Isolina la Ex-Figurante

Apuntes de un apuntador

José Tomás de Cuéllar


Novela


Tomo I
Dedicatoria
I. Una compañía dramática en faz de viaje
II. Entrada de la compañía dramática al pueblo de Santa María del Río
III. En el cual se dan más noticias de D. Pepe García y de otras varias atrocidades
IV. Un poco horripilante; pero por desgracia verosímil
V. Se levanta el telón
VI. Dos entrevistas
VII. Un día de campo en Guanajuatito
VIII. En el cual empieza el lector á seguir muy de cerca los pasos de Isolina
IX. Entra la compañía dramática en plena anarquía
X. Sigue la compañía recorriendo el camino de la gloria
XI. El primer susto de Pico y la primera representación dramática
XII. En el que el autor se permite una disgresión seria y de actualidad
XIII. El público y los beneficiados
Tomo II
I. Isolina hace su primera salida de figurante
II. Isolina, la comadre de Pico y el de la capa
III. En el que se ve que la carrera del teatro no es una senda de rosas

Isolina Pasó noche sentada, esperando la primera luz; doña Atanasia opinó por el descanso por el temor al asma, y don Fernando entró á su casa con el sigilo con que lo hacía todas las noches; sigilo que el viejo hipócrita hacía pasar por delicada atención á su familia.

Aquella velada estaba siendo para Isolina una recapitulación de todos los extraños acontecimientos de aquella noche, que entre las muchas y muy terribles que había pasado ya, le parecía la más memorable.

Cuando más absorta se encontraba, y su imaginación más distante de todos los objetos que la rodeaban, oyó claramente el gorgeo de una golondrina; la primera ave que saludaba á la aurora aquella mañana.

Vagó por los labios de Isolina una sonrisa, y dió gracias interiormente á aquella ave que le había avisado que ya podía salir; le pareció que la parlera golondrina era una amiga suya, que también había estado en vela tomando parte en su tribulación.

—Todavía tiene el cielo para mí aves que canten: todavía tengo esperanzas, ¡Gracias, Dios mío!

Isolina salió de la habitación sin esperar á doña Atanasia, y recordando el rumbo que había seguido y las calles que había andado en compañía de don Fernando, se dirigió al hospital, preguntó por el oficial de guardia y le pidió permiso para subir á la sala en donde se encontraba Pico.

El oficial, aunque acabado de despertar, abrió los ojos lo bastante para conocer que su interlocutora tenía muy buena presencia, y por lo que pudiera resultarle de provechoso se ofreció á acompañarla él mismo.

Un enfermero le dijo á Isolina el número de la cama que ocupaba Pico.

Atravesó media sala, se paró frente al número y buscó en el informe monton de ropas que se levantaba de la cama, la cabeza de Pico; se acercó y pudo contemplarlo. Estaba dormido.

Isolina se detuvo sin hacer ruido y contemplaba, á pesar de la poca luz de la sala, la mortal palidez de Pico.

Permaneció de pié un largo rato, y después se hincó para percibir más claramente la respiración del enfermo.

Esta era lenta y regular; pero al cabo de un rato fué haciéndose gradualmente más rápida hasta convertirse en una especie de ansiedad.

Isolina fijó la vista en el semblante de Pico, y notó que sus cejas se contraían, como cuando se experimenta un intenso dolor; después sus labios se movían como queriendo articular palabras que pugnaban por salir; por último se movió todo el cuerpo del enfermo y exclamó: ¡Isolina, Isolina! ¡Ay!

Sus facciones volvieron á entrar en reposo, y la respiración volvió á regularizarse después de un prolongado suspiro.

—Piensa en mí, pensó Isolina. ¡Pobre Pico, no sabe que aquí estoy!

Volvió á agitarse la respiración de Pico, y al decir por segunda vez: «Isolina!» abrió los ojos y los clavó en ésta y se quedó inmóvil por un momento.

El sueño y la realidad estaban confundiéndose.

—Aquí estoy, señor Pico, dijo Isolina muy bajito.

—¡Ah! exclamó Pico fuertemente. Usted, usted, Isolina...... ¡Qué buena es usted....!

—¡Cómo no he de quererla!

Dos gruesas lágrimas asomaron á los ojos de Pico, lágrimas que recogió Isolina con la más cariñosa de las miradas, y luego poniendo su blanca mano sobre la frente de Pico, le dijo con tono cariñoso:

—¿No está usted de peligro?

—¿De peligro? no, ¡ca! qué peligro!

Un cobarde asesino, un mequetrefe de esos que quieren faltarle á usted al respeto, me disparó su revólver por detrás; pero es en el brazo, se apresuró á agregar, es en el brazo y saldrá la bala; parece, según me dijo el médico, que no interesó el hueso; pronto estaré bien. ¿Y usted, Isolina, ha permanecido en casa de doña Anastasia?

—Sí.

Isolina no quiso decirle á Pico que lo había buscado en la noche, por no verse obligada á decir que la había acompañado don Fernando.

El oficial apareció en la puerta de la sala, é hizo seña á Isolina de que debía retirarse.

—Yo estaré pendiente, solicitaré permiso desde luego para estar aquí lo más que sea posible, y lo curaré á usted personalmente.

—¡Gracias, Isolina, gracias! Pero que no la vea yo á usted aflijida; esto no es nada, tranquilícese usted y ya veremos lo que debemos hacer.

—Adiós, señor Pico, hasta luego; voy á volver muy pronto.

Pico sacó su mano izquierda y estrechó la de Isolina, quien se desprendió del enfermo pudiendo apenas contener su emoción.

Volvió á entrar á la casa de Dª Atanasia.

—¡Buena la ha hecho usted, mi vida! y yo que me levanté madrugando para acompañarla; ¡vaya! pues eso no está bueno, y la consecuencia antes que todo.

—Pero, señora.... murmuró Isolina; yo no quise molestar á usted.

—Y yo, sí me meto en sus asuntos de usted, es solo por la recomendación de mi compadre Pico, que por lo demás no me echo nada en la bolsa, que soy una pobre; pero á pesar de los años que uno tiene cada día ve uno cosas nuevas.

Isolina sufrió con tan heroica resignación aquella andanada, que doña Atanasia misma volvió sobre sus pasos y agregó:

—En fin, ya esto pasó y usted no tiene por qué mortificarse; esta es casa de usted y yo su servidora; voy á mandar que le den á usted el desayuno.

Y la vieja dejó á Isolina en la sala.

Á poco rato vino la criada andrajosa, trayendo una taza con chocolate.

—Vengo á hacerle á usted compañía, mi alma, porque yo ya me desayuné.

—Gracias, señora, yo no he venido más que á causarle á usted molestias y disgustos.

—¡No, qué disparate! vamos á hablar de otra cosa. ¿Qué le parece á usted el caballero que le acompañó á usted anoche? Es un hombre muy rico, tiene varias haciendas y es la persona más franca que conozco; sabe tirar el dinero como pocos, y eso sí, se da gusto.... hace bien, lo mismo haría yo; conque vamos á ver, ¿qué le ha parecido á usted?

—Señora.... si he de decir á usted la verdad, he estado tan impresionada con mi salida al teatro y me ha parecido todo lo que he visto tan raro, que no he podido fijarme en las personas….

—No, no, ésa no cuela, mi alma; vea usted mis canas; y ustedes las jovencitas no son las que me han de dar á mí cartilla.

—Si usted se empeña, debo decirlo en cuanto á ese caballero, que me parece que se ha equivocado al juzgarme, y esto consistirá probablemente en que me ha visto salir á las tablas.

—¿Có.... cómo se entiende? ¿conque usted cree que se ha equivocado don Fernando? Usted es la que se equivoca, don Fernando es un hombre de mucha experiencia, de mucho mundo y de mucha penetración; y si nó, vamos á ver ¿en qué cree usted que se ha equivocado?

—Quiero decir, le ha parecido que yo sería capaz....

—¿De corresponderá su cariño, iba usted á decir? pues bien, en eso no se ha equivocado.

—¡Cómo!

—La verdad,.

—Pero señora...

—Pero mi alma, usted se ha lanzado á la carrera del teatro, no sé si con dotes, porque no se puede decir nada todavía; pero en fin. Usted va á vivir del teatro; según sé, no tiene usted familia, y mi compadre Pico no es nada de usted; pues bien, con todos estos antecedentes no se necesita mucho ni poco mundo para comprender que algo va usted á hacer.

—¿Cómo qué? á trabajar honradamente.

—¡Hum! y á vivir de volo.

—¿Cómo de volo?

—Sí, ganando cuatro reales en cada noche de representación.

—¿Eso es lo qué gano?

—Nada más; de manera que con doce funciones en el mes, no puede usted mantenerse ni con maíz tostado.

—Coseré.

—¡La aguja! ¿y las máquinas de guelelegüilión? Es usted muy niña y está pensando todavía que las mujeres podemos vivir honradamente de nuestro trabajo; ya esos tiempos se acabaron, y hoy por hoy, si uno no se ingenia.

—Señora.... me moriré de hambre.

—Eso decimos todas al principio; pero cuando le empezamos á ver los cuernos al diablo de la miseria, entonces somos capaces de todo; y si no, aquí estoy yo, confesadora y comulgadora como pocas, y dizque orgullosita como ahora usted, y ni por esas. ¡Ay! he pasado unos ratos que le aseguro á usted que ya tengo adelantado mucho en alivio de mis pecados; pues créalo usted, mi alma, este teatro ha sido mi purgatorio, y solo así he podido vivir de él.

—Usted me desconsuela, señora, en vez de animarme para que tenga fuerzas para luchar.

—Yo soy así; yo la verdad por delante, que vale más pecar por avisado que por ignorante; y si hemos de hablar claro y vale darle á usted un buen consejo, no desdeñe usted á don Fernando y no le pesará.

—¡Jamás! dijo Isolina violentamente, y en seguida guardó silencio.

Doña Atanasia se la quedó viendo, y luego riéndose de una manera sardónica dejó á Isolina entregada de nuevo á su meditación.

Isolina acabó de cerciorarse de que estaba en poder de una mujer que quería venderla á toda costa.

—¡Es posible, exclamó, que mi destino me coloque á todas horas frente á la deshonra I ¿Qué genio infernal me lleva por esta senda, en la que no encuentro sino las odiosas ofertas de seres corrompidos? ¡Alí, no! no, mil veces; la muerte primero que avergonzarme de mí misma!

Apenas había acabado de formular esta resolución, cuando se presentó don Fernando.

Parecía otro hombre; Isolina creyó que tenía un aspecto distinto del que le notó en la noche.

D. Fernando iba irreprochablemente vestido, y sus ademanes eran de los más comedidos y exquisitos.

—Señorita, vuelvo tal vez á importunar la; pero es para traer á usted buenas noticias del herido.....

—¿Ha conseguido usted algo en su favor?

—No lo pongo en duda, y todo saldrá como usted lo desea; pero antes he creído necesario tener con usted una conferencia,—Si esa conferencia, contestó Isolina, ha de tener por objeto conseguir de mí algo que pugne con mis resoluciones, puede usted omitirla porque todo será inútil.

—Quiero solamente fijar el carácter que desde hoy voy á tener en los asuntos de usted. Yo no le ofrezco á usted más que mi amistad y mi amparo como caballero; usted está sola en el mundo, porque la persona que le hace á usted compañía, á lo poco que puede hacer por usted en virtud de su situación precaria, agrega una nota que francamente, obligará á muchos á faltarle á usted á las consideraciones que se merece.

—¿Se habla de mí? ¿Se habla de Pico? dijo Isolina sorprendida.

—No debe ocultársele á usted que sabiendo todos que Pico no es su marido de usted....

—Debe ser entonces mi amante ¿no es cierto?

—Exactamente, y la mujer que tiene un amante, puede cambiarlo, supuesto que amar no es poseer definitivamente.

—Pico es muy pobre, es cierto, y no es mi marido ni mi amante, y sin embargo, nos ligan íntimamente el respeto y la gratitud.

—Yo no censuro la conducta de usted y solamente me atrevo á suponer que esa amistad, que yo también respeto, no excluye la mía que ofrezco á usted sinceramente.

—Bajo esa sola condición la acepto, porque no dudo (sin ser por esto vanidosa) que así como ha empezado usted á conocerme, habrá aprendido á respetarme.

—El respeto lo impone la virtud, Isolina, y yo me precio de ser justo. Ahora, ordene usted lo que guste.

Isolina se quedó pensativa.

—¿Vacila usted aún?

—Temería á mi vez ofender á usted si tal hiciera.

D. Fernando se había colocado ya en la posición única en que cabía con respecto á Isolina, á quien tranquilizó aquel nuevo triunfo de su dignidad, aún en medio de todas las demás contrariedades.

Convinieron amigablemente en que don Fernando pondría en juego toda su influencia, á fin de conseguir que Pico viniera á curarse á aquella casa; y siendo ésta la más vehemente aspiración de Isolina, D. Fernando no vaciló en asegurar el resultado, ofreciendo solemnemente dar en esto á Isolina, una prueba de su lealtad y desinteresado afecto.

Después de una ligera conferencia, don Fernando salió de la habitación.

Isolina experimentó cierto bienestar al encontrarse sola y pensando que acaso no se pasaría el día sin volver á ver á Pico.

—¡Pobre Pico! decía. ¡Cuánto ha sufrido ya por mí!!Ay! mi destino es inexorable; y hasta en aquello que rae es más grato, como su afecto, encuentro un fondo de amargura que me atormenta. Pico me ama, pero me ama con un amor profundo que en vano deseo sentir por él; su amor, y todos sus sacrificios por mí, lo hacen acreedor á toda mi gratitud, á mi más sincera estimación; pero pero Pico no es para mí el bello ideal del hombre, no puedo amarle como él me ama á mí, encuentro no sé qué barrera insuperable entre nosotros y me siento condenada á verlo sufrir sin esperanza.

Isolina volvió á quedarse profundamente abismada.

IV. Un joven audaz
V. En el que se ve cuan apreciable es un hombre que «es así»
VI. Milagros de amor
VII. El populo bárbaro
VIII. Los pseudo-artistas
IX. La nueva artista
X. La primera representación
XI. En el cual continúan las dulzuras de las carrera dramática siempre diferenciando
XII. Algunas cositas a propósito de esto: la familia
XIII. Continúa la importante materia tocada en el capítulo anterior. El pauperismo
XIV. Las piedras rodando se encuentran
XV. En el cual termina la presente historia

Tomo I

Dedicatoria

Al distinguido actor Eduardo González, hoy sin habla.


Mi querido Eduardo:

El pasado, que nuestra amistad recuerda en la historia del teatro, me ha sugerido la idea de escribir una historia de teatro. Á hora que está V. solo y triste, se la envío como un cariñoso recuerdo por si pudiere endulzar algunas de sus horas, desviando su imaginación de este presente amargo.

Que se cierre pronto este paréntesis funesto, que recobre V. el habla, para que vuelva á sonreírle el porvenir.


Facundo.

I. Una compañía dramática en faz de viaje

Entre la villa de Reyes y el pintoresco pueblo de Santa María del Río, y después de ascender por algunos recodos montañosos, se camina por un terreno elevado, que es una mesa de más de seis leguas.

Partiendo de la villa es preciso dejar siempre á la derecha una cerca de piedra de más de tres leguas, que es casi el único accidente que interrumpe la monotonía de la planicie.

Diseminadas, como los numerosos individuos de una tribu nómada, han crecido allí esas palmas de gruesos troncos y mezquinos penachos que semejan á lo lejos figuras humanas, y que conoce todo el que ha viajado por el Interior.

Algunos garambullos se mezclan de vez en cuando entre las palmas, levantando perezosamente sus pencas en forma de dedos colosales; y granulan el terreno por todas partes tardas y ásperas biznagas, ofreciendo una gran alfombra de espinas; el mezquite de menudas hojas se hinca entre todos los cactus, como el lujo de vegetación de aquellos áridos terrenos.

Ningún riachuelo, ni una fuente, ni una cavidad húmeda ó sombría apaga la ardiente sed de aquella comarca, en donde el sol reverberante obliga al extraviado buey á buscar la mezquina sombra del tronco de una palma.

Algunos pájaros mudos cruzan á largas distancias sorprendidos por el viajero en medio de su triste soledad, y van á ocultarse amedrentados; y algún conejo que dormitaba, salta á vuestro paso y corre inútilmente más de lo que el miedo pudiera exigirle á un general.

Os parais á veces para convenceros de que realmente estáis solo en el mundo, y encontráis no sé qué placer en que aquellas palmas no sean hombres aunque lo parezcan.

Esto, probablemente, pensaba un hombre que habiéndose apeado de su flaca cabalgadura había buscado, como los bueyes, la sombra de una palma.

Era el tál un hombrecillo flaco, de indefinible edad; de esos seres en quienes el tiempo ha confundido al joven con el viejo sin pasar por el hombre.

En cuanto á su traje, debemos hacer notar varias particularidades. Llevaba unas albarcas de becerro amarillas, que no hubieran llamado la atención en Valencia ó en Aragón, pero en el Estado de San Luís Potosí aquel calzado era completamente exótico, máxime si á las albarcas se agregaban unas medias azules, que se asomaban á pesar de un insuficiente y arrugado pantalón de coleta amarilla; una chaqueta negra, que había sido frac, mal encubría la pretina del pantalón amarillo, y dejaba ver toda la pechera de una camisa con golondrinas pintadas de trecho en trecho; un gran sombrero de petate nuevo y sin toquilla pero con barboquejo, completaba el traje del cansado caminante.

Su caballo colgaba la cabeza como en actitud de pastar; y se había sacudido ya dos ó tres veces haciendo un gran ruido con todo lo que el pobre animal cargaba sobre la silla, porque á más de una gran maleta hecha con la carpeta de una mesa redonda y de la que pendían aún un tompeate con dos botellas y un par de botines, llevaba por delante otros tres bultos, de los que uno era una cajita de madera, otro un morral con tunas y el tercero una calabaza con agua.

Pero más que hambre y sed, aquel extraño personaje revelaba fastidio y se reclinó indolentemente en el tronco de la palma, cerrando los ojos. Á poco rato se puso á hablar consigo mismo, y en seguida levantó la voz gradualmente exclamando:


Si oís contar de un náufrago la historia,
Ya que en el mundo hasta el amor se olvida,
Encontrará un sepulcro mi memoria?...
—Aquí la guardaré toda mi vida....


—María! María! dijo en seguida y se entregó de nuevo á sus meditaciones.

Oyóse el andar de un caballo, luego un silbido y á poco llegó otro personaje, hombre maduro, de facciones toscas, afeitada la barba y voz vibrante.

El de las albarcas no se inquietó por la llegada de su compañero, pues apenas abrió un ojo.

—Qué camino tan feo! dijo el recien venido, con una voz de padre maestro.

—Sí.

—Creo que no llegamos hoy á ese maldito pueblo.

—Y todo por la bailarina, dijo el de las albarcas; no he visto mujer más melindrosa para caminar.

—Quita allá y no hables de esa bruja.

—Y luego para lo que sirve, para nada.

—¿Y vienen lejos?

—Y mucho; los burros tienen un paso que desespera.

—¿No te dije que haríamos bien en preferir estas sardinas? Mira, mi caballo se parece al de D. Quijote.

—Y el mío al de Artagnan.

—Pero siquiera son caballos.

Mientras llegan los compañeros, tenemos tiempo para decir algo acerca del hombre de las albarcas.

Este individuo se llamaba Pico; había sido militar; pero las decepciones que había recibido en el ministerio de la guerra, no menos que los percances de sus ensayos militares, lo habían afirmado en la resolución de abandonar la gloriosa carrera de las armas.

Después de leer su licencia absoluta, se había quedado pensando en el partido que debía tomar, y contempló con cierto horror ese dédalo de dificultades con que lucha el pretendiente, el que necesita colocación y no tiene parientes entre los que mandan.

Pico estuvo reducido por algún tiempo á la condición de bruja.

Todos los habitantes de México conocen á los brujas poco más ó menos, como conocen las costumbres del perro callejero.

Los brujas no son más que perros sociales. El perro espera un hueso, el bruja espera una peseta. El perro husmea la carne, y el bruja las casas de juego.

El perro se echa en la viña por temor de los guardas: el bruja se echa en la casa de algún compadre, también por temor de los guardas. El perro siempre es perro, el bruja siempre es bruja; porque después de aceptar como destino definitivo el último peldaño de la escala social, el bruja muere echado allí, envuelto en sus harapos, á menos que de bruja pase á personaje de alta categoría; caso que no sorprendería á México, en donde, como en la viña del Señor, hay de todo.

Á Pico no le sonrió tan abiertamente la fortuna, pero contra todo lo que él mismo se esperaba, salió un día de entre los brujas rumbo al teatro.

Sin saber cómo, Pico desorientado llegó al teatro de Oriente: el boletero había sido sargento de su compañía; circunstancia que hizo innecesario el boleto de entrada, de manera que Pico entró con su perro.

Pico tenía un amigo perro.

El perro se echó á sus piés y Pico comenzó á ver la comedia parado; pero cuál no fué su sorpresa, al ver al teniente Romero haciendo el papel de D. Juan Tenorio; era él, el mismo, no cabe duda, su voz, sus movimientos; era Romero; no obstante, preguntó á su vecino:

—¿Quién es este actor?

—Quién ha de ser, Del Campo, ¿no le ha visto V. hacer el Campanero de San Pablo?

—No, señor.

—¿Ni la Berlina del emigrado?

—No, tampoco.

—Hace furor.

—¡Ah!

—Del Campo, murmuraba Pico, y no obstante, es Romero; voy á desengañarme.

Pico entró al foro en el primer entreacto y preguntó por el joven que hacía á don Juan Tenorio.

—¡Pico! exclamó D. Juan.

—¡Romero! exclamó Pico, ¿Conque eres tú?

—Ya me ves.

—¿Te has cambiado el nombre?

—No, sino que soy Del Campo por mi madre, y Romero por mi padre.

—Y resultas Romero del Campo; y en el cuerpo no eras más que Romero.

—Sí, pero la carrera dramática exije que uno tenga un nombre poco común, para que no lo confundan con los mites; de manera que yo me firmo ahora, Gervasio M. Romero del Campo. Mira los programas.

—¿Y qué tal?

—Bien, chico, muy bien; estudio, me mato, pero alcanzo gloria, soy la adoración del público.

—¿Y de pesetas?

—Soy el director de esta compañía.

—¡Hola! ¡hola! muy bien, cuanto me alelegro!

Pico se alegraba entristeciéndose.

—¿Y tú? le preguntó Romero.

—Yo, hijo, ya me ves; dado al diablo.

—Tu mala cabeza.

—No, mi mala suerte; no tengo recurso.

—¿Cómo no? el teatro.

—Gervasio! gritó una voz argentina en el cuarto inmediato.

—Voy, madre, dijo D. Juan Tenerio, agachándose para no maltratar la pluma de su sombrero. Siéntate, Pico.

Pico se sentó y oyó lo que pasaba en el cuarto inmediato.

—¿Qué me quieres, mi vida? preguntó Romero.

—Que me veas, contestó la dama.

—Estás admirablemente.

—No es eso, mírame bien; estoy verde.

—¿Por qué?

—Tengo derrame de bilis, y si no echas á la característica no trabajo.

¡Ave María! dijo Romero.

—¡Señor! ¡señor! gritó el segundo apunte, metiéndose al cuarto; el público se impacienta.

—¿Están todos?

—Ya están.

—¿Y la escena?

—Puede usted pasar á verla.

—Vamos. Prevenidos, dijo Romero, ¡fuera de la escena!

—Fuera de la escena, repitieron muchas voces, y comenzaron los curiosos á agazaparse detrás de los bastidores y á disputarse lugar en el primer esconce del proscenio.

Desde aquella tarde Pico perteneció á la compañía, en calidad de segundo apuntador, y al cabo de algunos años es cuando lo hemos visto en el camino, con albarcas amarillas y medias azules.

Volvamos, pues, al lugar donde lo dejamos sombreándose, y ya tendremos ocasión de conocer más íntimamente la historia de sus progresos en el arte dramático.

La persona con quien hablaba Pico, era el barba de la compañía, el galán central, el empresario, formador, el director y pintor escenógrafo de la compañía; era el artista mexicano Gervasio M. Romero del Campo, ex-teniente del cuerpo de Pico, y por lo visto hombre de no pocas campanillas.

Romero había asaltado el proscenio, sin más caudal que su audacia y sin más antecedentes que su supina ignorancia en materias literarias; pero las dotes que le habían valido su elevación, eran su verbosidad y su astucia.

Romero, sin embargo, no carecía de inteligencia, era suspicaz y sabía explotar á los que le rodeaban; sabía sacar partido de las situaciones y arreglar sus asuntos siempre de una manera ventajosa; había recorrido media república y á la sazón venía contratado por los vecinos de Santa María del Río, para dar seis funciones en los días de las fiestas.

Habría pasado media hora cuando empezó á acercarse á Romero y á Pico el resta de la caravana.

Esta consistía en otras seis personas pertenecientes á la compañía, todas ellas cabalgando en burros, y otros ocho burros más, cargados con los equipajes; de manera que eran ocho personas de la compañía, cuatro arrieros y diez y seis cabalgaduras. Venía sobre una burra la dama joven abriendo la marcha; á su lado el galán que era un muchacho de veintidós años; después la característica cuidada inmediatamente por el segundo galán; después la pareja de baile y en seguida los equipajes.

Era aquél un conjunto de los más grotescos; á las señoras casi no se les veía la cara, pues la traían muy cubierta con pañuelos blancos ó bufandas, sobre los que se habían puesto grandes sombreros de palma.

Al reunirse la comitiva con Romero y con Pico, detuvieron la marcha é hicieron un pequeño descanso.

La dama joven se desembarazó de sus envolturas y pudo notarse que bajo aquel disfraz grotesco, se ocultaba una mujer verdaderamente hermosa. Era una joven sonrosada, de magníficos ojos negros, de lánguidas miradas, boca fresca y lijeramente entreabierta, sin duda para exhibir una dentadura blanquísima como una sarta de margaritas.

Romero la ayudó á apearse, y Pico devoró, con una mirada de lobo hambriento, unos piés calzados con botines blancos bordados de oro; calzado poco á propósito en aquellas alturas, pero que no era de extrañarse entre personas de teatro destinadas á sufrir incesantes transformaciones, no siempre adecuadas á la situación.

La mirada de Pico fué una oda á los piés de la dama joven; oda de que Romero no debía jamás apercibirse.

La bailarina saltó de su burro con suma destreza, y á poco rato la compañía íntegra descansaba á la mezquina sombra de las palmas, mientras los burreros se ocupaban de arreglar la voluminosa carga soportada por los sufridos y perseverantes asnos.

II. Entrada de la compañía dramática al pueblo de Santa María del Río

Por fin, á la vista de los viajeros apareció á lo lejos una faja horizontal, como un chal verde salpicado de manchas blancas; un chal tendido al sol, á la falda de unas montañas amarillas y agrietadas: aquello era Santa María del Río. Santa María la frugívora, la perezosa, que nació en 1540 para la corona de España. La dió á luz Fray Diego de la Magdalena, fraile español doctrinero y conquistador, por cuenta y para honra y gloria de S. M. el Rey: fueron padrinos de Santa María los caciques Juan de Santa María, Pedro de Granada y Alonso de Guzmán.

Santa María dió á conocer á la compañía dramática primero el motivo de su apellido que el de su nombre de pila: quiere decir, ofreció á las diez y seis bestias supletorias de la ambulante comiquería, un baño de patas en su famoso río.

Pico preguntó lo que pregunta todo el que llega á Santa María del Río.

—¿Por dónde está el puente?

—Santa María, le contestó Romero, por no cambiar de nombre, según creo, ha preferido no tener puente.

—¿No hay puente?

—No, con el río le basta; los puentes son caros, y Santa María es pobre.

—¿Y cuando el río crece?

—El pueblo se declara en estado de sitio y los de la otra banda esperan á que el agua tenga la bondad de dejarles vado.

Pico miraba con una fijeza extraña la formalidad de Romero, quien en su caracter de artista nacional y director, formador y empresario y pintor escenógrafo de una compañía dramática, había optado por parecer siempre circunspecto.

Á pesar de esto, Pico preguntó por el mesón.

—Tampoco hay mesón.

—¿No?

—Los vecinos de este pueblo son muy amables y hospedan al que pasa.

—¿Sabes que me va simpatizando Santa María del Río?

—Mira, aquí vienen á recibirnos, dijo Romero.

En efecto, venían cuatro ginetes al encuentro de la compañía; después de estos ginetes y á cierta distancia venían hasta veinte personas más.

Se adelantó un ginete hacia Romero.

—¿Usted es el señor Romero del Campo?

—Servidor.

—¡Ah! cuanto me alegro; hemos estado esperando á ustedes desde ayer.

—Sí, señor; debíamos haber llegado; pero se nos enfermó la bailarina.

—¡Ah! ¿con que viene bailarina?

—Sí, señor.

—Viene bailarina!

—Viene bailarina! fueron diciendo alternativamente los otros ginetes, viéndose unos á otros.

—Pues ya saben ustedes, señores, dijo el primer ginete dirigiéndose al grupo de la compañía que había ido juntándose; ya saben ustedes que vienen á un pueblo pobre, pero procuraremos que nada les falte y se hará todo lo que se pueda.

—Es un bonito pueblo, dijo Romero, por cuenta de la hospitalidad.

—Favor que ustedes le hacen, contestó el ginete con una sonrisa patriótica.

Este señor que recibía á la compañía, se llamaba D. Pepe: era propietario, labrador, licenciado bajo su palabra, miembro del ayuntamiento, de la junta patriótica, de la junta de instrucción pública, apoderado de Huachichiles, representante de menores, curador ad liten y ad bonan de unas niñas que no tenían papá, albacea de unas señoras que fueron ricas; agente electoral, empresario de las funciones de toros y de teatro, jugador de gallos y tan conocedor de la raza fina y del espolón, como de la carta que había de venir infaliblemente después de una sota y dos treses. Á D. Pepe no lo robaban nunca, lo conocían en todas las haciendas, en todos los ranchos y en todos los pueblos en cincuenta leguas á la redonda. D. Pepe asumía las investiduras de administrador de correos, agente de periódicos y el de comisionado especial, en varios asuntos.

Tal era D. Pepe García.

En cada pueblo hay un D. Pepe García.

Santa María, como todos los demás, debía tener su cacique.

D. Pepe García alojó á la compañía dramática en una gran casa desmantelada, y entabló largas pláticas con Romero, á quien desde luego puso en posesión de la casa de la alhóndiga, que era el corral más á propósito para teatro.

Los ocho burros de la compañía venían cargando desde las pelucas hasta, los telones, el repertorio, el guarda ropa y las vistas; de manera que muy pronto se improvisó un teatro.

Mientras la compañía tomaba posesión de la casa, que por lo pronto prestaba todas las comodidades apetecibles, Pico, cuyo equipaje era el más modesto, no tardó en encontrarse alojado á sus anchuras en una pieza amplia, aunque no muy bien ventilada.

Pico era naturalmente retraído y gustaba de la soledad; de manera que lejos de inquietarlo el bullicio de la plaza y la animación de la fiesta, se puso á pasear á lo largo de su habitación, recordando probablemente los botines blancos de la primera dama.

El perro de Pico se había echado en un rincón; Pico procuró á poco darle mejor ventilación á su pieza y abrió, aunque con trabajo una ventana. Estaba á la vista de Pico un patio lóbrego é inmundo.

Al ruido que hizo Pico abriendo la ventana, apareció en aquel patio un enorme perro amarillo y con collar, que indicaba su calidad de guardián feroz.

El perro gruñó y tomó una actitud amenazante al ver asomar á Pico por la ventana, y el perro de Pico, que se llamaba Alí, se puso á ladrar furiosamente.

Aquella música canina cuadraba poco á la tranquilidad que buscaba Pico. Alí se había colocado ya sobre el borde de la ventana, y esto, contra todo lo que Pico se esperaba, lejos de enardecer al formidable guardián del patio obscuro, lo apaciguó.

La ventana no tenía reja y Alí se puso de un salto en el patio. Pico temió una contienda en la que Alí no saldría el mejor parado, pero su sorpresa subió de punto al ver que su querido Alí había encontrado un amigo en el prisionero.

Alí era un perro simpático, y no en vano Pico lo consideraba como un verdadero amigo, si bien para los amantes de los perros de raza Alí no tenía ningún atractivo.

Por lo pronto le había proporcionado á su amo la ventaja de poder abrir la ventana sin que el guardián celoso lo aturdiera con sus formidables ladridos.

—¡Pobre animal! dijo Pico: condenado á reclusión perpétua, por medio del aislamiento lograrán formar de él un perro intratable. Con razón ha recibido con afecto á mi Alí tan festejoso y tan comunicativo. Hé aquí que para sancionar su amistad, les vendría muy bien á esos nuevos amigos un lonche. Sí, este es un pensamiento muy justo: le anticiparé á Alí una ración de carne, para que pueda obsequiar á su compañero.

Pico sacó de sus maletas dos trozos de carne y se los arrojó á los perros que retozaban amigablemente.

Alí no fué el primero en tomar el suyo, y se hubiera creído al verlo que sabía hacer los honores de anfitrión, pues no tomó su parte sino cuando el gran perro se había echado ya á comer la suya.

Pico contemplaba muy satisfecho aquel banquete, cuando acertó á levantar la cabeza y se fijó en otra ventana que estaba frente á él, y que se había entreabierto.

Le pareció ver que una cabeza se asomaba; pero la obscuridad del patio no permitía ver, si en la linea negra que proyectaban las dos puertas de la ventana había algo más; un momento después la linea negra se hizo más perceptible, y efectivamente, se destacó una cabeza; pero era una cabeza de mujer..

Pico hizo un movimiento de sorpresa, y entonces la cabeza se asomó completamente; no cabía duda: era una mujer que deseaba ser vista, y lo que es más, que exijía la reserva, porque tenía el índice de la mano derecha sobre los labios, pidiéndole á Pico silencio.

Pico se encaramó en la ventana y vió entonces que la mano que le pedía silencio, le pedía que se detuviera, mostrándole en seguida al perro guardián.

—Ah! pensó Pico, este perro tenía un encargo de confianza; realmente guarda algo ¡cosa más rara! Esa señora está presa, guardada por el perro, y se dirije á mí aquí hay un gran misterio: creo que me pide que la ampare; pero si ese formidable mastín sabe su oficio me despedaza sin remedio. Si pudiera yo bajar.... veámos qué cara me pone el centinela.

Y diciendo esto echó fuera del borde de la ventana una pierna.

—El guardián no se inquieta con mi pierna; bajemos la otra..

Y así lo hizo..

Alí se levantó y se puso á hacerle fiestas á su amo. El perro grande lo observaba todo con calma.

La dama de la ventana de enfrente había abierto las puertas completamente, y observaba también con el mayor interés los movimientos de su guardián, al que Pico se atrevió á llamar sonándole los dedos.

El perro se levantó, y vino lentamente hacia la ventana; olió las albarcas de Pico y levantó la cabeza.

—En su mirada, dijo Pico, no hay encono; si este perro fuera tan agradecido como el mío, estoy seguro que no olvidaría la buena ración de carne que acabo de regalarle, y este pequeño servicio me lo pagaría al menos con respetar mis pantorrillas, que me temblarían en este momento á no tenerlas colgando.

El perro movió la cola en señal de paz, y esto inspiró á Pico nueva confianza, y poco á poco fue estirándose hasta poner los piés en tierra.

Alí festejó la bajada de su amo haciendo nuevas demostraciones de regocijo á su nuevo amigo, emprendiendo desde aquel momento una verdadera lucha en la que Alí se dejaba atacar unas veces, y otras se escabullía jugando para ser perseguido.

La dama misteriosa esperaba, abriendo la ventana y haciendo señas á Pico para que se acercara.

Pico aprovechando un momento propicio en el juego de los perros, atravesó el patio. De un salto subió á la ventana, que era todavía más baja que la suya, y se encontró en la habitación de la dama misteriosa.

—Pido á V. perdón por lo que acabo de hacer; pero por extraña que parezca á usted mi conducta, le ruego no me juzgue desfavorablemente; pues me encuentro en una situación excepcional.

Pico manifestaba en sus ademanes la mayor perplejidad y aún hacía vagar sus miradas en varias direcciones como temeroso y desconfiado.

—En todo caso, continuó la dama misteriosa, deseo asegurarme si no me he equivocado al elejir á usted como protector?

—¡Protector! repitió Pico, yó....!

—Sí, de una mujer desgraciada.

—¿Y qué puedo yo hacer por usted, señorita? preguntó Pico fijándose más en su interlocutora, y viéndose en seguida sus pantalones amarillos y sus albarcas, como para indicar con este movimiento que su equipaje revelaba al antiguo bruja:—¿qué puedo hacer yó, qué....?

—Lo que siempre será dado hacer á un caballero por una mujer que sufre, por una mujer que le pide socorro acojiéndose á su caballerosidad.

Pico se sintió lisonjeado y tomó una actitud más reposada.

—Siéntese usted, dijo la dama indicándole una silla.

—Esta señora la lleva larga, pensó Pico; en todo caso oigamos, que en esto nada se pierde.

—Insisto en preguntar á usted, continuó la desconocida, si me es dado contar con la discreción de usted.

—Y con todo, interrumpió Pico, procurando acortar digresiones.

—Está usted de prisa?

—No lo decía por eso; puede comenzar su narración, que todo seré oídos.

—Mil gracias.

Hubo una lijera pausa.

—Estoy presa, dijo de pronto la dama; llevo dos meses y medio de no ver á nadie, de vivir entre estas cuatro paredes, condenada á un tormento cuyos detalles sería muy largo referir; bástele á usted saber que soy una de tantas víctimas de la revolución.

—Malo! pensó Pico.

—Una noche.... estaba yo en el seno de mi familia y ni remotamente pensaba que aquellas dulces horas de tranquilidad y de bienestar habían de ser las precursoras de mis tormentos. No habían dado las once de la noche cuando sentí un ruido formidable en toda la casa; los perros se deshacían ladrando furiosos, y á poco rato resonaron algunos tiros. Á pesar del espanto, que me había embargado la voz y la acción por un momento, salí de mi habitación para ponerme en comunicación con mi familia y averiguar lo que pasaba; anduve por varias piezas y por todas partes salían gritos espantosos, blasfemias, ayes y quejidos, detonaciones y rumores extraños. No me podía dar cuenta de lo que estaba pasando: á poco me desmayé y me sentí asida por robustos brazos que me levantaban del suelo; entonces mezclé mis gritos á los mil ruidos que en aquellos momentos atronaban la casa; pero á pesar de todo me conducían sin que yo lo pudiera evitar; notando que me llevaban al interior de la casa: logré asirme de los fierros de una ventana, y cerré tan fuertemente las manos que mi conductor no pudo separarme: mis gritos hubieran podido oírse á gran distancia, pero nada me valía; yo no veía á ninguno de los míos, antes bien llegó bien pronto otro hombre que ayudó á mi raptor á arrancarme de la reja maltratándome horriblemente. Entonces me sentí acometida por un acceso de furor, y sintiendo unas fuerzas de que yo misma me sorprendí después, pude separarme de los que me conducían; pero este supremo esfuerzo de mi separación agotó todas mis fuerzas y caí sin sentido.

—Volví en mí al cabo de yo no sé qué tiempo, y me sentí conducida á caballo, atada y nó en los brazos de un hombre; pretendí gritar de nuevo, pero una tosca mano me cerró la boca, y después me pusieron un pañuelo en forma de mordaza.

—No puedo calcular el tiempo que caminamos así; pero al rayar la aurora caminábamos todavía. Cada vez que pretendía luchar con mi raptor, ya en medio de accesos de cólera, ya deshecha en lágrimas, recojía por única respuesta un desprecio profundo, y volvían á transcurrir lentas horas de martirio.

—No sé cómo pasé á poder de un hombre que se decía mi salvador. Estaba yo en una cueva y de allí, creyendo ser conducida á mi casa, me trajeron á este cuarto, donde he permanecido más de dos meses.

—Mi perseguidor y mi verdugo es un hombre odioso, despreciado por mí toda mi vida, y para quien será insuficiente toda la indignación, todo el odio que puede haber en mi corazón para execrarlo eternamente; él es poderoso y conozco que estoy rodeada de personas que le son adictas, porque este hombre ejerce grande influencia en estos lugares.

—Me rescató de mis raptores; pero para encarcelarme en este cuarto, para exijir que lo ame.

—He estado esperando día por día y hora por hora una circunstancia favorable para mi evasión, y hasta hoy se me presenta en V., á cuya nobleza, á cuya honradez apelo para salir de esta espantosa situación.

Pico había oído, sin despreciar un acento, una á una de las palabras de la joven misteriosa, y estaba á la vez temiendo la conclusión de aquel relato que forzosamente iba á poner á Pico en una situación más y más comprometida.

Pico se había oído llamar, por primera vez en su vida, noble, honrado y caballero; y todo esto en medio de un arranque fervoroso, por parte de una señorita que, bien vista, empezaba á parecerle á Pico tan hermosa como desgraciada.

Pico haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, se decidió á hablar y lo hizo de este modo:—Señorita, yo soy muy pobre, ya me vé V., me veo precisado á usar prendas de la guardarropía, porque me han robado tres veces y por mucho que un hombre tenga caminando, al tercer robo tiene que apelar á los recursos del arte; yo soy el apuntador, y otras cosas más, de una compañía dramática, de la compañía que dirije el gran actor mexicano Gervasio Miguel Romero del Campo; andamos expedicionando para no privar al Interior de un cuadro como pocas veces se verá por estas tierras; y con respecto al porvenir, veo con franqueza, que todo puede ser color de rosa, pero en cuanto al presente, señorita, me veo precisado á confesar á V. que carezco absolutamente de recursos; no obstante, aquí está mi brazo, y así como he podido tomar del guarda-ropa por cuenta de mi sueldo estas albarcas y estas medias azules, porque el director es mi amigo y casi mi hermano, podré tomar también una tizona, quiero decir, una buena espada española de las del traje de chambergo y constituirme en su galán joven, (porque yo soy joven todavía), en su paladín, porque yo, señorita, he sido militar; de manera que V. dispone lo que se ha de hacer y desde luego me pongo á sus órdenes; porque mi padre, militar también y que fué muy alegre, me decía siempre que no desperdiciara la ocasión de amparar una doncella. No es V. casada, por supuesto, señorita?

—No, señor, dijo la joven.

—Y su nombre de V?... usted debe tener un nombre muy bonito; y oiga V.; qué bien estaría V. de dama joven! conque su nombre de V?

—Llámeme V. Isolina.

—¿No lo dije? es un nombre magnífico para las tablas, V. haría carrera; y si la fortuna me ayuda para sacarla á V. de su cautiverio, el arte dramático se congratulará mañana conmigo, de haber encontrado oculta, como los diamantes, una notabilidad artística.

—Gracias, dijo Isolina prodigándole á Pico una graciosa sonrisa.

—Ahí tiene V. una sonrisa verdaderamente dramática; una sonrisa de éxito, como llamamos nosotros los actores; yo he he cho mis papeles, qué quiere V! una vez lanzado á la carrera, es necesario saber de todo.

—Pues yo me conformo con que por ahora haga V. el papel de mi salvador.

—Eso me gusta, y confesaré á V. que la aventura comienza á tener para mí un encanto que al principio no le conocía. Yo no sé si será por el respeto que me infundía ese terrible perro amarillo, probablemente destinado á no dejar atravesar este patio á alma nacida.

—Ha acertado V.; León tiene ese oficio y lo ejerce con la lealtad propia de un perro y con la ferocidad propia de su dueño.

—Pero mi Alí,—le presento á V. á mi Alí,—es un perro feo, no lo puedo negar, pero es mi amigo y le debo muchos favores, entre otros el que haya entretenido al León, á quien probablemente le habrá hecho ya de mi persona los debidos elogios, y por eso me ve ya como si todos tres fuésemos amigos viejos.

—En todo caso, agregó Pico, V. manda y yo obedezco.

—¿Me lo permite usted?

—Sí, señorita.

—¿Mando?

—Decididamente.

—Pues no abusaré de mis facultades, simplemente me limito á suplicar.

—¿Qué me suplica usted?

—La mayor reserva.

—¡Ah! sí, por supuesto.

—¿Y encontrará usted la manera fácil de sustraerme de mi verdugo?

—Inventaremos algo conveniente; creo que esto será fácil, especialmente por parte de usted que, según lo que he podido notar, tiene usted mucho talento.

Isolina prodigó á Pico una segunda sonrisa dramática, de no menos éxito que la anterior.

Pico se separó de Isolina, ofreciéndole conferenciar con ella sobre los proyectos de evasión, siempre que al León no se le antojara, por una humorada de rey, muy propia de perros bravos, no dejarlo pasar tan fácilmente como lo acababa de hacer.

Convinieron en la hora y contraseñas de la segunda entrevista y Pico atravesó, no sin algún temor, el patio y se encaramó á su ventana, llamando á Alí, quien á su vez debió sentir ya la separación de su nuevo amigo.

III. En el cual se dan más noticias de D. Pepe García y de otras varias atrocidades

Desde que se iniciaron las fiestas en Santa María del Río, D. Pepe García tenía un quehacer extraordinario: él dirigió la formación de la plaza de toros, que consistía en un gran cuadrado formado con vigas y él distribuyó las localidades, él mandó por el ganado, ajustó la cuadrilla de toreros, é hizo todos los pagos, como recaudador y tesorero de la junta instalada con objeto de celebrar la fiesta anual.

No había familia del pueblo que no conociera á D. Pepe García, y á él se ocurría en todas las dificultades y en todos los tropiezos.

D. Pepe no era casado, y lo que se podía llamar su familia lo representaba dividida en diputaciones en varias casas del pueblo.

Las señoras H recibían de él una pensión: el jovencito L.... recibía un semanario y estaba estudiando en un colegio de San Luís Potosí: la tienda del Águila Mexicana estaba intervenida por D. Pepe, representante de unos acreedores. Á estas serias y ostensibles intervenciones había que agregar otras, que se comentaban bajando la voz; como por ejemplo: si el lujo de de las X.... no tenía otra procedencia que los regalos de D. Pepe, y si el marido de la Chata tenía buenos caballos y otras cosas sin tener destino, y todo por la buena amistad que tenía con D. Pepe; ó bien se murmuraba con la reserva y mesura de la murmuración en confianza, de si el pueblo no se libraría, en toda la vida, de su juez letrado que tantas lágrimas había hecho derramar á muchas infelices, mientras D. Pepe estuviera en el pueblo, porque como eran compadres y llevaban tan buena armonía, no había esperanza.

Decíase también, que el Ayuntamiento era obra exclusiva de D. Pepe, porque allí estaban Regino el huérfano y el hermano de la tiñosa, (que nadie sabía cómo podía gustarle á D. Pepe); y los dos Pedros, de quienes se sabían bien los antecedentes, el otro con causa pendiente, y dos sobrinos del mismo D. Pepe, los Garcías, complicados en el negoció aquel del juzgado.

En la junta de instrucción no se hacía más que lo que D. Pepe quería que se hiciera; al grado de que habiéndose opuesto muchos vecinos en la cuestión de la enseñanza del Catecismo del padre Ripalda, ganó D. Pepe, y era muy natural, porque allí están su suegro y los dueños del terreno de las huertas, el marido de la Chata y dos compadres suyos.

—Si es el puente, decía un vecino, por más que se diga, á D. Pepe se debe que no se haya seguido, por aquella cuestión con los huachichiles, pues aunque él diga lo contrario todos sabemos como estuvo el negocio.

—¿Y dónde me deja V. el negocio criminal del otro día? decía un leguleyo. Figúrese V. un asesinato perpetrado con premeditación, con ventaja y alevosía, estando contestes los testigos, estando la razón por parte del occiso, quedando una familia á un pan pedir, y allí tienen ustedes al asesino paseándose.

—¿Cómo? el Pelón anda libre?

—Vaya, sobre que es el que está poniendo el teatro!

—Estará bajo de fianza.

—Yo no sé, pero ahí tienen ustedes al Pelón.

—¡Qué escándalo!

—Si le digo á V, compadre, decía el leguleyo, que lo que vemos en los pueblos es para taparse los oídos; yo he querido ir á México y ver á esos señores ilustrados que escriben en los periódicos, para contarles lo que aquí pasa.

—No conseguiría V. nada; y si no, ya ve V. lo que sucedió con aquella representación tan justa, acerca del agua. Nos hicieron gastar el dinero, costó más de doscientos pesos entre mozos que fueran á San Luís, y la impresión de los cuadernos y la representación, los comunicados y todo lo demás; y cuál fue el resultado? que como se atacaban los intereses de D. Pepe, y ya fallado el asunto, todo se ha vuelto á quedar en tal estado; y ahí lo tiene V. usando del agua con perjuicio de toda la población.

—Y sobre todo, siendo rémora para una mejora que reclaman el adelanto del pueblo y los legítimos intereses de sus habitantes.

—En todo es así! exclamó el interlocutor del leguleyo, que era un personaje magro envuelto en grasientas ropas y arrebujado en un capote; ya lo ve V., en cuanto á moralidad.

,—¡Ah! no me diga V., no me diga usted, sí ¡la moralidad no la conoce D. Pepe ni por el forro!

—¿Ya sabe V. lo de Gualupita?

—Como lo de la hija de mi comadre Teresa.

—Sí, hombre.

—¿Pues qué, ya?

—Hum! si ya eso es viejo.

—Con que al fin….

—Lo sé, porque el novio ya se fué.

—¡Pobre hombre! y qué…

—Yo no sé, pero á D.ª Teresa le están pasando doce reales diarios desde ese día.

—Jesús......! pues es el colmo de la de Jesús, hombre!

—Si le digo á Y. que el tal D. Pepe.... y ahí lo tiene V. muy amigo del señor cura...

—Eso sí, si quiere V. un empeño para el señor cura, ahí está D. Pepe, El señor cura es capaz de dejarse caer del campanario por D. Pepe García. Nada menos que en lo de la función....

—Sí?

—Vaya. Pues cuando quería el señor cura que viniera el vicario aquel.......

—El padre D. Librado?

—El mismo....

—Y qué?

—Que D. Pepe metió la mano y á pesar de la enemistad que existe entre el señor cura y el padre D. Librado ahí los tiene V. juntos celebrando la misa de tres padres, como si tal cosa.

—El padre D. Librado es el de la epístola?

—El mismo.

—Con razón lo quería yo conocer, pero no podía yo figurarme que después de lo que pasó, volviera el padre D. Librado á Sta. María.

—D. Pepe en todo D. Pepe, y ya verá V. lo que está sucediendo en el teatro, lo que en los toros, Lo primero que ha hecho D. Pepe ha sido mandar poner las sillas de las H en primer término.

—Y las de ca doña Teresa?

—También están juntas.

—Con que la Gualupita va á estar junto á las H?

—Vaya! con que hasta Margarita ¿Se acuerda V. de la gata de las Gaxiolas?

Gata es el nombre con que distinguen á las criadas jóvenes.

—Quién, aquella indita?

—La misma, la de los ojos grandes. Pues ya está con la madre; ya no está sirviendo, y si la viera V. no la conocería. Llevaba unas enaguas de lana, de corte, de esas que tienen flores, y cenefas grandes, y un rebozo de pura seda de á 25 pesos, y zapatos aplomados.

—Mariquita?

—Mariquita.

—Pero hombre....

—D, Pepe.

—D. Pepe?

—No lo conoce V.; si es capaz de vestir una monja. Pues bien, la Mariquita, quien por supuesto ya es doña Mariquita, va esta noche á la comedia y ya la verá V, sentarse junto á Gualupita y las H y toda la plana mayor de D. Pepe.

—Y la madre?

—La pobre está muy contenta; ya sabe usted que estas gentes dicen que vale más buen acomodo que mal casamiento., y como hasta muebles tiene ya....

—Viven por la huerta?

—Sí, donde siempre.

—Con razón la otra noche como á las nueve, me pareció ver á D. Pepe á pié y solo por allí; iba con su plaid colorado y su sombrero bordado de plata.

—Seguro que venía de allá.

—Yo temo que el día menos pensado se arme una....

—No lo crea usted, si D. Pepe los tiene dominados, y como es tan vivo! porque eso sí, D. Pepe no tiene un pelo de tonto.

Todo esto no era más que un soplo lijero del aura popular en que vivía D. Pepe García. Este es el cacicazgo y éstas son, con variantes más ó menos sustanciales, las costumbres de esos señores de pueblo que lo son todo; señores para quienes no hay leyes ni costumbres, para quienes no hay sociedad ni vínculos, para quienes se hicieron los pueblos, sus comodidades y sus habitantes.

Viven conviniéndolo todo en provecho propio, aglomerando elementos de todo género para formarse el pedestal de su grandeza, y al través de las aspiraciones y la reforma social, á pesar del espíritu de progreso y de la sabiduría de nuestras instituciones liberales, el cacique vive en los pueblos practicando un feudalismos jesuítico, y explotando la ignorancia de los que lo rodean; convirtiendo la miseria de los demás en agente de sus aspiraciones, el patrimonio ajeno en tributario de sus pingües rentas; todo lo domina, todo lo invade, todo lo explota; en cada aventura galante cría una raíz perniciosa de inmoralidad en la que procura envolver á los que pudieran perjudicarlo, emparenta con sus enemigos, y único y absoluto, no tolera entidades que puedan ponerse frente á sus intereses y á sus miras. Si un hombre ilustrado é independiente se para frente al cacique y equiparando su poder moral, su instrucción y sus buenos deseos con las prendas de D. Pepe García comienza á hacerse oír y á rodearse de prosélitos y de descontentos aislados, el cacique estudia un golpe, asesta una difamación, sume al contrincante en un negocio oscuro, le tiende una red, lo envuelve, lo fastidia, lo acosa, lo perjudica, y lo mata ó lo saca del pueblo. „

El cacique es el castor de las poblaciones; fabrica sus casas y se procria: cuenta numerosas víctimas en el bello sexo, porque las mujeres no son para él, en todo caso, más que los castores hembras, productoras de castorcitos y consumidoras de las frutas del castor padre.

Si un cacique llega á ver algún día reunidos á sus hijos, se deja besar la mano por el diputado que vuelve al pueblo en el receso de las sesiones, por el peón de la hacienda, por la criada de N., por la mujer del magistrado, por el coronel guerrillero, por el héroe de una jornada y por el desgraciado que está en capilla como ladrón de camino real cogido infraganti.

EL cacique se reproduce en la milpa y en el foro, en la política y en el crimen; pero no forma familia, ni raza, ni hogar. Suele el cacique llegar á ser gobernador de Estado, suele ser diputado y revolucionario; pero por excepción: generalmente el cacique, por grandes que sean sus aspiraciones, transije abiertamente con el atraso de su pueblo, con las preocupaciones de todos, con la incuria y con la pobreza de su hogar; porque todas estas nulidades son su patrimonio: el atraso es su apoyo, la ignorancia su toldo, su superioridad es su garantía y su sostén, y se conforma con ser el número uno entre muchos ceros.

D. Pepe García tenía entre todos sus asuntos uno que era el que más le preocupaba, el más reciente, é indudablemente, uno de los que más le habían conmovido en su vida.

Pondremos al lector al tanto de los pormenores de este asunto, que también por nuestra parte consideramos más ligado á la historia de nuestra heroína.

Ya hemos manifestado en otras ocasiones que no somos afectos á lo horripilante, y que abandonamos con gusto la tarea de relatar esas escenas de sangre y devastación, y á las que tan repetidas ocasiones han dado lugar nuestras revueltas intestinas; de manera que al tropezar con hechos de esta especie tomaremos de ellos solo la parte que se ligue con el hilo principal de la historia que referimos.

En un día nefasto, de esos días de muerte y de venganza, de crimen y de sangre, acababa de desaparecer para siempre una honrada y rica familia que vivía en una hacienda.

Una terrible banda de criminales acababa de perpetrar una negra venganza en la persona, familia é intereses de un honrado ciudadano, que algunas veces se había defendido heroicamente de los bandidos, que había promovido la persecución de la gavilla, y que más de una vez se había balido personalmente con los asaltantes de su hermosa finca de campo.

Ya hacía tiempo que habían sido fusilados algunos de los de la banda aquella; pero la sangre de los tigres humanos no se orea como la de los tigres del desierto; y el jefe de la banda había jurado un día frente á los cadáveres de sus muchachos, como él llamaba á sus soldados, que había de acabar á sus manos la raza de quien así se había defendido de ser robado.

Fué así efectivamente; y un día el fuego y la desolación oyeron sus últimas blasfemias.

Por único botín se llevaba el bandido una joven desmayada, hija mayor del dueño de la hacienda, que quedó con vida merced á su desmayo.

Ya iba la guerrilla por el monte después de haber consumado el más espantoso de los asaltos, y dos soldados encargados de custodiar á la joven se habían atrasado del centro de la fuerza.

La joven iba colocada sobre una muía y los dos bandidos caminaban, el uno tirando del ronzal y el otro picando.

—Todo para el coronel, pensaba el bandido que jalaba la muía.... cargar este engorro para él la ver como no se desbarranca la mula y se acaba de llevar el diablo á la pécora!

—¿Qué va hablando, patrón? le dijo al bandido el que picaba.

—Que qué voy hablando?

—Sí.

—Pues ¿y á listé qué?

—Adiós!

—Á la Virgen.

—Oiga, amo, vámonos parando?

—Eh! eh! pues usté sí que deatiro.

—Ande, amo, vamos á contestar usté y yo.

—Y qué tengo yo que contestar con usté? ¡pues ora sí!

—Pues creo que va mal… la la charrita.

—Y usté de qué tan cuidadoso?

—Pos yo decía.

—Ande, jale, que ya van lejos.

El que jalaba se paró, la muía hizo lo mismo y el que picaba dijo:

—Adiós!. pues usté sí que Y se paró también. Y ahora qué?

—Oiga, amo, vámonos quedando?

—Y para qué es eso?

—Pues...... jalemos pa el otro monte con la señora.

—Bonita lucha! En ese caso uno no más.

—Y quién?

—Pues si quiere váyase.

—No, amo, si no soy tan penco.

—Ah! pues ni yo.

—Como dice que uno....

—Vaya! y los dos qué hacemos?

—Pues yo no jalo, la verdad, vale; no que después de isponerse uno, no quiere el coronel que se saque ni siquiera maíz, sino que ¡vámonos! y «llévate eso y cuidado,» y la verdad amigo, no es uno tan dealiro que cargue como la muía, y yo como no tengo familia....

—Y luego agregó, agregó el otro bandido, si nos hubiéramos traído á la otra? ¿y qué se hizo?

—¿Pos no le metió el coronel la espada? adiós; qué no la vida.

—Y también son sinrazones, pues diga usté amigo, pa qué es eso, sí ya le pagó el papá con el pellejo, pa qué testerea á la muchacha.

—Pues eso es lo que yo digo, sale sobrando, lo mismo que lo de las viejas, pues pa qué las mata?

—Yo si ando en la revolución es por necesidad, ese condenado juez que me tiene puesta la puntería y ni por ofrecerle...

—Cuál, el de San Pedro?

—Sí, amigo, creerá que no ha querido soltar á Justo? y dice que me ha de cojer, ¿pero usté qué dice?

—Que no tan ainas, pues qué, es uno tan manco? Y usté por qué no le ha llegado al juez ese?

—En eso anda mi hermano, lo anda espiando por si va á la Concepción.

La joven que venía en la mula presentaba el aspecto de un fardo, estaba toda envuelta en una gran frazada y atada al aparejo de la muía menos cuidadosamente de lo que requería una carga humana.

Esta joven había escapado milagrosamente de la matanza; cayó desmayada en uno de los corredores de la casa al oír el último grito de su padre. El que la conducía en la muía, buscando en aquel cadáver algunas alhajas, había notado que la joven no estaba herida, y no sabemos si por un resto de conmiseración ó por un exceso de infamia, la envolvió en una frazada y la colocó en la muía. Al verla así el jefe, le había dicho al conductor:

—Esta mujer me pertenece. Á ver uno.

Y se había presentado el otro bandido que arreaba la muía.

—Cuídenme eso entre los dos y sigan con todos.

Aquella joven había comenzado á volver en su conocimiento en el camino, con la sensación dolorosa de sus ligaduras, y las primeras palabras que llegaron confusamente á sus oídos, fueron las del diálogo de los dos bandidos.

Al recobrar completamente la sensibilidad, no pudo menos que arrojar un grito.

—Ya lo vé, patrón? dijo uno de los ladrones; viene mal la señora; la compondremos.

Apeáronse los dos conductores y descubrieron á la joven.

—¡Por Dios! dijo ésta, este lazo me corta las manos. ¿En dónde estoy? ¿En dónde está mi padre? ¿Quiénes son ustedes? ¡Socorro! ¡socorro!

—Oiga, niña, no grite, que puede venir gente.

Entre los dos bandidos colocaron á la joven convenientemente.

IV. Un poco horripilante; pero por desgracia verosímil

Cuando la joven acabó de enterarse de lo terrible de su situación, no fueron bastantes ni las amenazas, ni la fuerza de los bandidos para calmar su desesperación; y muy pronto fué sujetada de nuevo á la muía, ya no con ligaduras que solo la seguridad exigiera, sinó de una manera brutal y como por vía de tormento y de castigo.

Los gritos de la joven fueron ahogados repentinamente con una mordaza.

En seguida los dos bandidos montaron á caballo, no para continuar su camino, sino para emprender una formal disputa sobre quien de los dos debía quedarse con aquella prenda.

La disputa iba tomando un caracter alarmante, pues ninguno quería ceder los derechos que creía haber adquirido, ni aceptaban tampoco el partido de seguir siendo simples guardianes; los dos se disputaban la presa como dos perros hambrientos, y los malos instintos y la idea del crimen del uno reflejándose en el corazón del otro bandido habían engendrado ya uno de esos deseos brutales que solo la muerte podía sofocar.

Aquellos dos hombres colocados en el desfiladero de un monte, medio ocultos por la sombra de los arboles y heridos en parte por los rojos y oblicuos rayos del sol que se ponía, tenían el mismo aspecto que dos lobos que se disputaran en el desierto el cuerpo de una cierva herida.

Los dos bandidos habían empuñado ya sus espadas y se habían separado á alguna distancia de la muía.

La pobre joven, á quien ya faltaban las fuerzas para resistir, no solo el tormento de sus ligaduras, sino la horrible idea de lo que iba á sucederle, estaba á punto de desmayarse de nuevo.

Como el terreno era lo menos á propósito para una lucha á caballo, pues estaban sobre una pendiente pedregosa, los dos contendientes movían sus caballos procurando mejorar su posición, y unas veces devorándose con miradas de rabia, y otras lanzándose horribles imprecaciones se amenazaban incesantemente, excitando sus cabalgaduras que en sus continuos movimientos sacaban chispas de los pedernales que pisaban, y piafaban impacientes como si ellas también estuvieran deseando el fin de aquella escena.

El sol iba ocultándose, y la noche vendría, como viene en algunas profundidades, casi sin crepúsculo.

Esta proximidad de las tinieblas imprimía á aquella escena más terror que si hubiera empezado en plena noche; pues no sabemos qué había de siniestro en el acabamiento de la luz, en la difusión de las sombras y en el vuelo de algunas de esas aves salvajes que van á guarecerse con una triste precipitación y como aprovechando los últimos instantes de luz.

Ninguno de los dos bandidos osaba ser el primero en el ataque, pues el terreno era más propio para la defensa que para el asalto, y del primer golpe dependía, indudablemente, el éxito del combate.

El sol despedía ya solo algunos rojos resplandores sobre la copa de algunos árboles, y cada matorral, ennegreciéndose, juntaba su silueta con otra, como para ir fundiendo un fondo pavoroso; y los tecolotes de que estaba poblado aquel monte, abrían ya su sesión nocturna, saludándose con esas dos notas melancólicamente aflautadas y que suelen inspirar una tristeza tan profunda en las comarcas solitarias.

Por lo demás, la naturaleza se adormecía lentamente con esa calma magestuosa de las soledades, con esa gravedad austera con que á veces se entrega al reposo de una noche que viene avanzando con la inexorable lentitud del cuadrante eterno.

Un momento más, y aquellos dos lobos humanos no se verían uno á otro sino por el brillo fosforescente de sus ojos y por las chispas de los cascos de sus caballos; un momento más, y aquella joven se hundiría también en las profundidades misteriosas de un síncope.

Pero á esta sazón, y de una manera inusitada, un acontecimiento extraño vino á cambiar la faz de aquella escena.

Dos fuertes detonaciones prolongaron sus ecos en las concavidades de aquellas barrancas, como si un rayo acabara de caer entre los dos bandidos; y un relámpago amarillento alumbró instantáneamente aquel espacio; en seguida se oyeron gritos, y gran tropel de caballos que se precipitaban en medio de aquellas sinuosidades.

Los dos bandidos, olvidándose de su disputa en vista de un nuevo y común peligro prendieron las espuelas á sus caballos y se lanzaron por la vereda, sin cuidarse del ronzal de la muía, la que á la detonación de los dos tiros y al movimiento intempestivo de los caballos, se espantó y se lanzó á su vez sobre los matorrales con impestuosa precipitación; los primeros varejones que azotaron á la muía y las dificultades y tropiezos que la estorbaron el paso, exacerbaron al animal, en general sufrido, y recobrando sus instintos salvajes en medio de aquella naturaleza agreste y de aquella penumbra desesperante, se lanzó la mula saltando precipios, ágil y ligera como una gamuza; y como si no llevara sobre su lomo la preciosa carga, atravesaba breñales, recorría planicies, lanzaba con los cascos piedras del camino que rodaban por las barrancas con estrépito. Bien pronto los raros ruidos que la muía producía en su carrera le infundieron nuevo terror y nuevo brío, y cada vez más ligera y como si ya no fueran obstáculos en su carrera ni las malezas, ni las raíces, ni las piedras del monte, corría, corría al acaso desbocada como el caballo de Hipólito hasta encontrar un precipicio, un espacio sin piedras, sin arbustos y sin malezas, el aire, en fin, de una profundidad en cuyo seno no encontraría más que la muerte.

En cuanto á los bandidos, prácticos conocedores del terreno, habían logrado tomar la vereda más á proposito y sobre la cual podían caminar á todo el correr de sus caballos.......

Apenas había llegado á las poblaciones circunvecinas á la hacienda asaltada la noticia del desastre, así las autoridades locales como algunos vecinos acomodados, habían puesto en movimiento toda la gente de que pudieron disponer y en todas direcciones salieron partidas armadas en persecución de los bandidos.

Otros habían ocurrido á la misma hacienda cuyas trojes ardían ya elevando hasta las nubes una gran columna de humo negro, en que flotaban millones de chispas.....

Allí estaban aún calientes los cadáveres del dueño de la hacienda, de una de sus dos hijas y de otras personas de la familia y de la servidumbre.

Los pocos recursos con que podían contar los vecinos para apagar el incendio, hubieran sido de más fatales consecuencias si la calma en que hemos pintado ya á la naturaleza en aquella tarde, no hubiese sido una circunstancia favorable que impidió los progresos del incendio, limitado definitivamente á las trojes.

Para uno de los espectadores de aquella escena, que es uno de nuestros personajes, aquella catástrofe traía recuerdos de muy distinto género, y de que el lector va á enterarse oyendo hablar al mismo interesado.

Serían las ocho de aquella misma noche que vamos describiendo y que tan fecunda fué para nuestra historia en escenas terribles, y en el mismo monte por donde hemos visto correr á los bandidos y á sus perseguidores, el respaldo de un gran crestón pre sentaba una concavidad capaz de ser, en caso necesario, una cómoda habitación ó una guarida contra la tempestad.

Aquella concavidad se llamaba entre los campesinos «la Cueva del Muerto» á consecuencia de haberse encontrado allí un esqueleto recientemente devorado por las aves de rapiña.

Dos ginetes estaban descansando en tierra y sus cabalgaduras atadas á una piedra. Solo la luz de las estrellas alumbraba aquella escena.

En voz muy baja, como si temiera ser escuchado por las peñas, uno de los dos personajes hablaba de este modo:

—En una tarde de Julio visité por primera vez la hacienda cuya casa acaba de quemarse: iba yo en compañía de mi compadre Gómez, de mis sobrinos y de muchas personas de Santa María.

En la hacienda había herradero; y ya sabe usted cuánto han alborotado siempre los herraderos, que tan espléndidamente sabía disponer el difunto D. Anselmo.

—¡Ah! ya me acuerdo, eran una verdadera fiesta que duraba hasta ocho días.

—Pues bien, llegamos esa tarde: los muchachos echaron algunas manganas, otros ginetearon; y todos, cual más cual menos, lucieron su habilidad en estos ejercicios.

En el centro del corral, ya recordará usted que se levantaba un verdadero palco para las familias, y muchas veces aquel tablado contenía ochenta ó más personas. Allí estaban las hijas de D. Anselmo y allí conocí á Gualupita; estaba hermosísima, era la más hermosa de las muchachas: confiésole á usted que me impresionó de una manera formal, al grado que no quise volverme esa noche á Santa María.....

D. Anselmo era ostentoso y sabía gastar el dinero, y oiga usted, nos sirvió una mesa que no había qué pedir; la cena fué un verdadero banquete, algunos jóvenes dijeron versos y reinó la mayor alegría en la concurrencia.

Una música nos esperaba en la sala, y de cuadrilla en cuadrilla, el baile duró hasta las dos de la mañana: por supuesto que el mescal de pechuga y el vino de Champagne no escasearon en toda la noche, y lo que es por mí solo diré á usted que se me fueron los piés y que estuve loco por Gualupita.

—Tres días duró todavía el herradero y todos ellos fueron de gratísimas impresiones para mí, y.. bastaron esos tres días para robustecer en mi alma la pasión más ardiente por Gualupita.

Después de una pausa en que aquel hombre pareció tomar aliento, continuó:

—De esto hace dos años ¡ay! y en estos dos años ¡cuántas amarguras he sufrido, cuánta desesperación, y cuántas lágrimas de rabia han vertido mis ojos! Esa mujer no ha hecho más, con sus desdenes, que enardecer mi pasión, y mientras más he sufrido por ella, más y más la he querido, y más me he empeñado en poseerla; y á ese paso sus desdenes se han redoblado y he llegado á creer que me odia; pero más vale así, siquiera ya no me desprecia.

—Parece que se ha quejado, interrumpió el personaje que había estado escuchando.

—Voy á ver, dijo el que había hablado, y andando á tientas penetró en la cueva.

Diremos quiénes eran, y por qué se encontraban allí aquellos hombres.

El que acababa de entrar á la cueva era don Pepe García, y el que esperaba era un vecino de los que se habían armado para perseguir á los bandidos y á quien D. Pepe García tuvo necesidad de contarle la historia que acabamos de referir, á fin de hacerlo su cómplice en la aventura de aquella noche.

La persona que se había quejado en el interior de la cueva era Gualupita, á quien hemos visto conducida en lomos de una muía y custodiada por los bandidos que huyeron á los primeros tiros de sus perseguidores.

D. Pepe García y el vecino, extraviados por una vereda en el monte, siguieron el ruido que iba produciendo la muía que conducía á Gualupita, creyendo ir en persecución de alguno de los bandidos, de manera que cada vez que sentían acercarse, disparaban sus pistolas, hasta que la muía cansada, herida, y encabritada en unos breñales, no pudo seguir corriendo.

—Por acá, D. Pepe! le gritó su compañero; acá, pero no es nadie, era una muía cargada lo que perseguíamos.

D. Pepe se acercó, y al examinar la carga no podía dar crédito á sus ojos; era una mujer, más bien una señorita.

—Sí, exclamaba, ésta es una persona bien vestida; ¡ah! gritó, todos los cadáveres se han encontrado en la hacienda menos uno; ¿si será ella?

Y D. Pepe tocaba las heladas facciones de la joven, procurando reconocerla; se acercó hasta bañarla con su aliento y arrojó en seguida un grito espantoso.

—¡Ella! ¡es ella! y ya está en mi poder, pero muerta!

Desde este momento D. Pepe comenzó á desatar las ligaduras que sujetaban á aquel cuerpo inerte, cuya actitud sobre el aparejo de la muía, causó en D. Pepe la más horrible impresión.

Esto pasaba á algunos paso de la «Cueva del Muerto.»

—Qué hacemos? preguntó el vecino. Don Pepe no contestaba, entregado como lo estaba á un torrente de ideas que lo enajenaban completamente.

Su compañero le ayudaba en silencio a desatar á la jóven y á trasladarla á la cueva.

—Puede ser, dijo el vecino después que hubieron depositado en tierra su preciosa carga; puede ser que esta joven no esté muerta, no me ha parecido que está muy fría, y sobre todo hay cierta flexibilidad en sus miembros.

—Yo la he sentido helada, y aún vacilando lo mismo que usted he tomado su pulso y no late ya.....

—Pero el corazón? ¿no ha escuchado usted si late el corazón?

—Que si late? repitió D. Pepe sintiendo estraviarse sus ideas; ¿que si...... late?

Y se volvió á quedar callado, lanzando una especie de ronquido estertoroso con su respiración.

—D. Pepe ¿se siente usted mal?

D. Pepe no contestó, estaba llorando.

El vecino, que todavía no estaba en antecedentes, empezó á comprender que allí debía existir una historia terrible, pues don Pepe estaba profundamente conmovido, al grado de hacerse peligroso su estado.

Tanto hizo el vecino por consolar á don Pepe y tanto insistió en que volvieran á reconocer el cadáver, que D. Pepe, más bien por volver á verlo que porque abrigara ninguna esperanza, se inclinó sobre el pecho de la muerta, puso allí la mano y nada sintió; después puso el oído y creyó oír un solo golpe, pero los latidos de su propio corazón le impedían cerciorarse de si aquel otro corazón por el que tanto había sufrido, vivía aún.

—No siento nada, no puedo oír; dijo don Pepe entregándose de nuevo á la desesperación.

Entonces el vecino lo sustituyó, y después de un largo rato, dijo en voz baja:

—¿D. Pepe?

—¿Qué hay? ¿qué hay?

—Creo que hay algo.

—¿Vive? ¿vive?

—En todo caso cálmese usted y obremos con prudencia.

—¡A ver! ¡á ver! ¿está usted cierto?

—Me parece....

—Vuelva usted á escuchar, amigo mío, y vuélvanos usted la vida á los dos.... porque.... yo adoro á esta mujer.

—¡Silencio! dijo el vecino.

Y se puso de nuevo á escuchar.

—Sí, sí, hay algo, palpita aún el corazón, aunque con grandes pausas.

—¡Ah ¡vive! ¡vive! exclamó don Pepe tomando en sus pulmones la mayor cantidad de aire que podían contener; ¡vive! repetía ¡vive!.... y ésta era la única palabra que se le oía pronunciar.

—Es preciso hacer algo, don Pepe.

—¿Pero qué hacemos?

—Un médico tardaría un día en llegar aquí, y es necesario no perder tiempo.

—¡Calor! exclamó don Pepe, le daremos calor!

Y aquellos dos hombres improvisaron un lecho con hojas secas y con toda la ropa de que pudieron disponer, y después encendieron algunas varas secas para proporcionarse alguna luz, y algún calor para la enferma.

El vecino creyó conveniente que don Pepe no se diera á conocer; de manera que solo él veló junto á Gualupita, quien al cabo de algún tiempo dió más señales de vida, aunque ni remotamente de conocimiento.

En uno de estos intervalos fue cuando don Pepe contó á su compañero la historia de sus amores.

V. Se levanta el telón

Como lo habían previsto los comentadores de la conducta y poridades de D. Pepe García, la noche de la primera función de teatro, los primeros asientos estaban ocupados por todas las personas más allegadas á D, Pepe.

Hacia un costado del corral se había levantado una gradería de vigas, que era una periquera en que aparecían encaramados más de cien espectadores. Como el pueblo era á la sazón visitado por paseantes de to do género, con motivo de las fiestas, había en el patio sus elegantes armados de anteojos de teatro; multitud de charritos de las haciendas y pueblos vecinos, ostentando lujosos sombreros bordados y finos jorongos; señoras en cuyos trajes podía la moda quitar un guarismo de veinte años; y, finalmente, multitud de gente pobre completaba el cuadro de la concurrencia.

Una mala música, compuesta de guitarras, violín, flauta, arpas y trombones, tocaba algunos valses y lograba destrozar algunas oberturas.

El alumbrado era pésimo, pues se componía de candilejas sustentadas con manteca, y sobre piés derechos algunos hachones con palo de ocote.

Detras del telón del foro, existe un mundo de misterios que desde el niño hasta el octogenario procuran investigar.

El misterio: he aquí las cosquillas del pensamiento. Al misterio le debe más el progreso humano de lo que le debe á la voluntad..

El misterio merece los honores del mito, es casi una deidad, y el papel que hace en el mundo es más importante de lo que parece.

El misterio es la careta de este carnaval perenne, en que los máscaras nos desconocemos unos á otros en fuerza de querer conocemos á nosotros mismos.

La liviandad cuando se cubre con esa careta se llama coquetería.

El amor la usa constantemente, y cuando se la quita se muere.

Thalía es la mujer que en el carnaval del mundo ha sabido jugar mejor la careta.

Thalía tiene una tropa alegre que la di¿vierte extraordinariamente, y la recluta, riéndose, en este valle de lágrimas.

La inspiración de consagrarse al teatro, es una inspiración que difiere de las demás en que es retozona; y la humanidad en su marcha solemne hacia su fin grandioso lleva á la andante comiquería colgada al cuello como una sarta de cascabeles.!

Individualizando es otra cosa.

Hay actores que en su marcha solemne por el camino de la gloria, llevan al público colgado al cuello como un collar azteca compuesto de piedrecitas de poco valor.

Hay artistas nacionales, como el señor don Gervasio Miguel Romero del Campo, que aurifican sus cartones y pergaminizan sus papeles, y hacen dentro y fuera de bastidores el más campanilludo de los personajes contemporáneos.

Á propósito de bastidores; hé aquí una frase subversiva; entre bastidores.

¿Quién no se sonríe al oír decir «entre bastidores?» ¡Qué potpourri de cositas no envuelve ese concepto! Decídsela á un viejo y os regalará una lágrima fría y un suspiro en octava baja; decídsela á un pollo y bailará en un pié; decídsela á una beata y se santiguará; decídsela á una dama joven y hará un esfuerzo para no ponerse colorada.

Detrás del telón está esa frase, y detrás del telón está el misterio.

Los niños se impacientan porque se levante ese telón, sin más razón que porque está corrido.

Los jóvenes, que han penetrado un poco más el misterio, sienten la misma impaciencia que los niños, pero gozan con ella.

Los viejos están acostumbrados á descorrer ellos mismos el telón y otras cosas, y su imaginación se extasía en los pasillos obscuros, en los cuartos con las cortinas medio corridas y en otras particularidades.

Para todo el mundo tiene un telón el atractivo de una pausa. Es un deseo con esta taxativa: todavía no.

El amor no podría existir sin telón ni á telón corrido.

Todo deseo, todo ahínco y toda perseverancia, tiende á esto: á levantar el telón.

Los actores á su vez no viven sino para levantar el telón.

Al señor don Gervasio Miguel Romero del Campo le hemos oído decir con motivo de los crecidos gastos de una función extraordinaria:

—Esta noche me cuesta ochocientos pesos levantar el telón.

La historia de todos los fiascos y de todos los triunfos, empieza de este modo: se levantó el telón.

Del autor de este libro se puede decir que no pretende otra cosa, en materia de teatro, que levantar el telón.

Y ya esta digresión va siendo demasiado larga.

Pues, señor, se levantó el telón.

Como la compañía iba á estar allí muy pocos días, el director dispuso hacer seis comedias fáciles, piezas del día y no de trajes, como decían los cómicos; de manera que no hubiera más que sacar de la carga las pelucas y los trajes de paisano: así es que don Gervasio dispuso que se dieran «La Cosecha» «La cruz del matrimonio» «Lo positivo» «Los hijos de Adán» y algunas piezas en un acto.

En consideración á lo mucho que tendremos que decir más adelante, de nuestra querida compañía dramática, omitimos la crónica teatral de la primera función, que se componía de La Cosecha y de la pieza titulada Una noche toledana.

En el primer entreacto entraron al foro con D. Pepe García, el señor prefecto, el juez, un escribiente que hacía versos, el administrador de rentas y un señor de San Luís.

D. Gervasio había ya corrido la cortina de su improvisado cuarto de vestir, en el que había cuidado de poner un espejo grande y dos velas de estearina, una cortina á guisa de carpeta y algunas sillas.

—Caballeros, pasen ustedes, dijo á los visitantes; está esto muy incómodo, pero tomen ustedes asiento.

—Gracias, dijo D. Pepe; presento á usted, señor director, al señor prefecto.

El prefecto dió la mano á D. Gervasio y estudió un saludo, al través del cual el cómico no perdiera de vista á la primera autoridad.

—El señor juez letrado el señor administrador de rentas.....

—Servidor de ustedes, dijo D, Gervasio; mucho me alegro....

—Nosotros tenemos el honor, dijo el administrador, de ponernos á las órdenes de usted.

—Gervasio Miguel Romero del Campo, á la disposición de ustedes.

—El joven poeta Jesús R. Fuentes, dijo D. Pepe.

—¡Ah! ¡ah! muy bien, cuánto lo celebro! contestó D. Gervasio, ¿con que es usted poeta?

—Sí, señor, dijo Fuentes poniéndose colorado; quiere decir, aficionado.

—No, nada de eso, dijo D. Pepe, ha escrito una comedia.

—¡Hola! amiguito, pues esas son palabras mayores; ¿y qué talles de costumbres?

—Le diré á usted, es una cosa muy original.

—¡Ah!

—Todo ello es un sueño.

—¡Oh!

—Un sueño fantástico.....

—Muy bien, muy bien, ¿con que un sueño fantástico?

—Sí, sí señor, yo creo que es de mucho efecto, figúrese usted que hay necesidad de luz de Bengala en el segundo acto.

—¡Ah! muy bueno.

—Yo creo que le había de gustar á Y, si V. tuviera la bondad de leerla....

—Con mucho gusto.

—No que luego ya sabe usted lo que sucede¿

—¡Ah! pues por mi parte nada tema usted, caballerito. Yo soy un artista nacional y amo las glorias de mi país, á los hijos del país sobre todo, señor. ¿Por qué nos ha de venir todo del extranjero?

—Tiene usted razón, dijo el prefecto, ese espíritu de extranjerismo es el que nos pierde.

—¡Oh! sí, señor prefecto.

—Y su señora de usted? preguntó don Pepe.

—Creo que se está vistiendo—Madre—continuó tocando con el dedo las tablas que dividían su cuarto del de la primera dama: los señores quieren saludarte.

—No la moleste usted, dijo el administrador de rentas; tal vez estará ocupada.

—¡Ah! pero cómo había de dejar de saludará ustedes!—María, sal, que viene á saludarte la primera autoridad y el señor juez de letras y otros caballeros.

María se presentó.

D. Gervasio hizo la presentación: todos se pusieron en pié y todos ofrecieron asiento á la dama.

En seguida todos devoran á la dama con sus miradas.

Á una primera dama siempre se le devora con la mirada.

Los pillos por si acaso.

Los pollos por parecer hombres de mundo, y los viejos porque así lo sienten.

Todos encontraron muy de su gusto á la primera dama.

El prefecto pensó en promover otras seis funciones.....

El poeta en hacerle á María unos versos feroces.

Y D. Pepe, en darle un día de campo.

D. Pepe dio en el clavo y los demás en la herradura.

—Qué le parece á usted el pueblo?

—Es muy bonito y muy fértil, por lo que lie visto, dijo María con una voz que pareció muy dulce á las visitas.

Aquello que acababa de hablar María les cayó en gracia porque no estaba en su papel.

Uno de los atractivos que tiene una actriz para el que la trata familiarmente y por la primera vez es éste: individualizarse.

Cuando la entidad dramática se convierte para nosotros en la amiga, nos creemos doblemente agraciados.

Los que rodeaban á María recogían sus palabras con cierto arrobamiento, le dirijían la palabra esperando ávidamente su respuesta y preparando una sonrisa.

Apelo á las mismas actrices y que me digan si no recojen á sonrisa por palabra.

Hay un atractivo peculiar de la actriz, y solo de la actriz, vedado á las demás mujeres.

En la mujer, ser actriz es tocar el refinamiento de la vanidad.

Una mujer puede atesorar todos los atractivos imaginables; pero ninguno de ellos es parecido al de la aureola de la actriz.

Los hombres se le acercan siempre al través de una atmósfera distinta de la que rodea á las demás mujeres.

Hasta los calaveras estudian su entrada, y los tímidos dejan traslucir todas sus impresiones.

—Pues lo hace V. muy bien, dijo D. Pepe.

—Favor que ustedes me hacen, contestó María bajando sus hermosos ojos.

Aquí entró el prefecto.

—No, señorita, efectivamente lo hace usted muy bien.

—Por lo menos, dijo el administrador de rentas, nunca habíamos visto en Santa María del Río una actriz del mérito de usted, señorita.

—Indudablemente, agregó el señor de San Luís.

Hubo una pausa.

Aquí entró el poeta.

—Señorita, yo solo le diré á usted que que me permitirá usted decirle mis impresiones en verso; voy á dedicarle á usted una composición.

—Tendré mucho gusto.

—El poeta saboreó esta frase como una pastilla de orozuz y pensó:—creo que ha comprendido mis miradas: como soy poeta, estoy más cerca de ella; nosotros los poetas comprendemos á las actrices y ellas nos aman.

De ilusión en ilusión el poeta creía haber hecho una conquista.

—Tendré mucho gusto, repetía el poeta, y esto me lo dijo viéndome de un modo... como que tiene unos ojos...

Y luego dirigiéndose á María exclamó:

—¡Qué lástima que vengan ustedes por tan pocos días!

—Qué quiere usted, es preciso!

María clavó sus ojos en el poeta con cierta tristeza, que muy bien pudo haber sido sueño ó fastidio, pero el escribiente que de mirada en mirada subía al cielo, estaba muy lejos de pensar así, y aquella mirada iba cuando menos á desvelarlo toda la noche.

Ya era preciso levantar el telón.

Los nuevos amigos de la actriz se despidieron, ofreciendo su casa y sus servicios.

El escribiente se puso frío al pensar en que, como á los demás, iba á darle la mano á aquella divinidad: y mientras los demás se despedían, el escribiente se limpiaba el sudor de la palma de su mano derecha contra los pantalones.

Le llegó su turno, y apretando la mano de María lo más que pudo, le dijo al oído:

—¡Es usted divina!

El escribiente saltó esta frase zumbándole los oídos, temblándole la voz y asustándose de su propio atrevimiento.

Y desapareció.

Á poco rato se colocó en su asiento: no entendió el segundo acto de la comedia, y cada vez que salía María á la escena, al escribiente le parecía que estaba diciendo: «.Tendrá mucho gusto. Tendré mucho gustos ó bien «qué quiere usted, es preciso! qué quiere usted, es preciso!»

Estas eran las únicas palabras que vibraban como la repercusión de un repique en sus oídos.

Desde su asiento clavaba en María su mirada; hubiera querido tener dos cerillos en los ojos para llamar la atención de María, y se sentía contrariado de que María no se fijase en él. Se acordó de haber oído decir algo del magnetismo, pensaba que hay una corriente magnética, un fluido que se comunica con los ojos, y que sintiendo el escribiente lo que sentía, su mirada debía estar impregnada de ese fluido y que María debía sentirlo como un dardo; pero nada, María representaba su papel como si tal escribiente hubiera en el mundo.

Apenas cayó el telón el escribiente se levantó de su asiento y entró al foro.

El cuarto estaba cerrado y el escribiente devoraba la puerta con sus miradas; pero allí menos que desde su asiento obraría el soñado magnetismo. Los momentos le parecían siglos al pobre de Fuentes, hasta que por fin le fué preciso abandonar el foro y volverse á su asiento sin haber logrado hacerse ver de María.

—Pero mañana, decía, mañana me desquito; la voy á visitar, al fin ya nos ofreció su casa y luego en el día de campo que va á dar don Pepe á la compañía.... ya tendré tiempo. Entretanto esta noche escribo mis versos y mañana los copio en limpio y se los llevo.

También el prefecto hizo aquella noche castillos en el aire: el administrador de rentas tuvo una conversación muy edificante con el juez, sobre lo peligrosas que son las mujeres de teatro, y convinieron en que María era mujer de muchos atractivos.

En cuanto á don Pepe no sabemos si haría castillos en el aire, pero sí consta en la leyenda que mandó preparar una barbacoa de cabritos y sentenció á muerte á algunos guajolotes; procedimiento más en armonía con las miserias humanas que todos los versos del escribiente y todos los castillos en el aire de la primera autoridad del pueblo.

Se nos olvidaba decir que aquella noche no se exhibió la bailarina, pues don Gervasio el director, que era hombre que lo entendía, guardaba este efecto para las noches subsecuentes en que la casa (el teatro) pidiera algo más llamativo pata tener más gente.

El escribiente lo hizo como lo dijo. Procuró á toda costa estar solo: síntoma alarmante. Cuando se empieza á querer á una mujer, el interesado habla primero á la soledad.

El amor que acaba por esto: estar jimios, empieza con esta otra idea opuesta: estar solo.

El escribiente estuvo solo.

En primer lugar suspiró y en seguida tomó pluma y papel, se alborotó la cabellera y llamó á la inspiración.

Estos son los primeros dolores de todos los partos.

Todos los poetas procuran parir solos; después es cuando dan á luz.

El escribiente hacía esfuerzos inauditos y le sucedía lo que les ha sucedido á muchos grandes hombres.

No estaba para el paso.

Tachó diez veces la primera palabra, la escribía de nuevo y de nuevo le parecía estúpida unas veces, fría otras y lo más aquella palabra se quedaba sola, sin poder ligarla con otras.

Por fin escribió:


«Salve, artista á quien amo tanto.


Esto era verdad, pero no era verso.

—Lo de salve, artista, está bueno, decía el escribiente; pero lo demás me disuena.

Dejemos al poeta luchando con las mil dificultades que lo atormentaban, y volvamos á visitar á nuestra desgraciada prisionera.

VI. Dos entrevistas

Guadalupe fué conducida á Santa María del Río por el vecino amigo de D. Pepe, quien habiendo tomado todas las precauciones que el caso requería, logró instalar á su prisionera en la pieza en que la hemos visto, sin que hasta el momento en que había hablado con Pico hubiera en el pueblo una sola persona á cuya noticia hubiera llegado aquel asunto.

D. Pepe se presentó bien pronto en el cuarto de Guadalupe; ésta arrojó un grito al verlo, y desde ese momento comenzó la más heroica de las luchas, la más tenaz de las resistencias por parte de Guadalupe.

D. Pepe García estaba enteramente á merced de una de esas pasiones desenfrenadas y terribles que inducen al hombre á todo género de excesos.

Hacía dos años que la imagen de D. Pepe era para Guadalupe la más perseverante amenaza á su tranquilidad; hacía dos años que D. Pepe había emprendido una de esas persecuciones incesantes y tenaces que formaba ya parte indispensable de sus costumbres y de su manera de vivir. En este tiempo Guadalupe había tenido dos pretendientes que don Pepe había logrado alejar de la hacienda, valiéndose de medios violentos y reprobados.

D. Pepe contó á Guadalupe con todos sus más insignificantes pormenores la historia de la terrible noche en que la casualidad había puesto á Guadalupe en manos de su perseguidor.

—Quiere decir, exclamó Guadalupe, que usted no me ha salvado sino para perderme? ¡oh! ¿por qué no me dejó usted morir sobre aquella muía infernal, que al fin hubiera acabado por precipitarse conmigo en una barranca?

—Es el destino de usted, Guadalupe, y el mío el que nos ha unido para siempre.

—¿Para siempre? No, algún día saldré del poder de usted. Esto no puede prolongarse.

—Tengo tomadas todas las precauciones.

—Alguna vez podré burlarlas.

—Es inútil, usted nada puede.

—Hasta aquí he podido ser fuerte, Dios no me abandona, Dios me salvará.

—Sea usted generosa y perdóneme, Guadalupe; he prescindido ya de toda violencia y quiero acercarme á usted por el camino de su corazón.

—Ese camino está abierto para todos los seres que me aman.

—Entonces está abierto para mí.

—No.

—Qué debo hacer para llegar á su cariño?

—Ya lo he dicho, ser bueno, procurar serme agradable.

—¿No lo soy acaso consagrando á mi amor toda mi vida, toda mi fé, todo mi entusiasmo?

—Constituyéndose en mi carcelero, en mi verdugo.

—¿Y habría de abandonar, espontáneamente una situación que, por violenta que sea, me proporciona el placer de venir á contemplar á usted y á repetirle que la amo? ¿Podría darle á usted la libertad que tanto desea, sin la garantía de que un sacrificio tál sería alguna vez recompensado?

—Pues ese es el camino, el único, porque en esta situación, cada día, cada instante que pasa es una piedra que se levanta para robustecer la muralla que nos separa. Estoy resuelta á todo, la violencia de usted me indigna, su tenacidad robustece mis resoluciones y sus violencias me acercan á la muerte.

—A la muerte?

—Sí, la muerte mil veces antes que ceder; usted lo ha visto; usted mismo puso en mis manos el arma con que me amenazaba y yo la guardo como mi salvación.

—¡Que necio fui en cederla!

—Dios la puso en mis manos.

Don Pepe se quedó pensativo. Recordaba en aquel momento la heroica, la sublime resolución de Guadalupe, para darse la muerte: conocía que era capaz de hacerlo, y desde el día en que se persuadió de ello había prescindido efectivamente de toda violencia.

—Ameme usted, Guadalupe, ámeme usted y me verá convertido en el más humilde, en el más tierno de los hombres: mi vida no será más que el culto de su amor que es mi cielo, no viviré sinó para complacer á usted, para hacerla feliz.

—Jamás, dijo enérgicamente Guadalupe: mi corazón vive en un mar de odio que gota á gota acrece con cada una de las palabras de usted: hace dos años es usted mi sombra y hoy que ya no tengo padre, que me he quedado sola en el mundo, cuando necesito más que nunca un sér que me consuele, un sér en quien depositar mis lágrimas y mis recuerdos, hoy se me aparece usted de nuevo encerrándome en el círculo de hierro de su tiranía y de su fuerza; ¿y lo he de amar así? ¿se atreve usted á esperar esta absurda aberración de quien no tiene para usted más que odio? ¿de quien no tiene palabras sinó para execrarlo? Pero yo sabré romper ese círculo de hierro, cuento aún con Dios, que es el protector de la inocencia y me siento con bastante valor para sufrir aún. Salga V., pues, y déjeme usted sola con mi silencio y mi desgracia no la exacerbe V. más con su presencia. Salga V.

Don Pepe se levantó de pronto é iba á tomar una de las manos de Guadalupe, quien á su vez de un salto estuvo en pié y á dos pasos de su perseguidor, con la cabeza erguida, la mirada centelleante y blandiendo en la mano derecha un pequeño puñal.

—Fuera de aquí! gritó Guadalupe con la entonación más enérgica, con la expresión de la más alta dignidad.

Don Pepe García la midió con la vista, pero no pudo resistir por largo tiempo la mirada de Guadalupe: había tanta grandeza en aquella mirada, que el cacique se replegó en su miseria sintiendo todo el horror de su criminal conducta.

—Ya pronto, exclamó con voz sorda, se agotará mi paciencia; ya pronto pondré en práctica otros medios que la harán á usted mía irremisiblemente.

Por los labios de Guadalupe vagó solamente una sonrisa de profundo desprecio.

Don Pepe sintió anudársele la garganta y no tuvo ya más palabras: se dirigió hacia la puerta y la cerró por fuera fuertemente; después se oyó el ruido de otra puerta y después nada.

Guadalupe bajó el brazo con que blandiera el puñal y se dejó caer, laxa y sin fuerzas, sobre un asiento, y como queriendo respirar nuevo aire.

Pasó un larguísimo rato inmóvil, fija en tierra la vista y con una expresión de dolor inconcebible.

Después rodaron de sus párpados algunas lágrimas.

Don Pepe García había llegado á su habitación pensativo y altamente preocupado, como siempre que tenía alguna entrevista con su prisionera.

Se sentó maquinalmente frente á su mesa cediendo á la costumbre, y también clavó la mirada como un loco en el primer objeto que encontró delante.

Don Pepe tendría cuarenta años, su fisonomía estaba acentuada por lineas resueltas, tenía gruesas las cejas, que le sombreaban las pupilas dándoles mayor concentración á su mirada; predominaba en él el tipo indígena, pero las comodidades de que había podido gozar, habían impreso en su fisonomía cierto aire resuelto, y aún nos atrevemos á decir que había modificado sus facciones.

La nariz de D. Pepe presentaba una ligera curva en su parte superior, lo cual le daba cierto tinte de audacia; sus labios eran gruesos y tenía afeitada toda la barba, que de otro modo hubiera aparecido escasa, cana y áspera.

Después de un largo rato de concentración, D. Pepe levantó la cabeza y respiró profundamente.

—Va! exclamó; valor!

Y se dirigió á una cómoda que estaba inmediata, sacó un vaso y una botella y se sirvió una buena dosis de mescal de la hacienda de la Pila; lo apuró de un sorbo, se limpió los labios con los dedos y después sacó de su petaca un puro cortado.

—Veremos quien puede más. No quiero contar nunca que una mujer que una mujer me haya resistido.

Encendió el puro, se sirvió nuevamente mescal y se sentó á saborearlo.

—Chiquitilla! pobre chiquitilla! pero ya la tengo; y luego el diablo del médico que se ha ido! Pero ya estaba para darme la receta de las píldoras de opio ¿Y por qué no comprar yo mismo el opio? No me lo venderán en las boticas, pero en un almacén de drogas de México, por qué no me lo han de vender? Venden estricnina....

Dio otro trago y se sirvió mescal por la tercera vez.

—Dormida ¡oh! el sueño es muy provechoso para los locos, y Guadalupe se está volviendo loca, lo cual es una estupidez, porque ella se la pierde.

—Le he ofrecido que será mi esposa.... y se ríe, cuando tengo doscientos mil pesos.... Eh? quién toca? No es nadie; doscientos mil pesos, repitió bajando la voz, que nadie lo creería....

Bebió más mescal y dió fuertemente sobre la mesa con el asiento del vaso.

—Mientras yo tenga mucho dinero ¡qué escrúpulos ni qué los escrúpulos se quedan para los pobres.

Largo tiempo pasó D, Pepe delante de su botella; y tal vez cuando sintió bien ahogada su conciencia en mescal de la Pila, fué cuando levantándose con más fuerza de la que hubiera podido esperarse, se ciñó á la cintura una gran pistola de Colts de cuyo cinto pendía también un cuchillo con puño de plata, se envolvió en su jorongo de vivos colores y salió de su casa.

Bien pronto se perdió por unas callejuelas obscuras, en las que muchas veces fue acometido por los perros; pero D. Pepe no dejaba nunca de las manos un grueso bejuco que no tenía otro destino que defenderse de los perros en las excursiones nocturnas.

Al día siguiente de esta escena y mientras D. Pepe se ocupaba de los preparativos del día de campo en obsequio de la compañía dramática, Pico hacía su segunda visita á Guadalupe, según él á Isolina, pues tal era el nombre con que la conocía.

Pico se había encerrado en su habitación y en seguida abrió la ventana. Alí saltó inmediatamente y el León apareció en el patio, ladró dos veces, pero al reconocer á su amigo meneó la cola y se acercó á la ventana.

Alí no se había atrevido á bajar y por un corto rato estuvieron ambos animales como reconociéndose mútuamente. El León fue el primero que corroboró las amistades dando un brinco y una inedia vuelta en el patio, como para iniciar el juego de la víspera.

Alí se paró en el borde de la ventana é indicaba con algunos movimientos su intención de saltar al patio; pero se contenía en seguida observando al León.

Una especie de gruñido cariñoso de éste, acabó de decidir á Alí á dar el salto, y los dos amigos probaron una vez más que las bases en que se apoyaba su amistad eran sólidas.

La ventana de Isolina se había ya abierto y Pico había tenido el gusto de saludarla con una fina sonrisa.

Atravesó el patio y saltó á la ventana.

—Señorita, estoy de nuevo á las órdenes de usted.

—Gracias, mil gracias, mi generoso protector.

—Me ha dicho mi generoso protector, pensó Pico; esta chica vale la plata.

Pico ya no tenía albarcas, ni medias azules, ni camisa con golondrinas; se había operado una conveniente transformación en su traje. Vestía un gabán pardo, el que le servía para hacer sus papeles de calavera: según él mismo, estaba vestido de galancete.

—Este traje, había pensado, cuadra á la situación en que voy á encontrarme; yo soy un calavera solicitado por una dama, para prestarle un servicio importante. Debo ponerme en carácter; y como por otra parte, esta joven ha de tener gratitud, bueno será añadir á la gratitud el atractivo de mi persona; porque en fin, el camino natural es que esta joven se enamore de mí, y alejando la incuria, no llevando mi camisa de golondrinas, ni las ridículas albarcas del tiempo de los godos, estaré presentable; y verá mi bella desconocida que soy tan galán y apuesto como cualquiera.

—Isolina, exclamó Pico sentándose con cierto aire de familiaridad; hija mía, agregó, aquí estoy para servir á usted. Anoche la compañía ha obtenido un verdadero triunfo; la dama arrebató, tuvo cuatro llamadas. Del Campo hizo furor. ¡Oh! como que es un actor de primer orden, y á todos los actores parece que les pagaron; lo hicieron admirablemente.

—Y usted? le preguntó Isolina.

—Yo, hija, en la concha, allí es donde está el todo; el apunte es el alma; sin mí rodarían todos; qué quiere V., hija, la práctica nada más, la práctica; pero vamos á cuentas, ¿usted se siente con vocación para las tablas?

—Yo.... balbuceó Isolina sorprendida por la andanada de Pico, ¡oh.... si pudiera salir de aquí!

—Cómo si pudiera? pues si eso es hecho, hija, cuéntelo V. por seguro. Estoy resuelto á cederle á V. mi caballo, que se parece al de D. Quijote; y en cuanto á salir, me parece la cosa más fácil del mundo. Atravesamos el patio, y una vez en mi habitación, á la calle: me parece esto tan sencillo que no comprendo como no le había ocurrido á V. hacerlo así desde hace tiempo.

—Se lo explicaré á usted: esta ventana estaba condenada, y el haberla abierto sin que se note es el resultado de un trabajo de dos meses; vea V. que las puertas....

—Efectivamente, exclamó Pico examinándolas, el barrote de una está adherido á la otra y la cerradura intacta. No me había equivocado al decir que V. tiene mucho talento; este es un procedimiento ingeniosísimo para abrir puertas, y no lo echaré en saco roto.

—No es mío el mérito de la invención, pues la puerta misma se prestaba á esta operación; pues aunque parece muy fuerte está apolillada interiormente y ya los barrotes de abajo estaban separados.

—Entonces es un genio protector, un talismán, como el de las comedias de magia, el que ha puesto aquí su influencia; de todos modos felicito á V. por sus buenas medidas para la evasión: todo saldrá á las mil maravillas, hija mía; empieza V. á ser hija de la suerte, y esta suerte tengo el honor de ser yo quien la ha traído; ó más bien dicho, mi simpático Alí, el mejor de mis amigos de quien debo hacer á V. la completa apología; porque mientras no esté V. al tanto de sus prendas morales no acabará V. de estimarlo convenientemente; pues á pesar de lo mucho que yo le quiero, convengo en que su aspecto es ordinario y sus modales no muy caballerescos.

—En primer lugar, este apreciable cuadrúpedo me ha hecho pensar algunas veces en la transmigración y he estado á punto de convertirme en un perfecto pitagórico. Créame V, hija mía, mi perro guarda en su cerebro el alma de algún sér, que bien pudo haber sido muy desgraciado, pero no por eso menos entendido y discreto.

—Alí ha sido mi proveedor de cámara, como diría un rey ostentoso; yo he hecho ya reyes de esos y mi majestad real ha sido saludada por el respetable público.... Pues como iba diciendo, mi perro me ha dado muchas veces de comer, virtud tanto más apreciable cuanto que el primer inconveniente para tener un perro es mantenerlo; pues hé aquí que mi Alí me ha mantenido.

Isolina hizo un movimiento.

—No se sorprenda V. ni ponga en duda jamás las aseveraciones que salen de la boca de Pico. Me llamo Pico para servir á usted. No sé si ya lo había dicho, pero es lo mismo; Pico es un apellido raro ¿no es verdad? no se ría usted.

—Yo....

—Esto no me cogería de nuevo porque ya me ha sucedido y he tenido que resignarme; desciendo en linea recta del Pico de Orizava, no porque yo haya subido nunca, sino porque mis abuelos eran de allí; pero volvamos á mi cuento: decía yo que Alí me ha mantenido y voy á demostrarlo.

—Cuando pertenecía al ejército, porque he sido militar, hija mía, militar, ¿no se me conoce? véame V. bien, conservo el aire yo marcial y tengo la costumbre de pararme cuadrándome al frente; cuando era yo militar, mi perro, mi Alí, hacía conmigo la campaña, entrábamos juntos en acción; pues bien, poco antes de llegar á una población, rancho ó paraje, mi perro se adelantaba á carrera abierta, por cansado que estuviera; esta carrera quería decir esto al pié de la letra: «Pico te voy á traer el almuerzo.» Efectivamente, á poco rato volvía Alí trayendo un pollo entre los dientes, me lo entregaba religiosamente, y no esperaba, el desinteresado animal, ni á que le diera las debidas gracias, sino que seguía caminando con la naturalidad propia de una persona que no cuenta los favores que hace; y esta es la única vez, sea dicho de paso, en que le he encontrado algunas ventajas al no saber hablar.

—Por mi parte, como no sabía á quien pagarle el pollo, lo entregaba á mi asistente que se encargaba de quitarle el traje de carácter, quiero decir, de desplumarlo, y después de asarlo en crudo, todo por vía de medida precautoria y mientras parecía su dueño, cosa que, por otra parte, se me hizo siempre muy difícil de averiguar.

—Cuando no era pollo era algún marranillo, el cual con unos pulmones más buenos para actor trágico que para cochino adjudicado, me ponía en graves apuraciones.

—Esta es, entre otras muchas, una de las estimables prendas de mi Alí. Se lo recomiendo á usted como individuo de nuestra próxima expedición, en la que usted cabalgará en mi rocinante que yo llevaré del ronzal, y júrelo usted, hija mía, así emprenderemos el camino de la gloria artística; por ahora me voy porque estamos de manteles largos y ya me esperan. Adiós, Isolina, ánimo; nos veremos seguido mientras llega el momento de partir.

Diciendo esto Pico tomó las manos de Isolina, las estrechó entre las suyas, y de un salto se puso en el patio, y después subió á su ventana desde donde llamó á Alí, saludó de nuevo y cerró.

VII. Un día de campo en Guanajuatito

Los burros de la compañía, los caballos de Pico y de Romero, algunos otros de mejor estampa y un quitrín de dos ruedas, eran los vehículos que debían conducir á la compañía dramática y á algunos otros convidados á Guanajuatito, lugar elejido por D. Pepe para la fiesta con que tan generosamente obsequiaba á Romero y á su señora la primera dama de la compañía.

Cuando Pico llegó al lugar de la reunión ya las señoras estaban colocadas sobre sus  respectivos asnos, y todos los satélites de don Pepe sirviendo de galanes comedidos y serviciales.

No faltaban charritos que, en tratándose de un paseo con señoras, llevaran sus mejores caballos y sus más lujosas sillas; el prefecto manifestó por medio de su escribiente que no sería de la caravana, porque tenía un quehacer preferente del servicio; pero que se presentaría después.

Esto lo encontró el prefecto en armonía con su caracter de primera autoridad; pues era de muy buen efecto dar una prueba, manifiesta de que para él era primero el servicio público que las diversiones particulares.

El administrador de rentas no tuvo inconveniente en cerrar la oficina, y el escribiente, el poeta Fuentes, aunque desvelado á consecuencia de los versos, apareció rozagante, coa su ropa nueva, y dispuesto á subyugar con sus atractivos á la joven María, cuyas miradas le habían hecho ver estrellitas.....

La mañana era hermosa; y bien pronto la comitiva se puso en movimiento, caminando primero por unas callejuelas formadas por tapias, sobre cuyos bordes se recostaban las perezosas higueras ó descollaban los corpulentos árboles de aguacate.

Guanajuatito es la prolongación de la cañada en cuyo fondo está Santa María del Río; después de haber dejado atrás las huertas se asciende por las mismas faldas de las montañas seculares, que conservan por todas partes su aspecto sombrío y árido contrastando con los remansos, las praderas, los cármenes y las vegas de las faldas; éste es el camino de Guanajuatito: se llega al pueblo sin sentirlo; y cuando ya se ha elevado el terreno de las cuestas se ve á lo lejos á Santa María dormida entre sus árboles.

La caravana, caracoleando por los vericuetos, los zarzales y las casitas que estrechan el camino, llegó á una puerta desde la cual se desciende por una rampa hasta un vergel, en cuyo fondo se elevan árboles colosales tegiendo una bóveda de follaje por donde apenas penetra el sol; algunos viñedos y milpas se extienden al frente hasta tocar el río, bordándolo con una doble hilera de sauces, y después otra vez la montaña aterida y triste, pero majestuosa.

Una orquesta colocada en el centro del vergel recibió á la comitiva entonando una marcha nacional; y otras varias personas esperaban ya en aquel sitio á los recien llegados como para hacerles los honores del recibimiento.

Los alegres acentos de la música y la presencia de las jóvenes alegres y bulliciosas completaban aquel cuadro, en el que la naturaleza se había encargado de preparar el salón del baile, decorado con esos frescos que en vano se afana el hombre por imitar.

El aspecto de aquel conjunto era tan risueño, que los árboles rizaban á veces algunas de sus menudas ramas como estremeciéndose de placer, mientras que los rudos habitantes de aquellas comarcas olvidadas del mundo, estaban inmóviles y se creían sin duda bajo la impresión de un sueño extraño.

Entretanto, las miradas de los convidados de ambos sexos llovían sobre la primera dama y sobre la bailarina.

En los pueblos cortos, la aparición de una mujer que usa toalla de Venus y puff es un acontecimiento inolvidable.

Dos jóvenes trigueñas, cuya epidermis había recibido denodadamente tanto sol como los higos de Santa María, se lastimaron los codos á tanto hacerse señas.

—¡Ay! mira qué blanca es la cómica!

—Es porque está encalada.

—Yo cuándo!

—Ni yo tampoco.

—¿Y con qué se pintará?

—Con cal, con qué ha de ser.

—O con tizar.

—Sepa Dios cómo tendrá la cara de rajada.

—Tal vez será tan prieta como nosotras.

—¿No le parece á usted, decía una señora mayor á su vecina, que eso de pintarse está bueno para las tablas nada más?

—Ya se ve, para venir al campo nó se necesita pintura.

—Pero estas mujeres son todas ficción.

—Pero vea usted como trae á los hombres, todos la rodean.

—La novedad, hija, la novedad; como por aquí no se ve seguido de eso....

—Bien visto, son mujeres como todas.

—El caso es que son las más solicitadas.

—Por cierto de ellas!

—Tengo una duda, señor, le decía la mujer del administrador de rentas al padre cura que estaba bajo un árbol.

—Diga usted.

—¿Es cierto que las cómicas están excomulgadas?

—¿Quién le ha dicho á usted eso, señora?

—Como las muchachas dencá D.ª Rosa no quisieron venir por eso!

—¿Es posible?

—Y no es otro el motivo; pero empezó doña Rosa con que si las mujeres de teatro estaban excomulgadas y si eran esto y lo otro y lo de más allá; de si era pecado darles la mano, y que te fue y que te vino; las muchachas por temor de gravar su conciencia (ya las conoce usted) no vinieron.

—Pues hicieron mal, dijo el señor cura, las cómicas es cierto no son personas muy bien recibidas en la buena sociedad, pero hoy día en que las costumbres van cambiando tanto, esas señoras empiezan á tener entrada en todas partes; además, que teniendo buena conducta yo creo que no hay inconveniente en tratarlas.

—Pues yo decía, porque como.... vea usted á los hombres, si no hablan más que con ella, y vea usted á mi marido; si le bailan los ojos, y anoche no me habló más que de lo peligrosas que le parecen esas mujeres; véalo usted, véalo usted, señor cura.

—Pero no se alarme usted por eso, hija mía, hasta cierto punto es natural; figúrese usted que son las convidadas, las dueñas de la fiesta, como quien dice, y es preciso que las personas notables como su marido de usted, les hagan los honores.

—Sí, convengo en ello, pero no tanto; mi marido no me hace caso desde que llegaron las cómicas.

Efectivamente, el administrador á pesar de aquella conversación edificante que tuvo con el juez letrado sobre lo peligrosas que son las mujeres de teatro, parecía solazarse en jugar con fuego.

Don Pepe García había adquirido ya gran familiaridad con la primera dama, y ya se permitía sus chanzas atrevidillas; todo lo cual ponía en un brete al pobre del escribiente, que se había empeñado en hacer su conquista é fuerza de miradas.

La música anunció unas cuadrillas á la sazón que el administrador hablaba con María; don Pepe se apresuró á pedirlas, pero el administrador, conociendo el intento, se adelantó á pesar de no saber bailar.

El escribiente vió todo esto y pidió las cuadrillas á la bailarina y se paró frente á María.

—¿Está usted muy contenta en su carrera, señorita? le preguntó el administradora María, cuando se hubieron parado.

—Le diré á usted, le contestó María.—Es cierto que es una carrera de gloria, pero tiene muchos inconvenientes.

—Ya lo creo, dijo el administrador.

—En primer lugar, las exigencias del público, tan voluble en todas partes y tan incomprensible. Figúrese usted que estando en Mazatlán canté la paloma en una noche de mi beneficio, y adios! desde ese momento ya el público no quería que yo hiciera otra cosa que cantar la paloma, viniera ó no al caso.

—¡Habráse visto ocurrencia!

—Pues señor, paloma fué, que se acabó la temporada.

—¡Cosa más rara!

—En Colima ¿creerá usted que no gusté en la «Dama de las Camelias?»

—¿Nó?

—No, señor, ¿usted me ha visto trabajar en ese drama?

—No, señorita, yo no he visto dracmas, no más comedias.

—Pues hago furor: esto no quiere decir que lo haga yo bien, ni que me tenga por gran cosa; pero me cae bien ese papel, lo siento, y en consecuencia lo muevo bien, las transiciones me salen muy naturales y el llanto persuade porque según me han dicho una de las cosas que yo sé hacer en las tablas, es llorar.

—¡Oiga!

—Sí señor; pues á pesar de eso la «Dama de las Camelias» apestó.

—¿Apestó?

—Sí señor.

—Señorita, permítame usted que no la crea.

—Por qué?

—Porque ¿usted hacía esa Dama de las

—Sí señor.

—Y dice usted que apestó?

—Exactamente.

—¿La Dama?

—Sí señor.

—Pues no puede ser: insisto en que no puede ser.

—¡Cómo!

—Es decir, todo me parece que puede suceder, señorita, menos que usted con perdón de usted que usted apeste porque al acercarse uno á la persona de usted, señorita, huele como á flores, como á esencias; y eso estando cerca; con que ¿cómo puede haber olido el público de Colima desde los asientos para que usted les hubiera....

—¡Ja! ¡ja! dijo María riéndose de buena gana; es que nosotros los actores tenemos esa frase, para indicar que una comedia no gusta y decimos así: esta comedía apestó.

—¡Ah! ¡ah! dijo á su vez el administrador, yo creía que se trataba de fetidez, de hedentina.

—No, no señor; Dios me libre!

—Al paso que, continuó María, el mismo público quedó encantado con una pieza del teatro francés que es un esperpento.

—Un qué?

—Un esperpento.

—Perdóneme usted, señorita, nosotros los que no vivimos en las ciudades, no entendemos muchos términos de esos ¿cómo decía usted? un qué?

—Un esperpento, ó lo que es lo mismo, un culebrón.

—¿Esperpento es lo mismo que culebrón?

—Sí, señor.

—Y culebrón y esperpento quiere decir....

—Una comedia mala.

—Ah!.... ya, eso sí, ya sé, ¡esperpento!

—Le digo á usted que el público es lo más variable que se conoce y lo más difícil de contentar.

—Eso consiste en que el público no se compone de administradores de rentas de Santa María del Río; dijo el administrador, pareciéndole ésta la mejor de las flores que había dirigido hasta entonces á la cómica.

En cada media cadena de las cuadrillas, el escribiente apretaba la mano á María, y ésta, con la mayor ingenuidad, le pagaba con una sonrisa.

Á cada sonrisa se espeluznaba el escribiente, y cada espeluzno era, según lo que sentía, un paso á la felicidad.

Cuando terminaron las cuadrillas, el escribiente procuró buscar asiento junto á María, y logró, no sin bendecir su fortuna, un asiento próximo.

—Señorita, soy el más feliz de los hombres.

—¿Sí?

—Figúrese usted que no he dormido anoche.

—¿Y á eso llama usted felicidad?

—Sí, porque en vez de dormir estuve haciendo versos para usted.

—¡Ah! es cierto; ¿usted es el joven que tuvo la bondad de ofrecerme unos versos?

—Yo soy, señorita, el mismo Jesús R. Fuentes, servidor de usted.

—Yo lo soy de usted; ¿y se acabó ya la composición?

—Ya, y la puse en limpio; está un poco incorrecta, porque qué quiere usted, las prisas....

—¿Pero en dónde está? ¿la trae usted?

—Sí, dijo en voz muy baja el escribiente; sí, señorita, pero no creo prudente darle á usted el papel aquí.... delante de todos.

—Eso no tiene nada de particular.

—Yo no sé si su marido de usted será celoso.

—¡Quiá! ¡qué celoso! ¡pues quedaba fresco!

—Y además, las gentes que son tan maliciosas.... y luego que don Pepe no nos quita la vista.... Ya encontraré ocasión para darle á usted el papel con disimulo.

Á María no le pareció conveniente insistir, y dejó que el escribiente siguiera acariciando sus dulces ilusiones.

Diremos algo de María.

María nació bonita y en Morelia: murió su papá en campaña sin dejarle á su viuda más que á María, que tendría entonces diez años.

María había aprendido á leer y tenía muy buena memoria: relataba tres cantos seguidas del Moro expósito, y los decía en su teatro formado con sillas y sábanas.

La viuda se consolaba con las gracias de su hija.

Madre é hija comían ese pequeño pan que suele ganar la mujer en México cosiendo; pero la aguja era cada vez más insuficiente.

María disfrutaba una pensión militar, merced á la cual la miseria venía más lentamente; pero á la primera suspensión de pagos, la madre y la hija comenzaron á verle las orejas al lobo.

Á la pensión siguió la casa de empeño, adonde fue á parar el resto de las antiguas comodidades.

Después del empeño el ¿qué haremos? y después de esta triste frase un oficial.

Este oficial tenía buenos bigotes y paga en corriente; circunstancias por las cuales la madre dé María bendijo ingénuamente á la Providencia.

Los tres comían juntos, y como comían juntos, el oficial, que era de buen apetito, notó que María tenía unos dientes magníficos.....

María notó á su vez que los bigotes del oficial eran muy sedosos.

Un día le vino la tentación de peinárselos. Lo primero que María le regaló al oficial, en armonía con sus opiniones, fue un peinecito.

Los bigotes del oficial se pusieron más sedosos; los traía siempre muy bien peinados.

En esta sazón surgió una orden perentoria, una orden militar de esas de á media noche; la revolución estaba encima y los bigotes del oficial corrieron el peligro de volverse á entregar á la incuria.

Al día siguiente la madre de María estaba sola..

El oficial se había llevado sus bigotes, su peinecito y á María.

Cuando María reflexionó en lo que había hecho, lo primero que pensó fué esto, de pura vergüenza:

—Yo no tengo cara para presentarme delante de mi mamá: no la vuelvo á ver.

Y así sucedió, no la volvió á ver..

El caracter del militar parecía tan dócil como sus bigotes, pero esto fue al principio.

Después, cuando se perdió el peinecito, el oficial era una especie de Júpiter de Offenbach.

María, como sucede á la débil mitad, no pudo resistir el yugo y la tiranía de su Júpiter; y por lo poco que había aprendido de táctica ligera, tocó retirada.

Esta retirada fué para incorporarse con un cómico que hacía galancetes.

La ley de los hechos consumados consagró desde entonces la unión de Mana del Carmen Zubiría con el ex-teniente, hoy don Gervasio Miguel Romero del Campo, artista nacional, formador, director, empresario y pintor escenógrafo de una compañía dramática de lo mejor que se ha visto.

En seis años el primer galán y la primera dama se habían hecho artistas, á la vez que viajeros infatigables, pues habían recorrido ya media república.

María había tenido ya muchos beneficios; y no era la primera vez que se veía siendo objeto de obsequios cuantiosos.

La prodigalidad es una virtud rara.

Una artista bonita está siempre abriendo las manos.

Entusiastas hay que empeñan su reloj para hacerle un obsequio á una artista que se les va de las manos al día siguiente como una golondrina.

Tanto el muchacho mal criado que hace una gracia como la actriz que hace algunas, han logrado establecer una contribución pingüe, que representa una fuerte suma en la circulación.

Todas las propinas se llaman gajes del oficio.

Las actrices recaudan estas propinas extendiendo su recibo en una sonrisa.

Pertenecen á los dichosos escogidos, que pueden saborear estos monosílabos: Me dan.

Á María le daban.

Á D. Pepe le estaba costando un ojo todo aquello.

Á María del Carmen, solo sonrisas y uno que otro apretón de mano.

El administrador, el escribiente, el prefecto y D. Pepe se estaban lamiendo los labios, antes del almuerzo; pero diremos en abono de ellos, que esta operación del sexo feo es un indefectible tributo que pagamos todos.

Aparézcase una chica de buenos perfiles, con dos ojazos de máquina eléctrica, una boca fresca y voluptuosa, que todo puede ser; y luego que la tal criatura tenga su chisgo y su no sé qué; resánese la epidermis, de suyo deleznable, con blanco de plata; y burlándose el más asqueroso tlapalero de más casta rosa de Castilla ministre un átomo de carmín extra, y tendreis todo lo que se necesita para lamerse los labios.

Y luego que á pocos varones se les puede quitar lo vanidosillos y lo pagados de sí mismos haced el favor de decirnos si todo lo que pasaba en Guanajuatito no era de todo punto natural, y si cabría en lo posible evitar que media docena de cerebros masculinos se estuvieran ocupando, en aquellos momentos, en improvisar poemas de amor.

Por lo que respecta á María del Carmen, no se consideraba enteramente en su centro; veía á aquellas gentes con el desdén propio de una gran señora, y solo aceptaba aquello que, lisonjeando su vanidad, no la desviara de su caracter de primera figura del cuadro.

La bailarina era otra cosa.

No es el sprit, precisamente, lo que en general caracteriza á los adeptos de Tepsícore. La estética limita su prestigio al círculo de la materia animada.

El bailarín es el sér racional que sigue inmediatamente al autómata.

Si es varón, se le puede conceder que sigue inmediatamente al hombre, en rigurosa escala.

Si es hembra, suele no ser cierto en ella ni la voluptuosidad ni las formas.

No hay apariencia más engañosa que una pareja de baile.

Pasa junto á nosotros á las once del día una figura, cuyo color y facciones dudosas la confunden con una viuda pensionista ó con una costurera; se desliza escuálida y medio encubierta pero desapercibida; si arranca una mirada es de sorpresa; es la de algún espectador que duda si aquella sombra es la ágil, la: flexible, la voluptuosa N. de cuyas formas se desprendían, la noche anterior, rayos eléctricos, que estaban haciendo temblar á la ancianidad invencible, y alborozarse á la juventud sedienta.

La bailarina de la compañía dramática de que era director y formador el señor D. Gervasio Miguel Romero del Campo, se llamaba Pepa; tenía veintiocho años, catorce de los cuales había empleado en la gimnasia de las pantorrillas, y podía notar muy bien el observador un busto clorótico y enfermizo sobre unas piernas de acróbata de músculos de acero.

Al través de su zapatilla color de carne, se adivinaba el nervudo pié de correo extraordinario; al través de sus carnes de seda, los músculos de un cargador de la aduana y, ¡oh poder de la fascinación y del teatro! Pepa era una notabilidad, Pepa arrebataba, Pepa había recibido obsequios de señores capitalistas de cabeza mezclilla y dientes de Crombé.

Pepa había inspirado pasiones; Pepa había amargado algunas uniones conyugales; Pepa, en fin, era peligrosa.

Cuando tenía quince años la conoció Castañeda y la indujo á brincar; Pepa brincó bien, y de salto en salto llegó á las tablas.

Todo con el loable fin de mantener á su madre.

Debutó.

Hizo la primera noche el sacrificio de exhibir sus débiles formas, como figurante de baile.

Sobre las rosas de los quince, no desdijeron ni el albayalde ni el colorete, al contrario, realzaron á Pepa á sus propios ojos; circunstancias que es una elocuente aprobación á favor de la mano de gato¡ó sea esa enmendatura de moda á que hoy se ha entregado el bello sexo con tanta fé.

Y bien visto no hay cosa más natural, y sobre todo, más puesta en razón.

Somos partidarios de la toalla de Venus, porque la civilización está en su derecho para disimular, lo mejor que pueda, las imperfecciones inevitables de las razas modernas; y mientras las generaciones se legan el raquitismo y la fealdad con la invencible precipitación de las cosas á medio hacer; mientras la higiene se hace ineficaz y la depravación de las costumbres toma creces, el arte que nació de lo bello, protesta contra la generación y confecciona drogas ya que no puede improvisar salud ni sangre pura.

Holloway y Beltrán se andan por las ramas vociferando sus purificadores de la sangre; el hecho es que no nos alcanza el tiempo, ¿qué hacer entonces?

Ya que la humanidad no nos puede ofrecer ya Cleopatras ni Susanas, ni siquiera una progenie presentable, la civilización, proveedora infatigable de bienes, nos la pinta; y aprovechando los contornos de la presente generación nos ilumina nuestras novias, les mete color para que el artículo no acabe de desprestigiarse en el mercado humano.

Pepa, como íbamos diciendo, se sorprendió de sí misma; y era natural.

Pepa no se había dado cuenta nunca de su propio contorno, hasta que el albayalde vino á realzar las lineas.

Pepa era una hermosura de claro y oscuro y cuando se vió iluminada se reconcilió consigo misma.

Pepa había concentrado todas sus facultades, desde los catorce años, en el movimiento: había puesto toda su inteligencia á sus piés, y llegó hasta no necesitar ni la palabra, y mucho menos aquello con que se hacen los sermones.

El ejercicio del baile llegó en Pepa á realizar el diptongo que hemos procurado describir, quiere decir, el busto de una anémica sobre la parte inferior de un funámbulo: llegó el mismo ejercicio á dar una flexibilidad sobrenatural á los ligamentos de las vértebras dorsales y á los encajes de los fémur.

Hé aquí por qué clase de artificios anatómicos, Pepa había llegado á ser una mujer de atractivos irresistibles.

Todo esto hubo de ser edénico y maravillosamente poético para un señor magistrado de edad madura, quien sin alegato de buena prueba y sin tocar el fondo de la cuestión, se sentenció de plano al pago de costas, daños y perjuicios con sus bienes habidos y por haber.

Pepa recibió resignada, y un tanto sorprendida, el tributo que el magistrado rindió á sus atractivos; y sin hacerse un gran esfuerzo de inteligencia, comprendió desde luego que había entrado al mundo con buen pié.

Pero el magistrado hubo al fin de abandonar sus cuarteles de invierno, al resentir el irreparable menoscabo de sus renta?, á la sazón que Pepa, como los jugadores, tiraba su fortuna en un tumbo de dados.

Pepa había llegado á rodearse de una cohorte de pollos: se desarrolló en ella el mismo vicio que en los jugadores: cambiaba baraja como ellos, ó jugaba, como ellos, con dos barajas.

Y así fueron pasándose los años cómicos; lanzándose en los recesos á la legua, buscando, como algunos gusanos los renuevos, los nuevos públicos.

Todas las medianías teatrales necesitan vivir explotando la novedad, sobre el frágil pedestal de su insuficiencia, y nunca resisten á las pruebas largas.

Hacen lo que los prestidijitadores: la ilusión está en la rapidez. Por eso D. Gervasio Miguel Romero del Campo, no se envejecía en ninguna población, y tenía burros propios para poder tener siempre el pié en el estribo.

El bailarín se llamaba Pancho Pintado, y aunque Pepa tuviera un apellido cualquiera, D, Gervasio Miguel Romero del Campo anunciaba siempre en sus programas á los bailarines de esta manera:

«La hábil pareja Pintado ejecutará el precioso baile de gran visualidad intitulado etcétera....»

Pancho Pintado era feo, pero pintado estaba peor; tenía los cabellos muy lacios, y hacían sobre su cráneo el mismo efecto que una borla de seda negra vuelta al revés, especialmente cuando Pancho no se ponía una diadema ó cinta, con la que acababa de ponerse escupible.

Cierta peste de viruelas había dejado en la epidermis de Pancho algunas docenas de concavidades resumidoras de albayalde.

Pancho tenía los ojos muy pequeños, pero para bailar corregía la linea de sus párpados con una línea ejecutada con un pincel y tinta de China; y entonces la mirada de Pancho tenía la expresión de una de esas esculturas coloridas con pestañas robadas á una piel de toro.

Pancho á los veinte años no había podido alcanzar de la mezquina naturaleza más que un bigote de pollero, segunda edición de una de sus escasas cejas; pero al exhibirse al público, Pancho se pintaba un bigotito con corcho quemado y por añadidura se pintaba las mejillas hasta alcanzar la rubicundez de una manzana panochera.

Pancho era en todas las compañías un sér pasivo, humilde, sin pretensiones, callado, prudente, que hablaba poco con los hombres, y en cambio solía emprender largas pláticas con las coristas ó con las partes de por medio, sobre la manera de pegar unos volantes ó de colocar unos lazos; tenía un sueldo corto y siempre andaba junto á la bailarina.

Sabía coser y era el sastre de la compañía, porque no había olvidado su primer oficio; le recorría la ropa á don Gervasio y tenía mucha gracia para entallar un corpiño.

Su andar era característico: volvía mucho las puntas de los piés hacia fuera y nunca se paraba derecho ni dejaba caer los dos brazos; no se ponía la mano en los bolsillos, sino en la cintura, tenía una voz aflautada y suave, hablaba despacio y padecía dolor de clavo.

No enamoraba á las actrices y nadie le conoció inquietudes ni malas inclinaciones.

Pancho era bueno.

Todos le trataban con confianza, porque la inspiraba.

En lo general estaba triste, y era por esto:

Había llegado á adquirir suma ligereza y daba ya ciertos pasos difíciles y resgosos que pertenecían más bien al funambulismo que al arte coreográfico; giraba en el aire en sentido diagonal y hacía otros varios prodigios por este estilo; y á pesar de eso, en lo general, no era aplaudido; siempre el público estaba frío con el bailarín y más de una vez los ceceos fueron solamente la cosecha de su talento coreográfico, especialmente cuando bailaba solo ¡y no bailaba mal!

Esto había lacerado su alma; y por eso estaba triste y como resignado á seguir ganando su vida haciéndose tolerar del público.

En cambio de lo mal que el público pagaba la habilidad de Pancho Pintado, en el baile, cada vez que Pancho desempeñaba un papel (que hacía detestablemente) obtenía una silba: de manera, que, sin saber hacer más por su parte, no sabía qué sería más ingrato para él, si la aguja, el baile ó la declamación, pues estaba decretado que Pancho no había de comer sino á fuerza de decepciones.

En cambio Pepa sabía aún alcanzar grande éxito sobre las tablas.

Tal era la inimitable pareja Pintado.

La animación se había difundido por fin entre los concurrentes al día de campo: el poeta era el más feliz de los hombres, le había apretado la mano á María del Carmen; don Pepe iba estando cada vez más seguro de su dicha, y muchos de los concurrentes gozaban en la fiesta, convenciéndose á pesar de todo, de que los cómicos son hombres como todos.

—Mire usted, decía el juez, yo soy hombre de experiencia, que de lo contrario, á la hora de ésta habría ya caído en el garlito.

—¿Por qué? le preguntó la mujer del administrador de rentas.

—Porque estas cómicas son terribles.

—¡Quite usted allá, señor juez! si yo estoy que se me pueden tostar habas; yo no soy celosa, Dios me librara; pero veo unas cosas....

—¿Pues qué ha visto usted, señora?

—No.. lo que es de ver algo no, señor; pero en fin, una no es tan tonta que no comprenda lo que pasa, y como estas mujeres son tan descocadas la verdad, á mí no me gusta la gente de teatro; yo por mi gusto no hubiera venido, pero por don Pepe....

—¡Ah! ya se vé... qué había uno de hacer!

—Pues vea usted, señor juez, la bailarina me parece más juiciosa.

—Sí, hasta ahora por lo menos yo la he visto bailar como á todas, quiero decir, sin ninguna actitud deshonesta.

—¡A fé que la tal María del Carmen! tiene un modo de bailar......que la verdad no me gusta.

—Dicen que es de moda.

—¡Vaya una moda!

—No se canse usted, señora, los cómicos para las tablas, pero nó para tratarlos de cerca.

—Y luego que no sé si habrá usted estado en antecedentes.

—¿De qué?

—¡Cómo de qué! todo esto no es sino porque don Pepe se ha enamorado de la cómica.

—¡Ah que don Pepe! si es capaz de..—

—Ya lo conoce usted, y yo no sé qué le ven las mujeres.

—Su dinero.

—¡Por cierto de su dinero!

Estos y otros muchos por este estilo eran los comentarios que aquella amable concurrencia hacía de los cómicos que estaban á la orden del día, ni más ni menos que si fuera de noche.

VIII. En el cual empieza el lector á seguir muy de cerca los pasos de Isolina

Dos horas antes de marchar la compañía y después de haber dado las seis funciones en el pueblo, Pico ensilló á tientas su caballo y sacó á Isolina de su prisión, y hasta la noche de ese día fué cuando D. Gervasio Miguel Romero del Campo se enteró del aumento en el personal del elenco.

—Ven acá, director, le dijo Pico á Romero: te voy á presentar á la presunta primera dama de nuestra compañía.

—¿Me vas á enseñar alguna monstruosidad?

—No: te voy á enseñar un tesoro.

—¿Eh?

—Ni más ni menos: ven.

—¡Hola! hola!

Y Pico llevó á Romero á uno de los cuartos del mesón en que habían parado.

El cuarto estaba apenas iluminado por una delgada vela de sebo, é Isolina se había puesto de pié al sentir el ruido de la puerta..

—Presento á usted á mi amigo el señor don Gervasio.......

—Gervasio Miguel Romero del Campo, dijo Romero lanzando una mirada escudriñadora á la bella desconocida.

Isolina contestó con voz débil, y Romero no sabía á qué atenerse en materia de aquella aparición misteriosa.

Hubo un momento de silencio y perplejidad.....

—Deseo, dijo Pico, que conozcas bien á mi interesante y querida amiga; te la presento y además te la recomiendo, porque fio en tu buena amistad; supongo que podré recomendarte á mi bella protegida.

—Señorita dijo Romero; desde luego me pongo á las órdenes de usted, y si en algo puedo serle útil, tendré un gran placer en servirla.

—Te diré, Romero, interrumpió Pico, la señorita se llama Isolina.... ¡mira qué nombre para las tablas! ¿no es verdad que es un nombre soberbio? Pues bien, Isolina se siente con vocación para el teatro; felicítate, amigo director, felicítate de todo corazón por la adquisición de esta perla del arte.

—¿Será cierto, señorita, que usted desea…

Isolina contó someramente á Romero la historia de sus sufrimientos y su evasión, y luego continuó:

—Hoy me encuentro sola en el mundo, sin más amparo ni protección que ustedes, cuya bondad empieza á indemnizarme de mis pasadas desventuras; y desde luego me creo en el deber de prestarme á ser útil, si es que puedo serlo, según cree el señor Pico, en una carrera que me es enteramente desconocida.

—Diré á usted, señorita: la carrera del teatro está sembrada de sinsabores, y nosotros los artistas nacionales, los que hemos saltado al proscenio movidos por un arranque de inspiración y por los impulsos del genio, recojemos, es cierto, los lauros y las ovaciones, pero ¡Dios mío! con cuántas decepciones....

Como el lector podrá notar, Romero se iba poniendo en caracter.

—Usted es hermosa, continuó, tiene usted un timbre de voz argentino y simpático, y la voz, la voz, señorita, es el talismán de una artista; vea usted á María Cañete ¡qué voz de mujer, qué entonación, qué brillo!... y cuando se tiene una voz así, no falta más que el genio, que Dios lo dá; pero sin embargo, bajo mi dirección hará usted prodigios; yo soy un artista nacional, proclamado honra de México por varios públicos inteligentes; he trabajado en Buenos Aires y en San Francisco, he recibido obsequios de algunos altos personajes y la prensa toda de mi país, de mi adorado país, me ha prodigado, con una profusión asombrosa, sus merecidos elogios, y vivo entre las palmas, porque no hay vez que yo pise las tablas que no adquiera palmas.

—Hace poco tiempo que me presento con mi María, que es la primera dama; á mi juicio sin competidora. Donde se para mi María, allí está la gracia, y el salero y la gentileza, allí está el arte y la inspiración; es española, nació en la tierra de la Santísima Virgen y solo por un disgusto de familia se vino á América; pero hoy, merced al estudio que ha emprendido á mi lado, es la perla del arte; así la han llamado los periódicos y por tál la tienen críticos severos y escritores de nota de mi país y del extranjero.

Como se ve, el artista nacional prefería que María hubiese nacido en España.

Isolina estaba aturdida; hacía dos meses que no había oído hablar más que á don Pepe, y le estaba pareciendo que ésa era la causa de que todo lo que le estaba pasando fuera de un caracter tan extraño. Aquella charla de Romero era para Isolina una cosa nueva, y tanto Pico como Romero le parecían hombres de un género enteramente desconocido para ella; pero estaba en sus manos y tenía necesidad de transigir con ellos, por extravagantes que le pareciesen.

Hasta aquel momento Isolina había tenido una buena introducción en la compañía; Pico era amable y servicial, y don Gervasio, á pesar de su prosopopeya; era un caballero galante.

Pero faltaban las hembras, y muy especialmente, la que había nacido en la tierra de la Santísima Virgen.

—Me permitirá usted, señorita, presentarla á mi María del Carmen, supuesto que en lo de adelante vamos á formar una sola familia.

Estas palabras engendraron en la mente de Isolina un presentimiento sombrío; y es que por instinto temía la amistad de la primera dama.

Romero ofreció el brazo á Isolina y la llevó al cuarto de María.

—Madre, exclamó Romero desde la puerta, te traigo una visita, una nueva amiga.

—Bien venida, dijo María sin levantarse de su asiento.

—Es un señorita cuya interesante historia conocerás tal vez más tarde; pero desde luego no he vacilado en presentarte á mi discípula y acaso, acaso, á mi hija adoptiva, ¿no es cierto, señorita?

—Señora, dijo Isolina dirigiéndose á María, la Providencia ha puesto á ustedes en mitad de mi camino, permitiendo hacerlos el instrumento de mi cambio de vida. He sido muy desgraciada y soy sola en el mundo; los pocos parientes que debo tener están muy lejos, y no sé á quién volver los ojos. Debido al señor Pico he podido salir de la comprometida y horrible situación en que me encontraba; en este momento he sido presentada al Sr, Romero del Campo, quien con una atención y caballerosidad que mucho le agradezco, se ha dignado traerme aquí para tener el gusto de ponerme á las órdenes de usted.

María había estado oyendo hablar á Isolina sin mover la vista; sin que por esto no hubiera tenido tiempo suficiente para escudriñar á su futura rival. Desde luego había recibido esa terrible herida reservada al corazón de la mujer. Había comprendido, á pesar suyo, que Isolina era hermosa, más hermosa que ella; y casi ésta fué la única idea que la preocupó desde que Isolina comenzó á hablar.

Reinó por un momento un embarazoso silencio, porque María no encontraba la frase á propósito para romperlo.

—Muy bien, dijo por fin; yo no comprendo lo que aquí pasa y permítame usted que me sorprenda de una historia tan inusitada y tan extraña para mí.

—Sí, efectivamente, se apresuró á decir Romero; comprendo que deberíamos haberte anticipado algo, previniéndote pero en fin, yo he obrado sólo guiado por el buen deseo de amparar á una señora que se encuentra en circunstancias excepcionales.

Todo esto pasaba sin que ninguno de los personajes de aquella escena hubiesen cambiado su primera actitud.

María permanecía sentada.

Isolina de pié, y Romero y Pico un poco más atrás.

Pico no se había atrevido á hablar; pero en aquel momento empezó á comprender que aquella buena obra le iba á acarrear algunos sinsabores, muy especialmente con respecto á María de quien, como sabemos, estaba secretamente enamorado.

Cada segundo que pasaba Isolina en pié, hacía subir de punto el bochorno de su humillación; al grado que empezaba á necesitar un apoyo.

Romero acertó á acercar una silla.

Volvió á reinar el silencio.

Ya en el corazón de María del Carmen había caído el suficiente veneno que le daba valor para afrontar la situación., optando por mostrarse hostil.

Aquel silencio era cada vez más desesperante para Romero, que era quien más cerca veía el chubasco.

—Madre, dijo al fin procurando dar la mayor dulzura posible á su acento: veo que no has recibido con demasiado gusto á tu nueva visita; y á la verdad te disculpo, porque esto ha sido una sorpresa, verdaderamente una cosa inusitada y violenta; pero me prometo que cuando estés en antecedentes acabarás por amar á esta señorita, cuya situación no puede menos que interesar vivamente.

—Sí, puede ser que con el tiempo; dijo María con cierto aire de ironía muy marcado.

—Figúrate, continuó Romero, que la señorita está dispuesta á abrazar la carrera dramática, y desde luego se pone bajo nuestra protección; será nuestra discípula.

—¡Hum! murmuró María del Carmen, esa es obra de romanos; yo empecé de edad de diez años esta malhadada carrera, y no ha mucho el más bruto de los públicos que yo he visto, se atrevió á silbarme.

—¡Ah! pero yo sé quien fue.

Y yo también, dijo Pico encontrando ocasión de mezclarse en la conversación, eso no es silbar á un actor; hubo silbidos, es cierto, pero fué aquel sujeto que estaba picado con la compañía por ciertas cosas.

—El caso es que me silbaron.

—Yo no he querido decir, continuó Romero, que la señorita vaya de buenas á primeras á debutar en un drama de desempeño ni á convertirse en actriz de la noche á la mañana; lo único que he dicho es que empezará desde luego su aprendizaje.

—Eso es, de figurante es otra cosa; para servir de bulto -no se necesitan dotes.

—Señora, dijo Isolina con voz reposada y con dignidad, no tengo por mi parte ningunas pretensiones, ni siquiera imagino que llegaré con el tiempo á ser actriz: si se ha hablado de que deseo abrazar esta carrera, es solamente porque el señor Pico me lo ha preguntado, diciéndome que mis protectores providenciales son las personas que forman la compañía dramática, y yo guiada solamente por el deseo de serles útil y manifestar mi agradecimiento, es por lo que me he puesto á la disposición de ustedes.

—Exactamente, agregó Pico, eso es lo que ha pasado; la señorita Isolina no intenta más que complacer á las personas que hoy la protegen.

—¿Se llama usted Isolina? preguntó María.

—Sí, señora.

—Yo soy en todo caso, continuó Pico, quien ha causado este alboroto dejándome llevar de mi entusiasmo por la carrera dramática.

—Eso es lo único que V. tiene, porque en cuanto á dotes, dijo riéndose María, no me quiero acordar de aquel rey que tuvo usted la audacia de hacer aquella noche.

—Yo no pedí el papel.

—Nó, ni lo hizo V., y si el público no le tiró con los cojines, fué por ira milagro.

—No pretendo, contestó picado Pico, pasar por un gran actor.

—Ya lo sé, sería el colmo de la audacia.

—Por eso digo que no lo pretendo.

—Y hace V. bien.

—Adiós! dijo Pico para sí, ¿pues no la da conmigo? y yo que creía estar tan adelantado en el amor.... ¡vaya una mujer incomprensible!.

—Vamos, madre, dijo cariñosamente Romero; deja á Pico en paz y acaba de aceptar nuestro plan con respecto á esta señorita.

—Por mi parte ya he dicho que no se improvisan las actrices, y en cuanto á adoptar á esta señorita como hija, bien sabes cuán precaria es nuestra situación y que los tiempos no están para tener familia.

—En cuanto á eso, dijo Pico resueltamente, Isolina no será gravosa para nadie y no recibirá nada sino de mí.

—¡Bravo, señor Marqués! no parece sino que está V. representando «Los pavos reales;» se habrá V. encontrado un tesoro como Monte-Cristo, ó irá V. á emprender las hazañas de Diego Corrientes; en todo caso lo felicito á V., señor Pico, por ese rasgo de monarca.

Y María lanzó una carcajada que hizo extremecer á Isolina y ponerse pálido á Romero.

Isolina se puso en pié y Pico se adelantó para ofrecerle el brazo.

—No serás tú solo, le dijo Romero; lo que he ofrecido á esta señorita, estoy dispuesto á cumplirlo y á sostenerlo.

—Muy bien, exclamó María, esta noche es de grandes rasgos. Eso me parece que te lo he visto representar muy bien en La mala semilla; y por cierto que es el rasgo dramático que vale más en toda la pieza; enhorabuena: todo, en último resultado, se parece mucho á aquel drama, ¿te acuerdas Gervasio? creo que se llamaba La aventurera.

—¡María! gritó Romero, no insultes la desgracia.

—Eso, eso es lo mismo que dice la comedia: no insultéis la desgracia.

—Vámonos, dijo en seguida Romero, haciendo salir á Pico y á Isolina.

María los vio alejarse y atravesar el patio, y cuando hubieron llegado á la puerta del cuarto de Isolina, María gritó desde lejos:

—¡Adiós, amor mío! muy buenas noches.

Y lanzó otra carcajada, que á la vez llegó á los oídos de toda la compañía.

El resto de la noche lo pasó Romero en el cuarto de Pico, pues la apacible María no se dignó darle hospedaje, en señal de sañuda guerra.

Isolina pasó la noche derramando abundantes lágrimas.

IX. Entra la compañía dramática en plena anarquía

Á la mañana siguiente Pico fué el primero en emprender la marcha, con objeto de adelantarse con Isolina y sustraerla al furor de la primera dama.

Romero fué objeto del más profundo desprecio por parte de María del Carmen, y en casi todo el camino no habló con nadie.

En cambio María del Carmen formó compacto grupo con la característica, con el segundo galán y con la pareja de baile.

—Lo que yo no puedo comprender, decía María, es de dónde han sacado Gervasio y Pico ese dramático personaje, ni por qué género de peripecias se encuentra en su poder.

—De veras es extraño, contestó la característica; pero lo que sí sé decir es, que esto no es nuevo, ni es como lo cuentan.

Aquí hay algo, dijo la bailarina.

—¡Venirme á mí con esas! si yo conozco á Gervasio como á mis manos, y lo que es ésta no se la tolero: ¡pues no faltaba más!

—Hará V. bien; las pobres mujeres tenemos que pasar más tragos! ¡ay! de que yo me acuerdo de lo que mellizo López!....

—¿Qué López?

—Aquel barba de la compañía que trabajaba en Puebla.

—¡Ah! sí.

—Pues yo quise á ese hombre con pasión, anduvimos juntos cuatro años, me separé de mi familia, abandoné intereses y todo, para que el día menos pensado López apareciera con una sobrina; ¡pero qué sobrina! era una discípula de baile de Ambrosio Martínez y que por más señas la echaron de la compañía.

—¿Y qué sucedió?

—Qué había de suceder, que quebramos, y hasta ahora ¡Ay! todavía suspiro por López; y qué buenas lágrimas me costó la sobrina!

—A fé que yo, dijo María, ¿yo llorar? no, ni un momento.

—Haces bien, hija, haces bien, los hombres solo para reírse.

—¡Y luego para lo que necesito á Gervasio!

—Al contrario, él es el que te necesita.

—Ya se ve, sin mí qué va á hacer. Soy su muleta.

—Nada; él no puede hacer nada sin muletas. (

—Por supuesto, y sobre todo, que galanes se encuentran, pero damas, y damas de mi fuerza, ni con un cirio pascual.

—Ya podías formar tú compañía, dijo la característica, y á la verdad, si hay quien me suba el sueldo me paso.

—Pues bien, formo compañía, te doy cinco pesos más.

—¿Cinco pesos? ¡gran puñado!

—Pero ya ves como están las cosas.

—Lo mejor será que trabajemos por compañía, dijo el segundo galán.

—Eso es, dijo la bailarina, á reparto..

—¿Cuento con usted? dijo María al galán.

—Sí, solo por darle en la cabeza al director que me tiene agotada la paciencia.

—De Pepa y Pancho no hay que decir, dijo María dirigiendo una expresiva mirada á la pareja de baile.

—Nosotros con usted siempre.

—Bueno, pues nos pronunciamos, ya no más déspotas, á formar compañía y ya buscaremos galán y apuntador.

Pico é Isolina habían caminado solos todo el día.

Los humos de Pico se iban apagando ante la respetable virtud de Isolina. Pico no estaba corrompido, ni su carrera militar, ni su época de bruja, habían extinguido en él la nobleza de su corazón. Pico era simplemente farsante, ligero y si se quiere pueril, pero su fondo era bueno.

—Qué diferencia, decía para sí: María del Carmen es una mujer insolente, ordinaria, brusca, é Isolina es digna, es noble, es toda una señorita. Esto me entristece por una parte, pero me consuela por otra: me entristece, porque mientras más alta vea yo á Isolina, menos esperanzas debo concebir de que llegará á amarme; y me consuela, porque siempre es bueno conocer á la gente y lo que es María, la primera dama, se ha dado bastante á conocer anoche. De seguro María del Carmen es una mujer que iba á causarme muchas pesadumbres.

Sumido en estas reflexiones, Pico caminaba á pié al lado de Isolina, quien á su vez pasaba también largos ratos entregada á sus reflexiones.

Hubo un momento en que fué preciso descansar á la orilla del camino.

Isolina se apeó ayudada por Pico, y ambos se sentaron á la sombra de unos mezquites.

—Estoy pensando, dijo Pico, en que tengo entre mis manos una felicidad que me asombra; me parece que soy un pordiosero que se ha encontrado un collar de brillantes.

—¿Pordiosero? preguntó Isolina cariñosamente.

—Sí, ¿qué puedo yo ser al lado de usted, Isolina? Al principio.... qué quiere usted, todos los hombres somos fatuos, me pareció que iba yo á hacer una conquista, creí que mi papel de salvador me ponía á loa ojos de usted en un predicamento tan favorable, que la gratitud de usted me pertenecería toda entera.

—¿Y ahora empieza usted por dudar de mi gratitud?

—No dudo de ella, porque la ofendería creyéndola destituida de ese sentimiento tan en armonía con la nobleza de sus sentimientos; pero...... perdóneme usted, Isolina, lo que voy á decirle pero esa gratitud tiene un límite.

Dijo esto Pico con un acento tal de verdad y de sentimiento, que Isolina comprendió que Pico comenzaba á amarla seriamente, y á su vez bajó la cabeza con melancolía.

—No se entristezca usted; Isolina, continuó Pico; yo nada soy, nada valgo; no soy siquiera para usted lo que mi perro es para raí; pero en todos los corazones hay algo que vale mucho; vea usted á mi Alí, no es más que un perro, pero tiene corazón y me ama, yo lo conozco, me ama como si fuera un amigo, un hermano, y yo se lo agradezco tanto que lo amo también. En mi corazón hay algo que debe valer mucho para usted, y es mi cariño, mi lealtad, y lo comprenderá usted cuando sepa que estoy resuelto á ser su esclavo, á defenderla y á hacerla respetar.

—Valen tanto para mí esas palabras, dijo Isolina después de una pausa, que las guardo como un depósito sagrado y como un consuelo benéfico en mi corazón. No es usted despreciable para mí, sinó por el contrario, me felicito de no haberme equivocado al juzgar á usted el mejor de los hombres»

—¡Isolina!

—El cúmulo de horribles ideas, de largos padecimientos, de esperanzas frustradas y de amargos desengaños, han hundido mi alma en el estoicismo y la duda; y hoy, por la primera vez después de mucho tiempo, vuelvo á recoger palabras que me son gratas, emociones que endulzan mi vida como un nuevo rocío.

—Isolina, estoy destinado á ser al lado de usted el hombre más feliz ó el más desgraciado de todos Pero perdóneme usted, no quiero decirla nada que pueda sobresaltarla, no quiero agravar su situación haciéndola cargar con la responsabilidad de la pasión que me inspira No, no la amo á usted como amante; la amo á usted como hermano, y si ni ese título merezca seré solo su criado su criado que no la abandonará nunca.

—Toda mi estimación es para usted; todo mi cariño.

—¡Ah; Isolina! eso es más que la vida; es la felicidad!

Estaba sucediendo una cosa rara: Pico é Isolina amaban por la primera vez.

Pico no había sentido nunca un amor tan puro; sus mismas emociones le sorprendían.

En cuanto á Isolina; muy joven aún, había visto perderse sus primeras ilusiones con la desaparición de su primer amante; á quien don Pepe García había ahuyentado cautelosamente de su lado; después había tenido otro pretendiente que murió, y desde que pudo sentir las primeras inquietudes de amor, no tuvo á su lado más que á don Pepe, empeñado en la más tenaz y odiosa de las persecuciones.

Ya hemos dicho quien era don Pepe; y se comprenderá que en él casi era peculiar el género de pasión que le conocemos. Los hombres rudos que viven en el campo ordinariamente, y en quienes el refinamiento de la sociedad escogida no ha logrado dominar sus instintos, fomentan, en medio de su soledad odiosas tendencias, con las que llegan á hacer sus amores tan negros como el odio.

Bajo esta apariencia conoció Isolina el amor, y esta primera impresión fomentó á su vez en su ánimo una obstinada prevención contra los hombres.

De manera que Isolina por la primera vez, recojía las flores del amor en el hombre que creía que menos amor podía inspirarle. Isolina se sorprendía de encontrar en Pico las emanaciones delicadas de un sentimiento puro, de un amor que en nada se parecía al de don Pepe; y no obstante, había en el interior de Isolina una repulsión instintiva hacia Pico; repulsión que en vano procuraba explicarse.

Al terminar la jornada de ese día fué indispensable que unos á otros se vieran las caras.

El mesón era muy estrecho, y no había bastantes cuartos para hacer las separaciones que exigía el malestar de todos.

Pico, que había llegado el primero, tomó cómodo alojamiento, procurando para Isolina el mejor cuarto.

Romero llegó después y tomó el suyo; el resto de la compañía, con los burros, llegó ya casi entrada la noche.

Romero pretendió hacer las paces, y empezó por mostrarse servicial y solícito; pero María estaba cada vez más mal dispuesta á aceptar la paz.

Durante todo el camino había venido robusteciendo la idea de formar compañía; y este plan la afirmaba más en su resolución de separarse de Romero.

—Está decidido, decía María del Carmen, no trabajo más; que yo no soy ningún mueble, ni conmigo ha de jugar usted como con sus con mis antecesoras, no señor.

—Pero, madre, reflexiona en que vas á dar un escándalo.

—Escándalo es el que V, ha dado á toda la compañía, presentándose mano á mano con yo no sé qué Traviata misteriosa sin que nadie sepa donde ha ido usted á sacar esa esa preciosidad, esa joya del arte, como la llamara el necio del apuntador.

—Esa joven es una señorita decente.

—¿Decente? ¡pues está bonita la decencia! ¿En qué árbol se dan esas señoritas decentes que brotan á la orilla de los caminos reales? Ahora pretenderá usted ¡cínico! persuadirme de que su su señora de usted, caballero, es una joven decente; ¡já, já, já! Á Dios gracias tengo un poco de mundo, señor don Juan Tenorio; y está visto que no nació usted para autor dramático, porque no tiene usted inventiva, ni maldita la gracia para preparar las situaciones.

—Sea usted mi juez, señora, dijo Romero volviéndose á la característica.

—Yo no me meto en cuentos, porque al fin á mí ¿qué me va ni qué me viene? dijo la característica; yo soy muy callada y con nadie me meto; y por eso en todas las compañías en que he trabajado me han hecho la justicia de considerarme, y mucho, eso sí; desde el empresario hasta los encendedores, porque viene la damita, y—D.ª Pachita por aquí, y D Pachita por el otro lado; y qué me aconseja usted que haga con el bailarín y si el consueta me dice, y de si no me dán velas, y de si el avisador no me dice nada—y yo, que ni para decir «esta boca es mía» abro los labios; y de este modo me quito de enredos de bastidores, que no los puedo ver.

—Pero en este caso, señora, no quiero más sino que usted interponga su influencia; porque, en fin, es usted una señora grande.

—Ya lo sé que soy vieja; pero no tanto como usted cree, señor D. Gervasio; lo que tengo es acabada, porque ya sabe usted como se maltrata el cútis con el maldito albayalde.

—Quise decir que es usted una persona de respeto.

—Eso sí, porque me doy mi lugar; y yo en el teatro á mi negocio y nada más.

Pepa y Pancho Pintado estaban en la puerta del cuarto.

—Vengan Vds acá, dijo Romero viendo llegar un refuerzo; ¿díganme ustedes si tiene razón mi María en....

—Yo no soy su María de usted ni de nadie; yo no pertenezco más que al arte, y primero perteneceré al alcaide de la cárcel que á usted, que ya me tiene harta! gritó María, metiéndole las manos en la cara á Romero, y sobre todo, esto ya está decidido, yo ya no pertenezco á la compañía, señor empresario.

—¡Cómo!

—Como lo está usted oyendo: ya no trabajo.

—Me matas con esa resolución.

—Ahí está su nueva artista de usted, su Isolina! ¡Ha visto usted nombre más extravagante! ¡Isolina! ¿No le parece á usted, Paca, que ese nombre no cuela? ¡Isolina! ese es un nombre de novela; y todo hace comprender que la tál no es más que una aventurera, que sabe Dios qué antecedentes tenga.

—¡Poco á poco, dijo entrando Pico, no permito que nadie ultraje á esa señora!

—¡Otro que mejor canta! dijo María; ¿y á usted quién le da papel aquí, y cuantos defensores tiene la desgracia? ¡Já, já, já!....

¿Conque usted, el sufrido Pico, el consecuente Pico, el servicial Pico, el santo Pico se rebela también á influencia de esa mujercilla?

—¡María! gritó Pico.

—¡Hola, hola! señor apuntador, más bajito porque le oye á usted el público; y eso es de muy mal efecto, y le prevengo á usted que ó habla usted quedito como siempre, ó se calla.

—En todos los tonos necesarios, le repetiré á usted, que no permito á nadie hablar de esa señora.

—¡Ay Jesús! qué miedo! qué horror! Este Pico está mejor para general en jefe que para apuntador. En resumidas cuentas, ya he dicho que no trabajo, y que voy á formar compañía; voy á San Luís y allí me uniré con las partes que se necesitan; ya lo oye V., señor director, ya no pertenezco á la compañía.

—Ni yo, dijo la característica.

—Ni yo, dijo Pepa.

—Ni yo, agregó Pancho Pintado poniéndose una mano en la cintura y accionando con la otra; ni yo ni ésta (y señaló á Pepa) porque la verdad, hace tiempo que queríamos separarnos porque.... tenemos nuestras razones.

—¿Y qué razones son esas? preguntó Romero.

—¿Cómo qué? contestó Pancho Pintado, dando un paso de baile; V. es muy regañón y yo no estoy acostumbrado ó que me regañen, ni ésta tampoco; V. bien ve Dª Pachita, que hacemos de todo; que se trata de un criadito que hable dos palabritas, y á Pancho Pintado; que se trata de un escribano, Pancho Pintado; que se trata de baile, Pancho Pintado; que un lacayo, Pancho Pintado; y luego por esos volos ni medio, como si yo tuviera obligación de ser actor; yo no soy más que bailarín y me lo dijo mi maestro Maiquez; no te dejes, Pancho, no te dejes, me decía; no hagas papelitos, porque un día te silban; y yo por consecuente, me presto á todo, á todo.

—¿Con qué es decir que todos me abandonan? preguntó Romero parodiando la tribulación de César.

Hubo un rato de silencio.

—Ahí tienen ustedes, dijo María; ahí tienen ustedes á esa princesa rusa, ocupando el mejor cuarto y tal vez ya estará cenando y nos dejará sin pollo!.... ¡y así pretenden estos señores, que nosotras las verdaderas artistas, postergadas por esa.... por esa joven, le tributemos aún nuestros más rendidos cumplimientos.... ¡Habráse dado mayor cinismo!—Lo dicho, no trabajamos. Este hombre (y señaló á Romero), Pico y la desconocida, irán á formar su compañía, para trabajar en el teatro de Tacón ó en Madrid, ¿no, señor director? Nosotras las artistas segundonas seguiremos corriendo la legua, pero rodeadas de personas que nos consideren y no de reinas destronadas que se coman la cena y se tomen la mejor habitación.

—¡Que no hay pastura para los burros I dijo una voz aguardientosa en el patio.

María soltó una carcajada y agregó:

—¡Se la habrá acabado la reina! vaya V., señor director, vaya V., á ver eso, que importa; á menos que prefiera V. hacerle una visita á su adorada misteriosa, en lugar de ir á ver que coman esos infelices animales, que bien lo merecen, pues hace ocho días vienen cargando veinte teatros.

Romero salió del cuarto y Pico lo siguió.

—Cada uno en su lugar, gritó María riéndose; vayan ustedes á ver los burros ja, ja, ja!

—Has estado terrible, le dijo doña Pachita.

—Hace V. bien de no dejarse, agregó Pepa.

—¡Vaya! dijo Pancho Pintado, si de que uno se deja, ó como dice el dicho, al que se vuelve miel las moscas se lo comen; y yo también tengo mi genio, y de que se me sube lo Pintado, Ave María Purísima!

El bailarín torció la cintura y abrió los brazos para decir todo esto, y sostuvo esta postura por mucho tiempo, como esperando la entrada de la orquesta.

X. Sigue la compañía recorriendo el camino de la gloria

Pico y Romero se ocuparon preferentemente de la cena de los asnos, á pesar de que el asunto que se ventilaba en la compañía era de la más vital importancia.

Pero cuando al fin encontraron algo verde, se entregaron de lleno al estudio de la cuestión de elenco.

—Chico, decía Pico, María es tu muleta y sin ella no puedes hacer nada.

—¿No?

—¿Qué vas á hacer sin dama?

—Pero no es eso lo principal, damas hay por todas partes; lo que siento es á la mujer... já esta mujer que es mi vida, porque la amo con volcánica pasión...! ¡Ahí mi María, mi María del Carmen, mi diosa...... porque es mi diosa, amigo Pico.

—Pues eso es grave, dijo seriamente Pico.

—¡Y cómo si lo es!

—He aquí pues, el resultado de tus aventuras; esa señorita puede ser todo lo más estimable que quieras, pero por ella nos hemos metido en este conflicto, por ella se desorganiza la compañía, por ella recibo la más amarga de las decepciones, por ella me abandona mi María.

—¿Pero tú lo crees así? ¿Será capaz de llevar á cabo una resolución semejante.

—Mucho me lo temo.

—Puede ser que consiguieras ablandarla.

—Tú no la conoces.

—Sin embargo, será bueno hacer una prueba, y en todo caso déjame solo; yo me separaré con Isolina; ello es cierto que no cuento ni con lo más indispensable para subvenir á los gastos de la expedición, pero Dios es grande y ya me abrirá un camino; pero tú, amigo mío, no debes sacrificarte: eres libre para hacer las paces con María; procura reconciliarla contigo y dile que yo quitaré de en medio el obstáculo que se opone á tu felicidad. Isolina no pertenecerá á la compañía.

—¡Gracias, generoso Pico! intentaré en efecto hacer las paces, pero ¿qué vá á ser de tí?

—¡Déjame!

Romero tomó entre sus manos la cabeza de Pico, lo contempló cariñosamente y exclamó:

—Hombre generoso, amigo leal, ¡bendito seas!

Romero desapareció y Pico se quedó estático. Á poco rato se dirigió al cuarto de Isolina.

—Vengo á comunicar á usted malas noticias. La primera dama de la compañía, en unión de la característica, del galán y de la pareja Pintado, han levantado el estandarte de la rebelión y tal vez en estos momentos no hay compañía. En último análisis, usted y yo somos solos en el mundo.

Isolina hizo un movimiento.

—Pero no hay que abatirse por esto: en todo caso, no pasa de un contratiempo que procuraré conjurar con todas mis fuerzas, y tendré suficiente abnegación para lanzarme en brazos del destino, sin abandonarla á usted jamás.

—Usted siempre es bueno y generoso.

—Porque usted es digna de toda mi estimación y de mi respeto.

—¡Gracias, señor Pico, gracias!

—Usted no conoce á la gente de teatro, ni quiera Dios que jamás llegue á conocerla porque se escandalizaría. Confieso á usted que soy impresionable, tengo ese defecto, y hace tiempo perdóneme usted esta confidencia, había dado en serme agradable la primera dama; pero esta noche ha descubierto la oreja y he podido conocer palmariamente al lobo disfrazado con la piel de cordero; es una mujer atroz, y basta con que se haya permitido tratar á usted de la manera que lo ha hecho, para que yo, impresionado y todo como estaba, sienta acerba de esa mujer un encono difícil de explicar; y esto es porque estoy haciendo comparaciones. ¡Usted á su lado! ¡Ahí usted es la poesía y ella la prosa; usted es la virtud y ella el vicio.

Pico sostuvo aún una larga plática con Isolina, hasta ponerla al tanto de los acontecimientos, y se afirmó más y más en la resolución de no abandonarla á trueque de perder su plaza de apuntador;en la compañía.

Solo después, en el resto de la noche, y entregado á sus hondas reflexiones, esperó la venida del día y con éste las últimas noticias con respecto á las determinaciones del director.

Este, en un sentido y dramático parlamento, comunicó á Pico que la compañía había vuelto al orden, bajo la expresada condición de no contar con Isolina.

Pico hizo solemnemente dimisión de sus derechos de apuntador, decidido como lo estaba á no abandonar á Isolina, y según él mismo decía, se había quedado en el aire.

—Héme aquí, pensó, el más infortunado de los galanes, teniendo la fortuna, es cierto, de amparar á una mujer hermosa; pero á mí quién me ampara? ¿qué puedo darla recien redimido de mi condición de bruja y amenazado de volver á caer en ese garlito? Pero Dios dirá.

Arregló Pico su cabalgadura recargando la maleta lo más que pudo con los demás objetos de su propiedad, y aún le sobró un bulto que colocar en sus propias espaldas; recibió en liquidación las albarcas y las medias azules del guarda-ropa, dió un abrazo á Romero y salió del mesón al lado del caballo en que iba Isolina.

Alí iba contento al lado de sus amos.

Apenas en el oriente aparecía esa luz blanquecina que es el primer destello del astro del día. Iba á amanecer.

En las monótonas comarcas que rodean á San Luís Potosí, se espacia la vista en horizontes lejanos, sobre la no interrumpida superficie que forma la vegetación uniforme de aquellos lugares.

Los mezquites y los nopales, las palmas y las biznagas sobre una alfombra de raquíticas gramíneas y sangre de drago, verdeguean en las extendidas planicies de un gran valle.

Azulea á lo lejos la sierra, y cuando el viajero va á llegar á San Luís sobre esa sierra se dibujan dos comillas, al pié de las cuales la imaginación adivina la ciudad.

Las comillas son las altas y elegantes torres del santuario, Domus Dei et porta coeli antes de la reforma, y hoy la ancha y solitaria nave con sus macizas y perfectas bóvedas, con sus altas pilastras y su cúpula, no es más que almacenes de artillería.

Por cada santo, un obús de montaña; por cada ángel, una pila de balas, y en vez de graves sacerdotes del culto católico, los artilleros entran y salen, mientras las palomas blancas y azules, habitan los altos del cimborio y hacen repetir á aquellas bóvedas desoladas, el arrullo de sus amores que no interrumpen la idea de la pólvora, ni los pasos de los artilleros.

Isolina caminaba lentamente sobre el flaco caballo de Pico; éste iba á su izquierda seguido de su perro.

Los caminantes iban callados; Pico pensaba, Isolina rezaba y el perro no husmeaba, ni se separaba un punto de la huella de su amo.

El día parecía acercarse también en silencio. No se oía, como en los lugares fértiles, ni el rumor de una corriente, ni el gorgeo de las aves. Á lo lejos atravesaban el azul espacio, á grande altura, tres cuervos emprendiendo una de esas expediciones aéreas en linea recta; expediciones que hacen las grandes aves al salir y al ponerse el sol.

Cuando el ángel de la esperanza no va alumbrando nuestros pasos, aun la luz del sol es triste.

Isolina y Pico iban adelante, quedándose atrás con la memoria y esperando á su angel: no eran los viajeros que desean llegar, sino dos seres que al ponerse en brazos de la suerte, se habían puesto en camino y caminaban.

Al fin el sol extendió por los campos esas gasas color de rosa de que hace preceder su luz, y después doró las palmas y los mezquites.

Isolina parecía estar recibiendo el beso de la aurora, porque una de sus pálidas mejillas recibía oblicuamente un reflejo rosado.

Pico se había extasiado con aquel efecto dé luz, como diría un pintor; y en la mejilla de Isolina estaba encontrando en aquellos momentos, como una suficiente compensación á sus angustias: iba olvidando ya sus negocios particulares y su plaza de apuntador, pero todo en silencio.

En cuanto á don Gervasio Miguel Romero del Campo, solo diremos que dobló la rodilla ante las exigencias de la primera dama, que, como él había dicho muy bien, era su vida.

María del Carmen encontró muy razonable la solución de las dificultades, que consistía en abandonar á Pico, y previas algunas nuevas condiciones le volvió su gracia al galán central.

Apagáronse los humos de Pancho Pintado, se sometieron la característica y el segundo galán, y la compañía volvió á emprender la marcha en paz.

En paz llegaron á San Luís, se alojaron, y al día siguiente el caballero don Gervasio Miguel Romero del Campo, se vistió de negro pero se puso una corbata roja con rayas blancas, una leontina de á seis onzas de oro, un anillo con una grande esmeralda y se dirijió á la casa del gobernador.

—Soy un artista nacional, entró diciendo: Gervasio Miguel Romero del Campo, á la disposición de usted, señor Gobernador; traigo mi compañía dramática con objeto de dar algunas representaciones; esta población es de las más importantes de la república, es una plaza mercantil, hay españoles muy bien puestos y capitales muy saneados, y éstas son las fuentes en las que el arte dramático encuentra el galardón de sus afanes y desvelos: todos los pueblos rae han admirado y he recogido donde quiera lauros á mis talentos artísticos.

—Y usted desea.... dijo el Gobernador.

—Deseo, señor Gobernador, que usted, siendo como es la primera autoridad, la persona más caracterizada en la población se sirva por medio de su respetable influencia, ponerme en contacto con los ciudadanos munícipes para el logro de mis miras, miras puramente artísticas y de esplendor y de decencia; y esto por supuesto sin humillación por mi parte y con mi caracter de ingenuo artista nacional, sin doblegarme á pasioncillas y á intereses bastardos; no, señor; todo por la vía legal y con la decencia que acostumbro.

El gobernador mandó llamar al presidente del ayuntamiento que estaba en la sala inmediata.

—Gervasio Miguel Romero del Campo, artista nacional, dijo. Romero presentándo se, puesto en pié, con la mirada radiante y tendiendo la palma de la mano al ciudadano presidente,.

—El señor desea....

Iba á decir el gobernador lo que deseaba Romero, cuando éste continuó:

—Dar una serie de representaciones de gran visualidad y de verdadero mérito literario, y no pipirijainas ni esperpentos, como tal vez se atreven algunos bárbaros, profanadores del arte, á poner en escena; no, señor, yo pondré lo que se entiende por comedias, señor; pero por comedias dirigidas por mí, con mi experiencia y mis años de pisar las tablas día á día y con una constancia que me honra, y recogiendo, eso sí, lauros por donde quiera; todo por supuesto con el orgullo digno y con la frente levantada, con la conciencia de mi valer y con la dignidad de artista; nada de humillaciones ni de paños calientes, no señor, al grano, al trabajo, al hecho, á levantar el telón satisfecho de mis afanes y listo siempre para esperar de mi amado público, el lauro, el lauro apetecido, como tributo al verdadero mérito artístico y á mis afanes, con que por tantos años he contribuido á las glorias de mi patria, teniendo la alta satisfacción de presentarme con la frente erguida y con orgullo á recibir el homenaje.

Don Gervasio era capaz de seguir con este tema hasta la consumación de los siglos; pero el presidente del ayuntamiento encontró sin duda que ya sabía lo bastante é interrumpió al artista.

—El teatro, dijo, se arrienda por un precio módico á los empresarios, sin más interés por parte de la corporación municipal, que el de proporcionar á la ciudad este género de espectáculos, y nó con la mira del aumento de fondos, pues el precio del arrendamiento es insignificante.

—Magnífico! las corporaciones benéficas, elegidas por el pueblo para representarlo en sus necesidades locales, se ciñen también sus lauros cuando la filantropía y el patriotismo son los móviles de sus disposiciones gubernativas. Yo celebro encontrar con las altas capacidades competentes para juzgarme y con las ilustraciones dignas que representan á la ciudad de San Luis Potosí, porque se colmarán mis deseos, mis deseos nobles de ambición digna y de orgullo nacional.

Después de tan elocuente peroración, don Gervasio no encontró tropiezo ni inconveniente alguno al logro de sus miras: arregló su contrato y quedó dueño del teatro.

En el mismo día visitó á algunos de los principales capitalistas de la ciudad, á quienes espetó la rimbombante apología de su persona, como hombre digno y artista nacional.

Al volver á su habitación, encontró en ella á algunos pretendientes que lo esperaban.

—Señor D. Gervasio Miguel Romero? le dijo un joven.

—¿En qué puedo.....

—Yo soy Pantaleón.

—¡Ah!

—Sí, soy Pantaleón Huerta, ¿no ha oído usted hablar de mí?

—No señor, no he.....

—Pues he trabajado con Daza.

—¡Ah! es usted actor?

—Sí, señor, ¡vaya! soy discípulo de don Juan de Mata.

—¡Ah! excelente maestro. ¿Y qué tal, qué cuerda....

—Todas, en resumen todas; pero los papeles de traidor me están perfectamente; hago de gracioso.

—Bueno.

—Y mis barbas, hago mis barbas, porque aún cuando mi voz, como usted ve, no es á propósito, cuando la ahueco soy otro.

—¡Ah! muy bien.

—Figúrese V. que he hecho el Jenkis de Súllivan.

—¡Gran papel! y usted quería....

—Estoy de balcón, en receso, me separé de Daza por una inconsecuencia que me hicieron y por que... á mí no me gusta hablar de nadie, pero ya conoce V. á la gente de teatro.

—¡Oh! amigo, yo llevo catorce años de pisar las tablas, y crea V. que hay veces, que me dan ganas de hacer zapatos, para no volver á luchar con nuestros compañeritos.

—Pues como decía, me separé porque aquello no se podía ya tolerar, y yo soy un hombre digno y..„ ya sabe usted.

—¡Ah! la dignidad, cuántos sacrificios me ha costado la dignidad de artista! porque eso lo digo con orgullo y levanto la frente muy alto y doy valor al arte y honra á mi país natal, y no como otros actores que á la verdad son la cloaca del arte dramático,—Pues V. verá mi trabajo si gusta, y nos arreglaremos..

—Muy bien, caballerito, tendré mucho gusto; solo que advertiré á V. que en mi caracter de director, de antiguo director de escena y actor de experiencia y de práctica, soy ríjido y á mí no hay que andarme con observaciones, que yo sé bien mover las teclas, y todo sale artístico é irreprochable; ya verá V. la escena servida como como debe ser, señor, y nada de pipirijaina: visualidad, aplomo, perfección y á conquistar palmas; yo me mato pero levanto la frente donde se paren los directores de escena.

—Ya tenía yo noticia, así debe ser un director, se conoce que V. sabe....

—¡Y cómo si sé! catorce años, hijito, catorce años de pisar las tablas y siempre con dignidad y con aplomo.

—Pues si usted gusta....

—Bien, nos arreglaremos, veremos el trabajo de V., y con mucho gusto con mucho gusto, yo soy protector del arte y procuro elevar con orgullo en mi cara patria á mis camaradas.

En seguida contrató algunas partes de por medio y enriqueció su elenco con algunos va los y pero cuyos nombres le servían para la visualidad del prospecto.

Una de las necesidades más apremiantes era la de procurarse apuntador; pero bien pronto creyó haber subsanado la falta de Pico con un quidam que se ofreció á desempeñar este oficio, difícil por cierto, asegurando que llevaba algunos años de vivir en la concha.

Romero citó para el primer paso de papeles en su propia habitación.

Concurrió toda la compañía, excepto María que casi nunca se prestaba á ensayar; y las dificultades con que desde luego tropezaron los actores pusieron de manifiesto cuán indispensable era Pico en la compañía.

Romero, después de reñir cruelmente al nuevo apuntador, se decidió á buscar á Pico, quien por su parte, lamentaba de todo corazón aquellas horas de su forzada cesantía de consueta.

No faltó quien supiera en dónde estaba Pico, quien como sabemos se había adelantado á la compañía.

—¿De qué se trata? exclamó María del Carmen que á la sazón entraba; ¿de que vuelva Pico? ¡Dios nos asista! si vuelve Pico yo no trabajo; ¡pues no faltaba más sinó que el que ha metido aquí la zizaña volviera á formar con nosotros! ¿Para qué quieres que venga ese hombre á venderme su protección, á ofenderme con su triunfo, á hacerse el indispensable? No, no señor; Pico no volverá ó que no se cuente conmigo.

—¡Pero madre de mis ojos! dijo Romero de la manera más cariñosa, no ves que este apuntador no ata ni desata?

—Pues que aprenda á atar y á desatar; y sobre todo, que los actores no lo hagan todo de oreja, que estudien, que trabajen.

—Eso no es posible, reina mía.

—He dicho mi última palabra; ó Pico ó yo.

Y María del Carmen hizo una rabieta de Maruja y desapareció; pero no conforme con poner aquel obstáculo al arreglo de los asuntos teatrales, trasmitió su sentir á los suyos, formó nuevos corrillos, volvió á poner de acuerdo á la característica y al segundo galán; y se propuso hacer la guerra á Pico por todos los medios imaginables.

Entretanto Romero se persuadía más y más, de que era imposible hacer nada con aquel consueta; buscó otro por todas partes, y se acercaba el día de la primera función sin que María del Carmen cediera un punto en sus exijencias.

Romero tuvo una solemne entrevista con Pico, quien á su vez estaba pronto á servir su antiguo empleo, no sin haber sacado ventajas de la situación; pues no se contrató de nuevo sin haberse escriturado previamente con doble sueldo y recibiendo una anticipación.

Pico é Isolina formaban una familia, y desde el momento en que solos viajaban y se alojaban, nadie podía figurarse que allí no se trataba más que de protector y protegida.

Las delicadas atenciones que Pico había tenido con Isolina, no habían podido ser tales que no se hubieran encontrado en situaciones difíciles.

La primera noche hubieron de alojarse en el mismo cuarto, y este incidente puso más de manifiesto el mérito de Pico; pues Isolina tuvo ocasión de apreciar la caballerosidad de su protector.

XI. El primer susto de Pico y la primera representación dramática

Don Pepe García acompañó á Romero y á los demás individuos de la compañía el día de su salida del pueblo; y ofreció cordialmente su amistad y servicios á los actores y que haría un viaje á San Luís para tener el gusto de volver á estrecharles la mano.

El escribiente también fué de la expedición, y cada vez más enamorado de María del Carmen, estaba al punto de decidirse á abandonarlo todo por seguir á aquella mujer que tan profunda impresión le había causado.

Desde luego las buenas relaciones de don Pepe con Romero comenzaron á hacerse palpables; pues en el viaje á San Luís ya María del Carmen tuvo ocasión de abandonar su burro para instalarse más cómodamente en el quitrín de D. Pepe.

Mientras Romero luchaba con las graves dificultades de su compañía por la separación de Pico y se acercaba el día de la primera función. D. Pepe había tenido ocasión de notar la evasión de Isolina.

Don Pepe se puso furioso al encontrar vacía la habitación de su prisionera, precisamente cuando estaba más seguro de su triunfo, y decidido á no prolongar por más tiempo la serie de sus innumerables humillaciones.

Al principio no se dio cuenta de lo que había pasado; pero al reconocer la falsa cerradura de la ventana se puso á seguir la pista, y comprendió que era imposible la evasión de Isolina sin la intervención de Pico, alojado en el cuarto que conocemos, y que era el único punto por donde podía haberse escapado la prisionera.

Á estos datos agregó el de que Pico se había adelantado aquella mañana y que nadie lo había visto partir.

Don Pepe mandó ensillar su mejor caballo, y acompañado de dos criados se dirijió á San Luís, á donde llegó en momentos en que María del Carmen había consentido ya en el ingreso de Pico, por haberse convencido de que efectivamente era indispensable su cooperación.

Lo primero que hizo D Pepe fué buscar á Romero, á quien después de saludar afectuosamente le preguntó con notable interés por Pico; pero no fué necesario que Romero le diera noticia de su apuntador, pues se presentaba en esos momentos, precisamente para encargarse de la concha, según se lo había mandado suplicar Romero.

Pico se demudó al ver á D. Pepe, y comprendiendo cuán comprometida era su situación procuró revestirse de energía y de calma.....

—Tengo un asunto de importancia que tratar con usted, señor Pico, le dijo don Pepe.

—Estoy á las órdenes de usted, contestó Pico.

Don Pepe García y Pico se apartaron algunos pasos.

—Tal vez no necesite decir á usted de qué se trata, dijo don Pepe temblándole la voz..

—Probablemente, contestó Pico con serenidad.

—No será necesario advertir á usted que estoy resuelto á todo.

—No, señor, no es necesario; lo comprendo.

—Pues bien....

—Señor don Pepe, dijo Pico cada vez con más aplomo, á mi vez tengo también el derecho de suponer que sabrá usted hacer justicia á la galantería y al honor de un caballero.

—Vamos á ver....

—No seré yo quien me atreva á negar á usted los derechos que tenga para interrogarme; pues aunque así fuera acabo de saber hace un momento y por una verdadera casualidad, que usted es la misma persona interesada en saber los pormenores de una aventura, que al principio juzgué sin trascendencia alguna. Figúrese usted, pues, señor don Pepe, que la víspera de nuestro viaje para esta ciudad creí haber tenido un sueño, lo cual no me sorprendía, porque yo soy sonámbulo; y esta rareza me ha puesto más de una vez en difíciles predicamentos.

Pues como iba diciendo: me creí bajo la impresión de un sueño extraño, porque á medía noche oí una dulce voz que me llamaba. ¿Quién vive? pregunté, creyéndome sorprendido por el enemigo, porque yo he sido militar, señor don Pepe, de manera que no debe usted extrañar que le hubiera dado el quién vive á una señora, porque era una señora quien me despertaba.

Aunque con dificultad pude enterarme de ello; pues en mi sonambulismo bien pudo haber sido aquella visión la sombra de una de mis novias; pero no había nada de eso, era una señorita á quien no tenía el honor de conocer.

—Caballero, me dijo por fin al verme despierto, ¿tiene usted la bondad de abrirme la puerta?

—¡La puerta! debe estar abierta supuesto que ha podido usted entrar.

—Sin embargo, ruego á usted que me abra.

—¿Quién es usted?

—Nadie, soy una sombra.

—¡Cáscaras! exclamé; esta sombra de carne y hueso me va á hacer perder el juicio.

—¡Por Dios! repitió la sombra con un acento tal de aflicción, que empecé á comprender que allí había algún negocio grave.

Luchaba yo con el sueño y me incorporaba; pero estaba visto que yo no dormiría en toda la noche si no me paraba á abrirle á aquella sombra.

Así lo hice por fin; abrí la puerta y la sombra salió diciendo: ¡gracias!

Al día siguiente me pregunté si había yo soñado, ó si estaba despierto, y confieso á usted que esta duda me ha atormentado hasta hace un instante, en que como ya he tenido el honor de decirlo á usted, acabo de enterarme de cierta historia.

Pico había dado á su relato tal acento de verdad, que don Pepe clavó la vista en tierra pensando en que su prisionera no debía haber salido de Santa María.

—Entonces dijo don Pepe, usted no sabe si esa señora....

—No sé nada, excepto la breve interrupción de mi sueño; y vea usted lo que son las cosas, después me he arrepentido de haber abierto la puerta; algo hubiera yo dado por conocer á aquella sombra, cuya voz me parecía tan simpática, al grado que la reconocería si volviera á hablarme.

—¡Ah! exclamó don Pepe, esa mujer está en Santa María.

Esta fué una idea luminosa y conveniente para Pico, quien, aunque guardó silencio á este respecto, pensó que seria muy conveniente hacer creer, aún al mismo Romero, que Pico estaba solo.

—Casualmente, pensó, Romero está tan preocupado por mi separación y por la falta que le estoy haciendo, que no me ha preguntado por Isolina.

En seguida Pico se dirigió á don Pepe.

—¿Conque no fué mi sonambulismo, no fué un sueño el mío? ¿conque fué cierto? Usted lo corrobora; fué una mujer la que me despertó y esa mujer es......

—¡Caballero! exclamó don Pepe, ruego á usted que guarde silencio acerca de todo lo ocurrido.

—Lo ofrezco solemnemente.

—Me vuelvo en el acto á Santa María. Adiós.

Don Pepe desapareció sin haberse despedido de Romero, quien durante esta entrevista misteriosa, había estado pendiente del semblante de ambos, porque sabía cuán grave era el asunto de que se trataba.

Cuando don Pepe se hubo alejado, Romero no pudo menos de felicitar á Pico por su serenidad, y aún se felicitó á sí mismo de verse libre de las preguntas de don Pepe.

Convinieron Pico y Romero en que Isolina no aparecería más, y que á María del Carmen se le haría creer lo que estaba creyendo don Pepe; quiere decir, que Isolina se había quedado en Santa María del Río.

Don Pepe no hizo objeción alguna, ni tuvo la menor dificultad en creer la relación de Pico, que efectivamente tenía todos los visos de la verosimilitud; y lejos de poner en duda alguna de las aseveraciones del apuntador, se concentró en sí mismo para buscarle apoyo y corroboración.

—Rota la ventana de mi prisionera, pensaba D. Pepe, se encontró ésta en el patio, vió abierta la ventana de Pico y entró con facilidad porque la ventana es muy baja; vió un hombre durmiendo, no conocía la habitación y á oscuras no pudo ver la puerta: despertó á Pico para que le abriera, éste lo hizo así medio dormido y mi presa salió: todo esto es muy fácil. Yo no oí ladrar al perro, pero ya se ve, si esa noche no dormí en casa.

—¿A donde puede haber ido Guadalupe? según todas las probabilidades, nadie ha favorecido su evasión, excepto Pico, y eso de una manera que no le compromete; luego Guadalupe ha huido sola, y viéndose libre, ó se ha refugiado en alguna casa ó ha tomado el campo. Yo lo sabré todo.

D. Pepe llegó á Santa María á una hora inusitada, pero no por eso reservó sus pesquisas para más tarde; llegó á la casa del prefecto y mandó despertarlo.

—¿Qué novedad ocurre? dijo el prefecto alarmado.

—Un negocio de la mayor importancia.

—Diga usted, señor don Pepe.

—Tenemos en Santa María oculto en estos momentos, un pollo de cuenta, un revolucionario, un criminal á quien la justicia busca en estos momentos: el gobernador de San Luís acaba de recibir la noticia de que ese hombre se encuentra aquí, y he venido á todo correr, con objeto de ponerlo en conocimiento de la autoridad y que se proceda á su aprehensión.

—Pero ¿quién es ese hombre?

—Traigo su filiación, aquí está.

Y D. Pepe sacó un papel doblado.

El prefecto iba á tomarlo y D. Pepe dijo:

—Pero no hay que perder un instante, traigo órdenes apremiantes.

—¿Pero usted conoce al reo?

—Creo conocerlo, porque es de los plagiarios que vi en San Luís.

—Ah! ¿pues si usted me ayudara, señor don Pepe.

—Yo estoy seguro de dar con él, tengo mis datos.

—Pues señor don Pepe.... dijo el prefecto en tono de suplica.

—Bien, ponga usted la orden por escrito y la policía á mi disposición, y puede usted acostarse, que si yo no lo encuentro no lo encontrará nadie.

El prefecto lo hizo así con gusto, y enseguida se recogió para reconciliar su interrumpido sueño.

D. Pepe autorizado competentemente, cateó muchas casas del pueblo, recorrió las orillas de la población, y á algunos vecinos que hacían el servicio de policía los envió en distintas direcciones, con orden de atrapar al reo imaginario con quien don Pepe ocultaba sus miras, ó por si acaso una mujer que pareciera sospechosa.

Entretanto, en San Luís, había llegado la noche de la primera representación y había circulado con profusión el prospecto de la temporada cómica.

Este prospecto era un modelo de literatura de contaduría, en cuyo género don Gervasio Miguel Romero no tenía rival.

El prospecto empezaba así:


TEATRO ALARCÓN

SUBLIME TEMPORADA CÓMICO-ARTÍSTICO DRAMÁTICA.

¡VENID! ¡VENID!

Compañía del primer actor, director, formador, empresario y director de escena, Gervasio Miguel Romero del Campo.

PROSPECTO.


«Al pisar las fértiles campiñas de San Luis Potosí, poética ciudad del entusiasmo artístico, late el corazón agradecido del que suscribe, á la sola idea del lauro que alcanzarán los esfuerzos notables que, catorce años de pisar las tablas, le hacen levantar la frente con orgullo artístico.

«Las ovaciones expléndidas que por donde quiera ha recogido la compañía que tengo el alto honor de dirigir dignamente y con decencia, van á tener su secuela escénica en esta ilustrada población, en la que, las dignas familias de los súbditos de S. M. C., protegiendo el arte como es debido, se han apresurado á tomar las localidades del bonito teatro, donde se presentará por primera vez la perla del teatro nacional


¡¡¡SEÑORA DOÑA MARÍA DEL CARMEN ZUBIRÍA DE ROMERO DEL CAMPO!!!


«Laureada en escenarios mil, por apreciables y cultos públicos inteligentes.

«Ofreciendo además, á costa de penosos sacrificios y por armonizar la visualidad del aparato escénico, complemento del arte, con la coreografía, la en el baile

Aquí seguía el elenco de la compañía, que aparecía numerosísima, pues figuraban nombres de personas que probablemente existirían á distancia de muchas leguas.

En medio del trajín en que se encontraba don Gervasio mandando adornar la fachada del teatro y contratando músicos para que tocaran en la calle antes de la función, recibía muchos recados y mandaba á todos, gritaba, entraba, salía y se multiplicaba prodigiosamente.


D, Gervasio Migue! Romero del Campo.


—Señor, no se encuentran flores!

—¡Búscalas, animal! en las huertas, á cualquier precio, pero muchas; ya sabes, hacer veinticuatro bouquets, que yo te diré la hora de arrojarlos al foro.

—Aquí están las pruebas de los sonetos.

—¡No grites tanto! ¿no sabes que eso es de telón adentro? Ya tengo prevenido que las cosas del foro no se me publiquen. Señor, no acaban de comprender ustedes el arte; ¡qué país, señor, qué país este! «¡Que aquí están los sonetos!» ¿no sabes, bruto, que esos sonetos son arrojadizos y deben ser una sorpresa para nosotros?

—No lo sabía, señor, dijo el cajista.

—Estos sonetos son de un amigo, él los costea en honra de mi señora y de mi mérito artístico; pero yo se los corrijo y van á creer las gentes que yo me despacho con el cucharón....

—Aquí están las palomas! gritó una criada.—¡Bajito, bajito, por el amor de Dios! Hoy todos se han empeñado en gritar; todo eso se hace bajito.

—Llévale esas palomas á mi señora para que las adorne con cintas de colores. Romero se puso á corregir las pruebas, que decían así:


Al eminente artista nacional
D. Gervasio Miguel Romero del Campo


SONETO


Salud, rey de la escena sin segundo.
¡Oh grande artista superior á Taima!
De gozo y de terror llenas el alma.
Va tu talento avasallando al mundo!....

... ...


Por respeto al lector no lo copiamos íntegro.

El soneto estaba firmado con iniciales que el público no podría atribuir á ninguno de sus poetas conocidos.

El soneto dedicado á la dama empezaba de este modo:


«Perla del arte de sin par oriente, etc.


—¡Gervasio! gritó María desde su habitación.

—Madre! contestó Romero.

—¿Y los versos?

—Aquí están.

—¿Cuáles diste á la imprenta?

—Para tí, aquel soneto de «Perla del arte de sin par...

—¡Ah! sí, ya sé.

—Y para mí: «Salud, rey de la escena....

—Bueno; ¿y aquí hay poetas?

—Creo que sí.

—¿Cómo va la entrada?

—Casa llena.

María apareció en la puerta al oír aquella frase mágica.....

—¡Casa llena!

—Poco menos hasta ahora; pero se volverá la gente.

—¡Bien te has movido!

—Como siempre, hija, como siempre; por darte nombre, por elevarte hasta el zenit. ¿Qué trajes has sacado?

—Para el primer acto la enagua parda.

—¡Dios me asista!

—Es el que lie sacado siempre; como en el primer acto todavía soy una campesina....

—¿Y qué tenemos con eso? ¿no ves que la visualidad es lo primero? este es un público nuevo y debo hacer tu presentación con todo el aparato y la grandiosidad artística que....

—Pero si soy una lugareña, y hasta el segundo acto no empiezo á ser la marquesa de....

—Todo eso está muy bueno; pero ¿y la visualidad en la presentación? ¡Figúrate como te va á caer la lluvia de oro y alumbrar la luz de Bengala vestida con la enagua parda!

—Tú tienes la culpa por haber elegido esa pieza.

—Sí; pero contando con que aparecerías con el gran vestido color de rosa desde el primer acto.

—En fin, tú eres el director y saldré como quieras.

—Con el gran vestido.

—Así lo haré.

Gervasio y María se pusieron á acomodar la ropa en un gran cesto, que bien pronto estuvo repleto con los trajes, las pelucas, los útiles de tocador, las palomas, la edición de los sonetos, el ejemplar de la comedia, los papeles y otra porción de menudencias.

Romero corrió á la contaduría, y después al foro, y en seguida á su casa; y á medida que se aproximaba la noche desplegaba más y más actividad.

La calle del teatro estaba iluminada con luminarias, y de las cornisas del pórtico pendían flámulas, banderas, y guirnaldas de llores, y tocaba alegres valses una estrepitosa música militar frente ala fachada del edificio.....

Á las siete de la noche ya Romero y María estaban en su cuarto del vestuario, y la función iba á comenzar á las ocho y media; hora en que el respetable público acostumbra concurrir al espectáculo, á pesar de todos los anuncios y de todos los prospectos de Romero.

Ya en los palcos próximos al proscenio y en la galería estaban convenientemente colocados los encargados de la ovación con que al público se le iba á hacer creer que se entusiasmaba; había además repartidos algunos individuos que habían adquirido localidad sin más estipendio que la obligación de aplaudir furiosamente á Romero y á la primera dama cada vez que aparecieran.

La orquesta tocó la overtura de la Primavera, de Beristain, porque Romero había encargado á los músicos que todas las piezas fueran obra de mexicanos, agregando que él velaba constantemente por las glorias de su patria.

Por fin se levantó el telón: la concurrencia no era tan numerosa como Romero se lo había esperado; pero á la hora de su presentación el teatro se vino abajo según él lo había previsto; se presentó María y hubo lluvia de oro, dianas, palomas, ramilletes y sonetos.

La ovación fué espléndida.

Al caer el telón Romero mandó abrir la puerta del foro y abrió también la de su cuarto para recibir las felicitaciones de sus amigos.

Entrar al foro es una especie de privilegio que se disputan muchos individuos del público.

Hay quien haga alarde de tener amistades entre bastidores; y esta visita, que en lo general es de las más insustanciales, pasa por una calaverada.

Los pollos se deslizan burlando la vigilancia del portero, y penetran al foro para ver los bastidores por detrás: otros entran diciendo con estudiada socarronería.

—Vamos á ver lo que se pesca.

Generalmente éstos no son pescadores.

Otros se han hecho adrede amigos del director; y otros van tras los encantos de la dama; todos entran para hacer algo y salen, generalmente, sin hacer nada.

Si alguna peripecia ocurre entre bastidores, si se trasluce alguna poridad, salen del foro los visitantes como los vendedores de noticias extraordinarias, á contar aquello á los del salón.

Esto era lo que esperaba Romero.

—Muy bien, señor D. Gervasio María; me ha hecho usted llorar.

—¡Oh amigo! contestaba Romero, ese es el arte; pero se mata uno, se mata uno en este trabajo!!

... Y esto lo decía Romero limpiándose el sudor, que no tenía, y finjiéndose más fatigado de lo que estaba.

—Perfectamente! entraba diciendo otro amigo de D. Gervasio; hacía tiempo que no veíamos esta pieza tan bien representada.

—¡Gracias, gracias! qué quiere usted ¿el estudio y catorce años de pisar las tablas, esto es trabajar, amigo; yo me presento con orgullo verdaderamente artístico, ante mi querido público. ¿Han notado ustedes el servicio de la escena? todo propio, todo adecuado, todo en su lugar.

—¡Ahí sí, desde luego se conoce la mano maestra del director.

La escena no tenía nada de particular.

—Ya verán ustedes ese segundo acto. ¡Dios mío! ese segundo acto era para actores de fuerza.

—Dicen que Valero se fatiga mucho en este drama.

—Lo creo, este drama no es para Valero, se necesita en fin, ser artista.

—Se felicita á usted, D. Gervasio, dijo desde la puerta un español.

—Gracias, amigote, pase usted á descansar.

—¿Y la señora?

—Se está arreglando.

—Sea en hora buena. Iba á decirla que ni en Madrid he visto esto.

—Buenas noches, dijo un joven entrando, sombrero en mano.

—¡Hola! amiguito, cómo vamos?

—Soy Fuentes.

—¡Ah!

—El poeta de Santa María.

—¡Oh! amiguito; no le esperaba á usted por acá.

—Qué quiere usted, me di mi escapada.

—De quince leguas.

—Si señor.

—Vaya, señor Fuentes; y qué tal? ya vi sus versos de usted; yo no merezco tanto: amigo es usted muy bondadoso.

—¡Mis versos! dijo Fuentes abriendo los ojos y figurándose que se trataba de los versos que le había dado secretamente á María, en el día de campo.

—Sí, hombre, los sonetos que han arrojado esta noche, ¿no son de usted?

¡Ah! si señor, yo.

—Ya lo decía yo; bien conocí el estilo y la elevación, ó más bien dicho, mi María que es tan inteligente, es la que me hizo notar que los sonetos debían ser de usted.

—Señor Romero....

—Nada, nada de modestias, amigo; lo bueno siempre es bueno; y á la verdad es hermosísimo esto de Perla del arte de sinpar oriente ¡Oh! eso es magnifico; y el otro de Salud, rey de la escena Muy bien, amigo mío, muy bien; le envidio á usted su talento; yo en mi vida he podido hacer un verso.

—Pero en cambio sabe usted decirlos.

—¡Ay amigo! el estudio, catorce años de pisar....

En este momento salió María.

Todos se pusieron en pié.

Don Gervasio hizo la presentación.

El poeta Fuentes le tendió la mano á su amiga.

—¡Oh! señor Fuentes, ¿usted por aquí?

—Aquí lo tienes, dijo Romero; ya lo felicité por los sonetos.

—Yo me supuse en el acto que eran de usted.

—Señorita....

Ya se deja entender que Fuentes, no cabía en sí de satisfacción.

Don Gervasio Miguel Romero del Campo siguió levantando la frente con orgullo, hasta el momento de revisar las cuentas en la contaduría del teatro.

XII. En el que el autor se permite una disgresión seria y de actualidad

El arte dramático es como el metal, destruye el molde en que se funde. Y no sabemos qué fatalidad sobre los actores, que los hace exhibirse de día bajo fases poco favorables en lo general para toda la larga familia que constituye la andante comiquería.

Es necesario conformarse con ver á los cómicos nada más sobre las tablas, porque si levantáis indiscretamente uno de los telones que los ocultan á la luz del sol, os sorprenderá la crónica escandalosa á pesar vuestro..

Cuando hemos levantado una punta de ese telón, guiados por nuestro prurito de estudiar las costumbres, nos ha faltado siempre tiempo para hacer bastantes apuntamientos, y estamos seguros de no haber penetrado todavía el misterio; pero con lo poco que hemos visto, hemos tenido lo bastante para escribir esta historia.

No se crea que animados por prevenciones personales, ó siquiera por motivos de antipatía, bosquejamos á algunos de nuestros personajes: muy al contrario, los actores nos simpatizan y nunca dejamos de juzgarlos al través del mérito, que en sí tienen, de ponerse al frente de nuestro malestar y de nuestras horas tristes.

Habla muy alto en favor de la buena índole de los actores, el hecho de buscar otro juez que su conciencia.

Tienen otra recomendación: nos divierten.

Espontáneamente se encargan de hacerles llevadera la vida y menos fastidiosa á dos mil personas, aún cuando sea cada cierto número de horas.

Tienen este otro mérito.

Hacer voto de humildad al entrar al teatro; y aunque os aborrezcan, os estarán diciendo siempre que sois público benévolo, ilustrado, galante é inteligente, aún cuando esté muy reciente el recuerdo de una silba ó de un cojinazo.

Por encopetado que sea un actor, y aun cuando lo sea de cámara de S. M. ó di Cartello y esté condecorado, llegará un día en que os dirigirá frases tiernas, y hasta os confesará que ha derramado lágrimas, y os contará en estilo sublime muchas lástimas de esta especie por solo el vil interés de que vayais á su beneficio y paguéis el doble de lo que vale vuestro asiento, ú os manifestéis munífico, si podéis, porque es el día de recoger doble, entrando con esto los actores en el gremio de los guardafaroles y de los repartidores de los periódicos, que os piden el aguinaldo ó cualquiera otra propina; porque para el actor el beneficio no es más que la gran propina en el día de abrir las manos ante la generosidad pública.

Por altivo, por orgulloso que sea un actor, por alto que esté, el público le hace las cuentas el día de su beneficio; y si el público es escaso, por todos los ámbitos del salón no se oye decir más que esta palabra con verdadero enternecimiento:—¡Pobre!

No es sin duda un beneficio el acto que esté más en armonía con la dignidad del hombre.

Desde el momento en que un sueldo ó una retribución pecuniaria se pone á merced de la generosidad ó de la vanidad del que la paga, el que la recibe queda humillado y muy abajo del favorecedor.

Somos enemigos de toda esclavitud y de toda humillación, una vez declarados partidarios de la libertad y de la dignidad humanas. Por esto deseamos que los actores tengan todos los beneficios imaginables, en pró de su prosperidad; pero de la contaduría para dentro y no á costa de ningún género de humillaciones.

El sentimiento que predomina en el público, en los beneficios, no es precisamente el entusiasmo por el beneficiado, sino la conmiseración.

Estamos seguros de que por poco delicados que sean los sentimientos de un actor, no arranca con la avidez del avaro las monedas que adornan un laurel verde, símbolo de gloria, sino que siente una tristeza secreta al recoger la dádiva, por mucho que lo saque de apuros.

El vil metal, rey del mundo y todo como es, está sentenciado por la dignidad del hombre á brindársele en montones de á veinte, alineados severamente sobre un mostrador ó metidos dentro de una grosera bolsa de pita.

Se le recibe dignamente cuando acabamos de poner nuestra firma en un papel sellado ó de cerrar un pacto legal; pero cuando os lo arrojan á los piés ú os lo dan en hojitas de laurel y ha precedido en los labios ó en la mente del dadivoso la palabra ¡pobre! no hacéis más que recibir lo que le sobra al rico y lo que os dan por lástima.

Hay algo más que notar acerca de esta apreciable familia de artistas, y es, que nadie habla tan mal de los actores como ellos mismos; y al contemplar la perpetua amargura en que viven, muchas veces nos hemos figurado que de la misma manera que el funámbulo logra relajar sus articulaciones y sus ligamentos en virtud de ciertos ejercicios difíciles, acaso el ejercicio de los afectos y de las pasiones relaja también las pasiones y los afectos en los actores.

La actriz que aparece sobre las tablas poseída de sublime indignación contra el vicio y que os hace gozar con el más bello conjunto de perfecciones morales, con la personificación de un sér modelo, de un tipo de virtud ó de heroísmo, posee tal vez una alma cuya depravación la pone muy lejos de sentir lo que dice.

La literatura dramática, asumiendo en frases precisas, en pensamientos claros, en acciones conmovedoras la expresión más genuina de la moral humana, lejos de edificar con el ejemplo á sus propios operarios, los prostituye; los hace degenerar individualmente.

Pocas actrices se salvan en este fatal naufragio, en el que parece ser un tributo indefectible la sensibilidad y las virtudes.

Nos parece notar no sabemos qué siniestra analogía entre el actor de malas costumbres y el fraile corrompido.

Parece que los actores se familiarizan con los preceptos de la moral, de la misma manera que los viejos sacristanes con los vasos sagrados.

La actriz empieza por llorar de veras, cuando en la escena llora á su madre muerta; como el sacristán empieza por arrodillarse ante los altares aún cuando no lo vea nadie; y la actriz acaba por reírse en el trance más serio, y el sacristán perdiendo primero los escrúpulos, después la veneración y al último el respeto á las cosas santas.

Compadecemos sinceramente al actor que en su larga carrera ha podido sacar ileso su corazón del fango de las tablas la costa de cuántas decepciones y de cuántas amarguras ha podido triunfar de sí mismo, ha podido resistir al pestilente contagio de la depravación de sus compañeros!

Á estos hijos del arte, prosélitos firmes de la moral, salud mil veces; ante ellos y por ellos pedimos para nuestra pluma el corte que tiende á tocar las llagas sociales, y pedimos el acierto en nuestras apreciaciones para poder arrojar el ridículo sobre los malos.

En el marasmo en que vive la sociedad actual, vemos salir de las sombras de la penuria á las hijas de la desgracia dirigiendo una mirada á la prostitución y otra al teatro; vemos algunas madres llevar á sus hijas á la contaduría del empresario para entablar la más inicua de las transacciones, el más repugnante de los contratos.

No quedaba en el tabuco de la miseria nada que vender, nada que enagenar; y un día una madre encuentra que las rosas do los quince años, las lineas de la pubertad, las sonrisas de la beldad pura y pobre, tienen un valor estimativo en el mercado humano.

¡Pero qué madre no tiembla ante la deformidad de esta idea siniestra! Conjura aquel sueño á pesar de las sugestiones de la desnudez y el hambre, y la virtud se repliega en los últimos atrincheramientos; pero un día encuentran madre é hija un cartel de teatro y tras del cartel unas cuantas monedas; entonces la horrible idea de vender las rosas del pudor se disfraza bajo esta forma: ala carrera artística.»

La solución está encontrada; la prostitución ha hallado una máscara; la conciencia ha hallado una palabra; la madre ha hallado un medio, y el empresario del teatro ha hallado un trozo más de carne humana para los lobos, los leones y los pollos de, las lunetas.

Un día, aquella madre y aquella hija se quedan pensativas sin saber por qué; están cosiendo las deslumbrantes ropas del teatro, y las lentejuelas brillan con un brillo satánico.

Están pensando en que aquella idea que las hizo estremecer algunos meses antes, aquella horrible idea de vender las rosas del pudor como la última joya, se ha realizado ya.

La hija tuvo que transigir con el empresario y se vistió de guerrero: se descubrió, llorando de vergüenza, sus virginales formas; era preciso hacerlo así, todas hacían lo mismo: la iniciada lloró sobre el primer girón de su pudor, tembló ante el público que la contemplaba con indiferencia, porque le parecía que el público no tenía ojos más que para verla; se colocaba atrás para cubrirse con sus compañeras, avezadas en la desvergonzada exhibición nocturna; y al caer el telón ocultó la cara entre las manos porque la habían visto ya, porque algunos caballeros la habían devorado al pasar entre bastidores, con miradas horriblemente amorosas.

Aquella zarzuela «La isla de San Balandrán» se repitió muchas noches; y la repetición amenguó el sacrificio, secó las lágrimas y apagó el bochorno.

Después hubo necesidad de hacer un papelito por el que daban cuatro pesos; el vestido era más insuficiente; y se entabló grave controversia sobre que no valía la pena de discutir algunas pulgadas de tela de más ó de menos.

Después recibió la figurante lecciones de baile; las cuadrillas son muy fáciles de aprender: la música se llama Can-can.

¡Extraño nombre!

Pagan más á las que bailan esas cuadrillas.

El director de baile previene á las parejas la manera con que han de mover las manos y la falda.

—El baile este tiene rarezas incomprensibles, piensa la figurante; ¿qué más da mover los brazos en tál ó cual sentido?

Caprichos del director.

El público aplaude mucho el Can-can; tenía razón el director: así se deben mover las manos y la falda.

—Ya sé bailar Can-can, exclama al fin satisfecha la figurante. Desde que lo aprendí tengo amantes que me obsequian. ¡Qué tonta fui al llorar la primera noche!

La horrible idea se ha realizado, las rosas del pudor ya desaparecieron con el hambre.

La idea aquella que hizo extremecer á la madre, se realizó; la prostitución dejó caer la máscara teatral, y lo que había pasado era precisamente lo que se había pretendido evitar; pero había sucedido tan poco á poco que se hizo todo sin apercibirse de ello.

Las rosas del pudor se habían deshojado completamente y los pétalos habían caído al fango uno á uno.

Por eso madre é hija se habían quedado pensativas como fascinadas con el brillo siniestro de las lentejuelas.

¡Pobre condición humana! Crea el ingenio en Grecia el teatro, elevan la£ naciones templos á la moral y á las buenas costumbres, y las sacerdotisas de esos templos, encargadas de mantener el fuego sacro, minan como sabandijas inmundas los cimientos del edificio donde se enseña á amar, á perdonar y á bendecir, y forman una cloaca al vicio y un foco á las infamias.

México está presenciando en estos días la más escandalosa de las decadencias. El teatro está muriendo en la disipación y en la crápula.

Aquí terminamos nuestra digresión para volver á Romero y á su señora.

XIII. El público y los beneficiados

Romero del Campo se preparó un beneficio para él y otro para María del Carmen apenas había dado algunas fundones.

Romero agotó los recursos de lo que él llamaba su dignidad de artista, para que el público ilustrado tuviera la bondad de hacer justicia á su mérito.

Mandó imprimir, sobre vitela, una docena de rimbombantes dedicatorias, con el carácter de exclusiva cada una de ellas: en vió una al comandante de las armas, otra al gobernador, otra al español más rico del comercio, y así las demás á las personas más notables y acomodadas.

En los carteles dedicó la función á los artesanos, á la guarnición, al comercio, á los españoles, á los potosinos, al bello sexo y al ayuntamiento.

Envió las localidades bajo cubierta y rotuladas á cuantas personas fueran capaces de hacer el sacrificio de ir al teatro por no hacer una descortesía; y cuantas localidades le devolvían otras tantas rotulaba de nuevo; pues como hombre de experiencia había comprado tres sobres para cada invitación.

—Es necesario moverse, decía ya fatigado de haberse movido tanto. En primer lugar, que hablen mucho los periódicos: rogar á los redactores que admitan mis párrafos en que pruebo con hechos que soy un artista nacional y que Taima será más antiguo pero no mejor que yo. Que los periodistas desquiten su luneta lo menos con ocho párrafos laudatorios y preventivos.

En segundo lugar, enviar las localidades, y si las devuelven, otra cubierta y á otro, hasta llenar la casa; y las últimas mandarlas á las siete de la noche para que no haya lugar á devolverlas.

No olvidar la música de viento.

Dos docenas de pichones.

Diez pesos de flores.

Seis clases de poesías arrojadizas, de diferentes autores.

—Pico, mira á N. para que vea á H, para que le ruegue á R. que escriba una poesía para mi beneficio. Corre la voz de que todo el teatro está tomado, y de que ya no se consiguen localidades por ningún precio. Pide al ayuntamiento permiso para colocar sillas en el patio.

—¡Pero si no se han vendido ni veinte boletos!

—¡Inocente! pidiendo esa licencia, el público se mueve; todos creen que ya no hay asientos y entonces es cuando á todos les ocurre tener asiento, porque mientras los hay no los piden.

—¡Ah! ya caigo.

—Eres bisoño; yo llevo catorce años de pisar las tablas y sé mover las teclas; y el público hace justicia á mi mérito, porque yo no pido más que justicia, ó me quito el nombre. El público tiene el deber de recompensar dignamente los afanes del arte, y yo soy un artista nacional con orgullo, porque le doy honor á la carrera, y levanto la frente, porque sé cumplir con mis deberes de artista caballerosamente y sin bajezas, ni farsas, ni humillaciones. Rotula, Pico, esos palcos.

—Espero pluma en ristre.

—Señor doctor don Luís....

—No es doctor.

—No le hace; y á este otro: Señor Licenciado….

—Ya caigo, dijo Pico; y al Coronel Señor General D....

—Eso es, hombre; no piensas en que por enseñar la cubierta no devuelven la localidad?

—Tienes mucha razón.

—Conozco á mi gente.

—Y yo no acabo de conocerte á tí, pensó Pico.

—Haz colocar mi retrato en el pórtico, tres días antes de la función.

—Y después de todo esto, ensayamos? preguntó Pico.

—No, ¡qué ensayar! lo primero es mover el beneficio, hacer ruido, embullar lo más que se pueda, porque es necesario que se haga justicia.

—Pero el drama va á salir detestable.

—Yo lo salvo, ya sabes que con mi aplomo....

—Sánchez no quiere hacer el papel.

—Suprimimos el papel.

—¡Pero hombre!

—¿Y qué importa un personaje más ó menos? No tiene más que medio pliego el papel.

—Pero ya está en el reparto.

—Pues que las palabras que debía decir Sánchez, las diga Salazar.

—Pero Salazar y Sánchez tienen un diálogo.....

—Vuélvelo monólogo.

—Es que pelean.

—No le hace, que riña Salazar consigo mismo.

—Y se baten.

—¿Se baten?

—Sí.

—Pues atájale al original, échale abajo todo eso, es muy pesado, no hace falta la escena, es una barbaridad del autor.

—Bueno, dijo Pico y agregó: dice el maquinista que no hay plaza de San Marcos.

—¿Pues qué hay?

—Nada más selva corta.

—Pues esa.

—Es que en el original dice «en esta plaza»

—Corríjelo y pon «en esta selva corta»

—Bueno; y no hay trajes más que para cuatro comparsas y tú pides doce.

—Por supuesto. ¿Cómo en una función de visualidad, en función de beneficio mío habían de salir cuatro comparsas?

—¿Pues cómo se visten?

—¿Hay cuatro trajes?

—Nada más.

—¿Son guerreros?

—Sí.

—¿De armadura?

—Sí.

—Pues los otros ocho de blusa; ahí debe haber ocho blusas coloradas.

—¿Pero en Venecia? ¡hombre!

—¡Qué sabe el público! el caso es que haya mucha gente y mucha visualidad sobre las tablas, que se me llene el foro, para que cuando yo salga con la bandera....

—Y á propósito ¿cómo es esa bandera?

—La bandera nacional.

—¿Tricolor?

—Sí, hombre, no ves que es función de beneficio y al verme empuñando la bandera y nacional, el público se entusiasma, porque le toco la fibra del patriotismo, y aplaude entonces vienen bien los versos y las coronas.

—No había caído en cuenta; quiere decir que no se hace la bandera como lo dice el autor.....

—No, hombre; ahí tenemos bandera, y en tratándose de bandera que entusiasme, pues la mexicana, chico, la bandera de mi querida patria.

—Sí, es cierto.

—Vas á ver qué beneficio, como yo acostumbro, espléndido, como para un hijo del país.

Pico obedeció fielmente á Romero.

—Es necesario, agregó éste, que yo interrumpa la representación en la escena aquella en que me presento con la bandera.

—¿Para qué?

.—Para leer mi poesía, para dirigirme al ilustrado público potosino y excitarlo á que premie mis afanes de artista nacional.

—¡Lástima de escena!

—¿Qué estás diciendo? ¡bárbaro!

—Que le quitas todo el efecto á la pieza.

—Tú no sabes nada, hijo mío, no tienes intuición dramática! no conoces los grandes efectos teatrales de visualidad y sensación: ese momento que tú crees precioso para la comedia, lo creo yo á propósito para dirigirme al público con mis versos; ya sabes que sé darles la entonación dramática y el brío necesario, y sobre todo, que con esos versos he arrancado siempre nutridos aplausos.

—Hazlo todo como quieras.;Ah! me pregunta el corneta-pistón qué clase de toque ha de dar por dentro cuando se anuncia el triunfo.

—¡Pues qué toque ha de ser, hombre! ¿Es de triunfo? pues diana.

—¿Pero en Venecia?

—Pero se trata del beneficio; y en mi beneficio todo lo nacional; ya sabes, yo amo á mi país sobre todo, y soy gloría del arte.

—¡Está bien, hombre! ¡está bien!

—Conque listos, á mover el beneficio, que no nos quepa la gente; mucha visualidad, mucha bullanga y mucha conciencia para el trabajo: á recoger laureles y pesetas.

Romero salió á la calle; á la puerta de su casa encontró una persona.

—Vaya usted con Dios, señor licenciado, ¿á dónde bueno? le dijo Romero.

—Al tribunal, señor Romero.

—¡Bien! y á propósito ¿ya tiene usted localidad?

—¿Para qué?

—¡Cómo para qué? para la gran función de mi beneficio.

—¿Cuándo?

—¡Hombre, licenciado, pues es usted el único que lo ignora en todo San Luís! ¿Cómo cuando? pasado mañana; yo mismo he rotulado la invitación de usted, porque ¿cómo había usted de faltar á mi función de gracia? ¡pues no faltaba más! No señor, los amigos por delante, señor licenciado; ¡ya verá usted qué función! ¡no se ha visto jamás en el teatro cosa igual, va á hacer época! Amigo, si yo sé mover las teclas y disponer una función monstruo de gran visualidad, de gran interés dramático, de gran mérito artístico y digna del ilustrado público.

—Pues tendré mucho gusto.

—Lo espero á usted sin falta.

—¡Bueno! allá nos veremos.

—Hasta pasado mañana, licenciado.

—¡Hola! señor Romero, ¿qué dice esa función? le dijo un español á Romero.

—En manos de ustedes los españoles, los hijos del Cid, los padres de la literatura dramática nacional, ustedes dirán, yo he dedicado mi función á los españoles; vamos á ver cómo se portan; yo no comprometo á nadie ni veo más interés que la gloria del arte y el crédito de cultura de que goza esta sociedad.

—¡Bueno, Romerote, bueno! por mi parte ya sabe usted que la tienda y el dueño están á sus órdenes. Véngase á tomar una copa de Jerez seco superior que acabamos de recibir de Tampico.

—¡Pero hombre!

—Nada, nada, á salud del beneficio.

Romero fué á tomar la copa de Jerez.

—Aquí está el beneficiado, dijo otro español.

—¿Qué hay, don Pancho? ¿qué tal?

—Aquí dándole; ¿y ese beneficio qué tal va?....

—Como en mano de los españoles; ya se deja entender que no habrá un asiento vacío pasado mañana; no por mí sino por la gloria del arte, y porque mi señora nació en la tierra de ustedes.

—No parece española.

—Pues no me cabe duda.

—Pues allá vamos á silbarle á usted, Romerote; llevaré á mis muchachos armados de pitos ó de llaves; ya tengo la mía, vea usted.

—Todavía no me sucede un percance de ese género; ¡Dios me libre! sobre que por eso me mato en el trabajo; soy esclavo del estudio y.... ya ustedes lo ven ¡qué servicio de escena! ¡qué visualidad!

—¡Ah! sí.... sí.... dijeron los españoles de la tienda.

—A su salú, Romero.

Y el patrón apuró su copa en unión de Romero y dé los otros amigos.

Romero siguió después haciéndose presente en todas partes y alborotando su beneficio hasta el momento de levantar el telón; saliéndole todo á pedir de boca y tal como se lo había figurado; aunque en el último resultado pecuniario sacó en limpio que más había sido el ruido que las nueces.

Tomo II

I. Isolina hace su primera salida de figurante

Como una compañía dramática que tiene burros propios está siempre, como hemos dicho ya, con el pié en el estribo, no sorprenderá al lector benévolo que desde San Luís Potosí nos traslademos á Toluca; máxime si el salto tiene el piadoso fin de no fatigar la atención, ni agotar la paciencia de quien nos lea, con la descripción de un nuevo viaje.

Después de mil trabajos y contratiempos, Pico é Isolina llegaron á Toluca para formar compañía bajo los auspicios de un señor empresario y actor que, como Romero del Campo, había recorrido casi todos los campos de la República.

Isolina encontró la ocasión propicia para ayudar al pobre de Pico en su precaria situación, y se contrató en la compañía.

El empresario no conocía á Isolina; pero puso su nombre en los programas contando con una figurante más.

Pico llegó al mesón donde lo esperaba Isolina, llevándole un traje de aldeana.

Desdoblaron entre ambos aquellas ropas ajadas, sucias y mal pergeñadas; é Isolina vió con tristeza aquellos extraños atavíos por el extraño contraste que hacían con la disposición de su espíritu.

Aquello era su primer sacrificio: engalanarse es grato siempre á la mujer, y suele ser esto hasta un lenitivo á sus dolores; pero verse obligada á ataviarse con un adefesio ó con un vestido ridículo, es, y ha sido siempre, el más penoso de los sacrificios para la mujer.

Isolina comprendía que aquellas ropas abigarradas le estarían muy mal, que á su palidez y á las hondas huellas de sufrimiento que habían alterado su semblante cuadrarían mal aquellos atavíos, y resultaría del conjunto la más grotesca y repugnante de las figuras.

Todo esto lo pensaba Isolina, en silencio por no disgustar á Pico, y se propuso al fin arreglar aquellos vestidos lo mejor que le fuera posible.

Cuando Pico volvió á salir de la habitación, Isolina se dedicó á arreglar su traje.

—¡Qué extraña es esta época de mi vida en la que voy á entrar disfrazada con estos atavíos! no parece sino que el mundo es una gran comedia en la que es preciso aceptar un papel, aun cuando éste no esté en armonía con nuestros sentimientos. ¡Qué hemos de hacer! repetía Isolina suspirando sin abandonar su trabajo; al menos en el fondo de mi conciencia, no se levanta la carcoma de las malas acciones; yo no he querido ser mala, he preferido el tormento y lo he sufrido estoicamente; esto me da valor para seguir luchando; Dios me protegerá.

Se acercaba el día de la función, Pico como no era más que el apuntador no tenía cuarto de vestirse en el foro, é Isolina debía vestirse en unión de las demás figurantes en un cuarto destinado para todas.

—Estamos mal, dijo Pico entrando, todos los cuartos están ocupados y no he podido conseguir uno para usted, Isolina; pero no hay que afligirse por eso, aquí se vestirá usted y cubierta convenientemente nos pasaremos al teatro.

—Está bien, dijo Isolina, tanto más cuanto que no sé lo que se debe hacer en estos casos.

—No tenga usted cuidado, yo seré su mentor, pues aunque en materia de teatro no creo saber tanto como mi grande y buen amigo Romerote, no por eso nos quedaremos sin saber qué hacer, y en tanto lo permita el pudor y se concilie con el respeto que á usted le profeso, concurriré á su toilette.

—¿Ya será hora?

—Sí, comenzaremos desde luego para tener tiempo de sobra.

Y diciendo esto Pico, sacó de un bulto que traía debajo del brazo, dos velas de estearina; las encendió, las colocó en dos botellas, y las puso á los lados de un pequeño espejo que iba á ser el tocador de Isolina; extendió una toalla sobre la mesa que estaba bajo el espejo, sacó su estuche de teatro que consistía en una caja con corchos quemados, pinceles, esponja, colorete, crepé, goma, alfileres, agujas y otras muchas menudencias.

—He ahí el tocador, querida Isolina, aquí están los útiles del arte; dentro de esta caja está la belleza de los artistas, y mientras el mundo viva de ilusiones y el público quede satisfecho con las apariencias, no hay miedo de parecer feo, trigueño ó descolorido: figurones he visto convertirse en Adonis con solo la ayuda de este estuche misterioso; mire usted, Isolina, esto se llama toalla de Vénus, esta es una de las drogas más asombrosas de la edad presente; con esta toalla, todas las mujeres son hermosas, y si ya lo son como usted, Isolina, ganan de todos modos.

—Pero yo ignoro la manera de usarla.

—Es muy sencillo.... ó mejor dicho, agregó Pico con cierta emoción, si usted quiere que yo....

—Al menos la primera lección.

—;Ah!... bueno, entonces la dejo á usted en libertad para hacer su toilette ordinario y después....

—Me acabo de lavar la cara.

—Entonces procedamos.

Y Pico, temblando á su pesar, pasó suavemente por la cara de Isolina la esponja impregnada de blanco.

Al través del albayalde asomaba el rubor de Isolina, y mientras cerraba los ojos, Pico la contemplaba con avidez.

En poco tiempo Isolina estuvo transformada y el mismo Pico se quedó abismado al contemplar tanta belleza.

Isolina tenía una estatura mediana, pero no pertenecía al gremio de las mujeres raquíticas y de angulosas formas; al contrario, Isolina era mórbida, con esa redondez de formas que sabe resistir á los embates del tiempo, que subsiste aún á pesar del enflaquecimiento.

Isolina tenía una cabellera magnífica y había acertado, después de algunas indicaciones de Pico, á peinarla de una manera graciosa y elegante; y como al emblanquecer el cútis se habían revelado más claramente las lineas de su rostro, la belleza de Isolina se había puesto de manifiesto una vez más á los ojos de Pico.

Las tintas rosadas que habían huido ya como para siempre, habían vuelto con el poder del afeite; la sombra de los párpados, esa sombra violada de que se rodean los ojos cuando se han derramado lágrimas por largo tiempo, había desaparecido, é Isolina aparecía rejuvenecida, rozagante y seductora.

Las ropas con que se había engalanado, se habían reformado también; el corpiño de terciopelo ajustaba el talle sin dejar pliegues ni fruncimientos; la enagua se plegaba naturalmente y caía con gracia, los encajes y los lazos estaban arreglados y limpios; y en todo, en fin, se notaba ese esmero prolijo, esa perfección de que están tan lejos las pobres figurantes destinadas por su propia incuria, y por su triste suerte, á ser el blanco de las sátiras del público.

La misma Isolina leyó en su espejo no sabemos qué halagos á su vanidad que se despertaba; y algunos de esos genios traviesos que velan en el retrete de las mujeres y recogen sus más íntimas confidencias; alguno de esos genios, decimos, acababa de dibujar una sonrisa en los labios de Isolina, sonrisa que en el teatro es esa gota de copal que las floristas, colocan sobre uno de los pétalos de la rosa que les pareció más bien acabada; pero en Isolina era la gota de rocío que la aurora deposita en la flor que acaba de abrirse; esa gota llamada aljófar, perla, brillante y no sabemos cuantas cosas más por los poetas, capaces siempre de darles tales nombres á las cosas, al grado de que ni las mismas cosas llegarán un día á conocerse por sus nombres.

Pico estaba arrobado, estático, con un mundo en la cabeza y otro en el corazón. Pico estaba recordando todo lo que había hecho por aquella mujer, y todo le parecía poco y ¡cosa rara! el amor de Pico había subido en grados como el termómetro expuesto al sol.

Tal es el prestigio de lo bello, que á falta de lo bello en la verdad, única parte donde se le encuentra, según Boileau, el hombre tiene una facilidad asombrosa para conformarse con lo bello en la mentira.

Testigo de este aserto era Pico, cuyo amor había crecido merced á un poco de albayalde y de colorete y á un mal traje de guardarropía.

Isolina se cubrió de nuevo con su traje ordinario y salió con Pico con dirección al teatro.

—Falta una figurante! estaba diciendo el segundo apunte.....

—Es la mujer de Pico, gritó una aldeana con voz chillona.

—¿No la conoce usted? preguntó otra figurante.

—No.

—Pues yo sí, ya la verá usted, no es fea pero nunca ha salido al teatro.

—¿No es la mujer del apuntador?

—Yo no sé si será su mujer; me lo supongo porque no me gusta quitar créditos, pero ello es que se da mucho tono.

—¿Es posible?

—Figúrese usted que no quiso venir á vestirse con nosotras.

—¿No quiso confundirse? ¡Adiós! si será alguna marquesa!

—Como si nosotros no fuésemos tan honradas como cualquiera.

—Pues ya se vé.

—No que porque una es del teatro, y a todos creen... ¡Ave María Purísima! como si no fuera una capaz de ser buena cuando quiere, aunque sea en un cuartel.

—Ya se vé.....

—Percances del oficio; si le digo á usted, compañera, que solo porque pagan tan mal la costura me he metido á cómica.

—Y yo también, figúreme usted, abandonada por mi marido; porque yo soy casada.

—¿Sí?

—Y con dos niños de mis pecados que me dan una guerra....

—¿Y donde se habrá vestido esa señora?

—En su casa.

—¡Jesús! qué pudor tan raro!

—Que quiere usted! nos tendrá horror.

—Pensará que somos animales raros.

—Déjela usted que venga y verá usted.

—Allí viene.

—¿Con Pico?

—Sí.

Pico efectivamente llegaba con Isolina.

—Recomiendo á usted mucho esta señora, comadre, dijo Pico dirigiéndose á una vieja.

—Compadrito, ¿qué anda usted haciendo?

—Aquí tiene usted esta señora que recomiendo á usted mucho; tenga usted la bondad de no abandonarla y de decirla lo que debe hacer en la escena.

—Está bien, compadre, será usted servido.

Pico tenía ya que bajar á la concha; Isolina se quedó en poder de la vieja que también estaba vestida de aldeana.

Un murmullo sordo, como el de un enjambre, se levantó entre las figurantes apenas se hubo separado Pico.

—Venga usted, mi alma, dijo á Isolina la vieja aldeana y la introdujo al cuarto del vestuario. ¿Ya viene usted vestida, no? hizo usted muy bien, porque esto está muy incómodo para ocho; pero paciencia, los mejores cuartos son para las actrices; como si nosotras por ser coristas y partes de por medio no fuéramos mujeres!

—Si le digo á usted, dijo otra aldeana, que el día menos pensado nos obligan á vestirnos en el cuarto de los mites.

—¡Dios nos libre!

—Pues solo eso nos falta.

—Le ayudaré á usted, mi alma, dijo la comadre de Pico; ¿cómo es su nombre de usted, mi vida?

—Isolina.

—¡Ah! Isolina, qué bonito nombre!

—Se llama Isolina, dijo una aldeana á otra, y de una en una lo supieron todas.

—¡Isolina! ¿y ustedes lo creen?

—Yo la verdad no.

—Yo he conocido personas que para entrar á la carrera se quitan el nombre, como si el teatro fuera una cosa deshonrosa.

—Cabal! y sin ir muy lejos, la primera dama de esta compañía no se llama como dice.

—¿No?

—Yo les contaré la historia.

Entretanto la comadre de Pico había despojado á Isolina de sus ropas exteriores.

—Este vestido no es del guardaropa, le dijo la comadre inmediatamente que vió á Isolina vestida de aldeana.

—Sí señora, es del guardaropa, sino que yo lo arreglé, casi lo hice de nuevo.

—Ya se vé, pues hizo usted muy mal.

—¿Porqué? preguntó Isolina sobresaltada,—En primer lugar, porque no es bueno singularizarse, porque cuando la vean á usted las demás, van á poner el grito en el cielo al considerarse menos que usted; yen segundo lugar, que al director no sé si le gustará que le cambien sus vestidos.

—Pero en todo caso, dijo Isolina, yo no he hecho más que arreglarlo.

—Sí, pero de un modo tal que parece otro; en fin, ya verá usted lo que son nuestras compañeras.

Llegó hasta Isolina un gran rumor que no pudo comprender, y se extremeció.

—Es que levantaron el telón, dijo la comadre.

Isolina se puso á temblar.

—No hay que tener miedo, mi alma, es necesario acostumbrarse; yo también temblaba antes; pero hoy ¡si viera usted con cuanta serenidad aguanto los ceceos!

—¿Los qué? preguntó Isolina.

—Los ceceos y las burlas, porque ha de saber usted que nosotras, (y usted también,) formamos un cuerpo, que en lo general es el punto débil de toda compañía; por buenas que sean nuestras compañeras, son tan feas y tan ridículas, que ya es una cosa sabida que no pasamos, así podíamos no hacer más que presentarnos, porque los cócoras parece que no tienen otra cosa de qué burlarse más que de nosotras.

Isolina había salido del cuarto y esperaba detrás de un bastidor la hora de su salida; pero sin separarse de la comadre de Pico.

Ya habían pasado algunas escenas, é Isolina se consolaba de que el tiempo fuera pasando sin llegar el momento de presentarse; pero de pronto sintió en el hombro una mano grosera, y oyó muy cerca de sí una voz aguardientosa y brusca que le dijo:—¡Fuera, fuera todas!

Las figurantes se precipitaron entre dos bastidores, é Isolina tuvo que salir.

Formáronse en ala; movimiento único que han aprendido todos los comparsas desde tiempo inmemorial, y que siguen ejecutando invariablemente á pesar de la propiedad escénica y del sentido común.

Isolina estaba deslumbrada y no se atrevía á fijar la vista en el público; se había quedado un poco atrás, pero sus compañeras la hicieron salir, aunque no de una manera muy cortés.

—¡Adiós I le dijo la más próxima, salga usted al frente; ¿ó cree usted que le pagan para quedarse atrás?

—Mira qué egoísta es la nueva; cómo se esconde.

—¡Pobre!

—¿Pobre? pobres de nosotras que somos las que estamos al frente; mira como se ríen los de aquella banca.

—Que empujen á la nueva, dijo una..

—Que la empujen, dijo la que seguía.

—Que salga usted, señora, le dijo otra á Isolina.

Isolina se colocó en el lugar en que le tocaba, y creyó percibir cierto rumor entre los concurrentes.

Efectivamente, aquel rumor se había levantado; pero era de admiración.

—¿Quién es aquélla?

—Una figurante nueva.

—¡Hola, hola! dijo un viejo concurrente; aquel trozo de carne me parece de contrabando.

—¡Es hermosísima! exclamó otro.

—¿Ya vió usted á la figurante?

—¿Cuál?

—La tercera.

—¡Hombre! ¿pero quién es?

—No sé.

—¿Es alguna actriz que ha tenido la humorada de salir de comparsa?

—Vale más que todas.

—Inclusas las damas principales.

Estas eran las palabras que se oían por todo el teatro.

Al caer el telón entraron al foro más de veinte personas, con el exclusivo objeto de ver de cerca á Isolina.

Pico desde la concha había previsto esto; pero por más que se apresuró á salir, cuando llegó al cuarto de las figurantes se lo encontró invadido por cuatro individuos.

Uno de ellos, el más intrépido, había tomado un asiento junto á Isolina.

Pico se acercó lo más que pudo.

La persona que hablaba con Isolina, era un joven que pasaba por el más calavera de la ciudad.

—¿Es usted nueva en la compañía? le estaba diciendo.

—Sí, señor, le contestó Isolina.

—¿Cómo se llama usted?

—Isolina.

—¡Qué lindo nombre! Ya se vé; una mujer tan hermosa como usted, no podía menos que tener un nombre tan simpático.

—¿Conque Isolina?

—Sí, señor.

—Y dónde vive usted?

—En mi casa, contestó Pico mirando fijamente al personaje, quien á su vez se cortó y se quedó viendo á Pico; pero reponiéndose bien pronto exclamó:

—¡Ah, muy bien! y volvió á emprender la conversación con Isolina.

—¿Y le gusta á usted el teatro?

Isolina no contestó porque estaba viendo venir una tempestad.

Otros tres caballeros se habían acercado para formar coro al rededor de Isolina.

—¡Mira qué brazos! dijo recio uno de aquellos calaveras, que no se atrevió á dirigirle la palabra á Isolina.

—¡Y qué pié! dijo otro.

—¡Y qué pecho! dijo el tercero, lanzando un grotesco suspiro.

—¡Caballeros! dijo Pico incomodado, ¿tienen ustedes la bondad de retirarse? éste es el cuarto de las señoras y lo han invadido ustedes sin consideración alguna.

—¿Quien es ese que nos regaña? dijo un valiente.

—Yo, contestó Pico levantando la cabeza; irguiéndose lo más que pudo.

—Si no pueden entrar aquí los hombres ¿por qué entró usted? dijo uno á Pico.

—Porque soy de la compañía y tengo derecho.

—Nosotros también, porque somos amigos del empresario.

—¿Qué sucede? dijo el primer galán presentándose en medio de un compacto grupo que se había formado ya en la puerta del cuarto.

—Es el señor Pico, gritó una figurante, que está echando á los señores.

—¡Cómo se entiende! ¿á mis amigos?

—Es un hombre grosero, dijo uno de los calaveras, no es capaz de verme la cara fuera de aquí.

—En todas partes, dijo Pico.

El calavera valiente se acercó á Pico, para decirle al oído una de esas frases que no son para escritas.

Pico contestó categóricamente.

—¡Vamos, vamos, señores! dijo el empresario, calma, no hay que alborotar.

—Es que yo no encuentro justificable ni digno de un hombre decente, venir á faltar al respeto á una señora, solo por el hecho de haberse presentado en escena. ¿Es acaso el teatro algún garito?

—Pico, suplico á usted que se modere, dijo el empresario.

—¿Qué sucede? preguntaban en los cuartos y por todas partes.

—Nada, qué ha de suceder, dijo una figurante, que la nueva ha venido á introducir el desorden.

—¿Quién es la escandalosa?

—La mujer de Pico.

—¡Vaya una pécora!

—¿Quién, la bonita?

—Sí, la misma.

—¿Pues si eso es la primera noche, qué se nos espera en lo sucesivo?

—Por ella no me he acabado de peinar.

—Invadieron el cuarto los hombres.

—¿Por qué no cerraste?

—Porque se metieron.

—Pero yo creo que ese señor Pico no es su marido.

—Sépalo Dios.

—Ella viene con él.

La comadre de Pico hablaba á la sazón con un señor de capa española, que estaba medio oculto tras de un bastidor.

La campanilla de prevención, vino á restablecer el orden en el foro, que iba convirtiéndose por momentos en una torre de Babel, en la que todos hablaban, pero sobre el mismo tema.

—Comadre, dijo Pico acercándose á la vieja figurante, no se separe usted de Isolina, y en el otro entreacto váyase usted con ella al cuarto del segundo galán, con quien ya me puse de acuerdo para que no deje entrar á nadie.

—No tenga usted cuidado, compadre, que no se volverá á repetir la escena anterior.

—Solo en usted fío, comadre.

—Y tiene usted razón, que yo sé muy bien guardar una prenda, y jure usted que Isolina es para mí ya una cosa sagrada.

Pico corrió para hundirse en las tablas y llegar pronto á la concha, porque ya iban á levantar el telón.

Siguió el segundo acto, en el cual Isolina tuvo necesidad de salir dos veces.

Los calaveras, sabiendo que Pico era el apuntador, se quedaron en el foro durante el acto, y á pesar de la vigilancia de la comadre de Pico, encontraron ocasión para hablar á Isolina.

—Es usted la mujer más linda que ha pisado el teatro.

—¿Es usted casada? le dijo otro.

—¡Ay! ¡qué bracitos tan redondos! le dijo otro al pasar.

Isolina se vió constantemente amagada por aquella nube de galanteadores de mal género; uno se le acercaba mucho bañándole con su aliento alcohólico; otro la pisaba suavemente un pié; el otro la espetaba una de esas flores que para una señora son un insulto; quien la convida á cenar, quien le ofrece un ponche, quien le pregunta donde vive, y todos, en fin, como si se hubiera tratado de un rey de burlas y no de una señora, le dirigieron palabras que la hicieron ruborizar, acabando por hacerla derramar lágrimas de amargura y humillación.

—¡Qué horrible es el teatro! decía interiormente Isolina; debe ser esto un foco de corrupción, una sentina de vicios, cuando los hombres decentes se permiten pasarlos límites de la decencia sin más antecedentes de mi persona, que el de figurar entre los comparsas.

—¿Qué serán entonces todas esas mujeres que me rodean? ¡Dios mío! dame fuerza para sufrir tanta humillación y tanta afrenta.

No le bastó á Isolina ni su dignidad, ni sus desdenes; ni sus severas respuestas para librarse de los calaveras; estos reían á cada contestación de Isolina y volvían á insistir en sus desvergonzadas pretensiones.

Terminó el segundo acto y al caer el telón la vieja cumplió su palabra, pero aquella fué una inútil precaución, pues los calaveras abandonaron el foro sabiendo que solo en los entreactos podían ser vigilados por Pico.

Solo el valiente permaneció allí, y cuando Pico pasó junto á él, le dijo algunas palabras en voz baja.

Pico entró al cuarto donde le esperaban Isolina y la comadre.

—Hemos hecho una barbaridad, exclamó Pico; bien hacía yo en resistirme tanto á que usted, Isolina, se presentara en las tablas.

—¡Yo no sabía lo que son las tablas! dijo Isolina con tono de profunda amargura.

—Usted no es para esto, y no volverá á suceder; yo trabajaré, que es lo que debe ser; pero usted, jamás!

—Si puede usted, compadre, hará usted muy bien, porque esto del teatro es muy penoso: á mí también me ha costado muchas lágrimas.

—Oiga usted, comadre, al terminar la pieza vuelve usted á venir á este cuarto, y aquí me esperan; podré tardarme un poco al acabar la función; pero no le hace, aquí me esperan.

Pico salió del cuarto y un momento después comenzó el tercer acto.

Apenas cayó el telón, Pico se sumió en la concha y salió al foro, buscó algo por todas partes, y cerca de la puerta de salida estaba el calavera valiente, quien al ver á Pico echó á andar y Pico le siguió.

En la puerta del teatro estaban los demás calaveras, quienes á su vez siguieron á Pico y á su contrario.

Cuando hubieron llegado á una calle solitaria, el calavera valiente se desató en denuestos é insultos contra Pico, quien midió con la vista el grupo y arremetió denodadamente contra su contrario.

Pico era nervioso y fuerte, y al segundo golpe su adversario había caído en tierra desangrándose de las narices.

Pico recibió por detrás un bastonazo y se lanzó entonces contra el grupo, emprendiendo denodada lucha contra el dueño del bastón hasta que logró quitárselo; entre tanto había recibido varios golpes en la cabeza, pero una vez dueño del palo, arremetió ciego de ira y con nuevo vigor contra los tres que lo agredían; acertó algunos golpes y recibió otros por la espalda; derribó á otro de sus adversarios, á quien asestó es un furibundo golpe en la cabeza; y defendiéndose y atacando con piés y manos iba ya á quedar completamente victorioso, cuando oyó cerca de sí la detonación de una pistola y se deslumbró con la luz de la pólvora; en seguida se sintió en el suelo recibiendo golpes en la cabeza y en el cuerpo.

Una patada que recibió en el estómago acabó de privarlo de conocimiento.

El ruido de los golpes y los gritos habían atraído ya al lugar del suceso á muchos de los concurrentes que salían del teatro; habían llegado dos guardas y la alarma se había difundido por las calles vecinas.

Ocurrió la autoridad, y dispuso que Pico fuese conducido á la cárcel, mientras que el que había provocado el lance fué detenido en la prefectura.

Pico volvió en sí al cabo de algún tiempo, y se sintió conducido en brazos de los guardas.

Lo primero en que pensó fué en Isolina, se puso á gritar suplicando que le permitieran pasar al teatro, pidió que llamaran al empresario, pretendió desasirse de los que lo conducían; pero sus desesperados esfuerzos no sirvieron sino para agotar todas sus fuerzas volviéndose á quedar sin conocimiento.

II. Isolina, la comadre de Pico y el de la capa

Apenas habían transcurrido algunos minutos después de haber caído el telón, Isolina empezó á alarmarse por la tardanza de Pico; pero á medida que el tiempo transcurría, Isolina se ponía más y más inquieta.

—No tenga usted cuidado, mi alma, le decía la vieja; usted no conoce el teatro, el señor Pico ha tenido necesidad de ir á la contaduría por su diario y por el volo de usted, pues si uno no anda listo en estos lances el día siguiente le van saliendo con que no hay dinero; usted no conoce todavía el teatro y por eso se alarma por esas cosas.

Entretanto, el teatro iba quedando á oscuras; pues los mozos, con una ligereza verdaderamente teatral, apagaban todas las luces.

—El teatro va quedándose solo y es preciso salir porque van á cerrar; pero no tenga usted cuidado, mi vida, nos iremos á casa en caso de que no encontremos á mi compadre en la puerta, donde es seguro que estará esperándonos.

Y diciendo esto apagó la vela del cuarto y salió con Isolina, cerrando el candado de la puerta.

Pico no estaba en la contaduría; ya no había nadie.

Solo un bulto negro se destacaba apenas entre las sombras.

Isolina caminaba asida del brazo de la vieja, y así atravesaron varias calles sombrías hasta llegar á una casa, cuya puerta se abrió á los primeros golpes.

La inquietud de Isolina iba en aumento á pesar de todos los consuelos de la vieja.

Diremos de ésta algunas palabras, por si el lector se interesase en conocer á esta buena comadre de Pico.

La vieja se llamaba doña Atanasia Ramírez; hacía veinte años que pertenecía al teatro.

De edad de nueve años hizo algunos papelitos, de esos que se confían á la hija de algún actor.

Doña Atanasia era hija del barba Ramírez. Á los catorce años fué bailarina, á los diez y ocho hizo algunos papeles de poca importancia, después hizo algunos primeros papeles de dama, sin éxito; y precozmente fué característica: pero un ataque de asma la privó de la voz, y llevaba algunos años de no ser más que figurante.

Isolina estaba ya desecha en lágrimas, y doña Atanasia empezó á alarmarse seriamente.

No habían pasado muchas horas de ansiedad cuando se oyeron golpes á la puerta.

—¡Ahí está ya! exclamó la vieja; voy á abrirle.

Isolina quedó sola, y trascurrieron algunos minutos sin que se presentara Pico.

Al fin se oyeron pasos que se acercaban; Isolina respiró; pero fué para recibir una nueva impresión desagradable.

La persona que se acercaba no era Pico.

—Buenas noches, dijo el recien venido, que no era otro que el señor que, envuelto en una capa española, habíamos visto tras un bastidor hablando con doña Atanasia.

—Buenas noches, contestó apenas Isolina.

Era el señor de la capa un hombre como de cincuenta años, perfectamente aseado y vestido con un esmero no muy común en personas de su edad.

Sin ceremonia se sentó al lado de Isolina. Esta hizo un movimiento de disgusto.

—No se sorprenda usted, señorita, dijo el de la capa de la manera más agradable que pudo; yo visito á doña Atanasia generalmente después del teatro, porque suele prepararme cenas apetitosas, á las que soy muy aficionado.

Isolina guardó silencio.

—He tenido el gusto, continuó don Fernando, (que así se llamaba aquel señor); he tenido el gusto de ver á usted en el teatro; y como debe usted suponer, yo he sido uno de los que han admirado la hermosura de usted, que se ha hecho tanto más notable, cuanto que sus compañeras de usted son lo más original de las colecciones de feas que se conocen; y como por otra parte, en la clase de figurantes es tan raro encontrar personas de tanto mérito como usted, todo el público, sin excepción, se ha visto agradablemente sorprendido.

Isolina seguía guardando silencio.

—Y sin duda, dijo don Fernando después de una pausa y sin desanimarse, usted no ha pisado nunca las tablas, y debe haber sido para usted esto un penoso sacrificio.

—¡Muy grande, señor, inmenso!

—Yo lo creo, y me atrevo á esperar que renunciará usted á seguirse exhibiendo en lo sucesivo.

—Así lo creo.

—¿Y tiene usted familia?

Isolina no contestó.

—¿Es usted la mujer del señor Pico?

—No; señor.

—¡No! dijo don Fernando, no pudiendo contener una sonrisa de satisfacción. Entonces...

—Perdone usted que no le deje concluir, dijo Isolina con energía y resolución. Agradezco á usted como debo el interés que se sirve manifestar con respecto á mis asuntos; pero estoy tan mal prevenida con las personas que me hablan esta noche sin fórmula ninguna de presentación ni antecedente?, que creo de mi deber cerrar mis oídos y aparecer descortés, por no aparecer liviana; y usted, caballero, cuyas canas deben ser venerables, y cuya experiencia debe ser una luz, sírvase usted decirme: ¿qué es el teatro? ¿qué clase de lugar es ese, que basta pisarlo una vez para ver desaparecer á nuestro rededor todas las consideraciones sociales y hasta el respeto que en toda buena sociedad ha merecido siempre una señora? ¿Por quién se me ha tomado? ¿Acaso podrá pensarse que estoy resuelta á romper con todas las conveniencias sociales y con todas las trabas de la moral, solo por el hecho de haber pisado las tablas? ¿Qué son entonces las tablas, que hasta la ancianidad se desconoce á sí misma?

Dijo esto Isolina de una manera tan digna y tan resuelta, que don Fernando había acabado por oír las últimas palabras profundamente contrariado.

Pero don Fernando no era hombre que cejara en ninguna empresa á la primera dificultad, y procurando reponerse contestó:

—Efectivamente, es un error juzgar el teatro como lugar de corrupción, cuando su verdadero objeto es enseñar la moral con ejemplos prácticos; pero por desgracia nuestras sociedades modernas se han acostumbrado á ver el teatro de un modo de telón para afuera, y de otra manera muy distinta entre bastidores; y precisamente porque esa apreciación está tan generalizada, es por lo que me ha parecido doblemente interesante la situación de usted, quien, por motivos que no puedo alcanzar, se atreve á pisar las tablas sin el más remoto conocimiento de lo que este paso implica, tanto más cuanto que usted, señorita, por sus maneras y su aspecto revela pertenecer á otra clase de la sociedad, que no á la que, por desgracia, forma la mayoría de la gente de teatro.

—Celebro, caballero, que comience usted á hacerme justicia, porque entonces sabrá, usted respetarme y hacerse respetar á su vez.

—Nada pretendo, señorita, y protesto á usted que mi extraña visita á esta casa á la una de la noche es puramente casual.

Isolina había notado ya que doña Atanasia había desaparecido cerrando tras de sí la puerta.

—Sin embargo, continuó don Fernando, si en los límites de lo que un caballero puede ofrecer á una señora, encuentra usted que mi persona en algo puede serle á usted útil, estoy pronto á probarle que no me he equivocado al juzgar á usted, y que sabré respetarla y servirla sin interés alguno.

—Mil gracias, contestó solemnemente Isolina, pero en esta frase había toda la dignidad de una señora.

Sucedió un silencio solemne, en el cual la figura de Isolina creció á los ojos de don Fernando.

Durante este silencio, se oyó en el suelo de la pieza inmediata el ruido de una moneda de plata que se cae de las manos.

Aquel sonido argentino hizo estremecer interiormente á Isolina y á don Fernando.

Isolina se puso en pié en seguida.

Don Fernando dirigió una mirada de rencor hacia la puerta, y en seguida dijo con una gravedad de que hasta entonces no había usado.

—Estoy dispuesto á obedecer á usted, supuesto que hemos empezado á hacernos justicia; si quiere usted que me retire por que en ello la complazca, me despediré en el acto; pero si puedo prestarle algún servicio, como lo creo, espero sus órdenes.

Isolina reflexionó:

—La vieja sin conocerme me ha vendido: este señor ha venido aquí, engañándose también, y me parece que está avergonzado. Acaso él me libre de la vieja y por llevar adelante su pretendida caballerosidad me sirva desinteresadamente.

—Fiada en la palabra de usted, me atrevo á hacerle una súplica.

—He ofrecido obedecer á usted.

—Deseo saber dónde está el señor Pico y si su tardanza es el resultado de algún complot de que se me quiere hacer la víctima.

—Voy á satisfacer á usted con toda lealtad. El señor Pico no vendrá en toda la noche.

—¿Quiere decir que es cierto que he caído en un complot? ¿En donde está el señor Pico?

—El señor Pico, señorita, ha reñido con unos caballeros al salir del teatro y la autoridad ha....

—¡Preso! gritó Isolina, ¡preso! ¿y estará lastimado?

—Creo que sí.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! los intentos de los que me rodean son todavía más criminales de lo que parece. Querían asesinarlo y lo separan de mí, porque saben que es mi único amparo, mi única defensa, mi único amigo ¡Caballero! dijo Isolina con tono solemne; si es V. capaz todavía de hacer respetar sus canas, si ellas no encubren á un sér degradado y despreciable, sino á un hombre de corazón y de conciencia, ampáreme usted, ayúdeme, vamos á ver al señor Pico, tal vez se muere sin mis auxilios, ahora que es cuando más necesita de mí, ahora que debo pagarle algo de lo que le debo; vamos pronto, vamos á socorrer al señor Pico?

—He ofrecido obedecer á usted y la obedezco.

Todavía Isolina fijó una mirada significativa en don Fernando, se acordó que llevaba consigo el puñal que ya otra vez la había librado de la deshonra, y pensó:

—Como antes, seguiré teniendo fuerzas para resistir.

Isolina y don Fernando salieron de la habitación sin cuidarse de doña Atanasia.

Esta, al verlos salir, guardó silencio y cuando hubieron desaparecido, entró á la sala donde ardía aún la vela que había alumbrado la escena anterior. Contempló de hito en hito los asientos que habían ocupado Isolina y don Fernando y exclamó:

—¡Habráse visto cosa más rara! dejarme mi cena en el cuerpo sin decir oste ni moste! En todo caso, cenaré bien, aunque sola; siento deseos de devorar el pollo que aún se frie como si tal cosa....

—Después de todo, esta joven es extraordinaria; ¿pues no ha armado bonito alboroto, apenas se ha presentado? Ella no es cómica, eso sí que no, yo conozco á mi gente á tiro de ballesta, como se decía antes. Pico no es su marido ¡qué iba á hacer! Pobre Pico! Pero aquí hay algo gordo......

—Y el pobre de D, Fernando, que creía haber hecho presa gorda, y andará por ahí corriendo de ceca en meca entre si encuentran á Pico ó no lo encuentran; y todo sin cenar y con la bilis derramada.

—¿Qué sucederá? ellos de volver tienen; porque ¿qué habían de hacer en la calle teda la noche?

—Si vinieran acabando yo cenar, les dejaría la mesa puesta y me acostaría, porque á fe que necesito descansar, ya estoy vieja y las desveladas me irritan mucho la sangre y me traen el dolor.

Una criada andrajosa y medio dormida apareció en la puerta.

—¡Ah! exclamó doña Atanasia saliendo de sus cavilaciones; ¿ya está ese pollo? sírvemelo cuanto antes, que tengo un agujero en el estómago.

Doña Atanasia tomó la vela y siguió á la criada á la pieza inmediata, que era á la vez dormitorio y comedor.

La criada se presentó á poco trayendo un pollo frito y humeante en un plato.

—He aquí mi pollo colorado, muerto por una humorada de D. Fernando... y como yo no me puedo negar á nada de lo que exija de mí D. Fernando, por loa muchos favores que le debo, lo he obedecido en todo, (porque en todo caso yo no hecho más que obedecerlo,) y eso por estarle obligada que de otro modo, quién sabe.... porque en fin, todavía tiene uno conciencia y su temor al infierno; suya es toda la responsabilidad, así me lo dijo y yo estoy en mis trece.

Hecha esta salvedad, que doña Atanasia creyó muy provechosa para la tranquilidad de su conciencia, se puso á despedazar el pollo con los dedos y á chuparse los huesos.

Entretanto D. Fernando é Isolina habían andado varias calles, caminando siempre en silencio, hasta llegará un cuerpo de guardia de donde pasaron á inquirir el paradero de Pico, preguntando por él á la policía y en la prefectura; pero á tales horas y después dé consignado el herido al hospital, no había quien diera razón de él en los cuerpos del guardia.

Al fin pudieron averiguar que Pico se hallaba preso en el hospital y que no había orden de que se dejara entrar á aquellas horas, á persona alguna, á las salas de los enfermos.

Don Fernando, poniendo en juego su influencia y dirigiéndose á la autoridad competente, hubiera podido conseguir la orden que se necesitaba; pero no quería aparecer como actor en aquellas escenas, sino solo como simple acompañante desconocido de aquella señora atribulada.

D. Fernando gozaba de muy buena reputación y además era casado; de manera que sin dejar de aparecer galante con Isolina, obraba de manera de no comprometerse.

Al cabo de inútiles esfuerzos para lograr ver á Pico, don Fernando persuadió á Isolina de que debían volver á la casa de doña Atanasia.

Así lo hicieron, proponiéndose Isolina por su parte pasar en vela las pocas horas que faltaban para acabar la noche, é ir apenas amaneciera al hospital, para ver á Pico.

Don Fernando había empezado á ser sobrio en sus preguntas, é Isolina más y más reservada en sus respuestas; de manera que al llegar á la casa, don Fernando empezó á sentirse dispuesto á abandonar, por aquella noche al menos, su aventura galante, recogiéndose aún á tiempo para no inspirar sospechas.

III. En el que se ve que la carrera del teatro no es una senda de rosas

Isolina Pasó noche sentada, esperando la primera luz; doña Atanasia opinó por el descanso por el temor al asma, y don Fernando entró á su casa con el sigilo con que lo hacía todas las noches; sigilo que el viejo hipócrita hacía pasar por delicada atención á su familia.

Aquella velada estaba siendo para Isolina una recapitulación de todos los extraños acontecimientos de aquella noche, que entre las muchas y muy terribles que había pasado ya, le parecía la más memorable.

Cuando más absorta se encontraba, y su imaginación más distante de todos los objetos que la rodeaban, oyó claramente el gorgeo de una golondrina; la primera ave que saludaba á la aurora aquella mañana.

Vagó por los labios de Isolina una sonrisa, y dió gracias interiormente á aquella ave que le había avisado que ya podía salir; le pareció que la parlera golondrina era una amiga suya, que también había estado en vela tomando parte en su tribulación.

—Todavía tiene el cielo para mí aves que canten: todavía tengo esperanzas, ¡Gracias, Dios mío!

Isolina salió de la habitación sin esperar á doña Atanasia, y recordando el rumbo que había seguido y las calles que había andado en compañía de don Fernando, se dirigió al hospital, preguntó por el oficial de guardia y le pidió permiso para subir á la sala en donde se encontraba Pico.

El oficial, aunque acabado de despertar, abrió los ojos lo bastante para conocer que su interlocutora tenía muy buena presencia, y por lo que pudiera resultarle de provechoso se ofreció á acompañarla él mismo.

Un enfermero le dijo á Isolina el número de la cama que ocupaba Pico.

Atravesó media sala, se paró frente al número y buscó en el informe monton de ropas que se levantaba de la cama, la cabeza de Pico; se acercó y pudo contemplarlo. Estaba dormido.

Isolina se detuvo sin hacer ruido y contemplaba, á pesar de la poca luz de la sala, la mortal palidez de Pico.

Permaneció de pié un largo rato, y después se hincó para percibir más claramente la respiración del enfermo.

Esta era lenta y regular; pero al cabo de un rato fué haciéndose gradualmente más rápida hasta convertirse en una especie de ansiedad.

Isolina fijó la vista en el semblante de Pico, y notó que sus cejas se contraían, como cuando se experimenta un intenso dolor; después sus labios se movían como queriendo articular palabras que pugnaban por salir; por último se movió todo el cuerpo del enfermo y exclamó: ¡Isolina, Isolina! ¡Ay!

Sus facciones volvieron á entrar en reposo, y la respiración volvió á regularizarse después de un prolongado suspiro.

—Piensa en mí, pensó Isolina. ¡Pobre Pico, no sabe que aquí estoy!

Volvió á agitarse la respiración de Pico, y al decir por segunda vez: «Isolina!» abrió los ojos y los clavó en ésta y se quedó inmóvil por un momento.

El sueño y la realidad estaban confundiéndose.

—Aquí estoy, señor Pico, dijo Isolina muy bajito.

—¡Ah! exclamó Pico fuertemente. Usted, usted, Isolina...... ¡Qué buena es usted....!

—¡Cómo no he de quererla!

Dos gruesas lágrimas asomaron á los ojos de Pico, lágrimas que recogió Isolina con la más cariñosa de las miradas, y luego poniendo su blanca mano sobre la frente de Pico, le dijo con tono cariñoso:

—¿No está usted de peligro?

—¿De peligro? no, ¡ca! qué peligro!

Un cobarde asesino, un mequetrefe de esos que quieren faltarle á usted al respeto, me disparó su revólver por detrás; pero es en el brazo, se apresuró á agregar, es en el brazo y saldrá la bala; parece, según me dijo el médico, que no interesó el hueso; pronto estaré bien. ¿Y usted, Isolina, ha permanecido en casa de doña Anastasia?

—Sí.

Isolina no quiso decirle á Pico que lo había buscado en la noche, por no verse obligada á decir que la había acompañado don Fernando.

El oficial apareció en la puerta de la sala, é hizo seña á Isolina de que debía retirarse.

—Yo estaré pendiente, solicitaré permiso desde luego para estar aquí lo más que sea posible, y lo curaré á usted personalmente.

—¡Gracias, Isolina, gracias! Pero que no la vea yo á usted aflijida; esto no es nada, tranquilícese usted y ya veremos lo que debemos hacer.

—Adiós, señor Pico, hasta luego; voy á volver muy pronto.

Pico sacó su mano izquierda y estrechó la de Isolina, quien se desprendió del enfermo pudiendo apenas contener su emoción.

Volvió á entrar á la casa de Dª Atanasia.

—¡Buena la ha hecho usted, mi vida! y yo que me levanté madrugando para acompañarla; ¡vaya! pues eso no está bueno, y la consecuencia antes que todo.

—Pero, señora.... murmuró Isolina; yo no quise molestar á usted.

—Y yo, sí me meto en sus asuntos de usted, es solo por la recomendación de mi compadre Pico, que por lo demás no me echo nada en la bolsa, que soy una pobre; pero á pesar de los años que uno tiene cada día ve uno cosas nuevas.

Isolina sufrió con tan heroica resignación aquella andanada, que doña Atanasia misma volvió sobre sus pasos y agregó:

—En fin, ya esto pasó y usted no tiene por qué mortificarse; esta es casa de usted y yo su servidora; voy á mandar que le den á usted el desayuno.

Y la vieja dejó á Isolina en la sala.

Á poco rato vino la criada andrajosa, trayendo una taza con chocolate.

—Vengo á hacerle á usted compañía, mi alma, porque yo ya me desayuné.

—Gracias, señora, yo no he venido más que á causarle á usted molestias y disgustos.

—¡No, qué disparate! vamos á hablar de otra cosa. ¿Qué le parece á usted el caballero que le acompañó á usted anoche? Es un hombre muy rico, tiene varias haciendas y es la persona más franca que conozco; sabe tirar el dinero como pocos, y eso sí, se da gusto.... hace bien, lo mismo haría yo; conque vamos á ver, ¿qué le ha parecido á usted?

—Señora.... si he de decir á usted la verdad, he estado tan impresionada con mi salida al teatro y me ha parecido todo lo que he visto tan raro, que no he podido fijarme en las personas….

—No, no, ésa no cuela, mi alma; vea usted mis canas; y ustedes las jovencitas no son las que me han de dar á mí cartilla.

—Si usted se empeña, debo decirlo en cuanto á ese caballero, que me parece que se ha equivocado al juzgarme, y esto consistirá probablemente en que me ha visto salir á las tablas.

—¿Có.... cómo se entiende? ¿conque usted cree que se ha equivocado don Fernando? Usted es la que se equivoca, don Fernando es un hombre de mucha experiencia, de mucho mundo y de mucha penetración; y si nó, vamos á ver ¿en qué cree usted que se ha equivocado?

—Quiero decir, le ha parecido que yo sería capaz....

—¿De corresponderá su cariño, iba usted á decir? pues bien, en eso no se ha equivocado.

—¡Cómo!

—La verdad,.

—Pero señora...

—Pero mi alma, usted se ha lanzado á la carrera del teatro, no sé si con dotes, porque no se puede decir nada todavía; pero en fin. Usted va á vivir del teatro; según sé, no tiene usted familia, y mi compadre Pico no es nada de usted; pues bien, con todos estos antecedentes no se necesita mucho ni poco mundo para comprender que algo va usted á hacer.

—¿Cómo qué? á trabajar honradamente.

—¡Hum! y á vivir de volo.

—¿Cómo de volo?

—Sí, ganando cuatro reales en cada noche de representación.

—¿Eso es lo qué gano?

—Nada más; de manera que con doce funciones en el mes, no puede usted mantenerse ni con maíz tostado.

—Coseré.

—¡La aguja! ¿y las máquinas de guelelegüilión? Es usted muy niña y está pensando todavía que las mujeres podemos vivir honradamente de nuestro trabajo; ya esos tiempos se acabaron, y hoy por hoy, si uno no se ingenia.

—Señora.... me moriré de hambre.

—Eso decimos todas al principio; pero cuando le empezamos á ver los cuernos al diablo de la miseria, entonces somos capaces de todo; y si no, aquí estoy yo, confesadora y comulgadora como pocas, y dizque orgullosita como ahora usted, y ni por esas. ¡Ay! he pasado unos ratos que le aseguro á usted que ya tengo adelantado mucho en alivio de mis pecados; pues créalo usted, mi alma, este teatro ha sido mi purgatorio, y solo así he podido vivir de él.

—Usted me desconsuela, señora, en vez de animarme para que tenga fuerzas para luchar.

—Yo soy así; yo la verdad por delante, que vale más pecar por avisado que por ignorante; y si hemos de hablar claro y vale darle á usted un buen consejo, no desdeñe usted á don Fernando y no le pesará.

—¡Jamás! dijo Isolina violentamente, y en seguida guardó silencio.

Doña Atanasia se la quedó viendo, y luego riéndose de una manera sardónica dejó á Isolina entregada de nuevo á su meditación.

Isolina acabó de cerciorarse de que estaba en poder de una mujer que quería venderla á toda costa.

—¡Es posible, exclamó, que mi destino me coloque á todas horas frente á la deshonra I ¿Qué genio infernal me lleva por esta senda, en la que no encuentro sino las odiosas ofertas de seres corrompidos? ¡Alí, no! no, mil veces; la muerte primero que avergonzarme de mí misma!

Apenas había acabado de formular esta resolución, cuando se presentó don Fernando.

Parecía otro hombre; Isolina creyó que tenía un aspecto distinto del que le notó en la noche.

D. Fernando iba irreprochablemente vestido, y sus ademanes eran de los más comedidos y exquisitos.

—Señorita, vuelvo tal vez á importunar la; pero es para traer á usted buenas noticias del herido.....

—¿Ha conseguido usted algo en su favor?

—No lo pongo en duda, y todo saldrá como usted lo desea; pero antes he creído necesario tener con usted una conferencia,—Si esa conferencia, contestó Isolina, ha de tener por objeto conseguir de mí algo que pugne con mis resoluciones, puede usted omitirla porque todo será inútil.

—Quiero solamente fijar el carácter que desde hoy voy á tener en los asuntos de usted. Yo no le ofrezco á usted más que mi amistad y mi amparo como caballero; usted está sola en el mundo, porque la persona que le hace á usted compañía, á lo poco que puede hacer por usted en virtud de su situación precaria, agrega una nota que francamente, obligará á muchos á faltarle á usted á las consideraciones que se merece.

—¿Se habla de mí? ¿Se habla de Pico? dijo Isolina sorprendida.

—No debe ocultársele á usted que sabiendo todos que Pico no es su marido de usted....

—Debe ser entonces mi amante ¿no es cierto?

—Exactamente, y la mujer que tiene un amante, puede cambiarlo, supuesto que amar no es poseer definitivamente.

—Pico es muy pobre, es cierto, y no es mi marido ni mi amante, y sin embargo, nos ligan íntimamente el respeto y la gratitud.

—Yo no censuro la conducta de usted y solamente me atrevo á suponer que esa amistad, que yo también respeto, no excluye la mía que ofrezco á usted sinceramente.

—Bajo esa sola condición la acepto, porque no dudo (sin ser por esto vanidosa) que así como ha empezado usted á conocerme, habrá aprendido á respetarme.

—El respeto lo impone la virtud, Isolina, y yo me precio de ser justo. Ahora, ordene usted lo que guste.

Isolina se quedó pensativa.

—¿Vacila usted aún?

—Temería á mi vez ofender á usted si tal hiciera.

D. Fernando se había colocado ya en la posición única en que cabía con respecto á Isolina, á quien tranquilizó aquel nuevo triunfo de su dignidad, aún en medio de todas las demás contrariedades.

Convinieron amigablemente en que don Fernando pondría en juego toda su influencia, á fin de conseguir que Pico viniera á curarse á aquella casa; y siendo ésta la más vehemente aspiración de Isolina, D. Fernando no vaciló en asegurar el resultado, ofreciendo solemnemente dar en esto á Isolina, una prueba de su lealtad y desinteresado afecto.

Después de una ligera conferencia, don Fernando salió de la habitación.

Isolina experimentó cierto bienestar al encontrarse sola y pensando que acaso no se pasaría el día sin volver á ver á Pico.

—¡Pobre Pico! decía. ¡Cuánto ha sufrido ya por mí!!Ay! mi destino es inexorable; y hasta en aquello que rae es más grato, como su afecto, encuentro un fondo de amargura que me atormenta. Pico me ama, pero me ama con un amor profundo que en vano deseo sentir por él; su amor, y todos sus sacrificios por mí, lo hacen acreedor á toda mi gratitud, á mi más sincera estimación; pero pero Pico no es para mí el bello ideal del hombre, no puedo amarle como él me ama á mí, encuentro no sé qué barrera insuperable entre nosotros y me siento condenada á verlo sufrir sin esperanza.

Isolina volvió á quedarse profundamente abismada.

IV. Un joven audaz

Serían las diez de la mañana, cuando el ruido estrepitoso de unas pisadas y algunas risas vinieron á sacar á Isolina de su enagenamiento.

Al levantar la cabeza encontró que entraban á la sala tres caballeros.

Eran los mismos que en la noche anterior la habían visitado en el foro.

—Buenos días, interesante Isolina, dijo uno de ellos.

—Buenos días, dijeron los otros.

—Venimos á ver si ya no está usted tan enojada con nosotros.

—Anoche estaba usted algo indispuesta,—Es natural, dijo otro, no estando usted acostumbrada....

El primero de los jóvenes que se había dirigido á Isolina, acababa de arrimar su silla con ese modo particular del que va á emprender una conversación íntima.

Isolina se levantó de su asiento.

—¡Caballero! exclamó con reposada dignidad, esta no es mi casa, mi he autorizado á nadie para que me visite; y no habiendo tenido el honor de que ustedes me hayan sido presentados, me creo excusada de recibir á ustedes y de hacerles los honores de la casa.

Y diciendo esto, Isolina hizo un movimiento con la cabeza y se dirigió á la puerta.

El joven calavera iba á detenerla, pero una mirada de desprecio por parte de Isolina, lo contuvo á su vez.

—¿Saben ustedes, dijo el joven, que ésta chica es más orgullosa de lo que parece?

—Y en el fondo tiene razón.

—Ya éste va á moralizar.

—No, á ser también orgulloso.

—¡Hombre!

—Sí: éste que la echa de calaverón cree que todas las mujeres se mueren por él; y lo que es en esta vez, me alegro del desaíre que nos han corrido, solo para que aprendas á respetar un poco á las mujeres.

—:Está bien, papá, dijo el calavera con orejas coloradas.

—Mira qué bonito papel estamos haciendo; á no ser que tengas tan poca delicadeza que te propongas á tirar la puerta para seguir á Isolina, hasta donde esté, en cuyo caso te abandonaré en tu empresa, en la que me parece que has empezado por hacer fiasco.

—Eso crees tú porque eres un candoroso; pero yo conozco á la gente de teatro y éstas que se manifiestan altivas, son las que caen más pronto; ya lo verás, tendré muy breve el placer de que cenemos juntos.

—No será tan contentos como nuestro compañero que recibió la bolea más bien dada que yo he visto.

—Ya se ve que no, porque ese señor de las boleas, ya está á buen recaudo y tiene con su herida que esperarse lo menos dos meses, para dar la segunda bolea, si es que queda útil.

—De todos modos, me parece que por aquí no haces nada, y que obrando prudentemente debemos retirarnos, para no exponernos á nuevos desaires y contratiempos.

—El que no tenga valor ni voluntad para seguirme, que dé un paso á retaguardia, dijo el joven calavera con aire de matón; yo seguiré solo y les probará que una comparsa como ésta, no es la que á mí me ha de poner la ley.

—¿Qué sucede, qué sucede? dijo doña Atanasia entrando; ¿qué gritos son esos en mi casa? ¡Ave María Purísima! ¡si aquí está toda la chorcha! ¡todo el cocorismo del teatro! ¡Dios nos saque con bien!

—Venga usted acá, mamá Atanasia, exclamó el joven calavera; usted que es una persona de tantas agallas y de tanto fuco va Á resolver esta cuestión.

—¿Qué cuestión? vamos á ver.

—Estos caballeros se han empeñado en disuadirme de que enamore á Isolina.

—Hacen bien.

—¡Bravo! ¡bravo! dijeron los otros dos jóvenes.

—Calma, señores, todavía no canten victoria.

—¿Y por qué hacen bien, mamá Atanasia?

—Porque esa joven tiene dueño.

—¡Bueno! dijeron los dos jóvenes.

—Silencio, señores, se prohíben los comentarios en las galerías; ¿ó no conocen ustedes el reglamento del congreso? ¿Conque tiene dueño, mamá Atanasia?

—Sí que tiene y oiga usted pudiente, contestó la vieja haciendo una medita con el índice y el pulgar de la mano derecha.

—Es que yo no la pretendo como propietario, sino como suplente.

—¡Ah! pues entonces me parece más difícil.

—¡Bravo, bravo! dijeron los jóvenes; estás derrotado.

—¿Y quién es ese pudiente, mamá Atanasia?

—;Oh! ese es mi secreto; yo estoy metida en esto solo por consideraciones á una persona á quien no puedo negarle nada; y no debo vender sus secretos ni divulgar sus cosas.

—Pues vea usted, mamá Atanasia, me parece que yo también puedo hacerme acreedor á consideraciones de peso, y entonces usted que es tan considerada y tan discreta, me ayudará á conseguir esta suplencia, cueste lo que costare.

—Vea usted la verdad no cuente usted conmigo.

—Bueno, así va bien, doña Atanasia, dijo uno de los jóvenes.

Las orejas del joven calavera, estaban ya literalmente congestionadas.

—No sea usted cruel, doña Atanasia, agregó uno de los jóvenes; Isolina le va á corresponder á Alberto en el momento en que le vea las orejas.

—Tengo calor, repuso Alberto, que así se llamaba el joven calavera.

—¡Ay! qué calor! ¡Ay! qué calor!.... cantaron sus amigos.

—Es el caso, mamá Atanasia, que usted y yo hemos de arreglar hoy este asunto.

—Por arreglado, dijo la vieja.

—¿Cómo?

—Que no habrá nadá.

—Me quitaba yo el nombre.

—Me va usted á obligar á que hable claro.

—Eso es lo que quiero.

—Usted no debe enamorar á esa joven.

—¿Por qué?

—Porque tiene un amante.

—¿Quién es?

—¿Lo digo?

—Sí.

—¿Me guarda usted secreto?

—Palabra....

—Pues es....

—Vamos, mamá Atanasia, ¿quién es por fin?

—Pues es D. Fernando.

—¿Mi tío?

—¡El juez! dijo un joven.

—¡Don Fernando! repitió el otro y agregó: pues ahora sí, chico, me parece que no nos resta más que tomar los sombreros y marcharnos con la música.

—¡Qué poco me conocen ustedes! dijo Alberto á pesar de estar conociendo interiormente que en realidad aquel asunto iba siendo más y más difícil. En fin, continuó, me parece muy bien que ustedes tomen sus sombreros y me dejen en paz; que en cuanto á mí, ahora es cuando esta historia empieza á interesarme formalmente.

—No seas necio, vámonos.

—No, y mil veces no; váyanse ustedes.—Pues entonces, adiós, adiós, doña Atanasia.

Y los jóvenes salieron.

—¿Conque es posible que mi tío esté arreglado?

—Sí, hijo mío, sí, pero cuidado con descubrirme.

—¡Mi tío eh! viejo hipócrita, santurrón, ¡y parece que no sabe quebrar un plato! Pues ahora me empeño doblemente, ahora es cuando hablo de veras, ahora es cuando voy á hacer todo cuanto pueda, hasta arruinarme si es preciso, por jugarle á mi tío una mala pasada y vengarme.

—¿Vengarse? ¿pero de qué?

—¿Cómo de qué? de que mi tío, ¿ya lo ve usted tan santurrón y tan callado? pues la pobre de su mujer está loca, loca por las pesadumbres que este viejo rabo verde le ha dado con sus amoríos y sus escándalos.

—¿Conque está loca su mujer?

—Sí; mamá Atanasia, loca por la mala conducta del viejo.

—¡Y tan bonita!

—Y tan buena. Pero no es eso lo que á mí me atañe, sino que este pícaro á quien yo no sé qué le ven las mujeres, me quitó una chica, sí señor, me la quitó de la noche á la mañana, sin poderlo evitar.

—I Cómo! ¿es posible?

—¡Vaya! figúrese usted que estando yo en grande, una mañanita, sin antecedentes ni sospechas de ninguna clase, desapareció la chica como por encanto, y á los dos meses de buscarla, vamos resultando conque la niña estaba en la hacienda de mi tío. El muy bribón finjió un recado de mi parte y se llevó á mi amor á su hacienda sin decir á nadie nada; y lo peor es, que luego pretendió hacerme creer que me había hecho un señalado favor, favor de padre porque conocía que me estaba yo perdiendo, y que todo lo había hecho por mi bien.

—¿Conque es posible?

—Ya verá usted, mamá Atanasia, que el tío me la debe y que estoy en mi derecho para hacerle una cosa por el estilo.

—¡Pero Alberto!

—Nada, nada de dificultades, mamá Atanasia; ya sabe usted que cuando digo por aquí, no hay poder humano que me haga retroceder; sobre todo, no pretendo sinó la segunda plaza, me conformo con la suplencia.

—¡Ay Alberto! me asusta usted y no debe ignorar cuántos servicios le debo á don Fernando, que por él no me he muerto de hambre, que por él tengo colocación, y yo no quiero portarme mal.

—Salva usted su responsabilidad;bah! bonita usted para no saber manejar negocios de esta clase.

—Es que....

—Vamos, mamá Atanasia, por lo pronto guarde esa amarilla y hablemos más despacio.

—Pues váyase usted, hijito, que nada tarda en venir don Fernando, dijo la vieja echándose en el seno la onza de oro que le dió Alberto.

—Adiós, mamá Atanasia. ¡Ahí agregó volviéndose, cuando vea yo esa macetita de albahaca en la ventana, puedo entrar; si usted quiere que no encuentre aquí á mi tío, quítela, y adiós.

—¡Qué malo es usted, Alberto!

—Qué viva es usted, mamá Atanasia!

Doña Atanasia cuando se vió sola se llevó la mano al estómago, donde á la sazón estaba sintiendo lo frío de la onza de oro, y exclamó:

—Es necesario transigir con este Alberto, porque es un loco de atar y es capaz de hacer cien barbaridades.

V. En el que se ve cuan apreciable es un hombre que «es así»

En la tarde de ese mismo día se presentó Pico en la casa de doña Atanasia.

Isolina, al ver á Pico, pensó en don Fernando.

Un favor tiene siempre un prestigio irresistible en las almas bien organizadas; Isolina sintió por don Fernando un arranque de legítima gratitud.

Pico por su parte, no cesaba de pensar en que sin el auxilio de una mano poderosa no habría salido del hospital de presos en todo el tiempo de su convalecencia.

Esto produjo naturalmente una aclaración y de la aclaración resultó que Pico é Isolina convinieran en que debían vivir eternamente reconocidos al señor don Fernando.

Este por su parte, no creyó prudente, por lo pronto, hacer ostensibles sus favores, y gratificando generosamente á doña Atanasia le ministró los fondos necesarios para que hospedase en su casa dignamente á Isolina y á Pico, sin que éstos se apercibieran de la mano que los protegía.

Doña Atanasia, que era mujer de buenas entendederas, puso en planta, sin pérdida de tiempo, sus más bien combinados planes.

—Conque sea en hora buena, compadre: y qué buen susto nos ha dado usted! pero á Dios gracias yo tengo buena sombra y los que á mí se acogen siempre encuentran buen arrimo.

—Le estamos á usted muy agradecidos, señora, y no sabemos cómo le pagaremos tantos favores.

—¡Quién habla de paga! ¡pues no faltaba más! hoy por tí y mañana por mí, y en esta vida nos necesitamos todos; yo soy muy pobre, es cierto, pero hay frijolitos y buena voluntad; compadre, ya me conoce usted que yo tengo el corazón en las manos, y el dinero es lo de menos cuando se trata de la amistad.

—Pero sin embargo, dijo Pico, no debemos serle á usted gravosos, ni causarle incomodidades y molestias.

—Vamos, compadre, ¡qué anda usted ahí con delicadezas! ¡entre nosotros!.... ya he dicho que soy una pobre, porque, figúrese usted que lo que nos dan en el teatro no alcanza ni para pagar la casa, y si no fuera porque tengo mis luchas, yo no sé qué hubiera sido de mí.

—¿Todavía hace usted negocios, comadre?

—Sí, compadre, y eso me ha valido; eché escrúpulos á un lado y me puse á revolotear mi dinerito: pero eso sí, nada más con un real en el peso, yo no soy como esas personas que sacrifican á los aflijidos y hasta dos reales se dejan pedir; yo no, pues cuando más el real; de manera que si usted necesita algo fuera de la asistencia, puede usted pedir, porque la asistencia yo se la doy pobremente, pero nada cobro, que al fin es de amistad; conque si usted se anima, pondremos la obligación en papel sellado y eso por pura fórmula; y ¿en quién mejor que en usted, compadre, puedo emplear mis medios? al fin que de eso vivo.

—Pues acepto, pero con una condición.

—Veamos cual es esa condición, compadre.

—¿Usted es sola?

—Nada más con mi criada, ya lo ve usted; conque decía usted......

—Que usted es sola y supuesto que vamos á vivir juntos, quiero ser yo el que haga todos los gastos de la casa; me abre usted una cuenta, á la que agrega usted los réditos.

—No tengo inconveniente, yo soy muy partida y por eso no pelearemos; desde hoy apunto y usted pide con confianza, y así, ni usted recibe favor, ni se mortifica, ni yo me aprieto las manos dudando si les gustó ó no les gustó Me parece muy bien, compadre.

Doña Atanasia preparaba el equitativo aumento de sus fondos, recibiendo el importe de gastos de mano de D, Fernando y teniendo el derecho de cobrárselos con réditos á su querido compadre.

En cuanto á D. Fernando, debemos dar al lector algunos pormenores, pues no debe pasar desapercibido un tipo, del que por desgracia deberá conocer algunos ejemplares.

En el compartimiento del cráneo de don Fernando un frenólogo había encontrado ya, á primera vista, esta gran división: predominio de las pasiones sobre la razón.

El frenólogo había acertado, porque don Fernando era hombre de historia.

En primer lugar fué buen mozo.

Tenía las cejas pobladas y la mirada penetrante, prominente la parte anterior de la cabeza, la frente plana, aunque despejada, y en sus labios vagaba siempre una sonrisa de amabilidad interminable, fija, estereotipada; sonrisa como la que sostienen en lo general las personas de mucho trato social.

El juego de la fisonomía de D. Fernando tenía cierta flexibilidad cómica, que acababa de hacer de él una persona de cierto atractivo para el bello sexo: tenía, en suma, eso que por tener tal vez muchos nombres, no se le dá más que éste:

El no sé qué.

—No sé qué tiene este don Fernando, decía alguna vez una señora, que todas las mujeres lo quieren.

—Don Fernando, decía una mamá, no es precisamente un hombre irresistible, no es un Adonis, no es un Fausto, pero tiene no sé qué.

Alguna de sus víctimas decía:

—No sé qué ha tenido para mí don Fernando, porque á pesar de todo no puedo aborrecerlo.

—¿Qué le has visto á ese hombre? preguntaba una señorita a su amiga, reprendiéndola severamente.

—¡No sé qué! contestaba la interpelada.

Ese ¡no sé qué! es un amuleto, que si lo vendieran hoy los droguistas, como vendían antes las brujas y las gitanas primores de esta especie, no serían los pedidos los que escasearían en la plaza; pero don Fernando era de los muy pocos que lo tenían, y nadie sabía donde lo había comprado.

Don Femando se casó muy joven, pero cuando se casó ya su corazón no le pertenecía.

No sabemos, ni el mismo don Fernando lo sabe todavía, por qué se casó; ello es que pidió á una joven el día que menos lo pensaban todos, y como don Fernando era hombre de recursos, el matrimonio se hizo por vapor.

Hubo quien pensara que con aquel paso don Fernando iba á sentar la cabeza; otros compadecieron de todo corazón á la novia, y algunos más avisados presagiaron un largo drama en muchos cuadros.

Estos acertaron.

El cuadro primero fué éste: la noche de la boda se perdió el novio; pero pareció al tercero día. Nadie llegó á explicarse aquel misterio.

Ya se deja entender que la novia vio venir el drama desde que se corrió el telón, y que la luna de miel se convirtió en tiempo de aguas.

Un día, día de veranito doméstico, en el que había indicios de que el horizonte seguiría despejándose, resultó que don Fernando que era muy caritativo con los pobres, recogió un huerfanito.

Seguía lloviendo; no hubo tal verano.

Y luego no sabemos qué negocio tuvo don Fernando, que iba y venía, y ó se escondía en su casa ó se escondía en otra parte; el negocio era con un individuo que por más señas era juez de lo criminal, y por fin dijeron algunos que aquello le había costado á don Fernando mucho dinero; y luego si tal persona había salido de la población violentamente, y si con dinero baila ó no baila el perro, y si el tal don Fernando era perdida cosa, y no sabemos cuantos cuentos más se circulaban entre la gente ociosa, que parece que no tiene más ocupación que estar fiscalizando las operaciones de los demás.

Don Fernando era muy buen sujeto; ¡lástima que fuera tan alegrón!

Él mismo lo confesaba; porque entre sus virtudes tenía ésta, que generalmente tienen todos:

Era muy franco.

—Yo no bebo, decía, yo no juego, yo no robo: mi único defecto es que me gustan todas.

¡Dios lo libre á V., lector de esos D. Fernando que le cuentan á usted ingenuamente, con franqueza, que su único defecto consiste en ser enamorados!

Estos amorosos varones, que para confesarle á usted ese defecto empiezan por abrogarse bondadosamente muchas virtudes negativas, como no beber, no jugar, no robar, etc.; esos Aquiles son vulnerables por el talón, empiezan por tener, en el solo defecto que le confiesan á usted, todos los defectos imaginables.

Don Fernando había aceptado de plano esta calificación que él mismo no tenía embarazo en aplicarse: muy enamorado.

Á estos muy enamorados no se atreven á llamarlos las gentes por su nombre propio; nadie les dice pillo á secas; algunos les dicen con cierta sonrisita maliciosa; ¡maldito! pero con la misma intención con que una coqueta le dice á un atrevido ¡pícaro! otros les llaman afortunados; y solo los adoloridos encuentran los epítetos propios, porque entre sus numerosas relaciones tiene muchos conocidos que lo saludan, y que sin embargo tienen su derecho expedito para llamar á don Fernando ¡infame, prostituido, mal caballero! y otras cosas no menos graves; pero don Fernando ha pasado treinta y tantos años de su vida entregado al amor.

Muchos, y entre ellos el autor de este libro, nos hemos preguntado: ¿de qué magnitud serían los placeres de don Fernando cuando los había comprado con tantos disgustos y á costa de tantas manchas indelebles?

Desde el momento en que don Fernando había dicho: yo soy así, había cerrado con esas tres palabras, como con tres candados, la puerta á toda retentiva y á toda sugestión moral.

El hombre gasta el rico tesoro de la razón hasta en esta extravagancia: obrar sin razón.

Al hombre le estorba su conciencia algunas veces, y allí donde ya no encuentra justificación, ni lógica, interpone el porque si, ó el yo soy así; y sigue su camino echándose á la espalda el morral de su conciencia sin cuidarse de lo pesado del fardo.

Don Fernando era así.

Por lo demás, era un hombre como todos.

Y como tenía dinero, lo había podido poner en la puerta de la cárcel y en la puerta de la infamia sin acercarse á esos lugares.

Hasta había quien creyera que no era tan malo. Otros amigos suyos que comían á su mesa y que lo conocían exclamaban:

—Es más lo que calumnian á don Fernando, que lo que es en realidad. Es cierto que ha sido alegrón; pero nada más.

Con menos alegrías de las de don Fernando se llenan de pobres las cárceles todos los días.

—Una de las cosas que le afean á don Fernando es ésta, decía uno de sus defensores. Figúrense ustedes que estaba enamorado de una joven, de cuya virtud no podríamos dar pruebas fehacientes; pero el hecho fué que la chica se tuvo firme y puso este dilema: «ó casaca ó nones» ¿Qué les parece á ustedes que hizo don Fernando.

—¿Qué hizo? vamos á ver.

—Disfrazó á su cochero de juez del registro civil, tomó una casa para simular una oficina, repartió papeles de escribiente y de testigos á algunos amigos, llevó á la muchacha á firmar el contrato, pagó en su presencia los derechos, sacó el certificado y tuvimos después un bailecito de lo mejor que se ha visto; por supuesto que las donas fueron como de don Fernando.

—¿Y después? preguntó uno.

—Se aclaró todo á los seis meses; don Fernando resultó casado y hubo un escándalo terrible; le costó mucho dinero pero todo se compuso.

—¡Qué maldito! exclamó uno.

—Don Fernando es así, exclamó otro como encontrando una razón toral.

—¡Cosas de don Fernando! dijo el tercero sin apercibirse de su salida de pié de banco.

Á ninguno de aquellos amigos de don Fernando, le ocurrió que burlarla fé sagrada donde guarda su honra una mujer, es una infamia; nadie pensó que es indigno y vergonzoso dar una palabra falsa; nadie objetó que no vale un capricho inmundo lo que vale el porvenir de una mujer honrada, que no tiene más delito que purgar que ser hermosa, ni más parte en su desgracia que no creer que un personaje respetado en la sociedad pueda ser un bandido.

Los amigos de don Fernando eran clementes de la mejor buena fé del mundo.

Pero por don Fernando se habían derramado muchas lágrimas; por don Fernando sufrían muchos inocentes.

En la época en que tuvieron lugar estos acontecimientos, ya la mujer de don Fernando estaba tranquila; hacía mucho tiempo que no lloraba: comía bien, dormía bien, no molestaba ya á su marido ni le reñía; al contrario, reía con mucha frecuencia.

Estaba loca.

No se había podido morir, á pesar de haber contraído una enfermedad del corazón.

Don Fernando pagaba el médico con mucha puntualidad, y cuidaba de no hacerle ni ruido á la loca.

Era un buen sujeto don Fernando.

Á Isolina no le había sido antipático, y tan luego como don Fernando cambió de táctica para con ella, empezó á olvidar aquella primera falta.

—Es natural! pensaba Isolina, me creyó una mujer de teatro y se permitió pero tan luego como me ha conocido, confesando su error, ha cambiado completamente.

Como don Femando tenía tanta práctica en amores, decía que solo había dos clases de asuntos amorosos; á saber: asuntos de espacio y asuntos de prisa.

Rectificadas sus posiciones, había conocido que lo de Isolina era negocio de espacio y que era preciso empezar por Pico.

Pico ya estaba en su poder, ó en poder de doña Atanasia que era lo mismo.

Doña Atanasia había formado su banco de socorros con la suma de las propinas de don Fernando, por quien; como ella decía, era capaz de dar los ojos de la cara.

VI. Milagros de amor

Por lo visto, Isolina había entrado al mundo con mal pié, y la razón era esta:

Tenía, buena cara.

Si las mujeres al venir al mundo pasaran antes por un almacén en donde se vendiera experiencia, y después por otro donde se vendieran caras, habían de titubear mucho para decidirse por una cara bonita.

La naturaleza matiza, no tan caprichosamente como suele creerse, estas flores del vergel de la vida que se llaman mujeres; pues tiene el tino de criar feas para guardar las últimas gotas del néctar de la virtud, que se va escaseando tanto cada día.

No hay leyenda humana que no empiece por esto: Una cara bonita.

Después de ese precedente ya hay cauce para la cascada de los acontecimientos posteriores.

La mayor parte de las desgracias de la mujer, vienen de allí; ó de otro modo:

Casi todas las mujeres muy desgraciadas han sido muy bonitas.

Una mujer bonita tiene siempre este funesto prestigio.

Nos parece la única, no es cambiable ni sustituíble para nosotros, y la perseguimos á muerte.

D. Pepe García el cacique había pensado así al conocer á Guadalupe, hoy Isolina; Pico había pensado así al enamorarse de Isolina.

La primera dama había adivinado algo de lo que pensaban los hombres, y había aborrecido á Isolina.

Los jóvenes audaces que la camelaron brutalmente la noche de su debut, pensaron así también.

El joven que había persistido, á pesar de su tío y de todo, era de la misma opinión.

Y por último, don Fernando, á pesar de todos los gustos que se había dado y de lo gris de sus cabellos, pensaba que no había visto mujer más encantadora que Isolina.

Isolina, de la misma manera que el que defiende su bolsa con su puñal, se presentaba en el mundo defendiendo su hermosura con su virtud.

Y una trabilla humana la esperaba en plena canícula á la orilla del lodazal de los vicios, sin maldita la aprensión de todo lo bueno y sin más razón que ésta:

Isolina era hermosísima.

Por nuestra parte, temerosos de que nuestra insuficiencia en el grave y difícil estudio moral de las costumbres, nos haga incurrir en la monotonía é induzca al benévolo lector á bostezar ante nuestros pobres libros, no insistimos en seguir paso á paso las huellas de nuestros personajes, sino que una vez conocidos moralmente, los exhibimos solo cuando los encontramos en determinados predicamentos que pongan de relieve sus rasgos característicos.

Así, pues, pasaremos en silencio los días de la convalecencia de Pico, hasta el momento en que vamos á volver á encontrarlo en íntimas pláticas con Isolina.

—¿En qué piensa usted, Pico? le preguntaba una tarde Isolina al convaleciente apuntador.

—En que cada vez que quiero hablar, se me atora una palabra. Decididamente el idioma está plagado de muchas palabras que son un verdadero estorbo.

—¿Y qué palabra es esa?

—¿No se reirá V. de mí, Isolina, si la digo?

—No.

—Pues es la palabra usted. Yo no he visto dos amantes sobre la escena hablándose de usted, si se aman mucho; y yo á la verdad soy de la misma opinión de los autores dramáticos, porque si viera usted, Isolina, qué incompatible me parece esta palabra cuando la hablo á usted de mí, cuando pretendo decirla lo que siento!

—¿Es posible? preguntó Isolina cariñosamente.

—Tanto, contestó Pico, que si me permitiera usted suprimir esa palabra, estoy seguro de que yo explicaría mejor lo que quiero decir y creo que solo hasta entonces llegaría usted á comprender lo que la quiero. Vaya otra prueba de que esto es cierto: cuando hablo solo.

—¿Habla usted solo, Pico? interrumpió Isolina.

—Si, muchas veces, siempre que puedo.

—¿Y qué habla usted?

—¿Lo digo?

—Si, Pico, si eso le consuela usted.

—Pues bien, cuando hablo solo digo así: yo te amo, Isolina, tú eres mi luz, eres mi vida, eres.... eso es lo que digo.

Á Pico le estaba temblando la voz y casi no pudo acabar de hablar; pero haciendo un gran esfuerzo para continuar solo pudo agregar estas palabras:

—Y eso lo digo, porque lo siento así.

—¿Será posible que no pueda usted amarme solo como á una amiga?

—¡Ay! exclamó Pico, nos hemos desviado de la cuestión, se trataba de que permitiera usted suprimir el usted: esto sería un gran consuelo para mí, y por otra parte nuestra amistad tal vez se prestaría menos á comentarios desfavorables por parte del público, porque podrían creer que somos parientes, mientras que esa palabra en nuestros labios desde luego suscita esta idea: «no son marido y mujer» y empezando por afirmar esto, acaban por sospechar de nosotros.

—Tiene usted razón, Pico, nuestra posición es difícil y no está en nuestra mano evitar que nos censuren; pero usted es mi familia, usted es el único lazo que me une con la sociedad, y le debo á usted tanto, que jamás podré abandonarle ni ser con usted ingrata.

—¡Ah Isolina! cada vez que me dirije usted esas palabras consoladoras, siento que renazco de mis cenizas como un pájaro fabuloso que se llama Fénix, y no solo renazco, sino que cobro nuevo vigor y nuevo espíritu.

—Es usted muy bueno, Pico, y me quiere usted más de lo que merezco.

—¿Más? ¡ahí no... usted merece que se la adore, usted merece un amor, no el de Pico el ex-bruja, el ex-militar y el apuntador de la compañía; usted merece el amor de un grande hombre porque vale usted mucho. ¡Ah¡pero no por eso había de ser ese amor más grande que el mío. ¿Quiere usted saber cómo es mi amor, Isolina? Quieres...—¿Suprimo el usted?

—Sí.

—¿Quieres saberlo, Isolina adorada? pues oye. Tú eres una encarnación hechicera de todo lo que de más poético y espiritual hay en el mundo... Yo te diré á mi modo lo que siento, lo que me haces sentir y lo que pienso de tí constantemente.

—Tú existes, Isolina, en muchas cosas de las que me rodean; por ejemplo, en las flores, y estoy seguro que en el aroma de la madreselva y de los jazmines hay algo de tu alma. Ayer lo estaba sintiendo, ayer lo averigüé. ¿Ves estas flores?

Y Pico señaló unas flores que estaban en un vaso.

—Ayer, continuó, aspiraba con delicia su aroma y en ese aroma estabas tú, estaba tu nombre, estaba tu aliento por eso las besé una y mil veces. Sí, Isolina, tú existes para mí en muchas partes, y cuando veo el cielo, cuando alumbran las estrellas, siento como un resto de tus miradas, porque tú tienes en los ojos un no sé qué de estrella que no puedo explicar.

—Ayer... yo no sé porqué he sentido tanto ayer que estabas en todas partes... Mira... si yo supiera hacer versos, ya te habría escrito un tomo, especialmente para decirte lo que pensaba ayer.

—¿Qué pensabas? le preguntó Isolina, quien ya tenía su mano enlazada entre las de Pico.

—Se iba oscureciendo después de haber lucido una de las tardes más hermosas que he visto; ya te acuerdas, estaba yo en la ventana. Á medida que iba acabando la luz, me parecía que tú ibas cerrando los ojos, y cuando fué de noche, aún tuve que contener mi aliento para no despertarte; me pareció que estabas dormida.

Si los reflejos del alma tienen el prestigio de modificar los semblantes, no vacilamos en asegurar que en aquellos momentos Pico estaba hermoso.

La misma Isolina encontró en su rostro no sabemos qué de grande, no sabemos qué de profundamente tierno.

La mirada de Pico se fundió magnéticamente en la de Isolina y los dos la sostuvieron por largo tiempo.

—¿Dónde has aprendido á amar? preguntó Isolina después de un largo silencio.

—Solo en tus ojos.

—¿Solo en mis ojos?

—Sí.... pues ni en mi cuna, porque mi madre me dejó muy niño. Después creí amar á una mujer, pero era yo militar y la amé á paso de carga, hasta que nos dispersamos. No recogí las municiones, todo se perdió, y después, después nada; nadie en mi camino, en el teatro no se puede amar; desde la concha se ve todo desarticulado, todo incoherente: el amor huye de los bastidores, como perro en barrio ageno; allí no hay nada.

—I Ay! qué horrible es el teatro! yo me lo figuraba de otro modo.

—El teatro no es horrible, ni el arte, lo que es horrible son los cómicos.

—Y con todo... estamos condenados á vivir en esa atmósfera, á comer ese pan.

—Tú no, Isolina, tú no volverás á trabajar; no volverás á pisar las tablas.

—Al contrario, Pico, al contrario. Ya he tomado mi resolución, y en todos estos días en que tan largas horas he pasado á tu cabecera velando tu sueño, he tomado mi partido. Escucha, á mi vez voy á decirte lo que he pensado íntimamente.

—Habla, Isolina, tu voz me enagena y tus ideas me regeneran; habla, porque de tus labios no pueden salir más que consuelos; ya sabes que te pareces á las flores; ya te lo dije.

—¡Qué bueno eres! Pues bien, en primer lugar he concentrado mis recuerdos, he procurado acordarme de los muchos libros que leí en la casa de mis padres, me he puesto á pensar en el teatro y en tí, y me he dicho:

—El destino me ha colocado en esta senda en la cual está Pico; y yo no debo abandonarlo. La mujer está condenada injustamente por la sociedad á ser una entidad consumidora, sin más títulos que su hermosura y su amor; y al pensar esto he sentido revelarse mi orgullo, y me he propuesto regenerar mi condición de mujer; yo no quiero ser un fardo inútil, ni un estuche de ilusiones; quiero entrar en el goce de mi individualidad independiente; quiero emanciparme de la odioso tutela de los hombres, y figurar como una entidad libre; Pico, yo quiero ser artista.

—¡Isolina! exclamó Pico, ¿tú, Isolina?

—Sí.

—¿Tú en las tablas?

—Sí; quiero probar que se puede pisar ese recinto sin doblar la frente; quiero hacerme respetar en las tablas; quiero imponer la ley de mi dignidad y de mi honra á la caterva crapulosa que rodea á las cómicas; quiero probar que el arte es noble, que la carrera es gloriosa, que la mujer que quiere ser honesta y que sabe apreciarse, pasa sobre todas esas miserias, sobre todas esas pasiones inmundas de las tablas y del vestuario; yo probaré todo eso porque siento en mí que puedo probarlo, yo no sé si podré ser actriz, no sé á qué grado de perfección podré aspirar; pero sí estoy segura de que sabré conservar mi dignidad sin mancha.

Pico, para quien Isolina iba tomando cada día proporciones más gigantescas, escuchó absorto aquel arranque de Isolina, que le pareció sublime.

Isolina había corroborado en medio de sus muchas secretas meditaciones, el amor, el grande amor de Pico; éste por su parte estaba efectivamente regenerándose por el amor, y este amor irradiaba de Isolina como de un foco luminoso.

Entre todos los milagros, los del amor son los más dignos del estudio del filósofo.

El amor es un regenerador espiritual, capaz de trastornar el mundo; el amor es la perfección y es la vida moral.

Solo el que no sabe aprovecharse de ese soplo vivífico es el que lo convierte en llave de placeres vulgares.

Pero si el amor se engendra en seres bien organizados, en quienes exista el germen de la ambición de algo grande; entonces el amor es un agente poderoso que erije figuras colosales que se levantan del lodazal de las pasiones comunes.

Así, pues, Isolina amaba á Pico, habiendo sido la base de este amor la gratitud y la salvación de la honra.

Pico no era para Isolina el bello ideal ni mucho menos; pero la unía á él un lazo sagrado: la gratitud; tenía pruebas de su adhesión, y existía la unión moral apoyada en este cimiento sólido y seguro: el respeto mutuo.

Para el público, para la sociedad, para el vulgo, Isolina y Pico eran la figurante y el apuntador. La una postulante de su propia hermosura en el mercado de los calaveras y de los viejos enfermos del alma.

Y Pico, el apuntador, ó sea un hombrecito ex-bruja, ex-militar y dado al diablo de la miseria en cuerpo y alma.

Pero para nosotros, los que conocemos la historia íntima de estos dos personajes, tienen muy distinta misión estas dos almas iluminadas en medio de un pelotón de comparsas con un foco de luz de arriba, que los destacará á nuestros ojos como las dos primeras figuras de un cuadro.

Don Fernando, avergonzado de su primera tentativa, sostuvo por amor propio su papel de amigo sincero, y esto era ya un resultado práctico del prestigio de Isolina.

Al rededor de un astro brillante no puede haber nubes negras, sinó nubecillas que reciban luz del astro mismo para formarle una orla luminosa.

Don Fernando fué conociendo poco á poco, y á pesar suyo, que Isolina era una mujer superior y á la que había que respetar; esto no obstante, don Fernando no se encontraba capaz de abandonar su empresa, por no sancionar su derrota.

VII. El populo bárbaro

Las funciones de la compañía dramática siguieron á pesar de la enfermedad de Pico.

El corrillo de las coristas devoró el suculento platillo de la crónica hasta chuparse los dedos.

Una pelona, la más relamida y decidora de aquellas beldades de cuarenta abriles, encanijadas y maldicientes, tenía la palabra.

La pelona tenía la lengua más viperina que se conoce, y era la que llevaba la batuta en todos los escandalosos chismes de bastidores.

—Ya sabrán de la figurante nuestra compañera; la dichosa Isolina.

—¿Qué ha sucedido? dijeron las demás brujas, casi en coro y como si aquella frase les hubiera sido dada por el traspunte.

¡Nada! qué ha de suceder?

Advertiremos de paso que aquella pelona que hablaba de todo y lo sabía todo, empezaba sus crónicas siempre con esta muletilla:

Nada.

De manera que empezó así:

—Nada ó casi nada, que la tal Isolina ha venido á introducir el desorden más espantoso en el teatro; en primer lugar con echársela de señora.

Aquí la pelona tosió de una manera particular y cómica.

Á la tos de la pelona, siguió una sonrisa del grupo.

Hé aquí una reputación derrumbada con una tos.

El saltimbanquis que sostiene en equilibrio en la punta de las narices una espada y un platillo que gira, no tiene más cuidado ni está más expuesto á perder el equilibrio, que una mujer hermosa obligada á sostener el platillo de su reputación, puesto en equilibrio hasta sobre sus pestañas.

Dejemos hablar á la pelona.

—Conque como iba diciendo, ya vieron ustedes á la santa; á la que vino á escandalizarse de nosotras.

—¿Conque se escandalizó de nosotras? preguntó una.

—¡Vaya! te vería á tí con Juan, dijo la pelona, y á mí con mi primo que es tan confianzudo y que tantos falsos me han levantado ya por él.

—Pues bien, como iba diciendo, la escrupulosa ya está arreglada, por eso no vuelve al teatro.

—¿Y con quién, mi alma? preguntó una prieta.

—No, nada, con nadie, con el señor don Fernando.

—¿Con D. Fernando el juez?

—¿Con el viejo?

—Con el viejo.

—¿Con el casado?

—Con el casado.

—¡Ay!... pero ya se ve, si la pobrecita de su mujer está loca.

—¡Conque tan pronto! exclamó una figurante enclavijando las manos.

—De estas que no comen miel, libre Dios nuestros panales, dijo la pelona canturreando.

—¿Y Pico? dijo otra soltando un carcajada.

—Vive á expensas de D. Fernando.

—No, no es cierto, dijo una tercera. Que lo diga doña Atanasia, ella le está pasando los alimentos por cuanto vos.

—Sí, pero en último resultado pagará don Fernando.

—Eso quién lo duda!

—Conque en resumidas cuentas, Pico vendió bien su mercancía en la primera noche?

—Pero qué ¿no será su marido?

—No, ¡qué marido! si le habla de usted!

—¡Ah! entonces era nada más empresario.

—¡Quién sabe!

—¿Y Alberto? dijo otra soltando este nuevo ingrediente en aquel guisado.

—¡Alberto! ese es un pico largo, contestó la pelona; ese está esperando que la fruta se sazone para cortarla.

—Don Fernando se encargará de eso.

—Ya se vé, porque lo que es Alberto no quita el dedo del renglón.

—No hablen de Alberto, que hay aquí quien se ponga colorada.

Efectivamente, una jovencita, la mejor de todas las figurantes, estaba en aquel momento hecha una escarlata.

—¿Qué tal, no lo dije?

—¡Ah! exclamó una de las figurantes encogiéndose de hombros, mientras más se vive más se vé; yo no creía que Rosa...

Una risa general circuló en el grupo, y la figurante que se había puesto colorada exclamó:

—Es que si yo me pongo colorada, no es por lo que ustedes creen, sino porque tengo mis razones.

—¡Ya se ve!

—Quiero decir, no es porque yo haya tenido amistad ni nada con Alberto, sino porque me indigna que hablen mal de una.

—¿Oiga? pues usted, mi vida, no es por cierto de las que tenga pepita en la lengua que para comerse al prójimo se pinta usted sola; dijo la pelona haciendo una rabieta y acentuando mucho sus palabras.

—Bueno, pero si critico, no es de cosas de honra.

—Rosa es una santa, insistió la pelona.

—Seré lo que usted quiera, pero no levanto falsos.

—Sobre que digo que usted es una santa....

—Vamos, vamos, que se acabe el pleito, que aquí viene doña Atanasia que nos podrá sacar de dudas.

—Buenos días, doña Atanasia, ya el director preguntó por usted.....

—Dame una silla que me vengo ahogando.

—¿Cómo se siente Pico? preguntó la pelona.

—Con los favores de Dios, vamos pasándola.

—¿Y su amiga de usted Isolina?

—Está bien.

—¿Y don Fernando?

—Vamos, niñas, que esas son cosas delicadas.

—¡Adiós! ¿qué tiene de particular preguntar por la salud de las gentes?

—¡Hum! murmuró doña Atanasia, ya te veo venir, pelona, eres la piel de Judas.

—Cuéntenos usted, doña Atanasia, ¿es cierto que Isolina quiere ser artista?

—¿Quién ha dicho eso?

—Dicen que le van á dar papel.

—¿Quién? ¿En dónde? ¡Muchachas de mis pecados! Son ustedes lo más mordaz que yo conozco.

—Todos lo dicen, porque según aseguran, don Fernando es el que le ha dicho á Isolina que tiene dotes, y quien le ha inspirado la idea de ponerse á estudiar.

—Pues saben ustedes más que yo.

—Es que usted no quiere decirlo, porque la salida de Isolina va á ser una sorpresa.

—No, muchachas, no sé nada positivamente; yo lo único que he visto es que la joven lee del día á la noche.

—¿Y qué lee?

—No lo sé; pero son libros que le ha llevado don Fernando.

—¿No lo dijimos? ciertos son los toros; ¡es eso, es eso, doña Atanasia! está estudiando para actriz; ¿y qué dice usted, podrá?

—¡Quién sabe, puede ser! Vds, mismas juzgarán por los años que llevan de teatro.

—¡Ay! lo que es por mi parte, le diré á usted, dijo la pelona, no he hecho más que algunos papelitos, y después de haberlos estudiado mucho ni siquiera me han aplaudido; ello es cierto que no han sido papeles de desempeño ni de efecto, pero en fin, cuando uno lo hace á conciencia, el público debe aplaudir.

—Lo que es eso, contestó la vieja, bueno fuera que el público hiciera siempre justicia; ¡bonito el público para meterse en eso! no, hijas, si el público es lo más incomprensible que yo conozco.

—¡Pero como Isolina es bonita! Es seguro que la aplaudirá, porque eso sí, las bonitas siempre caen en gracia, aun cuando lo hagan detestablemente como muchas que conozco.

—¿Y usted ha visto representar á Pico, doña Atanasia? preguntó la pelona; yo creo que en ciertos papeles ha de estar bien.

—Sí que lo he visto; y oigan ustedes, con una buena dirección mi compadre adelantaría mucho, tiene algunas cosas buenas.

—¿Y cuál es su cuerda?

—Mi compadre hace al, bajo cómico, y tiene sus papelitos que le salen perfectamente; como por ejemplo: el jardinero de los «Infieles,» en ese papelito está el pobre de mi compadre para comérselo.

—¡Ah! pues si ya sabe algo fácil será que Isolina haga su presentación.

Isolina, por espacio de muchos días, dio la materia abundante pábulo á la crónica de bastidores.

Aquella legión de hembras apergaminadas, que habían perdido, de buenos años atrás, á girones, su lozanía en los accidentes del foro; aquellas mariposas nocturnas, en cuya epidermis resinosa se cortaba el albayalde y se escurría el colorete, estaban nutridas con la hiel del bufón y con la ponzoña de la fea.

Esa importante transformación que se opera en la mujer cuando toma estado; esa segunda educación que depende casi siempre del marido, en las figurantes se había operado también; pero entre consuetas y traspuntes, entre galancetes y barbas, entre comediantas y teloneros.

Las figurantes, sin las dotes para llegar á la perfección del arte, habían tenido tiempo para dedicarse á la perfección de la chismografía.

No hay nada más incisivo que la envidia aclimatada en el corazón de una mujer fea. Y las figurantes, que nunca habían podido figurar en las regiones de la hermosura ni del talento, habían estado condenadas, casi toda su vida, á estar contemplando superioridades.

De aquí nacía su animadversión sistemática y su predisposición continua contra todo lo que se elevara sobre sus cabezas.

El ingreso de una dama á la compañía, tenía irremisiblemente por precio el abandonar su reputación al coro: el coro se encargaba, espontáneamente, de desmenuzar la historia íntima del nuevo personaje, de averiguar todas las poridades ocultas, de profundizar los más intrincados misterios y de esclarecer las más ligeras dudas.

La familia de Jano vive sin reserva entre los Argos del elenco; no hay intimidad del hogar que no se deje traslucir; la familia del actor no tiene eso que se llama el sagrado de la familia, porque las confidencias conyugales, las pláticas secretas, los menores detalles de su vida doméstica son espiados por la figurante, son adivinadas por la celosa chata, por la astuta pelona, por la lenguaraz Pepa, por la ordinaria Lola, ó por las dos viejas magras que llevan la batuta del escándalo.

Todo se sabe: y las paredes, los esconces, las previstas, los bastidores, los forillos y todo el brin pintado, que para el espectador es unas veces los muros de Zaragoza, las macizas bóvedas de una cripta ó la inmensidad del mar, para los actores son crespones transparentes, al través de los cuales no pueden ocultar lo que les pasa.

Isolina y Pico, D. Fernando y Alberto, habían pisado aquel palacio de la verdad, y tributarios de aquella ley formidable de la averiguación, de la sumaria, del escalpelo, ya no podían tener secretos para nadie.

Pico presentía algo de esto y se entristecía, En cuanto á Isolina, creía que sus confidencias comunicadas en el silencio del hogar, eran ese depósito sagrado que se confía á la discreción, y que no puede ser mancillado por la maledicencia ni por los indiferentes.

Don Fernando era capaz de medir el tamaño del escándalo pero don Fernando era así; hombre de firmes resoluciones en materia de amor, tenía la perseverancia del tonto, ó más bien esa persistencia del cuadrúpedo en el amor, puesta en el macho por la sabia naturaleza como garantía segura para la perpetuidad de las razas.

Don Fernando era todo pasiones, y le bastaba la elección para criar el deseo, y el deseo era en don Femando su fuerza motriz.

El cuerpo de figurantes y algunas figurantes sin cuerpo, podían atestiguar que don Fernando era hombre de empresa; la historia de los amores de don Fernando merecería un libro aparte, si ese libro quedara legible; la fortuna le había ayudado, y sus propiedades seguían de lejos la decadencia de las víctimas de amor.

Cuando don Fernando hablaba solo, que era con frecuencia, á no hacerlo tan por lo bajo, se le oiría pronunciar frases por este estilo:

Al acariciar á un niño:—¡Debía decirme papá!

Al saludar á una señora grande:—¡Parece increible!

Al presenciar un casamiento:—¡Pobre novio!

Al consolar á un marido:—¡Si supieras!

Al hacer un obsequio á una joven:—Dádivas quebrantan peñas!

Al ir á misa:—Allí están…

Al salir de misa:—No trae mi libro.

Casi para cada acto de la vida, tenía don Fernando un aparte.

Don Fernando aparecía todavía para algunos, como hombre caritativo y benéfico.

Había más de seis familias con estanquillo ó con sedería, establecidas por don Fernando. En el estanquillo ó en la sedería había una señora grande, alguna tía, una joven un poco pálida y un niño ó dos, huerfanitos los pobres, recogidos por aquellas buenas señoras: la mamá y la tía.

Petra, la criada aquella de la casa de don Fernando, ya arrastra cola, ya tiene puff y castaña, merced á las munificencias de su amo.

Á D. Fernán do, en fin, le bastaba emprender algo para salirse con la suya; y ¡oh desgracia! se había fijado en Isolina.

Era su principal enemigo.

Alberto era otra cosa.

Alberto se calificaba á sí mismo con el epíteto de joven audaz.

Alberto era muy elegante, era un buen mozo y como era rico, tenía todo ese aire de suficiencia que á los veinticinco años constituye el schic de la juventud actual.

Alberto hablaba con desparpajo y espetaba una barbaridad con el aplomo de un orador en un grupo de gente circunspecta.

Alberto iba á todas partes, comía en todas las fondas, tenía cuarto en hotel y además una casita por un suburbio de la ciudad; casita amueblada y sola, cuidada por una especie de parca ó Madre Celestina, que había sido nana de Alberto.

¿Para qué quería Alberto aquella casita?

Nadie lo sabía: eran cosas de Alberto.

La primera cualidad que Alberto tenía, según él mismo, era ésta: ser muy franco.

Era tan franco, que confesaba sin rubor todos sus vicios.

—Oye, le decía en el café á un amigo suyo: ya sabes que soy muy calavera, he gastado en dos meses más de tres mil pesos, pero eso sí, chico, ¡qué buenos gustos me he dado! me he pegado más de diez monas como una tranca; pero ya me estoy curando, mi medico me ha mandado unas píldoras, ¡mira!

Y sacó una gran caja de cápsulas.

—¡Cáspita! ¡caspitina! ¡qué píldoras tan grandes! le dijo su alelado compañero.

—Pero son magníficas.

—¿Y ahora á quién te dirijes?

—A la figurante, chico, á la figurante de la otra noche; ¡qué dices qué mujer tan linda!

—Yo no la vi, pero todos me han dicho....

—Figúrate que mi tío ya la emprendió.

—¿Don Fernando?

—Don Fernando.

—¿Y qué....

—Que no le hace caso.

—¿Y á tí?

—Mira, la cosa es difícil, pero ya tengo puestas mis redes. ¿Serás hombre de ayudarme?

—¿A qué?

—A que si no cae por bien....

—¿Un rapto?

—Sí, hombre, me gustan los raptos; siempre que me he robado una muchacha, me he sentido bien; figúrate nuestros caballos ensillados abajo del puente: dos criados armados hasta los dientes, yo con mi plaid de las aventuras, mi revólver y mi puñal, una vieja alerta, una ventanilla medio abierta, la noche oscura, algunos relámpagos, yo en atalaya, tú en la esquina, dos amigos más allá, da la hora ¡zas! golpe de audacia, obró el narcótico, avisa la vieja, entro como Hermán, como don Juan Tenorio y cargo con la prenda: ya sabes que tengo canilla.

II Por supuesto, interrumpió el amigo de Alberto que ya se había entusiasmado con el tablean; por supuesto que antes se ha figurado un pleito para quitar al guarda de la esquina.

—Por supuesto, ó se le ha cohechado.

—Y luego atraviesas las calles con tu preciosa carga y ¡cataplum! ¡á caballo!

—¡Figúrate, chico! y tú vigilando y los amigos avisados todos y listos y luego....

—¡Hombre! ¡magnífico! ¿sabes que está eso bueno?

—¡Mozo! gritó Arturo, una botella de Champagne. ¡Magnífico! ¡magnífico!

—Pero hombre, no seas bárbaro, si estás enfermo....

—No le hace, pero me he entusiasmado con Isolina. Bebamos á su salud.

—Bebamos ¡qué diablo! y cuenta conmigo.

Ese día logró Alberto, el joven audaz, pegarse la mona undécima.

VIII. Los pseudo-artistas

El señor don Fernando seguía siendo cosa muy buena, según Pico. Se había establecido esa amistad tranquila al parecer y que solo se ve entre los seres racionales, porque las fieras no se engañan, ni son capaces de la felonía ni de diplomacia.

Don Fernando acechaba su presa, con todo el aplomo de sus años y de sus profundos conocimientos en el arte de seducir.

Se hacía más amable cada día, más franco, más cordial, más buen chico.

Casi lo iba queriendo Isolina, y Pico lo quería ya.

Efectivamente, le había llevado á Isolina libros. Estos eran, un Arte poética, una Historia del teatro, un Arte de declamación Elementos de ideología, algunas tragedias y algunos tomos de la colección de Rivadeneira.

Pico é Isolina leían juntos aquellos libros, con esa fé, con esa dedicación de que son capaces dos personas que se aman y que, identificándose, van hacia un mismo rumbo.

Generalmente era Isolina quien leía en voz alta.

Isolina, sin saberlo, tenía puerta ya la planta en la región del arte dramático. Isolina podía ser actriz, porque Isolina era artista.

Estaba sobre el pedestal de las grandes celebridades.

Este pedestal tiene dos grandes piedra», fundamentales:

Saber leer.

Tener la intuición de lo bello.

Isolina sabía leer.

Isolina comprendía la estética.

Isolina podía ser actriz; lo era ya sin saberlo.

Un día leyendo una tragedia, fué dando poco á poco á su voz la elevación propia del proscenio; fué levantándose de su asiento, movida por los resortes secretos de la pasión; Isolina se había identificado con el personaje cuyas palabras estaba diciendo, y el sentimiento, coronando el pedestal de sus dotes, pudo elevar la figura de Isolina á la altura del arte.

Estaban presentes Pico, don Fernando y doña Atanasia.

Isolina se había puesto en pié y recitaba un monólogo que había leído varias veces; de pronto dejó el libro, que Pico tomó maquinalmente para apuntar, é Isolina avanzó algunos pasos y, radiante con la luz de una verdadera inspiración, se puso en carácter y accionó con naturalidad y con desenvoltura; su acento era persuasivo, las inflexiones de su voz adecuadas; sus aspiraciones oportunas; su gesto, como emanado del verdadero sentimiento, era adecuado, natural y en perfecta consonancia con el relato; sus actitudes eran artísticas: en una palabra, Isolina estaba irreprochable.

Pico y don Femando estaban pendientes de sus Iábios; habían comenzado por oiría con agrado, pero poco á poco fueron arrobándose. Se sentían arrebatados á su pesar, en el torrente de la inspiración de Isolina, y el pasmo y la admiración los dominó completamente.

Cuando acabó Isolina, hubo un momento cortísimo de silencio, pero fué preciso para entrar de nuevo á la realidad, porque aquellos dos espectadores estaban con la imaginación muy lejos de aquel lugar.

En seguida, Pico, don Femando y doña. Atanasia aplaudieron frenéticamente; é Isolina se dejó caer en su asiento.

—¡Esto es un milagro! decía Pico.

—¡Maravilloso! exclamó don Fernando, casi sintiendo encontrar tanto espíritu en aquella carne.

—¡Muy bien! dijo á su pesar doña Atanasia, creyendo firmemente que Isolina lo había hecho muy mal.

—¡No he visto cosa igual! repetía don Fernando.

—¡Es muy difícil eso del teatro! dijo doña Atanasia, deseando llevar las ideas al terreno de los defectos y de las correcciones; vea usted, mi alma, ya que estamos en familia y supuesto que eso que acaba usted de hacer no es más que una prueba, debo aconsejarle á usted, porque de algo me han de servir mis muchos años de pisar las tablas.

Las miradas se fijaron en doña Atanasia.

—¿Usted no sabe, mi vida, que los versos se cantan? pues se cantan. No es lo mismo prosa que verso; cantadito, mi alma, más cantadito.

—Pues á mí me parece, dijo Pico indignado, que ni usted, ni yo, ni nadie, puede decir mejor los versos que como acaba de decirlos Isolina.

—¿Yo? contestó la vieja; lo que es yo con razón; con esta asma y estos años; ya se vé; pero eso no quiere decir que los versos hayan estado bien dichos.

—Conforme están escritos.

—¡En eso está el mal! Creen algunos que los versos se deben decir como están escritos. ¿Y la cadencia? ¿y el cantito?

—¡Qué cantito, ni qué caracoles! dijo Pico. ¡Isolina ha estado sublime!

—Quien feo ama, hermoso le parece. Usted qué ha de decir; pero yo que soy imparcial, y sobre todo vieja en las tablas, le digo que eso esta malo; y que como más sabe el diablo por viejo que por diablo, por razón natural he de saber yo más que esta niña, que por primera vez se pone á recitar.

Las artes, á no ser unas señoras tan circunspectas y tan griegas y tan severas, tendrían más de un motivo para hacer cada cólera del tamaño del mundo.

Hay una familia numerosísima de pseudo-artistas, que es de lo más detestablemente divertido que se conoce.

Los aficionados.

He aquí los seres más felices de la creación. Para los aficionados, esa barrera, esos Pirineos, esos Andes, esa Sierra Madre que se llama dificultad, no existe.

Y como no hay aficionado que no se erija en su propio juez y en su propio apologista, resulta que no hay obras más bien recibidas que las de los aficionados, por lo menos entre ellos mismos.

En el mare magnum de las inteligencias humanas, hay, en porción considerable, inteligencias que se quedan á cien leguas de la verdad, y por consiguiente de lo bello.

Esas inteligencias tienen su mundo, y en su mundo sus artes.

En este mundo, el de los aficionados, se comienza todo por el fin, y no se llega nunca ni á conocer el principio de las cosas.

Da un quidam en que es actor, y con el más incalificable desparpajo se le pone á usted delante insultando al sentido común, y cuando acaba se restrega las manos todavía más satisfecho que Valero, todavía más contento de sí mismo que Taima; y Dios lo libre á usted, lector de no creerlo bajo su palabra; cuídese usted de ser frío y reservado con el aficionado furibundo, porque se concitará usted uno de los odios más rastreros é implacables que se conocen.

Da un bárbaro en que es pintor, y sin maldita la aprensión de las más rudimentales reglas del dibujo, ni de geometría, ni de perspectiva, ni de óptica, ni de sentido común, le pintarrajea á usted un santo, cuyo martirio, (si fué mártir,) es tortas y pan pintado comparado con el horror de verse reproducido por un aficionado.

Todos los aficionados le entregan á usted, lector, un boleto para la exposición de sus obras; este boleto tiene estas palabras.

Lo hago de afición.

Después de lo cual la lógica de la educación le obliga á usted á prodigarle al autor, infaliblemente, cuando menos este encomio:

—I Ah! pues para ser de afición, es mucho.

Piropo que el aficionado ha recibido den mil veces, y que lo ha dejado más ancho que un guajolote.

Si el aficionado sabe que es usted pintor, ó por lo menos persona de gusto, le agrega á su boleto de «lo hago de afición»todo esto:

—Yo no sé dibujo, ni nada; nunca he tenido maestro, ni mucho menos, ni he visto cuadros, no señor, ni sé cómo se hacen y no obstante, vea usted, he pintado este santo y creo que para ser de pura afición en fin tendrá defectos; pero como yo no sé dibujo....

Entre los aficionados figuran los curiosos de manos; esta familia de almas de Dios, es numerosa, pero va en decadencia, se minora, lo cual es ya una esperanza.

Á esta familia pertenecen los fabricantes de juguetes del portal de Mercaderes; juguetes con cuyos primeros ejemplares, idénticos á los últimos, jugaron nuestros tatarabuelos.

Á la misma familia pertenecen los que hacen figuras de jabón en Puebla, y de barro en Guadalajara.

Todos estos dichosos mortales lo hacen todo de afición y le confiesan á usted ingenuamente que tampoco saben dibujo ni nada de eso; que no han estudiado ni cosa que lo valga; pero modestamente se consideran á sí mismos como unas verdaderas notabilidades; prerogativa que estamos muy lejos de envidiarles, por mas que los mantenga arrullados eternamente en el quinto cielo de las ilusiones tontas.

La música tiene sus aficionados, que se llaman á sí mismo líricos con el mayor aplomo.

Entre estas notabilidades, hay hembras que cantan arias de bajo, y bajos que cantan arias de tiple.

La poesía tiene también su cohorte de esos que le dicen á usted que no saben prosodia, y que no tienen estudios; confesión inútil por demasiado manifiesta.

Estos aficionados son los mantenedores del acróstico y de otros primores no menos ingeniosos.

Cuando un aficionado de este género da en ser actor de teatro casero, la buena de Talía, á pesar de su circunspección, se pone de muelas torcidas.

Isolina estaba rodeada de entidades del género de los aficionados, con circunstancias agravantes, entre otras la de pertenecer al teatro; de manera que frente á frente de la envidia y de la ignorancia, Isolina iba á emprender un nuevo género de lucha, no menos azarosa y amarga que la que sostenía contra los jóvenes audaces, y contra los viejos que «son así»,

Ya entre las viejas coristas, en la familia de las salamandras del foro, á Isolina no se le conocía con otro nombre que con el de la ex-figurante, pues después de que hubo aparecido, la crónica no la abandonaba un momento.

Algunas dificultades suscitadas en el seno de la compañía dramática que trabajaba en Toluca, determinaron la suspensión de las funciones.

Ya hemos dicho que un actor que no puede levantar el telón es el ser más desgraciado que se conoce, y en esta situación es cuando los actores hacen el papel más difícil de todas las temporadas.

Hacer el rey ó el carretero, el héroe ó el verdugo, es cuestión que los actores resuelven magistralmente porque están en su negocio, y sobre todo, porque carretero, rey ó héroe raquítico, tiene levantado el telón y á la lumbre el puchero; pero cuando el telón cae á plomo por una de tantas vicisitudes de ese pequeño mundo de trapos pintados, entonces el actor empieza á representar consigo mismo la comedia íntima de las combinaciones.

En esta situación es en la que los actores se presentan bajo los más odiosos caracteres; todas las pasiones, todas las rencillas, todas las poridades, todo lo que hay de más díscolo se mezcla en la disolución previa á cualquiera formación de compañía.

Al formar un elenco, no hay segundas damas ni para un remedio; todas son primeras absolutas; todas son notabilidades de primera fuerza, no hay categoría posible; no hay gradación que satisfaga ni que concilie los ánimos; no hay conformidad posible ante una colección de Ristoris contrahechas y S. G. D. G.

El formador despliega una elocuencia ciceroniana en la autopsia de los talentos de las notabilidades artísticas que tiene delante.

Las notabilidades tienen á su vez por delante, solo montones de oro y montones de laurel; un mundo de pretensiones y otro mundo de amor propio, y en minoría solo el mérito verdadero.

Tampoco hay segundos galanes, ni segundos barbas; el que tiene veinte años de pisar las tablas es, no el Matusalén, sino el Taima del arte; el que ha hecho el Campanero de San Pablo, ó Luís Onceno, ya no quiere papeles de criado ni de notario; el que ha dirijido alguna vez, no quiere que lo dirija nadie.

Otro exije que se le den determinados papeles, alegando que son de su cuerda; aquél rehúsa préviamente los que no le han de dar jamás.

La dama más descocada y escandalosa, pone por condición no enseñar las piernas en ningún caso, pro pudor.

Otra protesta contra el calzadillo porque hace muy feo el pié, y por que ella, siempre que se ha tratado de la primera época del cristianismo, ha sacado botines de raso blanco con tacón de plata.

Las que han de salir de criadas no han de prescindir de su peinado de rizos, cojines, castañas, postizos y lazos que usan todos los días.

Otra no ha de hacer papeles de hombre por nada de esta vida, so pretesto de que como es tan gorda....

Aquélla se empeña en que no ha de ensayar á las diez por que se levanta tarde, y exclama:

—De noche, todo lo que ustedes quieran; pero á las diez de la mañana.... ¡Dios nos asista! ¿A dónde íbamos á parar los actores, si á las diez ya estuviéramos pegados al yunque como cualquier cerrajero? No, señor director, usted debe transigir con las exigencias del refinamiento de la vida parisienla las diez! No, amigo mío, á las diez mi tocador está en veremos.

—¡Pero señora!

—Nada, nada, si he de ensayar á las diez, no trabajo; prefiero irme á la Habana en donde me ruegan, vea usted las cartas. Allí se considera á las artistas, allí se trata á las señoras no como peón de albañil, sino como merecen por la delicadeza de su sexo.

—Pues sea, señora, ya veremos cómo se zanja esa dificultad; no ensayará usted á las diez.

—Es que si la señora no viene á las diez, yo tampoco, que yo soy sola y nada más tengo una niña y eso no mía, sinó huérfana; pero yo soy su madrina, y tengo obligaciones, estoy dedicada á su educación, y aunque una sea del teatro, la educación de los niños es muy sagrada y es necesario no desentenderse uno de sus obligaciones, que en habiendo método todo se puede hacer.

—¿Qué dice usted, D. Julián? pregunta el director al barba, que ha permanecido callado, envuelto en una capa parda, retraído como un oso y recargado contra un esconce.

—Yo, señor director, prorumpe el barba con una voz de bajo profundo que hace temblar las bambalinas y sonar sola una cuerda del violoncelo que está en una silla: yo, señor director, soy perro viejo y lo que son los ensayos á la diez, no los paso, no porque me parezca mala hora (porque yo madrugo) sino porque nadie viene.

—Para eso son las multas.

—Si hay multas no trabajo.

—Ni yo.

—Ni yo.

—Ni nadie.

—¡Rayos y truenos! exclama el formador; ¿pero señores, por el amor de Dios, qué sedición es ésta? ¿entonces cómo vamos á entendernos? yo acostumbro pegarme al trabajo con asiduidad y con constancia; de otra manera no se adelanta, lo demás es perder el tiempo y la reputación; el arte dramático, como ustedes saben, es extraordinariamente difícil y se necesita constancia, estudio y dedicación; y si no ensayamos, y si por otra parte hemos de poner tres piezas por semana, no cabe en lo posible organizar ningún trabajo, ni ganar nada en perfección ni en propiedad escénica.

—Yo acostumbro trabajar, señores; yo soy actor viejo y es notorio que como director ahí está este joven, ya lo tienen, ustedes hecho un galán, ya hizo el Yorick y cuando vino á mi lado no sabía ni hablar; ahí tienen ustedes á Náucea, ya se presenta y el público no se ríe de él: hace los gallegos perfectamente.

—Todo eso está muy bueno, pero no habrá ensayos á las diez, por mayoría absoluta de votos, dijo una joven.

—¡Gané! dijo la primera dama á su amante no actor, que le estaba apretando la mano y la rodilla izquierda, con la mano y la Todilla derecha.

—¡Ganamos! dijeron varias voces.

—¡Ganaron! dijo el barba haciendo el efecto del cañonazo de leva.

IX. La nueva artista

Antes de que la compañía dramática hubiera podido resolver el millón de dificultades que surjían de todos y cada uno de sus miembros; antes de que hubieran podido firmarse las contratas, se recibió la estupenda noticia de que arribarían á aquella ciudad, el Sr. D. Gervasio Miguel Romero del Campo y su señora doña María del Carmen Zubiría. 

Como un chorro de agua fría vertido en un caldero de aceite hirviendo, la compañía entró en ebullición; una patada en un hormiguero no produce más alarma entre las hormigas, que aquel notición en la compañía dramática.

Nada valían las palabras empeñadas ante tamaña emergencia.

Unos creían que D. Gervasio no tendría teatro; otros que ya contaba con él; quién pretendía trabajar con D. Gervasio, por ser artista nacional; quién le denigraba; quién decía que era insoportable, otros fátuo, otros gran artista, aquéllos un caballero, otros un caribe; las damas decían que no se podía tolerar á Carmelita; aquéllas, que si era ó no era la mujer legítima de D. Gervasio; unas que era escandalosa, las otras que recatada y honesta; unas que medianía, otras que notabilidad; quién la llama perla y quién la apellida harpía; quién la desea y quién la huye; y el director, entretanto, como un general en la derrota en el centro del totum revolutum y de la desmoralización de las masas, se tiraba de los pelos y pateaba viendo desvanecerse sus ilusiones de temporada cómica que no tenía más objeto que el de ponerse las botas.

Por fin huyó la dama, y el director se quedó sin brazo derecho. Se hacían remolonas las partes de por medio, y en la mayor de las tribulaciones, con el teatro contratado y contratada la música y hechos los gastos, la dama huyó y el director sacó orden de arráigo, y no alcanzaron á la dama, y la función se suspendió, y el público comenzó á silbar anticipadamente.

Pico, convaleciente aún, observaba desde su ventana el huracán de bastidores y oía rugir la tempestad cómico-artista, cuando vió venir al director con el chaleco desabrochado y el sombrero en la coronilla de la cabeza.

—¡Pico! gritó desde la calle, ¡estimable Pico! y subió la escalera á zancadas largas.

Impuso á Pico de su tribulación llorando sobre su campo, derrotado y mohíno.

Isolina se dejaba ver apenas al través de la cortina transparente de una vidriera.

El director veía á la ex-figurante con el rabo del ojo, afanada en un quehacer de manos.

Pico se estaba preparando para dar un golpe maestro.

—¡Ah! exclamaba el director, daría un ojo por una dama!

—¿Pues la Julia? dijo Pico.

—¡Puff!

—¿Pues la Perez?

—¡Escoria!

—¿Y la chata?

—¡Ta! ¡ta! ¡ta! ¡La chata! ¿la chata? ¡quiáh!

—¿Y digo á sueldo?

—Por cualquier sueldo.

—¿Y condiciones?

—Paso por todas; me salva una dama.

—¿Por un abono?

—Por un abono.

—¿De seis?

—De seis.

—¿Sería cosa de dar media talega?

—¡Hombre!

—Yo lo digo, porque....

—¿Tiene usted dama?

—No, sino que.... por media talega....

—¿Que valga la pena?

—Aprueba.

—¿Llenará?

—Arrebatará.

—¡Hombre! Pico, ¡Salvador!

—Pero con escritura y á aprueba.

—Redactémosla.

—Redactémosla.

Pico dictó en seguida las condiciones del contrato.

—¿El nombre? preguntó el director,—En blanco.

—¿En blanco?

—Sí, lo llenaremos después de la prueba.

—Está bien, adelante.

—Escriba usted, dijo Pico.:—La dama recibirá adelantados mil pesos.

—No, no es eso lo pactado, dijo el director levantando la pluma.

—Ya sé que son quinientos, pero no sabe usted que los actores celebramos dos contratos, uno público y otro privado.

—¡Ah! exclamó el director; esa dama tiene la pretensión de hacer creer que ha recibido mil pesos por seis funciones?

—Exactamente.

—Está convenido.

El contrato se cerró con las fórmulas y frases de estampilla, y lo firmaron el director por su parte y Pico como apoderado de la dama.

—¿Cuándo es la prueba preguntó el director.

—Ahora mismo, escuche usted.

Isolina, desde la pieza inmediata, se puso á recitar un parlamento de uno de los dramas más conocidos entonces.

El director levantó la cabeza y fijó el oído; Pico no le perdía movimiento ni gesto al director.

Isolina agregaba á las dotes personales de que ya hemos hablado, la de tener un timbre de voz extraordinariamente simpático.

Bastaba á cualquiera persona medianamente inteligente oír la manera con que Isolina recitó aquellos versos, para persuadirse de que no se trataba de una aficionada, ni mucho menos de persona que por primera vez arrostraba las grandes dificultades de la alta lectura.

Cuando Isolina guardó silencio, el director exclamó:

—¡Es una artista! ¿Pero en dónde he oído ya esa voz? ¿qué actriz es ésta?

—La prueba puede continuar, dijo Pico.

—¡A ojos cerrados! exclamó el director; no hay necesidad de más pruebas; se trata de una actriz; llenemos el nombre en el contrato.

—Escriba usted.

El director se sentó y tomó la pluma.

—¿Qué nombre? preguntó.

—Isolina Paz.

—¿Isolina la ex-figurante?

—Sí.

Apareció en este momento Isolina. El director se puso en pié, en la misma actitud y con el mismo gesto con que hubiera saludado á Salvadora Cairón, ó á Teodora Lamadrid.

El director era otro hombre delante de Isolina, y aún se atrevió, cortándose más de lo que el caso requería, á dirijir á Isolina el siguiente speech.

—Señora,—Perdóneme usted si antes no había ofrecido á usted mis respetos; pero á la verdad estaba todavía encubierto para mí el misterio que la envolvía, y me congratulo de tender una mano amiga á la artista que ciñe que ciñe el laurel de la el laurel de sus triunfos. Mi compañía acaba de recibir un elemento de vida, que sobre honrarla tan brillante adquisición, tendrá el gusto de presentar al público una nueva joya del arte.

Isolina oyó el speech con natural modestia, y saludó sin ostentación al director, quien se retiró después de haber arreglado los preliminares de la función que iba á anunciar.

Al saber doña Atanasia lo que pasaba, exclamó:

—¡Ave María Purísima! ¿Se van á decidir ustedes á semejante calaverada? ¡Mucho cuidado con un fiasco! vea usted, hija mía, que una cosa es recitar versos en la sala, y otra es presentarse ante un público que ya verá usted, ya verá usted qué clase de monstruo de mil cabezas es ése que se llama público; aquí estoy yo que soy una de sus víctimas, y luego para lo que el oficio deja, hoy se trabaja y mañana no; hoy se come y mañana se ayuna.

—D. Atanasia, interrumpió Isolina, tendrá usted la bondad de presentar su cuenta?

—¡Mi cuenta! ¿Quién piensa en cuentas? yo llevo mi apunte en regla.

Pico estaba perplejo.

Á la sazón llegó el empresario que volvía á cumplir su palabra, trayendo una orden de quinientos pesos para Isolina.

Doña Atanasia abrió los ojos hasta donde le fué posible, y empezó á convencerse de que Isolina debía ser una verdadera artista supuesto que entraba á la compañía con tan buen pié.

Un nuevo, cumplimiento del director á Isolina, dicho con cierto acento de cortesano, acabó de determinar el pasmo de la vieja.

Cuando el director se retiró, después de haber arreglado algunas pequeñeces con Isolina, doña Atanasia creyó conveniente tomar también la palabra para felicitar á la artista.

—Pues mucho me alegro, hija mía, de los adelantos de usted, porque en fin, el talento Dios lo da; y supuesto que el director, á quien conozco como á mis manos, paga tan bien, no cabe duda en que usted deberá ser una verdadera artista. Si eso á legua se conoce; bien decía yo la primera noche: «ésta es una actriz,» en el modo de pararse en las tablas se le conoce; nada más que tanto usted como el pícaro de mi compadre Pico, han tenido no sé qué idea en ocultarnos á todos que usted era una grande artista; pero la felicito á usted y de nuevo la ofrezco mis servicios; yo tengo experiencia y puedo encargarme de todo lo que usted....

—Gracias, señora, dijo Isolina.

El pobre de Pico fluctuaba entre la alegría y la tristeza; Isolina, cuya superioridad solo él había comprendido, ante su vista acababa de elevarse más y más, ya no solo en la carrera dramática, sino porque iba á proveer á las necesidades de todos, solo con un arranque de inspiración y de talento.

Pico pensaba que Isolina estaba destinada á separarse de él por medio de su superioridad y su talento, y esta elevación si bien enaltecía para él el objeto amado, no por eso se amenguaba en Pico el inmenso amor que profesaba á Isolina.

Cuando estuvieron solos, Isolina le preguntó á Pico:

—¿Porqué estás triste?

—¡Ay! Isolina por mi pequeñez y mi miseria; tú acabas de elevarte á mis propios ojos, dejándome á mí en el suelo de mi insuficiencia y mi pequeñez. Tú vas á ser una actriz de gran mérito, vas á probar esas agitaciones, esas impresiones violentas del triunfo y de la ovación; te vas á ver rodeada de toda esa corte enojosa, compuesta de entidades de todo género, desde el pollo insustancial, hasta el literato; desde el inocente espectador, hasta el gran señor y el gran funcionario; tú vas á vivir en ese mundo del arte, que tiene tantos encantos y tantas ilusiones, mientras que yo que te amo tanto, seguiré siendo el oscuro apuntador, la ostra de esa concha de quien nadie hace caso, ni tú Isolina, porque ya no vas á tener tiempo de decirme que me amas, ya te faltarán los momentos precisos para hablarme de tu pasado y de tus pesares, y por último, vas á olvidarme.

—¿A olvidarte, Pico?.... no te inculpo por esa palabra, aunque es muy dura, porque estás conmovido. ¿Cómo he de olvidar lo que está en mi corazón? ¿cómo dejaría de existir en mí la gratitud, á menos que dejase de existir mi corazón? ¡Ah! no temas que te olvide, porque así como tus sacrificios no pueden dejar de haber existido, así no puede dejar de existir para tí mi reconocimiento y mí cariño.

Te diré más. Pico, tu cariño va á ser mi apoyo; tu cariño me va á dar fuerzas. Yo sé que voy á entrar á un mundo, contra el cual estoy realmente prevenida; lo poco que he visto de ese mundo me ha horrorizado, y si no fuera porque á la vez hay en ese mundo, que se llama teatro, un astro que deslumbra, hubiera vacilado más en decidirme; pero ya trasluzco en el porvenir algo que por primera vez agita mi alma de una manera nueva y desusada; tal vez sea mi primera ilusión; sí, te lo confieso, la gloria del arte me deslumbra, y al comprender en mi misma inspiración, que acaso llegue á tocar esa gloria con las manos, siento algo regenerador y grande dentro de mí; al menos una compensación inesperada de mis sufrimientos.

—Lo comprendo, Isolina, y si en ese mundo en que vas á entrar, tu amigo Pico pudiera siempre colocarse á tu lado, te seguiría ávidamente; yo también estaría deslumbrándome con ese astro de gloria; pero no será así, el arte va á quitarme una parte de tu alma, va á interponerse en nuestra intimidad algo que me robará dulces momentos y confidencias y alegrías.

—Tú siempre vivirás en mi alma, porque estamos unidos por un sentimiento noble y grande, y por grande y noble que sea la gloria, por mucho que me enajene, siempre tú vivirás en mi recuerdo y en mi corazón.

Al amor de Pico le espantaba la superioridad de Isolina, porque en la sabia armonía de la naturaleza, existe la ley de la superioridad siempre á favor del varón.

X. La primera representación

Con pocos ensayos y en pocos días, Isolina quedó en estado de presentarse al público, pues comprendía admirablemente las menores indicaciones del director de escena y llevaba la ventaja sobre los demás actores, de saber de memoria su papel.

Entre las figurantes, cayó como cohete la noticia de que Isolina iba á presentarse sustituyendo á la primera dama de la compañía.

—¡Pues está buena la dama, la ex-figurante!

—Esta noche hay una silba espantosa, con toda seguridad, decía la pelona.

—Figúrense ustedes como saldrá ese drama.

—Y todo por quitarnos de en medio, porque desde el momento en que la compañía pueda sostenerse dando dramas y comedias de puro representado, ¡adiós zarzuelas! adiós cuerpo de coros!

—¡Adiós de nosotras! agregó otra.

—Pero no tengan ustedes cuidado, que el fiasco de esta noche va á ser redondo y mañana nos vuelven á ver la cara para ajustar de nuevo.

—Era bueno negarnos todas.

—Por lo menos, no nos contrataremos sino por doble sueldo.

—¡Cabal!

—Yo por mi parte, si no me pagan doble no me contrato; que ya me canso de ser sufrida y de aguantarlo todo.

—Los empresarios son muy ventajosos.

—A mí me contrataron solo para el coro, pero no hay función en la que no digan: Margarita, este papelito; Margarita, estas palabritas: Margarita, esta criada; y todo sin aumento de sueldo; pero ya lo sé, para otra vez yo diré: de puro coro, tanto; con papelitos tanto más.

—Eso es, hablar antes claro, para que no haya abusos.

—¿Y qué tal se portará don Fernando con su protegida?

—Dicen que viene la música militar.

—Dicen que van á iluminar el teatro.

—¡Vaya! Sí, lo creo..

—¿Y Alberto qué dirá de esto?

—Está furioso contra su tío.

—¿No ha conseguido nada?

—¡Qué ha de conseguir!

—¿Ha hecho el oso?

—Sin pasar de ahí.

—¡Ya se ve! ¡como el tío es tan rico!

—Y sobre todo viejo.

—Eso es: los mayores en edad.... canturreó la pelona.

—Hace muy bien, porque empezando por don Fernando....

—Etcétera, etcétera.... agregó otra figurante, con un sonsonete que hizo reír á sus compañeras.

—Yo esta noche veo la función en palco.

—Yo también.

—Venimos temprano.

—Por supuesto.

Mientras las figurantes se deshacían en invectivas y hablillas, Isolina preparaba su primera presentación, sin omitir ninguno de los detalles ni circunstancias propias del caso.

Pico, por su parte, seguía sosteniendo la lucha de su amor en medio de las mil contrariedades que tenía que soportar en su difícil posición con Isolina.

El estreno de una primera dama era un acontecimiento que estaba haciendo ya todo el ruido que el empresario había procurado hacer, tanto más cuanto que como él había dicho, Isolina venía á salvarlo en su complicada situación financiera.

Don Fernando por su parte puso en juego todos los resortes de que era capaz, y cooperó eficazmente á que aquella función teatral fuese una de las más espléndidas que se habían visto hasta entonces.

Alberto obraba en el mismo sentido que su tío, aprovechando la ocasión que se le presentaba de hacer méritos acerca de Isolina.

Por fin, llegó la noche tan impacientemente esperada.

Don Femando proporcionó coche para que Isolina fuera conducida al teatro, y prestó solícito los más importantes servicios á Pico, á fin de que Isolina tuviera todo el lucimiento posible.

Isolina, haciéndose superior á todas las trabas y dificultades de una primera representación, esperó con firmeza y aplomo la hora de su salida, procurando una completa incomunicación con los visitantes del foro.

Isolina hacía por intuición lo que debía ser una prescripción irrevocable para los actores, y la razón es ésta.

La ruda transición de la vida real á la personificación de una entidad que, tal vez está muy lejos de parecerse al actor que la ejecuta, es un esfuerzo de la inteligencia y del genio, para el que se necesita una preparación.

El funámbulo no efectúa un lance difícil sin haberse preparado antes, midiendo con el ojo la distancia, calculando con aplomo la gravedad y la fuerza, el movimiento y el equilibrio; y más fuerte con aquel momento de concentración y de cálculo, que con el solo caudal de la fuerza física, le vemos ejecutar pasos que nos pasman de asombro.

El actor, al pasar del círculo de su vida real, tal vez azarosa y amarga, combatida y miserable, á la encarnación de un César ó de un semidiós, ejecuta la transición más dura, da el paso más difícil que puede pedirse á la voluntad humana; pero este paso solo se consigue con la concentración, porque el actor necesita despojarse de todo lo que le pertenece, olvidarse de sí mismo, por más que sus mismas ideas lo embarguen; y elevándose con la imaginación hasta la altura del personaje, pensar en la escena anterior, en lo que motiva su salida, en la pasión que debe dominarlo, en la época en que pasó la acción, en el lugar en que se va á encontrar, y en todo, en fin, en lo que realmente pensaría el personaje que representa.

Pero cuando un estúpido traspunte embrolla la salida, cuando la anticipa por demasiada eficacia ó la retarda por omisión; cuando una de esas amables visitas de bastidores se entretiene, sin respeto al arte, en decirle una sandez al actor que se está preparando; cuando uno de esos amantes acaramelado prefiere hablarle á la señora de sus pensamientos de que tiene muy lindos ojos, en vez de dejarla ejecutar la difícil operación del ánimo de que hemos hablado; entonces el actor ó la actriz hacen en el público observador el efecto de una salida de títere, á quien una mano oculta lleva con un alambre.

Nosotros hemos visto á Romero del Campo estar riñendo á un mite entre bastidores, á la sazón que el traspunte le dijo dándole las primeras palabras: «Yo soy el rey....»

Romero, asustado por la voz del traspunte, se lanzó á la escena todavía crispando las manos, encorvado y descompuesto por la cólera, y así dió algunos pasos diciendo:

«Yo soy el rey» con el mismo acento, en el mismo tono y en la misma actitud en que acababa de decirle al mite: «¡Muchacho de mis pecados!» pero reponiéndose de pronto, aunque ya tarde, se irguió de repente, sacó el pecho, levantó la cabeza, dominó el grupo, cambió la voz y empezó á ser rey cuando ya en el público había circulado el disgusto y la desaprobación en forma de rumor.

Isolina, por el contrario, concentró todas sus facultades, y poniéndose á la altura del personaje que iba á representar, cuando salió al foro ya llevaba impreso su carácter hasta en sus menores gestos y movimientos.

Su sola presencia bastó para impresionar vivamente al público, que la recibió con una salva de aplausos, que se hizo más y más nutrida.

Isolina saludó, teniendo el tino de no descender á extremosas demostraciones que hubieran hecho olvidar al personaje.

La prolongación del aplauso fué para Isolina un escollo, una contrariedad; procuró no dejarse dominar por la impresión del recibimiento del público y deseaba que el ruido terminara.

Por fin, ya en silencio el salón, Isolina comenzó á hablar.

Su segundo triunfo lo obtuvo el timbre de su voz.

El diapasón de la voz humana es tan extenso, que entre los miles de semitonos que lo constituyen, damos pocas veces con uno de esos timbres armoniosos que son simpáticos.

Pero para Isolina acababa de resolverse una de las más grandes dificultades.

Al acento hubo despúes que agregar la acción y á ésta el sentimiento.

Habiendo logrado Isolina dominar del todo la emoción de su salida, se dejó llevar de su inspiración: el teatro estaba en silencio, el público estaba en uno de esos momentos de verdadera fascinación; Isolina estaba triunfando; había conseguido dominar á su auditorio á ese grado en que el poder de la inspiración y del entusiasmo identifica el espectador con el personaje y se olvida del actor.

Pasaron las primeras escenas y rápida la expansión. El público estaba interesado, absorto.

Era aquél un legítimo triunfo del arte, era aquella la aurora de un porvenir lleno de gloria.

Aquella situación iba á tener irremisiblemente este término: una salva de aplausos. Hasta había quien instintivamente hubiese puesto una mano sobre otra, esperando el momento de aplaudir.

Isolina representaba una madre que reclama á su hijo.

—Señor marqués, decía Isolina, por la vez postrera, ¿lo entendeís? por la vez postrera os pregunto: ¿En dónde está mí hijo?

El marqués, después de un movimiento en que reveló su profunda pena, extendió el brazo derecho hacia la puerta izquierda del foro, y en tono solemne exclamó:

—¡Señora, aceptad mi sacrificio; todo es cierto! ¡Nada puedo negaros ya! ¿Quereis ver á vuestro hijo? ¡Helo ahí!

En este momento debía aparecer el galán, el hijo deseado que vendría á arrojarse á los brazos de su adorada madre, y ¡oh fatalidad! lo que acababa de aparecer á la puerta de la izquierda era Alí, el perro de Pico, el perro fie!, el servicial Alí, el cazador de pollos....

Despeñándose desde la inmensa altura del entusiasmo hasta el fondo del más espantoso ridículo, el público prorrumpió en una estrepitosa carcajada.

Este ruido inesperado detuvo al galán un paso antes de la puerta, en tanto que Alí, sin ningún género de ceremonia, se paró á algunos pasos contemplando á Isolina de hito en hito.

En el público había crecido la algazara á un grado increíble, y el galán perplejo y sin darse cuenta de lo que estaba sucediendo, porque desde donde estaba no podía ver al perro, creyó prudente no salir cooperando con esta abstención á prolongar el detestable efecto de aquella escena.

El perro, deslumbrado con los quinqués del proscenio, no veía á Pico que desde la concha le gritaba; sino que reconociendo á Isolina, después de su primer estupor, se dirigió á ella meneando la cola.

—¡Abraza á tu hijo! gritó un chusco desde la galería.

Y otra salva de risas contestó á la gracejada con un estrépito infernal.

—¡Fuera, fuera! gritaban unos.

Un espectador indignado arrojó su sombrero al perro; pero el sombrero tocó solamente la falda de Isolina.

El ruido creció de manera que parecía que el teatro se venía abajo.

Alguno creyó que se trataba de vengarse de la burla y arrojó un cojín al foro, y tras ése, por espíritu de imitación, llovieron cojines sobre la escena.

Alí se puso furioso y comenzó á ladrar, y entonces el público arrojó cojines contra el perro y después sillas, generalizándose en el salón el más espantoso de los desórdenes.

Isolina se había apoyado en el brazo del actor que hacía el marqués, quien sintiendo que á Isolina le faltaban las fuerzas y vacilaba próxima á caer, la sostuvo y retrocedió con ella para ocultarla.

Poco después cayó el telón y ya por todas partes se oía gritar: ¡Un médico! ¡un médico!

Y multitud de personas abandonaron sus asientos y se dirigieron al foro.

Isolina era presa de un formal desmayo.

Dos médicos la estaban asistiendo y debieron notar algunos síntomas graves, porque aconsejaron la mayor diligencia y actividad para la ejecución de sus órdenes.

Para calmar un tanto la rechifla y la algazara del público, el director mandó á la música que tocara una pieza; y se mezclaron al desorden y á la bulla los alegres sones de una danza.

Isolina no pudo volver en sí, sino después de muchos trabajos, no quedando en disposición de seguir la representación.

El director anunció al público que con conocimiento de la autoridad se suspendía la función; y después de una última silba, el público se fué retirando poco á poco.

—¡Buena la hemos hecho! decía doña Atanasia á sus compañeras; lo estaba viendo; si esto del teatro es muy difícil.

—¿Y de quién es el perro? preguntó una.

—¡De quién ha de ser! del bueno, del bendito de mi compadre Pico; y esto es lo que más sorprende, porque el apuntador debe saber que es peligroso tener perros.

Pico á la sazón estaba rodeado de varias personas, que procuraban consolarlo....

—¡Iba tan bien! decía uno, yo estaba encantado, se puede asegurar que la señora de usted es una grande artista, pero una desgracia....

—¡Y qué desgracia! un maldito perro que se coloca en el lugar de un hijo.

—Yo creo en el alma de los perros, exclamó uno.

—No, señor, replicó Pico; si los perros tuvieran alma, el mío, (porque es el mío el autor de esta atrocidad) se hubiera abstenido de salir á la escena; porque mi Alí ir e quiere mucho y me ha dado muchas pruebas de adhesión.

Para el empresario, aquél había sido el golpe de gracia: estaba arruinado.

Los jóvenes audaces, los que se rodean de la bailarina, los que la primera noche habían camelado á Isolina, y aún el mismo Alberto, con todo y su fingida obstinación amorosa, se habían dispersado en presencia de la desgracia; formaban corrillos en los que procuraba cada calavera de aquéllos, lucir su ingenio, soltando dichos y chocarrerías á propósito del perro, del lance y de Isolina.

Quién dice qué Isolina es nombre de perra y Alí nombre de moro, y que por eso se trocaron los papeles; quién juega el re truécano de que aquello había salido de los perros; y no faltó quién atribuyera á Alberto la salida de Alí.

El perro de Pico había logrado ser en aquella noche una verdadera notabilidad; todos hablaban de él, todos le celebraban el papel que había representado en el drama y la oportunidad con que se presentó en el momento supremo.

Las figurantes apuraban toda su elocuente mordacidad, toda su ponzoña y todas sus pasiones, en comentar el hecho, en despedazar á la ex-figurante y en compadecerla con ese género de lástima sangrienta de que solo es capaz una mujer ordinaria.

—¡Pobre! decía la pelona, ¡pobre señora! no es nada lo que le ha sucedido, absolutamente nada; si tal vez hubiera pasado esto después de algunas representaciones, vaya, se podía pasar; pero en la noche del estreno; cuando el público la estaba juzgando, cuando iba á decidir de su suerte!.... ¡Ay! ¡pobre señora! no quisiera yo estar en su pellejo.

XI. En el cual continúan las dulzuras de las carrera dramática siempre diferenciando

Necesariamente aquella catástrofe vino á cambiar del todo el aspecto de los negocios.

Don Fernando fué el único amigo en la desgracia; D. Fernando no se separó de Isolina, llevó médicos, consoló á la enferma, y alentó á Pico que había caído en una postración melancólica y profunda.

Pico, el festivo Pico había clavado el pico, como un pájaro en la hora postrera.

Pero á pesar de eso veló á la enferma, y en el silencio de la noche se entregó á un mundo tan triste de reflexiones, apuró de tal manera la amargura de su situación, que indudablemente estaba pasando por uno de esos momentos supremos en que la impresión de un terrible dolor prepara en el alma del paciente una lesión eterna.

Cuando Isolina había logrado entregarse á algún reposo, Pico, sin hacer el menor ruido, salió de la habitación, se ciñó á la cintura un gran revólver y salió de la casa; pero salió sin ver, sin orientarse, sin cuidarse de nada; salió como huyendo de sí mismo y tomó el campo.

Alí lo seguía con la fidelidad, con la constancia que le conocemos.

Pico sabía que era seguido por Alí, pero no le había dirigido siquiera una mirada.

Cansado Pico, se paró después de una larga caminata al través de un camino desconocido. Durante este tiempo, Pico no había visto más que la tierra que pisaba, llevaba las manos en los bolsillos y andaba con un paso más precipitado del que convenía para un simple paseo en compañía de Alí.

El perro, con ese raro instinto que lo hace participar hasta de la disposición de ánimo de sus amos, caminaba también cabizbajo, sin ocurrirsele husmear alguna ardilla, ni reconocer, como todos los perros, la huella de sus semejantes.

Alí parecía también concentrado y como tomando á pechos la gravedad de aquella situación.

Cuando se paró Pico, Alí hizo lo mismo; pero sin sentar el cuarto trasero; solo levantó la cabeza para ver á Pico, como esperando órdenes: se le hubiera podido poner una librea, tenía la actitud del lacayo, tenía esa mirada que es como una charola vacía, mirada dispuesta á recibir desde la orden más racional, hasta el palo mas injusto.

Pico buscó con la vista un asiento y se dirigió á una pequeña ondulación del terreno al pié de un árbol.

Se sentó.

Alí volvió á colocarse frente á frente de Pico y á su vez se sentó también: las verdes pupilas de Alí estaban fijas en los ojos de Pico.

Amo y perro se contemplaron de hito en hito.

Á poco, Pico exclamó con voz apagada y triste:

—Es preciso: yo siento la necesidad del sacrificio; el destino ha tomado para mí la forma de un perro, y no obstante, estoy sintiendo un horror instintivo al crimen.

—Este animal tiene alma, no me cabe duda; nadie le da de almorzar á otro sin tener alma; él me ha ministrado pollos y marranitos para mi rancho de campaña; él me presentó á Isolina y me libró del dragón aquel del patio oscuro, y me ha prestado otros muchos servicios importantes; pero desde el momento en que su señoría se permite abrogarse el papel de hijo de una marquesa, y determina con esta barbaridad una catástrofe, el sentido común aconseja cuando menos, que los animales no se dediquen á la carrera del teatro.

—Yo conozco actores que lo hacen peor que Alí, pero esos actores están al abrigo de la ley.

—No quiero medir... ó más bien dicho, voy á medir el tamaño del crimen de este animal, para descargo de mi conciencia.

—En primer lugar (todos me lo han dicho) Isolina es una excelente actriz, tiene dotes sublimes y llegará á ser una verdadera notabilidad en el arte; pero cuando este astro apareció en su oriente arrojando los resplandores de su talento, este sér raquítico sin orejas y sin sentido común se atravesó en su camino; en virtud de lo cual el público llenó el firmamento de nuestro triunfo de silbidos y de risas infernales.

—No puedo, por lo tanto, perdonar á este animal, por más que finja no comprender el tamaño de su crimen.

—Y yo el más infeliz de los enamorados, el más amartelado de los amantes, ¿he de permitir que en el cielo de mis amores permanezca esta personificación de la catástrofe, este individuo de la raza canina, esta interrupción en cuatro piés, que me recordará siempre la atrocidad de anoche?

—¿Con qué ojos verá Isolina en lo sucesivo al autor del fiasco? Será un motivo de odio que bien pudiera trasmitirse á mi persona.

—Decididamente, Alí no puede vivir entre Isolina y yo; es necesario que desaparezca.

—¡Pobre Alí! dijo en seguida levantando la voz y cambiando de tono. El jurado te ha condenado por unanimidad á ser pasado por las armas; notición que no tengo embarazo en comunicarte, supuesto que tienes sobre los demás mortales la envidiable ventaja de no entender el castellano ni otro idioma vivo; me lo prueba la estupidez de tus pupilas verdes y lo fresco que te has quedado al escuchar el torrente de maldiciones que ha llovido sobre tí desde anoche.

—Te he amado, es cierto, por tu solicitud y tus buenas partidas; pero la de anoche es de tal manera trascendental, que no se pueden tomar como circunstancias atenuantes tus pasados servicios.

—Adiós, Alí, muere en aras de mi amor, y que tu sangre lave todas tus culpas, y el mundo, y yo, é Isolina podamos perdonarte el haberte presentado en escena.

Pico sacó de la funda el revólver, y Alí se puso á temblar, retrocediendo.

—¡Hola, hola! exclamó Pico; según parece no eres tan bestia que no conozcas esta clase de instrumentos. ¡Ojalá! y ese mismo instinto te hubiera hecho conocer anoche lo inconveniente de tu conducta.

Pico preparó la pistola.

Alí dió un salto y se alejó de Pico algunos pasos.

—¡Alí! gritó Pico incomodándose.

Y después de un momento dijo:

—He aquí una circunstancia que tranquiliza del todo mi conciencia, pues en lugar de fusilarte en regla, te voy á aplicar la ley fuga, inventada expresamente para estos casos, por un resto de pudor carnicero: y como esta ley no se ejecuta á cara descubierta, guardemos la pistola.

Pico ocultó el revólver y llamó á Alí con menos dureza.

El animal obedeció temblando.

—(Échate! le gritó Pico.

Alí se echó pegando el hocico contra el suelo.

—De todos modos, esto es una atrocidad, es un asesinato; bien es que no lo cometo á sangre fría, ni sin causa justificada; pero es un asesinato.

—Si los perros tuvieran palabra de honor, se la exijiría á éste de que no se me volviera á presentar delante.

Pico se rió en seguida y exclamó.

—¡Soy un cobarde! ¡todo por un perro! hice muy bien en abandonar la gloriosa carrera de las armas. Recuerdo á mi coronel aquella vez que interrumpió su almuerzo para decir:—«Que los fusilen en el acto,»y siguió almorzando, como si se hubiera tratado de matar otros tres pollos.... ¡y eran tres hombres!

¡Ea! ¡valor! dijo al fin Pico, y se oyó la denotación de la pistola y en seguida los agudos aullidos de Alí.

Pico se estremeció de horror y apartó la vista de su querido perro, permaneciendo así por algún tiempo; pero no pudiendo resistir al deseo de ver si vivía, le fijó por fin la vista.

Alí se revolcaba en su sangre y se contraía con las convulsiones de la agonía.

—Está consumado el sacrificio, dijo Pico guardando la pistola, y se propuso regresar á la ciudad.

—Isolina, agregó, no volverá á ver á Alí.


La disolución de la compañía en Toluca, no ofrece detalles dignos de narrarse.

La indisposición de Isolina pasó al fin, y la alarmante noticia de la llegada de Romero del Campo salió falsa.

Don Fernando que como hemos dicho era hombre tenaz, no desperdiciaba circunstancia ni medio para captarse la voluntad de Isolina: sus exquisitas atenciones y el sinnúmero de pequeños servicios que la superioridad de su posición social le permitía prestar al desvalido Pico y Á Isolina, fueron convirtiendo á don Fernando en el amigo íntimo, en el inseparable compañero.

Doña Atanasia no siguió á la compañía dramática, sino que permaneció bajo el amparo de don Fernando, quien acababa de arreglar la cuestión hacendaría de la manera más conveniente; cuestión que, como se comprenderá, se complicó doblemente con motivo de la silba que disolvió la compañía y con la rescisión del contrato de Isolina.

XII. Algunas cositas a propósito de esto: la familia

Doña Atanasia, Pico é Isolina constituían ya una de las familias que vivían á expensas de don Fernando; solo que esta clase de familias formadas por circunstancias que no son el origen universal de la familia, presentan anomalías y contradicciones extrañas, como toda situación anormal y violenta.

La paz doméstica y la felicidad del hogar, solo se encuentran en esas familias en las que á primera vista puede decirse: éste es el padre, ésta es la madre y éstos son los hijos, que constituyen esta familia. Allí donde los lazos del cariño son solamente esos vínculos sagrados del esposo y la esposa, de los padres y los hijos, allí y solo allí está la paz; pero si bajo el techo del hogar os encontráis la mezcla y la confusión de las fisonomías que no llevan manifiesta en cada sonrisa, en cada mirada y en cada linea, uno de esos tres títulos sagrados, afirmad sin temor de equivocaros, que allí está la guerra sorda, la formidable guerra de las mujeres; allí están todas las pasiones viviendo á la sombra de todos los afectos puros; allí están hasta los crímenes, viviendo solapados con las caricias castas y con las delicias aparentes de la familia.

No hay ley más sabiamente severa, que la de la institución de la familia, pero de la familia primitiva, de la familia que se erije solo sobre esta piedra fundamental: el amor de los esposos y el amor dé los hijos: sobre estos dos amores está la bendición del cielo; en aquella casa está el amor de Dios.

Pero ingertad en esas tres flores del amor eterno á los parásitos del infortunio; arrojad allí algunas de esas hojas desprendidas de su árbol; incrustad en el hogar esas adiciones cuyo terrible nombre pronuncia todo el mundo con horror; soltad en el hogar más feliz del mundo esos elementos disolventes que se llaman suegra, cuñado, huérfano, tío y pariente político, y aquel ramillete de flores lo vereis á poco tiempo, como el ramillete que teneis en un vaso sobre vuestra mesa: las flores se conservan frescas el primer día y nos encantan con su aroma, nos seducen con sus vivos colores;» los pocos días ya no tienen aroma, y más tarde los vastagos y los pedículos sujetos dentro del mismo vaso y ahogados en la misma agua, comienzan á despedir un olor desagradable; allí hay descomposición y desarrollo de gases; allí está el elemento de la disolución y de la muerte; y, ó mandais arrojar el ramillete por la ventana, ó soportáis sus miasmas; y después no quedará sobre vuestra mesa sino una momia floral, asquerosa y despreciable.

La intuición de estas verdades es la fuente, es el origen, es la razón de esa sonrisa de desdén y hasta de burla con que circulan, aún en la clase vulgar, los nombres de suegra, cuñado, pariente, nuera y yerno.

De otra manera ¿cómo se podría explicar que estos títulos de parentesco estén, sin previo acuerdo, entregados incesantemente al desprecio público y hasta al ridículo? ¿De qué otro modo podríamos explicarnos las impresiones diametralmente opuestas que casi en todos y con poquísimas excepciones nos causan estas dos palabras.

«Madre.—Suegra»

Es el espíritu de esa ley irrevocable y eterna que instituye la familia y la sostiene y la edifica con los vínculos sagrados de este triple amor:

Dios: los esposos: los hijos...

De manera que cuando en una casa sorprendáis las terribles escenas de la disolución, cuando el formidable ruido de la discordia doméstica llegue á vuestros oídos con sus lágrimas y sus denuestos, sus desgreña-alientos y sus berrinches y sus peripecias desgarradoramente cómicas, buscad en un rincón á la doncella rancia, huérfana, recogida, que ha protestado diez años callada, pero elocuente en su silencio, contra una suerte de que os hace responsables; buscad una tía narigona y enferma del hígado que tiene un genio insoportable, pero que no tiene á donde irse. Buscad al cuñado que llegó borracho, al parásito que regañó á un criado, á la suegra que mina el matrimonio, al pariente político que se cree el amo, al huésped que se permite aclimatarse porque se encuentra bien, al primo que no tiene destino, al hermano de fulanita que se puso vuestros botines, á la prima que estrenó el vestido de la esposa, y á todos los adláteres, en fin, á todas esas hojas sueltas que, al grito de ¡comamos! van á minar, á roer vuestra piedra fundamental y á marchitar hasta la putrefacción vuestro ramo de flores.

México, que está muy lejos de acordarse de la vida patriarcal, y que en medio de sus costumbres muelles ha logrado no parecerse ni siquiera á los españoles, presenta á miles los ejemplos de la familia en putrefacción, como el ramo de flores.

La vida patriarcal, de la que todavía hay ejemplos numerosos y palpitantes en España y en otras partes, presenta al pintor esos cuadros en los que, una familia se despide del mancebo, hijo mayor, de quien sus padres se desprenden bendiciéndolo, tal vez sin más razón que la que la sabia naturaleza ha tenido para poner un muelle en el ovario de las flores, para que cuando la semilla esté bien nutrida y capaz de germinar sola, esta semilla sea arrojada lejos de la planta que le dió el ser.

Esto, en concepto de muchos, es una atrocidad, y aquellos padres tienen entrañas de tigre.

Procurar que tanto el hombre como la mujer, deje de ser simple consumidor, desde el momento que puede ser productor, es también una tiranía y una ranciedad á la que no nos avenimos.

Acatar, en fin, esa suprema ley de la institución de la familia, y dejar que esta crezca, se desarrolle, y después se subdivida para multiplicarse en varias familias; pero sola, sin que la ayuden, sin parásitos, sin ingertos y sin adiciones, es también una severidad brutal, muy buena para los pastores, para las familias patriarcales de las provincias de España y para otras gentes; pero para nosotros, tan muelles, tan cariñosos, tan apañalados, esas enérgicas resoluciones fundadas en principios incontrovertibles y eternos, son un dédalo de sinsabores y de impresiones violentas de que huimos á toda costa, porque al fin la vida dura poco, y somos además muy caritativos y tenemos muy buen corazón.

De manera que, tenemos un hijo, fruto precioso de nuestro amor, lo queremos con todas nuestras fuerzas y no vivimos más que para darle gusto; llega á los veinte años y tiene hasta cuarenta pesos de sueldo en una oficina, y el pobrecito se enamora perdidamente de una polla, y empieza á venir tarde y á darnos guerra, hasta que un día, con la bendición del señor cura y el negocio del registro civil, le destinamos en la casa una pieza para él y su mujercita, que es una niña muy bonita que nos quiere mucho, y no cabemos en nosotros mismos de felicidad, porque acabamos de hacer esta estupenda barrabasada:

Dos familias en una.

¡Qué solución tan expeditiva! ¡qué idea tan luminosa! Todo se concilio, todo se arregló, y hasta sobra con los cuarenta pesos del nuevo maridito; y papá y mamá, y tías y parientes exclaman con indecible candor:

—¡Si no parecen casados!

Estas dos frases que, al olor del mole de guajolote fueron el ideal sublime de la felicidad futura, no son más que las dos hojas de una puerta que se abre más tarde para dar entrada á todos los sinsabores de la guerra doméstica, á la disolución de todos los vínculos en la pendiente de todas las aberraciones y de todas las faltas: y allí nacen la venganza; el odio, las rencillas, el adulterio, el mal ejemplo, la corrupción, las liviandades y el escándalo.

Aquellas flores se pudren, y el ramillete momia es el único adorno del hogar profanado y triste.

De la comparación entre la familia primitiva y la familia actual, resulta el corolario de entidades curiosas y dignas de estudio.

Las condiciones climatéricas y la degeneración de la raza van relegando por centenares al seno de las familia los ejemplares de esa falange de desheredados de la suerte; tías flacas, doncellas de treinta abriles mortales; incasables solteras que padecen de los nervios, del pulmón y de otros achaques; excedencias de ramillete de la juventud, que cosen y tosen, que oyen su misa con devoción y comen en casa de su tío, de su hermano ó de sus parientes; adherencias inextirpables del hogar, hojas sueltas, broches sin macho que solo se pueden vender por alambre, y cuya única misión sobre la tierra es aumentar el censo de la población con sus personas pura y sencillamente consumidoras.

Este gremio de nones, se abroga, á más no poder, un papel en la familia; pero ninguno le es propio ni le viene bien: cuidan á los niños sin ser nodrizas, cosen sin ser costureras, guisan sin ser cocineras y hacen dulces indispensablemente, que es su especialidad; rezan mucho, mucho más de lo que rezan las demás mujeres, y cada una de sus espontáneas haciendas la abonan, escrupulosamente, al debe y haber de su subsistencia, y creen haberse granjeado el pan nuestro de cada día como resultado inmediato, palpable y milagroso de la novena, del viacrucis y de otras devociones buenas que tienen; por lo demás, son perfectamente inútiles, incapaces de producir, pero aptas para consumirlo todo; se visten cada año como los árboles y parcialmente, heredan prendas, se avienen desechos y aún suelen engalanarse si la casa se deja.

Son además el argos, la policía, el dragón de la casa; no solo de dentro á fuera, sino en los más recónditos senos de la vida doméstica; saben espiar, comentar y desmenuzar cada poridad y cada secreto íntimo; están al tanto de todo lo que pasa desde el escritorio hasta la cocina; su vida es un espionaje continuo, un continuo análisis; tienen cierto aire de humildad y resignación, y más confianza con los criados, con quienes dialogan largamente; son las cómplices inmediatas de las infidelidades conyugales; consejeras pérfidas y amigas falsas.

Matriculadas formalmente en el gremio de las feas, están inoculadas con esa ponzoña de la envidia que mata lentamente.

Los parásitos del otro sexo dan, y con mucho, resultados más funestos y de más lamentables trascendencias.

En este país de bendición, tal vez el único en su especie, vive una considerable porción de excedentes sobre todas las listas civiles, sobre todos los productores de todo género.

Cubiertas todas las vacantes, provistos todos los empleos, dedicados hasta á vender cigarros, encajes y listones, algunos miles de atléticos y barbudos cajoneros, sobran todavía algunos miles de excedentes que viven de ver qué hacen.

¡Y viven!

Sin los restos de un patrimonio, sin el capital moral de una profesión, sin el salario de un destino, sin el recurso de una industria, vagan diariamente y pululan por todas partes esos individuos escuálidos ya y desmejorados en virtud de una prolongada dieta forzosa, que se ha convertido en su estado normal.

Á medida que el sol calienta esas hojas sueltas, salen de sus respectivos nidos á ver qué hacen; y van invadiendo el café de San Agustín, el del Progreso, el Infiernito, el atrio de Catedral, las bancas de fierro del jardín de la plaza, el palacio de justicia y los portales.

Por todas partes se tropiezan y se saludan los que han salido á ver qué hacen; sin más bello ideal, sin más sueño dorado, sin más mundo que una peseta.

Y en la tierra de promisión, en la bonachona capital de la república, casi sin excepción, después de algunas horas, esos centenares de excedentes han realizado su sueño, han visto el cielo abierto, han conseguido la peseta.

¡Y viven!

¿De dónde han brotado tantas pesetas? ¿qué mina milagrosa provee á los que salen á ver lo que hacen?

Inventad todo cuanto podáis, recurrid á todos los arbitrios, forjad desde el embuste hasta el crimen, desde la estafa hasta el juego, desde el empeño hasta la venta fraudulenta; poned á contribución el azar, el hurto, la caridad, la mala fé, la intriga, el cobro, el petardo, las buenas acciones, los abonos, los pequeños negocios, las grandes transacciones, y todo, en fin, cuanto os sugiera vuestra imaginación, y encontrareis la mina, esa mina milagrosa que no se agota, y que sostiene á centenares de familias por meses y por años, viendo lo que hacen.

Estas hojas sueltas, estos ceros sociales, como los llamó Hipólito Serán, son el fomento de los litigios, de los petardos, de las estafas, del juego, de los robos, del plagio y de las revoluciones; para ellos son las casas de empeño., las de juego, los cafés sucios, las loterías y las banquetas de las calles.

Hay quienes hayan sentado plaza de hoja suelta, porque jamás han vivido de otro modo: otros atraviesan ese periodo que llaman ta de malas, de una manera transitoria, y los que desaparecen del círculo, aparecen después engrosando las filas de los pronunciados; porque desesperados se han lanzado, por fin, á la revolución; otros resultan ejecutados como plagiarios; otros colocados y disfrutando de la de buenas.

Y estas hojas sueltas tienen mujer é hijos á quienes ven cada veinticuatro horas, como ciertas aves de rapiña que anidan en rocas inaccesibles y distantes, y cada hogar, cada nido de esos pájaros que salen á ver lo que hacen, son otras tantas cloacas en donde vegetan una mujer desgreñada, sucia y enagenada con la atonía de la miseria, y unos hijuelos, embriones de pillo y futuros gusanos consumidores del pan de los extraños.

Y no obstante estudiad esas hojas sueltas; tienen todavía risa en los labios, aún apuran fósforos (café con aguardiente), aún están de gresca, y hasta pueden olvidarse de sí mismos, y hasta perdonarse.

He aquí una de las más encomiadas virtudes del carácter nacional; aquí nada se toma por lo serio, ni la miseria.

Hay ciertos dioses penates bajo cuyo amparo vivimos sin darnos mucho cuidado las vicisitudes del porvenir, entre nosotros todo es transitorio, no parece sino que cada quien tiene presente la corta duración de la vida y está felizmente conforme con todo.

Esos dioses penates se llaman «bolichada»—«negocitos que no faltan»—«la de buenas»—«se hizo la mía»—«proyectito»—«.entompeatada»—¡gregorito»«busca legal»—«echar tratada»—«cambalachear»—cingeniarse»—«buscar la mosca»—«« ser manco»—&c.—&c.

Entre estas entidades encontrareis quien os entretenga días enteros con el relato de sus calaveradas, de sus alternativas, de sus peripecias; encontrareis quien os cuente, como un hecho heroico, como una acción que estáis obligado á aplaudir, que el día en que se casó no tenía con qué amanecer al día siguiente.

Otro os dirá que vivió dos años merced á un compadre suyo, con quien por fin tuvo un disgusto y que ya no se hablan.

Otro os dirá con increíble descaro:

—Yo nada tengo, ni soy nada; pero á mi familia nada le falta.

—¿Está usted colocado? le preguntáis á otro, y os dirá:

—¡No! ¡qué colocación! si las cosas están peor cada día.

—¿Pues qué hace usted?

—Buscar la vida.

—¿Qué anda usted haciendo?

—Nada, os dice un barbón, ando tras de la amanezca.

—¿Y usted?

—Voy á ver lo que bago, figúrese usted, que en mi casa no hay ni lumbre.

Y enseguida se ríe aquel buen hombre, como si os dijera que se ha sacado la lotería.

—Ahora sí, exclama un bruja, ya está aquí el desayuno de la familia, vamos á echar una carambola y aquí hay un real para dos copas de catalán.

—¿Y mañana?

—Dios dirá.

Por supuesto que este Dios que ha de decir algo, es de los penates que hemos hablado, porque el tal tiene sus esperanzas en una estafa.

No hay uno solo (y si lo hay es una rara excepción) que en ese mare magnum de brujas, arbitristas y desheredados, no tenga alguna vez una bolichada que ha esperado con una, constancia de gato, durante seis meses.

En suma, esta numerosa familia vive haciendo el mayor mal posible á la sociedad, sin servirle jamás de nada.

Son los oposicionistas sistemáticos de todo gobierno y de toda autoridad; no son ni contribuyentes, ni productores;, fomentan el descontento y el desprestigio, censuran todo lo que no está á su alcance, se vengan de su mala suerte hiriendo al que está bien, y se nutren con la reputación agena; ni leen, ni se instruyen, no respetan ninguna superioridad, discuten magistralmente, y le echan la culpa al país de lo que les sucede personalmente; para ellos nunca está bien nada, siempre hay mucha miseria y todo está malo, todo está abatido, y es porque un resto de conciencia los obliga á culpar al gobierno, al país, á los ricos y á todos menos á sí mismos; buscan la causa de sus males, que son solo el resultado de su inutilidad y de su pereza, en los acontecimientos públicos y en los que gobiernan; porque todavía no ha habido para ellos un gobierno tan paternal que los haga ricos para siempre.

XIII. Continúa la importante materia tocada en el capítulo anterior. El pauperismo

El desnivel entre productores y consumidores, especialmente si se trata de la mujer, cuya educación se ha descuidado tanto hasta aquí, está produciendo ya los funestos frutos que era preciso recoger.

Todos los excedentes, todas esas hojas sueltas simplemente consumidoras, pesan sobre la familia, usurpando la parte del que la disfruta legítimamente y rebosando la medida de los parásitos, aumentan cada día considerablemente las filas de la prostitución.

Hace veinte años las hijas de la noche pertenecían, casi en su totalidad, á la clase ínfima de la sociedad, pues nadie entonces hubiera puesto en duda la buena reputación de una joven que vistiera seda y cuyo porte pudiera confundirla con las gentes de buenas costumbres; pero hoy, por una lamentable sucesión de consecuencias, las clases superiores pagan ya numeroso tributo á la corrupción, y el cáncer social invade otros círculos, haciéndonos temblar por el porvenir.

Cada uno quiere encontrar el origen de sus males en el estado general del país, sin pensar que el estado general es el resultado de los males de cada uno; estamos acostumbrados á calificar todo lo que nos rodea de transitorio, de provisional, y esperamos en un mañana mejor; no apoyados en el cálculo racional de nuestros propios esfuerzos, sino en una cosa providencial é inesperada.

He aquí la explicación del gran movimiento de las loterías en México y de la persistencia del juego.

Hay una cantidad considerable de personas que no han podido fijar aún su manera de ser, y os encontráis á centenares personas que han sido alternativamente comerciantes, militares, fotógrafos, corredores, empleados y arbitristas.

Y todos estos buscadores que tienen la desgracia de necesitar vivir, se consuelan unos á otros con la identidad de su situación y aceptan la vida bajo la forma que se les presenta, consumiéndose en el cálculo y en la combinación del día de hoy; pero excepto para tomar parte en las revoluciones, no se les ve ningún rasgo de energía ni de fuerza de voluntad..

Estas hojas sueltas son hombres de levita grasienta y sostenida hasta á costa del pudor; pero ni un solo día les ha ocurrido concurrir con su fuerza física al taller de las artes ó al campo del agricultor, para conquistar con su trabajo personal el honroso pan del artesano y del jornalero.

Tal degradación sería imperdonable, mientras que pululando por los portales y asaltando pacíficamente á los transeúntes, alcanzan el pan mezquino de la de malas amenizado, sin embargo, con un paseo por el jardín y con algunas copas de amigos que no faltan.

Y estos hombres se casan y afrontan hasta con la gravísima responsabilidad de erigir una familia, con la plena certidumbre de un porvenir de miseria y de lodo.

Los hay que no pudiendo tener una casa, tienen dos, y jefes de dos familias y troncos de dos ramas, proveen abundantemente al gremio de hojas sueltas, con ediciones doblemente degeneradas y corrompidas.

Esta gran cloaca colocada en el centro de la capital de la república, es el teatro de donde salen los ajusticiados de levita, los plagiarios decentes, los suicidas de veinte años y las niñas alegres.

Y el mal no se corta, sino que por el contrario, se extiende y se perpetúa, preparando sin cesar nuevos frutos más y más funestos.

El pauperismo tomando creces en un país riquísimo en elementos de todo género es una cuestión digna del estudio del filósofo, del moralista y del gobernante.

El patrimonio, base social é indispensable para la erección de la familia, casi ya no es tomado en consideración por los muchos que, á pesar de vivir en medio del positivismo actual, se dejan llevar del impulso de sus pasiones, para satisfacer sus más groseras y apremiantes necesidades, á trueque de preparar un porvenir negro y lleno de horrores de todo género; y aquél á quien un gobierno ó una revolución le quitó su empleo, se viste el sayal del peregrino de ciudad, y enseñando á todos la concha de su destitución, que generalmente es una circular que trae en la bolsa, os da con esto la razón total de sus desgracias, la salvaguardia de sus faltas posteriores, el escudo de sus vicisitudes y la clave de sus esperanzas.

Liberales teóricos que no saben aristocratizar el trabajo, prefieren encubrir al gitano perezoso y dañino,.con el traje del señorito.

Odian las distinciones y se inclinan ante el extranjero constructur, que con el producto de su trabajo, de su inteligencia y de su honradez, está atesorando lo que esos ex-empleados, ex-militares y ex-destinados son incapaces de alcanzar por inútiles y por corrompidos.

Liberales, amantes platónicos de la inmigración, declaman contra el enriquecimiento de los extranjeros y declaman contra todo el que adquiere y medra, pero declaman paseándose en los portales.

Vagos y ociosos por índole, por temperamento y por incuria están esperando una mano misteriosa que los redima milagrosamente Estos peregrinos son los que censuran agriamente á los españoles que se enriquecen en el país; estos son los que hacen alarde de odiar á los gachupines; estos son los que no les bajan un punto de brutos á los comerciantes de abarrotes; y á éstos, en fin, son á los que tenemos el honor de dedicar la siguiente historia, que abandonamos á sil juicio y penetración.

El dueño de un cortijo en una provincia de España, tiene tierra y rentas que bastan á mantener á seis. Este rudo gachupín no lo ha sido tanto que no sume lo que tiene y lo que gasta y reste lo que sobra ó lo que falta..

No ha sido tampoco tan rudo que haya despilfarrado parte del patrimonio en convivialidades ni gollerías, y el rancio gachupín tiene la curiosidad, á cada hijo que tiene, de recontar su haber, de introducir una economía ó dar un impulso á sus bueyes, para que se realice, y no por milagro, aquello de que cada hijo viene con su torta.

Esta economía produce á los doce años una cantidad efectiva; y un día, día del cumpleaños del joven, su viejo padre, después de haber llorado á solas, le dice:

—La tierra ya no alcanza para todos, ya está repartida, éste es el patrimonio de tus hermanas doncellas.

—Ya has visto como el trabajo, la economía y las buenas costumbres traen la riqueza, el bienestar y la paz del porvenir; tu corazón es mío porque yo te lo he formado, pero el mundo es tuyo, porque Dios lo formó para sus hijos; en América hay mucho dinero, y los criollos de allá no quieren ganarlo como nosotros; vé á trabajar allá hasta que seas hombre, sin olvidar mis consejos. Toma mi bendición.

El joven recibe un boleto, un corto apunte con una dirección á Cádiz, otra á Veracruz y otra á México; una pequeña suma para gastos menores y una maleta.

En la última cena recibe las últimas caricias y las lágrimas de los que lo aman, y desaparece de la casa paterna, acaso para siempre.

El joven no tiene más nociones del saber, que los rudimentos de la primera educación; tiene un capital físico que es una constitución vigorosa y sana, resultado de las buenas costumbres, y un gran capital moral, inapreciable en el portal de Mercaderes: el culto al trabajo.

El mundo se reduce para el joven español, durante diez años, á un mostrador y á una trastienda; pero merced á estas tres virtudes, trabajo, economía y orden, el bruto gachupín está á los diez años en aptitud de prestaros, brujas encanijados, perezosos y maldicientes, algunos importantes servicios.

He aquí el remedio contra el pauperismo: pero no hay que cansarse; las hojas sueltas no tienen remedio; nacieron todos para diputados, para generales, para administradores de aduanas, para señores, para personajes, y no para vender cominos ni aguardientes; de manera que mientras los comineros se hacen señores, vosotros gusanos del gran queso de la patria esperáis tranquilos la redención ó la muerte.

En esos momentos empezamos á concebir esperanzas para el porvenir, contemplando un síntoma raro.

Entre las redenciones milagrosas que van escaseando, tenemos el placer de contar la revolución; esta soñada y colosal ventura se está acochinando; el país no se ha incendiado; la mancha de aceite no se ha expandido en el papel de estraza; será ya otra gota de esta clase que se evapora después de las de San Luis y la Ciudadela.

¡Si habíamos de salir ahora con la noticia fresca de que ya se acabaron las revoluciones!

XIV. Las piedras rodando se encuentran

La familia que se abrigaba bajo el techo de doña Atanasia, tenía todas las condiciones necesarias para no vivir en paz; y el único vínculo de unión, aparentemente tranquila, el dique que contenía el torrente de todos los disgustos, como sucede en muchas familias, era el bolsillo de don Fernando.

Un cambio repentino en los asuntos de este buen señor, lo obligó á venir á México para seguir un ruidoso pleito sobre sus intereses; y excusado parece decir que, su puesto que don Fernando no era hombre que quitara el dedo del renglón, determinó mover también á la familia.

Pico, Isolina y doña Atanasia, llegaron á México, donde el destino tenía ya preparada una de esas catástrofes finales que en la vida real marcan los periodos, c son el término de una historia que pasa desapercibida, y que para el novelista son ese tabican tan necesario desde los griegos, para que el lector ó espectador no se quede abriendo la boca.

Doña Atanasia era una hoja suelta, y Pico é Isolina, otras dos hojas sueltas.

México es el cauce final, en el que todas las hojas sueltas de bastidores, y de otras partes, vienen á encontrarse.

Romero del Campo, (¡Romerote!) y su señora, acababan de llegar también.

Don Pepe García era diputado.

El poeta Fuentes había venido con don Pepe García.

Don Femando tomó un cuarto en el Hotel de Iturbide; Pico, Isolina y doña Atanasia, tomaron una vivienda en una casa de vecindad en la calle de León.

Don Pepe García y Fuentes, tomaron un cuarto con dos camas en el Hotel del Refugio, y Romero vivía en una vivienda de la calle del Factor.

Don Fernando vivía sólo, comía sólo y andaba sólo; de día vestido de negro, y de noche embozado en su capa española.

Romero compró un chaleco rojo en la calle del Refugio número 7, y una corbata color de yema de huevo con listas negras; se calzó unos botines de charol primorosamente pespunteados de blanco, obsequio de un extelonero á don Gervasio su patrón, se puso un gabán color de yesca, y guantes verdes; se bañó y se hizó rizar el pelo el primer día, y se soltó por esas calles de Dios, con todo el brío, con toda la visualidad de su orgullo artístico, levantando la frente.

María del Carmen había aceptado la segunda faz de la artista: quiere decir, no se había exhibido deslumbrante y abigarrada sino que había permanecido en su habitación en medio de la incuria y el desaseo, como la única prenda sensible entre todas las prendas de su abundante vestuario que llenaba todas las piezas de la casa, cuyas paredes estaban literalmente cubiertas de espadas, trusas, ropillas, mantos, tricornios, pelucas, botas, armaduras, hábitos, mitras, pantalones, crinolinas y todo un mundo de relumbrones y trapisonda que constituye el nido de una dama kaleydescópica.

Los actores revolotean al rededor del teatro, como las palomas á las inmediaciones de la troje, como pululan las hormigas al rededor del dulce; de manera que cuando los actores no hablan, ven, pero en el teatro.

Todo empresario tiene la amabilidad de permitir la entrada en el teatro á todos los actores en receso, ó de otro teatro; cordial galantería, que no tanto el empresario como los actores mismos, se esmeran en sostener, concurriendo con solicitud, y con el loable fin de comerse los unos á los otros.

La localidad destinada para el empresa rio del teatro nacional entonces, era los palcos segundos vacíos de la izquierda.

Á las siete y media, don Gervasio Miguel Romero del Campo y su señora se presentaron en la contaduría del teatro.

—Caballeros; buenos noches.

—Buenas noches, don Gervasio.

—Mi señora, dijo Romero.

Hubo un movimiento de sombreros en la contaduría, acompañado de un rumor.

—Puede usted pasar á los segundos, dijo el boletero.

—Gracias, dijo Romero; si debo pagar mis asientos agregó poniéndose la mano en la bolsa del chaleco.

—No, señor Romero, qué disparate; puede usted pasar.

—Gracias, gracias, caballeros, y con su permiso....

—Vaya usted, vaya usted.

—Muy buenas noches, señor Romero.

—Buenas noches.

Romero se colocó á poco en el palco segundo número 6. En el palco número 5 estaban Pico, Isolina y doña Atanasia. En el número 4 estaba la pareja Pintado, aquella figurante á quien le decían la pelona, y la caracterísca de la compañía de Romero.

Detrás de Pico y de Isolina estaba una figura completamente arrebujada en una capa española.

Debemos retroceder para seguir los pasos de don Pepe García y de Fuentes, desde la mañana de ese día.

Ni Fuentes ni don Pepe habían dormido bien; cada uno tenía un mundo en la cabeza, aún eran presa del desvanecimiento de la diligencia y de lo mucho que habían comido en la fonda francesa.

—Buenos días, Fuentes, dijo don Pepe á las seis de la mañana, ¿está usted despierto?

—Vaya, dijo Fuentes, hace rato.

—¿Qué le parece á usted México?

—¡Muy bonito! ¿y á usted?

—Hombre, si no fuera por el ruido!... qué de gente! qué gritos! qué de coches! y qué de vendimias! No me han dejado dormir en toda la noche.

—Yo creo que hay muchas gentes que no duermen.

—Por lo menos han pasado coches hasta las dos de la mañana.

—¿Qué le pareció á usted la comida, don Pepe?.

—¡Hombre, esas sopas francesas son detestables y sobre todo, muy caras!

Don Pepe y Fuentes tuvieron abundante materia, haciéndose mutuas preguntas sobre sus impresiones, hasta las ocho, hora en que tocaron á la puerta.

—¿Quién? preguntó don Pepe, que estaba vistiéndose.

—Pase, dijo Fuentes.

La puerta se abrió y entró un oficial de sombrerero, trayendo dos sombreros altos.

—Aquí están los sorbetes.—¿Sorbetes se llaman, no, Don?

Don Pepe García no le llamaba á Fuentes de otro modo, porque se le olvidaba su nombre, siempre le llamaba Don.

—También les dicen cubetas, dijo Fuentes.

—¡Caramba! exclamó don Pepe, es mucha torre ésta para un cristiano! la ver!

Y en camisa, como estaba, se puso el sombrero, y se vió al espejo.

Fuentes saltó de la cama, y se probó el suyo.

—Pero, ¿qué, no estará muy alto, Don?

—No, don Pepe, qué alto; si así los usan todos.

—Oiga, amigo, le dijo don Pepe al sombrerero; que le corten al mío como cuatro dedos.

—A Fuentes le costó trabajo persuadir á don Pepe á que aceptara el sombrero tal como venía.

Don Pepe pagó refunfuñando, los diez pesos, y como el criado de la sombrerería se quedara esperando, don Pepe dijo:

—¡Ah! que amigo! y ahora también querrá su gala; pues hombre, en este México me voy á arruinar, ¡ah! como son todos! ninguno dá paso de balde, ¡vaya, ahí está eso y váyase! El criado se fué y don Pepe continuó:

—Pues yo lo que siento es, no poder ir á la Cámara vestido como quiera, porque eso de ponerse el guardambur todos los días y sorbetorio; ¿sorbetorio se llama, Don?

—No, don Pepe: sorbete.

—Y luego, que con un aguacero, adiós de cinco pesos ¡pues figúrese! sobre la seda ¿qué va á aguantar.

—Para eso hay coches y paraguas.

—Yo traje mi manga de hule por si acaso.

—Pero no se la vaya usted á poner, don Pepe.

—¡Adiós! ¿y por qué?

—¿Con sombrero alto y manga?

—Pues lloviendo....

—Se reirán de usted.

—¡Pues hombre! pues aquí de todo se ríen, ¿sabe que son muy risueños en México?

—Es la civilización, dijo Fuentes.

—¡Ah que usted!—Y usted que sabe más de eso, ¿aquí donde rasuran?

—En las peluquerías.

—Pues ahora iremos.

Una hora después don Pepe y Fuentes salían del hotel con la firme convicción de que todos los que pasaban junto á ellos, se fijaban en sus sombreros altos.

—Oiga, Don, ¿no ve cómo nos miran?

—No haga usted caso.

—Si alguno se ríe de mí le pego.

Entraron á la peluquería de Escabasse y se sentaron cada uno frente á un espejo. Un pilluelo aprendiz hizo una seña á sus compañeros mostrándoles el cepillo de la tortura final: los demás aprendices y oficiales se dispusieron á presenciar una escena más animada que las de costumbre.

Los peluqueros, que en materia de pelos son voto de calidad, son los que conocen mejor que nadie el pelo de la dehesa; y las respectivas melenas de don Pepe y de Fuentes venían oliendo á pueblo sin poderlo remediar.

El peluquero emprendió la transformación con entusiasmo y sin consultar al paciente ni sobre la forma ni sobre la calidad del afeite: después de la poda le regó la cabeza con agua aromatizada y metió los diez dedos en el bosque talado para domeñar los erizamientos, para aplacar las insurrecciones, y usó del cosmético, del aceite y de la pomada, del peine, y hasta de la media caña, para abatir á los últimos mechones rebeldes.

Aquella batida, aquella tanda de presiones, no todas suaves, llegó á persuadir á don Pepe, de que la civilización tiene dolorosas exigencias; pero cuando se vió despojado de la toalla y la bata, cuando el ejecutor le había pasado el último cepillo, cuando por fin soltó á su víctima, fué cuando don Pepe estuvo á punto de renunciar al aseo para siempre.

El aprendiz se había lanzado contra él, cepillo en mano, pero no con un cepillo de cerda, sino con una verdadera escoba de bejucos; y con el objeto de no dejarle pelo ni pelusa, lo barrió de piés á cabeza con una solicitud infernal, con un entusiasmo digno de mejor causa.

Don Pepe esquivaba el rostro por temor á un arañazo de la formidable escoba, que sentía tan pronto por las manos, como por el vientre, por el cuello, por los pies y por todas partes, al grado de parecerle que eran diez ó veinte los muchachos que le cepillaban; pero por un esfuerzo de amor propio, resistió el chubasco imperturbable, no sin censusar amargamente en su interior ese bárbaro refinamiento del aseo mexicano.

—Este bruto hará todo esto por que le dé algo, pensaba Don Pepe, aquí es necesario dar á todo el mundo.

—Toma, le dijo al incansable chico dándole un real.

El aprendiz se tranquilizó completamente.

La misma escena se había efectuado con Fuentes, pero como ninguno de los dos habían vuelto á hablar ni á verse, estaban ignorantes el uno de lo que pasaba al otro.

Ya creían haber dado fin al sacrificio, cuando el peluquero preguntó á Fuentes:

¿Un poco de aroma?

Fuentes contestó afirmativamente, por el deseo que tenía de saber de todo y por temor de parecer inculto si se negaba, de manera que no comprendió la pregunta pero dijo secamente:

—Sí.

—¿Aroma? le preguntaron á D. Pepe.

Y D. Pepe repitió el sí de Fuentes.

Los dos ejecutores simultáneamente soplaron con el pulverizador á la cara de Fuentes y de D. Pepe.

Fuentes se sostuvo, pero D. Pepe dio un brinco que arrancó una carcajada a los oficiales y aprendices de la peluquería.

El soplador siguió inundando el ambiente de aromas.

D. Pepe se repuso, pero no pudo menos que sacar su mascada para enjugarse la cara.

Hasta entonces D. Pepe y Fuentes, pudieron dirijirse una mirada, mirada intraducible, elocuente, la mirada de dos víctimas.

D. Pepe pagó y tan luego como pudo hablar á Fuentes le dijo:

—¡Cómo nos han sobado!

Mientras D. Pepe fué á la Cámara, Fuentes se acupó de hacer varias compras y de ponerse al tanto de los usos y costumbres de la capital.

XV. En el cual termina la presente historia

Don Pepe García y Fuentes fueron al teatro: se instalaron bien temprano en sus asientos y no osaron antes de levantarse el telón, ponerse de pié para mirar á la concurrencia: no estaban provistos de anteojos, circunstancia que hizo notar Fuentes á don Pepe, quien resolvió hacerse de ellos á toda costa al día siguiente.

En el primer entreacto Fuentes, más observador que don Pepe, pudo notar que en los segundos estaba María del Carmen; y lleno de alborozo dijo á don Pepe:

—Mire usted quien está allí, don Pepe.

—¿Quién, Don?

—María del Carmen, nuestra amiga la actriz.

—¡Ah! exclamó don Pepe, ¿pero es ella¿

—La misma.

—¿Y qué hacemos? ¿Necesitaremos pagar para subir á los palcos?

—Creo que no, ¿vamos?

—¿Y si levantan mientras el telón?

—Tenemos tiempo.

—Pues vamos.

Fuentes tomó las señas del palco, y le pareció que estaba resolviendo un difícil problema de distancias, cuyo resultado había de ser dar con el palco que precisamente debía tener número 6 ó número 20.

Fuentes guiaba á don Pepe y cuando ambos llegaron á la puerta de los segundos don Pepe saludó afectuosamente al boletero y le pidió permiso para pasar al palco del señor Romero del Campo.

En el pequeño cuadrado que forman los cuartos de los palcos números 5 y 6, estaban Romero del Campo y su señora. Aquel lugar no es precisamente de los más iluminados en el tránsito de los palcos, de manera que al presentarse don Pepe y Fuentes no fueron al pronto reconocidos.

—¡Señor Romero del Campo! dijo don Pepe.

—¡Caballero! contestó Romero.

—Soy García, el de Santa María del Río.

—¡Ah! ¡señor don Pepe! ¡tanto bueno por aquí!

—Y yo soy Fuentes.

—¡Ah! amiguito.

—¡Fuentes! exclamó Carmelita; ¡D. Pepe!

En el palco número 5 se oyó una exclamación y cierto movimiento que no fué notado por don Pepe.

Pico acertó á salir del palco número 5 en aquel momento, para conseguir un vaso de agua para Isolina que se había indispuesto.

Isolina había oído la voz de don Pepe y le había oído llamar por su nombre.

Pico también había oído hablar á don Pepe, pero estaba muy lejos de reconocer su voz.

Isolina estaba sentada inmediata á la puerta.

Don Pepe pudo contemplarla.

El tigre dominado dentro de una jaula por espacio de algunos meses y que un día, hostigado por un muchacho que le pica, se eriza y ruge, podía dar una idea de la transformación que se operó en don Pepe, al reconocer en Isolina á aquella Guadalupe, cuya pasión le había obligado á cometer tantas atrocidades.

Isolina no quitaba los ojos de don Pepe, pero en su mirada atónita había el aspecto de esa fascinación del pajarillo en presencia del boa.

No sonaba una palabra, ni una sílaba, y sin embargo, la actitud de don Pepe y de Isolina revelaron instantáneamente un drama oculto y terrible.

Don Gervasio, María y Fuentes estaban estáticos. Don Fernando, pues como habrá conocido el lector no era otro el bulto de la capa española, miraba alternativamente á don Pepe y á Isolina.

Así permanecieron todos por unos momentos, que parecieron horas.

Por instantes se desfiguraba el semblante de don Pepe, en el vértigo de la pasión, y por momentos huía la sangre del rostro de Isolina, que llegó á tener el aspecto de un cadáver galvanizado.

—¡Conque eres tú!.... exclamó por fin D, Pepe crispando las manos y como queriendo devorar aquella presa.

Un estremecimiento nervioso agitó el cuerpo de Isolina y levantó un poco las manos, de las que se apoderó don Pepe con una fuerza brutal y la arrancó de su asiento, atravesó con ella el pasillo y entrojen un pequeño espacio que media entre el mismo pasillo y los cuartos de los palcos nones.

Siguieron á Isolina primero don Fernando y Fuentes y después todos los actores que ocupaban los palcos 4 y 5.

—¡Caballero! dijo don Fernando, interponiéndose entre don Pepe é Isolina, esta señorita viene conmigo y no puedo permitir que se la ultraje.

Don Pepe sin oir á don Fernando repetía:

—¡Conque eres tú!... ¡con que te escapaste!... ¡Conque te has burlado de mí!...

Y lanzando un rugido sordo, desagradable, y jadeante por la cólera apretaba los dientes y clavaba en Isolina sus ojos inyectados y brillantes.

Llegaba Pico en este momento con un vaso de agua, y al verse á D. Pepe la sorpresa le embargó completamente, pero reponiéndose bien pronto colocó su cuerpo entre D, Pepe é Isolina, de manera que el cacique se vió precisado á verle, saliendo hasta entonces de su enagenamiento.

—¡Ah! es usted!...... sí usted es el que Y este caballero, continuó dirigiéndose á D. Femando.

Esta escena estaba pasando con su público respectivo, pues Doña Atanasia, la pelona, María y los demás actores formaban un grupo.

—No estamos solos, D. Pepe, le dijo Fuentes al oído: prudencia.

—¡Ah!... ¡ah!... murmuró D. Pepe reponiéndose, los señores.... los señores.... me harán el favor de disculparme.

Y como se dirijiera á los curiosos, estos se movieron, relajando la tensión del grupo.

—Ya levantaron el telón, dijo la pelona, y todos se dirijieron á sus asientos.

D. Pepe, D. Fernando, Pico, Fuentes é Isolina se quedaron en el pasillo.

Doña Atanasia con la sagacidad y el egoísmo que le eran propios, entró también al palco y cerró la puerta.

—Aquí hay algo de una gravedad que me alarma, y creo que deberíamos proceder á fijar nuestros respectivos papeles en esta escena, dijo D. Fernando.

—Sí, continuó D. Pepe, usted, no está en antecedentes.

En todo caso, observó Pico, la demanda la tomo por mi cuenta, señor D, Pepe García; cualquiera que sea el carácter que tomen los asuntos, no me parece que éstos se deben tratar aquí, ni mucho menos en presencia de Isolina.

—¿De quién? preguntó D. Pepe.

—De„„

—De Guadalupe querrá usted decir.

—Sí.

—Es que yo no abandonaré ya un solo momento á esta señora, dijo D. Pepe.

—Eso dependerá de varias cosas, replicó Pico.

—De mi voluntad, dijo enérgicamente don Pepe.

Pico era el que estaba logrando más que los otros el ser dueño de sí mismo, de modo que bien pronto recobró su carácter habitual y poniendo una mano en el hombro de don Pepe dijo:

—Esta es la capital de la República y no Santa María del Rio señor D. Pepe; y como yo ya tengo mis apuntes, no será extraño que los papeles comiencen á cambiarse.

—Es que yo soy diputado, dijo D. Pepe poniéndose bien y sin notarlo él mismo, su sombrero alto, con la misma naturalidad con que el militar dice «soy soldado» llevando la mano á la espada.

—Pero yo soy Pico.

—¿Y qué?

—Que tengo mis apuntes.

—Nada me importa.

—Lo dan á conocer á usted.

—Me conoce todo el mundo.

—No: solo yo; de manera, señor don Pepe, que me permito, á fuer de director de escena, ordenar este asunto.

El señor don Fernando á quien presento á usted, es amigo mío y de ¿Guadalupe? ¿Guadalupe dijo usted? pues sea: el señor don Fernando se llevará á Guadalupe,.

—¿A dónde? preguntó don Pepe con sarcasmo.

—Calma, señor don Pepe, á donde usted no pueda tocarle un pelo.

—¿No?—¡No! ¡no! ¡no! Pues sólo prohíbo á usted;

—¡Mequetrefe! rugió don Pepe....

—Bajito, señor diputado, yo tengo la palabra para una alusión personal; reclamó el trámite, porque según el reglamento, todavía no pasamos al terreno de los insultos ni el pasillo de los palcos es la mejor arena, ni la lengua, por más que sea arma de diputado, es la que yo he elegido para batirme con usted.

—¡Batirse conmigo!

—No hay que asustarse, nada más nos batimos mientras tengo el gusto de atravesarle á usted el corazón, y una vez pasado de parte á parte con una finta en regla, es usted libre para tomar la palabra y para hacer lo que se le antoje.

—¡Usted me provoca!

—No, señor, le doy á usted la noticia.

—Señora, dijo Fuentes, estamos llamando la atención y empiezan á percibirse....

—Vámonos, D. Fernando.

—Don Fernando ofreció el brazo á Isolina.

Pico se acercó al palco, y dijo á doña Atanasia:

—Vámonos.—Caballerito, continuó dirijiéndose á Fuentes, ¿tiene usted la bondad de ofrecer el brazo á la señora doña Atanasia? Por mi parte, continúo la importante materia que está á discusión; sigo con el uso de la palabra, señor D. Pepe García.

Y las tres parejas salieron del teatro.

Una vez en la casa de Pico, se convino que Fuentes no debía perder la función teatral; opinión que Fuentes acojió gustoso con objeto de anudar su interrumpida conversación con María del Cármen.

Don Pepe, D. Fernando y Pico, tuvieron una larga y acalorada conferencia, en la que cada uno se colocó, con respecto á los otros dos, en el lugar que le correspondía.

Don Fernando, sosteniendo, más que nunca, su papel de amigo sincero; pero pensando en que sería una dicha para él, que desaparecieran Pico y D. Pepe.

Pico por su parte sostuvo á sangre fría sus andaluzadas, y con el más perfecto aplomo trató de persuadir á D. Pepe á que debía batirse.

Don Pepe, en quien obraba ya no solo la obcecada pasión por Isolina, sino lo violento de la situación en que se encontraba, tuvo arranques en los que dió á conocer claramente la terrible lucha de sus pasiones salvajes.

Buscaba en vano una solución favorable; pero no tenía más recurso que la violencia; todo estaba en su contra, Isolina ya no estaba sola en el mundo, y sobre todo, Pico, aquel Pico estoicamente resuelto, fríamente dispuesto á matarlo, le parecía un instrumento providencial que le imponía cierta especie de terror supersticioso.

D. Pepe, en Santa María del Río, se hubiera reído de Pico, y el considerarse en México le hacía pensar en que estaba aislado, y el apuntador aquél tomaba proporciones gigantescas.

El resumen de sus tenebrosas elucubraciones fué éste: no transijir con la idea de dejar á Isolina en poder de otro hombre.

—Si Isolina se muriera, pensó, yo sería un león para batirme; pero la idea de dejarla en brazos de otro me acobarda.

En seguida habló con D. Fernando, quien á su vez deseaba que el duelo tuviera verificativo, porque él sería el del provecho.

Pico estaba resuelto á no abandonar un momento á D. Pepe, supuesto que ya había logrado intimidarlo.

Doña Atanasia se presento de improviso en la sala.

—No quería avisar por no interrumpir, dijo, pero se hace indispensable.—Isolina está muy mala.

Efectivamente, aquel último golpe había venido á decidir un funesto trastorno en la constitución ya débil de Isolina. Había caído en una postración horrible, y su semblante seguía más y más desfigurado.

D. Fernando se encargó de salir á buscar un médico mientras Pico y doña Atanasia prodigaban á la enferma los auxilios que les sugería su cuidado.

D. Pepe tuvo ocasión de contemplar á Isolina, y la dominaba, aún en medio de su alarmante estado, con la mirada ardiente de su infernal pasión; buscaba en las ondulaciones de la ropa las lineas de aquel cuerpo deseado, y una mezcla de rencor y de lascivia, de pasión y de odio imprimían en la fisonomía del cacique una expresión tal, que doña Atanasia al contemplarlo, se espantó sin comprender la causa, y murmuró para sí:

—¡Qué hombre tan antipático!

Vino el médico y prescribió que se atendiera á la enferma sin pérdida de tiempo; recetó y se puso en disposición de ayudar personalmente á hacer la aplicación de las medicinas.

Ante aquella inmediata desgracia, se estableció una espontánea suspensión de hostilidades, y cuando se trató de ir á la botica, D. Pepe dijo:.

—Eso me toca á mí; y tomando la receta, salió de la casa, corrió, más bien que anduvo, el tramo que media entre la calle del León y el hotel de Refugio; á la luz del primer farol leyó la receta y en seguida, mordiéndose una mano hasta hacerse sangre, se quedó como petrificado.

La calle estaba en perfecto silencio, y la figura de D. Pepe se destacaba al pié de un farol como si fuera una estatua; pero de repente se oyó una extraña risa, una risa que hubiera hecho pensar á algún transeúnte en las penas eternas, y D. Pepe hecho á andar precipitadamente y llegó al hotel antes que á la botica.

Fuentes despertó pero no chistó, porque prefería seguir soñando con María; noto lo que hacía don Pepe y antes de saber si don Pepe se había acostado, se volvió á quedar dormido.

Don Pepe volvió á la casa llevando la medicina que consistía en una poción narcótica, que debía ministrarse por cucharadas.

Don Pepe tenía algo de médico como casi todos los caciques.

Á la primera cucharada la enferma pareció tranquilizarse; el médico se retiró ofreciendo volver al día siguiente.

Mientras la enferma dormía, Pico y don Pepe arreglaron su duelo definitivamente para el siguiente día.

Doña Atanasia siguió ministrando hasta tres cucharadas.

Transcurrieron dos horas más en el más profundo silencio, silencio pavoroso durante el cual cada uno de los actores de aquella escena estaban entregados á horribles ideas.

Un grito de doña Atanasia rompió súbitamente el silencio.

—¡Isolina se muere!

Todos se precipitaron á la recámara.

Isolina estaba exhalando el último suspiro.

Hubo un momento de confusión.

Pico cayó á los piés de la cama, preso del dolor más grande y más profundo.

Don Fernando estaba estático.

Doña Atanasia llorando, en la cocina.

Y un rayo de luz de la mañana hería al través de un cristal la descompuesta fisonomía de don Pepe, cuyos ojos parecían aún devorar las lineas de la muerta.

La justicia eterna estaba alumbrando con un rayo al único ser que no lloraba.

Pico y don Fernando no podían ver á don Pepe porque sus lágrimas se lo impedían.

Don Pepe tocó en el hombro á Pico y le dijo.

—¿Vamos?

—¡Paz! dijo don Fernando, con tono solemne; todo es inútil.

¡Lloremos!.


Á la tarde siguiente Pico y don Fernando dentro de un coche acompañaban al carro fúnebre, que conducía á Isolina á Santa Paula.

Isolina murió pura, víctima de su honor; y su memoria es ese aroma imperecedero único homenaje digno de la virtud y del amor.

Don Femando perdió su pleito, y se volvió á Toluca para acabar sus días al lado de una loca.

No volvió á salir de noche.

Pico con el alma hecha pedazos, procuró alejarse de México, y emprendió un viaje á Yucatán para unirse con sus parientes.

Un día, después de los primeros, en los que no pudo más que llorar, pensó, cuando iba caminando, en que no había matado al cacique.

—Que viva, exclamó, la muerte es la paz; la vida del criminal es la conciencia que grita, es el remordimiento que no puede matarse á sí mismo.

Pico tenía razón.

El autor entrega á la execración pública y perenne al cacique, con la íntima convicción de que la verdad y la justicia, como los formidables gigantes de la eternidad, ahogan al fin el alma de los delincuentes en la amargura del remordimiento, en la desolación del precito condenado por sus propias obras.


Publicado el 18 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.
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