Las Gentes que Son Así

Perfiles de hoy

José Tomás de Cuéllar


Novela



Dedicatoria

Al distinguido literato

Ignacio M. Altamirano


Mi afición á las letras ha dado á Vd. motivos mas de una vez, para alentarme á seguir en tan difícil senda.

Agradecido á su cariño, le ofrezco hoy este pobre libro en prenda de nuestra buena amistad.


José T. de Cuellar.

Primera parte

Capítulo I

Preámbulo


La humanidad no ha podido todavía ponerse de acuerdo ni aún en el sentido de lo que más le conviene. A pesar de todos los dogmas, de todos los sistemas filosóficos y de todas las leyes, el mundo está plagado de individuos excepcionales, de seres refractarios á todo sistema, de hombres, en fin, en cuyo cerebro entra la verdad disfrazada, maltrecha é insuficiente.

Sobre esos cerebros se ha quemado el suyo la frenología, esforzándose en encontrar en la forma la causa eficiente de las excentricidades y de las extravagancias; y después de un maduro examen ha exclamado satisfecha: «hay gentes que son así».

El desacuerdo de la raza data de la antigua memorable fecha de la manzana; y cuando ni los dos primeros hermanos pudieron entenderse, ¿qué mucho que no nos entendamos nosotros todavía?

Las grandes conquistas de unidad y acuerdo han logrado cuando más poner un millón de hombres frente á otro millón para probar su fuerza física: los tiempos primitivos nos presentan un vasto cuadro en el que los hombres se destruían á millares, movidos sólo por el espíritu de conquista; y tal manía se ha perpetuado por desgracia, entre otras causas por la muy poderosa de que hay «gentes que son así.»

Pero ninguna época es tan fecunda en ejemplos de esta especie como la presente, al menos para nuestro propósito.

Esta época tornasol en que vivimos nos ofrece engendros curiosos, tanto de individualidades vacilantes y equívocas, como de personas que, arrojando pelillos á la mar, se han conformado sencillamente con su manera de ser y se han lanzado á la vida armadas con un precioso salvo conducto en que se leen estas palabras: «yo soy así.»

Quédese para los sabios el dudar, para los débiles el temer y para los cavilosos el meditar; pero para los génios inquietos y para los que viven de prisa no hay cosa más natural que conformarse con lo que son, é ingresar en el número de las gentes «que son así.»

Cuando contemplamos á esas bienhadadas personas, nos arrepentimos de todo corazón de haber perdido el tiempo en indagaciones inútiles, en librajos y en manías de esta especie, sobradamente perniciosas en estos tiempos.

¡Dichosos mortales aquellos que, sin saber lo que cargan, llevan su alforja al cementerio, á donde con un debe y haber más ó menos documentado, hemos de ir todos!

Esta es una hornada de seres completamente felices, que desde el vientre de sus respectivas madres vinieron al mundo dueños de la piedra filosofal.

Ellos atraviesan este valle de dolores con la sonrisa en los labios, y pasan sobre todas nuestras dificultades como Pedro por su casa.

Probad, si gustáis, á hacerlos fijar en algo; habladles del mundo moral ó de algo que valga la pena de llevar en el mundo el título de ser pensador, y veréis cómo esas privilegiadas inteligencias se os escapan como el azogue, os contestan con una sonrisa estereotipada y os espetan, riéndose, la más estupenda de las barbaridades... Estremecéos en seguida de horror, escandalizaos cuanto os sea posible, y por toda vindicación, por toda respuesta, os plantarán esta muletilla;

—¡Qué quiere usted! «yo soy así.»

Encontráos con uno de esos seres felices, y no les notaréis ni perplejidad, ni asombro, ni mucho menos encogimiento; os esperan á pié firme, se os plantan delante siempre festivos, provistos de una abundante colección de risas que entrerenglonarán en el asunto más serio; y como se han hecho el ánimo de prescindir de toda investigación, afrontarán con el valor de la ignorancia toda vuestra sabiduría, por medio de estas ó semejantes frases:


—¡Qué quiere usted! yo soy un bruto, yo no he estudiado ni entiendo una jota; pero no creo lo que usted me dice; yo soy muy franco; ¡qué quiere usted, amigo, qué quiere usted! «yo soy así.»


Ese dédalo que se llama ciencia, que se llama moral, destino del hombre, eternidad, espíritu, más allá y tantas otras cosas, es para las consabidas gentes parvedad de materia.

Y no se crea que tales gentes no sirven para nada, sino todo al contrario; son capaces de todo, están en todas partes, y para ellas se hicieron el placer y la vida, las comodidades y el sueño, la paz y la prosperidad; jamás les ha pasado por las mientes este terrible riesgo: ponerse en ridículo; ¡qué disparate! el ridículo es para todos, menos para las gentes «que son así,» y lejos de caer en tan hondo abismo, tienen el don de ridiculizar á los demás.

Se prestan á todo, y por medio de un sistema expeditivo, que les tiene mucha cuenta, pasan sobre todas las dificultades.

Si son fanáticos, se fabrican su Dios á su manera; si son progresistas, aceptan todo lo brillante; si son liberales lo liberalizan todo; y no se les da un ardite de cuanto por acá abajo acontezca, ni de cuanto por allá arriba les espere, «porque son así.»

A estos dichosos mortales nos toca seguirles el bulto en este tomo. Juntos hemos de sujetarlos al foco de nuestra linterna, en cambio de que ellos, «que son así,» nos den sus propios perfiles, siquiera para que el lector los coteje detenidamente con los de algunos de sus conocidos. 

Capítulo II

En el que comienza l historia de una de las gentes que «son así»


A las dos de la tarde de un domingo de Noviembre, llegaba el autor de este libro á Ciudad del Maíz, distrito de San Luís Potosí.

MÍ compañero de viaje era un joven de diez y ocho años. El acontecimiento que turbó por un momento la triste tranquilidad del pueblo, fué nuestra llegada. Apenas tuvimos tiempo de descansar y de tomar alimento: los ecos de una música de viento hacían afluir á los pacíficos habitantes del pueblo á la maroma.

Mi compañero se puso contentísimo, y por nada de este mundo se hubiera quedado sin concurrir al espectáculo; y por mi parte, la circunstancia de poder conocer á los principales vecinos del pueblo reunidos en la maroma, me animó á ser de los espectadores.

Una hora después, mi compañero y yo estábamos en el corral, que la compañía de funámbulos había erigido en teatro.

La concurrencia ocupaba una gradería formada con vigas, y reinaba allí cierta confianza y bienestar, propios de una verdadera fiesta de familia; todos se conocían y se comunicaban entre sí; allí estaban la familia del señor cura, los españoles de las tiendas, los empleados públicos, los regidores, el juez y el prefecto, lo más granado, en fin, de la ciudad.

Se destacaban deslumbrantes algunos trajes de señora, ya de color de escarlata, ya amarillos, ó ya, en fin, abigarrados hasta ofender la vista; y brillaban aquí y allá algunos sombreros bordados con hilo de plata y lentejuelas; pero en todos los semblantes se dibujaba una benévola sonrisa de satisfacción y de contento.

Aquella función era un acontecimiento ruidoso é inolvidable: la compañía ecuestre era de lo mejor que se había visto, los ejercicios eran de lo más bárbaro que pueda imaginarse, y sobre todo, había una gran novedad:

Una cirquera.

Merced á la deferencia de algunas personas, para quienes éramos enteramente desconocidos, disfrutamos, mi compañero y yo, de dos asientos en primera linea, y una vez instalados nos fuímos persuadiendo de que aquel espectáculo realmente no carecía para nosotros de atractivo.

Los ejercicios á caballo no llamaron mucho nuestra atención, pues en realidad tenían poca novedad; pero cuando tocó su turno á la cirquera, nuestra atención quedó de todo punto embargada.

Acompañada por el director y por el payaso, se presentó en el circo una joven hermosísima, cuya sola presencia hizo prorumpir en un entusiasta aplauso á la concurrencia.

La joven cirquera tendría diez y seis años, era blanca y poseía una magnífica cabellera color de castaña claro, que caía sobre sus hombros en profusión de sedosos rizos.

El óvalo de su rostro era perfecto, y en su mirada brillaba, á la par que la inteligencia, cierto aire de concentración y de tristeza, que la hacía en extremo interesante.

Las líneas de su cuerpo eran purísimas, y contra lo que en general se nota en gentes dedicadas á ese ejercicio, el talle de la joven era irreprochable, sus formas artísticamente modeladas y su traje riquísimo y de un gusto poco común.

Llevaba una tunicela y corpiño de raso azul con franjas y fleco de oro, que caía sobre una pierna modelada y elegante: el pié era pequeño, fino y ricamente calzado.

Le presentaron un caballo negro de hermosa estampa, enjaezado con mantillón y pecho pretal azul de terciopelo.

El director ofreció, bajándola, la palma de la mano, y la joven, poniendo en ella uno de sus pequeños pies, saltó al lomo del caballo, con no menos gracia que destreza.

Sin necesidad de arreglarse, se había colocado sobre el cojín en una actitud tranquila y elegante, y se ocupaba de templar las riendas del fogoso animal, que se manifestaba impaciente por emprender la carrera.

El palafrenero contenía al caballo por los alacranes del freno.

En la concurrencia reinaba ese silencio que es la expresión del asombro y del interés: todos contemplaban á aquella joven, creyéndose cada uno para sí, víctima de una fascinación.

Tal es el prestigio de la hermosura, que la admiración que causa se individualiza, y cada cual cree que la impresión que experimenta es superior á la de los demás.

—¿Realmente es tan hermosa esa mujer? me preguntó mi compañero.

—Yo estoy admirado, le contesté?

En este momento rompió á galopar el hermoso corcel, y después de la primera vuelta, la jóven, por medio de un movimiento rapidísimo, se puso de pié sobre el cojín.

El viento hacía ondular graciosamente, así los profusos rizos de su cabellera, como su corta y abundante falda azul, y sobre aquel pedestal movible, la arrogante figura de la jóven realzaba toda su belleza.

Noté que mi compañero estaba más que absorto, estaba profundamente conmovido: sus ojos seguían con una fascinación febril el círculo que trazaba en el espacio aquella aparición, cuyas actitudes académicas y el rápido movimiento le prestaban tal encanto que, perdida la idea de la pesantez, semejaba una verdadera aparición aérea, una hija del aire, que, con un prestigio arrobador, se atraía las miradas y la admiración de los espectadores.

No sé qué había de fantástico y de voluptuosamente aéreo en aquella mujer, pues sus ejercicios parecían tan fáciles, tan natural es, que se comprendía que gozaba al ejecutarlos; no era el terror que inspira un peligro próximo, sino la fascinación de una aparición deliciosa lo que inspiraba aquella mujer.

El público, después de haberla admirado por largo tiempo, prorrumpió inusitadamente en un grito de admiración y en el más estrepitoso de los aplausos.

Aquella joven había hecho cuanto humanamente se puede pedir al más avezado maestro de equitación, y por fin saltó ligera y siempre graciosa, á tierra, y dando las gracias al público, desapareció del circo.

El público no dejó de aplaudir sino después de haberla obligado á presentarse de nuevo por tres veces consecutivas.

Cuando volví la cara, mi compañero había desaparecido de mi lado.

Ha sido preciso poner al lector al tanto del anterior episodio, que es el principio de la historia íntima de dos de los personajes de esta obra.

En cuanto a mi compañero de viaje, que es uno de ellos, lo perdí de vista desde aquella tarde, y cuando algunos años después le he vuelto á ver, me ha relatado su historia, autorizándome para darla á luz, á condición de ocultar su nombre y el de la cirquera.

Pero como el nombre haga poco al caso, daré al lector los que el mismo joven me dió como speudónimo, conocido no obstante por algunos.

—Llámele usted á esa mujer Estrella, me dijo.

Cuando hubo acabado de contarme su historia aquel joven, me dejó en libertad de darle á él en mi novela el nombre que yo quisiera, y he preferido darle el de su padre.

Su padre se llama Alberto.

Hé aquí su historia:

El señor cura de un pueblo no muy distante de la capital, y cuyo nombre no debemos decir por no estar para ello autorizados, recibió un día la visita de un vaquero, que era uno de sus feligreses y capataz de varias cuadrillas que, en faz de hermandad católica, representaban anualmente uno de los más pingües ingresos del curato con motivo de las ceremonias de Semana Santa.

Lázaro, que así se llamaba el vaquero, no hacía á Lázaro precisamente por el papel que representaba en las ceremonias, pues prefería el de sayón, sino porque su jornal de medio año desaparecía en el cepo del curato antes de la Semana Mayor.

Lázaro había venido á ver al señor cura mucho antes de la cuaresma, y esto era raro porque nunca venía sinó en febrero.

—Qué novedad traes, hijo mío? le preguntó el señor cura al bueno de Lázaro.

—Esta criatura, contestó Lázaro enseñando al párroco un niño como de seis años, pues como su paternidad andaba encargando unpiltontle, yo dije: pues á ver si quiere su paternidad esa criatura, que al fin ni padre ni madre que lo reclamen, porque no tiene, después de Dios y de su paternidad, más que á mi comadre, con perdón de su paternidad.

—¿Es huérfano?

—De padre y madre, con perdón de....

—¿Y está bautizado?

—De eso sí no hay costancia en el pueblo; pero yo creeré que debe estar bautizado, pues cuándo no!...

—¿Y cómo se llama?

—Pues, le nombran Alberto, para servir á su paternidad.

—¿Y de dónde es?

—Dicen que de San Pedro el de Abajo, que de allá lo trajeron.

—Bueno, dijo el señor cura, que se quede, Ven acá, le dijo á Alberto.

Este se acercó para que el señor cura lo reconociera: le tomó la cabeza y se la levantó para verle la cara, y sin duda el párroco era algo frenólogo, porque exclamó con cierta seguridad:

—¡Qué buena cara de pillo tienes! A ver, á ver! ¿y qué tal come?

—Come sus tortillitas.

—Este chico ha de ser glotón, dijo el señor cura para sí, poniéndole los dedos cerca de las orejas; y agregó á poco:

—¿Y te hurtarás tus gallinitas?

Lázaro abrió la boca y miró con profundo respeto al señor cura, acordándose de que, entre otras, su comadre tenía al padrecito en opinión de santo.

En el robo de gallinas estaba precisamente el secreto de la donación que Lázaro hacía al señor cura: Lázaro sabía muy bien que lo que le regalaba á su paternidad, era un redomado é incorregible ladrón de gallinas; vicio por el cual, los muchachos de San Pedro conocían á Alberto por el apodo de El coyote.

Lázaro sintió cierto terror supersticioso por estar engañando al señor cura, pero por otra parte, estaba resuelto á deshacerse á toda costa del Coyote.

—Ya le quitaremos las malas mañas, dijo el señor cura. Mira, le dijo á Alberto, mira.

Y le mostró un retablo pintado en el que un ángel combatía con flamígera espada á los demonios y los arrojaba al infierno.

—Este es el castigo de los ladrones. ¿Sabes los mandamientos?

Como es muy difícil hacer hablar á un niño indio de seis años y de las prendas de Alberto, Lázaro contestó por él:

—Apenas los sabe, padrecito.

El señor cura, apesar de todo, aceptó á Alberto, y Lázaro, agradecido, no vaciló en asegurar á su paternidad, que aquel año iba á estar la Semana Santa mucho mejor que las anteriores.

Alberto quedó instalado en el curato.

Se le dedicó con tesón al aprendizaje del Catecismo, y Alberto, por mucho tiempo, no dio que decir: se portaba bien y crecía, llegó hasta ayudar la misa al señor cura; aprendió á sacristan y era, en lo general listo y servicial.

Pero tan luego como hubo sentado sus reales y reconocido la posición, se entregó á sus hurtos, de los que había prescindido sólo por un refinamiento de aquel feo vicio.

Nadie pudo probarle que él era el que se robaba las formas en la sacristía, y nadie tampoco logró pillarlo apurando el vino para consagrar.

En cuanto á su afición á la volatería, nada dejaba que desear; sabía cojer un pollo sin dejarlo píar, y para alejar el rastro de las plumas, las amasaba con lodo, fabricando proyectiles para su honda.

Soltaba después, atado á un alambre un cuarto de pollo en el puchero con tanta destreza, que nunca pudo verlo la cocinera; y en una palabra, Alberto era el más hábil é ingenioso de los ladrones.

El cura, que conocía muy bien las tendencias de Alberto, ordenaba que nada se le negase, y después de algún tiempo de observación, se sorprendía de no ver realizadas sus predicciones.

—¡Será posible, decía el señor cura, que Alberto no se haya robado nada todavía! Entonces ó la frenología es mentira, ó Alberto es el más hábil de los ladrones.

Así llegó Alberto á la edad de trece años.

Capítulo III

Desarrollo del órgano de la adquisividad


Alberto tenía costumbres extraordinarias: los domingos en la tarde se perdía.

Nadie sabía adonde iba, y si se le preguntaba decía que se había estado en el campo espiando á las tusas ó cogiendo ratones; pero en realidad nadie podía dar fé de que en efecto tales fueran sus entretenimientos..

Habían desaparecido ya algunos objetos de valor, pero no se le había podido probar nada á Alberto; al contrario, las sospechas siempre recaían sobre otro, que cargaba injustamente con la responsabilidad, porque Alberto nunca cometía un robo sin preparar antes hábilmente una víctima expiatoria.

En suma, Alberto llevaba siete años de ejercer su oficio de una manera irreprochable, haciéndose más hábil cada día.

No desdeñaba ningún objeto por insignificante que fuese, y en siete años había logrado reunir, entre otras cosas, una cantidad muy respetable de alfileres, de clavos, de botones, de dinero, de ropa y de alhajas.

El cura le había puesto mil veces la ocasión como un cebo, pero Alberto sabía siempre olerlo como las zorras.

El señor cura llegó á responder formalmente y en conciencia, de la honradez de Alberto.

Perdiéronsele un día al señor cura dos taleguitos, que contenían moneda menuda, que ascendía á ciento ochenta pesos, y siendo éste, si no el único, si el robo demás entidad que había sufrido, se propuso averiguar el hecho por medio de la justicia.

La ama de llaves, las criadas, los sacristanes y los vecinos, tuvieron que ver con la justicia, y Alberto presenció imperturbable todos los trámites de la causa; dió sus declaraciones con una seguridad y una firmeza admirables, y después de muchos trámites y moratorias, la justicia y el cura llegaron á averiguar que nada sabían.

Disponíanse varios vecinos del pueblo á hacer la romería del Señor de Chalma, y Alberto, con ese motivo, consultó al cura si le sería obligatoria la promesa que había hecho de visitar al Señor de Chalma en caso de que hubiera parecido el ladrón de los taleguitos.

El cura le aconsejó que cumpliera la manda, y una mañana salió Alberto del pueblo, con la bendición del cura, para anticiparse según él decía, á sus compañeros de romería.

Alberto, salió á pié del pueblo, cargando una pobre maleta que hizo en presencia de su amo, y partió devotamente.

Pero dos horas después, bajaba de una loma un ginete bien apuesto y montado, que no era otro que el mismo Alberto, que entraba por fin en el pleno goce de sus rapiñas atesoradas con tanto tesón y constancia durante algunos años.

Un vecino se presentó al juzgado ese mismo día para denunciar el hecho de haberle sido robado un caballo, sus arneses y sus armas.

Mandó el juez buscar las huellas y hubo de dudar de la veracidad del quejoso; pues el lugar en que guardaba los arneses estaba á la sazón cerrado, sin aparecer rastro ni fractura, y sobre todo, no se pudo encontrar pisada alguna que, partiendo del corral, indicase el rumbo que el caballo había tomado.

Alberto, entretanto, caminaba ufano y satisfecho del buen éxito de su habilidad, y como si estuviera pasando efectivamente por una trasformación, se irguió sobre su caballo y perdió de pronto el aire de encogimiento y humildad que para nada le servía; pensó en quitarse el nombre y en aceptar un nuevo género de vida en teatro más adecuado á sus instintos, que tomaban proporciones colosales á medida que se sentía libre y dueño de elementos preciosos.

Hasta entonces, Alberto había tenido el buen juicio de no tener cómplices; pero sus proyectos para el porvenir exijían ya una cooperación digna de su ambición de atesorar. Desde luego se consideró en buena posición supuesto que estaba equipado, montado y sobre todo armado; él no sabía manejar las armas, pero en último caso no le servirían de estorbo.

Caminó todo el día y llegó al oscurecer á un pueblo que celebraba su fiesta titular.

Esta circunstancia fué de su agrado, pues desde luego en aquella fiesta encontraría todo cuanto pudiera apetecer.

Todo era nuevo para Alberto excepto el robo; los amigos, las mujeres, el juego, la embriaguez, todo se presentaba ante sus ojos con el atractivo de la novedad, y su corazón era un volcán de deseos.

Aunque había dejado sepultada en un escondite gran parte de su hacienda, llevaba lo bastante para proporcionarse comodidades y placeres.

Se alojó en un mesón y pasó, ante el dueño, por José María Gómez; y como pagó al contado y gratificó al posadero, fué considerado como una persona de distinción.

Lo primero que hizo Gómez, que así le llamaremos en lo sucesivo, fué comprar el sombrero de más costo que encontró en las tiendas.

El sombrero bordado de plata y oro es en el país la introducción indispensable al bien parecer, siempre que no se trate de seudo gentleman, ó de personas enteramente parciales por las costumbres europeas.

Cuando Gómez pudo ponerse treinta pesos sobre la cabeza, su felicidad no conoció límites, no obstante que él hubiera querido encontrar en el pueblo un sombrero mucho más costoso.

La segunda prenda en que pensó Gómez, fué en una bufanda de estambre con los colores nacionales: no tardó en hallarla y la enrolló á su cuello.

Enseguida entró á una fonda y comió á reventar; de allí pasó al juego, tiró tina moheda en la roleta y ganó; enseguida entró á una partida y ganó; cambió allí su pistola por otra mejor, compró una culebra que llenó de onzas, y tuvo la calma necesaria para salir ganando.

Allí encontró Gómez sus primeros amigos. Con ellos fué al baile: allí recibió Gómez las primeras caricias, allí, derramando su oro, conoció el amor.

Este amor era el de una bailadora.

Era una mujer apiñonada, graciosa, y de su tipo podía decirse que era todavía la viva representación del tipo mexicano de hace medio siglo, y que va perdiéndose con la invasión de las modas francesas.

La bailadora se llamaba Tomasa, vestía enaguas de castor rojo y blanco, y de sus hombros pendía un rebozo finísimo de largas puntas.

Tomasa era una especialidad en el baile; usaba por lo común zapatos de piel plateada, que brillaban en medio de los rápidos movimientos del baile, como dos cocuyos aleteando.

Gómez se aventuró á bailar y se declaró el galán de Tomasa, y, como mandó dar pulque á la concurrencia, fué el rey de la fiesta.

Gómez entró esa noche al mundo, y lo tuvo todo en un momento.

Al día siguiente nada encontró que apetecer, y veía en todo aquello el más merecido galardón de su habilidad en el robo; y si las buenas máximas del señor cura hubieran logrado siquiera inspirar á Gómez un poco de pudor, el éxito de su salida al mundo hubiera bastado á borrar todo género de escrúpulos.

Pero por más que aquella fiesta hubiera venido tan á propósito á sus deseos, se consideraba aún muy cerca del curato, y á toda costa necesitaba hacer perder sus huellas; bien es que, por otra parte, ni Lázaro el vaquero, ni el señor cura, ni los sacristanes hubieran podido reconocer al tímido Alberto en aquel expléndido don José María Gómez, de un aire tan despejado y de maneras tan desenvueltas.

De todos modos, el Coyote ó sea Gómez,.á fuer de prudente y avisado, proporcionó cabalgaduras á Tomasa, á una tía de ésta y á dos acompañantes, caravana que á partir de aquel instante constituía la familia de don José María Gómez, puesta en camino en dirección del pueblo de la Asunción, distante de allí unas treinta leguas, y á donde había empezado ya la fiesta anual.

Gómez encontró en la crápula quien le hiciera justicia; su mejor amigo fué un gran ladrón, tal vez porque dos lobos no se muerden, pero se conocen.

Gómez había encontrado su media naranja, y esta adquisición la celebró en su interior, con más entusiasmo que la de Tomasa, á quien proporcionó habitación, estableciéndola como la señora de don José María Gómez.

Gómez y su nuevo amigo emprendieron un viaje, del que no volvieron sino á los quince días.

Gómez, ni en sus momentos de expansión comunicó á su amigo su vida pasada ni su verdadero nombre; ya se ve, él mismo lo había olvidado.

Ni él ni su amigo volvieron á tener residencia fija, excepto unos meses en los cuales Gómez fué mayordomo de una hacienda, donde se portó admirablemente.

El dueño de aquella hacienda, que era una de las personas más ricas y respetables entonces, estaba seguro de no haber tenido mayordomo más honrado ni más inteligente que Gómez, quien había hecho cobros cuantiosos, y se había conducido con tanta honradez y fidelidad, que el amo se vió obligado á obsequiarlo, cediéndole un terreno y unos bueyes.

Pero cierto día Gómez recibió una carta de su familia, (carta escrita por su amigo), y notificó á su patrón, con mucho sentimiento, que tenía el deber de separarse de la hacienda, pues lo llamaba su padre moribundo en Morelia, para que se hiciera cargo de los intereses de la familia.

El amo estuvo á punto de llorar de pena, dió dinero á Gómez, y, sobre todo, una carta en forma de certificación, que era el documento más honorífico y el testimonio más fehaciente de que don José María Gómez era el tipo de la honradez y de la virtud.

Como tal fué llorado por el amo y por toda la servidumbre.

Gómez tenía ya ocultas en el forro de su costoso sombrero, dos cosas importantes; una era una estampa que representaba á Nuestra Señora de la Soledad, de quien, desde el curato, era Alberto muy devoto, y la otra era aquel certificado que haría valer á su debido tiempo y en los casos extremos.

Tomasa seguía viviendo por cuenta de Gómez, á quien veía algunos días cada dos meses; pero á Tomasa y á su familia no les faltaba nada, excepto Gómez.

Diremos más acerca de este personaje, para que el lector conozca á fondo su carácter: según hemos visto, la pasión dominante en Gómez era el robo, y esclavo perenne de este instinto, lo había empleado siempre, robándose todo lo que á las manos había, desde un alfiler hasta un capital.

La influencia de su educación no combatió, sino simplemente regularizó su conducta, haciéndolo víctima de una nueva aberración.

Había aprendido, más por conducto de la cocinera del señor cura, que por el señor cura mismo, que hay una divina intercesora entre el pecador y el Sér Supremo.

Gómez adoptó la fé de esta intercesión, no en la acepción sublime del sér moral, sinó en la influencia material de un amuleto de poder sobrenatural.

A ese amuleto se refugiaba la conciencia de Gómez.

Esa instintiva reprobación de las malas acciones se revelaba en Gómez por un temor que no podía dominar, y aunque ya se había acostumbrado á no temblar robando, sentía que el miedo era su principal enemigo.

Cuando el éxito coronaba un plan meditado, creía ingénitamente que su santa protectora lo había sacado avante del peligro.

Sintiendo la necesidad de palpar su amuleto, adquirió una escultura que representaba á su santa, y el producto de sus primeras rapiñas lo consagró á bordar de perlas el manto de su Virgen; un día, día aciago, hizo voto de poner á su Virgencita una corona de oro: el éxito de sus depredaciones fué completo y cumplió la promesa.

Corroborada día á día la influencia milagrosa que, según Gómez, ejercía aquella imagen en los robos, Gómez llegó á persuadirse que robar era una manera de vivir como cualquiera otra, y que no por ello lo había de castigar Dios, ni lo había de abandonar su divina santa.

Gómez llegó á los veinte años enriqueciéndose y amando la vida que le brindaba con todo género de placeres, y pensaba que si en lugar de aprovechar el tiempo hubiera seguido siendo mozo del cura, sería á la presente el más desarrapado y pobre de los domésticos, mientras que merced á su astucia, tenía á la sazón cuanto pudiera apetecer.

Gómez tenía una idea imperfecta del crimen y aún no había sentido en su interior la reprobación de sus acciones; se creía protegido por su Virgen, á quien amaba de corazón y á quien había puesto corona de oro y manto de perlas.

¿No era esto corresponder debidamente á tantos favores?

Por otra parte, Tomasa la bailadora cuidaba con tierna solicitud de que á la Virgen no le faltase una lamparita, sustentada con aceite de olivo; todo porque á Gómez le fuera bien; y así le iba á Gómez; todavía no le habían hecho nada.

Gómez no sabía nada en materias de moral y de deber, pero en lo tocante á sí propio, sabía sostener su tésis con convicción y con aplomo.

La palabra propiedad tenía para Gómez una acepción distinta de la que le conocemos.

Un buen robo ratero es para el robado, decía Gómez, enteramente igual á una pérdida casual: nada importa para el robado que intervenga una mano hábil, ó la mano del destino: las dos son manos invisibles y contra las cuales nada puede el hombre.

En compensación de lo que cada uno pierde, le queda el derecho de adquisición, que ése sí es sagrado.

Del robo ratero pasó Gómez al robo á mano armada.

Ya lo veremos más adelante en su primer lance de armas.

Capítulo IV

Continúa la historia de José María Gómez


Bien pronto adquirió Gómez la costumbre de ser pródigo, y su modo de vivir le proporcionaba las ocasiones de desperdiciar y derrochar cuanto adquiría; de manera que cuando á Gómez le faltaba algo, sentía en su interior una impaciencia, que no podía dominar y se encontraba entonces capaz de todo, por tal de ver satisfechos sus menores caprichos.

Su buen amigo, á quien conocían todos por el sobrenombre de El pájaro, era quien le ponía las ocasiones y quien lo adiestró en su ejercicio.

Estando un domingo el Gómez y el Pájaro en la plaza del pueblo de San Pablo Apetatitla, de tránsito para sus correrías, vió Gómez una mujer.

Por la primera vez sintió Gómez todo el poder de la pasión; por la primera, vez tembló de amor.

Aquella mujer era hermosísima.

Era la mujer más bella del pueblo.

Gómez, desde el momento en que la vio» no tuvo ojos más que para aquella mujer: averiguó su nombre y sus circunstancias.

Se llamaba Salomé, era casada con el dueño de una hacienda inmediata; no había tenido sucesión y era víctima de un marido celoso.

Gómez era á la sazón un mozo presentable, era gran ginete, y su color bronceado y sus maneras no carecían de atractivo para la mujer que fuera capaz, como lo son muchas, de hacer de un charrito el bello ideal de sus ensueños.

Sin duda hubo de brillar algo en la profunda mirada de Gómez, supuesto que Salomé al verlo se estremeció, y algo como el aviso secreto de un destino futuro, hizo palpitar simultáneamente aquellos dos corazones acobardados uno delante del otro.

La forma de este amor era ésta: el terror.

Salomé tuvo miedo al ver á Gómez.

Gómez tembló al ver á Salomé.

A la vez que el amor, los celos entraron al corazón de Gómez, como para que no faltaran ni el fuego ni el combustible al mismo tiempo.

Salomé entraba á la, sazón á la parroquia.

Gómez entró tras de Salomé y se arrodilló junto á ella, y sin pensarlo, sin vacilar un momento, sacó del forro de su sombrero aquella carta que daba tan buena idea de Gómez.

Sin hablar se la entregó á Salomé.

Esta vacilaba, pero Gómez pronunció esta palabra que salió, la primera, del fondo de todo lo que estaba sintiendo:

—Tómela usted.

Orden, amenaza y súplica al mismo tiempo, tenía aquella palabra tal prestigio, que Salomé obedeció; pero una vez con aquel papel en sus manos no supo que hacer con él.

La sobrecogió la idea dé que su marido la viese, y pensando mil cosas á un tiempo creyó de repente haber encontrado una favorable solución.

La misa tardaría en celebrarse.

Salomé se levantó y se dirigió á una puertecita lateral que comunicaba con el panteón de la parroquia.

Salomé solía visitar allí un sepulcro.

El panteón estaba completamente solo.

Salomé atravesó aquel recinto, doblegando con su falda la espesa yerba que lo cubría, y haciendo volar numerosas bandadas de pajarillos que se sombreaban entre las malezas.

Gómez observaba á Salomé oculto tras de un pilar.

Al fin llegó Salomé al extremo opuesto y sin volver atrás el rostro, se arrodilló, desdobló la carta y leyó.

No era una declaración de amor si nó un certificado; aquel joven se llamaba Gómez y era mayordomo de una hacienda; tenía tierras y yuntas, era honrado y leal; había sido llorado en su separación.

—Ha querido que sepa yo quién es, pensó Salomé, creo que este es un joven audaz que va á comprometerme; ¿si habré hecho mal en leer esta carta?.... He cometido una imprudencia. Si aún está ese joven en la iglesia, se la devolveré, y no volveré á fijarle la vista.

El sonido de una campana hizo estremecer á Salomé, y se levantó.

En seguida dió un grito.

Estaba frente á Gómez.

—No se espante usted conmigo, señorita, porque.... me ha bastado verla para que de hoy en adelante sepa usted que cuenta conmigo, con José María Gómez, que está prendado de usted. Ya sé que es usted casada, pero eso no importa; ó mejor dicho, sí importa, porque sé que ese señoría molesta y es injusto con usted; pero mientras yo viva ¡por Dios que no le ha de tocar un pelo!

—Pero.... murmuró Salomé, deseando interrumpir á Gómez, yo no le conozco á usted, y....

—Haga usted de cuenta que nos conocemos hace mucho tiempo, porque lo que es yo, la quiero á usted como si hiciera años que la conozco, y la verdad, creo que usted....

—Van á sorprendernos... y ¿qué dirán los que nos vean aquí?...

—No tenga usted cuidado, que para eso cerré la puerta del panteón, y no nos oyen más que los muertos.


Más tarde sabrá el lector de qué manera lo que pasó aquella mañana en el panteón, lo supieron también algunos vivos.

Seis años después de este acontecimiento, pedía alojamiento, en la posada del mismo pueblo, una compañía de maromeros.

Venía el payaso en una muía, rendido de cansancio y rojo como una remolacha; lo seguían el director, que era todo un atleta, dos hermanos suyos, jóvenes de veinte á veintidós años, dos mujeres y una niña.

Cada una de estas personas venía cabalgando en uno de los caballos del circo, y además traían una carreta de dos ruedas en que venían los equipajes, las cuerdas y los aparatos de la maroma.

Esta carreta era conducida por un carrero y el mozo de caballeriza.

Toda la caravana se alojó en el mesón. Como no se había cuidado de quitar á los caballos los arneses propios del circo, bastaba á los transeúntes ver con el rabo del ojo un freno con borlas ó un mantillón con fleco de oro, para comprender que se trataba de una compañía de cirqueros.

A eso de las seis de la tarde conversaban, sentados en una de las banquetas del zaguán del mesón, el director y el payaso.

—¿Sabes compadre, que hay aquí muchos muchachos? le dijo el director al payaso.

—Ya lo había notado, le contestó éste: y he notado más.

—¿Qué?

—Ya sabes que tengo buen ojo.

—¿Has visto algo?

—Ven acá.

Y el payaso obligó al director á pararse en la puerta del mesón..

—No está, dijo el payaso después de haber buscado con la vista algo entre los muchos curiosos, que en la acera de enfrente y cerca de la puerta, no habían cesado de hacer su cuarto de observación desde la llegada de la compañía.

—¿Ya lo perdiste?

—Ahora no está aquí, pero ya me fijé.

—Bueno; avísame cuando lo veas, y ya obraremos de acuerdo.

Los dos compadres volvieron á sentarse en la banqueta del zaguán, y se pusieron á fumar.

—Es una diablura, dijo el director, que los aprendices tengan padres: estoy resuelto á no enseñar el oficio este más que á los huérfanos.

—Por supuesto; y si tienen madre es peor, porque empieza con melindres, y á su juicio no hay paso en que sus hijos no estén á punto de matarse...

—No se puede hacer nada: acuérdate de Juan el enano y de Silvestre; ya hacían algo y podían ganar su vida cuando nos los quitaron, y á ese paso nunca lograremos tener una compañía completa.

Algunos muchachos se habían acercado poco á poco, escurriéndose contra la pared para ver de cerca á los cirqueros.

—Mira, le dijo el payaso á su compadre, ¿ves á ese de la blusita amarilla?

—Sí; pero es muy chico.

—Mira qué piernas!

—Sí, es ancho y parece sano. ¿Y sabes algo?

—No había querido indagar hasta que tú lo vieras.

—Pues infórmate.

Él payaso sacó una moneda de la bolsa, se la puso en un ojo á guisa de lente y dirigió la vista al grupo de muchachos.

Estos se fijaron en el payaso, celebrando la gracia y codiciando la moneda.

El payaso arrojó por alto la moneda y los muchachos se precipitaron sobre ella.

—¿Quién la cogió? preguntó el payaso con una risa grotesca, que infundió confianza á los muchachos.

—Este, dijo uno señalando al más grande.

—Vete, le dijo el payaso al beneficiado, tú no entras en la otra.

Se retiró el payaso á su lugar y volvió á arrojar otra moneda, y repitió esta operación acompañándola de más ó menos chuscadas á propósito para entretener á los muchachos.

Todos habían cogido ya su moneda, menos el de la blusa amarilla.

—Ven acá, le dijo el payaso, toma; y le alargó una moneda de plata. ¿Cómo te llamas?

—Yo me llamo Gabriel.

—¿Y tu padre?

—No tengo padre ni madre...

El payaso y su compadre se vieron.

—Toma, le dijo el payaso, mañana vienes á la función..

Y le dio al muchacho un boleto..

A la tercera función, Gabriel era amigo íntimo de toda la compañía, y cuantas veces podía se escapaba de su casa para mezclarse con los cirqueros, ver los ensayos y los preparativos de las funciones.

Al cabo de algunos días empezó á escasear la concurrencia, y la compañía levantó el campo y emprendió su marcha hacia el pueblo vecino.

Serían las ocho de la noche del día de la partida de la compañía, y Salomé estaba sentada en un taburete cerca de la ventana que daba vista á la calle.

A los piés de Salomé estaba su criada de confianza; la luna bañaba con luz purísima la falda del vestido de Salomé.

—¿Qué se cuenta en el pueblo, Gertrudis? dijo Salomé.

—¡Qué, niña! no te cuente; que estoy de caerme muerta!

—¿Pues qué sucede?

—Que el pobre de Gabriel no parece.

—¿Quién es Gabriel?

—Un muchacho, el huérfano del herrador.

—¿Conque no parece?

—Ni su luz.

—¿Y qué es lo que se cree?

—Pues dicen que se habrá largado, y otros que quién sabe. ¿Qué dices nada más, niña de mi alma?

—¡Pobre muchacho!

—Si, pobre muchacho; le tocó ser siempre desgraciado.

—¿Pues qué más le ha sucedido?

—Nada; que á ser cierto lo que dicen, la pobre criatura tiene pecados agenos que purgar.

—Cuénteme usted eso, Gertrudis.

—Pues has de estar, mi alma, que fuí esta tarde á ver á mi comadre la de la tienda, que estaba de lo más acongojada precisamente por la desaparición de Gabriel, y me contó su historia; pero ¡qué historia, niña de mis ojos!

—A ver, cuéntemela usted.

—Pues figúrate, mi alma, que éste es un muchachito á quien tiraron.

Salomé hizo un movimiento.

—Mira, mi alma, dijo Gertrudis, cerraremos la ventana, porque te acaba de dar la muerte chiquita.

Estremecimiento nervioso muy común en todas las gentes, y que por lo general no se determina por causa fija.

—No: estoy bien, siga usted.

—Pues, sí señor, y como iba diciendo, continuó la vieja, á este pobrecito lo tiraron, y yo no lo sabía, y le tocó al maestro herrador recogerlo, y hace cinco años que lo tiene.

Salomé hizo otro movimiento.

—¿Ya lo ves? te está haciendo daño el frío.

—Siga usted, Gertrudis, dijo Salomé con cierta impaciencia.

—El maestro herrero, que es tan bueno, adoptó al muchachito, lo bautizó, le buscó chichihua y cuando creció lo puso en la escuela, y ya lo quería como si fuera su hijo, cuando ¡cátate, niña! que esta tarde se volvió relojo la criatura. Ya te puedes figurar todo lo que se habrá hecho por encontrarlo y todo el habladero del pueblo con este motivo; y para que conozcas á las gentes te diré: antes, ni quien hablara de Gabriel, y ahora que le sucedió algo malo, se empeñan todos en hacer creer que todo lo sabían; es buena que se atreven á decir las gentes que Gabriel es hijo de los muertos.

—¡De los muertos! repitió maquinalmente Salomé.

—Dicen que en el panteón fué donde la madre del niño conoció al autor de sus días.

—Cuénteme usted eso, Gertrudis, me interesa la historia de ese pobre muchacho.

—Dicen, y de ello no salgo garante, que el pobre niño apenas nadó, según le lie dicho á usted, fué puesto en las cuatro esquinas.

—¿Y qué edad tendrá?.

—Como de cinco á seis años.

—¿Y no sabe usted más acerca de él?

—¡Qué se ha de saber sino que se ha perdido!

Salomé no hizo más preguntas, y Gertrudis no tardó en roncar á los piés de su ama.

Capítulo V

Gabriel


A excepción de algunas lágrimas,. Gabriel no fué muy sensible á su cambio de vida.

Pertenecer al circo era para Gabriel una dulce compensación, y caminar á caballo, ó en la carreta de los equipajes, tenía para él un atractivo poderoso.

Una vez calmadas sus primeras inquietudes, empezó su aprendizaje de acróbata.

El payaso ensayaba desarticular ¿Gabriel y el director á hacerlo fuerte.

El capital inmueble de las fuerzas ó de la  elasticidad, se conquista á fuerza de dolores y por medio del tratamiento menos comedido que se conoce.

El hombre al encontrarse frente á frente de su propio organismo y al contemplar la admirable precisión con que todas las partes del cuerpo humano concurren al desempeño de su sabio objeto, ha discurrido que un fémur, saliéndose de su encaje y volviéndose á encajar como si tal cosa, vale la pena de pagar por verlo, y para llegar á este resultado medio mata al propietario de dos fémures comunes y corrientes, hasta lograr que se abran como las piernas de un compás.

Gabriel puso por capital en la compañía ecuestre sus piernas y su miedo, sus dolores y sus descoyuntamientos, hasta que llegó á abrir las piernas como un muñeco de alambre; y desde ese momento Gabriel tenía un capital en las coyunturas, aunque ninguno en la cabeza ni en el corazón.

Consolábase, no obstante, de tener una compañerita, á la que también se obligaba a hacer barbaridades aunque de distinto género.

Dos años estuvo Gabriel flexibilizándose, y más de una vez había sido exhibido por el director y sus dos hermanos que hacían grupos y encaramaban á Gabriel, y hacían de su pobre humanidad cera y pábilo.

Gabriel, como por lo general los niños que no han probado los mimos maternales, era impetuoso y duro; y había en su interior no sabemos qué repulsión instintiva á sus semejantes, como si estuviera guardando un secreto reproche contra todos, por no saber á quién le debería la desgracia de no haber tenido padres.

Un día los miembros de Gabriel estuvieron más rígidos, y estuvo menos dispuesto que otras veces á dejarse descoyuntar, y recibió en pago de esta rebeldía una azotaina de manos del payaso.

A excepción de los primeros gritos, Gabriel sufrió los azotes, haciéndolo su ira superior al dolor.

Cuando todos se recogieron Gabriel se sentó en su cama sin poder conciliar el sueño: á su pesar sollozaba de cuando en cuando, y cada uno de sus movimientos le causaba un nuevo dolor en sus recientes cardenales.

—¿Por qué hé de ser acróbata? decía; estos hombres son unos brutos, que me embrutecen y me tratan como á un caballo, y todo para hacerse ricos con mis verdugones y mis golpes. No quiero ser del circo!

Y sin meditar esta resolución, se dirigió á la ventana que daba al campo y saltó á tierra.

La noche estaba oscura y reinaba en el pueblo un silencio solemne; pero Gabriel no se acobardó, sino que envolviéndose en el cobertor que aun pendía de sus hombros echó á andar en dirección de un cerro inmediato á la población.

—La compañía debe ponerse en marcha en la madrugada, y tal vez, pensaba Gabriel, no se detengan sólo por buscarme: me encaramo al cerro y desde allí los veo ir; y cuando estén lejos me vuelvo al pueblo.

Serían apenas las once cuando Gabriel se encontraba enteramente fuera de la población y á la orilla de unos sembrados.

Vagaba al través de campos de un negror tristísimo aquel pequeño bulto blanco, tiritando de frío, y volviendo la cara á todas partes como esperando un peligro á cada paso.

Al fin la fatiga le obligó á moderar el paso y se detuvo junto á un árbol, antes de encumbrar la loma que había elegido como refugio.

No bien se hubo parado, le pareció ver brillar entre las malezas dos puntos luminosos; fijóse en ellos, y notó bien pronto que una forma negra se movía frente á él; se volvió bruscamente y percibió hacia el lado menos sombrío otra masa negra que se le acercaba, y después una tercera; y no sabiendo qué partido tomar hizo un movimiento abriendo los brazos como para ahuyentar aquellas visiones.

Los animales monteses huyeron en opuestas direcciones, y Gabriel triunfó del primer peligro.

—Son coyotes, pensó tranquilizándose.

Calculó enseguida que tendría que estar alerta toda la noche para no permitir que se le acercasen.

A este efecto comenzó á proveerse de piedras, con las cuales hizo un lío en su corbertor, y eligió un lugar escampado y una altura desde donde pudiera dominar el terreno.

Varias veces intentaron los coyotes rodearlo, pero Gabriel, vigilante y audaz, les arrojaba piedras y agitaba su cobertor y lograba ahuyentarlos.

Luchando con el sueño consiguió con grande esfuerzo no descuidarse hasta el momento de anunciarse el día.

Cierta claridad blanquecina en el Oriente volvió á Gabriel toda su tranquilidad, como si un padre cariñoso se anunciara lleno de poder y de fuerza para defender al pobre niño de todos sus enemigos.

Gabriel dejó exhalar de su alma la primera oración inarticulada, en la forma de una mirada y una sonrisa á la luz del día, ¡Cuánta pureza había en aquella acción de gracias! ¡Cuánta inefable gratitud al Autor de la luz en la sonrisa de aquel niño, que iba dejando caer las piedras de sus manos, moradas de frío, para fijarse absorto en el crepúsculo!

A medida que crecía en el horizonte la zona de la luz, Gabriel volvía hacia Occidente el rostro, como para gozarse en contemplar la huída de las sombras.

—¡La luz! exclamó el niño, se abrió el cielo y de allí vino la luz y luego viene el sol...

Gabriel experimentó un enternecimiento profundo; se sentía agradecido y hubiera querido acariciar la luz.

—¡Qué larga es la noche, y qué horrible en el campo! todo está negro y triste: ¿esta noche qué haré?... Cuando se haya ido la compañía me volveré al pueblo y allí veré qué hago.

Entre tanto Gabriel se dirigió á la montaña sin perder de vista el pueblo.

Cuando estuvo á cierta altura, reconoció la calle por donde debería ver pasar á la compañía.

El sol doraba con vivos reflejos todo un panorama de esmaltadas nubes, que semejaban suntuosas arquerías y pabellones de filigrana; como para formar un templo al astro del día.

Gabriel no cesaba de contemplar aquel espectáculo, que por la primera vez le hacía experimentar emociones de un género tan grato: era la primera vez que Gabriel se ponía en espontánea comunicación con algo superior á los hombres y á todas las miserias que rodeaban su vida, y se levantaba del fondo de su alma el consuelo, la paz y la esperanza.

Una vez exaltada la imaginación del niño, se fijaba con placer en cuantos objetos le rodeaban, y todos sus temores y sus ánsias de la noche, se habían convertido en confianza y bienestar.

Con deleite escuchaba el canto de las aves, y las buscaba con la vista entre las ramas para espiar sus aleteos y sus caricias; hasta las florecillas que se abrían á sus pies le invitaban á la contemplación.

Esta serie de impresiones debían influir poderosamente en la vida de Gabriel; acaso este destello de espiritualidad lo induciría á una nueva serie de contemplaciones y á la perfección moral.

Ya lo sabremos más adelante.

El polvo que se levantaba en la calle del pueblo, á eso de las ocho de la mañana, anunció á Gabriel que la compañía emprendía la marcha.

Distintamente llegaba á su oído el silbido particular con que el payaso acostumbraba llamar á sus camaradas y aún al mismo Gabriel,.

Conoció que en aquellos momentos lo buscaban, y ocultándose tras de unos gruesos troncos, observaba los movimientos de sus verdugos.

Al cabo de algún tiempo percibió que la cabalgata desfilaba por un camino y salía del pueblo seguida por la carreta de los equipajes.

Con esta confianza, y habiendo podido contar los bultos y cerciorarse de que todos los hombres de la compañía caminaban, sin que ninguno se hubiera quedado para buscarlo, se dirigió al pueblo; y como si el cielo hubiera recogido en su forma inarticulada la oración del niño en la mañana, en el pueblo le esperaba ya á Gabriel el alma compañera que necesitaba en su aislamiento, la compensación de su desgracia.

Vagaba Gabriel al acaso, sin saber qué partido tomar y buscando en el semblante de cada uno de los transeúntes alguno en que pudiera notar una señal de benevolencia.

Al fin cansado se sentó sobre una piedra; comenzaba á sentir la necesidad de comer, y pensó por la primera vez en lo terrible de este aguijón de la humanidad, que ha sugerido á los hombres tan extraños y variados procedimientos para alimentarse,.

Gabriel había ocultado la cabeza entre sus dos manos, y hacía tiempo que permanecía en esta postura cuando acertó á pasar por allí una persona.

Era un viejo envuelto en una capa española color de aceituna, y llevaba puesto un sombrero fieltro de anchas y flexibles alas.

Se paró frente al muchacho, y después de contemplarlo inmóvil por largo tiempo le preguntó:

—¿Estás malo?

Gabriel levantó la cabeza, se restregó los ojos y se puso en pié.

—¿Qué tienes? volvió á preguntar el viejo.

—Nada, contestó Gabriel con un acento que revelaba que en efecto no tenía nada.

Aquella manera particular de contestar llamó la atención del viejo, quien, fijándose en la fisonomía de Gabriel, empezó á comprender que éste sufría y disimulaba.

—¿Qué estabas haciendo aquí?

—Nada, volvió á decir Gabriel.

—Quién es tu padre?

—Nadie.

—¡Nadie! repitió el viejo con cierta emoción, ¿no tienes padres?

—No señor.

—¿De qué vives?

—Vivía de hacer suertes; pero me dolía, mucho el cuerpo, y como el payaso es muy bruto, me pegaba.

—¿Eras de los del circo?

—Sí, señor; pero no quise seguir, y me fuí al cerro mientras se iban.

—¿Y ahora?

—Ahora, aquí estoy.

—¿Quieres venir conmigo?

—Sí, señor; si V, me enseña á leer, iré.

Al viejo le llamó la atención que aquel muchacho, hambriento probablemente, pensara primero en aprender á leer.

El viejo echó á andar seguido por Gabriel; lo llevó á su casa, y desde aquel día nada faltó á Gabriel de cuanto pudiera apetecer. Aquel señor era un viejo viudo y rico que vivía hacía algunos años en el pueblo; vivía solo y era de un carácter reservado y taciturno.

Era servido por un ama de gobierno y por un criado.

Cuando llegó á su casa acompañado de Gabriel; llamó al ama de gobierno y la dijo:

—Vea usted, Mariana, aquí le traigo á usted este jovencito, acabo de adoptarlo, y me propongo hacer de él un hombre de provecho.

Mariana torció el gesto, y revisó de arriba abajo á Gabriel.

—¿Con que lo ha adoptado usted, señor D. Santiago? Dios se lo tomará á usted en cuenta ¡Como al fin se logre!

—Se logrará, yo se lo aseguro á usted, Mariana; por ahora dele usted de comer, y disponga usted el cuarto chico para que sea su dormitorio. Ve, hijo, ve con Mariana y respétala: ella te va á querer mucho si te portas bien.

Mariana cumplió fielmente las órdenes de D. Santiago, pero á poco rato se apareció de nuevo.

—¿Qué se ofrece? preguntó D. Santiago.

—Nada, señor amo, sino que como hay gentes tan ingratas, yo quería decir á usted que si ya pensó bien lo de adoptar al muchacho, porque.... en fin, usted está grande, y no sea que el chico sea un pillastre y no hayamos buscado más que quebraderos de cabeza.

—No tenga usted cuidado, Mariana; el muchacho tiene muy buena frente, y me prometo hacer de él un hombre de provecho.

—¡Eso es tan difícil en el día!...

—No lo crea usted, Mariana; hoy disfrutamos en el país de las ventajas de la educación pública, en una escala que me hace concebir muy lisonjeras esperanzas para el porvenir.

—¿La educación?,¿Y en el día, señor, don Santiago? será lo peor que pueda usted hacer; hoy se enseña á todos los muchachos á herejes y á liberales; da horror ver como está la juventud, señor D. Santiago: la prueba es que este muchacho no sabe el Catecismo; va á cumplir siete años, según entiendo, y no sabe los misterios de nuestra santa religión, y por este ejemplar se conocen todos; hoy los niños no se ocupan del Catecismo; lo cual es cosa que me tiene verdaderamente escandalizada.

—¡Cuándo en mis tiempos, señor don Santiago, había de suceder esto! ya se ve, entonces se creía que para ser feliz un hombre, era indispensable que supiera nada más que sus deberes como cristiano; pero hoy, primero son las matemáticas y las... qué sé yo qué gerigonza de librajos traen entre manos, porque yo cada día oigo mentar libros nuevos; es cosa que el hijo de la cocinera de acá dice que está aprendiendo no sé que cosa de ografía.

—Será geografía.

—Eso, señor, la geografía, y el muchacho no sabe todavía como ha de confesarse; ¿lo pasará V. á creer, señor don Santiago?

—Es muy fácil.

—Quiere decir que V. le va á enseñar á este niño todas esas cosas de la geografía, y á hablar como los extranjeros, y á todo.

—Sí señora, voy á ver si mi hijo adoptivo llega á presidente de la república.

—¡Dios nos ampare y nos defienda de semejante cosa! pero ya se vé, eso si no puede ser.

—¿Y por qué no puede ser?

—Un huérfano, un pobre como éste!

—Pero si este pobre llega por la instrucción á ser un hombre de provecho, puede aspirar como todos los buenos ciudadanos que saben distinguirse por sus virtudes cívicas, á la primera magistratura.

—¡Ay! señor don Santiago, con razón estamos como estamos; si nos vemos expuestos á ser mandados el día menos pensado por gente así, como este muchacho, salida de la nada.

D. Santiago estaba acostumbrado á tolerar las confianzas y las impertinencias de Mariana, y se divertía con sus apreciaciones; ya se vé, Mariana era tal vez una de las muy pocas personas que hablaban con don Santiago, quien como hemos dicho, tenía una manera particular de vivir, y pasaba en el pueblo por un misántropo, de quien circulaban extraños y fantásticos cuentos.

Capítulo VI

El viento de febrero


Don Santiago encontró muy de su sto á Gabriel, y bien pronto ro ocasión de conocer que no se había equivocado en creer que aquel muchacho era susceptible de un perfeccionamiento moral rápido y notable.

En efecto; Gabriel tenía un bello corazón y una organización admirable para el estudio; don Santiago, por su parte era un hombre ilustrado y progresista, aunque las decepciones de su vida le hubiesen obligado á vivir aislado, huyendo siempre de hacer el papel de leguleyo de pueblo.

No obstante, la mayoría de los vecinos de éste le hacían justicia en cuanto á su saber, y le pedían generalmente consejo en todas las situaciones difíciles.

Don Santiago, á pesar de todas las reticencias y vacilaciones de Mariana, se dedicó con una solicitud verdaderamente paternal á la educación de Gabriel, quien por su parte mostraba las más felices disposiciones para el estudio, y su inteligencia se desarrollaba diariamente al benéfico y provechoso influjo del sistema empleado por don Santiago; de manera que en poco tiempo Gabriel poseía ya los rudimentos de la primera educación, y estaba en aptitud de emprender estudios de más consideración.

A este efecto se hacía indispensable que Gabriel continuara su educación en México; y don Santiago, que en muchos años no se había movido del pueblo, decidió hacer un viaje á la capital A fin de asegurar el aprovechamiento de su hijo adoptivo.

En esta época ya el cariño de Gabriel formaba en el corazón de don Santiago uno de sus más vehementes sentimientos, porque el joven se había hecho acreedor, con su conducta, á la estimación de cuantos le conocían, y al más acendrado cariño por parte de don Santiago.

Soplaba á la sazón el viento de febrero.

Gabriel estaba solo y en el campo.

Después de la fría calma del invierno, la naturaleza parecía tomar aliento en la obra perpetua de sus regeneraciones.

Ráfagas violentas semejaban falanges de seres movedizos que se arrastraban por los sembrados y los valles, que lamían las faldas de las montañas, y desasosegados y pertinaces, rizaban unas veces los lagos y otras veces sacudían las empolvadas copas de los árboles escuálidos.

De repente cesaban los turbiones, y en lontananza se destacaban algunos remolinos que levantaban las últimas hojas secas del campo hasta las nubes.

Otras veces, silbador y ronco, caracoleaba el viento entre las malezas agitando los varejones y desentretejiendo las enredaderas secas, las aristas presas en los breñales, las hojas que pasaron el invierno en pelotón informe entre dos recodos sirviendo de casa á los insectos.

Rugía por todas partes doblegando algunas plantas polvosas y macilentas, y en toda la naturaleza se notaba no sabemos qué festinación precursora de una fiesta.

No eran los anuncios de una ruina próxima, no era el huracán embravecido é implacable; sinó un viento precusor de las delicias primaverales que llegaba sacudiéndolo todo y como reprendiendo al invierno por sus despojos y por sus estrago?.

Este viento ejecuta millones de actos solemnes y de una importancia incalculable: su soplo, verdaderamente vivificador, arranca de los vértices de las hojas los dañosos amontonamientos de despojos que obstruyen la vegetación, desenlaza dos plantas que durmieron abrazadas durante el invierno, las despierta y les avisa que estén listas para el trabajo del crecimiento y la reproducción.

Barre sobre las gramíneas llevándose las hojas y las escorias perniciosas hasta depositarlas en un escondite de piedras, ó las oculta en un barranco ó en un arroyo, ó las desmenuza para que desaparezcan á la vista.

Reprende á los insectos perniciosos que habían plegado las hojas con su baba para fabricarse cuarteles de invierno; desaloja á algunos intrusos aventureros que pretendían perforar las plantas y roerles el corazón; echa á silbidos otros que amenazaban una yema y hasta pide á las nubes algunos goterones para que le sirvan de proyectiles contra la canalla que usurpa el terreno de las flores que vienen.

Las aves, al sentir ese viento que riza sus plumas, lo resisten, volviéndole la cara, y adivinan la estación que se avecina, y en medio de aquel trajín de aseo general, arréglanse con el pico las últimas plumas de la muda, péinanse su pechuga de pluma nueva, y aderezan su interesante vestido con que se presentarán en la primavera, en cuya época es necesario cantar bien y estar aseado.

De vez en cuando dirigen las aves una mirada al cielo que se empaña, para aparecer más tarde brillante y diáfano.

Verdeguean sobre despojos inertes las ramas que aún subsisten y van á ver brotar las nuevas hojas, y debajo de la tierra se prepara por todas partes el gran trabajo de las savias, como si la voz de ponerse en acción se hubiese propalado en las inmensas zonas fértiles; y los millones de obreros microscópicos, ese mundo oscuro de chupadores de jugos se pone en movimiento para dar vida y jugos desde los individuos seculares hasta los pequeñuelos ejemplares de la vegetación.

El aviso solemne se propaga en ecos, en murmullos y en silbidos; en los chasquidos de las breñas, en el rodar de las escorias y en la pertinacia de algunos gemidos que se producen en las junturas de una choza abandonada, y tal vez en los mil postreros ayes de angustia, de las hojas secas que van á perderse en el abismo.

Gabriel contemplaba este cuadro de la naturaleza, y sentía cierto placer melancólico al ver rodar las hojas; y es que encontraba una misteriosa analogía entre el estado de su alma y aquellos preparativos que iban á cambiar la faz de la naturaleza.

Gabriel sabía que iba á abandonar aquel pueblo hospitalario y querido, y que un porvenir lleno de flores le esperaba.

Venir á México, era para Gabriel un acontecimiento tan plausible, que lo consideraba como la realización de un sueño.

Por fin, llegó el día fijado para la marcha; D. Santiago se había provisto de caballos y estaban listos ya dos, criados y una mula de carga; se había cerciorado detenidamente de la buena andadura de su caballo, del buen estado de los arneses, y había preparado con método y orden de todo cuanto pudiera apetecer en materia de comodidades.

—Lo estoy viendo y no lo puedo creer, decía Mariana; ¡será posible que el señor D. Santiago, que lleva tantos años de no querer moverse de su rincón por nada de esta vida, vaya ahora á emprender un camino tan largo sólo por ese muchacho? Ya se ve, no se puede negar que el chico es bueno; pero no al grado de sacar al pacífico de mi amo de sus arregladas costumbres; ¡y todavía sabe Dios los trastornos que se originen, ó si va á sucederle algo por esos caminos, que dicen que están tan malos! Pero qué hemos de hacer! no parece sinó que Gabriel no es huérfano, sinó hijo legítimo del señor don Santiago.

Ya hechos todos los preparativos de la marcha, aún probó Mariana de disuadir á su amo de lo que ella llamaba una locura; pero nada pudo conseguir, y llegó por fin el día de la partida.

Gabriel no había podido dormir pensando en su dicha, y fué el primero que estuvo listo, esperando sólo el momento de marchar.

—¡Ea! dijo D. Santiago saliendo de su habitación; ya creo que nada falta.

Hizo sus últimos encargos á Mariana y montó á caballo. Gabriel lo limitó, y seguidos por los dos criados y la muía de carga, salieron del pueblo.

D. Santiago tenía que pararse al pasar por cada tienda y por cada esquina para dar razón de su marcha á los vecinos, para quienes aquello era un acontecimiento extraordinario; pero después de no pocas detenciones, saludos, encargos y despedidas, la pequeña caravana se encontró en despoblado y el caballito de D. Santiago desplegó todo su sobrepaso.

Gabriel procuraba no alejarse de don Santiago á quien hacía preguntas incesantes.

—A mí me gustan los muchachos preguntones, decía don Santiago; esos son los que aprenden ó los que llegan á saber algo.

De manera que con estos antecedentes Gabriel, bien sea por su deseo de saberlo todo ó por halagar á don Santiago, no cesaba de hacerle preguntas sobre todo lo que veta, y don Santiago, por su parte, se encontraba satisfecho, pues tenía ocasión, á cada pregunta de su hijo adoptivo, de darle nociones sobre multitud de conocimientos.

Ningún incidente digno de notarse aconteció á don Santiago en los primeros días de camino; pero una tarde uno de los criados se dirigió á su amo para decirle:

—Patrón, usted dirá si seguimos.

—¿Por qué ¿qué hay?

—Dice et de la tienda que ahí abajo de la loma anda el Pájaro con otros.

—¿Y quién es el Pájaro?

—Pos es de los compadres.

—¿Pero á nosotros, qué nos pueden quitar? Ya saben ustedes bien que no traemos nada de valor..

—Pos cuando menos nos dejan á pié, señor amo; luego el Pájaro anda con diez ó doce.

—¡Tantos así! exclamó don Santiago espantado.

—Y yo no sé, continuó el criado, cuántos traerá, y ya verá su mercé que lo que es por nosotros en cualquier rato nos chispamos y como Dios nos dé á entender destapamos; ¡y cuándo nos cojen! pero su merced no podrá hacer lo mismo. Y luego que las armas ¿de qué sirven cuando son muchos? Por mí, lo que su mercé disponga; yo cumplo con avisar.

—Me parece, dijo don Santiago reflexionando, que lo prudente será averiguar si esa noticia es cierta, y luego si se sabe la gente que traen.

Se decidió en consecuencia que uno de los criados, el más conocedor del terreno, se adelantara á pedir informes, y volviera con ellos, antes de seguir adelante.

Gabriel pretendió acompañar al explorador y estaba deseoso de tener su primer lance de armas, pues que armado iba, y sentía vehementes deseos de que llegara el caso de hacer uso de una mala pistola que le habían proporcionado.

Pero don Santiago no consintió en la separación del joven, quien contrariado, pero obediente, se resignó á esperar.

Hubo necesidad de pernoctar en un pequeño rancho, y esperar tranquilamente la vuelta del explorador, quien no regresó hasta la mañana siguiente, trayendo la noticia de que efectivamente habían pasado por el camino real el Pájaro, un tal Gómez y dos hombres más; pero que como había salido una fuerza rural á perseguirlos por los crímenes que por allí habían cometido, estaba seguro el camino y se podía transitar sin ningún peligro, de manera, que, apenas hubo llegado esta noticia, los viajeros se pusieron en marcha.

Capítulo VII

Dos compadres curiosos


Mientras camina D. Santiago, volvamos á seguir los pasos de Gómez, de quien no hemos vuelto á ocuparnos desde la escena del panteón del pueblo.

Gómez, acostumbrado á conseguir todo lo que deseaba, tenía ya ese aire resuelto y esa audacia que caracteriza á los hombres incultos y feroces.

La pasión que concibió por Salomé lo volvió loco, y desde el momento en que la conoció, no pensó en otra cosa que en pre parar un rapto, para lo cual contó en todo con su amigo el Pájaro.

Este asunto llegó á estar arreglado, especialmente desde el momento en que Salomé sintió que iba á ser madre, y se consideraba sin valor para arrostrar la justa cólera de su marido.

La casa de Salomé no era de las céntricas del pueblo, y formaba la esquina de una pequeña manzana, que en su mayor extensión de terreno pertenecía al marido de Salomé.

El costado izquierdo de la casa formaba parte de una calle angosta que conducía al campo, y en esta calle sólo había una puerta y dos ventanas, pertenecientes al departamento de la servidumbre y los macheros.

Con alguna frecuencia aparecían á eso de las once de la noche, especialmente en las más obscuras, dos ginetes, que, conduciendo sus cabalgaduras con extraordinaria precaución, llegaban sin hacer el menor ruido á cierta distancia de las ventanas; allí quedaba uno de ellos y el segundo avanzaba lentamente hasta colocarse al pié de una de las ventanas.

Todo esto pasaba en medio del mayor silencio y sin ser notado por los vecinos; hasta cierta noche en la cual aquella escena, tuvo un testigo presencial.

D. Máximo, el dueño de una tienda situada á corta distancia y en dirección de la calle angosta de que hemos hablado, se retiraba una noche á su casa, preocupado con el relato de ciertos crímenes que habían formado el tema de la conversación de su tertulia favorita.

Notó don Máximo, á pesar de la oscuridad de la noche, que á lo lejos se destacaban dos bultos; paróse á observar y conoció que los bultos avanzaban con precaución, y entonces pareció conveniente á D. Máximo ocultarse en el hueco de una puerta para observar lo que pasaba.

Don Máximo tenía un compadre, que á la vez era el hombre de todas sus confianzas.

—Compadre, le dijo al día siguiente, tengo que participar á usted un acontecimiento: anoche á eso de las once y media ví en la dirección de mi casa y como quien sale del pueblo hacia el Oriente...

—¿Qué vió usted, compadre?

—Dos bultos.

—¿De hombres?.

—Probablemente; eran dos ginetes.

—¡Tan tarde y dos ginetes! ¿Serían correos?

—No, compadre, porque iban espacio, y como recatándose: ¿me comprende usted?

—Sí, compadre. ¿Y qué hicieron los bultos?

—Se pararon: después uno de ellos se separó de su compañero y avanzó hacia la izquierda, y el otro se quedó esperando.

—¡Haya cosa!

—El que avanzó se pegó á la pared, y allí se estuvo como más de dos horas.

—¿Y usted, compadre?

—Yo me estuve observando, ¿Me comprende usted?

—Sí, compadre. ¿Y luego?

—Luego se juntaron los bultos y se fueren.

El compadre se quedó pensando largo tiempo, y luego pregunte):

—¿Dice usted que á lo largo de la calle?

—Hacia el Oriente.

—¿Más allá dencá don Antonio?

—Más.

—¿Pasada la tienda?

—¿Más allá.

—¿Entonces en la última calle?

—¡Eso es!

—Pues en la última calle no hay más que la puerta de los macheros de la casa de Salome.

—Pues eso es lo que yo digo.

—¿De manera que allí sería donde el ginete se paró?

—Yo creeré que sí.

Pues vea usted; compadre: como el marido de Salomé tiene sus medios y es tan confiado, no será extraño que lo estén espiando para darle un golpe de mano.

—¿Le parece á usted que sería bueno avisar? preguntó D. Máximo.

—Vea usted, compadre, en todo es bueno ser prudente.

—¡Cómo prudente!

—Quiere decir, que si no es lo que nos figuramos...

—¿Pues qué otra cosa puede ser?

—Puede ser.... muchas cosas: en primer lugar puede ser cosa de amores.

—En todo mete V. los amores, compadre.

—En todo los hay, compadre; vea usted que tengo mucho mundo.

—Pero si son amores ¿de quién cree usted que se trata?

—Pues nada.... yo diría que de las criadas de doña Salomé.

—Sabe V. que tiene razón, compadre?

—¡Ya lo ve usted!

—Y si son amores de las criadas ¿para qué nos metemos?

—Es verdad; ¿pero y si no son?

—Por eso será bueno averiguar el hecho.

—Vamos á averiguarlo.

—Vamos.

—¿Cómo haremos?

—Es muy sencillo: enfrente de la tapia y las ventanas del costado izquierdo de la casa de doña Salomé, está la tapia del corral de D. Pascasio.

—¿Y qué?

—D, Pascasio no está en el pueblo; y en la casa no vive más que su mayordomo y dos peones.

—Ya comprendo, compadre; nos metemos esta noche con cualquier pretexto.

—No, compadre Máximo, no es tan sencillo eso, porque entonces nosotros seremos los que vamos á inspirar sospechas.

—¿Pues qué cree V. que será lo más conveniente?

—En primer lugar, debemos cerciorarnos de si lo que V. vió anoche no es una casualidad, sino una cosa constante y positiva.

—¡Tiene V. razón!

—Y una vez averiguado que la escena se repite, entonces veremos cómo nos introducimos en la casa de D, Pascasio.

—¡Eso es!

—Y entre tanto, no hay que decir nada á nadie de este acontecimiento.

—Por mi parte guardaré secreto, y esta noche observaremos los dos.

—No hay necesidad de que yo me desvele, compadre; V. que se retira tarde de su tertulia, vuelva á poner cuidado, y si esta noche se repite la escena le ofrezco á usted que mañana la veremos de cerca..

—Me parece muy bien.

Á la noche siguiente D. Máximo se puso en acecho á eso de las once y media; pero la noche estaba lluviosa y oscura y nada pedía distinguir desde donde había observado la noche anterior; de manera que tuvo necesidad de avanzar en dirección del lugar de la escena.

Daban las doce cuando vió los dos bultos, y favorecido por la oscuridad, avanzó cuanto le fué posible; pero nada sacó en limpio sinó que el ginete estaba probablemente hablando con alguien, que se asomaba á una de las ventanas.

Cerca de la una, D, Máximo, entumecido y soñoliento, se retiró á su casa.

Al día siguiente volvió á entablar la plática con el compadre.

—Compadre, dijo D. Máximo, los vi.

—¿Otra vez?

—Sí.

—¿Como antes de anoche?

—Lo mismo. Se fueron cerca de la una.

—Pues esta noche los veremos cerca.

—Convenido.

—Voy á preparar las cosas.

—Aquí estaré esperando á usted, ¿A qué hora nos veremos?

—Volveré en el día para que convengamos la hora de la cita.

Los dos compadres tuvieron desde entonces, el más formal empeño en conocer el misterio que encerraba la aparición nocturna de los dos ginetes.

El compadre de D. Máximo era uno de los vecinos más antiguos del pueblo: conocía á todos y era muy inclinado á interiorizarse en los asuntos de los demás, por poco que los tales asuntos le importaran; pero en un pueblo corto, la curiosidad es un constante motor, y dejar pasar algo desapercibido, es una cosa imperdonable.

D. Antonio, que así se llamaba el compadre de D. Máximo, comprendió la necesidad de no inspirar sospechas al mayordomo de D. Pascasio, á cuya casa iba á penetrar para ver de cerca lo que hacían los ginetes misteriosos.

Pedir permiso para penetrar en la huerta de D. Pascasio á las once de la noche, era desde luego una pretensión que debía inspirar sospechas; pero D, Antonio encontró bien pronto un expediente.

—Amigo D. Mateo, le dijo al mayordomo, necesito de sus buenos servicios.

—Estoy para que usted me mande, contestó el mayordomo quitándose el sombrero.

—No es nada, D. Mateo; ha de estar usted que tanto á mi compadre Máximo, como á mí nos comprometen en casa del licenciado á jugar todas las noches; y aunque no es más que de á medio el tanto; el negocio se va volviendo ruinoso, y mi compadre y yo hemos decidido retirarnos del jueguito.

—Me parece muy acertado, señor don Antonio.

—Pero es el caso que se nos han agotado las excusas, y hemos tenido que recurrir al arbitrio de decir que esta noche estaremos fuera de la población, y para no caer en mentira.

—Ya entiendo quiere usted pasar una mala noche.

—Efectivamente.

—Pues si eso es todo, señor D. Antonio, no necesitaba usted ni avisarme: puede usted disponer de toda la casa, que al fin mí patrón, el señor D. Pascasio, es buen amigo de su persona de usted.

—Pues estamos convenidos; esta noche, á eso de las diez, estaré aquí con mi compadre.

—A la hora que sus mercedes gusten, que no faltará cena y cama para dos.

—En cuanto á cena no hay necesidad, porque la haremos temprano, pero en cuanto á la cama sí, es preciso aceptarla.

—Todo estará dispuesto.

Don Antonio se retiró satisfecho de su ardid que comunicó en el acto á su compadre, y poco antes de las diez de la noche de ese mismo día, estaban perfectamente alojados en la casa de don Pascasio, merced á la buena voluntad del mayordomo.

No bien se hubieron cerciorado los dos compadres de que Mateo se había encerrado en su habitación, cuando abriendo con precaución las puertas, se dirigieron á la huerta.

Don Antonio tenía medidos los pasos y á partir de un punto dado comenzó á contar los que era necesario andar á lo largo de la tapia para venir á parar precisamente en el punto que quedaba frente á las ventanas de la casa de Salomé.

—¡Aquí es! dijo don Antonio parándose, y sacando de una vaina de cuero un ancho cuchillo, con el que comenzó á rascar la juntura de dos adobes, hasta lograr hacer un pequeño agujero que le permitiera ver la ventana deseada.

Capítulo VIII

El rapto y la creciente curiosidad de los compadres


A eso de las doce de la noche, llegaron á la calle los dos ginetes misteriosos, y apenas se sintieron los pasos de los caballos, se abrió la ventana y apareció Salomé.

—Esta noche, dijo Gómez acercándose, es la última que espero tu resolución, y supongo que no la retardarás por más tiempo.

—¿Pero acaso no nos estamos viendo todas las noches?

—Esto no me basta; yo necesito vivir a tu lado y verte constantemente; necesito verte á la luz del día y sin esconderme; además, esta situación no puede prolongarse por más tiempo; pues si hasta ahora han podido pasar desapercibidas nuestras entrevistas, alguna vez llegarán á notarlas y entonces será muy difícil, tal vez imposible, tomar una resolución.

—Debes á tu vez tener presente, contestó Salome, que el sacrificio que me exiges es de tal manera grave, que una vez consumado no caben reparación ni remedio.

—¡Reparación! rugió Gómez incomodándose; ¿para qué necesitamos reparación? ¿ó serías capaz de exigirme que le pida perdón á tu marido?

Estas palabras fueron pronunciadas con un acento de ira tan concentrado que Salomé tembló.

El terror había tenido una parte tan activa en la conducta de Salomé, que ella misma no había podido averiguar hasta entonces, si temía á Gómez más de lo que lo amaba.

Desde los primeros momentos, Gómez ejerció sobre ella un ascendiente irresistible, se sintió impotente para luchar, y en el sopor de los primeros momentos, Salomé encontró más fácil sacrificar su dignidad, que arrostrar con la ira de Gómez.

Salomé no lo conocía, ignoraba completamente los antecedentes y la conducta de Gómez, y ella misma no podía explicarse el temor instintivo que la inspiraba, pues se sentía incapaz de toda resistencia.

Es tal el corazón de la mujer que no puede aborrecer al autor de su desgracia: por el contrario, esto la estrecha más y la subyuga.

Si Gómez hubiera ofrecido á Salomé una felicidad deslumbradora, Salomé se hubiera sentido capaz de desdeñarla; pero Gómez era el autor de su desgracia, y esta contemplación engendraba en su alma el sentimiento que ella confundía con el amor.

Fluctuando entre un marido justamente indignado y un amante decidido á arrostrarlo todo por ella, teniendo además la conciencia de una falta irreparable, prefería huír de la cólera del marido á arrostrar la del amante.

Su propia falta era de tal naturaleza, que la colocaba en una pendiente en la que no podía ni rehabilitarse ni retroceder.

Gómez, por su parte, acostumbrado á no dominar sus instintos, se dejaba llevar por aquel amor, echándose en cara la debilidad con que hasta entonces había obrado; de manera que en el momento en que lo vemos hablar con Salomé, está enteramente resuelto á llevar á cabo el rapto proyectado.

La conferencia aquella noche fué más larga que de costumbre, al grado que el Pájaro daba, por primera vez, á los diablos su misión de acompañante, y por su parte estaba también resuelto á que aquella situación no se prolongase.

Los dos compadres, atisbando cada uno por su tronera, pues don Máximo había tenido tiempo de hacer la suya, se habían enterado de la situación á pesar de haber perdido la mayor parte de las palabras que los amantes se decían muy por lo bajo.

Por fin, Salomé consintió en que á la noche siguiente á la hora de costumbre, en vez de asomarse á la ventana abriría la puerta.

Gómez se despidió ofreciendo estar puntual á la siguiente cita, que sería la última, y los dos compadres dieron fé de esta despedida y se retiraron á su habitación.

La ocasión era propicia para Salomé, porque su marido estaba ausente, y hasta entonces no se había apercibido de la infidelidad de Salomé.

Cuando ésta volvió á su habitación se entregó de lleno á sus reflexiones.

—Esto no tiene remedio, pensaba, yo no debo vivir al lado de un hombre á quien engaño; yo no podré ocultar mi falta, no; ni quiero ocultarla; yo no he sido dueña de mí; Gómez me fascina, juega con mi albedrío, con mi fé, con mi resistencia; hay en él algo que me atrae como el fondo del abismo.... sí, estaba escrito que debía pertenecerle.

Robusteciendo más y más su resolución se dispuso á hacer sus preparativos; no sabía qué era lo que había de dejar en aquella casa que no había de volver á ver nunca, y le parecía cometer un robo al pensar en llevar algo de lo que le perteneciera.

Quemó algunos papeles y dió su última mirada á todos los objetos que le eran queridos, á todas esas pequeñas chucherías que forman el museo de algunas mujeres.

Vió su corona de azahares, la corona nupcial, y la cubrió inmediatamente, como si aquel emblema de pureza le lanzara un reproche por sus liviandades posteriores.

Cuánto sufrió Salomé! solo en el corazón de una mujer cabe esa minuciosa y amarga despedida subdividida en mil pequeños objetos, en mil complicados y pueriles recuerdos, en mil delicadas y sutiles vacilaciones.

Pero lo que había de notable en el estado moral de Salomé, era que su resolución no dimanaba del entusiasmo que inspira una pasión: no había en Salomé el alborozo de la mujer amada que va á realizar sus sueños de felicidad y á indemnizarse de sus angustias, nó; en Salomé había la fascinación del suicida, el capricho sostenido por una idea pertinaz y sin solución; y en todo ello un fondo de despecho que lejos de sonreír temblaba ante un porvenir que por intuición se figuraba negro y triste.

No pudo en toda la noche conciliar el sueño; las horas se habían precipitado unas tras otras con la festinación de sus ideas arrastradas por aquel torbellino que la impelía con la fuerza de un destino irresistible.

Tenía Salomé una criada de confianza, según hemos visto: Gertrudis. Esta criada en quien el marido de Salomé depositaba toda su confianza, había criado á Salomé y no se había separado nunca de su lado: la vió nacer, la alimentó, la vió crecer, la vio casarse, y ahora la estaba viendo tal vez por la vez postrera.

La presencia de Gertrudis fué para Salomé tal vez el más serio de los reproches. Gertrudis la quería tanto, que al día siguiente se moriría de pena la pobre anciana al saber que su hija había desaparecido para siempre.

Casi estuvo Salomé á punto de arrepentirse, y sintiendo que vacilaba se decidió á no ver más á Gertrudis en el día.

Las horas le parecían eternas, y cada uno de los objetos que contemplaba Salomé, parecían decirle adiós con una tristeza indecible; de manera que procuraba no fijarse en nada que pudiera influir en debilitar sus resoluciones, pues necesitaba de todas sus fuerzas para cometer una acción no menos reprobable que su primera falta, pero que ella consideraba como consecuencia precisa de su destino!

Los dos compadres estaban abismados y sin saber qué partido tomar.

—¿Sabe usted, compadre, que el caso es bastante comprometido?

—¡Pues ya se ve que lo es!

—¿Impedimos el rapto?

—¿Pero con qué derecho?

—¡Toma! con el de amigos del marido. ¿Me comprende usted?

—¿Pero cómo impedirlo sin hacer un escándalo, sin deshonrarlo préviamente, sin tener que dar parte á la autoridad, sin hacer público el hecho?

—Y luego, agregaba el otro compadre, ¿si nos ha parecido, si no es un rapto lo que el ginete pretende?

—No, compadre, en cuanto á eso, yo estoy cierto que lo que es rapto.... en fin, yo estoy seguro: ya sabe V. que yo tengo mucho mundo, y lo que á mí me da en el corazón ¡jure V, que sale, compadre.

—Pues V. dirá lo que será bueno hacer, porque si por otra parte nos conformamos con ser simples espectadores, nos convertiremos en cómplices, y entonces sí tendremos que echarnos en cara con respecto á nuestra amistad con el marido.

—Eso es muy cierto.

D. Máximo y D. Antonio pasaron también la noche en vacilaciones, á la madrugada los venció el sueño sin haber podido encontrar una solución á aquel enigma.

Pero llegó el día y se hacía preciso tomar una resolución, y D. Antonio, sin pensarlo más, se dirigió á la casa del prefecto.

Solicitó tener con la autoridad una conferencia secreta en la que le reveló sus sospechas, y por vía de consulta le contó cuanto sabía sobre el particular.

Al prefecto le ocurrió emboscar una ronda al término de la calle para cortarles la retirada á los raptores, disponiendo á la vez que D. Máximo, D. Antonio y él mismo estarían, en acecho, y en el momento de entrar los dos ginetes en la calle consabida, rodearlos y apoderarse de ellos.

Estas disposiciones se tomaron con el mayor sigilo, y al Jefe de la ronda se le dijo que se trataba dé capturar á dos mañosos recomendados por exhorto recibido en el juzgado.

Todo se dispuso convenientemente, y los diversos actores de la escena que iba á pasar en la noche, se disponían cada uno por su parte á verla realizada de muy distinto modo de como iba á pasar.

Gómez tenía á su disposición tres magníficos caballos, y ya había tomado sus medidas para huir con su prenda á lugar seguro.

El Pájaro se felicitaba porque llegaban á tener término las excursiones nocturnas, en que se fastidiaba soberanamente.

Los compadres y el prefecto pensaban que iban á dar un golpe maestro, y Salomé estaba segura de que su destino estaba fijado.

En tanto llegó la noche y cada uno se preparó para el lance, esperando con impaciencia las once y media que era la hora crítica.

El prefecto y los dos compadres, armados hasta los dientes y bien embozados, se apostaron á respetuosa distancia de la ventana de la casa de Salomé, y la ronda, oculta en una casita de las orillas del pueblo, esperaba dormida, casi en su totalidad, las órdenes de su Jefe; pues ninguno había comprendido la causa de que la ronda se hubiese hecho aquella noche encerrados en una casa, en vez de recorrer la población como lo hacían siempre.

Pero como es obligación del soldado callar y obedecer, los rondadores se acomodaron con facilidad á la idea de esperar acostados mejor que andando.

Dieron las once, y Salomé no pudo contener sus lágrimas al ver dormida á Gertrudis; dirigió todavía una última mirada á su habitación, y se dirigió al desierto departamento de los macheros, llevando en la mano la llave de la puerta que le iba pareciendo á Salomé la llave del cementerio.

Se sentó tras de la ventana sin abrirla y sólo poniendo el oído atento á las pisadas de los caballos; pero ningún ruido se percibía, á excepción de los aullidos lejanos de un perro.

Un perro, el animal doméstico, el festivo y leal compañero del hombre, tiene á veces una manera de contarle á la noche sus desgracias, que hace extremecer de horror al que lo escucha.

En efecto, ¿qué ecos más lastimeros y profundos que los de uno de esos perros vagabundos que en la mitad de una noche sombría, levantan la cabeza en ademán de angustia y lanzan el prolongado gemido de un dolor que nadie comprende?

Aullidos de esta naturaleza eran los únicos que de vez en cuando turbaban el silencio de la noche.

Dieron las doce y los ginetes no parecían: aquella tardanza estaba produciendo en los ánimos un viva impresión.

Salomé, por su parte, estaba tan conmovida que había perdido la idea del tiempo transcurrido; aún le parecía que se había adelantado á la hora de la cita.

El prefecto comenzó á dudar de la veracidad de los compadres y á temer que éstos hubieran procedido con ligereza.

D. Antonio pensaba que tal vez el raptor sería persona de la población y que había tenido tiempo de saber que se le preparaba una emboscada, y había prescindido, por aquella noche, de poner en ejecución el plan proyectado.

Sea de ello lo que fuere, el casa es que en dudas y conjeturas dio la una, y los raptores no parecían; el encargado de la ronda se fastidiaba esperando la ocasión de atacar al enemigo que no daba señales de vida.

Por fin, á eso de las dos y media de la mañana, el prefecto y los compadres decidieron recoger la ronda y esperar otra oportunidad.

Salomé permaneció tras de la ventana toda la noche, y al notar que el día despuntaba ya, se retiró á su habitación, no sabiendo á qué atribuir aquella extraña desaparición de Gómez.

Capítulo IX

Don Máximo no abandona el grave proyecto de averiguar lo que pasa


Pasaron seis meses sin que los dos compadres volvieran á ver á los ginetes misteriosos; el prefecto tuvo á solemne embuste la denuncia, aunque los compadres habían visto con sus propios ojos á los ginetes, habían oído hablar á Gómez con Salomé, y no les cabía la menor duda de que se trataba de un rapto.

Los dos compadres entraron en sosiego por algunos días en materia de espionage y cuidados agenos, hasta que una noche don Máximo, que era el más afecto á saber lo que pasaba á los demás, notó que en la susodicha calle de las ventanas, había, no cerca de una de éstas sino del zaguán, un bulto que parecía recatarse.

—¡Nuestro hombre viene á pié para ocultarse mejor! exclamó muy contento D. Máximo, creyendo haber hecho un importante descubrimiento.

Se puso á su vez en acecho, y después de media hora de observación, acertó á pasar un vecino por allí.

—Vecino, le dijo D. Máximo, hágame usted favor de decirle á mi compadre D. Antonio que aquí lo estoy esperando para un asunto de mucha importancia. ¡Por vida de usted, vecino!

—Voy á verlo, contestó el vecino con flemático tono; aunque no sin encontrar altamente misteriosa la cita.

D. Máximo siguió escuchando.

El bulto negro permaneció inmóvil en la puerta.

Al cabo de un rato apareció D. Antonio.

—Compadre, le dijo D, Máximo.

—¿Qué tenemos?

—Que nuestro raptor está á pié; y ahora nos será más fácil pillarlo.

—¿Es posible?

—Mírelo usted, compadre.

—No se ve nada, dijo D. Antonio apurando la vista.

—¡Cómo! ¿No es un bulto negro que se esconde tras el dintel de la puerta? ¿Lo ve usted?

—Sí, sí, algo se nota. ¿Pero está usted seguro, compadre, de que ese bulto es el del raptor?

—¡El mismo! ¡estoy seguro, segurísimo! Y esta es la ocasión propicia de probarle al prefecto que no lo engañamos y que cuando le hacemos una denuncia tenemos en qué fundarnos.

—¡Tiene usted razón, compadre! y supuesto que está usted tan seguro voy á avisarle en el momento al prefecto que disponga la gente.

—Sí, compadre; nada más que ahora la ronda en vez de esperarse, entrará á lo largo de la calle por la parte de allá y nosotros también entraremos por la parte de acá al mismo tiempo.

—¡Y lo encorralamos!

—:¡Y le damos el alto!

—¡Y nos desengañamos todos!

—Pues no pierda usted tiempo, dijo don Máximo.

Apenas se hubo desprendido don Máximo de su compadre cuando don Antonio notó que el bulto en cuestión se había movido y echaba á andar á lo largo de la calle, en dirección de donde estaba don Máximo.

Este se recató lo más que pudo, pero sin perder de vista el bulto.

Pero ¡cuál sería la sorpresa del compadre cuando notó que el bulto aquel era una mujer!

—Ha de estar disfrazado, exclamó; voy á seguirlo.

Y efectivamente se puso en su seguimiento. Era una mujer, y llevaba algo cuidadosamente cubierto en los brazos.

Don Máximo la dejó pasar afectando disimulo, y como se proponía no seguir á aquella mujer á corta distancia, esperó que se alejara para observar de lejos sus movimientos.

La mujer misteriosa en llegando á la esquina en donde estaba don Máximo, tomó otra calle á su derecha y cortando después por otra, llegó casi á despoblado.

Don Máximo apretaba el paso porque la noche era oscura y temía por momentos perder la pista en una de tantas vueltas como daba la mujer aquella.

Cada vez más impaciente, D, Máximo se propuso acercarse á la mujer y desengañarse definitivamente de quién era y qué asuntos la traían á las vueltas á aquellas horas y por los suburbios del pueblo.

Tomada esta resolución avivó el paso, lo cual sentido que fué por la mujer, echó á correr y don Máximo en su seguimiento; pero la misma agitación de la carrera no le dejaba ver los movimientos de su perseguida que corría con más velocidad que don Máximo, hasta que por fin desapareció.

A cierta distancia se dibujó en tierra una ráfaga de luz que deslumbró á don Máximo pero siguió corriendo; no veía ya á la mujer, pero en cambio le pareció oír distintamente el llanto de un niño.

Don Máximo se paró jadeante.

—¡No me cabe duda! exclamó; eso que ha gemido ha sido un niño ó un tecolote: la noche se presta á todo y bien puede ser lo uno ó lo otro. Recapitulemos: La mujer escondía algo y huyó cuando la seguía; estos son dos datos en favor de la idea de que sea un niño y no un tecolote lo que ha gemido.

Se proyectó una luz, luego se abrió una puerta; desapareció la mujer, luego la mujer entró al mismo lugar de donde salió la luz; á la sazón lloró un niño, luego era un niño lo que llevaba la mujer y no un tecolote, á quien le hubiera faltado la espontaneidad que estos animales necesitan para gemir.

De todo esto se infiere claramente que de resultas de lo del ginete que hablaba al través de la ventana, aparece una noche un bulto en el que llego á reconocer á una mujer, cuya mujer espera un niño, cuyo niño no puede ver nadie, supuesto que la mujer no permite que yo me acerque: luego todo ello no es más que una infidelidad.

—¡Infidelidad, no cabe duda! ¿Pero de quién? ¿de criada ó de ama? ¡Hé aquí lo difícil de adivinar! ¡pero no! qué difícil....! Yo lo sabré.

Y diciendo esto, don Máximo echó á andar entregándose de nuevo á sus cavilaciones, pero ya cerca de su casa se acordó de que su compadre don Antonio en compañía del prefecto, debían haberlo buscado, y como mientras llegaban, él había tenido necesidad de seguir á la mujer, probablemente su compadre, pero más especialmente el prefecto, le tendrían por un visionario cuando menos.

Las calles del pueblo estaban completamente desiertas; y don Máximo encontró que por lo pronto lo mejor sería acostarse, reservando para el día siguiente las explicaciones que debía á su compadre y al prefecto.

Muy temprano estuvo á verlo su compadre don Antonio.

—¡Válgame Dios, compadre, lo que ha ido usted á hacer anoche!

—¡Qué, compadre! si tengo muchas cosas que comunicarle.

—Ya me va usted escamando con sus noticias y sus descubrimientos, y lo que es en esta ocasión el señor prefecto no le perdonará á usted el chasco que le ha dado.

—Pero no ha sido inútil, porque he hecho un descubrimiento.

—¿Qué descubrimiento ha hecho usted, compadre?

—Que lo del ginete ha dado su resultado.

—¿Qué resultado?

—Un niño.

—¡Un niño!

—Sí, compadre.

—¿Y dónde está ese niño?

—Eso es no que no puedo saber á punto fijo.

—Entonces.

—Vea usted; compadre, al principio vacilé en si sería un niño ó un tecolote.

—¿Un tecolote?

—Sáqueme usted de una duda.

—Diga usted.

—¿No es verdad que para que un tecolote cante, es necesario que esté cómodo?

—Hombre, no lo sé.

—Pero yo que usted se figura.

—¿Por qué me lo pregunta usted?

—Porque yo creo que para que un tecolote cante ó llore, porque yo no sé bien por fin lo que hacen esos animales; pues bien, para que el tecolote cante, es preciso que esté á sus anchas, parado en su respectiva rama y con todas sus comodidades, porque de lo contrario el animal en vez de entregarse á gemiditos de cierto género, graznaría ó arañaría según fuera tratado por una mujer.

—La verdad, compadre, dijo don Antonio, me está usted volviendo loco, no comprendo una palabra de todo eso que está usted diciendo.

Entonces don Máximo explicó detalladamente á su compadre todo cuanto en la noche había visto y oído, y quedaron por fin de acuerdo los dos compadres en que todo lo que hasta allí sabían, reconocía por origen un amor secreto, y un secreto producto que se había escapado á sus ojos.

El prefecto por su parte y á pesar de todas las explicaciones de don Máximo, se propuso no volver á dar crédito á sus denuncias y habladurías.

Estos dos compadres «eran así.»

Don Máximo no podía resistir al misterio; averiguar lo que no le importaba era su pasión dominante; hubiera caminado al fin del mundo en pos de un asunto misterioso; encontraba un extraño y caro placer en averiguar los asuntos agenos, en sorprender secretos que no le podían confiar, en interiorizarse de hechos que no le atañían; y en una palabra, don Máximo había venido al mundo para ver lo que hacen los demás.

Su amistad con don Antonio no tenía otro origen que la curiosidad: desde el momento en que supo que don Antonio era curioso, estrechó con él sus relaciones, y de la noche á la mañana é incesantemente, don Máximo no se ocupaba sinó de aquello que menos relación tenía con su persona: hacía apuntes, consignaba fechas, y llevaba la crónica del pueblo con toda la exactitud del más laborioso compilador.

A don Máximo le debemos los apuntes de esta historia, en la que nos permitimos dar un lugar al mismo compilador, reservándole en esto una sorpresa para cuando este libro llegue á sus manos.

Pero con la confianza de que no podrá desmentirnos, no hemos vacilado en describirlo como tipo curioso, y porque en realidad don Máximo es sin disputa una de las gentes «que son así,» y que por lo tanto no se puede eximir de figurar entre las figuras que alumbra nuestra linterna.

Capítulo X

El descubrimiento de los dos compadres


Don Máximo tenía razón.

No era sino un niño lo que aquella mujer llevaba oculto; sólo que la rapidez de la carrera, la ráfaga de la luz, y la velocidad con que pasó la escena que vamos á describir, le impidió conocerla á D. Máximo con todos sus detalles.

La mujer al sentirse perseguida y llevando en brazos aquel niño recién nacido, y que sin compasión, estaba resuelta á abandonar, según las instrucciones que había recibido, y con las instrucciones una regular propina; la mujer; decíamos, viéndose perseguida pensó tomar el campo á toda costa.

El ruido de su carrera obligó al maestro herrero, que á la sazón daba vuelta á la llave de su puerta, á detenerse en esta operación, y al sentir que quien corría se aproximaba abrió la puerta: la mujer puso al niño en el suelo á los piés del herrero y siguió corriendo.

El herrero se adelantó, recogió al niño, y se cerró la puerta por su propio peso..

En este momento se paró D. Máximo y todo quedó en silencio.

D. Máximo regresó, y al volver la espalda al lugar de la escena, el herrero entró con el niño en su casa.

La mujer del herrero contempló estupefacta á su marido arrullando á un recien nacido.

—¿De quién es ese niño? preguntó próxima á ponerse fuera de sí.

—¡Mío! exclamó el herrero con una alegría casi paternal.

—¡Infame! exclamó la mujer del herrero con una voz casi de fiera.

—Entendámonos, mujer: este niño acaba de ser abandonado á nuestra puerta.

—¿Por quién?

—Por una mujer que corría.

—¿Oiga?

—La verdad.

—Esas serán tus salidas de noche.

—No.

—No, eh? ¡ya nos comeremos el gallo!

—Sí, pero entre tanto hagamos algo por este niño: no ha á vuelto á llorar, y esto es extraño: está frío y es tan chiquito!

—¡Qué clase de madre será ésa! no sé como ha podido ser de tu gusto; porque lo que eres tú tendrás malos gustos pero no mal corazón.

—Vamos, vamos, mujer, no hay que andarse con sandeces á estas horas; nuestro deber es socorrer á esta criaturita y no dejarla morir de frío y de hambre; que en cuanto á su procedencia ya quedará tiempo para averiguarla.

Pronunció el herrero con acento tal de seguridad estas palabras, que la mujer se tranquilizó un tanto, y se prestó, aunque refunfuñando, á ayudar á su marido.

—Mira, mujer, este niño debe ser hijo de alguna madre desgraciada que no puede lucirlo como nosotros á los nuestros; se conoce que la mujer que lo llevaba tenía intenciones de tirarlo en la zanja; pero Dios me inspiró para abrir la puerta á tiempo, y la mujer sorprendida soltó la prenda.

—¿Y todo eso á qué viene? preguntó la mujer.

—Viene á que es necesario ocultar este niño y á que no se sepa que está aquí.

—Al contrario, es necesario avisarle al señor prefecto para que tome sus medidas y nos quiten este engorro.

—No seas cruel, mujer, y piensa en que á estas horas la madre de este niño llora y se aflije.

—No lo creas; las madres que lloran por sus hijos no los tiran.

—Pero si esa madre es una señora... casada, por ejemplo, que no pueda...

—¿Y eso á nosotros qué nos importa? que sea todo lo que quiera ser; pero no debemos nosotros cargar con pecados agenos.

—¡Pero las buenas acciones, mujer, las buenas acciones!

—¡Para buenas acciones estamos ahora, que el obrador está como si se hubieran muerto todos los caballos del mundo!

—A pesar de todo, es necesario no tener mal corazón y tal vez nos agradecerán algún día lo que hacemos por este niño.

—¿Tú crees todavía en eso? Haz beneficios y verás lo que sacas.

—El gusto de hacerlos; mujer, me estás escandalizando.

—Y tú me estás dando en qué pensar volviéndote tan bueno con motivo de ese niño por quien te interesas más de lo que conviene á un hombre casado y con obligaciones.

—Me intereso por el niño por humanidad, y creo necesario ocultarlo porque nadie nos autoriza para producir un escándalo y quitarle el crédito....

—¿A quién? se apresuró á preguntar la mujer del herrero, pretendiendo hacerlo caer.

—¿A quién? eso es lo que yo no sé ni puedo saberlo; pero sea quien fuere, debe ser una persona que tiene poderosos motivos para ocultarse.

—¿De mí?

—De tí y de todos, y de mí también.

—¡Ah! creía yo que de tí no tendría que ocultarse.

—¡Cállate!

—¡Hola, hola! ¡te incomodas! ¡me alzas el gallo! ¿Y así no quieres que sospeche? ¡Pues estamos lucidos ¡Todo esto corrobora mis sospechas y á mí no me envuelves; viejo y todo como eres no me la das, porque las mujeres pecamos de malicia; á mí no me venga usted con huevas, maestro herrador, y usted y esa criatura pueden ir saliendo de mi casa, ó armo una que suene por todo el pueblo.

El herrador arrullaba entre tanto al niño, y sólo contestaba á su mujer con una mirada de cólera.

—En resumidas cuentas, dijo el herrador al cabo de un rato, ¿no te prestas á socorrer á esta criatura? ¿no tienes corazón? ¿estás celosa? ¿sospechas de mi fidelidad? ¿crees que es mío este niño? Pues bien, aunque no lo es, lo adopto: lo declaro hijo mío y lo cuidaré para que no se muera; á tí nada te deberá, y cuando crezca, cuando comience á hablar, yo sólo le oiré decir papá, y no le enseñaré á decir madre, supuesto que no la tiene; yo le cuidaré, yo le proporcionaré alimento y todo lo que necesite sin deberte á tí nada, ni una mirada para el angelito... ¡Ah! ¡si lo vieras... pero no le verás... está abriendo los ojitos; estoy seguro de que si pudiera hablar, me diría: ¡muchas gracias, señor herrador! ¡usted es mi padre, porque á usted debo la vida! ¿Ya oyes esto? pues así lo he de oír yo de sus labios cuando lo enseñe á hablar. No, no es tu hijo ni lo será nunca; y á la verdad, yo tampoco quiero proporcionarle al inocente una madre como tú; que antes de tener corazón de madre tiene celos de tonta.

La mujer del herrador no contestó ni una sola palabra, porque las razones de sumando tenían un valor que ella no podía desconocer.

El herrador, que había tenido cinco hijos, conocía todo ese formulario de recursos que se necesitan para que se logre el sér humano; el hombre orgulloso y que se declara sin embarazo ni modestia, después de la papilla, señor de la creación.

El herrador atendió, con solicitud verdaderamente paternal, al tierno niño en presencia de aquella mujer, para quien cada solicitud de su marido á la criatura era un reproche para ella; pero cuyo reproche afrontaba, vigorizada con el poderoso estímulo de los celos.

Al día siguiente don Máximo, para quien era imposible prescindir de hacer investigaciones sobre cualquier misterio que le saltaba á los ojos, se levantó de madrugada y dirigiéndose al lugar en donde, según su apreciación, se había perdido la mujer misteriosa, fué, de puerta en puerta, preguntando hasta dar con el herrador.

—¡Buenos días dé Diosa usted, maestro!

—Buenos días, D. Máximo. Es un milagro verle á usted en casa de los pobres.

—El pobre soy yo, maestro.

—¿Por qué, D. Máximo?

—Cuidados que no faltan.

—¿Le ha sucedido á usted algo?

—Vea Usted, maestro, anoche....

El maestro herrador se puso sobre sí, y como estaba enterado de la fama de curioso de que gozaba D. Máximo, estuvo listo para disimular y ser discreto.

Fingió el herrador sorprenderse del relato de D. Máximo, y tuvo acierto para desorientarlo completamente.

D. Máximo, por su parte, experimentó un verdadero disgusto al perder la pista, pues el maestro herrador era el último en quien tenía fundadas todas sus esperanzas; de manera que se volvió contrariado y cabizbajo, y meditando poner en ejecución algún otro plan qué diera por resultado apoderarse de la clave de tantos misterios.

La mujer del herrador fué cediendo poco á poco y prestándose á complacer á su marido, y á prodigarle cuidados al reden nacido.

Pasaron dos meses y ninguno de los vecinos del herrador se apercibió de que en la casa había un niño.

La mujer del herrador tuvo un día una conferencia con el cura del pueblo en el confesonario, sobre el partido que debía tomarse para bautizar al niño en secreto: arreglóse todo, y una noche el herrador y su mujer entraron por la casa del curato, y atravesando la nave de la iglesia, que no estaba iluminada más que por una lámpara, se instalaron en el cuadrante para esperar al cura.

Allí recibió el niño el agua del bautismo y el nombre de Gabriel con que le hemos conocido.

Capítulo XI

En el cual conocerá el lector los poderosos motivos que tuvo Gómez para no concurrir á la cita con Salomé


Hacía ocho días de aquél en que hemos visto á Gómez hablando Salomé, que el Pájaro, Gómez y dos compadres más, habían desbalijado á unos pasajeros muy conocidos del Pájaro, pero á quienes Gómez tenía el honor de ver por la primera vez.

Aquel golpe puso á Gómez en posesión  de una buena suma, que desde luego dedicó á la formal instalación de Salomé en un pueblo, supuesto que era punto enteramente resuelto el de unirse con ella.

Tomadas por Gómez todas las medidas conducentes, emprendió el camino en compañía del Pájaro y un criado, que conducía un caballo para Salomé.

Ninguna sospecha abrigaba el Pájaro de que pudiera ser perseguido, pues según todas las noticias que hasta entonces había recibido, el último robo había quedado impune, pues los robados no se habían tomado el trabajo de dar parte á la autoridad próxima.

De manera que, caminando confiados Gómez y el Pájaro, no pensaban sinó en la luna de miel que le esperaba á Gómez.

Pero al atravesar un estrecho sendero con un despeñadero por un costado y los crestones de la montaña por el otro, se vieron sorprendidos por una fuerza que les marcó el alto.

El Pájaro, más avezado y más tranquilo en lances de esta especie, sacando su espada, disparó su caballo contra sus perseguidores, tiró algunos tajos á derecha é izquierda, hirió á dos y logró escaparse; mientras que Gómez que no tuvo tiempo ni de mover su caballo, ni de sacar la pistola de la funda, recibió sin defenderse los golpes de sus adversarios, quienes, tratándole como bestia feroz, lo machetearon hasta dejarlo sin sentido.

Medio muerto fué conducido al pueblo de donde acababa de salir, y no estuvo en disposición de darse cuenta de lo que le había pasado, hasta el día siguiente dentro de los muros de la cárcel.:

La curación y las primeras diligencias duraron dos meses, al cabo de los cuales fué conducido Gómez, bajo segura custodia, á la cabecera del distrito y de allí á la cárcel del estado.

Faltaba al carácter de Gómez, para llegar á su punto definitivo, esa serie de trámites por que pasa el reo, esa larga sucesión de humillaciones repugnantes, esas cien míralo das escudriñadoras que lo devoran, y todo ese conjunto de impotencias embotadas contra la férrea mano de una justicia despreciable para el reo y tan odiosa cuanto irresistible.

Las miradas de Gómez eran las del basilisco, y día á día se recrudecía en su prisión su odio contra los que lo aprisionaban. Ni por un momento se figuró que aquel sería su destino definitivo, sinó todo lo contrario, abrigaba una esperanza, ó mejor dicho, una convicción profunda de que aquel estado en que se encontraba sería transitorio, y sufría su prisión y reprimía su impaciencia seguro de que llegaría el día de la libertad y la venganza..

Gómez adquirió esa mirada impasible, esa calma impenetrable del criminal, cuyas pasiones, cuyo orgullo lo colocan, al menos para sí mismo, más alto que la justicia y sus recursos.

Gómez contestaba tranquilamente los interrogatorios, y su estoicismo hacía vacila muchas veces á los jueces. Por supuesto que á Gómez no le pudieron arrancar jamás una confesión, y todas las pruebas que hasta entonces se habían podido aducir contra él, eran sacadas por inducción, pero no directas ni irrefragables.

No obstante, Gómez pasó año y medio en la cárcel sin que su causa se hubiera podido concluir.

Pero el día que Gómez menos lo esperaba, despertó al estruendo de las armas y en medio de una estupenda gritería; se levantó; se dirigió á la puerta de su calabozo para espiar por la cerradura, y notó que la puerta estaba abierta; salió y vió á sus compañeros de prisión precipitarse hacia la puerta y él hizo otro tanto.

Estaban en la cal lie: se oían disparos de fusil por todas partes y no sabía que partido tomar ni de lo que se trataba; cayó herido á sus piés un soldado, y Gómez le quitó el fusil y unos cartuchos, y se alejó del lugar de la cárcel; atravesó una calle y vió á uno de los dependientes del juzgado que salía á caballo de una casa: lo conoció Gómez, tendió el fusil y dejó ir el tiro: el dependiente se llevó las manos al estómago, se inclinó hacia delante y cayó del caballo; Gómez se precipitó hacia su víctima y de un salto lo reemplazó en el lomo del animal, que iba á correr al sentirse libre.

Un momento después, Gómez se incorporaba á la fuerza que había asaltado la ciudad; y desde ese momento se consideró tan salvador de la patria como cualquiera otro.

Graduado por él mismo de capitán de auxiliares del ejército, se presentó al coronel, quien le hizo desde luego su ayudante; y Gómez, colmando de bendiciones á la guerra civil, se puso de parte de esos que nos están haciendo felices todos los días, y á quienes la patria debe estarles tan agradecida.

La fuerza salvadora á que pertenecía Gómez, comenzó desde aquel momento á moverse sin cesar, alejándose más y más de la angustiada Salomé.

Gómez tuvo ocasión de aprender la táctica y la ordenanza de guerrilla, y comprendió que la posición á que podía aspirar, merced á las inmunidades del oficio, era con mucho, superior á la que hasta entonces había guardado en su calidad de simple ladrón de camino.

Gómez pensó que saquear una hacienda, plagiar á un rico y hacer una requisición de caballos, eran cosas productivas, qué además de proporcionarle todas las comodidades á que se había ya acostumbrado, tenían la ventaja de ceder en beneficio de sagrada causa; y llevaban en sí un sello tan marcado de patriotismo y otras virtudes, que aquello que antes le había echado en cara la picara de la justicia, ahora se lo estaba agradeciendo la buena de la patria.

No necesitaba tanto la oscura conciencia de Gómez para tranquilizarse en materia de mal obrar; pero con semejante piedra filosofal, abonó desde entonces Gómez;todos sus crímenes al haber de sus distinguidos servicios como patriota...

Gómez era una de esas autoridades invulnerables y absolutas compuestas de una pistola, un caballo y un hombre, y tenía, sobre los apaches, la ventaja de haber aprendido á firmar, sobre los ciudadanos, la de tener derechos y no tener obligaciones; sobre los hombres honrados, la de no tener taxativa; sobre los militares, la de no tener honor militar, quisicosa que ha engendrado tantos hechos heroicos; y en una palabra, José María Gómez era todo lo que queda ser, y «era así.»

El homicidio no tenía para Gómez más significación que el de un procedimiento: un tiro de su revólver era el acento agudo de alguna de sus frases.

Al principio mandaba fusilar, y después fusilaba; encontrando más expeditivo convertirse en fiscal, juez y pelotón á un mismo tiempo en obvio de trámites.

Entraba á un pueblo: lo vió un hombre:

—Cojan á ese, dijo Gómez.

Los soldados de Gómez cogieron á ese.

—¿Y usté, qué es? le preguntó Gómez al preso.

—Yo, nada.

—Pues tenga, y le disparó su revólver en la frente.

Ese cayó á sus pies, y Gómez, antes de moverse, sopló el cañón de su pistola que humeaba; quitó con la uña el fragmento de cápsula de la chimenea y guardó el arma.

Volvióse á su segundo y le dijo con tono reposado:

—¿Vamos á echar una jugada, amigo?

—Como quiera, jefe, le dijo el segundo.

Y entraron al cuartel.

Gómez era hombre de muy pocas palabras; y no bastándole las cejas ni la inclinación constante de la cabeza para graduar el foco de sus miradas, empleaba, como acentuación indispensable de su manera de ver, el ancha ala de su sombrero.

Desde la mirada abierta del niño que no parpadea ni con la amenaza de un puñal, hasta la mirada de Gómez, había la misma distancia que hay entre la inocencia y el crimen.

El hombre depravado siente la penetrabilidad de sus retinas, y teme no encubrir bastante su alma al través de esos diáfanos cristales de la visión.

Gómez hubiera prescindido de ver porque no lo miraran; su primera tendencia era abatir la mirada de su interlocutor, y nada exacerbaba tanto sus feroces instintos como una mirada escudriñadora.

El hombre á quien acababa de matar, no había hecho otra cosa que fijarle la vista.

Estos actos de incalificable barbarie, habían formado al rededor de Gómez la clave de su prestigio; no era el más valiente de los suyos, pero era el más cruel; no era el más entendido, pero era el más malo.

Sus palabras sabían á plomo, según expresión de sus mismos soldados; porque según hemos dicho, era muy común que los períodos gramaticales de Gómez acabasen, no en punto sinó en detonación.

A esta ortografía debía Gómez su grado militar y su guerrilla y su preponderancia.

Nadie podía disputarle que no había luchado contra el enemigo invasor, y más de un periódico puso el grito en el cielo, en un arranque de ingenuo patriotismo, exclamando:

«El invicto José María Gómez á la cabeza de cien valientes, mantiene vivo el fuego sagrado de la patria entre los ásperos breñales de la sierra de... Todavía en esos corazones generosos, todavía en esas almas nobles no se apaga la fé del triunfo de México, no se extingue la idea de la justicia de una nación libre, que lucha por su autonomía y su independencia.»

No faltaba quien leyera á Gómez estas elucubraciones, ni faltaba á él el regocijo correspondiente al ver sancionada su conducta; de manera que lo único que á Gómez solía faltarle de vez en cuando, entre su conciencia y sus hechos, entre su pasado y su enmienda, era esto: un párrafo.

De cuyo útil adminículo se encargaba espontáneamente algún periodista desde su tranquila redacción, á cuenta de mayor cantidad.

Como las piedras rodando se encuentran.

Gómez y el Pájaro volvieron á encontrarse al cabo de tres años.

—¡Adios! ¿Y qué anda haciendo por aquí, amigo? le dijo el Pájaro á Gómez.

—Pues ya lo vé; aquí ando con la fuerza.

—¿Ya tiene fuerza?

—¡Pues no!

—¡Ah!¡qué usté tan bueno!

—¡Y usté, por qué no!

—Yo soy paisano, amigo; ya sabe.

—¿Y por qué no se mete á la bola?

—¡Adios! conque yo andaba con los franceses!

—¿De traidor?

—No; qué!

—¡No digo! ¿Pues entonces de qué?

—Pues nada; viendo lo que Dios me daba.

—Venga á echar una almorzada conmigo. ¿O ya no somos amigos?...

—¡Vaya! ¡pues cuándo no! ¡entonces!...

Llegaron los dos amigos á un pueblo; se alojó la fuerza; el forragista pidió pasturas por cuenta de la pobre patria; los soldados tomaron todo lo que les hacía falta para seguir sosteniendo la independencia nacional, y Gómez y el Pájaro se proporcionaron una buena cantidad de enchiladas y una tina de pulque para proceder con acierto en el curso de las ciencias políticas y otros primores que Gómez iba á comunicar al Pájaro.

Capítulo XII

Apuntes para la hoja de servicios de Gómez


Aquellos dos pájaros de cuenta se entregaron con deleite á las enchiladas, al pulque y á la conversación.

—¿Conque le ha ido bien, no, amigo? le preguntó el Pájaro á Gómez.

—¡Vaya! ¿pues lió me vé? Métase también; mire que en la bola está uno mejor; pues á mí ¡cuando me hacen nada ya! ¡Si viera qué oficios tengo de los jefes! de mucha honra, amigo; y lo que es la justicia, pues ahora es ella la que me teme, ¿Lo creerá, amigo?

—¡Pues cómo no!

—Métase, yo sé lo que le digo. ¿Cuántos muchachos tiene?

—No más tengo siete.

—¡Adios!

—¡Por vida de usté! ¿Pues qué no sabe que por fin me fusilaron al Chato?

—¡Lo fusilaron!

—¡Vaya! pues cuándo lo pudimos salvar! y oiga usté, recomendaciones no faltaron; así, de personas particulares...

Al decir la palabra así, el Pájaro juntó las puntas de los dedos moviéndolos.

—Así de licenciados, pero siempre lo lastimaron; pero ya uno pagó: á los cuatro días me lo encontré mal parado, y allí fué donde.

—¿Y ahora adonde iba, amigo?

—Pues como supe que aquí estaba, en lugar de cojer para allá, me metí al pueblo; y yo dije, pues al cabo somos amigos; ¡qué me han de hacer!

—¿Pues qué?...

—Nada; sino que ayer por allá, por Loma Alta, nos encontramos los muchachos y yo con unos valientes, y...

—Me acaban de dar parte, dijo Gómez, que han traído dos cadáveres.

—¡Adios! ¡esque cadáveres ¡ya usté sí que...

—Dicen que los trajeron en una escalera...

—¡Pues mire qué delicados! si apenas los regañé! sería algún rasguño que se les enconó.

—Quién sabe; pero llegaron muertos.

—¡Adios! ya no puede uno echar mano al cháfalo; luego dicen que se mueren; y es que el Ratón afila mucho.

—¿Quién es el Ratón?

—El muchacho que me limpia la espada; ya se lo dije que no afile tanto. ¿Conque se murieron?

—Así dice el parte del alcalde.

—¡Malhaya la delicadeza!

—Conque, ¿qué dice amigo? véngase con los muchachos.

—Baeno; y de qué me vengo?

—Pues de mayor. ¿Y qué tal gente?

Digasté, diatiro buenos; saben de todo.

—¿Se cuenta con ellos?

—¡Pues no! y á la hora que usté quiera; son de lo que hay...

—Pues lo daré á conocer.

—Vaya si me hace favor, antes que vuelvan á menear lo de los lastimados de ayer.

Gómez silbó de una manera particular, y se presentó un ayudante.

—Oiga, don Poli, mire, que den á reconocer en la fuerza al señor como el mayor; ya sabe:

—Sí, mi coronel, se tocará orden general.

—Pues vaya, que toquen orden.

—¡Clarín de guardia! gritó el ayudante.

No había en la fuerza más que un clarín, y á éste le tocaba siempre la guardia.

—¡Mande! gritó el clarín tocándose el sombrero.

—Que toque orden general.

El clarín obedeció.

El ayudante formó á los pocos soldados que pudieron reunirse, y les comunicó que había un mayor en la fuerza y siete altas en el servicio.

—Mire, don Poli, escriba una comunicación al general diciéndole que hoy se han presentado á mi fuerza siete voluntarios armados y montados, y que yo he de procurar que la fuerza se aumente; independencia y libertad; ya sabe.

—Está bien, mi jefe.

—Pues voy á traer á los muchachos.

—¿Pues onde están?

—Allá abajito.

—Pues vaya y no se tarde, no se ofrezca algo.

El Pájaro no tardó en montar y en emprender, á galope, el camino para recojer á los muchachos.

Después de hora y media, entraban á la población ocho hombres armados y perfectamente montados; algunos de ellos traían la bufanda más alta de lo que la temperatura podía exigirles; pero se conocía que eran personas afectas á cuidarse el cutis.

No parecieron mal los muchachos á Gómez, y en el acto mandó llamar al habilitado.

—Oiga, le dijo, á ver si socorre á las altas.

—¿En qué clase, mi jefe.

—En clase de...

—En clase de oficiales, se apresuró á decir el Pájaro.

—A todos como subtenientes.

—Está bien, mi jefe.

Y el habilitado fué á hacer sus cuentas.

Al cabo de algún tiempo volvió.

—Ya están socorridos, mi jefe.

—Bueno. ¿Y dígame, ya pagaron todos los del préstamo?

—Faltan el de la tienda grande y el del rancho.

—¿Y qué dicen esos?

—Que no tienen dinero.

—¿Ya les dijo que los fusilo si no aflojan?

—Si, mi jefe, se lo dije; pero....

—Pues á esos nos los llevamos.

En modos de adquirir, Gómez había llegado al expeditivo é infalible de la exacción: todo parecía dispuesto para satisfacer las necesidades de Gómez; circunstancias por las cuales llegó á estar tan contento de sí mismo como de la patria, y desde entonces adquirió el aire de jefe y de superior á todas luces.

En efecto, Gómez ejercía el poder absoluto en nombre de la libertad, de la que era el primero en aprovecharse; cooperaba prácticamente á la salvación de la patria; y á la sombra de idea tan luminosa, Gómez era absolutamente dueño de sí mismo, teniendo su voluntad por ley, su fuerza por razón y á la nación por responsable.

Ante tan risueño cuadro, el Pájaro veía un nuevo cielo abierto á su ambición, y se sorprendió de cómo aquel intrincado dédalo de su conciencia, aquella grave cuestión sin salida de sus deudas ante la ley y la justicia, encontraba una solución expeditiva, irreprochable, absoluta.

Jamás en los sueños de un ladrón pudo surgir este luminoso consuelo.

Ahorcar á la justicia.

Ni Jerjes, ni Cambises ni Nerón asumían poder más alto, ni ejercían su dignidad real en la más estupenda de las matanzas, con más aplomo y sangre fría que Gómez.

El mismo Cambises, matando al buey Apis y á sus sacerdotes, no sonreía con más gracia al olor de la sangre, que Gómez después de haber disparado su revólver.

La barbarie de los primeros tiempos ejercida en plena civilización, hacía de Gómez la invulnerable entidad de las montañas y el irresistible azote de las poblaciones.

Estas ametralladoras humanas pasan á la posteridad nadando en lagos de lágrimas y sangre, después de haberse considerado en el mundo completamente felices.

Al partir del pueblo en que renovaron su amistad Gómez y el Pájaro, la lucha de la defensa nacional había tomado incremento: había más hombres y más armas, y las mismas víctimas estaban besando el cuchillo que las había de degollar, en la creencia de que aquellos eran legítimamente sus salvadores políticos.

A este punto llegó Gómez en su gloriosa carrera; pero para llegar allá hubo de dejar consignados para su historia algunos episodios que tenemos el deber de narrar por ligarse con la historia de nuestros personajes, en gracia de lo cual nos perdonará el benévolo lector que retrocedamos para volver á tomar el hilo de los acontecimientos.

Capítulo XIII

El padre y el hijo


Hemos dejado á D. Santiago y á Gabriel esperando noticias sobre la seguridad del camino; pero aunque el explorador les inspiró confianza, á los viajeros les estaban reservadas algunas sorpresas que haremos conocer á nuestros lectores.

Téngase presente que al volver á ocuparnos de Gómez, nos referimos á una de las épocas en que no prestaba sus importantes servicios á la patria, pues éstos los prestaba sólo en circunstancias extremas.

Gómez merodeaba á la sazón en compañía del Pájaro y de otros dos compadres.

Gómez y el Pájaro, á eso de las siete de la mañana, se encontraban al pié de una montaña en una pequeña esplanada, á la que daba paso por una barranca un puente natural cubierto por abundante vegetación, de manera que la esplanada quedaba completamente oculta é ignorada.

Los dos bandidos esperaban impacientes el regreso de los dos compadres, quienes habían salido á explorar desde las cuatro de la mañana.

Se sintieron de pronto las pisadas de un caballo, y como en aquel lugar, bien conocido del Pájaro, todos los rumores tenían una significación especial, el Pájaro dijo á Gómez:

—Ahí viene Catarino.

—¿Y por qué no el otro?

—No; porque Catarino se fué por abajo y el ruido se oye en esa dirección.

En efecto, á pocos momentos los pasos se acercaron, y después el ruido de las malezas indicó que el explorador estaba de vuelta.

—¿Qué hay? le preguntó el Pájaro.

—No hay nadie; pero ayer salió del pueblo D. Santiago con su hijo y dos.... yo digo que serán sirvientes.

—¿Quién es D. Santiago? preguntó Gómez.

El Pájaro se había quedado pensativo; pero al cabo de un rato contestó:

—Don Santiago tiene unos doce mil pesos saneados, es un viejo económico que usa todavía la capa de su abuelo y tiene un hijo á quien quiere mucho.

Gómez interrogó con la mirada al Pájaro.

—Pues yo creo, contestó éste, que bien puede aflojar unos cinco mil por el chico, y todavía le dejamos siete para que no se muera del susto.

—¿Y por qué no los doce de una vez?

—Pedimos para que ofrezca.

—Bueno.

—¿Y hacia dónde van? pregunto el Pájaro al explorador.

—Van á México.

—De modo, dijo el Pájaro, que si cortamos por las lomas...

—Los alcanzamos en la tarde oscureciendo.

—¿Como por el ranchito?

—Puede ser que más abajo.

—¿Y Celso? preguntó Gómez.

—No debe tardar, contestó Catarino.

—Lo esperaremos.

Muy poco se hizo esperar el segundo explorador, y apenas se sintieron sus pisadas, los tres ginetes salvando el puente oculto, salieron á su encuentro.

Sin detenerse, el explorador se colocó entre Gómez y el Pájaro para dar sus noticias.

—Lo único que he podido saber por uno que vino de México, es que esta semana debe salir de allá la familia de un señor don Carlos.

—¿Qué don Carlos?

—No sé; dicen que es un rico, que su mujer se llama Chona, y que viene además un señor que se llama Salvador, que creo es español...

—¿Y adonde van? preguntó el Pájaro con visible interés.

—A la hacienda grande.

—¿Ah, es el dueño de la hacienda grande? preguntó Gómez.

—¿Y qué? dijo el Pájaro, sospechando una vacilación por parte de Gómez.

—Que ya sabe que de allí fuí yo mayordomo y me conocen todos.

—¿Acaso tenemos necesidad de entrar á la hacienda? ¿qué, no se acuerda del bosquecito? Pues allí ni modo.

—¡Ah, si no llegamos!

—Oiga, D. Celso, ¿y que día salen?

—Yo por sí ó por nó dejé allá al Ratón en el mesón de Regina con su caja de varilla.

—¿Y le dijo que esté pendiente para que avise?

—¡Pues no!

—¿Ya sabe donde estamos?

—Le dije que no pasábamos de entre San Nicolás y el rancho viejo; y en San Nicolás mi comadre le dará razón.

—¡Bueno, dijo el Pájaro, todo lo haremos!

—Entonces, dijo Celso, cortaremos por el otro lado á salir para....

—No, interrrumpió el Pájaro, porque vamos á esperar á un D. Santiago que viene con su hijo.

—¿Y á ese pa qué?

—¡Adios! si tiene sus tecolínes.

—¡Qué ha de tener!

—Entonces usté no sabe.

—Es un viejo miserable, y se nos muere del susto.

—Ya veremos; yo sé muy bien que tiene sus doce mil grullos.

—¡Ah qué!

—¿La Casa Colorada, pues de quién es?

—¿Del viejo?

—¡Pues no!

—¿Conque tiene?

—¿Y las tierritas que tiene arrendadas á mi compadre Jimenez?

—¿También?

—¡Vaya, pues usté si que!...

—¿Y qué? ¿le quitamos al muchacho?

—Pues eso es.

—Si creo que no es su hijo.

—¡Sí, que no ha de ser! dijo Gómez, y muy su hijo; dicen que lo recogió; pero son jugarretas del viejo hipócrita: el muchacho es su hijo; pero como D. Santiago no ha sido casado, tiene escrúpulo de lucir á sus hijos.

Esto produjo una risa entre aquellos ginetes, para quienes el pudor y otras virtudes eran siempre motivos de desprecio y de burla.

Caminaban los cuatro ginetes entretenidos en su conversación, y salvando con familiar destreza los senderos, los pasos y las veredas, como prácticos conocedores del terreno.

Simultáneamente se detuvieron en una pequeña eminencia, y el Pájaro dirigiéndose á Celso le dijo:

—Anda tú.

Celso, por toda respuesta, arrendó su caballo y comenzó á trepar por una loma.

Esperaron los ginetes más de un cuarto de hora el regreso de Celso.

—El camino está solo, dijo Celso, y los caminantes vienen ahora bajando el cerro.

—Entonces los esperaremos más abajo, dijo el Pájaro.

—¿Del lado de la barranquita?

—Vamos, dijo el Pájaro, arrendando.

—Vamos, dijeron los otros.

Y cada cual comenzó á prepararse. Celso y Gómez se apearon para componer la silla; Catarino sacó su pistola y la registró; Gómez se pasó hacia adelante el puñal que pendía del cinturón, y el Pájaro rompió la marcha.

Al llegar al lugar elegido por Gómez, aquellos ginetes habían hecho en el día una marcha circular de quince leguas, para venir á parar al punto de donde habían salido, lo cual hará comprender que las noticias llevadas á D. Santiago por su explorador no eran inexactas, pues aquellos hombres habían pasado por allí tomando una dirección extraviada, que indicaba que no aparecerían pronto por el mismo sitio.

Don Santiago efectivamente venía en compañía de Gabriel bajando del cerro.

El occidente desplegaba á sus ojos el panorama del crepúsculo.

—¡Qué hermosas nubes! decía Gabriel. ¿Qué son las nubes, padre?

—Las nubes, hijo mío, contestó gravemente don Santiago, son las emanaciones que el calor roba á los diferentes cuerpos; son los vapores que se desprenden de la tierra.

—¿Entonces por qué no las vemos subir desde la superficie de la tierra?

—Porque se hacen visibles cuando el frío de las capas de aire superiores las condensa.

—¿Y cómo es eso?

—Se elevan los vapores de la superficie de la tierra y de las aguas durante el día, de una manera invisible; porque son como el aroma de la flor y como la respiración de las plantas: estos vapores ligeros atraviesan con precipitación las capas inferiores y cuando han llegado á cierta altura se encuentran rodeados de una temperatura más fría, y entonces se unen, se estrechan y se abrazan sosteniéndose mutuamente; allí los arrebata una corriente de aire y los une á otros grupos, hasta que juntos van á formar esos pabellones, esos pórticos, esos vistosísimos panoramas de mil colores al través de los cuales contemplamos la desaparición del sol.

—Qué bello es todo eso, padre! ¿Y el sol dónde se va?

—El sol está fijo.

—¿No camina?

—No, hijo mío, la tierra es la que se mueve..

—¿Y es muy grande el sol?

—Es el globo principal del sistema solar y es 1.385.000 veces más grande que la tierra.

—¡Tan grande! exclamó Gabriel admirado. ¿Entonces estará muy lejos?

—A 34.400.000 leguas de nosotros.

—¡Cuánto saben los hombres, padre! yo quiero saber todo eso. ¿En México aprenderé esas cosas?

—Sí, hijo mío, allí aprenderás: ese es mi deseo.

—Y se lo deberé á usted todo, dijo Gabriel, sintiendo que sus ojos se llenaban de lágrimas.

—Pero no olvidarás nunca mis primeros consejos: instrúyete, enriquece tu inteligencia; pero no corrompas tu corazón; sé humilde y caritativo, huye de la soberbia y de las malas pasiones, y.... oye, vas á encontrar en México muchos jovencitos llenos de humo y de vanidad, llenos de soberbia y de suficiencia; húyeles, hijo mío, húyeles y no imites á los elegantes y á los presumí dos, y hazte valer por tu saber y tus virtudes. Yo quiero que llegues á ser un hombre de provecho, respetado por su honradez, por sus buenas costumbres y su buena educación. Felizmente has nacido en un país libre, regido por instituciones democráticas, lo cual te pone en el caso de aspirar á todos los honores y á todos los puestos prominentes, porque entre nosotros no hay más aristocracia que la del talento y la instrucción; y si sabes distinguirte por tus prendas, alcanzarás en la sociedad un puesto distinguido; pero necesitas trabajar mucho, tener una constancia ejemplar y una dedicación absoluta á tus deberes.

Gabriel caminaba concentrado y atento á ¡as palabras de don Santiago; y éste á medida que hablaba sentía acrecer en su interior cierto enternecimiento, como si comenzara á sentir la influencia de la separación que se acercaba.

El sol estaba próximo á hundirse tras de los montes y prestaba á la naturaleza toda esa variedad de esmaltados colores, en que algunas tardes de México son tan ricas y tan espléndidas.

Las huilotas, preciosas tortolitas de los valles, atravesaban con precipitación el espacio en dirección á los jagüeyes, adonde después de apagar la sed de la siesta se guarecen en los perús y en los sauces.

Algunos labradores se percibían muy lejos conduciendo sus yuntas al establo, al que los bueyes se encaminaban gravemente cansados de las rudas tareas del barbecho; y ya en el cielo, diáfano y sereno, no quedaban más que uno que otro girón de nubes frisés, cuyos perfiles se iban perdiendo en el azul del cielo.

Era la hora de la oración y del recogimiento, la hora de las plegarias y el descanso; muy mas remarcable para don Santiago y para Gabriel, supuesto que aquella hora era suprema, no sólo por la galanura de la naturaleza y por la explendidez de los paisajes que se extendían á su vista, sino porque aquélla era una de las horas que precedían á una separación dolorosa y el principio de una obra santa de regeneración y de luz.

D, Santiago, ufano de su obra, acariciaba interiormente las ideas más risueñas con respecto á la educación de su hijo adoptivo; y Gabriel por su parte contemplaba abismado delante de sí el mundo de la ciencia y el primer peldaño de una escala que se elevaba ante su noble ambición de saber: por otra parte, había llegado á amar á don Santiago profundamente y sentía un placer tiernísimo al acariciar las venerables canas de su bienhechor, á quien servía con una solicitud poco común en los niños y estaba pendiente de sus menores deseos.

Eran propiamente el hijo obediente y el padre cariñoso los que así se amaban, y guiados por un pensamiento noble, se dirigían á la hermosa capital para buscar allí las primeras fuentes del saber.

¡Cuánto gozaban padre é hijo ante esa risueña perspectiva! y entregados completamente á las ilusiones de un porvenir risueño, contemplaban el grandioso espectáculo de la puesta del sol, con esa efusión propia del que al sentirse feliz tiende su vista á los inconmensurables horizontes, y encuentra algo inmaterial y sublime que se identifica con su entusiasmo, en las nubes, en las distancias y en el firmamento.

Pero en medio de aquel santo recojimiento; interrumpiendo los apacibles rumores de la tarde y hundiendo en el abismo del terror el dulce panorama de las ilusiones, resonó en los aires una terrible imprecación, una blasfemia horrible...

Estaban allí Gómez, el Pájaro y los dos bandidos.

Capítulo XIV

De cómo las noticias de Celso acerca de la casa de Carlos, eran fidedignas


Los lectores que hayan tenido la amabilidad de leer nuestras anteriores novelas nos perdonarán que nos ocupemos de dar en este capítulo algunas noticias de Chona, de Carlos y de Salvador; personajes conocidos ya, excepto de los que por primera vez nos favorecen leyendo el presente libro.

Carlos es, como dijo muy bien Gómez,  el dueño de la hacienda grande, en la cual Gómez, en su calidad de mayordomo, se acreditó en un tiempo de hombre honrado.

Chona es la esposa de Carlos, es una señora aristocrática, elegante y severa, y ama por primera vez, á pesar de su estado, á Salvador, joven elegante, rico y natural de Buenos-Aires.

Anualmente visitaba Carlos sus haciendas; y á tales escursiones lo acompañaban generalmente su mujer y algunos amigos, que, en alegre caravana, recorrían las hermosas posesiones de Carlos, y llevaban la fiesta y la animación por todos los pueblos, ranchos y haciendas inmediatas.

La visita anual era un acontecimiento que ponía en movimiento á todos los rancheros de las cercanías, quienes á porfía se disputaban el placer de hacer los honores del recibimiento.

En un rancho recibían un día á la alegre comitiva con una corrida de toros; en otro cortijo ó lugarejo con un coleadero y manganeadero; en otro con una tamalada; más allá con un almuerzo; y en suma, no había lugar, pueblo ó ranchería donde el amo no fuera recibido con las mayores muestras de regocijo.

En aquel año la visita del amo se había retardado, y esto, si bien por una parte había sido una contrariedad; por otra había acrecido el entusiasmo de la servidumbre, que tuvo ocasión de hacer dobles preparativos.

Salvador, invitado por Carlos, era de los primeros de la comitiva; y aunque se habían presentado hasta allí algunas dificultades, estaba casi decidido que la comitiva se compondría aquel año, de tres familias, además de la de Carlos; y como iba á estrenarse la capilla de la hacienda, reedificada y hermoseada notablemente con una obra que había durado un año, se dispuso que un sacerdote formara parte de la expedición; en virtud de lo cual se iba haciendo necesario cada día, hacer nuevos preparativos.

Se contrató una orquesta, se ajustaron cantantes y pianistas para todos los días que habían de durar las fiestas.

Los criados de la casa de Chona, quienes por cuenta de sus salarios acababan de recibir una buena suma, para hacer por su parte sus preparativos, compraban todo el día anillos, pendientes y cuantas chácharas y baratijas les venían á las manos.

El surtidor especial de la servidumbre de la casa, era un varillero de alta estatura, delgado y nervioso, de mirada penetrante y labios delgados; tenía buenas maneras y mucha verbosidad y afluencia para lograr por ese medio colocar sus mercancías.

Este varillero se llamaba Angulo; había recorrido á pié toda la república, y se preciaba de conocer á todos los mañosos.

Angulo había nacido comerciante, y tenía todo ese aplomo en el mentir y toda esa sagacidad china para el embuste y la cábala; sabía ganar un quinientos por ciento en objetos totalmente declarados muías en el comercio; hacía cambios ventajosísimos, y comerciaba algunos días de la semana en cambiar loza por ropa vieja; no porque este comercio fuese de su principal inclinación, sinó por que esto le proporcionaba poseer prendas de vestuario de todas clases y usos, sin inspirar sospechas.

En efecto. Angulo compraba prendas robadas, sin maldita la aprensión; y la policía nunca sospechó, ni aún pensó en catear la casa de Angulo, pues se le conocía como cambiador de trastos por ropa usada.

En la casa de Angulo se confundían los botines de un asesinado con otros cambiados por un pozuelo; y la levita de un desbaldado se convertía en toquillas á la mañana siguiente ó en cortes de babuchas y botines que la mujer de Angulo aparaba y vendía á los zapateros pobres.

Angulo conocía á todos los viandantes, á todos los italianos tocadores de organito, A todos los peajeros y á las autoridades de muchos pueblos.

Iba de feria en feria, de ciudad en ciudad, y de pueblo en pueblo, desde México hasta el Saltillo; desde el Saltillo hasta Morelia; desde Morelia hasta Veracruz.

Para caminar libremente con garantía para su ancheta, había tenido que encompadrar con los compadres, á quienes prestaba importantes servicios; todo lo sabía Angulo, todo la averiguaba, y sus largas piernas de cobre le servían para devorar leguas como cualquier locomotiva.

Rascaba en la ciudad y desembuchaba en el campo; y allí, á la sombra de algún árbol, ministraba á los compadres valiosos datos y hacía graves denuncias.

Por eso los compadres le llamaban el Ratón. El ratón hacía agujeros en las casas: sólo que en vez de dientes roedores, empleaba las baratijas y los collares; inocentes vínculos que lo ligaban, entre otros lazos, con el del amor en más de una cocina, de donde además de las dulces ilusiones de unos amores semiculinarios, sacaba fidedignas é importantes noticias para Gómez y otros de su calaña.

Los hombres como Angulo son nuestros judíos; solo que su religión y sus costumbres difieren de las de aquéllos.

Angulo había logrado hechizar á la galopina de la casa de Carlos, que era, como se dejará entender, su más constante consumidora de baratijas.

Del fondo de este amor brotaba la fuente de las grandes noticias, y de las denuncias en las cuales se jugaba la honra, la reputación, la vida y la fortuna de una familia; pero ése era el precio del salvo-conducto de Angulo, quien más de una vez se vió precisado á aceptar las albricias de un buen soplo.

El varillero penetraba hasta la cocina con permiso del portero, que se llamaba Santos, y era un viejo soldado inválido, y quien en lo más recóndito de su conciencia honrada, se reprochó más de una vez su debilidad por haber dado entrada á Angulo.

—No me gusta este hombre, decía Santos en su cuarto á su entenada; ha de ser mañoso, tiene una cara y unos modos que no me gustan; y luego esa cicatriz que se cubre con el cabello... Yo no sé, yo no sé, murmuraba el viejo, pero el tal varillero me parece un pájaro de cuenta.

Los refunfuños del viejo portero habían sido ya cansa en la cocina de serios disturbios y de hablillas incesantes, á las que Angulo ponía termino prudentemente dejando de ir á la casa por algunos días.

Ya no le cabía duda al Ratón de que la familia no tardaría en ponerse en camino.

Estaban dispuestos cinco carruajes, y entre ellos el faetón de Salvador; caballos de silla, dos carros con equipajes, comestibles, vinos, camas y todo cuanto pudiera apetecerse en materia de comodidades.

El padre capellán estaba ya provisto de la respectiva licencia eclesiástica; las criadas se habían confeccionado enaguas vistosas, y habían comprado rebozos de bolita.

La galopina veía acercarse el cruel momento de separarse del varillero; pero éste no vaciló en jurar que la seguiría con todo y ancheta hasta el fin del mundo; y este juramento de amor tenía tanto más fundamento, cuanto que Angulo tenía la obligación de anticiparse á la familia en su marcha, para estar oportunamente en los terrenos de la hacienda grande.

La galopina acabó de perder el juicio al recibir esta prueba palmaria del amor de Angulo; de manera que la despedida fué larga cuanto tierna y apasionada; se repitieron los juramentos, y el varillero, en un arranque de liberalidad y de entusiasmo, no vaciló en regalar á la galopina los mejores aretes de la vidriera, que eran unos falsos camaféos con bustos griegos.

Entre tanto, Salvador y Chona ocupaban en la sala el lugar de costumbre; quiere decir, Chona estaba sentada en el sillón, cuyo respaldo daba al balcón, y dando según hemos dicho en el libro anterior, la cara á un magnífico grabado que representaba á Daniel en presencia de los leones.

—Un cuadro más variado y más digno de nuestro amor nos espera, Chona, decía Salvador; ya me cansan los salones y me sofoco sobre los resortes de los muebles; tengo no sé que dulce ansiedad porque llegue el momento de contemplarte cuando la naturaleza dibuje un fondo de paisaje digno de tu figura y de tu amor; me siento poeta, Chona; hoy empiezo á comprender todo lo que cien veces he despreciado en los versos.

—¿De veras? preguntó Chona cariñosamente.

—Sí, Chona; anoche leí versos.

—¿Tú?

—Sí, Chona; versos que me hicieron un bien, porque encontré en ellos mucho de lo que yo quisiera decirte, y que no he sabido decir; y por la primera vez me estoy figurando que ha de ser delicioso amarte en el campo; me parece que los cielos tachonados de estrellas, que las mañanas frescas y brillantes, que los campos todos, con su agreste pompa y sus encantos misteriosos, nos esperan,.nos llaman para saludarnos, para hacernos ver que ellos solos deben ser los testigos de nuestro amor, que á ellos solamente debemos confiarles nuestros dulces secretos y nuestras íntimas alegrías. Sí, Chona, desde que te amo tanto, me parece estrecho el mundo y mi amor busca á tu lado un horizonte digno de él, porque mi amor es el eslabón de una cadena cuyo extremo se pierde en el infinito; y allá en el mundo de la luz y de la eternidad, es donde el Dios de los espíritus libres va á ceñirnos la corona de eternos desposados; entretanto espero, y la esperanza es tan grata, que me anima en mi tránsito por este mundo, en donde sólo nos preparamos al gran viaje de ese gran camino del que ya no podrá separarnos ni el destino ni el hombre.

—¡Qué feliz eres con tus ilusiones, y cuánto siento no haberme vuelto por fin, como tú, espiritista!

—¡Con mis ilusiones! exclamó Salvador, (llamas ilusiones á la luminosa revelación, á la verdad descubierta para mí por medio del soplo imperecedero del espíritu! ¡ilusión á lo que es tan palpable! Pero llámale ilusión, y sueño, y fantasía: ya sabes que me he impuesto el deber de no obligarte á pensar como yo, porque sé que al fin aceptarás esto de que muchas veces te burlas, y que para mí es el dogma de los espíritus fuertes, que saben elevarse sobre las viejas ruinas de la tradición y sobre las esferas de la sombra.

—No sé todavía, dijo Chona con aire de tristeza, hasta qué abismo podrá conducirnos este amor insensato.

—Yo sé hasta qué cielos vamos, y en qué abismos vivimos: y mido la pequeñez de nuestros imposibles del mundo, de nuestras mezquinas contrariedades, como abarco los inmensos horizontes en que nuestro amor, un día sin trabas, desplegará sus alas para atravesar el edén de los que se aman como nosotros. ¿Qué importa un sacrificio más? ¿Qué importa un día en nuestra carrera eterna?

—¡Eterna! ¿Y si es de penas?

—¡Jamás! El Sér omnipotente no formó los seres superiores, para hacerlos perecer en el eterno círculo de las destrucciones: el hombre es la tangente de esos círculos precisos, trazados por una mano sabia para mantener las reproducciones por medio de la inmolación constante; ¡pero nosotros! pero tú tan pura y tan grande, tan espiritual y tan inteligente, tú, perderte en el aplastamiento vulgar de los seres sacrificados á la ley que todo lo consume para mantener al hombre! Jamás, Chona, jamás: yo creo en la pluralidad de los mundos; esos millones de globos que cintilan son mundos habitados, mundos tal vez de maravillas; mundos más antiguos que la tierra y más perfectos; mundos donde la ciencia sea el elemento espiritual, y la última perfección el premio inmortal: humanos aquí, pasaremos espiritualizados á ser ángeles allá, para quienes no habrá distancias ni barreras, sino, la luz divina por númen, el universo por morada, la verdad por creencia y Dios por alma.

—Allá, Chona, allá nos amaremos, allá está la felicidad y la vida verdadera; aceptemos aquí nuestro purgatorio y nuestra cruz, nuestra purificación y nuestro voto, pero con la llave de nuestra fe más pura que nos abrirá el paraíso.

La mirada de Salvador ejercía ya un poder magnético sobre Chona, y cada vez que Salvador la imponía silencio sólo con la fuerza de su voluntad, Chona se sentía embargada y enteramente á merced de aquel influjo sobrenatural, al que jamás pudo resistir ni con toda la fuerza de su conciencia estremecida, ni con el poder físico de sus acciones y movimientos.

Cuando Salvador no podía vencer del todo, con la fuerza de la lógica, los escrúpulos de conciencia de Chona, recurría á inundarla con el fluido de su poder magnético, y Chona acababa por entregarse á un éxtasis de amor, cuya duración sólo Salvador calculaba.

Acababa Chona de entrar en uno de esos éxtasis, estaba con la mirada fija en Salvador, y en sus labios se dibujaba una sonrisa tranquila de apacible bienestar.

Salvador tomó entre las suyas una de las bien modeladas manos de Chona y la llevó á sus labios.

Imprimió en ella un solo beso, y la bajá lentamente para depositarla en el regazo de Chona.

Había en este movimiento de Salvador un sentimiento tan puro de castidad y de respeto, que se podía afirmar que le era repugnante y despreciable el abuso.

Salvador contempló á Chona por largo tiempo, pero con una atención tal, que se hubiera dicho que no se había interrumpido la conversación del pensamiento.

Así permaneció mucho tiempo hasta que notó que la respiración de Chona se hacía fatigosa, y casi de una manera imperceptible dijo Salvador:

—Despierta... Despacio, murmuró en seguida, y articulaba palabras que parecían incoherentes y como si con ellas estuviera completando períodos que Chona pensaba más bien que decía.

En seguida, era Chona ya, y no Salvador, quien decía de vez en cuando una palabra.

Era que Salvador evitaba las transiciones, y tenía el poder de hacer volver á Chona á la vida real, pasando de ésta al sueño magnético y del sueño á la vida, casi sin apercibirse de ello.

—¿Qué tienes? preguntó cariñosamente Salvador al cabo de un rato.

—Una cosa rara, contestó Chona.

—¿Qué es ello?

—Siento con tu mirada algo que me parece un Sueño; hay en tus ojos como un desvanecimiento, y aún me parece que llego á estar callada un largo rato.

—¿Eso sientes?

—Sí.

—¿Y lo has sentido ahora?

—Sí. ¿No es cierto que he estado callada largo tiempo?

—No, Chona; nuestra conversación se ha mantenido sin interrupción; has hablado; te he contestado, y yo no he notado nada.

—¡Qué cosas tan raras me pasan! pero no puedo explicarlas: yo las comprendo, pero á medida que me esfuerzo para decírtelas, me sucede lo que con esos sueños que le dejan á uno una impresión agradable; pero que mientras más luchamos por recordados, se pierden más y más á medida que despertamos y á medida que nos empeñamos en que no se nos escapen las imágenes.

—Las excitaciones nerviosas, dijo sencillamente Salvador, producen á veces cortos deslumbramientos pasajeros, en los cuales sufre la memoria algunos cambios y estravíos; pero no hay que lijarse en esos pequeños cambios, si no queremos hacerlos notables y sensibles, cuando, sin fijamos en ellos, pueden muy bien pasar desapercibidos.

Carlos, contra su costumbre, apareció en la sala de improviso.

Capítulo XV

De cómo la aparición de un gato negro trae un aviso de parte del demonio


En los labios de Salvador se estereotipó esa afectada afabilidad del falso amigo.

Chona sintió un vuelco en el corazón, como al influjo de un toque eléctrico.

Y Carlos tuvo que hacer saliva para poder emitir la voz.

Todo esto pasó al través del más perfecto disimulo.

—La lista de los convidados asciende á diez y ocho, dijo Carlos tan luego como sus glándulas secretaron la humedad indispensable para que la lengua no hiciera un mal papel entre las fauces.

—Te aseguro, dijo Salvador levantándose de su asiento, que la caravana va á estar respetable. ¿Has contado á mis dos criados entre la servidumbre? Nos serán muy útiles, especialmente Jacinto, que es un cochero magnífico.

—Suponía ya que vendrían contigo.

—¿Ya viste mis atriles? preguntó Chona á su marido así que el vuelco aquel había tenido la amabilidad de permitirle hablar.

—¿Tus atriles? preguntó Carlos, cuyo pensamiento había ido muy lejos en aquellos momentos.

—Sí, mis atriles, mis blandones, mis ciriales, y en fin, toda mi sacristía.

—¿Trajeron hoy todo eso?

—Sí, y dos incensarios y el ornamento, ¡Sí vieras que bien bordada está la palia! ¡es un trabajo primoroso!

—¿Si? ¿quién la hizo?

—Luisita, ya sabes que ella desempeña admirablemente estos trabajos.

—Bien, dijo Carlos, eso quiere decir que estamos todos listos y que pasado mañana será definitivamente el día de la marcha.

—¿Pasado mañana? preguntó Salvador.

—Decididamente; si no apresuro este viaje, parece que nos quedamos; notarás que llevamos un mes de transferirlo y ya me está dando no sé qué...

—¡Ave María Purísima! dijo Chona, ¿vas á decir que tienes presentimientos?

—Pues es la verdad, este viaje se está dificultando tanto, que....

—¡Vamos Carlos! ¿de cuando acá eres aprensivo.

—No, nada; sinó que..;, ¡quién sabe! hay cosas que parecen brujerías; á pesar de todo yo siento una repugnancia inexplicable al pensar en este viaje, y no soy supersticioso, ya me conoces, pero....

—¿Pero qué?

—He visto un gato negro.

Salvador encontró una ocasión propicia para reírse, abonando su hilaridad por cuenta de su anterior turbación.

En la conciencia de Chona se levantaba un secreto reproche, como un preludio funesto, y más inclinada á las supersticiones que Salvador, sintió también la influencia del presentimiento, acaso porque sabía bien que su marido tenía sobrados motivos para no estar tranquilo.

Salvador seguía riéndose, más aún de lo que aquella idea lo estimulaba; pero la risa, que como hemos dicho otras veces, está tomada en la sociedad como recurso dramático, era necesaria á Salvador.

Al fin, con el temor de hacer inverosímil su hilaridad, Salvador exclamó:

—Pero, vamos á ver, si eso del gato tiene alguna explicación, dánosla, y sabremos en lo sucesivo si también hemos de temblar ante los gatos negros.

—Mira, Salvador, hay algo siempre oscuro delante del hombre: su mañana viene envuelto, como las hojas, en una yema indescifrable; y cuando ha tenido uno la debilidad ó el candor de fijarse en algunos signos exteriores, por incoherentes que parezcan, experimentamos la misma emoción que con un aviso cierto.

—¿Hablas formalmente?

—Sí, Salvador.

—¿Y lo del gato....

—Lo del gato ha sido siempre para mí un augurio funesto, al grado que no recuerdo haber sufrido alguna vez una desgracia que no haya sido precedida de esa extraña aparición.

—Desde muy niño me indujeron á encarnar al mal espíritu, al diablo, al coco, á lo que tú quieras, en la forma de un gato negro.

—El primer peligro que corrió mi vida de niño, fué una congestión cerebral porque me asustaron con un gato negro; creo que desde entonces se hizo el gato negro el tipo de mi fatalidad; desde entonces se encargó de ser el horóscopo de mis desdichas y no sé si será porque he estado pendiente de esa circunstancia que parece pueril; pero, lo repito, cada vez que he visto un gato negro, he pensado en que me va á suceder una desgracia y me ha sucedido efectivamente.

—¿Siempre? preguntó Salvador.

—Siempre, sin fallar una sola vez.

—¿Y ahora has visto el gato negro?

—Sí, anoche. Iba yo á acostarme y sobre una columna de escayola que está en un rincón de mi cuarto, ví brillar dos luces verdes, fijé la vista y me pareció que allí había un objeto cualquiera que por la disposición de la luz y de las sombras semejaba al parecer la cabeza de un animal feroz.

—Al principio casi me recreaba en contemplar aquello que me parecía una de esas casuales combinaciones que engañan la vista y que uno se complace en no destruir.

—Es cierto, interrumpió Salvador, á veces se proyecta en la pared la silueta de una persona y es producida por un sombrero, y un jarrón y un ramillete, ó por objetos, en fin, que están muy lejos de ser lo que parecen.

—¡Eso es! dijo Carlos, bajo esa impresión contemplaba la forma aquella, cuya inmobilidad sostenía mi ilusión. Yo seguí contemplándola sin acercarme, porque si por una parte tenía curiosidad, por otra no quería satisfacerla sinó por medio del raciocinio y la penetración, como al que le presentan una charada cuya solución está á vuelta de hoja y pudiendo desengañarse, prefiere luchar con la dificultad.

—Pero nada, mis esfuerzos eran inútiles; la cabeza era una cabeza de animal y mi imaginación se esforzaba en recordar los objetos de mi pertenencia que pudieran sobre la columna producir aquella aparición. No era ni un sombrero, ni una piel, creí que era un manguito ó tal vez un chaleco negro ó... en fin, mil cosas; hasta que no pudiendo más, me acerqué rápidamente á la columna.

—Entonces el animal, levantándose sobre sus patas traseras, brincó sobre mí, espantado y temiendo una agresión... Confieso á ustedes mi debilidad. Me sobrecogí de pavor, temblé como un niño, debo haberme puesto pálido, debo haber temblado como un cobarde, porque materialmente oí yo las palpitaciones de mi corazón que se agitaba violentamente.

—Permanecí aterrado por largo tiempo y enseguida busqué á mi alrededor.

—Era efectivamente un gato negro, que, esponjando la cola, me dirigía su última mirada de rencor y tomaba la puerta como seguro de haber cumplido con su deber de parte del diablo, ó de la fatalidad, ó de no sé quien.

—Me acordé entonces de mis presentimientos y de mis desgracias y„. lo confieso, leí con la seguridad de un adivino un augurio fatal, aunque indefinido, pero que resueltamente ha engendrado en mí esta convicción.

—Me va á suceder una desgracia.

Cuando Carlos acabó de hablar, reinó en la sala un profundo silencio.

Chona estaba cabizbaja y del semblante de Salvador había huido toda traza de jovialidad: aquel recogimiento fué para Carlos la sanción más manifiesta del augurio.

Salvador no pudo contestar tan pronto, que impidiera á Carlos recoger esta corroboración.

—¿Sabes, Carlos, que te desconozco?nunca me habías dicho que fueses supersticioso.

—Ya sabes que es difícil confesar uno sus debilidades; pero hoy arrostrando hasta con tu risa, te hago esta confesión.

—Pues bien, señor visionario, así como tienes signos que en forma de gato te anuncian las desgracias, tendrás contrahechizos y conjuros á propósito; porque quien te dió el veneno, te daría también la triaca ¿ó te hicieron donación del uno sin permitirte el consuelo de la otra?

—Mira, Salvador, si hemos de aceptar de buena fé, ó mejor dicho, á ciegas, la teoría; sin buscar las causas, ni la aplicación ni nada, sigamos á la misma superstición en su ida y vuelta, en su contra y su pró.

—Eso es lo que yo quería decir.

—Pues bien, la conseja dice que la manera de conjurar el mal, es matar el gato.

—La cosa es bien sencilla, contestó Salvador, se perseguirá al bicho por toda la servidumbre, nos armaremos de todas armas, y si es necesario, se hará en la casa una verdadera partida de caza con su correspondiente trahilla y sus trompas y todo el aparato.

A pesar de que Salvador procuraba por medio de un tono semiburlesco llevar la cuestión al terreno de la frivolidad, reinaba cierto embarazo en aquellos tres personajes que en vano procuraban ocultar; pero Salvador no creyendo conveniente abandonar su tarea, tiró del cordón de la campanilla y algunos momentos después se presentó un criado.

—Benitez, ¿eres tú? dijo Salvador viendo entrar al criado.

—Sí señor; contestó éste.

—Necesito á toda costa que me traigas muerto.

—¿A quién, señor? preguntó alarmado Benitez.

La sorpresa del criado hizo vagar la primera sonrisa en los labios de Chona y en los de Carlos.

—No hay que alarmarse, óyeme bien; necesito que me traigas muerto un gato negro que se ha aparecido en el cuarto de Carlos..

—¿El gato de señor Santos el portero?

—No sé que Santos sea dueño de ese animal, dijo Chona con cierto enfado.

—Y sobre todo, agregó Carlos, sea de quien fuere, es necesario que ese gato muera hoy, si es preciso á balazos.

Pronunció Carlos estas palabras con tal acento de energía, que el criado no tuvo más que objetar.

—Arma á los cocheros, á Vicente, al lacayo, á todos y hagan una batida en forma, agregó Salvador; porque hoy ha de morir ese animal, sea de quien fuere; ya lo has oído.

—Está bien, dijo el criado y desapareció.

Benitez, tenía cierta enemistad con Santos el portero; circunstancia que le hizo saborear el placer de la venganza con editor responsable, y se dirijió en derechura al cuarto del portero.

—Señor Santos, le dijo á éste, el amo manda hacer una ejecución de justicia.

—¡En quién, hombre! exclamó Santos azorado.

—No, nada; en nadie, en el gato prieto de usté.

—¿Mi gato?

—Sí, señor Santos; me han mandado que hoy mismo mate su gato de usted.

—Pero....

—No hay peros, porque el amo lo manda; yo lo siento mucho, porque sé lo afecto que es usted á los animales, y sobre todo á ese horrible demonio, por más que no haya podido explicarme nunca ese amor; pero ello es que tengo que cumplir con la orden. ¿Me hace usted favor de decirme en dónde está su gato para matárselo?

—¡Esto es una iniquidad!

—¡Matar mi gato! exclamó la entenada de Santos, ¿Y por qué, vamos á ver? ¿qué perjuicio les hace, cuando el pobrecito no se atreve á andar por allá arriba? esos son embustes de usted, señor Benitez, y todo porque nos tiene usted puesta la puntería, por lo que yo me sé; pero ande usted, que si tal cosa hace con mi pobre gato, he de decir todo lo que pasa; yo estoy segura de que el amo no se ha metido en semejante cosa, pues ni conoce á mi gato ni lo ha visto nunca.

—Se equivoca usted, señora, dijo Benitez gravemente, yo no sé qué cosa gorda habrá ido á hacer el gato, que tanto el amo como el señor D. Salvador están resueltos á que ese animal no pase la noche con vida.

—¿Qué cosa gorda ha de haber hecho mi gato, sinó la que hacen todos los gatos? pero ese no es un motivo para mandarlo matar.... Entonces que nos maten á todos.

—Yo no sé, insistió Benitez encogiéndose de hombros, pero la sentencia está dada. ¿Conque no se encuentra por aquí la víctima?

—¡La víctima! exclamó la entenada de Santos. ¿Y por qué le dice usted la víctima?

—Porque va á morir.

—Esa no es una razón para que usted le llame víctima á mi gato, que ninguna carne le ha comido ni á usted ni á nadie, porque yo lo mantengo con mi trabajo; que para eso lo he criado con puros montalayos, porque ni siquiera ratas sabe coger el inocente.

—Todo eso es inútil, y ya es necesario poner manos á la obra.

Ya los demás criados de las caballerizas, los cocheros y el lacayo se habían enterado de aquella extraña disputa, y se habían ido acercando poco á poco al cuarto del portero.

—¡Ea, muchachos! dijo Benitez, armarse de garrotes, y vamos á matar al gato prieto.

—Aquí está mi palo, dijo el lacayo enseñando el mango de un látigo.

—Voy á llevar la queja á la señora, exclamó la entenada del portero, porque ésta no es una orden del amo, que nada tiene que ver con mi gato; sinó que todo ello es una animosidad del señor Benitez.

—Ve, hija, ve; y le dices á la señora que por Dios, en fin, dile que.... dile que el gato es inocente, y que impediremos que vuelva á subir á las salas.... dile que.... dile que el señor Benitez tiene reconcomía con nosotros, y que ahora se venga, pretendiendo matar nuestro gato, dile que.... dile todo lo que quieras, y no te tardes.

La entenada subió la queja, y como entró primero á la cocina, allí se levantó la segunda oleada entre las cocineras, fregonas y galopinas, y un coro de maritornes se levantó, protestando contra la ejecución, ni más ni menos que si se tratase de una persona.

Pero mientras se levantaban estos rumores, ya los criados andaban por bodegas, cocheras y azoteas buscando al gato de Santos y armados con escobas y trancas.

El lacayo reanimó á los cazadores diciéndoles que el señor D. Salvador daba media onza de oro por el gato muerto.

Capítulo XVI

Una partida de caza urbana


La emoción que se produjo entre la servidumbre femenina con motivo de la ejecución del gato, fué extraordinaria.

—¡Habráse visto, decía la cocinera, que se llamaba señora Andrea, escándalo tal por un pobre gato, no parece sino que se trata de un criminal.

—¡Qué sabe usté, objetó la galopina, los perjuicios que ese animal habrá ido á hacer al salón, y tal vez en los papeles del amo! 

—Pero eso no es motivo para mandarlo matar. ¡Alma mía de él, tan mansito y tan callado!

—¿Callado? dijo una recamarera; ¿callado? ¡Qué bien se conoce que no se desvela usted como yo, mi alma. ¡Callado cuando toda la santa noche se la pasa el muy... dando unos gritos que parece que le hacen algo!

—Para eso, dijo Andrea, todos los gatos maúllan, especialmente...

—Pues lo que es éste no maullará esta noche; y me alegro, porque me dejará dormir.

—Ni crea usted que lo cojan.

—¿No?

—Ya se ve que no.

—¿Y usted en qué se funda?

—Eso, yo me lo sé.

—Lo habrá usted espantado para que no lo cojan.

—¿Usted así lo cree?

—Por lo menos, me lo malicio.

—Pues bien, sí lo espanté, porque me pareció una obra de caridad: y no sólo lo espanté sinó que lo bañé de agua fría, y ya sabe usted que el gato espantado... del agua fría huye.

—¡Qué cruel es usted! ¡pobrecito animal! ¿Y así está usted abogando por él?

—Lo hice por su bien, para que se destierre por algunos días, mientras pasa el furor de matarlo.

—¡Pues lo matarán á pesar de todo! dijo la recamarera.

—¿Cuánto apuesta usted á que no lo matan?

—Lo que usted quiera; mi ración. Figúrese usted que el lacayo me ha dicho que el señor D, Salvador le ha ofrecido media onza de oro por el gato muerto.

—¡Oiga! dijo Andrea, D. Salvador ha.... ¡Jesús, María y José nos acompañe! Y cállate lengua, porque....

—¿Qué está usted diciendo, señora Andrea? dijo la galopina.

—Nada, mí alma; decía yo que la primera en la frente, porque nos libre Dios de los malos pensamientos.

—Y la segunda en los labios, agregó la recamarera, imitando el tono de voz de Andrea porque nos libre Dios de las malas palabras.

—Es que no he dicho malas palabras; que no soy ninguna mal hablada.

—No, no ha dicho usted malas palabras; pero con eso da usted á entender quién sabe qué cosas.

—¡Es usted muy maliciosa!

—No tanto.

—En fin, cada uno es dueño de su pensamiento; y lo que es á mí, no me la dan muy fácilmente.

—¿Por qué dice usted eso? preguntó la recamarera acercándose.

—¿Para qué lo quiere usted saber?

—Nada; era para ver si era lo mismo que yo me pienso.

—¡Si ha de ser! ¿Pues qué no tiene uno ojos?

—Yo no había querido decir nada, porque ya sabe usted que no es bueno andarse una en chismes; pero la verdad, yo compadezco al pobre del amo.

—¡Y con razón! Sí, con perdón de usted, ya se.... descara rancho: ahí los tiene usted hasta las doce ó hasta la una de la noche platicando en la sala solitos; y el amo, ó se sale á la calle, ó está en su gabinete como muerto.

—¡Si le digo á usted, que yo no sé como no ha llegado á haber un escándalo!

—¡Pero lo habrá! ¡Eso júrelo usted, mi alma!

—¡No lo permita Dios! que no soy yo, y se me cae la cara de vergüenza.

—Mientras tomaba en la cocina este carácter la cuestión de la muerte del gato negro, la entenada de Santos se había arrojado ya á los piés de Chona.

—¡Señora, por lo que usted más quiera en el mundo! por el señor D. Carlos! por los huesitos de su mamá de usted! por el señor D, Salvador, le ruego que no maten á mi pobre animal, que yo le ofrezco á usted que no volverá á subir! pero hágalo usted por Dios, señorita, diga usted que no lo maten!

El dolor creciente de aquella mujer la hacía derramar abundantes lágrimas, ni más ni menos que si se tratara de un ser humano.

Los gritos de la mujer se confundían con los que, por todas partes, daba la servidumbre, alentada por el deseo de ganar la propina, y porque el revestir aquella batida de más aparato del que en sí requería, era para la misma servidumbre una ocasión de manifestar al amo su lealtad y su eficacia.

—¡Don Vicente! gritaba el lacayo desde la azotea, allá vá; dice José que lo ha visto descolgarse al segundo patio; búsquelo, y que cierren el zaguán.

—¡Santos! gritaba otro, que cierre la puerta.

En esto se oyó una detonación en la azotea, y la entenada de Santos no pudiendo contenerse se levantó, y cambiando su actitud humilde por otra resuelta, se irguió y gritó con aire insolente:

—¡Pues no lo matarán! ¡no lo matarán! porque yo lo defenderé; y los amos no son reyes para dar esas órdenes; ya lo veremos; que también hay justicia para los pobres y el inspetor es mi compadre, y aunque sean ricos los amos, ya veremos si esto se queda así.

—¡Cállese usted, mi alma! le decían las criadas, no arme usted escándalo, que tal vez por la buena hasta le darán á usted una gratificación.

—No quiero gratificación, lo que quiero es mi gato que nada les come.

—¿Quién tiró? preguntó un criado.

—Fué el amo Don Salvador que le jerró, contestó el lacayo.

Efectivamente, Salvador había tirado al gato disparando una pistola y no le había dado. Salvador, no obstante su gravedad habitual, había aceptado sin vacilar el papel de verdugo del gato, porque á pesar de su espiritismo y de todas sus idealidades, no podía disputarle á su propia conciencia que estaba obrando pérfidamente con respecto á su antiguo y fiel amigo Carlos; de manera que el haber tomado á pechos lo de la muerte del gato negro, era una especie de excusa que el mismo Salvador creía encontrar; excusa que por insuficiente que fuera bastaba, al menos por el pronto, para hacer algo en favor de Carlos, en cambio de lo mucho que hasta allí había hecho contra él.

Crecían por todas partes los gritos y la algazara de los criados, tomaban incremento los comentarios de las maritornes; y contrastando con la animación de la batida, Carlos estaba quieto, inmóbil y pensativo en un sillón de su cuarto.

Chona apenas se hubo desprendido de la entenada de Santos, creyó, tal vez porque la conciencia no se equivoca, que debía ponerse al lado de su marido.

En el género de vida que estos dos esposos habían seguido desde que se casaron, era un acontecimiento notable ver acercarse á Chona á su marido, de una manera cariñosa y afable.

Chona se acercó á Carlos.

—Me da pena verte tan preocupado y tan entregado á esa superstición. Vamos, no hay que creer en eso, ó vas á acabar por contagiamos á todos con esa idea y adiós expedición, adiós fiestas, todo va á ser duelo y pesadumbre.

Carlos no contestó sinó al cabo de un largo rato esta sola palabra:

—Siéntate.

Chona hizo rodar otro sillón y se sentó al lado de su marido.

—No: dijo éste, más acá; y le indicó á Chona una actitud, en la que casi quedaban marido y mujer frente á frente.

Carlos meditó mucho su introducción, pero dijo así:

—¿Sabes que los gladiadores romanos que morían en el circo en presencia de un numeroso concurso, procuraban tomar una actitud graciosa para exhalar el último suspiro?

—Sí; contestó apenas Chona.

—Eso era porque los romanos, como yo, le tenían más, miedo al ridículo que á la muerte..

—¿Por qué dices eso? dijo Chona haciendo un esfuerzo supremo para hacer con serenidad la pregunta.

—Lo digo porque.....

Chona estaba en ascuas.

—Lo digo porque mi superstición es muy ridícula.

Chona respiró.

—Yo he conocido personas de muy buen criterio, que participan de algunas de esas ideas que bien puede ser una debilidad; pero que luego se comprende que hay cosas.... dijo Chona procurando forjar una disculpa que ni el mismo Carlos pensaba.

—¿No es verdad que hay cosas Voy á explicarte mi superstición.

Chona contuvo la respiración.

Carlos continuó:

—Delante del hombre hay eternamente un misterio impenetrable, y cuando se ha tenido la desgracia de perder la receta maravillosa del agua bendita y de otros amuletos no menos apreciables; cuando un día, más atrevido ó más ignorante, el hombre ha pretendido analizar y dar Tienda suelta á su imaginación; entonces surge del fondo de todas las cosas lisas y llanas en virtud de milagros ó de influencias divinas; surge, decía yo, la dicha y vuelve uno al punto de su ignorancia, pero con un desengaño más y con un consuelo menos..

En esta sucesión de acontecimientos en la cual hay necesidad de tomar parte en la vida, el día que uno menos lo piensa comprende todas esas desgracias, todos esos contratiempos que vienen sin aviso previo, y un día se nos desploma un techo ó nos viene equivocadamente una bala destinada á otro, ó nos sucede, en fin, una de tantas desventuras imprevistas y que ni yo ni nadie tiene el poder de conjurar; pues bien: al hombre no debe estarle tan obstinadamente cerrada la clave de esos avisos; es preciso que exista un signo precursor, que surja una coincidencia, que brote un aviso de cualquier objeto, y sucede así indefectiblemente: mi aviso es el gato y por eso insisto: me va á suceder una desgracia.

Capítulo XVII

El asalto


No debemos dejar pendiente por más tiempo el interés del lector cerca de la suerte de Gabriel, pues lo dejamos en el momento en que Gómez y el Pájaro les daban el sacramental ¡al lo ahí! que precede á todo robo en despoblado..

Cada uno de los cuatro bandidos acometieron simultáneamente á los cuatro viajeros; el Pájaro á Don Santiago, Gómez á Gabriel, y los otros dos compadres á cada uno de los dos criados.

Gabriel fué el más listo en sacar su pisto la y disparó contra Gómez, pero no salió el tiro.

Gómez por respuesta, asestó al joven una soberbia bofetada, que lo derribó en tierra.

Gabriel cayó dando con la cara en las piedras, mientras Don Santiago á la voz de «eche pié á tierra!» se apeaba procurando socorrer á su hijo.

Entre tanto se había emprendido un altercado entre los bandidos y los mozos, y al pasar á las vías de hecho, los dos criados arrearon sus caballos y se pusieron en precipitada fuga.

—¡Cójanlos! gritó el Pájaro, y los dos bandidos emprendieron la persecución á todo correr de sus caballos.

El sol se ocultaba en el horizonte y alumbraba aquella escena el resplandor de algunas nubes color de fuego, que se destacaban de un inmenso grupo de nubarrones pardos y pesados.

Al verse solo el caballo de Don Santiago, echó á andar, y el Pájaro no sabiendo á quien atender, gritó á Don Santiago.

—¡Coja su caballo!

Cuyo grito fué acompañado de una media docena de interjecciones bien acentuadas y claras.

Don Santiago se puso en seguimiento de su caballo y el Pájaro tras de él, mientras Gómez se apeaba para levantar á Gabriel que se desangraba sobre las piedras del camino y parecía desfallecido.

Los reflejos rojizos del sol iban extinguiéndose.

Gabriel, efectivamente exánime, fué levantado por Gómez.

Tenía una profunda incisión en la frente, do donde brotaba sangre en abundancia.

Gómez á quien se hubiera juzgado un hombre caritativo, vendaba con su pañuelo aquella herida, pero en realidad lo que estaba haciendo era vendar los ojos á Gabriel.

En tanto D. Santiago y el Pájaro se habían alejado, dando vueltas á un pequeño recodo del camino, y habían por lo tanto desaparecido de la vista de Gómez.

En estos momentos sólo quedaba en el horizonte como los restos de un incendio; una nube cárdena que se parecía á un largo tizón que se apagaba: todo iba poniéndose negro, las sombras se iban apoderando con no sabemos qué extraña precipitación de aquellos campos.

Apenas alguna de esas aves nocturnas que se enseñorean en las tinieblas, hubiera podido distinguir entre las confusas masas negras de las malezas y los árboles entre los boscajes y los peñascos negros, los dos grupos que formaban Gómez y el Pájaro, con Gabriel y D. Santiago. Eran dos buitres que habían logrado hacer bien tarde su presa y sorprendidos por la noche, buscaban una guarida provisional para asegurar su banquete.

La noche desplegó por fin su negra colgadura, se extinguieron los silbos de los reptiles y los últimos rumores; venía el silencio como impuesto á la naturaleza por el Gran Rey; todo se sometía, todo se plegaba ante el imperio del silencio y de la sombra; todo entraba al caos de la noche; y por uno de esos cambios tan frecuentes en nuestras latitudes, casi por ensalmo habían avanzado hacia el zenit del N. E. y del O. E., falanges de vapores que esperaban la desaparición del sol, para invadir la bóveda celeste.

Más que nubes parecían crespones que un maquinista invisible había corrido para aquel segundo acto que requería sombra, porque era el crimen el protagonista.

Los crespones no habían dejado al menos en la periferia visible, un solo girón á través del cual pudiera alguna estrella ver la tierra; nada, ni un resplandor, ni un ruido; parecía que la noche se había tragado, como un inmenso monstruo, á los viajeros y á los buitres del camino.

Pero los dramas de la sombra tienen por público, al que sabe penetrar con nictálope vista en esas regiones y á esas horas de negros misterios en que nacen las leyendas y las fantasmas.

Informes y movedizas, como las figuras que se proyectan en el agua, podía con trabajo percibirse entre las malezas las sombras del Pájaro y D. Santiago, serpeando por tortuosos senderos, perdiéndose á largos intervalos entre arbustos y malezas, ó hundiéndose en algún bajo del terreno accidentado, como si fueran dos espectros que regresaran á su sepulcro.

Pero poco después aparecían, dibujando sus cabezas en el fondo plomizo de las nubes.

Mas allá, lejos, muy lejos, estaba Gómez liando sobre el lomo de un caballo, el cuerpo flexible y mortecino de Gabriel; pero allí el silencio era interrumpido de la misma manera que lo describe el Dante en uno de los negros círculos del infierno.

Era un rumor, pero acercándose era una sucesión de espantosas imprecaciones y de inmundas palabras.

No sabemos quien estaba deteniendo á uno de los mil ángeles del cielo, á una de las mil almas hijas de la justicia eterna, para que, atravesando el espacio, hubiera descendido á pronunciar en el oído de Gómez estas palabras:

—Es tu hijo.

Pero nadie bajaba, nadie acudía; Gabriel estaba en ese limbo del síncope, que es un lugar tan misterioso que ninguno de los que vuelven nos ha querido revelar sus secretos.

Gómez seguía ajustando su fardo humano como un pesado pagare, que se convertiría en caballos, mujeres y vino para Gómez.

Aquello era realizable.

Abraham llevaba á su hijo cargando el haz de leña y sentía algo de lo único que puede ser superior al amor del padre: algo de Dios en su alma.

Pero Gómez llevaba la misma prenda ante el mito infernal del robo, sin saber que inmolaba su propia sangre.

Por nuestra parte, no creemos dejarnos llevar del espíritu romántico para asegurar las intuiciones magnéticas, ni las adivinaciones milagrosas que preparan un reconocimiento de estampilla, que termina con estas palabras sacramentales:

«¡Padre mío!—¡Hijo mío!»

Y no obstante, aseguramos que Gómez sentía una insensata amargura, un íntimo reproche en su alma al ejecutar aquel acto infame.

Lo decimos porque Gómez maldijo y blasfemó, en primer lugar al cielo, porque la obscuridad era tal, que no se veía el camino, y ya una que otra gota de lluvia había producido, en el gran sombrero de Gómez, cierto ruido, que era como el aviso de una nueva dificultad.

Gómez estaba más impaciente de!o que la situación en sí hubiera podido ponerlo, y la violencia que experimentaba la atribuía á todos aquellos ligeros contratiempos.

Pensaba en que había sido una brutalidad pegar tan recio al niño aquel; por otra parte, se decía Gómez, sino le acierto me dispara otro tiro el diablo del muchacho.

—Hubiera sido mejor dejar á este... amarrado por ahí, y llevarse al viejo.... y luego que los otros destaparon! ¡mal haya!...

Gómez, caminando con su carga, y el Pájaro conduciendo á D. Santiago por intrincadas sendas, se perdían entre las sombras; pero ni Gómez ni el Pájaro se habían puesto de acuerdo acerca del lugar en que debían re unirse.

Al cabo de algún tiempo, la lluvia comenzó á caer con fuerza, produciendo un extraño rumor en los campos solitarios y tristes..

Gómez caminaba entre los breñales, y hacía rodar en su marcha, de vez en cuando, las piedras del camino, que caían á alguna profundidad produciendo un sordo estrépito.

Pensaba Gómez en la suerte que habrían corrido sus compañeros, y en el lugar á donde debía dirigirse á fin de reunirse con el Pájaro.

No subía por qué causa habían obrado en aquel asunto con desusada torpeza; aquel era un golpe que por parecerles muy fácil había sido poco meditado, y á esto atribuía Gómez lo embarazoso de la posición en que se encontraba y las muchas contrariedades y tropiezos que hasta allí había tenido el lance.

Entretanto la lluvia arreciaba y se hacía doblemente difícil su marcha; pero se consideraba cerca de un crestón del cerro que atravesaba, crestón en el que algunas peñas podían, por su especial disposición, prestarle un abrigo contra la lluvia.

Varias veces pensó en silbar para dar noticia de su rumbo al Pájaro; pero no habiendo oído ningún silbido de éste, calculó que sería prudente guardar reserva.

Ya Gabriel había vuelto en sí, y algunos quejidos se escapaban de su pecho; pero Gómez finjía no oírlos y seguía tirando del ronzal del caballo en que iba atado Gabriel.

Al cabo de largo caminar, llegó Gómez al sitio que había elegido como refugio, y en el cual se propuso pasar la noche: se paró, y después de haber lanzado una mirada indagadora á las sombras que le rodeaban, se apeó lentamente y aflojó la silla á su caballo.

Gabriel, impaciente yaen la incómoda postura á que lo había sujetado Gómez: dijo por fin:

—Desáteme usted, porque voy muy mal.

—¡Adios! exclamó Gómez. ¿Conque quiere ir bien?

—Al menos, no creo necesario este martirio, especialmente cuando nada puede usted esperar de mí.

—Eso ya lo veremos. ¿Cuánto tiene su padre?

—No lo sé, y sobre todo, no me encuentro bien para contestar en esta postura; desáteme usted y hablaré.

—¡Vaya porque no diga!

Y Gómez desató á Gabriel y le permitió apearse; pero el niño apenas podía tenerse en pié y se recostó sobre las piedras.

En cuanto al Pájaro y D. Santiago, se encontraban á gran distancia de Gómez y separado uno de otro, esperando que la luz del día volviera á reunirlos.

Gómez, después de largo tiempo de vacilación, se puso á contemplar á Gabriel que se había dormido, y reflexionó que si aquel joven seguía imposibilitado de moverse, Gómez tendría que seguir caminando con una carga embarazosa que le entorpecería sus movimientos y una vez bien seguro de que no podía menos de suceder como lo pensaba, se puso á atar de nuevo á Gabriel, no ya sobre el lomo del caballo, sino contra un arbusto que se elevaba bajo una de aquellas rocas.

En este tormento se agotó completamente la paciencia de Gabriel, y no estando ya bajo la influencia de su anterior caída, manifestó un vigor extraordinario procurando defenderse.

Gómez ejecutaba la operación de sujetar á Gabriel al tronco del arbusto, con ira concentrada y de una manera brutal, y como en algunos momentos Gabriel había podido gritar, Gómez acabó su operación pasando por la abierta boca del niño una de las vueltas de la reata, con lo que acabó de quedar Gabriel privado de todo movimiento.

En seguida, Gómez que había atado su caballo á un árbol, tomó el caballo de Gabriel y desapareció.

Gabriel entretanto jadeante y maltratado por las fuertes ligaduras que lo oprimían, procuraba en vano romperlas empleando toda la fuerza de que era susceptible; pero aquellas ligaduras parecían cadenas inquebrantable y a la sangre había afluido á las extremidades de tal manera, que iba embargando la acción de las manos y de los piés, en medio del dolor de la estrangulación.

Forzado á morder la reata que le servía de mordaza, Gabriel tenía necesidad de permanecer con la boca abierta y esto le había producido tal resequedad en la garganta, que sentía asfixiarse.

A los dolores causados por la presión de las ligaduras, agregaba el niño los que le producían sus desesperados esfuerzos por desatarse, y esta lucha tenaz é impotente se renovaba por intervalos, aunque cada vez con menos éxito y con menos vigor.

Gómez, después de haber ocultado el caballo de Gabriel en el fondo de una pequeña barranca cubierta por la vegetación, subió al lugar donde estaba el joven y volvió á tocar una á una todas las ligaduras, para cerciorarse de que su víctima nada había logrado á su favor á pesar de sus esfuerzos»

Gabriel había caído ya en la postración de la impotencia, y agotadas ya sus fuerzas sufría pasivamente sus dolores.

De su pecho se escapaba la respiración como un quejido estertoroso, acompasado y lento.

Gómez se retiró á cierta distancia, guarecido siempre por los peñascos que servían de techo, y se recostó para descansar á su vez de sus fatigas.

La lluvia se desprendía por intervalos, produciendo un rumor sordo y prolongado al caer sobre las malezas y sobre los barrancos, y luego este rumor se iba perdiendo poco á poco dando asiento al solemne silencio de la noche, que se enseñoreaba en las tinieblas.

Pero aquel silencio era horrible, al grado de infundir pavor á Gómez, porque cuando la lluvia cesaba, podía oírse distintamente la fatigosa respiración de Gabriel, como se oye á la cabecera de un moribundo, y el agua entonces no prestaba más ruidos que los que producían una que otra gota desprendida de lo alto de las rocas y produciendo una especie de gemido al caer sobre los charcos.

Algunas veces y cuando el silencio era más profundo, se percibía el rumor de esos mil pequeños hilos de agua, que corren de un depósito accidental á otro más bajo y de éste á otro sucesivamente hasta perderse.

Entonces el silencio tenía un contraste que lo hacía más profundo, porque nada hay que haga más pavoroso el silencio general, como un pequeño ruido; así como no hay nada que realce tanto las tinieblas, como una pequeña luz.

Por lo demás, nada, ni una ráfaga de viento, ni un murmurio, ni siquiera el silbido de algunos reptiles, turbaba aquella calma soporosa de la naturaleza, que yacía como un cadáver en las sombras de su ataúd. 

Capítulo XVIII

Las víctimas y los verdugos


Negra como la noche se levantaba en medio de las sombras la conciencia de Gómez, á quien ni el silencio ni el cansancio le permitían probar la paz del sueño.

Nada le inquietaba tanto como el silencio; nada le ponía más intranquilo que la soledad; porque una falange de visiones sangrientas, atravesaba por su imaginación, como si las almas de otro mundo vinieran á visitarlo cada noche, aprovechándose del silencio.

Para que Gómez durmiera, le era preciso recurrir á la embriaguez y sólo en el sopor y el entorpecimiento que produce el alcohol; podía encontrar descanso; pero aquella noche no había podido beber y sus párpados se abrían á su pesar.

Mil imágenes venían á atormentarlo, y, cual si se avivaran sus recuerdos á cada instante, danzaban juntas en su cerebro las imágenes voluptuosas de sus amores con las de sus víctimas.

Apurada la fuerza juvenil de Gómez y agotados sus placeres, había entrado ya á la edad en que el hombre, menos preocupado con su presente, es más sensible á los recuerdos.

La soledad presenta siempre al hombre, abierto el libro de los recuerdos de ayer, y recorrer sus páginas es una operación imprescindible del espíritu.

La soledad es una confidencia y con los ayes del pasado evoca los suspiros de hoy? acaso para que la conciencia pueda aprender en el manual que dejamos escrito algo provechoso para el sombrío mañana que no podemos descifrar.

Gómez, en su pesada vigilia, deletreaba á su pesar su pasada historia, en cuyas hojas, manchadas de sangre, estaba escrito y repetido el nombre de Salomé.

A este punto propendía el recuerdo, á esa imagen convergían las memorias de todos sus hechos, y sin saber por qué, Gómez estaba dotado aquella noche de una doble lucidez que le hacía percibir las imágenes con una claridad y un brillo desusados.

A medida que el silencio era más profundo y la sombra más densa, más vivas y perfectas vagaban en la fantasía de Gómez las visiones de su historia.

Salomé, abandonada, triste, deshonrada, llorosa y suplicante, parecía llamarlo desde la barranca vecina. Otras veces se figuraba ver aparecerse en la oscuridad una reja y tras de la reja la hermosa cabeza de Salomé, y cuando Gómez quería apartar su idea de aquel cuadro, insensiblemente se veía en el cementerio del pueblo, en presencia de Salóme temblorosa, fascinada, enloquecida, y volvía á ver aquel cementerio lleno de yerba entre la que sobresalían algunas cruces negras.

Súbitamente vino á su cerebro la idea de que podía haber tenido un hijo.

—Ella me lo dijo, pensaba Gómez; lo sentía, estaba seguro de ello... ¿Qué habrá sido de ella? ¿cómo habrá podido ocultarse á los ojos de su marido?;Pero quiá... estoy hecho un bestia esta noche, y es que me hace falta un trago de algo. ¡Hace tantos años, nueve ó diez lo menos, que sucedió eso!... ¡No, que diablo! si Salomé tuvo un hijo debe haberse muerto y puede ser que ella también. ¿Para qué he de pensar en eso? ¡Adios! exclamó de repente, pues el diablo del muchacho parece que se ha dormido parado... ya no resuella... mejor, porque el ruido que hacía me estaba fastidiando.

A la sazón, oyó Gómez un silbido y le pareció reconocer la manera particular de silbar del Pájaro.

—Por ahí anda ese, pensó Gómez, y contestó al silbido.

A poco volvió á repetirse, y Gómez, ya montado, se dirigió al lugar de donde le parecía salir la seña.

Ya el resplandor de las estrellas comunicaba á la tierra cierta claridad, y podía distinguir Gómez las veredas y los malos pasos.

Siguieron por intervalos repitiéndose los silbidos por largo tiempo, hasta que por fin cesaron del todo.

Poco después empezaba á despuntar por el Oriente una tinta luminosa y pálida, y una ave oculta en la enramada envió al aire su primer gorgeo.

El día se aproximaba.

El crestón que servía de respaldo á Gabriel, veía al Oriente, de manera que el primer destello de la aurora iluminó al mártir con su luz pálida, y una ráfaga de la brisa matutina, fresca é impregnada con las primeras emanaciones de las plantas, besó la frente febril de Gabriel que permanecía inmóvil como un cadáver.

Pero la aurora le era propicia: no parecía sinó que el mismo ángel color de rosa que Gabriel había contemplado cierta mañana, rasgando los velos de la noche, había descendido para abrirle los párpados.

Aquel pobre niño con su frente ensangrentada, su semblante lívido y su boca entreabierta por la presión de aquella brutal ligadura, que le sujetaba la cabeza al tronco del arbusto, presentaba un aspecto desgarrador.

Las brisas de la mañana iban á llevarle á sus fatigados pulmones un nuevo soplo de vida, acaso para que pudiera despedirse del mundo, bendiciendo al Autor de la luz, como lo bendijo aquella mañana en que, radiante de felicidad, había elevado al cielo su primera acción de gracias.

¡Pobre Gabriel! aún no había hecho mal á nadie, y ya el destino se manifestaba inexorable!

Acaso, allá en el fondo de su alma se agitó la idea risueña de la aurora y quiso el niño ver la luz; acaso alguna esperanza nació en medio de su profundo abatimiento, porque se notó en su cuerpo, inanimado en la apariencia, el movimiento de un esfuerzo; pero después volvió á entrar en su profunda postración tal vez para no volver jamás á ver la luz.

Don Santiago había sido ya objeto de la crueldad del Pájaro.

El Pájaro no había amarrado á D. Santiago; pero por lujo de ferocidad le había regalado algunos cintarazos.

Don Santiago no fué dueño de disimular la inmensa pesadumbre que experimentaba por la separación de su hijo, circunstancia de la que se aprovechó el Pájaro para ser exijente é inflexible con su víctima.

—No tengo nada, decía D. Santiago al Pájaro, pero cuanto poseo lo doy de buena gana, porque mi hijo pueda educarse en México; y ya que no pueda legarle mis bienes, porque ustedes porque ustedes los necesitan, al menos que ese niño desgraciado pueda recibir los tesoros de la educación.

—Eso es, contestaba el Pájaro, dele todo eso al muchacho, pero á nosotros el dinero que necesitamos; porque al fin no hay justicia para que usted guarde esos medios cuando hay hombres que tienen compromisos que cubrir; y luego que ya ve usted las injusticias; por unos pagan todos; á nosotros nos persiguen, y todo porque el maldito juez de San Pedro se figura que somos mala gente.

—¿Pero qué es lo que usted pretende?

—Ya lo sabe.

—¿Pero de qué manera he de poner á usted en posesión de lo que tengo, cuando mis bienes consisten en propiedades que ofrecen dificultades para su venta?

—¡Adios! pues usté tendrá algunos amigos que le presten el dinero.

—No tengo amigos ricos.

—¡Adios, y cómo no!

—¿Quién podría facilitarme una suma de esa consideración?

—Pues usté sabrá.

—No, no tengo á nadie de mi parte.

—Entonces vamos á colgar al muchacho para quitarlo de penas.

—¡Qué barbaridad! ¡colgar á mi hijo! ¡no sea usted cruel! ¡ese es un atentado horrible!

—Si le parece tan feo, afloje la mosca.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! exclamó D. Santiago en el colmo de la tribulación.

—No me ande con oraciones, porque le doy otra cuerada.

Y á las tiernas exclamaciones de D. Santiago, agregó el Pájaro algunas palabras mal sonantes y brutales.

Esta escena se prolongó por largo tiempo, sin que en el fondo del asunto que se versaba se adelantase en ningún sentido.

El Pájaro estaba sentado sobre una piedra: tenía la espada desnuda en las manos y con ella se entretenía, mientras hablaba, en picar las piedrecitas que había regadas en la tierra.

D. Santiago, á muy poca distancia del Pájaro, estaba medio recostado en unas malezas, sobre las cuales había caído á consecuencia de los malos tratamientos de su verdugo: allí había recibido los primeros cintarazos cuyo estrago estaba resintiendo el pobre viejo en muchas partes de su cuerpo.

El Pájaro pensaba que su situación se iba haciendo embarazosa, y esperaba reunirse con Gómez, con una impaciencia creciente.

Nada había podido conseguir de D. Santiago, porque sus diálogos hasta allí se habían reducido á exigencias por una parte y á negativas por la otra pero sin venir á ningún arreglo practicable.

Cerca del amanecer el Pájaro creyó percibir ruido. Puso el oído atento y se decidió á silbar.

Inmediatamente montó á caballo, pues en lance alguno había querido jamás abandonar su cabalgadura.

El bandido ginete no se considera reintegrado sinó sobre el lomo de su animal: á pié conoce toda su nulidad y su miseria, y no parece sinó que como el minotauro de la fábula, necesita llevar su busto sobre los cuatro fuertes cascos de un caballo, sin cuya base minotauro y bandido quedan reducidos á la condición del débil sér humano que entraña en medio de la ferocidad de sus instintos la resistencia muscular de las bestias.

La costumbre de manejar el caballo, forma en el ginete uno de sus movimientos naturales y confunde las acciones del bruto con las propias, supuesto que instintivamente maneja á su voluntad así sus brazos como las patas de su caballo.

El Pájaro á pié, era nulo; pero á caballo, era una bestia inteligente capaz de todo.

Montado esperó á que Gómez silbara.

Apenas se vieron, el Pájaro dijo estas palabras:

—¡Pues usté sí que diatiro!.

—¡Adios! ¿y yo qué?

—Que la ierramos.

—¿Onde?

—Onde ha de ser, que usté con el muchacho y yo con el viejo, nos vamos á estar así toda la vida.

—¡Adios! ¿pues qué quería que hiciera?

—¡Tan tonto!

—¡Pero no de las manos, patrón!

—¿Y creo que usted viene motivoso?

—No sé quien.

—¿Yo de qué?

—¡Hora! pues de andar contestando.

—Yo no.

El Pájaro prorrumpió en una serie de interjecciones incoherentes que á no haber contenido sílabas españolas, se hubiera podido tomar por el rujido de una fiera.

—Oiga, vale, si no nos sacamos de este cerro nos cojen. Celso y el otro no parecen y ó les pegaron los otros ó los cojieron.

—Pues eso es lo que digo; y lo que es los mozos ya deben haber avisado en el pueblo.

—Al cabo no hay allí gente.

—Dicen que llegaron ayer los rurales.

—¡Qué rurales! á pié! pues usté si que...

—Pero pueden pedir caballos en la hacienda.

—¡Vaya! ¿y D. Pepe se los dá?

—Pues qué ha de hacer.

—D. Pepe ya sabe que cuando ando por aquí manda la caballada al otro llano.

—¿Y la mandó ahora?

—¡Pues no!

—Pero por si ó por nó, será bueno irnos al otro lado, al cabo allá en las peñas pardas ni quien nos sienta.

—¿Hasta allá?

—Pues.

—¿Y cómo anda el viejo sino puede menearse?

—¿Pues qué; lo lastimó?

—¿No, qué... si apenas...

—¿Pues sabe que será bueno que les demos una tortilla y los desatemos?

—Pero cada uno por su lado.

—Se entiende.

—Porque si el viejo ve á su hijo no afloja.

—¿Trae tortillas?.

—Traigo unas gordas y refino.

—Pues vaya á darle al muchacho, dijo el Pájaro á Gómez, y al pardear la emprendemos. ¿Se acuerda de la barranca aquella de las piedras pardas?

—¡Pues no!

—¿No hay tres cuevas?

—Sí,.

—Se va á la chica entrando por el monte y yo me voy con el viejo á la grande, por el otro lado.

—Eso es, y nosotros nos vemos en la cueva de en medio.

—Oiga, al pasar por los dos caminos, no deje de comprarse cigarros y lo que haya.

—¿Y los muchachos?

—Pues que se... que se los lleve el diablo.

Y los dos bandidos se separaron.

Segunda parte

Capítulo I

La partida


Al fin, en la mañana del día aquel fijado por Carlos para emprender la marcha, había á la puerta de la casa, ocupando la mayor parte de la acera, un tren compuesto de cinco carruajes de muelles y dos carros de dos ruedas.

En el patio había cabalgaduras hasta para diez jinetes, y en toda la casa, removida de arriba abajo, se notaba grande animación y movimiento» 

Chona estaba vestida con un elegante vestido de holanda plomo con adornos blancos, y tenía ya puesto un lindo sombrerito negro con velo de gasa.

Salvador llevaba un flux gris, que le sentaba perfectamente.

En la sala estaban ya la mayor parte de las personas convidadas; los criados iban y venían en un incesante trajín, conduciendo bultos y acomodándolos en los carros; cada una de las señoras tenía cien encargos que hacer á cada criado, y convidados y sirvientes se movían en todas direcciones para acomodar equipajes y cajas y bultos de todas dimensiones.

—¿Quién falta? dijo muy recio una señora voluminosa que ocupaba el primer lugar en el salón.

—El padre González; contestó un joven que parecía estar al tanto de lo que pasaba en todas partes.

La señora que había hablado tan recio, era muy rica, causa que, bien mirada, tenía no poca parte en lo alto de su diapasón.

Esta señora acostumbraba hablar muy alto y poseía ese tono de suficiencia y de superioridad propios de una matrona respetada por sus riquezas.

Para la señora Doña Refugio, que así se llamaba la exhuberante señora, no había contrariedad posible, y generalmente, cuando esta señora hablaba, callaban los demás.

Doña Refugio discurría mal, pero gritaba bien; y como tenía dinero, estaba en la sociedad segura de sí misma; y aunque solía hacer algunas barbaridades y sostener ciertos absurdos, los demás callaban y no la contradecían sin más que una razón:

Doña Refugio «era así.»

Otras de las personas que «son así» era el joven que le había contestado á doña Refugio.

Este joven se llamaba Castaños.

Castaños no era ni rico ni joven, pero parecía las dos cosas.

Castaños se vestía bien y conocía y trataba á toda la aristocracia de México; era inofensivo, servicial y frívolo; les decía hija á todas sus amigas. Castaños estaba en todas las fiestas, así en el Casino Español como en los títeres; y así comía en el Tívoli como en una fonda de la Alcaicería.

Castaños iba al teatro siempre á palco, al paseo siempre en coche; comía en Iturbide, y sabía jugar al tresillo con los viejos, y á juegos de prendas con las muchachas.

Era profundamente inteligente en crónica escandalosa, y era de los que mantienen una conversación no sólo de horas, sinó de varios días hablando de los asuntos de los demás; era el primero en llevar la noticia de un casamiento ó de un enfermo, de una quiebra ó de un pleito.

Castaños siempre tenía noticias. Con Castaños hablaba complacido el banquero y honrado el pollo; todas las señoras lo trataban con confianza, todas le decían Castaños, ninguna señor Castaños.

Castaños «era así.»

En un círculo de tontos, Castaños se lucía, aunque era mas afecto á hablar con las señoras, con quienes siempre tenía algo pendiente.

Hablaba de todo, tenía muy buena memoria, y se sabía reir con una ingenuidad envidiable.

Castaños nunca estaba de mal humor. Si hablaba con niñas les contaba cuentos, y las niñas se morían por Castaños; si hablaba con señoras grandes, les daba las señas del padre, de la epístola y del evangelio en la función de iglesia de tal día; á cada una le llevaba noticia ó de su confesor, ó de algunos de sus mejores amigos; tomaba una parte activa en los negocios de los demás; y no se olvidaba de preguntar á uno, á quien no habían visto en un año, cómo le fué la noche de San Agustín aquella en que bailaron en la casa de N.

En una palabra, Castaños era lo que se llama un hombre sociable y comunicativo; era nimio y escrupuloso en el cumplimiento de las etiquetas sociales: nunca se quedaba sin dar los días, pésames ó felicitaciones; cargaba un calendario de santos en la bolsa.

La concurrencia aquélla era hasta cierto punto disímbola, porque no todos se conocían mutuamente; pero Castaños los conocía á todos y todos conocían á Castaños.

No había tenido nunca un disgusto, y estaba tan bien conservado, que disimulaba su edad perfectamente; bien es que en esta longevidad tenía no poca parte la agua eléctrica con que se teñía un par de patillas que tenia Castaños que le daban toda su acentuación.

Era bajo de cuerpo, tenía las manos muy suaves, las uñas muy largas y la camisa muy limpia.

A Castaños le habían encargado las señoras, una su cajita, la otra su bolsa de camino, aquélla su llave, y la otra un secreto; por lo que Castaños tenía que hacer con todas.

—¿Quién ha de creer, decía una señora con aspecto de tía, quién ha de creer que voy tranquila porque va Castaños?

—Y yo también, contestó en voz alta doña Refugio.

—Mil gracias, Pachita; mil gracias, Cuca, dijo Castaños sin vacilar.

—Efectivamente, volvió á decir doña Refugio, Castaños es un hombre útil; apuesto á que sabe tirar la pistola.

—¡Vaya! contestó un señor, Castaños es de los que tiran mejor en México.

—No, no tanto, dijo Castaños, procurando alargar con su modestia el capítulo de los elogios..

—¡Cómo no! insistió su panejirista. Castaños parte balas en un cuchillo.

—Pero rara vez.

—No; de diez tiros, ocho.

—¡Es posible! dijo doña Refugio. ¿Y cómo se hace eso? á mí me ha parecido eso siempre una exajeración.

—Pues no hay nada mas cierto, dijo el señor; se pone un cuchillo de filo, y Castaños, á quince pasos, le dá en el filo, partiendo la bala en dos exactamente.

—¡Eso es admirable! exclamó doña Refugio, hablando de manera que no se la perdía una sílaba á pesar del ruido que había en toda la casa; pues con un tirador de esta especie estamos suficientemente garantizadas las señoras; porque en el caso, que no será remoto, de que nos salgan los ladrones no quedará uno parado ante Castaños.

—¡Ali que bueno! dijo una polla, que hasta entonces preocupada con el temor de los ladrones, se figuró verlos caer uno por uno como barajas, si Castaños les tiraba.

Esto acabó de corroborar, entre la concurrencia, la idea de que Castaños era el hombre indispensable.

Así era Castaños.

En este momento se presentó el padre González.

Todos los circunstantes hicieron un movimiento.

El presbítero se dirigió en derechura á saludar á doña Refugio.

—Creo, dijo ésta, que sólo á usted esperábamos.

—Estoy muy mortificado, dijo el padre, pero los negocios de la Iglesia me han demorado; yo suplico á ustedes muy encarecidamente que me disimulen.

Salvador hablaba en un grupo de jóvenes elegantes, entre los cuales Castaños tuvo no pocas veces que hacer rectificaciones, porque cualquiera que fuese el asunto que se versara en los grupos, era indispensable oír esta muletilla.

—Que lo diga Castaños.

—¿No es verdad, Castaños, que los abrigos de la Sorpresa son á treinta y cinco pesos? dijo una polla.

—Exactamente, Carolina, contestó Castaños. Las muchachas Cevallos compraron dos ayer; por señas que no queda más que uno, pero como es verde nadie lo quiere; á menos que venga alguna paya y cargue con él.

—¿Pues qué no le gusta á usted el verde, Castaños?

—Sólo cierto verde, y eso desde que le ví á usted su vestido.

—¿Cuál?

—El que está adornado con flecos.

—¡Ah, sí! ¿Le gusta á usted?

—En usted sí, porque es usted muy blanca y algo rubia; pero no me dé usted prieta vestida de verde.

—¡Ah qué horror! dijo Carolina.

Efectivamente, las gentes de color oscuro están detestables con lo verde, gritó doña Refugio.

—¿No les parece á ustedes que se va haciendo tarde? dijo de repente Castaños.

—Que vaya Castaños á traer noticias, dijo uno.

—Eso iba á proponer. Ya vuelvo.

Y Castaños salió de la sala.

—Todas las cosas de la capilla, dijo Chona al padre, están en el segundo carro, padre González; tenga usted la bondad de entenderse con Castaños para que se las entregue.

—Está muy bien, señora.

—Cuando ustedes gusten, dijo Castaños en la puerta de la sala.

Todos se levantaron, y los caballeros, dando el brazo á las señoras, fueron saliendo del salón.

En estos momentos creció la animación entre la servidumbre, y la colocación en los coches fué asunto que ofreció grandes dificultades.

Algunos opinaron que las señoras deberían ir aparte en ciertos carruajes; otros que debían ir uno ó dos hombres en unión de las señoras por lo que pudiera ofrecerse; y finalmente se dispuso que doña Refugio ordenara la colocación de las personas en los carruajes; y la señora, con el aplomo y seguridad que la caracterizaba, dispuso las cosas de la manera que le pareció conveniente, dejando para sí, para Chona, Salvador y Carlos el coche mas cómodo.

—Yo voy donde vaya Castaños, decía una señora, porque es muy divertido.

—Ya se ve, le contestaba otra, junto á Castaños no puede haber tristeza.

De todas las personas presentes había una que rebosaba mas satisfacción y contento: ésta era el lacayo; mientras que la mas atribulada de todas era el viejo Santos, quien parado en el quicio del zaguan contemplaba toda aquella animación con mirada sombría y concentrada.

—Quiera Dios, decía en su interior, que no sobrevenga una desgracia!.... yo tengo mis ideas.

Al cabo de media hora todas las personas estuvieron colocadas en sus carruajes no sin que todo aquello hubiese ya llamado la atención de los transeúntes, al grado de formar grandes grupos frente á los coches.

Por fin, partieron haciendo un gran ruido aquellos cinco carruajes, todos tirados por cuatro ó seis animales cada uno y con el respectivo acompañamiento de jinetes armados.

Al desaparecer de la calle el último carro, todavía Santos estaba inmóvil en la puerta, acompañado por su entenada que seguía haciendo el duelo.

Ambos fijaban la vista en una cosa negra que estaba tirada en medio de la calle.

Era el gato negro muerto la víspera por el lacayo, quien habiendo recibido la propina ofrecida y no contento con haber presentado el gato bien muerto, lo había tirado en la calle de manera que todos los carruajes lo aplastaran á su paso.

Efectivamente, quedaba un resto informe del gato de Santos, que era como un borrón.

—¡Qué crueldad! murmuraba Santos, quiera Dios que no les vaya mal á los amos, porque esta acción, por más que se trate de un animal, es muy cruel.

—Y lo que es peor, decía la entenada, esto no es tan sencillo como parece.

—Ya se vá que no.

—Lo digo porque según me ha dicho una señora, eso del gato negro es cierto: hay personas que creen que cuando se aparece un gato negro, le sucede á uno una desgracia.

—Yo también lo he oído decir y lo que es ahora, según la señora Andrea, esa fué la causa del encarnizamiento contra el pobre animal.

—Por eso digo que la cosa no es tan sencilla, pues según me han dicho, cuando se mata el gato, es cuando sucede la desgracia.

—¿Eso dicen?

—Sí, porque no es todo que se aparezca, sino que después de aparecido se piense en la desgracia y se mande matar el gato por librarse de ella.

—Y yo creo que debe ser así porque desde anoche estoy pensando que algo les va á suceder á los amos en esta expedición.

—Eso es seguro, ya sabe usted que Dios no se queda con nada; no de envaldehe derramado tantas lágrimas; pero estoy segura de que el pícaro del lacayo es el primero que va á pagar.

—En fin, dijo Santos retirándose de la puerta, que se haga en todo la voluntad de Dios, aunque no por eso he de cejar de rogar á su Divina Magestad que libre á los amos de una desgracia.

Y diciendo esto cerró el zaguán y se metió á su cuarto, en donde reinaba ya, como en toda la casa, el más pavoroso silencio.

Capítulo II

La primera jornada


Caminaban los carruajes velozmente con el primer arranque de los vigorosos animales que los tiraban, y los viajeros veían sucederse unos á otros los mil rótulos de las calles del Coliseo, Vergara y San Andrés, con una rapidez extraordinaria.

—¡Adios, México! decía Castaños que era hombre á quien Dios no había llamado á los caminos, pues sólo en expediciones del género de aquella se le veía.

El primer cuento que contó aplicándoselo á sí mismo, fué aquél bien sabido de un señor Ormaechea que al llegar á Cuautitlán exclamó: ¡qué grande es la República!

Castaños conocía todos los alrededores de México, pero nunca había hecho un viaje de más de seis leguas.

En el mismo predicamento se encontraban las señoras que iban en el coche con Castaños. La una era una señora tía, doncella de edad madura, rezadora y comodina, llena de amistades y circunstancias; la otra joven la Carolina, desgraciada en amores y pronta á casarse hasta con Castaños, cosa que (aunque Castaños no era enteramente despreciable) sólo á ella le había ocurrido.

Cuando los coches entraron en la calzada rodando sobre tierra y el ruido fué menos molesto, se pudo entablar una conversación más reposada.

—¿No ha notado usted, Luisita, dijo entonces Castaños á la tía, que Carlos está muy preocupado?

—Ese es su carácter, yo creo que los hombres que han vivido como él en medio de los placeres y las comodidades en Europa, acaban por saciarse.

No obstante, yo lo encuentro más abstraído que de ordinario.

—¿Lo dice usted por lo del gato negro?

—Sí, entre otras cosas: ¿no le parece á usted muy raro que una persona tan ilustrada abrigue semejantes preocupaciones?

—Qué quiere usted, hija, todos las tenemos; yo, por ejemplo, nunca me siento á una mesa en donde hay trece, personas.

—Pero eso es una preocupación extranjera y usted á lo que creo no ha vivido en Europa.

—No, hija mía; pero la he adquirido, es la cosa más fácil hacerse uno partidario de esas extravagancias.

—Sea de ello lo que fuere, el señor don Carlos está muy triste.

—¿Usted qué dice, padre González?

El padre González estaba á la derecha de Castaños.

—Yo veo poco al señor don Carlos, dijo gravemente el padre, después de haberse tragado de golpe el resto de una oración de su Oficio divino.

—Ya interrumpió usted al padre en sus oraciones, dijo Luisita á Castaños.

—Usted me disimule, padre, fué una inadvertencia.

Después de caminar más de tres horas sin ninguna interrupción, la comitiva paró en una hacienda donde debía tomarse el almuerzo.

Bajaron las señoras de los coches y aquella respetable caravana fué recibida por el dueño de la finca, con las mayores muestras de atención.

Estaba ya servido un suculento almuerzo y los viajeros no tuvieron tiempo sino de sentarse á la mesa.

—¡Jesús qué polvo! decía una señora.

—El velo de Chona parece aplomado.

—Y las patillas de Castaños parecen nidos de golondrinas, dijo uno.

—A almorzar, señores, á almorzar porque tenemos todavía algunas leguas por delante para llegar á la primera jornada.

Aquel almuerzo fué de lo más animado que puede darse.

La señora doña Refugio hablaba de vez en cuando haciendo resonar su buena voz entre todas, las que juntas levantaban sólo un murmullo.

Salvador había procurado no sentarse junto á Chona, pero sus miradas lo vendían, y Castaños, para quien no había secretos, pues su misión en el mundo era averiguar lo que hacen los demás, le dijo á su vecino, que era un joven filarmónico:

—¿Ha notado usted?

—¿Qué?

—Lo que pasa con Salvador.

—¡Vaya!

—Observe usted con disimulo, que yo haré por mi parte otro tanto y en seguida nos comunicaremos nuestras respectivas noticias.

—Así lo haré.

También Luisita, que en su modo de vivir se parecía mucho á Castaños, había comunicado sus observaciones á su vecina y gravemente el padre, después de haberse tragado de golpe el resto de una oración de su Oficio divino.

—Ya interrumpió usted al padre en sus oraciones, dijo Luisita á Castaños.

—Usted me disimule, padre, fué una inadvertencia.

Después de caminar más de tres horas sin ninguna interrupción, la comitiva paró en una hacienda donde debía tomarse el almuerzo.

Bajaron las señoras de los coches y aquella respetable caravana fué recibida por el dueño de la finca, con las mayores muestras de atención.

Estaba ya servido un suculento almuerzo y los viajeros no tuvieron tiempo sino de sentarse á la mesa.

—¡Jesús qué polvo! decía una señora.

—El velo de Chona parece aplomado.

—Y las patillas de Castaños parecen nidos de golondrinas, dijo uno.

—A almorzar, señores, á almorzar porque tenemos todavía algunas leguas por delante para llegar á la primera jornada.

Aquel almuerzo fué de lo más animado que puede darse.

La señora doña Refugio hablaba de vez en cuando haciendo resonar su buena voz entre todas, las que juntas levantaban sólo un murmullo.

Salvador había procurado no sentarse junto á Chona, pero sus miradas lo vendían, y Castaños, para quien no había secretos, pues su misión en el mundo era averiguar lo que hacen los demás, le dijo á su vecino, que era un joven filarmónico:

—¿Ha notado usted?

—¿Qué?

—Lo que pasa con Salvador.

—¡Vaya!

—Observe usted con disimulo, que yo haré por mi parte otro tanto y en seguida nos comunicaremos nuestras respectivas noticias.

—Así lo haré.

También Luisita, que en su modo de vivir se parecía mucho á Castaños, había comunicado sus observaciones á su vecina y algunas pasaron desde luego á las habitaciones, y otras, en fin, se paseaban á lo largo de un corredor..

Cerca de la puerta del patio de la casa, estaba doña Refugio hablando con dos señoras y dos caballeros, que de pié y frente á ellas, formaban un grupo.

Mantenían una tranquila y agradable conversación, cuando notaron que en la puerta inmediata sonaban voces como de un altercado.

—¿Han notado ustedes? dijo doña Refugio.

—Sí, contestó uno de los caballeros, parece que riñen.

—Serán los criados, dijo una de las señoras.

Pero como las voces seguían, uno de los caballeros se adelantó hacia el zaguán para averiguar lo que pasaba.

Las cuatro personas del grupo quedaron pendientes y esperando alguna noticia; pero como ésta tardaba y el murmullo de voces continuaba, se levantaron también de sus asientos y se acercaron al zaguán.

—Es imposible, decía un hombre entreabriendo la puerta, esta noche hay huéspedes en la casa y no queda un solo rincón para nadie.

Una voz plañidera y triste resonaba por la parte de afuera implorando un albergue.

—Ya se ha dicho que no, dijo bruscamente el portero.

—¿Quién es? preguntó con voz penetrante doña Refugio.

—Es una mujer que quiere entrar, contestó el portero.

—¿Y bien, dijo doña Refugio; ¿y por qué no se le permite?

El portero no contestó.

—¿Viene sola?

—Sí, señorita, dijo el portero, dice que viene cansada y que tiene miedo de dormir fuera.

—Abra usted, dijo doña Refugio.

El portero dejó caer la cadena y la puerta se abrió lo suficiente para que pudiera penetrar una persona.

—¡Mil gracias! dijo una voz, cuyo timbre hirió de una manera particular los oídos de las personas que allí estaban.

—Esa voz, dijo muy bajo doña Refugio, no es la de una persona vulgar, y la manera de decir mil gracias revela que no es una mujer ordinaria.

—Efectivamente, dijo una de las señoras, no sé por qué, pero esa voz me ha conmovido.

—A mí también, dijo la otra.

—Acerquése usted, buena mujer, dijo doña Refugio.

Y avanzó hacia ella una especie de sombra, que cuando estuvo herida por la luz de la luna, que alumbraba todo el patio, le dió un nuevo realce y un nuevo interés.

Era una mujer profundamente pálida, de frente despejada y blanca; sus ojos, de un brillo particular, estaban hundidos en sus órbitas y en las líneas de la boca de aquella mujer había esa contracción especial de las personas que han sufrido por largo tiempo.

Fué tal la impresión que produjo aquella mujer en los circunstantes que guarda ron silencio por largo tiempo; nadie se atrevía á dirigirle la palabra y sólo la contemplaban de hito en hito, forjando cada cual para sí las mas extraías pendas.

Doña Refugio fué por fin quien rompió el silencio.

—¿Tiene usted necesidad de algo, señora? preguntó doña Refugio á la desconocida, no atreviéndose á llamarle por segunda vez buena mujer.

—De todo, murmuró la mujer con acento de tristeza, todo me falta, excepto Dios.

—Voy á mandar que le sirvan á usted.

—No, señora; mil gracias; sólo quiero un rincón donde descansar, y mañana continuaré mi camino.

—¿Va usted muy lejos?

—A la hacienda grande.

—Allá vamos todos y tal vez se proporcione que haga usted su viaje con mas comodidad. ¿Camina usted sola?

—¡Sola!... soy sola en el mundo.

—¡Pobre mujer! dijo una de las señoras muy quedo.

—¡Estoy dispuesta, dijo doña Refugio, á hacer por usted lo que pueda, si es que necesita usted de mis servicios.

—¡Señora, doy á usted un millón de gracias! ¡es usted muy buena! exclamó la mujer con acento de profunda gratitud embargado por las lágrimas.

Doña Refugio procuró atentamente que las personas que la acompañaban la dejasen sola con aquella mujer, quien por sus maneras y su modo de hablar, revelaba no ser una persona vulgar.

—Deben ustedes comprender, decía doña Refugio bajando la voz contra su costumbre, que al encontrarse esta mujer delante de cinco personas desconocidas, debe tener embarazo en confesar sus desgracias, pues según lo que parece se trata aquí de una persona muy desgraciada.

—!Y usted es tan buena, señora doña Refugio, que estamos seguras, dijo una de las señoras, que va usted á...

—A hacer lo que pueda.

—En todo caso, dijo uno de los caballeros, cuente usted con nosotros para todo lo que se ofrezca, y por ahora nos retiramos para que usted pueda hablar libremente con esa desgraciada.

Doña Refugio se quedó sola con la desconocida..

Las demás personas de la comitiva habían ido entrando poco á poco á sus respectivas habitaciones, de manera que doña Refugio y la desconocida pudieron platicar libremente.

Capítulo III

En el cual el lector vuelve á encontrar á una conocida suya


Reducida por las circunstancias de mi familia á vivir por cierto un pueblo corto, cuando apenas tenía yo diez y seis años, quiso mi mala suerte hacerme esposa de un hombre con quien jamás me ligaron los vínculos del cariño.

—Mi inexperiencia, y no sé qué ofuscamiento fatal por parte de mis padres, decidieron este enlace de una manera violenta.

—Cuando se tiene diez y seis años, señora, está uno muy lejos de imaginarse que haya en la vida otra cosa que delicias y comodidades, especialmente cuando ni un día solo se ha probado la amargura de un desengaño.

—Yo me creí feliz, pero ¡ay! cuánto me engañaba; creí que mi marido iba á sustituir el cariño de mis padres y que podría yo amarlo sin echar de menos los mimos á que estaba acostumbrada.

—Muy poco tiempo tardé en perder estas ilusiones y en ver que el matrimonio era para mí una carga insoportable; mi marido cambió desde los primeros días, y de atento y amable, se convirtió en déspota absoluto, en tirano, en verdugo. No abrigaba en su alma más pasión que la de los celos; y esta pasión, señora, cuando arraiga en un corazón como el de mi marido, es el infierno mismo.

Hizo aquella mujer una pequeña pausa como para tomar aliento, y continuó:

—Debo advertir á usted, señora, porque mi aspecto lo desmiente ya del todo, que yo era hermosísima.

—No lo dudo, dijo doña Refugio, ni lo dudará quien estudie los rasgos de la fisonomía de usted.

—Mi familia hubo de abandonar el lugar donde me casé y quedé sola; sola y á merced de aquel tigre que me había tocado por suerte.

—Sufrí en silencio y lloré, lloré sin cesar; mi marido se encelaba de su sombra, del viento, de la luz, de todo, por que se había apoderado de él una monomanía feroz, sin más origen que mi funesta hermosura.

—Así sufrí tres años.

—Durante este tiempo, mis ojos se cansaron de llorar, yo no encontraba apoyo en nadie, á nadie veía y mi consuelo era orar; pedía consejo al párroco del lugar, pero siempre me prescribió la prudencia como único recurso.

—Relatar á usted las horribles escenas que diariamente tenían lugar, y á las que daba origen esa infernal pasión, sería cansar la atención de usted, señora, abusar de la bondad con que me escucha.

—La escucho á usted con interés indecible y estoy dispuesta á oír á usted basta el fin.

—¡Ay señora! la desgracia tiene un aspecto tan repugnante, que los que son felices no pueden comprender á los que lloran.

—Yo la comprendo á usted, dijo conmovida Doña Refugio, yo también lie sufrido; continúe usted, se lo suplico.

—Gracias, señora, mil gracias....

La desconocida se enjugó los ojos y continuó:

—Un día, un día de tantos, lloraba yo sola contando con que mi marido no me vería; pero me espiaba y mi llanto fué de pronto interrumpido por un golpe en la cabeza; me creí víctima de algún ataque cerebral; pero su voz; señora, su voz de tormenta resonó en mi estancia.

—Te he estado observando, rugía, y te he visto llorar; te he prohibido que llores y lloras siempre por.... lloras porque amas á alguno, lloras porque eres ingrata, porque me odias.; pero me perteneces ¿lo entiendes? ¿y sabes lo que es pertenecerme? es ser mía, es no respirar sino por mí y no tener ni lágrimas, ni sonrisas sino por mí.

—Pues por tí lloro, exclamé.

—¡Mientes! rugió mi marido, tú no lloras por mí, porque lo tienes todo; pero debes entender que te vigilo, que te espío, que observo lo que haces.

—¡Qué hombre! ¡Dios mío! ¡qué hombre! murmuró doña Refugio.

—Aquel día acabó por golpearme, continuó la desconocida; vea usted mi frente.

En efecto, en la frente de aquella mujer había una pequeña cicatriz.

—Me estrelló un vaso en la cabeza ¡ay! me hubiera matado!...

—Esto pasaba con frecuencia, llegando al grado de no poder dormir ni comer en varios días y sufriéndolo todo, sin la intervención de nadie, sin un amigo, sin un pariente, sin el amparo eclesiástico que imploré mil veces en vano, sin el amparo judicial, porque la justicia del pueblo estaba sometida á la voluntad de mi marido.

—Sometida, callada y sufriendo siempre, na había pensado sin embargo en cambiar de género de vida, ni en libertarme de tan horrenda tiranía; pero una mañana, la recuerdo como si hubiese sido hoy, ví un hombre.

—Señora.... en los ojos de aquel hombre leí como un aviso sobrenatural; me pareció que había venido al mundo para redimirme, no sé qué de salvador ví en sus ojos; no sé qué de grande y de terrible en su aspecto, y lo vi.

—El leyó también en mis ojos tal vez algo como la plegaria de un náufrago.

—No fuí dueña de mí misma: le pertenecí.

Yo nunca había luchado, no sabía luchar; nunca había amado, no sabía amar; y fanatizada por una creencia fatal, me creí salvada, me pareció que era yo feliz, me sentí fuerte, me sentí con valor..... amaba.

El amor, señora, era para mí un mundo nuevo y en aquel hombre veía algo mas grande que el mundo; se hizo preciso huir.... él lo quería, él lo mandaba y él era mi rey..... Obedecí..... era preciso ocultar el fruto de nuestro amor que le pertenecía; me dijo que nos iríamos y lo esperé lo esperé, señora, y lo he esperado diez años.

—¿No ha vuelto? preguntó doña Refugio.

—No, señora.

—¿Y el?

—¿Mi hijo? mi hijo, dijo aquella mujer bajando mucho la voz; cometí un crimen.

—¡Cómo!

—Dejé que me lo arrebataran y no me volví loca; supe que me lo habían quitado y seguí viviendo; pregunté por él y no me respondieron.

—¿Y su marido de usted?

—Lo busqué para decírselo, para confesarle mi crimen y que me matara; pero el destino lo alejó de mi lado, y mis cómplices porque el crimen siempre tiene cómplices, pudieron ocultarlo todo, todo, señora, hasta mi hijo.

—Me postró la fiebre puerperal, durante la cual murió la mujer que se llevó á mi hijo, la única que sabía donde estaba, y lo perdí.

—¿Y su marido de usted?

—Los celos lo hicieron borracho, y en medio de este horrible vicio, jugó y se arruinó, se enfermó y está idiota; vive en una casa de asilo.

—¿Y su familia de usted?

—He sabido después que mi marido para explicar sus celos, me calumnió..... me calumnió, señora, antes de que hubiera yo sido criminal y logró que mi familia me abandonara; me lloró muerta no, muerta sería mejor; me lloró prostituida.

—¿Y no ha vuelto usted á saber nada de su hijo?

—Sí, señora, he sabido de él, lo voy buscando y lo buscaré hasta el fin del mundo, hasta que se me acaben los piés y la tierra; ya aprendí á caminar y camino.

Aquí pareció que la voz de la desconocida se embargaba y que le faltaban las fuerzas, porque dejó caer los brazos como desfallecida.

Doña Refugio la obligó á pasar al comedor que á la sazón estaba solo, pues ya todos los convidados se habían retirado á sus habitaciones.

Pareció á doña Refugio conveniente dejar sola á la desconocida por unos momentos, los cuales aprovechó en reunirse con las personas con quienes había interrumpido su conversación, con motivo de aquel incidente..

Tanto las dos señoras como los dos caballeros, se habían quedado esperando con impaciencia que doña Refugio acabara su larga conferencia con aquella desconocida.

—Yo creo que se trata de amores, decía uno de los caballeros.

—En todo ha de sacar usted los amores, objetó una señora.

—Es natural, yo en todo procedo de esa manera: «¿quién es ella?»

—En fin, decía otra de las señoras, doña Refugio nos va á informar detalladamente de lo que pasa, pues al efecto ha querido quedarse sola con la desconocida, para averiguar hasta los mas insignificantes pormenores.

—De todos modos es bueno que un incidente que toca en lo dramático, haya venido á turbar la monotonía del camino: por mi parte estoy interesadísimo en ese asunto, siquiera porque me dará materia para escribir un artículo de viaje, conteniendo un episodio novelesco.

Aquellas cuatro personas no se ocuparon en todo el tiempo que duró la conferencia, sino en hacer conjeturas sobre el asunto, observando desde lejos los menores movimientos de la desconocida.

Al fin, volvió doña Refugio.

—Ya viene, dijo uno.

—Ahora sí, todo lo vamos á saber.

—¿Qué es ello? señora doña Refugio.

—¿Es realmente una mujer...

—Es una desgraciada ó una perdida?

—Cuéntenos usted, señora.

—Ahora es cuando entra la parte divertida.

—Si será alguna petardista.

—O alguna espía de los ladrones.

—¡Señores! dijo gravemente doña Refugio bajando la voz, señal infalible en esta señora de que se trataba de asuntos graves: exijo de ustedes el respeto debido á la desgracia; esa señora está bajo mi protección y sus secretos no me pertenecen.

Reinó el silencio en el grupo, en seguida doña Refugio saludó y regresó al comedor, en donde la esperaba la desconocida, la que como habrá comprendido el lector, no era otra que Salomé, la madre de Gabriel.

Apenas se hubo retirado doña Refugio, una de las señoras exclamó:

—Nos ha dejado con un palmo de narices! ¡vaya usted á ver! tomar tan á pechos la historia de una desconocida, y salimos ahora con que sus secretos no le pertenecen á doña Refugio.

—¡Lástima de tiempo! dijo la más joven de las señoras; he aguantado mi sueño inútilmente.

—En fin, dijo la otra, es necesario conformarse, no sabemos qué será lo que pueda haber en esto.

—Yo creo que ha resultado... nada, nada, vale más esperar porque la curiosidad es una cosa que impacienta.

Y aquellas cuatro personas se despidieron, proponiéndose cada una en su interior averiguar aquel misterio.

Capítulo IV

De lo que les aconteció á los viajeros en una mala tarde


Doña Refugio fué la primera que se levantó al día siguiente, y solicitó hablar con Carlos para arreglar la conducción de Salomé.

Apenas estuvieron levantados los viajeros, comenzó á circular la anécdota de la noche anterior, comentándola cada uno á su manera.

Castaños y Luisita, que movidos por los mismos instintos de curiosidad congeniaban en ese y en otros puntos, y que además eran compañeros de viaje, fueron los que tomaron mas á pedios el asunto de la desconocida.

—Algo muy grave debe haber visto doña Refugio en todo esto, decía Castaños, para que se hayan tomado ciertas determinaciones. ¿Si iremos saliendo con que la desconocida misteriosa es pariente de doña Refugio?

—Ya me lo había sospechado, dijo Luisita, porque de otro modo no se explica la reserva que desde cierto momento emplea doña Refugio en este asunto.

—¿Y dicen que esa mujer es bonita?

—He oído decir que tiene un porte distinguido á pesar de la traza con que camina.

—¡Pobre mujer!

—Debe ser su historia terrible: algo daría yo por conocerla.

—Lo cual no me parece difícil, supuesto que según todas las probabilidades, á partir de este momento ya la desconocida pertenece á la familia de doña Refugio.

—Si doña Refugio fuera joven, exclamó Castaños.

—¿Oué?

—La enamoraba por averiguar lo de la aparecida.

—¿Y cómo se llama esa mujer?

—Salomé.

—Hasta el nombre es raro.

—Sobre que le digo á usted que aquí hay una grande historia.

—¿Y adonde la han colocado?

—En el último coche.

—¿Sola?

No; la han hecho acompañar por la criada de doña Refugio.

—No ha sido mala la fortuna de la aparecida; por lo visto ya se acabaron sus trabajos.

—¡Quién sabe!

La comitiva montaba á la sazón en los carruajes, y algunos momentos después se ponía en marcha.

Ninguna circunstancia notable hubo en la mañana de ese día. De entre los ginetes había algunos mozos de confianza encargados de explorar el camino, tomando noticias en algunos lugares y separándose del camino, principalmente en ciertos parages, para explorar las laderas, cuando éstas eran monte ó arboledas.

Doña Refugio, que había notado ya el efecto que Salomé había causado entre los convidados, se puso de acuerdo con Carlos á fin de sustraerla lo más posible á las miradas indagadoras de los paseantes, de manera que á pesar de haber muchas personas interesadas en averiguar lo que pasaba, no les fué dado ver á Salomé á la hora del almuerzo.

Sentados todos á la mesa, aunque no con las comodidades del día anterior, sólo se esperaba á Carlos, cuya repentina desaparición empezaba á causar cierta inquietud.

Al cabo de algunos momentos, que al hambre de los paseantes parecieron horas, un criado trajo la noticia de que Carlos vendría después á la mesa.

—¡Malo! dijo Castaños á su inseparable compañera Luisita.

—Malo ¿por qué?

—Esto es un preliminar que no me gusta.

—¿Por qué?

—Porque es señal de que alguna novedad ocurre.

La palabra novedad soltada imprudentemente por Castaños pasó de boca en boca, y produjo un murmullo de verdadera alarma.

—Dicen que hay novedad, decía uno.

—¿Qué clase de novedad es esa de que todos hablan? preguntó otro.

—¿Quién dice que hay novedad?

—Yo, no.

—Ni yo.

—Lo ha de haber dicho Castaños, dijo una señora, quien con esta frase promovió la hilaridad.

—Todo lo ha de hacer Castaños, dijo éste. ¿Quién ha dicho que yo soy el autor de esa noticia?

—Todos, gritó uno.

—¡Es natural! Castaños es el hombre de las noticias.

—Pues nada de eso, señores; pueden ustedes tranquilizarse, porque yo no he hablado nada de novedades.

—¡Hueco! le dijo Luisita;al oído á Castaños, queriendo darle á entender que había sido imprudente al soltar aquella palabra.

Por poco pusilánimes que fueran los concurrentes, y por poco fundamento que tuvieran los rumores, bastó que circulara la idea de un peligro para que todos los ánimos se sobresaltasen, abultando cada uno según su fantasía la clase de peligre á que iban á exponerse.

Carlos, entre tanto, hablaba á solas y con cierto misterio con uno de los exploradores.

—Pues me dijeron, decía el explorador, que está el camino malo.

—Bueno, contestaba Carlos, ya sabemos que á pesar de todas nuestras gestiones no se ha logrado que compongan el camino.

—No, señor amo, quería yo decir... porque como ya sabe su mercé que no todos los días son iguales, y que los compadres no tienen hora, porque tan pronto se aparecen por aquí como por allá...

—¿Y ha habido quien los vea?

—Dicen en el rancho que por allí pasaron esta mañana como unos seis.

—¿Ladrones?

—Pues eso no se sabe; pero yo creeré que sí, pues cuándo no; dicen que iban bien montados, y que uno de ellos llevaba chaparreras tagarnas.

—¿No los conocieron?

—Pues á uno dicen que le nombran el Pájaro.

—¿Pero no eran más que seis?

—Eso es lo que dicen, que vieron seis, señor amo.

—¿Y crees que salgan?

Pos, yo creeré que puede ser, porque si han ido á traer más gente; pues cuando no hacen la lucha, aunque no sea más que por saber como quedan.

—Pues mira, haz que los muchachos alisten las armas.

—Está bueno, señor amo; aunque se me figura que de caernos, será al pardear y en aquellos malos pasos que hay cerca de las lomas, como quien baja ya pa la hacienda.

—¿En las barrancas?

—Sí, señor como quien coje así para el potrero.

—En todo caso, procura avisar con tiempo, coloca á los muchachos de modo que nos den tiempo de prepararnos.

Carlos volvió á la mesa con visible mal humor, y todas las miradas se fijaron en él, en medio del sobresalto general.

—¿Hay algo notable, señor don Carlos? dijo uno.

—No, señores; sólo he mandado que se tomen algunas precauciones..

—Hombre prevenido, nunca es abatido; dijo una señora grande.

—Se va á lucir Castaños, dijo un joven picado por los elogios que le habían hecho á Castaños, con motivo de su destreza como tirador.

—Bien es, agregó un diletante, que non es lo mesmo morire, que parlare de la morte.

—Ya se vé, agregó otro pollo, que no es lo mismo la placa que el ladrón; porque un huevo en una botella, es lo más sereno que se conoce en materia de punto en blanco; pero un bandidazo ¡caracoles!

—¡Ay! qué miedo! exclamó una polla.

—Yo me quiero volver, dijo otra.

—Yo me muero! dijo una jovencita de grandes ojos y cabello corto y rizado.

—No ha de haber nada, dijo con aplomo doña Refugio, haciendo resonar su buena voz en el comedor; los ladrones no se atreverán á atacar una caravana tan respetable como la nuestra.

—¿Pero si son doscientos hombres? objetó uno.

—Por estos lugares, dijo un señor que no había cesado de comer, no hay partidas tan gruesas.

—Sobre todo, agregó el pollo, yendo Castaños con nosotros...

—Señores, yo no soy valiente, dijo Castaños picándose; uno es que tire tal cual al blanco, y otro es que me crea con la serenidad suficiente en un lance; yo nunca he sido guerrillero ni mucho menos...

—¡Adios de Castalios!

—¡Pero Castaños, hombre!

—¿Qué es eso, Castaños?

—Ese pollo, murmuró Castaños sentándose, me está cargando desde ayer.

El pollo por su parte estaba diciendo á su adlátere:

—Este Castaños es muy pretencioso, cree que solo él sabe tirar, y si nos pusiéramos ¡quién sabe!

—¿Vd también tira, jovencito? le preguntó un señor grave que estaba á su derecha.

—Sí, señor, tiro; que para eso le ha costado á mi papá buenos pesos y á mí una zurra.

—¿Cómo estuvo eso? le preguntó su compañero.

—Nada, que gasté en el tiro de pistola el dinero de un cobro de mi papá, y me dió mi merecido; pero en cambio aprendí á tirar y saqué el Aguila, hice treinta y una.

—Aquí hay otro tirador, dijo uno.

—¿Quién?

—Santibáñez.

—¡Bravo! ya hay un competidor de Castaños.

—Pues con dos Guillermo Tell no hay que tener miedo.

Castaños murmuró:

—¡Me alegro!

Las bromas se sucedieron unas é otras mientras duró el almuerzo; pero en medio de la aparente alegría que reinaba, había quien sériamente estuviera pensando en que había que esperar un peligro positivo.

Al tomar de nuevo los carruajes, Carlos fué entonces, y no D.a Refugio, quien ordenó la colocación de los viajeros, haciendo que ocupasen las señoras el centro del convoy.

Se aumentó el número de los ginetes con otros dos criados que se proporcionaron en aquel lugar, y después de haber destacado cuatro ginetes como descubierta, los coches emprendieron la marcha.

A poco andar comenzó el terreno á ser mas accidentado y molesto, y la marcha de los carruajes se hacía á cada paso mas y mas lenta y difícil.

De repente se paró el primer coche y tras él todos los que seguían sucesivamente, trasmitiéndose la alarma de uno á otro.

La mayor parte de los hombres saltaron de los carruajes, Castaños y Santibañez pistola en mano, y los demás buscando por todas partes con ávidas miradas á los ladrones.

—¿Qué hay?

—Ahí están.

—¿Qué ocurre?

—Los ladrones.

—¡Fuego sobre ellos!

—¿Cuántos son?

—¡Jesús, María y José!

Todas estas voces se mezclaron en confusa algarabía y la alarma tomó colosales proporciones entre todos los concurrentes.

Capítulo V

El chubasco


Los coches debían desfilar por un estrecho sendero, en el que un mal so había detenido el primer carruaje.

La alarma se convirtió bien pronto en algazara cuando se hubo averiguado la causa de la detención; pero el mal era en realidad mayor de lo que parecía, pues se había inutilizado una rueda y aquel coche no podía seguir caminando.

Reunidos los criados no tardaron en sacar el coche del atolladero, pero hubo necesidad de abandonarlo. En seguida se hicieron desfilar los demás y salvar uno á uno aquel mal paso, teniendo para esto que apearse las señoras y que caminar á pié un gran trecho.

Este incidente retardó la marcha por más de una hora, durante la cual, y disipada la primera impresión del peligro, hubo motivo para que toda aquella comitiva se entregara á la espansión de los comentarios.

Ya los viajeros seguían tranquilamente la marcha, cuando un incidente de la misma especie volvió á interrumpirla.

—No hay cuidado, gritó uno, es otro mal paso.

—¡Pié á tierra!

—¡Abajo!

—¡Otra vez!

—¡Hoy no llegamos!

Y la misma algarabía de la escena anterior se repitió, no obstante que aquello comenzaba á contrariar á los menos resignados.

Carlos estaba visiblemente contrariado, y en más de un grupo se suscitó la cuestión de acriminar al gobierno por el mal estado de los caminos.

—¡Es imposible! ¡si esto no es país! Vea usted qué camino, y en pleno siglo XIX, decía uno.

—¡Y en tiempo del vapor!

—¡Esto no se vé en ninguna parte del mundo!

—Nadie, decía otro, mientras no haya caminos, no habrá paz, ni nada en México.

Carlos y Salvador presenciaban, los primeros, el paso de los carruajes y dirigían las operaciones.

—Lo que siento es, decía Carlos, que la tarde va á ser mala; el agua es segura y es preciso darnos prisa.

—¿Lloverá?

—Sin remedio, y á este paso nos van á sorprender el agua y la noche.

—¡Vivo! ¡vivo! gritó Salvador á los criados.

—¡La rueda delantera!

—Ahora la otra.

Y lentamente, y sólo merced al número de hombres que ayudaban, podían salir los coches de cada uno de los atolladeros.

—¡Vicente! gritó Carlos.

Y uno de los cocheros se dirigió á Carlos.

—¿Qué, no hay otro camino mejor que éste?

—No, señor, contestó el cochero, el otro está peor.

—¿Crees que lloverá?

—Yo creo que sí, señor amo.

—¿Y no podremos llegar á tiempo?

—Ahí está no más el agua, vea usted, señor.

Efectivamente, hacia el Oriente el horizonte se ennegrecía por momentos á medida que el sol declinaba.

A poco empezó á soplar un vientecito frío del N. E. que era el que iba á decidir la cuestión.

Al sentir aquella ráfaga húmeda, Carlos comprendió toda la gravedad de la situación en que sin remedio iban á verse colocados.

Carlos estaba pendiente, no sólo del paso de los carruajes, sino que repetidas veces tendía sus miradas hacia el camino.

—Me impacienta el retardo de los exploradores, dijo Carlos á Salvador.

—¿Ya debían estar de vuelta?

—Hace una hora, según las instrucciones que tienen.

—¿Realmente temes que á pesar de nuestro número seamos atacados?

—Lo estoy temiendo, porque he sabido que no hace muchos días pasó por aquí una partida como de sesenta hombres.

—Pues ya eso es grave.

—Ya se vé que lo es, y luego, que como vamos con señoras, esto va á entorpecer todas nuestras operaciones.

Todavía se presentó un tercer mal paso en el camino, que volvió á detener la marcha de la comitiva, obligando de nuevo á los paseantes á apearse de los carruajes.

No habían pasado los tres últimos coches cuando ya las nubes se habían amontonado sobre la cabeza de los viajeros.

Informes pelotones avanzaban hacia el zenit dibujando con perfiles luminosos sus gigantescos contornos, mientras que en el horizonte se corría un velo ceniciento y uniforme que ocultaba los altos perfiles de las montañas.

De repente se escuchó una detonación prolongada y lejana, pero bastante perceptible para que de la comitiva en masa se levantara un murmullo como el de un enjambre que se alborota.

—¡El agua! gritaron por todas partes.

—¡Viene el agua!

—¡Al agua, patos!

Otra descarga eléctrica hizo rimbombar sus ecos en las montañas; el sol se ocultó tras de negras nubes y la sombra empezó á invadir el espacio.

Se sentía en los carruajes ese sofocante calor que precede á las borrascas. Aquella capa de aire caliente no tardaría en elevarse para ser súbitamente sustituida por una ráfaga tempestuosa.

La electricidad estaba jugando sobre sus inmensas plataformas de nubes ó de capas de aire enrarecidas; se sucedían en lo alto las corrientes y se desgajaban y se unían aquí y allá enormes masas parduzcas y pesadas que amenazaban desprenderse sobre la tierra.

Comenzó á oírse un chasquido particular, parecido al que produce el maíz al pasar por un harnero inclinado de hoja de lata para depurarse del tamo.

—Ya está lloviendo, dijeron algunos. Pero ni una gota caía y no obstante, aquel ruido se prolongaba y crecía.

—¿Qué es eso? dijeron algunas señoras, ¡qué ruido tan extraño!

—¡Dios mío! que está sucediendo?

—«Glorifica mi alma al Señor» murmuraban por todas partes.

—¡Esto es horrible!

—¿Qué rudío es ese?

—¡Padre! gritó una señora, conjure usted por Dios esa nube, vea usted qué horrible!

—¿Quién trae vela de Nuestro Amo? dijo una señora.

—Yo.

—Y yo.

—¡Enciéndalas pronto!

—Padre, rece usted por nosotros.

—¡Jesús, que ruido!

—Y lo más extraño es, que no cae una gota de agua.

—Y parece que no está lloviendo todavía por ninguna parte.

El padre González estaba entregado completamente á la oración, colocado dentro de un coche que tenía los vidrios levantados, y dos señoras lo acompañaban, vela en mano.

El pánico se había apoderado de las señoras, y en estos momentos ninguno de los coches caminaba porque el primero había sufrido otra avería.

Era aquél un paso del camino en el que para descender, ladeando una pendiente, había que caracolear entre una falda y un precipicio. Los hombres seguían caminando á pié con algunas de las señoras que tenían más temor de ocupar los coches.

Castaños, Santibáñez y otros dos, se habían adherido á un grupo que rezaba, á la sazón que se unían con Salvador.

—¿Qué es esto, qué está sucediendo, señor Don Salvador? preguntó Anita.

—Es un fenómeno muy bonito.

—¡Ay, qué horror! ¿conque á usted le divierte?

—Estoy encantado.

—¡Jesús, María y José! usted no tiene remedio.

—¿Y qué fenómeno es ese? preguntó Castaños abreviando su Magnificat.

—Es el granizo que contienen esas nubes que están sobre nosotros.

—¿Pero por qué suenan?

—Porque los granizos impulsados por el viento, se chocan entre sí antes de caer.

—¿Quiere decir que van á caer sobre nosotros? preguntó una señora.

—A menos que una fuerte corriente de aire desvíe la nube prontamente.

—O que la infinita misericordia de Dios la aleje, por un especial favor hacia nosotros.

—También, contestó Salvador y se alejó.

—¿Usted cree eso? dijo una señora á otra.

—¡Qué voy á creer! figúrese usted si Dios en sus altos juicios....

Entonces fué á Castaños á quien le tocó hacer el papel de hombre instruido.

—Pues créalo usted, dijo fingiendo aplomo y avergonzándose interiormente de haber tenido miedo; la electricidad es una cosa conocida: todo el mundo sabe lo que es la electricidad, y los que hemos estudiado física....

—Pues yo no he estudiado eso, y tengo mucho miedo.

Una nueva detonación fué como el postrer avisó del chubasco, porque aquella nube parda que parecía besar ya la montaña, vomitó torrentes de granizo.

Todos se refugiaron en los coches y cerraron los vidrios.

El ruido era espantoso: verdaderas cataratas se desprendían de lo alto, formando una sucesión de blancas columnas que se estrellaban en las rocas. En pocos momentos el suelo estuvo blanco, y los granizos al azotar contra los cristales de los coches, parecían romperlos á cada momento, porque no era una corriente continuada, sino grandes descargas á cortos intervalos.

El granizo fué haciéndose mas pequeño hasta convertirse en lluvia, á tiempo que algunos truenos rimbombaron prolongados y magestuosos por toda la bóveda, que á poco se entoldó completamente, haciendo mas densa la oscuridad.

El aguacero se desencadenó resueltamente.

Los ginetes que rodeaban los carruajes se habían dispersado, buscando algún abrigo; unos junto á los coches, y otros alejándose, buscando el tronco de un árbol ó un respaldo de rocas.

El aguacero, con intervalos de más ó menos intensidad, duró cerca de cuarenta minutos.

En el Poniente, las nubes se agruparon de manera que no dejaban penetrar un solo rayo del sol: el camino estaba inundado y se determinaban sucesivamente, después del chubasco, grandes caídas de agua, á medida que se deshacía el granizo en las alturas; no obstante, Carlos dió orden de seguir la marcha.

Pero esta marcha iba á ser precisamente por el lugar mas accidentado del terreno, de manera que los coches fueron descendiendo lentamente al fondo de una parte baja de la barranca para salvar toda»vía, á favor de la escasa luz de la tarde, los malos pasos.

La marcha se hacía cada vez mas difícil y peligrosa; el camino estaba intransitable para andarlo á pié.

Caracoleando y salvando con frecuencia algunos atolladeros, la comitiva llegó á descender hasta el fondo de la barranca para emprender de nuevo la subida y ganar los llanos para rendir la jornada.

Pero en el fondo de aquel bajío, la oscuridad se hacía mas densa y un nuevo aguacero vino á complicar la situación.

Se oyó de repente el andar de dos caballos que bajaban precipitadamente de la pendiente opuesta.

Carlos saltó del carruaje y filé al encuentro de los ginetes.

Salvador lo siguió..

Eran los dos mozos que habían ido de exploradores y que regresaban haciendo señas con el sombrero.

Capítulo VI

En el cual se verá bajo qué auspicios vuelven á encontrarse Gómez y Salomé


Aparecieron detras de los exploradores como seis hombres á caballo.

Carlos y Salvador regresaron para dar la voz de alarma.

Bajaron los hombres de los coches, y desde aquel momento empezó á reinar la mayor confusión y desorden; todos gritaban y ninguno podía entenderse.

Carlos, Salvador, otras dos personas y dos de los criados se posesionaron de un punto avanzado sobre unas rocas.

Los coches ocupaban una larga linea que podía ser atacada por varias partes con ventaja.

Otro pelotón como de cinco hombres apareció por el lado opuesto.

Carlos y Salvador hicieron fuego los primeros con sus rifles, y el grupo de seis hombres contestó los tiros avanzando: por el extremo opuesto se oyeron también tiros, siendo entonces los ladrones quienes descargaron sus armas contra los últimos carruajes.

Era el terreno un callejón sin salida, y los viajeros estaban atacados por los dos extremos del convoy.

Á los fuegos de Salvador y Carlos hubieron de replegarse los seis bandidos que los atacaban, moviéndose sin cesar y haciendo fuego.

—¡Castaños! ¿Dónde está Castaños? gritaban unos.

—¿Y Santibáñez?

—¿Dónde están los que tiran bien?

—¡Á ellos!

Cuatro de los criados, de los mas intrépidos, aparecieron sobre la eminencia, en faz de atacar á los seis ladrones.

Carlos y Salvador tuvieron que suspender sus fuegos.

—Cuida el otro extremo y haz que se defiendan, dijo Carlos á Salvador; yo avanzo para sostener aquel ataque.

Salvador obedeció poniéndose en seguida á la cabeza de los que defendían la retaguardia.

Habíase empeñado una encarnizada lucha entre los cuatro criados y los seis bandidos que atacaron primero, mientras que los cinco, á quienes atacaba Salvador con los que le ayudaban, se replegaban incesantemente.

Castaños, aunque había disparado algunos tiros al aire y sin acercarse demasiado al peligro, se encargó empeñosamente, según él decía, de poner á las señoras en puerto de salvamento, haciéndolas descender hasta el arroyo para resguardarlas de las balas que silbaban sobre sus cabezas.

A pesar de todos los esfuerzos de Castaños, no pudo lograr que todas las señoras estuvieran juntas.

En el grupo mayor no estaban ni doña Refugio ni Luisita, á quienes no pudo encontrar Castaños.

La noche se presentó negra y pavorosa, y á los dos extremos del convoy se veían claramente los fogonazos de las armas de fuego de una y otra parte; y cada detonación repercutía sus ecos en aquellas desiertas y áridas barrancas, de manera que el fuego parecía mas nutrido de lo que era en realidad.

Los criados de Salvador habían cobrado ánimo y azuzaban á sus enemigos gritándoles improperios, que eran contestados por parte de los bandidos con espantosas maldiciones que hacían estremecer á las señoras, quienes en esos momentos formaban un grupo compacto al rededor del padre González.

Los fuegos se fueron apagando poco á poco y sólo resonaba uno que otro tiro contestado siempre.

Llegó á reinar una oscuridad tan profunda, que asaltantes y asaltados no podían distinguirse sinó cuando disparaban sus armas.

El ataque se hizo de repente mas vigoroso por la vanguardia, y allí acudieron los más de los criados y de los viajeros útiles para defenderse.

Mientras que se concentraba toda la atención en aquel ataque, una escena singular pasaba en el extremo opuesto.

Doña Refugio y Luisita habían sido sorprendidas en su escondite por dos hombres de á pié que las amagaban con puñales, obligándolas á callar y á entregarles las alhajas y el dinero.

Castaños, que había ido en busca de doña Refugio, y que había ya descargado su pistola, llegaba á tiempo de este asalto parcial, pero no habiendo sido sentido se ocultó en unas malezas á algunos pasos de la escena, sobrecogido de pavor.

Un tercer bandido amenazaba á otra de las señoras, á quien no podía distinguir Castaños á causa de la profunda oscuridad del lugar.

Los gritos de las señoras se confundían con los de los criados, y todos se perdían en el incesante rumor que producían algunas cascadas que se precipitaban por varios puntos al fondo de la barranca.

Pero á pesar de estos rumores, Castaños pudo hacerse cargo de la situación, oyendo estas palabras:

—¡Mátame, infame! soy yo.

—¿Tú, Salomé, tú? Ven, vámonos.

—¿Por qué no me heriste antes de hablarme?

—Cállate, y no digas mi nombre. Vámonos.

Esta palabra la pronunció Gómez tan alto, que sus compañeros la tomaron por la señal del peligro, y, abandonando á sus víctimas, se perdieron entre las sombras.

Castaños, que había tenido tiempo de poner tres cartuchos metálicos en su pisto la, preparó, apuntó á Gómez y dejó ir el tiro.

Gómez dió un grito, que fué seguido de otro de Salomé.

A la sazón se acercaban á aquel lugar dos de los criados con Salvador, y Castaños, saliendo de su escondite, gritó:

—Sr. D. Salvador, por ahí, la ellos! están á pié, y acabo de herir á uno: no deben estar lejos.

Los criados metieron sus caballos entre las malezas, pero éstas eran tan espesas que no pudieron avanzar, y se contentaron con hacer fuego en la dirección que les había indicado Castaños.

El ataque de la vanguardia había cesado completamente.

Carlos había avanzado, con su grupo á caballo, por la parte mas alta del terreno, y todavía hizo disparar algunos tiros en la dirección que habían tomado los asaltantes.

En seguida envió un criado con orden de que sólo las señoras montaran en los carruajes, y que los hombres caminaran á pié y á los lados del convoy.

El cielo empezaba á despejarse y aparecían algunas estrellas: el azul del cielo era claro en cada jirón de nubes que se rasgaba, porque la luna ya estaba bañando con su luz todo el espacio.

Habían resultado algunas señoras accidentadas, entre ellas Carolina, que padecía ataques de nervios.

Doña Refugio y Luisita estaban altamente preocupadas con motivo de la escena que habían presenciado entre Salomé y Gómez.

Se acercó Castaños al coche que estas ocupaban, y parándose en el estribo, preguntó:

—¿Dónde está la mujer?

—¿Quién?

—La protegida de usted, señora; ya habrá usted comprendido que nos hemos echado una víbora al seno.

—¿Usted sabe?

—Sí, señora; yo fuí quien disparé sobre el bandido. Yo decía bien: esta mujer es espía de los ladrones.

—¿Y la traemos con nosotros? dijo Luisita.

—Yo ya avisé á Carlos para que la custodien.

—¿Y qué se ha hecho?;

—Dijo que si nos volvían á asaltar, mandaba fusilar á la mujer.

—¡Es posible! ¡qué atrocidad!

—Y en llegando va á dar á poder de la justicia.

—Eso sí me parece mas justo, dijo Luisita.

—Hemos sido las únicas robadas, dijo doña Refugio.

—¿Siempre perdieron ustedes algo?

—Los relojes.

—Yo les di mi bolsillo, agregó doña Refugio.

—¡Cuánto lo siento! exclamó Castaños.

—De santos nos damos, porque peor hubiera sido otra desgracia.

La escena del bandido y Salomé circulaba ya entre todas las señoras, porque Castaños más que de cuidar el camino, se entretenía en llevar la noticia de coche en coche para dar pié á la conversación y á los comentarios.

—¡Bien decíamos! exclamaban las señoras, sí esa mujer no podía ser nada bueno; hay que desconfiar ya hasta de los limosneros.:

—¿Y qué le harán?

—Lavan á entregar esta noche á la justicia.

—Harán muy bien.

—Ya se vé que sí.

Ya el convoy había logrado trasponer la altura, y descendía por mejor terreno, y alumbrado por la luna, á la llanura.

A poco andar, Carlos se unió con los demás y preguntó si alguien faltaba.

Tardaron algún tiempo en reunirse todos, y por fortuna no había que lamentar ninguna desgracia, excepto el robo de doña Refugio y Luisita.

Había que atravesar un llano, á cuyo extremo brillaban algunas luces.;

—Allí está la hacienda, dijeron algunos.

—¿La hacienda grande?

—No, contestó Salvador, la otra; allí nos quedamos esta noche.

—Ya no hay peligro, dijeron algunos, y el terreno, es magnífico.

—Sobre todo, dijo Carlos, no tardarán en venir á encontrarnos.

—Aquí estaban los de la hacienda, dijo un criado.

—¿Y qué se hicieron?

—Pos echaron mucha bala á los mañosos, y si no ha sido por ellos, se nos meten, dijo otro de los criados.

—¿Tú los viste? le preguntó Salvador.

—Sí, señor amo, sí; por eso no entraron; eran como veinte, pero los de la hacienda los cortaron.

—Pues ahora sí, vamos seguros.

—Pues vaya, amo, cómo no! si chinampearon.

Con esta seguridad, todos montaron en los carruajes.

—Bien lo necesitábamos, exclamó uno que venía cojeando; me lie sumido en el lodo hasta las rodillas.

—Y yo estoy empapado.

—Y yo arañado de la cara.

—Pero no nos robaron.

—Nos libró Castaños, dijo el pollo que no desperdiciaba ocasión para provocarlo.

—¿Cuántos mató Castaños? preguntó ingénuamente la polla que tenía más fé en este tirador.

Una risa general acogió esta pregunta.

La animación reinó entre los pasajeros al verse completamente libres de todo peligro, y poco tiempo tardaron en llegar á la hacienda, adonde los esperaban muy diversas y no menos notables impresiones. 

Capítulo VII

El recibimiento


Al aproximarse la comitiva como á unos doscientos pasos de la finca, rompieron el aire los ecos de una música de viento, que si bien hubiera podido tener más armonía, no por eso era menos estrepitosa, especialmente por lo tocante al que golpeaba la tambora, pues su entusiasmo excedía con mucho á todos los fortísimos de la pauta; de manera que el buey que estacó su piel en aras de Euterpe no recibió jamás golpes póstumos menos merecidos.

Frente á la casa de la hacienda había haces de leña ardiendo, que despedían una luz intensa así como un humo insoportable.

Había como hasta quinientas personas frente á la casa, de entre las cuales se elevaban cohetes en todas direcciones poblando el aire de chispas y atronándolo con sus inofensivas detonaciones.

Eran aquellas gentes, casi en su totalidad, peones de las haciendas inmediatas y vecinos de todos los contornos, que, sabedores del magnífico recibimiento que se preparaba allí al dueño de la hacienda grande, habían acudido con sus golosinas y sus comestibles, improvisando una especie de feria.

Un acontecimiento de esta especie entre la gente del campo atrae, hasta de muchas leguas en contorno, á los habitantes, deseosos de interrumpir la monotonía de su vida con cualquier pretexto.

Los coches surcaron en aquel maremagnum, y los viajeros fueron recibidos con más pompa y aparato de lo que podían esperarse á aquellas horas y después de los chubascos y de todos los contratiempos del camino.

Desde el lance de la barranca, Salomé había sido colocada en uno de los carros de equipajes y custodiada constantemente por dos de los criados, quienes al llegar no le permitieron apearse, sinó que inmóviles esperaron las órdenes de Carlos con respecto á la presa.

El dueño de aquella hacienda se llamaba D. Homobono Pérez, cuyo aspecto respiraba bonhomía, salud y jovialidad.

Sería un hombre como de sesenta años que conservaba aún la rubicundez de sus mejillas y de su grueso cuello, todos sus dientes y el mejor humor del mundo.

—¡Mi señor don Carlitos, amigo y señor mío! pase su mercé á lo regado.

—¡Señor don Homobono!

—Señoritas, ¿cómo va de susto?

—Muertas de miedo, contestaron algunas.

—Pero no hay cuidado; á tiempo mandé á los muchachos y aún no han vuelto; pero estoy seguro de que pillarán á algunos.

Todos fueron saludando á don Homobono que tuvo para cada uno un cumplimiento ó una palabra de franqueza y jovialidad.

—Pues si á ustedes les parece, dijo don Homobono, que hablaba tan alto como doña Refugio; si á ustedes les parece, pasaremos á la sala para que descansen un poco, enseguida les haré conocer mi programa.

—¡A ver el programa! dijeron varios.

—No, en la sala; vamos á la sala.

Efectivamente, los huéspedes tomaron posesión de una sala como de catorce varas amueblada con canapés con fundas de indiana, algunas rinconeras, nichos antiguos y varias pinturas de santos, alternando con una media docena de litografías iluminadas representando la vida de Atala y de René; otras dos litografías en que se veía á Robinsón; un retrato de Iturbide y una Virgen de Guadalupe.

La sala estaba enladrillada y sólo á los piés de las sillas y de los canapés había largas tiras de alfombra con labor de arco-iris.

Tan luego como se hubieron sentado los concurrentes, don Homobono tomó la palabra.

—Conque.... señores, he aquí mi programa. Tan luego como hayan ustedes descansado, pasaremos al comedor á tomar alguna cosa.

—Aprobado, dijo Castaños, porque el susto nos ha preparado el estómago.

—Continúo, dijo don Homobono.

—¡Silencio! gritó Santibáñez, el señor don Homobono va á decir la segunda parte del programa.

—Después de cenar, dijo don Homobono, pasaremos al circo.

—¿Al circo? dijo Carlos.

—Sí, señor; pasaba por aquí una compañía á la que di alojamiento anoche á condición de organizar una función, que tengo el gusto de dedicar á ustedes.

—¡Bravo! buenísimo! dijeron casi todos los concurrentes.

—Puesto que está aprobado el programa, pasemos al comedor.

Todos se levantaron para conducir á las señoras, pero Carlos se acercó á don Homobono.

—Perdone usted, amigo mío; pero tenemos que cumplir antes con un deber.

—Estoy para que usted me mande, señor don Carlitos.

—¿Cuál es la autoridad más inmediata?

—La autoridad.... vea usted, señor don Carlitos, en estos momentos están aquí el alcalde, el juez de San Sebastián, el presidente del ayuntamiento y algunas otras autoridades, así del distrito como de algunos partidos; de manera que en materia de autoridades estamos bien.

—Pues es el caso, que traemos una presa.

—¡Oiga!

—Sí; en mi concepto, y en el de las demás personas que nos acompañan, la mujer que traemos es una espía de los ladrones, ó por lo menos está en connivencia con ellos.

—¿Cómo es eso, señor don Carlitos?

—A la hora del asalto ha hablado con uno de ellos.

—Pues eso es muy bueno, señor don Carlitos; ¿y en dónde está esa mujer?

—En el segundo de los carros de equipaje, custodiada por dos muchachos.

—Bien, muy bien hecho, pues ya tenemos la pista; sería bueno hacerla bajar y que la conduzcan aquí; tengo en la casa una pieza que le servirá de cárcel provisionalmente, mientras mandamos llamar á la autoridad competente.

Carlos llamó á uno de sus criados y le dió orden de conducir á Salomé al patio de la hacienda y encerrarla en el cuarto que debía servirle de prisión.

Esta orden, aun cuando fué dada con cierta reserva, circuló como una noticia alarmante entre la gente que estaba formando el tianguis en la plaza, al frente de la casa de la hacienda, y toda la peonada y multitud de curiosos afluyeron de todas partes á rodear el carro, donde, según todos decían, venía una ladrona cogida en el asalto de la barranca.

Cesto trabajo á los mozos que custodiaban á Salomé, atravesar la compacta multitud que murmuraba:

—¡La ladrona, la ladrona!.¡ya van á encerrar á la ladrona!

—Era la espía.

—Dicen que por ella robaron á los amos. Salomé fué conducida á su calabozo, siendo el objeto de las miradas y de las burlas de la plebe, y fué tal su angustia al considerarse complicada en aquel feo asunto, que en vano pretendió la desgraciada levantar la voz para defenderse. Salomé no podía hablar, la vergüenza y la pesadumbre la agobiaban de tal modo, que fué preciso ayudarla á andar, porque sin cesar desfallecía sintiendo que la abandonaban sus fuerzas.

Cuando Salomé se vió sola, se entregó de lleno á su dolor.

A pesar de haber llorado tanto en su vida, hacía mucho tiempo que su amargura no era tan desgarradora.

Entretanto los convidados gozaban alegremente de la cena, cuyos honores hacía don Hormobono admirablemente.

El menú de aquella cena de hacienda era el siguiente:


«Cabritos asados.

Pollos fritos en manteca.

Ensaladas..

Arroz á la valenciana.

Mole de cecina.

Salsas picantes de chile verde y de chile colorado, etc, etc.»


Hasta seis peones de los más limpios, iban y venían en incesante movimiento, ministrando tortillas calientes á los convidados, circunstancia que es de rigor en comidas de esa especie.

Todos aquellos manjares debían regarlos los convidados, con algunas botellas de vino Burdeos y algunos licores extranjeros, y sobre todo, té y café, bebidas en cuya confección la gente de aquella cocina no estaba muy diestra.

Castaños objetó que el mole de cecina no debía tomarse con cubierto, sino haciendo por medio de cucuruchos de tortilla, una exacta imitación de las cucharas de Moctezuma.

No faltaron pollos y pollas que, á pesar de ser mexicanos, hicieran exajerados aspavientos, al tratarse de comer chile picante, debido á que las costumbres francesas habían logrado poner ya á aquellos mexicanos inconocibles.

Don Homobono, en su calidad de anfitrión, hizo los honores de la mesa con franca urbanidad.

Ya en uno de los corrales de la casa la compañía de cirqueros había improvisado un circo, y multitud de gente estaba colocada en los andamios que servían de asientos.

Aquellos maromeros eran precisamente los compadres que se robaron á Gabriel: las partes secundarias habían sido sustituidas con otros individuos, pero el payaso y el director eran los mismos..

También existía la niña compañera de Gabriel, y de quien el director y el payaso habían logrado hacer ya una notabilidad ecuestre.

El payaso se llamaba Melquíades Ramos; desde muy niño fué afecto á hacer suertes, y su primer oficio fué el de rebocero; pero próximo á contraer nupcias con una joven empuntad ora, recibió Melquíades las mas estupendas é inmotivadas calabazas, de cuyas resultas enfermó, y en su convalecencia mitigaba sus pesares con la música; comenzó recitando versos que aprendía de memoria, y después componía canciones y las cantaba.

Una de sus canciones favoritas, tenía por letra la siguiente cuarteta:


Ya va saliendo la luna
Y un lucero la acompaña;
¡Qué triste se pone un hombre
Cuando una mujer lo engaña!


El espíritu de Melquíades encontraba cierto consuelo triste en cantar versos que encerraban un fondo de amargura y desencanto.

Poco á poco su carácter se inclinó al sarcasmo, y en medio de sus espansiones y de su alegría se podía notar siempre en Melquíades algo profundamente amargo.

Melquíades, como poeta, tenía esa sal ática peculiar de los mexicanos: su metro favorito era la sextilla, siendo de notar que en todas ellas había entre los primeros versos y los últimos cierta incoherencia inimitable que encerraba toda la gracia, y en lo general toda la intención malévola del poeta.

Esta clase de versos es característica de la plebe de México, y por cierto que entre ellos hay pensamientos de notable mérito y de una malicia de lo mas picaresco que se conoce.

Pasaron las señoras y los caballeros al corral, en donde sobre una azotea baja se les había improvisado un palco.

Alumbraban el circo algunos hachones, que consistían en una media esfera formada de aros de fierro sobre un pié derecho, conteniendo un haz de astillas de ocote.

La música saludó á los recién llegados, y empezó la función con una arenga del payaso.

—Echo de menos aquí á doña Refugio, dijo Castaños en voz bastante perceptible.

—Hay más, dijo Anita, han desaparecido el señor don Carlos y D. Homobono Pérez.

—¿Si estarán ocupándose del negocio de la ladrona?

—Probablemente.;

—¡Pobre mujer! exclamó una señora.

—¡Pobres de nosotros! dijo un pollo, porque bien pudo habernos tocado una bala de esos bandidos.

—Ya se vé, continuó Castaños, como que á mí me pasaron cerca: las oí silbar como pajaritos.

—¡Ay, qué horror!

Aquellas señoras tenían razón: efectivamente doña Refugio se estaba ocupando de la ladrona, según la llamaban todos.

Cuando se levantaron de la mesa los convidados, doña Refugio recibió un recado de parte de Salomé.

Doña Refugio no podía comunicarse con la presa sinó con la intervención de don Homobono, quien para servir eficazmente á Carlos había convocado ya al juez y á algunas de las autoridades que allí se encontraban; de manera que todos reunidos en el cuarto de despacho de don Homobono mandaron comparecer allí á la presa.

Capítulo VIII

El proceso


Salomé había caído en la atonía del dolor; sus pasos eran inseguros y vacilantes, y había necesidad de ayudarla á andar..

Al fin se presentó en la puerta, custodiada por dos celadores que habían relevado ya á los criados de Carlos.

Estaban sentados alrededor de una mesa cubierta con carpeta de bayeta verde, hasta cuatro leguleyos.

—Escriba usted, dijo uno, dándole la pluma á su vecino.

—No, amigo mío; está en muy buenas manos.

—Pues ustedes, dijo entonces el de la pluma, ofreciéndola á los demás.

—No, señor; usted es mas práctico, y á usted le toca como el mas antiguo.

—¡Adios de antiguo!

—Cabal, dijo otro; D. Nestor vivía en el pueblo cuando yo me casé.

—¡Ah qué usted!

Y luego dirigiéndose á Salomé le dijo:

—Pues entre, señora.

Salomé avanzó difícilmente dos pasos.

—Diga sus generales.

Salomé permaneció callada.

—Que diga V. su nombre, dijo una de las autoridades, traduciendo lo de las generales.

Salomé no podía hablar.

—¿Cómo se llama usted, señora? dijo don Nestor.

Salomé pronunció su nombre con voz débil; D. Nestor escribió:

«En la hacienda de„, etc. A los veinte días... etc.»

—Aquí los señores dicen que usté conoce á los ladrones que asaltaron los coches; diga si es cierto.

Salomé no contestó.

Don Nestor, á pesar de esto, seguía escribiendo, y murmuraba: «dijo llamarse como queda dicho; casada, de veintiocho años... etc.,» y agregó en voz alta: diga si es cierto, como lo es, que estaba en connivencia con los ladrones, siendo espía expensada por ellos para darles noticias de las circunstancias de los pasajeros.

Don Nestor escribía velozmente y sin cesar.

—Habla usted, señor, se atrevió á decirle uno.

—Hay muchos testigos del hecho, dijo otra de las autoridades.

—Y todos los testigos son personas de entera fé, agregó otro.

—Si la reo no responde se verá precisada la autoridad á aplicarle el tormento, exclamó don Nestor, tomando una actitud severa.

—¡Eso es! ¡el tormento! dijo otra autoridad lamiéndose los labios.

—Pido la palabra, agregó uno que no había hablado.

—Tiene la palabra mi yerno, dijo don Nestor.

—Aquí no hay yernos, objetó el que aprobaba el tormento... en lo oficial... pues diga usted, entonces...

—Es que mi yerno estudió en Querétaro, y sabe leyes y otras muchas cosas.

—¡Adios! si el señor no es letrado.

—Pero ejerce.

—Estábamos hablando del tormento.

—Sobre eso rolaba la discusión, dijo el que había estudiado.

—Habla el señor, dijo don Nestor señalando á su yerno.

El yerno tomó la palabra.

—Eso del tormento, dijo, me parece que es anticonstitucional.

—Lo que el señor quiere decir, agregó una de las autoridades, es que el tormento está prohibido por la constitución, en uno de sus artículos.

—¿Qué artículo?

—No lo sé, pero es fácil averiguarlo.

—El señor don Homobono nos hará el favor de prestarnos un ejemplar de la constitución.

—¿De 57? preguntó don Homobono.

—La misma que viste y calze, dijo gravemente don Nestor y luego agregó.—Se suspenden los procedimientos mientras el señor don Homobono nos proporciona un ejemplar de la constitución.

Y al decir esto don Nestor, ofreció cigarros á los circunstantes y luego dijo en voz alta:

—Puede retirarse la reo al fondo de la sala, mientras fumamos un cigarro.

Los dos celadores que custodiaban á Salomé, armados con dos grandes fusiles, estaban descansando sobre las armas y tenían puesto su gran sombrero de palma en señal de que estaban de servicio.

A la voz de mando de don Nestor, los dos celadores terciaron las armas al lado izquierdo, dando una fuerte palmada en el fusil con la mano derecha, según se le exije al recluta en la formación, adelantaron el talón del pié derecho, y, girando, dieron media vuelta á la izquierda, dejando ver sus bayonetas que tenían pendientes del ceñidor.

Salomé antes de seguir el movimiento de sus guardianes, dirijió una mirada tan suplicante á deña Refugio, que esta señora no pudo menos de exclamar dirigiéndose á las autoridades:

—Voy á hablar con la presa entre tanto, si ustedes me lo permiten.

Las autoridades se vieron unas á otras.

—Señora, dijo D. Nestor, la reo está incomunicada y con centinela de vista, según está usted viendo.

—Ya usted vé, señorita, agregó otro, que estos asuntos son muy delicados.

—Y luego, dijo el yerno de D. Nestor, que como usted todavía no da su declaración en forma....

—Pero sea cual fuere el crimen de que se trata, á todo reo se le permite tener un defensor.

—En hora buena, contestó D. Nestor, pero no una defensora.

—Además, agregó el yerno de D. Nestor, se necesita que el defensor sea letrado.

—¡Cabal!

Doña Refugio comprendió que su situación se hacía embarazosa y que Salomé corría el peligro de ser víctima de una alcaldada de aquellas autoridades; y como por otra parte, doña Refugio había hablado con Salomé lo suficiente para conocer que se trataba solamente de una mujer desgraciada, y no de una criminal despreciable, se decidió á protejerla á toda costa.

Capítulo IX

De cómo la justicia prefirió la maroma á los procedimientos


Apareció por fin D. Homobono, trayendo el ejemplar de la constitución.

Doña Refugio se aprovechó de los momentos en que aquellos hombres consideraban en suspenso su investidura judicial, y habló de esta manera:

—Señor D. Homobono. Veo con sentimiento que los procedimientos judiciales van tomando en este asunto un carácter que bien podría ser inconveniente: para mí está fuera de toda duda que es una barbaridad y un crimen la aplicación del tormento, y que tal proceder está expresamente prohibido, no sólo por las leyes del país, sinó por la civilización y por la humanidad.

—La persona á quien ustedes consideran ya como reo, complicado en el delito de robo con asalto, tengo para mí que no es más que una mujer desgraciada, que se encuentra en una situación horrible, sin tener de su parte nadie que la defienda ni abogue por ella, y en tal caso, si entre ustedes no hay uno solo á quien le interese la desgracia, si todos son indiferentes á los padecimientos de una mujer desvalida, yo, á nombre de la justicia, la defiendo y la amparo, porque tengo la convicción de su inocencia; tengo, más que ninguna de las personas que nos han acompañado, motivos para poder juzgar á esta señora y para asegurar, que no ha tenido ni tiene parte alguna en el asalto que hemos sufrido.

—¡Salomé! dijo en seguida dirigiéndose á la acusada, hable usted, defiéndase y no vacile usted en decir la verdad; pruebe usted su inocencia y no tenga usted embarazo en revelar los antecedentes de su vida, de la que conozco ya una parte; justifiqúese usted, Salomé, no tenga usted temor,.porque ahora le repito á usted lo que le he dicho: estoy dispuesta á proteger á usted, á ayudarla, á defenderla, porque su situación es para mí muy interesante.

Reinó por un momento profundo silencio en la sala, y por fin D. Nestor exclamó:

—Todo esto es ilegal; yo no tomaré parte en un asunto en que se empieza por destruir la rutina de los procedimientos, y sobre todo, cuando una persona tan respetable como la señora que está presente, ofrece proteger á la reo; probablemente toda nuestra energía como autoridades que somos, va á estrellarse contra ciertas influencias; y á este negocio se le echará tierra, con menoscabo de nuestra justificación y de nuestro deber.

—Nada de ilegal tiene, á mi modo de ver, dijo doña Refugio, que se le permita á la acusada defenderse; hable usted, Salomé, se lo suplico.

Salomé hizo un esfuerzo y dijo:

—No sé cuál es el crimen de que se me acusa; yo no conozco á los ladrones.

—Entonces, preguntó don Nestor, ¿por qué uno de los bandidos ha dicho: «ven, vámonos?»

—Lo ignoro.

—Ha dicho más, agregó el yerno de don Nestor, ha dicho el bandido: «No digas mi nombre.»

—Lo cual prueba, interrumpió don Nestor, que entre la acusada y el bandido existen relaciones, cuando menos de parentesco, ú otras.

—¿Qué contesta usted? preguntó el yerno.

—Diga si es cierto, como lo es, que ha hablado con uno de los foragidos que atacaron esta tarde á la familia y amigos del señor don Carlos, dueño de la hacienda grande.

—No es cierto, contestó Salomé.

—Quien todo lo niega, dijo don Nestor, todo lo confiesa; y tomó la pluma para asentar probablemente la confesión de la acusada.

—Voy á persuadirla de que debe confesar la verdad, dijo doña Refugio. ¿Se me permite que la convenza de su error? Tal vez después de hablar conmigo á solas, logrará la justicia lo que pretende averiguar.

—Si es para esclarecer el hecho, se le permite á usted, señora.

—¡Mil gracias! dijo doña Refugio, y se dirigió á Salomé, que permanecía al extremo de la sala.

—¿Por qué se niega usted á decir la verdad, dijo á Salomé, cuando por desgracia ha habido testigos de esa escena? yo misma lo he oído.

—¡Señora! dijo Salomé muy quedo, ¿usted también pretende que sobre ser desgraciada, sea yo infame?

—¿Por qué?

—¿Recuerda usted mi historia?

—Sí.

—Busco á mi hijo y á mi amante.

—¿Y bien? „

—Si el que me habló fuera mi amante, ¿deberé denunciarlo aun cuando sea el autor de mis desgracias? ¡Ahí señora, yo no puedo delatar al hombre á quien más amo en el mundo; estoy dispuesta á arrostrarlo todo, hasta la muerte, pero nunca me vengaré cometiendo una villanía.

—¿Pues qué, él es„„?

—Sí, señora; figúrese usted cuál habrá sido mi aflicción al volver á encontrar á ese hombre después de algunos años de llorar su ausencia, teniendo que arrojar un grito de terror en lugar de entregarme á la alegría de mi dicha! ¿Él robando, señora? ¿él ladrón? ¡Ah, no! estoy segura que me seguía, y que tal vez el robo no era otra cosa que un pretexto para acercarse á mí.

—Pues confiese usted eso? diga al menos que, conociendo á quien le habló, está usted segura de que aquello no era más que un robo simulado; pero que en todo caso no se trata más que de un asunto de amores.

—No espere usted, señora, que dermis labios salga jamás este nombre., y si lo que me pasa es una expiación de mis faltas, estoy pronta á sufrir resignada hasta morir.

La secreta conferencia se prolongó más de lo que podía esperarse, al grado que las autoridades comenzaron á estar impacientes y á tener más deseos de divertirse en la maroma, que de ejercer su elevado magisterio aquella noche.

Doña Refugio, por su parte, hizo cuanto le fué posible para obligar á Salomé á decir la verdad; pero todo fué inútil, y don Homobono fué quien puso término á aquella situación, persuadiendo á los jueces de que por lo pronto era mas conveniente concurrir á la función de circo, que entretenerse en cosas de justicia.

En tal virtud se procedió á poner á la acusada en sitio seguro, sin omitir el consabido centinela.

Doña Refugio aún permaneció al lado de Salomé por todo el tiempo necesario para proporcionarle alimento y algunas comodidades, que cooperaron á hacerle mas llevadera su situación.

D. Homobono con todos los curiales, se presentó en el corral del espectáculo, en donde Castaños, Anita y los demás convidados habían disfrutado de las delicias que les proporcionara Melquíades con sus canciones y sus pantomimas.

Acababa de pasar el ejercicio de la percha egipcia, y el payaso amenizaba el intermedio con una de sus canciones favoritas.

Para comenzar echó una mirada á la concurrencia, y se fijó en una pareja en la que creyó sorprender señales inequívocas de que hablaban de amores.

Ella era la joven galopina de la casa de Carlos, y el galán era nada menos que Angulo, el famoso varillero que conocen nuestros lectores.

Debían tratar, en efecto, asuntos de la mayor importancia, pues ni las barbaridades acabadas de ejecutar en la percha egipcia, ni la canción del payaso habían logrado llamar su atención; era, tal vez, la única pareja que, entre toda la concurrencia, se manifestaba indiferente á la diversión.

Tenemos razones para creer que, en efecto Angulo y la galopina tenían entre manos asuntos de no escasa importancia, pues en aquellos amores, asaz inocentes por parte de la galopina, tocaba Angulo, á la sombra de la ingenuidad de su amada, no pocas cuestiones de trascendencia y criminalidad.

La galopina estaba, á la sazón, relatando á Angulo las peripecias del asalto, y Angulo, por su parte, aglomeraba datos á los que de antemano había recogido entre todas aquellas gentes, que tenían á Angulo como el comerciante mas inofensivo y como el mozo mas puro de costumbres.

La mirada del payaso dirijida á la pareja, había sido acompañada de esa mímica grotesca con que estos entes originales saben acentuar el sarcasmo y el epigrama, hasta ponerlos al alcance de los mas rudos espectadores..

Melquíades estaba frente á frente de la galopina, y no contento con señalarla con un dedo y con llamar la atención de la concurrencia hacia aquella escena, hizo comprender por medio de sus señas, que iba á dedicarles el intermedio; de manera que cuando empezó su canción, los espectadores sabían todos á quien iban dirigidas las pullas.

Una seña de Melquíades bastó para que la música supiera también cual era la canción elegida por el payaso.

Este comenzó cantando el siguiente estribillo:


«Qui-qui-ri-qui-ri-qui
Canta el gallito.
Que yo te quiero querer
A tí solito.»


Este estribillo repetido dos veces, fué acompañado por la música, y en seguida colocándose Melquíades en el centro del circo, prorumpió en un tono declamatorio imposible de describir:


«Va una moza á la maroma
Con su enagua de castor,
Pensando.... que no hay quien coma
Si no hace antes el amor.
En esto viene un señor
De sombrero galoneado
Que se coloca á su lado
Para relatarle historias.
Y ella está tan en sus glorias
Que ni me pone cuidado.
Qui-qui-ri-qui-ri-qui
Canta el gallito,
Que yo te quiero querer
A tí solito.»


Este estribillo lo cantaba el payaso dando vueltas en el circo con un paso de baile; accionando, lanzando miradas furtivas á la pareja amorosa y fingiendo que una risa maliciosa; que no podía contener, le impedía cantar.

Cada una de estas demostraciones, era acompañada por la risa de los espectadores.

Cesó la música y Melquíades declamó su segunda décima:


«Es el lance divertido
Pues se dicen cosas buenas,
Que hay muertos que no hacen ruido
Y son mayores sus penas.
Porque las dulces cadenas
Con que nos une el amor,
Son de tal modo, señor,
Que nos ponen como en misa,
Mientras se muere de risa
Este payaso hablador.
Qui-qui-ri-qui-ri-qui
Canta el gallito,
Que yo te quiero querer
A tí solito.»


La segunda salva de risas, hizo por fin levantar la cabeza á Angulo, y calcúlese cuál sería su sorpresa al enterarse de que casi sin excepción todas las miradas de la concurrencia estaban fijas en él.

La galopina también recorrió con una mirada la concurrencia, y no se podía explicar la causa de aquella atención y de aquella hilaridad.

Pero Melquíades que, como sabía ser cáustico, sabía también la manera de ser clemente, se dirigió al director para decirle:

—Señor Martínez, ya cuanto há que no hacemos nada y esto no es justo. Hágame usted favor de disponer otros pasos diferenciando de los anteriores, ¿ó me va usted á salir con que está cansado?

La respuesta del director fué tronar el látigo amenazando al payaso, procedimiento que es en lo general la chanza mas usual en el circo.

—¡No me pegue usted, señor Martínez, ni se sulfure por tan poca cosa, siquiera por respeto á la respetable concurrencia!

Aunque Chona y Salvador estaban lejos de creer que el payaso se atreviera á dirigirles una pulla, se abstuvieron desde la escena que acababa de pasar, de continuar sus interesantes diálogos.

Instintivamente y como si se hubieran puesto de acuerdo, guardaron silencio.

Lola, Castaños y Anita, no abandonaban su tarea de observarlo todo, y á pesar de las gracias del payaso, seguían comunicándose sus observaciones con respecto á la ausencia de doña Refugio.

—Yo apuesto, decía Anita, que en estos momentos está con su protegida.

—Ella dijo, observó Castaños, que se retiraba indispuesta.

—Debe estarlo, porque la tal limosnera parece un pájaro de cuenta, á juzgar por la confianza con que la tratan los bandidos.

—¿Y será capaz todavía de abogar por ella?

—Ese es el fuerte de doña Refugio; tiene unos protegidos, que más le valiera pensar en redimir cautivos como los antiguos frailes mercenarios, que echarse esas víboras en el seno.

—Hasta D. Horaobono me parece preocupado; lo veo menos expansivo que al principio.

—Ya lo creo, después de dos horas de debates, es natural que esté fastidiado.

Las criadas de la casa de Carlos, se ocupaban entretanto en dirijir bromitas á la galopina, cuyos amores desde aquel momento empezaron á ser motivo de rencillas y celos por parte de aquéllas que, considerándose superiores á la galopina, no habían sido preferidas por Angulo, quien, según opinión de la cocinera, no tenía más defecto que la manera de colocarse el pelo sobre la frente.

Capítulo X

De cómo doña Refugio prefería el calabozo á la maroma


Pondremos al tanto al lector de lo que en aquellos momentos estaba pasando entre Salomé y doña Refugio.

Cuando Salome so vio libre de sus jueces y al lado de doña Refugio, habló de esta manera:

—Señora, la Providencia no me ha abandonado, en el hecho de tener á usted á mi lado, y de ser objeto de un celo y de una solicitud que me llena de ternura hacia usted... ¡Ah! usted no lo puede comprender, porque tal vez nunca ha sufrido; pero yo que he llorado tantos años, yo que vivo abandonada de todo el mundo, yo que no he recogido desde que fuí culpable más que reproches y censuras, más que desengaños y penas, yo sé valorizar las acciones de usted, yo comprendo todo lo que valen sus servicios, todo lo caro que son para mí sus sacrificios.

—No hago más que cumplir con un deber, y sobre todo yo gozo con socorrer á los desgraciado; no hay para mí mayor placer que consolar al que padece.

—¡Es usted muy buena, señora! y no tiene usted una idea de lo que siento al pensar que nos van á separar, y que no siendo usted; señora, no habrá quién se interese por mí.

—Me he propuesto amparar á usted y tengo empeño en cumplirle mi palabra. Deseo por lo mismo que me cuente usted la parte de su historia que quedó pendiente. ¿Lo recuerda usted?

—Sí, señora;debo decir á usted de qué manera he llegado á tener noticias de mi hijo.

—En la terrible noche en que di á luz á este hijo desgraciado, ví ahogarse mi alegría maternal en el sopor de la fiebre; y ni ese momento, señora, ni el único momento indemnizado! de mis amarguras, ni el momento en que iba á oír el primer acento del hijo de mis entrañas pudo servir de compensación á mis desgracias.

—Salí de aquella fiebre como si volviera de nuevo al mundo, y lo primero que hice fué preguntar por mi hijo.

—Nadie me contestó; circularon á mi derredor algunas miradas de inteligencia, y pretendieron hacerme creer que mi hijo había muerto. Querían consolarme y persuadirme de que aquello era providencial y que debía estar gozosa por su muerte; pero ¡ah! aquellas mujeres no eran madres y no sabían que una madre sabe cambiar su vergüenza por una caricia de su hijo!

—Mas tarde supe que la única persona que podía darme una noticia cierta había muerto y ya no me quedó ninguna esperanza.

—Pero una noche (algunos años después) supe que había desaparecido un niño huérfano que estaba en poder de un maestro herrador: tenía la edad que debía tener mi hijo, y oí, muerta de emoción, que aquel niño había sido abandonado, y se decía que el padre del niño había conocido á la que le dió el ser, en un cementerio y allí, señora, efectivamente, en un cementerio fué donde yo conocí á á mi amante.

—Desde aquel momento corroboré el presentimiento que había acariciado de que mi hijo vivía, y la certidumbre de su existencia, señora, fué entonces para mí el mas desgarrador de los tormentos.

—Llorar sobre una tumba cierta, es un consuelo triste; pero llorar desgracias que se adivinan, peligros que se sueñan, ideas de desolación que nos sorprenden á todas horas; llorar dudando, señora, es el mas punzante de los dolores.

—Mi hijo era una copa que depositaba toadas mis alegrías mezcladas con todas mis lágrimas; ese sér desconocido era la encarnación de mis dichas pasajeras y de mis largas amarguras; y..... no lo conocía, no había podido recoger ni su primera sonrisa, ¡ay! siquiera una vez lo hubiera visto!..... Pero las madres tenemos otros ojos; señora, venios á nuestros hijos al través de las distancias, y yo veo á mi hijo, porque lo siento en mi dolor y lo conozco en mis lágrimas; cuando veo mis lágrimas que caen sobre mis manos veo en ellas á mi hijo.... ¡es lo único que tengo de él! ¡Ah! estoy segura que lo conocería, lo adivino, sé cómo ha de ser, porque.... yo no creo en sueños.... pero muchas veces lo he visto dormida.... nada más durmiendo es como lo he visto!....

Reinó por un momento un penoso silencio, durante el cual se percibían á lo lejos los ecos de la tambora del circo y algunas notas de la música.

Dona Refugio estaba profundamente conmovida..

Salomé, arrojando un suspiro, exclamó:

—¡Qué terrible es la expiación de la mujer culpable, señora! Si lo pudieran comprender todas las infieles, se dejarían matar antes que ser culpables!

—¡Es cierto! dijo impensadamente doña Refugio, no sabemos cuan caro se paga ese delito, porque.... nunca, nunca se queda impune, ¡Hay algo mas cruel que el verdugo, mas terrible que el castigo.... el remordimiento! ¿No es verdad?

—Sí, señora; ¡el remordimiento es mas amargo que todo lo que el hombre pudiera inventar.

—Pero en fin, usted me ha dicho que tiene ya noticias ciertas de su hijo.

—Sí, señora. Había en el pueblo dos compadres que habían logrado hacerse notables por estar dotados de un espíritu de investigación extraordinario; pero no fué sinó después de algunos años cuando llegué á enterarme de esta circunstancia; y valiéndome entonces de Gertrudis, mi criada de confianza, logré hablar un día con uno de los compadres curiosos.

—Me enteró sin dificultad de que había observado mis citas nocturnas, y de que había visto á la mujer que me arrebató á mi hijo.... (¡Dios la haya perdonado!).... me aseguró que el maestro herrador era quien había tenido la dicha de adoptar al niño.

—Con estos datos procuré hablar con el herrador, y hé aquí lo que me pasó en aquella entrevista:

—Yo, señora, me dijo el herrador, es cierto que no soy muy amante de los muchachos, pero qué quiere usted; aquel niño me cayó en gracia; ¡y vaya si me cayó, pues resistí el enojo de mi pobre mujer! porque.... ¿pasará á creer su mercé que llegó á encelarse?... pues sí, señora, y más de un altercado tuvimos por la criatura; pero á pesar de todo la recogí, y con mucho gusto la bauticé en la santa parroquia, y le puse por nombre Gabriel, mi santo arcángel.

—¿Y así se llama? interrumpió doña Refugio.

—Para mí se llama Alberto.

—¿Por qué?

—Porque.... su padre me encargó que al hijo que íbamos á tener, le nombrara Alberto, y hasta en esto, señora, he creído encontrar no sé qué misterio, pues al hacerme tal encargo mi amante, me suplicó que nunca le preguntara las razones que tenía para que su hijo se llamara Alberto; yo respeté sumisa el secreto, y desde entonces, cada vez que llamo á mi hijo á solas, pronuncio ese nombre: Alberto, y ya hace como diez años que le llamo así.

—Siga usted, dijo doña Refugio.

—Aquel hombre, continuó Salomé, me contó con una nimiedad suma todas las peripecias de la vida de su hijo adoptivo, me relató minuciosamente todo lo que el niño hacía, y me dijo, por último, que mi hijo era el encanto de aquella pobre familia; y cuando aquel hombre llegó en su relato al momento en que perdió á Gabriel.... ¡ahí cuánto se lo agradezco, señora! aquel buen hombre lloró! Era mi hijo ya, me dijo, haga usted cuenta que era mi hijo, porque yo le hice probar las primeras gotitas de leche, yo lo cuidé y lo mimé con toda mi alma.

—Mas tarde supe, continuó Salomé, que las compañías de maromeros suelen robarse á los niños para enseñarles el oficio; é inquiriendo y recordando fechas, vine á averiguar que la desaparición de Gabriel coincidía con la marcha de la compañía de acróbatas que había estado dando funciones en el pueblo.

—Entonces, todas mis pesquisas se dirigieron á seguir el derrotero de la compañía, y hoy mi vida, señora, es caminar de pueblo en pueblo buscando en las compañías de acróbatas á un hombre que se llame Melquíades, que fué, sin duda alguna, el que se robó á mi hijo.

—¿Pero ha tenido usted posteriormente algunos datos para asegurarlo?

—Sí, señora; supe que un año después de la desaparición de mi hijo, la compañía que había estado en el pueblo presentaba á la espectación pública un niño y una niña acróbatas, y que el niño podía tener de seis á siete años.

—Hoy, señora, á estas horas debía yo haber hablado ya con el payaso de esta compañía que está aquí trabajando; ya he visto varios payasos, pero ninguno se llama Melquíades, ni ha estado en el pueblo donde nació mi hijo; y quién sabe si este payaso sea el que yo busco. Calcule usted cuál será mi aflicción al verme incomunicada.

—No tenga usted cuidado, interrumpió doña Refugio, que yo haré sus veces; hablaré con ese hombre, y si fuere el que usted busca sabrá usted cuanto sea necesario, porque yo le haré hablar.

—¡Mil gracias, señora! es usted mi ángel tutelar! ¡Ay! mi situación no puede ser mas horrible; ya no podré seguir buscando á mi hijo, porque tal vez esté destinada á morir desesperada en una prisión; tiemblo ante los jueces; la palabra justicia me hace estremecer, y creo que todas las gentes leen en mi frente un letrero que revela mi primer delito... ¡Y estar presa, señora, cuando después de diez años lie vuelto á oír la voz del hombre á quien amo!... ¡Ay! me pierdo en un mar de conjeturas, de sospechas y de terribles ideas.

—¿Pero será posible que ese hombre sea ladrón?

—No, señora; yo lo juro, es un hombre muy honrado, ha sido mayordomo de una hacienda y lo fían y responden de él personas de suposición y de respeto.

—Entonces ¿por qué teme usted decir su nombre, y por qué él mismo encargó á usted que no lo dijera?

—Esa es una duda que me mata; y cuando llego á pensar que tal vez el despecho ó no sé qué otra causa haya podido inclinarlo á llevar una vida criminal, tiemblo ante esta idea, señora, y me basta vacilar siquiera, para que de mis labios no salga ese nombre que me convertiría en su delatora.

La concurrencia se retiraba en estos momentos de la maroma, y doña Refugio creyó conveniente sustraerse á las miradas de los curiosos, y no llamar la atención de sus compañeros de paseo, quienes tendrían abundante pasto para sus habladurías, una vez convencidos que doña Refugio había preferido á la maroma, el hablar con una cómplice y espía de los ladrones.

De manera que, despidiéndose cariñosamente de Salomé, doña Refugio tuvo tiempo de entrar en su habitación y de recogerse sin ser notada.

Salomé se quedó sola sentada en su lecho, y entregada del todo á sus amargas reflexiones.

Capítulo XI

Cae en poder de la justicia un pájaro de cuenta


A la mañana siguiente, Castaños fué el primero que salió de las habitaciones, para respirar el aura matutina, teniendo el indisputable placer de oír el canto de las golondrinas y ver la ordeña, con camisa limpia, pues Castaños no era hombre que descuidara su tocador ni aún en las circunstancias mas difíciles; porque merced á ese refinamiento, según hemos dicho ya, no pasaba día por Castaños; había en la reunión personas que lo habían conocido con catorce años menos; absolutamente igual á como estaba á la presente.—Castaños «era así».

La curiosidad de Castaños encontraba siempre un objeto en qué fijarse, y esa mañana tuvo algo más que ver, que vacas de ordeña y golondrinas; vió á doña Refugio hablando con un personaje que al pronto no conoció Castaños.

Dejando pendiente su curiosidad, pondremos al tanto al lector, de lo que pasaba entre doña Refugio y el payaso; que no era otro quien en aquellos momentos tenía la palabra.

—Señorita, decía á doña Refugio, me han dicho que tiene usted un negocio conmigo.

—Efectivamente.

—Pues estoy para que usted me mande.

—En primer lugar, ¿me hace usted favor de decirme si es cierto que se llama usted Melquíades?

—Sí, señorita; Melquíades es mi nombre y lo ha sido desde que nací, y estoy bautizado en el pueblo de…

—Es suficiente, dijo con cierta autoridad doña Refugio y luego continuó:—Supongo que usted en su ejercicio, tiene lo necesario; pero como yo podría hacer á usted un obsequio en caso de que me dijera la verdad en lo que voy á preguntarle, creo que tendría usted la amabilidad de aceptarlo.

—Sí, señorita; y puede usted mandar lo que guste.

—Se trata simplemente de averiguar el paradero de un niño, que hará como seis años estuvo en la compañía de que forma usted parte; y en todo caso debo advertir á usted que no le parará en perjuicio cualquiera revelación que pueda usted hacerme sobre el particular, pues no se trata más que de consolar una madre afligida.

—¿Una madre?

—Sí, ese niño tiene madre.

—Nosotros tuvimos un niño, pero no tenía padre ni madre; que es como los necesitamos.

—¿Cómo se llamaba?

—Gabriel.

—Pues el mismo.

—El mismo que?... Pues vea usted, señorita, y yo he de decir la verdad; porque al fin usted es una señorita de respeto, porque... aunque es cierto que nosotros, quiero decir, mi compadre Martínez y yo, tuvimos á Gabriel, pero fué porque él quiso irse con nosotros diciéndonos que no tenía padre ni madre, y el muchacho estaba contento y se le trataba muy bien... ¡Vaya! sobre que yo lo quería como si fuera mi hijo, y nunca se le castigó ni se le hizo nada; pero el muchacho así como vino se fué; y el día menos pensado, adiós aprendiz! Y vea usted, señorita, iba saliendo el chico de primera; ¡qué agilidad y qué viveza de criatura! era cosa que ya lo presentábamos en público.

—Pero en fin, ¿usted no ha vuelto á tener noticias de ese niño?

—No, señorita; y lo que es más, no hemos vuelto desde entonces á pensar en eso, porque hay cosas que olvidarlas es lo mejor,:

Ya Castaños había llamado á Anita, para comunicarle sus impresiones.

—¿Qué tiene usted que decirme? le preguntó Anita.

—Nada, hija, que vea usted lo que está pasando.

—¿Qué pasa?

—Vea usted hacia el corredor de la izquierda.

—¿Doña Refugio?

—La misma.

—¿Con quién habla ahora?

—Con un personaje que no conozco.

—¡Aguarde! ya sé quien es.

—¿Quién?

—El payaso.

—¡Otra te pego! exclamó Castaños apretándose las narices, para que su risa no fuera una estrepitosa carcajada; ¡el payaso! ¿con que ese es el payaso? ¿pero está usted cierta, hija de mi vida?

—Ciertísima, sí; yo no sé cómo usted no lo ha conocido!

—¡Bravo, bravísimo! Sabe usted, hija mía, que esta doña Refugio es un personaje muy interesante?

—¡Contrae unas amistades!

—¡Si será doña Refugio demócrata!

—Decididamente se ha propuesto proteger al pueblo; pero no como lo hacen nuestros gobiernos, en masa y por escrito, sinó de palabra é individualmente.

—¡Pues no se ha echado encima, mala tarea!

—Le aseguro á usted que entre la ladrona y el payaso, no sé á cual ir.

—Ni yo tampoco.

—¿Si querrá hacer feliz también al payaso?

—Y luego que ni lo ha visto trabajar.

—Yo creo que por eso lo protege; porque si lo hubiera visto anoche, es seguro que ese personaje no sería hoy de su devoción.

—Por lo menos á mí me fastidió soberanamente.

—Pero doña Refugio tiene unas tragaderas, que es de temerse que vaya haciendo amistades con los carreteros y con lo peor, en fin, que pueda darse.

—No; yo creo que hay en todo esto un gran misterio, y si nó, ya verá usted como no le hacen nada á la presa.

—Dicen que anoche presenció doña Refugio las primeras diligencias.

—A mí me han dicho que hasta tomó parte en los debates..

—Es muy posible; ya la conoce usted, que por hablar en público y dar su opinión se sale de misa doña Refugio.

Esta anécdota no tardó en circular en forma de secreto entre todas las señoras, y Castaños, por su parte, tuvo ocasión de formarse corrillos á quienes entregar aquella nueva especie, para pasto de la conversación y solaz de los paseantes; porque según el mismo Castaños decía, alguno había de costear la diversión, y doña Refugio estaba llamada á ser la heroína de la crónica en el viaje.

Se había dispuesto dar doble descanso y doble pienso á los animales, y no emprender la marcha para llegar á la hacienda grande sinó despues del medio día.

Era tal la afluencia de noticias misteriosas que circulaban entre las personas de la comitiva, que Carlos empezó á darles desfavorable interpretación, creyendo que se trataba de su persona..

Redobló su vigilancia, y á pesar del profundo disimulo de Chona y de Salvador, Carlos corroboraba, momento por momento, sus sospechas..

—¡Si todos esos cuchicheos, decía Carlos para sí, tendrán por origen el miserable papel de marido que estoy haciendo!.... ¡El! ¡Salvador! ¡Salvador traicionarme! pero ya se ve, en París nos reíamos de todo esto; en París proclamábamos en presencia de más de una hermosura, que la felicidad es una quimera y el matrimonio una preocupación; y lo peor es que yo iba adelante, yo comuniqué á Salvador mi filosofía, yo lo induje á no creer en nada, al grado de serle todo indiferente. Qué mucho que ahora practicando mis reglas, me haga su víctima por haber sido su maestro!.... Esto no puede seguir así, voy definitivamente á tener una aclaración con Salvador.... ¡Qué diablos! es preciso que esto tenga un término.

Se dirigía ya Carlos en busca de Salvador cuando acertó á aparecer don Homobono.

—¡MÍ señor don Carlitos amigo! ¡qué le dije á usted!

—¿De qué? preguntó Carlos.

—De mis muchachos.

—No comprendo.

—¡Vaya, señor! pues los muchachos que cortaron ayer á los mañosos. ¿No le dije que los fueron siguiendo?

—Sí, es cierto.

—Pues no volvieron; anduvieron toda la noche, y cogieron dos.

—¿De los de anoche?

—¡Pues no!

—¿Y dónde están?

—Ya vienen; nomas mandaron avisar.

—¿Y llegarán aquí á tiempo para que los veamos?

—No, señor, han de haber cortado para la hacienda grande, porque los muchachos han tanteado que no nos encontrarían aquí.

—Tiene usted razón, señor D. Homobono; ellos no pueden saber que hemos diferido la hora de la marcha.

—De manera que en llegando á la hacienda les veremos las caras. Entretanto hay lugar de continuar las primeras diligencias acerca de la espía y ya tendremos adelantado todo eso en la causa, que le aseguro á usted, señor D. Carlitos, que va á estar buena.

Doña Refugio logró ver á Salomé á pesar de la incomunicación.

—¿Qué noticias me dá usted, señora?

—He hablado largamente con ese hombre.

—¿Y es Melquíades?

—El mismo.

—¿Y dijo?

—Dijo que tuvo á Gabriel en su compañía; pero....

—¿Pero qué, señora? ¿qué sucedió?

—Que el niño se les escapó y no lo han vuelto á ver.

—Eso no es cierto, no ha de ser cierto. ¿Y qué, no había ¡anoche en el circo algún niño como de diez años, no había ninguno que pudiera ser?....

—No lo sé. Como usted vio, yo no estuve en el circo.

—Pregunte usted, señora, pregunte usted á todos, si había anoche un niño en el circo.

—¡Ahí ¡si fuera mi hijo, si después de tanto tiempo tuviera, al fin, el gusto de verlo, olvidaría todos mis padecimientos!... pero ya usted lo ve, señora, creo que está decretado qué he de llorar siempre sin consuelo; porque cuando se comete una falta como la que yo cometí, no se recogen más que dolores todos los días. ¡Ah! ¡qué dichosa es usted, señora! Estoy segura de que usted jamás ha probado esta desazón, porque si ha tenido usted hijos, habrá tenido el gusto de verlos, de amarlos, de verlos crecer recibiendo sus caricias, contemplando sus gracias y siguiendo paso á paso el desarrollo de sus facultades, midiendo los vestiditos y guardando con placer el que ya no le vino. ¡Ahí ¡qué hermoso ha de ser todo eso, porque ver crecer á los niños es lo mismo que ver abrirse las flores! ¿No es verdad, señora? ¡Y privar á una madre de ese consuelo, hacerle soñar en esa dicha sin alcanzarla jamás, es el mas cruel de los tormentos!

Doña Refugio había estado oyendo á Salomé, primero con atención, y después con enternecimiento, hasta que acabó por apoyar la frente entre, las manos y derramar abundantes lágrimas.

—He hecho mal en hablar á usted así, señora, y temo haber abusado de su bondad; pero es tan nuevo para mí encontrar quien tome parte en mis desgracias, que me sentía con deseos de depositar estas tristes confidencias, ésos negros secretos en el seno de una persona que supiera comprender á los que lloran.

—Tiene usted razón, Salomé, dijo al cabo de un rato doña Refugio enjugándose las lágrimas; es un consuelo muy dulce tener á quien comunicar uno sus pesares, y por mi parte debo ser leal: la comprendo á usted, no porque sea yo buena, sinó porque también.... sí, no debo ocultárselo á usted, somos hermanas; yo también he llorado como usted, yo también he devorado esas horas amargas de la desolación y de la desgracia.

—¿Usted, señora?

—Sí; sólo que mis dolores están cubiertos con esta careta que es preciso usar en la sociedad.

—¡Apenas puedo creer lo que usted me dice, señora!

—Pues no hay nada mas cierto; y como no quiero engalanarme á los ojos de usted con virtudes que no poseo, no quiero que siga usted atribuyendo el interés que usted me inspira á un rasgo desinteresado de buen corazón, no; me intereso por usted, porque en mi vida hay, por desgracia, algunos puntos de contacto con los pesares de usted.

—¿Es posible?

—Sí, también he sido culpable, y como culpable, desgraciada.

—¡Ah, señora! usted tal vez se calumnia, y es tanto mas sorprendente para mí esa confesión, cuanto que estaba cierta de que no había en el mundo quien sintiera lo que yo siento!

—¿Por qué creía usted eso?

—Porque sé, porque he visto que hay madres capaces de abandonar, espontáneamente, al hijo de sus entrañas, haciendo al sér indefenso é inocente, la víctima de una falta que no tiene más que una responsable.

—¡Ay! exclamó doña Refugio con profunda amargura, pues yo he sido de esas madres, yo he sido capaz de cometer después de una falta, otra mayor para subsanarla, y obligada por mil gravísimas consideraciones sociales á dar tormento á mi corazón, he sabido disimular mis tormentos y hacer mi papel de mujer feliz en el gran mundo, cuando no merezco más que la desolación y el remordimiento como fruto de un amor tan desgraciado como culpable.

—Y o también he callado muchos años, pero la situación de usted ha hecho en mi ánimo una impresión tan profunda, que he sentido la necesidad de dar libre curso á mis ideas y de hablar, por fin, de lo que tanto tiempo "ha permanecido oculto en el fondo de la mas negra reserva.

Hubo una larga pausa en la que, á la perplejidad de Salomé, se agregaban sólo algunos sollozos íntimos de doña Refugio.

—De hoy en adelante, prorrumpió, arrostraré con la indignación de los que han creído apreciarme por lo que valgo y tornaré á ser madre; recogeré á mi hijo, lo pondré á mi lado, y afrontaré con la humillación antes que continuar dando á mi corazón esta tortura muda y perenne, para la que se necesita tener un valor que he perdido completamente desde el momento en que he visto representado en usted el mas terrible cuadro de los dolores que he sabido disimular, y que hoy, rebosando en mi alma, me obligan á cambiar de conducta. Usted ha despertado en mí este deseo amortiguado y me ha hecho comprender que, efectivamente, una falta de la naturaleza de la nuestra, trae consigo la mas dolorosa y lenta de las expiaciones.

—Señora.... murmuró Salomé estrechando entre las suyas una de las manos de doña Refugio.

—Sé que desde este momento, dijo ésta, me aprecia usted menos de lo que me apreciaba; he bajado en la estimación de usted, porque no son ya virtudes sinó faltas las que nos ponen en contacto.

—No pretenda usted rebajar el mérito que ha contraído usted á mis ojos; y la misma ingenuidad con que usted me revela sus secretos, correspondiendo á la confianza de una pobre mujer desgraciada como yo, es para mí un titulo de doble estimación y sobre todo de cariño; porque si la desgracia ha querido unirnos, ésta se hace menos cruel desde el momento en que, pobres desheredadas del placer, nos va á unir un vínculo triste, es cierto, pero no por eso menos íntimo y seguro.

—Es usted muy buena.

—¿Yo señora?

—Sí, y al devolverle á usted estas palabras que usted varias veces me ha dirigido, se las digo sintiéndolas brotar de mi corazón.

—La confesión de usted; señora, contestó Salomé; tiene un mérito de que carece la mía, porque la posición que usted guarda, ni la obligaba á hacerla, ni puede compararse con la de una mujer desgraciada como yo que tocando á las puertas de la miseria, vive como una triste paria entre las gentes.

—¡Ah! yo me siento indemnizada de mis padecimientos porque por primera véz confío mis penas á quien es capaz de comprenderme; siento un placer inmenso al contarle á usted mis amarguras..

—¿Es posible, señora?

—¿Señora? dígame usted amiga.

—Sí, somos amigas y lo seremos siempre»

—Y nos uniremos á nuestros hijos y seremos felices.

—El de usted.... ¿sabe usted dónde está?

—Sí.

—Es usted muy feliz; ¿y vá usted á unirse con él?

—Sí, y en esta resolución usted tiene una parte muy directa.

—¿Yo, por qué?

—Porque ha sabido usted despertar en mi corazón un sentimiento amortiguado á fuerza de disimulo y de falsedades; usted me ha revelado una verdad que me empeñaba en desconocer. ¡Si supiera usted los episodios de mi vida, que se ligan á la desgracia que nos ha unido!

—Va usted á contármelos ¿no es verdad, amiga mía?

—Sí, ¿usted lo quiere?

—Es la sanción de nuestra amistad.

—Bien, pues aún temiendo cansarla le hablaré.

—Vea usted, el centinela se ha dormido y…

—Efectivamente, debe estar desvelado para dormir tan profundamente, interrumpió doña Refugio, y esto nos proporciona el placer de poder platicar, sentándonos á la orilla de ese arriate, en vez de seguir respirando la atmósfera de este cuarto inmundo, donde ya no se puede vivir.

Había en efecto á corta distancia de la puerta del calabozo, un hermoso fresno, cuyo pié circundaba una banda circular.

Con suma precaución salieron las dos nuevas amigas del calabozo y se dirigieron al patio, para sentarse en el arriate, quedando á la vez veladas de la vista de los curiosos.

Capítulo XII

En el que continúa el asunto iniciado en el capítulo anterior


Doña Refugio comenzó la narración su vida de esta manera.

—Vivía yo tranquila en el seno de mi familia, mimada y rodeada de cuantas atenciones y comodidades pueden imaginarse.

—A la edad de diez y ocho años no había yo aprendido más que á despreciar á los hombres, pues el orgullo ha sido el distintivo del carácter de mi familia.

—Rica, hermosa y considerada, me pareció que era para mí tan fácil el casarme bien, que desprecié cuantos partidos se me presentaron, y prodigué todo el hielo de mis desprecios, casi sin más razón que la exajerada idea que tenía yo de mi mérito.

—Llegué á los veinte años, y en el círculo de nuestras relaciones, no faltaba tal vez ninguno de los jóvenes que me rodeaban que no hubiese hecho al menos un ensayo para vencer mi aversión á un enlace prematuro; llegué á adquirir fama de esquiva ¿y lo creerá usted? en esto encontraba un placer extraño que saboreaba incesantemente segura de que el día en que quisiera por fin decidirme al matrimonio, podía elegir descansadamente entre todos los que me pretendían.

—Alguno de estos contrajo por despecho, un matrimonio en el que es actualmente desgraciado; otros se alejaron corridos y los más se propusieron tratarme con una circunspección que rayaba en extravagancia.

—El casamiento de uno de mis mejores amigos, me hizo más impresión de lo que yo podía esperar, lo cual me hizo entrar en un nuevo género de ideas. Pensaba que mis desdenes iban á acabar por alejar de mi lado á todos mis amigos, y que al fin tendría que resignarme á vivir aislada.

Entonces me decidí á fijarme, pero ya era tarde; en vano esperaba yo por parte de aquellos hombres, que más me simpatizaban alguna señal de insistencia en sus pretensiones y..„ lo diré de una vez, al conocer mi aislamiento tuve que recurrir á esos pequeños recursos, que las mujeres sabemos emplear tan bien cuando se hace necesario; en una palabra, tuve necesidad de ser coqueta; pero ¡ay! entonces la lucha moral que emprendí con mi propia posición fué terrible, porque empecé á recoger desdenes en pago dé los míos y comprendí que había equivocado el camino.

Hubo quien me burlara, pagándome mis pasados desprecios con indiferencia y con burlas que me hirieron profundamente.

Mis amigas se casaban y los hombres huían de mí. A la sazón un joven, el mas joven de todos mis amigos, era el único en quien encontraba buena voluntad hacia mí: yo no lo quería; había más, le tenía aversión; pero una noche en un gran baile, necesitaba yo hacerle ver á cierta persona que aún había quien se acordara de mí, y contraje unas relaciones que me fueron funestas: fuí burlada cruelmente y obligada en mi situación difícil á cometer un delito, para el cual tuve por desgracia muchos cómplices.

—Apenas se comprende, dijo Salomé, como hay quien espontáneamente coopere á que se cometan faltas de esa especie.

—Qué quiere usted, la sociedad es inexorable, y por otra parte, se cree que lo mas grave de esas faltas es el escándalo.

—¡Adentro la presa! gritó de repente el centinela.

Aquellas dos mujeres se estremecieron de piés á cabeza.

Los viajeros se disponían ya á seguir la marcha, los criados iban, y venían acomodando bultos, y Castaños y Anita empezaron á comunicar á los demás sus temores de que doña Refugio hubiera desaparecido.

Don Homobono Pérez se encargó de guardar á la presa y mandarla al día siguiente bajo segura custodia al lugar de su destino, para que la causa comenzada siguiera sus trámites de estilo.

Llegó para Salomé el momento mas cruel; iba á despedirse de su única amiga, de la única persona que se había interesado por ella en mucho tiempo.

Tiernísima y larga fué la despedida de aquellas dos mujeres á quienes habían identificado delitos del mismo género, pero cambiándose mutuas promesas y juramentos, se separaron al fin.

Acrecía en estos momentos el rumor de las despedidas, los agradecimientos y los encargos; y esa alegre algarabía que produce una nube de viajeros que emprenden la última jornada, llenos de ilusiones por el deseado arribo.

Salomé, que había vuelto á su calabozo, oía desde el fondo de aquella triste prisión, el rumor alegre de los convidados, el incesante mido de las herraduras de los caballos en el patio, contrastando con la desolación que amenazaba á la presa que iba á quedar á merced de las consabidas autoridades, partidarias del tormento.

A poco rato, empezaron á desfilar los carruajes, y algunos momentos después, el patio de la hacienda volvió á tomar su ordinario aspecto, y volvió á reinar el silencio mas completo.

Había precedido á la salida de la comitiva un viajero, cuyas piernas estaban acostumbradas á devorar leguas con la facilidad de un camello: este viajero era Angulo, que cargaba á las espaldas su varilla, cubierta con un hule amarillo..

Angulo iba mas preocupado de lo que hubiera podido estarlo un simple vendedor de baratijas, porque, según todos los datos que había recogido, el golpe preparado por Gómez y el Pájaro iba á dar sin duda lugar á sérios trastornos y consecuencias entre sus amigos.

Angulo conocía las veredas, que es la ciencia del caminante pedestre, y sabía cortar leguas al grado de llegar al lugar de su destino, casi al mismo tiempo que los que iban á caballo ó en carruaje.

Tenía razón Angulo de estar temeroso y preocupado, pues después de media hora de camino, aparecieron á lo lejos algunos ginetes por la falda de una loma, y como dirigiéndose al camino que llevaban los viajeros.

Dos de los criados arrancaron sus caballos hacia el punto por donde venían los ginetes, y este movimiento produjo desde luego la alarma. Carlos mandó parar los coches, y esperaron todos con impaciencia el regreso de los ginetes.

Angulo observaba también en esos momentos, sólo que él lo hacía desde la loma inmediata por donde atravesaba para cortar el camino.

Se percibían á lo lejos como seis bultos, que poco tiempo después resultaron ser seis ginetes.

Los dos exploradores se juntaron con ellos y los ocho reunidos se dirigieron al lugar en que se había parado la comitiva.

—Son los muchachos de don Homobono, dijo uno de los criados, que traen á un mañoso.

—¡Qué buena vista tienen éstos! exclamó Castaños; yo no distingo nada..

—Y ya éste, dijo otro, refiriéndose al criado, dá las señas y relata hasta las costumbres del sexto de esos ginetes que se perciben apenas desde aquí.

Tardaron algún tiempo en llegar aquellos ginetes, y adelantándose uno de ellos hacia donde estaba Carlos, trajo la noticia de que en la refriega de la noche anterior habían logrado atrapar á uno de los compadres, que probablemente era el jefe por lo bien plantado que estaba.

A poco rato se pusieron á la vista de los coches los seis ginetes, de los cuales cinco venían en faz de escolta de seguridad, trayendo en su centro un ginete, que embozado en un zarape saltilleño hasta los ojos, y con el sombrero calado hasta las cejas, no dejaba que se le observara exactamente. Traía unas chaparreras de piel de venado, cerradas con profusión de pequeñas correas que caían á los lados como un fleco abundante: el sombrero de aquel hombre era notablemente rico, pues brillaba á los rayos del sol por lo recamado de oro y plata, y aún se podía notar, si bien se examinaba, que á los lados de la copa brillaban algunas piedras preciosas.

El; ginete no venía ya en su propio caballo, sinó en uno de los de la escolta, pues á haber estado sobre su arrogante cabalgadura, no hubiera habido piés para seguirlo, ni bala que le hubiera alcanzado en su carrera.

El ginete, por lo tanto, estaba dado, al sentir bajo sus piernas la enclenque armazón de un pizcle de hacienda, en vez de experimentar los nerviosos movimientos de su caballo de campaña.

Los soldados de la escolta eran algunos criados de la hacienda de don Homobono Pérez, y todos ellos se habían echado hacia atrás sus grandes sombreros, como para dejar rebosar en sus semblantes la expansiva satisfacción de su hazaña: traían sus armas en las manos, haciendo ostentación de ellas ante el preso desarmado, y al notar aquellos ginetes que eran observados por las señoras que venían en los coches, comenzaron á moverse en sus caballos, con esa ostentación de destreza que constituye la coquetería del ginete mexicano; finjían que aquellos caballitos, tal cual despiertos y ágiles, tenían toda la ley de los grandes caballos de raza, y ya hincándoles las espuelas, ya excitándolos, los hacían caracolear y dispararse, arrancar y rayar, corcobear y tascar el freno con espumosa boca.

Este alarde, que contrastaba con la actitud tranquila y resignada del preso, que había tenido el desdén de no tomar la rienda de su cabalgadura, daba á aquella escena toda la significación necesaria para juzgar, como en un cuadro, del asunto, por solo el aspecto de las figuras.

Por todas las portezuelas, asomaban las cabezas de las señoras para ver al ladrón, en todos los carruajes se trataba con calor de aquel asunto, y quién se entusiasmaba figurándose el valor de aquellos rancheritos que habían logrado atrapar á aquella fiera de los caminos; quién opinaba por la guillotina; quién por la horca; quién, proclamándose abolicionista, optaba por la penitenciaría, no sin producir cierto escándalo en algunas señoras del régimen antiguo y partidarias acérrimas del asesinato legal.

Algunas señoras, pasada la primera impresión, sentían conmiseración por el preso y exclamaron «¡pobre hombre!» y quién, en fin, deseaba que llegase el momento de rendir la jornada para ver de cerca á aquel personaje, que causaba tantas emociones entre los viajeros.

Durante todo el camino, el espectáculo del preso fué el pasto de la conversación en todos los carruajes, y la cuestión de la pena de muerte estuvo, largamente á discusión.

Por fin, se avistó la hacienda, situada ventajosamente sobre las ondulaciones de un terreno accidentado, por donde serpeaban arroyuelos y crecían espesas arboledas: parecía que un respaldo de montañas de color azul oscuro, resguardaba aquella pintoresca posesión de los vientos del N, E, Sobre el mismo fondo azul de la montaña, se destacaba, como una garza blanca, la capilla de la hacienda, elegante y moderna construcción dirigida por el hábil ingeniero Santiago Méndez.

El padre González y Chona se asomaban á la portezuela del carruaje para devorar con sus miradas la nueva capilla, de cuya torre se desprendían los sonorosiecos de sus campanas, saludando á los amos.

Ya estaba la comitiva próxima á la calzada que, ornada de árboles, servía de entrada á la finca, y el administrador, con algunos dependientes y convidados venían al encuentro de los viajeros.

Pendían de trecho en trecho, de uno á otro de los árboles de la calzada, esos grandes flecos vegetales que caracterizan nuestras fiestas de pueblo: los arcos de tule, en fin, salpicados con amarillos zempatzochitl daban un aspecto risueño ¿la calzada, en cuyo término se distinguía una masa compacta de gente que avanzaba al encuentro de los dueños de la hacienda.

Empezaron á percibirse los ecos de la música y las detonaciones de los cohetes que poblaban el aire en todas direcciones.

Toda la atención de los viajeros se concentró en el aspecto risueño que ofrecía la hacienda con su peonada alborozada, con sus músicas chillonas, con sus rancheros vestidos de gala y con su profusión de arcos, festones, guirnaldas y banderas que por todas partes flotaban, ostentando los vistosos colores de mascadas de la India, de cortinas de la iglesia, de sobrecamas y pañuelos de todos matices y tamaños.

Entretanto, los cinco ginetes que custodiaban al preso habían esquivado la calzada y, haciendo un rodeo, se dirigían á la hacienda para deshacerse pronto de aquella carga embarazosa y entregarse á sus anchas á los regocijos de la fiesta.

El preso, por su parte, seguía cabizbajo y preocupado sin tomar las riendas de su cabalgadura, que caminaba también con la cabeza caída, como animal de recua, ó como si también para el caballo fuese carga poco lisonjera la de aquella especie de fiera vestida de plata.

Capítulo XIII

En el que se conoce la utilidad de un certificado pedido á tiempo


Indescribible fué el regocijo de los paseantes, que prorrumpían en gritos de sorpresa y de alegría á cada accidente, á cada manifestación del aprecio con que eran recibidos.

La casa de la hacienda, recientemente reedificada, tenía un aspecto de alegría á la vez que de magnificencia, que convidaba con sus mil comodidades á habitar en ella.

Grandes patios cercados par amplios corredores; espaciosas habitaciones antiguas en las cuales se notaba todavía alguna que otra puerta, cuya parte alta ostentaba la forma de una gran concha, y en otras un frontispicio en donde estuvieron esculpidas las armas de España entre dos ángeles de piedra sin narices y sin manos, pero atestiguando con sus menoscabadas formas la veneración de los antiguos poseedores por su rey y señor.

Carlos había querido conservar aquellos vestigios, que patentizaban la antigüedad y nobleza de los ascendientes de Chona, de manera que aún había poyos revestidos con azulejos, cocina con brasero, y lavaderos de estilo monástico, baño en forma de placer y otra porción de recuerdos, que no había sido dado á la mano del arquitecto trocar por otra construcción.

Había una sala decorada al estilo moderno, aunque con los muebles desechados de la casa de México por ser de menos gusto que los actuales; pero en algunas piezas permanecían aún los sillones de caoba maciza con asientos de baqueta, las pantallas formadas con trozos de espejo, las mesas de bálsamo con patas de león y goteras de ondas, algunos grandes cuadros pintados al óleo, ennegrecidos por el tiempo y colocados todavía en sus primitivos marcos de madera tallada de estilo churrigueresco.

Había también algunas astas de venado que recordaban las cacerías, no con trompetas ni con trahillas, sinó los solaces poco ostentosos de los antiguos dueños, á la acertada puntería del niño grande de la hacienda, que había matado su venado en sus primeras vacaciones hacía muchos años.

Todo fué objeto de estudio y de curiosidad para las visitas, quienes por todas partes encontraban objetos raros en que fijarse y que cada cual comentaba á su manera.

Castaños y Anita, que como sabemos eran muy curiosos, representaban netamente esa parte de nuestra sociedad que, cogida por la red de una ignorancia supina, ha sabido adquirir cierto aire de suficiencia, y cierto aplomo para la mas necia crítica; y poniéndose sobre todo lo que la rodea, se convierte en censura perenne de cuanto se le pone delante.

Estos entes son refractarios á todas las impresiones de lo maravilloso y de lo grande; nunca se conmueven, y son fríos por cálculo más que por temperamento: temiendo siempre elogiar una barbaridad, se rien de lo que no es risible, y no elogian sino después de haber pillado su opinión á personas que les merecen crédito.

Castaños y Anita «eran así.»

Para Castaños era malo todo lo de México y sublime todo lo de Europa, en cuyos países creía de buena fé que no había más que maravillas, y para cuyo progreso tenía Castaños unas tragaderas, que daban por cosa olvidada la navegación aérea, y todas las hipótesis y las aspiraciones de la ciencia.

Castaños «era así.»

Anita era su eco, y Castaños era el oráculo de aquella mujer llena de suficiencia y de una ignorancia incorregible, porque á su vez también Anita «era así.»

Se rieron los dos de los sillones y de los azulejos, y creyeron que todo aquello eran lunares de la casa.

Los filarmónicos, apenas se hubieron lavado las manos, se apoderaron del piano, que estaba acabado de afinar.

Castaños exclamó con énfasis:

—¡Qué desafinados están los tiples!

—Está el piano insoportable, repitió Anita. Esto lo estaba diciendo delante de un señor enjuto de carnes y de grandes orejas, que tenía en la mano la llave de las clavijas del piano y á quien se había obligado á adelantarse á los viajeros, con el exclusivo objeto de afinar el piano.

—Ha quedado usted perfectamente, señor Villalvazo, le dijo al afinador uno de los filarmónicos, cuando acabó de ejecutar una pieza de Aniceto Ortega.

—¡Qué bárbaro! dijo Castaños al paño á Anita.

—¿Lo oyó usted?

—Sí.

—¡Y así se llaman filarmónicos estos hombres!

—En Europa no hubiera sido esto tolerable, hubieran llevado al afinador ante los tribunales.

—¡Lástima de dinero! exclamó Anita fingiendo que la risa no la dejaba ni hablar.

Todo lo cual no tenía otra explicación sinó que Anita y Castaños «eran así.»

Pasadas las primeras impresiones del recibimiento y del examen de la casa, vino á poner en movimiento y observación á aquellas gentes, la circunstancia de haber entrado al patio de la hacienda, los ginetes que traían preso al ladrón.

La mayor parte de los concurrentes salieron á los corredores, para ver de cerca al bandido; algunas niñas pusilánimes corrieron á esconderse como si hubieran anunciado la aparición de un tigre, y Carlos, conociendo que aquella escena podría cambiar en disgusto la alegría de sus convidados, llamó á uno de los de la escolta y le dijo;

—¿Quién ha dado á ustedes orden de traer aquí al preso?.

—Pos nosotros dijimos, señor amo, que aquí debíamos traerlo.

—¿Aquí, para qué?

—Pos el amo don Homobono, nos mandó decir que á la hacienda grande.

—Bien está, pero el reo vendrá consignado á alguna autoridad.

—En eso, señor amo, nosotros no sabemos y su merced dirá.

—Será bueno, agregó el administrador, que se lleven á este hombre ante la autoridad.

—Pos como sus mercedes dispongan, dijo el ginete que sostenía su sombrero con la mano derecha, á corta distancia de la cabeza.

Entretanto el reo había fijado una mirada escudriñadora al administrador y á Carlos, y luego bajándose violentamente el embozo del jorongo que le cubría toda la cara, saltó del caballo y, casi de un salto, y apesar de la escolta, estuvo frente á Carlos.

Este salto acabó de desmoralizar á los espectadores tímidos, que creyeron ver en él una agresión, y hasta Castaños retrocedió dos pasos.

Permaneció el bandido unos cortos momentos frente á Carlos, fijándole aún la vista y en seguida se descubrió quitándose su rico sombrero.

—¡Será cierto! exclamó el administrador.

—Sí, señor; es cierto, soy yo: dijo el bandido.:

—¡José María Gómez! exclamó de nuevo el administrador.

—El mismo, para servir á usted; dijo Gómez dejando vagar en sus labios una sonrisa, que bien podía interpretarse como el signo de una perfecta tranquilidad.

—¿Gómez? repitió Carlos, no pudiendo dar crédito á lo que estaba viendo.

Gómez tendía la mano al administrador y éste vacilaba en aceptarla.

—Puede usted tomarla con confianza, señor administrador; soy José María Gómez, su amigo de usted y que respeta al amo todavía.

El administrador aceptó la mano de Gómez.

Los curiosos se habían ido acercando poco á poco.

—¿Pero usted, Gómez?.... dijo de nuevo el administrador, usted....

—Qué quiere usted señor, á todo el mundo le puede suceder una desgracia. Yo venía caminando solo, acordándome del amo, y como se decía por donde quiera que venían los amos, y como hace tanto tiempo que, no los veo, dije, pues voy á saludar á los patrones, y á ver cómo están de salud.

—Entonces interrumpió Carlos.

—Entonces estos señores, dijo Gómez señalando la escolta, me marcaron el alto; y como el que nada debe, nada teme, me paré.—Eché pié á tierra.—Adios ¿y por qué? les dije.—Ya lo sabrá con la justicia.—¿Y yo de qué?—Jale por ahí—me dijeron, y jalé—Pero oiga, amigo, le dije al de la escolta, y usted por qué me lleva? y el señor me dijo que porque habían robado anoche, y que el juez mandaba que aprehendieran á todos; y dije: pues vaya, al fin voy pa la hacienda grande, pos nos iremos juntos.—A ver las armas, me dijo otro.—Adios, pos qué les he de hacer, les dije, y con perdón de usted, me dijeron una mala razón—y yo, la verdad, como estaban de á bola y metiendo luego los caballos y poniéndome las armas en la cara, dije, pues vamos, que al fin el amo me conoce y está satisfecho de mi persona; y dije, pos en llegando cuando no me sueltan; pos dónde mejor hemos de ir que á la hacienda grande ¡vaya! pues allá es como mi casa.....

Carlos estaba perplejo.

—¿A dónde aprehendieron al señor? preguntó Carlos al de la escolta.

—Pues bajando la loma.

—¿Iba solo?

—Pos solo y su alma.

—¿Quiere decir que á ustedes no les consta que la persona que traen, es de los que atacaron anoche los coches?

—Pues eso yo creo que lo averiguarán en el juzgado.

—¿Pero entre ustedes, insistió Carlos, no hay quién haya presenciado....

—En cuanto á testigos, dijo el de la escolta, pos la verdad no le diré á su merced que los haya, pero como el señor venía por la loma...

—¿Y qué? le preguntó Gómez acompañando á la palabra una mirada fija á su interlocutor.

—Nada, señor; sino que como el señor iba y no.... pues como no lo conocen por aquí.

—Es que yo conozco al señor, dijo el administrador en tono que empezaba á tener el carácter de reconvención.

El ginete de la escolta se encogió de hombros.

—Sus mercedes dirán si, á pesar de la equivocación, hemos de ir á ver al juez.

Carlos y el administrador se vieron como consultándose y al fin Carlos dijo:

—En fin, por mi parte no puedo creer que Gómez, en el tiempo que hace que no viene por aquí, haya cambiado de conducta, y ya usted ve, continuó dirigiéndose al administrador, ya usted ve que Gómez ha sido sentido por nosotros, porque nos consta su honradez.

—¡Ah! en cuanto á eso, dijo el administrador, yo dudaba al pronto de que fuera el mismo.

—Cabalmente, dijo Gómez, traigo la carta del amo que me la eché en la bolsa, para manifestarle que siempre me acuerdo de sus favores.

Gómez sacó su carta de una pequeña cartera que ocultaba en el sombrero.

Ante aquella prueba, desaparecieron las dudas de Carlos y el administrador.

Carlos se dirigió entonces á las personas que le rodeaban y les dijo:

—Señores, parece fuera de toda duda que estos muchachos han cometido una equivocación aprehendiendo al señor, que es José María Gómez, persona cuya honradez nos consta por haberla probado en mil ocasiones en esta propia finca, de la que ha sido mayordomo..

Una estrepitosa carcajada de Castaños acabó con la ambigüedad de aquella escena y desde el momento en que se trató de reírse, no hubo ya quien siquiera vacilara acerca de que aquel señor Gómez había sido simplemente víctima de una equivocación.

—¿Qué sucedió, preguntaban por todas partes.

—Nada, ha sido un chasco.

—Por qué?

—Pues si es Gómez.

—¿Quién es Gómez?

—Ese señor.

—¿El ladrón?

—Cállese usted, hombre, si no es ladrón, es una persona honrada que ha estado empleada en la hacienda y lo conoce el señor D. Carlos.

—¿Es posible?

—Sí, señor.

—¡Vaya un chasco!

—A la verdad, pesado.

—¿Con que es Gómez?

—Gómez, el mismo.

—¿Ya sabe usted?

—¿Qué, no es ladrón?

—No, es Gómez.

—¡Ah! ¿pues sabe usted que es un gregorito?

Estas y otra multitud de voces, circulaban por todas partes, entre las risas y la sorpresa de los convidados..

—Pueden retirarse, dijo al fin Carlos á la escolta.

El que había sido interpelado, se apresuró á entregar á Gómez su caballo; otro le volvió su pistola, el de más allá su cuarta y su reata y otro sus espuelas y su espada.

—Vaya, amigos, Dios se lo pague y con su permiso, patrón, dijo en un paréntesis, dirigiéndose á Carlos; ahí están esos medios para que se los tomen de vino.

Y metiendo mano á la honda bolsa de sus calzoneras, entregó al primero de sus guardianes una suma como de doce pesos.

El administrador repuesto de su primera sorpresa, tendió sus brazos á Gómez y se abrazaron.

Carlos se había separado de Gómez, para hablar con sus convidados.

—¿Qué pasa? le preguntaban algunos.

—¿Qué hay?

—¿Quién es?

—Es José María Gómez, un hombre muy honrado que ha sido mayordomo de la hacienda.

Entretanto habían rodeado á Gómez algunos de los sirvientes que lo habían reconocido, y los convidados comenzaron á dispersarse, dirigiéndose á sus respectivas habitaciones.

—Señor don Carlos, dijo Castaños tomando un tono grave y hablando muy bajo. ¿Está usted seguro de que ese hombre es efectivamente José María Gómez, y el mismo que fué dependiente de la casa?

—Sí, señor Castaños, contestó Carlos, y estoy enteramente seguro de su honradez; sobre que no hemos vuelto á tener otro dependiente mejor que Gómez.

—Es que..... decía yo, que pudiera no ser el mismo..

—Sobre que trae la misma carta firmada por mí y que le di cuando se separó de mi casa.

—Yo extraño, insistió Castaños, que estos muchachos que lo atraparon, hayan podido padecer una equivocación tan punible.

—Nada mas fácil.

—Es que ellos conocen más que nosotros á esa gente.

—Vea usted, Castaños, el traje, el buen caballo que trae Gómez, y el ser desconocido de los criados de don Homobono, son motivos suficientes para explicarse la equivocación; además, esto pasaba en momentos en que estos muchachos tenían empeño en quedar bien con nosotros: esta es otra circunstancia que disculpa el error: tal vez, señor Castaños, los mismos muchachos lo han aprehendido á sabiendas de que es inocente.

—Precisamente en eso me fundo para creer, que acaso la equivocación está mas bien de nuestra parte.

—¿Por qué?

—¿Vé usted aquel criado que habla con otros dos?

—Sí.

—Pues á ese le acabo de oír decir, que está seguro de que el tal don José María Gómez, es un ladrón de cuenta.

—¿Es posible?

—Sí, señor don Carlos.

—No lo crea usted, yo conozco bien á Gómez; sólo que últimamente haya dado en malearse.... en fin, veremos,

—En todo caso, será conveniente que hable usted con ese criado, y tal vez de sus aseveraciones se pueda deducir la verdad.

—En efecto, y aun cuando no sea sinó por una simple precaución, le daré á usted gusto, señor Castaños.

Carlos enseguida mandó llamar al criado que le había indicado Castaños, y se retiró para hablar con él á solas.

Poco á poco fué despejándose el patio y ya sólo quedaban en él algunos criados, cuando se pudo notar que Gómez, no muy lejos de un grupo de peones, hablaba con un varillero.

—Un par de mancuernas, lápices, cortaplumas, tijeras muy finas, decía en voz chillona el varillero, y luego agregaba bajando la voz, y enseñando á Gómez algún objeto: Aquí lo entregan, patrón. ¡Plumas de acero, llaves para relojes.! ¡Yo sé lo que le digo sáquese pronto.! Cerillos del ruido y del silencio, un par de ligas para la señorita.

Gómez, disimulando, fingía reconocer los objetos que le mostraba el varillero, y cada vez que tenía que decirle algo, se inclinaba hacia la vidriera del cajón de las chácharas.

—Ya saben lo del muchacho en la otra hacienda y hay exhorto, ¡Navajas de afeitar patroncito.!

—¿Y saben dónde está? preguntó Gómez.

—¡No, patrón;! Unas tijeras ¡pero saben que usted y el Pájaro...! son muy finas, patrón.

—¡Adios! ¿Y cómo lo saben?

—Es lo menos, veinte reales; ¡Pues como siempre cogieron á Celso...! Son de cuatro hojas, señor amo.

—¿Qué de veras?

—Eso nos cuestan y no ganamos nada. ¡¿Pues no? si por eso vine;! Es lo menos, patrón, ¡yo sé lo que le digo; sáquese.!.

—Espéreme por ahí.

Gómez dió algunas monedas al varillero, fingiendo que se guardaba algunos objetos, y se dirigió con paso firme hada el lugar por donde había desaparecido Carlos.

Capítulo XIV

De lo que les había sucedido á Gabriel y á D. Santiago


Por comprometida que sea la situación en que se encuentran varios de los personajes de esta historia, nos venios precisados á conducir al lector cerca de Gabriel y de D. Santiago, á quienes hemos dejado hace tiempo en situación no menos difícil y angustiosa.

No pudo calcular el pobre niño el tiempo que transcurriría desde el momento en que la luz de la aurora hirió sus pupilas al través de sus párpados cerrados.

Después de aquel momento, la penumbra rojiza, que creía tener delante de sus ojos, fué obscureciéndose poco á poco, como si un círculo de plomo hubiera ido ensanchándose hacia la circunferencia, y estrechándose hacia el centro, hasta terminar en un punto que se extinguió por fín.

Un rumor parecido al de la mar lejana, fué creciendo por instantes, hasta semejarse al bramido del torrente: el niño atravesaba la región del ruido, como si al desprenderse del mundo tuviera que pasar por mundos intermedios hasta perderse en el infinito.

A la luz, habían sucedido las tinieblas: al ruido, debía seguir el silencio.

El dolor, en tanto, clavaba su aguijón en el niño indefenso: la conciencia vaga de su situación se hacía sensible por la punzada aguda de sus sienes, y por la estrangulación de sus extremidades; y como si los mazos y los yunques de sus oídos tomaran dimensiones colosales, golpeaban con furor, produciendo una sucesión de estrépitos inaguantables, que terminaron en un colosal gemido parecido al que produce el pito de una locomotora; este gemido fué haciéndose agudo, como si el ruido mismo hubiera estado sometido á la presión de una atmósfera de plomo.

Sucesivamente iba disminuyendo en gravedad y en intensidad el chirrido, que iba siendo gradualmente como un silbo; después, como el vuelo de un insecto; luego, como un soplo imperceptible, que se perdió en la región pavorosa del silencio....

No supo Gabriel qué tiempo transcurrió desde el momento que acabamos de describir, hasta aquél en que volvió á este mundo, como el cadáver que sale del sepulcro en cuya eternidad perdió la idea del tiempo.

La vida, abriéndose paso entre las tinieblas y la nada en que se había sumerjido, asomaba de nuevo, como uno de esos pequeños insectos que triunfan de un montón, de tierra que les cayó encima.

La reminiscencia, la vida, el primer albor mental volvían á alentar dentro de aquel cráneo, cuyas vísceras habían estado expuestas á ser destruidas para siempre.

Parecía que ese huésped que se llama «el alma,» volvía á su hogar después del cataclismo.

Era como el colono que vuelve á contemplar las ruinas de su casa, después del huracán.

Era una alma que iba á emigrar y se volvía arrepentida de emprender tan largo viaje.

Gabriel vivía.

Vivían sus padres.

Vivía la justicia de Dios.

En este despertar, la materia estaba marchita, como la planta cuya vida, que es la sávia interior, lucha en las células para reorganizar al individuo.

Gabriel no sentía aún: el colono iba entrando sin saber si podría vivir allí.

Si la planta arrancada de su tallo pudiera hablar, exclamaría como Gabriel esta sola palabra:

—¡Agua!

Esta voz salió casi sin aire de los pulmones de Gabriel y en seguida sintió, como si en los gases del agua viniera el complemento de la vida, que al tocar sus labios resecos los bordes de una taza fría, se difundía por todo su cuerpo una savia vivificadora.

Gabriel bebió con el placer de la resurrección y tuvo la conciencia de sí mismo.

Los generadores del mundo físico, los gases, ejecutaban sus maravillosos consorcios, sus sabias combinaciones y engendraban la sensibilidad y el movimiento.

Resultaba cierta beatitud de aquel despertar; había no sabemos qué voluptuosidad en aquel regreso: la vida volvía haciéndose sentir como un placer.

Gabriel era una máquina que comenzaba su segunda prueba, después de subsanado un dislocamiento.

Todavía Gabriel no participaba del vigor que se necesita, para que el dolor entrara á ser el testimonio irrefragable de la vida.

La vida, de Gabriel empezaba como todas, gozando. Hubiera deseado padecer.

Estaba circunvalado Gabriel por las paredes de un recinto en donde el oxígeno no era precisamente lo que más abundara: en lugar de este soplo de Dios, había sulfídrico y carbónico, implacables enemigos de la vida.

El pecho de Gabriel ondulaba con cierta fatiga tormentosa.

—¡Aire! hubiera dicho un hombre entendido, pero al lado de Gabriel no estaba sinó una especie de momia dormitando: era una vieja medio idiota, incapaz de ocuparse en cuestiones de atmósfera.

Pero Gabriel tenía un ángel, supuesto que una mano desconocida le había salvado.

El ángel abrió un postigo, y por allí entró con la luz en un torrente de vida.

Gabriel aspiró el aire; y se dibujó una sonrisa de placer en sus labios.

Abrió los ojos. Ya estaba allí la luz; la luz era un pedazo de cielo azul.

—¡Más luz! murmuró Gabriel.

La momia se incorporó como movida por un resorte, y fijando una mirada de reptil en el niño, dijo:

—¿Y para qué quieres la luz, acaso te sirve para algo? ¿no ves que se ha abierto la ventana?

Gabriel fijó la vista en el azul del cielo y no contestó.

—Voy á avisar que has resucitado; porque me parece que de esta no te vas, y eso es porque tienes el cuero duro. Cuidado como te levantas; dado el caso que pudieras hacerlo.

La vieja salió de aquel tabuco, y cerrando la puerta tras de sí, se la oyó por algún tiempo hacer ruido con la llave en la cerradura.

Gabriel no se había movido, porque al volver en sí, no se había acordado de su cuerpo. Reconoció con la mirada aquella habitación.

Contempló sobre su cabeza una serie de vigas ennegrecidas; hacia su derecha una pequeña ventana alta; á sus piés la puerta por donde había salido la vieja; á su derecha se levantaba una pared de adobes carcomida y ensalitrada.

—¿En dónde estoy? pensó Gabriel, ¡Ah! ya no estoy atado al tronco! ¡Gracias, Dios mío! estoy en una cama.!

Siento aún el lazo que está quebrantando mis huesos.... sigo atado. ¡Ay! si pudiera moverme..

Y probó á mover un brazo; y experimentó una violenta impresión de alegría al conocer que podía hacer uso de sus movimientos.

No había salido aún Gabriel de su perplejidad, cuando volvió á abrirse la puerta y aparecieron la vieja y otro personaje.

El niño reconoció bien pronto las facciones de su verdugo y experimentó un estremecimiento de terror.

José María Gómez se puso á contemplar á su víctima.

—Ya lo estás viendo, dijo la vieja dirigiéndose á Gómez, si no ha sido por mí, este muchacho se hubiera muerto.

—Adios ¿pues qué le has hecho?

—¿Qué le he hecho? pues acaso será el primer muerto que resucito ¡vaya! en el pueblo me decían la resucita-muertos, y si no he hecho otras curaciones, es porque tiene uno que estar cuidando de otras cosas.

—¿Pero con qué recordó?

—Adios ¿pues qué crees que no estaba más que dormido? estaba muerto, José María, yo se lo que digo, estaba muerto.

—Bueno ¿pero qué le hizo?

—Pues en primer lugar lo jalamos hasta que le tronaran los huesos, para componérselos..

—¡Adios!

—Como te lo digo, todito estaba descoyuntado; luego lo rociamos con una medicina que yo uso y le dimos recio en todo él cuerpo con un costal y lo arropamos hasta que sudó.

—¿Y ya puede hablar?

—¡Vaya! con que me dijo que quería más luz.

—¿Y por eso abriste la ventana?

—Yo, no: el aire.

—¿Y puede andar?

—¡Adios! pues tú si que Lo menos en cuatro días no podrá menearse.

—¡A ver, amigo! dijo José María Gómez, haga por levantarse.

Gabriel levantó un poco la cabeza, iba á hacer un esfuerzo para incorporarse, pero no pudo.

—Lo ayudaremos, dijo Gómez.

Y tomó al niño por los hombros, obligándolo á sentarse.

Gabriel sintió un dolor agudo y en seguida un desvanecimiento.

—Míralo, dijo la vieja, no puede, yo le daré su atole, para que cobre fuerzas, y dentro de cuatro días, vienes para que te lo entregue.

—¿Y para entónces podrá andar?

—Yo creeré que sí.

—Pero cuidado! dijo Gómez á Gabriel que estaba desmayado, cuidado como te haces el mañoso por no caminar; lo que tienes más que todo es taimado, pero te compondrás conmigo.

Esto lo oyó apenas Gabriel, y no quiso moverse.

Gómez salió de aquella horrible habitación y Gabriel volvió á quedar al cuidado de su enfermera.

Después de un rato, el enfermo tomó unos tragos de atole, alimento que la enfermera ministró á Gabriel varias veces durante todo aquel día.

Un sueño regenerador y tranquilo sucedió al alimento, y el enfermo comenzó á rehacerse poco á poco.

Cuando Gabriel pudo hablar, preguntó á su enfermera.

—¿En dónde estoy?

—En mi casa, pues dónde has de estar!

—¿Y mi padre?

—Que sé yo de tu padre, ni sé si lo tienes.

—El señor don Santiago.

—No lo conozco.

—Veníamos juntos.

—Oiga.... entonces…

—¿En dónde cree usted que pueda estar?

—¿Con que venían juntos?.

—Sí.

—¿Y luego?

—Nos asaltaron.

—Ya sé, que ibas á matar al señor.

—¿Qué señor?

—Al que estuvo aquí.

—¿Al ladrón?

—¿Ladrón? ¿qué le sabes? ¡Habrase visto! ¡es qué ladrón ¿Pues no lo ves, muchacho grosero, que es una persona?...

—Sí; pero él fué quien....

—¡Mientes! gritó la vieja, incomodándose.

—No se enoje usted, señora, dijo Gabriel; á pesar de todo, no le guardo rencor.

—¡Ni tienes por qué!

—En cuanto á eso, puede ser que tenga; ¿pero lo creerá usted, señora, ese hombre me simpatiza; ¡ya se ve, es el primer!....

—¿El primer, qué?

Gabriel iba á repetir la palabra ladrón;

—Pues.... es el primer hombre que yo veo así... en el camino, y si bien es cierto que disparé mi pistola, pero me alegro de no haberlo herido.

—Sí, alégrate; porque te hubiera matado.

—¿Sí?

—¡Vaya! si tiene muy mal genio.

—Pues cuando quiso levantarme para que me sentara, se lo agradecí mucho.

—¡Oiga!

—Sí; y desde ese momento ya no lo aborrezco.

—¿Y por qué lo habías de aborrecer antes?

Gabriel guardó silencio, pero al fin contestó:

—Por nada.

Y al cabo de un rato, dijo:

—¿Si usted me dijera en dónde está mi padre?...

—¿Qué?

—Que á usted también la querría mucho, porque me haría un favor muy grande.

—Pues lo siento, porque yo no sé nada.

—Pero puede usted preguntar.

—¿Yo?

—Sí. ¿Por qué no?

—Tú no conoces al señor; me mataría.

—¿Por eso, nada más?

—Por menos lo hace; ya te he dicho que tiene muy mal genio.

—Pues no se lo pregunte usted á él.

—¿Pues á quién?

—A todos; á quienes usted quiera; pero yo quiero saber lo que ha sucedido con mi padre.

—¿Tiene mucho dinero tu padre?

—Creo que no; al menos, yo no se lo he visto nunca.

—Pues si tuviera mucho dinero, bien le podía dar algo al que le dijera donde estás tú.

—Ya se vé que sí le daría, porque mí padre me quiere mucho.

—Pues yo creo que eso será lo que haga, porque si no sirve el dinero para estos casos, ¿para cuándo, entonces?

Al día siguiente, se presentó otra vez Gómez en el tabuco.

—¡Qué hay, amigo! dijo al entrar, ya nos vamos.

—¿Adonde?

—¿Y cree que se lo voy á decir?

—¿En dónde está mi padre?

—¡Otra! ¿Y qué le importa?

—Es mi padre, contestó Gabriel con energía, y pregunto por él. Yo quiero saber si le ha sucedido algo.

—¿Y qué con que le suceda, pues acaso lo puede remediar?

—Quién sabe.

—¡Adios del muchacho!

—¿Dígame usted, por favor, en dónde está mi padre? ¿dígame usted siquiera que está bueno?

Gómez se quedó pensando y sintió á su pesar, algo á favor del niño, y dijo:

—Pues ya lo verá, no se apure tanto.

—¿Lo veré? ¿es cierto que lo veré? Pues vamos, aunque no pueda yo andar de prisa, iré poco á poco; pero iré.

—Sí; pero eso, depende de él.

—¿Por qué?

—Pues no quiere darnos unos medios que necesitamos.

—Mi padre es muy bueno, y les dará á ustedes todo lo que tenga; yo sé que es capaz de todo por tal de verme.

—Eso no es cierto, porque no quiere prestamos esos medios.

—Será mucho y no lo tendrá.

—No, no es mucho; todavía le queda bastante.

—Pues si yo le ruego, les hará á ustedes el favor que le piden; pues aunque se quede sin nada, yo trabajaré para mantenerlo; pero para eso es necesario ir á México.

Ya Gabriel estaba sentado sobre un huacal que le servía de silla, y había ensayado á dar algunos pasos por la habitación.

—Vaya, dijo Gómez, ya mañana podrá andar, le traeré su caballito y en la noche nos vamos á ver á su papá.

—¡Gracias, señor; muchas gracias! exclamó Gabriel en el colmo de la ternura, y pretendió tomar una de las manos de, Gómez para acariciarla.

Gómez se extremeció al contacto de las manos de Gabriel y retiró las suyas.

—¡Diablo de muchacho! pues va á hacer que uno no se enoje con él por nada.

—¡Vaya! dijo la vieja, con que yo tampoco me he podido enojar...

—Es medio barbero.

—¡Pues no!

—Con que, prevenido, mi amigote, dijo por último Gómez saliendo de la habitación.

La esperanza reanimó á Gabriel hasta el punto de sentirse capaz de emprender el viaje que se proyectaba; é ingenuamente creía que debía estar agradecido á Gómez, por quien cada vez sentía un simpatía mas viva.

Capítulo XV

Continúa el relato de lo que habían hecho Gómez y el Pájaro, antes del asalto á la familia


Don Santiago había sido á la sazón objeto de brutales tratamientos por parte del Pájaro, y había pasado ya por las mas crueles angustias y zozobras.

Ignoraba absolutamente la suerte de Gabriel, y se entregaba sin cesar, á las mas negras cavilaciones y conjeturas.

El Pájaro, en su calidad de guardián de don Santiago, había puesto todos los medios posibles para hacerle insoportable su situación, Al Pájaro, solían sustituírlo dos hombres de la cuadrilla, mucho mas mal encarados é incomunicativos que el mismo Pájaro.

Algunas veces estuvo á punto don Santiago de exponer el todo por el todo; y contemplando á su carcelero, medía sus fuerzas, estudiando la manera de iniciar una lucha, una sorpresa ó una celada; pero nunca pudo resolverse, porque no encontró ninguna oportunidad favorable.

Sus guardianes no le perdían movimiento, y varias noches le obligaron á pasársela sentado en una pequeña grieta de las peñas que formaban la cueva.

En vano procuró seducir á sus carceleros, aquellos hombres eran inflexibles y parecían obedecer al absoluto dueño de sus acciones y su vida.

Los compañeros de Gómez y el Pájaro en el asalto á don Santiago, que como recordará el lector habían corrido en seguimiento de los criados de éste, habían acabado por perder, tanto á sus perseguidos como á sus compañeros; y sólo después de muchas pesquisas lograron, al día siguiente, encontrar la guarida del Pájaro, que era una de las cuevas, que en casos extremos, le servía de refugio y de guarida.

La noticia del plagio de don Santiago no tardó en propalarse por todos los contornos pues los criados al llegar al pueblo pusieron en alarma á los vecinos y á las autoridades, quienes, desde luego, armaron alguna gente y emprendieron la persecución de les malhechores.

Pero Gómez y el Pájaro, que preveían este resultado, habían tomado una dirección opuesta al lugar del asalto, trasponiendo montañas y abriéndose paso por lugares casi inaccesibles, pues según ellos mismos dijeron, lo que más importaba era ganar monte.

El Pájaro, conociendo la situación, determinó ocultar por un tiempo indefinido á sus plagiados, con objeto de que mientras D. Santiago y Gabriel estaban custodiados y en lugar seguro, los autores de aquel crimen se presentaran en algunos lugares en que eran bastante conocidos para preparar la coartada, según el Pájaro decía.

En efecto, la coartada era un procedimiento en que el Pájaro era diestro.

Preparaba un robo., tendía todos los hilos, lo dirigía, lo mandaba ejecutar, y á la hora en que debía verificarse, emprendía una riña en lugar en que alguna autoridad pudiera atraparlo.

De manera que al ser acusado el Pájaro por el robo cometido, había siempre una autoridad que pudiera prestar entera fé, de que el día, y á la hora en que aquel robo se había cometido, el Pájaro estaba detenido en tal cárcel y á disposición de tal autoridad por motivo de una simple riña.

El Pájaro, aunque diestro en todas estas peripecias tratándose de robos comunes, no se encontraba muy seguro de sí mismo, en tratándose de un plagio.

Gómez, por su parte, tampoco se consideraba mas expedito que su compañero.

—¿Qué hacemos ahora, vale?

—Pues lo que es yo... á mí no me gustan estos negocios.

—¿Por qué, vale?

—A mí deme usté donde rifarme machete en mano.

—Ya se vé, sale ano pronto y todo se acaba; pero andarse con presos....

—¡Y luego, qué presos: el viejo chocho!

—¡Y el maldito muchacho tan delicado, que por poco se muere!

—Bueno; pues lo que yo le digo es que qué hacemos.

—En el pueblo ya saben que el viejo se ha perdido.

—¡Vaya! con que salieron los vecinos.

—¡Adios!

—Por vida de usté, ¿pues qué, no se lo dijo Celso?

—Pero ya se cansarían.

—¡Pues cuándo no!

—Saldrían en piscles.

—¡Vaya! si dice Celso que los vió, que venían en sardinas de rancho; el mejor caballo era el del gachupín de la tienda.

—¡Adios! ¿Y Perfecto?

—Pues ese no estaba en el pueblo.

—¿Y los Sedillos?

—Pues tampoco.

—¿Y ésos nos iban á coger?

—Pues ésos.

—¡Pues hora sí nos cogieron!

Gómez sacó un cigarro grueso de Monzón, le deshizo una cabeza, mordió la otra con los colmillos, volvió hacia un lado la cara para escupir con fuerza el pedazo de papel que le había arrancado al cigarro, y alargó la mano izquierda para recibir el puro que estaba fumando el Pájaro.

—¿Qué le ha dicho el viejo, preguntó Gómez?

—Pues dice que dará mil pesos.

—¡Adios de mil pesos!

—Dice que no tiene dinero en pesos; que lo tiene en casas.

—Pero tiene amigos.

—¡Cuándo no!

—Siquiera que duplique.

—Eso es, una talega para cada uno.

—Es poco, porque Celso dice que quiere la tercera parte.

—Pues le pediremos tres talegas.

—Y si no las dá, lo ahorcamos.

—¿Vamos á verlo?

—Vamos.

El Pájaro y Gómez se encaminaron hacia la población mas inmediata y pararon al frente de las primeras casas de uno de los suburbios.

Había una mujer parada en el dintel de una puerta desvencijada. Cerca de esta puerta había una mesita con una servilleta, lo que indicaba que allí se daba de comer al hambriento.

Al pararse los dos ginetes frente aquella mujer no medió ningún saludo; solamente se vieron con esa mirada que revela que los interlocutores se ven con frecuencia.

—¿Se apean? preguntó la mujer, sin cambiar de postura.

Los ginetes en vez de contestar, se dirigieron hacia una especie de portal ó cobertizo, que estaba á pocos pasos de allí, se abrió otra puerta frente á ellos, y, agachándose lo más que pudieron, pasaron adelante.

Un muchacho, como de ocho años, salió á recibir á los recién llegados, que se encontraban á la sazón en un patio ó corral cerrado por todas partes.

Tampoco á aquel muchacho le hablaron; pero al verlo, se apearon y le entregaron las riendas de sus caballos.

El muchacho les tocó el encuentro á los caballos, y sintiéndolo caliente, se puso á pasear á aquellos animales al rededor del patio.

El Pájaro se quedó viendo al muchacho, y por agasajo le tiró con la cuarta; el chico la esquivó, la recogió en seguida y continuó el paseo.

Parecía que en aquella casa estaba prohibido hablar; pero si bien se veía, aquella sobriedad de palabras, no era otra cosa que esa especie de reserva y de laconismo, característico en nuestro pueblo; laconismo que muchas veces le hace á uno dudar que puedan entenderse dos interlocutores que mantienen un largo diálogo de monosílabos, en los que ni la mímica interviene para hacerlos mas expresivos, y no obstante, los que dialogan se comprenden admirablemente.

Gómez y el Pájaro llegaron á donde estaba la mujer que los había recibido, la cual estaba ya preparando el almuerzo, ni más ni menos que si los recien llegados lo hubieran pedido terminantemente.

—¿Chile? preguntó el Pájaro.

—¿Qué, no? contestó la mujer sin volver la cara.

—¡Vaya!

Al cabo de algunos momentos, agregó:

—¿Hay fresco?

Se refería al pulque.

—De hora, contestó la mujer.

—¿Qué, sabías?

—Pues no.

—¿Cómo?

—Yo dije.

—No; ¿pero por qué?

—Pues como los andaban buscando.

—¿Quién?

—D. Celso.

—¿Qué dice?

Pos....

—¡Oye!

La mujer volvió la cara para ver á su interlocutor, como si este «oye» quisiera decir: «Mírame.»

—De lo de....?

El Pájaro debió poner un gesto, que quería decir: «de lo del plagio,» porque la mujer movió la cabeza en señal afirmativa.

—¿Y qué dice? agregó el Pájaro.

—Pos chismosos que son y montoneros.

—¿Sí?

—Pos dicen que usté y D, Gómez, desde el otro día, quién sabe qué han hecho con un señor grande y con su hijo.

—¿Oiga?

—Y dice que los andan buscando.

—¿Y tú qué dijiste?

—Pos yo le dije á Celso, que como no habían pasado anoche, pos cuándo no venían ahora á almorzar.

A la sazón, puso la mujer sobre la servilleta una cazuela con manteca hirviendo, en la que reposaban cuatro huevos; después puso dos platos soperos de loza fina y un bote, que había sido de pomada, lleno de sal no pulverizada; agregó una cuchara de cobre amarillo, y, envueltas en un lienzo de manta, hasta treinta tortillas.

Gómez, que había permanecido callado y taciturno, se echó hacia atrás su gran sombrero.

La mujer colocó sobre la pequeña mesa que casi se llenaba ya con aquellos objetos, un gran jarro con pulque y dos vasos de vidrio delgado de forma cónica.

Mientras los dos bandidos tomaban los huevos, humeaban en la hornilla varios trozos de tasajo, que, una vez tostados, fueron puestos por la mujer en la mesa y acompañados de un molcajete donde había triturado chiles con sal y agua, á cuyo manimiento daba aquella mujer el nombre de chile bruto.

Reinaba cierto silencio soporoso en aquel comedor: no parecía sinó que los tres personajes de aquella escena, tenían más motivos para callar, que para comunicarse abiertamente.

Gómez no había desplegado los labios más que para comer.

El Pájaro fijaba, de vez en cuando, sus miradas en la mujer que los servía.

Esta tendría más de veinte años, estaba demacrada y sucia, yen la manera particular conque era tratada por el Pájaro, se conocía que debían existir entre ellos ligas de cierta especie y asuntos no muy limpios.

En efecto, aquella mujer estaba en et mundo, según ella decía, por el Pájaro. Tenía diez y seis años cuando conoció á este hombro, y pocos días después perdió la tierra y la familia; fué primero la ilusión del Pájaro, ya hora era su esclava; la había obligado á mezclarse en sus malos asuntos y ya la justicia tenía sobre aquella mujer fatales derechos.

La intranquilidad de aquellas conciencias concentraba el pensamiento de cada uno de los actores de aquella escena, en la que las palabras salían de vez en cuando y después de largas pausas de soporoso silencio.

En aquella casa de triste y miserable apariencia, vivían en el exterior y hacia el camino, dos mujeres: una de las cuales era aquella cocinera, y la otra la vieja, que en una de las habitaciones interiores, era la carcelera de Gabriel.

El Pájaro y Gómez acabaron de almorzar con cierta intranquilidad y precipitación, se levantaron de la mesa, salieron al corral donde les esperaba el muchacho, teniendo del ronzal los caballos, montaron y salieron de la casa sin haber vuelto á dirigir la palabra á la mujer que les había servido. 

Capítulo XVI

Continuación del anterior


Gómez y el Pájaro tomaron la dirección de la cueva en donde estaba oculto D. Santiago, y no habían andado mucho, cuando vieron venir hacia ellos un ginete á paso apresurado.

—Mire Don.... dijo Gómez al Pájaro.

—Ha de ser el Chato.

—¡Adios! ¿Pues de qué color es el caballo?

—Es el alazán cuatralvo.

Y viene recio.

—Es que nos ha devisado.

Acortaron los ginetes el paso para no alejarse del punto en que debían reunirse con el Chato.

En efecto, á poco rato estaban juntos.

—¿Qué hay? preguntó el Pájaro.

—Que esta tarde pasa por las barrancas la familia de la hacienda grande.

—¿Vienen muchos?

—Son hartitos.

—¿Y armados?

—Traen sus pistolitas; pero casi todos son catrines de ¡ay mamá!

—¿Y Angulo?

—Ya estuvo con la galopina: dice que sólo ha visto dos rifles; pero que el catrín Castaños y el catrín Santibañez son pelones.

—¿Y los muchachos donde están? preguntó el Pájaro.

—Lo que es los míos, ahí nomás en la arboledita; pero á los otros, es necesario avisarles para que vayan llegando á la hora.

—¿Cuántos son por todos?

—Podremos ser como doce.

—¿Qué dice, D. Gómez?

—Que somos pocos.

—¡Adios de pocos!

—No ve que traen rifles.

—¡Pues usté sí que anda templando temprano!

—¡Yo, no: vamos!

—Ya sabe, amigote, que no hay que rajarse.

—Yo decía que podíamos dejar á don Santiago en la peña.

—¿Y si se va?

—¡Qué se ha de ir!

—Lo que es por esta noche, lo dejamos con uno que lo cuide.

—¡Eso es, para que el otro venga con nosotros, para que seamos siquiera trece! dijo Gómez, pensando en los rifles de los pasajeros.

—Oiga, don Gómez, dijo el tercer ginete, si viera que don Angulo me contó una cosa.

—¿Qué le contó, amigo?

—Pues dice, que anoche llegó una señora á la hacienda; pues... una pobre que venía caminando y que no la dejaban entrar.

—¿Y qué tengo yo que ver con eso? dijo Gómez con enfado.

—Yo no digo que tenga que ver, sinó como don Angulo el ratón, rasca por todas partes, me dijo: pues anda y dile á Gómez, que aquí está una señora, que le importa.

—¿A mí?

—Pues eso me dijo: dile que ya sabe que es de la que me ha contado.

—Qué contado, ni que...

—Pues usté hará lo que quiera.

—¿Y quién es ésa?

—Pues me dijo Angulo que una señora, y que estaba muy compadecido y que luego que la vió, dijo: Ay, si la viera don Gómez hasta muina le había de dar, de verla en ese estado.

—¡Adios!

—Por vida de usté.

—¿Pero no le dijo cómo se llama la señora?

—Salomé.

—¿Cómo? exclamó Gómez parándose ¿cómo dice que se llama?

—Pues doña Salomé.

—¡Pero hombre...

—Yo digo lo que me dijo don Angulo.

—¿Y usté la vió?

—Yo no, ya sabe usté que no bebo agua por la hacienda; pero lo que es don Angulo, hasta sabe que esa señora pobre y todo como es, creo que es amiga de la señora doña Refugio, la rica.

—Gómez lanzó una terrible imprecación, echándose para atrás su gran sombrero y se dirigió hacia el Pájaro para decirle.

—Oiga, amigo; aunque sea con cinco muchachos, pero buenos, les caemos esta tarde.

—¡Adios! mire qué valiente se ha puesto de repente.

—Sí, vale, y lo que es yo, no cojo nada de lo que llevan.

—¿No, pues qué?

—Nada más una mujer que viene con ellos.

—¡Adios! ¿y qué va hacer con otra mujer, pues no tiene tantas? usté si que....

—No le hace, vale; yo me la llevo por que me pertenece.

Esto lo decía Gómez sin seguir caminando.

—Bueno: dijo el Pájaro, usté se la llevará, pero vamos á ver á don Santiago.

—No, vale; vaya usted á dejarlo seguro y á traerse al otro muchacho; yo aquí me quedo mientras llega la hora, porque lo que es esa mujer no se me escapa.

—Ande, vamos.

—No, amigo; yo me quedo y aquí nos vemos.

—Quiere decir que aquí nos juntamos á la tarde.

—Aquí lo espero, vale.

—Pues hasta luego.

José María Gómez arrendó su caballo hacia la montaña vecina, y el bandido que le había llevado la noticia de la aparición de Salomé lo siguió á corta distancia.

Caminaron así por espacio de una hora sin que Gómez desplegara los labios ni se cuidara del que lo seguía.

Habían llegado á lo mas espeso de una arboleda que se levantaba al pié de una montaña.

El caballo de Gómez se paró allí como obedeciendo á una antigua costumbre.

—¿Pero, es cierto, vale, todo lo que me ha dicho? mire que estoy decidido á todo, á jugar la piel por juntarme con esa mujer.

El vale no contestó, y Gómez se quedó profundamente pensativo.

Diez años de recuerdos se agolpaban en su imaginación: se reproducían con una claridad inusitada y deslumbrante todas las escenas de aquellos amores que habían logrado hacer tan honda huella en el corazón de Gómez, y volvía á sentir las mismas inquietudes de otro tiempo, como si aquel periodo fuera estinguiéndose á la viva luz de sus recuerdos.

Se echaba en cara en aquel momento haber sido omiso para buscar á Salomé; conocía que el haberla abandonado había sido una acción infame, pero recordaba también los mil contratiempos, las prisiones que había sufrido y las mil peripecias de su vida fatigosa é inquieta, y todas estas contemplaciones y recuerdos le hacían probar una amargura profunda y desgarradora.

Pero la idea que más lo atormentaba y que le hacía desear la venida de la tarde, era la de figurarse á Salomé en poder de otro hombre: considerar que ya no le pertenecía y que tendría que arrancarla de otros brazos, lo hacía devorar el fuego de sus celos, reducido á una impotencia que lo entregaba á la desesperación.

Largo tiempo estuvo Gómez entregado á sus tristes pensamientos,«hasta que, conociendo que se aproximaba la hora del asalto, salió de la arboleda para reunirse con sus compañeros.

De entre éstos hubo quien diera á Gómez noticias mas fidedignas y pormenorizadas acerca de Salomé; persona que había visto á los viajeros montar en los coches había dicho que la mujer á quien doña Refugio había amparado, caminaba en uno de los últimos carruajes; de manera que Gómez eligió dos de entre sus valedores con objeto de atacar el convoy por la retaguardia.

Nuestros lectores saben ya el resultado de esta expedición.

Gómez, según su costumbre, se había dado valor por medio de libaciones repetidas, tanto mas frecuentes, cuanto que se trataba de un asunto de la mayor importancia.

Este procedimiento, si bien por una parte le proporcionó á Gómez toda la suma de valor que necesitaba para afrontar las balas de los pasajeros, le hizo por otra parte llegar á un momento en que, perdiendo la conciencia de sus acciones, creyó deber ponerse en salvo antes de que el caso así lo requiriera.

Capítulo XVII

La naturaleza amante


Una ráfaga de la brisa de la mañana acababa de agitar en sus tas algunas flores que dormían; y algunas estrellas imperceptibles se hundían en el azul del espacio.

Varios pajarillos despertaron al estrépito de un mugido prolongado que salió del establo de la hacienda, y los gorriones que anidan en los techos de los corredores asomaron la cabeza sobre las gramas secas de su lecho caliente.

Mas listas las golondrinas se habían parado ya en las blancas molduras del campanario; mirando hacia el Orienté: el crepúsculo en tanto dibujaba el perfil de las montañas en el fondo del primer lampo luminoso.

Poco á poco fué levantándose un rumor sordo que insensiblemente crecía: la paz y el silencio de la noche empezaban á ser turbados por esa serie de ruidos que casi no tienen poder para mover el precioso aparato de nuestros oídos.

La hormiga que arrima las piedrecitas que sirvieron de puerta al hormiguero; el pequeño terrón que rueda desprendido al empuje de un insecto que adivina el día; el broche de las flores que se desprende al impulso de la savia; el despertar de millones de seres que están escondidos en todas partes; las caricias de muchos miles de madres que vuelven á sentir el día y el amor al mismo tiempo, forman un conjunto de mil y mil pequeños ruidos, para que el mundo microscópico preceda en el rumor del himno universal que saluda á Dios todos los días.

Las madres despiertan mas temprano, porque el primer aliento de la naturaleza es de amor: de todos los nidos y de todos los lechos maternales se levantan al cielo las primeras preces; y todavía el sol no ha podido apagar las últimas estrellas, todavía no han enviado al espacio las azucenas su primer efluvio, y ya va atravesando los espacios la oración de la madre.

La naturaleza se rejuvenece cada día en la hora primera, porque en ella recoge los acentos mas puros, por que siente brotar el amor junto con las flores, porque el primer acento del mundo es de amor y de esperanza.

¡Hora sublime de misterios y de caricias que registra en sus goces inefables, y medio velados todavía por el crespón de la noche, fruiciones deliciosas y secretos exquisitos: aves que se besan, pupilas que se dilatan en medio de la penumbra, para volver á contemplar un objeto amado que les veló el sueño; manos cuyo primer movimiento es la caricia, labios cuyo primer roce es un beso, corazones cuyo primer latido al despertar es de amor!

De todos esos misterios se levanta la verdadera oración de las criaturas, y por eso la primera sonrisa de la naturaleza es inefable.

Después de estos primeros síntomas de la vida real, los sonidos distintos y perceptibles comenzaron por todas partes á formar el creccendo de aquel coro universal.

Ya son las vacas de la ordeña que se ven obligadas á apartarse de sus hijos á la hora en que, ricas de vida para ellos, van á dar su sangre al hombre; y tal contravención, tal sacrificio, les arranca un mugido sordo y prolongado, que acaso no es otra cosa que un lamento.

Ya es el rechinar de las puertas de corrales y trojes que se mezcla al múltiple balido de las ovejitas, que se anuncian con gritos para no ser abandonadas por la madre en el tropel del rebaño que sale al campo.

Ya es el cacarear de las gallinas alborotadas en la difícil maniobra de saltar de las altas estacas ó de las ramas de un árbol seco del corral: ya es el crujir de las coyundas y las lanzas de arado, al resistir las ligaduras que soportarán los bueyes durante doce horas.

Mas lejos comienzan á desfilar las carretas que volverán en la tarde trayendo el grano de los sembrados.

Hacia los dos costados de la casa de la hacienda, comienza á oírse cierto ruido particular de las palmas de las manos, porque en todas las chozas se preparan ya las tortillas de los peones; y un humo azul lame las negras paredes de las casitas, y un olor resinoso y particular se difunde por las rancherías, por que comienza á arder la leña ó la buñiga.

Los perros se asperezas y olfatean, pidiendo al basurero un desayuno; los gallos cantan en la casa de la hacienda, y responden en coro los de las cercanías, como trasmitiéndose un «alerta»; y se mezclan á la algarabía de las golondrinas y al gorgear de los canarios de la casa, ese ruido inconfundible que hacen los guajolotes en el auge de su bienestar.

El día, en fin, radiante, y rico de alegría y de vida, había aparecido; y el sol, precedido de cien mil girones de colores, qué flotaban en el espacio diáfano, como variadas banderolas, iba á aparecer magestuoso sobre los montes.

La naturaleza con sus mil raudales de vida, invitaba al hombre á los placeres de la meditación, al éxtasis de la criatura en presencia del universo; pero las muelles costumbres de la ciudad retenían en los calientes lechos á los viajeros, y á aquella hora galana y rica en armonías, los convidados roncaban aún profundamente.

El jardín de la casa estaba solitario: algunas tórtolas de cuello tornasol, posadas en las puntas de los árboles, recibían con placer, los primeros rayos del sol que se elevaba mientras que alegres bandadas de pequeños pajarillos, buscaban en la tierra las semillas desprendidas del ovario durante la noche, ó los insectos descuidados en su primer salida.

Algunos zenzontlis gorjeaban sobre las altas ramas de los olivos, y los gorriones abandonaban las ventanas y las cornisas de la hacienda y se lanzaban al jardín en busca de sus cuotidianas delicias.

Los coquitos, esas pequeñas palomas que viven cerca de las casas de campo, bajaban al camino, sabiendo que allí encontrarían granos escapados por las rendijas de los carros..

Hacia un extremo del jardín se elevaban espesas enredaderas cubiertas de flores rojas y azules, trepando sobre las retamas y los sauces, y formando un boscaje que cubría casi todo un ángulo del cuadrado.

Se necesitaba una observación detenida, para distinguir entre aquel espeso follaje algo como una balaustrada.

En efecto, hubiera podido corroborar esta idea, notar que al través de los intersticios de las enredaderas descendía una figura blanca.

Era Chona, quien, según recordarán nuestros lectores, tenía más motivo que otras gentes para estimar en lo que valen las delicias del campo.

Descendió Chona al jardín, salvando una pequeña escalera con techo de verdura, y caracoleando por las caprichosas callecitas cubiertas de arena, llegó á una gruta artificial, en cuyo fondo había un surtidor de agua que se despeñaba sobre rocas cuidadosamente sobrepuestas y venía á confundirse en la tranquila corriente de un pequeño arroyo.

Chona había ganado en hermosura; y era de notar que á aquella hora ya paseaba en el jardín, primorosamente ataviada, y peinada de una manera irreprochable.

Había en la fisonomía de Chona esa mezcla de inquietud y deseo, de sobresalto y de arrojo que la acusaba desde luego de llevar á aquella gruta intenciones no del todo candorosas.

Hacia el extremo del jardín, los pajarillos que acababan de bajar de sus nidos volaban en distintas direcciones porque sentían los pasos del cazador.

Era un cazador efectivamente quien causaba su sobresalto; sólo que, lejos de hacer uso de su arma la llevaba colgada al hombro con una cinta de seda, y las intenciones que abrigaba estaban muy lejos de ser hostiles.

Era aquel hombre mas bien un poeta que un cazador; y después de haber dado un rodeo por ciertas callecitas, comenzó á buscar sobre la arena no sé qué flores, que al encontrarlas se retrató en su semblante la alegría.

Aquellas flores eran las huellas de unos pies de mujer, que bien podrían haber sido los de un niño: el cazador las contemplaba adivinando el movimiento de la que las imprimiera, y como queriendo leer en cada una de aquellas marcas pintadas en la arena, no sabemos cuántos signos que sólo podría traducir un hombre enamorado.

Traía el cazador un traje color de plomo, altas botas plegadas, y un finísimo sombrero de paja; terciada traía la bolsa de caza, calzados los guantes de ante, y sobre el hombro izquierdo una escopeta belga de dos cañones.

Chona sintió los pasos, á los que contestaron los latidos de su corazón, y vió á Salvador acercarse á la gruta.

Un momento después se estrecharon las manos y luego se sentaron en una banca rústica á orillas del arroyo.

Chona dió á Salvador un pequeño ramo de pensamientos y heliotropos.

—Siempre te acuerdas del heliotropo, dijo Salvador.

—Eso es para que te acuerdes siempre de mí.

—Sí; aspiro algo tuyo en su aroma.

—Solo tú sabes decir cosas tan bonitas; dijo Chona.

—Porque las siento, contestó Salvador con profundo cariño.

—¿Por qué estuviste triste ayer?

—Por nada; contestó Salvador, mintiendo de una manera que lo conoció Chona.

—¿Eso se me dice á mí? dijo Chona en tono de cariñosa reconvención.

—Es la verdad.

—No; entre nosotros no existe la mentira ¿por qué has estado triste? dímelo.

—Porque empiezo á hacer mucho caso del mundo.

—¿A pesar de tu espiritismo?

—Ese es mi pesar, el plazo se prolonga en vez de acortarse.

—¿Empieza á vacilar tu fé?

—Mi fé no, mi resistencia.

—Si vieras que no me satisface tu respuesta.

—¿Por qué?

—Temo que por la primera vez me estés engañando.

Salvador se tardó en contestar.

—No, dijo, no te engaño.

Chona corroboró su idea y se puso pensativa.

—Tú eres ahora la que te pones triste.

—En mí no debes estrañarlo; siempre estoy triste.

—¡Injusta!

—No: sensible. ¿Podemos acaso ser felices como lo son otros amantes?

—¿Por qué no?

—Porque para encontrar la felicidad en el estado excepcional en que nos encontramos, se necesita no tener cabeza ni razón.

—Yo estoy de riña con esas cosas desde que te amo.

—Eso, no es cierto, porque lo que nos ha dado fuerza para luchar con el destino, es tu fé en el porvenir; es esa filosofía que me espantaba al principio y á la cual me acojo hoy como á la única tabla de salvación. Pero, vamos á ver, tú no me has podido negar que estás triste, ¿qué tienes? ¿por qué sufres, Salvador?

—No hablemos de eso.

—Por el contrario: esto es de lo que debemos hablar.

—¿No será mejor que hablemos... del campo, de las flores, de la naturaleza?

—La naturaleza se entristece cuando te veo sufrir.

—La naturaleza,., repitió Salvador, yo no he visto cosa mas egoísta que la naturaleza: ella tiene su modo de ser y sus leyes tan inmutables y severas, que ni las lágrimas ni los tormentos de la humanidad, pueden cambiarla jamás. Vuelve la vista en derredor de nosotros: todo sonríe, toda está tranquilo. ¿Quién podría, decir que hay otros seres capaces de tomar parte en nuestras tristezas? ¿qué somos nosotros ante todo ese universo viviente; alegre, por que es superior al dolor; orgulloso, por que se basta á sí mismo?

—¿Niegas, Salvador mío, la relación entre la criatura y la naturaleza? te desconozco; hablas movido por un sentimiento de rencor cuya causa me es desconocida.

—No, Chona; hablo con el corazón.

—Otras veces, continuó Chona con tono mas cariñoso y persuasivo, otras veces tú me has hecho comprender la relación misteriosa y providencial que existe entre nosotros y la naturaleza. Escúchame, y verás cómo he aprendido tus lecciones. ¿Te acuerdas cuánto has deseado verme en el campo? ¿Ya olvidaste nuestros sueños y nuestros proyectos? Apenas se han realizado te manifiestas ingrato con lo que tanto habías, deseado. Yo no he cambiado, Salvador, yo, sí he tocado la felicidad que me hiciste soñar; este sitio, esta gruta, ese chorro de agua, esta sombra que nos prestan los fresnos, las flores que se mecen á nuestros piés, las aves que trinan, todo, todo esto á tu lado, tiene para mí un encanto tan irresistible, que me he creído indemnizada mil veces de todos mis tormentos. Palpitante, loca y ciega, he corrido tras una felicidad, que mujer alguna en el mundo se atrevería á desdeñar; y entonces, Salvador, cuando me he considerado con el tesoro de tu amor entre mis manos, he escuchado el coro de la naturaleza, que entonaba hossanas á mi felicidad; entonces he podido extasiarme en el azul del cielo; entonces, centuplicada mi sensibilidad, he podido saborear todos los deleites de que es capaz el alma arrobada en el éxtasis de la contemplación y del amor; entonces las aves han tenido para mi oído sus trinos mas melodiosos; entonces me ha parecido comprender hasta esos murmullos apacibles de la fuente, de los árboles, del viento; entonces todo ha hablado á mi alma, porque tú, con tu amor lo llenabas todo, estabas en todas partes, llenando, desde mi imaginación hasta el espacio; y yo, en compensación, lo amaba todo, porque todo cuanto me rodeaba eras tú, había algo de tí hasta en el aire que respiraba; entonces, Salvador, amé la naturaleza, como á una amiga de mi amor, me identifiqué con ella, como me he identificado contigo, y amé como ninguna mujer ha amado en el mundo...

Mientras Chona hablaba, Salvador había estado recibiendo los efluvios de aquel amor, con un recogimiento casi místico; después con arrobamiento delicioso, y por fin, con una ternura profunda.

Del fondo del corazón de Salvador, se habían esprimido dos lágrimas, que asomaron ardientes en sus ojos; y al través de esos prismas radiosos que las lágrimas forman en la visión, Salvador contempló á Chona, como una creación celestial.

Chona fijó á su vez su mirada en Salvador, y un torrente de amor corrió entre aquellas dos almas, solas en el mundo.

—Tienes razón, Chona, dijo Salvador al cabo de un largo rato de silencio.

—¿No es verdad, insistió Chona, que la naturaleza no es egoísta? ¡Ay! agregó arrojando un profundo suspiro, ella cambia con nosotros; y así como nos hace gozar cuando gozamos, es inexorable con nosotros cuando…

—¿Cuándo qué? interrumpió Salvador.

—Cuando somos culpables.

—¿Culpables? no pronuncies esa palabra.

—¡Qué horrible es esa palabra! ¿no es verdad? tiene todo lo mas terriblemente doloroso que pueda sentirse. ¡Ay! Salvador, por desgracia es cierto.

Hay un Dios tan justo, hay una ley tan inexorable, que si cien veces me eleva la ilusión al cielo finjido de nuestro amor, otras tantas desciendo al abismo donde sólo palpo la verdad y á donde sólo devoro el remordimiento.

—¡Chona! por piedad, exclamó Salvador, adivinando adonde debían conducir aquellas reflexiones.

—Sí, Salvador; continuó Chona, la naturaleza también premia y castiga; y si nos hace probar efímeras delicias de un momento á los que no las merecemos, en cambio, nos sumerge bien pronto en el mar de la verdad, á donde todo lo que nos rodea es amargo, y á donde se ven perdidos para siempre los extraviados sueños de nuestra loca fantasía. Entonces, Salvador, entonces el viento que antes nos regaló con murmullos apacibles, se desencadena furioso, y gime y nos amenaza; entonces el cielo que contemplamos diáfano, se preña de nubes negras y espantosas; entonces la noche, la soledad y el silencio nos amenazan, y la formidable voz de nuestra conciencia se levanta como un amago inarticulado y terrible; entonces todo se nubla y se entristece, entonces todo lo que nos rodea es amenazante, porque es la intuición de la justicia la que nos marca el hasta aquí de nuestros malos pasos.

—¡Chona! ¡Chona, por Dios! me estás matando.

—Tú también has sabido elevarme hasta el cielo, para hacerme descender después hasta el abismo.

—Ese abismo es la verdad y la verdad no se parece á la muerte: es la luz.

—Es cierto.

—¿Acaso te has arrepentido de amarme, Chona?

—No; pero nuestra abnegación, según tú mismo me has dicho, debe consistir en arrostrar con las consecuencias de nuestro amor y en resistir hasta el torcedor de nuestra conciencia: ya me ves, yo tengo valor, yo no apelo á la mezquina disculpa de creerme ignorante, no, yo sé todo lo que hago, mido el peso de mis acciones, y todas, malas como son y reprobadas por mí misma, las ofrezco en aras de nuestro amor; yo sé levantar la frente ante el deber, como sé bajarla ante la reprobación social de que soy digna.

Al dulce canto de las aves, acababa de mezclarse el desagradable chirrido de un cerrojo.

Salvador y Chona se levantaron de su asiento, como movidos por un resorte; se estrecharon las manos con precipitación y casi á un tiempo pronunciaron esta palabra..

—Mañana.

Salvador se escurrió á lo largo de una tapia, y Chona volvió á recorrer las curvas callecitas del jardín, y subiendo la escalera, se perdió en el bosque de verdura, de donde antes había salido radiante de alegría.

Tercera parte

Capítulo I

Los amores de Castaños


Media hora después de la escena que acabamos de describir, los convidados se reunían en el comedor de la casa, para tomar el desayuno. Castaños había sido uno de los primeros en presentarse, pulcro, aseado, como lo tenía de costumbre; con sus patillas mas negras y relucientes que otras veces, y con su aire jovial y frívolo al mismo tiempo; pues Castaños era una de esas personas á quienes nunca les faltaba materia, supuesto que, viviendo en la esfera de las superficialidades, toman por lo serio los mas insignificantes detalles de la vida vulgar, y convierten cada, circunstancia pueril en asunto complicado y difícil.

Castaños sabía entretener media hora á su interlocutor con el relato de un catarro, ó con lo que le pasó en la misa de doce y cuarto en Catedral, con la historia de unos botines de charol de su propiedad, ó con la de la marca de su pañuelo.

Cada uno de estos accidentes, era para Castaños motivo suficiente para hablar ocho días.

Ya hemos dicho que Castaños hablaba con todas las muchachas y con todas ellas tenía negocios pendientes, circunstancia de la cual más de una vez hacía vano alarde; pero de entre todos los asuntos que tenía pendientes, había uno, que durante el camino, había ido tomando las proporciones de una cosa seria y de trascendencia.

El negocio era éste.

Castaños no había podido seguir siendo indiferente á las insinuaciones de Carolina, joven que, como hemos dicho antes, había sido desgraciada en amores, y, rayando en los veintisiete, estaba viendo que los años se le venían encima de la palma y la corona de virgen, que llevaba en el mundo á más no poder.

Acaso el amor está sujeto á modificaciones barométricas, puesto que el aire puro del campo aviva las pasiones, por lo menos en las personas que llevan mucho tiempo de vivir en la ciudad.

Castaños, fuera de garita, comenzó á sentirse mas dispuesto al amor.

Otro tanto le sucedió á Carolina.

De manera que á la presente, ya Castaños había caído en el garlito, aun cuando muchas veces se dijera para su capote, que sus relaciones con Carolina le servirían solamente de uno de tantos pasatiempos con que amenizaría su estancia en el campo.

Carolina no opinaba lo mismo, sinó que sus ilusiones la llevaban hasta considerarse esposa de Castaños.

Anita la observativa, la curiosa Anita, había ya hecho más de cuatro guiños á Castaños y á Carolina; guiños de aprobación y á veces hasta de aplauso: de este modo se grangeaba la confianza de los amantes, en cuyos asuntos gustaba inodarse, por afición y por costumbre.

Castaños estaba sentado entre Anita y Carolina.

—Vea usted, le dijo Anita muy bajo, qué cara tiene hoy Carlos.

—¿Y Salvador? contestó Castaños, encerrando maliciosamente en solo el enlace de estos dos nombres, toda una historia.

—Afortunadamente, dijo Anita, están bien lejos de nosotros y podemos observarlos y hablar.

—Yo no he visto una mesa de comedor mas larga que ésta, dijo Carolina.

—Estos tamalitos, exclamó de repente Castaños, están riquísimos, especialmente los de dulce.

—¿Y la leche, qué le parece á usted, señor Castaños? le preguntó Santibáñez.

—¡Es magnífica! parece suiza.

—¿La ha tomado usted allá?

—No, señor; pero todo el mundo sabe que la leche suiza es la mejor de las leches.

—Salvador ni come, dijo Anita al oído á Castaños.

—Algo serio va á pasar en la hacienda.

—Eso es lo que estoy temiendo hace tiempo.

Castaños daba á la sazón, y con el mayor disimulo, un tamalito á su novia, y ésta se lo devolvió regalándole otro, y por añadidura un apretón de mano.

Después del desayuno, y cuando el sol empezaba á calentar, fué cuando todos aquellos cortesanes pensaron en las delicias del campo; entonces fué cuando empezó á ocurrirles á las pollas y á los pollos finos de la reunión, que las mañanas de primavera son deliciosas.

Castaños se sintió también dispuesto á hacer la calaverada de bajar al jardín, supuesto que él también, á pesar de lo tirante de sus cuellos y de lo suave del chagrín de sus botines, tenía algo de poeta, según él mismo decía.

—¡Vamos, muchachas! vamos al jardín á gozar las delicias de la primavera, á la vez que las de la naturaleza.

—Es cierto, dijo una señorita que nunca se había levantado temprano: en todos los libros que yo he leído, he visto unas cosas tan lindas acerca del campo, que tenía positivos deseos de ver de cerca todos esos prodigios, y ahora que es tan temprano, podemos palparlos á nuestro sabor: vamos al jardín.

—¿Tan temprano decía usted? preguntó un pollo.

—Son las ocho y medía, dijo Castaños consultando su reloj, que andaba muy bien.

—¿Pero su reloj de usted estará arreglado al de México? dijo un pollo con énfasis, creyendo haber encontrado la ocasión de manifestarse instruido.

—Efectivamente, contestó Castaños, mi reloj está con el de Catedral.

—Ya lo decía yo, exclamó el pollo hablando muy recio, y naturalmente tendrá una diferencia lo menos de medía hora.

—De media hora, me parece mucho, replicó Castaños.

—¡Cómo mucho! ¿y la distancia? porque ¡cuidado! cuidado si estamos lejos de México?

—A mí me parece que hemos llegado al fin del mundo.

—No son más que treinta y tantas leguas, dijo Castaños.

—¿Y le parece á usted poco?

—¿Cuántas leguas hay? preguntó la polla.

—Treinta y tantas.

—¡Ay Jesús! qué lejos está mi México.

—¿Lo extraña usted mucho?

—Yo sí: alma mía de él ¡tan chulo! yo creo que la primera tarde que vuelva á ver el paseo de Bucareli, me va á parecer que voy del otro mundo.

—Es muy posible que las amigas de usted, dijo Castaños, le echen de ver el aire de ranchera con que irá usted presentándose.

—¡Ay, qué miedo! No crea usted que me parezca remoto, pues he oído decir que en el campo se pierden las buenas maneras de sociedad.

Aquel grupo de convidados bajó por fin al jardín en medio de la más estrepitosa algazara; y las primeras flores que encontraron á su paso, fueron víctimas de la rapacidad de las pollas, quienes no encontraban que una flor pudiera servir para otra cosa, que para aprisionarla por medio de una horquilla en el copete; de manera que apenas había invadido el jardín aquella nube, no había una sola de las jóvenes que no ostentara ya sobre sus cabellos algunas flores.

—¡Qué bien le sienta á usted, Lupe, ese clavel rojo que se ha colocado en el peinado! decía Castaños, que como sabemos estaba en todo.

—¿Y á dónde me deja usted á Luisa? vea usted qué elegante está con ese par de botones blancos.

—¡Muchachas! ¡muchachas! gritó Castaños, vengan ustedes á ver qué cosa tan particular.

—¡A ver, á ver! dijeron todas, agrupándose al rededor de Castaños.

—Vean ustedes qué gran bouquet, es un bouquet natural, formado de plúmbago y de rosas; el plúmbago se entrelaza con los rosales, y parece que una misma planta produce flores de distintos colores.

—Es cierto, es cierto.

—¡Qué bonito!

—¡Qué cosa tan linda!

—¡Lo que hace Dios! ¿nó, Carolina?

—Si le digo á usted mi vida, que es una cosa admirable: vea usted qué plúmbagos; yo tengo en casa una maceta, pero todavía no florea..

—No hay cosa que me guste más que las flores; dijo Castaños.

—Con razón, exclamó Carolina, tome usted este botón, Castaños.

—Gracias, tome usted este pensamiento.

Aquí lo guardaré toda mi vida, como dice «la flor de un día.»

Viniendo de las trenzas de mi amada, agregó un pollo declamando, aquí la guardaré toda mi vida.

Las distracciones que ofrecía el jardín por todas partes á los concurrentes, obligó á éstos á separarse poco á poco, repartiéndose en las diversas callecitas caprichosas, ó deslizándose á lo largo de las calzadas, ó perdiéndose en fin en los oscuros ó misteriosos boscajes de los cenadores.

Sin saber cómo, Castaños y Carolina se encontraron solos de repente.

—¿Es cierto que me ama usted, Castaños?

—Sí, hija mía, la amo á usted de veras.

—Siempre he creído que es usted incapaz de enamorarse.

—Gracias: ¿me conceptúa usted insensible ó egoísta?

—No, simplemente hombre.

—Otra vez, gracias.

—Yo estoy segura de que los hombres no saben amar.

—La misma idea tengo yo de las mugeres.

—Pues está usted en un error..

—Y usted también.

—Yo no, porque los conozco á ustedes mucho.

—No lo crea usted.

—La prueba de ello, es que le digo á usted la verdad, usted no me ama.

—Oiga usted, hija mía, yo soy un hombre formal.

—Ya lo sé, si fuera usted un pollo no lo querría.

—Los hombres como yo parecen fríos á primera vista, y es que la experiencia nos hace tener más aplomo en nuestros actos; pero somos realmente los que sabemos amar de veras.

—¿De veras? repitió Carolina.

—Sí, hija mía, la he estudiado á usted mucho, puesto que la conozco hace algunos años, y francamente, ninguna mujer me ha hecho pensar tanto en el matrimonio como usted.

—¿Será posible?

—Sí, Carolina.

—Yo también creo que ha de ser usted muy buen esposo.

—Y ya se ve que sí, por mi parte, me considero con todos los tamaños para ser un marido á pedir de boca.

—Y yo para ser una esposa modelo, porque, vea usted.... yo no sé.... pero me parece que somos tal para cual.

—Dos medias naranjas.

—Exactamente.

—Se lo voy á confesar á usted, Castaños, hace mucho tiempo que…

—¿Qué?....

—Pienso en usted.

—Y yo en usted.

—No sea usted mentiroso.

—No hay nada mas cierto.

—Si me engañara usted, sería un criminal.

—Merecería que me aborreciera usted.

—Cabal.

—Vea usted, hija mía, nosotros no somos unos niños, yo no soy un calavera, usted no es una polla, tenemos cierta experiencia, cierto conocimiento del mundo, y por lo mismo, cualquier asunto de amor entre nosotros, no puede menos que tener un carácter de formalidad que no dejará lugar á dudas.

—Eso también lo he pensado yo; siempre me ha parecido que entre usted y yo, no ha de haber muchos paños calientes, sinó que una vez de acuerdo....

—Hasta la parroquia.

—Hasta la parroquia, hija mía, y á tener fé en el porvenir, á fiar en el mañana, por que indudablemente haríamos un matrimonio feliz.

No sabemos á quien oímos decir á propósito del telégrafo eléctrico, que conocía otro medio mas rápido de comunicación, y consistía en dar una noticia á una mujer, recomendándola el secreto.

Sin salir responsables de lo poco galante del aserto, podemos sí añadir, como simple observación, que en el jardín de la hacienda, sucedía en los momentos que acabamos de describir, una cosa enteramente parecida á este viejo telégrafo, y era, que por todas partes se hablaba ya del casamiento de Castaños con Carolina.

Iban dos señoritas cariñosamente enlazadas del brazo, atravesando una de las callecitas, y decía:

—¿Será cierta la noticia?

—¿Qué noticia?

—Que se casa Castaños.

—¿Con Carolina?

—Con la misma.

—Ya me lo habían dicho.

—¿Quién?

—Eso no se dice.

—¿Pero el hecho es cierto?

—Ciertísimo.

Próximo á un cenador otro grupo de jóvenes disputaba sobre si aquel matrimonio era conveniente, supuesto que Carolina no era tan joven como parecía: quién elogiaba el buen carácter de Castaños, quién le ponía el defecto de tener muchas amigas; quién opinaba que Carolina tenía mal genio; y quién en fin, auguraba serias tempestades en aquel matrimonio. De todos modos era una cosa inaveriguable; la manera con que la noticia de tal casamiento circuló entre la concurrencia, precisamente en los momentos en que Carolina y Castaños iniciaban la conversación en que se declaraban su amor; pero el hecho es cierto, y el autor de este libro no hace más que consignarlo tal como pasó, á fuer de fiel cronista.

Capítulo II

El careo


Mientras esto pasaba en el jardín, Carlos se ocupaba de asuntos algo mas serios que los amores de Carolina con Castaños.

Gómez había solicitado tener con Carlos una conferencia reservada.

—La verdad patrón, á mí me acreminan gratuitamente, por que hay enemigos ocultos; y con permiso de su persona de usted esto no se ha de quedar así, por que no se atropella así nomas á los hombres por simples indicios, sino que necesitan probarle á uno que onde lo cojen es por algo; porque, la verdad patrón, el que nada debe nada teme; y digasté nomas de qué andan los de la hacienda chica echándosela de rurales y aprehendiendo al que topan en él camino. Yo, la verdad patrón, sólo por consideraciones á la casa y á la persona de usted me dejé coger, que sinó ¿cuándo me agarran? pero dije, al fin el niño D. Carlos me conoce como á sus manos, ya me soltarán; pero la verdad patrón, esto no se puede quedar así, porque mi honor está de por medio y nadá tiene el hombre más que la honra, y al hombre se conoce por sus acciones, y lo que es á mí, ahí esta el señor administrador y el dependiente y su merced mismo, que pueden responder de mi conducta.

—Pero bien, le interrumpió Carlos ¿qué es lo que usted pretende?

—Yo, la verdad patrón que si he delinquido, que se me castigue; pero sinó, que no me anden molestando y que si su mercé tiene confianza en mí, que me diga si ha dé responder como siempre, porque lo que yo quiero son garantías para mi persona, que al fin y al cabo uno tiene sus asuntos.

—Por mi parte, dijo Carlos, no tengo ningún motivo para sospechar de la conducta de usted, y no debo Creer sino que durante el tiempo que no le he vuelto á ver, su conducta deberá haber sido tan arreglada, como cuando tuve el gusto de tenerlo á usted al servicio de mi hacienda.

—Puede usted jurarlo, patrón.

—Pero continuó Carlos, la justicia ha tomado ya conocimiento de este asunto; y supuesta la inocencia de usted, no habrá medio mas á propósito para probarla, que él propio juicio, en el que, á no dudarlo, usted va á justificar una vez más, el ser un hombre honrado; lo cual, repito en conciencia, no tendré embarazó en asegurar cuando se ofrezca.

—Quiere decir, dijo Gómez arreglando la toquilla de su sombrero que tenía en las manos, quiere decir patrón que siempre me voy á ver metido en cosas de justicia, sólo porque á los de la chica se les antojó encontrarme en el camino.

—Entiendo que la autoridad admitirá mi deposición en favor de usted, y se conformará con ella; pero como en la causa habrá tal vez que tener en cuenta otras circunstancias.....

—¿Otras circunstancias, patrón?

—Sí, porque las primeras diligencias, no comienzan precisamente por usted.

—¿No, pues por quién?

—Hay otro reo.

—Quiere decir que somos dos.

—Sí.

—¡Ah qué patrón! pues la verdad veo que de nada me ha servido portarme bien en la casa de usted, porque al fin y al cabo siempre lo acriminan á uno y ya le digo á usted que no faltan enemigos.

—Por lo mismo va usted á confundir á esos enemigos con un testimonio irrefragable como será, á no dudarlo, el resultado final de la causa.

—Como luego esas causas son tan largas, patrón, y ya ve usted que se eternizan los jueces, y entretanto á mí se me hace malobra, porque también uno tiene qué perder, porque por beneficio de Dios, todavía le quedan á uno algunos medios que cuidar, y yo tengo mis intereses.

—No creo que haya motivo para que este asunto se prolongue, porque resultando del careo á que se va á proceder, que usted nada tiene de común con el otro reo, mi certificación quedará con esto corroborada.

—Pues la verdad patrón, yo si me he quedado en la hacienda, ha sido con la seguridad de que su merced había de responder por mí.

—Y respondo efectivamente, según lo he manifestado á todos desde el momento en que reconocí á usted como mi antiguo mayordomo.

—Pues diga usted, si usted me conoce bien patroncito.

—¡Señor don Carlitos! gritó una voz al través de la puerta del gabinete de Carlos.

—¡Señor don Homobono! exclamó Carlos, pase usted adelante.

—Con que ya sé, dijo don Homobono entrando, dicen que mis muchachos han ido á hacer una barrabasada, que han…

—Sí, señor don Homobono, han cogido á Gómez,.

—¡Gómez!.... ¡Gómez! dijo don Homobono recapacitando ¿con que usted es Gómez? ¿cómo vamos Gómez, hombre, cómo vamos?

—¿Cómo le vá á usted señor don Homobono?

—¡Hombre, si está usted inconocible! cuando estaba usted aquí de mayordomo, era usted otro; pues.... quiero decir.... ha engordado usted, está mas lleno y mas.... vaya hombre, me alegro hombre, me alegro; ¿con que lo cogieron á usted mis muchachos?

—Sí, señor; y todo porque venía yo andando.

—Y de repente.... zás ¿eh? ¡Ah qué muchachos! pero usted debe disculparlos, no conocían á usted, todos ellos son jóvenes, son nuevos en la hacienda; pero nada hombre, no hay que afligirse, la cosa es bien sencilla, un careo, un simple careo y santas pascuas; porque efectivamente la cosa tiene que ser así, por la vindicta pública y que en fin, es un trámite de justicia; pero no tenga usted cuidado hombre, no tenga usted cuidado, que todo va á arreglarse; yo le ofrezco á usted, que no pasa del día el negocio, y usted quedará bien ¿no es verdad señor don Carlitos? y en seguida veremos otra vez á Gómez hechar una mangana y tumbar uno que otro torito de la cola, que ya me acuerdo que era usted bueno para eso.

—No, señor, dijo Gómez, ya no he vuelto á atravesar.

—Sin embargo, sin embargo, es usted del campo y ya será usted maestro, ya lo veremos, ¿nó, señor don Carlitos? porque mañana empezará el herradero, según me ha dicho el administrador.

—Seguramente, contestó Carlos, parece que nos prepara para esa diversión, que es una de las que se hacen en estos casos; vengo tan pocas veces á la hacienda, que cuando llego á venir, falta tiempo para todas esas cosas; porque los dependientes se empeñan en que las veamos todas.

—Muy bien, señor don Carlitos; vamos á divertirnos mucho; y lo que es el incidente de Gómez, lejos de ser un motivo de disgusto, va á pasar tan pronto y á dar tan buen resultado, que todos vamos á quedar contentísimos.

Don Homobono tenía razón en esperar que aquel negocio caminaría de prisa, pues hacía ya una hora que habían llegado á la hacienda grande las autoridades que intervinieron en la prisión de Salomé y que se habían encargado de las primeras diligencias; de manera, que mientras don Homobono hablaba con Carlos y con Gómez, ya las dichas autoridades, que habían tenido tiempo de reflexionar sobre el asunto, habían llamado á Castaños, á Anita y á doña Refugio, para tomarles las respectivas declaraciones, de las que había resultado que Castaños, en la noche del asalto, había oído á uno de los ladrones exclamar «ven, vámonos;no digas mi nombre,» que estas palabras se las había dirigido á Salomé; que ésta había dirigido también algunas palabras al asaltante, palabras que Castaños no recordaba, pero que desde luego podía asegurar que eran las de una persona que se encuentra con otra á quien no ha visto en mucho tiempo; que Castaños hizo fuego sobre el bandido, y que oyó dos gritos, por lo que juzga haberlo herido; que en seguida huyeron los asaltantes y se perdieron en la espesura de las malezas.

De la declaración de Anita, resultaba ser cierto todo lo que Castaños afirmaba, en todas sus partes; pero la declaración de doña Refugio estaba totalmente obscura, y hasta en contradicción con las anteriores; lo cual había dado mucho en qué pensar á los jueces, quienes se pusieron á hablar, deseando en último resultado, oír la respetable opinión del señor don Homobono Pérez, del señor don Carlos y de las demás personas de respeto á quienes pudiera consultarse en el asunto.

Salomé, entretanto, en su calidad de presa incomunicada y entregada á la custodia de guardianes que consideraban que su primera obligación era ver en aquella mujer una especie de animal feroz, no volvió á hablar con nadie desde que se despidió de doña Refugio, ni sabía, aunque caminaba, á qué lugar iría á parar.

Los acontecimientos se presentaban á su imaginación con toda la lucidez que le producían su exaltación y sus cuidados.

—Gómez debe estar cerca de mí; es indudable que me busca.... pero aquel grito.... no ha sido herido, aunque no gravemente, supuesto que pudo huir ¿pero por qué se presentó en aquellos momentos? ¿Se reuniría conmigo por casualidad en el instante en que éramos atacados? No puede haber sido de otro modo, porque suponerlo de acuerdo con los asaltantes, es imposible.

Estás y otras mil ideas se sucedían multuosamente en la imaginación de Salomé, y se dejaba conducir por sus guardianes, sin saber al punto á donde dirigía sus pasos.

Deliberaban entre tanto los jueces, acerca de la manera mas acertada de verificar el careo.

Tomáronle á Salomé nuevas declaraciones: pero éstas, así como las anteriores, no dieron más luz á la justicia, pues Salomé insistía en negar que conocía al asaltante.

Le llegó su turno á Gómez, quien mas diestro en asuntos de la naturaleza del presente, tenía ya formada de antemano su resolución de negar obstinadamente. De manera, que por el tenor de las declaraciones, á juzgar hasta aquel momento, la justicia no estaba mas adelantada que al principio;

Pero don Homobono Pérez, que solía ser hombre de buenas inspiraciones, tenía una fé ciega en el careo, y fué quien dispuso las cosas, de manera que no faltara á este procedimiento toda la parte cómica con que podía ser exornado.

Tenía la palabra uno de los jueces, el más instruido, el mas considerado de todos, en virtud de los estudios que, según él, había tenido.

—Nos restan solamente señores, decía el juez, las formalidades del careo, porque de esta prueba resultará la verdad.

A una señal del juez se abrió una puerta que estaba frente á Gómez, en quien todos los presentes fijaban la atención con interés.

Al presentarse Salomé en la sala, no pudo contener un movimiento de sorpresa al ver á Gómez; y éste por su parte, dejó ver al través de una palidez repentina que Salomé había causado en él una impresión profunda.

Reinó un silencio solemne; y por la mente de todos los circunstantes atravesó simultáneamente la idea de la culpabilidad del acusado, quien, no desconociendo la posición comprometida en que se encontraba, é ilustrado por los interrogatorios que había sufrido, calculó que debía optar por otro medio de defensa mas eficaz que las simples negativas.

—¿Conoce usted á esta mujer?

Gómez en vez de contestar, paseó su mirada por la sala.

—¿Conoce usted á este hombre? preguntó en seguida el juez dirigiéndose á Salomé.

El silencio fué la única respuesta.

—Quien calla, otorga, dijo el juez.

—Con permiso de usted, señor juez: la verdad, señor, es que no podía hablar, porque cada uno tiene sus cosas y no siempre se deben decir al primero que las pregunta. Es inútil que ustedes se estén cansando de valde, y ya veo que hay cosas que no se de" ben negar, porque al fin y al cabo todo se sabe.

—El reo confiesa, dijo el juez.

—No, no confieso, dijo Gómez con altivez, lo que voy á hacer es á probar que soy inocente lo mismo que la señora que está presente. Pues.... la verdad, señores, esta señora.... pues ¿cómo diré? esta señora es mi amor y esa es la causa y motivo porque me encuentro aquí. Yo sabía que esta señora venía caminando para la hacienda grande, y como hace algunos años que la busco sin poderla encontrar, cuando me avisaron que venía para la hacienda, dije, allá voy, y yo la busco; llego al oscurecer á las barrancas, oigo tirar y veo que estaban atacando á los señores de la hacienda unos bandidos, y dije, pues allá voy, porque si.... si la señora viene allí, no la vayan á lastimar y la verdad, me metí á la bola, por que al fin los bandidos no sabrán porque voy ni me han de hacer nada, que al cabo son coyones, y la verdad, patrón, me metí hasta dar con la señora, y le dije: vámonos; pero yo no sé quién me creyó de los bandidos y me tiró un tiro, y como se espantó mi caballo, se sacó recio y me metió en el monte, y yo dije pues vale más rodear y llegar mañana á la hacienda grande, que al fin allá la veré, y le diré al amo Don Carlos que allá voy á ver cómo le va de salud; y venía yo andando cuando me cayeron los de la hacienda chica, y me trajeron es que porque.... es que por sospechoso. Esta es la pura verdad, señor juez, y si antes no lo había yo dicho era, porque la verdad, ¿qué necesidad tiene uno de andar contando lo que pasa con las mujeres? pero tanto le hacen á uno hasta que tiene que decir la verdad.

—¿Es cierto, preguntó el juez á Salomé, todo lo que dice el acusado?

—Es cierto, dijo Salomé con firmeza.

Mandó el juez enseguida retirar á los reos y se puso á deliberar con sus compañeros cuyas opiniones habían cambiado sustancialmente acerca del asunto.

Carlos interpuso su valimiento, y quedó resuelto sobreseer en aquella causa por no haber motivos suficientes para proceder contra el reo.

Capítulo III

De lo que le pasó á don Santiago la noche del asalto


En la misma noche del asalto, recordará el lector que don Santiago había de quedarse al cuidado de uno de los dos hombres que lo custodiaban.

El Pájaro vaciló en la elección; pero al fin se resolvió á llevar consigo el mas útil de aquellos hombres, pues no desconocía que se trataba de correr un positivo peligro en el asalto, y quería contar con que toda su gente fuera ya resuelta.

Don Santiago notó todos aquellos preparativos; y cuando se hubo persuadido de que por la primera vez no tenía á su lado sinó un solo hombre, la esperanza.. de salvarse lo animó de tal manera, que se decidió á comenzar de nuevo y con vigor todas sus tentativas de evasión.

El Pájaro, antes de alejarse, registró la cueva, y notando que allí había una botella con aguardiente, fingió tropezarse con ella para que se derramara.

—¡Adios! exclamó el vigilante, ya me tiró mi ese.

—Mejor, contestó el Pájaro, no le vaya á hacer daño.

—¿Daño?

—No se vaya á dormir.

—¿Yo, pues qué me ando durmiendo?

—Luego sucede.

—¿Tiene disconfianza?

—No, amigo..

—¿Por qué entonces?

—¿Entonces, qué?

—No, sino.... que ya sabe que sé portarme como los hombres.

—¡Adios! dijo el Pájaro, cambiando de tono y comprendiendo que no debía disgustar á su valedor, pues no vé que no la vide.

—¡Qué no la vido y hasta una patada le pega!

—¡Ah, qué de patada! con que está escuro; yo sé lo que le digo vale; mañana beberemos.

—¿Mañana?

—Sí, vale; mañana nos vemos.

Y diciendo esto, desapareció el Pájaro llevándose en su compañía, de los dos guardianes, al que había permanecido callado.

—¡Usté dirá qué sin razón! dijo el guardián á don Santiago, diatiro me deja sin beber.

—Es muy natural, contestó estudiadamente don Santiago, sabe que va usted á quedarse solo conmigo y que podía usted dormirse.

—¿Solo? ¿solo? ¡adiós de solo! ni lo crea que voy á estar solo; ¿pues no ve que aquí abajito están los otros?

—¿Cuáles?

—Los otros cuatro que lo cuidan..

—¿Y por qué no vienen? al menos platicaremos todos juntos.

—¡Ah qué usté! ¿pues no ve que están cuidando el camino.

—Entonces sería bueno que fuéramos á dar una vuelta.

—¿Poronde?

—Por ahí, por el campo; esta cueva está muy fea.

—¡Adios!

—Vea usted, dijo don Santiago al cabo de un rato, vamos á ser buenos amigos y acaso no le pesará; porque puedo hacer á usted proposiciones ventajosas.

—¿Y qué proposiciones? preguntó el bandido movido por la codicia.

—En primer lugar, dijo don Santiago movido á su vez por la esperanza, podría dar á usted una suma de dinero que le bastara para quitarse de la mala vida.

—¿Tanto?

—Por lo menos, si usted la supiera emplear, no volvería á faltarle.

—¿Y en qué lo empleaba?

—No faltaría; y una vez decidido á trabajar…

—¡A trabajar! pues bien quedaba yo sí iba á trabajar…

—¿Por qué no? ¿usted qué sabe hacer?

—Pues zapatos: soy zapatero.

—¡Magnífico! exclamó D. Santiago, pondrá usted una zapatería.

—¿Y las contribuciones?

—Sin pagar contribución.

—¡Ah que usted! ¿cómo haría yo?

—Pondría usted un taller de zapatería en mi pueblo, yo cooperaría…

—No: qué taller!.... ¿pues no ve que se mueren de hambre los zapateros? y luego paqué? paque lo cojan á uno de leva el día menos pensado: no amigo ¡qué taller! si yo por eso mejor ando viendo lo que Dios me dá; y luego las enemistades; porque, por vida de usted, que hay mal intencionados que sólo por perjudicar á uno le levantan ¡yo cuándo! ¡pos hora si!

—Pero en esta vida que usted lleva, replicó don Santiago con tono reposado, está usted expuesto á que lo sorprendan un día, y va usted á tener un fin desastroso.

—¡Adios de desastroso! ¿pos qué me han de hacer?

—Colgarlo.

—¡Ah que mano! ¡esque colgarme!....

—¿Por qué no?

—No tanainas.

—Quién sabe....

—Y suponiendo; pues para eso son los hombres.

—¿Y no teme usted á la otra vida?

—¡Pos quen sabe lo que habrá! dicen que nada....

—¿Tiene usted idea de Dios?

—¡Pues cómo no, si soy cristiano! ¡usté sí que!...

—¿Y no cree usted que Dios castiga?

—¡Pos cuándo no!

—Entnóces....

—¿Y á mí de qué me ha de castigar? ¡vaya! porque yo si ando por ahí con los amigos, es para buscar para la susistencia; ¿ó diatiro quiere que me muera de hambre? yo por eso me ispongo y cada quen hace su lucha ¡pos hora sí!

—¿Usted nunca ha sufrido?

—¿Yo, de qué?

—¿Ha tenido usted algún dolor?

—¿Dolor? no más cuando me pegaron. ¡Mire! ¡tanto belduque que me encajaron por aquí!

Y el bandido indicó su costado izquierdo y continuó:

—Por poco pelo, amigo: si ya ni hablaba.

—¿Y qué pensaba usted entonces?

—Pues yo no sé lo que me diría el padrecito; pos si estaba yo hasta sordo..

—Pues bien; ahora que oye usted perfectamente y que entiende, dígame usted ¿qué es lo que usted quisiera?

—¿Yo? de qué?

—¿Está usted muy contento con su modo de vivir?

—Pues la verdad, sí, amigo; para qué me he de quejar. Tiene uno sus medios derrepente, y derrepente no los tiene; pero no faltan amigos que lo hagan á uno formal; y si no ahí está mi compadre D. Máximo, que ahorita ahorita le estoy debiendo sesenta pesos; él se espera, pero el día que me habelito se los pago; y tengo también unos trapos empeñados que ya mero se me cumplen; pero el Pájaro me dijo, ora verás como lo pagas todo, y dice que usté nos va á dar á todos; y yo creo que es por eso por lo que no dejan ir á usté, amigo; yo que usté, la verdad, por quitarme de estar padeciendo, pues de una vez le daba al Pájaro lo que le pide.

—¿A usted cuánto le ha ofrecido el Pájaro?

—Pos dice dice que me ha de dar harto.

—¿No le ha dicho á usted cuánto?

—Pues me dijo, te voy á llenar tu sombrero, usté dirá....

—¿Eso nada más?

—¡Pues ande ¿qué más quiere que me dé?

—Yo le daría más.

—¿Más? ¡ah que usté! ¿como qué tanto más?

—Otro sombrero lleno.

—¿Dos sombreros llenos?

—Sí.

—¿Pero de centavos?

—No, de pesos fuertes.

—¿Qué, de veras?

—¿Lo quiere usted ver? Vamos por el dinero.

—¿Onde?.

—Al pueblo.

—¡Ah qué! con eso me cojen y usté se va.

—Va usted conmigo, diré que es usted mi criado.

—No soy tan tonto; porque usté hará una seña ¡y adiós! me cojen y usted se va.

—Piense usted, insistió don Santiago, en que es mejor que lo que he de dar, sea todo pata usted y no para todos; porque entonces le tocará á usted muy poco, y no le alcanzará ni para pagarle á su compadre.

—Lo que es yo; ¿pos qué mejor? pero siempre es bueno desconfiar.

—Desconfíe usted en buena hora, pero piense usted en lo que le conviene.

—Usté no conoce al Pájaro, amigo.

—¿Por qué?

—¿Pos cuándo me la perdonaba? por mí pues vaya orita nos vamos ¿pero luego, qué hago?

—Teniendo bastante dinero, usted se pondrá en salvo.

—Pongo tierra de por medio, como quien dice....

—Eso es.

—¡Vaya! si el Pájaro parece que vuela; y como yo ando con él, digasté; tan pronto estamos por el Bajío como por Veracruz y luego vamos á caer á las cruces, y de allí á Morelia; no, amigo; si lo que es al Pájaro no lo cojen.

—Bien está, pero es necesario que nos arreglemos y que usted piense formalmente en el modo de sacar el mejor partido posible de las circunstancias.

El bandido se quedó pensando, un largo rato, al cabo del cual dijo:

—Bueno: pero á ver qué seguridades me da, ¿ó quiere que lo crea así nomas?

—¿Qué seguridades quiere usted?

—Pues á ver usté las que me da.

—Estas: dijo don Santiago con firmeza: nos vamos solos, usted va armado y yo sin armas, llegamos al pueblo, digo que he sido plagiado y que me escapé; que usté es mi criado; vamos á mi casa, allí hace usted una maleta con el dinero que le de, sin permitirme hablar solo con nadie; salgo con usted del pueblo y lo dejo á cierta distancia; usted se va para donde quiera y yo me vuelvo.

El bandido se quedó pensando por largo tiempo, y luego dijo:

—Yo, la verdad, tengo temor de que usté me juegue una mala pasada; porque ¿quién quita que usté le haga una seña á algún soplón y me vaya á resultar algo?

—Vea usted; dijo don Santiago alentado con una nueva esperanza y comprendiendo que estaba en vía de catequizar á su carcelero. Por poco temor que tenga usted al castigo eterno, algunas veces ha de haber pensado que todo se paga. El género de vida que usted lleva, no puede conducirlo á ningún buen resultado, y es preciso que reflexione usted en que el hombre honrado, aquél que no le hace mal á nadie, es el único que tiene derecho á aspirar, ya no sólo al aprecio de sus semejantes, sinó al bienestar individual; bienestar que sólo se consigue, cuando la conciencia está tranquila. Por muchos que sean los errores que usted haya cometido en su vida, deberá usted pensar alguna vez en reducirse y en aspirar á su tranquilidad, rodeándose de una familia buena y cariñosa.

—¿Familia? ¡ah qué señor! si yo no tengo familia; ¿pues acaso no ahorcaron á mi padre?

—¿Lo ahorcaron?

—¡Pues no! y yo dije: ¿pues qué he de hacer? al fin á mi padre ya le sucedió una desgracia, ¿pues yo qué pierdo con meterme?

—Y el día en que la justicia, continuó don Santiago, llegue á apoderarse de usted ¿no concibe lo espantoso de su situación, si, como es posible, le prueban á usted sus crímenes?

—¡Adios! ¡qué usté! ¿y á mí qué me han de probar? ¿pues acaso no sabe uno negar? ¿pues de qué van entonces á probarle á uno nada? lo colgarán, yo no digo que no, porque hay algunos que pelan, pero de algo ha de morir uno.

—Con la diferencia que esa muerte ha de ser espantosa, esperándola de momento á momento…

—¿Y qué? exclamó el bandido; más por no querer pensar en ello, que porque sintiera la indiferencia de que hacía alarde.

—Mientras que, si por el contrario, siguió don Santiago, usted llega á comprender que debe cambiar de género de vida, el dinero que recibirá usted de mi parte le servirá para abrir un taller, ingresando en el número de los hombres honrados; el arrepentimiento de las faltas de usted pueden aún conducirlo á una posición, en la que, el trabajo, el orden y la economía, le de derecho para esperar un porvenir mejor. Acaso encuentre usted una mujer que lo ame, y que, ligada con usted, sea partícipe de sus penas y de sus alegrías; y concentrando usted en ella todo su cariño, probará usted todas las delicias del hogar doméstico, viviendo en paz y en armonía con sus semejantes; siendo útil á la sociedad, por medio de la industria honesta, y filiándose en fin entre los ciudadanos que, componiendo una gran familia, tienen derecho á las ventajas y garantías que disfruta el hombre por la civilización, en cambio de los deberes que se le imponen y de los cuales nadie debe eximirse.

Usted no puede figurarse cuán grata es la vida del artesano honrado, porque mediante un trabajo, tal vez rudo, obtiene un pan que parte con su familia, al caer la tarde, en medio de la tranquilidad de su conciencia y del aprecio de los que lo rodean.

Y si un niño, un hijo querido, vé la luz en ese rincón oscuro del artesano, y los primeros ruidos que llegan á sus débiles oídos son los golpes del taller; entonces aquel niño trae la alegría á la casa, es el encanto de sus padres, á quienes bien pronto les paga sus sacrificios con caricias, que son el mas grande de los tesoros, la mas dulce de las recompensas; allí, en ese lugar tranquillo, está la bendición de Dios; aquel hogares respetado, porque allí habitan la probidad y el trabajo; aquel hogar es un santuario, porque allí practica el hombre el culto al trabajo y aquél hogar, en fin, es el asiento de la felicidad, porque no lo profanarán, ni la justicia con su aparato tenebroso, ni la difamación con su veneno, ni el crimen con sus amarguras; el trabajo es la mas eficaz de las solicitudes y todos los días hay ángeles que piden á Dios el pan de los trabajadores, y todos los días baja ese pan con las bendiciones del Eterno.

Estas bendiciones, santifican la casa, para que reine en ella la paz; y cuando usted haya saboreado esa paz, buscará, no lo dude, al Autor de tantos beneficios, para arrodillarse ante El, agradecido; entonces conocerá usted que hay un Dios Santo, grande y bueno, que ama y que bendice á sus criaturas; entonces lo buscará usted en todas partes, para enviarle su agradecimiento en su amor, y lo encontrará usted en el templo, cuando usted se postre á orar; y lo encontrará en todas las obras de la naturaleza, lo sentirá en todos los beneficios que reciba, en las caricias de sus hijos, en la tranquilidad de su sueño y hasta en el aire que respire.

Cuando llegue usted á ese estado, verá cómo se acercan á usted los demás hombres, llenos de confianza y de respeto, y le tenderán la mano con cariño y velarán á su cabecera cuando se enferme usted, y en cada uno podrá usted encontrar todos los días, las demostraciones gratas de la amistad, que son un premio tan querido para quien sabe conquistarlo. Anímese usted, amigo mío; anímese usted á seguir el camino que le estoy trazando, y muy pronto tendrá ocasión de conocer cuanto valen mis consejos, que algún día me agradecerá sinceramente.

El bandido había oído con recogimiento las palabras de don Santiago, y guardó silencio.

Don Santiago continuó:

—Vamos, aún es tiempo; caminaremos toda la noche y mañana no podrán ya alcanzarnos sus compañeros: un momento de resolución lo pondrá á usted en buen camino, yo lo protegeré á usted contra cualquier persecución, y contando con su voluntad y su resolución de ser un hombre honrado, responderé en todas ocasiones por usted: seré su amigo, y tendrá usted en mí un amparo, como lo tendrá usted en lo sucesivo en todos los hombres honrados; porque los hombres honrados, somos una sola familia, que tenemos á nuestro favor á la ley y á la justicia; de nuestra parte están los derechos y las garantías, la estimación y el respeto, la prosperidad y los bienes; sea usted de los nuestros, y tendrá un amigo en cada hombre honrado, un compañero en cada hombre, un apoyo en la ley, una garantía en la justicia, y el derecho á levantar la frente limpia ante el mundo: vámonos, amigo,.vámonos, no más vacilaciones, Dios le habla á usted por mi boca y tal vez será la única ocasión que se le presente para salir de una vida en la que no tiene usted más porvenir que la muerte afrentosa, y la indignación y el desprecio público por cosecha de sus malas acciones. Todavía puede usted ser rico y aspirar á todas las comodidades y á todos los placeres: vámonos, vámonos, y piense usted que al hacer una buena obra, comienza su reparación con la regeneración de su individuo: vámonos.

El bandido se había puesto de pié instintivamente y estaba en realidad fascinado con las palabras de D. Santiago.

—Vámonos, repitió D. Santiago, ya está usted decidido, aprovecharemos el último momento de luz para salvar el monte, vámonos.

—Amigo, dijo el bandido poniéndole á don Santiago la mano en el hombro; también dice usted bien, y sólo porque usté sabe decir unas cosas que.... oiga.... le llegan á uno al alma; pues después de todo está usté bueno para padre.

—Vámonos, y seguiremos hablando por el camino.

—Pero oiga; usted tiene razón y todo; pero la verdad, el Pájaro no me perdonará la jugada, y el Pájaro es malo, amigo, yo sé lo que le digo.

—Yo le aseguro á usted que nada le hará; vámonos.

—Yo, la verdad, he pensado también en todo lo que usted me dice ahora; pero ¿qué quiere usted? yo soy así. Es cierto que es bueno no tener enemigos; pero ¿qué he de..hacer? luego lo persiguen á uno sin motivo, y no más lo andan molestando, y por eso es mejor andar por el campo, que al fin con un buen caballo, pues ¡cuándo lo cojen áuno!

—Es cierto; pero de hoy en adelante ya verá usted como es mejer descansar de esa vida.

A cada palabra que pronunciaba D. Santiago avanzaba de una manera insensible hacia la embocadura de la cueva; de manera que estas últimas palabras las dijo don Santiago ya casi al aire libre.

—Con que, ¿cómo decía que habíamos de hacer?

—Es muy sencillo, nos ponemos en camino, llegamos al pueblo, y usted irá acompañándome.

—Y no me agarrarán?

—No habrá quien conozca á usted, ni quien lo denuncie, tanto más, cuanto que yo diré que es usted mi criado.

—Bueno, pues allá se la haya, porque si me hacen algo....

—Ya verá usted como nada le sucede.

—¡Adios! ¿y usted va á pié? ¿pues cuándo llegamos?

—Yo andaré de prisa.

—Pero, cómo ha de andar como mi caballo?

—Ya lo verá usted, vámonos.

D. Santiago iba resueltamente á romper la marcha; creyendo que había llegado al momento de los hechos; pero el bandido lo detuvo bruscamente, y exclamó con un tono que desconcertó completamente á don Santiago:

—¡Espérese!

Capítulo IV

La catástrofe


Estático se quedó Don Santiago comprendiendo el cambio operado en su guardian.

—Mire, amigo, continuó el bandido al cabo de un rato, siempre haremos una cosa.

—¿Qué cosa?

—Ponga la carta que ha estado queriendo el Pájaro que ponga, que hasta papel le trajo, y la llevo á la casa de usted, y usted, palabra de hombre, aquí me espera.

—Eso sería una torpeza que no daría más resultado que agravar mi situación inútilmente.

—¿Por qué?

—Porque como ya saben en el pueblo lo que pasa, es seguro que estarán pendientes del primero que se presente, y de este modo no le aseguro que no lo atrapen.

—También tiene usted razón.

—Mientras que si nos presentamos juntos y yo soy el primero que aboga por usted, nada pueden hacerle.

—Cabal pero yo siempre recelo; la verdad, no sé lo que el Pájaro habría pensado para arreglar este negocio; porque lo que es yo, como nunca he hecho de esto, no sé cómo se comandan estas cosas.

—Yo sé lo que digo, vámonos y todo saldrá bien, yo respondo.

—También dice usted bien, amigo, vámonos.

Y diciendo esto el bandido salió de la cueva y desató el ronzal de su caballo que estaba á unos cuantos pasos de allí, montó y dijo á D. Santiago:

—¡Sígame!

D. Santiago obedeció, guardando silencio, porque le parecía que una palabra podría aventurar el éxito.

Como recordarán nuestros lectores, esta escena pasaba á la sazón en que Gómez y el Pájaro asaltaban el convoy después de un formidable aguacero que había detenido por algún tiempo la marcha de los pasajeros.

En el lugar en que D. Santiago se encontraba, que estaba á algunas leguas del camino de la Hacienda grande, habría podido disfrutarse de una hermosa tarde, aunque á lo lejos se hubiesen percibido los negros nubarrones que se desgajaron sobre los viajeros.

Mientras don Santiago y el bandido abandonaban la cueva, el sol se hundía tras los montes: en ese momento se pudo oír un trueno lejano.

—Nos vamos á mojar, amigo; y lo que es usted me parece que no aguanta.

—Voy bien, decía don Santiago, procurando disimular la fatiga.

Un segundo trueno rimbombó en las alturas.

—Siempre lo echaré en ancas, dijo el bandido; mi caballo no sabe; pero con que se tenga recio…

—Está bueno, subiré para que así vayamos mas de prisa.

El bandido paró su caballo y sacó el pié izquierdo del estribo para que se sirviera de él don Santiago, quien bien pronto estuvo montado.

El caballo del bandido sintiendo un nuevo peso sobre sí, al que no estaba acostumbrado, dio una salida en la que ambos ginetes estuvieron próximos á medir el suelo.

El caballo no cesó de corcobear, sino para emprender una carrera que por momentos se iba haciendo mas violenta: la obscuridad iba creciendo, y el caballo, soportando el peso de los dos ginetes, descendía velozmente por una cuesta pedregosa.

Sus movimientos irregulares á causa de la fragosidad del terreno, la velocidad de la carrera y el desusado peso que soportaba el animal, causaba en el extenuado don Santiago el efecto de un vértigo espantoso.

Pasaban junto á él, con una precipitación amenazante, los árboles y las malezas, y á sus piés se abría, como un abismo de sombras, la parte mas baja de los valles, hacia los cuales iba descendiendo.

Soplaba el aire precursor del chubasco que había ya empapado á los viajeros, y en los oídos de don Santiago, producía este aire un chirrido gutural y prolongado.

Las nubes en tanto se amontonaban sobre su cabeza y las tinieblas iban siendo mas densas á cada instante.

El caballo había corrido ya lo suficiente para sentirse fatigado, y el bandido comenzó á sofrenarlo en los momentos en que una descarga eléctrica produjo en aquellos campos obscuros un lampo azuloso y una detonación formidable.

Don Santiago y el bandido arrojaron un grito, el caballo se barrió con ímpetu desesperado y al volver á asentar las manos en tierra, desaparecieron caballo y ginetes, como si se hubieran hundido en un abismo.

Un rumor parecido al que producen las piedras que se despeñan, se oyó en seguida; rumor que fué haciéndose poco á poco menos sensible, hasta perderse.

Volvió á reinar el silencio, interrumpido solamente por intervalos, cuando las nubes lejanas enviaban los ecos de sus descargas eléctricas, difundiéndolos por toda la zona tempestuosa.

El cielo estaba ya entoldado y no brillaba ninguna estrella; las nubes se habían fundido lentamente, formando una capa uniforme y no se había producido allí más que un solo choque que determinara el rayo: después la calma de la naturaleza fué soporosa, pero amenazante.

El lugar en que había desaparecido el caballo, era una de las últimas lomas que unían el monte con los valles; pero el costado izquierdo de esa loma era inaccesible y descendía hasta el borde de una barranca, que era una grieta perpendicular y profunda.

Don Santiago sintió un espantoso sacudimiento, vio una luz intensa, perdió instantáneamente la idea de su pesantez y su gravedad, sintió como si el mundo girase rápidamente á su derredor, y todo esto pasó en un solo instante, en el instante de la detonación.

Don Santiago se había desprendido de la cabalgadura, y cayó de espaldas en tierra y rodó......

El bandido al sentir la brusca salida de su caballo, se apretó en la silla, se agachó y creyó que azuzando al caballo para que se despidiese con fuerza, salvaría, en dirección oportuna, lo que le faltaba de mal camino para entrar al llano.

Pero como el caballo en su primera salida, había cambiado completamente de dirección, inclinándose hacia la izquierda, bien pronto faltó el terreno á sus manos, y con el empuje del cuarto trasero, determinó una vuelta completa y su espantosa caída en la barranca.

El bandido se había agarrado con piés y manos, formando un solo cuerpo con su caballo, que dio en el aire dos ó tres vueltas sobre la pendiente resbaladiza de la loma, que salvó en un instante; y tocando apenas el borde de la barranca, describió en el aire, y entre las sombras, una gran curva aquella masa informe, masa que apenas hubiera dejado comprender que se componía de un hombre y un caballo, masa que se estrelló contra las rocas que servían de cauce á la barranca, sin que ni la vegetación, ni un árbol, ni un plano hubieran mitigado el horror de aquella caída espantosa.

Indescribible fué el chasquido que produjo el caballo al caer sobre las peñas; la sangre del hombre y del caballo rompió súbitamente todos los vasos, y se desprendió en menuda lluvia, que fué á mojar las tranquilas hojas de las higuerillas, sorprendidas en su reposo y su sueño, con aquel bautismo estupendo.

La masa de carne y huesos se agitó aún, como si los nervios hicieran su último esfuerzo, para arrojar de sí la vitalidad; pero no hubo queja, ni ayes, ni estertores: la vida había tenido mil salidas francas, y sólo el calórico y los gases circulaban aún en aquella destrucción, como los últimos huéspedes de la materia.

Era la hora del silencio; parecía aquél el limbo de la vida; ni auras nocturnas que agitaran las hojas, ni habitantes ocultos que presenciaran la catástrofe, ni penumbras que dibujaran algunos detalles de las rocas, nada; aquella gruta era la morada del silencio y de la muerte ¿era una inmensa tumba?

No; no hay tumbas: la vida está en todas partes.

Observemos.

Algún tiempo después de la caída y en medio del mas pavoroso silencio, hubiera podido oírse un gotear compasado.... Eran gotas de sangre caliente que se desprendían de aquellos restos y caín de lo alto de una pena, sobre un pequeño charco.

Otras veces se oía la salida del aire que alentó aquellos seres, y que producía ahora al escaparse una cosa parecida á un ay.

Los pequeños habitantes de la tierra fueron los primeros en dar fe de aquel cataclismo: algunos insectos de esos que merodean por la noche, habían ocurrido de dos varas en contorno á reconocer aquel despojo.

Otros saboreaban ya, en providencial banquete, la sangre fresca, en cuyos glóbulos encontraban opípara provisión.

Un hilo de agua serpeaba en tanto en la parte mas baja del fondo; y se teñía de rojo para llevar mas lejos aquella sangre muerta que iba á dar vida á plantas y á animales.

Sobre un varejón se había posado una ave parda que, con cintilantes ojos, contemplaba la carne tibia del banquete, cuyo aspecto debió inspirarle una extraña alegría, porque lanzó al viento un chirrido.... después otro que fué á lo lejos contestado.

A poco rato, acudía al reclamo otra ave, que cantó sobre el borde de la barranca y después descendió hasta el varejón de su compañera.

Arrastrándose sobre las rocas serpeaba y se erguía una víbora negra, que levantaba la cabeza y blandía una lengua sutil; mientras algunos murciélagos, revoloteaban sobre los muertos, agitando sus alas membranosas, con desusado afán, y dejando oír de vez en cuando ese terrible beso nocturno, que no es otra cosa que su idioma, su chirrido habitual.

Pero las aves no osaban descender del varejón y clavaban su vista ansiosas en la masa informe.

Era que un lobo acababa de tomar posesión de aquel botín; y desde lejos había ido avanzando con precaución y con tiento, por temor de que allí pudiera haber vida todavía.

Dilatábanse sus narices, y más de una vez había humedecido, con áspera y blanquizca lengua, el borde de sus labios, como para calmar la excitación del hambre, ó para probar anticipadamente el aire impregnado de sangre.

Ya muy próximo al lugar de la muerte, sentó el cuarto trasero y esperó, después se tendió á lo largo para acercar, sin exponerse, las narices; tocó con ellas una piedra y la lamió.

Irguióse luego y se acercó con más confianza, olfateó, siempre dispuesto á retirarse, holló con su garra una parte blanda que se hundió con el peso, lamió y buscó carne entre aquella confusión de ropa y cueros.... Por fin, hincó los dientes.

El hilo de agua había crecido en volumen. Otro huésped de la barranca, otro lobo había llegado ya.

Oyéronse algunos gruñiditos, que bien pudieron haber sido señales de afabilidad y de regocijo.

Era la loba.

Debieron cruzarse allí no sabemos cuantas corteses invitaciones y cumplimientos, antes del festín.

El hilo de agua seguía creciendo con un refuerzo de agua turbia, y los lobos movieron hacia adelante las orejas, levantando la cabeza, como para recoger en el oído, un ruido lejano; y como si hubieran recibido un aviso cierto, tiraron á dúo una formidable dentellada y por un momento sólo se oyó el ruido de mandíbulas y el chascar de huesos.

El hilo de agua tomaba las proporciones de un chorro y ya hacía rodar algunas piedrecitas, cuyo chasquido iba aumentando el rumor lejano.

Otra vez pusiéronse en observación los lobos y trasmitiéndose alguna importante observación, abandonaron simultáneamente el festín y se pusieron en camino en la dirección de la corriente.

Buscaban una vereda que les permitiera el acceso á la altura, y cuando hubieron subido cierta distancia, se pararon como para ver si aún seria tiempo de retroceder.

Pero ya en el fondo de la barranca serpeaba un arroyo con cierta precipitación, y un rumor parecido al del viento que avanza, se percibía á lo lejos.

Los lobos huyeron, y no bien hubieron desaparecido, una masa colosal, una avalan cha formidable, venía devorando el espacio y allanando la barranca. Piedras enormes rodaban al empuje del torrente y quedaban medio inclinadas sobre las inmóbiles, soportando aquel mundo de agua que pasaba sobre ellas.

Bastaron unos cuantos momentos para que la corriente llenara todo el vacío de la barranca, y bastó otro instante para que inmensas olas, como montañas movedizas, proyectaran en medio de la obscuridad, una serie de curvas vertiginosas, que se sucedían unas á otras, como si una serpiente gigantesca, se viniera arrastrando con furia infernal sobre las montañas.

Un ruido formidable, el ruido de la destrucción, llenaba el espacio; y como si las nubes hubieran estado esperando solo aquel momento, se deshicieron en torrentes de lluvia, aumentando el estrépito que cundía por todas partes, y parecía que aquel diluvio había de ser el destino final de aquellas comarcas solitarias. 

Capítulo V

De lo que pasó después del careo


A pocos momentos de haber salido Gómez de la habitación en que se verificó el careo, las autoridades se vieron unas á otras y comenzaron á participarse sus escrúpulos y sus temores.

Don Nestor fué el primero en tomar la palabra y habló en estos términos:

—Yo no estoy conforme en este asunto, me parece que aquí hay gato encerrado, y á pesar de la fé del señor don Carlos en la honradez del tal Gómez, apostaría doble á sencillo á que el tal mayordomo puede haber sido bueno alguna vez; pero lo que es ahora me parece que es criminal.

—A mí me ha parecido lo mismo, dijo el yerno de don Nestor; pero como he visto el empeño del señor don Carlos en este asunto, me parece que es negocio de sobreseer sin más fundamento que las consideraciones personales.

—La justicia, repuso uno, no debe ceder á esas consideraciones.

—¡Cabal que no! dijo otro.

—Por mi parte, seguiría el proceso.

—Al menos, dijo el yerno de don Nestor, es necesario observar á Gómez.

—Yo lo tengo bien visto, dijo don Nestor, y nunca me he equivocado, tiene ese hombre mala cara.

—¿Pues qué les parece á ustedes que hagamos?

—La cosa es grave.

—Y luego, agregó otro bajando mucho la voz, que hay una circunstancia, de que ni siquiera se ha hecho mención en la causa.

—¿Qué circunstancia?

—La de que la reo tiene una grande intimidad con la señora doña Refugio.

—La señora doña Refugio, agregó el yerno de don Nestor, es otra de las personas qué no me inspiran mucha confianza.

—Es que, esa señora es una buena cristiana y tiene la mejor reputación del mundo.

—Por lo menos, dicen que ha hecho grandes donaciones piadosas y que, sin ir muy lejos, la capilla de la hacienda le debe muchos regalos de consideración.

—¡Ríase usted! ¡ríase usted!, interrumpió una de las autoridades, de las gentes «que son así», quiero decir, de las devotas; yo he conocido devotas malas como la piel de Judas, y no sería la primera santa á quien no me sorprendería ver metida en los mas malos negocios que puedan ustedes imaginarse.

—¿Saben ustedes quién conoce bastante á doña Refugio?

—¿Quién?

—Angulo, el varillero.

—Ese conoce á todo el mundo.

—Ya se ve, es hombre que ha recorrido toda la república con su cajón á las espaldas.

—Será bueno preguntarle á Angulo.

—¿Ahí está?

—Sí, lo acabo de ver en el patio, hablando con una de las criadas de la casa.

—Sería bueno llamarlo.

—Sí, sin duda aquí podemos verlo.

Y el que tal decía abrió una vidriera que daba vista al patio.

—Véanlo ustedes, continuó, está hablando nada menos que con Gómez; ¡eh! ¡qué tal! ¿no les parece á ustedes esto muy sospechoso?

—A mí, no: dijo don Nestor, no hay cosa mas natural que un varillero entable conversación con todo el mundo, supuesto que de ese trato continuo y de un charlar incesante, depende el buen resultado de su comercio.

—Yo creo que don Nestor tiene razón.

—Al menos, se puede juzgar desde aquí que lo que están tratando son asuntos de comercio; véanlo ustedes, ahora le está enseñando á Gómez unas mancuernas.

—Eso es.

—Y ahora le enseña unos lapiceros, ó cosa por ese estilo.

—¡Vaya! exclamó otro, son ustedes demasiado maliciosos, está comprando, acaba de dar dinero al varillero.

—Efectivamente, y Gómez se guardó algo en la bolsa.

—Ya se separaron.

—Bueno.

—¿Y la presa dónde está?

—En la pieza inmediata.

—Opino, dijo don Nestor, que sería conveniente, por sí ó por nó, no permitir por ahora que Gómez y Salomé se comuniquen.

—Sí; en todo caso es una precaución que no está de más.

—¡Angulo! gritó uno de los concurrentes.

Angulo volvió la cara hacia el punto de donde había salido la voz, y avanzó en seguida.

—¿Alguna cosita de mercería, niños? unas tijeras, un cortaplumas muy fino con cuatro hojas y limpia-uñas, unas mancuernillas para camisa, un juego de botones, plumas de acero, cigarreras muy elegantes.

—No, no; nada por ahora.

—Una botella de agua florida legítima, un par de aretes para la señorita.

—¡No! repitió D. Nestor, es otra cosa lo que necesitamos de usted.

Angulo se quedó pensando y finjía entretanto que arreglaba sus baratijas.

—Necesitamos tener con usted un rato de conversación.

—Estoy para que sus mercedes me manden.

¿Usted conoce á doña Refugio, le preguntó D. Nestor.

¿Qué doña Refugio? ¿la señora de acá...?

—La misma; ¿sabe usted su historia?

—Sí, señor, contestó Angulo, hace muchos años que la conozco.

—¿Es casada? preguntó uno.

—Vea usted, dijo Angulo, en cuanto á que si es casada por la Iglesia, puede ser, pero....

—Lo que usted sepa.

—Pues esta señora doña Refugio, continuó Angulo apoyando su varilla en la esquina de una mesa, es una persona muy recomendable, al menos figura muy en primer término entre las personas de importancia, pero....

—Vamos á ver ese pero.

—No: yo no he dicho nada,: y aunque todo lo sé, en nada quiero que perjudique á la señora; que al fin á mí nada me ha hecho y no debo....

—Todo ello no es más que una simple curiosidad: dijo el yerno de D. Nestor.

—Y aunque nosotros somos autoridades, agregó éste, no por eso tiene esta conversación el carácter de un interrogatorio.

—Está bueno, dijo Angulo, yo, lo que diga, será porque ustedes me lo preguntan.

—Precisamente, exclamó D. Nestor. Comience usted.

—Pues.... dijo Angulo, desenganchando el tirante de su varilla; pues yo conozco á doña Refugio dende hace mucho tiempo, y la verdad, era bonita como una rosa; le decían la niña Refugito, era muy buena y la querían todos mucho y tenía muchos novios; pues.... muchos señores querían casarse con ella, pero la señora doña Refugio, fué desde jovencita, muy orgullosa y no quiso á ninguno y todos salieron corridos de la casa; y yendo días y viniendo días, yo... la verdad me encapriché por una doña Juanita, que cosía en la casa, y una noche.... pero no.... la verdad es que yo no debo decir cosas que deben estar en secreto.

—¡Secreto! exclamó D. Nestor, si del cielo á la tierra no hay nada oculto.

—También tiene usted razón, y al fin que si doña Refugio me supiera á mí algo, no me había de guardar el secreto. Pues como iba diciendo, una noche me dice Juana.—Mira, Angulo; en descargo de mi conciencia, debo decirte, que el señor que viene todos los días, no sé cómo anda con la niña Refugito, yo no sé qué les veo—¡Anda! le contesté ¿Juana, ¿cómo quieres que anden, si ya sabes que la niña es incapaz de querer á nadie?—Incapaz ó no, me dijo, ellos platican muy quedito y.... yo sé lo que te digo, Angulo, andan mal.—Pues lo mejor será que observes, le dije; porque nunca es bueno hacerse malos juicios. Así fué, que Juana se puso á observar, y como saben ustedes, una sirvienta que observa es la mejor policía que se conoce, Juana no tardó mucho tiempo en corroborar sus sospechas.

A poco tiempo, me dijo un día la niña Refugito:—Oye, A guio, te voy á hacer una pregunta.—¿Qué pregunta? le dije.—¿Desde cuándo lio te confiesas?—Pues.... le dije, pues la verdad niña, hace mucho tiempo.—Pues eso está malo, me dijo la niña, no tienes la vida comprada, y el día menos pensado, te da un ataque y te coje la muerte en pecado mortal.—Dios ha de querer que no, señorita le dije... además, yo no peco mortalmente.—La niña se echó á reír y en seguida me predicó un sermón como de dos horas, y entre las cosas que me dijo, fué lo de Juana y que si tomaba aquella providencia, era por mi bien y porque todo lo sabía y que si yo no me quería confesar, que no entraría yo á la casa, y me quitarían el cuarto que me daban, y que iba á tener que sentir; y yo, la verdad, por quitarme de quebraderos de cabeza, me fuí á confesar.

La misma niña Refugio me dijo el padre con quien me había de confesar, y yo le ofrecí obedecerla.

A la mañana siguiente me fuí á ver al padre, que me confesó muy bien y me absolvió y me mandó que lo volviera á ver al día siguiente.

—Oye, hijo mío, me dijo el padrecito, tú sabes lo que vale la honra de las familias, tú sabes que vale más la honra que la vida, y siempre que podamos salvar á uno de nuestros semejantes la honra ó la vida, debe uno comprometerse á salvarlo, y según lo aconseja y lo practica la caridad cristiana, y quién sabe que otras cosas me dijo que lo exijía.

Todo esto que me decía el padrecito, tenía su explicación, que al principio no comprendía, pero mas tarde estuve al tanto de cuanto quise saber.

Seguí visitando al padre, hasta que un día volvió á decirme.—Ya sabes, Angulo, lo que vale la honra de una familia, y el deber en que estamos los católicos de ayudarnos en los asuntos en que se trata del honor.

—Sí, padrecito, le contesté.

—Pues bien, ha llegado la hora de prestar nuestros servicios, y tanto tú como yo, vamos á ayudará una criatura desgraciada á guardar esa joya preciosa del honor.

—Sí, padrecito, le dije: yo haré lo que usted me mande, pero yo no sé hasta ahora de lo que se trata.

—Pues bajo el mas riguroso secreto, vas á obrar según mis instrucciones; serás sordo y mudo y harás al pié de la letra cuanto te mande, debiendo estar seguro de que cuanto hagas, te lo recibirá Dios en descuento de tus pecados, porque vas á hacer una buena obra.

—Estoy dispuesto á hacerlo, padrecito.

—Pues espera mis órdenes, que ya llegará la ocasión de aprovechar tus deseos cristianos. Esperé como me dijo el padre.... ¡ahí se me olvidaba.—¿Ves este cintillo? me dijo—y me enseñó uno que tenia en el dedo;, era de piedras finas, creí que me lo iba á regalar; pero no fué así, sino que me dijo.—El día que te se presente una persona y te enseñe este anillo, sea la hora que fuere, de día ó de noche, harás lo que te mande, la obedecerás sin replicar, y te portarás en todo con el mayor sigilo y reserva.

Pasaron ocho días, y una noche me dijo un señor á quien no conozco—¿Usted es Angulo?—yo soy, le contesté, y me enseñó el cintillo.—Sígame usted, me dijo: y yo lo seguí.—Anduvimos muchas calles, todo estaba solo porque eran como las once.—Toque usted ahí, me dijo, señalándome una puerta.—Toqué, no contestaron.—Vuelva usted á tocar,—volví á tocar, por fin contestaron, se acercó el desconocido, se abrió, la puerta, salió un cochero, después se cerró la puerta y el desconocido me dijo; de aquí ha de salir un coche, monta usted en él y va á tal calle (me dijo el nombre) y entrega usted este papel al médico (me dió una carta) lo espera usted, el médico ha de bajar, subirá al coche y usted al pescante: usted va para cuidar al médico, llegarán á un lugar á donde bajará el médico; espera usted aún y desde ese momento no hará usted más qué lo que el médico le ordene.

—Está bien, dije yo, vamos á ver en qué para todo esto: el desconocido se fué y yo me quedé esperando el coche como media hora: se abrió la cochera, salió el coche y yo entré en él: el cochero me llevó á la casa del médico, bajé, toqué, di la carta y esperé mucho tiempo: bajó el médico, subió al coche, y yo al pescante, anduvimos, y cerca de una acequia se paró el coche; le abrí al médico y éste salió envuelto en su capa hasta los ojos, habló en secreto al cochero y desapareció.

Entonces el cochero me dijo:

—Dice el patrón que le deje á usted en donde usted me diga.

—Entonces aquí me quedo, le contesté.

—¡Buenas noches!

—¡Buenas noches!.

El coche se fué y yo me quedé allí para ver qué columbraba. El médico tocó muy quedo en una puertecita y le abrieron; después nada se vió, y yo me quedé pensando si aquella sería la buena obra que tanto me había recomendado el padrecito; y yo decía, todo esto que yo he hecho, bien puede ser una obra muy buena; pero yo no la entiendo, ni me puedo figurar qué de común tendrá el del anillo con el cochero, ni éste con el médico, ni yo con los tres: de todos modos, es una manera muy rara de hacer buenas obras, que por lo visto tienen todas las trazas de malas, al menos por lo misteriosas.

Me esperé inútilmente por mucho tiempo, y al fin me decidí á volverme á la casa; pero la hora era inoportuna, temí llamar la atención tocando tan tarde, y me decidí á pasar la noche en la casa de un compadre.

Al día siguiente entré á la casa, y como no pude resistir á la comezón de averiguar lo que pasaba, le conté á Juana lo que me había pasado, y entonces Juana me dijo:

—Algo está sucediendo que yo tampoco entiendo.

—¿Por qué?

—Porque la niña Refugio se ha ido.

—¿A dónde?

—Eso es lo que yo no sé; la cocinera dice que á Pachuca, y el amo que á Puebla, y la cocinera, que es tan maliciosa, dice que no se ha ido á ninguna parte.

—¿Pero no está en la casa?

—Dicen que no está, pero yo no la he visto salir.

—Juana y yo estuvimos hablando de estas cosas mucho tiempo, sin poder averiguar lo que pasaba.

—¿Pero al fin lo averiguó usted? preguntó impaciente don Nestor.

—Sí, señor; contestó Angulo, yo no sé si habré dado en ello; pero el cochero que me llevó la noche de los misterios, fué después amigo mío, y platicando un día de lo que había pasado, me dijo: que á la noche siguiente á aquélla en que nos habíamos conocido, había llevado al médico, primero á la casa donde lo había dejado la víspera y después á una casa de la calle de la Merced.

—¿Y qué fueron á hacer allí? preguntó D. Nestor.

—Pues yo no sé, dijo Angulo rascándose detrás de la oreja, pero en esa casa hay un torno, y en ese torno se suelen poner niños.

—¡La casa de la cuna! exclamaron casi en coro todas las autoridades.

—Yo creo que sí, dijo Angulo.

—Con que…

—¡Con que la casa de la cuna!

—Eso dicen.

—¿Y la niña Refugio?

—Volvió muy desmejorada del temperamento, y todos decían que era por el agua.

Las autoridades se vieron unas á otras y dijeron:

—Parece increíble.

—Yo nada aseguro, dijo Angulo, yo digo lo que vi, sin que eso quiera decir que le quito el crédito á la señora doña Refugio.

La noticia de que el almuerzo estaba servido, disolvió aquel grupo; y Angulo, volviendo á enganchar la correa de su varilla, se despidió de las autoridades con la mayor naturalidad, y tomó la puerta.

Capítulo VI

Historia de unas tortolitas


El almuerzo aquella mañana, era de los mas suculento que puede pedirse.

Doña Refugio se había propuesto lucir su halibidad culinaria, preparando un platillo de tortolitas.

—Vamos á ver esas tortolitas, decía Castaños, van ustedes á chuparse los dedos, porque la cocinera es persona que lo entiende.

—¿Quién es la cocinera? preguntó uno.

—Eso no se puede decir hasta que se pruebe el platillo; porque las cocineras deben ser como los autores dramáticos; no se debe saber quién es el autor de una comedia nueva, sino después de que ésta haya sido aplaudida.

¡Bueno! ¡bueno! ese es un sistema magnífico; por mi parte ofrezco no preguntar por el autor, sino después de haber devorado la tercera tórtola, dijo uno de los convidados.

—Tienen esas tortolitas otro mérito, dijo Chona.

—¿Cuál?

—Que son todas víctimas de cierto cazador.

—¡Ah! ya sé, dijo una polla, del señor Castaños.

—No: de Santibáñez, dijo otra.

—Nada de eso, dijo Castaños, yo no soy cazador sólo por no levantarme temprano; además, nunca he podido comprender los placeres de esa pasión salvaje, de ese asesinato por placer.

—¡Asesinato! dijo Salvador; bajo ese punto de vista ¿qué sér de la creación no es asesino? en el orden de la naturaleza está prescrito que los seres mayores, se alimenten de los pequeños: ¿cómo podría subsistir el reino animal sin asesinatos?

—Hé aquí la más elocuente defensa de la pena de muerte.

—De la muerte necesaria, sí; insistió Salvador.

—Pues bien, dijo una señora ¿quién es ese astuto cazador que ha podido matar tantas tórtolas que basten para la mesa? porque supongo que nadie se quedará sin su tórtola.

—Sí, señora; dijo Salvador, alcanzarán para todos, porque son sesenta y cuatro.

—¡Sesenta y cuatro! eso es prodigioso.

—¡Pobres tortolitas! dijo una polla, ¡sesenta y cuatro!

—Eso les probará á ustedes, insistió Chona, que el cazador es diestro, y me atrevo á solicitar el honor de ser yo quien lo presente.

—Mejor será que lo adivinen, dijo Castaños; propongo que se le dé una tórtola más al que acierte, supuesto que una tórtola es en estos momentos el bocado mas exquisito que podemos pedir.

—Castaños propone eso, dijo Santibáñez, porque ya sabe quién es el cazador.

—¡Ya adiviné!, gritó una polla, supuesto que no es ni Castaños ni Santibáñez....

—¿Quién será entonces? preguntó una señora.

—Quién ha de ser, el señor don Salvador.

—¡Cabal! ¡cabal! dijeron varias voces ¡es él! ¿es cierto que él es, Chona?

—Sí, señores; es Salvador.

—¡Qué puntería!

—¡Qué buena vista!

—¿Y en cuánto tiempo mató todos esos animales? preguntó Anita.

—En una mañana, dijo Chona.

—Habrá parvadas, objetó Castaños y podrán matarse hasta diez con un tiro.

—Precisamente, dijo Salvador picado, to do ello no es más que el resultado de algunos tiros.

—Yo ya sabía, dijo Anita, que el señor don Salvador era muy afecto á la caza.

—Hay más, dijo Carolina, yo sé que el señor D. Salvador, es el primero que se levanta; se va al campo todos los días.

Carlos entretanto hablaba con el padre González que comía á su derecha; y un observador hubiera podido notar, que á pesar de la conversación que Carlos sostenía con el padre, estaba más en lo que se decía entre los convidados, que en lo que el padre le platicara, porque incesantemente dirigía miradas furtivas, aunque con disimulo, para estudiar la fisonomía de las diversas personas que estaban tomando parte en el asunto de las tórtolas.

La conversación llegó al punto de que, entre todos los concurrentes reinaba el mas vehemente deseo de que llegara la hora de saborear las consabidas tortolitas.

Esta hora no se hizo esperar; y bien pronto apareció un criado trayendo el gran platillo, que fué saludado con un aplauso.

Una vez generalizada la conversación entre los convidados, cada uno se creyó en el deber de decir algo acerca de las tórtolas: asunto que á pesar de la jovialidad que proporcionaba á los consumidores, ponía de más y más mal talante á Carlos.

—Todos han elogiado el platillo de las tortolitas, excepto el señor D. Carlos, observó Anita, quien como sabemos, siempre estaba dispuesta á hacer observaciones.

—Efectivamente, dijo el padre González, el señor D. Carlos ha permanecido callado, mientras que todos nos hemos deshecho en elogios, tanto acerca de la destreza del cazador, como de la habilidad de la cocinera.

—Es muy posible que el señor D. Carlos, dijo una señora grande, no sea afecto á la volatería: yo conozco personas á quienes no podría obligárseles por nada de esta vida á probar un alón de pollo ó una pechuga de codorniz.

—Efectivamente, soy de los menos afectos á las aves.

—¿Es posible? dijo doña Refugio, quien en la opinión de los concurrentes, estaba ya señalada como la cocinera incógnita. Eso debe tener una explicación.

—Indudablemente que la ha de tener, dijeron algunos.

—Si el señor D. Carlos tuviera la amabilidad de dárnosla exclamó doña Refugio.

—Con mucho gusto, dijo Carlos, cuyo malestar contrastaba visiblemente con la alegría de los demás.

—Siempre me ha parecido una iniquidad, continuó Carlos, un abuso de poder y un atentado infame, sacrificar á nuestro caprichoso apetito, esos inocentes habitantes del campo, á los que no les debemos sino arrullos y melodías.

No soy afecto á la caza, desde que.... muy joven aún, me impresioné fuertemente, con el relato de una de estas matanzas.

—¡A ver! ¡á ver! dijeron varias voces.

—Que cuente el señor D. Carlos esa historia, dijo doña Refugio.

—Como que el señor D. Carlos, agregó otra señora, tiene gracia especial para contar esas cosas.,—¡Atención, y silencio con los cubiertos! dijo Castaños, que cada uno tome su tórtola, y la guste, mientras el señor D. Carlos nos cuenta lo de la carnicería.

Reinó á poco el silencio, y ya completamente restablecido el orden, habló Carlos de este modo.

—Hace muchos años vivía un joven en una hacienda.... muy distante de aquí, Este joven hijo de un labrador rico, consagraba su tiempo durante el día, al perfeccionamiento de su educación; y aunque vivía en el campo, el género de sus ocupaciones no le había proporcionado el desarrollo físico que es el resultado de los ejercicios fuertes; por el contrario, el joven era nervioso y de constitución delicada.

Se hizo necesario aconsejarle un cambio higiénico, y precisado á optar por algún ejercicio, se decidió por la caza.

Bien pronto fué obsequiado por su padre, con costosas armas y con arneses de exquisito gusto; y un día estuvo el joven hecho un cazador.

Eligió un criado, y salió una mañana muy temprano al campo para hacer su primera excursión....

Fernando, que así se llamaba el joven....

—¡Fernando! ¡qué bonito nombre! interrumpió Chona.

—Fernando, continuó Carlos, que á la sazón estudiaba botánica, se había ocupado, apenas estuvo en el campo, de recoger algunas gramíneas, pensando en que Linneo ha dicho que las gramíneas componen la mitad del reino vegetal: examinaba con prolijo cuidado, si las pequeñas flores de aquel ejemplar, estaban colocadas en espiga ó flotaban en panículo, y si tenían ó no, conchas foliáceas, formando glumes, etcétera, cuando el criado le indicó en voz muy baja, que se detuviera.

Salió Fernando de su enagenamiento, para fijarse, siguiendo las señas del criador, en un conejo echado á corta distancia del cazador.

—Tírele usted, dijo el criado.:

Pero Fernando permaneció inmóvil, contemplando al conejo, que muy ageno de estar frente á la muerte, se lavaba la cara, haciendo esa preciosa toilete de un rumiador que se calienta á la puerta de su madriguera.

Había en los movimientos de aquel animalito, todo ese sello de bienestar y de tranquilidad, que envidiamos los hombres tantas veces; y Fernando, mas apropósito para meditar que para hacerle daño á nadie, se contentó con observar á su propuesta víctima; lo cual en concepto del criado, no tenía mas explicación, sinó que el niño Fernando, para esto de cazar, era muy diatiro.

Varias veces se volvió á presentar la ocasión propicia para ejercitar la puntería; pero Fernando no sentía, á pesar de esto, ningún instinto sanguinario; en vista de la presa sentía todo, menos el deseo de herir; y aún se olvidaba de su arma.

No por eso fué el paseo de Fernando menos ameno, pues tuvo ocasión de recogen algunos ejemplares de plantas que deseaba estudiar, y la naturaleza en lo general le proporcionó, más que la caza, ocasión para gozar á su manera.

Por supuesto que Femando á su regreso á la casa, fué objeto de sangrientas burlas, que acabaron por fin de estimular su amor propio, y volvió á salir al campo con el ánimo firme de hacer presa á toda costa.

Entonces no pidió guía, y rehusó el acompañamiento del criado y de cuantos le propusieron ser de la partida.

Vagó Fernando por los campos las dos primeras horas de la mañana, habiendo emprendido la tarea de trasponer un ceno que tenía delante.

Deseoso de encontrar un nuevo horizonte, caminaba sin detenerse, y así logró llegar hasta la parte mas elevada.

Era aquella una montaña desnuda en lo general de vegetación; pero extraordinariamente accidentada, cual si toda ella no fuera más que el resultado de un cataclismo. Se destacaban inusitadamente al paso de Fernando, escarpadísimas rocas,que parecían haber caído de improviso sobre una superficie; ya se abrían profundas grietas á sus piés, que ensanchándose á medida que avanzaban, se convertían mas lejos en verdaderas barrancas..

En uno de estos agrupamientos de grandes rocas, se levantaba una pequeña arboleda, al través de cuyo follage creyó Fernando distinguir las paredes de una casita.

—¡Una casa! en estas alturas! exclamó Fernando.

—Tenía razón de extrañarlo, exclamó doña Refugio sin poderse contener.

—Sí, señora; una casa, repitió Carlos y continuó.

Fernando se dirijió hacia aquella habitación.

Era efectivamente una casita primorosamente dispuesta.

Debajo de unos sauces frondosísimos, se despeñaba un grueso chorro de agua cristalina que se estrellaba á algunos metros mas abajo sobre unas rocas.

Se subía á la casita por una escalera abierta á pico en la montaña, y del terraplen en que estaba asentada la habitación, se elevaban, pasando por las ventanas, exhuberantes enredaderas cubiertas de flores.

Fernando subió los escalones lleno de confianza y de seguridad, y no poco sorprendido de que en aquellos lugares solitarios hubiera edificada una casita de tan risueña aparición. Acaso sea el principio de alguna ranchería, pensó; pero de todos modos, decía, no se percibe en todo el espacio que puede abarcar la vista, otra casa ni vestigio alguno de que aquí pueda haber más vecinos que los que han tenido la excentricidad de vivir en este desierto.

Hacía Fernando estas reflexiones, cuando le salió al encuentro un soberbio mastín, en cuya actitud se percibía claramente las señales de no estar muy de acuerdo con el huésped.

Ante aquel ataque, Fernando se acordó por la primera vez de su escopeta y se dispuso á defenderse, y quién sabe lo que hubiera pasado, si esta escena no la hubiera cortado.... ¿quién piensan ustedes que fué? preguntó Carlos paseando una mirada por todos sus oyentes.

—No acierto, dijo doña Refugio.

—Algún pastor, dijo Castaños.

—Un viejo.

—U otro perro.

—Nada de eso, siguió Carlos, detuvo al perro la muchacha mas encantadora que puedan ustedes imaginarse.

—¿Una muchacha?

—¡Una pastorcita! exclamaron algunos.

—Eso parece una novela.

—¿Con que una muchacha?

—Encantadora, continuó Carlos, una bella niña á quien le bastó estender una manecita blanca y torneada, para calmar por completo el furor de aquel fiel guardian.

—¡Buenos días! dijo Fernando, avanzando.

—¡Buenos días! contestó con la mayor naturalidad del mundo la joven y agregó, de buena se ha escapado usted, señor, este perro es muy bravo; ¿buscaba usted á mi padre?

—Sí, precisamente; se apresuró á decir Fernando, mintiendo con todo el tino que el caso requería.

—Pues pase adelante, dijo la joven con una voz que.... á Fernando por lo menos le pareció angelical..

Fernando entró y se descubrió la cabeza..

—¿Viene usted cansado? le preguntó la joven.

—Algo; contestó Femando, esta montaña es muy elevada.

—¡Ahí dijo la joven, ¿entonces vino usted por el lado de la hacienda?

—Sí.

—Del otro lado, es mas fácil la subida. ¿Y cómo supo usted donde vivimos mi padre y yo?

—Lo supe, contestó Femando, que cada vez estaba mas enagenado por la hermosura de aquella joven, lo supe.... porque me lo dijo mi corazón, porque me atrajo la hermosura de usted, como.....

—Apuesto, á que le iba á decir que lo atrajo como el imán al acero, interrumpió Salvador.

—Precisamente; contestó Carlos.

—Era natural; un hombre, como tú nos has pintado á Fernando, que era casi un sabio, apesar de su tierna edad, no era remoto que le hablara á una cabrera del polo magnético.

—Supongamos que fuera una extravagancia, no por eso tiene esta historia menos interés, ni debemos dejarla pendiente.

—¿Le sirvo á usted café? preguntó á la sazón Santibáñez á una señorita.

—¡Dios me libre! contestó ésta, soy muy nerviosa; tendría lo bastante para brincar ocho días.

—¡La azúcar! dijo una voz.

—¡Un poco de cognac!

—Silencio, y que siga la historia.

—Que tome su café el señor don Carlos; dijo doña Refugio, y de sobremesa continuará la historia..

—¡Estaba tan interesante! exclamó una señorita que había leído muchas novelas.

—Pero no es justo que el señor don Carlos deje de tomar café, ya que casi no ha comido.

Se levantó un rumor de aprobación, se generalizó la charla y el café fué amenizado en coro con los primeros comentarios acerca de la historia, que á nuestra vez dejamos pendiente hasta el capítulo que sigue.

Capítulo VII

Continúa la historia de las tortolitas


Apenas hubo concluido el servicio del café, y se retiraron los dos, Carlos, volviendo á tomar el hilo de su historia, habló de esta manera.

Excuso decir á ustedes que Fernando se enamoró de María, que así se llamaba aquella deliciosa cabrera, quien tratando al joven como si lo conociera hacía mucho tiempo, dijo:

—Mi padre está muy aliviado y por eso salió; ya puede andar con muleta. Se fué con Leal.

Leal era un gran perro negro: era el único amigo del tio Mateo.

—¿Mateo era el padre de María? preguntó Chona.

—Sí, el padre de María.

Carlos después de un momento de reposo concentrado continuó:

El perro es el mejor amigo del hombre, el perro no conoce ni la perfidia ni la ingratitud.

Al decir esto Carlos, procuró no ver á Salvador.

—Los enfermos habituales, suelen tener un perro que se echa á sus piés, porque parece que el intuitísmo de la misericordia se ha refugiado en los brutos. Leal era así, hubiera querido curar al tío Mateo: cuando éste se quejaba, el perro ponía blandamente el hocico sobre las rodillas del viejo y lo miraba. María se atrevía á agregar que había visto llorar al perro.

—Yo, continuó María con un candor que necesita cultivarse á algunos miles de piés sobre el nivel del mar, yo.... no he visto á nadie hace muchos días, ni conozco á los de allá abajo; ¿todos los que viven allá, son blancos como usted y con bigotes? Mi padre tiene los bigotes muy blancos; yo se los peino y le arreglo sus canitas y se las beso. ¿Usted tiene padre?

Fernando estaba tan turbado, como si hubiera estado galanteado por una princesa.

—Ya lo creo, interrumpió doña Refugio, nos está usted pintando una muchacha encantadora.

—Y lo era en efecto. Desearía yo ser poeta, para hablarles á ustedes muy largamente de aquella joven.

—¿Y por qué vivía aislada en la montaña? preguntó Castaños.

—Era un misterio: pero lo mas probable es, que el tío Mateo cuidaba de sustraer á su hija de las miradas extrañas, para conservar puro aquel tesoro.

Fernando se atrevió á hacer la misma pregunta que acaba usted de hacerme, y la joven le contestó.

—Vivimos solos, solos; pero yo tengo muchos compañeritos amigos míos.

—¿Quiénes?

—Mis cantorcitos; son catorce con los dos chicos de esta cría, y tienen todos los copetitos colorados.

—¿Los gorriones?

—Sí; vienen todas las mañanas, para que nos desayunemos, y les doy alpiste de mi cosecha, y me conocen tanto mis amiguitos, que ¿creerá usted que comen en mi mano?

—¿Y qué otros amigos la acompañan á usted?

—¿A mí?

—Sí.

—¿Por qué me habla usted así?

—¿Pues cómo debo hablar á usted?

—Sólo dos veces, me han hablado señores como usted, y me han dicho «¿qué haces María?» y yo creo que todos los señores ricos hablan así.

Fernando temía manchar con su aliento aquella flor, que difundía el aroma de la pureza, Fernando sentía que el respeto le embargaba la voz, y le hubiera parecido infame, hasta decirle á María que la amaba; pero al fin dijo:

—¿Y desea usted ir á la hacienda?

—No, porque mi padre no puede bajar.

—No está usted triste?

—¿Por qué? preguntó María con un candor angelical.

—No, yo decía....

—No puedo estar triste, mi padre me hace reír y me cuenta unos cuentos.... lindos; él me enseño á leer ¿ya lo ve usted tan viejecito? pues lee muy bien en todos los libros, y además me ha enseñado tantas cosas, que todos los días me obliga á hacer una nueva y estamos muy entretenidos.

—¿Y llevan mucho tiempo de vivir aquí?

—Creo que son tres años. Aquí se murió mi madre, y mi viejecito dice, que aquí se ha de morir; usted dirá, y yo por eso no le quiero decir que cuándo bajamos, porque dice, que cuando yo me vaya se muere.

—¿Y á dónde fué ahora? le preguntó Fernando.

—A ver sus árboles; hacía un año que no los veía; y me dijo—antes que caliente el sol, voy á ver cómo han crecido mis arbolitos, espérame—y lo estoy esperando.

Fernando creyó que debía apresurar su regreso; pero le ofreció á María que volvería á verla.

Se despidió estrechando la mano de aquella niña, y bajó la montaña preocupado de una manera increíble.

Este fué el primero y último amor de Fernando.

—¿El último? ¿se murió María? preguntó doña Refugio.

—No apresure usted el desenlace; repuso Chona; oigamos hasta el fin.

—Recuerden ustedes, observó Castaños, que se ha de tratar de una matanza.

—¡Ay! ¡qué horror! dijo Anita, si matarán á María.

—¿Quieren ustedes saber hoy hasta el fin de esta historia?

—Sí, sí, sí; dijeron muchas voces.

—Renuncio á describir á ustedes el estado moral en que se encontró Fernando: era poeta, tenía diez y siete años, y amaba por la primera vez.

María por su parte no comprendió lo que le pasaba; pero desde luego conoció que un cambio misterioso se había operado en ella.

—¡Padre! le dijo al tío Mateo saliendo á recibirlo á la puerta; mientras usted ha visto sus árboles, yo he visto otra cosa mejor que eso.

—¿Qué has visto?

—Adivínelo usted, y le doy un besito en la frente.

—¿Qué será? ¿qué será? murmuraba el tío Mateo, fingiendo más curiosidad de la que realmente sentía. ¿Vendrían algunas tortolitas de collar ó algún mirlo de esos que te gustan tanto?

—Todavía otra cosa mejor.

—Mucho mejor.... No es cosa del campo.

—¿Pues de dónde?

—De allá abajo.

—Alguna persona....

—¿Persona?.... sí, ya se ve que sí, era una persona.

—A ver, cuéntame eso.

—Sí, pero cuando usted se haya sentado.

El tío Mateo se sentó en un viejo taburete con doble asiento de cojín de baqueta; puso los piés sobre una piel de venado, y sin quitarse el sombrero, apoyó las manos sobre su grueso bastón y esperó á que María se sentara á sus piés. El perro negro se echó á los piés del viejo y el amarillo no se echó hasta que María había acabado de sentarse cómodamente.

—Con que vamos á ver, quién era esa persona, dijo el tío Mateo con cierto aire, en el que se hubiera podido notar tras de una fingida jovialidad una grave desconfianza.

—Pues esa personita es un señor muy decente de la hacienda: según creo, venía con su escopeta buscando algún conejo, cuando se encontró con nuestra casita; y ya ve usted cómo á pesar de estar tan escondida, siempre hay quien la encuentre.

—Pero bien, ¿esa persona á quién buscaba?

—Me dijo que á mí..

—¿A tí? ¿te conocía?

—Puede ser: él me dijo que venía á buscarme.

—Alguno se lo dijo.

—Sí.

—¿Quién?

—¿Quién? ¿quién? no me acuerdo bien lo que me dijo.... ¡ah! sí, que se lo había dicho su corazón.

Pasó como una nube por la tranquila frente del tío Mateo; guardó silencio y clavó la vista en tierra.

María también calló, y fijó la vista en su padre.

Al cabo de un rato dijo:

—¿Por qué se ha puesto usted triste? ¿es acaso malo eso que yo he hecho?

—Es que no me has dicho nada; simplemente que vino ese.... ¿es un joven?

—Tiene bigotes negritos, y sí, si es muy joven y tiene.... sí, tiene ojos de joven, me pareció muy vergonzoso, aunque no me quitaba la vista, y me veía, me veía y ¿creerá usted que casi no me contestaba?

—Pero el pastor? preguntó el viejo.

Pastor se llamaba el perro amarillo.

—El pastor se portó muy bien, gruñó y todo, pero no le hizo nada; bien es que salí á tiempo, y cuando pastor vió que yo hablaba con el joven, movió la cola y se echó á mis piés cuidándome.

—Es necesario, dijo el tío Mateo con tono grave, que no veas más á las gentes de allá abajo, ya sabes que yo quiero que no veas á nadie.

—¿Y si viene otra vez?

—Si viene otra vez, yo le hablaré, le diré que he querido vivir solo contigo y que no debe venir á visitarte.

—¿Y si es de la hacienda?

—¿Qué?

—Se enojarán los amos de la hacienda.

—Yo arreglaré todo eso.

Llegó la noche, y el tío Mateo quiso personalmente cerrar las puertas, agregó una tranca más á una de ellas, y desde bien temprano dejó fuera al pastor.

—¡Pobre pastor! dijo María, ¿qué, esta noche no cena? Siempre lo deja usted fuera, pero después de cenar es cuando empieza su guardia.

—Es cierto, dijo Mateo, pero ya le daremos su cena por la ventana.

María pensó que su padre tomaba aquellas precauciones con el temor de que alguno viniera á importunarlos durante el sueño.

—¿Por qué tendrá miedo mi padre? pensaba María., yo creo que á ese joven no se le puede tener miedo, ni mucho menos se debe creer que se atrevería á venir de noche, y luego por el lado de las peñas grandes, por donde hay tantas quiebras y tantos abrojos. Yo creo que es otra cosa lo que teme mi padre; ¿peí o qué puede ser?

Se puso serio mi viejecito, porque le dije lo del joven; es necesario no disgustar á mi padre ¡me quiere tanto!

A pesar de aquellas precauciones, no ocurrió ninguna novedad aquella noche. Pero Mana tuvo algo que le quitó el sueño, y algo que la hizo soñar cosas para ella enteramente nuevas..

—Perdone usted, señor don Carlos ¿sería posible que supiese usted esa historia con tantos detalles, que no ignore ni lo que soñó María? preguntó doña Refugio.

—Así es efectivamente, contestó Carlos.

—Es que esa historia, ha de ser la de algún amigo muy íntimo de mi marido.

—Ya estoy por creer que conocemos todos á Fernando.

—Sepámoslo que soñó María, dijo Chona.

—Recuerdo el sueño tal como lo contó María: en su boca era digno de oírse; en la mía perderá mucho el tinte de candor y de pureza que hacía de María la criatura mas hechicera que puede imaginarse.

Hé aquí cómo contó María su sueño. Cuando me quedé dormida, dijo, sentí como frío, porque me pareció que me hablaban, pero no desperté y seguía oyendo; era la voz del joven.... yo no sé lo que me decía, pero era su voz, la misma voz; luego creí que me veían y ví en el aire unos ojos.... eran sus ojos.... Había puesto su escopeta hacia un lado, y ni el Leal, ni el Pastor le gruñían, sinó qué le lamían los piés.

Nada más los ojos del joven estaban allí, pero no en el techo, sinó á los piés de mi virgencita, y yo veía las dos cosas juntas, á mi virgen y al joven como si estuviera abajo de la repisa de las flores.

Mi virgen tiene siempre flores en su repisa.

Muchas veces, me parecía que había luz y abría los ojos, pero no había nada y oía roncar á mi padre y todo estaba en silencio.

Cuando despertaba me ponía á pensar esto:, ¿qué me falta? y me ponía á pensar en todas mis cosas, pero nada me faltaba; otras veces me asustaba creyendo que tal vez se me había olvidado cerrar una puerta de las jaulas de mis pájaros, y se había volado alguno; y me pareció que yo había hecho algo que era un olvido, una omisión que me desazonaba, tanto más, cuanto que no podía acordarme de cuál había podido ser mi distracción. ¿Si habré ofendido á mi padre? ¡pobre viejecito mío! ¡me quiere tanto!... me pareció que se había puesto triste, pero en realidad, yo no le hecho nada.

A tanto pensar en mi padre, me pareció notar que no dormía.... poco después tosió, quien sabe si lo despertarían como á mí aquellos ojos que se me habían aparecido.

Al otro día mi padre me besó mucho, mucho más que otros días, y me preguntó: «¿Me quieres?» y yo le hice muchas caricias y le ofrecí que le guisaría un pollito para su almuerzo.

Yo, por no disgustarlo, no le quise contar lo de los ojos; pero todas las noches los veía y todas las noches me parecía que el joven venía á visitarme.

Una mañana, una mañana la mas hermosa de la montaña, estaba yo esperando á mis gorriones y no venían; me pareció que también ellos me habían abandonado; pero en cambio ví dos tortolitas; estaban juntas sobre la misma rama, dando la cara al sol, y acariciándose.

Pensé que las tórtolas son muy felices, y que también se aman.

Yo no sé por qué, pero me entristecí al verlas.

—Había no sé qué aviso misterioso en el corazón de María, agregó Carlos, con un acento cuya intención no era fácil comprender, creo que hay una comunicación secreta entre las almas y las aves, entre las flores y las vírgenes, qué sé y ó; pero si bien lo pensamos, encontramos analogías que no pueden menos de ser testimonios de las armonías mas sabias.

María presentía alguna desgracia, la adivinaba, mientras las tortolitas se besaban entregándose á sus inocentes placeres, sin pensar que en medio de aquel bienestar, bañadas por un torrente de luz y de vida, estaban tal vez muy próximas á caer en el insondable abismo de la muerte.

De repente resonó en la montaña una inesperada y terrible detonación, y cayeron á los piés de María las dos tortolitas, sacudiéndose con las terribles contorsiones de la muerte.

María arrojó un grito, y, al ver á sus piés á aquellas pobres palomitas ensangrentadas y convulsas, se cubrió el semblante de la niña de una palidez mortal.

Tomó á una de las heridas en sus manos, y la contempló de cerca.

Aún pudo sorprender el último destello de vida en unos ojitos que se empeñaban; aún sintió el postrer enarcamiento que era como la expresión del dolor supremo; aún sintió María en sus torneados dedos las últimas gotas de sangre caliente; y no había acabado de morir la tórtola, y ya la niña, cuya palidez había aumentado, sentía que la luz se empañaba y que la abandonaban sus fuerzas.

Un momento después, el tio Mateo estaba de rodillas, inclinado sobre el rostro de su hija; le tomó una mano y la vió con sangre; levantó la cabeza de su hija.... estaba sin sentido.

Se percibía aún el olor de la pólvora, y en los oídos del viejo había todavía ese retintín que deja una detonación cercana, cuando aparecieron á cierta distancia dos bultos.

Pastor y Leal que ladraban furiosamente, se lanzaron sobre los extraños, y el tío Mateo, que empezaba á creer que su hija estaba muerta, no podía articular una palabra.

Iba á gritar, pero una contracción nerviosa de ciertos músculos, le produjo una desarticulación de las mandíbulas, y sólo se pintó en su semblante un expresión profunda de dolor.

Trabábase entretanto una lucha encarnizada con los perros: los dos extraños bregaban por defenderse de las rabiosas dentelladas de aquellos vigilantes fieles, hasta que sonó una nueva detonación y después otra, y en seguida los dolorosos aullidos de los perros heridos; aullidos profundamente lastimosos y que hubieran conmovido... más que á uno de los dos cazadores, á las mismas rocas....

Carlos recalcó mucho estas palabras.

Anita observó que la persona mas conmovida por aquella relación, era Salvador.

Debía no ser muy aventurado el juicio de Anita, porque Salvador, haciendo un esfuerzo, dijo:

—¿Sabes que está muy triste la historia que nos cuentas? estás entristeciendo á las señoras.

—No, no, al contrario; dijeron varios, que siga, que siga. Esto nos conmueve, pero nos hace gozar.

—Propongo una cosa, dijo Castaños.

—¿Cuál?

—Que sigamos tomando café en el jardín en donde acabaremos de oír la historia.

—¡Aprobado! ¡aprobado! dijeron varios levantándose de sus asientos.

—¡Al jardín! ¡al jardín!

Y todos siguieron el movimiento; los criados arreglaron el servicio, algunos momentos después se había formado un compacto grupo en la gruta artificial que conocen ya nuestros lectores.

Capítulo VIII

La historia de Fernando iba haciendo efecto en Salvador


Esperaban todos a Carlos en el jardín, guardando cierto silencio que indicaba que cada uno de los oyentes estaba á su vez preocupado con el relato de aquella historia.

Salvador y Chona no se habían sentado juntos.

Á Anita le habían crecido los ojos.

Castaños parecía impasible, pero su cabeza era una devanadera y sus ojos no le perdían movimiento á Salvador.

Carolina empezaba á tener motivos para creer que Castaños disimulaba más de lo que era necesario.

Y hasta el padre González, tan llano como era, no dejaba en esta vez de notar que en todo aquello había algo misterioso.

Anita rabiaba por hablar, y no hubiera perdonado medio para conseguir que Castaños conociera sus impresiones; así es que al cabo de un largo rato de embarazoso silencio, dijo por fin á Castaños:

—Si no hablo reviento ¿qué opina usted?

—Que es muy raro, contestó Castaños, que Carlos se ponga á contar historias.

—Y las cuenta de un modo…

—Aquí hay algo muy grave.

—Ojo al Cristo.

Todo este paño fué ejecutado con la mayor destreza, pues los apartes eran entre Castaños y Anita, lo que hacían los dos con más perfección, al grado que este causó calosfrío á Carolina, quien, olvidándose de la historia de las tortolitas, pensó que el tal Castaños era un bribón que enamoraba á todas.

Apropósito de los celos, diremos que no hay faz mas curiosa de la humanidad que la que presenta cuando se pone en juego esta pasión.

El día en que los celos pudieran entrar en cuentas consigo mismos, habrían de contarnos cosas para taparnos los oídos; pero las cosas están dispuestas en el mundo de manera que los celos han de ser siempre una de las caretas de la verdad, y han de existir, mientras la verdad le esté vedada al hombre.

Carolina preparó un speech, tragó saliva, se acercó á Castaños, y le dijo no sabemos cuántas barbaridades.

Castaños contestó.

—Estás tocando el violón, ya te diré, y siguió hablando con Anita.

—¡Ahí viene Carlos! dijo Chona.

Todos volvieron la cara.

Carlos se acercaba.

Tomó asiento en el centro del grupo, pusieron en sus manos una taza de café, y continuó la historia:

—Los dos cazadores se acercaron, ya libres de los perros, al tío Mateo y á María.

El tío Mateo con las mandíbulas contraídas, sólo articulaba sonidos incomprensibles, pero con la ayuda de una mímica desgarradora, indicaba á aquellos intrusos, el estrago que habían ido á causar.

El que había disparado sobre las tortolitas, creyó de pronto que errando el tiro, sin saber cómo, había herido á María, mientras que Fernando, el que no había tirado sino á uno de los dos perros, había dejado su arma y se había inclinado poniendo una rodilla en tierra, para socorrer á María; pero no bien había ejecutado este movimiento, cuando el tío Mateo, dejándose llevar de la ira y la violencia, separó bruscamente de su hija á Fernando.

—Advierta usted, dijo el compañero de Fernando, que no hemos tenido intención de hacer mal á nadie.

En contestación el viejo lanzaba un sonido particular, que se hacía cada vez mas impotente á medida que los mismos esfuerzos que el tío Mateo hacía por hablar, le secaban más las fauces y le trastornaban más el sistema de los órganos de la voz.

Fernando y el otro cazador se vieron sin saber qué partido tomar, pero bien pronto se convencieron de que María estaba sólo desmayada, y de que el viejo no tenía otra cosa que una luxación de la mandíbula, debida á algún esfuerzo que había hecho el viejo por gritar; de manera que á poco rato, no tupieron sino solicitudes y cuidados para aquellos dos enfermos.

María volvió en sí viendo los ojos de Fernando, y le pareció que soñaba.

De pronto pronunció algunas palabras incoherentes, y después se volvió hacia su padre:

—¿Por qué no me habla usted, padre? preguntó; ¿está usted malo? ¿está usted enojado conmigo.

El tío Mateo se contentó con acariciar á María, quien no tardó en notar en la cara de su padre aquella extraña contracción.

—¿Qué tiene usted? ¿qué es eso? ¡padre! ¡padre mío!

—No es nada, se apresuró á decir Fernando, eso se le va á quitar muy pronto.

Y Fernando puso con su pañuelo una venda al tío Mateo, mientras se procedía á encajar de nuevo las mandíbulas.

Su compañero se había retirado para buscar algún peón que fuera á la hacienda ó á un pueblo inmediato en busca de un médico ó de algún curandero que supiera ejecutar la operación que se necesitaba. „

Fernando y María no necesitaban para hablarse más que ese brillo singular de la mirada de dos seres que, en la relación misteriosa de su idealismo, destellan en sus ojos frases que acaso comprenden solamente las almas que arden en amor.

El silencio de aquellos tres personajes era elocuente.

Fernando creyó que debía disculparse, porque temía aparecer como el autor inmediato de aquel suceso.

—Debía haber venido solo, dijo; pero mi amigo Fernando pronunció el nombre de su amigo.

—¿Cómo se llamaba? preguntó doña Refugio.

—No debo decirlo; es un secreto.—Yo no he intentado jamás contra la vida de seres indefensos. Esas preciosas avecitas, dijo Fernando, ¡eran tal vez tan felices hace poco!....

—Se estaban besando, murmuró María dejando ver que sus ojos se empañaban con lágrimas.

—Yo no las herí; yo sé respetar la vida en todos los seres: ¿acaso las aves no son criaturas sensibles como nosotros? ¿por qué robarles su dicha? ¿por qué condenarlas al tormento de morir, cuando tal vez están gozando más que nosotros de la vida?

—Se estaban besando, repitió María, yo las ví morir... ¡Padre!... mi padre no habla.... vea usted.... está sufriendo....

El tío Mateo hizo seña de que no sufría, y procuró fingir una sonrisa; pero la contracción nerviosa no vino en auxilio de su deseo, porque en la tirantez de sus mejillas no cabían las lineas de la risa.

Fernando se puso á meditar en aquel fenómeno nervioso que tenía al tío Mateo sin habla, y deseando curarlo, pasó sus dedos por el encaje de la mandíbula, y notó la desarticulación.

Alguna vez había podido observar en una calavera los goznes de las mandíbulas, y pensando que, supuesto que no se había roto ningún tejido al verificarse aquella desviación, bien podría volver la mandíbula á su lugar, sin causar ningún daño.

La tirantez de los músculos le hizo comprender que ella misma era un obstáculo, (por la tracción que ejercían), para el nuevo encaje de la mandíbula, de manera que hizo este cálculo:

—Si hago bajar la mandíbula sólo lo necesario para que el encaje superior no impida la entrada del inferior, la misma tracción de los músculos estará á mi favor;

Todo esto pensaba Fernando, mientras María, mas y mas afligida, le rogaba incesantemente que buscase un medio para hacer hablar á su padre.

Fernando comprendía, que al conseguirlo haría olvidar mas fácilmente el desagradable incidente que acababa de pasar.

—Voy á procurar poner la quijada en su lugar, dijo, he oído decir que esto es bien sencillo, ¿usted quiere que probemos? preguntó al viejo.

El tío Mateo hizo una señal afirmativa.

—Sí, sí, dijo María en tono suplicante.

Entonces Fernando, apoyando las yemas de sus dedos pulgares sobre los dientes molares inferiores del tío Mateo, se apoyó con fuerza hasta que sintió moverse la mandíbula caída; pero la reacción fué tan fuerte, que recibió en ambos dedos la mas formidable mordida.

—Perdón, dijo el tío Mateo, usted....

—¡Silencio! vendaremos de nuevo la quejada. Ya todo terminó. „

—¡Ay! es usted médico, dijo María llena de júbilo.

El viejo estrechaba con efusión las manos de Fernando, y mostraba á su hija los lastimados dedos del operador.

Cada vez que el viejo quería hablar, se lo impedía Fernando por temor de que volviera la desarticulación; pero el tío Mateo estaba deseoso de manifestar su agradecimiento, y se deshacía en señas que suplieran á la palabra.

La noche había llegado sin que ninguno de los oyentes de Carlos se hubiera dado cuenta de ello, á excepción de Castaños y Carolina, para quienes la oscuridad había sido tan propicia que tenían las manos, sin que nadie lo viera, estrechamente unidas.

Salvador no había procurado levantarse de su asiento.

Chona estaba profundamente pensativa.

Acaso tenía motivo para conocer la intención de Carlos al narrar aquellos acontecimientos que preocupaban tan visiblemente á Salvador.

Los oyentes guardaban profundo silencio.

Salvador, Chona y Carlos veían negro como la noche su mañana.

¡Quién sabe cuántas amarguras les esperaba!

Capítulo IX

La salvación de don Santiago


Al caer don Santiago, perdió el conocimiento, y no volvió en sí hasta que al cielo plugo enviarle al rostro las primeras gotas de lluvia.

Don Santiago se incorporó, miró á su alrededor y la soledad de que se vió rodeado, lejos de infundirle pavor lo hizo estremecer de alegría.

No podía dar crédito á sus propios ojos, el bandido había desaparecido, estaba solo y libre ¿adonde estaba? ¿Qué camino tomaría? ¿qué haría para orientarse? ¿dónde estaba su guardián?

La soledad respondía á todas sus preguntas.

—¡Perdido, pero libre! exclamó.

Y echó á andar; pero el terreno declinaba visiblemente á sus piés, se hundía, y después había un abismo.

Don Santiago se detuvo, miró, pero su mirada no pudo rasgar el velo de las tinieblas.

Entonces retrocedió y buscó terreno por donde, descendiendo siempre, bajara al valle sin forzar el paso.

Hacia el lado del negro abismo se percibía un rumor sordo pero colosal; era la respiración de un monstruo que iba á enseñorearse en las tinieblas, á invadir el llano, á arrastrarse por las barrancas, era la avenida que iba á arrebatar á los lobos su banquete.

Don Santiago huía en opuesta dirección, tropezando con piedras y breñales, porque le parecía que del lado del ruido estaban todos los peligros.

Al fin se desgajaron las nubes y don Santiago recibió el chubasco, sin tener donde guarecerse.

Su camino se hacía intransitable, pero don Santiago no cedía ante la dificultad, sino que desafiando al tiempo y á la noche, avanzaba siempre para, alejarse de aquellos lugares.

Por fin bajó al llano, ya casi sin fuerzas, pero allí lo esperaba con los brazos abiertos el amigo del hombre: el árbol.

Allí estaba ese sér viviente como en acecho del desvalido, allí estaba un tronco, qué el tiempo había carcomido en parte; allí estaba el abrigo: allí estaba un techo tan hospitalario cómo la filantropía, allí estaba Dios velando por el hombre.

Don Santiago se acogió al árbol, como una avecita al nido, y al palpar la corteza seca y caliente, la besó.

—¡Bendito seas Dios mío! murmuró y descansó Y oró.

La noche misma debió haberse sentido indemnizada del horrible episodio de los lobos, al ver que bajo aquel árbol había una alma que hablaba con Dios.

La primera mirada que D. Santiago dirigió, fué al cielo; allí la recogieron las primeras estrellas que empezaban á cintilar después de la tormenta.

El pobre viejo contenía la respiración, y esperaba.

Recorrió con la mirada en el horizonte, buscaba un punto en donde alguna transparencia anunciase al día.

Pasaron las horas, huyeron las nubes, se engalanó el firmamento con sus mundos brilladores, y don Santiago se puso de nuevo en marcha hacia los valles.

Anduvo sin descanso hasta que empezaron á hundirse las estrellas en el diáfano azul de los espacios; ya cerca estaba el luminar que con sus rayos ahuyentaría todos los horrores de la noche.

Por fin miró una línea, era el perfil de una cordillera, era el oriente, era el día, era el consuelo.

Don Santiago se arrodilló y le habló á la luz.

—¡Gracias! ¡gracias Dios de mi alma! venga á mí tu luz, báñeme en ella el día y bañe mi camino y á las criaturas todas. Besa ¡oh luz color de rosal á este árbol amigo, como yo lo he besado; besa la tierra en que me postro; besa mi frente que surcó el dolor. ¡Padre mío! alúmbrame para que encuentre á mi hijo; él también se hundió en la noche ¡pobre hijo mió! él me está llamando.... Dame fuerzas para salvarlo, ¡Dios ¡Dios mío!

Y don Santiago sintió el vigor de la fé en su alma..

La luz se difundía, los árboles parecían sonreír, por todas partes se levantaban vapores, como crespones flotantes que iban, mas tarde á engalanar el azul del cielo con girones blancos; verdegueaban los campos y temblaban sobre las hojas mil gotas cristalinas; zumbaban los insectos y tendían el vuelo algunas aves.

Don Santiago contempló de lejos su árbol amigo, no quería separarse de él, sin haberlo contemplado á su sabor, bañado con los dorados rayos del sol.

Al fin echó á andar; descendía á aquellos campos, no sabía si estaría muy lejos de su pueblo, no se acordaba de lo que había andado, lo rodeaban por todas partes perfiles de eminencias desconocidas, pero don Santiago caminaba siempre hacia el oriente, atravesó un valle y comenzó al cabo de largo tiempo á ascender por una pendiente.

A cierta altura pudo distinguir en el horizonte un contorno azul, y leyó en él como un geroglífico que le era familiar; era el perfil de una montaña conocida.

Estaba orientado, había más, estaba cerca de su casa.

Tomó aliento y siguió su camino, pensando en que su excursión se había reducido, desde que fué plagiado, á un rodeo por las montañas.

Dejemos á D. Santiago llegar tranquilamente á su casa, y veamos lo que pasaba en la hacienda grande, después del relato de Carlos, acerca de la historia (pendiente aún) de Fernando y de María.

Cuando los convidados abandonaron el jardín, notaron que en el patio de la casa circulaban rumores y había cierto movimiento desusado.

Acababan de llegar unos mozos que traían pliegos para D. Nestor.

—¿De qué se trata? dijo en voz alta don Homobono Pérez.

—Yo soy, señor amo, dijo un hombre envuelto en una frazada azul y blanca.

—¿Quién eres tú?

—Pues sernos del juzgado.

—¿Buscan á don Nestor?

—Sí, señor amo.

—D. Nestor! gritó D. Homobono, aquí buscan á usted.

Acercóse D. Nestor al grupo, y reconociendo á los muchachos porta-pliegos, les dijo:

—¿Qué se ofrece? ¿ha habido novedad?

—No, señor, sinó que ya llegó D. Santiago.

—¡Hombre!.

—¿El plagiado? preguntó uno.

—El plagiado dijeron varias voces.

—¿Y qué traen preguntó D. Nestor.

—Pos un oficio del juzgado.

—A ver.

El mozo se desató un pañuelo que traía ceñido á la cintura, lo desenrolló y sacó una vieja pasta de libro, dentro de la cual venía la comunicación para D. Nestor.

Dos criados estaban ya alumbrando la escena, uno con un hachón y otro con un farol.

Rasgó D, Nestor el sobre con todo el desparpajo con que una autoridad debe rasgar sobres, y mientras daba éste con una mano al mozo, extendía la otra con el oficio hacia el farol.

Limpió, por si acaso, la marmaja del oficio contra la manga izquierda de su chaqueta, y se puso á leer.

—Lea usted en voz alta, le dijo á don Nestor su yerno, que se había acercado al husmo del procedimiento.

—«Juzgado constitucional, etc., dijo don Nestor.:

«Ahora que son como las seis de la tarde, acaba de entrar á esta población, procedente de donde estaba en calidad de plagiado, el amigo D. Santiago, de lo que tuvo noticia este juzgado, mandando practicar la debida averiguación, en cumplimiento de la ley, con las órdenes competentes para el aseguramiento de la persona del aparecido, de quien tomadas las generales en presencia de D. Leocadio, y mi compadre el de las vacas, á falta de otros testigos de asistencia, por no haberlos en este juzgado, dijo el mencionado D. Santiago llamarse como queda dicho, mayor de edad, soltero y de ejercicio propietario; y de lo demás, por no hacer mas larga esta comunicación, ni detener al correo que ya se va, los muchachos informarán verbalmente de palabra de todo lo ocurrido, y de lo que tiene que hacerse en el asunto de dicho don Santiago, que llegó bueno.

Unión, independencia y constitución. Juzgado constitucional de &.»

—¿Bueno; pero quién agarró á don Santiago? preguntó don Nestor.

Pos esque lo llevaron á las peñas pardas, lo mismo que al muchachito, y á los mozos que llevaron; no más que los mozos pudieron chisparse, porque uno venía en el caballo de don Longinos, y otro en la yegua del otro de allá, y que como le salieron cuatro, eran como quen dice con su caduno, y los mozos destaparon y destaparon esos señores, y eso fué meter espuelas, que hasta don Longinos dice que eso tiene prestar uno sus cosas, porque su caballo se le mancó, que yo lo vide.

—¿Pero llegaron los mozos?

—Pues no, ¡cuándo no habían de llegar!

—¿Y qué dijeron de don Santiago?

—Pues que no le vieron.

—¿Y qué hicieron en el pueblo?

—Pues ensillar.

—¿Y luego?

—Jalamos todos á buscarlos á los plagiarios.

—¿Iban muchos?

—Hartos.

—¿Como cuántos?

—Hartitos.

—¿Y no encontraron nada?

—No más encontramos al del potrero de don Encarnación, que dijo que los vido que cortaron para abajo, y que como iba con las yuntas y en el potrillo, no avisó: ¿pos onde iba á avisar, si el potrillo ni el freno coje, y luego tan chiquito que salió, que parece jumentito, con perdón de usted.

—Pero bien, ¿al fin se ha podido averiguar algo?

—Pos cuándo no!

—¿Quiénes fueron?

—Al principio no Se sabía; pero ora que llegó don Santiago, pues ya no cabe duda de que fueron....

—¿Quiénes?

—Gómez y el Pájaro.

—¡Gómez! dijeron varias voces.

—¡Gómez! ¡qué tal!

—¿Con que Gómez?.

—¡Si tengo un ojo!.... dijo don Nestor; á ver, que prendan á Gómez: ya lo ve usted, señor don Carlos, si cuando yo decía....

—Que busquen á Gómez.

—¿Pero están seguros de que él fué? preguntó Carlos.

—¡Vaya, señor! con que le conocieron el caballo, dijo el mozo, y ahí están los rastrojeras del ranchito y hasta la tuerta que los vido, y á mí me dijo el auxiliar, ensilla y vete con tu primo á la hacienda grande, y le avisas á don Nestor que fueron Gómez y el Pájaro los del plagio; y que si puede los agarre, porque ellos son.

—¡A ver! gritó don Nestor, ¡todos sobre Gómez!

A esta voz, se dirigieron hacia uno de los cuartos bajos del patio, en que se había alojado Gómez: empujaron la puerta y entraron.

Gómez no estaba allí.

—¿Pues dónde está?

—El pájaro voló, gritó uno.

A ver, dijo D. Homobono, ¿dónde está el caballerango?

—Don Cuevas, que lo llaman, dijo un jayán…

—Mande, gritó una voz estentórea y hueca.

—¿Pos que dónde está Gómez?

—¿Cuál?

—Pos el del caballo prieto que trajeron.

—¡Adios! con que no se fué den de esta mañana.

—¿Esta mañana? no puede ser.

—Pos á mí me dijeron que se iba. Adios, pues si aquí faltan las cabezadas del amo.

—¿Qué cabezadas?.

—Pos las de plata.

—¿Y las pistolas? preguntó uno.

—Aquí las puse, dijo un criado.

—¿Qué tal? ¿qué tal? exclamaba D. Nestor, quien á cada falta que se notaba, brincaba de gusto por haberse salido con la suya.

Buscaron á Gómez por todas partes, á pesar de que cada cual tenía la convicción de su fuga, lo cual, según la respetable opinión de don Nestor, era la mas palpable corroboración de ser Gómez, y no otro, el autor del plagio, y á la vez uno de los asaltantes de la noche aquella, y que, en con secuencia, se debía proceder sin demora al aseguramiento de Salomé, por ser el hilo mas seguro para la justicia.

—Apuesto á que también se ha ido, dijo uno.

—No, señor, gritó una voz, la presa está en lugar seguro, y sigue incomunicada.

Oyóse el golpe seco de un fusil que se tercia.

—¿Dónde está la reo? preguntó don Nestor.

—En este cuarto, contestó el centinela, y suplico á usted que me releven, porque estoy como desde las cuatro.

—A ver, que releven á éste, gritó don Homobono, es una injusticia tener á un centinela tanto tiempo.

Relevaron al centinela, reencargándole á la presa, y la noticia de la cena vino á disolver la reunión.

Capítulo X

Continúa la historia de las tortolitas


Ahora de sobremesa, dijo Castaños, sabremos el desenlace de la historia de Femando y María.

—Cabal, dijo Anita, yo no he pensado en otra cosa.

—Ni yo, exclamó Carolina suspirando.

Efectivamente, á instancia de todos, Carlos continuó la pendiente historia, del modo siguiente:

—Femando logró persuadir al tío Mateo y á María, de que, aunque cargaba armas, nó había sido él el cazador de las tórtolas.

—¿Pero y mis perros?, dijo entonces el tio Mateo, á pesar de la venda y de la prohibición de hablar.

—Esos perros nos hubieran devorado.... y en el último extremo.... pero yo le ofrezco á usted indemnizarlo, yo le daré á usted otros.

—No hay otros como Leal y el Pastor, dijo María, ¡nos conocían tanto! Usted no sabe que estos animales eran nuestros compañeros desde que yo era muy chica; ¡querían tanto á mi padre, y nos conocían tan bien!....

María quería contenerse, pero le era imposible, se le arrasaban los ojos de lágrimas.

El tío Mateo empezaba ¿experimentar cierto embargamiento, que lo alarmó.

Había pasado por su espíritu acongojado la idea de una recaída definitiva: experimentaba la invasión de los primeros síntomas de la enfermedad de que acababa de convalecer, y dirigió una profunda mirada á su hija, que no podía ya ocultar su emoción.

Hubo un largo rato de silencio; el dolor de María torturaba el alma de Fernando, y esta tortura acabó de persuadirlo de que amaba á María con todo su corazón.

Aquellas tres figuras, silenciosas y tristes, fijaron simultáneamente la vista en un objeto negro que se movía á cierta distancia.

Era Leal, que venía arrastrándose penosamente, con una mano rota, y goteando sangré por todas partes.

—Leal, dijo el viejo con la voz temblorosa y conmovida.

—Leal, repitió María, ¡pobre Leal! y limpiándose las lágrimas, se acercó al perro para ayudarle á subir los escalones de la entrada.

—Yo soy algo médico, dijo Fernando, debo traer en mi cartera unas pinzas, procuraré curar á Leal.

Iba á acercarse Fernando, pero el perro, á pesar del estado lastimoso en que se encontraba, gruñó de una manera feroz.

—Espera, Leal, dijo María, te vamos á curar: ¡ay, pobrecito! por todas partes tiene sangre.

—Una poca de agua, dijo Fernando.

María tomó un trasto que estaba á poca distancia, lo llenó de agua en el arroyo, y comenzó á derramarla con cuidado sobre el perro, el que, al sentir que se mitigaban sus ardores, se echó para recibir aquel refresco.

María llegó con sus caricias á inspirar confianza á Leal acerca de Fernando, quien empezó la difícil y lenta operación de extraer las municiones del cuerpo del perro.

El tío Mateo hacía tiempo estaba callado; María se volvió hacia su padre y arrojó un grito.

El tío Mateo estaba inerte.

—¡Mi padre se muere! ¡mi padre se muere! y es por la pesadumbre, es por mí, es por Leal, es por....

—No es por mí, María, interrumpió Fernando, es porque la fatalidad lo ha querido así.

Femando y María se colocaron á los lados del tío Mateo. María le tomaba la cabeza y le cubría de besos la frente, que reclinaba cariñosamente sobre su pecho.

Fernando sufría horriblemente, espantado de las consecuencias de la caza, y concentrando un odio profundo contra su imprudente amigo.

Era necesario transportar al tío Mateo al lecho; pero Fernando era muy débil, y en vano procuraba levantar aquel cuerpo inerte, que parecía de plomo.

—En el carrito, dijo María.

—¿Qué carrito?

—Cuando mi padre no podía andar, yo empujaba su cochecito, y lo llevaba yo de una pieza é otra; voy á traer el carrito.

Aquel carro no era otra cosa que una tabla con pequeñas carretillas, de manera, que fué entonces fácil para Fernando trasportar al tío Mateo al interior de la casa.

No bien había entrado, cuando se presentó el amigo de Fernando.

—¿Qué hay? le preguntó éste.

—No hay médico.

—¿Cómo no hay?

—No hay quien vaya.

Fernando lanzó una mirada de ira á su amigo, y dijo:.

—Yo voy, quédate aquí, cuida á este hombre, haz lo que puedas, yo no volveré sin un médico; espérame.

Al llegar á este punto la relación de Carlos, el auditorio estaba conmovido; aún los criados, colocándose convenientemente habían tomado una parte activa en el duelo general, y el mismo Carlos no podía ya disimular su emoción.

Salvador se levantó de la mesa.

—¡Espérate! le dijo Carlos con un tono de amenaza tal, que todas las miradas se fijaron en estos dos personajes.

Carlos sostuvo una larga mirada, que Salvador no pudo resistir.

Todos callaron, todos estaban embargados por la emoción, y la atmósfera del comedor parecía preñada de ideas negras, porque en cada cabeza se agolpaban mil y mil imágenes siniestras. Carlos continuó:

—Volvió Fernando á la casita del tío Mateo.... ¡ay! seis horas más tarde.... ¡seis horas!...

Volvió á caballo, traía un médico y dos criados en su compañía, medicinas y todo lo necesario para atender al enfermo.

Carlos tuvo que tomar un trago de agua.

Todos esperaban impacientes el desenlace; pero Carlos casi no podía hablar.

—¿Y lo salvó? preguntó doña Refugio.

—El médico tocó al tío Mateo, y movió la cabeza.

—Fernando se acercó al oído del médico para recojer estas palabras:.

—¡Ya es tarde!

María apareció en la puerta de una pieza interior.... Ya no era María.

Blanca como la muerte y con los cabellos en desorden, se paró un momento, tenía los vestidos desgarrados, en las manos tenía sangre y cardenales, y también en el borde de sus labios entreabiertos tenía una línea roja.

Miró María á Fernando.... ¡qué horrible mirada! abría los párpados y sus ojos brillaban con un brillo siniestro.

—Que no entre esa niña, dijo el médico.

Fernando avanzó para detenerla, y María dió un salto hacia tras.

—¡María! dijo Fernando.

—Que no me vean, dijo María, dejando asomar en sus labios una sonrisa espantosa.

Fernando estaba atónito.

María continuó:

—Mordí.... mordí.... Mira mis manos: no, no, que no las vean.

Y se volvió de espaldas á Fernando, reclinando su frente en la pared.

—María, volvió á decir Fernando acercándose, María, ¿qué es esto?

—¡Ay! gritó María.... no nada,.nada: vete, váyase usted.

Al extender María las manos, Fernando notó en los pálidos brazos de la niña las señales de otras manos que los habían comprimido.

—Fernando, dijo el doctor.

Fernando se acercó al tío Mateo.

—Éste.... muerto, dijo el médico.

—María.... loca.... dijo Fernando.

Permanecieron allí el médico y Fernando toda la noche.

—¿Y el amigo de Fernando? preguntó doña Refugio.

—Había huido, contestó Carlos.

—¿Huyó?

—Sí.

—¿De horror?

No, de miedo.

—¿A quién le tenía miedo? preguntó doña Refugio, empezando á comprender algo mas espantoso que todo.

—¡A mí exclamó Carlos reventando el hilo del misterio.

Todos los convidados hicieron un movimiento.

Salvador fué entonces quien dirigió una terrible mirada á Carlos, sin poderse contener.

Doña Refugio no pudo menos de preguntar, dirigiéndose á Carlos:

—¿A usted?

—Quiero decir, repuso Carlos: «¡A mí!» dijo Fernando al saber que su amigo, su leal amigo de la infancia, había traicionado su amor. Sí, aquel amigo, el cazador, mató dos tórtolas, mató al Pastor, mató al tío Mateo, y....¡ojalá que hubiera matado también á María!.

Fernando buscó á su rival para matarlo; pero aquel infiel amigo huyó, y siguió huyendo sin cesar; tomó el camino de Acapulco, se embarcó, vivió algún tiempo en la América del Sur, y después pasó á Francia.

—Etcétera, etcétera, dijo Salvador levantándose de la mesa; y como este movimiento fué secundado por casi todos los oyentes, circuló el rumor, y así concluyó Carlos su relato de la triste historia de Fernando y María.

Todos los oyentes, con la convicción de que los personajes de aquella historia no eran otros que Carlos y Salvador, creyeron que no debían hacer más preguntas sobre el particular; pero como quiera que nuestros lectores tienen mas derecho que aquellas personas, inclusa la curiosa Anita, de saber lo que pasó después, vamos á ponerlos al tanto de los acontecimientos posteriores, así para que conozcan el paradero de la pobre María, como el origen de la íntima amistad que ligó á Carlos y á Salvador durante tantos años.

El cuadro que presentaba la casa del tío Mateo, en la montaría, era tristísimo.

La situación de Fernando era horrible.

El tío Mateo, según opinión del médico, había sucumbido víctima de una congestión cerosa.

—Al menos, decía el doctor, sus momentos han sido cortos: ¿cuál hubiera sido su agonía si hubiera tenido tiempo de enterarse completamente de su situación?

—Sobre todo, decía Fernando, ó sea Carlos, supuesto que no debemos ocultar más su nombre; este hombre ha muerto con la idea de que su hija sigue siendo pura como un ángel; haber rasgado este velo á la hora de la muerte, hubiera sido un refinamiento de crueldad.... porque.... agregó Carlos fluctuando en un mar de horribles dudas, yo he dejado al tío Mateo en completo estado de postración, y acaso no ha podido notar lo que pasaba con María.

—Cuando me he acercado al enfermo, dijo el médico, era ya en sus últimos momentos.

—¿Y no puede usted calcular el tiempo que llevaba de agonía?

—No, eso es difícil; pero lo que sí puede aventurarse es la idea de que este hombre ha tenido conocimiento hasta los últimos momentos, porque la asfixia y no la congestión cerebral es la que ha determinado la muerte.

—Quiere decir, interrumpió Carlos, que bien pudo haber notado....

—Quién sabe.

Carlos se separó del médico, y se puso á recorrer la habitación.

Sobre un taburete estaba la bolsa de caza de Salvador, atestada de tortolitas muertas, y se notaba cierto desorden en los muebles y en todos los objetos.

Carlos recorrió con la vista aquel terrible y significativo desorden, con el alma traspasada de dolor. Cada detalle era una funesta corroboración, cada objeto le inducía á conjeturas que le hacían estremecer de ira; cada mueble le hacía comprender la espantosa situación de aquella niña, luchando con un monstruo al borde de la tumba de su padre.

¡Cómo pensaría María en sus perros, que sabían defenderla, que la hubieran defendido, que la hubieran salvado el honor!

—¡Oh! exclamaba Carlos, si yo no hubiera seguido el ejemplo del.... miserable Salvador, no hubiera disparado mi escopeta sobre Pastor, y Pastor hubiera despedazado al infame.... Y el viejo, el pobre viejo, tal vez con la muerte en la garganta, pudo oír desde su lecho de agonía la vergonzosa lucha; tal vez pidió en vano un momento más de vida, para salvar á su hija, y la muerte inexorable no le permitió moverse.

¡Qué horribles han de haber sido sus últimos momentos! y Dios, en su infinita misericordia, privó de razón á esta niña... de otro modo, ¿cómo hubiera podido sobrevivir á su padre y á su deshonra? ¡Pobre María! ¡Pobre anciano!....

Merced á algún narcótico poderoso, el médico había logrado calmar los accesos violentos de la niña, que yacía postrada como un cuerpo inerte.

La tarde se acercaba.

Carlos mandó á uno de los criados que lo habían acompañado, á hacer ciertos preparativos para sepultar el cadáver del tío Mateo, y para conducir á María á sitio más adecuado para atenderla.

Llegó la noche, y el médico y Carlos velaron silenciosos el cadáver del viejo y á la enferma.

Alumbraba la estancia una pobre vela de sebo, y sólo interrumpía el silencio de la noche la fatigosa respiración de María, y de vez en cuando algún gruñido gutural del Pastor, que había quedado fuera de la casa entregado á sus dolores y á su lenta agonía.

Carlos callaba por largos intervalos; pero queriendo conjurar aquel pavoroso silencio, hablaba con el doctor, para descargar el peso de las ideas que abrumaban su cerebro.

Larga y pesada fué aquella noche. Carlos, no pudo olvidarla en toda su vida, y acaso influyó no poco en imprimir en su carácter cierto sello de melancolía profunda, de que nunca pudo prescindir.

Por fin vino el día, radiante de vida para la naturaleza, rico en diafanidad y en alegría para todos.

A los primeros albores, se percibieron subiendo la montaña hasta doce personas, entre las que figuraba un alcalde que iba á dar fé de lo ocurrido, para conocimiento de la justicia.

A eso de las ocho de la mañana, desfilaba por los tortuosos senderos de las rocas, una comitiva fúnebre.

Cuatro hombres cargaban el atahud del tío Mateo improvisado con groseras telas de jarcia y morillos; detras de este atahud iba una litera soportada por dos robustos peones.

Cerca de la litera iban el doctor y Carlos, á pié, después el alcalde, que venía á caballo; después algunos peones, y en seguida los criados de Carlos, que tiraban por las riendas los caballos de Carlos y el doctor.

Reinaba en toda la comitiva una tristeza profunda, nadie osaba hablar, y sólo se oía el rumor de las pisadas sobre la superficie pedregosa de la montaña.

Así iban á caminar más de dos horas, y así siguieron su camino, sin más interrupciones, que las necesarias para el relevo de los peones que cargaban el atahud y la litera.

Después de las diez, entraba la comitiva al cementerio de la iglesia del pueblo.

La litera se había detenido en la casa del alcalde.

El doctor y Carlos, después de haber escuchado con recogimiento las oraciones del responso, y de haber orado en silencio por el descanso del finado, presenciaron la inhumación, y se retiraron lentamente.

Capítulo XI

En el cual el lector conocerá el origen de las intimidades de Carlos y Salvador


Carlos había desaparecido de la casa paterna, en unión de Salvador, y no había vuelto á aparecer hasta el siguiente día de su salida.

Su aparición causó tanta sorpresa, como había causado angustia su tardanza.

Pero más impresión causó todavía su semblante; Carlos había casi envejecido, y nadie pudo arrancarle una palabra acerca de lo ocurrido: para todo el mundo fué un misterio impenetrable su desaparición.

Su padre se propuso no insistir, ni preguntar más por Salvador, cuya desaparición era todavía mas misteriosa que la de Carlos.

Á poco tiempo, Carlos solicitó formalmente de su padre el permiso para continuar su educación en Europa, y en pocos días arregló su viaje.

Desde el momento en que Carlos salió de la casa paterna no se ocupó de otra cosa que de adquirir noticias de Salvador.

Vino á México, y se informó de que Salvador había partido hacía algunos días para Europa: ocurrió á la casa de Diligencias, y consiguió que le mostraran el roll de pasajeros, y vió el nombre de Salvador entre los de los pasajeros de la vía de Acapulco; tomó boleto, y sin perder momento, salió de México al día siguiente para Cuernavaca: días después estaba en Acapulco: el mismo día de su llegada al puerto, había partido un buque con destino á la América del Sur; Carlos volvió á ver el nombre de Salvador entre los de los pasajeros.

Al día siguiente fué acometido por la terrible enfermedad de las calenturas, y permaneció dos meses entregado á agudos padecimientos.

No sano aún, se presentó ocasión de embarcarse, y así lo hizo, siempre fijo en la idea de seguir las huellas de Salvador.

Hizo una travesía penosa y larga; pero al fin llegó á su destino.

Tardó ocho días en tener noticias de Salvador: al cabo de este tiempo, supo que la noche anterior había estado muy cerca de aquél á quien buscaba en una fonda, pero que en esa misma mañana, su antiguo amigo se había embarcado en un buque americano con destino á San Francisco.

Se embarcó de nuevo, y finalmente, después de seis meses, encontró á Salvador en París.

Una mañana, apesar de la nieve que caía en abundancia, Carlos se presentó de improviso en el hotel en donde vivía Salvador, quien á la sazón no había abandonado la cama, apesar de ser las once.

Ni el portero, ni el camarista, se hubieran atrevido á introducir á Carlos, ni á anunciarlo, si éste no les hubiera asegurado que traía acerca de Salvador una misión de la mas alta importancia.

Salvador se arregló violentamente y pasó á su sala dando mil excusas al recién venido por permitirse recibirlo poco dignamente; pero al ver que el desconocido ni se movía de su asiento, ni hablaba una palabra, Salvador se fijó en él.... vaciló.... se acercó aún y exclamó por fin.

—¡Carlos!

Y le tendió los brazos.

Carlos permaneció inmóvil.

—¡Qué es esto! dijo Salvador, contrariado y recordando en el momento la escena toda de la casa del tío Mateo.

—¡Carlos, tú aquí!

—Te hubiera alcanzado en el confín del mundo.

Salvador iba á sonreírse.

—Pero no te alegres; porque vengo á matarte.

Salvador guardó silencio, miró detenidamente á Carlos y se sentó frente á él.

—Estoy á tus órdenes, dijo luego que se hubo sentado; ¿tienes padrinos? porque supongo que acabas de llegar.

—Sí, lo tengo todo.

—¿Armas también?

—Sí.

—Debo advertirte que yo no me bato sino con mis pistolas; sobre que son las que están de moda en París: hoy no están en casa, están de servicio, y... qué quieres, se ha hecho de moda batirse con mis armas.

—Yo he dicho, agregó Carlos pálido de ira, que simplemente venía á matarte.

—Lo oí perfectamente; y á mi vez te he dicho simplemente que estoy á tus órdenes.

—Está bien, entonces óyeme.

Aún me siento con vigor para sufrir un poco más, y vengo á que me relates todo lo que pasó aquella noche horrible; pero todo, todo, ¿lo entiendes? sin omitir detalles.

Me parece que debes morir en carácter, haciendo tu apología á la puerta del infierno.

Salvador soltó una carcajada.

—Agregaré más, dijo Carlos, esperaré á que te vuelvas á reír como ahora para enviarte al otro mundo.

—Entonces, voy á aplazar mi segunda risa para el siglo XX y á procurar imitar tu gravedad.

—Decididamente, dijo Carlos, has aceptado el único papel posible en las circunstancias, aunque ya es viejo eludir el rubor con una carcajada; pero debo advertirte que tengo bien fijado mi juicio y que no retrocederé ante ninguna consideración. Te supongo muy adelantado en el manejo de las armas, y confieso que también es viejo sustituír á la razón, con la destreza; pero yo no vengo á jugar una partida, sino á ejecutar una acción deliberada, y madurada con hiel hace seis meses; y por lo mismo te repito que vengo á matarte.

—¿Como asesino?

—No: como cazador.

—¿Según eso, tú también estás adelantado?

—En caza mayor, no temo errar.

¿No extrañarás, supongo, que me defienda? ¿me quieres privar también de ese precioso derecho?

—Es tuyo el derecho; pero el tiempo es mío.

Carlos sacó una pistola, la preparó y apuntó al pecho de Salvador, sin haberle dejado tiempo de moverse.

—Está bien, dispara; ni tiemblo, ni ruego ¡tira!

Transcurrió un momento, durante el cual, Carlos adivinaba el corazón de Salvador, tras de la mira de su pistola.

Salvador no parpadeó.

Carlos tampoco; pero en seguida bajó la pistola y dijo:

—Habíamos olvidado la historia de la cabrera.

—Voy á procurar acordarme, porque siento que se me había olvidado completamente, y tú, según parece, quieres pormenores; he aquí un verdadero conflicto.... de hoy en adelante, voy á tener cuidado de hacer apuntes, para dar razón de lo que hago, por si acaso me vuelvo á encontrar un buscador de historias tan escéntrico como tú. En resumidas cuentas, continuó Salvador, cambiando de tono ¿te conformas con la corroboración absoluta? entonces te diré que todo es cierto, que te jugué una mala pasada, seguro de que tú no habrías tomado por lo serio un amor tan alto y tan agreste: ¡qué quieres! soy un bárbaro, pero á pesar de eso, te quiero mucho y comprendo que debo dejarme matar como....

—¿Cómo aquellos perros?

—¿Creo que los matamos?

—Sí.

—Pues me parece ridículo morir así; permíteme al menos morir á mi gusto, esto me parece una petición muy racional.

—¿Deberé creer en tu sinceridad?

—¡Hombre!.... «yo soy así» me da un pito la vida, á lo que temo es al ridículo; tengo además negocios graves, y no me pertenezco absolutamente, tendría que hacerte varios encargos.

—¿Cuáles?

—Te lego una cocota, dos grisetas y otras chácharas por ese estilo. Por otra parte debemos estudiar la manera de que tú me mates, sin que la policía te haga una de las suyas.

En cuanto yo acabe, empiezas tú, y debe parecerte como á mí, muy fastidiosa toda esa tramitología; por otra parte, ni yo, ni la justicia, ni la sociedad, estamos de acuerdo con tu justicia. Discurramos.

No vale la pena la cabrera: creo que tú y yo valemos más que todas las zagalas del mundo.

Como Carlos hizo un movimiento, Salvador agregó.

—No pretendo disculparme ni eludir lo que pretendes llamar tu justicia, no; pero quiero fijar la cuestión, al menos tengo derecho de saber qué hice..

—¡Qué hiciste! ¿quieres que te lo recuerde? ¿tienes el cinismo de preguntarlo?

—Bien, hombre, sí; supuesto que no me acuerdo. Todo aquello para mí, no pasó de una calaverada; y aunque lo sospechaba, nunca pude estar seguro de que tú tomarías á pecho aquel idilio para improvisar una novela sentimental. Es cierto que te quise jugar una mala partida, pero entre amigos... me pareció que al fin acabarías por perdonármela.

—Voy á decirte lo que pasó para que te horrorices.

Carlos hizo entonces á Salvador, una minuciosa relación de lo ocurrido en la casa del tío Mateo después de la desaparición de Salvador, agregó todo lo que al mismo Carlos le había pasado en su larga persecución.

Salvador oyó á Carlos con la mayor atención y con la vista fija en el suelo. Tenía un aire de concentración tal, que Carlos no pudo percibir en la fisonomía de su amigo ningún gesto que le indicara que había logrado conmoverlo; pero el cuadro había sido tan patéticamente pintado, el relato de Carlos, era tan ingenuo y su emoción tan verdadera, que Salvador, no obstante el don que tenía de sobreponerse á todas las emociones, juzgó interiormente que su amigo tenía razón en querer matarlo, y no se le ocultó toda la infamia que había en su conducta y cuán funestas habían sido las consecuencias de lo que él había querido hacer pasar como una ligereza.

Al cabo de un rato en el que reinó el mas profundo silencio; dijo Salvador.

—Razón te sobra; te he hecho sufrir, he sido infame, he cometido horrorosos asesinatos, y por Dios que esto me escuece de una manera horrible: tengo la conciencia de mí falta, y por la primera vez me estremezco, y me avergüenzo de mi conducta, tienes toda la razón y toda la justicia: debes matarme.

Voy á pagarte con lealtad, y para esto no debemos batirnos, porque en ese caso la suerte no me sería adversa: hay más, tengo la conciencia de que después de haberte ofendido, no debo hacer armas contra tí: si después de todo lo que te he hecho sufrir, te matara á tí también.... ¡oh! yo no podría sobrevivir.... Estoy listo, Carlos, mi vida te pertenece: hiere, mátame.

Salvador se levantó de su asiento y se abrió la bata que tenía cruzada sobre el pecho.

Lo que en aquella acción había de noble, hizo vacilar por un momento á Carlos, quien á su vez pensó que Salvador comenzaba á desarmarlo.

Al cabo de un momento de meditación, Carlos habló así:

—Confieso que este camino es el mas corto, y no me sorprende tu destreza, supuesto que tengo fundados motivos para conocer de todo lo que eres capaz. Presentarte ahora á mis ojos convicto, confeso, desarmado y resuelto á recibir la muerte, es sin duda el medio mas eficaz de obligarme á aparecer infame si abuso de tu abnegación; pero todo está en pié, y aún sangra dolorosamente la herida que me hiciste: uno de los dos debe dejar de existir.

—Ese soy yo; dijo Salvador.

—Me inclino á aceptar el duelo, pero el duelo á muerte, por mi parte moriré conforme, estoy horriblemente fastidiado del mundo.

—Yo pensaba vivir algo más, pero opino como tú; nada importa morir, pero si la justicia ha de guiar nuestros pasos, no debemos batirnos, yo debo ser la víctima expiatoria, tú la justicia.

—No juguemos al azar, así nada tendrá que reprocharnos la sociedad.

Salvador se quedó pensativo por un rato, al cabo del cual dijo:

—Ya tengo aquí la resolución; y en el secreto que voy á revelarte, conocerás que hablo con la sinceridad del que está dispuesto á morir, Escúchame.

—Te dije al principio que yo no me bato sino con mis armas: te dije más, que mis armas están de moda.

Voy á explicarte este enigma.

Compré estas pistolas á un italiano, en dos mil francos, y son una perfecta imitación de las que salen de la mejor fábrica de Bélgica; tienen el número, y el mismo fabricante belga las ha tenido en sus manos, jurando que han salido de su fábrica.

La caja tiene dos pistolas, pero son tres: las de la caja las presté ayer, la tercera está en mi poder, ¿me permites que te la enseñe?

Carlos hizo una señal afirmativa.

Salvador se acercó á una cómoda, abrió un cajón, hizo saltar en él el resorte de un secreto, y sacó una pistola de desafío, un atacador y un mazo.

Carlos entretanto había puesto la mano sobre su pistola.

Salvador tuvo el tino, aún sin haber observado á Carlos, de presentarle á éste la pistola, tomándola por el cañón, el cual tenía dentro el atacador.

—Esta pistola está descargada, mírala.

Carlos midió con el atacador la longitud del cañón y se cercioró de que efectivamente la pistola estaba descargada.

—Este es un precioso, mecanismo, dijo Salvador, he aquí lo que pasa.

Se le entrega la pistola á quien haya de cargarla y se le deja hacer.

Cae la pólvora en la recámara, y en seguida la bala, viene después el atacador, y al primer empuje, se hunden pólvora y bala en una segunda recámara. Al levantar el atacador para dar el segundo golpe, la primera recámara se ha llenado de pólvora que hay en un recipiente interior, y sobre esta pólvora se ha colocado una tapa que sólo se abre de adentro á fuera y que resiste bien el golpe del mazo, como lo resiste la carga; el sonido de los golpes es idéntico, la pólvora asoma por el piñón sobre el cual se pone el cápsul, y la pistola está cargada; da fuego y la detonación según he podido observar últimamente, es mas débil que la de la otra pistola, pero esta diferencia es inapreciable, sobre todo para los ánimos que, pendientes sólo del resultado, están muy lejos de medir la intensidad de la detonación.

Ya comprenderás que la pólvora se inflama y que su fuerza impulsiva, no sirve más, que para levantar la válbula que se abre en gajos que se incrustan en el cañón, de manera que después de haber salido el tiro, puedes reconocer la pistola y no encuentras ninguna diferencia, sólo que tiene el defecto de que una vez haciendo uso de ella hay que desarmarla, para volverla á poner en estado de ser cargada nuevamente.

—Me parece un arma tan valiosa como cualquier asesinato; con razón hay quien cuente veinte duelos, sin haber sido tocado una sola vez: de esta manera se puede adquirir fama de duelista y á poco precio.

—Es cierto, dijo Salvador con naturalidad, todo consiste en hacer aceptar á los padrinos estas pistolas, las cuales se dan á reconocer y á probar á satisfacción, hasta el momento dado en que, hábilmente se sustituye una de las pistolas con esta tercera, que tiene por única contraseña el pavón mas oscuro en esta parte del pié de gato, circunstancia en que nadie puede fijarse, pues como verás, el pavón de las naves es el mismo, sólo que en ésta el pavón oscuro, está abajo.

—Y bien, dijo Carlos ¿qué pretendes hacer con esta pistola?

—Es muy sencillo; me mandas tus padrinos, aceptan mis pistolas que van á tu casa, las llevas tú, las ves cargar y eliges la cargada con bala y me dejas ésta que no mata y nos disparamos á dos pasos al corazón, y tiene la sociedad la satisfacción de llorarme muerto en un duelo legal.

Arreglas todo de manera que no puedan alcanzarte, y te vuelves á México. ¿Qué me respondes?

—Me horroriza la idea de ser asesino, no obstante haberla abrigado en mi pecho durante seis meses.

—No puedo hacer más que garantizarte ante la opinión pública; á menos que prefieras matarme en bata como ibas á hacerlo y á presentarte á la justicia para que te fastidie un año.

—Te provoco á un duelo á dos pasos, con las dos pistolas buenas.

—Comente, dijo Salvador, á dos pasos y con las pistolas que gustes, espero á tus padrinos.

—Dentro de una hora.

—Dentro de una hora.

Carlos salió de la casa de Salvador, y se encontró en la calle sin saber qué partido tomar: hacía un frío horrible y casi no había gente en las calles.

Carlos entró en el primer café que encontró á su paso: lo primero que vió fué un inglés; lo primero que le ocurrió hacer cuando el inglés se fijó en él, fué una seña.

El inglés le tendió la mano, y la palabra brother sonó en sus labios.

Bastaron al inglés cinco palabras para ponerse ufano, y para estar en disposición de prestar sus servicios.

Diez minutos después dos ingleses tocaban á la puerta de la habitación de Carlos.

Capítulo XII

El desafío


En la tarde de ese mismo día, Salvador y Carlos estaban en el sitio del combate.

Carlos había tenido tiempo de examinar las tres pistolas, y autorizado por Salvador, había retenido en su poder la pistola inofensiva.

Los padrinos de Carlos cargaron las pistolas, por vía de prueba dispararon en presencia de Carlos, y las dos balas se estrellaron en la placa.

Con esta prueba plena, Carlos iba seguro de que alguno de los dos sucumbiría.

Los padrinos de Salvador consiguieron, merced á mil ruegos, que la distancia fuera de cinco pasos.

Salvador solicitó permiso para hablar solo con Carlos, y lo hizo de este modo:

—Todo lo he arreglado, lo que tengo le pertenece á tu loca, á la pobre María. Voy á morir: es justo, pero ofréceme que me perdonarás: te voy á dar mi vida por tu perdón. Adios.

Y Salvador estrechó con firmeza la mano de Carlos, y se separó lo necesario para ponerse en su sitio.

Los padrinos se colocaron en sus puestos, el cirujano tenía listo todo lo necesario.

Salvador estaba tranquilo, había más, estaba radiante.

Carlos estaba absorto, pero firme. Envió hacia el pasado su pensamiento, y sintió no sabemos qué extraña voluptuosidad al pensar en la muerte; estaba á su vez resuelto.

Formuló interiormente una despedida al mundo, se colocó en su puesto y esperó la voz.

Los ojos de Salvador estaban fijos en los de Carlos.

Carlos iba perdiendo su sensibilidad é iba á obrar automáticamente; había perdido la idea de la gravedad de aquel acto; pensó en la mira, en el punto, en la bala y en el corazón de Salvador con una precisión matemática; sabía que la luz iba á desaparecer para siempre, y al borde de aquel abismo, ni temblaba ni retrocedía; sentía sobre su alma la atracción de la eternidad, como una dulce somnolencia.

Jamás el estoicismo llegó á disecar una alma, al grado á que había llegado la de Carlos.

Ya no sentía odio; había algo como la beatitud del mártir en su espíritu.

Por fin sonó la seña, y tras de la seña la detonación....

Los dos adversarios permanecieron de pié, inmóviles como dos estatuas.

Solo había salido el tiro de Salvador.

Carlos seguía apuntando.

—Tira, dijo Salvador, soltando la pistola y rasgándose el chaleco para presentar el pecho á su adversario.

Carlos bajó la pistola.

Los padrinos se acercaron.

Los adversarios se separaron.

Carlos levantó la pistola que había tirado Salvador, se fijó en el pié de gato y.... tenía la mancha del pavón, era la inofensiva; en seguida se acercó á un árbol, disparó y su bala se clavó en la corteza.

Los dos amigos se dirigieron una larga y elocuente mirada.

Salvador aún insistió en quedar á la disposición de Carlos, y éste hizo una señal que indicaba estar satisfecho.

Reinó una embarazosa reserva en todos los personajes de aquella escena, y colocados en sus respectivos carruajes, emprendieron separadamente el camino de la ciudad.

En la noche, Salvador fué quien buscó á Carlos.

—Te ofrecí, le dijo Salvador, darte mi vida por tu perdón, he cumplido, perdóname.

Los dos amigos se abrazaron.

Carlos lloró....

Como una convalecencia, pasaron varios días como nublados para aquellos dos amigos.

Salvador un día, se propuso cambiar aquel nublado y volverle á Carlos la alegría que había perdido.

A partir de aquel momento, Carlos y Salvador apuraron juntos la copa de todos los placeres parisienses, hasta llegar á olvidar la historia de María.

Esta pobre niña vivió dos años en el hospital del Divino Salvador de México, y recobró la razón sólo para pronunciar los nombres de su padre y de Carlos. En seguida cerró los ojos para siempre.

Hasta aquí la historia del pasado: volvamos á tomar el hilo de los acontecimientos, en el momento en que los convidados acaban de levantarse de la mesa, impresiona dos vivamente con la relación con que Carlos había logrado hacer fijar la atención en Salvador.

Por supuesto, que Anita, Castaños, Carolina y doña Refugio, lejos de dirigirse á sus respectivos domicilios, formaron corro con el loable fin de comerse vivo á Salvador.

Chona había podido apenas tener fuerzas para llegar á su dormitorio, y una vez en él, cuidó sólo de cerrar y se entregó de lleno á la fiebre de sus tumultuosas ideas.

Salvador, aquel sér tan espiritual, aquel seductor tan irresistible, aquella alma tan apasionada, aquel hombre tan tierno, era el mismo Salvador infame, el cazador, el asesino, el miserable de la historia de Carlos.

—¡Qué abismos insondables guarda el corazón humano, decía Chona. Acaso sea una fábula todo ese terrible relato... No, no es Salvador, es imposible; aquel Salvador era un monstruo, y éste es un ángel…

—¿Y Carlos?.... dijo al cabo de un rato.

Carlos lo comprende ya.... lo comprende todo, y prepara una venganza horrible, quiere desenmascarar á Salvador, y.... qué sé yo qué trame.... jamás lo había yo visto animarse como ahora, al relatar su historia; ¿qué será de mí? Hoy, al sentir sobre mí todo el peso de mis faltas, me siento sin fuerzas para combatir; ha llegado el momento del terrible desenlace que presentía, era preciso, era preciso....

Sacó á Chona de sus meditaciones un ruido inesperado.

Salvador había osado penetrar allí: Chona se estremeció.

—¡Silencio! dijo Salvador y se acercó á Chona.

No tenemos un momento que perder, todo ha concluido. No hay más que un camino, ¡vámonos!

—¡Irnos! exclamó Chona.

—O soportar la vergüenza, arrostrar con el escarnio de todas estas gentes, ¡vámonos! ¡sígueme!

—¡No! dijo Chona.

—¿No?

—Espero como tú mi fallo, ¡vete!

—¿Abandonarte?

—Sí.

—¡Jamás!

—¡Salvador! reflexiona.

—Estamos perdidos.

—No: todavía es tiempo.

—Sólo de huir.

—De enderezar nuestros pasos.

—El velo está corrido.

—Aún es tiempo.

—Es tiempo de morir ó de huir para siempre. Mañana será ya tarde; Carlos me ha invitado....

—¿Á qué?

—A salir los dos mañana al campo á matar tortolitas.

Chona se estremeció.

—Deberá volver uno de los dos, por mi parte te ofrezco volver ¿pero cómo....? Hoy no daré mi vida sinó á tí, Carlos me ha enseñado á ser celoso y á odiar.

—Te enseñó á perdonar.

—Yo le enseñé á morir.

—Pero de nuevo lo traicionas, y yo....

—¡Ingrata! exclamó Salvador con una exaltación mal reprimida. ¿Acaso no comprendes todo lo que vales para mí, supuesto que he pasado sobre lo mas sagrado para mí en el mundo, sobre un hermano mío, sobre Carlos mismo? ¿Qué otra mujer, por poderosos que fuesen sus atractivos, por grande que fuese su amor, hubiera podido obligarme á pisotear ese respeto?

Yo te amo Chona, como jamás amé en el mundo, ya sabes que amo por la primera vez, ya sabes que soy otro hombre, que atravieso por la época de mi regeneración. He sido capaz de respetar, como seré capaz de morir á tus piés, antes que pensar en perderte. Desafío al mundo á que nos separe, y puesto que Carlos se ha de atravesar en mi camino, adelante; culpa será todo de su estrella y de la mía.

Estoy resuelto; huye conmigo ó lo perdemos todo; mañana va á pedirme cuenta tu marido, mañana…

—¡Salvador, por Dios, me vuelvo loca! ten compasión de mí, tú me has dicho que me amas, con la esperanza de un mas allá todo de amor; me has hecho creer en un mundo hecho para los dos y me has ofrecido inmolarte aquí, para merecer eternamente. ¿En dónde está esa abnegación, en dónde tanto amor? ¿Por qué me has hecho descender desde el cielo á donde me encumbraste, hasta el abismo de esta realidad tan desgarradora? ¿En dónde están tus palabras de consuelo, en dónde está tu fé, Salvador? Salvador, que el mundo no acabe por señalarnos con el estigma del desprecio, ¡esto es horrible! ¿qué haremos? ¿en dónde encontraremos Una justificación razonable? vamos á ser entregados á la execración de las gentes, como simples reos de un delito espantoso, no, no; y si hasta aquí me he dejado llevar en alas de la pasión que has sabido inspirarme, aún es tiempo de detenerme al borde del abismo; arrostraré con el castigo de la mujer que ha errado, pero no con el de la que ha consentido en el crimen.

—Chona: la sociedad no sabe entrar en sutilezas, ni elimina á nadie de sus fallos, clasificando las faltas; la sociedad no conoce más que un delito común, y su fallo, ese terrible fallo, lo fulmina en una sonrisa; pues bien, ya hemos recogido las sonrisas de Castaños, las de Anita, las de doña Refugio y todas las de esos espectadores de la vida de los demás, que han aceptado un papel en la comparsa, para censurar acciones que tendrían sumo placer en ejecutar.

Esas gentes «son así», para ellas no hay más que un paso, no conocen la lucha, no admiten atenuaciones, no raciocinan, solamente fallan que es lo mas fácil;, pues bien, si ya soportamos ese fallo, arrostremos con él y no lo perdamos todo; los momentos presentes, son los únicos de que podemos disponer; mañana será ya tarde, porque la venganza de Carlos va á ser terrible cuanto ha sido aplazada, no retrocederá; hay más, no debe retroceder, tiene el derecho de matarme como un perro; pudo perdonarme una vez, pero ahora no; en María le herí su amor, hoy le arrebato la honra; hoy le arrojo á la cara, toda esa suma de ridículo que la sociedad tiene preparada tan injustamente para todas las víctimas, porque la sociedad, Chona, no castiga al delincuente sino al que sufre. Si vieras cómo me prodigan sus sonrisas las mujeres, y cómo me envidian los calaveras; si pudieras deletrear esa sorda ovación que se levanta en la sociedad, al rededor del que seduce y del que triunfa; si tradujeras toda la suma de desprecio y de ironía que esa sociedad reserva al que no tiene más delito que tener un amigo infiel; si levantaras ese velo y contemplaras el lodazal asqueroso de esas ruines pasiones, acabarías por despreciar á esa sociedad injusta que aplaude los vicios, que protege á los seductores y que escarnece á los que sufren; esa sociedad Chona, no merece que te inmoles por ella, no es digna de que le rindas un homenaje que te devolverá, mofándose de una escrupulosa de nuevo género, porque nadie te cree inmaculada, porque á esa sociedad le ha bastado vernos juntos hablándonos para que sin preguntar más que tu estado, falle en contra tuya.

Pero lo que este fallo tiene de terrible, continuó Salvador exaltado, es que se convierte en aplauso; sí, Chona, en estos momentos, todos se ríen de Carlos y todos nos envidian; tú eres hermosa, eres envidiable y todos esos pollos al mi varados, quisieran estar en mi lugar, y todas esas señoras quisieran estar en el tuyo.

Si la aprobación de esa sociedad es la que buscas, al retroceder no harías más que atraerte la burla de todas esas gentes que viven de la difamación y del escándalo. Vámonos, Chona, no es posible retroceder. Mañana.... mañana no huiré como un cobarde, sinó que tendré que matar á tu marido, en pago de que él no quiso matarme alguna vez; mañana cuando me provoque (porque me va á provocar) yo no podré ser generoso, porque mi generosidad sería renunciar á tí; mañana á estas horas lo habré matado, y entonces tendrás que seguirme para confundir tu vergüenza con la mía, para eludir el oprobio de venios entregadso á la justicia estúpida de un alcalde de pueblo; vámonos Chona, no tenemos ya otro camino, está trazado nuestro itinerario, no puedes ser ya en el mundo más que mía.

Chona había escuchado una á una todas aquellas palabras, recogiéndolas en el piélago de amargura de su alma como para hacer que rebosara tanta hiel que la matara.

El convencimiento exacto, indiscutible de sus faltas la obligaban á emprender la más formidable de las luchas morales de que es capaz el espíritu.

Se contemplaba Chona tan irremisiblemente orillada al crimen, y tan impotente para borrar una falta irremediable, que se sentía ya próxima al despecho; estaba al romperse el último hilo que la ponía al lado del deber; en aquel momento una caricia de Salvador, una palabra más, era ya suficiente para arrastrarla al despecho absoluto; pero no sabemos qué ángel se cernía entonces todavía sobre Chona, no sabemos qué efluvios de clemencia llegaban hasta la virtud misma, que inmovilizaron las manos del seductor, que aprisionaron la palabra, que trajeron una pausa de silencio á aquella escena.

La mente de Chona, suspensa al borde del abismo, comenzó á retroceder obedeciendo á una voz que le había sido familiar durante muchos años; y revistiéndose de cierta entereza inesperada, dijo á Salvador.

—Deliras, Por mi parte, acato á la sociedad que tú desprecias y respeto sus fallos, porque injustos ó buenos son los únicos competentes; no ambiciono el aplauso de Castaños ni me halaga la complicidad de los débiles: en el seno de esa misma sociedad existe el juicio recto y una norma única que debe guiar nuestras acciones: me basta la calificación de un hombre sensato, la aprobación de una sola persona virtuosa, y sobre todo, me basta el aprecio de mí misma.

Ser criminal para aparecer buena, delinquir en la sombra para vestirse á la luz la túnica de la pureza, es una infame hipocresía de que no me hallo capaz.

Hasta aquí he luchado cuanto mis fuerzas me lo han permitido, y si he sido débil en no cortar á tiempo el mal, aún soy bastante fuerte para no rodar al abismo.

—¿Llamas abismo á la felicidad de amarme?

—Sí, porque tu amor, por grande que sea, es una transgresión, es un delito: no debemos amarnos.

—Ya no es tiempo de retroceder, el verdadero abismo está á nuestros piés, está en permanecer aquí esperando un desenlace funesto: en nuestra fuga está nuestra salvación, sígueme.

—No.

—Tú no me amas, no, ni me has amado nunca; si me amaras, te daría horror perderme.

—¡Salvador!... ten piedad de mí, no apeles á mi amor, no desgarres mi corazón: Espera... oye... Tú me has dicho que nuestro amor no era mas que el principio de una felicidad desconocida, me has hecho creer que...

La voz de Chona fué cortada, confundiéndose con el ruido de una detonación, á la que sucedió un ruido espantoso, como si la habitación en que estaban Chona y Salvador se les viniese encima.

Abrióse á la sazón la vidriera de una ventana y cayó sobre la mesa un jarrón con flores derribando un candelabro en que ardían dos velas.

Reinaron repentinamente las tinieblas y crecía por momentos el ruido que anunciaba una catástrofe desconocida.

Capítulo XIII

¡Aquí está José María Gómez!


A impulsos de un viento arrasante, las copas de los árboles de la hacienda se agitaban, silvaban los tejados de las rancherías, como si una legión de duendes, en desordenada fuga, atravesara aquellos lugares.

Por todas partes se oía el ladrar de los perros, y el siniestro rumor del tumulto mezclaba sus ruidos al prolongado gemir del viento que azotaba puertas que se abrían, y aumentaba la densidad de las tinieblas con hondonadas de polvo que arrancaba de la tierra para lanzarlas contra las sombras de la noche.

En medio de los ruidos confusos, salían de vez en cuando gritos de alarma, voces de mando, imprecaciones, gemidos, ayes y blasfemias. Por lo pronto hubiera sido imposible definir aquel conjunto de desórdenes, en los que la naturaleza parecía tomar una parte tan activa.

Bien pronto á los gritos sucedieron las detonaciones, cuyos ecos parecían ahogarse á veces en el ruido general y otras veces rimbombaban llevados por las violentas ráfagas de viento.

Sería imposible describir el terror que se apoderó de los paseantes, especialmente de las señoras, quienes; pasando del sueño al pánico, formaban grupos en los rincones, ó huían en tropel espantadas, sin saber qué sitio de refugio eligirían.

Carlos, que á la sazón velaba, fué el primero en acometer el peligro, y fué quien advirtió los primeros indicios de aquel asalto inesperado. La casa de la hacienda estaba rodeada por todas partes, y la servidumbre, descuidada á esas horas, no había tenido tiempo de prepararse á la defensa; había más, la servidumbre dormía con el sueño del peón, que es lo mas parecido á la muerte que se conoce.

Carlos recorría con fatigosa precipitación, los dormitorios de los criados, quienes á pesar de todos los esfuerzos de su amo atribulado, gozaban de la dulce anestesia de su sueño.

Esta dilación fué suficiente á hacer imposible toda resistencia ordenada, apesar de la actividad que Carlos desplegaba.

Resonaban; sin embargo, disparos de rifle y de pistola por todas partes.

Castaños, por la primera vez en su vida, no se puso corbata, y se envolvió en un cobertor.

Las señoras, en unión de todos los santos de su devoción, invocaron á Castaños, á quien le gritaban todas, mezclando su nombre con las palabras de la «magnífica.»

No tardó aquel santo en estar rodeado de todas las señoras.

Castaños encontró como siempre, mas conveniente poner en puerto seguro á todo aquel bello sexo, que hacer fuego por tronera ó balcón, exponiéndose á atrapar un constipado; de manera que, inspirado por una buena idea, se lanzó en pos de las llaves, que él conocía, y gritó:

—Síganme, muchachas; y se encaminó á una bodega; la abrió y brindó con aquel asilo seguro á las señoras, que no podían tenerse en pié de susto.

Don Homobono Pérez fué el primero que se unió con Carlos, dispuesto á defenderse.

Don Nestor y las otras autoridades, conocían la comprometida posición en que se encontraban, y cada una de ellas hubiera querido evadirse, pero ya era tarde, y se hacía forzoso arriesgar el todo por el todo.

Salvador y Chona no parecían, y esta circunstancia causó un efecto profundo, así en Carlos como en todas aquellas personas encargadas por la situación, casi exclusivamente de contarse unas á otras.

Carlos por su parte, al notar esa desaparición, conoció que no sería dueño de sí mismo, si llegaba el momento de encontrarse con Salvador algunos momentos después.

Unos gritos furiosos resonaban en el interior de la casa, gritos que se mezclaban á los disparos y á los golpes que daban simultáneamente en varias puertas.

—¡Aquí está José María Gómez! gritaba éste en el colmo de la embriaguez y de la ira, ¡abran ó quemamos la hacienda! ¡Viva el general Márquez!

Todo esto había pasado en menos tiempo del que necesitamos para describirlo, pues cada uno obraba de por sí, movido por el temor del común peligro.

Salomé, que también velaba, al oír los primeros rumores, se había puesto de pié tras de la puerta de su calabozo; no sabía qué suerte la esperaba, pero nació en ella la esperanza de verse libre, merced á aquel acontecimiento extraordinario; pero cuando oyó la voz de Gómez, declarándose el autor de aquel asalto, desaparecieron de pronto todas sus dudas con respecto á su perdido amante, y se estremeció de piés á cabeza, al considerar cuán desgraciada era, cuando no tenía de su parte en el mundo más que á Gómez; y desde luego se puso á elegir entre la prolongada acción de la justicia sobre ella, y su ningún valimiento, ó el oprobio de pertenecerle y seguir á un hombre que, decididamente, no era otra cosa sino un ladrón de caminos.

—Qué haremos en esta tribulación,.Castaños de mi alma? decía doña Refugio, que como siempre estaba á la cabeza del grupo de las señoras.

—Qué hemos de hacer, mi vida, contestó Anita, á quien siempre le ocurría algo de provecho, qué hemos de hacer sino encomendarnos muy de veras á Dios Nuestro Señor; porque si su Divina Majestad no lo remedia, quién sabe lo que será de nosotras esta noche.

—Tiene razón Anita, dijo una señora, recemos el Trisagio.

—Las señoras que estaban calladas se habían anticipado ya á los deseos de Anita, conjurando el mal, con entregarse cada una á sus respectivas devociones.

—Me ocurre una idea, dijo Castaños.

—Veamos cuál, contestó doña Refugio.

—¿Ya saben ustedes quién es el que capitanea á los bandidos? preguntó Castaños.

—¿Quién?

—José María Gómez.

—¡Gómez! exclamó doña Refugio.

—El mismo; ya no cabe duda de que es un criminal; y para que ustedes se lo sepan, no viene movido por otra idea que por la de redimir á Salomé.

—Pues que se la den, dijo Anita.

—Que se la den, repitieron varias señoras, interrumpiendo sus piadosas oraciones.

—Ahí me las den todas, dijo un pollo, y no me parece natural ni debido que nos expongamos todos, especialmente las señoras, sólo por guardar á esa mujer que, sabe Dios qué antecedentes tendrá, cuando tiene por amante, nada menos que al capitán de los ladrones.

—Es cierto, dijeron varias personas.

—Si no es más que eso lo que quiere, es bien sencillo darle gusto, agregó Carolina.

—Sería bueno avisar que se la entreguen.

—Sí, por vía de transacción, que al menos esa mujer sirva de garantía, de prenda pretoria.

—Muy bien pensado.

—En ese caso se necesita un parlamentario.

—¡Silencio! dijo Castaños, oigan ustedes, los gritos se acercan.

Hubo un instante de silencio durante el cual todos pudieron oír distintamente estas palabras:

—Abran.... aquí está José María Gómez.

—Ya lo oyen ustedes, es Gómez, dijo Castaños, ya no hay que vacilar; las sospechas del señor don Nestor eran fundadas, y lo que ha hecho el señor don Carlos con abogar por Gómez, no ha sido más que comprometer á la justicia.

—Y comprometerse á sí mismo, dijo doña Refugio, quien estaba desde aquel momento decidida á no seguir Abogando á su vez por Salomé, supuesto que no cabía duda en que pertenecía al asaltante.

En este momento sonaron fuertes golpes á la puerta de la bodega.

—¡jesús María y José! dijeron en coro varias señoras.

—¡Silencio! dijo Castaños.

Los golpes se repitieron.

—¡Glorifica mi alma al Señor! dijo otra voz.

—¡Silencio! repitió Castaños.

—Soy yo, dijeron por afuera.

—¿Quién es usted? preguntó Anita.

—Yo soy, D. Nestor.

—¿Qué hay? preguntó entonces Castaños?

—Abra usted.

Castaños abrió la puerta.

—¿Está aquí la presa? preguntó don Nestor.

—No; no está aquí, dijo Castaños, está en su calabozo.

—No está allá, dijo á su vez D. Nestor; el bárbaro del centinela ha abandonado su puesto á la primera alarma.

—¿Y se ha escapado la presa?

—Sí, ya no está en el calabozo.

—¿No lo dijimos? exclamó Anita, si lo que Gómez quiere es llevársela, por eso insisto en que sería bueno ofrecérsela por vía de transacción.

—¡Una transacción con los bandidos, dijo D. Nestor escandalizado del procedimiento, ¡la autoridad transigir de esa manera! eso no puede ser.

—Es que nos acaban á todos, dijo una señora.

—¡Que nos acaben! dijo D. Nestor.

—A mí no, dijo Anita, ¿qué razón hay para que nos acaben á mí y á estas señoras, sólo porque los procedimientos de don Nestor estén arreglados á la ley.

—Aquí no hay más ley que la de la propia conservación..

El ruido seguía creciendo al grado de hacerse formidable; ya toda la servidumbre en pié había tenido tiempo de seguir las órdenes de Carlos y de D. Homobono, quienes se ocupaban en aquellos momentos de aglomerar tercios de maíz contra la puerta del zaguán de la hacienda para formar una barricada, mientras que dos de los dependientes, Santibáñez y el yerno de D. Nestor, hacían fuego desde la azotea.

Estaban frente á la casa de la hacienda más de treinta caballos, á lo que podía calcularse en medio de las sombras.

—Voy á seguir buscando á la presa, dijo D. Nestor; afortunadamente no han logrado vencer la puerta, y á cada momento se hará esto mas difícil, porque nos estamos fortificando.

—¡Acá todos! gritó una voz por fuera de la bodega.

—Vamos, señor Castaños, dijo D. Nestor.

Castaños abandonó con mucho pesar á las señoras, y pocos momentos después, estaba también ayudando á formar barricadas en todas las puertas amenazadas.

En el fondo de uno de los corrales, pasaba á la sazón una escena singular.

Salomé hablaba con un hombre desconocido.

—Sí, señora; decía éste, D. Gómez fué, que ya se sabe por todo el pueblo.

—¿Es posible?

—Sí, señora; y de los dos sólo ha parecido el viejo que se llama D. Santiago; pero en cuanto al muchacho, ni su luz.

—¿Pero quién es el muchacho á quien se refiere usted?

—Es el hijo de D. Santiago, ó mejor dicho, no es su hijo legítimo, porque es el niño que este señor recogió; es el niño que se les escapó á los maromeros, porque dicen que un día dijo que ya no quería ser del circo, y se escapó y lo cogió después D. Santiago para hacerlo hombre, y cuando se lo llevaba á México para ponerlo en un buen colegio, le cayó Gómez y se los llevó á los dos.

—¿Quién anda por ahí? preguntó una voz, desde el extremo opuesto del corral.

—Yo, D. Nestor, contestó el que hablaba con Salomé.

—¿Con quién está?

—Con la señora.

—Venga usted acá con ella.

El desconocido y Salomé avanzaron hacia donde estaba D. Nestor.

Entretanto se había apoderado de Salomé el mas profundo despecho, y al acercarse á don Nestor, exclamó.

—Señor, en todo caso óigame usted; soy inocente del delito que se me acusa, pero más que inocente, soy desgraciada.

Gómez.... es cierto, es mi amante.

—¡Gómez es un plagiario! contestó indignado D. Nestor.

—¿Pero usted no sabe á quién ha plagiado?

—Sí, á D. Santiago.

—No: á mí hijo.

—¿A su hijo de usted?

—Sí, al hijo á quien busco hace tanto tiempo, al fruto de los amores que me han arrancado tantas lágrimas..

—¿Y ese hijo es el de Gómez?

—Sí señor.

—¿Y Gómez lo sabe?

—No, no conoce á su hijo; por piedad, señor, tenga usted piedad de esta pobre madre, permítame usted salvar á mi hijo, y después puede usted sepultarme para siempre en una cárcel, pero que mi hijo viva, que lo vea yo, al menos una sola vez, que vea yo á Gómez nada más el tiempo necesario para decirle quién es ese niño que tiene en su poder, se lo ruego á usted de rodillas, un momento, sólo un momento.

Y Salomé se arrojó á los piés de D. Nestor, con toda la pasión da que es capaz una madre, al grado que D. Nestor sintió que se enternecía y que á pesar de su reconocida severidad en materia de procedimientos judiciales, no pudo menos que echarse á pensar en el medio de conciliar sus deberes con las exigencias de su carácter de autoridad, conocedora oficialmente del asunto.

En aquel momento los disparos habían cesado por una y otra parte, y esta suspensión de hostilidades llamó fuertemente la atención de D. Nestor que, olvidándose repentinamente de Salomé, corrió á inquirir noticias ó á cerciorarse de que los bandidos se habían retirado.

Aquel silencio repentino fué aún todavía más pavoroso é infundió más terror á los asaltados, que los tiros, la gritería y el desorden que hasta allí habían reinado.

De todos los ánimos se apoderó el vehemente deseo de saber lo que estaba pasando.

Capítulo XIV

De lo que le había sucedido a Gabriel


El pobre niño entró de lleno en una perfecta convalecencia; y como si los pasados sacudimientos de la materia hubiesen influido en exaltar más el espíritu, Gabriel sentía en sí mismo una nueva lucidez y un vigor de imaginación poderosísimos.

Recorría en su memoria, con admirable precisión, todos los detalles de sus tormentos, sin olvidar ninguna circunstancia, sin dejar de apreciar, con un juicio extraño á su edad, el mas insignificante de los pormenores de su plagio.

Estas impresiones debieron influir de una manera decisiva en el sér moral de Gabriel, pues á partir de aquel momento, él mismo conocía que al renacer á la vida, no había hecho otra cosa que atesorar recursos de fuerza y de vigor, para saber soportar en lo sucesivo las vicisitudes de su vida, que á juzgar por lo acaecido hasta allí, no parecía presentarse bajo aspecto demasiado risueño.

El mismo Gabriel, algunos años después, ha dado al autor de este libro los mas exactos y preciosos apuntes, de los que hoy ofrecemos una parte á nuestros amables lectores..

El hombre, este sér modificable por excelencia, debe, lo que mas tarde llama su carácter, al conjunto de circunstancias que lo rodearon durante la época de su desarrollo y crecimiento.

Por eso el foco de las grandes maldades está en las grandes ciudades; el refinamiento de la civilización produce engendros monstruosos, capaces de todos los refinamientos: el malvado de la ciudad, el que se corrompe en los palacios y los jardines, es el malvado de peor especie, el mas incorregible y el mas sustancialmente depravado.

Por el contrario, las vicisitudes tempranas, sufridas en mas amplios escenarios que las ciudades, imprimen al hombre cierto carácter de firmeza que lo hace superior.

Gabriel empezaba á ser dueño de esa suma de valor y resistencia que podría emplear mas tarde en su lucha contra la adversidad.

Sentía no sabemos qué extraña satisfacción al contemplarse vivo, después de los brutales tratamientos que había sufrido; luchaba por inquirir, con una persistencia indomables, el por qué de aquellas suspensiones de vida, en las cuales había sentido irse perdiendo hasta sus propios dolores; hubiera querido que algún espíritu morador de la región de lo desconocido, le revelase ahora, en el pleno goce de sus facultades, el lugar en donde el alma de Gabriel se había hospedado, mientras su cuerpo, ya cercano al sepulcro, sufría los tormentos de su desorganización.

¿Qué había hecho él mismo para no sufrir, y cómo había vuelto á la vida, qué misterio era aquél, qué alternativa que lo asombraba, qué fenómeno que no podía explicarse?

Generalmente el que se ha visto, por algún accidente, privado de sentido, se conforma pasivamente y sin esfuerzo, con esa extraña suspensión de vida, bastándole sentir que sobrevive.

Pero Gabriel no se conformaba, y su atención se concentraba muchas veces, pensando en aquel tránsito misterioso.

—He de averiguarlo, decía: cuando estudie, cuando aprenda lo que debe saber un hombre, preguntaré á la ciencia lo que hice durante esas pausas de sopor y de muerte; sabré por qué he vuelvo á vivir, y puede ser que llegue á explicarme lo que es la muerte.

Recordamos haber dejado á Gabriel entregado á su cárcel era, quien á pesar de las instrucciones feroces de Gómez, sentía, sin poderlo remediar, cierta inclinación secreta hacia aquel niño que había visto moribundo.

Pero no obstante esta inclinación, Gabriel no lograba sacar ningún partido de aquella mujer, ni alcanzaba siquiera á poner en claro alguna de las circunstancias que ignoraba.

Llegó el día en que debía Gómez volver por él para emprender la marcha, y la idea de cambiar de lugar, de ver el campo, de extender su vista por espaciosos horizontes, le infundía una alegría que no podía disimular.

Se despidió muchas veces de su carcelera, y la hizo ofrecimientos con la esperanza de llegar á cumplirlos alguna vez; porque la esperanza era en Gabriel una nueva fuerza, y nacía de su alma como el aroma de una flor; ya en aquellos momentos se creía dueño de sí mismo y capaz de todo: no le espantaba la idea de estar en poder de un bandido, se consideraba capaz de todo, y estaba dispuesto á arrostrar de nuevo todos los tormentos á que quisieran sujetarlo.

Pasaron los días, y pasó aquél en que debía salir Gabriel de su prisión, y nadie parecía.

Esta primera contrariedad no le desanimó, sino que por el contrario, lo indujo á cambiar de plan con respecto á su deseo de salvarse.

En vez de entregarse al sueño tranquilamente como lo había hecho las noches anterior es, oyó cerrar su puerta y alejarse los pasos de su carcelera. Sabía bien que su primer enemigo iba á ser la oscuridad en que estaba sumergido, pues la mujer no le había dejado medio alguno de proporcionarse luz.

No obstante, tan luego como se cercioró de que lo habían dejado solo, se incorporó en su cama y comenzó á vestirse; y aunque hasta entonces no había pensado en forzar las cerraduras de su prisión, ni en burlar la vigilancia, de su carcelera, supuesto que tenía la seguridad de ser en breve conducido á otro lugar; conocía no obstante las particularidades de su habitación, lo bastante para recorrerla con alguna confianza.

Después de inútiles tentativas, se convenció de que no era posible forzar la puerta, y la ventanilla que daba luz á aquella habitación, estaba muy alta.

Aplazó con estoica calma sus tentativas para el día siguiente, y volvió al lecho; sólo que entonces el sueño había ya huido completamente, como para dejarlo abandonado á sus meditaciones.

Estas, desde que cayó en poder de los bandidos, habían empezado incesantemente por hacerse estas preguntas.

—¿Qué será de mi padre? tal vez él no haya podido resistir, como yo, á los brutales tratamientos; acaso él no se haya salvado. ¡Ah! si hubiera muerto para mí.... Pero nó, yo tengo en el alma no sé qué aviso secreto que me dice que vive ¿ni cómo podría ser justo que recogiera la muerte en pago de su adorable sacrificio?,., él no ha hecho más que bienes; Dios no le ha de haber castigado.... yo lo encontraré, lo buscaré por todo el mundo hasta encontrarlo; y yo seré quien después de hacerlo feliz por mucho tiempo con mi cariño, cerraré sus ojos; sí, yo no me separaré de su lado, aún cuando alguna vez llegara yo á saber quién es mi padre, aun cuando mi padre mismo me reclamase: por eso también el herrero es mi padre, aquel pobre herrero que me recogió....

Gabriel lanzó un profundo suspiro.

Acababa de recordar la manera con que supo un día que aquel herrero no era su padre.

Hé aquí la historia tal como pasaba por su mente en aquellos momentos.

—¡Qué feliz era yo al lado de aquellos dos seres queridos, ellos me dieron sus caricias, ellos me enseñaron á pronunciar el nombre de Dios, á ellos debo la vida.... ¿Qué más necesita uno que creer en la felicidad, aun cuando ésta no sea cierta? yo hubiera podido ser feliz toda mi vida ¡ojalá nunca hubiera descorrido el velo que rasgaron tan cruelmente, para hacerme palpar mi triste origen!

¡Qué terrible fué aquel día y cómo se ha grabado en mi memoria!

De la misma manera que Gabriel había procurado inquirir lo que había pasado por él en los momentos en que se sintió perderse en una profundidad desconocida, así procuraba penetrar en la historia de su pasado, complaciéndose en recordar todas las peripecias por las que lo había obligado á atravesar una suerte adversa.

Gabriel, ya sea en virtud de la nueva excitación de su espíritu, ó ya porque la vida del hombre está marcada por jornadas, para que al fin de cada una, recordemos la que dejamos atrás, Gabriel, decíamos, se sentía inclinado á hacer una recapitulación de su pasado, para fijarlo en su memoria como si alguna vez hubiera de verse obligado á escribir un libro.

Alejándose lo mas que pudo de su presente, venía á su mente como su primer recuerdo, una riña entre el herrero y su mujer.

—Entonces creía yo que eran mis padres, dijo.

Era media noche: los ojos de aquella mujer chispeaban más que los del gato de la herrería, cuando velaba en el tejado. Después he sabido que los ojos se ponen así con el aguardiente: aquella mujer estaba como loca.

Yo había despertado al sentir que me faltaba el calor de mi padre, y lo primero que ví fué á la mujer enmedio de la pieza, gritando furiosa.

Aún recuerdo vagamente que mi padre la obligaba á guardar silencio, para que no me despertase.

Varias noches se repitieron estas escenas, que al principio no comprendía; pero una noche, por fin, me apercibí de que se trataba de mí: no alcanzaba yo la razón de ser el objeto de aquellas reyertas, y vacilaba entre si debía preguntarla ó debía guardar reserva.

Estas vacilaciones fueron mis primeras tristezas.

La mujer del herrero había abandonado el lecho, y volvió á ponerse de pié, haciendo brillar sus pequeños ojos.

—¡No puedo soportar más! decía aquella mujer, porque nadie me quita de la cabeza, que todo ese cariño que le tienes á la criatura, no es por nada bueno.

—¡Cállate mujer! le decía el herrero, en todo caso no hagas participar al inocente de las consecuencias de faltas que no ha cometido; ¿qué razón hay para que lo despiertes, acaso sabe él mismo otra cosa sino que tú y yo somos sus padres? dejémosle en ese error, al menos mientras no sea necesario darle ese mal rato.

—¡Eso es! no lo dije, todo para el niño, todo para tu hijito que ha venido á quitarles á los míos hasta tus caricias. Decididamente aquí hay algo, algo muy gordo que me ocultas, y lo que es á mí no me la das, que de algo me ha de servir el mundo que tengo.

—Ya hemos hablado muchas veces del mismo asunto y veo con pena, que se ha convertido ya en manía por tu parte armar una camorra diaria, con pretexto del niño; te obstinas en no palpar las cosas, y en no hacer caso de mis palabras, ya se vé, esto tiene una explicación.

—¿Cuál?

—¿No la sabes? la única explicación que tienen todas tus extravagancias.

—La misma te pego; ya me vas á salir con que no estoy en mi juicio.

—Y tengo razón en ello, porque desde el momento en que no sé qué loca puso á mis piés á este niño aquella noche, no has cesado de provocarme; ya creyéndome infiel ó ya acusándome de despreciarte. No han bastado mis protestas, y cuando ya no has podido resistir á la evidencia, has recurrido al estúpido recurso de trastornar tu cerebro.

—¿Quiere decir que estoy borracha? dijo la mujer dejando rebosar la ira en su semblante.

—No digo tanto.

—¡Mira hasta qué grado llegas! esto no se puede tolerar, es preciso que fijemos lo que somos, y si hemos de tener guerra en la casa, sea la de nuestros hijos, y no la de un advenedizo, que sabe Dios los delitos que tendrá que pagar el inocente.

—Eso has de ver para compadecerte de su situación y no agraviarlo como lo haces, preparándole un golpe doloroso.

—¿Doloroso? qué sabe el muchacho de estas cosas, lo que sabe es dejarse querer y ponerse en medio para obligarnos á reñir eternamente, pero estoy resuelta á que esto termine.

—¡Mujer! gritó el herrero, viendo que pretendía tocarme.

—¡Déjame! voy á decirle á este muchacho lo que le estás ocultando hace mucho tiempo.

—No lo permitiré.

—Lo permitas ó nó, he de decírselo en descargo de mi conciencia.

—Te digo que no lo harás.

—¡No me violentes!

—¡Retírate!

—¡No quiero! es necesario que este muchacho despierte, para que oiga la verdad.

La verdad la había oído ya Gabriel.

—¡Te lo prohíbo!

—¿Prohibirme á mí? pues no faltaba más, ¿quién eres tú para hacerme prohibiciones?

—¡Tu marido!

—¡Marido infiel!

—No hago más que compadecerme de la desgracia de un inocente.

—Y quererlo más que á mis hijos.

—Eso no es cierto.;

—Lo veo, lo vé todo el mundo; este muchacho es el único que parece tu hijo, hasta en lo hipócrita.

—¡Mujer, no me exasperes!

—Ni tú te opongas á que yo haga justicia.

Y arrojándose sobre el niño aquella mujer, lanzó una terrible intejección en el colmo de la ira.

El herrero no pudo andar tan listo que impidiera el caso y algunos momentos después, el niño, medio desnudo y medio despierto, abría los ojos sorprendido y temblando ante aquella mujer que se obstinaba en descargar toda su saña contra el inocente.

Gabriel no pudo ó no quiso dar todo el peso á su situación, ni alcanzaba á comprender otra cosa, sino que aquella mujer inventaba, en su inusitada reprimenda, todo aquello que pudiera ser más doloroso y cruel de oírse.

Pero como quiera que estas escenas se repetían con frecuencia, apesar de todas las promesas que en su cabal juicio hacía la mujer del herrero todas las mañanas, Gabriel acabó por convencerse de que efectivamente aquellos dos seres, no eran sus padres, y que de día en día su posición en aquella casa, se hacía mas embarazosa.

Por entonces apareció una mañana en el pueblo, la compañía de maromeros, y Gabriel, amigo ya del payaso, pensó que haría un bien muy grande al herrero, con proporcionarle la ocasión de ponerse en paz con su muger.

Gabriel estaba absorto en estos recuerdos que habían cruzado rápidamente por su mente, y pasando alternativamente de la imagen de un padre desconocido, al recuerdo de la del herrero y á la de D. Santiago, se perdió aquel niño en el mar de sus cavilaciones, de donde pasó á esa región de sombras y reposo que se llama sueño.

Cuarta parte

Capítulo I

En el cual verá el lector el resultado de la historia de las tortolitas


Nos vemos en la necesidad de conducir al lector á cierto punto de lastra historia en el que, sin fatigar su atención, pueda juzgar de la situación de nuestros personajes, y enterarse de lo que á todos ó al menos á los que más les interesan, les había sucedido, y cuál era su respectivo predicamento.

Ocupémonos, pues, preferentemente, de Chona y de Salvador.

Chona estaba hablando, como solía hacerlo con frecuencia, con las sombras.

¿Y á quién confiar el desgraciado sus secretos? ¿á quién contar el delincuente sus temores? ¿á quién decirle sus amarguras, aquél que ha roto una ley santa?

La sombra y el silencio han evaporado más lágrima que el sol gotas de rocío.

El dolor nació en la primera noche de la creación, y desde entonces se viste con el capuz nocturno, y desde entonces elucubra entre las sombras.

Chona buscaba ese abismo á donde no penetra la visión, pretendiendo que allí tampoco penetrara el pensamiento de los demás.

Pero el pensamiento es una electricidad que sabe atravesar los espacios y no conoce más límites que el infinito.

Sigamos á Chona con el pensamiento.

Acababa de apartar de sus labios una copa, y el néctar aún humedecía sus labios cuando sobre su frente teñida de rubor, se cernía el ángel justiciero.

Entonces, al evaporarse los últimos aromas, al hundirse las últimas estrellas, al disiparse los postreros resplandores, fué cuando, negro, solemne como la verdad, se irguió el fantasma de la ley única, para señalar con dedo inexorable al reo convicto.

En tropel, como bandada de seres de otro mundo, venían á la mente de Chona las Meas de la reprobación. Un cambio repentino, un cambio horrible acababa de arrancarla del cielo de su amor, para arrojarla al erial de la conciencia desamparada) al desierto de las frías contemplaciones, á la eterna vigilia de la meditación.

Risueños, alados y voluptuosos se habían escapado los subversivos genios del amor; y en el mutismo de la sociedad, se levantaba lenta, fría, pálida, inexorable la verdad, como la única encarnación en un limbo sin límites.

Atrás un panorama que se desvanecía, al presente una austeridad que helaba, al porvenir la barrera que no salvarán los delincuentes.

¡Qué horrible tránsito! ¡qué espantosa soledad!

La noche sabe saborear esas amarguras que deslíe en sus tinieblas.

El silencio sabe recoger esos sollozos que ahoga en sus sopores.

La soledad sabe comprender esas angustias que sepulta en sus calladas urnas.

Chona estaba sola.

En su semblante había como la huella de una destrucción reciente, en sus ojos había el brillo de la fiebre.

Los labios entreabiertos daban á la boca de Chona esa indescribible expresión del dolor supremo de las grandes angustias.

En la fisonomía de Chona, estaban todas esas lineas que jamás el pincel pudo copiar, pero que han sabido adivinar algunos pintores.

Hablaba sola.... y quedo, como si temiera que la oyesen los muros.

—¿Con que había un hasta aquí? ¡necia;....

Cómo seguí en la pendiente funesta hasta rodar en el abismo.... ¡Amor, amor! delicioso origen del tormento ¿por qué me fuiste á despertar de mi sueño, por qué me arrebataste de aquel sagrario de mi indiferencia, para que mi corazón exprimiera todos sus raudales, hasta encontrarse hoy en la sequía de la desolación?

¡El!.... ¿qué clase de sér es éste en cuya alma se mezclan los aromas de la poesía con el cieno del crimen? ¿qué encarnación diabólica puso ante mí la suerte? ¿por qué lo vi, por qué lo amé, por qué lo amo todavía, qué hay en mí también de profundamente ciego ó de impíamente criminal, que no puedo aborrecerlo?.... ¿por qué mi amor, que sabía flotar á par de las nubes del incienso, por qué este dulce amor que sabía hablar de pureza, pudo encenagarse en el pantano voluntariamente? ¿por qué no morí antes de vergüenza? ¿dónde estaba mi fé, mi valor y mi resistencia?

La expresión del semblante de Chona, fué entonces de amargo sarcasmo: vagaba por sus labios una sonrisa extraña.

—¿Y éste era el punto de partida á un amor perdurable? exclamó. ¿Y después, qué habrá delante de mí? ¿Sobre qué tabla navegaré en el piélago de mi amargura? ¿qué ojos podrán fijarse en los míos, que no lean «crimen» en cada una de mis angustias? mi dolor dará risa, mis lágrimas caerán sobre mí misma, y la sociedad en su eterna frialdad ó en su eterno festín, firmará entre sus risas el estigma que he de llevar sobre mi frente!... y ¡cómo pasarán á mi lado las mugercillas y las delincuentes ataviadas y ufanas, rozándome con sus galas, para establecer una igualdad queme hiela la sangre!

Hoy, hoy mismo, ya mi nombre es pasto de corrillos, befa de maldicientes, escándalo de hipócritas, platillo favorito de las conversaciones.

Tengo delante á Castaños, á ese pulcro, á ese espía del gran mundo, á ese eterno comentador, con su Anita y con todas sus amigas: ya me parece que le veo torciendo el gesto al oír mi nombre, enderezarlo al oír el de Carlos, compadecer á éste, es execrarme á mí....

Y la campanuda doña Refugio, cuya voz es una esquila, y cuyos fallos acogen los demás, sin más méritos que el diapasón de sus habladurías; y todas, todas esas gentes cuyos secretos poseo, cuyas poridades he sabido guardar, hoy hacen plaza de mí... de mi estupidez!.... y no les basta el nublado de su conciencia, ni el recuerdo de lo que son, ni hallarse con pecado para tirar la primera piedra...

¿De qué me sirven sus secretos, para qué quiero sus faltas, qué uso podría yo hacer de lo que sé, cuando no me siento dispuesta á echárselos en cara, y cuando ni esto les quitaría el derecho de denigrarme?

¡Qué horrible situación! qué derrumbamiento tan irreparable! ¡Qué fría es la crueldad de las gentes; qué inapelable es el fallo social! sólo una vez se cae en ese abismo... y después... no hay más que una especie dé muerte sin esperanza: he muerto ya, no pertenezco al mundo!

Calló Chona, como si las sombras de un sepulcro la hubiesen envuelto, y se perdió su pensamiento en el negro piélago de sus amarguras..

El lector necesita saber dónde estaba Chona cuando esto pasaba.

Acababa de hacer una travesía penosísima: por primera vez en su vida había caminado de noche y á caballo.

Todo aquello le parecía un sueño.

Corriendo mil peligros habían atravesado Chona y Salvador por campos solitarios, por rocas escarpadas, al borde de negros precipicios; porque una vez emprendida la fuga, necesitaban interponer el mayor espacio posible entre ellos y sus perseguidores: tenían la seguridad que en la hacienda pondrían todos los medios posibles para averiguar su paradero; pero después de una carrera fatigosa, después de una expedición nocturna, pasada en su mayor parte en medio del silencio, hubieron de rendir la jornada.

Salvador pensó, al llegar á una población al amanecer del día siguiente, que debía alojarse lo mejor posible, pero en todo caso, necesitaba que quien les diera la hospitalidad, fuese persona discreta.

Pensó por lo tanto en el cura, preguntó por él; y merced á algunas frases oportunas y hábilmente dichas, este buen señor no tuyo embarazo en ser hospitalario y servicial.

Debemos permanecer aquí cortos momentos: mi señora y yo, decía Salvador al cura, por ciertas circunstancias de que haré á usted mención, si en ello tuviese algún interés, desearíamos solamente descansar, sin ser notados.

Pintó en seguida Salvador al señor cura su situación y la de Chona, con los mas preciosos datos de verosimilitud. Se trataba de una hija de ambos que iba á casarse mal, y deseaban llegar á tiempo sin ser sentidos, para evitar á toda costa un enlace desventajoso.

Salvador, acostumbrado á lances de esta especie, tenía todo el aplomo y serenidad necesarias para forjar historias, y engañó resueltamente al señor cura.

Pero Chona estaba en un estado tal de abatimiento, que no tenía fuerzas ni para afirmar las aseveraciones de Salvador; circunstancia que no pasaba desapercibida para el señor cura, á quien le pasaba por las mientes, que todo aquello podría muy bien ser, en último resultado, una intriguilla amorosa.

Salvador tuvo necesidad de salir á proporcionarse medios de continuar la fuga bajo mejores condiciones, y dejó sola á Chona la mayor parte del día.

Había oscurecido completamente, y Chona permanecía encerrada en su habitación, en donde la hemos visto al principio de este capítulo, entregada á sus amargas reflexiones.

Veamos entretanto lo que había pasado en la hacienda grande, pocos momentos después del asalto.

Castaños no cesaba de buscar á Salvador por todas partes, con el pretexto de juzgarlo indispensable en la defensa.

Anita, doña Refugio y las demás señoras, no tardaron también en notar la desaparición de Chona, que al principio atribuyeron á que, creyéndose tal vez mas segura en algún escondite particular de la casa, se había ocultado, sin averiguar el paradero de las demás señoras, lo cual, entre éstas, empezaba á ser tenido como un refinado egoísmo.

Pero cuando la noticia de la desaparición de Salvador, cayó entre aquellas señoras, entonces los comentarios tomaron, muy distinto carácter; y á pesar de que el peligro común preocupaba los ánimos, cada uno para sí y por medio de algunos apartes, tenía ya bien entendido, que además de la desgracia del asalto, había que lamentar el funesto desenlace de una historia que, con más ó menos detalles, circulaba lo bastante hacía algún tiempo entre todos aquellos buenos amigos de la casa.

Cuando los asaltantes abandonaron el intento de forzar las puertas, y faltando ya poco para que aclararse el día, los defensores de la casa se persuadieron de que habían logrado rechazar al enemigo, y apenas pasó el susto, Chona y Salvador fueron el único pensamiento de todos.

—¿Qué ha sucedido por fin? preguntaba doña Refugio afligida.

—Que no parece, le contestaba alguna persona que, vela en mano, acababa de recorrer todas las piezas de la casa en busca de los fugitivos.

Este ha sido un golpe de mano, decía otro, todos creen que los bandidos han sido rechazados, y en mi concepto se han retirado porque lograron su objeto.

—¿Cuál objeto?

—Muy sencillo, plagiar á Chona.

—A Chona y á Salvador querrá usted decir, observó Anita, porque son los dos que no parecen.

—En efecto, son los dos; es muy probable que en el momento del asalto, los hayan encontrado juntos y se los hayan llevado.

—¿Pero por dónde han entrado?

—Por el jardín, dijo Santibáñez.

—Es cierto, dijo uno ¿recuerdan ustedes que la habitación de Chona, tiene escalera para el jardín?

—Efectivamente.

—Y esa escalera, agregó Anita, está totalmente cubierta por las enredaderas; después siguen los olivos que son tan copados, y luego está la gruta; de manera que bien se puede estar en la azotea haciendo fuego, sin ver lo que pasa en el jardín.

—Y luego de noche, dijo D. Nestor.

—Según todas las probabilidades, los plagiarios han entrado por el jardín, han subido la escalera que conduce al cuarto de Chona, y al encontrarla allí....

—Con Salvador, agregó Anita.

—Naturalmente, dijo con timidez una polla.

—Pues señor; continuó D. Nestor, los encontraron allí, los obligaron á bajar, se los llevaron, y una vez con esa presa, abandonaron el proyecto de seguir atacando.

—Tanto más, agregó Santibáñez, cuanto que á cada momento, la resistencia era mas heroica; por mi parte creo haber disparado más de cincuenta cartuchos metálicos de Lefouchet; toquen ustedes mi pistola, toque usted Anita.

—¡Yo no, qué miedo!

—¿Está descargada? preguntó Carolina.

—Sobre que acabé con los cartuchos.

—¡Ay! dijo Anita, que había tentado la pistola, está como lumbre.

—¿Y Carlos? dijo uno muy quedito.

—No lo he vuelto á ver, dijo Castaños.

—Yo si lo vi, dijo un señor, tanto que le dirigí la palabra y no me contestó; después lo ví que se dirigió á sus piezas.

—Allí está, dijo una señora, lo he oído toser.

—Yo no sé si les sucederá á ustedes lo que á mí, dijo Castaños, pero estoy temiendo el momento de encontrarme con el señor D. Carlos.

—A mi me sucede lo mismo, dijo doña Refugio, no sabe uno qué cara poner.

—No sabe uno de qué hablarle, porque.... cállate lengua, dijo Anita.

—¿Qué iba usted á decir, mi alma? le dijo una señora.

—No.... nada, sino que.... como.... en fin, uno ya tiene antecedentes....

—Pues....

—Oye uno decir lo del plagio, y que si entraron, y que si no entraron; pero la verdad es, que después de la conversación de las tortolitas, esto estaba ya en el caso de dar el reventón.

—Por decontado, exclamó doña Refugio, si yo estaba tamañita; le aseguro á usted que he pasado unos momentos....

—Yo hubiera jurado que Salvador y Carlos se batían.

—La cosa no es para menos, agregó Castaños, un amigo.... y luego.... no, no, si yo no sé cómo se le fué á meter el diablo en el cuerpo á este hombre....

—Y con quién fué á dar, diga usted.

—¡Con su amigo íntimo!

—¡Con su hermano!

—No, si lo que hace el amor; crean ustedes que tiene el niño ciego unas salidas, dijo Carolina, procurando que lo oyera bien Castaños.

—¡No, qué amor va á ser ese! contestó Castaños, con intención de contestarle é. Carolina; ¡el amor! el amor no hace barbaridades, todo ello no es más que el resultado de la desmoralización, de los malos sentimientos, de los malos principios.

—Pero en fin.... decía doña Refugio, como queriendo detener un tanto la opinión, por un resto de conciencia. No hay que asegurar cosas que no nos constan, porque si bien es cierto que todos estábamos en ciertos antecedentes, bien puede haber sido una coincidencia, ¿Quién puede asegurar que no son los bandidos, los que cargaron con Chona y Salvador?

—Ya se vé que puede ser, dijo Castaños, y por mi parte no afirmo otra cosa; pues que entre afirmar que Chona y Salvador se han ido por su voluntad, ó afirmar que los han plagiado, no vacilo en asegurar lo segundo, siquiera porque mi corazón así lo desea, porque en fin, del mal el menos.

—Todo es malo.

—Ya se vé que todo lo es, pero francamente, dijo doña Refugio, he aquí un caso en que debía uno alegrarse de que hayan sido plagiados..

Este tema con variaciones en todos los tonos, dió abundante materia á los estimables convidados, para que entretenidos entre lástimas y maledicencias, se les pasase el tiempo sin sentirlo.

Capítulo II

Los comentarios


Arrepentido como el que más de haber sido complaciente, don Nestor se tiraba de los pelos al pensar que no había seguido con fidelidad las inspiraciones de su vieja conciencia de juez.

—Apuesto algo bueno, dijo después que se hubo separado del grupo de las señoras, á que los prófugos han sido tres.

—¿Tres? le preguntó un preguntón.

—Naturalmente ¿ó ya no se acuerda nadie de Salomé?

—Es cierto, dijeron varias voces, busquémosla.

—Que la echen un galgo.

En este momento y terciando el arma, se presentó uno de aquellos semi-soldados, á dar parte de que la presa había desaparecido.

—¡No lo dije! exclamó don Nestor, si con esta gente nada puede hacerse: ¡á ver! gritó en seguida en tono de comandante militar, ¡que pongan inmediatamente en el calabozo al centinela que custodiaba á la presa! ¿en dónde está López?

López era aquél hombre con quien habló Salomé en el corral, en los momentos del asalto.

—Aquí estoy, dijo una voz.

—¿Qué noticias me dá usted de la presa?

—Ya usted vió, señor don Nestor, que yo hablé con ella en los momentos aflictivos, y después no volví á verla, porque, la verdad, me ocupé de poner el maíz en el zaguan, que era lo que más importaba.

—Bueno ¿pero qué otra cosa sabe usted?

—Lo que es eso, pues ya lo dije, que Gómez fué el que plagió á don Santiago y á su hijo; pero lo mas curioso es que este hombre ha plagiado á su hijo sin saberlo.

—¿Al hijo de quién?.

—¡Cómo de quién! al hijo de Gómez, á su propio hijo de Salomé.

—¡Es posible!

—Sí, señor.

—¿Con qué es cierto, que Salomé y Gómez?... dijo uno.

—¡Vaya! exclamó don Nestor, eso ya lo sabemos, merced á las primeras diligencias del proceso.

—Sí, pero lo que no sabíamos, dijo el yerno de don Nestor, es, que Salomé tuviese un hijo de Gómez, ni mucho menos que ese hijo estuviese plagiado por su padre.

—Lo que es Salomé, decía á la hora del asalto, «que me dejen verá Gómez, que me dejen ver á Gómez un momento, para decirle que ese niño es mi hijo.»

—Y he aquí explicada, dijo uno de los circunstantes, la desaparición de Salomé.

—Con menos tenía para haber procurado ponerse en salvo.

—Ya se vé.

—¿Y el señor don Carlos? preguntó don Homobono muy quedito.

El nombre de Carlos, se pronunciaba entonces en voz baja.

—El señor don Carlos, contestó D. Nestor también con cierto misterio, esta encerrado en su habitación, y no quiere que le hablen; yo le pregunté desde los primeros momentos, qué determinaciones se tomaban, y me contestó de muy mal talante, «las que ustedes quieran, los dejo en libertad.»

—Permítame usted, señor don Homobono, dijo uno, á mí me parece que no debemos proceder de esa manera, porque, la verdad, á mí se me resiste proceder en ningún sentido, nada menos que contra la ama de la casa.

—Tiene usted razón, dijo don Homobono, pero el caso es, que debemos hacer algo, y de todos modos nos hacemos malos juicios, porque nosotros, qué sabemos de si el señor don Salvador tenía ó no tenía, ¿ha habido ladrones? ¿han venido los plagiarios? ¿han desaparecido la señora y el señor don Salvador? pues á eso es á lo que nos debemos atener, que lo demás no es cosa que nos importe á ninguno.

—En hora buena, dijo el yerno de don Nestor, yo tampoco estoy porque demos por hecho, lo que no es más que una suposición, yo si digo, es porque... en fin... usted ha oído la historia de las tortolitas, y de todos nosotros cual más cual menos, estamos en autos.

—Decididamente, dijo don Homobono, yo me voy con dos muchachos á ver si los encuentro. Usted don Nestor, bien puede irse para el pueblo, y juntarse allí con algunos muchachos y echar una recorrida por los cerros; y en cuanto á lo que sea cosa de pluma, no tengan ustedes cuidado, que el yerno de D. Nestor, lo desempeñará todo á las mil maravillas.

—En cuanto á eso, dijo el yerno de don Nestor, ya verán ustedes si el juzgado de mi digno cargo, sabe desplegar autoridad en los casos extremos. Voy á asolear al escribiente y á poner los exhortos que marca la ley, con todo lo demás que el caso requiere.

—En hora buena dijo don Homobono: por mi parte rae considero en el deber de limpiar estos terrenos de la mala gente, y tengo mis datos para creer que van á caer en mis manos esos miserables. Sobre que hace tiempo se las estoy preparando al Pájaro y á Gómez.... y ya verán ustedes, ya verán, que en poniendo Homobono Pérez la mano, los asuntos cambian.

Tomadas estas resoluciones, cada uno de los circunstantes se separó del grupo, para hacer sus preparativos.

Las señoras juzgaron, como medida prudente, y después de una larga discusión, observar una conducta de abstención y de reserva, y esperaron que los acontecimientos vinieran á marcarles él camino que debían seguir.

No obstante, á eso de las once, Anita dijo por lo bajo siempre, que le sabía la boca á medalla; con lo cual deseaba explicar probablemente, ese sabor particular que se tiene cuando por un forzado silencio, las secreciones de la boca han sido escasas; y con objeto de conjurar aquel mal sabor, buscó á doña Refugio, quien á su vez deseaba como Anita, tener siquiera un ratito de conversación.

Cuando doña Refugio tomaba la palabra, ya sabemos que se hacía oír: pero cuándo hablaba por lo bajo, que era pocas veces, entonces había necesidad de acercarse, con la seguridad de oír de su boca y á favor de la sordina, cosas muy buenas.

—¡Cuánto me alegro que haya usted venido por acá!

—¿Está usted sola?

—Precisamente de eso me lamentaba.

—Yo también he pasado una mañana infernal.

—¿Meditando?

—Meditando, mi alma.

—¿Qué dice usted, no más que desgracia?

—Esto tenía que suceder.

—Ya se vé, pero de todos modos es una atrocidad.

—Sobre todo, por el escándalo.

—Eso, eso, dijo doña Refugio, yo de nada me escandalizo como del escándalo, porque en fin, que una sea mala, que sea débil, que sea desgraciada, santo y bueno; pero dar á los demás materia para reír á costa de una historia íntima, es cosa que me crispa los nervios.

—Tiene usted razón, yo soy lo mismo; y á mí no me coje nada de nuevo.

—Ya se vé, vé uno tantas cosas..

—Y luego, viviendo como nosotros en cierta clase de sociedad…

—Con tantas relaciones.

—Con tantas amigas.

—Y que lo que uno no sabe, se lo cuentan.

—Y sin que uno lo pregunte.

¡Vaya! si lo que es á mí, me han contado tantas historias....

—Ya lo creo.

—Yo no sé qué tengo, pero sin duda estoy predestinada á ser confidente universal.

—Sí, efectivamente, hay personas que inspiran cierta confianza, y usted es una de ellas.

—¿Usted también lo cree?

—¡Vaya! y es muy natural, desde luego nota uno que usted es una mujer de experiencia, y sobre todo de mucho trato social, y por inclinación, y por simpatía, se siente una movida á contarle á usted sus cuitas y:... dígame usted, señora doña Refugio, qué, ¿Chona no la hizo á usted nunca confidencias?

¿Á mí....?

—Vamos, diga usted la verdad, ya sabe usted que soy mujer de secreto.

—Es que yo también lo soy, y temería faltar....

—¿Diciéndomelo á mí? haga usted cuenta que es como si lo echara en un pozo.

—Pues en esa confianza y contando en todo con su discreción....

—Diga usted.

—En realidad, dijo doña Refugio, yo soy la única á quien Chona se atrevió á hacer confidencias sobre el particular.

—Yo ya me lo había figurado.

—¿Sí?

—¡Vaya! sabe usted que las mujeres...

—Pues bien, solo á mí, me confió Chona este negocio. Figúrese usted que un día noté que Chona tenía algo, conocí que deseaba hablarme de algo reservado, y yo, que ya había picado, comprendí de qué se trataba, y la animé á que me abriera su corazón: pero Chona, ¡si viera usted, en medio de todo, qué buenos sentimientos tiene!

—¡Ah! eso sí.... ¿quién puede dudarlo?

—Si le digo á usted que es un ángel.

—¡Va! si por eso la quiero tanto.

—Y yo. Pues como iba diciendo, se acercó á mí y me dijo:—Cuca, (ya sabe usted que me dice Cuca),—soy muy desgraciada,—ya lo sé, la contesté,—¿ha conocido usted algo?—Sí.—¿Y qué opina usted?—Qué he de opinar, la dije, que esto es muy grave, que es necesario tener mucho cuidado; pero en fin, la dije, ¿usted lo ama de veras?—Con pasión, me contestó, como no había amado jamás, haga usted cuenta que amo por la primera vez, que estoy loca, que no sé qué hacer, ¿qué me aconseja usted, Cuca?—Figúrese usted, qué compromiso, ¿qué quería usted que la aconsejara, especialmente cuando á mí me constaba que aquello era una verdadera pasión? Anita de mi alma; ya sabe usted que contra esa enfermedad, no hay remedio; no obstante, me ocurrió preguntarle qué había hecho en materia de conciencia.

—¿Y qué le contó á usted? dijo Anita.

—Qué me había de contar, exclamó doña Refugio, que ya había andado ese camino, que había buscado un padre, un confesor, el más duro de los que le recomendaron.

—¿Y se confesó?

—¡Vaya! hasta el fastidio; mi alma; si Chona tuvo una temporada, que no sé si recordará usted, de no salir de la Iglesia.

—Sí, sí, ya lo recuerdo.

—Pues entonces era cuando la cosa estaba en su punto: figúrese usted á la pobrecita, por un lado, con su marido tan frionote, y así tan como Dios lo ha hecho; y por otro Salvador, que digan lo que se quiera, Salvador es todo un hombre.

—¡Ah! ya se vé, y tan simpático.

—Deje usted, mi alma, tan irresistible.

—Tiene usted razón, esa es la palabra, irresistible.

—Oiga usted, en confianza, por mi parte le aseguro á usted que lo que es Chona, ha tenido mi propio gusto.

—Pues no lo creerá usted, pero es también el mío... la verdad, disculpo á Chona con todo mi corazón.

—¡Ah! por decontado, si en resumidas cuentas no es, en todo caso, más que digna de compasión.

—Oíga usted, puede ser que no del todo.

—¿Cómo no? eso es porque usted no la ha oído expresarse, porque no ha hablado con usted, porque no ha oído usted de sus labios, todo, todo lo que esa mujer sufre; vaya! con decirle á usted que no había vez que me hablara, que no me hiciera llorar.

—¡Es posible!

—Figúrese usted una mujer de costumbres tan puras, como usted la ha conocido.

—Muy puras, repitió Anita.

—De una reputación tan inmaculada.

—Inmaculada, repitió Anita.

—Y de un carácter hasta frío, porque Chona puede decirse, que pecaba de frialdad.

—Eso es, de frialdad, sí... era fría.

—Cuando de la noche á la mañana, cátese usted que se enamora de Salvador.

—¿Pero cómo, así, de improviso?

—¿Se acuerda usted la noche del concierto?

—¡Ahí sí, aquella noche en que tocaron tan bien Tomás León y Melesio Morales?

—La misma.

—Pues esa noche empezaron.

—Vea usted lo que son las cosas: pues no noté nada.

—Ni yo tampoco, ni nadie, pero ello es, que en aquella noche, sin duda en las armonías, en la atmósfera, en qué sé yo, andaba el amor haciendo de las suyas; pero oíga usted, si supiera usted la manera con que este... pillo de Salvador enamoró á Chona...

—¡Oíga!

—De la manera más bonita.

—Ya lo creo para vencer una virtud como la de Chona, se necesitaba ser todo un paladín.

—Un tipo.

—Un bello ideal.

—Un Salvador. Pues efectivamente fué para la pobre de Chona todo eso.

—¿Y Chona?

—Y Chona se entregó; pero no crea usted que así como quiera, sino que... la muy tonta se dejó llevar á la discusión; y ya sabe usted lo que son los hombres cuando se les permite la discusión en materia de amor.

—¡Ah! ya lo creo, si la discusión es el todo; al grado que... ¿creerá usted que á eso debo el que Castaños no haya podido conseguir nunca nada de mí?.

—¿Nada? dijo maquinalmente doña Refugio.

—No: nada, nunca.

—¿Pero él lo ha pretendido?

—Ya eso es viejo: lleva diez años de enamorarme.

A su pesar, doña Refugio se detuvo un momento recogiendo aquel dato que no le parecía del todo indiferente, y luego continuó:

—Pues Salvador empleó tal arte, y talento tal en alucinar á Chona, que, oiga usted, Anita, yo estoy segura que en su lugar, todas hubiéramos hecho otro tanto. En primer lugar, le pintó un amor completamente espiritual, poético, sublime; la hizo comprender que aquellos vínculos serían eternos, en fin, yo no puedo relatar á usted, todo lo que de tentador y de fácil tuvo el camino trazado por Salvador.

—Ya lo estamos viendo: ese camino no podía conducir á otra cosa que á este desenlace.

—Y luego, que si bien lo vemos, Carlos tiene la culpa.

—Eso es lo que yo he pensado muchas veces..

—No hay más que recordar las costumbres de Carlos, para convencerse de que era preciso que algún día llegara á verse en la situación presente.

—Aquella frialdad.

—Aquel desvío.

—Aquella indiferencia para todo.

—No veía á Chona sinó á horas fijas.

—Cada veinticuatro horas.

—No la celaba.

—Ni se oponía á nada.

—Todo le parecía bien.

—Nunca riñó con ella.

—Vamos, no diga usted reñir, ni exigió nada nunca.

—¡Oh! era mucha reserva aquella.

—Y por otra parte, Salvador tan chispeante.

—Con tanto talento.

—Tan oportuno.

—Tan obsequioso.

—No, si le digo á usted que se necesita ser de palo....

—La verdad, sí. ¿Y qué liará ahora Carlos?

—Eso es lo que tengo curiosidad de saber.

—¿Usted cree en la historia de las tortolitas?

—Yo creo que hay mucho de exajeración y de novela,

—Por supuesto: todo el mundo ha visto en Carlos una intención profundamente dañada.

—Quería á todo trance hacernos creer que Salvador es un hombre despreciable.

—Sí, un hombre sin corazón y sin honor.

—¿Y sabe usted lo que ha conseguido con eso?

—Que nadie se lo crea: al menos por mi parte, le confieso á usted que la tal historia de las tortolitas, si bien por el momento me con movió y me hizo aborrecer al amigo del supuesto Fernando, por más que hago no puedo confundir á uno con otro.

—Quiere decir, interrumpió Anita, por más que Carlos se empeñe, no es el mismo personaje.

—Ya se vé, porque mientras aborrece uno al cazador, quiere más á Salvador, aún cuando le cuenten á uno que es el mismo.

—Si quiere usted que le diga lo que siento, á mí me gustan los calaveras.

—Pero los calaveras de cierto género.

—Ya, ya lo creo, Salvador…

—Salvador por ejemplo: he ahí un calavera de todo mi gusto.

—Y vea usted lo que son las cosas: hasta en eso somos desgraciadas las mujeres; en un hombre una calaverada de este género, lo enaltece, con razón ó sin ella, mientras que en la mujer.....

—Figúrese usted, á Chona; todo lo que ha perdido…

—Siempre nos toca perder, siempre, siempre.

—La sociedad es injusta con nosotras.

—Ahí tiene usted si no, á la pobre de Chona, que no volverá á levantar cabeza, que no podrá aparecer de nuevo en la sociedad, porque todo el mundo se creerá con derecho á denigrarla.

—¡Oh, es una situación horrible!

—Y todo por lo que he dicho á usted, desde un principio, por el escándalo.

Esta conversación fué interrumpida, porque un criado traía recado de parte de Carlos, quien suplicaba á los convidados le perdonasen no concurrir á la mesa por hallarse indispuesto.

Capítulo III

Lejos de la hacienda


Por la puertecilla del jardín que acababan de dejar abierta Salvador y Chona, á la sazón en que todavía los asaltantes no abandonaban su arriesgada empresa, salió Salomé de la hacienda, procurando, ante todo, ponerse á cierta distancia de la casa, y permanecer en observación de los movimientos de asaltantes y defensores.

Á este efecto, buscó un punto elevado en el terreno, desde donde pudiera dominar, para estar al tanto de lo que pasaba, y pensaba; que si bien por una parte era difícil que llegaran á tomar la hacienda, si esto llegaba á verificarse, prolongaría su situación de espera.

No se atrevía á acercarse á los asaltantes, ni podía adivinar por qué lado se retirarían estos, y si se había colocado en lugar apropósito para ponerse al alcance de Gómez.

En medio de esta perplejidad, no quitaba la vista del lugar de donde salían los disparos que por mucho tiempo absorvieron toda su atención..

Pero hubo un momento en que cesó el fuego y poco después oyó el tropel de los caballos que se alejaban de la hacienda; siguió la dirección que le marcaba el ruido, y caminando á tientas sobre un incómodo terreno de sembradura, pretendía atravesar diagonalmente una tabla de maíz, para tomar el camino que, según las apariencias, iban á tomar Gómez y los suyos.

Efectivamente, emprendió aquella difícil travesía entre los surcos, y doblegando aquí y allá las verdes cañas; pero á poco andar comenzó á sentirse fatigada, pues sus piés no encontraban una superficie más apropósito para avanzar, sinó que á cada una de sus pisadas, rodaban terrones ó sentía hundirse sus piés en el fango del surco; poco á poco su marcha fué haciéndose más difícil, á medida que el terreno era más húmedo y más blando.

Sintió que el tropel de los caballos se alejaba, tomando opuesta dirección, y perdiendo la esperanza de llegar á tiempo, comenzó á gritar con toda la fuerza de sus pulmones; pero sea que los bandidos fuesen muy de prisa, ó que los gritos de Salomé no llegasen hasta ellos, el Tumor fué perdiéndose poco á poco, y la voz de Salomé fué haciéndose más ronca, hasta sofocarse como al influjo de una presión desconocida; hizo todavía los últimos esfuerzos, en los que, se hundieron mas sus piés en el lodo, sintió un violento trastorno, las cañas del maíz parecieron girar á su derredor, y en medio de un ruido que á ella le pareció formidable, cayó sin sentido entre los surcos.

Permaneció así mucho tiempo, hasta que un agudo dolor en la frente vino á anunciarle que vivía.

Se incorporó lentamente, y comenzó á hacerse de nuevo cargo de su situación; y haciendo un supremo esfuerzo, tornó de nuevo á andar, ya entonces sin mas objeto que alejarse de la hacienda; tomó entonces la dirección de un surco y se alejó, rozándose con las ásperas hojas del maíz, tomando aliento de vez en cuando, para continuar su penosa fuga.

Entretanto Gómez se alejaba lanzando terribles maldiciones contra los defensores de la hacienda, y jurando vengarse de aquel acto incomprensible, de haberse defendido con vigor.

—¡Así serán hombres! decía, desde las azoteas, pero ya nos veremos en otro terreno; á ver si esos catrines son tan buenos á pié como á caballo; y por vida mía que el catrín que coja, ni para llorar le alcanza el tiempo, aunque sea don Carlos.

—¿Hasta ese? le dijo un compañero,

—¡Adios! ¿pues qué usted cree que si don Carlos hubiera querido salvarme, no me salva?

—¿Pues no dice usted, que hizo mucho por usted?

—Sí, pero cuando supieron lo del viejo... yo no sé quien de estos ha ido con el chisme; pero si lo averiguo, ya puede quenquera que sea, escoger un arbolito, porque, lo cuelgo.

—¿Y ahora qué hacemos, vale? dijo uno.

—Ahora, el viejo es el que la paga, y, ó nos da el dinero ó lo despachamos de una vez, y que no esté enchinchando.

—No, qué viejo, dijo un bandido, pues si ya se fué y llegó al pueblo.

—¡Adios! ¿pues y Celso?

—Pues no parece.

—Yo creo, vale, dijo uno, que Celso siempre se sesgó, pues si no ¡cuándo iba á poder el viejo con él!.

—Ahora lo veremos todo, vale; que estoy que ya verá lo que es rifarse.

Desde la aparición de Salomé, Gómez sintió en su interior como el siniestro presagio de desconocidas desgracias; y á partir de ese momento, todo había dado en salirle mal.

—Oiga, vale, le decía á nn compañero, ¿pues no me ha hecho mal de ojo la señora?

—¡Adios!

—Por vida de usted, pues si desde que la volví á encontrar, yo no se qué tengo, estoy como triste: ¿creerá?.

—Pues estará todavía, como dicen, apasionado?

—¡No! ¡qué usté! ¡esqueapasionado! con que no me acordaba; pero ya me vé, vale, ando así, como destraído, con que hasta el caballo me tumbó la otra tarde.

—¿Onde?

—Pues ni que decir que en pedregal, sino en lo planito.

—¡Ahque!

—Por vida de usted.

—¿Y cómo estuvo?

—Pos venía andando, y hasta la rienda había soltado, la verdad, estaba aburrido de tantas.... cosas que le suceden á uno, cuando de repente, que se para un zopilote en el camino, y dijo mi caballo, por aquí, y que se barre; pos onde hasta la cintura me tronó; y yo le cogí la rienda; ¿pos onde? si ya ni tiempo me dió de la salida tan recia, y que me chispa, y como le anduve por la panza con las chaparreras, ahí vamos amo, pues ni de cera que hubiera sido, allá voy patas arriba.

—¿Y el caballo arrendó?

—Creerá que es tan noble el animal que se paró.

—¿Oíga?

—Y se dejó coger, y le monté de nuevo.

—¿Y lo lastimó?

—Me peló las rodillas, y aquí ¿pos no vé que tengo en la barba este raspón?

—¿De veras, no?

Gómez efectivamente estaba de malas, y de desengaño en desengaño, llegó á saber la fuga de don Santiago y el ruido que este acontecimiento había hecho en el pueblo.

Algunos días después, las autoridades recibieron en la prefectura la visita de un boyero, que venía á dar parte á la justicia de lo que había visto.

—Andaba con las yuntas, decía el boyero, cuando columbré los zopilotes que daban vueltas, y dije, no sea la ternera pinta de la pelona, que se ha perdido y se haya muerto escondida en los chaparrales; y jalé para abajo á buscar á la becerra; luego me llegó la fetidez, y dije, pos ella es, y me fuí derecho hasta donde estaban los zopilotes, y voy viendo, ¡señor de mi alma! ¡alabado sea el Santísimo! pues no era la becerra, sinó un cristiano con todos los huesos de fuera, y ya sin trapos; y dije, pos voy á avisar para qué se sepa quien es el hombre, y no vayan á estar buscando á alguno que se haya perdido.

—¿Un cristiano? dijo la primera autoridad del lugar, ¿y qué señas tiene?

—Pues si no tiene señas; con que ya mero se lo acaban los zopilotes.

—Que vaya el auxiliar y que se busque gente y un tapextle para traer el cadáver, dijo la autoridad.

Se dispuso todo de la manera conveniente, y salió la expedición en busca del desconocido cadáver, que no era de otro, según lo habrá comprendido ya el lector, que de Celso el celador de don Santiago.

Mientras esto pasaba en el pueblo de donde había salido don Santiago con Gabriel, según también recordará el lector, Salomé había hecho la más terrible de las expediciones.

Anduvo sin cesar, y no paró hasta que le faltaron las fuerzas; llevaba veinticuatro horas de no haber probado alimento, y llegó á sentir la terrible desazón del hambre con todos sus horrores.

Era imponente y triste la figura de aquella pobre mujer, con los vestidos desgarrados, con los piés sangrando, con la mirada extraviada y la palidez de la muerte pintada en su semblante.

Vagó aún por campos solitarios, traspuso lomas y se deslizó por desconocidas sendas en busca de algún abrigo y de algún socorro; la noche volvió á sorprenderle en su camino, y bajo la negra bóveda, en vano tendía su vista á todas partes; no brillaba una sola luz que le indicara un rumbo, que le revelase la existencia de séres que pudiesen ampararla; le parecía que estaba condenada á morir de hambre y de cansancio en medio de un desierto sin límites.

¡Qué espantosa fué su situación y cuántas angustias atormentaron á la pobre Salomé, cuando su pensamiento, girando de una manera febril, le anunciaba un fin próximo é irremediable!

Por fin su debilidad le sumergió en una especie de atonía y de postración, que la hizo creer que había llegado su última hora.

Formuló con un esfuerzo postrero una oración que no concluyó, sino que se perdió en un abismo incomprensible.

Después de largas horas, la expedición que había salido del pueblo en busca de aquellos restos humanos que habían dado en que pensar á la justicia, llegó al pueblo trayendo en el tapextle lo que todos esperaban con impaciencia.

Todos se preparaban á cubrirse de manera de evitar los miasmas deletéreos, que con razón esperaban que se desprenderían de aquellos restos.

Hubo alguno mas impaciente y curioso que se atrevió á descorrer las mantas del tapextle, á la sazón que lo ponían en tierra, y autoridades y curiosos se fueron de espaldas al encontrar en vez de huesos carcomidos, una mujer vestida, y que al parecer no estaba muerta.

—¿Y esto era, preguntó la primera autoridad, lo que estaban comiéndose los zopilotes?

—Le diré á su persona de usted, dijo el encargado en jefe de la expedición; nosotros nos encaminábamos en derechura del lugar donde están los zopilotes, pero antes de llegar, vaya, mucho antes, devisamos como un bulto, y le dije á flor Catarino—¿pues qué será aquello?—¿cuál?—¿pos qué no devisa? ¿allí no blanquea?—pos es verdad, me dijo, pues vamos,—y arrendamos pa allá, con todo y el tapextle, y dígole á flor Catarino—por si croque es cristiano, y dijo ñor Catarino—asegún blanquea—hasta que nos acercamos, y era la señora pues, esta señora que bien á bien no sabemos si estará muerta; ella no resuella y yo le dije á ñor Catarino—pos será bueno registrarla, por si tiene algo, no, y lo que es eso, en su cuerpo no tiene nada, de así de cosa de heridas,—pos estará desmayada, dijo ñor Catarino,—pos estará, le dije—pos yo que le había de decir,—pos estará desmayada ó quen sabe, allá en el pueblo se sabrá y díceme ñor Catarino,—pues la llevaremos en el tapextle—¡Adios! ¿y el otro?—y entonces ñor Catarino me dijo:—pos quizá querrá Dios, que al otro no se lo acaben los animales y al cabo aunque solo llevemos los huesos pelones, al fin está muerto!—también tiene usted razón le dije á ñor Catarino, pues la llevaremos á la señora y luego volveremos por el otro.

Oyeron esta relación con la boca abierta todos los circunstantes, sin que á nadie se le hubiera ocurrido inquirir si efectivamente aquella mujer estaba muerta.

—¡A ver! gritó el alcalde, que pongan á la difunta á la espectación pública, en la accesoria de mi compadre, que al fin está vacía.

—Quiere decir, que la tendemos, dijo uno.

—¿Quién dá para la cera? dijo otro.

—Pues figúrese usted, quién ha de dar? pues si ni parientes tendrá.

—¡Qué almas tan poco caritativas tienen ustedes! dijo una vieja rezongando, si ni parecen cristianos...

—Lo que es caridad no nos falta, dijo limpiándose el sudor uno de los que habían cargado el tapextle, pero la caridad no la cojen en la tienda de doña Pomposa.

—Allí venden la cera á nueve reales libra.

—Ni medio ménos, agregó un tercero.

—¡Hum!... es gana con esta gente, murmuró la vieja, y se alejó; pero á pocos pasos se detuvo á la primera puerta que encontró.

—¿No quieren ustedes hacer la caridad, por el amor de Dios, de dar alguna cosa para las velas de una difunta?

—¿Qué difunta? dijo un maicero.

—Una pobre mujer que han traído muerta, y que no hay ni quien la conozca.

—¿Onde está?

—La van á depositar en la accesoria de don Máximo.

—Vaya, dijo el maicero, y alargó unas monedas á la vieja.

—Un Padre Nuestro y una Ave María por el alma de la difunta, y Dios se lo pagará, agregó la vieja.

Y de puerta en puerta, y en cambio de la noticia, fué recogiendo limosnas hasta que juntó nueve reales, y se dirigió en seguida á la tienda de doña Pomposa.

—Déme usted una libra de cera de á cuatro.

—¿Quién se le ha muerto á usted, doña Gertrudis? le preguntó doña Pomposa.

—A mí, nadie gracias á Dios, porque soy sola en el mundo y desde que se me fué mi hija Salomé la mujer de....

—¡Ah! sí, ya me acuerdo. ¿Y no ha tenido usted noticias?

—Nadie ha vuelto á saber nada.

—Como si no hubiera existido.

—¿Pues entonces, para quién son las velas?

—Para una matada..

—¿Para una matada?

—O yo no se qué; pero es una pobre mujer que han traído los peones y los del Juzgado; y dicen que se la encontraron en el campo.

—¡Habráse visto cosa!

—Pues ahí está tendida en la accesoria del señor don Máximo.

—¿Y no se ha sabido quién es?

—Pues si por eso la van á poner al publico, para ver si hay quien la conozca; con que deme usted las velas, que estos nueve reales los he juntado de caridad entre los vecinos; y ¿creerá usted, doña Pomposita, que hasta los puros me han dado para la cera?

—¡Es posible!

—Pues hasta el hermano del prefecto y el oficial me dieron de á real.

—Pues tome usted las velas.

—Un Padre Nuestro y un Ave María, por el alma de la difunta, que Dios se lo tendrá á usted en cuenta á la hora de su muerte.

—Así sea, doña Gertrudis.

—Hasta luego, doña Pomposita, muchas cosas á todos.

Cargando la cera doña Gertrudis, llegó á la accesoria, en donde sobre el tapextle estaba tendida la difunta, y dijo, pues aquí está la cera, y ahora que busquen al sacristán, á ver si nos quiere prestar los candeleras.,

—Yo voy, dijo un muchacho, y corrió.

—A pesar de estar depositado aquel cadáver de orden superior, y puesto á la espectación pública, permanecía con la cara cubierta, sin duda porque esperaban los encargados del Juzgado á que estuviesen encendidas las velas, para proceder á descubrirlo.

Un grupo compacto de gente que se formó en la puerta impidió que la muerta fuese reconocida por algunos transeúntes.

Al fin, volvió el muchacho que había corrido en busca del sacristán y venía cargando un viejo candelero de palo: detrás del muchacho venía el sacristán con los otros tres candeleras.

Una vez puestas las velas, doña Gertudis creyó que su misión había concluido, y que más lograría por el alma de la difunta con ir á rezar á la iglesia algunos sudarios, que con formar parte de aquella masa de curiosos, entre los cuales corría cuando menos el peligro de ser apachurrada.

Capítulo IV

Un cabildo extraordinario


Ya sea que las facciones de Salomé hubiesen sufrido una violenta alteración en virtud de sus crueles padecimientos, ó bien que entre los curiosos no hubiera quien en vida la hubiese conocido, el caso fué que la justicia no pudo saber quien era aquella muerta, y en consecuencia mandó darla sepultura.

Hubo para esto, grave discusión entre las autoridades civil y eclesiástica, acerca de si el alcalde, con todo y su reconocida autoridad, podía obligar al cura á hacer inhumaciones con total dispensa de los derechos parroquiales.

El ciudadano alcalde hubo de concurrir al curato á dilucidar este delicado asunto.

—El caso es grave, mi señor, decía su reverencia, pues que de las cosas de la iglesia, la iglesia sola puede disponer, y los lugares en sagrado tienen su tarifa.

—Pero éste es un caso excepcional en el que, no teniendo la difunta deudos conocidos, debe dársele sepultura sin cobrarle á nadie los derechos.

—La autoridad es padre de menores, y á ella toca en este caso, suplir los gastos, puesto que por motivo alguno estoy autorizado para eximir del tributo á ningún feligrés.

—La autoridad, dijo el que la representaba, no tiene la culpa de esta muerte, y por otra parte carece dé los fondos necesarios para hacer esos gastos.

—No son más que siete pesos y medio señor juez.

—Pero la autoridad no tiene fondos.

—Siento en el alma, ¿Lijo el cura, que no esté en mis facultades resolver esta dificultad; yo he recibido de mi antecesor la tarifa de obvenciones parroquiales y estoy á lo mandado.

—Quiere decir que han traído ese cadáver para ponerlo á la espectación, y volver á tirarlo en el campo!....

El señor cura se encogió de hombros; y por más que se prolongó la discusión, los siete pesos y medio fueron un escollo de tal naturaleza, que ambas autoridades estuvieron á punto de perder la debida circunspección; por lo cual el juez, después de amenazar al señor cura con armar un escándalo, salióse corrido y con intenciones de llevar el negocio al último extremo, antes que desembolsar aquella suma.

Media hora después, un hombre recorría á caballo la población, avisando á los regidores que se reunieran para celebrar cabildo extraordinario.

Púsose uno la chaqueta, el otro tomó el bastón de mando, aquel suspendió la matanza de un puerquito cebado, y el de mas allá dejó á sus peones, para concurrir á la sala capitular.

Era esta una pieza de doce varas de largo, en cuyo fondo había seis bancas que fueron desde antaño propiedad del municipio; en el otro extremo del salón había una plataforma limitada por una balaustrada de madera; sobre el asiento principal, estaba suspendida una cosa que los munícipes creían de buena fe que era el escudo de las armas nacionales; pero á juzgar por el dibujo y no por la intención, la historia natural no registró nunca en sus numerosas familias una ave, que, con el pretexto de servir de águila, presentara ni esternón mas raro, ni pico mas informe; pues el pájaro aquel hubiera podido ser desde el ibis de los egipcios hasta el ave fénix; á los piés del animal, había un cañón donde cabía el pintor, y una caja de guerra mas parecida á una canasta que á un tambor.

Había siete regidores que declarados quorum abrieron la sesión.

—Pido la palabra, dijo un gordo; quien, por ser el mas locuaz de los regidores, era por lo general quien ganaba todas las cuestiones.

—Tiene la palabra don Antonio.

Don Antonio pujó y dijo:

—Desde que soy vecino del pueblo, no se había presentado un caso igual; lo digo porque es cierto: y en esto de cosas de la iglesia, yo la verdad nunca me he metido, porque cada uno tiene su creencia, y las cosas de Dios son muy respetables.

Callóse don Antonio, y reinó un largo silencio.

—Pido la palabra, dijo uno.

—Tiene la palabra mi primo, dijo el presidente.

—Yo suplico á don Antonio que me diga á qué viene eso.

—¿Cómo á qué viene? dijo don Antonio, sin pedir la palabra, viene á que el señor cura, se niega á dar sepultura eclesiástica á esa mujer.

—¿Y qué? gritó uno, si se niega se enterrará el cadáver de orden de la autoridad.

—Eso es grave, dijo D. Antonio, y pido la palabra, porque como digo yo, todavía esto de la iglesia y del Estado no está muy claro.

—Y como que si está, dijo uno, lo que hay es, que la iglesia no se debe meter en este asunto.

—Pero si no es la iglesia, replicó don Antonio, la que se mete con la autoridad; sinó la autoridad la que se mete con la iglesia.

—Pues que no se meta.

—¡Que no se meta! dijo don Antonio, parodiando al preopinante, ¿pues si no se mete, cómo se entierra á la difunta?

—Pido la palabra.

—Tiene mi hermano la palabra, dijo el presidente.

—Pido la palabra, dijo otro.

—Y yo también pido la palabra.

—Señores, dijo el presidente, que hablen unos, y después otros, si no, no nos entendemos.

—Ya la pedí primero.

—No, yo.

—Y yo después de don Antonio.

—¡Adios! dijo uno, si usted no la ha pedido.

—Sí, pero ahora la pido, y usted no debe hacerme á mí observaciones, porque todos somos munícipes, y no crea usted que porque el cura es amigo de usted....

—¡Silencio, señores! dijo el presidente repicando la campanilla.

Todos se callaron.

—Que hable don Antonio.

—Eso es, don Antonio á todos tiros, con razón gana, dijo un regidor, si el presidente le concede á él solo la palabra.

—Y yo sé por que es eso, agregó otro regidor que no podía ver al presidente.

—Yo sostengo, señores, que el señor cura está en su derecho, y tengo con qué probarlo.

—Que lo pruebe, dijeron varios.

—Cabal que sí, dijo don Antonio, y allá voy; es cierto que soy amigo del señor cura y que me arrienda la tiendita, pero esto no hace al caso, porque aquí lo que debemos: ver es el interés del cuerpo municipal.

—Eso es, dijo uno, yo opino porque veamos todos por el interés municipal.

—La cuestión es, dijo don Antonio, que nosotros no podemos obligar al señor cura á trabajar de valde.

—Es que no es de valde, sinó por caridad cristiana.

—A pesar de eso, el cura dice que no enterrará de valde á nadie.

—En eso está el mal, y pido la palabra: siento mucho que un regidor, venga sosteniendo los derechos de un extraño, y, lo que es yo, sé de dónde viene todo eso, y cuando uno está en cabildo no debe ver pelo ni tamaño, sino que debe obrar como leal y como ciudadano que es uno, y si digo que yo sé de dónde viene, es porque tengo datos, y si yo los dijera....

—Que los diga, dijeron varios.

—Pues pido la palabra, dijo el acusador de don Antonio. El señor le dá la razón al señor cura, porque le debe un año de renta.

—Eso no es cierto, dijo don Antonio.

—Y además, hay otra cosa.

—¿A ver qué otra cosa? preguntó el presidente.

—Que el señor don Antonio toca la guitarra..

—¿Y qué tenemos con eso? preguntó el acusado.

—Que tanto el señor don Antonio, como otras personas, son uña y carne de las familias mochas de aquí, y por eso, cuando se trata de proseción, son los primeros que piden la licencia y que infringen las leyes, todo por consideraciones y por intereses; por que si son los Aguados, tienen interés en venderle al señor cura, ya el maicito para los puercos, ya las cabecitas de ganado, con perjuicio de otros infelices, y en fin, yo no más observo, y les aseguro á ustedes, que sólo en el ayuntamiento de este año, ha sucedido eso, y lo diré de una vez, señores, los liberales vamos perdiendo terreno y los mochos se aprovechan de todo y se van saliendo con la suya.

—De la cuestión es de lo que nos estamos saliendo, dijo un regidor, y ahora no se trata de si don Antonio hace ó torna; de lo que se trata es de saber si el señor cura puede, conforme á la ley, negarse á darle sepultura á un cadáver, con el pretexto de que no se le pagan los siete pesos.

—Y medio, agregó el presidente.

—Pues esa es la cuestión y nada más.

—Que se sugete á votación, porque se hace tarde.

—Propongo una cosa, dijo uno.

—¿Qué cosa?

—Que para evitar disputas, demos cada uno un peso, para pagarle al cura.

—Eso no debe ser, y no es por el peso ¿pero á dónde vamos á parar?

—Pues el que no quiera, que no dé nada, veremos lo que se junta.

—Lo que falte lo pongo yo, dijo el primo del presidente, que era de los mas ricos.

—Es que nadie ha de querer ser menos.

—Pues yo no doy nada, dijo el acusador, de don Antonio.

Juntáronse en la mesa hasta como cinco pesos, y el primo del presidente del ayuntamiento, completó la cantidad, y se levanto la sesión.

Inmediatamente se pretendió la inhumación; pero serian como las dos de la tarde hora en que el señor cura acostumbraba dormir la siesta, de manera que hubo necesidad de esperar á que su paternidad despertara.

Entretanto el sacristán aconsejó á los regidores, que mandaran llevar el cadáver al mismo panteón, porque supuesto que la dificultad de los derechos estaba salvada, creía de buena fe que el señor cura no tendría otro reparo que hacer.

Se hizo todo según el dictamen del sacristán, y condujeron á la difunta al lugar en que debía ser enterrada.

Esta vez, entre los curiosos que rodeaban á la muerta, venía don Máximo el compadre de don Antonio, y á quien ya conocen nuestros lectores.

Don Máximo se proponía verlo todo, como hacía siempre, tomando el primer lugar.

Se encontró con don Antonio su compadre, que acababa de salir de cabildo.

—¿Qué anda usted haciendo compadre? le dijo don Antonio.

—Vengo á ver á la muerta ¿usted ya la vió?

—No le he visto la cara.

—¿Vamos á verla?

—Vamos.

Los compadres se dirijieron al panteón, y en llegando cerca de la muerta, D. Máximo sin más ceremonias le descubrió la cara.

¡Alabados sean los dulces nombres! ¡compadre de mi alma, qué es lo que estoy viendo!

—¡Ay, compadre! tiene usted razón, ó nos engañamos los dos de una manera brutal.

—No le quepa á usted duda, compadre, es doña Salomé.

—La misma ¿pero qué dice usted nomás?

—¡Qué desfigurada está!

—Sí, ni su sombra.

—Aquí hay algo, compadre.

—Lástima que esté muerta doña Salomé, porque de otro modo nos podría contar cosas muy buenas, acerca de todo lo que ha pasado, desde que desapareció del pueblo.

—¡Válgame Dios! y lo que son las cosas compadre, una persona tan rica, venir á acabar de esa manera.

—Pero lo que á mi me sorprende es, cómo no la ha conocido nadie en el pueblo.

—Sí, efectivamente es raro, pero ya se vé, está tan desfigurada, que ni su sombra.

¡Compadre! exclamó de repente don Máximo, vamos á dar parte de que la muerta es doña Salomé, y acaso acaso esta circunstancia dé alguna más luz á la justicia, para que pueda averiguar el crimen de que esta mujer ha sido víctima.

—Tiene usted razón, compadre, vamos en derechura al Juzgado y dejarémos dicho al señor cura, que supuesto que ya se sabe quién es la muerta, suspenda el entierro, al menos mientras se practican las diligencias que son del caso.

—Pues vamos.

—Vámonos, compadre.

Y los dos compadres abandonaron el panteón.

Capítulo V

La resurrección


No bien se hubieron separado del cadáver los dos compadres, Salomé hizo un movimiento.

No sabemos qué dolor le despertaría, pero volvía á la vida; su primer esfuerzo fué por abrir los ojos, y se hubiera podido notar cierto temblor en los párpados, como se puede notar el de los pétalos de una flor que va á abrirse; sólo que en aquella lucha, en la que las pupilas buscaban la luz, la luz misma por su intensidad las hería vivamente y las hacía temblar.

Por fin Salomé abrió los ojos: los objetos que se presentaron á su vista fueron el viejo techo de un portal y las copas de unos árboles.

Poco á poco fué haciéndose cargo de lo que la rodeaba, hasta que llegó á persuadirse que estaba en el panteón, y sola.

Como los dos extremos de una linea que se tocan para convertirse en círculo, vino á su imaginación el día en que conoció á Gómez allí lo había visto, en aquel mismo sitio había oído su ardiente declaración amorosa, allí estaba la historia de su desgracia.

Fundiéndose todos los recuerdos de Salomé en la más dolorosa de sus impresiones, se espantó ante aquella terrible coincidencia, sin poderse dar cuenta de por qué se hallaba en aquel lugar, y solo después de un penoso y dilatado esfuerzo, pudo recordar, que en su triste peregrinación, había sentido que la habían abandonado sus fuerzas; y como si para acabar de comprender su situación hubiera empleado todo lo que le quedaba de vida, sintió en seguida un horrible desvanecimiento y volvió á caer á plomo sobre su tosco lecho de muerte.

A esta sazón se oyeron distintamente los pasos de un grupo de personas que se acercaban.

Eran las autoridades y varios curiosos que venían precedidos por D. Máximo.

—Es la misma, no me cabe duda, ¿dígame usted si yo no conoceré á las gentes? le decía D. Máximo al juez.

Llegaron á donde estaba Salomé, y don Máximo que había sido el primero en acercarse, retrocedió espantado empujando á los que venían detrás de él.

—¡Qué pisotón me ha dado usted, compadre! gritó don Antonio, viendo estrellitas.

Don Máximo estaba pálido, y esta palidez se comunicó á los que lo rodeaban.

—¡La muerta se ha movido! gritó enseguida don Máximo; y á esta voz, como si hubiera sido un conjuro corrieron todos los acompañantes y se quedaron solamente en el lugar del suceso el juez, don Máximo, y don Antonio parado en un pié y haciendo gestos por el pisotón de su compadre.

Pasada la primera impresión, ya no les cupo duda á aquellos tres personajes, de que la muerta se había movido, y don Antonio, que no obstante su dolor de pié, no había olvidado del todo su buena lógica, dijo:

—¡Luego vive!

Hasta entonces no vino á las mientes de los compadres y del juez, la idea que primero debía habérseles venido, y era la de cerciorarse antes que todo de que aquella mujer estaba efectivamente muerta.

La posición en que había vuelto á quedar Salomé después de su pequeño monólogo, no dejaba lugar á vacilaciones, y el juez, sin pérdida de tiempo, obligó á los compadres á cargar el tapextle para conducir á Salomé á sitio mas adecuado, para volverla á la vida, por si acaso era posible todavía.

La noticia de aquella resurrección había cundido ya por todo el pueblo, y de todas partes acudían á dar fé y testimonio del ruidoso acontecimiento.

Hubieron de sujetar á Salomé, entre curanderos y aficionados, á los mas brutales tratamientos, merced á los cuales, al cabo de pocos momentos comenzó á dar señales de vida.

El boticario, que hacía las veces de médico en el pueblo, fué quien, poniendo en práctica los procedimientos que la ciencia aconseja, logró volver á la vida á Salomé, pero la prescribió descanso y reposo absoluto por algunos días, que á los curiosos, especialmente á don Máximo, les parecieron siglos.

Por todas partes los vecinos se ocupaban incesantemente de aquel asunto, y parecía que el único que lo ignoraba en todo el pueblo, era un hombre que se estaba ocupando de desatar una funda de hule con que traía cubierta una caja de mercería.

Esto pasaba al día siguiente de la resurrección.

El varillero acababa de rendir su jornada, sentándose á la puerta del cementerio de la parroquia, y la primera persona que pasó junto á él, fué una anciana.

—Aquí traigo novenas de todos los santos, señora; los siete viernes de San Francisco, el día primero, novena de la Purísima, el nuevo Lavalle, el Ejercicio cuotidiano, la novena de las Animas.

Ante tan alhagador boletín bibliográfico, doña Gertrudis se detuvo, que no era otra la que á aquellas horas salía de la iglesia y la última.

—¡Ay, Jesús María y José de mi alma y de mi vida! exclamó doña Gertrudis, lanzando tan profundo suspiro, que hizo levantar la cara al varillero.

—¿Le ha sucedido á usted alguna desgracia, señora?

—¿Desgracia? sí, bien puede ser una desgracia, el que su Divina Majestad me haya dado vida para ver estas cosas.

—¿Qué cosas?

—Para ver á mi hija, á mi hija Salomé, que he criado á mis pechos y con tanto chiqueo y mimo, volverla á ver en el estado en que se encuentra.

—¿Está enferma?

—¡Cómo! ¿no sabe usted la historia de la resucitada? pues será usted el único en el pueblo.

—¿De la resucitada decía usted, señora? ¡ah, sí! de la señora que...?

—Eso, de Salomé, á quien todo el mundo daba por muerta, y que no estaba sino desmayada ó quien sabe como; el caso es, que todos la creían difunta, cuando de repente ¡que revive, señor de mi alma! y cate usted que era, nada menos que mi hija, mi hija, que por su mala cabeza, ahí parece que fué á enamorarse de un hombre malo.

—¿De quién? preguntó el varillero, quien como habrá comprendido el lector no era otro que Angulo.

—¿De quién? de ese tal Gómez, contestó doña Gertrudis, de quien se cuentan tantas cosas malas.

—Es la misma, pensó Angulo, y pretendiendo fingir indiferencia, dijo en voz alta Novenas de Santa Rita, de San Judas y de Santa Gertrudis.

—¿A cómo?

—A medio.

Doña Gertrudis hojeaba las novenas y Angulo no podía disimular que se encontraba fuertemente preocupado.

—Figúrese usted, continuó, doña Gertrudis en qué estado se encontrará la pobre de mi hija, cuando hasta en cosas de justicia se encuentra complicada. Al principio creyeron todos que estaba loca, porque sostenía que Gómez había plagiado á un hijo suyo.

—¿Hijo de quién?

—De Gómez.

—¿Y de quien más?

—De Salomé, y ahí tiene usted á la infeliz denunciándose sola, dando las señas del hombre y probando, según parece hasta ahora, que el tal Gómez ha plagiado á su hijo sin saberlo, y ella por tal de salvarlo, no tiene embarazo en ponerse en poder de la justicia, porque el tal Gómez, según dicen todos, es un pilló de cuenta.

Angulo, que estaba lejos de pensar en lo que hablaba, sino precisamente en lo que no decía, rogó á doña Gertrudis que se quedara con algunas novenas, ofreciéndole que volvería al día siguiente á la casa de la anciana por el importe de su mercancía.

—¿Qué piensa usted señora?

—Pienso en que esta novena es muy buena para que parezca lo perdido.

—¿Esa es la que me va usted á comprar?

—¡Y se ríe usted!

No señora, Dios me ampare, yo soy muy buen cristiano, y creo en todas esas cosas; por eso le aconsejo á usted que me compre esta novena, porque en rezándola, es seguro que muy pronto va á parecer ese niño que está perdido, y sobre todo Gómez, á quien me dice usted que buscan todos con afán.

—Y ya se ve que sí, que se han puesto exhortos y han estado trabajando en el Juzgado hasta muy tarde.

—¡Ah! pues júrelo usted, señora, porque si á todo eso se agrega la novena que va usted á andar desde mañana, es bien seguro que antes de terminarla ya todo está arreglado.

—Me parece sin embargo que usted lo dice de cierto modo....

—No, señora; lo digo á usted porque así lo creo y así lo siento, ¿pues qué, yo no rezo también?

—Pues usted lo dirá de chanza, dijo doña Gertrudis, pero va usted á ver cuál es el resultado, voy á andar la novena, ya se vé que sí, y verá usted, verá usted el resultado, le he de dar á usted en el hombro.

—Pues Dios lo haga, señora,—había de suceder esa diablura efectivamente, pensó Angulo, ¡pero no! Gómez ya debe saberlo todo y creo que no lo cojen.

—Venga usted por su dinero, dijo doña Gertrudis.

—¿A dónde?

—A mi casa.

—Iré después, dijo Angulo, déme usted las señas.

—¿Sabe usted dónde vive don Máximo?

—Ah, sí; derecho, como quien se va para la huerta de don....

—Precisamente, pues, derecho....

—¡Ah! sí, ya sé, allá iré luego, lleve usted las novenas.

—Dios se lo pague á usted, y allí en mi casa estoy á todas horas, ó si no, en la casa donde está Salomé.

Quedóse profundamente pensativo Angulo, y volviendo á empacar sus baratijas, se puso á contemplar con tristeza el camino que acababa de andar.

—Yo debo avisar á Gómez á toda costa, para que se ponga en salvo, porque lo que voy viendo es que lo buscan por todas partes: no ha habido una sola persona con quien haya yo hablado, que no me haya contado que andan persiguiendo á Gómez; bien es que él.... pues cuando no ha de andar con cuidado, ¿pero si no lo sabe? por lo menos él tiene mucha confianza, y no vaya á ser que...

Pero ese camino, decía muy triste Angulo, siete horas de camino, ahora que venía yo á descansar para esperar el domingo, yo creo que no voy.... pero si por no avisar cojen á Gómez.... vamos, es preciso, entraré á un bodegón y comeré algo, tomaré un trago y después la emprenderé otra vez. ¡Pues no eché mala misión, si lo he sabido.... cuándo me sucede!

—Efectivamente, Angulo se dirigió al bodegón donde se hizo servir abundantemente, tanto para reparar sus fuerzas, como para acabar de hacerse al ánimo de desandar lo andado.

En cuanto al trago prefirió el Tequila, que apuró con delicia.

—Apenas hubo acabado de comer, cuando contra todo lo que se esperaba, sintió más deseos de descansar que de continuar su camino.

—¿Qué horas serán? preguntó Angulo á la fondista.

—Ya dió la una, contestó esta.

—La una, repitió Angulo entre dientes, bien puedo descansar una hora y salir á las dos, que aunque llegue yo á las ocho, siempre será buena hora para dar un buen aviso.

Bastóle esta resolución á Angulo para que apoyándose la cabeza en ambos brazos que tenía cruzados sobre la mesa se preparara á entregarse al mas tranquilo sueño.

Este espectáculo, supuesto que para el fondista no era nuevo, no le sorprendió, sinó que al ver que Angulo tomaba aquella actitud, exclamó interiormente.

—Bueno, este no despertará más que para pedir más de beber: que duerma.

A poco rato, Angulo roncaba profundamente.

Capítulo VI

El nuevo paraíso


Chona y Salvador, como Adán y Eva, buscaron otro paraíso.

Desde esta primera evasión, el hombre ha dado en confundir su conciencia con la de los demás.

El delincuente que lleva en sí mismo la reprobación de sus acciones, llega hasta creerse otro ante otro público.

Todo actor silvado, cambia de teatro con la esperanza de que el nuevo público no le silve.

Pero la humanidad sería doblemente desgraciada, si esta teoría diera seguros é invariables resultados.

Chona y Salvador según decíamos, buscaron otro paraíso.

Se establecieron en Querétaro.

Encontraron una casita á medida de su deseo; mas rústica que urbana, mas en el campo que en la ciudad.

Tenía todo lo muellemente confortable que puede pedirse á un nido de amor.

Salvador y Chona sabían muy bien que el dinero todo lo puede; había más, lo palpaban.

Salvador le adivinó á Chona sus menores pensamientos.

La traía en la palma de las manos.

La adoraba.

Chona no tenía qué pedir: tenía en primer lugar mucho amor, todo el amor que se necesita; tenía muchas comodidades, todas las comodidades que se necesitan.

Jamás pareja alguna fué mas dueña de sí misma.

Salvador hizo construir un gabinete encantador. Era un gabinete azul, azul y oro, todo allí era azul, desde la alfombra: los muebles tapizados de terciopelo azul..

Había hasta un lujoso tren de cristal azul y oro, que consistía en una charola, dos vasos, una azucarera, una jarra chica y una mas grande.

Allí no se podía beber sinó néctar celestial.

La hada de un cuento oriental no se hubiera desdeñado de beber en uno de aquellos vasos.

Tenía el gabinete una ventana que daba vista al campo.

Mas altas que la ventana, trepaban las madreselvas y los jazmines blancos.

Sentarse en una de aquellas góndolas azules equivalía á suspenderse, á perder la idea del peso de uno mismo: tan muelles eran las góndolas.

La cama era una cama de rey, cama-trono, blanda como nube.

Podría decirse que era posible dormir en un celaje.

Pendía del techo una lámpara gótica, también azul, y que difundía en la habitación una claridad que se parecía á un vértigo de amor.

Y el ambiente de aquella pieza, era una irradiación de perfumes, era el gran nectario de una flor colosal, nido de dos coleópteros ebrios de miel.

Salvador había hecho conducir allí, algunos de sus bronces; pero había cuidado de que no le trajesen ni su Leda, ni su Casta Susana, ni su Venus púdica; no había más que una Psiquis y un Cupido hermosísimos; dos cuadritos pintados por Alejandro Casarín, y dos estudios del pastel que Ramón Rodríguez Arangoiti hizo en Roma.

Había también pocos libros, los necesarios para cubrir dos repisas de terciopelo con flecos, que llenaban dos ángulos de la habitación.

Estos libros no los había leído mas que una persona en París: una baronesa muy espiritual.

Salvador tenía una magnífica colección de grabados, de primera impresión los más, algunos apuntes originales de Rosa Bonheur y un álbum de artistas.

Nadaban seis peces de color en una gran bomba de cristal soportada por un tripié de metal dorado, y cantaban varios pájaros prisioneros en primorosas jaulas en un espacio anterior á aquel retrete, espacio que un jardinero había convertido en un bosque de hortensias y otras plantas de sombra.

Todo aquello no lo habían visto más que los obreros mexicanos que Salvador había hecho llevar allí, pagándoles muy bien para que lo hicieran todo pronto y regresaran á México.

Chona era la perla de aquella concha, y la concha estaba, como en légamo, oculta en una casa como todas.

Salvador era gastrónomo, y tenía un cocinero francés que se pasaba una vida de príncipe, y gozaba un sobresueldo por no decir para quién guisaba.

Ya hecho todo, los dos amantes felices se pusieron uno frente á otro; Salvador en bata, Cliona en el mas encantador de los trajes; tenía uno todo blanco, y un peinador de encajes que valía un tesoro.

Sólo una vez se lo había puesto la baronesa.

Salvador tenía una verba inagotable, el silencio y la ociosidad le amenazaban como dos potencias enemigas, y tenía cierta festinación y cierta prisa en procurar que no hubiera pausas, ni inanición, ni silencio, ni statuquó; le temía á todo esto, y procuraba vivir, moverse, hablar, reírse, hacer reír á Chona; proyectaba, inventaba, complicaba; los asuntos mas triviales los hacía grandes.

Chona se dejaba llevar, seguía con formalidad las discusiones sobre los asuntos mas triviales, porque la trivialidad se hacía allí un elemento indispensable.

—Estoy segura, decía Chona, de que colocando el reloj abajo del otro espejo, estos dos bronces tendrían aquí mejor vista, porque la luz viene de la ventana y los favorece.

—Voy á darte gusto, contestaba Salvador, pero esto es contra todas las reglas de la estética; no me opongo á que ganarán las figuras, pero la cuestión de gusto no está resuelta; poner juntos esos dos candelabros pompeyanos con los dos bronces es una amalgama insoportable, vas á verlo.

Y Salvador pasaba de un lugar á otro los candelabros y el reloj, diciendo:

—Mira qué contraste, estas figuras son clásicas por excelencia, y esto es pura fantasía, vas á ver qué efecto tan distinto.

—Vamos á ver, le decía Chona meciéndose en un sillón de metal, ponlos como yo te digo y....

—¿Y qué?....

—Y me gozaré en verte trabajar.

—¿Te gustan los hombres trabajadores?

—Me gusta verte ir y venir, me parece que eres mi cuadro y yo soy tu pintora.

—¿Estás contenta de tu obra?

—Sí.

—Cada día....

—¿Qué?

—Cada día te amo más.

—¿De veras?

—¿Que si deveras te amo? oye, dijo Salvador que, haciendo rodar una góndola á los piés de Chona, se sentó y continuó en seguida.

—El hombre es rey: se fabrica palacios en las nubes; cuando se habita uno de esos palacios, es porque se ha dejado rodar al mundo al rededor de nosotros; se puede ser un sol de amor, centro que reconocen los demás afectos humanos, como el sistema planetario; todo emana de mi amor, y mi amor lo atrae todo á sí; mi amor es inextinguible:

—Mi querido sol ¿y yo soy tu tierra?

—Más todavía.

—¿Qué soy entonces?

—Mi esencia, mi lumbre, mi luz.

—Así me gusta más, porque la tierra es muy pequeña para el sol.... ¿Qué estás mirando? dijo después Chona, cambiando de tono.

—El reloj.

—¿Y son?

—Las doce.

—Entonces tú pusiste el reloj.

—¿Por qué?.

—Estabas alumbrando tanto que dieron las doce.

—¿Ya lo ves? las horas son las que vienen á buscarnos, vamos á ver el reloj de arena.

—¡Cabal! íbamos á ver si duraba una hora.

Chona se paró, y reclinándose graciosamente en el hombro de Salvador, juntó su cara con la de él para ver el reloj de arena.

—En este momento acaba, dijo.

—¡Otra hora! murmuró Salvador con cariño, y luego dijo con entusiasmo ¡otra pulsación!

¡Qué horas tan felices! todas habían sido empleadas; todavía les faltaba ver muchos grabados, todavía tenían que brotar muchas flores, todavía había por hacer varios trajes, y que destapar muchos pomos de esencias.

Así pasaron varios días; en aquel pequeño retrete había tanto confort, se estaba allí tan bien, que los pedazos de cielo azul, que veían de vez en cuando, solían tener una intensidad de luz tal que les lastimaba la vista.

Vivir á media luz era su anhelo.

Pasaron mas días.

Salvador era tan elocuente, hablaba tan bien, tenía tan bonitas ocurrencias, que Chona estaba encantada.

Brotaban como de un Kaleydoscopio nuevos encantos á cada jiro: ¡cuánto amor, cuánto, cuánto!....

Un día Chona se mecía en un sillón de metal. Venus no hubiera tenido sobre la espuma del mar oscilaciones mas voluptuosas; y así como las plantas se alimentan con el oxígeno que deben aspirar con delicia, robándoselo en las noches, Chona vivía aspirando las esencias de su retrete, mezcladas con las zalamerías de Salvador.

Estaba sola.

Era aquello un verdadero accidente, sentía por momentos los pasos de Salvador: lo esperaba.

Tenía Chona los brazos caídos sobre su propio regazo, tenía esa actitud del que nada hace, y no tiene nada que hacer; aquellas manos descansaban, descansaba el cuerpo, descansaba hasta el pensamiento.

La frente de Chona era espaciosa, tersa, aterciopelada y recibía la Crema de Oriza, como las mariposas su polvo de oro, como los pétalos de las flores el color de su familia.

Sobre aquella frente vino á posar sus belludas patas una mosca.

La mosca es la prosa, es la mas desapacible de las trivialidades; pero la mosca en el pleno goce de sus derechos eligió la frente de Chona, no sabemos para qué.

Chona espantó la mosca, levantando una mano: la mosca describió un círculo y volvió á posarse en la frente de Chona.

Chona la volvió á espantar de nuevo; de nuevo la mosca tornó á la frente.

Chona insistió y la mosca no desistió.

Levantóse Chona del sillón y se puso frente al espejo con objeto de impedir que la mosca volviese á parársele sobre la frente; pero no bien había fijado la vista en el espejo para espiar la ocasión de impedir á la mosca su intento, cuando ésta volvió á pararse en el mismo lugar, y entonces no sólo hizo sentir á Chona el escozor de patas, sino una formal picadura.

Chona se dió otra palmada, y se rascó la frente con impaciencia creciente porque quiso ver en aquella mosca tan impertinente una intención deliberada, y como sugerida no por un sér irracional, sino por quien pudiera tener un encono manifiesto contra ella.

No es raro que la mujer descienda á este género de puerilidades, ni que haga personificaciones, tomando las cosas por lo serio, aun cuando se trate de un muñeco ó de un juguete.

Chona al menos así lo hizo; se ensañó contra la mosca, hubo más, se llenó de una ira digna de mejor causa, y se sintió profundamente contrariada.

Cambió de lugar, y todavía una vez más la mosca volvía á picarla, y esta última acometida acabó por desmoralizar completamente á Chona y se puso á llorar.

Entró Salvador.

—¿Qué tienes? le dijo, ¿qué te ha sucedido? me he tardado porque....

—No, no es eso.

—¿Pues qué te pasa?

—Oye Salvador: soy muy desgraciada.

—Habla.

—Lo dicho, soy muy desgraciada.

—¿Quién te ha disgutado? dímelo, ¿quién se ha atrevido á?....

—Te lo diré, escucha, me ha disgustado profundamente....

—¿Quién?.

—Una mosca.

—¿Una mosca?

—Sí, una mosca impertinente, una de esas moscas insoportables que se ha obstinado en picarme en la frente: mira.

—Chona mostró las señales recientes que sus dedos habían estampado.

—Efectivamente, dijo Salvador con naturalidad, te ha hecho daño.

—Hace media hora que estoy luchando.

—¿Con la mosca?

—Sí, con ese animal infame.

—Mira: voy á poner aquí papel envenenado para que mueran todas ¿estás conforme?

—Sí, que mueran todas las moscas.

—¿Y sólo por esto te has afligido tanto?

—¿Y te parece poco?

—Ya se vé, la cosa no merece la pena.

—Eso será para tí que no lo has sufrido; pero te aseguro que una mosca, tan insignificante, y todo como es, es capaz de poner á uno de mal humor.

—Pues que se olvide todo, afuera nimiedades.

—¡Nimiedades! insisto en que como á tí no te ha picado....

—Ya lo creo, en ese caso yo sería el impaciente.

—Pero yo no sería entonces la que me burlara de tí.

—Yo no me he burlado.

—Sí, te has reído.

—Era natural, me ha caído mucho en gracia que te disgustes con una mosca.

—No, pues esto no tiene nada de gracioso.

—No lo tendrá si no quieres, pero de todos modos lo mejor es olvidar esa contrariedad, y no ceder nuestras ventajas de posición y nuestra alegría, á contratiempos de tan poca monta.

—¿Sabes, dijo Chona con cierta impaciencia, que estoy dispuesta á probarte que esto no es una cosa insignificante?

—¿Sí?

—Exactamente; voy á probarte que en esto hay algo que vale un poco más la pena de fijarse en ello.

—¿Vas á probarme eso?

—Sí.

—Pues ya te escucho; porque eso va á estar curioso.

—Mira, Salvador, la felicidad es una cosa imposible en el mundo.

—¿Por qué?

—Porque supuesto que estamos sujetos á que una mosca nos la arrebate....

—Concediendo que nos la arrebate.

—Por lo menos., ya lo ves, una mosca ha acabado con mi alegría.

—Pero esa alegría renacerá tan luego como cesen los motivos que la interrumpieron.

Chona arrojó un profundo suspiro, y exclamó en seguida:

—Necesito hablar.

Salvador acercó más su silla, y se puso en actitud de oír atentamente.

Capítulo VII

La mosca impertinente


Voy á confundirte, dijo Chona; ahora me toca á mí ser la que vea o: por desgracia, mí vista no se ha empañado. ¡Ay! cuánto hubiera dado por algo de ofuscamiento, de locura, de ceguedad; al menos, en todo eso podría encontrar una disculpa.

—¿Pretendes disculparte? ¿vas acaso á moralizar? Ya sabes que yo encuentro todo eso muy poco divertido; pero ya se vé, á medida que me ves mas cerca, voy dejando de ser tu dulce compensación, como me llamabas los primeros días.

—Siempre serás mi dulce compensación: ¿pero dejo por eso de sufrir? eres la compensación de un mal; pero el mal existe.

—Sabes que me parece increíble que una mosca te haya traído hasta el terreno de estas contemplaciones, que bien pueden ser todo lo edificantes que te parezca, pero no por eso son mas adecuadas á nuestra situación. Que mediten el cartujo y el hermano de la archicofradía, ¿pero nosotros? ¿no somos acaso libres? ¿no tenemos el mundo á nuestros piés? ¿no hemos sabido rodearnos de delicias que nacen de nuestras propias manos? ¿A qué llamar entonces esas sombras siniestras? ¿para qué evocar esos fantasmas que vienen á turbar nuestra felicidad? ¿Te cansa esta felicidad? yo tengo mil felicidades que ofrecerte; ordena y cambiaremos de vida: ¿qué quieres? ¿te sofoca este aire? buscaremos otro en otra casa, en otro pueblo, en otro país. ¿Ya te cansó lo que te rodea? lo sustituiré con ventaja: ¿quieres muebles mas ricos? ¿quieres otros tapices? ¿otros pájaros? ¿otros perfumes? lo cambiaré todo como en un teatro, ordena: ¿quieres un camarín rojo? ¿quiéres?....

—No, Salvador; quiero algo que tú no puedes darme.

¿Qué no podré darte? pide.

—Mi tranquilidad.

—¿Qué más?... dijo Salvador poniéndose pálido.

—El respeto de mí misma.

—¿Qué más?...

Cruzóse entre Chona y Salvador una profunda mirada, cuya elocuencia sería imposible traducir.

—¡Qué más!... ¡qué más!... repetía muy por lo bajo Chona.

Y reinó en seguida un larguísimo silencio, al cabo del cual dijo Salvador horriblemente contrariado.

—¡Y todo por una mosca! es necesario tolerarte esa rareza en gracia de tu puerilidad; la mujer no es mas que una niña cuando se la ama.

—¡Por una mosca! sí, por una mosca que tiene para mí una terrible significación.

Salvador procuró reírse, pero su risa fué tan hueca y tan extraña, que resonó en los azules tapices de aquel retrete, haciendo un contraste extraño.

—¡Una mosca! continuó Salvador, una... en fin, un insecto despreciable... un pedazo de... una futileza, un... un...

—Una mosca inmunda, es cierto; pero que, representante de no sé cuántas vilezas, ha podido penetrar en este recinto que tú has cubierto de seda, de oro y de riqueza, que has impregnado de aromas, una mosca que ha osado tocar mi frente con una insistencia desesperante; pero... escúchame, Salvador, esa mosca es... es el remordimiento; esa mosca es una mensajera de la región de los dolores y de la podredumbe, que viene á buscar un pensamiento, que viene con toda su desesperante pequeñez y su nauseabundo aspecto á taladrar mí frente, ¿lo comprendes? para sacar del fondo de mi alma, todo lo que de reprobación hay en mí misma; esta mosca me ha preguntado por mi pudor, y por mi nombre, y por mi fe; esta mosca...

—¡Es el diablo! interrumpió Salvador con sarcasmo.

—Es algo mas, es la conciencia, es la mensajera de mis deberes, es el átomo de materia que determina una catástrofe, es una mosca terrible.

¡Ay! antes hubieran podido picarme cien moscas, no buscaban nada en mí; hoy la mosca esta, ha encontrado lo que buscaba, ya lo ves, yo misma me he preguntado ¿por qué sufría? y me he contestado esto:

Cuando no tenemos la conciencia de nuestro bien obrar, cuando hemos delinquido, hay en nosotros mismos ese irresistible acusador de la conciencia, que amarga nuestro pan, que turba nuestro sueño, que marchita nuestras alegrías; y en tal estado, no queremos buscar en nosotros mismos la causa del desasosiego, y buscamos una mosca á quien echarle la culpa y nos impacientamos buscando otro autor al rededor nuestro, antes que apelar al testimonio de nuestra conciencia.

Yo he sido criminal, he faltado á mis deberes, he delinquido, ¿qué derecho tengo á la tranquilidad, á la paz? ¿quién soy ante el placer, sino una limosnera escapada de las filas de las mujeres puras? ¿qué son para mí misma? ¿lo sabes tú, gran soñador? ¿sabes quién soy yo para mí misma? ¡soy menos que una mosca!

—¡Chona, qué cruel eres! Así te matas.

—Soy justa, no me lavo las manos, soy la primera en condenarme, no hay rehabilitación posible.

—(Chona! ¿á dónde vamos á parar?

—A la verdad; á donde para todo.

Salvador había fijado en Chona, una de aquellas miradas de magnetizador, miradas penetrantes, que encierran para nosotros un misterio enojoso; pero era un hecho, Salvador ejercía un poder magnético y sobren atura! sobre Chona; la hacía dormir á su pesar.

La misma Chona explicaba que Salvador tenía en sus ojos, algo como esa fascinación de la serpiente que atrae al pajarillo, algo como esa atracción del abismo; y que después de esta primera coacción irremediable, debía establecerse, algo como el ipnotismo que adormecía sus nervios, y que, siempre, siempre que Salvador quería la obligaba á dormir.

En esta vez, después de una mirada, de una duración casi imposible para mirada, Chona dejó caer los brazos y se quedó dormida.

Salvador la contempló aún por largo tiempo, observó los latidos de su corazón, notó que la respiración era regular y lenta y se levantó de su asiento.

Al acercarse á la puerta, salió del pecho de Chona un profundo suspiro.

Salvador volvió el rostro y dirijió una mirada dominadora sobre Chona, y formuló interiormente como un mandato.

En seguida salió de la habitación.

—¿Qué iba á hacer Salvador? Iba á estar solo.

Había otra alcoba contigua al retrete azul: allí había uno de esos sillones que les sirven á los enfermos, era un sillón para acostarse á leer.

Salvador se dejó caer en el sillón, cruzó la pierna y comenzó á atusarse las barbas.

—Se reventó el hilo por lo mas delgado, dijo; tiene Chona en estos momentos en el alma una procesión, y está mas apropósito para cantar misa que para amar.

Adios conquista de mi filosofía parisiense!

Estoy expuesto á que Chona me despida bonitamente entre dos Padre nuestros y una Ave María.

Triunfa la religión católica, apostólica…

¡Maldita mosca! en esa mosca está el espíritu de algún buen señor de antaño, que se permite hoy exhumarse en traje de mosca para hacerme un perjuicio; y luego que como moscas las hay en todas partes....

¡Hé aquí la copa vacía!

A partir de este momento, vamos á estar muy divertidos haciendo apuntes para nuestra historia.

¿Quién diablos me metió en la cabeza cazar en vedado?

En verdad, que las tales tórtolas son los animales mas repugnantes que conozco. El día que me las sirvan en la fonda, se las tiro en la cara al fondista.

Yo seré capaz de hoy en adelante de librarme de las tórtolas; ¿pero de las moscas?

Transijamos con la mosca.

Supongamos que viene.... ¿de dónde vendrá? ¿del otro mundo? démosle gusto á la mosca, tiene razón la mosca; Chona tiene su mosca que no la ha de dejar.

Aceptemos la monomanía.—

Había un retrato de Chona en aquella pieza.

—Era hermosa: ¡pobre Chona! dijo Salvador mirándolo.

Pero también es justo, exclamó luego como contestándose una pregunta que pasó tan rápidamente por su imaginación, que casi no fué formulada.

Las últimas vicisitudes resolvieron la cuestión.

Yo, amante de la belleza plástica, adorador de la estética, soñador de lineas.....!vá! acercándose un poco y á toda luz, pues.... ya están allí esas líneas inexorables del tiempo, de ese viejo maldito que marca con unas uñas como las que se usan hoy, esas incisiones indelebles en el rostro: la muerte se anticipa á escarabajear á los suyos en el rostro, y escribe con su uña de talco en la cara á las mujeres, primero un pié de gallo, y después la va subrayando toda como un original que se corrije y que se entrerenglona.

Esas rayitas.... no, decididamente el mundo está sábiamente hecho; hay cuatro estaciones, ¡y en pleno octubre andamos queriendo atrapar una primavera por los cabellos!....

¡Inútil afan!.... adelante.

Galvanizad cadáveres, divertios con los muertos, gastad cuanto queráis vuestra batería y vuestras sales, al fin el muerto comenzará á apestar, y tendreis que suplicar atentamente al sepulturero que se lleve eso.

Esto es claro como la luz, y si en vez de «ser así» como soy, me pusiera á hacer versos, acabaría por aceptar la escuela romántica con todas sus consecuencias, y me lucía como hay Dios.

Después de todo, Chona está mas apropósito para Carlos que para mí; yo veo en Carlos algo mas de santo que en mí. Carlos es todavía susceptible de plantarse un cilicio y ganarse el cielo por ese caminito, cuya invención no carece de chiste.

Por otra parte esto sí sería una reparación completa.

¡Y qué mucho que fueran felices todavía, cuando don Juan Tenorio se está mamando ahora una gloria de Padre y muy señor mío!

La mosca es un insecto delicioso.

¿A quién de tantos venerables espíritus, cuya gravedad me es notoria, le ocurriría la peregrina idea de encarnarse en mosquita? Porque, eso sí, Chona tiene mucha razón, la mosca no es simplemente la mosca; Chona lo ha conocido al palmo, ¿y qué vamos á hacer con ello? Adelante.... adelante....

Salvador bostezó profundamente.

Capítulo VIII

Se acerca el fin del plagio de Gabriel


Atravesaba don Santiago la plaza del pueblo para tomar una callejuela solitaria, y llegar á su casa, cuando un hombre embozado en un jorongo pardo y con sombrero blanco de anchas alas, se acercó á él.

Serían las nueve de la noche.

—¿Usted es don Santiago? preguntó el desconocido.

—Yo soy, contestó don Santiago.

—Vamos á hablar quedito, agregó el desconocido poniendo al pecho de D. Santiago la larga hoja de un puñal.

Don Santiago no se movió.

La callejuela estaba enteramente sola.

No salía una sola luz de ninguna parte.

—Vengo por los diez mil pesos de parte de Gómez.

—Pero....

—¡Silencio! Gómez está perseguido, y para salvarse necesita repartir mucho dinero; si mañana no los recibe, mata á Gabriel y se va.

—No tengo esa cantidad, dijo don Santiago.

—¿Cuánto tiene?

—Mil pesos.

—Diez mil.

—No es posible.

—Tiene usted doce.

—En casas.

—Los diez mil dentro de una hora, ó muere Gabriel mañana.

—¡Dentro de una hora!

—En la misma noche, aquí, en este lugar.

—Pero....

—Váyase usted, aquí lo espero.

Don Santiago sintió que una mano brusca lo impelía para obligarle á tomar la dirección de su casa.

Anduvo de prisa temeroso de que ¡lo siguiera aquel desconocido, y llegó á su casa jadeante y azorado.

—Bendito sea Dios que ha llegado usted, señor de mi alma, le dijo doña Mariana, su ama de gobierno.

—¿Por qué, doña Mariana?

—Porque están pasando unas cosas en el pueblo que, la verdad, tienen á uno con el alma en un hilo: pero á usted le ha sucedido algo, señor don Santiago; dígame usted lo que le ha sucedido.

—Usted, doña Mariana, dígame ¿por qué estaba tan sobresaltada?

—Porque vinieron á buscar á usted unos hombres, pero no son del pueblo, señor, no son del pueblo; y Dios me lo perdone, pero me parecieron mala gente; donde no se dejaron ver las caras....

—¿Y cuántos eran?

—No ví mas que tres, pero me parece que eran muchos según el ruido que hicieron al irse.

—¿Y qué querían?

—Nada más preguntaron por usted.

—¿Y usted qué dijo?

—Dije.... ¡válgame Dios! á lo que obligan á uno, hasta á mentir; dije que no estaba su merced en el pueblo. ¡Ay! y yo con un susto que las quijadas me repicaban, señor de mi alma: y á usted, ¿qué le ha sucedido? ¿tal vez lo han encontrado á usted?

—Sí, doña Mariana, me ha hablado sin duda uno de los plagiarios, porque la voz no me es desconocida.

—¿Y qué quieren todavía de usted esos... esos pecadores? por no decirles otra cosa.

—Que les dé los diez mil pesos esta noche ó matan á Gabriel.

—¡Ay, señor! si cuando yo le dije á usted que pensara bien lo de adoptar al chico, créame usted que tenía yo razón.

—No es ahora tiempo de entrar en esas reflexiones, doña Mariana, y pensemos ea lo que importa.

—¿Cómo no ha de ser tiempo, si todos los males le han venido á usted con motivo de ese Gabriel de mis pecados?

—Sea lo que fuere, yo no tengo corazón para permitir que lo maten, estoy dispuesto á dar todo lo que tengo por salvarlo.

—¿Y nos quedamos á un pan pedir?

—Sí.

—¡Ahora que está usted tan enfermo y tan delicado? ¡no lo permita Dios, señor don Santiago!

—Es preciso.

—En todo caso, procure usted quedarse con algo.

—Bastante lo he procurado; pero según vamos, no es posible librarse de esta plaga; todavía de los ladrones se libra uno, pero de los plagiarios, es imposible; ya vé usted que osan venir á mi casa, hablarme en la calle, y todo se queda impune.

—Pero usted, ¿porqué no dió voces?

—Estaba yo amenazado por un puñal.

—¡Alabado sea el Santísimo Sacramento! señor de mi alma, ¿con que llegaron....?

—Sí, doña Mariana.

—¿Y no hizo usted nada?

—¿Qué había de hacer?

—Pues yo sí he hecho una cosa.

—¿Qué?

—Avisarle á don Máximo.

—¡Ave María! exclamó do a Santiago eso basta para que lo sepa toda la población, y don Máximo es capaz de estar en acecho...

—Cabal que sí, como que es muy templado.

—El hecho es que es preciso no perder tiempo, déme usted las llaves.

—¿Qué vá usted á hacer?

—Déme usted las llaves.

—¡Va usted á sacar dinero! ¡ni lo permita la cruz de mi rosario, y la divina intercesión de María Santísima nos salve y nos!...

—Es preciso, doña Mariana, es preciso acabar de una vez, ¡para lo que he de vivir!... me bastará con lo que sobre.

Y don Santiago se dirigió hacia un viejo baúl que, sostenido en dos pequeños bancos, había sido mucho tiempo objeto de la curiosidad de doña Mariana, quien se figuró que de allí iban á salir los tesoros de Creso, y exclamó:

—¡No lo permita María Santísima de Guadalupe! señor de mi alma, se va usted á quedar en la miseria, y á mí se me parte el corazón al considerarlo: no, señor don Santiago, esto no puede ser.

Y diciendo esto, doña Mariana se dirigió hacia las piezas interiores, mientras don Santiago se ocupaba de remover ciertos objetos, decidido á desprenderse de todo lo que formaba su capital en efectivo, que si no era la suma pedida, estaba seguro de que habría lo bastante para contentar la ambición de los bandidos.

Llevaba media hora don Santiago de apartar de aquí y de allí pequeños bultos, que señalados unos con iniciales, y otros con cintas que los ataban, tenían aspecto de todo lo que pudiera imaginarse, menos de dinero; pero en realidad, no eran sino puñados de monedas de oro, amortizados en distintas fechas por don Santiago, durante un largo período de años.

Era aquél el fruto de su trabajo y de sus economías, era la herencia de Gabriel y de doña Mariana.

Repentinamente don Santiago se vio rodeado, sin haber sentido préviamente el menor ruido, de varias personas, entre las cuales figuraba doña Mariana..

Eran don Máximo, don Nestor, don Antonio y varios vecinos, á quienes doña Mariana había logrado poner en alarma.

Don Santiago paseó la mirada en torno suyo, y no podía darse cuenta de si aquellas personas vendrían á librarlo de la miseria, impidiendo que entregase su tesoro, ó serían los bandidos que venían á reclamarlo; pero la presencia de doña Mariana, y más que todo su aire triunfante, lo tranquilizó.

—No se apresure usted, señor don Santiago, á hacer semejante barbaridad, dijo don Nestor.

—No es una barbaridad, sino una desgracia irremediable, porque estoy seguro de que si esta noche no entrego el dinero, esos hombres matarán á mi hijo sin remedio.

—Tranquilícese usted, señor don Santiago, le dijo don Máximo, porque los bandidos deben estar ya á estas horas en poder de la justicia.

—Eso es imposible.

—No es sinó la verdad, señor don Santiago, ya era preciso que esos hombres pagaran todos los crímenes que han cometido; y estoy seguro, que lo que es en esta ocasión no han podido escaparse, porque el señor Prefecto de aquí, ha obrado con una actividad asombrosa.

—No lo crea usted, señor don Nestor, decía don Santiago, á bandidos de esa especie es muy difícil darles caza.

—No ha de tardar usted mucho en desengañarse, señor don Santiago; figúrese usted que no sólo las autoridades de por aquí, sinó los de la Hacienda grande, los de la Hacienda chica, y otras muchas personas de importancia, como don Homobono Pérez, y otros, están obrando en combinación; esté usted cierto, por lo tanto, señor don Santiago, que á estas horas ha de estar Gómez mas aflijido que usted.

A las razones de don Nestor, y á las no menos consoladoras observaciones de don Máximo y don Antonio, debió sin duda rendirse don Santiago, supuesto que pudo lograrse que desistiera por lo pronto de su intento.

Veamos lo que sucedía entretanto á Gabriel.

Lo hemos dejado en la primera noche en que pretendió su evasión.

Gabriel empezaba á sentir, impulsado por esa fuerza misteriosa de los presentimientos, la necesidad de apresurar el desenlace de su situación.

Toda la confianza que al principio tenía acerca de Gómez, se había tornado en temor, y aprovechando el primer momento en que se encontró solo, puso en planta el proyecto que había meditado.

El ventanillo que daba luz á su prisión, estaba, según hemos dicho antes, á bastante altura; pero en el ventanillo era donde Gabriel, después de darle mil vueltas al asunto, había fijado todas sus esperanzas de salvación.

Ya había medido con la vista las distancias, y había ideado la manera de llegar hasta aquella ventana, que al volver de su largo desmayo, le había ofrecido un pedazo de cielo azul.

Apenas estuvo solo puso sobre una vieja caja un baúl vacío, en posición perpendicular, y sobre éste la única silla que había en el cuarto; subió con facilidad sobre el baúl, llevando la silla en una mano, y por más que aquello fuese para otro un equilibrio que no carecía de mérito, Gabriel pudo ejecutarlo hasta con cierta maestría, recordando en aquel momento los muchos golpes que había sufrido en el tiempo en que perteneció á la compañía de acróbatas.

Una vez sobre el baúl, colocó sobre él la silla y se encaramó al asiento, de allí pasó á los barrotes del respaldo, y sobre el ultimo y de puntillas, pudo alcanzar el borde inferior de la ventana.

Hubo de ejercitar entonces la fuerza de contracción de los brazos, que es uno de los primeros ejercicios gimnásticos, y merced á esta fuerza logró desprenderse de la silla y elevarse lo suficiente para asomarse por la ventana.

Se presentó á su vista un patio cuadrado, uno de cuyos lados era un tapia sobre la cual se elevaban las copas de unos árboles; otro de los costados parecía ser el límite ó la espalda de alguna casa contigua, y en el lado opuesto había dos puertas, una de las cuales estaba entreabierta y dejaba ver parte de una cocina ahumada y oscura; todavía pudo distinguir Gabriel el claro de otra puerta posterior á la cocina, y vió apenas flotar la punta de una de esas servilletas, con flecos, que suele ser en algunos parajes el único signo de que aquello es una fonda.

—Luego aquello es la puerta, dijo Gabriel, y apenas hubo tomado este dato, volvió á aflojar los brazos hasta encontrar el respaldo de la silla con los piés, descendió al baúl como había subido, y se deslizó después hasta quedar en tierra; volvió á colocar aquellos objetos en su lugar, y se puso á esperar.

No faltaba en aquella pieza lo que hubiera sido mas difícil de encontrar, y era un cordel, pues no solamente había uno, sino que en aquel cuarto uno de los objetos que le había servido de asiento á Gabriel, era nada menos qué un tercio de lazos nuevos del comercio, efecto que, en los lugares por donde pasan arrieros, como era aquella casuca, no faltaba jamás.

Esperó Gabriel la despedida definitiva de su carcelera, y una vez viéndose solo, comenzó á ejecutar su operación, empezando por atar varios lazos de manera que le pudieran alcanzar para descender hasta el otro lado de la ventana.

Ató la punta del lazo á la mitad de uno de los piés de la silla, y repitió á tientas la operación que había ensayado antes: cuando estuvo sobre la silla, recogió el lazo y lo colocó todo sobre la ventana, y después subió, y colocado con dificultad en el canto de la pared, subió la silla para que quedara en postura horizontal al través de la ventana, dejó caer el lazo y en seguida se deslizó por él, teniendo la precaución, al llegar á tierra, de no soltarlo bruscamente, sino que fué soltándolo poco á poco, á fin de que la silla no cayera de golpe del lado opuesto é hiciera ruido dentro de lo que fué su calabozo.

La oscuridad de la noche favorecía sus proyectos, y deslizándose de puntillas llegó hasta la cocina.

En la pieza posterior hablaban varias personas.

Eran éstas dos de los bandidos de la cuadrilla de Gómez y la muger escuálida á quien conocemos y que había dado de almorzar á Gómez y al Pájaro.

—¡Adios! decía uno de los bandidos, ya no tome, amigo.

—¿Y por qué no? ¡adiós!

—Pues porque tenemos que hacer y se va á dormir.

—No, qué dormir.

—¿Pues qué, siempre? preguntó la mujer.

—¿Pos dígame qué hacemos con el muchacho toda la vida?

—¡Pobre! exclamó la mujer.

—¡Diz que pobre! contestó uno de aquellos hombres, tan compadecida que es usted.

—Si fuera un hombre como ustedes, pero un muchacho.

—Esto es, ¿y qué hacemos, pues, con él? si tarde ó temprano se escapa y va á pitarlo todo.

—¡Pos ya se vé! dijo el otro, si lo mejor es despacharlo.

—Al fin en la barranca ni quien lo vea.

—¿Hasta allá se lo llevan? dijo la mujer.

—¡Pos no!

—¿Pos no vé que luego viene el agua redo y saca lo que hay en la barranca y se lo lleva al llano?

—¡No, qué!

—¿No, pos no dicen que allá encontraron el caballo de don Celso?

—Bueno, pero eso fué porque llovió esa misma noche, ¿perora?

—Lo mejor será enterrarlo.

—¡Adios! ¿y cree que eso es fácil?

—Pues no.

—Onde nos vamos á estar abriendo la tierra.

—Pos si no lo enterramos, luego apesta y vienen los zopilotes, y sacan el rastro como con don Celso.

—Pues ande, si hemos de ir, vamos.

—Pos al fin dice don Gómez que el viejo no ha de dar nada.

—Eso yo ya lo sabía, como no es su hijo.

—Vaya, y aunque fuera, ¿pos qué no conoce al viejo agarrado?

—¡Vaya! con que no ya mero lo mataban, y el viejo firme, y que no tengo, y que no tengo.

—Pos figúrese ora que ya está libre, pos ora menos da.

—Bueno, pos ande, usté le pega primero.

—¡Adios! ¿y usté por qué no?

—Pos los dos, ¿yo qué? ¡pos ora sí! pos no digo al muchacho, vaya y verá qué buena se la jinco.

Gabriel no había perdido una sola palabra, había corroborado la idea de que se trataba de asesinarlo.

Aquellos hombres iban á pasar junto á él para atravesar el patio y sacarlo de su calabozo, donde lo suponían dormido.

En esta sazón entró la vieja carcelera.

—¿Pues qué, deveras se lo van á llevar? dijo.

—¡Pos no! contestó uno de los bandidos, ¿por qué?

—Pos ustedes sí que hicieron bonita lucha, tanto esperar, y canto exponerse, para ir saliendo con que... y lo que es yo, no me quedo sin parte: ¡adiós! pos tanto estar cuidando para nada, ya ustedes si que diatiro ya no más matar por matar, ¿y qué consiguen?

—Que va con el chisme.

—No dice nada.

—¡Ah qué de que no dice nada!

—Pues ande, vale, vámonos yendo.

—¿Cuánto se debe chata? dijo el otro bandido.

—¿Pues ya no sabe? dijo una de las mugeres, dos y medio de la cena y dos del pulque..

Pagó el bandido y se puso en pié.

—Oiga, Don, le dijo la vieja al que había pagado, ¿pues no será bueno que siempre no le hagan nada al muchacho?

—¡Adios, qué usté!

—Sí, hombre, porque cuando los hombres se rifan, vaya; pero así no más irle á pegar al muchachito.... pos á que se le hace feo?

—A mí no, ¿pues yo qué? al fin sernos mandados.

—Pero siempre; vaya, ¿por qué no lo dejan aquí? le esconderemos bien.

—No, ¿y si viene don Gómez y lo jaya?

—¡Don Gómez! don Gómez no anda muy bien parado, tiene muchos malquerientes, y un día ú otro lo agarran.

—Yo ya se lo dije, agregó el otro bandido, pero él es muy confiado, luego anda ahí diciéndolo todo.

—Y de que se le sube el pulque, pues hasta parece que quisiera poner avisos, pos todo lo dice.

—Son imprudencias de los hombres, dijo el otro bandido con aire de hombre de experiencia.

—Pues uno es que sea valiente, y otro es que ande con fanfarronadas que nos compromete á todos.

—Ya se vé, dijo la mujer joven ofreciendo cigarros á los bandidos.

—¿Pues ahí no estuvo el otro día en la tienda de don Máximo, diciendo que por aquí y que por allí?

Tenía una mona ese día que ¡álgame!

—Yo creo que el día menos pensado le dan un susto.

—Don Gómez está creyendo que todos los tiempos son lo mismo; en tiempo de la revolución, vaya, pos todavía se tiene mas seguridad, pues al fin siendo uno jefe.

—Pero ora no es lo mismo, agregó el otro bandido, si bien á bien don Gómez no ha estado bien más que cuando tenía la fuerza y fungía de coronel, entonces él mandaba, y ora quiere hacer lo mismo.

—Y lo que es ora lo cojen.

—Oigasté, agregó el otro vale y don Gómez es malo.

—¡Vaya! si por eso es bueno tenerlo de amigo; si nó, cuándo habíamos de hacer nada con el muchacho.

—Pues déjenlo, agregaron casi á un tiempo las dos mugeres.

—¡Ah qué mano! con eso nos llega don Gómez apenas lo sepa.

—¡Adios! ¿y qué les cuesta decirle cuando lo vean que al fin lo despacharon?

Los dos bandidos se fijaron la mirada, y después dijo uno al otro:

—¿Qué dice, vale?

—¡Pos usté si deatiro se anda sesgando! ¿pos no fué usté quien le dijo á don Gómez que lo despachaba al muchacho cuando se ofreciera?

—Ya se vé; pero yo si se lo digo es porque ve que las señoras se interesan; y luego que ¿paqué?

—Pues la verdad, de todos modos siempre nos llevamos al muchacho; y si le parece, vale, lo echaremos vivo á la barranca, á ver si por milagro cae vivo, pues allá se las compondrá como pueda.

—¡Ah qué usté tan malo! dijo la mas joven de las mujeres, ¿pues cuándo va á vivir? ¡si está muy alto!

—Pues como quiera, entonces primero le pegamos.

Las dos mujeres tiraban del jorongo al bandido, para indicarle que no cediera á los deseos de su compañero.

Gabriel, entretanto, tirado boca abajo en la puerta de la cocina, no había perdido una sola palabra de aquella escena.

Capítulo IX

Se disuelve la reunión en la Hacienda grande


Pasaron algunos días en la Hacienda grande en medio de la mas embarazosa indecisión para los convidados: todos los ánimos estaban abatidos y confusos, y en todas las bocas se mantuvo interminable el cuchicheo y el comentario, unas veces grave y edificante, otras mordaz y mal intencionado.

Las doncellas se creían con un derecho inalienable para escandalizarse, y parecían muy poco dispuestas á perdonar á Chona; los pollos solían lamerse los labios, formando corrillos misteriosos, y más de uno hubo que, envidiando la suerte de Salvador, hubiera dado un ojo por ser el héroe de aquella historia.

Castaños, que como sabemos, era una de las gentes que «son así,» no se escandalizaba de nada: como había vivido en la alta sociedad, ¿qué no habría visto Castaños?

De manera, que no suspendió su risa socarrona ni su aire pulcro y suficiente, ni su locuacidad habitual.

—Mírese usted en ese espejo, le dijo á Carolina tratándose del fin de Chona.

—¿En ese espejo? contestó Carolina picada, no lo crea usted, Castaños; porque yo seré todo lo que se quiera, pero;dar una campanada! ¡yo cuándo!

—Es que ya vé usted, hija; ya vé usted á Chona, ¡quién se hubiera atrevido á pensar mal!

—¡Ah! ya se vé, por de contado.

—No; yo lo decía, agregó Castaños, por que como el matrimonio es una cosa tan seria....

—Ya lo creo: de manera, que necesita usted pensarlo mucho.

—Lo tengo ya bien pensado.

Todavía más, dijo Carolina con profunda intención.

—¡Ah! quiere decir que nos hemos resfriado, ¿no hija?

—No; sino que como el matrimonio es una cosa tan delicada y tan seria....

—Pero eso no quiere decir que en tratándose de nosotros....

—De todos.

—Ya hemos convenido, agregó Castaños, en que cuando se ha llegado á cierta edad, el matrimonio se verifica entonces bajo condiciones mas favorables.

—Sin embargo, yo creo muy conveniente que nos vayamos muy poco á poco.

Esta conversación fué interrumpida por la noticia que circulaba ya por toda la casa, de que el día siguiente era por fin el fijado para regresar á Méjico.

—Por supuesto, gritó doña Refugio, que ya se habrá pensado en proporcionarnos una fuerte escolta, porque de lo contrario, nos vamos á ver expuestas nuevamente á otros asaltos: esto está infestado de ladrones, y si hasta ahora, por beneficio de Dios, hemos escapado con vida, ¿quién sabe si á tanto poner la ocasión?...

—Naturalmente, exclamó otra señora, yo estoy resuelta, á que si no nos acompañan cien hombres, no me muevo de aquí.

—Ni yo.

—Ni yo, ni yo, exclamaron las pollas y Anita.

—¿Qué dice usted, señor Castaños? preguntó doña Refugio.

—Que tienen ustedes razón; ese Gómez, si bien es cierto que en estos momentos lo persiguen por todas partes, no por eso sería nada remoto que volviera á salimos en el camino.

—Porque lo debemos suponer picado, interrumpió Santibáñez, porque ¡vaya si ha caminado con mala suerte!

—No ha de decir usted eso, interrumpió un pollo, sino que se le ha recibido en todas ocasiones como él no se esperaba.

—Cabal, agregó Santibáñez acordándose de los cartuchos que había consumido en la defensa de la hacienda.

—Que el señor Castaños se encargue de Averiguar esto de la escolta, dijo una polla.

—Me parece muy bien, dijo Anita.

—¡Qué cara está poniendo Castaños! agregó doña Refugio.

—Con razón, contestó Castaños, de considerar que voy á ser yo quien le vea primero la cara al señor don Carlos...

—Como que no se ha dejado ver de nadie.

—Hace bien, dijo doña Refugio, yo en su caso haría otro tanto.

—La cosa no es para menos, dijo Anita.

—¡Pobre Carlos! dijo Castaños.

—¡Pobre! repitió una polla.

—¡Pobre! es verdad, ¡pobre! dijo Anita.

—En fin, ya hemos quedado en que no "hemos de hablar de esto.

—Eso es, lo pactado, pactado, dijo Anita que era la que siempre se olvidaba del pacto.

Fué Castaños á cumplir su misión cerca de Carlos; tocó suavemente á la puerta, pero no le respondieron.

Esperó un momento, volvió á tocar, y hasta la tercera vez fué cuando oyó la voz de Carlos que dijo:

—¿Quién?

—Yo, Castaños, sólo un momento.

Se abrió la puerta.

—Pase usted, Castaños, le dijo Carlos, tome usted asiento.

—Gracias, señor; tal vez lie sido importuno.

—Al contrario, se apresuró á decir Carlos, precisamente iba á mandarle llamar.

—Entonces, celebro haber venido.

Carlos volvió á sentarse al frente de su mesa de escribir, en la que había una gran cantidad de papeles y libros de comercio.

A pesar de; la aparente tranquilidad de Carlos, se conocía que estaba atravesado por uno de esos sufrimientos concentrados y prolongados que no pueden disimularse.

Carlos estaba mas pálido que de ordinario, y á pesar de su aseo habitual, tenía ese no sé qué que se nota en una persona que se ha desvelado.

Carlos no había vuelto á cambiarse ropa, circunstancia muy á propósito para ser notada por el pulcro de Castaños, quien con el ojo del elegante, vió, apenas hubo proferido Carlos las primeras palabras, que los cuellos de la camisa de éste estaban ajados, y que había en todo su conjunto las señales inequívocas de continuas vigilias.

—Castaños, dijo de repente Carlos, después de haber estado concentrado por cortos momentos, me vuelvo á Europa.

Castaños recibió esta noticia como aquél á quien le dicen una cosa que ya sabía.

—Y vendo todas mis propiedades.

—Muy bien, señor don Carlos; ¿vá usted Á dar otro paseo?

—Sí.

Y luego agregó mal afectando indiferencia.

—Es preciso.

—Pues si en algo me cree usted útil.

—Precisamente: usted ha sido un buen amigo de mi casa.... un amigo fiel., agregó luego, y por lo tanto, debo al manifestar á usted mi gratitud, encomendarle algunos asuntos.

—Los que usted guste, señor don Carlos, ya sabe usted que…

—Como he tenido siempre arreglados mis asuntos, he tenido relativamente poco que hacer para zanjar las dificultades consiguientes á un cambio tan radical de situación. A usted voy á dejar algunos encargos: precisamente estaba terminando un pliego de instrucciones que leerá usted á su llegada á México.

—¿Se queda usted en la hacienda?

—Sí, al menos por algunos días.

—¿Solo?

—Solo.

—Pero señor.....

—Siento en el alma no despedirme de nuestros buenos amigos, especialmente de las señoras; pero... qué quiere usted, he dado en gustar de la soledad, y como desde el primer momento esta fué mi conducta, me he propuesto seguir; al menos este sistema me evita que me vean, que me estudien. Yo sé muy bien todo lo que se levanta en derredor mío, todo es malo: la compasión es tan humillante como la risa, y la indiferencia tan amarga como el disimulo, yo «soy así» nada me sorprende, yo á mi vez, he sido comentador, he sido testigo, he formado parte de ese corrillo que rodea á las víctimas, cuyo papel, por otra parte, es lo mas detestablemente insípido que se conoce. Estoy persuadido de que en esta vida hay una justicia que no puede menos que reinar á nombre de la justicia eterna; esto lo sé, Castaños, porque lo palpo á todas horas, porque lo corroboro á cada nueva circunstancia: todo se paga, Castaños, todo se paga.

—¿Ha cometido usted alguna falta en su juventud? repárela usted Castaños, la reparación á tiempo suele aplacar á la justicia, que tarde tal vez, pero siempre, llega á liquidar nuestras cuentas: ¿tiene usted una deuda? páguela, porque el mundo moral propende al saldo y los acreedores de nuestras faltas conservan sus cuentas á cobrar, y alguna vez nos obligan á la bancarrota: esto no tiene nada de irregular, el mundo así está organizado: si así no fuera, hoy no tendría esta convicción que hace tres días me está reorganizando.

Me ocupo de liquidar, siempre es bueno liquidar, Castaños, antes del balance general.

—Al separarnos para siempre...

—¿Para siempre? repitió Castaños conmovido.

—Sí. El hombre tiene en sus manos este precioso poder, transportarse, implantarse: el encadenamiento es el mas grande de los suplicios. Atar á un hombre al poste de su situación, es un tormento que apenas el Dante se atrevería á inventar; por eso vuelo, y al implantarme en nuevo escenario, dejo mis tumbas y mis cunas á la respetable distancia de un mar, y empiezo una nueva vida.

Me ha venido la idea de ser millonario, la bolsa me está tentando como si fuera un niño, voy á ser atrevido y á apostarle al destino mi cabeza. ¿No le parece á usted, Castaños, que este precioso adminículo del hombre vale á veces menos de lo que pudiera valer otra de palo? la mía, por ejemplo, me está pareciendo que puedo colocarla en la categoría de las chácharas inútiles...

Reinó en seguida un largo silencio, durante el cual, inventaba Castaños la manera de romperlo.

Abrióse una puerta, contraria á aquélla por donde había entrado Castaños, y entró un dependiente que traía unas cartas: las entregó respetuosamente á Carlos y desapareció.

Carlos rompió uno tras otro los sobres, y leyó con cierta precipitación que no pudo disimular.

—Era preciso: no parecen: ¡que no parecen! el mundo entero está ocupado en buscar un alfiler, y no lo encuentra: toda esto es muy natural. Cuando yo lo busqué personalmente, lo encontré: hoy no parece.

Castaños oía atentamente á Carlos, y sin interrumpirlo; pero en realidad, le habían hecho profunda impresión sus palabras, porque la amargura de Carlos era profunda y concentrada, y en su lucha por dominarse, conseguía siempre terminar sus períodos con una sonrisa.

Habló largamente con Castaños acerca de sus asuntos, le dió muchas órdenes, le hizo algunos encargos importantes, y enseguida se despidió, no sin ofrecerle á Castaños que no sería aquélla la última ocasión que se viesen.

Capítulo X

La justicia


A corta distancia del pueblo en que vivía don Santiago, había una pequeña venta y mesón de arrieros, que según expresión de los vecinos, era y había sido desde tiempo inmemorial abrigadero de ladrones.

El prefecto de entonces, que según el mismo don Máximo decía, era hombre astuto y entendido, había fijado ya su atención en aquella venta, y discurría los medios de que debería valerse para evitar las reuniones que allí se verificaban frecuentemente, y de las que resultaban por lo general algunos accidentes.

En la noche á que nos referimos, habían parado allí dos ginetes, los cuales, á juzgar por su aspecto, no parecían sospechosos.

Tras de un viejo mostrador estaba, en una pieza desmantelada y sucia, un hombre con la cabeza y la barba blancas, y con todas las trazas de haber sido apasionado de Baco, pues su rostro ofrecía todos los signos patológicos de los alcohólicos..

—¿Hay pasturas? preguntaron los dos hombres de quienes acabamos de ocuparnos.

—Hay, contestó secamente el viejo.

Entraron, pues, los dos ginetes al corral, sólo que en vez de preguntar por el mozo de los macheros, ataron sus caballos en buen lugar, y se pusieron á hablar misteriosamente por largo rato, yendo á colocarse enseguida en una de las dos bancas de piedra colocadas á los lados de la puerta de la pequeña tienda.

Embozados en sus malos jorongos, permanecieron guardando profundo silenció y quedándose al parecer dormidos.

A eso de las ocho se oyó á lo lejos el galope de dos caballos, y algún tiempo después llegaban á la venta Gómez y uno de los suyos.

Gómez paró su caballo cerca de la puerta y después de una ligera pausa, durante la cual el viejo plegó los ojos pareciendo reconocer al recien venido, le dijo:

—¿Quiere el cuarto?

Gómez también se tardó algo en contestar, pero al fin dijo:

—Pues vaya.

Y arrendó su caballo, y seguido por el ginete que lo acompañaba, entraron al corral.

—¿Qué haces, pelón? le dijo Gómez á un muchacho que se apareció para tomar las riendas de los caballos.

—¿Qué hace usted, señor? contestó el muchacho, y luego agregó:

—¿Se desensilla?

—No, no, contestaron á un tiempo Gómez y su compañero; y se dirigieron al cuarto que estaba contiguo á la tienda, encendió Gómez una vela de sebo, y le dijo á su compañero:

—Váyase por el mescalito.

—Había en aquel cuarto una mesa de palo blanco, oscurecido por el tiempo; dos bancas, y en un rincón un zócalo de mampostería destinado á servir de cama á los pasajeros.

El compañero de Gómez trajo un gran vaso lleno de mescal.

Al principio bebieron en silencio; pero á poco rato, Gómez comenzó á ponerse espansivo.

—Oiga, vale, decía, yo sigo de malas.

—¿Por qué?

—Se me hace que el viejo no dá por fin el dinero.

—Pues yo creo que sí.

—¿Quién sabe? es un viejo muy agarrado; pero más que eso, yo estoy de malas, y ya sabe usté, vale, que de que los hombres se ponen de malas....

—No tenga cuidado, vale, le contestó su compañero, y no se ande afligiendo, porque luego es malo sesgarse.

—¿Yo sesgarme? pos ora sí, ¡esque me sesgaba? ¡pos ya me iba sesgando!

—¡A qué usté!

—Tan a-que-lló, contestó Gómez ¡Ay amigo! lo que uno pasa por una mujer; pues luego hasta tonto se vuelve uno: usté verá, y ésta, ¡por vida de usté! que me ha querido; pero eso sí, como las mujeres.

—¿Y qué, se quiere casar con ella?

—¿Yo?... pos quensabe vale, quizá quedrá Dios, y si el viejo dá ese dinero, ¡pos cuándo no me caso! y verá qué boda; porque oigasté, esta mujer sí me ha querido. ¡Tráigame más mescalito!

—¿Y si le hace daño?

—¡No, qué daño! si ya sabe que sólo jalado ando derecho, y es necesario refrescarse, amigo.


Que en los rigores del tiempo.

Son las penas que me matan,
Y el hombre nunca padece
Sinó por la que es ingrata.
Y qué bien dijo la encina
Cuando le cantó el canario,
No cantes ni me acobardes
Que está mi amor solitario,
Y he visto llorar los hombres,
Cuantimás ese.... ¡canario!


—Váyase á traer más mescalito, vale.

Mientras desapareció su compañero, Gómez recitó de nuevo los anteriores versos.

—Oíga, vale, ¿y el muchacho?

—¿Adios, pues ya no lo despacharon?

—¿Qué, lo despacharían?

—Pues usté no ha mandado decir que no...

—Eso es ¿no vale? que quedé de avisar: pues cuándo no lo han de haber.... beba, amigo, que no se ha de acabar, aquí tengo con que osequiarlo, beba recio ¡adios!

El compañero de Gómez apuró el vaso.

De repente se abrió la puerta y se presentaron en el cuarto hasta cuatro hombres.

—Dese preso, dijo uno de ellos.

—¿Yo amigo?

—Usté.

—¿Y yo de qué?.

—De qué ya lo sabrá.

—¿Adios, pues qué, usté me conoce?

—Sí usté es Gómez.

—¡Oué ha de conocer! si usté no conoce á los hombres.

Á pesar del estado de embriaguez en que se encontraba Gómez pudo notar que le apuntaban al pecho con dos pistolas.

—Pues tal vez se habrá equivocado amigo, ¿pues á quién buscaban?

—A José María Gómez y dese preso.

—Adios y usté va á creer que no me daba! pues el que nada debe...¿ó le debo algo?

—Eso ya lo veremos, á ver las armas.

Gómez hizo ademán de tomar su pistola y uno de los que lo amagaban cuidó de cerca de que no pudiera hacer uso de ella.

—Pos estamos dados, dijo el compañero de Gómez, pos con una sospresa, pos cómo no se ha de dar uno.

—¿Bueno ya estamos; pero y ora? preguntó Gómez.

—Ahora caminan por ahí.

—Amárrelos, dijo el que parecía el jefe.

—¿Adios y pagué es tanto, amigo? pos ni cuándo nos hemos de ir, no ve que si no nos prueban nada pues á mí me conviene ver con quién me compongo después, porque en hallándome solito, si me puedo acomodar me acomodo, y si no, pues ya verá no más, y no apriete tan recio.

Cuando Gómez y sus compañeros tuvieron los brazos atados por la espalda, dijo uno de los aprehensores.

—¡Caminen por delante!

—Hágame favor, amigo, de ponerme mi sombrero, por vida de usté; dijo Gómez á uno de los aprehensores, con un acento que revelaba que aquella cortesía y aquel comedimiento en pedir su sombrero, encerraba el mas cruel sarcasmo.

Al pasar por delante del viejo de la tienda, quien á su vez estaba también en poder de la justicia, dijo Gómez.

—¡Adios! con que á usté también ¿no amigo? pues usté verá sinó son sinrazones: luego, luego cogiéndolo á uno como si fuera culpable; y sin consideración, y es que no saben los señores que uno también sabe la constitución..

—¡A ver si camina! le dijo uno.

—Ya voy amigo ¿pos no vé que vamos caminando?

—¡Y sin resongar!

—Yo no resongo amigo; menos con los que se andan equivocando.

—¿Quién se equivoca?.

—Yo digo, porque como usted no me conoce..

—¡Adios de no!

—Yo soy el coronel Gómez y lástima que no le pueda enseñar los oficios que tengo y las cartas de puño y letra de mi general, y hasta del ciudadano ministro.

—Allá enseñará todo eso á quien corresponda, dijo uno de los custodios, nosotros somos mandados; con que camine por delante.

—Pos si no sé andar á pié.

—Pos aprenda.

—Si fuéramos á caballo... ¿y dónde está mi caballo amigo? le dijo Gómez á uno.

—Pos ahí viene.

—Cuídemelo mucho mientras de que salgo; échele su unto en la cruz, yo les daré para él, cuídemelo, los cascos se los lava todas las mañanas y los pone su unto y que me lo bañen, amigo, porque está acostumbrado ¿lo oye? por vida de usté amigo.

Después de haber hecho Gómez los mas minuciosos encargos acerca de su caballo, se resignó á caminar á pié y con los brazos atados y se entregó de lleno á sus reflexiones.;

La idea fija que no lo había abandonado en mucho tiempo, volvió á absorver toda su atención.

Todo lo que le sucedía era malo; cada una de las peripecias de su vida, unida á las anteriores, venía tomando progresivamente un carácter mas marcado de gravedad: su fuga de la hacienda y después de ésta el asalto en que no tuvo embarazo en gritar, su nombre, eran circunstancias de tal manera graves, que le hacían temer sériamente y por la primera vez en su vida, el haber caído definitivamente para no levantarse.

Gómez acabó por ponerse profundamente triste y en todo el tiempo que duró la marcha no volvió á hablar.

A su llegada al pueblo, un inmenso concurso rodeó á los presos, pues casi toda la población había acudido á ver á los plagiarios.

Gómez había conseguido que le bajaran el sombrero lo mas posible sobre los ojos, pero á pesar de esta precaución, los vecinos pudieron reconocerlo perfectamente.

Presentados á la autoridad los presos, fueron inmediatamente puestos en distintos calabozos para incomunicarlos entre sí. Pasó toda la tarde sin que nadie se apareciese por el calabozo de Gómez, pero al oscurecer, fué conducido al juzgado.

En los momentos en que Gómez entraba al pueblo, don Santiago estaba visitando á Salomé.

Acababa de contar ésta toda su historia á don Santiago, quien á cada detalle sobre la perversidad de Gómez, sentía nuevo interés por Salomé.

Corrió don Santiago al juzgado para conseguir que lo primero que se procurase fuera averiguar el paradero de Gabriel: llegó en los momentos en que hacían comparecer á Gómez.

—Ante todas cosas, dijo don Santiago, que este hombre diga dónde está Gabriel.

—Diga usted el lugar donde ha ocultado á ese niño, dijo el juez.

—Pos quién sabe, exclamó Gómez, viendo en torno suyo..

—Es que acaso sería esta confesión la única circunstancia atenuante que pudiera alegarse en favor de usted.

—Ya sé lo que son estas cosas de juzgado, contestó Gómez, le ofrecen á uno y no le cumplen.

—Conteste Vd., ¿en dónde está ese niño?.—Yo qué sé, dijo Gómez encogiéndose de hombros.

—Se sabe á no poderlo dudar, que usted lo tiene en su poder.

—¿Quién dice?

—¿Conoce usted al señor? preguntó el juez señalando á don Santiago.

—Yo, no, contestó Gómez.

—Véalo usted bien.

—Nunca lo he visto..

—Desde la noche en que fuí víctima de sus brutales tratamientos, dijo D. Santiago.

—¿Qué tratamientos?

—No se trata ahora de mí, continuó don Santiago, viendo que Gómez se iba á obstinar en sus negativas.

—Después arreglaremos esas cuentas, agregó el juez, ahora se trata de que diga usted en dónde está Gabriel.

—Yo no sé quién es Gabriel.

—Don Santiago hizo una señal de inteligencia al juez..

El 22 de junio, dijo, caminaba con mi hijo Gabriel con dirección á México, porque allí pensaba proporcionar á este pobre niño una buena educación.

Conocen ustedes á Gabriel, agregó dirigiéndose al auditorio, Gabriel es un niño inteligente cuanto desgraciado, es mi hijo adoptivo, yo lo recogí una mañana en que este pobre huérfano, abandonado y hambriento se había sentado á descansar; entonces lo adopté, lo consolé en seguida, y pronto lo amé como si fuese mi hijo.

¿Quiere usted saber la historia de este niño? dijo don Santiago dirigiéndose á Gómez, pues este niño tiene una madre desgraciada, mas desgraciada que usted, mas desgraciada que Gabriel ¿quiere usted saber cómo se llama esa madre? se llama Salomé.

Estremecióse Gómez de piés á cabeza al oír aquel nombre, y abrieron los ojos todos los circunstantes sorprendidos de aquel efecto que nadie se explicaba.

En seguida el juez preguntó.

—¿En dónde está ese niño?

Gómez pretendió contestar y articuló algunas palabras incoherentes.

—¿En dónde está ese niño? insistió el juez?

Gómez vaciló algunos momentos, pero al fin contestó.

—No lo sé, yo no lo conozco.

—Debo agregar algunos detalles, dijo don Santiago: este niño fué arrancado por una mujer, de los brazos de la madre, mientras ésta estaba fuera de sí; tal vez iban á tirarlo al campo, pero la mujer que lo llevaba, era perseguida, y para huir mejor, dejó al niño en tierra á la puerta del maestro herrero, quien recogió al niño y le sirvió de padre.

—Es cierto, es cierto, gritó un viejo con la cabeza enteramente blanca, y que desde el principio de esta escena estaba en la puerta del juzgado en medio de un grupo de curiosos.

—Que dejen pasar á ese anciano, dijo don Santiago.

Los que estaban agolpados á la puerta, se movieron para dar paso al maestro herrero, quien, apoyándose en un grueso bastón y vacilante y conmovido llegó á la presencia de los jueces…

—Es cierto, señores, todo eso es cierto, yo recogí á ese niño y yo le bauticé, es mi hijo ó como si lo fuera, hagan ustedes cuenta: por él he maltratado á mi mujer que no lo quería; por él.... por él he llorado como ahora.... porque el día en que se escapó no tuve consuelo y se escapó, señor juez, por prudencia y por bondad, no por ingratitud; se separó porque veía que mi mujer y yo reñíamos del día á la noche por el niño; y él es tan bueno, que prefirió dejarnos.

—Agregaré, dijo don Santiago, que no se escapó por su voluntad, sinó porque "fué robado por una compañía de acróbatas.

—Por don Melquíades, dijo una voz de entre los curiosos.

—¿Quién dijo don Melquíades? preguntó el juez.

—Yo, contestó una anciana.

Era doña Gertrudis.

—Todo eso es cierto agregó, y yo que le fuí á contar á Salomé este lance, muy agena de que aquel niño á quien se había llevado el payaso de la maroma, era nada menos que un hijo suyo.

—Gabriel continuó don Santiago, se separó un día de los acróbatas y vino á este pueblo en donde yo lo encontré.

—¿En donde está Gabriel? volvió á preguntar el juez.

—¿Se me permite hablar? dijo uno de los centinelas que custodiaban á Gómez.

—Hable usted, dijo el juez.

—Pues yo tengo unas malas noticias.

—Délas usted por vía de declaración.

—Pues como no ha vuelto flor Teodoro.

—¿Qué Teodoro.

—Pues, como dijera yo, ¿no fué el que su persona de usté mandó á seguir á unos señores que dicen que eran sospechosos?

—¿Antes de ayer? preguntó el juez.

—Antes de ayer, repitió el centinela.

—¿Dice usted que no ha vuelto?

—No señor, contestó el que hacía de secretario, ni ha venido ningún parte del otro juez.

—Pues como ñor Teodoro se fué con mi comadre, que es su señora por la iglesia, yo de que ví volverse á mi comadre sola le dije—¿pues qué anda usté haciendo? y ella me dijo, pues allá dejé á Teodoro—¿pues qué se quedó haciendo? y ella me dijo—pues dice que va á ver lo que hace—¿por qué? le pregunté y mi comadre me dijo—pues dice que vido entrar en la fondita á los dos señores y luego salió y esque le dijo á mi comadre—oye, vete para el pueblo porque estos hombres están diciendo que van á matar al niño esta noche, y uno dice que lo echarán en la barranca, y otro que no, y las mujeres se están compadeciendo, y vete para allá, y voy a ver si hay aquí quien me ayude, porque ellos son dos y no tengas cuidado, pero no lo vayas á decir porque es comisión secreta la que me han dado—pero mi comadre siempre me lo dijo y es por la aflicción que tiene de que mi compadrito no parece pero yo digo que quizá será buena señal ó quién sabe si mala, porque algo ha de estar haciendo pos onde no ha venido,—.

Gómez estaba horriblemente pálido había sentido un vuelco en el corazón y aunque había rechazado mil veces la idea de que Gabriel fuera su hijo, encontraba en sí mismo un presentimiento pertináz, un síntoma que él no podía apreciar; sentía que aquel niño era el fruto de sus amores con Salomé y recordaba en aquellos momentos, con una amargura que nunca creyó experimentar, que había dado orden á los bandidos de matar á Gabriel, si á las once de la noche no habían recibido una contraorden, con el portador, de algún dinero, es indudable para Gómez que sus cómplices habían ejecutado la orden.

Gómez había tenido dos impresiones profundas en su vida y estas impresiones eran su amor á Salomé y el momento en que Salomé iba á ser madre: desde entonces no había estado Gómez en peligro alguno sin acordarse de aquellos seres, la una ausente y el otro desconocido pero que le habían hecho amar tanto la vida.

Estas impresiones habían sido siempre fugitivas, pero casi siempre precursoras de las embriagueces de Gómez, quien por lo común recurría á alegrarse con aguardiente cada vez que sus recuerdos lo ponían triste.

—Señores, señores, gritó una mujer desde la puerta, vengo á dar una declaración importante: por el amor de Dios que me dejen entrar, aquí estoy señor don Nestor, aquí estoy yo, Mariana, yo soy Mariana, señor don Máximo.

—Que dejen entrar á esa señora, señor, dijo don Máximo.

—Ábranse, dijo un centinela.

Y la mujer que había hablado penetró hasta cerca de los jueces.

—Vengo atribulada, dijo, Jesús María y José nos acompañe.

—¿Qué ha sucedido? preguntó el juez.

—Nada, señor de mi alma, que yo, con esta curiosidad que Dios me ha dado, no quedé conforme con lo de la otra noche y tenía el títere del dinero de mi amo; mi amo el señor don Santiago lo guardaba es un baúl grande y según ví una noche estaba el dinero en bultitos, en varios bultitos amarrados con cinta blanca.

—Cabal, dijo don Máximo, que yo lo ví cuando los volvió á guardar don Santiago.

—Ya se acuerdan ustedes dijo doña Mariana dirijiéndose á don Máximo y á don Antonio, ya se acuerdan ustedes que mi amo dijo que estaba muy convencido de que no debía entregar su dinero, y desde entonces, ni quién volviera á hablar de aquel asunto, y nos fuímos á acostar ¡pero estando en misa!... y es que María Santísima de la Soledad me lo inspiró por su infinita misericordia; estando en misa, dije, he de ver si ese baúl grande está bien cerrado, no sea que un día ú otro vaya alguno á saber y entonces pueden robarnos: salí de misa y me fuí con el títere, pero, van ustedes á creer que se me olvidó? ya se vé, con todas estas cosas que suceden no piensa uno en nada: no me volví á acordar, cuando que ahora, señor de mi alma, ¡que me acuerdo! y dije, pues voy á ver el baúl y ¿qué les parece á ustedes que ha sucedido? que voy al baúl y me lo encuentro abierto, pues, sin la llave, aunque tenía la tapa cerrada, y dije para mí—si habrán robado al amo y si veré y si no veré, hasta que por fin dije, no es bueno ser curiosa, pero vale más desengañarse; ¡y que abro la tapa, señor de mi alma! y que me encuentro con que ya no estaban los bultitos, entonces empecé á buscar, pero no había más que papeles y algunas taleguitas vacías.

—¡Qué haré, Dios mío! me dije, si habrán robado á mi amo, si habrá puesto su dinero en otra parte, ó si se lo habrá dado á los.... á esos señores que lo plagiaron, y dije: pues voy á desengañarme y le pregunté entonces al criado que duerme en el zaguán, y el hombre me dijo que había salido mi amo, sólo, una noche ya muy tarde, que había salido dos veces y había vuelto á entrar, y entonces dije, pues es seguro que mi amo ha salido para entregar el dinero.

—Señor don Santiago, dijo el juez.

—Es cierto, señor juez; dijo D. Santiago, al fin he dado el dinero.

—¡Arruinado! exclamó doña Mariana.

—¿En dónde está ese dinero? preguntó el juez al reo.

—Yo no lo sé, ni he recibido nada.

—¿Es al señor, preguntó el juez refiriéndose á Gómez á quien le entregó usted el dinero?

—No podría asegurarlo, contestó don Santiago, yo hé dado el dinero á dos hombres que tenían la cara cubierta.

—Alguna seña, insistió el juez.

—No puedo darla.

—¿A qué hora entregó usted el dinero?

—Después de las doce de la noche.

—¿En qué calle?

—En la calle sola, formada por dos tapias que sale para el potrero.

—¿Esa dirección tomaron los bandidos?

—Creo que sí.

El juez pareció reflexionar profundamente y reinó el silencio en la sala.

Capítulo XI

Saludo en el ocaso


Poco á poco los concurrentes fueron tomando una parte tan activa en aquella escena, que identificados con la situación, presentaban el aspecto de una sola familia.

La conciencia pública estaba manifestada allí con toda su severidad implacable.

Todas las miradas preñadas de rencor, se fijaban en Gómez, y cada uno de los circunstantes lo condenaba en su interior.

—¿Quiere decir, prorrumpió el juez, que ha recibido usted el dinero, que le entregaban con la condición de no hacer mal al niño, y usted en vez de dejarlo libre, lo mandaba matar.

—¿Yo? exclamó Gómez maquinalmente, agobiado bajo el peso de la acusación, yo.... no he recibido ningún dinero, porque si lo hubiera recibido…

—¿Qué hubiera usted hecho? hubiera usted dejado libre al niño ¿no es verdad?

—¿Yo?... pues si yo no sé eso del niño.

—Desearía usted no saberlo, pero precisamente porque lo sabe usted mejor que nadie, es por lo que ya no acierta usted ni á defenderse.

Don Santiago había caído en el abatimiento, tenía la cabeza apoyada en ambas manos y sufría en aquellos momentos de una manera terrible.

EL maestro herrero se limpiaba las lágrimas con la mano..

Doña Mariana y doña Gertrudis, lloraban también.

—Que vayan dos hombres á caballo y á todo correr, para ver si aún es tiempo de salvar al niño.

Salió de la sala un hombre que comunicó desde luego la orden; dos vecinos facilitaron sus mejores caballos y á pocos momentos, dos hombres atravesaban á caballo y á escape montes y llanuras.

No cesaron las diligencias del juzgado, ni dejó de estar concurrido un solo momento, pues todos los vecinos estaban pendientes del resultado de aquella causa, en la que se interesaban vivamente.

Don Nestor estaba jadeante, porque llevaba muchas horas de un trabajo no interrumpido; había tomado muchas declaraciones y había escrito muchos pliegos de papel.

Gómez estaba cada vez mas abatido y le faltaba ya muy poco para acabar de perder la moral: la muerte le inspiraba un terror pánico.

Algunos curiosos se habían alejado, y en la sala del juzgado permanecían aún, después de muchas diligencias practicadas, además de los reos, don Santiago, el herrero, doña Mariana y doña Gertrudis.

—Por última vez, le decía el juez á Gómez, confiese usted su delito: al fin el destino de usted está fijado y las negativas de usted no servirán, en ningún caso para salvarlo. Hay graves presunciones que hacen creer, que el niño á quien usted ha plagiado es su propio hijo, y ya muy pocas pruebas legales nos faltan que aducir, para que este punto de la causa que se instruye quede completamente aclarada. Acaso todavía sea tiempo de salvar á ese niño, y su obstinación de usted en callar va á causarle la muerte, diga usted la verdad.

Gómez pareció reflexionar por largo tiempo y al fin exclamó:

—Pues la verdad de Dios, sí, señor; yo también estoy seguro de que ese niño es mi hijo y eso es lo que me puede más que la muerte, señor; porque á raí ¿qué me ha de hacer la muerte? pero pensar que ese niño es mi hijo, la verdad señor, eso sí no lo puedo sufrir, y entonces vale más pagar de una vez, que al fin en poniéndose bien con Dios...

—¿Pero bien, dijo el juez, usted ha tenido en su poder á ese niño?

—Sí, señor.

—¿Y ha recibido usted el precio de su rescate?

—No, señor.

—Y el niño dónde está que no viene? ¿por qué no está libre?

—Pues... porque no puede señor, dijo Gómez llorando.

—¿Cómo, por qué?

—¡Porque lo han matado! señor, y por mi culpa, porque estaba seguro de que don Santiago no daría el dinero, y ya es tarde para salvarlo señor, ya es tarde.

Lloraron á un tiempo don Santiago, el herrero y las dos ancianas, y reinó un largo silencio en la sala.

—¿Pero en dónde está ese niño? diga usted al menos, insistió el juez, ¿cuál fué el teatro de ese crimen, en qué lugar lo mandó usted matar?

—¿En dónde está el niño? preguntó uno de los jueces.

—¡Ay señor! ojalá supiera dónde está, iría á besar su sepulcro.

—¡Aquí estoy! aquí estoy! gritó un muchacho al través de una de las ventanas de aquella sala, que daba á la calle, ¡aquí estoy!

Don Santiago se levantó de su asiento violentamente.

—¡Es Gabriel! gritó doña Mariana..

—¡Es mi hijo! gritó don Santiago.

—¡Gabriel! dijeron varias voces.

—Gómez iba á dar un paso hacia la puerta, pero su guardián se lo impidió y ya don Santiago estaba colocado al lado de Gómez, cuando entró en la habitación un niño con los vestidos desgarrados y con la cabeza descubierta.

—¡Papá! gritó al ver á don Santiago, ¡papá de mi alma! y se abrazó fuertemente á las rodillas de don Santiago.

Gómez estaba sujeto por los brazos entre sus dos guardianes.

Detrás de Gabriel se había arrodillado el maestro herrero.

—Yo también soy su padre, dijo el herrero ¿ya no me conoces?

—¡Sí, sí! gritó Gabriel lleno de júbilo ¡usted también! sí, usted es mi primer padre... no, mi segundo, agregó Gabriel con una vivacidad cómica.

—¿Y yo, hijo? exclamó doña Mariana, acercándose, yo?

—¡Usted, usted! doña Mariana, yo creía que usted no me quería, pero está usted llorando.

Y Gabriel se abrazó de doña Mariana con ternura tal, que la pobre vieja estuvo á punto de morirse de placer.

Entretanto se había entablado una especie de lucha entre Gómez y sus centinelas.

Don Santiago impedía con su cuerpo, que Gómez viera á Gabriel, y los centinelas que á su vez estaban enterados de la situación, detenían á Gómez, y no le permitían hablar, pues cada vez que éste pretendía hacerlo, uno de los centinelas le tapaba la boca.

Hacia el corredor vecino, se percibía un rumor de voces, y como un altercado.

—¿Qué es eso? preguntó don Nestor.

—Es una señora enferma que pretende entrar.

Don Santiago lo comprendió todo, dijo dos palabras al juez y salió de la pieza.

El juez mandó retirar á Gómez á su calabozo, y se suspendieron los procedimientos.

Gabriel quedó en brazos del herrero y de doña Mariana, á quienes empezaba á contarles la historia de sus padecimientos.

En una de las piezas inmediatas á la del juzgado hablaba á la sazón don Santiago con Salomé.

—¡Quiero verlo! decía Salomé, quiero ver á mi hijo, y luego moriré mas consolada, pero ya que Dios no ha querido quitarme todavía la vida, aprovecharé mis últimos momentos para conocer á mi hijo, señor don Santiago.

—Si al menos, dijo éste, esos últimos momentos de que según usted puede disponer, loa empleara en no amargar más la vida de ese niño.

—¿Amargar más su vida? preguntó Salomé.

—Oíga usted, señora, ese niño ha sufrido mucho, creo que no debe conocer á su padre.

—Bien, sí, que no lo conozca, pero yo quiero verlo, quiero ver si es como yo me lo he figurado hace once años, lo tengo aquí, en la imaginación; pero á pesar de eso lo amo como si hubiera vivido conmigo, y ya que no lo he visto crecer, ya que lo he llorado mil veces muerto, ya que yo voy á morir tan pronto, al menos que tenga esa compensación de todos mi pesares y que un solo momento pueda ser feliz á su lado, si, porque yo seré feliz sólo con verlo, ya sabe usted cuánto he sufrido buscando este momento.... ¡y privarme ahora de él, seria condenarme á morir de desesperación!

—Ese niño no debe saber quién es su padre.

—Sí, ya lo sé, porque su padre va á morir ignominiosamente, y de nada le serviría conocerlo tan tarde; pero señor don Santiago, yo que no soy culpable sinó porque he sido madre, no es justo que me prive de ver á mi hijo.

—¿Se conformaría usted con verlo?

—¿Sin abrazarlo? sin hacerle caricias?

Don Santiago no se atrevió á decirle que no, y dijo solamente.

—Sin llamarle hijo.

—¡Ay! porque ya sé que no soy digna de ser su madre, pero esa palabra no se dice con los labios, está en el corazón y se sale; ¿por qué castigarme más todavía? ¿por qué condenarme á un nuevo tormento? ¡Don Santiago, por Dios! siento que ya las fuerzas me abandonan, que se nubla mi vista y quiero tener ojos para ver á mi hijo, y fuerzas para abrazarlo; usted no sabe ser cruel, usted que lo ama, usted que ha sabido ser su padre, calcule usted cuál será mi dolor si no lo veo; usted ha llorado al verlo, ¿y quiere usted que yo no llore también? déjeme usted derramar mis últimas lágrimas, déjeme usted bautizar á mi hijo con ellas, y después.... y después usted más feliz que yo, seguirá siendo su padre, y Dios le pagará á usted á mi nombre, á nombre del amor eterno, tráigame usted á mi hijo, quiero verlo, quiero verlo.

Doña Mariana y el herrador, tenían de la mano á Gabriel formando un grupo á la puerta de aquella habitación.

—Ven, dijo don Santiago á Gabriel, ya esto no tiene remedio.

Cuando Gabriel estuvo cerca de Salomé, sintió qué dos brazos lo rodeaban y que una respiración anhelante y ardiente bañaba su rostro, sentía que era el objeto de un arrebato loco é incomprensible, pues no sentía en aquellos momentos lo que acababa de sentir con don Santiago y con doña Mariana.

Pasó por su mente la idea de que aquella mujer fuese su madre, supuesto que con tanta ternura, lo acariciaba, pero aquello era una suposición más bien que un sentimiento.

Parecía que Gabriel acababa de agotar el caudal del sentimiento filial, al abrazar á don Santiago.

Estas primeras impresiones, parecían haber agotado ya su sensibilidad, y un sentimiento más amargo que tierno y más de compasión que de amor, lo retenía sin embargo en brazos de aquella mujer, cuyo contacto febril le causaba una impresión extraña.

Don Santiago, el herrero y doña Mariana, contemplaban aquel cuadro; pero solo don Santiago estaba comprendiendo toda la amargura que contenía.

Gabriel cedió á un sentimiento no espansivo ni entusiasta, pero que al menos Salomé pudiera tomar por ternura.

Afortunadamente Salomé en aquellos momentos estaba inundada con su propio amor, amor que llevaba en sí, toda la abnegación del amor de madre, y no se apercibió de que en el fondo de aquel cuadro de amor, el mayor castigo de una madre consistía en la frialdad de un hijo, que se había criado en otro regazo, que no se había nutrido á sus pechos y que no había aprendido nada de ella..

Don Santiago vio con profunda amargura que se realizaban sus predicciones: aquella emoción era superior á las fuerzas de Salomé, quien á poco rato se quedó sin conocimiento, pero fuertemente abrazada á su hijo.

Fué necesario abrirle los brazos para separar á Gabriel de entre ellos.

—Apenas pudo Gabriel hablar á don Santiago le preguntó:

—¿Es cierto que es mi madre?

—Es cierto.

Entonces Gabriel se arrodilló para contemplar con amarguísima atención aquel semblante marchito y en el que se dibujaban ya las siniestras sombras de la muerte.

—Parecía que en aquel momento nacía en el corazón de Gabriel el mas puro y el mas santo de todos los afectos: forjaba un mundo en un momento, improvisaba una vida en cada una de sus miradas y poco á poco fué entrando en un santuario de amor del que había vivido expulsado por un destino cruel.

Habló don Santiago algunas palabras al maestro herrero y á doña Mariana quienes desaparecieron en seguida.

—Acaricíala, dijo don Santiago á Gabriel, ámala, háblale.

—Madre, dijo Gabriel con una voz muy conmovida.

Y como si esa palabra hubiera herido todas las fibras del cuerpo de Salomé se sacudió con un estremecimiento nervioso y en seguida se dibujó en sus labios" una sonrisa inefable..

—¡Pobre madre! murmuró para sí don Santiago, enjugándose una lágrima.

Entretanto Gabriel separaba con ambas manos el cabello que caía sobre la frente de Salomé, en quien fijaba más y más su vista como si quisiera cerciorarse de que todo aquello era una realidad y no un sueño.

Después de algunos momentos llegaron el maestro herrero y doña Mariana: el herrero había ido á la parroquia para traer consigo al señor cura, y doña Mariana llegaba con la persona que en el pueblo hacía de médico.

Salomé no había podido hablar y no articulaba mas palabras de vez en cuando sino estas: «hijo, hijo mío» «hijo»...

El señor cura era el mismo que había bautizado hacía once años á Gabriel y era también el mismo padre que había dicho la misa que Salomé no pudo oír porque prefirió leer el certificado que le había dado Gómez.

Hubo necesidad de convertir aquella pieza del juzgado en una habitación apropósito para asistir á un enfermo, y apenas hubo en ella lo mas indispensable comenzó la agonía de Salomé.

El sacerdote y don Santiago no se separaron de la cabecera de la enferma y ésta á su vez no soltó de entre las suyas las manos de Gabriel sino cuando ya no tuvo fuerza para contraer los dedos.

Por fin, exhaló el último aliento, clavando su mirada en lo alto, mirada que empezó siéndolo y acabó por ser la de esa escultura que se llama cadáver.

Don Santiago tomó la mano de Gabriel y poniéndola sobre la inmóvil frente de Salomé le dijo.

—Cierra esos ojos.

Gabriel, ejecutó esta operación, dejando caer gruesas lágrimas sobre el pecho de la muerta.

En seguida reinó en aquella pieza y en el juzgado el silencio de las tumbas.

Capítulo XII

De lo que pasó á los apreciables paseantes a su regreso a México


Emprendió por fin la marcha á México la reunión de familias de hacienda grande.

Doña Refugio no insistió en que se le diera escolta, desde el momento en que se supo la prisión de Gómez.

El camino fué triste en general para todos los viajeros, aunque debemos decir en honor de la verdad, aunque un poco en contra de la sinceridad amistosa, que cada cual, para sí, se alegraba de no caminar al lado de Carlos.;

—Figúrense ustedes si Carlos viniera con nosotros, decía Anita.

—Qué mortificación! agregó otra señora.

—No poder reírse.

—No hablar de todo.

—Yo lo siento mucho, agregó Carolina, pero me alegro de que Carlos haya preferido quedarse en la hacienda.

—Todo lo que en México se dirá de esto,

—Ya empezaron.

—¿A decir algo?

—Sí.

—¿Pero quién dice?

—El Monitor.

—¿Lo tiene usted?

—Aquí está, dijo Castaños desdoblando un Monitor que tenía en la bolsa.

—«Lamentable suceso» dijo leyendo.

—; A ver, á ver! dijeron varias señoras.

Castaños siguió leyendo.

«Acaba de tener lugar en la hacienda grande, uno de esos acontecimientos horribles, cuyo solo relato hace temblar al que lo escucha. He aquí el hecho: La gavilla del famoso José María Gómez, asaltó hace pocas noches, la mencionada hacienda, en la que á la sazón se encontraba el dueño de ella con varias personas notables de México. Después de una obstinada resistencia por parte de los habitantes de la finca, los bandidos huyeron en vergonzosa fuga; pero no bien comenzaban á saborear su triunfo los heroicos defensores de la hacienda grande, cuando notaron la falta de la señora de la casa y de otra de las personas que allí vivían, pero cuyo nombre ignora la persona que nos ha referido el hecho.

«Calcúlese cuál será la aflicción de esa desgraciada familia, al echar de menos á la señora, quien, según informes posteriores que hemos recibido, era un modelo de virtud y un dechado de relevantes cualidades.»

—Qué pronto se sabe todo en México, dijo Santibáñez.

—Ya lo ven ustedes, añadió Castaños, doblando el Monitor, aquí está la noticia.

—Por supuesto, dijo doña Refugio, que no hay que hablar una palabra de si Salvador....

—¡Ah! no, qué disparate, dijo Castaños.

—Por supuesto, repuso Anita, qué necesidad hay de que las gentes se impongan de que esto no ha sido un plagio?

—Naturalmente, dijo Castaños, cuando por fortuna se ha encontrado un editor responsable tan á medida del deseo.

—De la misma manera que si se perdiera un pollo, después de haber pasado el gavilán; gritó Santibáñez promoviendo la hilaridad.

—¡Qué cosas se ven! agregó una polla, al cabo de un rato.

—¿En dónde estará Chona?

—No ha de ser muy feliz.

—Es de suponerse.

—O quién sabe, objetó Carolina, luego esas cosas salen mejor que algunos casamientos.

—Pero no es lo común, exclamó doña Refugio, para restablecer el orden.

—No, yo no digo que sea natural, pero sucede.

Nadie objetó nada á esta réplica y guardaron silencio los comentadores.

Nada notable, según habíamos anticipado, sucedió á los viajeros hasta su llegada á México, donde aquella comitiva causó doble sensación que á su salida de la capital.

Cada uno de aquellos paseantes fué á su vez un venero de noticias, un torrente de palabras, una colección de descripciones y un centro al rededor del cual se agrupaban representantes de todas las clases de la sociedad, quienes á su vez comentaban, adulteraban y tergiversaban las especies á su antojo, al grado, que tres días después, no faltó periódico que asegurara que los bandidos habían acabado con la hacienda grande.

—¿Qué hay? preguntaba un dandy á una polla, ¿qué sabe usted de Chona?

—Pues ya sabrá usted, que la plagiaron.

—¿Y usted cree....?

—Vea usted.... aquí en confianza.

—Diga usted.

—Este es un secreto que no me pertenece.

—¿Pues qué hay?

—Que Chona…

—¡Ah! sí.

—No lo diga usted.

—No, á nadie.

—Vea usted que nos lo encargaron mucho.

—No tenga usted cuidado.

Castaños, con su eterna sonrisa, se permitía decir en una de las piezas destinadas al billar en la Lonja:

—En resumidas cuentas, señores, y aquí que nadie nos oye, aquello.... decididamente no ha sido un plagio.

—¿Pues qué.... Salvador?....

—¡Vaya!....

—¡Ah, entonces!....

—Ya lo decía yo, si Salvador.... ¿y es venezolano ó de Buenos Aires?

—De Buenos Aires, dijo un viejo, yo conocí á su padre.


Doña Refugio, por su parte, era la mas empeñada en recomendar el secreto, y debemos asegurar, en obsequio suyo, que estas recomendaciones eran de corazón, tenían toda la sinceridad de que era capaz doña Refugio.

Una noche se sintió violentamente atacada de pulmonía, y con este motivo la casa de doña Refugio fué el centro de reunión desde Castaños hasta Santibáñez, y desde Anita hasta Carolina.

Al principio, las visitas, con ese ojo médico y con esa prosopopeya que les conocen ustedes, decían que aquello no era más que una bronquitis, algunos eran de opinión que bien podría ser una tisis laringea, aquellos una laringitis, los de mas allá que era enfisema pulmonar, y una señora grande decía que no era más que catarro caído al pecho.

—¡Qué pulmonía, ni qué nada! decía esta santa señora, yo he tenido siete pulmonías, pero esas sí fueron señoras pulmonías; pero esto, esto no vale nada.

Pero á pesar de todos aquellos diagnósticos, el médico fué el único que tuvo razón, y en algo debió fundarse cuando sin vacilaciones ni ambages mandó disponer á doña Refugio.

Alarmados con esta noticia los amigos íntimos de la señora, promovieron una junta de médicos, y como era de esperarse, esta junta la formaron don Miguel Jiménez, Lucio, y Ortega don Francisco.

La junta corroboró la opinión del facultativo de cabecera, y el padre González fué quien se encargó de comunicar á la enferma la fatal noticia.

—Vengo á visitar á usted, mi señora doña Refugito, pero no como sacerdote, sinó pura y sencillamente como amigo; pero ya que se presenta tan brillante ocasión, ¿por qué no la aprovecha usted, mi señora doña Refugito, á fin de ganar las indulgencias del Viático? ya sabe usted que son inmensas y que, bien mirado, es mas provechoso á los enfermos este acto religioso y solemne que todas las medicinas del mundo.

Esto se lo aconsejo á usted, no por que la vea yo á usted muy mala, al contrario, me parece que está usted un poco mejor que esta mañana.

Doña Refugio se dejó convencer por el padre González, y un momento después sacerdote y penitente se entregaban con fé á la santa obra de ganar aquellas mentadas indulgencias.

—Están haciendo mil barbaridades, decía Castaños, ¿á quién le ocurre obligar á que se confiese una persona que por razón natural va á resultar mas grave después de un acto tan solemne?

De todos modos, doña Refugio estaba muy expuesta á morirse, y esta idea preocupaba altamente la atención de Castaños, quien á su vez daba mucho en qué pensar á Anita y á Carolina.

No carecían de razón estas señoras, aunque ellas no tuviesen mas fundamento para sus temores que esos presentimientos secretos en que la mujer suele ser tan acertada,.

La confesión hubo de suspenderse por un momento, pues el padre González entreabrió la puerta y sacando las narices, dijo:

—¿El señor Castaños?

Fué la primera vez en su vida que las apergaminadas é inflexibles mejillas de Castaños se pusieron rojas.

Le pasó á Castaños por los ojos como una inmensa sombra, como la sombra de una de esas nubes muy bajas que impelidas por el viento, nos desvanecen al pasar.

Pero apesar de la sombra, entró Castaños á la recámara.

Cerróse tras él la puerta; pero la imaginación de las señoras se abrió para acojer todas las suposiciones, y su pensamiento voló en alas de todos los absurdos.

Carolina y Anita se cambiaron una mirada, pero tan elocuente y casi tan palpable, que pudo adivinarse entre aquellas dos personas un alambre telegráfico.

Véamos lo que pasaba en la recámara.

—Siéntese usted por aquí, señor de Castaños, dijo el presbítero.

Castaños se sentó en un silla baja, pero tan baja, que le permitía tener la cara muy cerca de la de doña Refugio.

Doña Refugio vió al padre González.

El padre González tomó la palabra:

—Mi señora doña Refugito me ha comisionado para hablar á su nombre.

A su pesar, los hombros de Castaños se levantaron como los del ajusticiado que espera la descarga.

—Los extravíos de la juventud son muy disculpables, dijo el presbítero, y yo de nada me escandalizo; pero acabo de saber, señor de Castaños, que.... que ustedes tienen una hija; y como debe usted suponer, el porvenir de esta joven es oscuro, y no es justo.... por otra parte, el estado en que se encuentra la enferma, que si bien por la misericordia de Dios, puede salvarse, uno no debe ver ese trance, ni esperar la muerte para volver sobre sus pasos; no señor, es preciso arreglarlo todo de una vez y santificar, por medio del matrimonio, una unión ilegítima, que si bien ha existido oculta, estas cosas, tarde ó temprano se saben, y sobre todo, la conciencia es lo primero. Yo sé que me dirijo á un caballero, á un buen cristiano, y á un hombre temeroso de Dios, y por eso no he vacilado en llamarlo á usted, seguro que de aquí no saldrá sin reparar el daño causado, y.... no hay que avergonzarse por ello, al contrario señor de Castaños, las reparaciones ennoblecen al que las hace, mientras que la debilidad y el orgullo agravan las malas causas.

Cooperemos como buenos cristianos, mi señor de Castaños, á que los últimos momentos de esta señora, tengan al menos el gratísimo consuelo de la conciencia satisfecha, vamos, mi señor, ya verá usted como todo será para bien y no tendrá usted por qué arrepentirse ¿qué dice usted?

Hágalo, usted por su hija, que tal vez no lo conoce á usted, que lleva tantos años de vivir en la casa de la cuna.

—Está bien, padre, dijo Castaños profundamente conmovido, se hará todo como usted lo desea, tiene usted razón, ante todo, soy caballero y soy buen cristiano.

Volvió á sacar las narices el padre González por la rendija de la puerta; pero en esta vez, detrás de sus narices apareció todo él rebosando júbilo.

Carolina y Anita no le perdían movimiento al padre, y cuando éste comenzó á dictar algunas providencias con respecto al casamiento in extremis, faltó poco á aquellas expolias para accidentarse.

—¡Mire usted la pata con que va saliendo el posma de Castaños I decía Carolina, con razón era tan retraído, y tan circunspecto, y tan taimado.

—Si de éstos que no comen miel, libre Dios nuestros panales.

—Vea usted á qué buena hora viene casándose el mi señor; y luego, ¿para qué? para hacerse el interesante, para vestirse de luto, y sacar á su hija á lucirla por todas partes.

—Ya usted lo vé, hasta hija había de por medio.

—Y la santa de Doña Refugio, ¿quién lo había de decir?

—Caras vemos....

—No hay que fiarse.

—Oiga usted, mi alma, vé uno cosas....

El rum rum corrió de boca en boca hasta la cocina, y á poco rato aquel casamiento no era ya un misterio para nadie.

En la tarde de ese mismo día, el padre González llegó á la casa conduciendo una niña.

Esta niña, el padre González y Castaños, entraron á la recámara de doña Refugio, y allí permanecieron por mucho tiempo, sin que nadie hubiera sabido lo que allí pasó.

En la noche se celebró el casamiento in extremis, y todavía la enfermedad permitió á Doña Refugio algunos días de sufrimientos, al cabo de los cuales, al lado de su marido, de su hija y del padre González, murió como buena cristiana.

Capítulo XIII

El canto de las tórtolas


Imposible fué la unión de Salvador y Chona; Salvador se había empeñado en que el diablo, disfrazado con traje talar, se había apoderado de aquella mujer que había manifestado tan felices disposiciones para el espiritismo; pero no había remedio; Chona desbarraba de una manera estupenda y á Salvador no le quedó más recurso que plegar sus banderas.

—Al diablo doy mi ciencia y mi experiencia: recíbase usted de doctoren aventuras galantes, gástese usted en París, amamante usted una filosofía toda de ilustración y positivismo, sea usted partidario del realismo, de la verdad, para que lo repruebe á usted un sinodal de esta calaña, para que lo arroje á usted de su edén, Cristo en mano, una mujer que se le vuelve á usted entre las manos una Santa María Egipciaca.

De dónde diere, ella se ha salido con la suya; y lo que es su gloria eterna, se la mama como tres y dos son cinco: buen provecho le haga: hé aquí una bienaventurada de quien, por más que haga, no podré ser partidario.

¡Estupidez! ¡arrojar por la ventana mi pomo de esencia de violeta de los Alpes para quemar incienso, aroma que sólo la gracia de Dios puede hacer soportable!

Vamos, esto no tiene vuelta de hoja, ¿qué va usted á hacer con una virtud que se reedifica, con una santa que se encarna, con un pecador que se arrepiente?

Yo represento ante mi estimable presa todo el gentilismo, toda la impiedad, todos los horrores del infierno, y con tan bellas prendas, no queda más recurso que retirarse con armas y bagajes.

Manos á la obra.

Hacía dos días que Chona y Salvador no se hablaban. Chona había llorado mucho y Salvador había pensado mucho.

—Chona, entró diciendo Salvador, ¿dónde quieres que te conduzca? ¿á la puerta de qué iglesia quieres que te lleve para que puedas emprender cómodamente el vuelo que tienes preparado hacia la gloria eterna, que tengo el mal gusto de rehusar por ahora?

—Salvador, contestó Chona con voz moribunda, eres muy cruel. Por más que he hecho, no he podido cerrar los ojos á la justicia; mi conciencia me habla á pesar de tu amor, á pesar de todo, te amo, pero sufro.

—Es natural: no me había provisto de indulgencias plenarias, ni de salvo conductos de ninguna clase: al amarte, te amé porque creí por un momento que serías capaz de amar tú también, pero no conté con tu manía religiosa.

—¿Dónde quieres que te lleve, ó qué es lo que pretendes que haga yo con tu persona, en todo caso, no quiero perjudicarte. Voy por mi parte á buscar otro diablo como el tuyo, para que me enseñe á cambiar tan bonitamente de opinión, porque veo que para que se verifiquen estos cambios inexplicables, debe haber causas tan poderosas, que me siento inclinado á averiguarlas para apuntarlas en mi librito. Era lo único que me faltaba saber.

—Realmente contestó Chona, haciendo un esfuerzo, para que estos cambios se verifiquen, existen causas tan poderosas, que tú no podrás nunca comprender.

No he sido bastante ciega que no haya llegado á ver lo que tengo delante de mí; y esto me prueba que no hay más que una ley, y separarse de ella, es cerrar los ojos para abrirlos después en medio de la desolación del desengaño.

Dichoso tú que aún puedes tomar á extravagancia mía lo que no es más que el resultado de una ley irrevocable y eterna; pero sigo rogando al cielo y seguiré pidiéndole noche y día que te ilumine, para que llegues á ver tan claro como yo: esto es, que no hay más que una misión, que no hay más que un matrimonio, que no hay más que una ley.

—Amen, murmuró Salvador y luego continuó.

—Me desespera tu santa resignación y renuncio á comprenderla, voy á vender mi resto de vigor y de vida, tengo un peso en el alma que me agobia; pensar que ya no me amas es un infierno que no me había imaginado, y pensar que no sé qué legión de santos te arrebata de mis brazos, es tener una causa perdida; porque, enmedio de todo, no quiero romper lanzas con tus mitos, supuesto que los hago el honor de concederles todo el mérito de la victoria.

Repetidos diálogos de esta especie tuvieron lugar antes de la definitiva separación de Chona y Salvador hasta un día en que el retrete azul y el jardín y todos los encantos de los amantes apasionados, se cambiaron por una casita de miserable apariencia en donde Chona, en compañía de una anciana y cambiándose el nombre, determinó esperar el fin de sus días, ignorada del mundo.

Esta casita estaba inmediata á la iglesia de la Cruz en Querétaro.

Salvador, haciéndose una violencia de que ya desconfiaba él mismo, procuró reconquistar su aire habitual, y sus costumbres de solterón, sus espansiones de calavera, pero.... ¡cosa rara! no podía; por el contrario, todo cuanto le rodeaba lo ponía triste, todo lo encontraba malo y defectuoso, y no encontraba satisfechos sus deseos ni enmedio de los placeres mas vehementes, ni rodeado de todas las comodidades.

Salvador pretendió aturdirse y no podía conseguirlo.

El vino no lo embriagaba ni le embrutecía; las mujeres no le movían ni le importaban.

Salió Salvador de Querétaro para México, en compañía de Unos españoles ricos que habían formado en la casa de diligencias una tertulia alegre y bulliciosa; en México permaneció Salvador los días necesarios para hacer sus preparativos de viaje, y en seguida tomó el camino de Veracruz.

Se proponía viajar por los Estados-Unidos, pasar luego á San Francisco, vivir allí un poco de tiempo y embarcarse finalmente con dirección á Buenos Aires.

El recuerdo de Chona lo perseguía á su pesar, y aquel recuerdo era como una gangrena que lo corroía.

Aún intentó aturdirse, pero atravesaba pueblos y ciudades, pareciéndole que se habían acabado las mujeres: en sus mismos brazos lo sorprendían las visiones de su pasado, y derepente solía ponerse como insensato.

Sentía no sentir ya nada.

Le estaban reservadas emociones de distinto género.

Recibió una carta de su familia con noticias funestas, acerca de sus intereses.

Cuando acabó de leer aquella carta, exclamó con profunda amargura.

—¿También pobre?

Y se quedó meditando por largo tiempo.

—Voy á darme permiso de vivir hasta donde pueda sostenerme en mi esfera ¡yo pobre!

Afortunadamente es tan fácil cortar esta hebra que se llama vida.

¿Para qué le sirve á uno esto?

Yo encuentro muy sabio, el que las mariposas se mueran poco después de sus amores.

Cuando yo acabe de poner mi último huevo, me acostaré á dormir.

Sin Chona pase, ¡pero sin dinero!....

¡Yo pobre! como si hubiera yo nacido de las piedras. ¡Ah! no, no, mil veces no!

Me ocurre también hacer un entreacto de cognac ó bien de Kirsch. La embriaguez tiene ciertos misterios que no me son de todo punto indiferentes.

Probemos.

Salvador bebió, pero para abogar su alearía.

Jamás borracho alguno fué mas tétrico.

En su primera embriaguez todos los ruidos cesaron á su derredor.

Sólo escuchaba el canto monótono y triste de una tórtola.

Esas dos notas aflautadas de la tórtola, que llegan con el viento á gran distancia, eran para Salvador el mas desgarrador de los lamentos.

—¿Qué habrá en esos animalitos de triste y de terrible?

¿Dónde habrán aprendido ese gemir tan amargo? ¡Silencio! ¡yo podré creer en vuestras desventuras pero no en vuestra inocencia!

Estoy cierto de que aquellas tortolitas que maté en la casa del tío Mateo, han de haber sido dos espíritus románticos que me la están guardando.

¿He apurado el Kirsch, sólo para escuchar esa canción odiosa, ese lamento que me horripila?

¡En todas partes tórtolas!....

El Kirsch es un licor triste, renuncio al Kirsch, probaré otra droga de esas, apelaré al Rom... ó al sueño.

Durmamos, si puedo, porque me va sucediendo que el diablo está de muelas torcidas con mi individuo.

Tendré que ocurrir al hatchis, cosa que como de origen celestial, no ha de gustar al diablo.

No tuvo tiempo Salvador para entregarse á esos remedios.

Cayó en manos del médico.

Salvador no había notado su enfermedad y juzgó pasajero el primer accidente.

El médico sabía que Salvador tenía ya con qué divertirse.

—¡Qué diablo! exclamó Salvador, hasta mi naturaleza se revela, curémonos, cúreme usted doctor, me fastidia la miseria de enfermarme como una dama: las enfermedades son la pifia por excelencia de la humanidad, no he visto cosa mas ridícula que un paciente.

¡Enfermarme! y por añadidura en este pueblo triste y monótono.

Salvador en su viaje á Veracruz no había podido pasar de San Agustín de Palmar.

Todas las mañanas lo despertaba el arrullo de una tórtola.

—Sí; muy buenos días, detestable plañidera, llorona interminable: quisiera yo saber, decía Salvador, á quién se le debe la invención de esas dos notas de oboe con que me atormentas desde tan temprano.:... ¡Ya me va cargando esa tórtola!

—¡A ver! Antonio!.

Entró un jayan á la habitación.

—Mira, toma mi escopeta ¿oyes cantar esa tórtola?

—Sí, señor.

—Mátala, y en seguida toma de sobre mi mesa un peso para que la entierres.

Salió el criado sin replicar.

Salvador volvió á entregarse á sus reflexiones en medio del malestar de sus dolores, que eran los que se encargaban de despertarlo todas las mañanas, antes que las tórtolas.

Se oyó no muy lejos una detonación.

—¡Diablo, exclamó Salvador, ya cayó!

Volvió á poco el criado trayendo una tortolita muerta: la puso sobre la mesa y tomó un peso.

Pero no bien lo había tomado, rompió de nuevo el aire el canto de otra tórtola.

—¡Bestia! gritó Salvador, ¿no te dije que mataras á esa llorona?.

—Sí, señor; aquí está.

—¡Óyela!

—Es la otra, señor.

—¿Cuál?

—La viuda.

—¡Mátala también, á toda la familia! ¿lo entiendes? á peso por cabeza, lleva el polvorín.

—¿Y los papeles? objetó el criado.

—¿Qué papeles?

—La medicina.

—No puedo curarme con esa música, ó se callan esos animales ó.... vete, mata á todas las que lloren; pacifica la selva, al entilo del gobierno, que no me canten más, corre!

El criado salió provisto de pólvora y municiones.

A poco llegó el médico.

—¡Doctor! le dijo Salvador, no estoy bien, ¿me falta mucho?

—Probablemente; se había usted olvidado de que tenía dentro del cuerpo un germen de destrucción y este germen se ha desarrollado, esa fatal ponzoña se ha apoderado de la sangre, y va dejando huellas y haciendo estragos por todas partes.

—¡La sangre! exclamó Salvador ¡la sangre! he aquí un licor melindroso ¿qué le importa á mi sangre mi vida privada?.... Doctor, si este licor ya no sirve, tenga usted la bondad de suprimirme, supuesto que el hombre tiene necesidad de transijir con ese colouche tan susceptible y por desgracia tan necesario.

Yo he perdido algunas libras de sangre, en un desafío, y me sentí bien en seguida: sángreme usted doctor.

El doctor se sonrió.

Los doctores tienen una sonrisa, que científicamente quiere decir «¡bruto!»

Los pacientes aguantan también esas sonrisas.

—¿Y la garganta? preguntó el doctor como para cambiar de conversación.

—¿La garganta? estoy apto para cantar una aria de bravura: un vals.

—A ver.

Y el médico apoyó una espátula en la lengua de Salvador, y observó.

La destrucción iba en aumento.

Es cierto que Salvador respiraba mejor, pero si Salvador hubiera podido oírse á sí mismo, hubiera notado que con respecto al tono habitual de su voz, estaba un punto bajo.

—¿No es verdad que estoy mejor?

—Sin embargo.

Y el doctor recetó nuevas pociones y se decidió por un tratamiento mas enérgico.

Cuando Salvador volvió á quedarse solo, llamó á su criado; pero nadie le respondía: después de desgañitarse, entró una mujer.

—¿Dónde está el criado? preguntó Salvador furioso.

—¿Pues no lo mandó su merced á matar tortolitas?

—¡Malditas tórtolas! ¡váyase usted! siempre, siempre las tórtolas!

Y luego agregó cuando estuvo solo.

—¡Y este correo! ¡van tres cartas que escribo y no tengo contestación! no cabe duda en que este es un país de bendición... ¡y de tórtolas!

Si no vienen mis amigos á sacarme de este infierno, daré al traste con la poca sangre que me queda, para rendir la jornada y pasar á Marte en derechura; donde de seguro no hay tórtolas.

Capítulo XIV

Conclusión


No fué la causa de Gómez de las que sufren los horrores de una tramitología interminable: había hasta ocho presos, pero en cuanto al reo principal, todos sabían ya el fin que le esperaba.

Aun tuvo Gómez que pasar de Herodes á Pilatos y de Pilatos á Herodes, en virtud de ciertas dificultades de competencia que logró suscitar un defensor de Gómez: hasta que después de algunos días, el reo fué conducido definitivamente á Querétaro.

Aprovechando la escolta emprendieron la marcha para México, don Santiago y Gabriel.

Caminaba la comitiva llevando á Gómez entre filas, y detrás de todos los presos venía don Santiago con su hijo.

En la primera parada y en medio de la afluencia de curiosos del pueblo, pasó por delante de don Santiago un hombre.

—Alguna cosita de mercería niños, dijo un par de tijeras muy finas, un cortaplumas, lapiceros, aretes, arracadas, hilos de ámbar legítimos, un par de mancuernas...

Y después, dirigiéndose á Gabriel le dijo: vea usted niño: anteojitos con miniaturas.

—¿Cómo son? dijo Gabriel.

Y Angulo (que no era otro el varillero) le dio un cortaplumas diciéndole:

—Vea usted por este agujerito, niño.

Y Gabriel vió.

Se puso encendido.

—A cuatro reales, le dijo con misterio á Gabriel, quien al quitarse del ojo la fotografía microscópica, se encontró con la mirada de don Santiago.

Gabriel se puso aun mas encendido y ocultó el cortaplumas.

Don Santiago fijó una mirada de indignación en Angulo.

—¿En dónde he visto á este hombre? dijo.

La navaja había pasado á uno de los soldados de la escolta.

—Mire, vale; dijo uno.

—¡Qué diablos de extranjeros!

—¿Y cómo meten esas monas en el agujerito?

—¡Pos ande!

—A ver, don Angulo.

—¿A cuántas por media docena, amigo?

—A ver, preste.

—¡Ah qué monitas! ¡pues si diatiro!

Los soldados habían formado un grupo que se ocupaba de las monitas con avidéz.

—¿Qué sucede? gritó el oficial?

—Es don Angulo que trae anteojitos, respondió el sargento.

—¿Angulo? dijo el oficial ¿en dónde está ese?

—Lo llaman, Don.

—¿Quién?

—El jefe.

Angulo se acercó al oficial;

—Alguna cosita de mercería, mi jefe; una barajita transparente, unas miniaturas de santos, un par de mancuernas.

—¡Entre á las filas! respondió el oficial.

—¡Adios, señor!

—¡A las filas!

—Pues si yo voy con mi ancheta....

—¡Con todo y ancheta!

—¿Pero yo en qué.... he faltado?

—¡A las filas! gritó el oficial.

Angulo se mezcló entre los presos.

La comitiva siguió su marcha.


Ya hemos dicho que Chona vivía en una casita cerca del convento de la Cruz.

Estaba una tarde sentada tras de una ventanita formada con gruesos barrotes de madera, al través de los cuales era muy difícil distinguir las facciones de la persona que se asomaba.

El mismo Carlos, hubiera podido ver á Chona frente á frente sin reconocerla.

La hermosa cabellera de Chona se había tornado lacia y gris, y las arrugas de su rostro, en formal divorcio con los afeites, sajaban aquella fisonomía, en un tiempo tan interesante, al grado de hacerle perder toda la gracia de sus lineas.

La fresca jamona se había tornado en una vieja vulgar.

La vio mil veces toda la población de Querétaro, sin fijarse en ella: era una de tantas viejas rezadoras, perennes concurrentes á todas las misas y á todas las ceremonias de la iglesia.

Chona no hacía más que rezar, y le parecían pocos los días que tenía de vida, para emplearlos en sus oraciones.

Una tarde, según hemos dicho, estaba en la ventana: era tal vez la primera en que se había permitido la emoción de contemplar la pared de enfrente.

Oyó un rumor: después distinguió al través de los barrotes de su ventana, un grupo de gente armada, después vió desfilar á muy corta distancia de ella á muchos de los actores que habían tenido parte en el drama de su vida.

—Dicen que ahí va José María Gómez, le dijo su criada.

—¿Cuál es?

—El del jorongo blanco.

Vino á la imaginación de Chona, el momento en que se había dejado conducir por Salvador; en aquel momento, el mas terrible de su vida, había oído entre los mil ruidos de la hacienda estas palabras.

—¡Aquí está José María Gómez!

Todas las imágenes de su felicidad perdida vinieron como á despertarla en su sosiego, y de nuevo gruesas lágrimas volvieron á surcar sus mejillas.

Aquella noche no pudo conciliar el sueño.


No bien entró Gómez en su nuevo calabozo sintió una terrible opresión, como si allí hubiera avivado con razón el presentimiento de su muerte.

Tampoco Gómez pudo dormir.

Fué sin duda aquella noche la elejida por algún ángel justiciero para sacudir la sien de los delincuentes y de los aflijidos.

Angulo no durmió tampoco á pesar de haber andado ocho leguas á pié.

Pero don Santiago y Gabriel sí dormían y estaban tranquilos; Gabriel soñaba con México, don Santiago soñaba con su hijo.

A eso de las diez de la mañana, sacaron á Gómez de su calabozo, para carearlo con Angulo.

Ninguno de los dos se conocían.

Angulo tuvo que hacer un esfuerzo supremo, para no dejar traslucir su alegría.

Tenía la conciencia de que sí no se hubiera dormido cierto día en la fonda, hubiera encontrado á Gómez para avisarle como lo perseguían, y acaso entonces no lo hubieran atrapado.

Angulo creía que sabedor Gómez de esta omisión trascendental, pretendería vengarse denunciándolo como su cómplice; de manera que al oír que Gómez aseguró no conocerlo, su alegría fué inmensa.

Después de este último trámite, le fué leída á Gómez su sentencia.

—Ya usté ve las injusticias, señor, le dijo, otros hacen cosas peores y por ahí andan muy frescos, y uno á la primera que le cojen, luego luego al palo, como un delicuente; pues diga usted Señor ¿qué, no hay leyes? y de eso le sirven á uno sus servicios por don Benito: ocho meses de andarme isponiendo por la causa; y entonces, cuando uno les servía, ya la paguita, y ya el hacerse sordos; perora que ya no lo necesitan á uno, pues que lo fusilen. ¡Adios! pues que ni perro que fuera uno. Con que á ver qué hace por mí: dicen que es bueno pedir amparo; pues pídalo que no le ha de pesar, porqué José María Gómez es agradecido como los hombres.

El defensor de Gómez aunque con muy pocas esperanzas, puso en juego cuantos medios le sugirió su saber y empleó todo su valimiento en salvar á Gómez.

Denegado el amparo y todos los recursos legales, sólo pudo prolongar la agonía de Gómez, y por último recurrió á pedir el indulto.

Entretanto varios sacerdotes se habían encargado de preparar á Gómez para el último trance.

El primero que lo visitó, fué pésimamente recibido, y tuvo que sufrir los denuestos del reo, quien había dado en preferir el aguardiente á todos los demás consuelos.

Difícil fué para los padres conseguir que no le permitiesen al reo bebidas espirituosas, pero al fin hubieron de lograr su intento y Gómez estuvo mas tratable.

—¿Quiere usted confesarse? le preguntó el padre.

—¡Adios! ¿y yo de qué me ando confesando?

—Está usted en momentos supremos.

—¡Esque supremos!

—Muy pronto va usted á dar cuenta á Dios.

—El juez es quien ha de dar cuenta de la tirria que me tiene ¿yo de qué? pos qué no vé usté la injusticia, yo ni cojí el dinero ni nada; y sólo porque le acumulan á uno, luego, luego allá van, y que bandido por aquí, y que bandido por el otro lado. No, á mí no me fusilan; ¿pues que no más es fusilar? yo he servido al supremo gobierno de la nación, y he luchado contra el invasor extranjero, por vida de usted padrecito, mire, así de franceses que me llevé ¡pues no!

—Todo eso es cierto, pero bueno será que usted se disponga, para que no vaya á cogerle la muerte en una mala hora,.

—¡Esque mala! ¡ah qué padrecito! pues usté si que no más viene á calentar para que gierva; ¿pues no sabe que pidieron el indulto?

—¿Y si lo niegan?

—¿Si lo niegan? qué lo han de negar, entonces...

Larga fué la conferencia del sacerdote con Gómez; pero á pesar de todo, nada se pudo conseguir, y llegó por fin la noticia que se esperaba con ansia.

—¿Qué hay? preguntaban por todas partes.

—Denegado el indulto.

Estas palabras llegaron á los oídos de Gómez, y á su pesar lo hicieron estremecer de piés á cabeza: en seguida entraron á su calabozo varias personas caritativas á anunciarle que se dispusiera para morir.

—¿Quiere decir que siempre me fusilan?

—Se ha hecho cuanto se ha podido.

Gómez se quedó profundamente pensativo.

—¿Pero qué, no habrá modo, insistió.

—Han fijado la ejecución para mañana, eso es lo que más han podido conseguir las señoras.

—¿Qué señoras?

—Muchas señoras caritativas que se han interesado por usted.

—¿Y qué?

—Como la ejecución debía haber sido en el acto, y usted no se ha confesado, han conseguido darle á usted tiempo para que se disponga.

—¿Ya pa qué? dijo Gómez, pues al fin me han de fusilar injustamente, ¡pues pa qué me dispongo! vale más ir uno así; por que luego dicen que los que se confiesan se vuelven coyones ¡usté verá!

Apesar de todo esto, el sacerdote no se apartaba del lado de Gómez, hasta que logró hacerse oír; Gómez empezaba á concentrarse.

—¿Y yo de qué me confieso?.

—¡Cómo de qué! de sus pecados.

—Pues usté figúrese, nunca be oído misa.

—Ese es un pecado.

—No he cogido nada del dinero ese que dicen, y ya ven como nada les ha sucedido al don Santiago ni á..„ ni á su hijo, ¿con que de qué me confieso? A ver usté váyame preguntando, usté que sabe de pecados veniales.

No se podía persuadir Gómez de que positivamente se estaba acercando la hora de su muerte, apesar de toda la elocuencia del sacerdote; pero una circunstancia vino á hacerlo cambiar completamente.

Entró el carcelero á la capilla, para preguntarle á Gómez varías cosas.

—¿En dónde quiere que lo entierren?

—¿A mí? preguntó Gómez.

—Es que si tiene algo que disponer, para que se haga, porque temprano…

—¿Pues qué siempre? preguntó cambiando sustancialmente de acento.

—Yo decía, continuó el carcelero.... porque como luego hacen algunos encargos de la ropa, y eso.... no es más sinó porque.... si tiene usted alguno á quien dejarle sus cosas y si deja usted algo para misas por su alma.... en fin, lo que usted mande ó si se le ofrece algo de comer.... ó alguna cosa.

Lo que no había podido conseguir el sacerdote, lo consiguió el carcelero sin pretenderlo.

Gómez se puso á temblar de piés á cabeza, fué aquél el primer momento en que se convenció de que iba á morir, y apoderándose de su alma el terror, perdió todos sus bríos y se arrodilló ante el sacerdote.

Desde este momento Gómez se trasformó completamente, y se puso á merced de su confesor, considerándole como su único amigo en el mundo..

—Supuesto que es fuerza, decía, y que ya me llegó mi hora, padre, haga usted que Dios me perdone. ¿Me falta mucho? ¿qué horas son? Dicen que temprano me.... ¡Qué hemos de hacer, padre, usted me perdonará las malas razones que le he dicho! Dice usted que Dios perdona, pues con tal de que me perdone, pues qué he de hacer, eso será lo justo, pagaré ¿pues qué remedio?

El sacerdote, deseando aprovechar el tiempo perdido, no se separó de Gómez un momento.

A las cuatro de la mañana se oyó el toque de un clarín, y en seguida un rumor desusado.

—¿Y qué, oscuras todavía me van á fusilar? "

—No, yo creo que será mas tarde.

Pasaron algunos segundos.

El sacerdote seguía exhortando á Gómez al arrepentimiento y á la resignación.

Por fin, se presentó el carcelero, y en seguida la escolta.

Gómez se abrazó del padre, y hubiera querido morir allí, pero oyó una voz que dijo:

—Vamos.

Al desprenderse de los brazos del sacerdote, sintió que le vendaban los ojos.

—No, todavía no: quiero ver clarear por última, es tan feo estar sin ver, luego me vendarán.

Tomó el padre á Gómez por un brazo, y otro sacerdote que acababa de entrar se colocó al otro lado, y así salieron de la capilla.

Entregáronle á Gómez un Santo Cristo: á su contacto vino á su memoria el cura á quien había robado, y todas sus primeras rapiñas.

Volvióse hacia el sacerdote, á quien dijo varias palabras y siguió andando.

Poco á poco le iban faltando las fuerzas para andar.

—¿Nos falta mucho? preguntó.

—No; aquí no más; contestó un comedido, creyendo hacerle un bien al paciente.

Entretanto Gómez necesitó tomar aliento porque sintió ahogarse.

Empezaba á salir la luz. Gómez pensó que aquella mañana hacía un frío horrible, un frío que lo hacía temblar...

Estaba ya cerca del cuadro; cuando hubo entrado en él, vió á su frente una pared de adove.

—¿Allí es? preguntó.

—Sí; le dijo el sacerdote.

—La venda.

Le vendaron los ojos.

Anduvo todavía algunos pasos.

—Aquí, le dijeron.

Gómez se hincó.

Sintió que le dejaban solo....

Por quedo que lo hicieron los soldados, notó Gómez que el pelotón había apuntado…

Sonó la descarga, cayo Gómez de cara y después se enarcó retorciéndose con el último dolor, y sonó después el tiro de gracia...

¡La justicia humana había hecho una de las suyas!

Otra justicia de mejor calidad que ésta, se estaba entreteniendo en atormentar á Salvador.

Salvador había intentado suicidarse, pero sus amigos habían logrado frustrar dos veces ese intento: duró algunas semanas entregado á horribles padecimientos, su enfermedad según todos los médicos, era incurable.

No obstante, Salvador ha vivido tres años en su cualidad de enfermo habitual, en un estado miserable. Se ha logrado ya que desee la muerte; pero no ha vuelto á intentar suicidarse.

Algunas tardes, envuelto en una capa y con un fieltro bajado hasta los ojos, lo colocan en la testera de un coche de un amigo suyo, y se le vé en el Paseo de Bucareli.

Carlos está establecido en Burdeos, y tiene una hija de doce años, que es una criatura angelical.

Chona sigue rezando por mañana y tarde.

La hija de Castaños es una pollita de las mas coquetonas que se encuentran hoy por esas calles de Dios.

Don Santiago y Gabriel son muy felices.

Gabriel ha sustentado ya dos exámenes brillantes y promete grandes adelantos en su educación.

Castaños, Anita, Carolina el Pájaro y Angulo y demás conocidos nuestros, siguen lo mismo que cuando los conocimos, pues ya hemos dicho que «las gentes que son así» no tienen remedio.


Publicado el 21 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.
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