo rodeaba.

—¿Usted qué piensa hacer don Salvador? le preguntó uno de los españoles.

—Para qué?

—¿Si salen los ladrones?...

—Es que estamos pensando en defendernos.

—No pienso yo tomarme esa molestia, he jurado no volver á hacer fuego contra nadie.

Esto lo dijo Salvador con un acento tan misterioso, que los españoles no pudieron menos que fijar la atención.

—¡Cómo! exclamó uno de ellos, ¿yo sé que es usted un tirador de primera fuerza; y tomando usted parte en la defensa, estoy bien seguro del resultado.

—A pesar de eso, repitió Salvador, no me batiré.

No bien acababa Salvador de pronunciar estas palabras, cuando el conductor de la diligencia, dio un toquecito particular en el pescante y en seguida dijo:

—¡Ahí están!

La palidez se apoderó de todos los semblantes.

Se había parado la diligencia.

No tardaron en aparecer por las portezuelas dos bandidos.

El golpe estaba dado, el español del rifle y las pistolas, no se acordó más de sus armas, y todos los pasajeros bajaron del carruaje, poniéndose á disposición de los ladrones, quienes los fueron despojando de cuanto llevaban.

En la casa de diligencias tenían todos ya la convicción de lo que había pasado, á juzgar por el retardo del carruaje.

En efecto, despues de las siete de la noche, llegó la diligencia de Arroyozarco, totalmente desbalijada.

—¿No hubo desgracias? le preguntaron al cochero.

—No, señor: no más nos salieron.

—¿Y los robaron?

—Pues nó.

—¿Y los maltrataron?

—No.

—Del mal, el menos; dijeron en la administración.

Y cada uno de los pasajeros en el centro del grupo que le formaban sus amigos, daba los pormenores del asalto y contaba las peripecias del robo.

El viejecito de la capa y su hijo, se dejaron conducir por un oficioso cochero, al hotel del Turco.

VI. En el hotel y en el colegio

A la mañana siguiente, aquel viejecito, envuelto en su capa española, y sentado frente á su hijo, hablaba de este modo.

—Al fin he visto realizadas mis esperanzas: ya estamos en México; pero despues de una larga serie de acontecimientos desgraciados, tal vez todos mis esfuerzos sean estériles.

—¿Por qué, padre? le preguntó el niño.

—Ya lo sabes; he perdido ya cuanto tenía; este último golpe ha acabado con mi escasa fortuna.

—¿Pero acaso se necesita dinero en México, para recibir una buena educación?

—No; afortunadamente ya no es así, según me han informado.

—Hoy los pobres, agregó el niño, pueden recibir gratuitamente una educación como la de los ricos, además que si á usted se le llega á agotar lo poco que le ha quedado, yo trabajaré y no nos faltará nada.

Estas palabras las pronunció el niño con un acento tal de convicción, que dibujaron en la fisonomía del anciano un gesto de bienestar y de contento.

—¿Y en qué trabajarás Gabriel? le preguntó cariñosamente á su hijo.

—En un oficio, contestó Gabriel con cierto aire pedante, tengo muy buenas fuerzas; como que es lo único que saqué de los acróbatas con quienes viví.

—Quiera Dios, exclamó el anciano, que persistas en esa idea, ya no sólo por el deseo que tienes de auxiliarme supuesto que yo ya no puedo trabajar, sino porque los obreros, hijo mío, valen mucho.

—¿Por qué, papá?

—Porque son hombres libres.

—¿Pues qué los demás hombres no lo son?

—Desgraciadamente hay una tendencia fatal en el hombre á la veneración: no parece sino que cada hombre no llega nunca á creer que puede bastarse á sí mismo y empieza por forjarse ídolos y dioses, que sean intermediarios entre su insuficiencia personal, y la gran superioridad que llamamos Dios: esta tendencia, que es común á todos los hombres, ha engendrado las religiones, los cultos y la oligarquía; y los hombres se conforman fácilmente con su poco valer, siempre que encuentren una superioridad que los proteja: en el cambio de esta protección, caben todas las humillaciones y todos los errores; pero tan luego como el hombre productor se constituye en elemento indispensable en la marcha de la sociedad, cooperando con su industria ó con su trabajo mecánico al movimiento de la riqueza pública, se independe de ominosas superioridades y rechaza instintivamente todo tráfico de servicios innobles y toda coacción por parte de los protectores.

El artesano honrado, hijo mío, es el tipo del ciudadano, concebido por la democracia y por el progreso.

—¡Yo seré artesano! exclamó Gabriel con entusiasmo.

—Sí, pero serás el artesano instruido; porque yo no quiero que seas una de tantas máquinas humanas que, afuer de ignorantes, se convierten en las muías del adelanto de la sociedad; yo quiero que seas un productor instruido, capaz de enaltecer el oficio á que te dediques; quiero que seas, instruido, no para que tu saber sea explotado por los políticos, por los tribunos ambiciosos, ni por los especuladores; yo quiero que te instruyas, para que te enaltezcas á tus propios ojos; para que no te haga callar el primer pedante que te hable, y para que con tu mandil ceñido, entres con la frente erguida á las filas de la única aristocracia posible, que es la del saber.

No quiero que seas uno de nuestros hombres públicos, ni alguno de esos muchos audaces, que, asaltando puestos, y medrando á costa de su dignidad y de su honra, se apoderan de las situaciones y de los empleos, á despecho de la risa de los hombres sensatos é independientes.

—¿No es bueno ser empleado, papá?

—Hay en este país, hijo mío, una enfermedad endémica que se llama empleomanía.

—Y qué enfermedad es ésa?

—Es un conjunto de necesidades que satisfacer, unido á una carencia absoluta de medios para satisfacerlas; tal es esa enfermedad funesta, que ha llegado á desquiciar la hacienda pública y ha dado pábulo á ¡as revoluciones y á los motines.

—¿En cambio los empleados acabarán por ser muy ricos, puesto que logran menoscabar la hacienda pública?

—Son raros los que se enriquecen, á pesar de esa observación, pues por lo general estos enfermos mueren de consunción y de raquitis.

—¿Por qué papá?

—Porque el gobierno siempre los paga mal.

—¿Y la experiencia los retrae?

—No, pero quiero que mi experiencia te retraiga á tí.

—Lo obedeceré á usted en todo, no seré empleado.

—¿Y los políticos, papá? es bueno ese empleo?

—Ese no es un empleo.

—¿Es una industria?

—Sí: hijo mío, has acertado; pero es una industria peligrosa y en la que se necesita dejar algunos jirones de conciencia.

—¿Por qué?

—Porque se hace á veces necesario sacrificar á las personas que se aman, perjudicar á quien no lo merece, y hablar generalmente lo contrario de lo que se piensa.

—¿Y así escomo se llega á ser presidente?

—Y así es como se llega también al patíbulo.

—Tampoco quiero ser político, no llegaré á conocer eso ni por el forro.

—No tanto: á su tiempo te enseñaré lo que un buen ciudadano debe saber en estas materias: aprenderás lo necesario para hacerte respetar y para no ser juguete de los políticos.

—Dios le ha de conservar á usted la vida, para que logre usted todo lo que desea, y sobre todo, para verme capaz de pagarle á usted todo lo que le debo.

El anciano acarició la cabeza del niño y lo contempló por largo tiempo.

Gabriel le besó la mano á su padre.

Esta conversación fué interrumpida por la voz de un criado, que preguntó, entreabriendo la puerta.

—¿Qué nombre se escribe en la tabla?

—¿En qué tabla? preguntó el anciano?

—En la del hotel: está mandado por la autoridad que todos los pasajeros digan su nombre, de dónde vienen, y á qué.

—¿Eso está mandado?

—Puede usted verlo en el reglamento: ahí está.

Y el criado señaló un cartón que estaba colgado en una de las paredes del cuarto.

Gabriel descolgó aquel cartón y lo presentó á su padre.

—Puede usted escribir, dijo éste, luego que hubo recorrido con la vista el reglamento, puede usted escribir en la tabla ó el registro, Santiago Franco y su hijo Gabriel, procedentes de Querétaro.

—¿Y á qué vienen? preguntó el criado.

—A asuntos propios, dijo don Santiago, supuesto que ésta es una contestación con la que la policía tiene la amabilidad de conformarse.

—El criado también se dio por satisfecho y se alejó repitiendo el nombre de Santiago Franco para inscribirlo en el registro.

Poco despues salió don Santiago á la calle, y como era hombre tenaz en sus asuntos, creyó que lo que debía ocuparlo de preferencia era la educación de Gabriel, de manera que se dirijió en derechura á un establecimiento de educación.

El primero que encontró, tenía todas las ventajas de situación, amplitud, comodidad y sobre todo, un aparato que no había más que pedir.

Subió lentamente las escaleras, y despues de un largo rato que necesitó para tomar, aliento, avanzó por un corredor, hasta llegar á la puerta de un gabinete.

Apenas se acercó, algunos niños se levantaron de sus asientos, y de entre el grupo de los que se habían levantado, se desprendió uno, dirigiéndose á don Santiago.

—Busca usted al director?

—Sí, jovencito: si usted tiene la bondad de....

El niño con una vivacidad cómica, se internó en las piezas contiguas, dejando parado á don Santiago.

Despues de no cortos instantes, se presentó un señor vestido de negro, y que traía puesta una gorra griega de terciopelo carmesí, bordada de oro.

Era el señor director; traía un libro en las manos, y los anteojos calados.

Vio sobre éstos á don Santiago y le dijo:

—Muy buenos días, caballero; si usted tuviera la bondad, pasaríamos á la sala de recibir....

—Como usted guste.

—Pase usted por aquí.

Y el director hizo entrar á don Santiago á la pieza inmediata, donde á la sazón estudiaban más de cincuenta alumnos, quienes al ver al director acompañado de una persona extraña, se pusieron de pié y guardaron silencio.

—Siéntense ustedes niños, tengan la bondad de no molestarse, dijo don Santiago acompañando sus palabras con un ademán, como para comprender en sus atenciones á todos los niños.

En seguida el director abrió una puertecita y se presentó á la vista de don Santiago, una pieza como de cinco varas, que era probablemente á la que el director llamaba su sala de recibir.

En efecto, había allí un confidente, dos sillones, dos estantes con libros, cuatro esferas, y algunos planos y dibujos que ornaban las paredes.

—Cuando don Santiago y el director hubieron tomado asiento, el director preguntó.

—¿En qué puedo servir á usted, caballero?

—Tengo un hijo, dijo don Santiago.

—Ya lo había adivinado, dijo el director, queriendo dar esta primera prueba de su penetración, y luego continuó para acortarle el camino á su interlocutor.

—Y usted desea que ese hijo se eduque. Oh! muy bien pensado señor, muy bien pensado. ¿Y su edad?

—Tiene once años.

—¡Ah! Y ya sabe por supuesto....

—Posee conocimientos primarios imperfectamente.

—Ah, pues eso no está bueno, señor mío; eso no está bueno, porque la educación primaria, es, como si dijéramos, la base de los conocimientos posteriores, son los cimientos, sí señor; y para construir un edificio sólido y que preste garantías de duración, es necesario que los cimientos sean perfectos.

—Efectivamente, interrumpió don Santiago.

—Pues aquí me tiene usted á sus órdenes mi caballero, mi establecimiento está montado por el sistema moderno, tengo un cuadro de profesores selecto, lo mejor de México.

—¿Y qué ramos? iba á preguntar don Santiago.

—¡Ah! señor mío, todos, absolutamente todos, desde las primeras letras, hasta los estudios preparatorios. Vea usted el plan de estudios y los reglamentos del colegio. ¡Oh! éste es un plan vastísimo y que ha costado mucho trabajo combinar.

—¿Y tiene usted muchos alumnos?

—Con decirle á usted que ya no tengo casa.... estoy en esta tribulación; ya es cosa que se necesitaría un local tres veces mayor que éste; pase usted señor, pase usted, me hará usted el honor de visitar el establecimiento.

Al decir esto el director, se levantó de su asiento y le flotó en el carrillo izquierdo, á manera de un cohete de luz, la inmensa borla de oro de su gorra griega.

Don Santiago parpadeó como si hubiera visto un relámpago, vaciló un momento, y, una vez repuesto de su deslumbramiento, siguió al director.

Era éste, según habrá podido notar el lector, una persona muy amable y de muy bellas cualidades.

Hizo recorrer á don Santiago todos los departamentos, las clases, los dormitorios de los internos, el gimnasio, el baño, el comedor y el calabozo, y don Santiago quedó sumamente complacido.

Al regresar á la sala de recibir, don Santiago hubiera querido aplazar su resolución pero el director era tan amable, había hablado tanto y había logrado probar á don Santiago de una manera tan clara que aquél era el mejor establecimiento de la república, que quedó definitivamente resuelto que al siguiente día concurriría Gabriel al colegio, para no salir de allí sino convertido en un verdadero sabio.

El precio era proporcionado á la bondad del establecimiento, pero don Santiago, que aún tenía un resto de su fortuna, no vaciló en comprometerse á pagar las mensualidades.

VII. El papelito de Lola

Es justo que nos volvamos á ocupar de Lola,.de Zubieta y por consecuencia de don Manuel.

Lola, según lo había resuelto, le escribió á Zubieta lo siguiente:


Casa de V. etc.


Muy señor mío:

Tomo la pluma, sólo para suplicar á usted que no deje de venir, pues no es conveniente que usted se retire, según le manifestaré á usted á nuestra vista.

Dispense usted la letra y los borrones y rompa usted ésta de su afectísima servidora,

Q. B. S. M.

Dolores S. de M.


Siempre hemos creído que el equilibrio es una cosa admirablemente fecunda en resultados. De todas las leyes físicas, la que más se identifica con las leyes morales, es la del equilibrio.

Zubieta no había hecho otra cosa, durante seis años, que guardar el equilibrio.

Lola había también guardado el equilibrio, y temiendo perderlo, escribió la anterior esquela.

Zubieta había estado temiendo perder el equilibrio; de manera que al recibir la susodicha esquela, sintió como una fuerza secreta que lo desvió, fácil es comprender hacia qué lado.

Zubieta no podía dar crédito á sus propios ojos, leía y releía la esquela y se quedaba profundamente pensativo.

¡Qué mundo se abría á sus ojos, cuántas cosas le ocurrían á Zubieta!—«pues no es conveniente que usted se retire, según le manifestaré á usted á nuestra vista,» repetía Zubieta.—Ahora bien, continuaba, no es conveniente que me retire, es claro: porque don Manuel abriría el ojo, Lola lo teme, luego don Manuel ha dado motivo, luego se ha encelado, luego ha notado algo en Lola, luego me teme, luego me cree capaz, luego no está seguro del amor de su mujer, luego...

—«Rompa usted ésta»—agregaba Zubieta despues de un rato; la precaución, la reserva, el misterio, el temor, luego la conciencia de Lola no está tranquila.

«Según le manifestaré á usted á nuestra vista,» luego la conferencia que vamos á tener, va á ser á escusas de su marido, luego me cita, luego quiere ponerse de acuerdo ¿para qué? para que engañemos á su marido, para que la ayude á mantener la paz de su matrimonio, para que la evite yo que su marido la moleste con celos necios.

Lola tiene razón en confiar en mi lealtad y en mi buena fé; ante todo es necesario ser caballero, se trata de don Manuel, de un buen amigo mío, de un hombre que hace de mí una confianza ilimitada y.... no señor, yo no seré capaz.... no solo, sino que yo seré su mas firme apoyo y sostendré con brazo fuerte la virtud de Lola.

Es cierto que la pobre Lola me quiere bien, si; eso no se puede negar, pero ¿por qué todo ha de ser por malo? no señor, yo también la quiero bien, es mi buena amiga.... y no.... Lola no es mi tipo, es un poco gruesa y á mí me gustan las mujeres esbeltas; Lola es un poco candorosa y á mí me hacen mucha más gracia las mujeres avispas, me muero por las mujeres con esprit, yo tengo acá mi tipo de cortesana, una especie de Marión Delorme, de Lola Montes.... en fin, un tipo mío.

Desde que leí las novelas de Balzac y de Paul de Kock, yo he forjado mi ideal, y Lola.... no, lo que es Lola está muy lejos de llenar ese vacío, ni con mucho.... Lola as una mujer muy honesta y muy inocente; su felicidad es una joya que ella, la pobrecita, ha logrado conquistar en virtud de todos sus pequeños y asiduos sacrificios, y sería una infamia, sí señor; una infamia, arrebatarle.... ¡ah! no, de ninguna manera, yo no le arrebataré nada, me armaré de vigor y emprenderé esta especie de lucha, con toda la pureza de conciencia y con todo el....

En estos momentos Zubieta se veía en uno de sus espejos.

—¡Hombre! exclamó para sí, á pesar de la inutilidad del vocativo, yo no sé por qué me está fastidiando esta corbata con pintitas blancas; hace más de ocho días, que no salgo de mis pintitas blancas, como si no tuviera yo otras corbatas.

Dirigióse en seguida á su ropero y comenzó á elegir corbata.

—Para chaleco claro, dijo Zubieta en voz alta, no hay como una corbata azul.

Y descolgó una corbata de un azul hermosísimo; y fué de nuevo al espejo y se cambió la corbata azul por la de pintitas blancas, volvió á su ropero y tropezó su mano con una cajita, la abrió y dijo:

—¡Ah! ah! ah! mi anillo, mi solitario, pobre solitario abandonado hace seis meses en su estuche.... ¡oh! y qué hermoso es, ahora me está gustando más; pues señor, cuando uno tiene muchas chácharas, es imposible estarlas cambiando para usarlas con frecuencia.

Y diciendo esto, se puso su anillo sustituyendo el que tenía puesto, que era un sello con sus iniciales, sacó un pañuelo blanco y cerró su ropero; pero enseguida exclamó desdoblando el pañuelo.

—¡Qué diablo de pañuelo he ido á sacar! de los peores: vamos que ya no sé lo que hago.

Y volvió á abrir el ropero, de donde sacó una cajita en la cual estaban guardados sus mejores pañuelos, regalos los más, de sus buenas y numerosas amiguitas; tomó un magnífico pañuelo de batista bordado con una elegantísima cifra de hilachilla, que representaba un amor abandonado á orillas de un arroyo; aquella marca le había valido á su autora una erisipela, de la que murió, y desde entonces, Zubieta no había vuelto á ponerse en la bolsa aquel pañuelo.

No debemos dejar pasar desapercibido otro detalle mas apropósito del pañuelo, y es éste. Zubieta se puso dos pañuelos en la bolsa: uno para los usos acostumbrados y otro, el de batista, puramente de aparato; porque le hubiera parecido una profanación mancillar la blancura de aquella prenda querida, que era ya casi una reliquia.

Tan luego como Zubieta estuvo dispuesto, salió de su casa con dirección á la casa de Lola.

Serían las cuatro de la tarde.

—De las cuatro á las siete, pensó Zubieta, tenemos tres horas: en tres horas.... en tres horas se puede arreglar el mundo: vamos á ver.

Llegó á la casa, tocó, entró, encontró á Lola esperándole.

—Muy bien, así me gusta, le dijo Lola no pudiendo ocultar su emoción.

—Qué quiere usted criatura, contestó Zubieta, su papelito de usted me ha puesto violento, me ha alarmado.

—Pues no hay nada por qué alarmarse, en todo caso esto no es más que una precaución; en lo que sí hay algo que extrañar, es en que sea yo, la inexperta, la niña como usted me dice, la que la ha iniciado, cuando lo mas natural hubiera sido que usted, el hombre de mundo y de experiencia, el hombre sagaz, hubiera sido quien reflexionara, en que una ausencia de usted en estos momentos, sería lo mismo que ratificar sospechas que, como usted sabe muy bien, son de todo punto infundadas.

—¡Ah! sí, ya lo creo, dijo Zubieta maquinalmente y sin pensar en lo que decía, sino en lo que callaba; pero vea usted criatura, apesar de toda mi penetración, no me pareció necesario disimular, puesto que á nuestra vista, yo hubiera tenido mil expedientes, mil medios para disculparme victoriosamente, por ejemplo: había pensado hacer correr la voz, de que me había yo enfermado, y aún el domingo ó el día que me tocara volver, quejarme de algo, en fin, yo hubiera sabido salir airoso del compromiso, pues ya sabe usted, criatura, que yo sé salir bien de todos mis apuros.

—Pero vamos á cuentas, señor don Pepe, usted con toda su penetración y su talento, no había pensado en esto.

—¿En qué hija mía?

—En que mi marido debe haber indagado á la hora de esta, que usted viene los más días y que despues de las barbaridades que hizo usted la otra noche...

—¿Barbaridades, criatura?

—Sí, barbaridades y nada más que barbaridades; me río yo de su previsión de usted y de su mundo, porque cuando más lo necesita, se olvida usted de todo y es usted un cómico de los mas detestables que conozco.

—¿Pero porqué me dice usted eso, criatura?

—¿Qué cree usted que no notó mi marido que estaba usted turbado?

—¿Lo notó?

—Lo hubiera notado un ciego, estaba usted verdaderamente atarantado.

—¿Yo atarantado?

—Sí, señor; y lo peor es que todo lo notó Manuel, ya sabe usted que él nunca se fija en nada, pues bien, en esta vez se ha fijado y mucho, sobre que no le perdía á usted movimiento.

—¿Es posible?

—Vaya, y por final de cuentas, yo no sé lo que le sucedió á usted en la escalera, que hasta acá oímos un ruido atroz.

—Voy á decirle á usted, criatura: ese ruido no fué más que una patada mía, una patada en seco y perfectamente inútil: figúrese usted que yo creía que me faltaba todavía un escalón y no me faltaba nada así es que avancé el pié derecho con toda la fuerza de movimiento que se necesitaría para bajar otro escalón y por eso sonó la patada: ¿Conque la oyó usted? ¿conque la oyeron ustedes? ¿conque la oyeron en toda la casa?

—Sí, sí, sí, santo varón; exclamó Lola, no pudiendo contener la risa.

Zubieta se quedó viendo á Lola y en seguida la acompañó en su hilaridad, riéndose también con la mejor gana del mundo.

Ya hemos dicho que Lola despues de reírse se ponía mas bonita.

Esa observación le pasó á Zubieta súbitamente por la imaginación.

—Conque vamos á ver, señor de la experiencia, ¿está usted convencido de que la otra noche hizo usted una porción de barbaridades?

—Vea usted, dijo, todavía no estoy del todo convencido.

—Hablemos seriamente.

—Hablemos seriamente.

—¿Le parece á usted una cosa insignificante que Manuel haya notado el estado en que usted estaba.

Zubieta pareció reflexionar antes de dar una contestación.

—Vea usted hija, dijo al fin, efectivamente no me es indiferente que su marido de usted notara que yo...

—Que usted estuviera torpe, dígalo usted de una vez.

—Pues bien, sí, se lo confieso á usted, hija mía, estaba yo en un brete.

—¿Pero por qué, hombre de Dios?

—Voy á procurar explicárselo á usted.

—Vamos á ver esa explicación.

—En primer lugar.... usted sabe bien que no había motivo, ni que....

—Pues bien, yo noté que don Manuel estaba serio y como es la primera vez que lo veo así, la verdad, me desconcerté; porque, en fin, hija mía, usted me debe conceder la razón, porque yo soy un hombre incapaz de una traición, ni de una infamia, y esto de que lo nivelen á uno con uno de tantos pillos de esos que abundan y á quienes no se les puede fiar ni un saco de alacranes, no me negará usted que es una cosa terrible.

—Efectivamente, es muy triste, porque entonces, ¿qué garantía tendríamos las personas honradas? agregó Lola con aire de gravedad.

—Ya lo ve usted, yo estoy seguro, continuó Zubieta, de que usted es una persona que abunda en los mismos sentimientos que yo, y en fin, le ha de ser á usted muy sensible un acto de desconfianza, sin que usted haya dado ni el mas pequeño motivo para ello.

—Pues ya se ve, eso es precisamente lo que siento, y para evitar que llegáramos á ese extremo, es para lo que me he tomado la libertad de escribirle á usted ese papelito, que francamente ha sido un atrevimiento.

—¿Por qué, hija mía?

—Sí, con esa letra y con esos....

—No, nada de eso, usted escribe muy bien y con mucha corrección.

—No diga usted eso.

—Es la verdad.

—¿Y, por supuesto, me obedeció usted?

—Ya usted lo ve, aquí estoy.

—No, en cuanto á romper el papelito.

—¡Ah! eso por supuesto; no ve usted, hija mía, que de lo que estamos tratando es de no dar motivo.

—Figúrese usted que Manuel viera ese papelito.

—¡Oh! para qué queríamos más día de fiesta.

—Pues creerá usted que esto me ocurrió despues de habérselo mandado á usted?

—¿Sí?

—Y me entró un miedo como si acabara de cometer un crimen.

—Pero oiga usted, criatura, ¿y de quién se valió usted para mandarme ese papelito? porque supongo que no sería con ningún criado de la casa.

—No, qué disparate! bonita yo para fiarme de mis criados.

—¿Pues de quién se valió usted?

—Va usted á saberlo.... no, si no se puede usted figurar los trabajos que me ha hecho usted pasar, hombre de Dios.

—Vamos á ver hija mía, vamos á ver cómo estuvieron esos trabajos?

—En primer lugar, mandé llamar á mi lavandera.

—¡Ah!

—Mi lavandera es una mujer muy buena.

—Y bien?

—Vino en el acto y le dije: Marcelina, ¿dónde vive Trinidad? Marcelina tiene una hermana, que se llama Trinidad.

—¿La necesita usted niña? me dijo Marcelina.

—Sí le contesté, tengo unas costuras que encomendarle.

—Pues voy á llamarla,—y efectivamente, á poco rato vino Trinidad. Esta Trinidad es una mujer de todas mis confianzas y le dije: Va usted á llevar esta carta; pero cuidado, ya sabe usted, es una cosa muy reservada; y como Trinidad se rió, porque ella es así, le dije: no, Trinidad, no crea usted que esto es una cosa mala; esta carta no es más que para prevenir á una persona de un asunto que le interesa, es asunto de él, se trata de una amiga mía, pero quiero que nadie sepa esto; Trinidad quedó muy convencida y le llevó á usted la carta, ¿qué le parece á usted mi previsión?

Zubieta se tardó algo en contestar, pero al fin dijo:

—Muy bien, muy bien, criatura; todo estuvo muy bien combinado: pero á todo esto, no hemos venido al negocio principal.

—Es cierto, dijo Lola, pero ya con estos antecedentes, podremos ponernos de acuerdo, y ya una vez prevenidos....

—Evitaremos, interrumpió Zubieta, que vuelvan á surgir motivos de sospecha.

—Y ya unidos, agregó Lola, podré estar segura de que mi marido no volverá á pensar mal de mí, porque, oiga usted, esto es para mí una cosa horrible.

—Ya lo creo; criatura, usted es una persona muy pundonorosa y muy delicada, y ante todas cosas ha procurado usted siempre no dar en qué pensar á los maldicientes.

A Zubieta le ocurrió en este momento ver su relox.

Faltaban muy pocos minutos para las siete.

—¿Qué hacemos? dijo.

—¿Por qué?

—Van á dar las siete ¿me voy?

—No.

—Podría encontrar á don Manuel.

—Sí, y entonces....

—¿Me quedo?

—Sí.

Zubieta promovió una conversación, elejida apropósito para poder ser interrumpido por un marido en cualquier momento.

VIII. De cómo una visita de confianza puede tornarse en embarazosa

Muy poco tiempo duro esta versación, pues don Manuel no tardó en presentarse a la hora de costumbre.

Reinó entre aquellos tres personajes la mayor cordialidad del mundo; ¡qué naturalidad, qué aplomo, qué sencillez! todo era allí perfecto. Podría haberse desafiado al observador mas sagaz, á que descubriera una segunda intención en cualquiera dé aquellos tres comediantes.

Hasta llegó á pensar don Manuel que todos sus temores no habrían sido sino malos juicios.

Zubieta y Lola, por su parte, creyeron que tal vez habían ido demasiado lejos, al tomar precauciones que acaso eran completamente inútiles.

Don Manuel pensó.

—¡Pobre de mi mujer, qué buena es!

Lola dijo para sí.

—¡Pobre de mi marido, qué bueno es!

Solo Zubieta estaba perplejo; pero muy inclinado á creer en la inocencia de Lola, y más que todo en su propia inocencia.

Don Manuel acabó por restregarse las manos y por pedir su chocolate.

El horizonte se despejó completamente;, y Lola hasta se acercó á su marido, quien tomando el asiento de costumbre, y con la satisfacción propia de aquél á quien le acaban de salir de la cabeza algunas nubes negras, dirigió una mirada franca á Zubieta y le preguntó.

—¿Cómo vamos de tiempo?

—Bien, señor don Manuel, bien á Dios gracias ¿y usted qué dice?

—Pues aquí pasándola, hombre, pasándola; con esta parálisis del comercio; si ya nadie compra, están los dependientes inmóviles, viendo pasar el mes delante de ellos.

—Pues eso está malo.

—Estoy esperando el día de Corpus;: ahora para Corpus suben siempre las ventas, y ya veremos, ya veremos.

Entró Ramona, trayendo el consabido chocolate.

—¿Le traen á usted chocolate, don Pepe?"

—Mil gracias, contestó Zubieta.

—¿Mil gracias sí, ó mil gracias nó? insistió don Manuel.

—Mil gracias nó, contestó Zubieta de una manera muy comedida.

—Ya sabes, interpuso Lola, que Zubieta no es de chocolate; dice que es una vieja costumbre á que nunca ha podido avenirse»

—¡Hombre! exclamó don Manuel con la boca llena con media pechuguita de huevo, y ahuecando la voz como el que se quema.... ¡Hombre! usted no entrará á la gloria: dicen que en la portería del cielo sirven chocolate todas las tardes.

Zubieta procuró celebrar esta gracia, y se esforzó por reírse.

Lola estaba poniendo mucho cuidado en no ver á Zubieta.

Zubieta por su parte veía de vez en cuando á Lola, y notaba con mucho desconsuelo, que Lola no lo veía, que no aprovechaba ninguna oportunidad para verlo, y á su pesar Zubieta se puso pensativo.

—Las mujeres, pensó, las mujeres!... haca un momento Lola era una: ahora es otra apenas le sonrió su marido.

Es cierto que yo no había pensado nada malo, no señor, ¡qué disparate! pero en fin, en el seno de la confianza, y supuesto que yo iba á ayudarle á Lola.... Es necesario ver, despues de lo que está pasando, cómo se porta Lola conmigo, cuando estemos solos; porque Lola puede querer á su maridó cuanto le plazca, aunque su marido no se lo merezca, eso no es cuento mío; pero en fin en todo caso, yo no quiero ser un instrumento ridículo.

Todo esto pasó súbitamente por la imaginación de Zubieta, quien, disimulando lo más que pudo su estado de vacilación interior, anudó de nuevo la conversación con don Manuel.

Ya había logrado Zubieta recobrar todo su aplomo, cuando don Manuel, acaso inocentemente, le dijo:

—¿Qué día es hoy?

—Hoy, respondió Zubieta con seguridad, hoy es jueves.

—¿Jueves?

—Sí.

—¿Jueves? repitió don Manuel.

—¿Por qué lo pregunta usted?

—Nada; yo lo decía porque me parece que usted me dijo que tenía no sé qué ocupación hoy.

—¡Ah! exclamó Zubieta, sí.... efectivamente, hoy debía...pero se trasfirió...se trasfirió sí señor; y dije: pues no perdamos nuestras buenas costumbres.

—Ya lo decía yo, repuso don Manuel, si yo bien me acordaba, y luego que como lo vi á usted vestido así, como de....

—¿Vestido? no hombre: estoy como todos los días.

—Yo le noto á usted algo.

—Lo que le has de estar extrañando es la corbata azul, agregó Lola con aire perfectamente candoroso.

Lola iba á agregar que á ella le gustaba mucho lo azul, pero se arrepintió.

Zubieta se acordó de que se había puesto su gran anillo; y desde ese momento procuró no mover mucho la mano derecha, temiendo que don Manuel se fijase también en aquel detalle que, si bien Zubieta no lo había estudiado, en aquel momento le pareció que debía ocultarlo.

A Zubieta empezó á sucederle una cosa rara, y era ésta:

Desde aquel momento había empezado á molestarle todo lo que le decía don Manuel, al grado de que llegó á persuadirse de que don Manuel se había propuesto hostilizarlo, movido por alguna mira particular.

Decididamente Zubieta estaba en los momentos menos á propósito para acertar en materia de apreciaciones, y sentía interiormente cierta intranquilidad que lo desabonaba.

Lola, con esa penetración tan peculiar de su sexo, estaba adivinando todo esto, como si Zubieta se estuviera transparentando; y á la vez que lo comprendía todo, tenía la suficiente fuerza de voluntad para sobreponerse y para disimular completamente su turbación.

Estaban aglomerándose á cada paso sobre Zubieta tantas y tan variadas contradicciones y pequeñeces, que no tardó en reveler á la fina penetración de Lola su embarazoso estado moral, por medio de ese síntoma fisiológico que se escapa á bien pocas mujeres.

Zubieta tenía las orejas coloradas.

Circunstancia que el mismo Zubieta no tardó en conocer, decidiéndose, por lo tanto, á terminar su embarazosa situación, haciendo aquella visita mucho mas corta que todas las que hasta la presente había hecho en la casa hacía seis años.

—¿Por qué se va usted tan pronto? le preguntó don Manuel, viendo que tomaba su sombrero.

—¿Pronto, decía usted? contestó Zubieta, no, sino que me siento mal.

—¿Está usted indispuesto?

—Sí, un poco: le estoy temiendo á uno de mis constipados, porque me dan con una fuerza....

—¡Ah! pues cuidarse, cuidarse, dijo don Manuel de buena fe.

Y Zubieta se despidió definitivamente; y como si quisiera reasumir la situación en el momento de la despedida al darle la mano á Lola, se la oprimió de una manera particular.

Cuando Lola y don Manuel estuvieron solos, se pusieron á pensar en una sola cosa.

En Zubieta.

Pero ninguno de los dos quiso hablar de él.

Los dos estaban reventando por hablar, pero ninguno quería ser el primero.

Lola, por ejemplo, pensaba—si hablara yo ahora de Zubieta, podría hacerlo con tal naturalidad y con tal aplomo, que mi marido acabaría por convencerse de que es muy injusto en encelarse.

Don Manuel pensaba.

—Si hablara yo ahora de Zubieta, estoy seguro que mi mujer notaría en mi naturalidad, que efectivamente no tengo motivo para ponerme impertinente y reservado: el pobre Zubieta es un buen hombre.

Esta homogeneidad de pensamientos determinó en el matrimonio, como una cosa á manera de un vientecillo fresco: se podía creer que era el viento que naturalmente producían los aleteos de los geniecitos del amor; cosa que no sabemos acertivamente, pero de hecho se verificó un cambio favorabilísimo en el alma de ambos consortes.

Este cambio se marcaba por cierta espansión de que parece que ambos estaban sedientos.

Don Manuel reflexionaba, viendo á su mujer, que.... que decididamente Lola tenía mucha gracia.

De repente don Manuel se dio una palmada en la frente.

—¿Qué te pasa? preguntó Lola alarmándose.

—Nada, sino que.... yo no sé cómo se me fué á olvidar.

—¿Qué?

—Bien decía yo.

—¿Pero qué?

—Sí.... lo que sucede siempre: se está uno acordando todo el día de una cosa y á la hora se le olvida.

—¿Pero porqué? exclamó Lola mostrando más turbación de la que naturalmente debiera haberle causado aquella duda.

—Nada, nada, no te alarmes, en todo caso esto tiene remedio.

Lola esperaba la solución de aquel enigma, con una ansiedad creciente, hasta que por fin dijo don Manuel.

—Figúrate que tenía yo algo que decir á Zubieta, algo muy importante, y resulta que hemos hablado de todo menos de lo que nos importaba; pero mañana, mañana mismo, acuérdamelo, es necesario mandar llamar á Zubieta; necesito hablar con él á toda costa: sobre que sería negocio de dejar escapar una buena oportunidad; y yo he dado mi palabra, y como comprenderás cuando uno se compromete á alguna cosa es preciso cumplir.

—¿Pero es el caso, dijo Lola, que yo no sé de qué se trata.

—¿Cómo de qué? de un negocio que tengo con Zubieta.... ¡por vida de!.... ¡cómo se me fué á olvidar! y es que....

En este momento volvió á recordar don Manuel, que Zubieta le había podido causar cierto disgusto, y de nuevo volvió la imaginación de don Manuel á perderse en el dédalo de conjeturas, temores y zozobras que lo habían preocupado.

Lola por su parte pensó en que había brillado por un momento el sol de paz, pero que á partir de aquel momento volvería á nublarse el horizonte.

—No se te olvide, insistió don Manuel: muy temprano le envías á Zubieta una tarjeta, suplicándole venga sin demora.

Como aquella pequeña contrariedad había bastado para hacer cambiar el aspecto tranquilo de don Manuel, Lola creyó prudente no hacer más preguntas sobre el particular, porque le pareció que, en tratándose de Zubieta, lo mejor sería emplear la mayor reserva en todo lo que á él perteneciera, porque siempre una doble precaución no estaría de más; y todo ello, en último resultado, tendría que ceder en pro de su tranquilidad conyugal que tanto amaba.

IX. El corredor Solares

Una de las cosas que preocupaban más el ánimo de don Santiago, era la conveniente colocación de sus fondos, con el objeto de poder hacer de ellos el uso conveniente, sin exponerlos ni á un golpe de mano, ni mucho menos aventurarlos en asuntos dudosos.

A este fin, don Santiago buscó persona que lo orientase y le diese luces sobre el particular.

En todas las ciudades hay un lugar á donde se va á buscar todo lo que se necesita; no precisamente porque se sepa que allí existe, sino porque es un lugar que el instinto del público ha designado como centro de reunión.

En toda situación vacilante, en México, cuando necesitamos hacer un negocio, buscar á un amigo; cuando nada tenemos que hacer ó cuando queremos hacer algo nos vamos al portal.

No sabemos quién nos ha dicho que en el portal hemos de encontrar algo, pero el hecho es que no nos equivocamos.

En el portal hay un millón de objetos y otro millón de asuntos.

En el portal es en donde brotan los negocios.

El portal es el manantial de las pesetas.

El paseo de los brujas.

El centro de las noticias.

El asilo de los desesperados.

El mercado de objetos que se venden á media luz.

Es la Puerta del sol.

Es la lonja de la clase media.

Es el pedestal de los retirados, de los cesantes, de los agentes, de los arbitristas, de los que viven lejos del centro, de los ociosos, de los que esperan y de los que venden, de los que van por noticias, y de los que andan viendo qué hacen.

Allí hay dos cafés que, por mucho tiempo han tenido un aspecto sombrío y siniestro; con muchos criados, con muchos concurrentes sentados que esperan, que apuntan, que tratan asuntos y que consumen aguardiente catalán, á medio la copa, y café solo.

Esos cafés han tenido un aspecto particular, exclusivo de ellos; allí se ha comido casi siempre á la española. Recamier ó Porraz no hubieran hecho allí su fortuna, por que ha sido necesario servir, en vez de pollo á la Marengo, mondongo á la española, y un puchero mas nutritivo y confortable, que pulcro y delicado.

Aquellos comercios son sostenidos por las necesidades apremiantes, aquellas fondas han sido instituidas exclusivamente por el hambre, como las postas ó los paradores de los caminos; no es el lujo, ni la moda, ni el confort lo que abrió aquellas puertas, sino una emergencia colectiva, la ocasión, la oportunidad y el lugar.

Rodean á la fonda antiguos pasteleros ambulantes: aquellos pasteles están destinados á los labios blancos; pasteles supletorios de la comida que debió ser á la una, pasteles que se toman, tal vez despues de una cólera, ó en espera de un corredor que no parece, ó del reparto de la tesorería, ó son comprados con el real único, insuficiente para adquirir el derecho de entrar á la fonda á comer como todos.

Aquellos de nuestros lectores que conocen el Portal de Mercaderes, se habrán fijado en que hay allí un pastelero que vende todos los días una cantidad exhorbitante de pasteles, no precisamente porque esos constituyan una singularidad gastronómica, sino porque esa golosina hace un papel muy importante en la historia íntima de la miseria pública.

Pues bien, don Santiago que no era de México, fué inspirado por el genio de los arbitristas, y buscando medio para arreglar sus asuntos, se dirigió al portal.

No conocía á nadie, nadie le conocía á él; pero esta circunstancia pasaba desapercibida, en medio dé aquel público flotante.

Eran las once.

Azotó la cara de don Santiago, al pasar por la puerta del café del Cazador, una bocanada de aire caliente alcoholizado.

Parecía que la manzana entera era un monstruo borracho, cuya boca era el café del Cazador y cuya respiración era aldeida.

Las emanaciones alcohólicas establecen cierto contacto misterioso, muy útil para los vinateros, con los estómagos en inacción.

A las once, las tripas del género humano guardan, con muy pocas excepciones, casi las mismas condiciones patológicas.

A las once, sobre poco más ó menos debe haberse comido Eva aquella manzana, á juzgar por la disposición del estómago á esas horas; y si en el paraíso hubiera habido no sólo árboles frutales, sino siquiera un café de mala muerte, estamos seguros de que nuestra señora madre, mas bien se hubiera decidido á pecar con una copa de cognac ó con un gin-coptell que con una fruta agridulce.

Todo esto nos ocurre á fin de disculpar á don Santiago; quien contra sus morigeradas costumbres, se sintió aquel día con el vehemente deseo de tomarse una copita de buen catalán, y entró al café del Cazador, atraído por aquella vorágine de cazadores de fortuna.

Tomó asiento don Santiago, y no bien levantó la cabeza se encontró con la mirada del criado, con esa mirada solícita, elocuente, y que en fuerza de ensayarla más que una ópera, llega á hacer inútil la palabra.

No hay criado de café, que no tenga escrito en los ojos esto:

—¿Qué toma usted?

Don Santiago leyó estas palabras y pidió una copa.

No bien la tuvo delante, cuando se encontró con otra mirada que no fué la del criado, sino la de un conocido viejo.

—¡Señor don Santiago Franco! exclamó un hombrecillo enjuto y carilargo, muy señor mío ¿pero qué es esto.... cuánto gusto, con que usted por acá?

—Sí, señor; contestó don Santiago, sin recordar dónde ni cuándo había conocido á aquel personaje.

—¿Ya no se acuerda usted de mí, señor don Santiago? Solares, yo soy Solares, yo estuve empleado en el juzgado de…..

—¡Ah sí! ¡Solares, hombre! ¿cómo vamos, Solares, cómo vamos? está usted muy acabado.

—Y usted se conserva perfectamente; no pasa día por usted; pero tome usted su catalancito, señor don Santiago.

—¿Usted gusta?

—Sólo por acompañar á usted, señor, y para celebrarla bienvenida. ¡Mozo! gritó en seguida, ¡otra copa!

Solares tomaba allí una copa todos los días hacía mucho tiempo; pero tenía el talento de no haber pagado todavía una sola.

Siempre encontraba quien lo obsequiara; y cuando no había á la mano quien tal hiciera, se convidaba solo, como acababa de suceder en aquel momento.

Solares sabía, como los cómicos, salir á tiempo y sin necesidad de segundo apunte. A la hora de tomar la copa echaba una ojeada y elegía su anfitrión; sabía de memoria quién tomaba y en qué mesa.

Aquel día había entrado al café y en su primera exploración, exclamó para sí.

—¡Qué solo está esto, no han venido ni don Pancho ni los gachupines; no parecen por aquí ni Gómez el corredor ni Taboada, ni Barreiro, ni nadie. ¡Ah! me parece que conozco aquel viejecito; sí, don Santiago.... ¡á él!

Como se ha visto, el golpe no fué en falso.

—¿Conque tanto bueno por acá? vaya, ni por la imaginación me pasaba que usted pudiera venir á México, ¿viene usted á pasear, no señor?

—Sí, hombre; vengo á dar una vuelta.

—Pues yo, señor don Santiago, aquí buscándola.

—¿Y qué tal?

—Pues vea usted señor, á lo menos se vive, se busca la amanezca; figúrese usted, mi señor, que tengo siete de familia.

—¿Siete, se casó usted?

—Haga usted de cuenta, exclamó Solares, acentuando sus palabras con una sonrisita maliciosa, como para decirle á don Santiago, «vea usted qué pícaro soy,» y luego continuó:

—Ya sabe usted señor don Santiago, que yo siempre, he sido así, qué quiere usted, calaveradas que uno hace y que despues.... despues ya no tienen remedio. ¿Se acuerda usted de Isabel?

—¿Isabel?

—Sí, aquella muchacha bajita de cuerpo, hija del mayordomo aquél....

—¡Ahí sí.

—Pues me la robé.

—¡Hombre, Solares!

—Qué quiere usted, señor, si hace uno unas cosas....

—¿Y luego?

—Y luego se arregló el negocio, si señor, y vivimos en paz: eso sí, luego, luego ahí está la familia, me viven cuatro, si señor, me viven cuatro: dos mujercitas y dos varones; casaditos, señor don Santiago casaditos; y aquí me tiene usted ingeniándome, y ya compro, ya vendo, ya contrato, ya cambio; en fin señor, en fin, es necesario ingeniarse; vea usted, precisamente traigo en la bolsa la lista de.... vea usted señor, agregó Solares sacando del bolsillo una cartera, atestada de papeles sucios.

—Casas, señor, casas de venta, vea usted la lista.

—¿Todas esas?

—No es más que la primera lista; pero si á usted no le conviniere alguna de éstas, hoy me han ofrecido otra lista con veintiocho casas.

Vea usted señor don Santiago, éstas que tienen una crucecita al margen son de las adjudicadas; éstas que tienen cruz y estrella, tienen su colita.

¿Cómo?

—Quiere decir, señor, para hablarle á usted con franqueza, no son negocios muy claros.

—¿Y éstas que tienen dos cruces? preguntó don Santiago.

—Estas, estas casas no son para usted, señor.

—Por qué?

—Vea usted, ésta es una casa magnífica; tiene sala, recámaras, asistencia, comedor, cocina, otro cuarto, gabinete, cuarto de criados, azotehuela, común corriente, baño, caballeriza y agua limpia, y vale diez y ocho mil pesos; pues con mil pesillos se puede usted quedar con ella.

—¿Es posible?

—Sí, porque vea usted, quiere decir, la persona que la tiene.... porque la casa está embargada, y sabiendo manejar el negocio, en fin.... yo tengo todas las pitas.

—No, no; pues de esos negocios no he de hacer yo, dijo don Santiago.

—Por eso le decía yo á usted; pero estas casas que no tienen marca son libres, y no han pertenecido nunca al clero; tengo de todos precios, desde dos accesorias por Necatitlan que valen doscientos pesos, hasta casas de treinta y cuarenta mil.

¿Necesita usted muebles? vea usted señor Don Santiago: un ajuar compuesto de sofá, doce sillas, dos sillones, mesa estorbo, consola y cuatro columnas; todo tallado, imitación de rosa; pero no lo he de engañar á usted, son de puro fresno (jacolote) tapizados de reps, en muy buen uso, todo... ¿le digo á usted señor D. Santiago? se va usted á quedar espantado.

—Diga usted.

—¡Todo en ochenta pesos! oh, en cuanto á muebles tengo de todo lo que usted quiera, señor don Santiago, lo que usted quiera.

Don Santiago se quedó pensando en que había encontrado lo que buscaba, y despues de una pausa le preguntó á Solares.

—¿Y para colocar dinero?

—¿Dinero, señor, dinero?—son los mejores negocios, es el efecto mas noble de la plaza. ¡Ah, si yo hubiera tenido siquiera tres talegas, sería yo riquísimo á la hora de esta, señor don Santiago! pero el dinero es lo que falta: ¿conque tiene usted dinero?

—Sí, hombre.

—¿Como cuánto?

—Veremos, veremos lo que me decido á colocar.

—Pues vea usted, señor, tengo un negocio; vea usted éste por ejemplo. Dos señoras que fueron ricas, muy ricas, les faltó el hombre, tenían dos casas y una hacienda, necesitan para la raya, tienen un administrador muy bueno, y eso sí, si levantan la cosecha este año... el caso es que necesitan cien pesos semanarios, hipotecan la hacienda para pagar á los dos años, quieren dinero hasta Marzo y pagan al 4 por 100 ¿le gusta á usted el negocio?

—Hombre...

—Vea usted este otro. Se va á casar un sujeto, á él le deben un dineral, él no tiene necesidad, es riquísimo, pero su familia no le da su trimestre sino hasta fin de Diciembre, y el hombre ha gastado, y como se va á casar, en fin quiere mil pesos, da buenas firmas, conque si usted quiere...

—Hombre... volvió á murmurar don Santiago.

—Vea usted este otro; éste es mejor, ya sabrá usted que el Licenciado... va á ser padrino de bautismo, y como la familia del compadre ha sido tan garbosa, el Licenciado no quiere ser menos, y se ha propuesto gastar hasta quinientos pesos en el bautismo; eso sí, este es dinero en caja, haga usted de cuenta, se trata de los...

Solares dijo muy quedo un nombre. En fin agregó en seguida, repetiremos la copita, ¿no le parece á usted señor don Santiago?

—Mozo... otra...

—Pero Solares.

—Nada, nada, á la salud de usted.

—Vea usted, señor, si este catalán es magnífico, no se sube, con que.... vaya, señor don Santiago, á la salud de usted, por su feliz arribo.

Y diciendo esto dio á don Santiago una de las dos copas que acababa de traer el criado, y sin más ceremonia apuró la suya, no sin hacer un gesto que revelaba que era ese gusto estereotipado de todo borracho que no se perdona, por un resto de pudor, hacer creer á quien le observa que no bebe por gusto.

En seguida Solares se limpió la boca con los dedos, recogió sus papeles y siguió el movimiento de don Santiago, quien á su vez era observado de cerca por el criado.

Don Santiago pagó el gasto, y salió del café proponiéndose pensar detenidamente acerca de alguno de los muchos negocios que le había propuesto Solares.

X. El negocio que D. Manuel tenía con Zubieta

Cuando Zubieta recibió el papelito de Lola, se apoderó de su cuerpo un imperceptible temblor, y no pudo darse cuenta, por más que hizo, de cuál sería el asunto de que deseaba hablarle don Manuel.

Pensó muchas cosas, y entre éstas lo preocupó por algún tiempo la idea de no concurrir á la cita, sin hablar antes á solas con Lola.

—Porque, en fin, decía Zubieta, todo se debe esperar de un marido celoso; acaso hayan tronado anoche, y esta tarjeta intempestiva sea el resultado de una de esas escenas terribles que tan á menudo pasan en los matrimonios.... pues bien, en ese caso, yo no tengo nada porque temer; por que, bien visto, yo soy el ofendido. Creo que lo mejor será hablarle yo el primero al marido, decirle que vá por muy mal camino, hacerle comprender que sus celos me ofenden; y una vez persuadido don Manuel, de que tanto Lola como yo, somos inocentes; acabaré de quitarme de encima esta vacilación que va convirtiéndose en un engorro insoportable.

Cuando Zubieta hubo tomado esta resolución, con el carácter de definitiva, se dirigió á la casa de don Manuel.

En el camino iba notando que á pesar de sus resoluciones, y sobre todo de su inocencia, estaba profundamente emocionado.

D. Manuel lo recibió con marcada cordialidad.

—Bueno, exclamó don Manuel, bueno, ha sido usted eficaz: ha acudido usted al llamamiento como buen soldado.

—«Llamamiento» repitió Zubieta para sí «buen soldado» ¿qué será esto?

—Siéntese usted, amigo, siéntese usted y hablaremos un rato.

Zubieta se sentó.

—Ya sabe usted Zubieta, prorrumpió don Manuel que yo lo conozco á usted perfectamente.

—Es cierto, contestó Zubieta, sintiendo subir de punto su turbación.

—Pues bien, dijo don Manuel, en pocas palabras, sí ó nó, para ahorrarnos digresiones inútiles; pues ya sabe usted que á mí me gusta arreglar mis asuntos de una manera expeditiva.

La palabra ¡Cascaras! pasó por la mente de Zubieta.

—Con que... continuó D. Manuel, va V. á ser franco y á contestarme categóricamente.

Zubieta, aunque procuraba disimular, abría los ojos más de lo necesario, y su cabeza se perdía en un mar de dudas; pero aprovechando la pausa pensó tomar un aire grave y le dijo á don Manuel.

—Estoy dispuesto á hablarle á usted lealmente, me precio de ser hombre que conoce los deberes de la amistad, que en ningún caso, señor don Manuel, en ningún caso, ¿me comprende usted? sería yo capaz de traicionar...

Como Zubieta pronunció estas palabras con un acento, acaso mas dramático de lo que convenía á la situación fué entonces don Manuel quien notó que Zubieta se salía del tono.

—Yo comprendo, continuó Zubieta, todo lo que un caballero tiene que sacrificar, cuando se trata de una amistad verdadera; y yo no sería nunca el que...

—Indudablemente, interrumpió don Manuel, sobre que he dicho ya que lo conozco á usted.

—¡Señor don Manuel!... exclamó Zubieta formalizándose; aunque procurando en vano disimular.

Esto bastó á don Manuel para persuadirse de que Zubieta estaba dando una misteriosa interpretación á sus palabras; y si bien habían pasado por la mente de don Manuel ciertas dudas, no por eso se encontraba dispuesto á entrar en esplícitas aclaraciones, que, por otra parte, juzgaba notoriamente embarazosas.

De manera que la conversación estaba á punto de tomar un carácter grave, lo cual fué comprendido rápidamente por don Manuel, y procuró precisar.

—Se trata de un negocio de dinero, exclamó, no sin estudiar la fisonomía de Zubieta, quien en estos momentos reveló algunas de las líneas del indultado.

—¿De dinero, eh? preguntó Zubieta.

—Sí; me ha visto Solares.

—¿El agente de negocios?

—Sí; el mismo: hay una persona que tiene dinero, y desea colocarlo; y como hace tiempo estoy deseando dar cierto impulse á mi negociación, acaso me decidiera á tomar ese dinero; pero como sabrá usted que en esta clase de negocios peco por desconfiado, he querido antes tomar informes precisos acerca de la persona con quien haya de hacer el negocio.

—¿Quién es?

—Es un tal don Santiago Franco.

—¿Santiago Franco? repitió Zubieta, me parece que Solares me ha hablado ya de ese asunto.

Y sacó un libro de memorias, en donde despues de haber registrado algunas hojas, encontró el nombre de don Santiago.

—¡Ah! sí: aquí está, exclamó, ya tomaré los mas fidedignos informes, señor don Manuel.

—¿Pero hoy?

—Hoy precisamente.

—Tengo empeño en saberlo.

—Haré todo lo que esté de mi parte.

—En ese caso, esta noche tendré noticias ¿no es cierto?

—Probablemente.

Don Manuel y Zubieta se despidieron, quedando citados para la noche.

Para nada figuró Lola en aquella entrevista; y esta circunstancia, que bien podría no agregar nada en la situación moral de Zubieta, tuvo sin embargo una elocuente significación; por que Zubieta se había colocado, sin pretenderlo, en una de esas posiciones inseguras y equívocas en las que la malicia está despierta y el ánimo dispuesto á impresionarse vivamente.

Ni aún el mismo Zubieta se daba cuenta de que propendía á verlo todo á través de este prisma: Lola.

Lola también se empeñaba en encontrar en todo lo que veía, un elemento nuevo á Zubieta.

Y á pesar de esto, ninguno de los dos se persuadía de que aquello era un primer síntoma de amor.

Eran bastante dueños de su cabeza Lola y Zubieta para exclamar diez veces, en el tono mas ingenuo.

—¡Dios me libre!

Pero en el fondo no había cosa mas cierta, que Lola y Zubieta estaban en inminente peligro de enamorarse.

Lola, don Manuel y Zubieta eran tres plantas de la familia de las mimosas; por que, sin darse cuenta de ello, se estaban estremeciendo al sentir la electricidad de una atmósfera tempestuosa.

¡Pobre alma humana, que marcha al abismo de las pasiones, tal vez meciéndose como una hojilla de rosa sobre la rizada superficie de un arroyuelo.

Preciso es entrar al teatro de las grandes situaciones y al apogeo de la pasión, comenzando por una desviación insensible.

La ley universal del crecimiento y del desarrollo, es común al alma humana; también en ella como en la tierra, cae un pequeño germen que se une á un elemento, y de cada primero y misterioso consorcio, nacen, en la tierra una planta, una flor, un árbol; y en el alma un halago, una pasión, un crimen: ó en el sentido opuesto, una idea, una virtud y una oración.

En materia de virtud, Lola poseía la teoría completa, tenía el corolario, y tenía además la suficiencia para decir al primer golpe de vista: esto es malo; y lo había dicho muchas veces, se lo había dicho á sí misma, y se lo decía á Zubieta.

Lola, además, no había ensayado nunca en el terreno de la práctica su cartilla de moral en todos sus artículos; había algunos sin prueba, nunca se le había ofrecido probar su aprovechamiento en ciertos casos, como por ejemplo: el de la fidelidad conyugal: había más, Lola no se había formado idea todavía de las dificultades que podrían presentársele en la práctica á este respecto; porque apesar de ser bonita, de vestirse bien y de ir á todas partes, no había escuchado hasta entonces sino simples galanterías, ni había resistido más que ataques poco vigorosos, nacidos de una ocasión propicia ó de una exaltación pasajera; sin que por eso dejara de vanagloriarse interiormente, como sucede siempre, por aquellos triunfos, que ella misma se empeñaba en creer mas meritorios de lo que eran en sí.

Varias veces, en medio de uno de esos corros femeniles en los que se versan tan curiosas anécdotas, Lola se había visto obligada, á su turno, á enumerar sus triunfos; y á más de un galanteador, hizo pasar por apasionado, y á más de un pretendiente de pacotilla, le dio en su narración el papel de irresistible Tenorio.

Sólo Lola, allá en lo mas íntimo de su conciencia, se persuadía de que sus triunfos no eran, en verdad, de los mas costosos ni sus luchas de las mas encarnizadas.

Pero ¿qué sería de un general sin batallas y de una mujer hermosa sin adoradores despreciados? Ambos tipos son inverosímiles en el mundo.

Lola, según hemos visto, al pensar en Zubieta, se daba siempre una respuesta que no era por cierto precedida de la respectiva pregunta, quiere decir. Lola no cesaba de exclamar para sí:

—¡Yo enamorarme de Zubieta! ¡qué locura, qué disparate, qué atrocidad!... Zubieta es una persona muy apreciable, pero no.... es imposible, Dios me libre....

Por esta razón precisamente se había indignado tanto al notar que su marido estaba celoso; cosa que tenía intención de no perdonarle nunca.

—Soy capaz de tolerarle á mi marido todos los defectos posibles, pero el de encelarse ¡ah! ese jamás...! y por nada seré capaz de reñir con él, sino es porque invente que soy infiel.

Todas estas expansiones estaban destinadas, como se verá mas adelante, á convertirse en confidencias.

XI. Las primeras confidencias

Por parte de Zubieta, tanto como por la de Lola, había ya una positiva contrariedad en cada detalle ó circunstancia que se opusiera á sus acostumbradas expansiones; de manera que la primera tarde, que Zubieta y Lola volvieron á: tener libertad de hablar, no les fué posible ocultar su alegría, hasta el grado de que Lola exclamó sin pensarlo:

—¡Bendito sea Dios que nos dejaron hablar!

—Eso mismo digo yo, criatura; estaba yo verdaderamente impaciente porque llegara la visita de hoy.

—Se conoce.

—¿En qué lo conoce usted?

—En que todavía no dan las cuatro, que es la hora de costumbre.

—Es cierto, son tres cuartos; pero desde las dos estoy dispuesto; y hubiera venido todavía mas temprano, á no ser porque....

—¿Por qué?

—Por temor de ser molesto.

—¿Molesto usted, Zubieta? jamás lo ha sido.

—Gracias, hija mía, gracias; con que dígame usted ¿qué tal se ha portado?....

—¿Creerá usted que bien?

—¿Bien?

—Es decir no ha vuelto á....

Vea usted Zubieta: él tiene algo, y o le conozco que está ocultando su desconfianza, porque él mismo no puede menos de conocer cuan injusto sería ese proceder.

—¿Pero le ha dicho á usted?....

—¡Ah! en cuanto á eso, nada, absolutamente, ni una palabra; pero figúrese usted si yo conoceré á Manuel; y lo puedo asegurar á usted que está disimulando á más no poder. ¿Y á usted cómo lo ha tratado?

—Con mucha amabilidad.

—¿Oiga?

—Con más amabilidad de la que acostumbra.

—Es preciso: cuando uno disimula, tiene que exagerarlo todo, pero para que vea usted lo que son los hombres, ahí tiene usted á mi marido, tan prudente, tan confiado y tan recto ordinariamente, convirtiéndose en un Otelo ridículo, é infiriéndome con esa conducta una verdadera ofensa, sí señor, una ofensa que no puedo tolerar ¿le parece á usted esto justo Zubieta? cuando si hasta ahora he conservado intacta mi reputación y su nombre, sabe Dios con cuantos sacrificios lo he conseguido; y todo para qué? para que el día en que se le meta el diablo á mi marido, me confunda con las demás mujeres, desconociendo cuánto me debe, y olvidándose de mi conducta anterior: ¡ay Zubieta, soy muy desgraciada!

Y al decir esto, Lola tomó un aire marcado de compunción, sacó su pañuelo y se enjugó los ojos que se le habían puesto brillantes de lágrimas.

En la fisonomía de Zubieta se dibujó también la emoción y contempló á Lola, pareciéndole que se ponía en extremo interesante.

—Tiene usted razón, hija mía: exclamó Zubieta al cabo de un rato de elocuente silencio, es usted muy desgraciada.

Para elevar al cuadrado las lágrimas de una mujer, no hay más que multiplicarlas por esta cifra: Tiene usted razón.

Lola, por lo tanto, entró de lleno al terreno de las lágrimas.

—Lo que siento es, decía entre uno y otro sollozo, que estoy pagando pecados agenos.

—Vamos, Lola, vamos, hija mía, ¿qué es eso? exclamó Zubieta, sabiendo hasta dónde iban á parar aquellas palabras.

—Sí, sí, cabal que sí; repitió Lola con esa especie de despecho, que es también una de las fases del llanto. Yo he oído decir que los pecados de los padres, se pagan hasta la cuarta y quinta generación.

—¡Lola, por Dios!

¡Ay, Zubieta! usted no sabe todo lo que yo he pasado, y todos los sacrificios que me ha costado conjurar esa especie de maldición; pero ya lo ve usted, de nada me ha servido portarme bien; y sin duda por que mi marido sabe algo de mi familia es por lo que tiene tanta facilidad para dudar de mí.

—Pero Lola, qué tiene que ver lo uno con...

—¿Qué tiene que ver? es muy sencillo: que si mi marido, por fortuna, tuviera mejor idea de mis gentes, en el primer momento de dudar de mí, diría «no, esto es imposible su familia es una familia tan honrada y tan pero por desgracia no es así, Zubieta.

Usted sabe algo; pero para que en ningún caso se me acuse, y supuesto que es usted mi mejor amigo, voy á depositar en usted mi confianza, voy á contarle á usted cosas que lo van á dejar con la boca abierta; oiga usted, oiga usted.

Zubieta comprendió que aquel diálogo con Lola no lo iba á poner en autos de cosas nuevas, supuesto que se preciaba el mismo Zubieta de conocer todos los antecedentes de la familia de Lola; pero como, por otra parte, se sintió alhagado al ser objeto de una confidencia íntima, no hizo ninguna objeción, sino que se preparó á oír.

—No quiero tomar las cosas desde muy lejos, dijo Lola; pero empezando por mi abuela; sabe usted muy bien que era la madrasta de mi mamá: ya usted conoce cuan odioso es ese parentesco; pues bien, esta circunstancia fué el origen de las desgracias de la pobre de mamá, por que, figúrese usted que aburrida del mal trato de la madrasta, hizo un casamiento detestable, no durando con él en paz ni la luna de miel.

Mi mamá, usted la conoció, era una de las mujeres mas bonitas de su tiempo; de manera que á los diez y seis meses de casada, tuvieron que separarla del marido: yo no había nacido entonces, yo no soy Suarez sino Zamora.

—¿Es usted Zamora?

—Sí, ¿no conoció usted á mi papá?

—¿Zamora?

—Zamora, el teniente coronel de Carabineros....

—¿Costeño?

—De la costa.

—¿Alto, fornido, de bigote...?

—El mismo.

—Mucho, mucho conocí á Zamora.

—Pues era mi papá.

—¿Y vive?

—Murió hace diez años.

—¡Pobre Zamora!

—Pues como iba diciendo; la pobre de mamá ¿qué quería usted que hiciera una vez viéndose abandonada por su marido? era tan hermosa, tenía tantos atractivos....

—Pero oiga usted, criatura, yo tenía á su mamá de usted por mujer de Ruíz.

—Vea usted; Ruíz, era el que entregaba á mi mamá la mesada de Zamora, y como Ruíz era tan enamorado, le colgaron el milagro.

—No, no, hija mía, eso de milagro....

—¿Pues qué?

—¿Y Rosa, la hermanita de usted, de quién es hija?

—Rosa y yo nos decimos hermanas, pero....

—Es hija de Ruíz, criatura.

—¡Ay, qué hablar de gentes! exclamó Lola.

—No tanto, criatura, no tanto, porque cuando yo se lo digo á usted, es porque lo sé de buena tinta.

—¿Quién se lo ha dicho á usted?

—El mismo Ruíz.

—Pues miente; convengo en que Rosa no era hija de mi papá Zamora; pero de Ruíz? no lo crea usted.

—¿Pero es hermana de usted?

—Sí.... es mi hermana, las dos hemos reputado á mi mamá como á nuestra madre común.

—Bueno, pues con eso basta; porque en cuanto á ustedes dos, Rosa y Lola, no hay que confundirlas con los demás muchachos.

—Con los otros mis medios hermanos, ya sé ve que no, que por todos ellos son del segundo matrimonio.

—Todos, no.

—Quiere decir, pasan por hijos de Salazar.

—No, hija mía, todos no; figúrese usted que Edelmiro y Roberto, que son los mas chicos, no se apellidan Salazar.

—Sí, Salazar se apellidan.

—En el colegio pasan por Suarez..

—Ya se vé, llevan el apellido del primer marido de mamá.

—Bueno, ¿pero cómo, los mas grandes, los anteriores á Edelmiro y á Roberto son Salazar?

—En realidad, no todos son Salazar tampoco.

—Menos han dé ser Suarez.

—Es que entre todos mis hermanos hay hijos de mi.... del marido de mi mamá, de Suarez.

—¿Y su mamá de usted los recogió?

—Sí: á Carlos: el pobre de Carlos vino á mi casa de siete años: figúrese usted, era hijo de una cómica que se había ido para el interior con una compañía, dejando al pobre muchacho casi abandonado, y mamá, ya la conoció usted que tenía tan bellos sentimientos, dijo:—¿Es hijo de Suarez? yo lo adopto; porque hasta despues de muerto quiero probarle á ese hombre, que soy una mujer que tiene el corazón bien puesto; y desde entonces Carlos ingresó á la familia.

Rosa y yo crecimos viendo padecer á la pobre de mi mamá, quien tuvo una vida, como usted sabe bien, llena de peripecias y sinsabores.

Mi padrino de bautismo creyó prudente quitarnos de mi casa, donde había todo menos paz doméstica, por que mis nuevos hermanos eran lo mas malo que se conoce, y entramos á las Vizcaínas, de donde tuvimos la fortuna de salir Rosa y yo, para casarnos.

—¿Y Rosa?

—Está en Tepic, tiene ya tres chicos y parece que lo pasa bien la pobre; su marida es muy bueno, le ha salido honrado y trabajador, y en fin, según tengo noticias, no tiene de qué quejarse.

Por mi parte, ya usted lo vé Zubieta, empiezo á ver que mi tranquilidad se turba; y como sé, por lo que ha pasado en mi casa, que la pasión de los celos fué la que todo lo amargó, le tengo un miedo á los celos, como usted no puede figurarse.

Zubieta tuvo la buena intención de tranquilizar á Lola con respecto á los celos de don Manuel, y estaba seguro de conseguirlo; pero como por otra parte, el amor propio de Zubieta se encontraba alhagado, tanto en virtud de los celos del marido, como por el estado de despecho en que se encontraba Lola, renunció á la idea de tranquilizarla y la dejó entregarse á sus expansiones.

Llegó don Manuel y la conversación roló sobre el asunto de don Santiago.

Cuando Lola notó que su marido, y Zubieta hablaban de asuntos de comercio, se retiró de la sala y permaneció largo tiempo entregada á los pequeños quehaceres domésticos; y sólo volvió á la sala para despedirse de Zubieta, quien se retiró en medio de las tranquilas demostraciones de afecto que eran ya una costumbre.

Lola notó en seguida que su marido estaba preocupado, y uniendo esta circunstancia casual con sus anteriores reflexiones se concentró á su vez, y el matrimonio se entregó al sueño aquella noche enmedio de un significativo y desusado silencio.

XII. En el cual el lector volverá a tomar el hilo de la historia de Eloísa

A pesar de que Lola y Zubieta habían tenido ya varias conferencias, no habían vuelto á ocuparse de Eloísa; pues ante un interés de otro género, Zubieta llegó á olvidarse completamente de esta historia, que le había interesado tanto, según recordará el lector.

Atendiendo á esta circunstancia, y á que seguramente Zubieta no volverá á su empeño en saber de Eloísa, al menos mientras tenga otro interés superior pendiente, vamos á dará nuestros lectores algunos detalles con respecto á la consabida Eloísa.

Haciendo referencia á una época algo remota con respecto á la iniciada historia de Lola y Zubieta, hemos dejado á doña Estefanía viviendo en una casa de vecindad de la calle de San Pedro y San Pablo; y aunque las vecinas, ni aún relacionadas con las criadas de esta señora, pudieron averiguar los asuntos que trataba con sus visitas, nosotros, con el poder del novelista, superior por lo visto hasta al de la curiosidad femenil, vamos á poner al tanto al lector de lo que pasaba en algunas de esas conferencias misteriosas.

Estefanía, según hemos visto, estaba rodeada de comodidades.

Comía bien, se vestía bien, y, parecía á primera vista una santa y virtuosa señora, de quien nadie se hubiera perdonado hablar mal, sin causa justificada.

Estefanía además era lo mas dulce que se conoce entre las hijas de Eva; tenía una vocecita meliflua, voz que se deslizaba por una boquita entreabierta, para dejar ver unos dientes blanquísimos y pequeños.

Estefanía tenía la piel sedosa, casi aterciopelada en los dorsos, y para aquellas formas sé habían inventado los abrigos de seda acolchados, el armiño, el cambray batista y todo lo mullido.

Estefanía tenía los dedos muy puntiagudos; sus meñiques tenían unas uñas que eran dos conchitas miniatura, de lo mas primoroso.

La constitución de Estefanía era de lo mas exquisitamente delicado; el aire la ofendía, cada pulga hacía en su epidermis un estrago, se adivinaba la sangre, corriendo al través de aquella piel que dejaba ver unos ramales azulosos como las venas de una hoja.

Estefanía hablaba quedito, y nunca se exaltaba, era muy suave, muy resignada, y en resumen era una sopita de miel.

Estefanía no sabía qué elegir enmedio de estas dos fases de su existencia sobre el mundo:

O creerse muy desgraciada enmedio de su felicidad.

O creerse muy feliz enmedio de su desgracia.

Si Estefanía contaba sus cuítas, si levantaba un tanto, el velo misterioso de su pasado para narrar sus desventuras, lograba interesar al espectador hasta el enternecimiento.

Si Estefanía callaba, el observador adivinaba al través de aquella frente, de suyo triste, pasar negras imágenes en continua sucesión, como encargadas de mantener aquella frente blanca, inmóvil, en la actitud y la reserva de la meditación: entonces Estefanía interesaba por la curiosidad, despertaba no sabemos qué interés dramático, que atraía al incauto y preocupaba al hombre de mundo.

Este, hombre de mundo que se había preocupado era el señor Sotomayor, á quien hemos conocido, en la casa de Estefanía, con el carácter de su visita predilecta.

Acerca de este señor habían sido inútiles las pesquisas de la vecindad, al grado que la ribeteadora de sombreros y la lavandera le llamaban el impenetrable.

Tal era su reserva, tal su mesura y circunspección en la casa de Estefanía, que ni la criada mas cercana pudo nunca sorprender una palabra, un gesto, algo que revelara el género de relaciones ó parentesco que Sotomayor tenía con Estefanía; pero, según lo tenemos ofrecido á nuestros lectores, vamos á descorrer, en su obsequio, el velo del misterio.

Un día había recibido Sotomayor una tarjeta en que se leían, el nombre impreso de un íntimo amigo suyo y además escritas con lápiz las siguientes palabras:

«Vicente: salgo para Puebla: busca en la calle de San Pedro y San Pablo á Estefanía, enséñale ésta, óyela, ayúdala, y silencio.»

Despues de que Sotomayor devoró estas líneas, exclamó:

—¿Qué cosa gorda traerá entre manos éste….

El adjetivo sustantivado con que terminó, fué de tal manera confuso, que pareció solo un rumor.

Sotomayor tomó su sombrero y se dirigió á la calle de San Pedro y San Pablo.

Se sorprendió agradablemente: Estefanía era una guapa chica; sobre todo tenía una voz muy dulcecita.

—¿Es usted amigo de Pancho?

—Sí, señora.

—Supongo, con fundamento, que usted debe estar ligado á él, por lazos indisolubles.

Pronunció Estefanía con tanta intención la palabra indisolubles, que Sotomayor no pudo menos que quedarse pensativo, porque su imaginación lo había llevado al campo de los recuerdos.

Una miradita de paloma acentuó la corroboración de Estefanía: estaba diciendo interiormente:

—No me he equivocado.

Y en seguida, poniendo una sobre otra sus pequeñas y delicadas manecitas, habló de esta manera.

—Ya puede usted figurarse, señor Sotomayor.

—¿Usted sabe cómo me llamo? Interrumpió éste....

—Le conozco á usted mucho y me es perfectamente familiar su historia íntima; figúrese usted que Pancho ha tenido que salir violentamente de México, en momentos en que su presencia aquí era indispensable; y á no ser porque tiene en usted una fé ciega, hubiera prescindido de todo por no dejar aquí pendientes sus asuntos.

—¿Ha dejado algún encargo para mí.

—Varios encargos, que sólo usted puede desempeñar.

Como estas palabras las acompañó Estefanía con una de sus mas escogidas sonrisas, y con una de sus mas apacibles miradas, Sotomayor se sintió todo de Estefanía; y olvidándose en consecuencia de lo que debiera á su amigo Pancho, experimentó la irresistible influencia de la simpatía y se propuso ser galante.

Inmediatamente Sotomayor supo darle á sus ojos esa expresión significativa de amante; supo, como buen actor, revestirse del carácter propio de una situación amorosa, se inclinó en su asiento para acercarse más á Estefanía y la miró, la miró con la mirada universal, é hizo todo lo que in illo témpore, precedió á la formación del lenguaje; porque sin articular una sílaba, hizo toda una declaración de amor, con sólo un movimiento y una mirada.

Y debió haber estado todo en armonía con la mímica intuitiva, supuesto que por la mente de Estefanía cruzó rápidamente esta frase:

—Me va á enamorar.

No por esto Estefanía hizo lo que antes de la formación del lenguaje hubiera hecho una mujer para decir que nó; pero sí hizo lo que hemos visto en pocas mujeres, quiere decir, se mantuvo inalterable.

Ningún rasgo fisionómico, ningún movimiento, indicó que Estefanía se sorprendía de la conducta de Sotomayor; quien no por palpar esta imperturbabilidad se sintió con más valor, sino que á su vez, esperó oportunidad mas favorable.

—Con que.... murmuró Sotomayor, como invitando á Estefanía á continuar.

—Pancho me dijo muchas cosas para usted.

—Usted me manda.

—Muchas gracias.

—Me dijo.

—Tengo el mayor placer en obedecer á usted.

—Me dijo que podía confiarle á usted un secreto.

—Y mil.

—Ya sé que son muy amigos.

Sotomayor pareció haber tragado algo y exclamó:

—¡Ah, sí! en efecto.

—Y como Pancho no sabe cuándo volverá.

—¿No?

—No, no lo puede saber.

—¿Es posible que se tarde mucho?

—Así sucede algunas veces.

—Pero no hay cuidado; que aquí estoy yo.

—Pues Pancho quiere...

—¿Qué quiere?

—¿Tiene usted relaciones en Palacio?

—Sí.

—Se trata de un asunto del ministerio de Gobernación.

—¿Cuál es ese asunto?

—El jefe político de Chalchicomula, es un amigo nuestro.

—Bien.

—Y desea pasar á San Martín Texmelucan, porque allí está su familia.

—¿Permuta?

—La tienen tratada, pero parece que hay dificultades.

—¿Y eso es todo?

—Ese es uno de los muchos encargos que Pancho me ha hecho para usted.

—Veamos otro.

—¿Tiene usted amigos en la casa de diligencias?

—Sí.

—Se desea saber cuándo llega una persona.

—¿Cómo se llama?

—No se puede decir su nombre.

—Entonces.

—Es necesario copiar el roll todos los días.

—Eso me parece difícil.

—No, no es difícil.

—¿En la administración no lo enseñarán?

—Algunas veces sí.

—¿Y si la persona de quien se desea saber su llegada, viene en un día en que no se pueda ver el roll?

—Entonces se informa uno en el camino.

—¿En el camino?

—Sí, señor, ya me ha sucedido tener que esperar á alguno, y un amigo mío ¿qué piensa usted que hacía?

—¿Qué?

—Se iba todos los días á Tlalnepantla, esperaba la diligencia y mientras el conductor recibía la correspondencia, mi amigo copiaba el roll con un lápiz.

—Eso mismo haré yo, si usted lo ordena: ¿qué más?

—Que si gusta usted de tomar chocolate.

—¿Va usted á tomar chocolate?

—Si, señor.

—En hora buena, acompañaré á usted.

Estefanía en lugar de llamar, se levantó de su asiento.

Sotomayor, pudo notar entonces que Estefanía era muy airosa, que tenía la cintura muy delgada, y que al pararse había dejado esa estela de aroma, propia de las personas aseadas.

Sotomayor aspiró aquello, experimentando un bienestar dulce.

El olfato está siempre delante de la felicidad, delante de las flores, y delante de la mujer hermosa.

—Debe haber un geniecito en el camino del amor, pensó Sotomayor, que se encarga de regar, antes de que pasemos: esta chica es un ramillete de heliotropos; estoy encantado ¡qué flexibilidad de cintura y qué gallardía!

Pancho es un pícaro. Nunca me habló de Estefanía, sino al irse. Pues señor, por muy bien empleado doy el ratito: me conviene Estefanía.

En estos momentos apareció Estefanía, despues de haber dado sus instrucciones para el servicio del chocolate;

Despues de algunos instantes, Sotomayor conducido por Estefanía pasaba al comedor.

Se notaba en el menaje dé aquella pieza cierta mezcla que muy fácilmente hubiera podido pasar desapercibida; pero no obstante hablaba elocuentemente al observador.

Se veía por ejemplo sobre la mesa un magnífico juego de café, primoroso trabajo de orfebrería, dos magníficos botellones de cristal, algunas tazas de porcelana de Sevres; todo esto haciendo un perfecto contraste con algunos platos soperos de loza de Tacubaya, con algunos cuchillos flojos del mango, y con una servilleta de Toluca que cubría una fuente con pasteles.

En cuanto á muebles, había un costoso aparador de cedro barnizado y algunas sillas con asientos de tule.

Aquellos contrastes estaban revelando la fortuna improvisada, la irregularidad de los ingresos, y la falta de costumbre de usar ciertos objetos; así como la de esa elección que es sólo el resultado de una perfecta educación social.

Bastole pues á Sotomayor una ojeada para comprender la elocuencia de aquel abigarramiento que, por otra parte, no dejó de inspirarle confianza, sin duda por que los objetos exteriores de que una persona se rodea, tienen siempre una significación, que revela el carácter y aún la vida del propietario.

Cuántos hay que llevados del deseo de ostentación, nos muestran en la camisa un brillante, que nos induce á hacer una caritativa comparación entre los ingresos y egresos del propietario, quien no sale más veces absuelto, acá para nuestro capote, en la liquidación.

Los brillantes que usaba Estefanía eran un verdadero contraste con la humildad de su alojamiento, que no pasaba de ser una vivienda de casa de vecindad: la misma policía, en caso dado, no hubiera echado este dato en saco roto.

Por lo visto aquel chocolate iba á ser íntimo, supuesto que, teniendo Estefanía dos hijas no aparecían allí y sí se oían sus alegres voces al través de la puerta cerrada.

XIII. Una mujer entregada a los monstruos

Estefanía, dando á su voz toda la dulzura de que era susceptible, habló á Sotomayor de esta manera:

—Era yo muy niña: no cumplía aún los catorce años, cuándo mi familia me casó con un hombre odioso, á cuyo lado fui, ignorando todo lo que debía, saber para librarme de los males que desde ese momento me amenazaban.

El hombre con quien me casaron tenía cincuenta años.

—¡Qué barbaridad! exclamó Sotomayor, y ese hombre....

—Ese hombre era atroz: á los dos días de casada la dio de celoso, y comenzó la "historia de mis sufrimientos: se dedicó á cuidarme, á vigilar todos mis pasos con una pertinacia desesperante. Yo no tenía á quien quejarme; mi familia me había abandonado á mi suerte, porque ¿lo creerá usted? siempre le concedió la razón á mi marido; y como este hombre, por desgracia, era rico, mi familia creyó que no podía aspirar á otra felicidad sobre la tierra que á la de las comodidades y el lujo.

Exacerbados más y más los celos de mi marido, recurrió, para aturdirse, al recurso de la embriaguez; y entonces mis sufrimientos no conocieron límites; era aquel hombre una fiera, un energúmeno, y llegó hasta maltratarme.

—¡Es posible! exclamó Sotomayor, que había estado escuchando con interés creciente.

—Vea usted, dijo Estefanía, vea usted esta cicatriz.

—¡Qué es eso!

—Esta es la señal de una herida.

—¿Una herida?

—Sí; me arrojó con un vaso á la cara; yo caí bañada en sangre, y aquel monstruo, lejos de socorrerme, se salió á la calle.

No sé cuánto tiempo permanecí sin sentido; pero me encontré repentinamente en poder de mis criados que me auxiliaban.

Estefanía pareció estar profundamente conmovida, y hubo una pequeña pausa durante la cual, Sotomayor pensó:

—La historia de todas las mujeres desgraciadas que conozco, empieza así: «me casaron cuando aún no tenía yo quince años.»

—¿Y qué hizo usted despues, señora? preguntó Sotomayor, ya reforzado con la dosis necesaria de conmiseración.

—Qué había de hacer, contestó Estefanía; yo era una niña, no tenía ninguna experiencia y procuré tomar consejo.

—¿Y de quién se valió usted?

—Una de las criadas de mi casa, me había cobrado mucho cariño; acudí á ella y me consoló diciéndome que conocía á un abogado, que en un abrir y cerrar de ojos me separaría de mi marido.

Renació en mí con esto la esperanza, y cautelosamente y de acuerdo con aquella mujer, dispuse un día ver al abogado. Me dejé conducir en un coche, y despues de algún tiempo de andar empecé á sospechar que estaba siendo víctima de una celada: así fué efectivamente: el abogado no era otro que un hombre que se había enamorado de mí y que empleaba aquel medio para perderme.

¡Ay señor Sotomayor! no puede usted tener una idea de lo que mi suerte me tenía reservado: no hice más que cambiar de tirano; y si bien es cierto que este hombre hizo por mí todo género de sacrificios, hasta arruinarse, también lo es que me hizo sufrir horriblemente.

—¿También era celoso?

—También; y había más, los celos lo condujeron á la embriaguez y despues.... á todo género de crímenes. Yo era una mártir, siempre resignada; siempre triste, siempre encerrada como una criminal.

—¡Pobre de usted! dijo Sotomayor, y ¿mucho tiempo....

—Dos años, durante los cuales pude hacer algunos ahorros y un día desaparecí de México.

—Y á dónde fué usted á dar?

—A Guadalajara; pero con el alma partida.

—¿Porqué? al verse libre....

—Tuve que abandonar á mi hija.

—Había usted tenido alguna hija?

—Dos: una de mi marido y otra....

—¿Son por ventura las niñas cuyas voces se percibían hace poco desde aquí?

—No, señor: esa es otra historia.

—¡Ah!

—He tenido como cinco hijos.

—¿Cinco?

—Sí, señor.

—No lo parece, dijo Sotomayor fingiendo sorprenderse, y mezclando á la vez esta galantería de estampilla, que le pareció muy adecuada á las circunstancias.

—Viví en Guadalajara diez y siete meses.

—¿Sola?

—No señor... acompañada: allí tuve la desgracia de conocer á Abelardo.

—¿Abelardo?

—Sí, señor; el teniente coronel de auxiliares...

—¿Con que la desgracia, decía usted?

—Sí, señor, ese fué otro monstruo.

—Y van tres monstruos pensó Sotomayor y luego agregó:—Pues usted, señora, está predestinada...

—Sí, señor, á padecer eternamente.

—¿Pero supongo que ahora con Pancho...

—Pancho es muy bueno, no tengo de qué quejarme.

—¡Ah! era justo.

—Pero en cambio...

—¿En cambio qué?

—Me veo hoy metida en ciertos asuntos, que sea por Dios...

—Conque...

—Sí, señor; Pancho ha tenido malos amigos; él no era así, tiene un corazón de paloma; pero qué quiere usted, dio su palabra y... una vez en ello, no tiene el pobre más remedio que arrostrar con las consecuencias.

—Es cierto.

—En vano son mis consejos y mis súplicas; muchas veces le he dicho que con lo que tenemos podemos ver en qué la buscamos de una manera que no se exponga.

—¿Y qué le contesta á usted?

—Dice que ésta es una compañía de personas muy influentes, que es un negocio muy bien organizado y que lleva muchos años de existencia, sin que hasta ahora haya tenido que lamentarse una desgracia.

—Efectivamente, dijo Sotomayor, Pancho no puede menos que ser un hombre profundamente reservado y capaz de guardar un secreto, supuesto que había podido ocultarme por tanto tiempo que existiese usted en el mundo.

—A mí, contestó Estefanía, no me había ocultado la existencia de usted; yo lo conozco á usted hace mucho tiempo y estoy impuesta de que usted también pertenece...

—¡Silencio Estefanía! que las paredes oyen.

—A este punto quería yo venir á parar, y ahora ya puedo recomendar á usted los negocios de que le he hablado, pues, como comprenderá usted, se relacionan íntimamente con lo que usted sabe.

—Por mi parte no necesito probar á usted que los negocios de Pancho son los míos; y que si antes los desempeñaba con la eficacia que merecen por ser de un buen amigo como Pancho, hoy que tengo el placer de que usted sea quien los recomiende, cada palabra de usted es para mí un mandato.

—Gracias.

Y dígame usted, agregó Sotomayor ¿las niñas cuyas voces he oído hace poco, al través de esa puerta...

Sotomayor hizo una pausa esperando que Estefanía completara la frase; pero viendo que guardaba silencio agregó:

—¿Esas niñas son hijas de.... de su primer marido de usted?

—No, señor.

—¿Del segundo?

—No, señor.

—De....

—De José María Gómez.

—¡De Gómez! exclamó Sotomayor.

—¿Le conoce usted?

—¡A Gómez! mucho ¿conque son de José María Gómez?

—Sí, señor: tengo asa otra desgracia.

—¿Entonces Gómez fué el que....

—¿El indujo á Pancho... bien es que Pancho no hace más que arreglar ciertos asuntos, llevar las cuentas de la compañía y mover ciertas teclas misteriosas, para el mejor acierto de los planes.

—Pero en fin, Gómez podrá venir de un momento á otro, y como tiene derechos.

—Gómez no vendrá.

—¿No?

—No es posible.

—¿Por qué?

—Lo conoce la policía, no estaría un día libre.

—Peno con esa inseguridad....

—Vamos, señor Sotomayor, usted finje ignorar que esta compañía está sabiamente organizada, y que, entre sus medios secretos de acción, tiene como un deber el de hacer conocer de la policía y de la justicia á algunos de sus miembros.

—¿Oiga?

—La razón es muy sencilla: tanto la policía como la justicia, necesitan víctimas; pues bien la compañía se las ministra.

—La misma compañía?

—Si, señor, en ciertas sesiones se acuerda, por ejemplo, comprometer á un socio ante la justicia.

—No comprendo el objeto.

—Finge usted no comprenderlo.

—Le doy á usted mi palabra.

—Es que usted pertenece....

—Sí, es cierto pero de cierto modo.

—Ya lo comprendo, es usted supernumerario.

—Tal vez.

—Pues entre los socios de número que son once se discute esta materia importante: ¿Quién será la víctima para que ella sea la que reciba el golpe? entonces, se señala generalmente al mas malo, y del que ya sin embozo pueda decirse que no tiene nada que perder.

—¿Y le tocó á Gómez?

—Sí.... Pancho quiso alejarlo de México, y colocarle en posición comprometida á fin de que no pretenda presentarse.

—Ya comprendo.

—Pues bien, ya verá usted que el padre de estas niñas no vendrá; estoy muy bien segura.

Sotomayor se quedó profundamente pensativo, porque comprendió que merced á ciertas condescendencias con su amigo Pancho, se había ya inodado en asuntos de cierto género, y que, merced á haberse fingido socio de aquella compañía tenebrosa, acababa de saber cosas que debían importarle mucho para el porvenir; y supuesto que aquello no tenía remedio, no había que retroceder en el risueño proyecto de galantear á Estefanía.

De manera que, á partir de aquel momento, lo que había pasado por las mientes de Sotomayor, solamente en virtud de la hermosura de Estefanía como una simple galantería, ahora estaba convirtiéndose en un verdadero deseo.

Por otra parte Estefanía había tenido ocasión de desplegar más de una coquetería con su nuevo amigo; y si hemos de decirlo de una vez, no le había caído tan mal Sotomayor, que esta mujer, tan dulce y todo como era, no hubiese sonreído á la idea de una nueva infidelidad.

Hechas, pues, las amistades, Sotomayor al cabo de cuatro horas de visita, se despidió de Estefanía y salió de la casa, armando gran escándalo entre los pacíficos vecinos que oyeron abrir el zaguán á deshoras, aunque tal servicio hubiese sido ampliamente remunerado por Sotomayor.

XIV. Creced y multiplicaos

Por más que la narración bíblica, de la reproducción del género humano nos haya hecho conocer intrincados parentescos; de eso ha pasado ya tanto tiempo, que las cosas han tenido lugar, durante luengos siglos, de cambiar completamente; por lo menos así lo hemos creído de buena fé, hasta el momento en que en nuestra calidad de escritores de costumbres hemos tenido ocasión de poner al prójimo en el banquillo del acusado.

De nuestro concienzudo examen ha resultado que las cosas no han cambiado tan sustancialmente como habíamos creído buenamente al principio; sólo que las causales sí son enteramente distintas.

Otorgamos toda nuestra indulgencia á los individuos de las primeras familias, en gracia de las circunstancias y de la necesidad; y tanto el señor Adán como nuestros hermanos, pueden estar tranquilos con respecto á nuestra mordacidad.

Pero no así nuestros últimos hermanos, nuestros hermanos de hoy, á quienes no les es dado disculparse con la falta de sujeto: de lo que resulta que, ya bien poblado el planeta terrestre, los que se empeñan no obstante en complicar el capítulo de los parentescos, no merecen pues ni aún siquiera clemencia.

Somos ciegos partidarios del orden, por consiguiente de la moralidad en la familia: y por eso cuando vemos, por esos mundos de Dios, brotar vástagos equívocos y contemplamos al hombre civilizado trasgrediendo á mansalva la ley del matrimonio; cuando nos encontramos con una de esas familias, que no escasean por cierto, en las que, sus respectivos miembros ostentan varias é intrincadas investiduras de parentesco, cuando estudiamos uno de esos árboles genealógicos modernos, verdaderos fenómenos de vegetación, árboles con tres troncos, árboles con ramas que se cruzan, con troncos que enraman y con ramas que entroncan; cuando vemos, en fin, una de esas personas que para darle á usted noticias de sus ascendientes tienen que hacer cuentas con los dedos y esforzarse por deshacerle á usted la maraña de sus parientes, como si se tratara de una ecuación de segundo grado con varias incógnitas; cuando uno de estos tranquilos individuos se ha puesto á explicarnos, con todas sus señales y circunstancias, las alegrías de los seres mas allegados á su estirpe, no hemos podido menos que reflexionar profundamente en ese formidable principio de disolución social.

Repugnante en alto grado nos ha parecido siempre el hijo que se vé precisado á acusar á los autores de sus días, con la calma que ha adquirido en fuerza de decirle á todo el mundo quién es y de dónde viene.

Ese venero casto de donde brotan para nosotros las primeras impresiones de ternura; esa alma, la primera en comunicarse con la nuestra en un ambiente de amor, para deletrear á nuestro oído las palabras Dios, virtud, honor, deber, la madre en fin, centro de respeto, fuente adorable de pureza, en donde reside el mas santo de los cariños, la madre venerable, escarnecida por el hijo, la madre delatada por la inocencia, cubierta de rubor y de miedo ante el candor y ante una pureza, engendro de sus crímenes.

Y luego esos hijos, emancipándose prematuramente como si huyeran de un contagio, esos niños que eligen un nombre en la lista de los verdugos de su honra; esas jóvenes que tienen que optar entre la funesta ingenuidad de familiarizarse con el crimen ó protestar contra la unión mas santa.

Horrible dislocamiento de un conjunto de leyes puras que son el decálogo de la familia, la clave de la moralidad.

Por fortuna la inquebrantable ley de la justicia santa que rige el mundo pesa siempre sobre los delincuentes, y vagan, á no dudarlo, en los espacios y en las tinieblas, los espíritus errantes de los que dejan en el mundo hijos mal nacidos.

Sí; esos espíritus, tras de la tabla del ataúd de sus cadáveres, encuentran á Carón; rehusándoles su barca y señalándoles la sombra de la noche por infierno, por que; en la sombra, esos espíritus van á emprender una vida de contemplación; van á tener delante á sus hijos á quienes verán arrojar, lodo sobre los sepulcros entreabiertos, arrancando sonrisas de desdén para las cenizas, ridículo para los muertos, baldón para sus progenitores…..

¡Bendita una y mil veces la familia; benditas las uniones legítimas que traen paz para las cenizas y honra para los supervivientes!

¡Feliz quien puede erigir el blanco altar de su cariño á una madre sin mancha, feliz quien puede ver siempre lozanas las azucenas de ese amor tan santo, para trasmitir el culto á la pureza á su generación siempre bendita!

Somos clementes con los hijos, como con todos los desgraciados; pero somos también inexorables con los padres.

Gabriel, el niño á quien don Santiago ha traído á México con el fin de darle educación,

Gabriel, decimos, va á revelar á nuestros lectores su situación moral, á este respecto.

Gabriel, á la sazón que lo hemos conocido en el principio de este libro, tendría doce años: era un niño hermoso, algo mas desarrollado de lo que generalmente se observa en niños de esa edad, especialmente en la capital de la República.

Gabriel era blanco, y se hacía notable por la singular expresión de su mirada, había algo de contemplativo en sus ojos, y mucho de pensador en su frente, Gabriel casi no era un niño, al verlo por primera vez se le notaba una concentración extraña á su edad, y cierta nube de tristeza que lo rodeaba siempre, al grado que sus compañeros de colegio, aún los de más edad que Gabriel, le profesaban respeto.

El señor Director del establecimiento no pudo menos que fijarse muy especialmente en Gabriel, y aún le mostraba á las personas de su confianza como una notabilidad entre los educandos.

Manifestó desde el principio tan buenas disposiciones para los estudios, como para las obras mecánicas; tenía grande afición al dibujo, y no por eso rehusaba el aprender las lecciones de los demás ramos que cursaba.

No tardó mucho tiempo Gabriel en ver convertidos sus avances en otros tantos motivos de desazón y de disgusto: el respeto que al principio le profesaban sus compañeros fué convirtiéndose poco á poco en envidia.

Dos niños de los mas ricos del establecimiento, fueron postergados por Gabriel, vencidos en buena lid y bajados de lugar: esta circunstancia los indispuso; y á partir de aquel momento se declararon enemigos acérrimos de Gabriel, pero no se atrevían á llevar á su casa queja alguna contra aquel compañero que los había vencido en aplicación y en inteligencia.

Pero uno de estos dos niños notó un día que los vestidos de Gabriel eran de clase muy inferior á los suyos.

—A ver, le dijo, mira qué saco tan bonito traes ¿es de jerguetilla?

—No, agregó su compañero, es de las veinte mil piezas de ropa hecha.

—Dicen que allí pegan con cera las costuras.

—Y que hay levitas á dos pesos.

—No, este saco será de á diez reales.

Había en aquella burla algo de cierto, porque don Santiago al día siguiente de haber llegado á México vistió á Gabriel en el cajón de «las cien mil camisas.»

Abierta esta primera brecha por los compañeritos envidiosos del talento de Gabriel, dieron margen á los otros niños para emprender nuevos ataques, de los que Gabriel no podía defenderse; y como sus adelantos en las clases seguían en aumento, se renovaba cada día el motivo de encono de sus émulos.

Un día llevó un niño á la escuela una noticia misteriosa con respecto á Gabriel, noticia que comunicó á sus compañeros, y pudo verse á los niños agruparse y formar diversos corrillos para tratar de aquel asunto que los preocupaba, como si en el campo de uno de dos cuerpos beligerantes, cayera la noticia de un nuevo plan de ataque de éxito seguro.

Despues de muchos cuchicheos, fué nombrada una comisión que se encargase de hacer uso de la gran noticia recibida.

Había un grupo de niños destinado á ser espectador de lo que iba á pasar; los diputados se acercaron á Gabriel y le dijeron.

—Acompáñanos.

Gabriel obedeció, y cuando hubieron llegado al centro del grupo de los que iban á ser espectadores, uno de los diputados le dijo á Gabriel.

—¿Con que... cómo te llamas?

—Gabriel Franco; contestó éste.

—¡Mientes! le dijo un niño, tuno eres Franco.

—¿No? preguntó Gabriel con entereza.

—No, le contestaron con seguridad tú nos has engañado y has engañado al director.

—¿Yo?

—Sí; tú eres un hipócrita, tú no eres hijo de ese señor don Santiago Franco, que te trajo al colegio.

Gabriel se puso encendido como escarlata, y dirijió en torno suyo una mirada, como inquiriendo la exactitud de aquella especie que lo había herido tan profundamente.

—¿Te callas? objetó uno, luego es cierto, tú nos has engañado.

—No eres Franco, ni ese señor es tu papá.

—Ya se ve que no, dijo otro niño, Gabriel no puede decir quién era su padre.

—Es natural, agregó otro.

—¿Dicen ustedes que don Santiago no es mi padre?

—No, no lo es, y tú lo sabes bien, pero eres un hipócrita, capaz de engañar á todo el mundo.

Gabriel sentía en estos momentos un zumbido de oídos que lo aturdía.

—Aquí sabemos ya quién es tu padre, dijo un niño.

—Y lo peor es, agregó otro, que, según dicen, es un sugeto de no muy honrosos antecedentes.

Gabriel, como movido por un resorte, se separó de sus compañeros dando un brinco hacia atrás y crispando los puños exclamó:

—¿Quién de ustedes se atreve á ofender á mi padre?

La actitud de Gabriel fué tan imponente, que todos los niños del grupo guardaron silencio, y hasta despues de un momento, dijo el mayor de los niños.

—No hay para que te enojes, Gabriel; lo único que hemos querido es desengañarte, advertirte que tu padre no es el señor don Santiago.

—¿No? ¿no es mi padre? preguntó Gabriel ardiendo en ira ¿no es mi padre y me quiere tanto? ¿no es mi padre y me ha traído al colegio?

—A pesar de eso.

—A pesar de eso, y apesar de todo, nosotros sabemos muy bien que tu verdadero padre se llamaba... ¿lo digo? ¿lo digo? gritó el niño, poniéndose á respetable distancia de Gabriel, ¿lo digo?

—Sí, sí, que lo diga, que lo diga, gritaron varias voces.

Entonces el gritón exclamó:

—Pues se llama José María Gómez.

—¡Gómez! ¡Gómez! ¡Gómez! gritaron todos los del grupo haciendo mucho ruido, rodeando á Gabriel, y dando vueltas á su derredor para gritarle á mansalva, ¡Gómez! ¡Gómez!

Empezaban á atreverse algunos niños á tocar á Gabriel, quien sintiendo arder sus sienes, y probando una amargura espantosa, ya casi ciego y frenético al sentir un golpe en la cabeza, se lanzó sobre el mas grande de los niños, asestándole un soberbio golpe en la cara.

Gabriel, según hemos dicho ya, era fuerte, y bastó el golpe aquel para derribar á su adversario, quien al caer recibió un segundo golpe en la cabeza, y quedó casi sin sentido.

Ya el ruido había llamado la atención de los superiores, y aparecieron el director y el vigilante á dar fé del hecho. Algunos de los niños del grupo se dispersaron violentamente, y sólo quedaron algunos socorriendo al que había caído, y Gabriel de pié, pálido y tranquilo.

Arrostró la primera mirada del director, esperando ser interpelado.

—¿Usted ha hecho esto? le preguntó por fin el director.

—Sí señor.

—¿Por qué?

—Insultó á mi padre, me insultó á mí.

—¿Por qué no se quejó usted?

—Porque me cercaron.

—Está bien, dijo el director en tono de amenaza, ya arreglaremos esas cuentas.

Y en seguida mandó conducir á Gabriel al calabozo, y, mientras asistían al niño lastimado, se le mandó recado á don Santiago para que concurriera á tomar conocimiento de lo ocurrido.

Entretanto comenzó á circular por todo el establecimiento la especie de que uno de los niños era hijo de un ladrón, y poco despues cada alumno, al salir del colegio, se encargó de llevar á su casa aquella noticia, con la cual se pusieron en alarma varias familias.

Al día siguiente recibió el señor director la visita de algunos padres de familia, entre los cuales uno le habló de esta manera:

—Señor director, he sabido, con profundo disgusto, que en este establecimiento se está educando un joven, que, á ser ciertos los informes que he tomado, su presencia aquí no podrá menos que ceder en contra del buen nombre de esta institución, que hasta la presente se ha sabido distinguir por la moralidad que en ella reina, y porque aquí, mi señor director, según estoy bien informado, no concurren sino niños pertenecientes á familias....

—Ah, sí, señor, por de contado; aquí no recibo sino la flor; sí, señor, la flor de la sociedad mexicana.

—¿Y es cierto lo que…..

—Estamos precisamente en esa averiguación.

—¿Y ha podido usted, por supuesto, aclarar…..

—Vea usted señor; el jovencito por su porte, por su exterior, no manifiesta……

—¿Nada, eh?

—No señor, nada.

—¡Ah, no es fácil….

—Vaya usted á averiguar…

—¿Y qué tal se portaba?

—Divinamente.

—¿Es posible? vea usted, parece increíble.

—Era el primer lugar.... digo, despues de su hijo de usted.

—Ah.... eso sí, por que mi Enriquito es vivísimo, y tiene una imaginación.... precisamente por eso procuro alejarlo cuanto puedo de las malas compañías.

—Hace usted muy bien.

—Y como en la escuela ¿me comprende usted? es en donde los niños toman las primeras impresiones.

—Cabalmente. Nada mas justo que procurar que la primera sociedad de los niños....

—No los contagie.

—Ni tengan mal ejemplo.

—Y según tengo noticias, ese joven, sin saber como, vino á dar al colegio, resultamos ahora con que.... de manera que dije—¡apa! voy á cerciorarme con mis propios ojos; y si no han lanzado inmediatamente á ese miembro podrido, saco á mi Enriquito del establecimiento, y por vía de buen consejo doy parte á algunos de mis amigos; lo cual sentiré en el alma, supuesto que todo ello puede ceder en perjuicio del señor Director, á quien debidamente estimo.

El señor Director en vista de las buenas razones del padre de familia, manifestó que estaba decidido á hacer un ejemplar en su colegio; de manera que cuando don Santiago concurrió al llamamiento que le habían hecho, fué solamente para recibir á Gabriel, acerca del cual circularon los mas absurdos rumores y las mas torpes calumnias, pues los niños díscolos, al verse apoyados por el Director, abultaron cada uno por su parte é impunemente las especies que corrieron con respeto á aquel desgraciado niño.

XV. Los primeros nublados

Por varios días continuaron las confidencias de Lola, hasta poner al tanto á Zubieta de todos los antecedentes de su familia.

D. Manuel por su parte había introducido en su sistema de vida estas dos novedades.

En primer lugar, no salía ya de noche.

Y en segundo lugar, hablaba menos y observaba más.

Empezaba á fijarse en una porción de cosas insignificantes: un día le pareció que no había motivo para que Lola tuviese puesto un vestido color de rosa.

—Me parece, le dijo á su mujer inopinadamente, que ese vestido es de cierto lujo, y que sería mejor que lo reservaras para.... en fin, para la casa bien podrías llevar otro mas sencillo.

—Me he puesto este vestido hoy porque sé que te gusta.

—Sí, es muy bonito.

—Pero si quieres que lo use sólo para salir, lo guardaré.

El día pasó sin más incidentes.

En la tarde del día siguiente aquel detalle fué el asunto de la conversación entre Lola y Zubieta.

—Eso me parece, cuando menos, una extravagancia, por que yo no veo nada de particular en eso, dijo Zubieta.

—Ya se vé, contestó Lola, y para que vea usted que en efecto eso no pasó de una extravagancia, le diré que yo por supuesto me quité el vestido color de rosa, pero me puse este azul, que aunque es de menos vista, pero indudablemente es mejor que el otro.

—Y naturalmente que don Manuel quedaría muy satisfecho con el cambio.

—Ya se vé, en la noche me dio las gracias.

—Y, vea usted lo que son las cosas, agregó Zubieta, lo que es á mí, me gusta más el vestido azul que el color de rosa.

—Y á mí también; ya sabe usted que me gusta mucho lo azul, es mi color favorito.

—Y el mío.

—Que lo diga cierta corbata.

—Y este chaleco.

—¿Es azul?

—Azul.

—Verdaderamente, no he visto cosa mas ridícula que un marido celoso.

—Efectivamente: es insoportable.

—La conducta de Manuel, agregó Lola, se va haciendo tan inconveniente, que estoy segura de que va á dar un mal resultado.

—Yo mucho me lo temo.

—Ya usted lo ve, ya no sale de noche.

—¿Y lo hará intencionalmente?

—Sí: ya este punto lo tengo bien averiguado, por que sus compañeros de tresillo han enviado algunos recados, temerosos de que algún negocio grave le haya obligado á abandonar su antigua costumbre.

—¿Y qué ha contestado?

—Ha mandado decir que tiene una ocupación por las noches; pero yo, que le observo, sé perfectamente que eso de la ocupación es una falsedad.

—Y él ¿no se disculpa? porque en fin, á usted tiene que darle alguna explicación.

—Me ha dicho que ha pensado abandonar el tresillo por que ha perdido mucho el año pasado, y que le parece conveniente hacer economías, por que sus negocios están mal.

—¿Mal? interrumpió Zubieta, haciendo un gesto de estrañeza.

—Yo sé que tampoco eso es exacto.

—Yo mismo he procurado quitarle de la cabeza que tome ese dinero que le ofrecen, por que á la larga esto es muy oneroso, y sobre todo según el estado de sus negocios, que sé yo perfectamente, no es necesaria esa nueva complicación.

—Ya se ve, por mi parte comprendo que Manuel quiere hacerme creer que sus negocios de comercio son los que lo tienen preocupado, cuando todo ello no es más que celos; celos de que él mismo se avergüenza.

—Todas las injusticias, criatura, todas las injusticias pesan sobre la conciencia, y no pueden consumarse sino por medio de un esfuerzo sobrenatural.

—Eso es lo que yo he creído siempre; y por más que Manuel disimule, yo le conozco que está ocultando un malestar continuo que, como he dicho á usted, me ofende en alto grado.

—Con razón, murmuró Zubieta que no desperdiciaba ocasión de apoyar á Lola en este particular.

Si hemos de juzgar imparcialmente á Zubieta, debemos asegurar que hasta aquel momento, su mas firme resolución consistía en no enamorar á Lola. Se había tomado Ta cuestión por el lado de la injusticia y del amor propio.

¿Quién no se cree justo, y quién deja de tener amor propio?

De manera que cuando se trataba de probar que don Manuel era injusto, Lola y Zubieta, identificados en el gran principio de la justicia, eran hasta elocuentes al afear aquella conducta.

Se sentían fuertes, y lo que es más, unidos, con la convicción de tener la justicia de su parte, ¿qué cosa mas loable ni mas sustancialmente moral que declamar contra la injusticia, que ser apóstol de un principio tan santo y tan incontrovertible como la justicia?

Por otra parte, reprobar la ingratitud es un acto digno, es una prueba de buen sentido y hasta de buen corazón.

De manera que, cuando Lola y Zubieta se unían para reprobar la ingratitud de don Manuel, se sentían fuertes con la conciencia de su causa y en su perfecto derecho para hablar á nombre de esa virtud tan apreciable: la gratitud.

Cuando Lola y Zubieta se ocupaban de la cuestión de celos en general, también estaban en su perfecto derecho para moralizar sobre este punto: ¿qué pasión mas ruin, mas terrible, mas funesta que los celos?

Zubieta empleaba toda su elocuencia, para retratar con los mas vivos colores al hombre celoso, no olvidándose de recargar ciertos toques, como por ejemplo aquéllos en que se pudiera establecer una comparación exacta con don Manuel.

Y de una en otra comparación, resultaba necesariamente esta consecuencia: don Manuel se estaba haciendo odioso por medio de sus celos; bien es que la pintura que de don Manuel resultaba en cada conferencia iba recargada de colorido, y precisamente en el fondo de esta exageración era en donde estaban la gravedad y el peligro, supuesto que tanto Zubieta como Lola revelaban cierto deseo, mal oculto, de encontrar reprochable la conducta de don Manuel.

Por lo general, en cada una de estas sesiones íntimas se cambiaban mutuas protestas de virtud, que no había más que pedir y no era extraño oír exclamar á Zubieta en lo mas acalorado del discurso:

—Todo esto, criatura, no quiere decir que la indisponga á usted con su marido, ni que procure llevarla por mal camino, no, Dios me libre; en todo caso yo no soy más que el amigo de confianza, que tiene, eso sí, el mas vivo interés por todo lo que á usted le incumbe.

—Por de contado, contestaba Lola; y yo por mi parte, si me quejo con usted, es porque veo el interés que usted toma por mis asuntos, y sobre todo porque conozco la lealtad de usted y su caballerosidad excesiva, pues de otro modo yo me cuidaría muy bien de tener con usted ciertas confidencias.

—Naturalmente, agregaba Zubieta, la sinceridad de nuestras intenciones se conoce á legua, y como sé que Vd me aprecia....

—Ya se vé que sí, repetía Lola con cierta ingenuidad, si no lo apreciara á usted no le daría ciertas pruebas de confianza.

—Pruebas, que, á mi vez, sé agradecer debidamente.

Todavía despues de estas protestas, Zubieta más de una vez se propuso ser un modelo de hombría de bien, no atentando un solo momento contra el honor de don Manuel; y Lola por su parte también cerraba el hilo de su discurso generalmente con este monólogo, despues de haber contemplado con cierta reserva á su marido.

—¡Anda! decía para sí, por más que me hagas, no he de ser yo como las demás mujeres, no he de dar que decir, he de tener el gusto de avergonzarte, poniendo de manifiesto tu injusticia y mi prudencia, tu mal corazón y mi bondad.

—¡Anda Melito! yo te enseñaré á encelarte de tu mujercita, tan buena, que ni con un cirio pascual vuelves á encontrarla, ¡anda ingratote! yo te haré ver que yo soy una mujer digna, que sabe cuidar mejor que tú tu nombre de marido.

Como el silencio, que por lo general reinaba en la mayor parte del tiempo en que Lola y su marido estaban juntos, era la significación de que cada consorte, aunque en paz ostensible, tenía la música por dentro, don Manuel solía decir para sí.

—¡Anda taimadita! sabe Dios cuántas horas te habrás estado mano á mano con ese pulcro de Zubieta; ya me habrán comido vivo entre los dos. ¿Y para esto se casa uno, señor, para tener despues una especie de fiera á quien auxiliar? porque es una fiera á quien uno ha entregado voluntariamente algo más que su bolsillo: su honra.

Por de contado, que este silencio, á medida que más se prolongaba, se hacía mas embarazoso, al grado que don Manuel, no pudiendo tolerar cierta noche, lluviosa por más señas, reventó de esta manera.

—¿Por qué estás tan callada?

—Como tú tampoco hablas…..

—Es que yo he hablado ya.

—Yo también.

Este fué sólo el primer trueno: reinó por segunda vez el silencio, y al cabo de un rato preguntó don Manuel.

—¿Vino Zubieta?

—Sí: contestó impasible Lola.

—¿A qué horas?

—A las cuatro.

—¿Y se fué?

—A las cinco.

Se había ido á las seis y media.

—¿Una hora?

—Una hora.

—¿Y de qué hablaron?

—Del tiempo.

—¿Sí?

—Sí.

—¿Nada más del tiempo?

—Y de otras simplezas

—¿Sí, eh?

—Sí, del teatro, de las castañas, de las criadas.

—¿Nada más?

—¿Cómo quieres que me acuerde de todo lo que hablamos?

—Podían haber hablado de algo importante.

—Pues creerás que nó?

—Yo.... yo sí creo en eso, dijo don Manuel recalcando las palabras, pero....

—¿Pero? pero qué?

—Qué quieres, la sociedad tiene sus exigencias y sus caprichos.

Despues de una pausa, Lola dejó escapar este monosílabo, quitándole todo el carácter de afirmación.

Si.

—Porque.... vamos á ver, dijo don Manuel, con ese ademán tan peculiar del que aborda una cuestión embarazosa. Yo.... yo no soy exijente, ya me conoces, jamás te molesto, ni me meto á averiguar lo que haces.

Lola estaba viendo venir el chubasco y se esforzaba para manifestar extrañeza, frunciendo las cejas y estudiando de antemano una exclamación que diera á entender que se iba de espaldas como ante una acusación injusta.

D. Manuel continuó:

—Por mi parte comprendo cuán ridículo es un hombre exigente, y aunque no soy liberal de esos inmorales, odio la tiranía, eso sí, porque á mí no me des tiranos; pero.... como había dicho al principio, la sociedad tiene sus exigencias.

Esperó en vano don Manuel á que Lola hiciera alguna pregunta.

Lola permaneció callada.

D. Manuel continuó:

—Siempre he creído que esto de la felicidad conyugal es una cosa muy ardua, es un verdadero albur, y muchas veces una falta de previsión, una ligereza ó cualquier circunstancia, insignificante al parecer, determina.... determina qué sé yo cuantas cosas ¿y todo porqué? por no reflexionar á tiempo, por no hablar, por no entenderse, como es muy natural, entre marido y mujer.

—Volvió á callarse don Manuel, pareciéndole que ya había dicho lo suficiente para hacerse entender de Lola, pero ésta permanecía callada.

—¿No me contestas? preguntó D. Manuel.

—Qué he de contestarte, cuando no sé á dónde van á parar todas esas reflexiones, que por otra parte me parecen perfectamente sabias.

—¿Te burlas?

—No.

—¿Entonces?

—Es que, como nunca te había visto así, hecho un predicador.

—No es un sermón lo que he dicho, es simplemente una opinión.

—¿Apropósito de qué? preguntó Lola con cierta impaciencia.

—Apropósito de tí.

—¿De mí?

—Sí.

—Acaso creerás que he dado lugar á que me hagas esas reflexiones?

—Sí.

—¡Ola! ¡ola! ¿con que celitos tenemos? ya me lo había yo sospechado: le faltaba á usted esa gracia que tanto me divierte. No, y en cuanto á eso, le advierto á usted señor don Manuel, que no tolero celitos, que yo sé lo que esa funesta pasión tiene de transcendental y de terrible, y estoy decidida á que entre nosotros no haya de eso, ¿lo entiende usted señor marido? Vamos á ver esos celos, vamos á ver ese parto de los montes; sólo que le advierto á usted, amiguito, que tenga mucho cuidado y que al acusarme, si es que á tanto se atreve, medite mucho sus palabras, y sobre todo me dé la prueba al canto; porque ya le he dicho á usted, que no tolero celos necios y por que en esta materia estoy resuelta á todo, menos á tener la vida de la pobre de mamá, ¡alma mía de ella! que sufrió tanto, sin mas que ese motivo. Conque vaya usted diciendo, y tenga presente una vez por todas, que ésta será la primera y la última conferencia que tengamos sobre el particular.

—¡Ola! ¡ola! te veo muy resuelta y como desafiándome á que...

—Sí, tienes razón, desafiándote á que estén fundados en razón los motivos que te hayan impulsado á hablarme por la primera vez de una materia que, como sabes bien, me fastidia soberanamente. Sí, te desafío á que sea fundado tu temor ó lo que sea: yo te he visto serio estos días, y me ha pasado por las mientes atribuirlo á celos necios: y verdaderamente deseaba el momento de venir á una explicación, porque ya sabes que soy enemiga de malos modos, con que desembucha cuanto antes, porque tengo mucha curiosidad de ver la pata de gallo con que vas á salir.

—¿Pata de gallo? preguntó don Manuel, no tan pata de gallo como te figuras.

—¡Ah... que es una cosa grave, es una acusación en forma, es... ¿qué cosa es? si tiene usted la bondad de decirme, exclamó Lola apretando los dientes.

—No te violentes; ante todas cosas, para tratar de ciertos asuntos, se necesita calma y serenidad, y las violencias nunca conducen á la razón.

—¿Calma, quieres que tenga calma, cuando la tuya y tu parsimonia es precisamente la que me violenta?

—Pues bien, con calma, ó sin ella, escucha.

—Eso es, al grano, al grano, y dejémonos de preámbulos, le escucho á usted.

—Lola se dejó caer en el respaldo del sillón en que estaba sentada y.... no nos atrevemos á pensar que esto fuera intencionalmente, pero sucedió una Cosa. Lola usaba crinolina un poco ancha, como se usaban antes: los brazos del sillón eran dos brazos casi humanos que estrechaban los repetidos círculos de acero del armazón, obligándolos á formar la elipse, el asiento del sillón era el polo opuesto de esa elipse y la curva saliente ofrecía seguro y alto apoyo á la falda, que no por exuberante bajaba hasta tocar la alfombra.

Este conjunto de circunstancias determinó un cuadro de bajo relieve entre el suelo y la orla del vestido.

Lola era el aseo personificado.

Había más, se calzaba divinamente.

Todavía más, tenía muy lindos pies.

Don Manuel estaba frente á Lola en el otro sillón.

Los pies de Lola aparecían destacándose en una semioscuridad, compuesta de encajes, tejidos y pliegues como si un pintor oculto hubiese dispuesto aquel espectáculo para dar una sorpresa artística.

Todo ello no había sido más que el resultado de un movimiento casual.

Pero á pesar de esto, esa casualidad fué á influir directamente en el hilo del discurso de don Manuel.

A su pesar vio.

A su pesar se distrajo.

A su pesar se mortificó de distraerse.

A su pesar cuando habló, su voz era mas dulce, y comenzó de esta manera.

—Mira, Lolita, me vas á prometer no violentarte, escúchame.

—Escucho, repitió Lola con afectada gravedad.

—No te negaré que he tenido algunos días cierto malestar que no me ha sido posible disimular.

—Ya lo he visto.

—Pues todo ello no es más que ciertas hablillas que han llegado á mis oídos.

—¿Hablillas? y por hablillas....

—Permíteme todavía un momento de atención.

—Te lo permito.

—Pues.... alguna persona se ha permitido censurar la frecuencia de las visitas de Zubieta.

—¿Sí?

—Nada menos que eso.

—¿Y eso es todo?

—Ya podrás suponerte que la interpretación que se da á las visitas de Zubieta, no es nada favorable.

—Ya lo supongo.

—¿No es verdad?

—Y porque esa interpretación es desfavorable, tú te formalizas conmigo, lo cual equivale á suponer que yo traigo á Zubieta, ¿no es cierto?

—No, yo no supongo eso, ya te he dicho que tengo en tí una confianza sin límites.

—Ya se conoce, cuando apenas hablamos y pones una cara que parece que te has arruinado.

—Bien,.pero convendrás en que esto es muy desagradable.

—No, no convengo en ello, porque antes que todo, es muy sencillo el remedio.

—¿Cuál es?

—Que llames á Zubieta y se lo digas.

—Yo decirle á Zubieta? ¡qué barbaridad!

—¿No?

—No.

—Entonces confórmate con las hablillas, y ponte risueño y amable conmigo.

Don Manuel se tardó algo en contestar.

—No, ni uno ni otro.

—Ah! entonces pretenderás que yo se lo diga.

—Por qué no?

—Por qué no? por esto: porque Zubieta me tendría por una mujer vanidosa, que cuando menos, ponía la ocasión para que la galantease, ó para que me despreciara, y yo no estoy dispuesta á soportar ni lo uno ni lo otro. Zubieta no es amistad mía sino tuya, tú lo trajiste, tú me lo recomendaste, tú eres el primero en preguntarle con interés sincero, por qué deja de venir cuando tal hace, y no hace mucho me has obligado á mandarlo llamar á tu nombre para no sé qué asuntos que tenías con él; y ya que se trata de Zubieta, te diré que has sido un imprudente en hacerle conocer tu malestar de estos días; porque con eso no has hecho más que ponerte en ridículo; ya sabes que Zubieta es hombre muy perspicaz, y de seguro ha comprendido tu mudanza sin que él por su parte haya dado el menor motivo para ello.

Ahora bien, sino son las hablillas, sino tú, de quién se trata, si ha llegado la vez en que te fastidies de Zubieta y te disgustan sus visitas, llévatelo en buena hora, que bien poca falta me hace; pero á mi vez debo advertirte, que ofendida como lo estoy por tu sospecha injusta, te satisfago porque es un deber mío de esposa hacerlo así; pero que ni toleraré más celos necios, y ¡cuidadito con picarme la cresta, señor marido! pues si usted no sabe conducirse para con ciliar la paz doméstica, yo tampoco tengo vocación de santa para sufrir con paciencia impertinencias á que no doy lugar: en resumen, no quiero volver á hablar de Zubieta; si te disgusta que venga, despídelo, y si, como lo creo yo, crees tú que esto sería ridículo por tu parte, cállate y estudia tu conducta para no volverme á ofender gratuitamente: He dicho.

Y diciendo esto, Lola se paró de un salto, abrió la vidriera y, alegre como una colegiala, atravesó todas las piezas de la casa cantando una danza habanera.

XVI. Entre marido y mujer

No volvieron Lola y su marido á ocuparse por entonces de la cuestión de los celos; pero tampoco quedó nada resuelto.

Zubieta siguió siendo un reloj en materia de exactitud, y don Manuel por su parte, estaba cada día mas intranquilo.

Al fin, y como era de esperarse, emprendió el matrimonio la segunda conferencia con respecto á los celos.

Esta segunda conferencia, también como era de esperarse, fué mas interesante.

—Volvemos á tocar la cuestión, decía Lola, bajo el mismo tema, y á este paso, no avanzaremos nunca; entendámonos.

—Entendámonos, repitió don Manuel.

—¿Estás celoso?

—Sí.

—Explícame tus celos, ó mejor dicho, precisa los términos de tu ofensa ¿soy infiel?

—No, yo no digo precisamente que tú....

—¿No?

—Estoy bien seguro de tí, pero te repito que las gentes hablan, y que es muy triste estar dando pábulo á hablillas de ese género, cuando....

—En todo caso, exclamó Lola, debes ser mas leal para juzgarme y mas franco para confesar tus debilidades.

—Ten presente que yo te hablo con la frente levantada, porque en lo mas íntimo de mi conciencia existe la convicción de que soy digna de mí misma, y por eso tengo el derecho inalienable de defenderme y de hablar alto; la altivez con que creo de mi deber hablarte no es la desvergüenza, sino la dignidad la que me la inspira, no soy culpable ni con el pensamiento, ni en sueños, ni loca; comprendo todo lo que vale para mí el aprecio de mí misma, y esta garantía es mas sagrada que todos los juramentos que pudiera hacerte; al paso que tu conducta meticulosa y cobarde está revelando al hombre que obra sin la conciencia de los hechos, y hasta sin las presunciones mas remotas.

Avergüenzate de arrastrarte como un reptil para espiarme, levántate en hombros de tu propio valer, é interrógame frente á frente porque no te temo, como no temo á la luz ni á la verdad.

Un exceso de mi cariño hacia tí, la consideración de que lo que te ha asaltado es una verdadera enfermedad del espíritu, me han obligado á perdonarte cien veces tus desconfianzas, que envuelven para mí una tan formidable ofensa; y tú, ciego y torpe no comprendes que tu conducta no hace más que minar el pedestal de nuestra tranquilidad doméstica, y esparcir nubes negras en el blanco y puro hogar, que no ha profanado todavía ni un pensamiento, ni un sueño; y todo el caudal de amor y de ternura que en tí, el único hombre á quien he amado, deposito constantemente, lo aceptas para mezclarle el negro veneno de tus celos.

Tú, y sólo tú, serás el responsable del contagio que mi amor resienta, cuando en vez de premiarlo lo insultas, cuando en vez de aceptarlo lo rehusas.

No se me oculta que me celas, que me cuidas, que me vigilas como á una mujer criminal, y cada una de tus tenebrosas pesquisas, cada una de tus ridículas asechanzas, es un dardo que hiere mi corazón, que me lastima horriblemente, é insistes, y esa idea de loco que se ha apoderado de tu cerebro ya á acabar por matarte y por matarme á mí, porque en fuerza de herir mi amor acabará por languidecer, y en fuerza de hacerte indigno de él constantemente, acabará por marchitarse como una planta sin jugos.

Por otra parte, sabes la gravedad del mal en qué consiste, en que no es Zubieta el móvil de tus celos; Zubieta no es más que la encarnación, porque los celos son una enfermedad que necesita encarnarse y se apodera de la primera sombra.

El mal no es que Zubieta esté de por medio, sino que en tu alma haya podido penetrar por primera vez esa fatal ponzoña; el mal está en que tu fé vacila, en que te desconozcas á tí mismo. ¡Ay exclamó Lola en medio del fervor de aquella violenta inspiración, creí que nunca me pasaría esto!

Y aunque Lola sintió que rodaba por su mejilla una lágrima, no se movió, porque no quiso hacer alarde de su llanto: no lo necesitaba.

Don Manuel estaba perplejo; jamás había oído hablar á Lola de aquel modo; le había parecido otra mujer, una mujer superior á la que él había conocido.

—Pero eres tú, exclamó al cabo de un rato, eres tú la que me has hablado?

Aquella pregunta hirió doblemente el amor propio de Lola.

—¿Te sorprende mi lenguaje?

Sí, verdaderamente.

—Ya te comprendo; debía haber sido la de siempre para tí, hasta en mi lenguaje; pero si vieras cuan elocuentes son la verdad y la justicia.

—Has estado inspirada.

—Sí, tienes razón, y tú has estado torpe: es la causa de cada uno; yo hablo á nombre de la verdad y del amor, y tú á nombre de la calumnia y de los celos.

—Es que yo tampoco te he dicho todo lo que los celos son capaces de inspirarme.

—¿Vas á decírmelo? le preguntó Lola con tanta altivez, que don Manuel bajó los ojos y dijo:

—Pero no para acusarte sino para quejarme contigo: ¿puedo hacerlo?

—¿Quejarte conmigo? sí: ¿no soy tu compañera?

—¡Qué buena eres!

Y don Manuel acercó una silla lo más que pudo á la de Lola, y luego con el acento mas dulce, dijo:

—He sufrido mucho, Lola ¿y me negarás que mi sufrimiento depende de que te amo mucho?

—Sí, te lo niego, porque tu sufrimiento nace de que no sabes amarme, no sabes procurar que te ame.

—¿No he sabido amarte?

—No.

—¡Y hasta ahora me lo dices!

—Sí, porque en vano hubiera yo pretendido enseñarte.

—¿Soy torpe para aprender?

—No, pero siempre has creído que sabías lo bastante y hubieras despreciado mis consejos.

—Lola, ¿qué estás diciendo?

—Verdades, hoy no digo más que verdades.

—¿Eso es verdad?

—Sí, escucha. Por el género de educación que has recibido, por las costumbres de tu familia y aún por el género de vida á que te has consagrado, has logrado simplificar la ciencia de la vida, que es la mas difícil, á la práctica de todas las rutinas, al método de todas las acciones, y al mas vulgar materialismo, en fin, sin ocuparte de la parte filosófica del matrimonio, que es el estudio mas importante, al menos para el hombre que pretenda buscar la felicidad en uno de sus veneros mas seguros.

—Quiere decir....

—No he concluido, escúchame.

—Nos conocimos, y cuando me enamoraste.... recuerdas cuál fué mi primera pretensión?

—No.

—Pues fué ésta: que procurásemos conocernos.

—Es cierto.

—Insististe, y á los dos meses de conocernos nos casamos.

—Es cierto.

—Yo por mi parte procuré estudiar tus gustos, sondear tu inteligencia y estrecharte á mí con los lazos morales del cariño y con algo más, con los lazos que proporciona el estudio moral en todo lo que pertenece al conocimiento del individuo. ¿Recuerdas cuáles fueron tus primeros desaires, apenas te familiarizaste con tu nuevo estado?

—No lo recuerdo.

—Yo no lo he olvidado. Me llamastes pedante, te burlastes de mis observaciones, me dijiste que me había llenado la cabeza de libros inútiles, y hasta me prohibistes la lectura.

—Es cierto.

—Esto que para tí no tenía ninguna significación, fué para mí un verdadero desengaño; comprendí que mi misión se reducía á identificarme contigo, haciéndote agradable la vida; amoldándome á tus gustos, á tus deseos, á tus costumbres, y así lo he hecho sin faltar un solo día.

Y cuando mi imaginación me hacía delirar con la unión moral de dos almas que se aman y se comprenden, me veía obligada á sofocar los arranques de mi fantasía, plegando las alas para permanecer á tu lado, y considerando como una profanación dar rienda suelta á mi idealidad y á mis ilusiones de loca.

Tú creíste por tu parte que ya no era necesario hablar de amor, sino consagrarse á la vida práctica, acomodada á un método invariable y constante; enhorabuena, estoy y he estado conforme; no he vuelto á exigir nada de tí, he cumplido y seguiré cumpliendo; pero cuando ya no sólo no te has dignado moverte de tu frío pedestal para seguirme en mis delirios de amante, en mis sueños de joven y en mis ilusiones de esposa, cuando ya no sólo desconoces mi abnegación, sino que en vez de concederme virtud me atribuyes depravación: á mi vez me creo en mi legítimo derecho para rechazar con indignación tan torpes juicios, previniéndote que una vez conociéndonos, represente cada uno el papel que le ha tocado; y si no el amor de los amantes, el deber de padres nos imponga la pena de tolerarnos, en obvio de escenas de celos que nos conducirán á un abismo de desgracias.

En resumen, señor marido, ¿ó usted ó yo le decimos á Zubieta que no vuelva?

—No, ninguno de los dos.

—Seré yo, dijo Lola con firmeza.

—Te lo prohibo.

—No tienes derecho de prohibirme defender mi honor, que es el tuyo.

—Me pondrás en ridículo.

—Luego confiesas que son ridículos tus celos.

—Sí; pero qué quieres, no lo puedo remediar, solo la idea de....

—Te ruego no me los describas, ya sabes que le tengo horror á esa enfermedad, á la que estoy resuelta á poner término.

—¿Cómo?

—Quitando el pretesto, satisfaciéndote absolutamente.

—Me lo dices de una manera tan altiva, objetó don Manuel al ver la actitud severa de Lola.

—Exíjeme todo, menos humillarme cuando no he delinquido; estoy obligada á probarlo, pero nada más.

¿Y no veré de tu parte ninguna demostración cariñosa?

—¿En cambio de qué?

—De mi enmienda, de mi arrepentimiento, de la confesión sincera que te hago de que he sido un estúpido al creerte capaz de ofenderme; en cambio del perdón que te pido de rodillas.

Y al decir esto, don Manuel, verdaderamente conmovido, cayó de rodillas frente á Lola.

Pero ésta no se dejó llevar del primer impulso, y no levantó á don Manuel.

—¿Debo creer en la sinceridad de ese arrepentimiento?

—Es de todo corazón, se acabaron los celos.

—¿Para siempre?

—Para siempre.

—Voy á ponerte una condición para perdonarte.

—La acepto, sea cual fuere.

—Es ésta: si te vuelvo á ver celoso, despido á Zubieta.

—Diciéndole....

—Que....

—¿El motivo?

—No habrá necesidad de eso, porque él debe haberlo comprendido.

—¿Es posible?

—Sí, es posible.

—¿Pero en qué puede...?

—Has estado serio.

—Sí, pero se figurará que ha sido por otra cosa.

—Zubieta, como hombre de mundo, conoce á los celosos.

—¿Qué dirá de mí?

—Ese es tu castigo.

—¿Pero estás segura?

—Debo ser leal hasta el fin y te diré: Zubieta conoció tus celos, me lo dijo y pretendió retirarse.

—¿Y tú lo detuviste?

—Sí, y le probé que se equivocaba.

—¿Y lo creyó?

—No lo sé, pero no insistió; y ya lo ves, sigue viniendo: ¿conque estamos convenidos?

—Sí.

—Si te encelas, despido á Zubieta.

—Sí, pero todo ha concluido,

Y diciendo esto Lola, levantó de las manos á su marido, quien en aquel momento sintió como si lo arrebatara un ángel hasta el quinto cielo.

—¿Todo?

—Todo, ¿no lo crees?

Lola se quedó pensativa por un momento mientras su marido la contemplaba anhelante, esperando su sentencia.

—¿Vacilas? preguntó al fin don Manuel.

—¡Ay! los celos, los celos....

—¿Qué?

—Son personas de quien no es bueno fiarse.

—Te lo prometo.

—¿Y la condición?

—Aceptada.

—Levántese usted entonces señor marido y tenga bien entendido, que si otra vez vuelve usted á incomodarme con sus celos necios, me veré en la necesidad de ponerlo de patitas....

XVII. Solares y los suyos

Creemos haber dicho lo bastante hasta el anterior capítulo, para que nuestros lectores estén al tanto de la situación que guardaban los personajes de esta historia, hasta el momento en que Gabriel había sido despedido del colegio.

Don Santiago recibió esta pesadumbre en los momentos en que Solares, que se había convertido en su sombra, lo asediaba incesantemente proponiéndole cien negocios á un tiempo.

Solares no cesaba de exclamar para sí—ya tengo á mi hombre, es preciso que don Santiago acepte, por lo menos, uno de tantos negocios como le propongo, y cualquiera que sea, me va á dejar una regular utilidad.

Aplazado definitivamente don Santiago para resolver en cierto día acerca de dos de los negocios propuestos por Solares, que estaba ya seguro de haber atrapado una bolichada extraordinaria, llegó una tarde á su casa á eso de las dos, poniendo la cara mas alegre del mundo.

Iban en su compañía un compadre suyo, mas pobre que Solares, y otro pariente de su mujer, que también ocupaba uno de los primeros lugares entre los desheredados de la suerte.

Isabel, la mujer de Solares, se sorprendió al verlo llegar alegre y, sobre todo, acompañado; pero al ver que su marido venía cargando una botella envuelta en papel, comprendió de un golpe, que iba á soplar brisa fresca en aquella casa, por tanto tiempo teatro de la miseria y las necesidades.

—¡Isabel! gritó Solares desde la escalera de su casa.

Isabel se apresuró á recibir á su marido; y los siete hijos de Solares formaron un grupo de lo mas pintoresco á la entrada del corredor.

—¡Papá! ¡papá! se oyó exclamar en todas las notas de la escala, que son siete precisamente.

Solares tuvo un momento de verdadera satisfacción, y las once bocas de los que formaban aquel grupo, dejaron asomar los dientes simultáneamente, como si hubiera sonado esta voz militar: presenten.

Once sonrisas, serían asuntos de los mas difíciles para un pintor.

Este pintor pondría á Solares en el centro del grupo, levantando su botella empapelada para librarla de las caricias filiales.

Isabel estaba leyendo en la fisonomía de su marido, queriendo adivinar qué lotería sería aquélla.

El compadre y el amigo pobre, con el sombrero en la mano y con la sonrisa del convaleciente en los labios.

El pobre y el enfermo tienen una sonrisa particular que se engendra al olor de la sopa de pan.

Los siete hijos de Solares que hacían la figura de los tubos de un órgano, se sonreían todos, y de entre ellos algunos gritaban como cabras.

Por lo pronto no se oyeron más que estos nombres.

—¡Solares!

—¡Isabel!

—¡Comadre!

—¡Cisneros!

—¡Papá!

—¡Hijitos!

Pero restablecido el orden fué otra cosa»

Solares metió mano al bolsillo y dio dinero á su mujer, indicándole con un movimiento de ojos, que el compadre y Cisneros comían.

Isabel que precisamente estaba haciendo la sopa de pan y que había recibido á su marido sin soltar el aventador, corrió á la cocina.

Solares mandó despejar la sala, encargando al mas grande de sus hijos que se llevara á los demás, sólo que esta orden fué formulada de esta manera.

—¡Roberto! llévate á la tropa.

—¿Qué traes papá? preguntó el mas glotón de los muchachos, viendo la botella.

—Medicina, contestó Solares.

—Sí, medicina, refunfuñó el muchacho.

—Despejen, despejen muchachitos, dijo Solares.

Y en seguida desfiló la familia menuda.

Demos una ojeada á la casa de Solares.

La sala en que estaban en aquel momento, era una pieza cuadrilonga de seis varas en su mayor dimensión: había allí un sofá forrado de hule, dos rinconeras con nichos, una gran cómoda de caoba antigua, un sillón de convento, forrado de baqueta y claveteado con clavillos de latón.

Había algunas sillas pintadas de negro, y ostentando duraznitos dorados en el respaldo.

En las paredes había una virgen de Guadalupe, un retrato de Iturbide, un retrato al oleo de Solares joven, al otro extremo el de Isabelita antes del primer parto, de manera que al ver los retratos no había una sola de las visitas que no hiciera esta pregunta á Solares:

—¿Este es usted, y aquélla Isabelita?

—No señor, contestaba Solares, ésta es Isabelita y aquél soy yo.

Tan rozagante así estaba Solares en el retrato, y tan lampiño, que solían confundirlo con su mujer, que se le parecía algo, y sobre todo tenía muy pronunciado aquel retrato la sombra de la nariz, al grado de que á lo lejos podía tomarse por una indicación de bigote.

Cuando las visitas se acercaban á ver los retratos, había por lo general, el siguiente diálogo, que los mismos retratos habían aprendido ya de memoria:

—¡Hombre! exclamaba el observador, pues me había confundido efectivamente, vea usted qué cosa, esa sombra de la nariz me pareció el bigote.

—No, no señor, es la sombra; como le viene la luz de arriba....

—Efectivamente.

—Y como Isabel se parece algo á mí.

—Sí, vea usted, es cierto, en la frente…..

—Y como además Isabel tenía dos hoyitos á los lados de la boca ahí están un poquito exagerados..

—Es cierto, pues todo eso me pareció de lejos el bigote.

—No, señor, yo no tenía pelo de barba cuando me retraté.

—Ya, ya lo estoy viendo y no era usted mal mozo.

—¡Oh! señor…

—Pues está usted bien acabado.

—Qué quiere usted, las pesadumbres, las pesadumbres.

Este diálogo que no era, como se vé, el panejírico del pintor, acababa siempre con esta frase por parte del atento espectador:

—Buen pincel.

Cisneros y el compadre habían tenido el gusto muchas veces de contemplar aquellos retratos, y por eso sólo se contentaron en esta vez con darles un vistazo.

Isabel que era una persona que por lo común entendía á Solares con solo que éste moviera los ojos, envió á la sala á una criada con el servicio del catalán, que consistía en un plato de cristal partido por la mitad y pegado con mastic.

Este plato que servía en las ocasiones solemnes, contenía un vasito de vidrio verde, una copa y un pozuelito de porcelana.

Solares destapó el catalán con un tirabuzón de bolsa y llenó los tres trastecitos: dio el verde al compadre, la copa á Cisneros y él tomó el pozuelo.

El compadre bajó una despues de otra las puntas de su capa color de plomo que tenía cruzadas sobre las piernas, se paró y dijo:

—¡Vaya compadre! pues por el feliz éxito de los negocios de don Santiago.

—Por eso mismo, dijo Cisneros.

—Chocaron los utensilios y los tres amigos bebieron y despues fumaron.

El compadre de Solares era un señor que no tenía destino hacía mucho tiempo, vivía de lo que podía, y arrastraba una existencia difícil y triste, pero con una resignación estoica; era lo que se llama un hombre desgraciado.

Se llamaba Tostado.

Por aquí empezaban sus desgracias, y aparte de que este apellido no despierta por su significación ideas muy risueñas, ya entre muchas personas era familiar esta frase.

—Es mas pobre que Tostado.

A Tostado, según él mismo decía, lo que le había faltado era protección, que por lo demás no sabía hacer nada.

Llevaba Tostado veintitantos años de no estrenar las piezas de su vestuario: empezaban en él su segunda vida hasta su transformación definitiva.

Durante este largo período de miseria, Tostado había acostumbrado á su estómago á una inacción de ventiuna horas por cada veinticuatro.

Había logrado simplificar la grave cuestión de la alimentación á lo estrictamente necesario para no fallecer, y por beneficio de Dios, nunca le había faltado ese último recurso periódico.

La más lijera inovación en este método alimenticio, era una verdadera fiesta para Tostado.

El día en que lo conocemos en la casa de su compadre Solares, Tostado dejó traslucir su satisfacción por medio de una sonrisa patriarcal.

Ya hemos dicho que la casa olía á sopa de pan, circunstancia que se manifestaba palpable en las ventanas de la nariz de Tostado, que se dilataban con cierta voracidad preliminar.

El catalancito acabó de imprimir en la fisonomía de Tostado un gesto de bienestar y de satisfacción que no desdeñaría Mr. Gibbs en un banquete privado.

En cuanto á Cisneros, hay algo más que decir que de Tostado: sus vestidos eran menos grasientos, y mas sagaz y avisado, contaba en su vida otro género de peripecias.

Entendido en tramitología judicial, solía aumentar sus ingresos con propinas ganadas como testigo de asistencia, como ministro ejecutor y como procurador.

Tenía, como muchos pobres, el instinto de un odio inveterado á todos los ricos, y se creía indemnizado de la amargura de sus miserias el día que embargaba á un rico ó que veía padecer á una persona de mejor posición que él.

Cisneros hacía vano alarde de una virtud negativa, que consistía en que algunas trampas que había hecho habían pasado desapercibidas, y las que tenía intenciones de seguir haciendo, no las había combinado por falta de oportunidad; de manera que Cisneros era honrado para todos, menos para sí mismo, pero había adquirido un hábito tal de decirse honrado en presencia de los demás que había acabado por creerlo él mismo.

Tales eran los amigos de Solares.

—¿Y cree usted, le dijo Tostado á su compadre, que ese señor don Santiago se decida por fin á hacer el negocio?

—Voy á decirles á ustedes: yo tengo plena seguridad de que don Santiago me va á servir de mucho, desde que tengo este dato, que me consta: tiene muy buen corazón.

—¡Es posible!

—¡Excelente! van ustedes á juzgar por el hecho siguiente:

Se presentó á don Santiago un sugeto.

—Señor, le dijo, sé que es usted un hombre de muy buenos sentimientos, sé que tiene usted un bello corazón, y con estos datos, no he vacilado un momento en dirigirme á usted, para ponerlo al tanto de una desgracia.—¿Qué desgracia? le preguntó don Santiago.—Figúrese usted señor, que mi suerte me ha negado los recursos, hasta el grado de verme á un pan pedir; soy de tierra extraña, hace ya ocho meses que estoy aquí sin conseguir recurso de ninguna clase, el Gobierno con la mayor injusticia del mundo me quitó mi destino, reduciéndome á la miseria de la noche á la mañana, y hoy me encuentro en una situación bien crítica, yo soy un hombre decente, aunque me tome la mano en decirlo, y tengo vergüenza, pero hoy me he decidido á salir á buscar quien me socorra, por que mi mujer está de parto, y mis hijos tienen hambre.

—Ya sé quién es, dijeron á un tiempo Tostado y Cisneros.

—Es claro, dijo Solares ¿quién no conoce á Esteban?

—Y por supuesto, agregó Tostado, sacaría de la bolsa la consabida receta del médico.

—Cabal, así fué, continuó Solares, y siguió haciéndole al pobre de don Santiago una llorona tan bien combinada que…..

—Que don Santiago acabó por darle, interrumpió Cisneros.

—Ya se vé, don Santiago le dio diez pesos.

—¡Diez pesos! exclamaron á un tiempo los amigos de Solares.

—Diez pesos, repitió éste, sobre que estoy verdaderamente escandalizado del hecho; figúrense ustedes á Esteban dueño de diez pesos.

—¡Ah! decididamente, exclamó Cisneros, ese don Santiago es un hombre de quien se puede sacar mucho partido.

Cada uno de aquellos tres personajes, convirtió su cabeza en una devanadera, echándose á buscar, en el intrincado laberinto de su imaginación, la manera de explotar á don Santiago.

Las virtudes de este señor, fueron un cebo para aquellos lobos hambrientos; cebo que señalaba de antemano como víctima á aquél que dejaba entrever en medio de la general corrupción una de esas virtudes, mas raras cada día, y que más dan pasto á los ambiciosos, que ocasión para admirarlas.

Reinó por lo tanto un elocuente silencio en la sala, silencio que fué interrumpido por el deseado aviso de Isabel de que la comida estaba lista.

Renunciamos á describir el gesto de profunda satisfacción que se pintó en los semblantes de Cisneros, y de Tostado, quienes, á pesar de tener mucha confianza con Solares, no pudieron menos en aquella vez, que hacer todo eso que hacen las personas muy bien educadas cuando se trata de que pasen dos ó más por una puerta.

Parte II

I. En el cual se dan al lector algunas recetas útiles

El comedor de Solares era á la vez recámara, y contenía más objetos de los que en sí podía contener una pieza destinada á dos importantes objetos.

El aumento de convidados determinó la emigración de varios chicos, que establecieron sus reales en una cama.

Los dos hijos de Solares, Miguel y Laura, disfrutaron el honor de comer pana manteles, mientras que los otros cuatro y el rorro se diseminaron en campestre confusión.

Isabel tenía las trazas de esas mujeres hacendosas y que viven en un completo trajín: media envuelta en un rebozo, sobre el que caían dos grandes trenzas negras, iba, venía, daba órdenes á la criada única de la casa, completaba el servicio de mesa con los trastos finos, que salían sólo en las ocasiones solemnes; hacía platos y, diligente é infatigable, estaba en todos los pormenores de aquella comida de familia, en la que Isabel lo hacía todo menos comer.

Solares presidía en la mesa, á sus lados comían Tostado y Cisneros, quienes comenzaron á devorar la sopa de pan con un refinamiento digno de mejor causa.

El servicio de mesa, que era una verdadera colección de objetos etereogéneos, estaba revelando que todos aquellos utensilios, habían ido siendo en el transcurso de algunos años, importantes adquisiciones, como las de un museo arqueológico.

El platito dorado que perteneció á una vajilla de fantasía, el ternito azul regalo de la vecina de enfrente; tres platitos blancos, cambiados hacía un año por dos pantalones de Solares, dos vasos que Isabel tenía de su propia hacienda, y algunos otros trastos verdes, amarillos y jaspeados, acababan de completar la colección.

En materia de vasos, había uno muy verde, una copa grande rota en una orgía y vuelta al servicio con la intervención de un hojalatero.

En todo se notaba esa incesante lucha de la miseria pasiva y resignada, para procurarse las pequeñas comodidades de la vida.

Tostado y Cisneros empuñaban cada uno con verdadera devoción su cuchara, una cuchara amarilla, y endeble, pero humeante de sopa mas confortable que cualquiera otra en aquellos momentos.

Solares dio otras dos copitas de catalán á sus amigos, quienes no opusieron la menor objeción á este servicio, por más que el catalán no sustituyera con ventaja el jerez de sobre la sopa: la conformidad de Cisneros y Tostado era tanto mas explicable cuanto que no había jerez ni otra cosa.

Isabel estaba asumiendo un mundo de pequeñas consideraciones, de pequeños detalles, que para los demás pasaban desapercibidos; había en el trabajo mental de Isabel algo tan milagroso como los cinco panes; pero no desperdiciaba circunstancia, y de esa manera iba saliendo avante de su complicada situación.

Corta fué la comida, y poco nutritiva, pero suficiente á calmar las famélicas inquietudes de aquellos estómagos connaturalizados con la dieta y la abstinencia.

Eso, y algunas copitas más de catalán acabaron de difundir el bienestar en la mesa.

Dos de los hijitos de Solares roían juntos un hueso y otro había levantado el campo, recogiendo por botín una ración de pan con frijoles.

Tostado no había dejado ni migajas, y Cisneros que vizcaba del ojo izquierdo, tenía el derecho mas reluciente que de costumbre.

Como un acontecimiento extraordinario en aquella casa, Isabel dio á los convidados de Solares la agradable sorpresa de servirles café.

—¡Oh! comadre, exclamó Tostado, usted merece bien de la patria.

—Porqué compadre? preguntó Isabel que sabía mejor que nadie la causa de aquel agasajo.

—Por que nos va usted á dar cafecito, dijo Tostado, arrimándose un vaso ordinario que tenía delante y poniéndole una de las cucharas amarillas de oropel de que hemos hablado.

Cisneros siguió el movimiento de su compañero, apoderándose del vaso verde.

Isabel que había ido á la cocina, volvió con una jarra llena de café, é iba á llenar los vasos, pero al faltar la tercera parte, dijeron Tostado y Cisneros.

—Basta.

Palabra que en la cortesía de la mesa se traduce generalmente en estos términos:

—Esto es demasiado para mí, me encuentro satisfecho, soy de poco comer, como ya solamente por ceremonia, es usted muy amable, etc., etc.

Pero en el presente caso aquel «basta» quería decir esto:

El resto lo voy á llenar con catalán.

Efectivamente, aquel café quedó despues convertido en un ponche capaz de derribar á un marinero.

La felicidad de aquellos tres amigos había llegado á su apogeo.

El café es el amigo de la tristeza, de la miseria y del hambre; es el inspirador por excelencia, y, mezclado con aguardiente, forma una bebida de transacción, de un precio inestimable en ciertas circunstancias y para ciertas gentes.

El café de las bajas regiones difiere mucho del moka del salón.

El café de la casa de Solares, era una infusión no químicamente filtrada; la ciencia no había tomado mucha parte en extraer la cafeína con un calor de 90 grados, ni el aparato filtrador de que Isabel se valiera, tenía las condiciones necesarias á esta preparación, supuesto que el tal aparato había consistido en un simple jarro, pero á Tostado, á Cisneros y á Solares, les pareció muy bueno el café, y excelente despues de mezclado con el aguardiente de Cataluña.

Los muchachos fueron desapareciendo é Isabel, conocedora de las situaciones, desapareció también, porque comprendió que todos los grandes negocios que han trastornado el mundo, han sido concebidos delante de una taza de café de sobremesa.

A todo convidado se le puede perdonar el silencio durante la comida, pero á la hora del café se le exije expansión.

Este animal tan superior que se llama el hombre, con todo y la inmortalidad de su espíritu, necesita complacer á la fiera de su estómago y buscar un excitante para los nervios cerebrales, á fin de discurrir mejor ó para hacer algo de provecho.

¿Qué golpe de estado sería posible si el Maquiavelo que lo medita no contara previamente con un buen cocinero?.

¿Sois político? aspiráis, queréis remover una sociedad, queréis conseguir un gran resultado, necesitáis voluntades, y amigos, y sectarios y cómplices?

Preparad algunos botes de trufas, haced redactar en bárbaro al mas hábil cocinero francés un menú de marearse.

¿Sois amante? ¿deseáis que vuestras prendas personales, que vuestro talento, que vuestra pasión venzan las resistencias del pudor, del deber, de la honra, de la virtud? Exhibios al través de un vaso, aglomerad trufas, setas y mañonesas, cooperad á que se verifique el fenómeno milagroso de los gases y de las influencias químicas que llegan á hacer de un tonto un pensador y de una virtud una catástrofe.

Recurrid á los milagros del vino cuando queráis que esas máquinas pensadoras que se llaman hombres y mujeres, acaben por hacer alguna cosa estupenda.

Los que llamáis fría á la razón, calentadla.

Los que llamáis frío al cálculo, atemperadlo con ponche de Kirsch.

¿Necesitáis un hombre? conspirad contra su organismo material, envenenadle haciéndole ver que Porraz es muy buen cocinero, é irá y se dejará envenenar.

Habladle de lo que no os importa á la hora de la sopa, pero habladle de vuestro negocio á los postres y copa en mano.

Y bendeciréis en seguida el brebaje de la civilización, al contemplar que el elemento «espíritu», suele hacer sus transacciones con el hipogastrio, previos los fenómenos de la digestión, de la nutrición y de la excitación cerebral..

De manera que si pasados los postres reservarais vuestro asunto para la hora del marasmo y del estrago de la convivialidad, os expondrías á perder asunto y banquete.

Probablemente la negra honrilla de vuestro hombre habría comenzado á despertar medio asfixiada entre el gas carbónico del banquete, y seríais hombre al agua.

Por eso antes de Noé no hay explicación ni disculpa posible.

Pero de las uvas acá, encontramos con facilidad la clave de todas las grandes matanzas, y de todas las grandes atrocidades, y nos explicamos desde la toma de Babilonia hasta el plan de la Noria, desde las notas medias de un bajo enclenque, hasta el valor de Calibán.

¡Calibán! Escapóse á nuestra pluma este nombre, á riesgo de que nuestros lectores de Bocubirito ó del Bolsón de Mapimí, no nos comprendan; y como en materia de lectores no abogamos, como en otras cosas, por las distinciones, vamos á satisfacer la curiosidad de nuestros lectores de Bocubirito.

Calibán es un niño con talento de hombre, estudia, escribe, y se ríe; gesticula horrorosamente y se burla hasta de sí mismo, se llama Gustavo A. Baz y se ha bautizado á sí propio con el nombre de un monstruo.

Es hijo del señor don Juan José Baz, una de las personas mas conocidas en México.

Calibán vive en México, y es necesario que así sea, por que es ya un rasgo fisionómico de nuestra sociedad: cuando Calibán no está en un grupo, no falta quien pregunte por él.

Decíamos que por medio de la teoría de la influencia alcohólica, nos explicaríamos, entre otras cosas, el valor de Calibán.

Vamos á probarlo con datos que él mismo nos ha ministrado.

Acaba Calibán de recorrer el trayecto del ferrocarril de México á Veracruz invitado por Mr. Gibbs. Este paseo es bien marcial y tiene sus puntas de aventurado.

Los convidados llegan á verse formal y cortesmente invitados á atravesar el paso de Infiernillo, que es un canto de roca de un pié de ancho, al borde de un abismo.

Pues bien, Calibán pasó, como una hormiga á lo largo del filo de una espada, y tuvo valor según el dice, porque la cortesía de los anfitriones llega al punto de darle cognac al que va á pasar, pues según es fama en aquellos precipicios, el cognac da valor.

Calibán afirma que esto es cierto y aconseja á sus amigos el cognac como un específico contra el miedo.

Afortunadamente Calibán no pasa precipicios sino de tarde en tarde.

Terminada esta digresión, volvamos á la sobremesa de la casa de Solares.

Según hemos visto, Tostado, Cisneros y Solares se sentían bien; atravesaban por uno de esos momentos indemnizadores en los que parece que recibimos un secreto refuerzo de vida y de esperanza.

Desmenuzó Solares ante sus amigos todos sus proyectos, se pusieron á discusión y fueron aprobados por mayoría absoluta de votos.

—Ese es ya un negocio en la bolsa, dijo Tostado.

—¿Usted lo cree así, compadre?

—Ciegamente.

—Entonces, prorrumpió Solares, yo sé quién será la niña el día de Santa Isabel, que ya está cerca.

Como Isabel estaba cerca también apareció apenas oyó pronunciar su nombre.

—Prepárate hijita, le dijo Solares en medio de una expansión conyugal, de que Isabel se sorprendió agradablemente.

—¿Para qué?

—Para la fiesta del día de tu santo.

Le brillaron mucho los ojos á Isabel.

Tostado parpadeó, como si le hubieran pasado un cerillo por los ojos.

Y el ojo de Cisneros se dilató, como al contacto de la belladona.

—Pero.... articuló Isabel deseando estimular á su marido con su modestia.

—¿Pero qué? replicó Solares en un arranque de desprendimiento eminentemente nacional; ya me vas á decir que no tenemos camisas, que faltan sábanas, y qué sé yo cuántas cosas: todo eso está muy puesto en razón, pero yo tengo muchos deseos de que te diviertas y de que el día de tu santo, Isabel, se venga abajo la casa.

—Es muy justo, dijo Tostado, tanto más cuanto tenemos un negocio que nos va á dejar…..

—Lo que todos, dijo Isabel, no hay día de Dios que no vengan ustedes con la cabeza llena de cálculos y al fin de todo no pasamos de morirnos de hambre.

—Pero ya eso pertenece á la historia antigua, exclamó Solares con el aplomo de una persona que se acaba de sacar la lotería: en esta vez sí, efectivamente se acabarán nuestras desgracias, y ya verás, ya verás.

Esta determinación madurada al calor del café con aguardiente, empezó á tomar las proporciones de un proyecto inmediato y realizable; y como Cisneros, el mas tímido de aquellos tres personajes, hiciera presentes sus escrúpulos, se hizo necesario tomarlos en consideración y acordar definitivamente lo que sigue:

Primero, que Isabel se celebrará á toda costa.

Segundo, que para más asegurar el negocio de don Santiago, se pusieran en juego ciertos arbitrios extraordinarios, á fin de no exponerse á hacer un fiasco.

Esta segunda parte del programa, era de tan difícil ejecución como la primera, y en este punto importante fué donde se concentró todo el talento de aquellos tres buenos amigos.

—Supuesto que, dijo Cisneros, ese señor don Santiago tiene tan buen corazón, ese es el lado flaco, por ahí es por donde debemos tomarlo, por que, vean ustedes, yo soy un hombre experimentado y conozco á mi gente: á cada cual por donde le duela; y supuesto que este señor es tierno, no hay recurso mas seguro que enternecerlo.

—Dicen que tiene un hijo á quien quiere mucho, agregó Tostado.

—Efectivamente dijo Solares.

—¿Y cómo se llama ese niño? preguntó Cisneros.

—Gabriel.

—¿Está en algún colegio?

—En estos momentos acaba de ser arrojado ese niño de un establecimiento.

—¿Cómo?

—Sí, y parece que el negocio no es muy sencillo, pues entre los niños circuló la especie de que el tal niño es hijo de un ladrón.

—¿Don Santiago es ladrón?

—No, compadre, dijo Solares, porque don Santiago no es más que el padre adoptivo de ese niño.

—Magnífico, exclamó. Cisneros, ya tenemos la clave; ya está explicado el cariño de don Santiago á su hijo, y el interés que se toma por él.

—¿Cómo se explica?

—Muy sencillamente, el dinero que tiene don Santiago no es suyo, sino del niño, mejor dicho del padre, quiere decir del ladrón; y siendo este dinero mal habido, nosotros, que somos hombres honrados, no debemos tener escrúpulos en procurarnos ese dinero.

—Porque dice el refrán, agregó Tostado, que ladrón que roba á ladrón tiene cien años de perdón.

—¡Estupendo! exclamó Solares dando una palmada en la mesa, me dejan ustedes completamente tranquilo con respecto á escrúpulos de conciencia. Ahora, el quid está en saber qué medios es necesario emplear para no dejarle á don Santiago ninguna salida.

—Veamos cuál es el negocio, dijo Tostado.

—Son varios, contestó Solares; pero el principal es éste: una persona bien acomodada y de recursos suficientes necesita dinero, porque se le cumplen unos pagarés, y pide dos mil pesos á pagarlos en ocho mensualidades.

—¿Aceptando libranzas?

—Sí, eso por supuesto.

—¿Jira ó acepta?

—Jira.

—¿Y acepta?

—¡Ah! la firma del aceptante es magnífica, es una casa de comercio.

—Pues el negocio rae parece bueno, dijo Cisneros.

—Ya se ve que lo es, pero don Santiago es muy desconfiado.

—Es natural, agregó Tostado, todo dinero mal habido, está muy expuesto á irse por donde vino.

—Naturalmente, dijo Solares.

—¿Quién es la persona interesada en el negocio? ¿se puede saber, compadre? Preguntó Tostado.

—Usted la conoce perfectamente, es doña Estefanía.

—¡Doña Estefanía! dijeron á un tiempo Tostado y Cisneros.

—¡Doña Estefanía! repitió Cisneros, el negocio es hecho: lo garantizo.

—¿Cómo? preguntó Solares.

—Es muy sencillo, ¿la señora ha visto á don Santiago?

—No.

—Don Santiago ha visto á la señora?

—Tampoco.

—¡Bravísimo! Esta tarde me voy á ver á doña Estefanía, mientras usted le anuncia á don Santiago que recibirá en la noche la visita de la persona interesada en el negocio.

—Excelente idea, exclamó Tostado, doña Estefanía me parece lo mas apropósito para voltearle los cascos al mas pintado.

—Pues al avío, compadre, exclamó Solares en el colmo del entusiasmo.

—Al avío, repitió Tostado, agotando de un sorbo el café.

También Cisneros y Solares lo apuraron, y aquellos tres personajes se separaron de la mesa para poner su proyecto en ejecución, sin pérdida de tiempo.

II. Doña Estefanía bajo el punto de vista financiero

Una hora despues Cisneros estaba en presencia de doña Estefanía.

Ya hemos dicho que la fisonomía de esta señora tenía una expresión de candor y de inocencia tan marcada, que prevenía desde luego á su favor.

Aquella cara dulce siempre y siempre sonriente, sabía afrontar con todas las situaciones, por graves, por espantosas que fueran; con una imperturbabilidad asombrosa. No parecía sino que la diosa de la hermosura había estereotipado en aquella carita sonrosada el gesto del bienestar y de la tranquilidad, para proporcionar así una máscara impermeable á Estefanía, máscara con la cual pudiera pasar todo el carnaval de este mundo, sin que llegaran á conocerla ni los hombres ni la justicia.

Cisneros era un personaje magro y repugnante, el brillo opaco de la grasa de sus vestidos le prestaba algo de la apariencia del reptil. La oblicuidad de su pupila izquierda descomponía de tal manera su ángulo visual que su mirada se convertía en una mosca fosforescente, que revolaba frente al espectador desvaneciéndolo.

Las barbas y el cutis de Cisneros se confundían como en un boceto: todo este hombre era medias tintas, todos los colores entraban en él en descomposición, no para formar la luz sino la confusión y la sombra: era una de esas personas que no se sientan sino que se adhieren, que no andan sino que se deslizan.

Cisneros andaba sin tacones; y este accesorio que parece insignificante á primera vista, es de importancia increíble cuando nos proponemos tomarlo seriamente en consideración.

Desde los tacones herrados del campesino y del carretero que vienen produciendo un ruido de mortero de minas, hasta el taconcito á Luis XV, sobre el cual se empina una niña de quince abriles, hay una escala de ruidos que explican la exactitud de nuestras apreciaciones.

¡Quién no conoce en los pasos que la persona que se aproxima es, ó su criado ó su amigo, ó su mujer, ó una persona que desconoce!

Todas estas apreciaciones son debidas expresamente á esa cuña que se llama tacón, y que viene á dar el tono de aquél cuyos pasos escuchamos.

Hemos visto á más de un pollo extremecerse é inmutarse al oír el compasado eco de unos taconcitos, terminados en un diámetro de media pulgada.

Aquellos taconcitos producían un eco parecido al de los tiples de un salterio.

Apelamos á la conciencia íntima de las niñas, y las invitamos á que nos desmientan.

¿No es cierto, apreciabilísimas pollas, que experimentáis la mas grata de las sensacioces al provocarnos con el ruidito peculiar de vuestros tacones?

Por nuestra parte abandonamos este asunto á la inspiración de algún pollo poeta, que no sería por cierto el primero en cantar «al pié» especialmente en México, donde se dan de los mejores que conoce el buen gusto.

Una vez probada la importancia social de los tacones, volvamos á Cisneros, quien, hacía algunos años, había prescindido de ese apéndice; unas veces porque el tal apéndice había desaparecido escapándose por un lado ante la acción destructora del tiempo, y otras porque Cisneros recurría al arbitrio de calzarse zapatos de orillo.

Estefanía no se sorprendió de la figura de Cisneros: al contrario, tuvo para él, como para todos, una de sus lánguidas sonrisas.

—Pase usted, dijo Estefanía con meliflua voz.

Cisneros se adelantó vibrando su ojo mosca.

Se sentó Estefanía en un sillón.

Cisneros se resistía á sentarse en el sofá que estaba tapizado de brocatel azul, y buscó con su ojo, como con la boca de una pistola, una silla ordinaria.

—Siéntese usted, le dijo Estefanía notando su turbación.

Cisneros se sentó con mucho cuidado sobre el brocatel.

—Vengo de parte de Solares, dijo.

—¡Ah! bueno, ¿y qué hay? le preguntó Estefanía.

—Pues vea usted, señorita, parece que el negocio se dificulta.

Cualquiera otra persona hubiera hecho un movimiento, pero Estefanía permaneció impasible.

—Ha de estar usted, continuó Cisneros haciendo girar como una luciérnaga la luz de su ojo derecho, ha de estar usted para bien saber, que el señor don Santiago tiene sus escrúpulos todavía con respecto al negocio que le ha propuesto Solares, y se hace indispensable todavía emplear algunos medios para persuadirlo.

—¿Y qué medios pueden ser ésos? balbutió doña Estefanía.

—Pues es necesario un planecito, dijo Cisneros de repente y como inspirado por una idea que él era el primero en conceptuar soberbia.

—Este planecito consiste en lo siguiente: usted es una mujer muy hermosa.

A la mirada de cíclope agregó Cisneros una sonrisa de sátiro.

Estefanía resistió mirada y sonrisa como saben resistir las flores la aparición de un insecto peludo.

El cerillo del ojo de Cisneros se apagó como si hubiera llegado la flama á la otra cabeza, haciendo un relámpago.

Y continuó.

—Usted es una mujer irresistible: con esto quiero decir que siempre la belleza tendrá prestigio, y además, las prendas de usted y su voz y su... en fin, usted es la única que puede conseguir que don Santiago se incline ante la razón.

—Yo… dijo Estefanía, dejando percibir, más en el tono que en el gesto, cierta extrañeza.

—Sí, por que.... vea usted, en primer lugar usted le va á decir á don Santiago... le va á contar usted una historia conmovedora, porque don Santiago tiene muy buen corazón.

—¿Pero qué historia?...

—Esta: le dice usted que tiene usted un hijo á quien adora, que es usted una madre de las mas cariñosas y que le han plagiado á usted ese hijo; pero que está usted de tal manera comprometida, que todo esto debe quedar oculto, por que peligra la vida de usted; le prueba usted además que usted tendrá mucho dinero en el mes que entra, para lo cual, será bueno enseñarle una carta del señor Sotomayor, en que ratifique un supuesto contrato anterior y se comprometa á entregarle á usted algunos miles de pesos, y como usted logre interesar el corazón de don Santiago más que su codicia, el negocio es hecho.

Por otra parte esto no impide que mi amigo Solares tenga por ello el corretaje que le corresponde, por que si bien es cierto que usted, en todo caso, será la que dé el último golpe, también lo es que este golpe está combinado por mí, á quien Solares va á dar una retribución, señorita, por que hay combinaciones que valen más que una firma; por que con todas las firmas que usted tiene, buenas y todo, no podría usted conseguir tal vez lo que conseguirá haciéndose interesante para con don Santiago, y sobre todo, tocándole ciertas fibras, que para todos son un verdadero secreto, mientras que yo tengo la fortuna de poseer algunos datos preciosos, los cuales en último análisis son un capital tan bueno como cualquiera; y yo se lo confieso á usted francamente, ese es el capital que exploto, por que no tengo otro.

—¿Pero es absolutamente indispensable contarle á ese señor todo lo que usted me ha dicho?

—Todo, al pié de la letra, y tan necesario es, que si usted no hiciera su papel como conviene, nos expondríamos á perderlo todo, y tendría usted entonces que pagar todos los trabajos emprendidos hasta aquí, dar gratificaciones, y carecer por último de ese dinero, que, según le ha dicho usted á Solares, necesita usted tan urgentemente.

Cisneros esperó, concentrando toda su atención en doña Estefanía, el resultado de su peroración.

—¿Qué opina usted, señorita, está usted de acuerdo? preguntó.

Estefanía con su acostumbrada impasibilidad contestó:

—Supuesto que todo ello es necesario, esta noche pasaré á ver á don Santiago.

Cisneros aún repitió todos los puntos en que era indispensable que se fijase Estefanía y se despidió afectuosamente.

Estefanía mandó llamar á Sotomayor, quien, como ya saben nuestros lectores, estaba en aquellos momentos impresionado con los atractivos de Estefanía.

Apenas recibió el recado, lo abandonó todo, y se fué en derechura á la casa de Estefanía.

—Aquí me tiene usted á sus órdenes, le dijo Sotomayor, entrando con cierta precipitación ¿qué hay, qué novedad ocurre?

Esto se lo decía Sotomayor á Estefanía, teniéndole entre las suyas su manecita suave, y acariciándola con un afecto muy particular.

—Siéntese usted, le dijo Estefanía.

Sotomayor tomó asiento.

Estefanía habló así:

—Ocurro á usted señor Sotomayor porque sé que es usted mi amigo.

—¡Oh! Estefanía, no lo dude usted, le pertenezco á usted en cuerpo y alma.

—Gracias, Sotomayor; se trata de que escriba usted una carta.

—¿A quién?

—A mí.

—¿Diciéndole á usted que la amo?

—No, diciéndome lo que yo le dictaré.

—Estoy dispuesto ¿cuándo?

—Ahora.

—¿Tintero?

—Ahí está, dijo Estefanía señalando una mesa en que había recado de escribir.

Sotomayor tomó la pluma y Estefanía dictó:

—«Señora doña Estefanía» ya sabe usted, mi nombre y apellido—Casa de usted, etc.—Señora de mi lo que usted quiera.

—De mi corazón, dijo Sotomayor dirigiendo á Estefanía una mirada picaresca.

—No, no ponga usted eso.

—¿Aunque sea cierto?

—Apesar de eso.

—Señora de mi respeto, escribió Sotomayor y preguntó enseguida ¿está bueno?

—Sí, siga usted. Circunstancias verdaderamente casuales….

—Casuales, repitió Sotomayor al cabo de un rato.

—Me impiden remitir á usted el…

—El…..

—¿El qué? ¿cómo se dice de una cantidad que se divide en varias....

—Dividendo.

—Eso es, dividendo «remitir á usted el dividendo»

—Dendo..... repitió Sotomayor abriendo los ojos.

—Del presente mes; pero en el mes entrante puede usted enviarme su cajero.

—Cajero.

—Y le remitiré, entre los días quince y veinte los otros…

—Los otros...

—Seis mil pesos restantes.

—¿Seis mil? preguntó Sotomayor como si aquella cifra hubiera nacido envuelta en un zumbido de oídos.

—Sí, seis mil ú ocho mil, escriba usted la cantidad que guste, eso queda á la…

—¡Cáspita! exclamó Sotomayor soltando la pluma, ¿Quién va á firmar esta carta?

—Usted.

—¿Yo? pero si yo…

—Usted no me debe seis mil pesos, no es cierto?

—A menos que...

—A menos que todo esto no pase de una broma.

—¿Es una broma?

—Precisamente broma no, pero es una comedia.

—¡Ah! pues si eso es todo pondré ocho, diez mil, lo que usted quiera.

—No, no tanto, algo solamente que sea verosímil, usted pasa por hombre rico.

—Vea usted, y no tengo nada.

—¿Nada?

—Quiero decir, tengo lo suficiente para...

—Eso es ser rico.

—No, Estefanía, yo soy el mas pobre de los mortales porque me falta algo que vale más que el dinero.

—¿Qué le falta á usted, Sotomayor?

—El corazón de usted.

—Nada vale.

—Un mundo.

—No tengo corazón.

—Ay, por desgracia eso es demasiado cierto.

—¿Usted cree?...

—Lo sé, lo palpo, si tuviera usted corazón…

—¿Qué?

—Me amaría.

—Por eso digo que no lo tengo.

Sotomayor empezaba á ponerse triste.

—¿Acabamos la carta?

—He dicho que estoy á las órdenes de usted, Estefanía.

—Agréguele usted á la carta cuanto crea usted conducente para persuadir al que la lea, que el ofrecimiento de los ocho mil pesos, es de tal manera, que es casi un documento con toda la fuerza de una obligación en toda forma; ya usted sabe, es usted medio licenciado cuando se trata de derecho.

Sotomayor seguía escribiendo de corrido, sin reflexionar interiormente que aquella carta podría comprometerlo, ó que tal vez Estefanía estaba queriendo poner un preció.... ¡qué barbaridad! pensó Sotomayor, no, no hay que pensar en ello, en todo caso yo me defenderé.

Tan luego como hubo acabado de escribir, leyó la carta á Estefanía, quien quedó muy complacida con el final, en el que el suscrito se comprometía en toda forma de derecho y enagenando sus bienes habidos y por haber al cumplimiento del contrato.

—La firma, dijo Estefanía.

Sotomayor firmó, secó la pluma y preguntó ¿la doblo?

—Sí.

Así lo hizo Sotomayor, y luego, como el que acaba de comprar un objeto, se acercó á Estefanía con esa familiaridad de aquél que se resuelve á todo, á trueque de conseguir el fin que se propone.

—¿Puedo pedir una explicación de esto que usted llama comedia?

—Sí, señor; y yo se la daré á usted cumplida, se trata de pedir un dinero, infundiendo confianza al prestamista.;

—¿Van á prestarle á usted dinero?

—Sí

—¿Cuanto?

—Dos mil pesos.

—¿Con firmas?

—Con firmas ¿me va usted á ofrecer la suya?

—¿Por dos mil pesos?

—¿Porqué no? me ha firmado usted una obligación de ocho.

—Sí, pero....

—Tengo ya otra firma, señor Sotomayor.

—Es que si usted quiere la mía y vale algo....

—Vale mucho, pero ya no es necesario, gracias.

—Tengo cita á las seis y voy á vestirme.

—Entonces adiós.

A Sotomayor le pareció que aquella visita la debía terminar con un efecto de cierto género, y al despedirse de Estefanía la dijo al oído:

—En usted consiste hacer efectiva esa carta.

—Adiós, dijo Estefanía, dejándose estrechar la mano.

Y Sotomayor desapareció.

III. Los dos mil pesos

Estefanía pasó inmediatamente á su tocador y se vistió de negro: en seguida mandó á su criada por un coche sin número, montó en él y se dirigió al Hotel del Turco.

Estaba don Santiago entregado á la lectura de un periódico, cuando oyó tocar á la puerta de su cuarto de una manera desusada.

Acudió á abrir, y quedó agradablemente sorprendido á la vista de Estefanía, quien pronunció estas palabras:

—¿El señor don Santiago Franco?

—Soy un servidor de usted, señora, sírvase usted pasar adelante.

Entró Estefanía, y, despues de sentarse, habló de esta manera:

—Señor don Santiago: sé que es usted el padre de un niño á quien ama mucho.

—Sí, señora, eso es cierto.

—Desde luego es usted un hombre que comprende el amor que se tiene á los hijos.

—Sí, señora.

—Pues bien, yo soy una madre desgraciada que viene á acudir á usted enmedio de la mas terrible tribulación: figúrese usted que me han robado mi hijo...

—¡Pero señora!... exclamó don Santiago.

Estefanía se cubrió la cara con su pañuelo, y despues de una pausa continuó:

—Vengo á confiarle á usted este secreto, con la seguridad de que nada tengo que temer, en primer lugar de un hombre leal y caballero, y en segundo, de un padre: mi hijo me ha sido arrebatado hace tres días, ha sido plagiado, y he recibido ya el pedido de dinero, que despues de muchas contestaciones ha sido reducido á la suma de diez mil pesos: yo debería tener esa suma completa, á no ser por una circunstancia desgraciada, de la que se impondrá usted por esta carta; de manera que me faltan dos mil pesos. Ayer le han hablado á usted sobre este asunto...

—Sí señora; efectivamente, me han pedido dos mil pesos para una persona que ofrece firmas.

—Yo soy la interesada, que se ha tomado la libertad de venir á importunar á usted personalmente, pero debe usted comprender que una madre que se encuentra en una tribulación semejante, no debe pararse en los medios para lograr volver á reunirse con su hijo.

—Pero señora, objetó don Santiago, ¿no ha dado usted parte á la autoridad?

—No, señor, estoy vigilada, y un paso de esa naturaleza, me perdería irremisiblemente; en este negocio figuran por desgracia personas que ni remotamente pudiera uno figurarse que se ocuparan de estos asuntos: el golpe ha sido hábilmente combinado y no tengo más remedio que dar el dinero, y eso con el mayor sigilo, porque de lo contrario serían inútiles todos mis sacrificios.

—Pero yo, señora ¿en qué puedo?...

—Lea usted esta carta, ella le revelará á usted que soy persona bastante acomodada para poder pagar á usted esta cantidad, y mayor si fuera; además, las firmas que le han ofrecido á usted son muy buenas, y agregaré que cualesquiera que sean los intereses del dinero, estoy pronta á pagarlos sin reparo de ninguna clase. Señor, se lo suplico á usted encarecidamente, apelo á sus sentimientos de padre, y creo que no quedaré desairada; ponga usted las condiciones que guste y las aceptaré todas, en cambio de la libertad de mi hijo.

Don Santiago recordó que alguna vez se encontró en circunstancias análogas. Solares no se había equivocado, don Santiago tenía muy buen corazón, ante aquella desgracia no pensó un momento en las seguridades de la devolución; podía hacer un bien y lo hacía; y conmovido, mas conmovido de lo que la misma Estefanía se lo hubiese esperado, entregó á aquella señora el dinero, en oro una pequeña parte y el resto en un vale al portador para una casa de comercio.

—Siento mucho, señora, le dijo á doña Estefanía, no poder disponer de todo el dinero en efectivo en el momento; pero mañana á primera hora, y sólo con la presentación de este papel, entregarán el resto.

—¡Ah señor! exclamó Estefanía haciendo un esfuerzo supremo para aparecer también conmovida, no sé con qué pagarle á usted ¡Dios lo colmará de bendiciones!

Y despues de entregar á don Santiago el recibo del dinero, y la orden para que Solares le entregara las libranzas salió del hotel.

Todo esto había pasado en presencia de Gabriel, quien había permanecido en la cama, medio velado por las cortinas.

Desde el momento en que entró Estefanía á la pieza, Gabriel procuró no hacer ningún movimiento que denunciara su presencia; pero no bien hubo desaparecido esta señora, saltó de la cama.

—¿Ahí estabas? le preguntó don Santiago.

—Sí, señor, aquí estaba.

—¿Y has oído?

—Sí, señor, por señas de que esa señora, tan bonita y todo como es, no me ha simpatizado.

—Será por que no te saludó.

—No es por eso, sino por que me parece que no sabe llorar.

—¿No sabe llorar? repitió don Santiago, ella ha llorado y me pareció tan conmovida....

—A mí me pareció, agregó Gabriel, que usted estaba todavía mas conmovido que ella.

—Me acordé de tí.

—Así lo supuse, dijo Gabriel reflexionando, y como está decretado que yo sea el origen de todos los males de usted, me ha pasado en este momento por la cabeza una cosa.

—¿Cuál?

—Que si fuera usted á perder su dinero.

—Mi dinero.... ésta es una señora muy rica.

—Sí, pero por lo mismo no sabe llorar.

—¡No sabe llorar! ¡qué sabes tú de eso! ¡vaya una idea!

—En fin, dijo Gabriel, como yo he visto personas que lloran de un modo y otras que lloran de distinta manera, me pareció que esta señora no lloraba como todos.

Púsose á reflexionar don Santiago en que Gabriel podía tener razón.

—Efectivamente, decía para sí don Santiago, he sido un poco ligero, no pensé bastante en lo que hacía.

A partir de ese momento don Santiago no pensó en otra cosa que en su dinero, y vacilaba entre si daría aviso oportuno en la casa de comercio para la que había dado el vale á fin de que este pago no tuviera verificativo, ó si ocurriría temprano á Solares para el aseguramiento de las libranzas.

En esta vacilación pasó la mayor parte de la noche y á la mañana siguiente, á primera hora, estuvo en la casa de Solares.

Pero Solares, que se desayunaba leche al pié de la vaca, había salido antes, y don Santiago se dirigió entonces al Portal de mercaderes.

Veamos entretanto lo que hacía Solares.

No bien hubo recibido el dinero doña Estefanía, Solares, Cisneros y Tostado recibieron una regular propina, y no se cuidaron de concurrir al Portal, supuesto que eran buitres que habían hecho presa: no pensaron desde aquel momento más que en preparar todo lo conveniente para celebrar á Isabel según lo habían determinado.

Los lectores que estén al tanto de nuestras costumbres, no se sorprenderán de que al recibir Solares una suma que bien pudiera cubrir el presupuesto de un mes, determinara invertirla en su totalidad en proporcionarse un día de holgorio y de fiesta, pues tan desacertado desfalco en materia de economía doméstica, es entre nosotros una de las costumbres mas inveteradas.

Llegar pronto: he aquí el ahinco universal y marcadamente la tendencia de nuestra sociedad y las aspiraciones de nuestra clase pobre.

Cambiar un día de placer por un año de necesidades; hacer el papel de rico unas cuantas horas en cambio de largos meses de penuria, es una cosa que vemos todos los días.

De manera que tan luego como Solares se vio en posesión de cierta suma de dinero, se creyó dueño del mundo, y acompañado por su compadre Tostado y por Cisneros, que á su vez abandonaron sus asuntos propios, entró al cajón de ropa, aperó á su mujer y á sus hijos, no de prendas de utilidad sino de lucimiento, ajustó licores y algunas conservas alimenticias en la tienda de unos españoles, y llegó á su casa al medio día, rebosando felicidad y bienestar.

Como de costumbre salió á recibirlo al portón toda su familia, la que, al ver que Solares venía seguido por dos cargadores, se deshizo en las mas alegres demostraciones de entusiasmo.

En pocos momentos se convirtió la sala en un campo de Agramante: ya enseñaba Solares á su mujer una musolina de colores que había de ser empleada en un vestido muy elegante para el gran día; ya discutía con Cisneros sobre la buena calidad de los licores, y ya en fin, entretenía á sus hijos con la relación animada del programa de la fiesta.

—Sabes, le decía su mujer que estaba sentada en el suelo rodeada de sus hijos y medio envuelta en la multitud de telas y objetos que Solares había estado aglomerando, sabes, Solares, le dijo á su marida que si tú te propusieras efectivamente darme gusto….

—¿Qué?

—Harías una cosa.

—Pero vamos á ver ¿qué cosa es ésa?

—En vez de pasar aquí el día, entre estas cuatro paredes que ya me queman la sangre…..

—Ya sé lo que va usted á decir, comadre, interrumpió Tostado, desearía usted ir al campo.

—Eso es, compadre.

—¡Al campo! exclamó Solares.

—¡Al campo!

—¿Pero adonde?

—A Ixtacalco.

—Eso es, eso es, á Ixtacalco, respondió el coro de los muchachos.

—Me parece perfectamente, dijo Cisneros.

—¿Qué dices, preguntó? Isabel, dirigiendo á su marido una de sus mas antiguas miradas, y almacenadas por lo tanto hacía buen tiempo.

Solares juzgó que aquella mirada era decisiva y se la correspondió á su mujer resueltamente, diciendo:

—Sea: ¡nada importa, gocemos, para eso es el dinero!

—Hace usted bien, compadre, exclamó Tostado entusiasmándose á la retozona idea de meter el buen día en casa.

—Muy bien pensado, dijo Cisneros, no hay cosa que me dé más gusto, que ver á un padre de familia que complace á su mujer y á sus hijos.

—¿Con que vamos á Ixtacalco? preguntó la hija mayor de Solares.

—Sí, á Ixtacalco, dijo Solares, con el acento de un general que ha tomado una plaza.

—¡Viva! ¡viva! ¡viva! gritaron los muchachos.

Desde aquel momento Isabel comenzó á multiplicarse de una manera prodigiosa, y llena de alborozo y de felicidad atendía á los menores detalles, reñía con la criada reprendía á los chicos, cortaba vestidos, cosía, guisaba y propagaba la consigna de la fiesta en el seno de sus amistades invitando á unas amigas, comprometiendo á otras y procurando hacer partícipes de aquella dicha á algunas de sus compañeras de privaciones y muy especialmente á aquéllas que en horas amargas la habían favorecido.

Ante tan gratas satisfacciones, ante el placer de corresponder con un agasajo los servicios recibidos y el cariño de que había sido objeto, Isabel no tenía tiempo de pensar en lo que le esperaba al terminar la fiesta.

Detener el vuelo del pensamiento, obligándolo no pasar los límites del presente, es sin duda una dicha envidiable.

Ni Solares por su parte, ni Isabel, volvieron á pensar en el porvenir, porque la ilusión del momento lo llenaba todo.

La fiesta se aproximaba y la animación de los preparativos crecía á cada momento, prometiéndose todos que aquel día iba á ser uno de los mas memorables.

IV. De lo que hicieron Zubieta y Don Manuel tratándose de Lola

Para poder apreciar los estragos del tiempo, basta dejar pasar algunos días y volver hacia atrás la vista.

El amor, según hemos visto, había tomado en la casa de don Manuel un aspecto alarmante; se había empeñado una lucha cuyos resultados eran menos dudosos cada día; por que la pasión de los celos se elaboraba á sí misma, como sucede siempre, su porvenir de tinieblas.

Habían mediado ya más explicaciones entre don Manuel y Lola, y de cada una de estas sesiones íntimas resultaba la misma sombra en el ánimo de don Manuel y el mismo resentimiento en el de Lola.

Pero la verdadera gravedad en este asunto estaba por parte de Zubieta, y consistía en que, siguiendo éste las leyes del equilibrio, ocupaba el terreno que le cedía don Manuel.

Se había establecido ya como una costumbre, que Lola contara á Zubieta por las tardes todo lo que le pasaba entre una y otra visita, y estas confidencias formaban invariablemente el pasto de la conversación.

Acababa de entrar Zubieta.

Al saludar á Lola notó que ésta había llorado.

—¿Qué es esto, criatura? le dijo, por lo que veo las cosas siguen á más ¿qué ha sucedido?

—Qué ha de suceder, que mi marido es cada día mas insoportable.

—¿Ha vuelto?...

—Sí; anoche, y con una insistencia de que sólo es capaz un tonto ó un celoso, soy muy desgraciada, Zubieta, exclamó Lola con un acento que revelaba que se encontraba dispuesta á llorar apenas se presentara la ocasión.

—Cuénteme usted, criatura, quéjese usted conmigo, tendré como siempre el placer de consolarla.

—Figúrese usted, continuó Lola, que mi marido está poseído de un pensamiento que ya no lo abandona un solo momento; duda de todo lo que le rodea, vacila en todas sus determinaciones, se presenta aquí de improvise á horas en que nunca, con ningún motivo, había solido presentarse, me hace preguntas capciosas, fragua planes absurdos que no sirven más que para hacerme comprender el grado de su desconfianza perenne, y en todas, en todas y en cada una de sus acciones, estoy notando, momento por momento, que sigue obrando bajo la influencia de los celos; desaprueba todo aquello que hago con intención de alhagarlo, y pretende encontrar una falta en aquello en que estoy mas lejos de ofenderlo; mi marido en fin, se está volviendo loco y creo que ha llegado la vez de poner un remedio radical á esta situación.

—¿Y qué remedio le ha ocurrido á usted?

—Me ha ocurrido pedirle á usted formalmente un consejo.

—Habíamos quedado en que iba usted á pedir ese consejo á su confesor.

—Así lo hice ya.

—Y le ha dicho á usted…

—Me ha aconsejado la prudencia como único recurso.

—Y el consejo me parece muy acertado.

—Sí, yo también creo que el consejo es bueno, pero el recurso me parece muy ineficaz.

—¿Por qué, criatura?

—Porque mi marido me ha dado una prueba de ello; me ha echado en cara mi prudencia, diciéndome que mi prudencia en el presente caso era sospechosa, y que supuesto que tenía tanta energía y tanta resignación para callar, yo misma me entregaba, porque en todo estaba yo revelando un disimulo que no podía esconder sino una falta.

—¿Es posible?

—Ya verá usted por esto, Zubieta, que he agotado todos los medios de conciliación, y aún poniendo en planta aquéllos que no son dictados sino por la natural indignación de verme ultrajada injustamente, han sido contraproducentes.

—Ya, ya recuerdo, dijo Zubieta, que cuando usted movida por su dignidad se ha exaltado…

—Ya usted lo sabe, mi marido ha tomado mi exaltación como una prueba de mi culpabilidad, y hasta como un recurso gastado, según me dijo últimamente.

—Es cierto.

Despues de una pausa, durante la cual Lola y Zubieta parecieron reflexionar profundamente, Lola exclamó.

—¿Qué clase de enfermedad moral es ésta, Zubieta, que acaba con la razón y con la lógica, y contra la cual no hay recurso posible?

—Por mi parte, dijo Zubieta, como siguiendo el hilo de su propio discurso, más que la interpelación de Lola, por mi parte estoy dispuesto á hacer el mas penoso de los sacrificios, si éste hubiera de conquistarle á usted de nuevo su tranquilidad, y la paz doméstica á que es usted tan acreedora; pero por más que cabilo, por más que estudio la manera de cortar este mal, no encuentro sino que los medios que nosotros pudiéramos emplear, y que ya hemos discutido algunas ocasiones, no servirán más que para agravar la situación.

—Por ejemplo, interrumpió Lola, habíamos hablado de que usted se retire.

—Y esto, agregó Zubieta, según también hemos convenido, no servirá más que para que las gentes que han dado ya en fijarse en nosotros, corroboren que algo había de cierto y de fundado, supuesto que he llegagado á salir de la casa de usted.

—Por otra parte, dijo Lola, cuando he tratado este asunto con Manuel, ha sido el primero en prohibirme severamente que obre yo de esa manera, por que la permanencia de usted, según él mismo dice, está siendo una garantía.

—¿Una garantía?

—Si, oiga usted lo que me ha dicho á este respecto: no vacilo un solo momento acerca de la caballerosidad y rectitud de Zubieta, y él, mientras entre á mi casa como amigo, será incapaz de traicionar mi amistad: yo conozco á Zubieta, me decía, y su lealtad y sus buenas costumbres son una verdadera garantía para mí, al caso que si yo fuera el primero en cerrarle á Zubieta las puertas de mi casa, lo pondría en aptitud de verme como un desconocido, lo relevaría yo mismo de los compromisos del deber y de la amistad; el amigo no sería entonces más que un marido, y ya sabríamos qué clase de respeto merece un marido, y hasta qué punto se toma como una hazaña de buen gusto el burlarlo.

Zubieta pareció estar aprovechando todas y cada una de las palabras de Lola, para guardarlas como prendas de un valor inestimable.

—Tiene usted razón, Lola, su marido de usted conoce cuan poderosa es en mí la consideración de la amistad y sabe muy bien que encerrado en el círculo de hierro de mi deber seré siempre incapaz para romperlo, al paso que una vez libre de ciertas trabas daría rienda suelta á mis sentimientos y.... eso lo comprende usted ya perfectamente, Lola, entonces le diría á usted que la amo apasionadamente.

—¡Zubieta! exclamó Lola como deteniendo con solo esta palabra cuantas pudiera decir Zubieta enmedio de aquel arranque espontáneo.

Reinó repentinamente el silencio entre aquellos dos combatientes del amor.

—¡Lola! exclamó á poco rato Zubieta, no aspiro á más sino á que comprenda usted mi sacrificio; con solo que usted sepa cuánto vale mi silencio, estoy recompensado de mi sufrimiento.

—He aquí el punto á que no hubiera yo querido llegar nunca.

—No llegamos nosotros hasta allá por nuestra libre voluntad, sino porque nos impelen.

—Por desgracia eso es cierto.

—¿Por desgracia? repitió Zubieta con mucho cariño.

—Sí, por una horrible desgracia, supuesto que en ese terreno todo estaría en contra nuestra.

—Menos la felicidad.

—Para mí ya no la hay.

—¡Quién sabe! usted es digna de todas las recompensas.

—Hasta ahora sí, porque he sabido sufrir.

—Pero el sufrimiento agota las fuerzas.

—Ese es mi único peligro, por que tan luego como acabe mi resistencia, cuando llegue á ser impotente contra mis dolores....

En estos momentos se presentó don Manuel en la sala.

Su mirada quiso abarcar simultáneamente todos los detalles del cuadro, y ninguno de los tres personajes de aquella escena pudo evitar que reinara un silencio que les pareció eterno.

Zubieta iba á ser el primero en interrumpirlo, desentendiéndose del gesto de don Manuel y saludándolo como de costumbre, pero al encontrarse con la mirada casi provocativa del marido, permaneció inmóvil.

Don Manuel fué por fin quien rompió el silencio, diciendo esta sola palabra:

—Entendámonos.

En seguida puso solemnemente su sombrero sobre la mesa, aproximó una silla y se sentó.

En aquella difícil situación se echaba de ver que de los tres personajes sobraba uno, sea cual fuere el sentido en que se tomara la intervención particular de cada uno de ellos en el asunto.

Don Manuel no había fijado todavía su mirada en ninguna parte; pero Lola y Zubieta la tenían fija en don Manuel.

Cuando éste levantó los ojos se encontró con aquellas dos miradas difíciles de describir.

Pero debió notar en la de Lola esa inarticulada y elocuente súplica, que sólo es capaz de expresar la mujer en ciertas situaciones, y al momento pensó don Manuel en la inconveniencia é incompatibilidad de uno de sus dos interlocutores; pensó en que era necesario elejir entre los dos; su tendencia primera fué la de hablar solo con Lola, pero, rebelándose algo viril en su interior, dirijió por fin su mirada á Lola de una manera que quería decir: «vete.»

Lola se levantó de su asiento y salió en silencio de la sala.

Entretanto Zubieta preparó su baterías de defensa, se puso sobre sí mismo, y esperó con cierto aplomo estoico á que don Manuel comenzase á hablar.

—Pues señor, dijo resueltamente don Manuel, aceptando esta introducción que suele ser muy útil en ciertas situaciones difíciles, acaso le parezca á usted muy extraño lo que está usted viendo, y califique usted mi conducta de imprudente y hasta de ridícula; pero, señor Zubieta, en un negocio que me incumbe tan directamente no debe exijirme el aplomo con que pudiera tratar los asuntos de los demás: en todo caso lo que voy á decir á usted es como confidencia de un negocio para mí grave, y que demanda urgentemente una solución.

Don Manuel acabó de hablar, no sin felicitarse interiormente del sesgo feliz que había sabido darle á aquella difícil introducción.

Pero Zubieta, que como hemos visto, estaba en sus atrincheramientos, respondió con la mayor naturalidad del mundo.

—Señor don Manuel: me he honrado siempre con la buena amistad de usted, y al creerme digno de ella no puedo menos que ponerme á sus órdenes ofreciéndole de nuevo mis pobres servicios.

—¿Está usted, por lo mismo, dispuesto á darme un buen consejo?

—Efectivamente, y siempre que yo sea capaz de dar consejos buenos.

—Es usted hombre de mundo.

—He vivido algo.

—Y conoce usted el corazón humano.

—Un poco.

—Y usted por su carácter social es una de las personas mas apropósito para encontrar soluciones felices, en cuestiones que afectan la tranquilidad de una familia.

—Algunas veces, dijo Zubieta, he sabido acertar, pero eso no quiere decir que en todas ocasiones me crea…

—Pues bien, señor Zubieta, he aquí el caso que deseo consultar á usted como hombre de mundo: se trata de mi matrimonio.

Don Manuel procuró estudiar la fisonomía de Zubieta, esperando notar en ella algo que indicara emoción: pero Zubieta impasible contestó:

—Ya lo había comprendido.

—Al casarme, dijo don Manuel, encontré que era yo completamente feliz; ni una sola nube empañó mi vida, y me pareció que ya había asegurado para siempre mi tranquilidad doméstica. Una vez convencido de las virtudes y de la moralidad de mi mujer, me pareció que tenía en estas prendas, raras hoy, la mejor garantía de seguridad ¿tenía razón en creerlo así, Zubieta?

—Indudablemente; esas son las bases mas seguras y el único fundamento sólido en que debemos apoyar nuestra felicidad, señor don Manuel.

—Y, si á pesar de esas bases, si á pesar de tener esa convicción íntima y esa seguridad, señor Zubieta, tuviera usted un día una duda, y antes de acogerla sin examen, se pusiera usted á estudiar detenidamente todos esos pequeños detalles íntimos, y cada una de esas particularidades que sólo un marido puede apreciar; si proponiéndose obrar con una prudencia á toda prueba, con un disimulo perfecto y con una calma serena, hubiera ido usted recogiendo ciertos datos, hubiera usted ido poniendo grano á grano la arena de sus sospechas hasta llegarlas á corroborar con hechos innegables; si ya persuadido íntimamente de que aquella primera felicidad ha desaparecido por completo, y el lugar único, adorable, que usted ocupó en el corazón de su mujer, está ocupado por por una sombra, por una duda amarga, tras de la cual caben todas las mas absurdas suposiciones, todo lo que hay de mas desgarrador y terrible para un amante, para un marido, para un amigo; si llegara usted á palpar, señor Zubieta, esta horrible sustitución no teniendo sin embargo una de esas pruebas irrefragables y claras, sino un conjunto de convicciones, envueltas en un conjunto de sombras, pero capaces de matarlo á usted de pesadumbre ¿qué haría usted entonces, señor Zubieta?

—¿Yo? señor don Manuel, yo, inquiriría, yo buscaría lo que creyera haber perdido en el mismo lugar donde lo encontré; yo, al ver marchitarse una planta, la regaría, al ver oscurecerse mi dicha, la buscaría en sus elementos y en su origen.

—¿Eso haría usted?

—Sí, señor.

—Y si en vez de volver á tocar las primitivas delicias de la primera época de amor, encontrara vacíos por todas partes,. y en aquel campo de las primeras y queridas ilusiones no encontrara ya sino las espinas y las malezas propias de un otoño, que no por anticipado es menos triste, ¿qué debería hacer entonces?

—¿Me habla usted, señor don Manuel, con la convicción de los hechos? ¿es una realidad la que usted me comunica, ó son las visiones del celoso, las que han formado ese cuadro sombrío que acaba usted de trazarme?

—Es la realidad, llevo mucho tiempo de estar viéndola venir y hoy la veo frente á frente.

—Está usted en un error, señor don Manuel.

—Ese error que usted supone, sería el rescate de mi felicidad. ¡Ay! ¡ojalá que me hubiera equivocado! ¡cuántas veces he procurado engañarme á mí mismo! pero todo ha sido en vano, porque al fin la verdad fría é inexorable ha triunfado de mí y de mis dudas, y se ha presentado desnuda.

—Señor don Manuel, el consejo que usted me ha pedido, se hace tanto mas difícil, cuanto que ante todo sería necesario empezar por destruir el edificio de sombras que usted se ha forjado.

—De ese modo, exclamó don Manuel, no llegaremos jamás á ninguna solución, supuesto que estamos desacordes en el origen, ¿soy ó no soy juez competente para conocer si mi mujer me ama?

Zubieta guardó silencio.

—¿No me contesta usted?

—Entre ser juez y no poderlo ser, hay un escollo.

—¿Cuál?

—Los celos.

—¿Los celos? ¿yo celoso? ¿yo abrigando una pasión, que soy el primero en reconocer humillante?

—¿Cree usted no estar celoso?

—Indudablemente no lo estoy.

—¿Entonces qué explicación dá usted al vacío que encuentra en su amor, es un abatimiento espontáneo, es el cansancio, es una negación sin explicación posible como la muerte de la vista?

—Yo no lo sé.

—¿Cree usted en el vacío?

—No entiendo la pregunta.

—¿Cree usted que haya un lugar, un vacío que no esté lleno? ¿allí donde cree usted que no hay nada, cree usted que efectivamente no hay nada?

—Eso es precisamente el punto principal de mis dudas, en esa averiguación, solo he podido adquirir la mitad de la certidumbre.

—¿Cuál es esa mitad?

—Que no hay nada para mí.

—¿Pero no puede usted asegurar que haya algo para otro?

—No.

—Entonces convenga usted en que está expuesto á ser injusto.

—Así lo creo, lo temo sin cesar y procuro no llegarlo á ser, porque aborrezco la injusticia.

—Hé aquí, señor don Manuel, una de esas enfermedades en las que el enfermo es el primer obstáculo para curarlas; usted teme ser injusto siéndolo, usted cree no estar celoso estándolo, y por lo tanto…

—¿Yo celoso é injusto?

—Esa es mi convicción; y el consejo que debo dar á usted, se reduce á recordarle que no hay más que una manera de conquistar amor y ésta es, amando. Estoy seguro de que su mujer de usted, es y sigue siendo digna de usted y de todas las consideraciones y respetos; y por lo que á mí toca, tengo el sentimiento de manifestarle que á mi pesar, á pesar del público y de cualquiera otra consideración, me retiro de la casa de usted.

Don Manuel se quedó contemplando por largo tiempo á Zubieta y luego dijo:

—¿Se retira usted?

—Sí, señor.

—Luego confiesa usted entonces tener alguna parte en este asunto?

—Sí tengo la de ser un pretexto.

—Eso se lo dice á usted su conciencia?

—Me lo dice simplemente mi experiencia.

—Tenga usted presente, señor Zubieta, que yo mismo no me hubiera atrevido á señalarlo á usted como el origen de mi malestar.

—Pero yo, que he notado hace mucho tiempo lo que por usted pasa, esperaba la primera oportunidad para manifestar mi desinterés y mi buena amistad.

—¿Insiste usted en tomarse un papel que no le corresponde?

—Por lo mismo que no me corresponde, no debo aceptarlo.

—Pero á mi vez tengo derecho de rogar á usted me dé la explicación de ese modo de proceder.

—Es muy sencillo.

—Yo no lo encuentro sencillo.

—Sírvase usted escucharme. Desde el momento en que el amigo fiel y desinteresado se convierte, en el seno del matrimonio de usted, en el origen de desazones y disgustos, tan luego como me veo expuesto á perder aquí mi carácter, siendo ya el objeto de sospechas y de dudas, me toca poner el remedio, no sin sentir en el alma alejarme de su lado, precisamente en momenentos que tal vez pudiera servir de buen amigo con mis consejos, cooperando á la armonía y á la paz que debe reinar en el matrimonio.

Don Manuel pareció reflexionar profundamente é iba á contestar á Zubieta, cuando la interrupción de una visita, detuvo en sus labios la palabra, quedando por lo tanto aplazada aquella conferencia.

V. Las visitas de tarde en tarde

Entró Lola á la sala y se entabló con las visitas una de esas conversaciones que sirven solamente para poner en movimiento los órganos de la voz y del oído, pero de cuyo fondo nada se puede decir, y que suprimidas, quedarían las cosas en el mismo estado, sin hacer falta una sola de las palabras allí vertidas.

Eran aquellas visitas una señora mayor, madre de tres niñas á la moda del día. El marido de esta señora era persona ocupada y no tenía tiempo de hacer visitas. Hacía, algunos años que aquella familia decía que llevaba relaciones con Lola: efectivamente aquellas relaciones se hacían ostensibles cada dos meses en una larga visita en la que se saldaban todas las cuentas pendientes y volvían á quedar las cosas como estaban antes. Había que notar, á pesar de la cordialidad y el cariño con que se hablaban, que ninguna de aquellas personas se apreciaban ni se conocían, pero se visitaban.

Cuando en el fondo de las personas no existen los fundamentos de la verdadera amistad, especialmente entre las señoras, recurren éstas á mil pequeños arbitrios que llenan satisfactoriamente las fórmulas y que, cumpliendo cada una por su parte con las leyes sociales cuando se ven, quedan no obstante en aptitud de despedazarse impunemente cuando se separan.

Lucesita, que así se llamaba la mamá de las tres niñas, se anunciaba estrepitosamente, hablaba muy recio y tenía pretensiones de ser persona de buena sociedad, de exquisitas maneras, y según le decían algunas amigas suyas, de un trato bellísimo.

—¡Muy buenas tardes! entró diciendo Lucesita desde el corredor, y levantando la voz de manera que pudiera ser oída en toda la casa, buenas tardes ¿no se ha muerto aquí alguno, cómo están todos de salud, dónde está Lola?—¡Lolita! gritó en seguida, aquí están unas buenas amigas que tienen hambre de verla.

—¡Qué milagro es éste! gritó á su vez Lola desde adentro, haciendo uno de esos esfuerzos de que sólo es capaz una mujer; quiere decir, abandonar de golpe sus tétricas ideas en el revuelto asunto de su matrimonio, y revestirse de esa alegría tranquila de la mujer feliz.

—¡Lola! exclamó Lucesita abrazando á Lola.

—¡Lucesita! ¡qué milagro! cuánto gusto tengo en verla por acá. Concha, Narda, Emilia, dijo en seguida, acentuando cada uno de estos nombres con un estrepitoso beso en cada una de aquellas sonrosadas mejillas.

Hemos dicho mal: desde que las señoras se pintan, el lugar favorito de los besos na es precisamente la mejilla, ni mucho menos la frente.

Estos besos femeniles han ido emigrando hacia la costa meridional de la cara y buscando su solaz por el cuello, con el delicado intento de no mancillar el albayalde.

Resonaron, decíamos, seis estrepitosos besos á contar con las preguntas y respuestas, y todos sin excepción fueron á buscar un lugarcito debajo de la oreja izquierda.

—¡Cómo está creciendo Narda, Jesús me ampare! ¿pues y Emilia? Emilia es toda una mujer; sólo Concha está igual, pero eso sí, tan linda como siempre.

Concha contestó con mucha naturalidad.

—A los ojos de usted.

Eso contestaba Concha siempre que la decían linda, que era muchas veces.

—¿Y las niñas de usted, Lola?

—Están adentro, ya vendrán.

—¿Y qué tal la salud, no se han enfermado por acá? por allá todos hemos estado malos. Narda con anginas, ésta, dijo Lucesita señalando á Concha, con sus punzadas y Emilia perdida de los nervios.

—¿Quiere decir que sólo usted?...

—¿Yo, Lola? yo soy la que he estado peor, ha sido cosa de cama y de mandar llamar á Lucio y todo, no crea usted, no, si yo ya no he de hacer huesos viejos, le digo á usted que....

—Pues tiene usted muy buen semblante.

—¡No me lo diga usted, Lola! si parezco un cadáver.

—No, no es para tanto; un poco pálida, pero esa palidez le está á usted perfectamente.

—Usted tan galante como siempre; pero eso no quiere decir que no le riña á usted.

—¿Por qué? preguntó Lola.

—Porque si nosotras no venimos á verla, usted no se acuerda para nada de nosotras.

—¡Qué, Lucesita! si ni me diga usted; figúrese usted, con las chicas, ya no tengo vida con ellas, son lo mas travieso que pueda usted imaginarse, y no me puedo desprender de ellas un solo momento.

—¿Por qué no las lleva usted? Preguntó Emilia.

—¡Á dónde iba yo con esa guerra!

—Qué guerra, si son muy chulas.

—Favor que usted les hace, y sobre todo, que usted no las conoce.

Aquí Lola se puso á hacer una minuciosa relación de las gracias de las niñas, de sus enfermedades, de sus exigencias, de sus malas crianzas y de todo cuanto le vino á la memoria.

Las pollas ponían gran atención á los detalles y celebraban con risas, más ó menos sinceras los pasajes mas culminantes, no sin desear interiormente cambiar de conversación, pues cada una de aquellas señoritas hubiera deseado tratar asuntos de otro género; pero nada asegura tanto el éxito de un mal orador como un auditorio apropósito; y Lola, en este punto, no podía quejarse, pues pendientes del millón de puerilidades que salían de su boca, tenía, no solo á aquellas cuatro señoras, sino á Zubieta y á don Manuel, quienes en la situación en que se encontraban, hallaron muy conveniente convertirse en auditorio.

Despues del largo capítulo de las enfermedades y de los inconvenientes para hacer visitas, despues de nombrar á todas aquellas personas con quienes Lola se encontraba, según ella decía, en descubierto, despues de declararse culpable en alto grado y de apelar á la benevolencia de sus amigas, empezó á generalizarse la conversación.

Entraron á la sala las hijas de Lola y don Manuel, y esto fué un nuevo motivo de animación.

Zubieta logró entrar en materia con dos de las pollas, con quienes habló del teatro, del paseo de Bucareli, del Zócalo, y de otra porción de cosas que á las pollas tenían muy divertidas.

En un momento oportuno Lucesita procuró hablar con don Manuel, á quien le participó las risueñas esperanzas que tenía con respecto á los grandes negocios que tenía entre manos su marido, y á los cuales deberían en breve una mejora de posición ventajosísima.

Esta era la misión diplomática de Lucesita, y el misterio que encerraba aquella afectuosa visita, aunque aquella señora al fijar ostensiblemente este objeto, dijera:

—Pues en fin, esta visita.... no nos la agradezca usted, esta visita es para el señor don Manuel, porque hemos querido anticiparnos.

—¡Cómo! exclamó Lola, ¿no vienen ustedes el día de Corpus?

—Esas eran nuestras intenciones, pues ya saben ustedes que cada año pero temerosas de que por cualquier incidente se frustrara la visita, les dije á las muchachas: esta tarde vamos á casa de Lola, anticipándonos á dar los días al señor don Manuel: en todo caso seremos las primeras.

D. Manuel que era también persona muy galante, y con la idea fresca de que los negocios de la casa de Lucesita iban bien, creyó de su deber decir:

—Acepto la visita, pero no recibo la felicitación sino como un compromiso formal de venir el día de Corpus; ya sabe usted que ése es mi día y que tengo mucho placer en ver reunidas á las personas de mi mayor estimación.

—Gracias señor don Manuel, estimo mucho la fineza y…

—¿Y vienen ustedes, no es verdad? Agregó Lola, las esperamos á todas.

—¿Y bailamos? dijo Emilia.

—Por supuesto, dijo Lola.

—Como ahora un año, exclamó Concha suspirando.

Don Manuel era hombre que no permitía que una persona le hiciera una visita, sin tomar alguna cosa en la casa; de manera que aprovechando Lola un momento oportuno, pidió permiso para apartarse un segundo de la sala, segundo que aprovechó en dar sus órdenes, á fin de obsequiar á las visitas.

—Y Narda, estará muy adelantada en el piano, dijo Zubieta á Lucesita.

—Es muy floja y no quiere estudiar, contestó Lucesita, picando el amor propio de Narda.

—Vamos á ver, dijo don Manuel, alguna piececita; bien es que no sé cómo estará el piano, por que hace mucho tiempo que no se toca.

Y don Manuel levantó el guardapolvo del piano y lo abrió.

—Vamos niña, le dijo Lucesita á Narda.

—Voy á ver si me acuerdo.

—No toca nada de memoria, dijo Lucesita, todo por papel.

—Ahí hay papeles.

Fué entonces Zubieta quien se levantó de su asiento y fué á enseñar á Narda los papeles, que ésta comenzó á hojear y despues de muchos circunloquios y melindres, se decidió á tocar de memoria una danza habanera.

Cuando acabó, le dijo su mamá:

—Mira con lo que vas saliendo: á ver si te acuerdas de algo en forma.

—Pues veré si me acuerdo del pensamiento de Ravina.

—Me parece perfectamente, dijo Zubieta, es de todo mi gusto.

El pensamiento de Ravina lo tocaba Lola»

Don Manuel pensó que por esto era del gusto de Zubieta.

En este momento entró Lola á la sala Don Manuel procuró observar si mientras sonaba el piano Lola y Zubieta se dirijían la vista; pero Lola y Zubieta estaban prevenidos, cada uno por su parte tenía la firme resolución de no dar á don Manuel el menor motivo de celos; su disimulo era perfecto, nada se podía tachar en aquella naturalidad.

Llegó la hora de obsequiar á las visitas, y éstas fueron invitadas á pasar al comedor que estaba ya iluminado, y ostentando su mesa profusión de dulces y postres.

Zubieta encontró un motivo para retirarse pretextando una cita.

Don Manuel lo detuvo suplicándole que los acompañase á la mesa; pero Zubieta insistió, diciendo que de buena gana se quedaría por tener el placer de estar en tan grata compañía, pero que lo llamaba una ocupación imprescindible. Zubieta comenzó á despedirse.

—Lucesita, estoy á los pies de usted.

—Adiós, Zubieta, ¿hasta cuándo tendremos el gusto de verlo á usted por casa? mi marido me ha preguntado por usted.

—Lucesita, muy pronto tendré el placer de hacerles á ustedes una visita.

—No lo creas, mamá, el señor Zubieta es muy informal.

—Oiga usted, oiga usted Zubieta, dijo Lucesita mostrando una jovialidad, que á un observador le hubiera parecido inusitada; oiga usted, esa es una acusación en forma, defiéndase usted Zubieta por el amor de Dios, vea usted que eso es muy grave.

—Voy á probar muy pronto á Narda, que en este momento se ha equivocado al juzgarme.

—¿De veras? dijo Narda.

—Muy pronto va usted á verlo.

—¿Cuándo?

—Mañana.

—Ahora sí, exclamó Lucesita, eso se llama dar un golpe maestro.

—¿Qué dice usted, Narda?

—Que como sea cierto…

—¿Lo duda usted?

—La verdad, sí.

—¡Niña! le dijo Lucesita en tono de cariñosa reconvención, Zubieta es hombre formal.

—Ya se vé que sí, y por lo mismo lo esperamos.

—Y yo, Narda, no me haré esperar,,con una condición.

—¿Cuál?

—¿Me toca usted Traviata?

—Con mucho gusto, aunque muy mal.

—Mal no será nunca: hasta mañana Narda.

—Hasta mañana, Zubieta.

—Adiós, Emilia, que usted se mejore.

—Adiós, Zubieta, ¿de veras va usted?

—Decididamente.

—Adiós Concha, allá voy á ver esos tejidos ¿qué está usted haciendo ahora?

—Estoy bordando una relojera para mi papá.

—Bueno, bueno.

Don Manuel había permanecido de pié cerca de la puerta, y esperaba el momento de la despedida de Lola y de Zubieta: se había colocado de modo de no ser percibido, así es que don Manuel estaba seguro de que iba á sorprender algún detalle, algún movimiento que le indicara la disposición de ánimo de su mujer, á quien él creía menos apropósito para disimular.

Pero Lola, á quien nosotros creemos muy apropósito para darle cartilla á don Manuel, y á otros mas vivos, calculó el momento en que Zubieta iba á despedirse de ella, y á despecho de parecer desatenta emprendió con Lucesita la conversación,

—Lucesita ¿usted no toma de este dulce? tome usted, es una cosa exquisita; á Narda le falta una cucharita, ande usted Emilia, empiece usted,¿ó prefiere usted de este otro dulce?

—Este está muy bueno, dijo Emilia.

Se acercó Zubieta.

—Es necesario, continuó Lola, una enmienda radical, Lucesita, porque....

—Adiós Lola, dijo Zubieta dándole á Lola la mano.

—Adiós, Zubieta, porque de lo contrario Lucesita, me voy á enojar mucho, yo, que las quiero tanto y que las estimo.... pues no crea usted, más de diez veces se me ha frustrado el ir por allá, pero qué quiere usted.....

Lola siguió hablando con Lucesita sin cesar, dándole á sus gestos y á sus movimientos, esa soltura y esa naturalidad de la persona que se consagra completamente á los detalles del momento y á la puerilidad de ciertas situaciones en las cuales la mujer hace uso de todo lo que tiene de niña en el alma.

He aquí una de las joyas sociales de la mujer.

Si Lola se hubiera dejado llevar de lo que sentía íntimamente, hubiera puesto mala cara, hubiera estado seria y grave, porque lo que pasaba en su matrimonio era motivo sobrado para preocuparla; y por otra parte si hubiera oído sólo á su corazón para demostrar á las visitas su cariño, también hubiera estado retraída supuesto que bien visto, Lola no quería á las visitas.

No queremos sentar como principio que Lola era falsa, pero en su arsenal de recursos, la mujer puede echar mano de esto que pone en práctica con sensible frecuencia: la mujer tiene algo de la niña.

O de otro modo.

La niña nunca acaba de salir de la mujer.

En el corazón femenil, queda siempre algo de la primera edad: la mujer se acuerda siempre de los elogios que recogió por sus primeras ingenuidades, y despues sigue usándolas porque sabe, cuando niña, que son gracias; cuando joven, que son reminiscencias que abonan su pureza actual, y cuando mujer, que son recursos de utilidad notoria.

Júzguese por Lola.

Lola, según llegó á decir Lucesita aquella noche, estuvo monísima.

Solícita, decidora, locuaz, amable, alegre, rubicunda, dulce.

Hasta bonita estuvo Lola.

Don Manuel abrió la boca más de una vez.

Don Manuel volvió á atrapar en la fisonomía de Lola, esas líneas fugitivas que acaba por borrar la costumbre.

En la escala descendente del matrimonio vulgar, la mujer es nube, estrella, cielo, luz, ante un oso.

Es diosa, es promesa, es perspectiva ante un novio.

Es embriaguez y éxtasis ante el esposo.

Es muy bonita para el marido.

Despues menos bonita.

Los contornos empiezan á gastarse como los cantos de las ediciones de lujo.

Y la costumbre con su gota de agua gasta el modelado de nuestra escultura clásica, que guardamos con veneración arqueológica hasta llamarla mi mujer.

Notamos esto, porque don Manuel antes de encelarse se decía así: mi mujer.

Pero cuando, como en los momentos que describimos, volvía don Manuel á hojear su edición de lujo, sentía de nuevo la reminiscencia del novio, y entonces decía así. Lola.

Mientras las pollas comían dulces, mientras Lucesita ponía en juego todas sus baterías de mujer de buen trato, mientras Lola charlaba como una encantadora cotorrita, don Manuel, el pobre don Manuel, según hemos dicho ya, abrió la boca varias veces.

Esto no lo vio nadie más que nosotros; pero estamos seguros que esa secreción de la boca abierta, de la boca que se enfría en ciertas pausas tanto en el bobo como en el sabio, esa secreción decimos, habló elocuentemente por medio de una gota que en forma de lágrima se desprendió de los labios de don Manuel.

El desprendimiento (tan exquisito así es nuestro sistema nervioso) hizo estremecer á don Manuel.

Hubo más, lo hizo volver en sí.

Más todavía: lo indujo á reflexionar.

Lola había estado hablando, contaba contaba todas esas cosas, que son la brisa de las conversaciones femeniles, había allí imágenes, fruslerías, minuciosidades, risas, aspavientos, mímica, gestitos, actitudes, dengues, pucheros, parte imitativa, parte cómica, parte sentimiento, parte gracia y donosura, había en fin la mujer, la mujer en una de sus fases kaleydoscópicas, la mujer tormento del filósofo, la mujer cromotropo.

Ante esa faz, no sólo don Manuel, sino todos, todos los hombres abrimos la boca, somos víctimas resignadas de esa fascinación, y nos cruzamos de brazos.

¿Qué cosa mas justa en efecto que tomar una actitud de vencido ante esa irradiación de gracias sin sustitución y sin equivalente y cuando esos misteriosos tesoros son propiedad tan exclusiva de la mujer.

Don Manuel se sentía otro cada vez que se tocaba al espiritualismo del matrimonio, como si se tocara á una máquina eléctrica, sólo que don Manuel era pura y simplemente comerciante, era hombre, según había aprendido de su papá, de pan pan, vino vino.

Era pues, muy disculpable don Manuel..

No decimos con esto que don Manuel fuera tonto, al contrario.

Pero don Manuel era así, liso y llano, según él mismo decía.

Y esa lisura y esa llaneza eran el origen de su desgracia, mal que le pesara y sin poderlo remediar, por que podía decirse que aquella causa estaba en la masa de su sangre.

De manera que todo aquel mundo espiritual que se estaba levantando en su interior, lo interpretó don Manuel de esta manera:

—Vaya, pues me estoy enamorando de nuevo de mi mujer.

—Y agregó para sí, despues que se hubo cerciorado de que la gota aquella no había caído en el plato que tenía delante.

—¡Qué vejeces!.............

VI. Sesión secreta de reglamento

No se fué Zubieta, sin que don Manuel hubiera podido decirle estas palabras, con toda la solemnidad posible.

—Lo espero á usted mañana.

No seríamos consecuentes con la teoría de la influencia del estómago sobre la cabeza y el corazón si callásemos esta circunstancia.

Despues de los dulces todas las pollas estuvieron mas expansivas, mas locuaces y hasta mas dulces: la conversación se generalizó hasta despues de las diez, hora en que un joven desconocido tocó la vidriera de la sala.

—¿Quién? preguntó Lola.

—Ha de ser Marín, dijo Lucesita.

—¿Quién es Marín?

—El que viene por nosotras.

—Buenas noches, dijo un joven entrando.

—Buenas noches, contestaron varias voces.

—Siéntese usted, dijo Lucesita, este joven es Marín, agregó despues.

—Servidor de usted, contestó Marín.

—Pero pase usted por acá, dijo don Manuel, viendo que Marín se había sentado lejos.

Marín avanzó el espacio de cinco sillas, y se sentó de nuevo, teniendo su paraguas y su sombrero en la mano.

Pocos momentos despues empezó la despedida, ó lo que es lo mismo comenzó la visita, por que á pesar de que durante toda la noche había habido momentos de silenció, si bien muy cortos, en el acto de despedirse empezó á ocurrirles á las señoras una porción de cosas de que no habían hablado, de manera que ya de pié, prolongaron las despedidas y los encargos por más de tres cuartos de hora.

D. Manuel y Lola se quedaron solos.

A Lola le pareció que debía estar seria con su marido supuesto que éste se había permitido manifestar ya abiertamente sus celos, á despecho de toda consideración. D. Manuel por su parte deseaba á toda costa entrar en explicaciones que acabaran de sacarlo de la vacilación, y de la duda.

—Es necesario, dijo al cabo de un rato, que esto termine.

—¿Cuál? preguntó Lola.

—Este estado de cosas, esta incertidumbre, este malestar.

—Opino de la misma manera, dijo Lola con un acento difícil de describir; con un acento en que había aún algo de la niña, mimada.

Don Manuel sintió un impulso de impaciencia por aquella salida ingenua; hubiera preferido ver cuitada á Lola; y como quiera que ésta seguía ocupadísima en la operación de despeinarse y despojarse de sus dijes y galas, don Manuel continuó:

—Parece que tú no le das á este asunto toda la gravedad que en sí tiene, y aún parece también que te has propuesto tener en poco mis observaciones y mis palabras.

—No: dijo simplemente Lola.

Hubo una pausa, por que le costaba mucho trabajo á don Manuel pasar aquel no.

—Estás lacónica, no parece sino que te has cansado de hablar.

—Y así es efectivamente, he hablado tanto.

—Y tan luego como nos hemos quedado solos te has vuelto otra mujer.

Lola nada contestó.

—Mira, Lola, dijo don Manuel, disimulando muy mal su cólera, te has propuesto exasperarme.

—No.

—Provocarme con tus desprecios.

—No.

—Hacerme chico.

—No.

—¿Qué, pues, entonces, por qué no hablas, por qué no contestas en forma, por qué te reduces á contestarme monosílabos?

—¿Quieres que hable?

—Sí.

—¡Ay, Dios mío, qué flojera, dijo Lola, manifestando con un gestito que le repugnaba ocuparse de aquel asunto, volvemos á empezar de nuevo, sea por el amor de Dios!

Dejó sus últimos postizos sobre el tocador, se quitó los anillos, y levantándose dijo:

—Espérame tantito.

Hay ciertas frases que la mujer querida sabe gorgear, hay momentos en que la compañera de nuestra vida trina no sabemos qué notas misteriosas, notas arrancadas á los dulcísimos preludios amorosos, á las horas idas de las primeras caricias, notas de aurora que traen siempre una reminiscencia al corazón, un soplo de las brisas que volaron, un encanto en fin, al cual somos sensibles.

Lola se levantó de su asiento, y en el oído de don Manuel quedaron vibrando estas palabras:

—Espérame tantito.

Don Manuel sentía desleírse la ambrosía de estas palabras en la amargura de sus dudas, y experimentaba los efectos de una extraña mezcla de voluptuosidades y dolores, que son una de las fases de los celos.

Lola entretanto se había acercado á su vestidor para quitarse unas botitas que le oprimían el pié más de lo que convenía á una situación seria. Metió Lola sus piececitos en unas chinelas de raso acolchadas, y se cubrió con un peinador blanco de muselina.

Cruzóse sobre el pecho los dos lados del peinador, con el mismo movimiento con que se les cerrara á los niños las puertas de un teatrito de títeres, diciéndoles, ¡ea, basta por hoy, se acabó!

En seguida Lola dirigió al pasar una mirada al espejo, lo cual equivaldría entre combatientes á asegurarse de si la pistola tenía cápsula, despues de lo cual, Lola se sentó en una góndola frente á su marido.

—Caballero, estoy á las órdenes de usted.

Lola sabía bien, mejor que nosotros, el efecto mágico de esta frase, medio pedante y casi á primera vista fuera de la situación; pero la chanza es un recurso de la oratoria familiar de más efecto que todos los tropos conocidos y que todos los giros del lenguaje.

Aquel «caballero, estoy á las órdenes de usted» dicho con la vocecita dulce de Lola, aquella cara ovalada, fresca, ingenua, inocente; aquel conjunto que constituía al ángel del hogar á la mujer bajo una de sus fases mas risueñas; aquella pieza confortable, aromatizada, en la que se respiraba cierto sosiego voluptuoso, cierto misterio dulce; todo aquello estaba iluminado por la luz siniestra de los celos: allí había como una tercera mano, trazando signos extraños en aquel ambiente de amor, en aquel nido humano tan apacible en otros días..

Lola, lo repetimos, era buena, era pura, era adorable, y según hemos podido ya apreciar, era superior á don Manuel; vivía, ó mejor dicho, era capaz de vivir mentalmente en una esfera de idealidad superior á la que le había tocado en suerte.

Por parte de don Manuel, sentía como si una mano de plomo lo pudiera soltar apenas de entre los bultos de casimires y muselinas para entrever una felicidad, que por difícil de entender había renunciado á estudiar.

La vida de la inteligencia abre tan anchos caminos al pensamiento humano, que á medida que éste avanza por los campos de lo ideal y de lo imperecedero, encuentra nuevas fuentes de vida y de vigor, de entusiasmo y de fé: pero los perezosos, los vulgares, los que simplifican la ciencia de la vida reduciéndola á los estrechos límites de la parte vegetativa y animal, los que al hojear el libro de filosofía, bostezan ante los logaritmos de la existencia espiritual, suelen, como don Manuel, encontrarse algún día impotentes para penetrar á un cielo que adivinan en un momento lúcido y que vuelve á perderse en las tinieblas de su ignorancia como un meteoro.

A don Manuel estaba pasando todo esto en aquellos momentos: se sintió inclinado á alcanzar con la mano aquel mundo espiritual que se le escapaba ante una impotencia de que él mismo no se daba cuenta, vio á su mujer, la contempló en silencio y le pareció bonita; pero á la vez sintió como si aquella mujer de quien él era dueño estuviese poniendo una barrera entre ambos, barrera que le impedía á don Manuel enseñorearse con su legítima propiedad.

Fué entonces el propietario, el marido en virtud del contrato social, el comerciante de inventario y partida doble el que se rebeló en don Manuel; no fué ni el amante, ni el esposo, ni el hombre fué el dueño de la casa quien vio á Lola, rebosando en el deseo de encontrarla culpable, porque ¡cosa rara! el celoso desea la certidumbre del crimen más que la de la inocencia; porque este deseo se ha engendrado en medio de los movimientos de la ira y del encono.

El celoso goza con la idea de llegar á una solución, y en medio de su perturbación siente el alhago de lo trágico, de lo espantoso, como si fuera una caricia infernal.

Probarle á Lola que era criminal, hubiera sido en aquellos momentos para don Manuel una especie de placer salvaje de que estaba sediento. Pero este principio de despecho y de injusticia parecían replegarse ante la tranquila actitud de Lola, ante su semblante sereno, como el de la inocencia; era como el resplandor del ángel ante la nube del odio, el que contenía á don Manuel para no hablar.

Lola miraba á su marido, y sin duda notaba en él lo que un ánimo tranquilo nota de incoherente y repulsivo en un loco ó en un ebrio.

Tan elocuente era así el silencio que reinaba en la habitación.

Este silencio fué interrumpido por la voz de don Manuel: su voz fué áspera y ronca, y hacía el mismo efecto que haría una de esas aves nocturnas graznadoras introducida en el nido de una tórtola.

—Lola, dijo de repente don Manuel.

—¡Ay Jesús! exclamó Lola estremeciéndose, más por echar en cara á su marido su aspereza, que porque su sistema nervioso se hubiese conmovido.

Volvió á reinar el silencio.

Era ese silencio soporoso y amargo de la desavenencia doméstica.

D. Manuel, por su parte, no encontraba la manera de abordar aquella cuestión que á él le parecía embarazosa y difícil; porque el celoso tiene siempre el temor de parecerlo, y vive en la mas amarga lucha entre su dignidad y su duda, entre su amor propio y su despecho, entre la repugnancia de confesarse ultrajado y el derecho de reclamar el ultraje.

Lola esperaba, según hemos dicho, tranquila, porque empezaba por ser pura y acababa por palpar la incompetencia de aquel juez parcial, medio loco y medio desgraciado»

—Pregunta mi curiosidad, dijo Lola inclinándose y apoyando su mejilla en una manita de marfil ceñida por los encages del peinador, ¿vamos á estarnos toda la santa noche uno enfrente de otro sin hablar?

—Lola, Lola, dijo en seguida don Manuel sin saber lo que iba á decir, pero queriendo decir algo: yo... Lola, es preciso que... porque... en fin... en esta situación, como comprenderás perfectamente, es imposible, imposible; vamos, que, esto no puede ser, al menos, tal es mi convicción; porque si al menos, quiere decir, si yo encontrara que tú... que te defendías y que... pero...

Despues de una pausa, Lola hizo una mueca de las mas graciosas, y dijo en seguida, dando á su voz la dulzura de que era susceptible:

—Tenga usted la bondad, señor marido, de traducirme al castellano todo ese raudal de palabras con que se ha servido usted obsequiarme..

—Parece que te burlas.

—No.

Este no, tuvo una entonación que no es para descrita.

—Y cuidado con provocaciones, dijo don Manuel rujiendo de ira.

—Ola, ola, dijo Lola reclinándose en el respaldo del sillón; nos ponemos furiosos, tomamos las actitudes de Otello, engruesamos la voz y amenazamos á nuestra querida esposita. Muy bien me parece, señor don Manuel, muy bien, esos son los efectos raros de...

—¿De qué? interrumpió don Manuel.

—Los efectos raros de esa majadería que se llama celos.

—Majadería?

—Si, señorito, no es otra cosa porque usted se ataranta; y todo un señor de patillas y dueño de cajón de ropa se permite descender hasta la clase de esos pobres maridos de cuartito, que maltratan á sus mujeres y tienen que dirimir sus dificultades y sus disputas ante un juez de lo criminal.

—¡Juez de lo criminal! exclamó don Manuel que estaba pronto á asustarse de todo. ¿Juez de lo criminal? ¿de qué crimen hablas? ¡Ah!... ta, ta, ta, ¿con que esas tenemos? ¿Juez de lo criminal? bien se conoce, mujer infiel, que no tienes en la cabeza más que crímenes, ¿y de qué otra cosa puede ocuparse quien...?

—Pido la palabra, dijo Lola con una gravedad cómica, de lo mas primoroso; se le ha deslizado á usted una frase, señor marido, contra la cual protesto solemnemente, contra la cual me declaro con toda la energía de que usted no me había creído hasta ahora capaz.

—¿Qué frase es esa?

—Ha dicho usted, si mal no lo recuerdo, esto: mujer infiel.

—¿Yo?

—Sí.

—¿Mujer infiel?

—Mujer infiel.

—He dicho bien, lo ratifico, lo afirmo, mujer infiel, mujer perjura, mujer....

—Chitón: las pruebas.

—¿Las pruebas? allá van; es usted infiel, supuesto que da lugar á que las gentes fijen la atención en actos que, cuando menos llamarían la atención del marido, menos del marido más... del marido más marido que se conoce, es usted infiel porque ese hombre viene todas las tardes.

—¿Qué hombre?

—Él…

—¿Quién es él.

—Deseas que te repita su nombre, que te refresque la sangre, ¿que te diga quién es?... Habráse visto impertinencia ¿con que tú no sabes á quién me refiero?

—No.

—¿No?

—No.

—Ah; ¿con que no sabes quién viene todas las tardes?

—¿Yo?

—Sí.

—Yo sé que viene todas las tardes... ahora verás, todas las tardes, todas las tardes, ¿González? ah no, no es él, porque González viene rara vez, ¿Villasana? no, porque Villasana nunca viene, Villasana... ha,! entonces ya caigo, el que viene todas las tardes, quiere decir, el mismo que viene todas las tardes es... es es ya mérito te lo digo, es es Zubieta.

Don Manuel, que había estado oyendo a mella peroración retorciéndose los dedos y mordiéndose los labios, se quedó viendo á Lola con una expresión de ira tal, que no encontrando palabra con que expresar lo que sentía, se conformó con mecerse, haciendo oscilar su cabeza de atrás á adelante como si en aquel vaivén hubiese encontrado don Manuel algo mas elocuente que la palabra y que los gritos.

Pero como este movimiento, que por otra parte no es del todo desconocido en la mímica teatral, se prolongase más de lo que un actor sobrio hubiera prolongado en el palco escénico, Lola dijo:

—Ay Jesús, qué te da, hombre de Dios, qué quiere decir esa oscilación, si pareces un péndulo, sabes que te estás volviendo loco?

Don Manuel se paró de un brinco, abrió la puerta, y se salió de la recámara.

Lola se quedó sentada, pero cuando estuvo sola fué cuando hubiera podido notarse en su fisonomía un cambio completo.

Pareció que un genio invisible había arrancado á Lola la careta con que se ostentaba risueña, festiva y pueril, y que en su lugar había exhibido la cara de una mujer agobiada por un largo sufrimiento moral.

Clavó la vista hacia sus pies, y en seguida se irguió como para sus pulmones tomasen una gran cantidad de aire, y suspiró profundamente.

Don Manuel había ido á sentarse en uno de los sillones de la sala.

Lola no se movió.

Don Manuel, por su parte, no hizo ruido sino despues de un largo rato en que se notó que había encendido un cigarro.

Así pasó más de un cuarto de hora.

Lola pensaba en si sería ó no conveniente llamar á su marido.

Don Manuel no entraba por no dar su brazo á torcer.

Volvió á transcurrir otro cuarto de hora.

Don Manuel creía que había transcurrido un siglo, á pesar de que el reloj de la sala sólo había sonado dos veces.

Lola fué por fin, la que se decidió á hablar.

Se levantó de su góndola y se dirigió á la puerta de la sala y preguntó con voz débil:

—¿No vienes?

—No.

—¿Por qué?

—Porque no.

La elocuencia del lenguaje ha llegado hasta inventar esta frase que hemos convenido en llamar concluyente, sin que por eso deje de ser impolítica.

Lola regresó á su góndola.

Al cabo de un rato, don Manuel fué quien entró á la recámara, y sin decir una palabra empezó á desnudarse.

Lola era quien todas las noches daba cuerda al reloj de don Manuel y lo ponía en la relojera.

Esa noche don Manuel, por la primera, en siete años, le dio cuerda á su reloj.

Lola que era capaz de resistir una tempestad, no resistió á esta prueba: clavaba sus ojos en las manos de su marido y en el reloj, pareciéndole que en cada vuelta de la llave, su marido trituraba, una tras otra, todas las flores de un ramillete de siete años.

Lola sintió ese traquidito particular de la laringe que precede á la efusión de una lágrima; ésta asomó extendiéndose sobre el borde de sus párpados inferiores, y prestando á los ojos de Lola un brillo que si don Manuel hubiera sabido comprenderlo habría abrazado á su mujer.

Un momento despues don Manuel torció la llave del quinqué y la habitación se sumergió de pronto en las tinieblas.

VII. El aprendiz

A eso de las ocho de una mañana de Diciembre, don Trinidad Domínguez, maestro herrero, se asomaba á la puerta de su taller dando visible muestra de impaciencia.

Avanzaba hacia la calle algunos pasos, y recorría con la vista lo largo de la calle en una y otra dirección, como en espera de alguno: en seguida volvía á la fragua, y con la paleta y el hierro de atizar removía los carbones y tiraba dos ó tres veces del cordel del fuelle, para tener la lumbre á punto para cuando fuera necesaria.

Hecha esta operación, volvía á asomarse, y se rascaba la cabeza, manifestando cada vez más desasosiego.

Despues de más de media hora de espera, divisó un muchacho que se acercaba corriendo en dirección á él.

—¿Qué hay? le preguntó cuando se hubo acercado.

—Pues nada, dijo el muchacho, don Catarino no está en la pulquería.

—¿Y los otros?

—De don Antonio me dijo el diurno que ayer lo hirieron.

—Adiós! dijo el herrero, ya ese barrió con los otros á la chinche.

Y el herrero dio una patada en el suelo, y en seguida dijo al muchacho:

—Mira, vé en casa de don Agapito, y le dices, que si me puede prestar dos oficiales, que yo le ayudaré despues.

Iba á irse el muchacho, cuando el herrero agregó:

—Oye, dile que tengo una obra de compromiso que ya sabe. Oye, que no más me los preste por hoy, que mañana se los vuelvo, corre!

El muchacho echó á correr.

Volvió á tirar el herrero del cordel del fuelle y se paró en la puerta de su casa.

—Buenos días, don Trinidad, le dijo un carpintero.

—Qué hay, maestro, le contestó el herrero, ¿cómo ha pasado usted la noche?

—Bien, bendito sea Dios, y usted?

—Yo aquí dado á los...

—Por qué? pues qué ha sucedido?

—Nada, amigo, estos oficiales!

—No han venido?

—No, qué han de venir!

—Ni los muchachos?

—Nadie.

—Pues ahora sí la hizo usted, amigo.

—Qué quiere usted, maestro, si estos artesanos!...

—Bah! con que lo mismo estoy yo, pues creerá usted que solo Pablo el de la pierna ha venido al obrador?

—Vaya si lo creo!

—Ya se sabe amigo, que los lunes...

—¡Malditos lunes!

—No parece sino que no tienen todo el santo día del domingo para emborracharse.

—No, si de á tiro la raspan, amigo, y que me canso de decírselo, aquí no hay San Lunes.

—Y luego, que como dicen vulgarmente, tendrá usted algún compromiso.

—Pues usted figúrese, amigo, las rejas del señor licenciado que hace tres semanas que debían haberse acabado, y el sábado vino, y la verdad amigo, también uno aunque sea pobre tiene uno vergüenza; no que por unos, pierden todos.

—El pecado del ratón, amigo.

—Ahí el señor licenciado vino, y que si los artesanos mexicanos por aquí, y los artesanos mexicanos por allí; y también, pues diga usted, uno qué culpa tiene? pues uno tiene que contar con los brazos, y pa qué? pa que le vayan saliendo á uno con que no vienen.

—Y lo peor es que cuando no hay trabajo, es cuando le vienen á uno á pedir y á rogar.

—Y vienen á pedir trabajo el jueves.

—Pues así me sucede, amigo. Y qué, ¿no los ha mandado buscar?

—Ya fué el muchacho.

—Y qué dice?

—Pues dizque hirieron á Antonio.

—Oiga! quién es Antonio?

—Adiós! pues el turnito; ¿cuál tiene la frazadita parda y el sombrerito de petate de esos chicos?

—Ah! el que sacó usted del hospital.

—El mismo.

—Y ya lo hirieron otra vez?

—Pues ya usted verá!

—Pues ese si que... diatiro. Pues un día lo matan porque creo que es medio maloso él.

—Alabado sea! pues si es de lo bueno.

Ahí no me anda sonsacando á los otros, y luego que la negra esa de la Tomasa...

—La del 8?

—Sí, pues ahí no anda con celos de la otra del sargento!

—Mala gente, señor, mala gente.

—Pues lo que yo me figuro, es que la Tomasa jaló recio el domingo.

—Vaya! y el lunes!

—Y la muy... me ha dejado sin oficiales..

—Si es una muerte! Oiga usted ¿sabe usted, dónde ha de estar Toribio?

—Dónde?

—Pues ése se va á beber los lunes hasta la Candelaria.

—Adiós...!

—Por vida de usted. Con que el vaquero que trae las vacas de don Gabino me lo dijo.

—Pues ése debe saberlo, porque viene por ese rumbo todas las mañanas.

—Vaya, amigo, pues siento los cuidados.

—Gracias, amigo.

—Conque hasta lueguito, D. Trinidad.

—Hasta luego maestro.

Esta conversación sirvió para calmar un tanto la inquietud del herrero, quien volvió á atizar los carbones, y á dirigir desconsoladoras miradas á unas varillas de hierro que eran el material del señor licenciado.

Volvió á asomarse á la puerta, y en esta vez no fué el muchacho que se había ido, sino otro, el que se dirigió á don Trinidad.

Era un niño como de doce años, y quien en su porte y sus maneras revelaba no pertenecer á la ínfima clase del pueblo.

—Dispense usted, le dijo al herrero: tiene usted trabajo?

—Trabajo? repitió don Trinidad.

—Sí, algo en que yo pueda ocuparme.

—Usted... tú... trabajo, y de qué clase?

—Es que yo quiero ser herrero.

El herrero vio á aquel niño de pies á cabeza.

—Trabajo! dijo el herrero al cabo de un rato, y luego salen con que se cansan.

—Yo no me canso.

—Eso dicen todos.

—Menos yo, dijo el niño, porque tengo necesidad de mantener á mi padre con el producto de mi trabajo.

—Posqué luego quiere ganar?

—Tan luego como yo sirva de algo.

—Vaya, pues empezarás por jalar el fuelle, pero como aprendiz.

A esta sazón llegaron á la herrería el muchacho enviado y los dos oficiales.

Entren, ¿los manda mi compadre?

—Sí, nos manda.

—Pues á trabajar.

—Qué se hace? dijo uno de los oficiales.

—Vamos á armar esas rejas.

Los dos oficiales dirigieron una mirada á las varillas de hierro como cansándose anticipadamente ante la dureza del metal.

—Y á cómo paga? dijo uno.

—Adiós, qué no saben, pues á como mi compadre?

—Qué dice, vale? le dijo un oficial al otro.

—Pues vamos, contestó el interpelado dejando hacia un lado su frazada.

El maestro tomó una varilla, uno de los oficiales atizó y el nuevo aprendiz comenzó á tirar del fuelle.

—Ontán los machos? preguntó un oficial.

—Allí, le dijo el maestro.

Y los dos oficiales se proveyeron de su respectivo martillo.

—Y está buena la cochina.

—Con una calda y dos calentones nos vamos viejos, dijo el maestro.

—Allá va, agregó despues de un rato, y sacó del fogón el hierro candente que despedía un vivo resplandor, lo apoyó en la cochina, y los dos oficiales descargaron sus compasados golpes.

Hermosas chispas brotaban del hierro que fué tomando el rojo, el color de hormiga, y el de hígado gradualmente.

—El calentón, dijo el maestro.

Y volvió á sonar el soplo del aleribis, y á desprenderse de la llama azul ese torbellino de chispas del carbón que se perdían en la campana como huyendo del soplo.

Al hacer la segunda calda uno de los oficiales arrojó sobre el hierro más arena de la necesaria, y el maestro dijo con aplomo:

—No empanice.

El aprendiz entre tanto no perdía movimiento ni dejaba de retener en la memoria cada uno de aquellos términos extraños.

Al sonar las doce, los dos oficiales suspendieron el trabajo y se retiraron para almorzar.

El nuevo aprendiz permaneció de pié, esperando las órdenes del maestro, quien, despues de contemplarlo, le dijo:

—Te habrás cansado.

—No, maestro, y aún me considero con fuerza para manejar el macho.

—Tú?

—Sí, quiere usted probarme?

—Ya lo veremos.

—Pues entonces sabes.

—Puedo ayudar á usted á hacer una calda sin empanizar como el oficial.

—Tú eres herrero.

—Empiezo á serlo.

—A la tarde nos veremos, y, si te aplicas, pronto ganarás dinero.

A las dos de la tarde no se presentó en la herrería sino uno solo de los dos oficiales.

—Pues el otro? preguntó el maestro.

—Pues por más que le dije…

—Qué?

—Pues siempre se lo agarraron á las tomadas y no quiso venir.

El aprendiz que había llegado un cuarto de hora antes que el oficial, le dijo al maestro:

—Yo tomo el otro macho.

—Tú?

—Sí, maestro.

—Pero primero en frío.

—Y diciendo esto tomó una varilla y la apoyó en la cochina.

—Dale, dijo.

Y el aprendiz blandió el macho y con admirable tino majó.

—Sabrás entrar á tiempo? le preguntó el maestro.

—Por qué no, contestó el aprendiz.

—Este sabe, dijo el oficial.

—Vamos á ver, dijo el maestro atizando.

Procedieron á la operación, y la nueva calda no tuvo que extrañar al oficial.

El trabajo no se interrumpió hasta las seis de la tarde, hora en que cansado el oficial, se despidió del maestro.

El aprendiz no estaba fatigado: por el contrario, rebosaba vida y parecía dispuesto á continuar.

—Cómo te llamas? le preguntó el maestro.

—Me llamo Gabriel.

—Conque te gusta el oficio?

—Sí, yo quiero ser artesano.

—Y por qué has preferido este oficio?

—Porque me gusta dominar el hierro, y porque veo que el hombre puede más que el metal, supuesto que lo funde y lo liga, lo forja, lo divide, y lo hace llorar lágrimas de fuego.

El maestro se quedó viendo á Gabriel con cierto asombro.

—Tú sabes leer.

—En qué lo conoce usted?

—En que eso que me dices es de libro, no es verdad?

—Es mío, pero bien puede estar en algún libro.

—Y sabes escribir?

—Sí, sé.

—Y contar?

—Eso es muy fácil.

—Fácil!... tú crees que todo es fácil.

—Queriendo, sí, todo es fácil.

—Sácame esta cuenta.

—A ver.

—Me pagan á doce pesos quintal de hierro labrado, y á mí me cuesta á cuatro; voy á hacer tres rejas para el señor licenciado, que han de sacar trece varillas cada una y cinco travesaños.

Gabriel había tomado un carbón de la fragua y escribía en la pared los números que iba oyendo.

—Cuánto pesa cada varilla?

—Cuatro libras.

—Y cada travesaño?

—Diez, cuánto gano?

—Entran tres quintales y seis libras.

—La jerré en las libras. Le quitaré de curaje á los travesaños.

—Entonces gana usted veinticuatro pesos.

—Las rayas pensó el maestro, pues es verdad, tienes razón; tú me harás las cuentas, y mira, lleva á tu casa esa peseta por tu trabajo.

—Gracias, dijo Gabriel, y se despidió de su maestro.

Así empezó Gabriel su oficio de cerrajero.

VIII. Los negocios de los agentes

Necesitamos dar al lector algunas noticias acerca de la ruina de D. Santiago.

Muy poco tardó en convencerse el pobre anciano, que había caído en una verdadera emboscada, y á partir del momento en que sospechó el fraude, no cesó en sus pesquisas é indagaciones hasta lograr poner el negocio en tela de juicio.

D. Santiago empezó á devorar lentamente su agonía en las antesalas y los juzgados, en los corredores y en el Palacio de Justicia, entre la lenta y desesperante tramitación judicial, y la inercia de los empleados de justicia.

Cada paso en la causa era el movimiento de una sola molécula, con respecto á aquel todo gigantesco que se llamaba causa.

Quedábanle á don Santiago escasísimos recursos que disminuían de día en día, convirtiéndose en papel sellado, en sacar copias, firmas, informes y palabras. Quedábale también poca esperanza de reunirse con su dinero, y tomó la resolución de introducir notables economías en su género de vida.

Gabriel se educaba en una escuela gratuita, pero despues buscó trabajo en las herrerías, de puerta en puerta: cuando lo consiguió, buscó su educación en una escuela nocturna para adultos, y ya había logrado llevar semanariamente una pequeña raya á don Santiago, quien, como hemos dicho, no descansaba un momento en sus pesquisas y gestiones cerca de la justicia.

En cuanto á Estefanía tuvo tiempo de ponerse en salvo, no sin escribir antes la siguiente carta:


C. de Vd., etc.


Muy señor mío:


Jamás hubiera ocurrido á usted en ninguna de las tribulaciones de mi vida á no ser en el caso en que, obligada por mil circunstancias desgraciadas, no me quedara más arbitrio que apelar á la caballerosidad de usted.

¿Se acuerda usted de la temporada de San Ángel? ¿recuerda usted las circunstancias en que se encontraba hace catorce años? Yo sí me acuerdo perfectamente, estuvimos en el Cabrío varias mañanas. Recuerde usted á aquella pobre mujer á quien usted amó, recuerde usted á su pastora, como usted la llamaba, recuerde usted lo que esa mujer lo amó, lo mucho que sufrió por usted, lo crédula que fué, y tendrá una idea de lo desgraciada que ha sido despues.

Usted lo sabe bien, tenía yo por desgracia una persona de quien dependía, y al sentir que era yo madre, vacilé entre reveler á usted mi estado, y huir del lado de mi verdugo para vivir con usted y con nuestro hijo, ó callar resignada para evitar las iras de mi verdugo odioso, iras que se hubieran descargado contra usted á quien tanto amaba.

Preferí callar, contentándome con el recuerdo de nuestras pasadas dichas, y con acariciar á nombre de usted y al mío, á mi pequeña Eloísa, á quien no ha querido usted reconocer, pero á quien reconocen todos en la fisonomía.

Hoy me veo precisada á ausentarme de la capital por un cuidado de familia, y creo llegada la vez en que un padre generoso y bueno, como lo es usted, ya que no supo ser amante agradecido, recoja el fruto de nuestro amor, y labre su porvenir quien es el autor de sus días y de su suerte.

Adiós, Zubieta, mañana espera á usted su hija en la casa núm.... de la calle de San Pedro y San Pablo.


Estefanía.


Cuando Zubieta leyó esta carta, recorrió con la velocidad de un telegrama una historia de catorce años de fecha, unida á la de aquélla de su incitante curiosidad en saber quién era Eloísa, curiosidad que lo había metido, según hemos visto, en otra historia no menos trascendental que la de Estefanía.

Zubieta hubiera querido tener delante á la autora de la carta, para decirle en sus bigotes que mentía, y que respecto á su supuesta paternidad, apelaba de la sentencia del superior, cuyo fallo consideraba injusto, temerario y difamatorio; pero todas estas razones y protestas, y más que le hubieran ocurrido á Zubieta en caso dado, se estrellaban ante este inconveniente: la acusadora había desaparecido y solo existía su supuesta hija, que como de catorce años, é hija de tal madre, en caso de que tal madre fuese, había de ser lo mas ladina que se conoce, y acaso no carecería de todo el desplante de su madre para decirle á Zubieta en sus bigotes:

—Usted es mi papá.

—Yo padre de Eloísa! se decía Zubieta pensando en que la voz de la sangre ne le había revelado nada, á pesar de su curiosidad de aquella noche por saber quién era Eloísa.

Zubieta entró en cuentas consigo mismo, y siguiendo el método del Padre Ripalda,. escudriñó la casa de su conciencia, buscando en los mas oscuros rincones, y no dejando traste que no levantara, ni mueble que no moviera, ni basura ni objeto que no analizara.

Este examen, como de conciencia, no nos ha sido trasmitido en sus detalles, que de buena gana quisiéramos conocer, y á esta, omisión debemos hoy no participar á nuestros lectores sino el resultado de aquella extraña mirada retrospectiva de Zubieta.

El resultado fué éste.

Eloísa no era hija de Zubieta.

En corroboración de la rectitud de este juicio, veamos lo que pasaba en la casa de Estefanía el día siguiente á aquél en que recibió el dinero de don Santiago,

Llegó Sotomayor jadeante.

—¿Qué sucede? preguntó á Estefanía.

Y ésta, con la misma vocecita dulce que la conocemos, dijo:

—Vaya usted á sacar dos boletos de la diligencia del Interior que sale mañana.

—Dos boletos! nos vamos? se va usted? á dónde nos vamos?

—Se van, agregó Estefanía, el señor... el señor Jiménez y su esposa.

—No lo conozco.

—Jiménez es usted.

—Y usted mi esposa?

—Sí.

—Oh dicha! y digo...

—Qué?

—Y las chicas?

—Las dejo.

—Cómo?

—A la grande con su padre.

—Quién es su padre?

—Zubieta.

—Es posible!

—No, no es posible, pero es creíble.

—Pero él lo cree?

—Lo negará, pero acabará por confesarlo, ya alguna vez le ha llamado la atención Eloísa.

—Y la otra?

—La otra se va con doña Pepita.

—Es tan urgente así la marcha?

—Mucho.

—Y la casa?

—Hay quien se quede aquí.

—Un hombre?

—No, una mujer; vaya usted, por los boletos.

—Ya vuelvo, hasta dónde vamos?

—A Guadalajara.

—Jiménez y señora?

—Sí.

—Hasta luego.

A eso de las nueve de la noche una mujer de siniestra catadura preguntaba en la cocina por doña Estefanía, con quien á poco habló en secreto, y á las diez de la noche Sotomayor venía cargando una maleta de viaje.

A eso de las doce de la noche, la casa de Estefanía quedó sumergida en el mas completo silencio, debiendo advertir, que las niñas de doña Estefanía dormían á la sazón en otra de las viviendas de la casa.

A las tres de la mañana Sotomayor encendió una vela, y sólo se oía ese ruido particular de la ropa, y esos pasos irregulares pero incesantes que revelan un preparativo.

—Ya? dijo Estefanía.

—Ya, contestó Sotomayor.

Y tomando éste las dos maletas echó á andar hacia el corredor seguido de Estefanía.

La casera había de recibir en aquella madrugada su última propina, de manera que estaba lista.

Abrió y salieron los viajeros diciendo sólo estas palabras:

—Hasta mañana.

Sotomayor caminaba detrás de Estefanía, no poco embarazado con las dos maletas: anduvieron las calles de San Pedro y San Pablo, San Ildefonso, las del Relox y la de las Escalerillas.

Allí los detuvo el guarda al volver la esquina.

—Qué llevan? preguntó.

—Equipaje para la casa de Diligencias.

—A la Diputación.

—No, hombre, soy el coronel Jiménez, ya podías llevar esto.

—No puedo, estoy eh mi puesto.

—Pues toma.

Sonó dinero, calló el guarda, y siguió Sotomayor andando.

Estefanía iba envuelta hasta los ojos, y en las silenciosas calles sólo se oía el compasado rumor de los pasitos de Estefanía y el de los tacones del coronel, que no parecía muy acostumbrado á cargar maletas, porque descansaba y tomaba aliento en cada esquina.

Recorrieron las calles de Tacuba, Vergara y el Teatro Principal, hasta llegar á la casa de Diligencias, en cuya calle aparecieron dos coches sin muías todavía.

Sentáronse Estefanía y Sotomayor en el dintel de una puerta, pero á poco rato salió un opaco reflejo de luz por la puerta de una de esas fonditas oscuras y misteriosas que hay en esa calle. Sotomayor mandó hacer chocolate y un momento despues lo tomaba en compañía de Estefanía que empezaba á hacer el papel de su señora desde aquel momento.

Se abrió sin ruido la puerta de la casa de Diligencias, fueron llegando uno á uno los pasajeros de los dos carruajes que se detenían á las cercanías de los vehículos, como midiendo cada quien la resistencia de sus huesos en la larga travesía que se veían obligados á hacer dentro de aquellos beneméritos cajones.

Estefanía y Sotomayor fueron los primeros en acomodarse.

Empezaron á sonar las cadenas de la covacha y de los tiros, y á oírse el chasquido de las herraduras de las muías en el empedrado.

Poco á poco fué llenándose la diligencia, hasta que llegó el momento decisivo, y tronando el látigo, partieron las muías, tirando aquella mole, y produciendo un ruido que sirve á muchos vecinos, en un gran perímetro de la ciudad, para saber la hora que es.

IX

Mediaron varias explicaciones entre Lola y don Manuel, y entre don Manuel y Zubieta; pero ninguna de ellas llegó á tener para don Manuel el poder suficiente para librarlo del tormento de sus celos. Por el contrario, él solo se había reducido á una situación todavía más embarazosa que la primera.

Había tenido que probar plenamente que con respecto á Zubieta, y sobre todo, á Lola, se encontraba completamente tranquilo.

—Pues no faltaba más, decía don Manuel, sino que me atreviera á desconfiar de un amigo tan leal y tan caballeroso como usted, don Pepe, ¡qué disparate! en todo caso, le conozco á usted como á mis manos, y sé bien á quién recibo en mi casa.

—Ahora, en cuanto á Lola, Lola es un dechado de virtudes, Lola es incapaz de faltarme ni con el pensamiento. Ah! si todas las mujeres fueran como Lola, el mundo caminaría de otro modo.

Con éstas ó parecidas razones, terminaba siempre cualquier tropiezo en la marcha amistosa de aquellos tres personajes.

Zubieta por su parte, no cesaba de decirle á Lola, de decirse á sí mismo lo siguiente:

—Yo enamorar á Lola! Lola es una niña, es una niña que tiene su mérito, y que vale mucho, tanto que no me parecería remoto que inspirara todavía una pasión; pero por otra parte, Lola no es precisamente mi tipo, yo gusto de las mujeres un poco más... pues, un poco menos... quiere decir... eso sería un disparate, y en circunstancias en que el marido hace de mí una confianza, ¿confianza? no, precisamente en cuanto á confianza no estamos muy de acuerdo, y tengo estos datos el día de Corpus; el último día de Corpus don Manuel ha estado visiblemente contrariado. Tan luego como la casualidad, porque fué la casualidad, me colocó junto á Lola en la mesa, adiós marido! empezó á poner cara de tal, no comía, fingía sonreírme, estaba violento, se lo notó Lucesita; en fin, el hombre estaba desconfiado.

El, por supuesto, que se llena la boca con decir: Zubieta es un amigo leal, y Zubieta es un caballero; pero no quisiera reventar con lo que le queda dentro, y... francamente, desde que yo veo al marido celoso, me parece que corro un riesgo inminente. Entonces es cuando yo encuentro que la pobre de Lola se queda en el aire, y entonces es cuando mi caballerosidad raya en heroísmo.

Por lo visto, decimos nosotros, aquellos tres personajes estaban representando cada uno un papel muy difícil de sostener, y cuyo desenlace debe interesar á todo aquel, que fije la vista en el matrimonio.

Debemos, por lo tanto, detener un poco nuestra atención, y estudiar á estos tres personajes, víctimas de la desgracia.

Lola tenía todo lo que puede constituir una mujer honrada, una buena esposa; tenía moralidad, amor, educación y orgullo.

D. Manuel era un buen hombre en toda la acepción de la palabra: trabajador, sobrio, arreglado, metódico, económico, y hasta campechano; era además caritativo, y en una palabra, honradote. No era muy "buen mozo, Lola le había notado ser un poco caído de hombros, tenía las manos y los pies grandes, y era mas moreno que lo que Lola hubiera soñado en materia de color para un amante ad hoc, y hasta para padre de sus hijos.

En cuanto á Zubieta, era un buen sugeto, como sabemos ya, no era ni pillo, ni mucho menos uno de esos atrevidos que osan ajar flores, ni meter hoz en mies agena, ni nada de eso, por el contrario, Zubieta era hombre que sabía á qué atenerse en materia de moralidad y buena conducta, conocía toda la gravedad del asunto que manejaba, aún á sabiendas de que tenía su alma en su almario, y de que no obstante los cuarenta y siete y la respetable calva que lucía, su corazón latía en regla y no se le despegaba tal cual suspiro Abelardesco, ó tal cual flor bien matizada.

Y no obstante aquello, andaba mal el pedestal de aquellas honras; solía tambalear; con una lágrima femenil, con un rugido marital, ó con una terneza insidiosa.

Este estado moral estuvo naciendo de sí mismo por espacio de mucho tiempo.

Por ejemplo: cesaba la tormenta, se tranquilizaba don Manuel, recobraba esperanzas Lola, perdía terreno Zubieta y soplaba por lo visto, el viento de la felicidad conyugal.

Todo iba á pedir de boca.

D. Manuel se ponía sedoso y dulce.

Lola se ponía legítimamente tranquila.

Zubieta dejaba de ir una tarde, en la que devoraba su mal humor en la Alameda.

Pero de repente le picaba algo á don Manuel, y tornaba á ser hosco, y luego nimio, y por último, ridículo; se ponía á analizar cualquier circunstancia casual.

Por ejemplo ésta:

Una noche departía con su mujer á quien acababa de traerle un cucurucho lleno de castañas cubiertas.

Lola estaba partiendo una castaña para darle á don Manuel un pedacito en la boca, cuando de repente sonó un organito en la calle: don Manuel soltó el pedacito de castaña, y de un salto se plantó en el balcón..

—Qué sucedió? gritó Lola asustada.

D. Manuel abrió la vidriera, clavó la vista en el italiano del órgano, medio bufó y movió la cabeza como midiendo á aquel siniestro avisador.

El italiano creyó que su sonata estaba siendo del agrado de aquel señor, que se serenaba en cambio de los aullidos del organito, y aquel dilettanti callejero, por un exceso de coquetería, movía el resorte y le aplicó el trémolo á su sonata, que era un trozo de Nabuco que han oído un millón de veces los doscientos mil habitantes de la capital.

—Trémolo! murmuró trémulo don Manuel, devorando con su mirada la calle, pareciéndole que en cada transeúnte sorprendía á Zubieta.

Despues del primer da capo, el italiano notó que don Manuel no hacía movimiento para dar propina.

Odi, vedi é taci se vuoi ávere in pace, dijo para sí el italiano, avanzando dos pasos en dirección de don Manuel, sin dejar por eso de voltear la ciguiñuela.

Y aquí fué donde don Manuel perdió los estribos.

—Esta música es para acá, es claro, Zubieta no ha venido, yo debía haber salido, Lola se ha quedado sentada, cuando lo natural hubiera sido asomarse conmigo á oír la música; pero el pecado acusa; apuesto á que está temblando de emoción: pillé la prueba, esto es horrible! infame!

Volvióse á la sala don Manuel, clavó en Lola una mirada de tigre de Bengala, se acercó, clavó de nuevo la vista en el prendedor que Lola tenía en el pecho, para calcular por sus oscilaciones el grado de emoción en que Lola se encontraba.

El prendedor oscilaba con un movimiento que á don Manuel le pareció de cien pulsaciones por minuto; hubiera querido tomarle el pulso á su mujer, pero no había necesidad.

Don Manuel estaba pálido de furor, se puso el dedo en la boca, entró á la recámara, tomó su capa y su sombrero, y se salió á la calle.

Lola no se movió.

Oyó los pasos de su marido por el corredor, luego por la escalera, luego por el patio, y por fin se perdieron.

El balcón se quedó abierto; á Lola le pareció que no debía cerrarlo ni abrirlo; más: ni asomarse, ni moverse, ni reírse ni llorar. Lola se quedó estática.

No había tenido tiempo de pensar en lo que le estaba pasando, cuando entró Zubieta.

—Zubieta, dijo Lola estremeciéndose.

—Qué, criatura, por qué se asusta usted?

—Yo... Zubieta!

—Qué pasa? qué es esto?

—Estaba usted ahí?

—Dónde?

—En casa.

—No.

—Llega usted ahora?

—En este momento, por qué?

—Encontró usted á mi marido?

—No.

—Acaba de salir.

—Me necesitaba?

—No.

—Entonces?

—Zubieta!

—Qué, qué sucede aquí por fin?

—Váyase usted.

—Irme!

—Sí.

—Pero criatura, explíquese usted.

—Mi marido está furioso.

—Por qué?

—No sé.

—Y por eso he de irme?

—Qué será bueno hacer?

—En todo caso, serenarse, porque esa emoción se prestaría....

—Es cierto.

—Por fin, me voy?

—No, quédese usted.

—Vamos, esa es ya otra cosa, al menos podremos hablar; cuénteme usted criatura, qué ha sucedido, y sobre todo, deme usted la mano, porque no nos hemos saludado.

—Cómo le va á usted? dijo Lola, dejando escapar en medio de la angustia de su situación una sonrisa.

En seguida le contó á Zubieta, al pié de la letra, lo que acababa de pasar.

Reinó en la sala un largo silencio.

—Qué piensa usted, Zubieta? dijo por fin Lola.

—Pienso, criatura, en que este negocio es muy grave y en que cada uno de nosotros está aceptando indispensablemente un papel de muy difícil ejecución. Los celos, hija mía, es la mas estúpida de las pasiones, y la mas fecunda que yo conozco en materia de situaciones originales.

Crea usted que por mi parte, estoy dispuesto á sacrificarme por la tranquilidad de usted, porque mi cariño es tan sincero y tan profundo, que si, á costa de mí mismo, pudiera volverle á su marido de usted la confianza que ha perdido, me sacrificaría gustoso, sin aspirar siquiera ni á que usted pudiera medir mi sacrificio; pero como usted ha visto, estoy en una posición en que es tanto mas difícil acertar, cuanto que el juez á quien tendría que someterme, empieza por perder el sentido común.

Veo con profundo sentimiento, que no ha bastado ni mi lealtad, ni las protestas mas sinceras, ni aún los hechos mismos.

Para mí tengo solamente cuánto vale mi abnegación; pero á medida que me empeño más en guardar un equilibrio tan difícil, cuanto penoso para mí, veo con profunda pena que todo se estrella ante una manía que tiene el funesto poder de hacer de lo negro blanco, y de lo blanco negro.

Mi primera proposición, repetida lealmente cuantas veces ha sido necesario, ha sido la de retirarme resueltamente, y siempre he obtenido por parte de don Manuel, no sólo las mas cumplidas satisfacciones, sino la súplica de que no dé yo lugar con mi separación á que el público me atribuya una derrota vergonzosa, en la que sería tan odioso vindicarme, cuanto suponerla cierta.

Por otra parte, y en esto, criatura, no obro sino conforme á mi conciencia de hombre honrado, antes la estimaba á usted porque conocía cuánto vale. Antes.... sí, debo decirlo para ser consecuente con mi plan de lealtad; antes no temía nada por usted, ni por mí mismo.... hoy....

—No siga usted, Zubieta.

Una mirada terminó la frase.

Entre los ojos de Zubieta y de Lola, surgió una historia que no hubiera podido leer nadie, ni mucho menos oír, aún suponiendo que hubiera alguno que escuchara aquella conversación.

—Puede ya, sin exponernos, prolongarse por más tiempo esta situación, cuando ésta y otras circunstancias parecidas á la presente, estarán sin cesar obligándonos á romper un día con todo miramiento?

Todo, criatura, todo en la sabia armonía del mundo, propende á guardar las leyes generales á que están sujetas la materia y el espíritu incesantemente.

Si usted amara y fuera amada en la plenitud del mas perfecto idealismo, si en espíritu estuviera usted adherida por su misión á formar sólo la mitad de un ser esclavo, que no existiría usted para mí, es claro que no sospecharíamos siquiera ninguna homogeneidad entre nosotros, y usted, espíritu de otra encarnación perfecta, sería intrasmisible hasta en idea.

Pero el peligro de nuestra situación consiste en que todo propende á su centro, y en que ese fluido magnético que circunda al mundo y que á veces se llama amor, cumple eternamente su misión de unir.

Vea usted, Lola, voy á hacer una comparación:

Una flor es una criatura perfecta que cumple su misión de vida obedeciendo con placer á la ley que le manda crear, abrirse, dar su aroma, fecundarse y morir.

Todos los consorcios realizados en la naturaleza orgánica, deben por ley irrevocable ser perfectos.

De la misma manera deben verificarse todos los consorcios morales en el orden intelectual.

En cada cuerpo entra la cantidad de elementos matemáticamente indispensables para que su existencia sea perfecta.

Así se forma el agua y el fuego, las flores y todo lo que es el resultado de uniones prescritas por la sabiduría infinita.

Una flor no puede guardarse su aroma, lo tiene para el aire y por el aire; ¿qué haría la flor si no tuviera el aire á quien dar su aroma?

—Se moriría, contestó Lola maquinalmente.

Al llegar á este punto, fué sólo cuando Zubieta comprendió cuan lejos había ido.

Lola también lo comprendió, y hubiera querido retirar su frase, ni más ni menos que el dictamen de una comisión, pero ya estaba dicha, y Lola se contentó con bajar los ojos.

—Hace mucho tiempo, continuó Zubieta, estoy persuadido de esta gran verdad.

—Sólo la unión moral preserva al matrimonio, la unión por razones puramente del orden material es imperfecta, en cuanto á que el espíritu es inseparable de la materia…

Hé aquí la gran dificultad del perfecto consorcio y el origen de tan repetidos infortunios.

X

Aquella noche iba á ser fecunda en emociones. Esperábase al marido de un momento á otro, y á juzgar por el arranque que había tenido, no estaba en situación moral muy á propósito para entrar en razón.

—Qué hacemos? preguntó Lola.

—Qué hemos de hacer, contestó Zubieta, esperar tranquilamente á don Manuel..

—Dios me libre, se va á armar una.

—Que se arme.

—Eso dice usted?

—Es natural.

—Por qué?

—Porque huir sería hacerme delincuente, sería la corroboración de sus sospechas.

—Pero por otra parte, objetó Lola, cómo le podríamos probar que el organito ha sido una coincidencia casual?

—Es muy sencillo, yo me encargo de eso.

—Temo que no vaya usted á tener la calma necesaria para rebatirle, y...

—Tendré toda la calma que sea necesaria, y sobré todo, cuando todo lo que en este particular haga yo, nunca será con más espíritu, que el de reconciliar los ánimos y procurar á toda costa la tranquilidad y la paz en esta casa.

—Así lo creo, Zubieta, y se lo agradezco á usted infinitamente; pero temo que todos sus esfuerzos de usted se estrellen ante la obstinación incomprensible de mi marido.

Estoy convencido de que una vez rotos en el matrimonio ciertos eslabones, éstos no se pueden soldar, y veo con una tristeza profunda, que cada paso que mi marido da en la senda que se ha propuesto seguir, lo aleja más y más de mi cariño.

No habían dado las diez cuando se presentó don Manuel.

Saludó á Zubieta con visible desagrado, no le habló á Lola y entró á su recámara.

Pasó un largo rato, al cabo del cual don Manuel vino á sentarse en uno de los sillones de la sala frente á Zubieta.

Transcurrió otro largo rato de silencio; pero Zubieta fué quien se decidió á romperlo.

—Qué tiene usted, don Manuel?

—Nada, por qué?

—Le veo á usted preocupado.

—Sí, es cierto, hay cosas que por más que uno no quiera saber.

—Pues qué ha sabido usted?

—Nada, chismes, cosas que no valen la pena, pero que siempre molestan: figúrese usted que Lucesita es una de las personas que se han empeñado en ocuparse de los asuntos privados de mi casa y toman la cuestión con un calor que no parece sino que escosa que les incumbe directamente.

—Pues qué dicen, don Manuel.

—Decían que usted, que si viene usted todas las noches y que te fué y que vino, y que si yo, y que si pobre de mí, y luego que la pobre Lola, y qué se yo; es ésa una jerga que no he acabado de comprender.

—Y usted da oídos á semejantes consejas? en todo caso, nadie mejor que usted sabe á qué atenerse con respeto á las personas que le rodean, pues supongo que las protestas de usted en este asunto son enteramente sinceras.

—Ah! por supuesto, no hay que dudarlo, pero por otra parte, debe usted convenir en que es muy molesto que las gentes estén pendientes de cuanto uno hace.

La situación en que como hemos visto ya estaban colocados don Manuel, Lola y Zubieta, era un verdadero callejón sin salida, en el que mientras más se tratara del asunto, más había de complicarse.

El delicado y grave asunto de las infidelidades conyugales, ha dado ocasión á ingenios muy superiores, á entrar en un mundo de consideraciones filosóficas, de las que unas veces nacen teorías mas ó menos absurdas, ó conclusiones extravagantes: pero en lo que sí no cabe duda, y lo que nosotros aceptamos, como corolario, es en que todos los males que emanan de la falta de acuerdo en el matrimonio, son siempre gravemente trascendentales, y todos esos males tienen por origen la imperfección en la unión moral del matrimonio.

A medida que las sociedades se materializan, aumenta el número de víctimas conyugales. El inmoderado deseo del lujo y los placeres, las comodidades, y ese conjunto de oropeles y aspiraciones á que se entregan las sociedades movidas al soplo de una civilización deslumbradora, van cegando, de día en día las fuentes puras del idealismo, y agostando esas primeras flores del alma, cuyos aromas son esas virtudes de que se ríe el materialismo actual.

Por fortuna nuestra aún subsiste en México el matrimonio de inclinación, calificado de estupenda barrabasada en sociedades que se reputan mas adelantadas que la nuestra.

Pero lejos de imitar á los que contratan mujer y ajustan matrimonio, nos place conservar siquiera respeto por el matrimonio por amor, porque sólo en la unión moral perfecta encontramos que puede garantizarse la felicidad conyugal.

La elección: hé aquí el primer tropiezo y la mas grave de las dificultades con que empiezan á luchar los contrayentes.

¿Qué novio no cree haber sido maestro en la elección? ¿qué desposado no está orgulloso de su conquista?

Pero al mismo tiempo, cuántos son los que no creen haber ahogado en su matrimonio una ilusión ó una esperanza.

Sentid un día en vuestro corazón ese divino extremecimiento de amor que se parece á esas oscilaciones espontáneas de las flores, cuando tal vez al abrirse han experimentado todo, el placer de vivir; leed en medio de ese rayo fulgurado de vuestra alma á merced del nuevo soplo de vida que recibís, leed en unos ojos que destellan la refulgente promesa de un amor que es lampo, que es aurora, que es luz de un mundo superior, adivinad todo esto en una mujer á quien hacéis ángel, en un ser que imagináis ser el único en la creación, dueño de vuestra ventura, única felicidad; temblad, y en el fluido de vuestra mirada irán no sabemos qué átomos invisibles que van á mezclarse en los efluvios de vuestra aparición, de vuestro foco de dicha encarnado en una criatura hechicera, sentid que vuestra alma vuela hacia ese universo que os atrae y que os endiosa.

Entonces sentiréis como otro fluido que también se desborda y vuela hacia vos, trae no sabemos qué moléculas invisibles que vienen á apoderarse de los efluvios de vuestra alma.

Entonces os sentís multiplicado por vos mismo, vivís con el crecimiento, y centuplicando vuestro poder vital, habéis sentido vuestro espíritu engrandecerse, al percibir una perfectibilidad moral cuya existencia ignorabais.

Concentraos enseguida en aquel solo ser que estáis destinado á adorar, consideradle como la fuente inagotable de vuestra dicha, y amad, amad como se ama á los veinte años, con la fé del mártir, con el entusiasmo del poeta, con la poesía del ángel, amad, anegándoos en una felicidad mas grande, cuanto mas inmaterial, mas embriagadora, mientras mas casta; os sentiréis dueño del mundo, en fin, como si todo el mundo estuviera lleno de amor.

El amor que os dan, es el primer amor; el amor de una virgen tan tierna como casta, y pura como los ángeles.

Vuestro espíritu y el de vuestro ángel son una sola llama; vuestro amor una sola luz.

Seguid levantando los ojos en vuestra dulcísima mistificación, y no veáis que á vuestros pies está la carne, y que os habéis arrodillado sobre un nido de culebras.

Seguid, y cada uno de los detalles de vuestros amores irán nublando la primera irradiación de vuestro espíritu, y en cada paso que daréis en la senda de vuestros amores, irán poniéndoos en contacto con el mundo material que os acecha y que os arrastra á su prosa; y á medida que vuestro primitivo entusiasmo os impulse hacia arriba, tendrá necesidad de descender de vuestras alturas, hasta tener que pagar con centavos á los que van á permitiros que seáis feliz. Admitirán todos los que os rodean las locuras de vuestro entusiasmo, y la poesía de vuestros amores sólo como el primer capítulo de vuestra obra, y os urgirán porque continuéis, porque todos quieren que lleguéis al fin de una historia que nada les importa; y desde que os veis rodeado de vuestros parientes y urgido por las consideraciones sociales á hacer lo que todos hacen y lo que han hecho todos los que os han precedido, en el uso de su propia felicidad, ya no tendrán tiempo sino de ocuparos en una tramitación embarazosa, y vaciláis aún, lleno de sublime amor, en si comprareis dos sartenes, ó si vuestra presunta esposa necesitará ollas de hierro estañado; interrumpirá la mas brillante de vuestras elucubraciones amorosas, la costurera que os consulta un dobladillo y el tapicero que pregunta cuántas camas necesitáis; hay quien os ofrezca cuna, pero vuestra suegra se opone á la compra sin dar sus razones; se ríen en vuestras barbas vuestros amigos solterones, y notáis un cambio incomprensible en cada fisonomía. No os ocurre consultar á nadie si os casareis, porque ya lo habéis decidido; pero todos se guardan de aconsejar á usted que lo piense.

Como es muy natural, elogiareis á vuestra novia por vía de desahogo, y encontrareis la misma clac por todas partes.

Algunos zumbones os pondrán la mano en el hombro para deciros: «¡conque te casas! » y estudiarán vuestra fisonomía cuando pronunciéis el sí que daréis á todos los que os lo pidan, y os ocupareis, en fin, de tantas cosas, que sin cesar vendrá á vuestra mente esta idea:

Se os figurará que habéis interrumpido una conversación con vuestra novia; estareis procurando recordar á cada paso, qué cosa es lo que teníais que decirle, y de la que no podéis acordaros; os parecerá que habéis hablado poco con vuestra novia, porque han sido tantas las interrupciones y tantos los testigos, y habéis luchado con tantos pequeños contratiempos, que os parecerá que os falta algo.

Recordareis vuestro primer deslumbramiento, porque esa impresión no la olvidareis jamás, ni volvereis á sentirla y sólo os consolareis con la idea de que pasadas las ceremonias, estaréis horas enteras con vuestra mujer, solos, muy solos, sin nadie que os interrumpa, sin testigos importunos, y reservareis para entonces muchos pensamientos sueltos, muchas cosas que os habéis dejado en el tintero.

Por más que os tardéis dos meses en preparar vuestro matrimonio, os parecerá que lo habéis hecho todo con precipitación.

Por fin os casáis.

La emoción os produce una especie de abrumamiento; pasáis como sobre arenas por todos los trámites, y hay momentos en que en vez de pensar en el paso que vais á dar, os entretenéis en contar los botones del chaleco de un quídam ú os distrae una labor del tapiz de la sala, ó pensáis en un detalle pueril más de lo que en sí merece, pero sin poderlo remediar.

Pero en medio de todo, propenderéis á llevar vuestro pensamiento á los primeros días de amor, al primer instante, ese primer instante lo habéis estereotipado en vuestra alma, y todos vuestros sueños, y todas vuestras ilusiones, propenderán á parecerse á aquellos instantes, como si quisierais soldar los dos eslabones de una cadena rota.

Os casáis por fin.

Pero los dos eslabones siguen sin unirse; habéis tenido muchas visitas, se os han aglomerado vuestras atenciones, han continuado las interrupciones inoportunas.

Vos no lo sabéis, pero ha empezado á correrse el velo de un escrúpulo en vuestro primer deslumbramiento; tenéis cien horas de vida material, por un instante de idealismo.

El mundo no os deja poetizar, os interrumpe á cada paso; vuestra mujer siente todo esto, pero no se atreve á explicároslo, porque le parece una cosa muy grave hablar de eso, y porque teme que interpretéis mal sus palabras.

Le hacéis á vuestra mujer los últimos cumplimientos, de que se reiría de buena gana un observador y los dos eslabones siguen desunidos.

La prosa de los acontecimientos va gastando vuestro anhelo por idealizar, y ya os acordáis con menos frecuencia del primer día de amor.

El mundo acabará por bajaros de vuestro pedestal.

Vos cumpliréis con el mundo, y vestiréis á vuestra mujer creándoos una situación ficticia, de un lujo que empieza á espantaros, y os decidís con energía á aceptar el papel de buen marido: sois puntual, sois sobrio, sois metódico, no falta nada en vuestra casa.

Os seguís olvidando de los eslabones rotos, y como si de intento lo hicierais, os acordáis de anudar ciertas conversaciones con vuestra mujer, precisamente cuando no estáis solo con ella; despues os encontráis las visitas, los" curiosos, los convidados y los parientes.

Nada de eslabones.

Os da por comer bien y por estar bien servido; os volvéis nimio, y os preocupa la salsera y la fuente, y el cubierto y las servilletas.

Cuanto tenéis en qué pensar, vuestra vida sigue agitada á pesar de que ya se acabó el quehacer de la boda..

Pasan los meses, viene la primera enfermedad, os afectan, se afectan las visitas, teméis, y aplazáis la conversación que teníais preparada acerca de las primeras impresiones y la cadena sigue rota.

Por último, pasa un año, tenéis mucha confianza ya con vuestra mujer, y os empieza á parecer inoportuno hablar de lo primero, y lo que es más, os tranquilizáis con respecto á este punto, pensando en que vuestra mujer es tan buena mujer que no debéis calentarla la cabeza con esas cosas, porque al fin podían hacer un mal papel.

El día menos pensado exclamáis:

—En fin, ha pasado ya la luna de miel, ya sé lo que es ser casado.

Vivis, vejetais, y acabáis por acostumbraros á todo.

Los eslabones no llegaron á unirse.

Despues... navegáis en la misma tabla que todos los maridos.

Es que al sentir el amor del primer día, abristeis la puerta del mundo espiritual y la dejasteis entreabierta para bajar al mundo de las necesidades materiales.

Lola y don Manuel habían hecho otro tanto.

Estaban expuestos á ser muy desgraciados.

La opinión pública, ese Argos sempiterno, ese juez inexorable, que no sabe pronunciar más que un solo fallo, había lanzado su estigma sobre aquel matrimonio...

XI. Adiós

En la banca del mundo todos los hombres somos jugadores inexpertos.

Afortunadamente, no hemos llegado a leer ni la primera letra de ese libro que se llama porvenir.

Esta ignorancia es la que incuba nuestras mas risueñas esperanzas.

Equivocarse: hé aquí nuestro gran consuelo: hé aquí la muestra palpable de una. Providencia que vela por nosotros, y que le permite al reo de muerte prodigar sonrisas y forjar quimeras para mañana.

Si hubiéramos de saber á punto fijo lo que sucederá mañana, cuan desgraciados seríamos.

La sabiduría infinita ha detenido el vuelo de la ciencia humana, dejándola vivir sólo de momento en momento para que el hombre ignore siempre su mañana, en cambio de saborear el necesario placer de la esperanza.

Ayer no sabíamos, como no lo sabe la hoja del árbol, que soplaría hoy un viento que nos había de arrebatar, desde el callado gabinete del novelista, hasta el Paquete inglés.

El mar está delante de nosotros, y nuestra mirada fluctúa entre esa inmensidad que nos fascina, y Gabriel el cerrajero que nos espera con su martillo en la mano.

Entre el mar y Gabriel están nuestros lectores, nuestros queridos lectores de dos años.

A vosotros nos dirijimos para haceros una confidencia, supuesto que sois amigos nuestros.

Vamos á cumplir con un deber que nos impone el corazón.

Este deber es deciros adiós.

Al comenzar á escribir el presente libro, nos propusimos tratar en él dos cuestiones importantes: la una era la felicidad conyugal; la otra presentar el modelo del obrero.

Para dar cima á esta empresa, tíos propusimos escribir dos tomos, y acaso ni esos dos tomos hubieran bastado á nuestra pobre pluma para desarrollar debidamente un plan semejante.

Festinar los acontecimientos, aglomerar los hechos, y escribir con la precipitación del que desea concluir, hubiera sido malograr el plan, mientras que, por otra parte, dejar la obra en suspenso no era tampoco conveniente. Era preciso, pues, optar por un medio y es el siguiente:

Dejaremos terminada la narración histórica de los sucesos; daremos el último toque á la acción dramática de la obra, quiere decir, sabrá el curioso lector en qué pararon sus personajes conocidos; pero en cuanto á la parte filosófica, no está en nuestra mano completarla, y nos conformamos con dejar iniciada la importante cuestión que fué nuestro tema, desprendiéndose naturalmente de los cuadros hasta aquí trazados estas grandes verdades: el materialismo es enemigo del matrimonio, es necesario espiritualizar el amor so pena de descender al desacuerdo: el matrimonio contraído por medio de la unión moral perfecta es inexpugnable.

No somos de los descreídos para quienes la felicidad conyugal es una quimera, y para los cuales no hay unión moral perfecta.

Esta unión puede existir siempre que la educación de los contrayentes los induzca á estudiar ese equilibrio delicado de las pasiones, y los efectos entre dos individuos de contrario sexo.

Si bien lo analizamos, nada puede ser mas armónico que esa unión moral atendiendo á que si bien la mujer es un enigma viviente, en la variedad de sus prendas morales hay elementos indestructibles, hay debilidades que valen por toda la fuerza del hombre, y heroísmos que valen por todas las vilezas.

Despues de venir debatiéndose hace mucho tiempo la intrincada cuestión del matrimonio, hoy se llega como en el término de un viaje á estas soluciones terribles: la ley penal, el divorcio, el castigo sobre la desgracia, el escarmiento que á nadie aprovecha, el derecho ultrajado, la honra escarnecida, la justicia por mano propia, la deshonra por la honra, el deshonor por la venganza, y en ese dédalo del que difícilmente saldrán, ni la ley, ni la sociedad, nosotros nos habríamos remitido al origen de las cosas, para traer de allá una consecuencia saludable y sin necesidad de apelar á nuevas utopias que son emanadas, es cierto en lo general, por un noble arranque de indignación contra el crimen; somos de opinión que vale más prevenir que castigar, y que nada nuevo tenemos que inventar para cortar el cáncer social, sea cual fuere la forma en que se presente y el carácter que tome, supuesto que en materia de moral está dicha la última palabra.

Sentimos, por lo tanto, que este nuestro trabajo, que creemos de alguna utilidad, sea interrumpido por un acontecimiento, por el cual esperamos habrán de felicitarse muchos de nuestros lectores.

En suma, el autor de la LINTERNA MÁGICA va á hacer un viaje, y como quiera que la pluma de FACUNDO ni se ha cansado, y mucho menos se ha dado ya por satisfecha con solo siete libros, al escribir el fin del Tomo 70, y decir adiós á sus queridos lectores, les ofrece aún nuevos libros que seguirán y aún con variados colores, amenizando algunos ratos de solaz.

Y como FACUNDO no renuncia al placer de seros útil y agradable, y de entretener siquiera algunos ratos vuestra atención, os asegura que donde quiera que esté, se acordará que sus impresiones y sus sentimientos pertenecen á un círculo querido de amigos que durante dos años lo han acompañado en ese vasto campo de la idealidad y el pensamiento.

Si entre vosotros, lectores amigos, hubiera habido ya quien aproveche algunas de mis tendencias moralizadoras, ese bien fraternal, de que he sido autor, es mi laurel, y ojalá que mis obras escritas siempre por amor al bien, puedan enjugar alguna lágrima, enjendrar una esperanza, ó sembrar una noción provechosa. Tal es al menos mi tendencia, tales mis deseos más ardientes.

Pronto, muy pronto volveremos á estrechar nuestras relaciones de dos años, y será cuando os cuente lo que observe en otros paises, cuando esté frente á otros hombres y estudie otras costumbres.

Viajaréis conmigo, y os convenceréis de que siempre agradecido á vuestra benevolencia, FACUNDO no os olvida.

Entre tanto, cumplamos con el deber de daros en un epílogo, la violenta conclusión de GABRIEL EL CERRAJERO.

Epílogo

Según lo minucioso de nuestros apuntes históricos, habríamos todavía de llenar algunas páginas con solo la relación de los sucesos; pero extractaremos lo más posible para no abusar de la paciencia de nuestros lectores.

Don Manuel y Lola estaban á punto de entregar el talismán de su felicidad á Zubieta; pero ya hemos dicho que Zubieta no estaba corrompido, podía decirse de él que había sido alegre, pero sin pasar los límites del honor y del deber. Zubieta no había sido uno de esos calaveras de mal género que lo sacrifican todo á la vanidad de una conquista; por el contrario, más de una vez en su juventud se le había visto sacrificar sus palmas de victoria á una consideración de deber y de honra.

Bajo este punto de vista, Zubieta fué un hombre como hay pocos.

Zubieta en los momentos en que le hemos conocido, estaba á punto de triunfar completamente; pero sintiendo en su interior el solemne aviso de sus sanos principios, se manifestó una vez más, grande y generoso.

Zubieta se retiró de la casa de don Manuel, pero no en vergonzosa derrota, sino dejando conocer toda la generosidad de su conducta.

Hizo un viaje á Rio Janeiro en donde tenía parientes é intereses.

Sólo una cosa no pudo conseguir Zubieta, y era que Lola no le rindiese interiormente el culto que todas las almas bien nacidas saben tributar á las acciones generosas.

La casa de don Manuel se tranquilizó Lola puso de su parte toda esa santa abnegación de que es capaz una mujer virtuosa para conservar la paz de su matrimonio.

Hay virtudes del hogar que son toda una epopeya de sacrificios y de heroicidades que pasan desapercibidas para el mundo.

Esas virtudes hacen del hogar un santuario adonde no penetra el ojo del público, pero sí la mirada de un ángel invisible que es un celeste intercesor, un compañero divino de esos dolores misteriosos y tristes que sólo en la otra vida tienen recompensa.

Pobre Lola! pobre mujer! es justo amarla cuando enseña á reír; pero es necesario adorarla cuando sabe llorar en secreto.


En cuanto á Gabriel, nuestro pobre niño, llevó siempre sobre sus espaldas ese fardo pesado destinado en el mundo, para oprobio de los padres, á los hijos de la desgracia.

Parecía que á Gabriel lo perseguía una maldición; luchaba contra una suerte tenazmente adversa y sus repetidas vicisitudes, acabaron por imprimir á su carácter un sello de tristeza profunda; las líneas de su fisonomía fueron severamente corregidas por ese maestro inexorable que se llama infortunio, pero en su alma pudo arraigarse el sentimiento de la dignidad, el aprecio de sí mismo, aprendió á sufrir y aprendió á amar. Este fué su aprendizaje para aspirar á ser feliz.

Don Santiago arruinado por Solares y los agentes de negocios, por Estefanía y Sotomayor, y finalmente, por la curia, que como un pulpo bañado en tinta, chupa con cien mil patas de papel sellado la sangre de los clientes. Don Santiago, decimos, al acabar con su resistencia, entregó el despojo de su cuerpo cansado á su postrera enfermedad, á ese horrible peaje que tenemos que pagar para pasar de la vida á la muerte.

Gabriel supo al fin, porque no faltó un viejo que se lo contara, quién fué su padre y lo que fué su padre; supo quiénes eran Estefanía y sus hijas, y una noche en que la policía allanaba una casa de la calle de San Pedro y San Pablo, y sacaban del garito para exponerlas á la vergüenza á muchas mujeres perdidas, Gabriel movido por la curiosidad fué de los espectadores.

La policía acababa de poner coto á una orgía, y hacía colocarse entre filas á muchas mujeres grotescamente ataviadas de baile y á varios jóvenes decentemente vestidos.

Gabriel, que como hemos dicho, ya conocía todos los pormenores de su historia, miró entre las mujeres reos á Elvira y á otra de sus hermanas.

Eloísa reía con la sonrisa idiota del borracho.

Gabriel se acercó á contemplarlas á la luz de las linternas de los guardas, y en medio de un dolor que no podemos describir, se cubrió la cara con ambas manos y cabizbajo y abatido se retiró con paso vacilante, diciendo para sí estas palabras: «LAS HIJAS DE MI PAPÁ.»

Sevilla

Salimos de Madrid por la estación de Córdova y nos instalamos en un compartimiento de capacidad para ocho personas. Así están construidos aquí los vagones de los ferrocarriles; lo cual tiene la ventaja de formar en cada departamento una pequeña familia durante veinte y tres horas; y como de todas partes afluía gente atraída por la renombrada Semana Santa de Sevilla que terminaba este año con el comienzo de la Feria, otra verbena tan popular como la primera, éramos efectivamente ocho completitos los pasajeros de mi compartimiento. Dos señoras gordas, de esas que abundan tanto en esta tierra, que no perdonan fiesta ni romería en todo el año; dos señores maduros relacionados, no sé en qué grado, con las gordas; una joven, casada recientemente, con su cría y su nodriza, un guardia civil, un sacerdote y FACUNDO

He aquí la familia improvisada del compartimiento ó coche número 1112.

El trajín de la estación era como el de todas las estaciones de ferrocarril; sólo que aquí, la idiosincracia de la nacionalidad tiene constantemente puesto el pié en el pedal del fuerte, y los voceadores de periódicos y loterías se encargan del fortísimo, por que gritan á reventar.

Hay otro rasgo característico, y es el infinito número de pordioseros de ambos sexos que le piden á V. en todos los tonos de la mendicidad, ó no satisfechos de su jerga plañidera le cantan, le tocan la guitarra, la flauta, el pito y el organillo, ó lo enseñan muñones, explotables á falta de industria, y sobre todo le interrumpen á V. y le importunan cuando habla con alguno, cuando lee, cuando saca el billete, cuando da propina á criado ó cochero, porque en el código de la mendicidad figura en primer término el de la indiscreción obligatoria.

Despues de repetidos avisos de campanas y pregón solfeado sonó por fin el pito, jadeó la máquina y el tren se puso en movimiento.

Parece inútil advertir que la cantidad de bultos manuables de que iba atestado el coche de mi familia era infinito. Las gordas llevaban provisiones de boca para un mes, sin cuidarse de que la criada, Menegilda, hubiera puesto el queso entre los pañales y los bollos y la jeringa en el mismo cesto.

Los señores maduros no tardaron despues del primer arranque del tren, en entregarse de lleno á la política, como si estuvieran en el café, que es donde la hacen todos los días; y del relato de los últimos sucesos pasaron al ensañamiento más despiadado contra el gobierno. Uno de ellos encontraba el remedio radical de todos los males de España en una horca perpetua, y su compañero corroboraba la especiota escandalizándose de que en lo de Jerez no hubieran ahorcado más que á cuatro prójimos.

El guardia civil, como guardia civil, no hablaba, la criada como criada, solo respondía, el sacerdote como extranjero tampoco hablaba y yo menos, de manera que en mi familia quedaban ya suficientemente definidos los actores y el público.

En un compartimento de ocho personas tete á tete es inútil pretender que haya el servicio de aguas, tan inseparable de las exigencias humanas, de manera que si usted necesita lavarse las manos ó apagar la sed, debe esperar á que pare el tren, apearse y entonces.

Para el tren frecuentemente á cortos tramos; solo que el pregón grita seis minutos, y el maquinista, que va retrasado, se come cinco; y á la consideración de ustedes dejo los percances que á los viajeros causa la supresión de cinco minutos.

Por fin se llega á estación en donde se conceden veinte para que almuercen cien pasajeros. Subía, pues, de punto la previsión de las gordas al almacenar provisiones de boca. Se las reconocía como avezadas á expediciones y acertaban. Una pelaba alcachofas crudas con los dientes para entretener el hambre y el tiempo, la otra comía chuletas frías con pan duro y los políticos bebían Valdepeñas.

A medida que oscurecía crecía el horror que me inspiraba la noche. Iba yo á dormir si podía, con las gordas, con el guardia civil, con la nodriza, con la niña y con el sacerdote, sans façon, enteramente en familia y no es decir que por mi gusto; porque pretendí pasarla en carro de dormir, y me pidieron doscientas ocho pesetas extra, por mi extravagancia; y no precisamente por economía sino por no singularizarme me resigné á rehusar el cambio de postura.

Por fin oscureció y comenzó el primer acto nocturno con esa lucha que se empeña entre una madre, una nodriza y una criatura que rabia, que se desgañita, y para cuyos extremos son impotentes el cambio de regazo, los cantos de la criada, los regaños y los mimos de la mamá, los relojes de los bolsillos, el juguete de campanitas, el pito y todo lo que la previsión maternal lleva para el caso.

Ya casi rotos los tímpanos de toda mi familia la niña al fin sucumbió al sueño y ya era tiempo.

Despues siguió el trasegar de balijas con un afán como si buscaran colchones; las gordas y la criada removieron todos los cachivaches y se enfadaban por que Menegilda les daba en lugar de un pañuelo una servilleta. Uno de los políticos inflaba una almohada de viento, el otro se cambió las botas por sus zapatillas que no parecían, el guardia civil se puso montera en lugar del sombrero montado incómodo para dormir.

—Mira, Gilda, ahí donde están las alpargatas nuevas de la niña, viene el éter; dámelo, por que ya me viene el dolor de cabeza, dijo una de las gordas suspirando.

Gilda trasegó media hora pero encontró el éter, los vecinos de las ventanillas cerraron los cristales y la gorda destapó el éter, que á poco rato se apoderó de la atmósfera respirable del dormitorio, la anestesia era inminente, y la gorda seguía mala y seguía suspirando.

—Te lo dije mujer, gruñó de mal talante uno de los políticos, te va á dar el dolor.

Alguien corrió debajo de la tronera del techo que daba luz de petróleo una cortinilla negra en señal de recogimiento y empegó el silencio dentro del coche. Bien pronto los posibilistas y el guardia civil roncaban á trío, á pesar de que á otra de las gordas le vino una tos que duró el resto de la noche, durante la cual cada quisque empleó el único recurso aceptable, que era el ensayar nueva postura. Así nos sorprendió la aurora, sorprendida á su vez de nuestra facha, pero al fin era el nuevo día y por lo tanto se acercaba el término del viaje.


Llegamos á Sevilla á la sazón atestada de viajeros; pero á precio doble é incómodos tuvimos hotel. Era Miércoles Santo.

Los moros de hace ocho siglos edificaban sus ciudades con la preocupación del enemigo invasor; preocupación común á todos los pueblos de entonces, y si á esto se agrega la necesidad de buscar sombra como refugio de un sol abrasador, se explicará la extraña, hoy, topografía de sus ciudades; intrincados laberintos de callejuelas en curva que el tranvía moderno recorre sin embargo, á riesgo de espachurrar transeúntes contra las paredes laterales de los callejones. No obstante la moderna civilización ha hecho lo posible por imprimir su carácter á las ciudades moriscas y ha abierto el boulevar y edificado al rededor de los adnares ó gazaperas de los moros, las afueras de la ciudad plantando profusas arboledas y edificando aireadas y elegantes residencias entre jardines.

Comenzaban las procesiones que eran la gran atracción que había congregado allí algunos miles de viajeros de muchas leguas á la redonda movidos, puede asegurarse, no por un sentimiento correctamente piadoso, ni siquiera romero, sino por la curiosidad de presenciar un espectáculo, retrocediendo algunos siglos, pues tal es hoy el verdadero atractivo de la Semana Santa de Sevilla, tanto para fieles como para turistas.

Forma el carácter de esa fiesta que luce todavía al través de la reforma de las costumbres, de la civilización de los pueblos, de la filosofía moderna y aún de la relajación de los sitios piadosos, la representación de lo que pudiera llamarse propiamente un carnaval religioso, sostenido por el espíritu de cuerpo de algunos centenares de hermanos, cofrades, cuya misión moral es sostener el statu quo del culto externo religioso, al través del espíritu del siglo y de la civilización moderna.

La juventud sevillana indocta, fomenta este movimiento retrógrado, no precisamente por mantener incólumes el rito religioso y la piedad cristiana, sino por ese regocijo pueril del muchacho que considera como asunto grave y serio vestirse y figurar como cofrade ó nazareno, como se llaman estos hermanos, y así como los jóvenes de todas partes y de todos tiempos se preparan para gozar de esa franquicia, autorizada por el mismo clero, para prepararse á la abstinencia de la cuaresma y compran la careta de raso y los guantes y alquilan un dominó de seda para confundirse entre la multitud desenfrenada y loca, así el cofrade sevillano, obedeciendo por rutina al rigor de la tradición, se confecciona, no sé con qué sacrificios, una túnica de merino blanco con larga cauda que recoge en el brazo haciendo el papel de aquel monigote que se casó á pesar de ser muy feo, y cuya novia al ser interpelada sobre lo que le había visto para casarse con él, contestó:

—El garbo con que saca el cirial.

Efectivamente, en cierta edad tiene un gran atractivo un cambio de traje, no importa que éste sea místico ó profano, Nazareno ó dominó, es lo de menos; lo importante son los guantes blancos, los zapatos de charol, la seda, la careta para figurar en una agrupación, bien sea lividinosa ó mística, bien sea carnaval ó procesión de Semana Santa.

El máscara religioso se provee, pues, de la túnica blanca y los guantes de cabritilla y el calzado fino, y completa el equipo con un capuchón de raso, morado fushina, que termina en un cucurucho piramidal que se ensancha al rededor de la cabeza y del cuerpo sin dejar más que dos agujeros en el lugar que coinciden con los ojos.

Lleva además un grueso cordón con borlas de oro para ceñir la túnica, y en el pecho un escudo bordado de oro con las insignias de la Cofradía. Va armado de un cirio, de grosor medido por la vanidad del Cofrade.

Estos son los nazarenos.

Y como estas costumbres nuevas remueven en mi memoria cuentos viejos, allá va uno á propósito.

Había en cierta ciudad de México, en tiempos bien pasados, lo que llamaban procesiones de sangre: en ellas figuraba un grupo más ó menos numeroso de nazarenos; pero de muy distinto género de los Sevillanos. Aquellos nazarenos no eran movidos por la vanidad de la juventud, sino por la vanidad del fanatismo que es de las vanidades humanas de las más funestas. Aquellos nazarenos eran generalmente viejos que en vez de ataviarse se desnudaban de medio cuerpo y su obligación era azotarse las espaldas con haces de espinas en todo el trayecto de la procesión, hasta hacerse sangre.

Entre aquellos nazarenos figuró un día borrachín, malvado, pendenciero é incorregible, muy conocido en la población.

En una de las paradas de la procesión, le tocó al borracho que era de los penitentes que más se desangraban, pararse junto á un espectador conocido, que no pudo menos que exclamar:

—Qué es esto Juan! Tu penitente!

—No, señor amo. No es penitencia.

—¡Entonces...

—Es para que vean que hay hombrecitos en la procesión.


Los nazarenos forman pues en numerosa mascarada el carácter de la procesión: los hay de todos colores, pero todos, negros ó blancos, con el característico cucurucho puntiagudo de una vara de alto.

Cada Cofradía va presidida por una comisión del ayuntamiento y escoltada por una banda militar y un piquete de infantería. En el centro de la comitiva van los pasos de los cuales se formará idea el curioso lector por los grabados que acompañan á este artículo.

Las andas ó plataformas que sirven de pedestal á los pasos, son en lo general riquísimas, de plata, oro y terciopelo que forma alrededor del aparato una cortina que cubre á los cargadores, que en hombros y á oscuras las conducen.

Estos devotos cargadores son en algunos pasos hasta en número de treinta.

Las vírgenes de aquí están todas de grand tenú; ninguna lleva el modesto manto de lana de la Virgen María, sino un riquísimo manto de terciopelo negro bordado de oro y de ocho varas de largo. Hay manto de esos que ha tenido de costo treinta mil pesos. Por supuesto que no hay virgen sin pendientes, anillos y soga de brillantes; alguna de ellas está cubierta desde el cuello hasta los pies de piedras preciosas.

Un andaluz que oyó en la puerta de un hotel ciertos comentarios sobre este lujo, exclamó:

—¡Toma! pos no ven que la virgen está en su casa? Esta es la verdadera tierra de María Santísima.

La piedad flamenca tiene sus manifestaciones dilletanti. El paso de los pasos es frecuentemente saludado por coros espontáneos que salen de los espectadores, ya de un grupo de devotas, ya de hombres; estos cantos se llaman saetas y su letra es siempre una andaluzada á lo divino, muchas de ellas de un género netamente blasfemo. Los cantos son alternados con gritos. Una voz estentórea grita ¡Viva la Virgen! y el pueblo responde ¡viva! como en un vítor.

Figuran en las procesiones, que duran tres días y una noche, no sólo los nazarenos ya descritos, sino ángeles pedestres y algunas otras comparsas de centuriones, lujosamente ataviados, con enormes penachos de plumas de avestruz en forma de estrella en los cascos dorados; y como en Roma las centurias eran armadas y equipadas por el jefe, elegido siempre entre los potentados, aquí un centurión post data vendió una casa que tenía no para equipar soldados, sino para hacerse un traje de lujo que le costó cuatro mil pesos, y que tiene el gusto de ponerse cada año, para representar un personaje de hace diez y ocho siglos ¡qué más quiere!

El jueves y viernes Santo prohibe la autoridad civil el paso de carruajes y tranvías; se alteran las horas de las comidas, en algunas casas no se guisa; en las fondas hay dos servicios: de carne y de vigilia, y todo el vecindario, más los forasteros que son algunos miles están en la calle.

Como en la Semana Santa debe hacer calor las gentes toman toda clase de refrescos, pero principalmente toman agua, que es lo más natural y lo más barato desde Adán, y pululan en número infinito los vendedores de agua pregonándola con toda la fuerza de sus pulmones ¡agua! quién quiere agua! ¡Agua fresca (al calor del cuerpo) quién me llama, agua! agua! agua! y las gentes llaman á los aguadores y beben y pagan.

Por supuesto que en todas las iglesias, que son infinitas, como en todas las ciudades españolas, no se omite rito ni ceremonia religiosa en toda la Semana Santa, pero las procesiones les quitan la gente y los padres cantan y ofician solos.


Los forasteros que afluyen la Semana Santa á Sevilla de todas partes del mundo entretienen el tiempo visitando los edificios notables.

La Catedral es uno de los monumentos que más llaman la atención. En 1401 el cabildo eclesiástico, en un arranque de fervor religioso, acordó: «Hagamos una catedral que las generaciones venideras nos tengan por locos.» No tardó más que un siglo en construirse, pues en 1506 estaba casi concluida; pero á los cinco años se desplomó la cúpula central, (el diablo de las prisas), que reedificada duró hasta 1888 en que se hundió de nuevo.

Hoy no se puede ver más que una parte de la catedral porque el resto está apuntalado y con andamio!.

No obstante, se puede decir que es una catedral muy notable, edificada de cinco naves en la área que ocupó una mezquita. Su arquitectura es gótica pero con mezcla de los estilos ojival germano, greco romano y arábigo.

La giralda que sirve de torre á la catedral perteneció á la mezquita, y está construída por los árabes desde el año 1000 de la era cristiana.

El real alcázar construido por los moros fué el palacio de sus reyes, y despues la residencia de los reyes católicos. Contiene obras de todas épocas especialmente del tiempo de D. Pedro el Cruel.

Está rodeado de muralla almenada, y en su arquitectura predomina el afiligranado estilo árabe, refinado en algunas partes del edificio como en el salón de Embajadores, los patios de las doncellas, de las Muñecas y otros. Los moros tenían ocasión y espacio suficiente para darse gusto, y plantaron en el terreno adjunto al alcázar, expléndidos jardines en que predomina el naranjo, el arrayán, las rosas y las palmas; hay estanques y caprichosos juegos hidráulicos, que ya forman cascadas en paredes cubiertas de vegetación, ó ya forman bóvedas acuáticas que es el quitasol más fresco que pueda imaginarse; el arrayán, podado convenientemente desde el tiempo de los moros, forma los muros laterales de las calles del jardín, donde también hay baños construidos en un subterráneo buscando el fresco del ambiente. No cabe duda en que los árabes sabían vivir y se procuraban todo lo que constituía su culto al placer.

Temeroso de hacer demasiado extenso este artículo, renuncio á describir todo lo que vi que llenaría un volumen. No obstante debo mentar el palacio de San Telmo, propiedad y residencia actual de los duques de Montpensier, situado ventajosamente al lado del Guadalquivir, al frente del paseo de Cristina, al fondo y despues de extensos y bien cultivados jardines, el prado de San Sebastián y el huerto Mariana. Es una verdadera residencia regia.

Y como mi intento es señalar lo que encontré de típico y característico hablaré de la Fábrica de tabacos; no por la importancia del vicio, ni por la suntuosidad del edificio, digno por cierto de mejor aplicación, sino por que la manufactura de cigarros tiene no poca importancia en las costumbres del pueblo de Sevilla.

Se reúnen allí diariamente de tres mil á cuatro mil mujeres á torcer cigarros, para ganar uno de los más exiguos jornales del proletarismo, pues se necesita una destreza excepcional, para ganar en ocho horas treinta céntimos de peseta; familias enteras se dedican á esta faena insuficiente para cubrir las principales necesidades de la vida;, pero como es casi raro que en una familia pobre no haya por lo menos una muchacha de hermosura notable, empieza á tener explicación la indeficiencia del jornal.

Efectivamente en el pueblo pobre de Sevilla hay abundancia de beldades, al grado que la salida vespertina de las tres mil cigarreras se verifica entre numerosas filas de curiosos espectadores; y como entre las tres mil cigarreras llevan en la cabeza y en el pecho lo menos tres mil flores naturales, inclusas las cigarreras que ni por esas, resulta una procesión de enfloradas que no hay más que pedir. Con la flor entran, con la flor trabajan y salen con la flor.

No es extraño ver una setentona con dos lindas rosas príncipe Alberto fregando un patio, ni una billetera que le ofrece á V. el premio gordo con un hermoso clavel en el copete; para eso se dan las flores en esta tierra de María Santísima.

Los bailes y los cantos populares son y han sido siempre la acentuación típica de los pueblos. Yo no había oído más que las saetas; conocía al pueblo andaluz por un lado y para conocerlo por el otro, no me conformaba con lo que sabemos por las zarzuelas españolas; me proponía ver lo original.

—Para eso, me dijo mi cicerone, es necesario ir al burrero.

—Y qué es eso!

—Un café cantante donde bailan y cantan; y para quitarme los escrúpulos, me dijo los nombres de visitantes extranjeros distinguidos, entre ellos el Rey de Suecia cuando viajaba de incógnito.

—Así es precisamente como yo viajo siempre, de manera que vamos al burrero.

Se llama así por que el primero que lo estableció, en Sevilla comerciaba en burros.

Es un amplio salón donde en lugar de butacas hay mesas, sillas y cantina. El foro lo ocupan en un estrado de tres lados unos músicos de guitarra y hasta diez y seis muchachas con vestido de percal claro con cola, rico mantón de Manila, tápalo de burato Chino bordado, y las flores de reglamento..

Los bailes y cantos son jotas, boleros, tangos y fandangos y peteneras, malagueñas y demás cantos zarzuelescos.

Generalmente bailan una á una para lucir todo el donaire de movimientos, que dejan atrás los de la legítima danza habanera.

Los músicos cantan, las muchachas corean las coplas y llevan el compás con palmadas ó tocan las castañuelas.

Los hombres entre copla y copla gritan, con el mismo acento con que desatas can un carro en un lodazal, y azuzan á las muchachas con las frases ¡Ole! ¡Viva la gracia! ¡Vivan las mujeres! ¡Ole! anda Juanita ¡Viva la sal! etc.

El local está coronado por una fila de= palcos á donde acuden de visita las bailadoras para dejarse obsequiar con vino ó refrescos y can propinas para flores.


Empezaba la feria y con ella la multitud de regocijos y espectáculos consiguientes. El lugar de la feria empieza en una calle ancha tirada á cordel, que desemboca en el paseo de grandes calzadas pobladas de árboles y de gran extensión. Los faroles del gas colocados en columnas de hierro, cada diez varas y uno enfrente á otro, son enlazados por cañerías de hierro en forma de arco cubierto con luces resguardadas por bombillas blancas. Este techo en forma de bóveda de miles de luces, dan á la calle y al paseo el aspecto más pintoresco que pueda imaginarse; pero al comenzar las arboledas de las calzadas, y en toda su extensión, hay á cada lado una serie de tiendas consecutivas, que cada familia ha preparado para su regalo, mandando conducir el piano, las cortinas, las alfombras, los sillones y las macetas de la casa. Allí cada familia recibe y obsequia á sus visitas y se improvisa baile de lanceros donde hay piano y de bailes y cantos populares donde solo hay guitarras y castañuelas. Estas tiendas, como fosos de teatro, dan á las calzadas del público pedestre, laterales á la ancha calzada de los carruajes. Sobran pues elementos para pasar alegremente los tres días de la feria y al mexicano no puede menos de hacerle todo aquello la impresión de una zarzuela colosal al aire libre, donde figuran confundidos actores y público.

Pululan las Carmen, las Menegilda, y todos los coros de las zarzuelas españolas que conocemos, todas con flores, desde las damas aristocráticas que ocupan un landeau y llevan en la feria la clásica mantilla blanca, hasta la linda cigarrera que gana quince céntimos.

El pueblo español vive de fiesta y está dispuesto siempre á divertirse. La población vive en la calle, en los cafés y en los espectáculos públicos, constantemente concurridos y, no en pocos, la casa llena, como dicen los actores.

Las señoras de la aristocracia van al café, pero en cambio la serie de diversiones y desveladas cuotidianas llega á alterar no pocas veces la salud de las jóvenes.

Los cafés son tertulias que suplen á las que cada uno haría en su casa; allí se recibe, se charla, se pagan visitas, se cita, y las señoras aceptan de lleno este género de vida. Entran al café sin necesidad de acompañante, rodean una mesa y se hacen servir, reposan el servicio largas horas hasta despues de media noche y tutti contenti.


Madrid, Mayo 20 de 1892.

Facundo.


Publicado el 18 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.
Leído 12 veces.