La Noche Buena

José Tomás de Cuéllar


Cuento



Capítulo I

—Mira, Lupe, ése es mi novio.

—¿Cuál?

—Aquel jovencito de bigote negro.

Lupe le contempló con mirada escudriñadora.

—¿Qué te parece?

—Simpático.

—¡Pobrecito!

—¿Por qué?

—Figúrate que no tiene posadas.

—¿Y tú lo crees?

—Cómo no, Lupe de mi alma, si es tan bueno…

—De modo que van a pasar ustedes separados la Noche Buena.

—Tú dirás; por eso estoy tan contrariada.

—¡Pobre Otilia! ¡Pobres enamorados! Qué gusto que yo…

—¿Que tú qué?

—Que yo no tengo amores.

—¡Hipócrita! ¿Y el general?

—Chist, cállate.

—¿Ya lo ves?

—Bueno; pero esos no son amores. ¡Qué maliciosa eres! Y todo por lo que te conté la otra noche.

—Yo sé mi cuento: y cuando te hablo del general…

—¡Ah, que tú tan mala!

—Una piñata, niñas, una piñata —gritó un lépero interponiéndose entre Lupe y Otilia.

—No, qué piñata ni qué… —dijo Lupe de mal humor.

—¿Conque ya no me la toma usté, niña? —dijo el vendedor tocándose el sombrero—. Como su mercé me dijo que para la Noche Buena quería una novia…

—¿Yo?

—¡Ah que niña! Pos si yo soy el mesmo de la otra tarde.

—Ah, sí, ya recuerdo…

—Conque ¿no juimos a dejarla en «ca» el general?

Lupe se puso colorada.

—Anda, pícara —le dijo Otilia al oído.

—¿Cuánto vale?

—Pos ya sabe su mercé: catorce riales.

—Bueno.

—¿La llevo?… ¿La llevo allá en «ca» el general?… Ya sé.

Y el lépero, con una novia de papel de china en una mano, y un general en la otra desapareció.

—¿Y por qué ha de ser novia la piñata de la Noche Buena? —preguntó Lupe.

—No puedo decírtelo.

—Eres muy mala: ya la otra noche hiciste la barbaridad de poner de piñata un general: ¿qué irás a hacer tú con esa novia?

Lupe y Otilia comenzaron a hablar muy bajo, internándose en la callejuela que formaban las barracas improvisadas en la Plaza de la Constitución; y el jovencito de bigote negro, siguiendo a cierta distancia el movimiento, lograba pocas veces cruzar sus miradas con Otilia, al través de aquel abigarrado conjunto de piñatas, faroles y Santos Peregrinos.

Capítulo II

El hombre de las piñatas había llegado a la «ca» del general, como él la llamaba; pero nosotros, a fuer de historiadores, debemos tener alerta a los lectores nuestros en materias de traslación de dominio y de títulos colorados; porque en los tiempos que corren, no es remoto encontrar un general que no lo sea; y en cuanto a lo de «su casa», se nos antoja que hay asunto para pasar el rato.

Lupe y Otilia llegaron a la casa, cuando ya alumbraba la luz eléctrica.

El de las piñatas entregó «la novia», y recibió los catorce reales; pero mientras calentaba aquellas monedas en la mano, pensaba en que la «ca» del general le era propicia, y que no debía abandonarla. Ofreció, pues, sus servicios a las niñas, llevar ramas de cedro, y aun insistió en que se le comprara la otra piñata que, como hemos dicho, representaba un general.

El tal vendedor era un viejo harapiento, muy conocido en las inspecciones de policía, en Belén y en el Hospital de San Pablo. Los practicantes le habían visto los sesos y las entrañas, y contemplaban a Anselmo, pues tal era su nombre, con el interés científico que les había inspirado aquel borracho, salvado dos veces por milagro de una herida en el vientre y otra en la cabeza.

Lupe y Otilia fueron benignas con Anselmo, y con razón: estas niñas estaban muy contentas, eran muy felices y… y ya irá sabiendo el curioso lector cuántos motivos tenían para sentirse tan bien y tan capaces de generosidad y otras virtudes.

La cocina de aquella casa era espaciosa: la había hecho un joven ingeniero muy hábil y muy ilustrado, de manera que tenía horno de ladrillo. Es cierto que en materia de brasero, la cocina aquella, como todas las de México, estaba a trescientos años de fecha: todavía el «aventador» se sobreponía a las verdades científicas de la pesantez del aire y de la producción del calórico; pero eso era porque el ingeniero había dirigido aquello al estilo del país, por encargo de una tía suya.

Había hasta cuatro criadas, de las cuales dos revelaban, por su facha miserable, su carácter de supernumerarias.

La austera vigilia, la abnegada penitencia y la mortificación de la carne, aparecían de bromita en aquella cocina. La virtud disfrazada y del brazo con la gula, celebraban, como en carnaval, el portentoso acontecimiento de la cristiandad. Lúculo y Heliogábalo asistirían gustosos a la fiesta, entrando por la cocina. El bacalao y el robalo volvían a tomar un baño frío al cabo de muchos meses; las criadas limpiaban romeritos, y condenaban a la nada a algunos millones de generaciones de moscos, haciendo una torta con sus huevos. De blancas rebanadas de jicama hacían figuritas que iban a teñirse con la materia colorante de la remolacha, en la ensalada de Noche Buena; ensalada clásica y tradicional que, en fuerza de mezclar frutas y legumbres heterogéneas, ha dado su nombre a piezas literarias y a cuerpos colegiados; pero que concentra la alegría de los comensales, y es la prosodia de esa cena de familia que lloran los muertos.

Lupe y Otilia recibían a dos cargadores que llevaban cajones con vinos y conservas alimenticias de parte de Quintín Gutiérrez: y cuando acabaron de recibir las latas de pescados y una batería de botellas, leyeron un papelito que decía: «De parte del general N… para la casa núm. 2, calle de… etc. Gutiérrez.»

Y ya eran dos personas hasta ahora las que ceñían la banda al señor de aquella casa: el hombre de las piñatas y Quintín Gutiérrez.

Capítulo III

Hemos entrado a la casa aquella por la cocina; y nosotros somos afectos a dar razón de todas las cosas.

No a todas las casas se entra por la sala, ni la sala es la pieza principal en todas las casas. En la de que se trata, la sala era lo de menos, ordinariamente; pero la Noche Buena, la sala iba a ser la pieza principal; porque iba a haber baile, le había llegado su turno. De manera que era la pieza más nueva.

Siguiendo la buena máxima de dar razón de todo, y con la confianza de autores, pasamos de la cocina al comedor.

Anselmo, el de las piñatas, y un sargento del ejército estaban colocando ramas de ciprés en las paredes y heno en todas partes. Ya tenía aquello esa lobreguez de selva, que cuadra tanto en esa noche de fríos y de vapores, de recuerdos y esperanzas, y, sobre todo, de ilusiones. Se respiraba una atmósfera húmeda e impregnada de ese olor resinoso de las coníferas. Olía y sabía el aire a Noche Buena.

Había una pieza intermedia entre el comedor y la recámara, y que asumía todos los usos y conveniencias; allí se recibían visitas, se confeccionaban trajes, se guardaban comestibles, y se estaba de confianza; por allí transitaban el sargento y Anselmo: era una pieza abierta, en fin, y a manera de vestíbulo, a diferencia de la inmediata que era la recámara, y por donde no pasaban el sargento y otras gentes.

Los criados, que tienen una onomatopeya peculiar, le llamaban, no simplemente la recámara, puesto que era la única, sino «la pieza de la ama».

Aquí de nuestra facultad de escritores para penetrar de puntillas a aquella habitación, a la que muchas personas comunicaban cierto aire misterioso; pero todo sin motivo, al menos ostensible.

Había allí, en primer lugar, la consabida cama de latón amarillo bajo un dosel de muselina, ostentando el espesor de sus mullidos colchones, cubiertos de raso azul, que hacía fondo a las filigranas tejidas que lo cubrían todo. Tenía ese raso y esa filigrana, algo de esa actitud cómica del rubor, que se tapa los ojos con la mano abriendo los dedos.

Lo azul de la recámara, que tenía algo de cielo, no hacía contraste, sin embargo, con el olor a magnolia, que tenía mucho de terrenal.

Reinaba allí aire de silencio: se andaba quedo, porque la alfombra era muelle, y se hablaba quedo… sin saber por qué. Se abrían quedo las vidrieras, no rechinaban como los zaguanes; se sentaba uno quedo, sobre resortes y sobre pluma.

Había un ancho guardarropa con tres espejos, y frente a uno de ellos estaba «la ama», como la llamaban del sargento abajo.

Estaba consultando su talle, en ese elocuente monólogo de tocador, cuyos secretos guarda mejor la mujer que el hombre.

A juzgar por la espalda y por los brazos, aquella mujer era joven, blanca y mórbida. Se tomaba con las puntas de los dedos las costuras laterales del talle para probar si aún era posible rebajar un cuarto de pulgada a su contorno inferior.

No importa averiguar si las mujeres aprenden dibujo en algún establecimiento, porque hay un maestro sin quincena que les corrige siempre con oportunidad todas sus líneas; no sabrán trazar en el papel, pero saben corregir ante el espejo.

Esta corrección fue larga, y la absorbía de tal manera que ni el ruido de toda la casa llamó su atención, de lo cual inferimos que su primer cuidado era la corrección en las líneas de su talle.

Cansados de esperar nos retiramos de aquel cuarto, deseando mejor oportunidad para presentar de frente a nuestros lectores a la ama de la casa.

Capítulo IV

Mientras en la cocina preparaban la ensalada de Noche Buena, alrededor de la «ca» del general se preparaba la ensalada de la concurrencia. Hay casas en que la concurrencia la constituye, no ese círculo íntimo de los parientes de la familia, que hace el encanto del hogar doméstico, sino un conjunto heterogéneo de entidades que meten el buen día en casa y están muy contentos porque tienen adónde ir.

Desde el momento en que el general no era general, y la casa aquella no era «su» casa, los convidados tenían que participar de ese carácter de ambigüedad que va a ponernos en apuros para darlos a conocer a nuestros lectores. Apenas conocemos a Lupe y a Otilia, y esta ignorancia es tanto más disculpable cuanto que en la misma casa aquella no daban detalles acerca de su genealogía, y tenemos que ir a buscarlos a otra parte.

Lupe era hija de un pagador, de esos que pagan seis meses a los demás, y el día menos pensado se lo pagan todo a sí mismos. Dos veces se había hecho esta clase de pagos solemnes; de manera que se había vuelto tan servicial y tan complaciente que dejaba a Lupe hacer y deshacer en la casa del general, especialmente cuando se trataba de prestar servicios a la joven que hemos dejado en el capítulo anterior ajustándose el talle.

Lupe tenía dieciocho años, era pequeñita y, por supuesto, estaba clorótica. Su color era de ese tono del papel secante que se va quedando en la raza mixta al deslavarse el cobrizo azteca; color con que luchaba incesantemente Lupe, especialmente cuando se ponía un sombrero con una pluma muy blanca y muy grande. Tenía el pelo negro y se lo tuzaba en línea horizontal sobre las cejas para formarse lo que ella llamaba «su burrito».

Nadie conocía a su mamá, y sólo se sabía que era bija del pagador; pero eso no hacía al caso, porque Lupe había sabido cambiar de círculo merced a algunas amistades que contrajo en el Conservatorio, a donde concurrió seis meses.

Otilia era una de esas amiguitas de escuela nacional que se había encontrado Lupe; de la misma manera que Otilia se había encontrado a un alumno de la Preparatoria, que era aquel jovencito de bigote negro que no tenía posadas.

Lupe, que ya tenía adquiridos ciertos derechos en la casa del general, arregló que el novio aquel sin posadas pasara allí la Noche Buena.

Por eso Otilia estaba loca de alegría.

Otilia era menos trigueña que Lupe y más alta, pero casi de la misma edad. Ya había aprendido a vestirse y tenía también sombrero con pluma blanca. Esto y el alumno de la Preparatoria eran dos cosas que la hacían feliz.

—Tú dirás —le decía a Lupe llena de reconocimiento— ¿para qué quiero más? Mi sombrero blanco y mi novio: figúrate.

—Y qué ¿te quiere?

—¡Vaya! ¡Si vieras qué versos me ha hecho! Dice que son versos positivistas. Mamá no lo puede ver porque dice que es hereje.

—Todas las mamás dicen lo mismo. Como un novio no se confiese ¡adiós! ya les parece que se va uno a condenar.

—Y dime ¿se confesará el general?

—¡Otra vez el general! ¡Qué mala eres!

—Y tú, qué reservada. Mira si al fin ya sé…

—¿Qué sabes?

—Que los botines blancos que vas a estrenar esta noche, él te los compró.

—Bueno, pero eso ¿qué tiene de malo? Era preciso calzado blanco para esta noche, y ya sabes que el pobre de mi papá no tiene destino. Luego, el general es tan franco, que sin que yo lo supiera va entrando la criada con la canasta para que «me probara pies», y… y qué había yo de hacer. Era lo único que me contrariaba, no tener botines blancos para esta noche.

—Pues yo sí tengo.

—¿El de la Preparatoria?

—¡No, Dios me libre!

—¿Tu mamá?

—No, tampoco. Te diré la verdad, me los fió don Mateo para pagárselos en abonos.

—Bueno, vamos a estar calzadas esta noche como unas princesas.

En estos momentos entró el pagador.

—Mi papá —dijo Lupe.

El pagador venía de ajustar la música. Se echó el sombrero para atrás y se sentó en un sillón.

—Le dije al General que la música iba a costar un sentido si no la buscábamos con tiempo: quieren cuarenta pesos.

—¡Pues que venga! —gritó una voz argentina desde la recámara. El pagador, mucho antes de pagarse a sí mismo, había pagado tributo a la fealdad; su tez cobriza, su bigote cerdoso y negro, y su cabello cortado al estilo de cuadra le hacían conservar su estilo militar a pesar de su saco negro y su corbata de toalla. El ángulo facial del pagador acusaba todavía a la raza africana, y de aquí venía su costumbre de cortarse el pelo muy corto, porque cuando fue soldado raso, y asistente del General, mereció entre la tropa el apodo de «el chino». El general hasta ahora no le decía de otro modo.

Detrás de la vidriera volvió a resonar la voz argentina de la «ama» preguntando:

—¿Qué dice el chino?

—Que la música quiere cuarenta pesos.

—¿Y qué tenemos con eso?

—Que es muy cara.

—Usted no es más que pagador.

—Ya sé que el general paga; pero me parece mucho.

—Mucho ¿por qué? ¡Pobres músicos! Es justo que ganen algo en Noche Buena, no hay más que una cada año.

El pagador se encogió de hombros y al cabo de un rato preguntó levantándose:

—¿Cierro trato?

—Sí —contestó la voz.

—¿De orden de usted?

—De mi orden.

Y el pagador salió sin hablar una palabra.

Capítulo V

Puesto que hasta ahora no hemos tenido ocasión de verle la cara a la señora de aquella casa, daremos algunos datos acerca de su persona. Era muy conocido en México hace algunos años un personaje cuyo nombre nos ahorraría de toda biografía; pero discretamente lo ocultamos para darle el vulgar de Pancho, que era con el que le conocían sus amigos. Pancho había sido militar y su vida era ese tejido de peripecias, de viajes, de transformaciones y aventuras que constituyen la de un número increíble de individuos cuyo modo de ser está ligado a la agitación y trastornos públicos en que ha estado nuestro país durante largos años.

Como era natural, el primer interregno de paz arruinó a Pancho; su personalidad era de esas que sólo pueden figurar en la revolución; no podía servir al ejército permanente por motivos poderosos; era inútil y vicioso, había estado sumariado y se empeñaba en suponer un odio implacable a su persona por parte del Ministro de la Guerra.

—Vea usted el estado en que me tiene el odio del Ministro —decía Pancho como preliminar; y después de enseñar muchos papeles, que nadie leía, acababa por pedir una peseta.

Murió al fin en la mayor miseria dejando en el mundo varios hijos; pero no constituidos en familia, sino diseminados y errantes. Era hija de Pancho una niña recogida por unas tías lejanas y quien a los quince años había probado ya todas las amarguras de la vida; desde la orfandad y el hambre hasta la deshonra.

Nunca es más palpable la necesidad del calor materno para formar el corazón de los hijos que en casos semejantes al que narramos. La madre deposita no sé qué gotas de dulzura en nuestra alma, no sé qué gérmenes tan puros, que son como lazos misteriosos que nos ligan a lo bueno por toda nuestra vida. La hija de Pancho estuvo ligada a la virtud por las circunstancias y no por los principios, de manera que cuando pudo levantar una punta del velo que le ocultaba los placeres del mundo, escapó, como una alimaña presa, por el primer resquicio por donde vió la luz.

Desde entonces esa niña fue una de esas entidades parásitas, cuya cifra aumenta de una manera alarmante en las modernas sociedades, y que dan a la ciencia sociológica materia ardua y trabajosa en los problemas insolubles del bienestar de los pueblos.

Fuera de la urdimbre tejida por la moral y el amor al calor de la madre, por la pedagogía al arrimo de la observación y la experiencia, y por la ley social al impulso de la filosofía, la mujer sale al mundo formando un gremio inmenso que atraviesa la vida por su propia cuenta, rompiendo con todos los principios de la ley moral, con la institución de la familia y con el destino de la mujer en la humanidad.

De la actual organización de las sociedades y al través de los diques de la ciencia y la moral, se desborda el torrente de una filosofía terrible, cuyas adeptas pueblan las grandes ciudades del mundo, abriendo con sus dedos color de rosa un abismo profundo donde se sumerge la riqueza pública.

«Esas señoras» eran antes «esas mujeres». Debemos, pues, convenir en que la sociedad moderna, menos exigente y meticulosa si se quiere, deja hoy, muy de su grado, más ancho espacio a la irrupción de esa falange femenina.

Estos ligeros apuntes sirven para comprender mejor las líneas fisonómicas de… la señora de aquella casa, y cuando las tracemos, si el lector lo medita, encontrará sobre qué pasta puede estamparse la fotografía de la belleza; como si lo estudia, sabrá que hoy la fotografía, tan adelantada como está, estampa también sus negativas sobre piedra y sobre acero.

Es tiempo, pues, de decir que la señora de la casa era la hija de Pancho, el militar mendicante; que se hacía llamar Julia, sin que acertemos a decir si ese era su verdadero nombre, y que había venido a parar a manos del general en el torrente de esa filosofía mujeril de que hemos hablado, a la sombra de la paz de la República y al calor de la Tesorería general.

Capítulo VI

Julia era lo que se llama una belleza a la moda. Tenía la estatura mediana de la raza meridional y sus movimientos estaban impregnados de esa pereza voluptuosa propia de la mujer que vive sólo para agradar. Desde que había roto con las consideraciones sociales, se había entregado de lleno al culto de sí misma. No importa averiguar en qué dramas había jugado el papel de protagonista; pero estos dramas la habían dejado, a pesar suyo, cierta sombra de tristeza concentrada y profunda, sobre la que pasaban los fulgores de sus risas como la luz de los relámpagos sobre los pantanos infectos.

Del fondo de esa tristeza salían sus fantasías más extravagantes. Una noche, la noche del 15 de diciembre, esperaba al general a la hora de costumbre.

—¿Qué quieres? —le preguntó éste, apenas Julia iba a articular un deseo.

—Posadas —contestó secamente.

—Posadas ¿y vamos nosotros a rezar a los Santos Peregrinos?

—¿Por qué no? Y a cantar la letanía. Tengo ganas de oírte cantar.

—¿Lo has pensado bien?

—¡Vaya!

—¿Posadas entre dos?

—Te haces el niño. Te figuras que me voy a conformar con sólo tú.

—¡Cómo!

—Tendremos, por supuesto, una concurrencia competente.

El general no pudo contener un gesto de desagrado.

—Ya te comprendo, general. No te hace gracia la concurrencia; pero pierde cuidado, que no he de convidar ni a tu mujer ni a tus hijas: son muy estiradas. No me gustan a mí esas gentes.

—¿Pues a quiénes? —preguntó el general, mordiéndose los labios.

—Lo vas a ver. En primer lugar a Lupe y a Otilia ¡pobres muchachas! Están alborotadísimas.

—Bueno.

—Bueno ¿eh? con que bueno. Ya verás como no tengo mala elección, sobre lodo, respecto a Lupe.

Y esta frase fue acompañada de un gesto de odio que se confundió en el acto con una linda sonrisa.

El general bajó los ojos adivinando el gesto, y los levantó para recoger la sonrisa. El general era estratégico y sabía en qué circunstancias practicaba su táctica sublime.

—En seguida —balbució Julia— en seguida… las dos muchachas de allá enfrente.

—¿Vendrán?

—A posadas ¿por qué no?

—¿Y de hombres?

—¿Crees que no hay hombres?

—Sí, pero…

—Sí, pero… —repitió Julia remedándolo—. ¿Sabes que estás muy fastidioso esta noche? Y mira, en resumidas cuentas, hemos de hacer posadas, y has de cantar conmigo la letanía, y te he de dar tu vela, y hemos de romper la piñata, y hemos de hacer todo lo que me diere la gana ¿lo entiendes?

—Está bien, Julia, se hará todo lo que tú quieras. En cuanto a mí, prefiero nuestra soledad.

—Ya lo creo, egoísta ¡nuestra soledad! Yo estoy aburrida con eso. Tus visitas se van haciendo monótonas, y necesitamos cambiar de táctica, señor general.

Julia se levantó para ir a consultar su peinado ante un espejo. Ella sabía en qué circunstancias era conveniente que el general la viese de pie. Al levantarse hizo lo que esas flores que reposan un largo rato y son después movidas por una ráfaga de brisa: impregnó el ambiente de perfumes. Estos perfumes entraron por las narices del general, y fueron a escribir el «V.º B.º» de las posadas en su cerebro.

No ha entrado en nuestro plan describir esas posadas, y sólo sí la Noche Buena, que es el asunto de esta crónica.

Julia ha nombrado a «las muchachas de allá enfrente», y como van a formar parte de la concurrencia, las daremos a conocer a nuestros lectores.

La casa aquella tenía cuatro viviendas. Frente a la de Julia vivía una señora, madre de dos pollas y otros cinco muchachos: siete vástagos de un empleado en Hacienda, avejentado prematuramente por falta de poda y sobra de fruto, como muchos árboles. Este matrimonio estaba hacía quince años resolviendo el problema social más insoluble del pauperismo: crecía y se multiplicaba sin crecer ni multiplicarse las rentas. El divisor del pan en la luna de miel se multiplicaba cada trescientos sesenta días con mengua progresiva de la nutrición, del calor y de la vitalidad de la familia, que iba perdiendo savia en la proporción en que los frutos se alejaban del tronco, de manera que Juvencia, la mayor de las hijas, era la más robusta y la más inteligente; le seguía Lola, clorótica, después Pedrito, con muletas, en seguida Juan, hecho una espina, luego Enriqueta, sorda desde el tifo, y tres niños enclenques, de los que el último estaba hético.

Juvencia y Lola, a pesar de la miseria de su casa, estaban presentables en ocasiones solemnes como la de las posadas en casa del general. La mamá de estas niñas no había vuelto a ver la suya desde que se casó. Modelo de abnegación y sufrimiento, había renunciado al mundo por completo sin esfuerzo y sin alarde. Era una de esas santas esposas que abundan tanto en México, y sólo en México, para quienes el matrimonio es un ataúd abierto del que no sale ya sino el alma en el último día.

Se había opuesto mucho a que sus hijas fueran a las posadas del general, pero su marido era poco escrupuloso en esta materia porque, según él decía, había visto mucho.

—Nosotros —decía hablando con su mujer— no tenemos obligación de pedir a las gentes su partida de casamiento. Aquí pasa Julia por mujer del General, y como tal debemos tratarla.

—Permíteme —replicaba su mujer envuelta en un tápalo negro— permíteme que te diga que no hay en la casa quien ignore lo que pasa. Bonitas las vecinas para no desmenuzar esa clase de asuntos.

—Bueno, supongamos que así sea: el General me ha invitado personalmente, y ya sabes que yo necesito estar bien con el General: es muy amigo de Fuentes Muñiz, y ya comprendes que yo no había de aventurar mi posición por un escrúpulo de conciencia. Además, la concurrencia de estas noches ha sido selecta: han estado allí dos diputados con sus señoras.

—¿Con quién?

—Con sus señoras.

—Enhorabuena; tú dices que no tenemos obligación de pedir a las gentes su partida de casamiento.

—Ya se ve que no. Y por otra parte, yo no he visto ningún desorden, la concurrencia se ha portado decentemente, y Julia, si la vieras, ha hecho los honores como una marquesa.

—¡Qué gusto que no la he de ver!

—Sí, ya sé que le tienes mala voluntad.

—No, lo que tengo es estar indignada contra una sociedad que tiene tan en poco las leyes del decoro.

—¡Cáspita! ¡Qué elocuente estás! Mira, tengamos la fiesta en paz y no hablemos más sobre el asunto; porque lo que son mis hijas han de ir al baile ¿qué puede sucederles si van conmigo? Las niñas estarán siempre bien en todas partes al lado de su padre.

Capítulo VII

Julia se iba saliendo con la suya. El baile de la Noche Buena estaría concurrido y vendrían a rendirla homenaje los amigos del General y otras personas. Con esto experimentaba Julia una satisfacción íntima, que la reconciliaba con el sinnúmero de humillaciones que habían sufrido en su vida.

Una de las mejores modistas de México acababa de enviarle el traje para el baile. Era un vestido color de rosa pálido con encajes y flores, que, decididamente, iba a estar en perfecto contraste con los de Lupe y Otilia, y muy especialmente con los de las «muchachas de allá enfrente».

Los dos diputados que habían llevado a «sus señoras» no habían sido de los concurrentes más asiduos a las posadas; porque tanto a ellos como a ellas les había parecido Julia muy orgullosa. Pero uno de los diputados había tenido ocasión dos noches antes de convencerse de que Julia no era precisamente orgullosa.

Esta clase de descubrimientos, hechos por los diputados, suelen ser un tanto cuanto trascendentales, al grado que la fortuna del General comenzaba a ser motivo de envidia.

Al General le había sucedido una cosa que sólo él sabía. Cuando conoció a Julia desempolvó de entre sus trofeos las rosas de su primera juventud, y se sintió vigoroso y en su pleno derecho para agregar a su vida un episodio de amor. Se entregó de lleno a aquella aventura galante y le pareció la cosa más natural del mundo el permitirse ese pasatiempo. No hacía un año que tenía a Julia y ya había probado mil veces los inconvenientes de su conducta. Su mujer y sus hijas se iban convirtiendo en un severo e interminable reproche, que no podía olvidar; procuraba realzar los defectos de su mujer para buscar en ellos una justificación, y so pretexto de negocios aportaba por su casa lo menos posible. Ya había hecho tres viajes a León en el nuevo ferrocarril y dos a Cuautla, según su mujer y sus hijos, y tenía pendientes otros viajes imaginarios a otras partes.

Mientras fue un marido fiel, no fue celoso y vivía tranquilo; pero ahora se había vuelto un Otelo. Los diputados y algunos otros amigos a quienes se había permitido llevar a la casa de Julia, trataban a ésta con cierto sans façon que le hacía hervir la sangre. Estos amigos se permitían hablar muy libremente delante de Julia y la miraban de un modo inconveniente.

Ante semejantes familiaridades, el General pensaba en todo lo que le costaba aquel capricho y se resistía a confesarse a sí mismo que no era feliz. Echaba de menos la tranquilidad que muchas veces le pareció monótona. Había llegado al extremo de que sus visitas a Julia eran más por cuidarla que por verla. En suma, el general estaba haciendo una de esas calaveradas para las que se necesita el aturdimiento de los jóvenes y él, a su pesar, ya no podía aturdirse; la verdad se le revelaba desnuda y no obstante sostenía la situación por amor propio.

En cuanto a Julia, nunca le había profesado cariño; la había sacado de una situación embarazosa y casi terrible y se había acogido a aquel salvador provisional que pagaba la casa y la modista. Además, el General era feo y celoso; Julia no pensaba más que en buscar una oportunidad para desprenderse de aquel compromiso.

El diputado y Julia estaban a punto de coincidir en ideas a este respecto, pero las ideas de esta clase no se definen sin champaña. Don Quintín Gutiérrez había enviado dos cajas para la Noche Buena.

Capítulo VIII

En Noche Buena se hace indispensable visitar la casa por la cocina porque allí está la acentuación de la fiesta, que, como en todas las de la cristiandad, se empieza por comer doble. Todas las operaciones preliminares de la cocina estaban desempeñadas por expertas manos. Sentados en un mismo cajón estaban una de las más marisabidillas maritornes de la casa y Anselmo, el hombre de las piñatas.

La maritornes era la que limpiaba romeritos, y Anselmo la ayudaba. Esta ocupación monótona les permitía conversar, y a nosotros escucharlos.

—Ah, que usted tan inocente —decía Anselmo con sorna.

—¿Yo inocente?… Ni sabe.

—Pos si yo conozco a Potra ama. Yo barro allá cuando se ofrece, y doña Petra, la cocinera, es mi conocencia.

—Y ella le cuenta…

—¡Pos vaya! Ora me dijo doña Petra que el General se había ido a León.

—Ande usté, don Anselmo.

—Por vida de usté.

—Quiere decir que el General anda viajando. Esta noche es Noche Buena —me soltó cantando la limpiadora de romeritos.

Noche de comer buñuelos —dijo una criada ronca.

En mi casa no los hacen —agregó Anselmo— por falta de harina y huevos.

Una carcajada general siguió a la copla, tan sabida de todos, como bien aplicada a las circunstancias.

—Entonces —dijo en voz baja la de la copla a Anselmo— le cuenta a la cocinera…

—Son buscas legales, amita, cad’uno se ingenia y cad’uno tiene sus contestas; y los probes vivimos de los señores particulares, y por eso mesmo se me aprecia, y saben las personas quién es Anselmo, porque, con perdón de usté, doña Trinita, yo no me tomo la mano en decirlo, porque…

—Y luego que cad’uno…

—Pos usté verá.

—Y en eso cada cual…

—Cad’uno con su concencia, como dice el padrecito.

—¿Qué padrecito?

—El que me confesó en San Pablo.

—¡Con que se confiesa!

—Pos no… con el menudo defuera, pos cuando no, doña Trinita.

—¿Y cuándo fue eso?

—Cuando el trastazo que me dieron.

—¿Ónde?

—En la pulquería de don Adalid, que por poco la raspo.

—¿Y se alivió?

—¡Ah, qué usté! Conque me compusieron los praticantes: y míreme todo debido a la aguja; porque me cosieron, doña Trini, como forro de pelota.

—¡Caramba, con don Anselmo!

—Somos juertes los hombres, por vida de usté, mi alma.

—¡Yo cuándo! ¡Dios me libre!

Aquel drama, no obstante la limpia de los romeritos, daba ya a los interlocutores el interés que inspira la leyenda de Píramo y Tisbe.

Doña Trini, como la llamaba Anselmo respetuosamente, se quedó pensativa.

En aquel momento asomó la cabeza el Chino, el pagador aquel, padre de Lupe, y preguntó en voz alta:

—¿El General?

—No está por aquí —contestaron varias voces.

No bien dió la vuelta:

—¡Dizque el General en la cocina! —dijo Anselmo—. ¡Ah que Chino!

—Y usté ¿cómo sabe que se llama el Chino? —preguntó Trini.

—Yo no digo que ese sea su apelativo, pero así se llama.

—Usté conoce a todo el mundo, don Anselmo.

—Pos si esa es mi incumbencia; cuando uno corre mundo… pos al Chino… vaya… al Chino yo le sé los pasos, y sernos conclapaches, sino que cuando los amos salen de Belén ya no lo conocen a uno.

—Oiga que malo es don Anselmo; dice que conoció al Chino en la Tlalpiloya —dijo Trini a su vecina.

—¡Adiós!

—Por vida de ustedes; pero que no lo oiga, porque ora es muy amigo de la polecía, y luego le buscan a uno ruido.

—Yo he visto al Chino con don Narciso el gendarme —dijo una criada.

—Echando tequila, por supuesto.

—No he visto tanto.

—El tal don Narciso siempre está beodo, con perdón de ustedes —dijo Trini— que lo diga mi rebozo; si no he llevado el de bolita la otra noche, me lo rompe del tirón que me dió.

—¿Qué noche?

—Cuando fuí por los pambacitos compuestos para la niña.

—Esa noche todos estaban trompetos.

—Hasta el General —dijo la cocinera, haciendo salir la voz entre sus dos manos.

—Cállese doña Lola, porque si la oye la niña…

—¿Qué?

—Le ajusta las cuentas.

—¿Y a mí qué? Las de la calle del Arco están que se las pelan por mi sazón; y allá sí le dan a uno para las tandas, y se acuestan temprano; no que aquí… de que dan champaña… ¡adiós! Las tres y las cuatro de la mañana, y una en pie.

—No me hable usté de la champaña, doña Lola; cuando oigo los taponazos, por vida de usté que me pongo de flato.

El Chino había ido a buscar por la sala al general para darle cuenta de una de las cien comisiones que había desempeñado.

—¿El General? —preguntó en voz alta.

—No ha venido —respondió Julia con voz sonora—. ¿Qué quería usté?

—Decirle que el Lic. Penichet no estaba en su casa, que don Antonio no puede venir porque está constipado; que las otras niñas harán lo posible por pasar un ratito.

—Pues ¿quiénes vienen, por fin? —dijo Julia con impaciencia.

—Pues vienen los dos diputados, las otras señoras y Rosalitos.

—Sí; de Rosalitos ya lo sabía, es tan amigo del General y… es tan bueno. Mucho me alegro de que venga Rosalitos.

Y ya eran dos personas de quienes Julia se alegraba que fueran esa noche: uno, de los diputados y, dos, de Rosalitos.

Capítulo IX

Las primeras horas de la noche iban transcurriendo con lentitud en medio de los infinitos detalles de los preparativos.

El Chino y Otilia ponían velas de estearina en los candelabros.

Lupe se ocupaba del tocador y del comedor a un tiempo. En la cocina había aumentado el personal de la servidumbre con dos o tres muchachos de la vecindad que habían ido a ver a la cocinera por si se ofrecía algo. Desde luego encontraron ocupación, pelando cacahuates y picando las frutas para la ensalada. Julia seguía haciendo grandes preparativos de tocador. Usaba una crema para la cara que necesitaba dos manos en el intermedio de una hora, y había inventado para aquella noche darse los «últimos toques», como los llamaba una amiga suya. Estos toques consistían en ponerse una línea negra muy delgada al borde de los párpados inferiores, y en pintarse los labios con un carmín que le habían regalado.

Eran las nueve cuando acertó a llegar el primer concurrente: era el novio de Otilia; ésta lo recibió en la antesala porque la casa estaba todavía en desorden y a oscuras.

Esta oscuridad le pareció al novio una idea luminosa.

Otilia encontró que como no se había vestido, la oscuridad le era propicia. Así haría más impresión en el ánimo del novio cuando la viera a toda luz. Su diálogo fue interrumpido por la llegada de dos criados de Fulcheri que venían cargando un contingente de repostería para la mesa.

A eso de las diez, el sargento del ejército empezó a encender las lámparas y las velas de los candiles, cuando entraron los músicos. Entre dos traían el contrabajo.

Al contrabajo y a las mujeres bonitas se les recibe siempre con una sonrisa. Yo no conozco todavía una persona bastante seria que vea impasible un contrabajo; no precisamente porque ese instrumento sea risible, sino porque asoma siempre en ocasión solemne, revelando un programa de alegrías.

—¡Ahí está el «tololoche»! —gritaron unas muchachas en la cocina. Lupe y Otilia le dirigieron una mirada lamiéndose los labios a la idea de la danza. El pollo de la Preparatoria pensó, sin quererlo, en la cintura de Otilia. Hasta el Chino sintió los pies ligeros a pesar de lo mucho que lo había hecho andar el general.

Julia acababa en ese momento su toilette y no pudo resistir al deseo de ver el contrabajo que acababan de acostar de lado en la sala por temor de recargarlo sobre los cuadros.

A la sazón la sala estaba iluminada y sola. El novio de Otilia aún permanecía en la antesala.

Julia dejando tras sí la larga cola de su vestido rosa pálido, se puso a contemplar el instrumento. No había visto nunca un contrabajo a sus pies, ni de cerca, y lo interrogaba como esperando una respuesta de aquellas tres cuerdas rígidas y llenas de polvo de pez. Le parecía que aquel cetáceo de la música se había echado a propósito para rendirla homenaje y estaba allí humillado como el General. Todo aquello era su obra, su voluntad, su capricho, y la prueba palpable de su dominio; el contrabajo hablaba a su orgullo en silencio antes de hablar a los demás de armonías y de amor.

Julia no podía menos que sentir cierta simpatía por aquel instrumento. Levantó la falda de su vestido y parándose sobre un pie levantó el otro para herir una de las cuerdas con la punta de su brillante zapato de raso blanco.

El contrabajo exhaló una especie de rugido sordo que hizo estremecer a Julia, quien soltó su falda y volvió la cara en torno suyo para ver si la habían observado.

El novio de Otilia, que había visto esta escena al través de la vidriera, retrocedió un paso para no ser descubierto, porque juzgaba la ocasión poco a propósito para presentarse.

Julia pasó del contrabajo al frente de un espejo para pasarse la última revista.

Un momento después comenzaron a entrar las visitas, que se introducían por su propia cuenta, y previa una salutación que, entre las señoras iba acompañada de esa noción de abrazo que consiste en ponerse en los hombros recíprocamente la punta de los dedos.

Julia casi no conocía a aquellas gentes, y comenzaba a realizarse aquello de que la concurrencia iba a ser otra ensalada de Noche Buena. No podía ser de otro modo.

Entraron por fin dos jóvenes, quienes con aire resuelto se dirigieron a Julia. Uno de ellos le tendió la mano y estrechándola con familiaridad, le dijo:

—Te presento…

Una risa simultánea cortó la frase. Julia y el presentado se conocían.

—¡Ah! Ustedes…

—¡Vaya! —dijo el recién venido.

Y mientras el que presentaba al otro fue a dejar los abrigos de los dos, el conocido viejo se sentó al lado de Julia.

—No vayas a salir con una de las tuyas —le dijo Julia.

—¡Qué linda estás! Te sienta bien la banda.

—Grosero.

—Tú eres la que empiezas con una de las tuyas.

—¿Quién te dijo que yo tenía baile?

—Perico.

—Oye ¿conoces al General?

—En campaña; pero no lo trato en cuartel. ¿Es celoso?

—¡Malo!

—¿Lo es?

—Sí, hombre de Dios.

—¡Qué danza vamos a bailar tú y yo! Como en Guadalajara.

—Loco.

—Sobre que te digo que te sienta la banda.

Entraron los músicos y levantaron el contrabajo, desenvainaron un trombón, un violín, un pistón y flauta.

El contrabajo lanzó el mismo quejido que le había arrancado Julia con el pie; tanto que ella lo reconoció, y recordó la escena que acababa de pasar.

Los músicos, después de templar sus instrumentos y conociendo que la concurrencia todavía no estaba dispuesta a bailar, tocaron la obertura de Guillermo Tell.

Todavía no llegaban ni los diputados, ni el General, ni Rosalitos.

Capítulo X

La sala había quedado completamente iluminada. De un par de candelabros de 24 luces, que el General había comprado en un remate, se desprendían haces luminosos que, arrancando al tapiz blanco y oro de la pared reflejos metálicos, arrojaban como una cascada de hilos de plata sobre el vestido rosa pálido de Julia. Parecía que adrede algunas de las velas esteáricas del candelabro estaban enviando rayos directos a los párpados superiores de la reina de la fiesta, y aquellos rayos, como las palomas que se posan en una cornisa de mármol, proyectaban su sombra a los ojos de Julia, y no así como quiera, sino que debajo de esa sombra estaba escondiéndose aquella línea negra del párpado inferior que Julia se había pintado por la primera vez.

Este valioso préstamo de la luz de la estearina estaba dando a los ojos de Julia un valor sin límites, de que ni ella misma se daba cuenta. Tenían sus ojos un fondo de pasión y de fuego tal, que la mirada habitual de Julia, de suyo penetrante y mal intencionada, tenía ahora un poder misterioso e irresistible. Tanto así influye en el dibujo el más ligero toque maestro en las líneas del ojo; tanto así está el pobre hijo de Adán en esta vida bajo la influencia de una línea de carbón y del toque de luz de una vela. Lo confesamos ingenuamente: los ojos de Julia aquella noche, por un conjunto de pequeñas causas, de esas que pasan inadvertidas para todos, eran unos ojos capaces, como el genio del mal, de conducir las almas por la senda del pecado. Con decir que el Chino, el pagador aquel, servicial e inofensivo y que era el factótum de la casa, se quedó alelado por largo tiempo contemplando a Julia; y la contempló con tal ahinco que ésta no pudo menos de preguntarle:

—¿Qué me ve?

—¿Yo?

—Sí.

—Pues oiga usted —dijo acercándose y metiéndose los cuatro dedos de la mano derecha entre el pelo— oiga usted… la verdad… luego usted se enoja conmigo… pero…

—Bueno ¿qué, por fin? Diga usted lo que quiera, hombre de Dios.

—¿Digo?

—Sí, sí, sí.

—Pues la verdad, la verdad, que está usted muy linda esta noche.

—¿De veras?

—Por vida de usted.

—Vamos a ver ¿qué tengo de linda? —preguntó Julia abriendo con las dos manos su abanico de plumas de marabú.

—¿Yo qué voy a decir sin que usted se ría de mí? Y yo…

El pagador parecía conmovido.

—Y yo… —continuó— yo también tengo gusto.

—Pues ya se ve —dijo Julia animándolo—. Vamos a ver ¿qué dice usted de mi vestido?

—No es eso lo de más; ese vestido lo lleva usted como una reina; pero la verdad, es otra cosa…

—Otra cosa ¿qué?

—Otra cosa la que… la que me está poniendo triste.

—¡Triste! ¡Habráse visto!

—Sí, triste, la verdad.

—Pero ¿qué es lo que le pone a usted triste «chinito»?

Este «chinito» produjo calofrío al pagador; salió de los labios carminados de Julia, entre las plumas de su abanico que se había acercado a la boca, y llevó basta las tostadas narices del Chino, con el aliento perfumado de Julia, un torrente de aromas que hizo vibrar todos los ramos nerviosos de aquel desgraciado como con un contacto eléctrico, al grado que el Chino palideció y se le atoró la frase en la garganta.

Julia, que se había acercado para decirle «chinito», lo observó, y con esa penetración rapidísima de que sólo es capaz la mujer en estas ocasiones, lo comprendió y fingió en el acto no haberse fijado en todo aquello; pero para ella misma fue la palabra «chinito» la clave de tan inesperada emoción.

—Siempre trato mal a este pobre —pensó Julia— y ahora que le dije «chinito» se ha conmovido. Se considera tan lejos de mí… Estoy bien, muchas gracias —se interrumpió, contestando al saludo de los diputados y de Rosalito, que entraban en aquel momento.

—Me deslumbra usted —dijo uno.

—Encandílese —contestó Julia, haciendo un guiño.

—Está usted elegantísima esta noche —agregó el otro diputado.

—Me lo acaban de decir; pero no había querido creerlo.

—¡Sabes, chico, que la Generala es un bocado de cardenal! —le dijo un pollo a otro, bien seguro de que acertaba en su calificación.

—¿Tú crees?

—¡Vaya! Mira, voy a pedirle una danza.

—A que no.

—Lo vas a ver. Señorita —dijo acercándose a Julia— ¿seré tan dichoso que me dé usted la otra danza?

—¿Cuál?

—La que sigue de ésta.

Julia se lo quedó viendo. El pollo tembló hasta que Julia dijo sí con un movimiento de cabeza.

—Mil gracias —dijo el pollo como si hubiera sacado el primer premio de matemáticas.

—¿Y cuál es la mía? —preguntó el diputado predilecto, quiere decir, aquel de quien hemos dicho que había averiguado que Julia no era tan orgullosa como parecía.

En estos momentos comenzó la danza.

Julia se tomó del brazo del diputado… El General entró en la sala, el Chino se salió al comedor para destapar la primera botella de coñac, después de un soliloquio que concluyó por una idea negra. ¡Pobre pagador! se refugiaba en el coñac como el perro sobre la basura.

El diputado, por su parte, abrió la sesión secreta de reglamento, y le bailó a Julia toda la danza en el oído. Julia aprobó la primera proposición con dispensa de trámites, y al pasar junto al General, que no podía disimular su mal humor, le dijo:

—¡Así me gusta! Yo creí que no venías. —Y antes de aguardar la respuesta, dió la vuelta de la media cadena de la danza, y quedó en dirección opuesta al General.

El diputado formuló voto particular en la forma de un apretoncito de mano, que Julia mandó agregar al expediente.

El diputado era un poquito más alto que Julia y tenía piocha; y como acababa de ser peinado en la peluquería para baile, el pícaro del peluquero le había cargado la mano de pomada húngara, para formarle punta en la barba; y esta punta no era ni rígida, ni tan sedosa que dejara de producir impresión en la epidermis del hombro izquierdo de Julia, al grado que ya dos veces había sentido, según ella decía, la «muerte chiquita».

Como los pescadores de perlas, Julia había recogido en la primera buceada dos impresiones notables: la palidez del Chino y la puntita de la barba del diputado.

La sala aquella se había llenado sin saberse cómo; los concurrentes entraban y sin ceremonia se mezclaban en la multitud; había gente en la antesala, en el corredor, en la recámara de Julia, en toda la casa. El General se sorprendía de verse tan honrado, y conoció al primer golpe de vista que su papel era bien secundario; casi no conocía a nadie. Arrepentido de su condescendencia y cruzando con dificultad entre los concurrentes, le llevó al comedor la misma inspiración que había llevado al Chino. Allí se lo encontró delante de un vaso y de una botella de coñac.

—Un poco de coñac, mi General.

El General extendió la mano, y el Chino llenó medio vaso y se lo dió. El General tomó unos tragos, sin hablar una palabra, y dirigió la vista en torno suyo. Al contemplar todo aquel aparato, criados de Fulcheri, cajas de vino, loza y cristal en abundancia, y tantas gentes que mandaban y trabajaban en aquella fiesta, pensó, antes que en Julia y sus fantasías, en el agiotista que le anticipaba sus quincenas, y en dos libranzas que tenía cumplidas. Este ingrediente, un poco amargo, no había sido considerado en aquella ensalada de Noche Buena.

Entretanto Lupe y Otilia habían tenido ocasión de darse gusto. Otilia no tenía allí ni a su mamá ni a nadie de su familia; no tenía más que al alumno de la Preparatoria, con quien había bailado ya las dos danzas que se habían tocado.

Julia, después de bailar, no se cuidó ni del General ni de ninguno de los detalles domésticos, como correspondía a la «ama» de la casa. El baile era para ella y lo aprovechaba en todo lo que pudiera causarle alguna satisfacción. El diputado cuidó de tomar asiento junto a Julia, y se propuso formular dictamen acerca de aquellos ojos que las luces de los candelabros y la línea de carbón aquella, acertaban a hacer tan interesantes.

El candelabro seguía enviando como una lluvia de oro sobre Julia. Su vestido de raso lanzaba reflejos como de relámpago que iban a bañar la cara del diputado y a dar doble interés a la elocuencia de sus frases; pero Julia, con esa puerilidad con que la mujer de mundo se paga de ligerísimos detalles, a falta de emociones, gastadas en fuerza de repetirse, se fijaba en la sombra que la punta de la barba del diputado proyectaba en la ancha pechera de su camisa de baile.

El General volvió del comedor y se paró frente a Julia. Ésta lo contempló fijamente por breves momentos, pero al fin rompió un silencio que empezaba a hacerse embarazoso.

—Te veo de mal humor.

—No… —dijo el General, con un tono y un gesto que corroboraron la frase de Julia.

El diputado, con oportunidad parlamentaria, ofreció su asiento al General.

Éste lo aceptó sin dar las gracias.

—Conque esas tenemos —le dijo Julia— ¡es esa la manera de complacerme! ¿Te has peleado con tu mujer? Pues mira, si allá te ponen de mal talante, no es justo que yo lo pague. ¿Estamos?

—Es que…

—Es que… Te digo que estás muy fastidioso.

—Va siendo esa tu palabra favorita.

—No tengo yo la culpa.

—¿Pues quién?

—Tú. Te pesa lo que haces por mí. Es muy sencillo… Mira, estúpido, estoy muy linda.

Un importuno se acercó a hablar con Julia para pedirle el vals.

El General sintió el dardo de las últimas palabras de Julia y se sumergió en un mar de cavilaciones que ennegrecían más y más su ánimo. Estaba viendo claro todo el tamaño de aquella calaverada, para la que, como hemos dicho, se necesitaba de todo el aturdimiento de la juventud, y el General no podía aturdirse ni con coñac de cinco ceros.

Capítulo XI

En aquella sala de baile, más que en ninguna otra, podía juzgarse de la sociabilidad y cultura de la concurrencia por su manera de portarse. Cuando no sonaba la música, la sala aparecía despejada; todos los hombres se habían alejado del centro de la reunión para apostarse en las piezas inmediatas o en el corredor, esquivando el contacto y la conversación con las señoras. Éstas, a su vez, ocupaban todos los asientos y permanecían inmóviles y silenciosas en estos entreactos del baile, en los que se entregaban a la crítica y comentarios sobre las otras señoras, en voz baja y en tono de cuchicheo.

El objeto de toda reunión en buena sociedad es la conversación, el trato de los unos con los otros, el estrechamiento de las relaciones superficiales, el fomento de las relaciones ya contraídas y la adquisición de nuevas relaciones. Los bailes, los conciertos y las comidas son puramente el pretexto social, pero no el objeto. Las personas cuya cultura está muy lejos de llegar al refinamiento, van a los bailes sólo por bailar, y a las comidas sólo por comer. Ésta es la razón por la cual aquella sala se despejaba con la última nota de cada danza: los dos sexos eran el aceite y el agua que, sacudidos al compás de la música, se juntaban para separarse apenas entraban en reposo.

No había un solo pollo, por desalmado que fuese en la calle, que osara atravesar solo el salón; aquello era un sacrificio casi doloroso.

Después de un largo intervalo de silencio, los pollos que parecían más intrépidos, en razón de los grados de entusiasmo inspirado por alguna joven, se animaban mutuamente desde la puerta para emprender aquella travesía de uno a otro extremo de la sala, orlada de señoras.

—Acompáñame, Suárez.

—¿Para qué?

—A atravesar la sala para pedirle la que sigue a Chole.

—No, chico, no me atrevo; deja que empiece la música.

—Vamos desde ahora.

—No.

—¿Por qué?

—Si vieras qué mortificación me da atravesar la sala.

—Oye; pues a mí también.

—Me parece que la sala tiene un cuarto de legua.

—A mí me tiemblan las piernas.

—A mí no: pero me parece que piso en huevos.

—A mí me sucede, que pido la pieza, me dicen que sí, y ya no me ocurre qué decir; me quedo callado después de decir muchas gracias, y tengo que volver a atravesar la sala. Entonces me parece que todas las señoras me critican mi modo de andar, mi corbata, mis botines, o algo.

—O tus patillas.

—¡Ya empiezas con las patillas! Ya verás dentro de un año.

Mientras los pollos se aborregaban en la antesala y en las puertas, las señoras se entregaban a sus críticas.

—¿Quién es aquélla —preguntaba una señora grande a su hija que tenía al lado— aquélla de los moños azules?

—Es una muchacha de la vecindad, se llama Juvencia y va a la escuela nacional.

—¿Sabe usted, Juanita —le decía una señora mayor a otra contemporánea— sabe usted que no me da muy buena espina la señora de la casa?

—¿Por qué, doña Gualupita?

—Porque… en primer lugar, no es tan bonita como dicen, está muy pintada.

—Eso, ya sabe usted que todas…

—Ya se ve, si hay algunas que parecen ratas de panadería.

—En segundo lugar —prosiguió la señora— porque tiene una manera de sentarse… Vea usted ahora con disimulo. Es cierto que tiene muy bonito pie y está muy bien calzada, pero los enseña demasiado. ¿No le parece a usted?

—Sí, ya había yo notado. Pero yo sé algo peor.

—¿Qué?

—Dicen que no es mujer legítima del General.

—Eso si que no, doña Gualupita. Ya sabe usted lo que son las gentes de habladoras. No, en cuanto a eso, yo sí creo que es su mujer legítima. De otro modo cómo había yo de permitir que vinieran mis hijas.

—Ello es que se dice. Y aún hay más, hay quien conozca a su mujer verdadera y a sus hijas.

—En eso está el error. La otra es la que no es su mujer legítima.

—Calle usted ¡qué cosa!

—En eso está el misterio.

Durante este pequeño diálogo cuatro pollos juntos habían abordado por fin la empresa de atravesar la sala, y detrás de ellos vinieron los demás a tomar sus compañeras ya cuando los músicos habían empezado a tocar.

A eso de las once y media el Chino había destapado algunas botellas y había hecho circular entre los concurrentes algunas docenas de copas, por vía de aperitivo; copas que empezaron a derramar su influencia en la sala, donde ya se hablaba más recio; y algunos pollos aun se atrevían a cruzar la sala y formar grupos en el centro.

La segunda danza que el diputado bailó con Julia, tuvo una prosodia tan elocuente, que el General les puso el veto con sólo esta palabra:

—Siéntate.

Pero Julia, que no se doblegaba, le contestó con un dengue, y a la segunda intimación con una rabieta. Entonces el General se dirigió al diputado y le dijo al oído:

—Siente usted a Julia.

Estas palabras fueron dichas en un tono tan brusco, que el diputado obedeció, no sin protestar con la mirada.

Julia al notar que el diputado iba a sentarla exclamó:

—No puedo ver a los cobardes.

Y soltándose del brazo del diputado se dirigió al empleado padre de las «muchachas de allá enfrente» y le dijo con una afabilidad y una dulzura desusadas:

—¿Quiere usted bailar un pedacito de danza conmigo?

El pobre empleado, que ya no bailaba danzas y que había hablado muy pocas veces con Julia, no pudo articular una palabra; pero la mano de Julia estaba ya sobre su mano, y había que dar la otra a la pareja de enfrente. El empleado se fascinó de tal manera, que no supo lo que hacía: sintió el contacto del raso en la palma de su mano derecha, y el de la mano de Julia en la suya, y un torrente embriagador de aromas que brotaban del seno de Julia como del cáliz de una magnolia. Le pareció que soñaba y se movía al compás de la música pero inconsciente; se sentía ligero, ágil y enteramente apto para el baile. ¡Cosa rara! la última vez que bailó con su mujer la rompió el vestido y la pisó dos veces, y ahora se sentía todo un bailarín. Era bajo de cuerpo, más bajo que Julia, y a veces los pétalos de unas gardenias que Julia llevaba en el pecho, le rozaban las narices, le hacían cosquillas y lo atraían, no obstante, como a la abeja la miel. Era para él una sensación nueva, inusitada y que no había experimentado jamás. A cada vuelta de vals volvía a sentir el cosquilleo de aquellos pétalos de género, y le vino la tentación de besarlos, tentación que al brotar en su cerebro realizó su boca, y besó las flores sin que Julia ni la concurrencia lo notaran.

De repente oyó una voz a sus espaldas que decía.

—Mira, mira a mi papá cómo se entusiasma.

—Muy bien papacito —agregó otra voz— ¡qué milagro es ése!

El empleado temió que sus hijas hubieran visto los besos.

Cuando terminó la danza sentó a Julia, le dió las gracias con una expresión que rivalizaba con la de Julia cuando lo invitó a bailar. En seguida se salió al comedor para estar solo con sus emociones y saborearlas a su placer. Allí se encontró al Chino que era el escanciador de oficio, y le ofreció coñac. El empleado estuvo muy amable con el Chino, al grado que no quiso tomar solo y los dos bebieron.

¡Extraña coincidencia! El General, el Chino, el diputado y el empleado habían tenido la misma inspiración de tomar coñac a consecuencia de las inspiraciones que alternativamente había producido Julia en cada uno de ellos.

Mientras Julia había bailado con el empleado, el General y el diputado hablaban de pie y con cierto aire de reserva en la pieza aquella que hemos mencionado al principio de esta historia y que era una especie de vestíbulo por los diferentes usos a que se destinaba.

Julia, cuando acabó de bailar, pasó a su recámara y pudo observar de lejos que el General y el diputado hablaban aparte. En esto dieron las doce de la noche y la concurrencia pasó al comedor donde estaba ya servida la cena.

Ni el diputado ni el General se sentaron junto a Julia, y ésta, sin saber cómo, se encontró de repente sentada entre el Chino y el empleado. Comprendió que algo serio pasaba, pero con la volubilidad que le era propia se fijó más en las inusitadas galanterías del empleado y en los obsequios del Chino, que había vuelto a ponerse pálido, que en los asuntos del General. Bien pronto se generalizó la alegría y empezó a reinar la mayor animación en el comedor. Tras la animación vino el desorden en el que algunas personas que habían cenado a medias cedieron sus asientos a otras que no habían cenado.

Esto dió lugar a la desaparición del diputado y del General, desaparición que pasó inadvertida para Julia.

Mientras la concurrencia cenaba más o menos pasaba en la cocina una escena interesante.

—Oiga usté doña Trinidad —decía Anselmo, con aire misterioso, a la mujer que había limpiado los romeritos— usté dice que conoce a don Narciso el gendarme.

—Sí.

—¿Y dónde está ahora?

—¿Para qué?

—Lo podemos necesitar.

—Adiós; a que usté…

—Formal, doña Trini. Yo estuve oyendo en la azotehuela que el General y otro señor se estaban… pues estaban averiguando.

—Y qué.

—Pos que se van a dar de balazos.

—¡No me lo cuente usté don Anselmo!

—Por vida de usté.

—¿Y cuándo? ¿Aquí, en la casa?

—No. Si ya se fueron.

—¡Conque están cenando!…

—No, doña Trini. Ya se salieron el General y el otro señor que dicen que es diputado, el señor Rosalitos y otro más: salieron cuatro, y yo creo que es cosa de desafío.

—¡Válgame la Virgen Santísima, don Anselmo!

—Por eso le decía que era bueno avisarle al gendarme.

—Pero oiga, que nadie lo sepa.

—Voy a ver si está allá abajo, porque no sé si estará franco.

La criada salió de la cocina para ir a buscar al gendarme.

Anselmo tenía razón: el General y el diputado iban a batirse al rayar el día. Los testigos eran el otro diputado y Rosalitos.

Capítulo XII

Después de la cena algunos concurrentes empezaron a retirarse, y Julia tuvo ocasión bien pronto de cerciorarse de la ausencia del General y del diputado. Esta brusca separación le contrarió profundamente, y volviendo la mirada a todos lados, no encontró más cara amiga que la del Chino.

—¿Qué ha sucedido con el General? —le preguntó.

—¡Cómo! ¿Por qué? —dijo el Chino aturdido.

—Se ha marchado.

—¡Es posible! Yo no he visto… No he podido observar…

Efectivamente, el Chino había entrado en una especie de éxtasis desde que Julia le llamó «chinito», y no tuvo ya ojos más que para ella, ni se apercibió de lo que pasaba a su alrededor.

—Vaya usted a averiguar lo que ha pasado; pronto, pronto —le ordenó Julia.

El Chino recorrió toda la casa, buscó el abrigo y el sombrero del General y acabó por preguntar a los criados.

Al principio nada pudo averiguar, basta que Anselmo le enteró de todo lo que se sabía en la cocina.

Julia esperaba ansiosa en su recámara las noticias del Chino, y cuando éste se las comunicó, no pudo reprimir un arranque de despecho, durante el cual hizo pedazos el abanico de plumas que tenía en la mano. Se quedó viendo al Chino, y el Chino sentía la influencia funesta de un baño electro-magnético que hacía retozar en el fondo de su alma, oscura y avezada a las humillaciones, la sabandija de la lujuria. Al Chino no se le erizaban sino se le retorcían los cabellos, como si las centellas que Julia lanzaba de sus ojos fueran los blancos rayos retrospectivos del sol del África Central, que había rizado la melena de sus ascendientes de diez generaciones. Esta ignición del Chino estaba sirviendo de oasis a la tribulación de Julia.

—¡Batirse! —exclamó al fin de su larga mirada— ¡batirse! ¡Qué se han de batir! El diputado sería capaz de batirse si hubiera sido capaz de seguir bailando conmigo aquella danza a pesar de la prohibición del General; y el General no se batirá tampoco porque es viejo y porque no me quiere. Tráeme champaña.

El Chino corrió y trajo una copa y una botella.

—¿Y por qué traes una copa? ¡Estúpido! ¿Te figuras que voy a tomar sola? ¿Crees que eres mi criado?

Un criado de Fulcheri, que oyó esto al pasar, trajo otra copa.

—Bebe, Chinito, bebe conmigo y verás.

El Chino apuró su copa temblando.

Julia se rió al oír el castañeteo de los blancos dientes del Chino contra la copa de champaña. El que Julia se permitiera tutearle había acabado con su serenidad: y su dicha era tan grande que casi había perdido el uso de la palabra, y ¡cosa extraña! Julia pasaba a su vez por un período de emoción verdadera y profunda, como si amara por la primera vez. Considerar al Chino embrutecido, tembloroso y fuera de sí, era para ella un triunfo que saboreaba con delicia. La fealdad del Chino, su aspecto ordinario y tosco, eran para Julia un encanto mitológico: la rodeaba la atmósfera que respiraban en el bosque los sátiros y las ninfas.

Julia arrebató al Chino y se lanzó con él a la sala, mezclándose entre las parejas de la danza. Bailó durante veinte minutos, llevando al Chino entre sus brazos, envolviéndolo con la larga cola de su vestido rosa pálido, rozándole la cara con los pétalos de sus gardenias impregnadas de triple esencia inglesa.

Cuando se sentó, exclamó con el tono más cordial y más ingenuo que pueda imaginarse:

—¡Ea, muchachas, a romper la piñata!

—¿Cuál? —preguntó Lupe— ¿la novia o el general?

—¡La novia! Aquí no se trata de novias; es muy fea, que traigan al general.

—El general Bumbum, el general Bumbum —gritaron algunos pollos expansivos.

—El general, Chinito, el general —repetía Julia entretanto al oído del Chino—. Mira, véndame y me dejas destapado un ojo. Yo quiero asestarle un palo al general en las meras costillas, yo sí me batiré con él a palos, y del primero ya verás, ya verás qué garrotazo. No necesito más que uno para sacarle todos los tejocotes.

Trajeron la piñata, y la concurrencia, que había observado cierto encogimiento durante el baile, llegó al último grado de animación y de alegría. Otilia y el alumno de la Preparatoria habían desaparecido.

En cambio, en una casa, no muchas calles distante de la de Julia, pasaba una escena de silencio de muy distinto género. Más temprano de lo de costumbre se abría una puerta del comedor que comunicaba con la cocina, y la señora de la casa, una señora de más de cuarenta años, con todas las señales de la vigilia y del dolor en el semblante, se disponía a salir.

—Buenos días, «niña» —le dijo la cocinera que destapaba la lumbre de la hornilla—. Muy temprano anda su mercé por la cocina. ¿Está su mercé mala?

—No, Petra, estoy como siempre.

Y la señora se enjugó las lágrimas con un pañuelo que llevaba en la mano.

—No llore su mercé —le dijo Petra cariñosamente—. Dios ha de querer y su Divina Majestad que todo se remedie.

—No lo crea usted Petra, no lo crea usted. ¿Sabe usted algo hoy?

—Yo, «niña»…

—Sí, desde muy temprano estoy oyendo que hablaba usted con el barrendero.

—Es cierto, «niña», don Anselmo vino boy muy temprano y estuvimos contestando.

—¿Qué dice Anselmo?

—Yo «niña»… a mí no me gusta andar en averiguaciones, pero le cuentan a uno… y luego como su mercé me pregunta todos los días…

—Si yo soy la que pregunto porque necesito saber lo que pasa… ¿qué sabe usted?

—Pues yo… quiero decir don Anselmo dice que el amo… no sé si será cierto, porque ya sabe usté lo que mienten las gentes.

—¿Qué dice?

—Pues dice que el amo se salió de allá antes de las cuatro con otros señores, pues, con otros tres señores particulares, y que…

—¿Y qué?

—Ya le digo a su mercé que no ha de ser cierto, porque don Anselmo dice que le parece cosa de desafío.

—¡De desafío! ¿Con quién? ¿Cómo? Diga usted, diga usted todo lo que sepa.

—Pues nada, que se salieron del baile susodicho para ir a buscar las espadas y los coches, que don Anselmo lo oyó todo en la cocina y en el patio porque estaba oscuro; pero yo le digo a su mercé que no ha de ser cierto.

—Sea cierto o no, yo no puedo permanecer en esta incertidumbre. Voy en el momento a buscar a Gerardo Silva.

—Pero todavía está oscuro, «niña». ¿Qué va usté a hacer?

—Dígale usted a Anselmo, que está barriendo la calle, que él me acompañará.

La señora entró en seguida a las piezas que permanecían aún cerradas, para tomar un abrigo y salir a la calle, y la cocinera bajó a prevenir a Anselmo.

Algunos minutos después empezó a rayar la aurora y un coche paró a la puerta de la casa. En el coche venían el General, los dos diputados y Rosalitos.

—Buenos días —dijo el General bajando del coche.

—Buenos días, General —le contestaron sus compañeros.

La señora había observado esta escena detrás de la vidriera del balcón, y al ver bajar a su marido sano y salvo, dejó el abrigo que tenía puesto y se retiró a su recámara.

El General abrió su cuarto con una llave que cargaba siempre, y se acostó dando orden a Petra de que no lo despertaran.

Diremos lo que había pasado respecto al desafío. Se había arreglado que éste se verificara a espada y a primera sangre, y que el sitio sería cierto lote de la Colonia de los Arquitectos. Llegados al lugar en dos distintos coches, Rosalitos tomó la palabra:

—General, estoy listo para servir a usted de padrino, he aquí las armas. Mi compañero no tiene tampoco inconveniente; todos estamos listos y en el terreno del honor, pero antes de proceder al asalto, permítame usted que le diga que el motivo del duelo es fútil, y que la persona por quien ustedes se van a batir no es digna de tal honra.

Puesta la cuestión por Rosalitos en este terreno, contendientes y padrinos entraron en una discusión, que el frío de la mañana no permitió que fuera acalorada.

Un chiste de Rosalitos a propósito del Chino promovió la hilaridad, y el General y el diputado se dieron un abrazo.

Rosalitos iría en la tarde a notificar a Julia que el General la abandonaba, y esta comisión iba a desempeñarla con gusto, primero en obsequio a la familia del General, y luego porque como Rosalitos era soltero, buen mozo, rico y no tenía más que veintisiete años, estaba en actitud de apechugar con las consecuencias.

El General entró en su casa avergonzado, pensando en que esa segunda juventud de los viejos, en la que sus amigos le aseguraban que hacía tan buen papel, estaba erizada de disgustos, dificultades y vejaciones, en cambio de goces vulgares, muy despreciables en comparación de la felicidad de su familia.


Publicado el 23 de diciembre de 2018 por Edu Robsy.
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