Los Fuereños

José Tomás de Cuéllar


Novela


I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV

Manuelito, á fuer de buen conquistador, según él decía, no emprendía lance ni aventura á secas. Su temperamento, un tanto linfático, y su constitución anémica y gastada le obligaban á usar estimulantes.

Plaisant sabía muy bien por sus libros de cuentas corrientes las veces que Manuelito se encontraba en lances amorosos. Esa noche acababa de recibir una tarjeta de Manuelito con un simple número 4. Plaisant, sin vacilar, entregó en cambio de la tarjeta cuatro botellas de champagne imperial y una dotación competente de pasteles y dulces.

Ya había oscurecido completamente en la habitación de D. Trinidad y ni á Clara ni á Lupe les había ocurrido encender la vela.

Clara hablaba con Manuelito cerca del balcón y Lupe hablaba con el joven que acompañaba á Manuelito y que, generalmente, se prestaba á esta clase de auxilios bien poco espirituales.

El amigo de Manuelito se llamaba Carlos, no era rico, pero vivía de sus rentas; y por más que esto parezca una paradoja, debemos hacer notar que Carlos no era el primero que resuelve en México ese difícil problema.

Su padre era agiotista, y Carlos se encargaba de agitar algún negoció de usura en el palacio de justicia, por cuenta de su padre; por lo demás era el protegido de Manuelito, y esto le bastaba, porque la protección consistía en cajas en el juego, y en otras buscas, según expresión del mismo Carlos. Sea como fuere se vestía bien, vivía bien y bebía bien.

Aunque su papel en aquellos momentos era el de hablar de frivolidades con Lupe mientras Manuelito hablaba de cosas sustanciosas con Clara, no tardó mucho Carlos en llevar la conversación con Lupe al terreno del amor. Hubiera decaído la conversación por parte de ambos si un nuevo toquido á la puerta no hubiera venido á dar animación al cuadro.

Era el criado del hotel que volvía de la casa de Plaisant con las cuatro botellas de champagne y los pasteles.

—Qué es eso? dijo Clara asustada.

—Nada, es un refresco, dijo Manuelito recibiendo las botellas. Trae copas y destapa, le dijo al criado.

—Pero qué va á decir mi mamá si viene á encontrarnos bebiendo?

—No tenga V. cuidado. Cuando venga habrá también de aceptar una copa.

—Y brindará con nosotros, agregó Carlos.

—Por de contado.

Bien pronto aquellos cuatro pollos estuvieron con la copa en la mano.

Lupe y Clara hacían todavía esa prudente é ingenua observáción que hacen las personas no acostumbradas á beber. ¿Y si sé me sube?

—El champagne no se sube, dijo Carlos con aplomo. .

—Es imperial; agregó Manuelito con convicción.

Y ante declaración tal y tan magistralmente expuesta, aquellas pobres muchachas de pueblo entendieron que la juiciosa objeción sobre los efectos del vino sería de mal tono, y, como Gumesindo su hermano, se decidieron á fingirse familiarizadas con el mejor de los vinos.

Por las circunstancias que explicaremos después, D. Trinidad y D.ª Candelaria llegaron aquella noche al hotel mucho más tarde de lo que se habían figurado.

XVI
XVII
XVIII

I

Procedente del interior acaba de llegar á la estación del Ferrocarril Central una familia compuesta de un señor gordo, trigueño y de poca barba y vestido con chaqueta de lienzo, sombrero galoneado y plaid; una señora, gorda también, con vestido de percal y tápalo á cuadros, dos niñas de diez y siete y veinte abriles con vestido de lana y seda y sombrero á la francesa; viene además Gumesindo, el hermano de las niñas, que es un charrito hecho y derecho. Trae pantaloneras de paño negro, con botonadura de plata, chaqueta negra con alamares y sombrero canelo con ancho galón de oro y dos chapetas que consisten en un monograma de plata sobredorada con las iniciales G. R.

El señor gordo, que se llama D. Trinidad, y su mujer que se llama Candelaria, no paran mientes en que pueden parecer payos, y lo ven todo con asombro, vienen á la capital de la República por la primera vez y por la primera vez ven el ferrocarril.

Las muchachas se mortifican de la atención exagerada de sus padres, y aunque á ellas les llama todo no ménos la atención, fingen no impresionarse para hacer cumplido honor al corte francés de sus vestidos.

—¡Mira qué de gente, Trinidá, y qué de extranjeros!

—Por de contado, todo esto es de extranjeros,

—Arrimo el coche? pregunta un cochero.

—Tiene V. equipaje, amito?

—Llevo los bultos?

—Un coche! Quiere V. un coche?

—Tráigalo pues, dijo Gumesindo, que era el más garboso de la familia.

—Por acá se sacan los equipajes, amito, -decía un cargador diligente; ¿tiene V. el talón? '

—A ver, á ver quién trae el tompeate de los dulces, ,

—Lo tiene Clara, dijo una de las niñas.

—Y tú, Guadalupe, traes la maletita?

—Aquí la tengo, dijo Gumesindo. .

—¿Todo está completo?

—No falta nada. .

—Vamos á ver los equipajes.

—Aquí estoy, señor, no tenga V. cuidado, exclamó un joven acercándose á D. Trinidad, ya tengo los talones y tendrá V. su equipaje esta misma noche: son cuatro baúles y una caja. Pierda V. todo cuidado, la casa responde. ¿Conque al Hotel Central, no es eso?

—Sí, al Central.

—Monten Vds. en el coche.—Mira, dijo -el del express, lleva á los señores al Hotel Central.

—Está bien, amigo…. fiamos en que…..

—Pierda V. cuidado. -

La familia se instaló en el coche y el cochero al cerrar la portezuela, dijo:

—Ya sabe su mercé, doce reales.

—Cómo doce reales! ¿pues á cómo es la hora?

—Pues es lo convenido.

—No, yo no pago doce reales; dicen que es á cuatro reales la hora.

—Estará muy lejos, dijo D.ª Candelaria.

—Bueno, está bueno amigo, dijo Gumesindo; vámonos.

—El cochero subió al pescante y partió.

II

No bien se había instalado la familia en el Central, llegó el corresponsal de D. Trinidad á quien no conocía personalmente.

—D. Trinidad Ramírez?

—Servidor de V. ¿Usted es el Sr. Gutiérrez?

—El mismo ¡cuánto gusto tengo de ver á Vds. por acá! qué tal camino?

—Hombre! hombre! ¡es como cosa de magia!

—Yo estoy atarantada todavía, dijo doña Candelaria.

—Nunca había V. visto un ferrocarril?

—Quiá! no señor; y si no es por éste, dijo señalando á su marido, no me hubiera arriesgado. Eso, por mucho que me digan, es peligroso. ¡Si viera V. cómo pasaban los árboles! ¡Jesús de mi vida!

—Pero en fin, dijo el corresponsal, el viaje ha sido feliz.

—Por supuesto, señor Gutiérrez, pero ¡qué extranjeros éstos! Nada, amigo; debemos confesar que lo saben hacer. Para qué es más que la verdad. Si le hubieran dicho á mi señora madre que habíamos de venir de allá en casa, en catorce horas se hubiera echado á reir.

—Pues y dónde me deja V. el telégrafo! dijo D.ª Candelaria.

—Vaya, pero eso es viejo. Ahora hay otra cosa que se llama el tele.....

—El teléfono.

—Eso! Y es cierto que se platica?

—Sí, señor, pronto lo va V. á ver.

—Y cómo es eso?

—Es como el telégrafo, mamá, dijo Clara, con la diferencia de que el teléfono es para oír.

—Para oír qué?

—Para oír la voz de V, á una gran distancia.

—Ay, qué vergüenza! exclamó D.ª Candelaria. Quiere decir que si tengo algo que decirle á mi marido, lo oye todo el mundo.

—No, mujer, nada más que tú y yo. Podemos secretearnos por el teléfono sin que nadie nos oiga.

—No, eso es imposible, porque si yo estoy lejos, tienes que gritarme.

—En eso está el secreto y la invención.

—De los extranjeros por supuesto!

—Sí, mujer, todas esas cosas son de Europa.

—Habráse visto! Yo quisiera ver el teléfono.

—No hay inconveniente, señorita, dijo Gutiérrez, yo voy á enseñar á Vds. todo lo que hay de notable en la capital.

—Ah! qué bueno, exclamaron las muchachas. Esta noche vamos al Zócalo. ¿Por dónde está el Zócalo?

—Muy cerca de aquí, y el circo, el teatro de Variedades y el Recreo de los Niños.

—Con que todo eso hay?

—Tenemos ademas la compañía italiana de la Sra. Tessero.

—Y qué es eso, ópera?

—No señora, comedia en italiano.

—En italiano! y por qué no en castellano que es lo más natural. Por mi parte apuesto á que no les entenderé una palabra, ¿y qué, les tiene cuenta?

—Vea V., la compañía no ha ganado gran cosa.....

—Por de contado, si no se les entiende.

—No se lo he dicho á V., Sr. Gutiérrez, todo es extranjero, hasta el teatro. Vea V., nunca habiamos visto eso de comedias en italiano. Nada, nada, esto va á ser de los extranjeros, y los hijos del país nos quedaremos á un pan pedir.

—Pues vamos á tener también ópera francesa.

—Otra te pego! exclamó D.ª Candelaria, para que canten en francés. Tampoco voy á entenderles una palabra.

—Mis hijas, dijo D. Trinidad, mis hijas están aprendiendo francés, ya eso es otra cosa.

—Sí, papá, pero no llevamos más que tres meses.

—Bueno, pero va entienden.

—Y V., jovencito, dijo Gutiérrez, dirigiéndose á Gumesindo.

—Este es ranchero. A éste quítelo V. de lazar y andar á caballo y no sabe hacer nada. No es para los estudios.

—A él le gusta el campo, agregó doña Candelaria.

—Bueno, bueno.

—Pues ya se vé. Mire V. lo que son las cosas, señor Gutiérrez, á mí no me pesa que Gumesindo no haya nacido para los estudios, porque de esa manera me acompaña en los negocios de campo, en las labores y todo lo que se ofrece por allá. No que mi otro hijo, Nicolás, casi ya ni lo conocemos; le dió por los libros y se perdió; ya tenía su tierrita, y ya hubiera levantado algo, pero al muchacho me lo alucinaron unos estudiantes en vacaciones, y le dió por letrado, se vino á México hace diez años, y el muchacho se ha desnaturalizado y se ha hecho más catrín de lo que yo quisiera; le da por periodista y por hereje; eso del positivismo, que anda tan en boga entre los estudiantes. Sea lo que fuere, haga V. cuenta que hemos perdido á Nicolás, apenas nos ha escrito, y le parece que su familia no le honra según como se porta con nosotros. Dice que estamos muy atrasados y que somos payos, á éste no lo puede ver porque dice que es un bruto; dice que tiene compromisos políticos y ya está metido con la gente de arriba. Ya lo vé V., no ha ido á recibirnos. Sus hermanos le escribieron diciéndole el día y la hora en qué teníamos que llegar; pero nada, ni por asomos; andará en juntas ó en bailes, ó en qué se yo qué danzas.

—Pero está en México? preguntó Gutiérrez. Acaso no habrá recibido las cartas.

—No lo sé. Sobre que nunca nos escribe! Yo le aseguro á V. que estoy arrepentido, no por él sino por nosotros, de haberle dado gusto. Porque vea V., lo mismo le ha sucedido á un compadre mío; hizo catrín á un hijo rancherito que tenía, y lo perdió en la capital; lo envió dizque á estudiar, y se lo malearon hasta el punto que murió el muchacho de mala muerte. Desde entonces dijo mi compadre: Pues lo que es á éstos, refiriéndose á sus otros tres hijos, los quiero ignorantes, pero honrados y trabajadores. Yo no quiero abogados picaros, ni revolucionarios en mi familia. Los quiero agricultores á la vieja usanza; no con mucha química ni muchas matemáticas como esos agricultores de la Escuela que saben sembrar cebada en el pizarrón, pero se les achahuixtla en la sementera. Yo quiero á mis hijos rancheros y no catrines. Y así lo ha hecho, Sr. Gutiérrez, y se va saliendo con la suya de hacerlos hombres honrados. Los muchachos son trabajadores, y las labores de mi compadre se pueden ver; da gusto ver sus campos y sus animales. Oiga V., tiene unas vacas que mejores no las hay en el mundo.

—Tiene V. razón, señor D. Trinidad. Es peligrosa esta capital para los jóvenes. Hay aquí muchas ocasiones y muchos motivos para divagarse. Por desgracia, tengo también una triste experiencia.

—Tiene V. hijos?

—Sí, señor. Ya tendré ocasión de hablarle á V. de las delicias de nuestra hermosa capital. Por ahora es necesario proceder á que Vds. tomen alguna cosa de cena.

—Me parece muy acertado.

III

El equipaje de D. Trinidad no llegó al hotel en toda la noche no obstante las protestas del agente. Pero el corresponsal tranquilizó á la familia, asegurándole que llegaría al día siguiente á más tardar.

—Y en qué consiste eso, señor Gutiérrez? le preguntó D.ª Candelaria.

—En que el express es nuevo y anda todavía algo torpe. Ya saben Vds. por otra parte, que aquí anda todo espacio. Nos sucede con frecuencia que llega una carta antes que un telegrama, y que se va más pronto á pié á cualquiera parte que en las tranvías.

—Pero cómo puede suceder tal cosa! exclamó D. Trinidad; yo no he estudiado como mi hijo Nicolás, pero sé que eso del telégrafo es por la electricidad, que es como si dijéramos por el rayo.

—Exactamente. Pero no es la electricidad la que anda despacio, señor D. Trinidad, sino los empleados del telégrafo.

—Ah, ya eso es otra cosa. Y lo de las tranvías? Cómo es que se llega más pronto á pié?

—Es muy sencillo, señor D. Trinidad. En otros países las tranvías tienen por objeto acortar el tiempo y la distancia, porque el tiempo es dinero, según dicen los yankees; pero entre nosotros no se trata del tiempo.

—No? pues de qué?

—Simplemente de ir sentado.

—No comprendo.

—Pues es muy sencillo, mire V. En las grandes ciudades, el servicio de las tranvías ha sido trazado en el plano respectivo conforme á las exigencias de la población por los arquitectos de ciudad, y con la intervención del cuerpo municipal que es el encargado del servicio público; en consecuencia, una vez formado el plan de este servicio y trazadas las lineas necesarias que han de proporcionar ahorro de tiempo, acortamiento de distancias y comodidad de los transeúntes, se contrata la obra bajo las bases convenientes, que son por lo general el poder cruzar la población en varios sentidos pero en linea recta, que, como sabe V., es la más corta. Pero en México, señor D. Trinidad, no es la linea recta la que nos preocupa, sino la curva; esa es nuestra linea, y por la curva vamos á todas partes. De esto son una prueba las tranvías, divididas en circuítos que, como los anillos de una cadena, se tocan entre sí; de manera que el transeúnte puede llegar á su destino después de haber descrito, en vez de una linea recta, un número 888.

—Cómo, cómo es eso? preguntó D.ª Candelaria; y para qué son tantas vueltas? eso no puede ser.

—Ya verán Vds. como para ir desde la calle del Indio Triste hasta el teatro de Iturbide, hay necesidad de pasar por San. Pablo y por la plazuela de Loreto, lo cual equivale á andar cuatro veces el camino.

—Eso es increíble, dijo D.ª Candelaria.

—Ha de ser, agregó D. Trinidad, por cobrar más.

—No, señor, nada de eso; solo se pagan seis centavos por dos circuitos, quiere decir, por un número 8.

—Entonces cómo se explica V. ese rodeo?

—Es muy sencillo. Ya hemos dicho que en otras partes el plano de las tranvías lo traza el municipio para bien de la población. En México traza el plano el mismo empresario para resolver un problema á todas luces favorable á sus intereses, aunque molesto para el público.

—Si se hubiera seguido el plan de lineas rectas y dobles vías, con servicio no interrumpido de carros, el presupuesto hubiera subido cuatro tantos más. Si se contrataba sólo una linea, se abandonaba el terreno explotable á otras empresas rivales. Lo más. acertado, pues, para la empresa, fué extender sus circuitos de tal manera que abarcasen la area de la ciudad, para no dejar lugar á nuevas empresas. Así el empresario monopoliza el servicio, y el público, que no se ocupa de hacer comparaciones, está muy ufano con tener tranvías, y como va sentado le parece muy divertido eso de hacer números 8 por sólo seis centavos.

—Sabe V., señor Gutiérrez, dijo D. Trinidad, que ya no sólo los extranjeros son ingeniosos para esto de sacarnos los tecolines?

—Qué me cuenta V! si ya tenemos aquí una raza mixta, no precisamente por cuestión de sangre, sino de lucro, que se pinta sola para explotar al prójimo. Es bueno, que en el Zócalo, que Vds. van á ver esta noche, y cuya entrada es libre, porque es un paseo público, sucede de repente que aparece un señor que pone unas tablas y unos trapos en cierta porción del Zócalo, é improvisa una puerta con un letrero que dice: «entrada general, dos pesos.»

—Ah, qué cosas nos está contando este señor! exclamó D.ª Candelaria. Parece cuento, pero por decontado no habrá quien pague esos dos pesos por entrar.

—Al contrario, señora, todos los ricos pagan sólo, por estar en un lugar donde no haya pelados.

—Con que sólo por eso?

—Sí, señora.

—Y qué hay que ver adentro?

Pues no hay nada, se ven los unos á los otros y se oye más cerca la música. Siendo de advertir que cuando no se paga, el centro del Zócalo, cerca de la música, es el lugar de la plebe, y la gente elegante se pasea lo más lejos posible; y cuando se paga, se invierten los lugares: la plebe pasea alrededor y los ricos en medio.

—No te dije, Trini, dijo D.ª Candelaria, que nos íbamos á divertir mucho en -México con todas esas rarezas que no hay por allá? Vamos, que estoy ya como en otro mundo, señor Gutiérrez; nos cuenta V. unas cosas!

Las niñas y Gumesindo habían guardado silencio durante el diálogo anterior, sin atreverse á tomar parte en aquello que interiormente reprochaban al señor Gutiérrez como una crítica parcial y exajerada. Los fuereños vienen generalmente bien dispuestos á aceptar lo que van á ver por primera vez. Gumesindo y sus hermanas no querían perder sus ilusiones.

IV

Hubo de decidirse al fin que todos saldrían á cenar, sin cambiar el traje de camino, conformándose sólo con sacudir el polvo. Las muchachas, después de desprenderse del que habían recojido en el camino, se pusieron polvo blanco en la cara.

—¡Niñas! exclamó D.ª Candelaria al ver que sus hijas hacían aquello delante de Gutiérrez; qué dirá el señor? habráse visto descaro igual! ya no se conforman con pintarse, sino que ni siquiera lo disimulan. Dice bien mi marido: estos extranjeros son los que vienen á traernos todas esas costumbres. Vaya V. á ver! Se empeñan mis hijas en ser blancas, cuando ni de dónde heredarlo! yo he sido prieta toda mi vida, pero eso sí, sólo agua y jabón para mi cara. Dios me libre de andar como payaso.

—Es una costumbre muy generalizada, y además es higiénico.

—Es qué?

—Higiénico.

—Y qué es eso?

—Mi mamá no sabe lo que es higiene.

—En mi tiempo no había eso.

—Ahora tampoco, señora, pero se conoce el nombre.

—Y con eso basta?

—No, señora.

—Ah! será alguna de esas ciencias que han dado en aprender mis hijas, porque ¡ah, qué de cosas raras se estudian ahora! A ver, niñas, digan al Sr. Gutiérrez lo que están aprendiendo.

—No, mamá, dijo una de las niñas, no son cosas nuevas, todas son viejas, pero antes no se aprendían y ahora sí.

—Yo me opongo á que suelten la lengua mis hermanas; tiempo tendrán de hablar de ciencias con el Sr. Gutiérrez; por ahora lo que importa es que salgamos á cenar, dijo Gumesindo.

—Al avío, dijo D. Trinidad, porque, lo que es apetito no falta.

—Por supuesto á Fulcheri, dijeron las muchachas.

—Se entiende, agregó Gumesindo. No faltaba más sino que nos fuéramos á meter ahora á una fonda mexicana.

—A Fulcheri, á Fulcheri.

El corresponsal dió el brazo á D.ª Candelaria.

D. Trinidad se vio obligado á darlo á una de sus hijas, y la otra se tomó del de Gumesindo.

—Y dígame Sr. Gutiérrez, preguntó doña Candelaria: ¿es de rigor andar en México del brasilete?

—Es lo más cómodo, y los empedrados son tan malos que no sería difícil tropezar de noche.

—Ah, bueno, porque yo no veo bien, se me ha acabado la vista con la costura, y como no conozco la vereda.....

—Pierda V. cuidado, D.ª Candelaria; tómese V. con confianza de mi brazo.

—Ay, Jesús, María y José! exclamó doña Candelaria al llegar á la plaza del Seminario.

—Qué le sucede á V, señora?

—Que me lastima el gas.

—Qué gas?

—Ese blanco del farol, mire V. qué barbaridad.

—Esa es la luz eléctrica, D.ª Candelaria.

—Por cierto de su eléctrica! si está de volverse ciego.

—Es una luz hermosísima.

—Quite V. allá! qué hermoso vá á ser eso, si es peor que un hachón de ocote en las narices. De seguro yo me voy á enfermar esta noche de la vista, Sr. Gutiérrez.

—No se fije V. en los focos.

—Qué focos?

—Los de la luz.

—Cuáles son los focos? Usted también es científico, pero yo no entiendo de focos.

—Pues bien, señora, no vea V. el farol.

—Si aunque uno no quiera! mire V. eso. Ya lo ves, Trinidá. Yo no sé como aguantan las gentes los..... los qué?..... Sr. Gutiérrez?

—Los focos.

—Los focos elétricos. ¿Tú los aguantas, Trinidad?

—Te confieso que están un poco fuertes.

—Pues ya se vé, y ahora comprendo, Trinidá de mi alma, como es que hay en México una escuela de ciegos; en mi tierra no la hay, y ya caigo por qué: como en mi tierra no hay elétricas.

—Sabes que puedes tener razón?

—¿Y eso tan grande de fierro que está en el centro? preguntó D. Trinidad.

—Cuál? eso con banderas?

—Es el Circo Orrín.

—Orrín, y qué es Orrín?

—El nombre del dueño.

—Entonces será el circo de D. Orrín.

—Eso.

—Y qué? Circo como todos?

—Es lo mejor que ha venido á México.

—Luego es de extranjeros.

—Sí, señora, de americanos.

—Ya lo oyes, Trinidá; el circo es de extranjeros.

—No te lo he dicho ya! vas á ver que venir á México hoy, es como si fuera uno á Francia.

—¿Conque todo el circo es de extranjeros ?

—Sí, señora.

—Será bueno ver eso, Trinidá.

—Por de contado, ya vendremos.

—Y eso otro, qué es? dijo D.ª Candelaria, señalando el jacalón inmediato al Circo.

—Es el Recreo de los niños. Es un teatrito de títeres.

—Títeres! repitió D.ª Candelaria, pues entonces esos sí son mexicanos, porque los extranjeros no entienden de títeres.

—Sí, señora; es empresa mexicana, lo mismo que aquella otra que está en el rincon de la plaza; es otra diversión también de títeres.

—Y cuánto se paga?

—Medio real.

—Oye, qué baratos son los títeres, Trinidad, más baratos que en mi tierra.—Y por el circo cuánto se paga, señor Gutiérrez?

—Un peso.

—Que tal! oye esto, Trinidad: en los títeres mexicanos se paga medio, y en el circo extranjero se paga un peso.

—Así es en todo, y de eso es de lo que me lamento: á los extranjeros se les paga todo caro, y al hijo del país se le desprecia.

En esto llegaron al Zócalo.

—Ay! qué grande es el Zócalo! exclamó D.ª Candelaria; es más grande que el de mi tierra.

—En la tierra de V. hay Zócalo?

—Pues cómo no!

—También allí, como en esta capital, emprendieron un monumento que no se llevó acabo?

—Monumento? no, señor Gutiérrez.

—Qué objeto tiene su zócalo de ustedes:-'

—Pasearse.

—Entonces habrá un jardín, pero no un zócalo.

—No, señor, un zócalo en forma de jardín.

—Pero quién ha bautizado los jardines con ese nombre?

—Cómo quién? que así se llaman y eso es todo.,

—Pues cómo se entiende eso, señor Gutiérrez? preguntó D. Trinidad.

—Mire usted, señor, le contestó Gutiérrez. Esta parte más elevada y en forma circular en cuyo centro está el kiosko de la música, se construyó para levantar sobre este cimiento un monumento á la Independencia de México; y como México ha andado hace muchos años á la cuarta pregunta, renunció á su proyecto, dejando para perpetua memoria de sus buenos deseos esta parte elevada sobre los cimientos, que era ya el principio del monumento, y á la que la arquitectura distingue con el nombre de zócalo. Alrededor se ha formado un jardín y la gente se ha acostumbrado á decir «el zócalo» en vez de «el jardín del zócalo.»

—Entonces es un disparate, exclamó don Trinidad, que le llamemos zócalo al jardín de nuestro pueblo. Pues oiga V. lo que son las cosas, señor Gutiérrez. Sabe V. quién le puso ese nombre? Pues fuí yo, cuando funcioné de presidente municipal.

V

Yo quiero ver eso, dijo D.ª Candelaria; vamos á ver lo que se llama Zócalo, y yo le diré á V., señor Gutiérrez, si lo hay ó no lo hay en mi tierra.

Los fuereños llegaron guiados por Gutiérrez al centro de la plaza, y D. Trinidad no pudo menos de tocar con sus manos la piedra, exclamando:

—Conque esto es el Zócalo! Tiene usted razón, señor Gutiérrez; ahora caigo en que cuando hice una casita en mi tierra, el sobrestante me hablaba del zócalo. Pues señor, esto no tiene remedio. El jardín de la plaza de mi tierra se llama zócalo, aunque no lo tenga, y es seguro que así se seguirá llamando en todas las generaciones venideras. Conque decía V. que en este lugar se pasea la gente todos los días?

—No todos los días precisamente, porque ya he dicho á V. que se turna. Este lugar es el favorito de la gente pobre, y se posesiona de él. La gente acomodada entonces se pasea por las calles tortuosas y obscuras del jardín; y para que se cambien los papeles es necesario poner unas tablas que aislan este círculo, destinado entonces á los ricos, previos dos pesos de entrada.

—Vea V. que cosas! Y entran muchos?

—Sí, señor; como cuatrocientos ó quinientos.

—Válgame la Virgen! exclamó D.ª Candelaria, quiere decir que son mil pesos! '

—Poco más ó menos.

—Y para quién es ese dinero?

—Para Bejarano.

—Oye eso Trinidá. Aprende para que hagas lo mismo allá.

—Pero mujer, si en nuestro pueblo no hay tanta vanidad como aquí.

—Que no hay vanidad? Vaya! ¡qué bien se conoce que no tratas á las hijas del juez de letras! pues ¿y las Rosados, y las Limones, y las Pinas? Vaya! todas esas por ir á lucir la boneta, serían capaces de darte cinco pesos.

—Además, agregó D. Trinidad, el zócalo de nuestro pueblo es un paseo público, hecho por el ayuntamiento para recreo del pueblo sin distinción de clases.

—Pues este Zócalo es lo mismo. Solo que ese señor trigueñito tiene fortuna para poner de su parte á los regidores; para que le alquilen á él solo lo que pertenece á todos. Tú puedes hacer lo mismo, mira: lo que es al síndico lo tienes de tu parte con sólo que dejes que sus vacas sigan pastando en tus terrenos, á D. Pioquinto y D. Agapito, con sólo que te hagas sordo en lo del denuncio de la parroquia, harán lo que tú quieras; al pobre de D. López con diez pesos verá la gloria abierta, y así por el estilo. Yo sé lo que te digo, Trinidá: si tú no te ingenias no haces letra, y de algo nos ha de servir hacer tantos gastos para venir á la capital. No me decías que aquí se aprenden muchas cosas? Pues ya lo ves, y la primera que hemos aprendido vale la pena. Decididamente, Trini, al volver, lo primero que hago es pedirle sus tablas prestadas á mi compadre, que tiene tantas, y ya verás como hacemos nuestro circo de á pesote la entrada,

—Bueno, ya seguiremos hablando de eso; por ahora vamos á cenar, porque ya me muero de hambre,

—Es lo mejor que podemos hacer, dijo Gumesindo, que hablaba poco.

Siguieron andando por el jardín con dirección á la calle del Refugio y D.ª Candelaria preguntó:

—Y estas sillas?

—Se alquilan, contestó una mujer que estaba oculta tras de un árbol.

—Oye Trini, todo aquí se alquila. En mi tierra se sienta la gente en el jardín de la plaza, sin pagar, tenemos bancas, eso sí, de piedra; pero se sienta todo el mundo sin sacaliña de ninguna clase.

Entraron por fin á Fulcheri y Gutiérrez instaló á la familia en un gabinete, Gutiérrez fué el primero en quitarse el sombrero y colgarlo para indicarle á Gumesindo y á D. Trinidad que lo imitaran; pero ya hemos dicho que el sombrero de Gumesindo era descomunal, y fué necesario colgarlo del barboquejo. Apareció un criado con la lista, y Gumesindo leyó en voz alta: «consomé , sopa de ostiones, pasta italiana....»

—Nosotras consomé, dijeron las muchachas, que ya venían aleccionadas por su hermano.

—Qué van á tomar estas niñas? preguntó D.ª Candelaria.

—Consomé.

—Y qué es eso?

—Caldo, respondió Gumesindo.

—Caldo á estas horas ¿con tortillas?

—Aquí no hay tortillas.

—Adiós! caldo y con pan, sea por el amor de Dios.

—Yo sopa de ostiones, dijo Gumesindo ¿y ustedes? preguntó á su mamá.

—Mira, yo no conozco esos guisos; que los traigan á ustedes y veré por lo que me decido.

—Tiene V. razón, señora, dijo Gutiérrez; de la vista nace el amor.

—Y V. papá?

—Yo también espero ver con la que pierdo.

—Consomé para tres, dijo Gutiérrez al criado, y sopa de ostiones para uno.

—Yo no sé por qué me parece que me voy á quedar sin cenar, dijo D.ª Candelaria.

—No diga V. eso mamá. Esta es una de las mejores fondas de México.

—Bueno, hija, será muy elegante, ya veo que hay espejos, pero vamos á ver el sazón.

En esto llega el criado con lo que habían pedido.

—Ese es el mentado consomé?

—Sí, mamá, éste; quiére V. probarlo?

—Me parece que no ha de saber á nada.

—Pero es de mucha sustancia, señora, dijo Gutiérrez; es el jugo de la carne.

—Eso he oído decir.

—Vaya, que nos traigan consomé, decidió D. Trinidad.

—Efectivamente, continuó, cuando lo hubieron traído; no tiene mal gusto, y sí es de sustancia ¿Qué te parece, Candelaria?

—La verdad: Este será un caldo muy bueno, pero está en francés. Prefiero el nuestro con arroz y garbanzos. Las niñas no pudieron menos que hacer notar á su mamá que tales rasgos de franqueza harían reir á los criados. Gumesindo tomaba sopa de ostiones por la primera vez, obedeciendo á cierta tradición trasmitida por un amigo suyo que había venido á México varias veces. D. Trinidad mostró buen apetito y celebró la novedad de los platillos; pero en cuanto á D.ª Candelaria hubo necesidad de mandarle dar chocolate.

VI

El día siguiente era domingo. Toda la familia fué á la Catedral muy temprano; excepto Gumesindo que comenzó á correr de cuenta de un amigo en quien había cifrado todas sus esperanzas para conocer la capital. Se había instalado en el panino de los lagartijos; quiere decir, en la I.ª calle de Plateros, formando parte de esa costra de pollos que se cría en las puertas y contra los muros á todo lo largo de la calle. Gumesindo descollaba, entre los pollos vestidos de negro, por su sombrero canelo adornado con anchos galones de oro y por su pantalón de montar ajustado á la pierna. Gumesindo peinaba los veintiuno, era buen mozo, de grandes ojos negros y estaba en esos momentos en que el hombre piensa sólo en dos cosas: en su persona y en el amor. En lo segundo había estado pensando hacía tres semanas y consideraba que había llegado el momento supremo de la elección, iba á ser feliz y se preparaba á la felicidad con todas sus fuerzas; pero para tal empresa no contaba con más elementos que con sus atractivos personales; su vanidad le decía que con eso le bastaba, y le parecía imposible que así como á él le habían gustado más de diez mujeres en menos de una hora, él, por decontado, bien podría hacer impresión en una ó dos. Para buscar ese síntoma se volvía todo ojos, y las más veces fijaba su mirada en las señoras que pasaban, con más insistencia y más intención de lo que conviene á un payo.

Cierto grupo de jóvenes que lo observaban á corta distancia, lo habían declarado su centro de atracción, y el objeto de curiosidad y de comentarios en las largas horas de la ociosidad que esa nata de los colegios y las tiendas emplea en guardar las fiestas.

—Mira aquel charrito, Paco; se conoce que acaba de llegar,

—Se conoce que es un fuereño rico.

—Y ha de venir como toro de once.

—Deja que empiecen á pasar esas señoras, y verás cómo se alborotan.

—¡Vaya! dijo otro. Si Concha y Luisa que acaban de pasar sacaban medio cuerpo por la portezuela para verlo.

—Mira, mira, ahí vuelven.

—El también ya picó: míralo, ya conoce el coche.

—Y Luisa viene guapa.

—Ya vá á pasar, pónle cuidado.

El coche pasó cerca de Gumesindo, y Luisa, efectivamente, que era una joven vestida de raso azul claro, sacó la cabeza por la portezuela y saludó á Gumesindo con la mano. Gumesindo extendió todo el brazo para alcanzar la altísima copa de su sombrero canelo, y lo levantó sonriendo para contestar el saludo, miéntras se levantaba en los aires el eco de una carcajada coral salida de la costra de reptiles del lado opuesto de la calle.

Gumesindo, no obstante, estaba absorto en su propia satisfacción y no acertó á conectar el saludo y la carcajada. No le daba á aquel saludo su valor real, sino que con la lógica de su vanidad había venido á deducir que él, joven apuesto y de apariencia, seductora, había impresionado á la joven del vestido azul más que á las otras. Misterios del amor, se decía Gumesindo á sí mismo; yo hubiera querido que la otra, esa que pasó á pié, tan elegante, tan bien vestida, tan majestuosa, hubiera sido la que pero en fin, la azul es lindísima y es lindísima.

VII

A Gumesindo no podía caberle en el juicio que las mexicanas fuesen tan apasionadas de los charritos; pues en menos de una hora, que había permanecido apostado en la primera calle de Plateros, había hecho cuatro conquistas. Estaba muy ufano de que su sombrero canelo, tan dorado y tan grande y sus pantalones cuajados de botoncitos de plata, hubiesen producido un efecto asombroso. Gumesindo no cabía en sí de gozo y de satisfacción; pero esto no bastaba á sus deseos. Era necesario, en primer lugar, decidirse por una de aquellas cuatro jóvenes elegantes, que, según él, se habían prendado de sus atractivos, y una vez decidido por alguna, seguirle la pista; que ya sabiendo su residencia, era fácil dirigirle una atenta carta y entablar las relaciones amorosas con que había estado soñando hacía tres semanas en su tierra. Le tranquilizaba la idea de que los coches en que iban aquellas beldades habían pasado ya cinco ó seis ocasiones, lo cual quería decir que aquél era el paseo habitual.

Entretanto, los lagartijos que lo habían estado observando desde la acera de enfrente, y que no le habían perdido movimiento, estaban combinando un plan.

—Saben lo que me ocurre, chicos?

—Ya le ocurrió algo á éste.

—A ver, á ver, qué le ha ocurrido á Nito.

—Hablo formal, y no me anden con guasas. El charrito ese debe ser rico.

—Pues ya se vé, dijo un lagartijo de boca desmesurada y cabello cerdoso; ha de traer sus buenos tecolines para gastarlos con esas señoras, como les dicen los periodistas..

—Eso es lo que yo podría asegurar, continuó Xito, y creo que se presenta la ocasión de divertirnos.

—Bueno, hombre, bueno, á ver cuál es^ el plan.

—Vámonos acercando, y nos hacemos sus amigos. . .

—Pero cómo?

—Eso corre de mi cuenta,

—Pero va á desconfiar.

—No, qué ha de desconfiar! Sobre todo, si las cosas se hacen con talento.

—Y éste es muy capaz de hacerlo como lo dice, dijo el bocón, refiriéndose á Nito.

—Pues vamos, vamos.

—Espera: ¿con qué pretexto le hablas?

—Le pido la lumbre, y le tiro el cigarro Esto me pone en el caso de pedir excusas,, y de ofrecerle otro.

—Hombre, es muy buena idea.

—Excelente!

—Pues en marcha.

—Sí, pero con disimulo.

Los tres personajes que así dialogaban se colocaron al lado de Gumesindo, que á la sazón fumaba un cigarro. Nito, como lo había dicho, le pidió la lumbre y fingiendo que algún transeúnte le había movido el brazo.

—V. perdone, caballero, pero esa señora me movió el brazo y solté el cigarro. Tenga V. la bondad de aceptar otro.

—Muchas- gracias, dijo Gumesindo, un poco turbado.

Sírvase V

—Muchas gracias, repitió Gumesindo aceptando el cigarro. El bocón entonces dijo:

—Yo tengo cerillos, y ofreció la lumbre á Nito y Gumesindo.

—Es tanta la gente que pasa por esta calle á estas horas, continuó Nito, que, vea V., es necesario permanecer pegado á la pared, so pena de sufrir pisotones, ó de que le tiren á uno el cigarro como acabo de hacerlo con el de V.: pero de nuevo pido á V. mil perdones.

—No hay de qué, señor, es V. muy amable. Todas las personas de la capital son muy amables.

—Gracias, amigo. ¿V. viene del interior?

—Sí, señor.

—No había V. venido nunca á la capital?

—No, señor. Vengo por la primera vez-,

—Ah! y está V. recien llegado

—Llegamos anoche.

—Y qué le parece á V. México?

—Es muy hermoso.

—Y qué tales muchachas....?

Gumesindo sonrió con su interlocutor por la primera vez.

—Oiga V de primera! dijo Gumesindo con la mayor sinceridad del mundo, y dejando traslucir en sólo esa frase, todo el mundo de ilusiones que tenía en la cabeza.

En esto acertó á pasar otra vez Luisa, la vestida de azul, y volvió á saludar á Gumesindo.

—¡Cómo! ¡amigo mío! exclamó Nito, chanceándose, acaba V. de llegar anoche y ya lo saludan á V. las niñas! Cuidado, que como mexicano de la capital, voy á encelarme. Miren, muchachos, continuó dirigiéndose á sus dos compañeros. El señor llega á la capital haciendo conquistas.

—Con razón dijo el bocón; el señor es buen mozo y está vestido de charro y muy bien vestido.

—Gracias, amigo.

—Me llamo Trujillo, para servir á V.

—Gumesindo Ramírez, servidor de ustedes, dijo Gumesindo tocándose el canelo.

—Conque á ver, amigo, quién es esa niña de vestido azul que le saluda á V, tan cariñosamente...,, digo si esto no es una indiscreción; pero V. sabe que entre hombres pues, entre jóvenes dijo Nito acercándose á Gumesindo y tocándole el hombro con familiaridad.

—No la conozco, dijo el charrito ingenuamente.

—Cómo se entiende?

—Palabra de honor,

—Pero ella ha saludado á V.

—Sí, varias veces; pero es por simpatía.

—Flechazo! Es V. afortunado.

—Ya me habían dicho que las mexicanas -eran muy amables, pero no creía que tan apronto

—Las mexicanas? repitió Nito.

—Sí, me habían dicho en mi tierra que hasta las señoras de coche son muy educadas.

—Oye, Pepe, le dijo al oído Trujillo á su compañero: el charrito está creyendo que éstas son las señoras mexicanas. ,

—Pobre!

—Sabes, que efectivamente Nito va á. sacar mucho partido de él.

—Vaya! como que Nito es tanta

Pepe completó la frase con la mano.

—Pues oiga V. amigo; si V. no conoce á. esa niña, yo sí la conozco.

—Es posible?

—Sí, señor.

—Quién es?

—Es una prima mía.

—De veras?

—Formalmente, una prima política, y"como estoy seguro de. que es V. un caballero no tengo inconveniente en presentarlo á ,V. con ella.

—Hombre! exclamó Gumesindo viendo allanada de un golpe una dificultad que le parecía insuperable.

Era ya más de la una de la tarde y los coches de esas señoras habían levantado todo el polvo posible desde la esquina del portal hasta la plaza de Guardiola. Las calles principales de la capital tienen su hora de la misma manera que las personas tienen su cuarto de hora. Ese cuarto de hora es generalmente una debilidad. La capital tiene la suya que consiste en una especie de transación escandalosa con las mujeres públicas.

Aconsejamos al extranjero que no juzgue de la moralidad de nuestras costumbres ni -de nuestros hábitos religiosos por el cuadro -que le ofrecen las calles de Plateros los domingos y fiestas de guardar entre las once y una y media. 1

Simones más ó menos desvencijados y ridículos ocupados exclusivamente por las prostitutas registradas por la policía, ataviadas con los colores más chillantes, y los trajes más escandalosos, emprenden, duran te dos horas la liza de la prostitución con la sociedad, en una especie de vitor ó convite de circo coronado de polvo. Una concurrencia numerosísima se coloca en ambas aceras á todo lo largo de ese hipódromo de yeguas humanas, que aún se atreven á cruzar, con' la tranquilidad de la inocencia,, algunas señoras y algunas niñas de la buena, sociedad. El espectáculo no es nada edificante: coches con mujeres públicas, un público masculino, endomingado y lelo, haciendo alarde de su contemplación estática,. sin las pretensiones de pasar por. simple curioso. Más bien pretende hacer el oso en manada, lo cual, aunque es nuevo, no es del mejor gusto. En ese público que ha resistido y resiste el apodo de lagartijas, abundan los pollos imberbes, haciendo castillos en el aire, lamiéndose los labios, baboseando los nombres de las mujeres perdidas, y trasmitiéndoselos, para llenar la estadística del vicio é iniciarse en sus misterios por el camino más corto y á la faz del mundo; y para completar cuadro, que tan poco honra á nuestras costumbres, el asunto de contemplar prostitutas, se combina con el asunto de poblar la larga fila de cantinas y tabernas que se repiten á cortos trechos en toda la avenida.

A esto, ha venido á reducirse aquella vieja costumbre de apostarse en el atrio de las iglesias para ver salir á aquellas señoras, en los tiempos en que todos los mexicanos, sin excepción, oíamos misa, y la misa era la ocupación preferente del domingo. Las mujeres que hoy se llaman esas seriaras, no se atrevían á exhibirse en ciertos parajes, ni mucho menos pretendieron jamás llamar la atención en masa, por el lujo, por el número, y por la impunidad de la desvergüenza.

La policía no sólo está en su derecho, sino que tiene el deber de dispersar esa manada, para acabar con un abuso que va formando una costumbre escandalosa, indigna de una ciudad culta y moralizada, y está en su deber, puesto que es un gremio que le pertenece, y del que se ha apoderado á nombre de la moralidad y la salud pública, para evitar el contagio no sólo físico sino moral; para garantía y resguardo de la niñez inocente, de la virtud incauta y de la gente honrada.

La ociosidad del público lagartijero y el qué se me da á mi de las pocas señoras que aún pisan esas calles á la hora del escándalo no debe tranquilizar á la policía respecto á la aquiesciencia del público. En bien del decoro y de las buenas costumbres, la policía debe reprimir esos desmanes de sus tutoreadas.

Gumesindo, Nito, Trujillo y Pepe han tenido tiempo durante la digresión anterior, de tomar la tercera copa en la cantina de Plaisant. Gumesindo pagó las doce copas, y las amistades quedaron hechas definitivamente.

VIII

Mientras Gumesindo se entregaba á las seducciones de la calle de Plateros, D, Trinidad, D/1 Candelaria y las niñas aprovecharon la mañana en oír misa en la Catedral, no sin haber pasado una revista minuciosa á la rica colección de carteles -del Circo Orrín, sintiendo la más viva curiosidad por contemplar por la primera vez en su vida un león de carne y hueso, un elefante y otros animales.

D.a Candelaria se había puesto un vestido de seda morado y un tápalo de punto; D. Trinidad un saco negro y el sombrero negro de fieltro altijarano que le servía en las solemnidades de su tierra, y las niñas- llevaban trajes de lana color de rosa con adornos de raso, y velos de punto.

D.a Candelaria y sus hijas presentaban ese contraste que el adelanto de la época, ofrece entre las madres que, girando en cierto círculo social, permanecen en él estacionarias y ven con amor, pero con extrañeza, que sus hijas den un paso más á la cultura y al refinamiento. D.ª Candelaria no abandonaba sus costumbres, su traje y sus modales; y no pocas veces emprendían contra ella sus hijas una verdadera lucha para inducirla á aceptar alguna reforma. Vestía llevando varias faldas, quiere decir, que aún permanecía ampona, apesar de la moda; de manera que sus hijas hacían con ella un verdadero contraste. Las niñas tenían esa esbeltez macilenta, aunque á veces gallarda, de las jóvenes de nuestra época;, enjutas de carnes y largas de huesos, podían sin esfuerzo copiar en sus contornos las lineas exageradas de los figurines de la Moda Elegante, y llevaban los vestidos angostos, cortos y recargados de adornos de la misma tela; los tacones altos, y todas esas estrecheces puntiagudas del chic moderno. D.ª Candelaria había llegado á creer en su pueblo que sus hijas iban á. parecer ridículas en México; pero comenzó por la primera vez á concederles la razón, cuando tuvo ocasión de compararlas con las jóvenes que encontraban en la calle. '

—Ya lo vé V., mamá? le decían sus hijas, esas señoritas van más angostas que nosotras.

D. Trinidad y su mujer encontraban esta sanción muy de su gusto.

—Por más que yo no pueda ver á los extranjeros, decía D. Trinidad, es preciso, sujetarse á su ley, ellos nos dan el molde, y ya lo ves, en todo se les imita. Yo sabía muy .bien que esos vestidos de las muchachas, contra los cuales te rebelaste, eran de moda, y no había más remedio que aceptarlos.

Mientras esto pasaba en el jardín del atrio de la Catedral, un coche de sitio se paraba frente al Café de Iturbide, en cuya muro exterior había una costra de lagartajos, pegados allí, como los mosquitos á la inmediación de cualquier fermentación alcohólica.

En el coche iban dos se flor as vestidas de Taso, una de ellas de formas robustas, que rayaban en la obesidad, asomó la cabeza y llamó con tono imperioso.

—¡Perico! dirigiéndose á uno de los lagartijos, que era un pollo imberbe.

—Qué quieres?

—Hombre, Periquillo! repitió la obesa con acento marcadamente español; quieres decirme quién es un campesino de sombrero dorado que está en la I.ª de Plateros, parado hace dos horas?

—Y cómo quieres que lo sepa?

—Es que yo necesito saber quién es.

—Para qué?

—No te importa: averíguamelo y me vas á avisar: ¿ejtamo?

El pollo se quedó viendo á la española, semi-humillado. ;

En esto se acercó otro pollo.

—Aquí estás tú, chiquillo? Mira, aquí está ésta, dijo la obesa señalando á su compañera. Mándanos dar algo: no seas poco galante con las señoras.

—Qué quieren tomar? dijo el segundo pollo.

—Yo, cognac, un poquito, ya sabes que padezco del estómago.

—Yo también cognac, dijo la compañera.

Mientras el segundo pollo entró al café á pedir el cognac, la robusta comprometía, á Perico á que tomara noticias del charrito. Mira, -chico, es muy fácil que des con él; lleva un sombrero canelo bordado de oro, y en los pantalones' muchos botoncitos de plata. Yo te aseguro que prefiero el niño ese á todos los curros de mi tierra. Mira, voy á dar una cena en la Concordia, como la del día de mi santo ¿qué te parece? cuento contigo.

—Y con el charrito?

—Se entiende, hombre, no seas niño. Yo necesito relacionarme en tu tierra con la gente decente ¿ejtamo?

El criado había traído cuatro copas de cognac, que las mujeres apuraban dentro del coche y los pollos en la calle. Los demás lagartijos dirigían miradas turbias y equívocas al coche: unos para decir: eso es pelarse y otros para decir: mira qué malditos.

Al recibir las copas vacías el mozo, tropezó con un transeúnte y rodaron copas y charola por el suelo. El ruido del cristal, al romperse, produjo la hilaridad entre los lagartijos: se detuvieron los transeúntes, refunfuñó el criado, y se pararon otros dos coches con carga española.

—Mira qué mona se están poniendo las de López, dijo una de las de los nuevos coches, asomando la cabeza.

Un gendarme se paró á ver, pensando en si aquello seria falta de policía; pero el criado había desaparecido sin reclamar.

Las de los otros coches venían á tomar cooktails. La costra de lagartijos había entrado en ebullición: los pollos estaban muy divertidos.

La gorda tocó el vidrio delantero y el haraposo auriga azotó los caballos enclenques.

La familia de D. Trinidad había alquilado, entretanto, cuatro sillas en el jardín del Zócalo.

Pasaba á la sazón una señora pálida, vestida de raso color de oro viejo y velo-mantilla negro, zapatos bajos de altos tacones color de oro viejo y medias color de oro viejo, como el del sombrero de un señor trigueño que estaba enfrente. La señora aquélla llevaba un paso mesurado, tanto -cuanto podía serlo para pisar sobre la escabrosa calzada con los apéndices puntiagudos de su calzado, y tanto cuanto debía sostenerlo para afectar un decoro..,., color de oro viejo.

—Mira que curra vá esa, dijo D.ª Candelaria á su marido. Se conoce que es alguna rica de las más encopetadas.

—Nos hemos de hacer vestidos de raso de color de oro viejo, se decían las muchachas.

—Y zapatos del mismo color para, ir á. nuestra tierra á dar la ley.

Gutiérrez se presentó en estos momentos..

—Señor D. Trinidad, señoritas dijo saludando; ¿qué tal?

—Oiga V., me gusta el paseo, contestó D. Trinidad. Yo no puedo conseguir que el zócalo de mi tierra esté tan concurrido. Las- señoras de allá son muy metidas. Pero ya un amigo mío está organizando la música y cuando vaya V. por allá^ Sr. Gutiérrez, ya verá V. como se juntan.

—Oye, Trinidad, dijo D. Candelaria en voz baja; no te parece que no es muy conveniente poner esa mona desnuda en un. paseo? ,

—¿Cuál mona?

—Aquélla de fierro.

—No la veo.

—Esa que está sobre una columna de piedra. . .

—Esa no es mona. .

—No? pues qué es?

—Es una Venus.

—Bueno, se llamará como tú quieras; pero está indecente.

—Todas las Vénus son lo mismo.

—Por eso no debían ponerlas. Mira, vamos á cambiar de asiento, para que las niñas no las vean; ¿qué te parece?

—No me parece mal; pero creo que no se han fijado, será bueno no hacerles maliciar. Por otra parte, está tan chorreada la tal Vénus que no debe llamarles la atención.

Efectivamente, la Vénus del Zócalo ha llegado á su último grado de desaseo y abandono, como las fuentes y todas las demás obras de ornato, para patentizar á la sociedad y á los extranjeros que en nuestros ediles no existe ese espíritu de nacionalidad y de patriotismo que se afana por manifestar la cultura y la ilustración de la capital de la República. Nos haría más honor suprimir las estatuas que poner de manifiesto nuestro desprecio y abandono por las obra» de arte destinadas á hermosear un paseo público. La lama microscópica se ha apoderado de los pedestales, que lucen á la vez los chorreones de la lluvia; las arañas tejen sus telas en los pliegues del ropaje y entre los dedos de las estatuas, en las que las huellas de las lluvias y el polvo han llegado á darles un aspecto ceniciento y ridículo.

No es esta cuestión de fondos, sino de decoro público, porque un solo hombre con un jornal de cuatro reales, podría dedicar cuatro horas diarias á la conservación de las estatuas y los pedestales, que de otro modo acabarán por inutilizarse en fuerza de abandono y de desidia. Igual servicio de aseo y conservación requiere la banqueta de mármol so pena de que dentro de algunos meses empiece á deteriorarse por todas partes. Mientras esa banqueta permanezca cubierta por la tierra, el incesante tráfico convierte las suelas de los zapatos en otros tantos aparatos despulidores, que irán adelgazando las soleras hasta el punto que empezarán á partirse en pequeños pedazos. Ya que se hizo ese lujoso disparate, probemos al menos que somos dignos de pisar en mármol porque sabemos conservarlo.

Las calles del jardín compuestas de pequeñas piedras y de tierra suelta» han ido perdiendo sus capas superiores que las hacían tersas, y dejan ya asomar las piedrecitas descarnadas, haciéndose penoso el andar, especialmente para las señoras. Esas calles, cuando se riegan se ponen fangosas, y cuando están secas prodigan polvo á los transeúntes y á las plantas. El círculo, que tiene el mejor pavimento, se le alquila á Vejarano, y este alquiler no se aplica á la conservación del jardín, como era de esperarse. Los fondos de la ciudad deben pasar á otras manos vista la inutilidad de los ediles.

IX

Gumesindo había traído una carta de recomendación de un hacendado rico, colindante de sus tierras, para uno de los jóvenes de nuestra aristocracia.

A las ocho de la mañana había ocurrido con su carta á buscar á la persona á quien venía dirigida; pero el portero al ver que Gumesindo preguntaba con cierto encogimiento, le contestó de mala manera:

—Hum!,... el niño Manuelito, decía V?

—Sí, el joven.

—Pues si el niño no se levanta hasta las doce.

—Está enfermo?

—No, señor; qué enfermo va á estar el niño! Es que vino tarde.—Oye, Feliciano, dijo dirigiéndose al lacayo que limpiaba el coche en el patio ¿como á qué horas vino el niño Manuelito ?

—Pos yo rigulo que serían como á las cuatro. Vaya, con que á poco que lo oí subir fui por la leche....

—Bien, puede V. volver á las doce; á esas horas sale de su cuarto y se va para Plateros. A veces viene en la tarde á pedir el faetón ó el buggy; entonces vuelve como Á las ocho, y después sólo Dios....

—Está bien; volveré un poco después de las doce, dijo Gumesindo, Se salió, y andando calles se paró donde encontró más gente, que fué en la I.ª de Plateros, donde lo hemos dejado haciendo amistades con esas señoras y con esos lagartijos.

A la cuarta copa de cognac, Gumesindo empezó á sentirse espansivo, y reveló á sus nuevos amigos Pepe, Nito y Trujillo que debía separarse de ellos porque tenía un asunto.

—No, amigo, le dijo Nito, hoy es domingo, y no es día de asuntos; hoy no se dedica uno más que al muchachaje y á la copa. Que nos traigan otra.

—No, por mi parte, objetó Gumesindo. No me siento--muy bien con las cuatro que llevo, y además tengo que ver á este sujeto,, añadió, sacando de :su bolsillo la carta dirigida á Manuelito.

—Miren á quién viene recomendado este caballero, dijo Trujillo, y los otros dos pollos se acercaron á leer el sobre; le conocemos todos.

—¿Y pretendía V. buscarlo á estas horas en su casa?

—Sí, señores.

—Le precisa á V. verlo?

—Desearía….

—Pues á estas horas está en el «Globo.»

—No, en «Iturbide,» dijo Pepe.

—Vamos á buscarlo.

—Vamos.

—Pero no sin tomar la quinta.

—Yo no puedo más, objetó Gumesindo.

—Nosotros tenemos una regla, dijo Nito* nunca tomamos pares.

—Por qué?

—Por que nos parece muy ridículo acabar en cuatro.

—Se ha notado, agregó Trujillo, que las copas pares son las que se suben.

Todas estas razones parecieron tan convincentes, que los cuatro amigos apuraron la quinta copa, y encendieron el quinto cigarro para dirigirse á buscar á Manuelito.

Antes que Gumesindo, el lector tiene derecho de conocer á este nuevo personaje de nuestra historia. Manuelito tenía veintiséis años y todavía lo mantenía su papá. Como había dicho muy bien el portero de su casa, se levantaba á las doce, tomaba chocolate, y se salía á la calle. Su primer cuidado era buscar á Arturo, su inseparable amigo, y el lugar de la cita era la cantina de Plaisant.

Manuelito y Arturo se saludaban tomando asiento cerca de una mesa predilecta. El crudo, á quien ellos llamaban siempre por su nombre, los saludaba trayendo, sin previa orden, dos copas de ajenjo.

La conversación se reducía á contarse mutuamente sus impresiones amorosas. En seguida se dirigían al Hotel de Iturbide para buscar en el billar un partido, apostan^ do el almuerzo para cuatro. '

Este almuerzo empezaba por lo general á las dos de la tarde, y terminaba á eso de las cuatro. A las cuatro y media Manuelito iba á ver á una de sus novias. A las cinco y media iba al paseo, generalmente acompañado de Arturo; á las ocho tomaban chocolate, iban al teatro y cenaban en la Concordia entre doce y una de la noche; después no se sabía de ellos, ni tenían hora fija para recogerse.

Hacía cinco años que la vida de estos dos amigos era la misma, invariablemente.

Cuando se le preguntaba á la mamá de Manuelito por él, decía esa santa señora:

—Lo veo cada veinticuatro horas, si acaso, por que hay veces que no le veo la cara en tres días. ,

—Pero V. le permite...

—Ya le he dicho, replicaba la buena de la mamá; ya le he dicho que entre á saludarme todos los días, antes de marcharse, y luego que haga lo que le parezca. Ya Manuel es grande, y bien comprende que no debe sujetársele; ya está en edad de reflexionar y él hará lo que mejor le convenga; de manera que yo no me meto en sus asuntos. Afortunadamente nuestra posición no le permite apurarse por nada, y no ‘tiene necesidad de trabajar, y mientras yo les viva no les ha de faltar nada á mis hijos.

Efectivamente, no les faltaba nada á los hijos de esta señora, más que ir á la cárcel.

Gumesindo y sus tres nuevos amigos encontraron á Manuelito en los billares de Iturbide, á la sazón que empezaba el partido para jugar el almuerzo.

—Este señor, dijo Trujillo, trae una carta para tí, Manuel; es el Sr. Gumesindo Ramírez.

—Servidor de V., dijo Gumesindo alcanzando apenas la copa de su gran sombrero canelo.

Manuelito leyó la carta, y al acabar tendió la mano á Gumesindo.

—Mucho gusto tengo en conocer á V... y rae propongo, efectivamente, hacer la estancia de V. en la capital tan agradable como sea posible.

— Y sí lo hará, amigo, agregó Trujillo, porque este Manuel se rapa una vidurria...

—Tiene seis novias, dijo Pepe.

—No empiecen.

—Sin contar con las concubinas, como Salomón, dijo Nito.

—No haga Y. caso de estos pillos, dijo Manuel poniendo cosmético á su taco; como ellos son muy léperos, juzgan mal á todo el mundo.

—Eso no es juzgar mal, al contrario, dijo Pepe.

—Pues Dios los cría y ellos se juntan, dijo Nito, porque si Manuel es un Tenorio, el Sr. Gumesindo es un D. Luís Mejía.

—Y yo sé quien va á ser doña Inés.

—Hay monja de por medio? preguntó Gumesindo.

—Cállate hombre, que vas á acabar por escandalizar á este señor.

—Decir que hay una doña Inés, no tiene nada de particular, porque el hecho es cierto,

—Realmente monja? insistió Gumesindo.

—Sí, señor; ya la conocerá usted, si gusta. Diga V. á Manuel que lo presente con la monja.

—Ya te oigo, bribón, dijo Manuel desde la esquina de la mesa, apuntando para hacer una carambola.

—Sea como fuere añadió después que hubo errado el golpe, me permite Y., Sr. Ramírez, que lo invite á comer? Seremos cinco. Voy á presentar á V. con mis amigos. Arturo.... Y dijo los nombres de sus otros dos contrincantes en el juego.

Trujillo, Pepe y Nito, que no pertenecían al círculo aristocrático de Manuelito, disimularon su despecho por no ser también invitados, pues los tres hubieran aceptado gustosos el convite; sabían muy bien que Manuel era rico y generalmente garboso.

Trujillo que era el que tenía más confianza con él, no quiso quedarse con el desaire y exclamó:

—Nosotros sabíamos también que iban á ser cinco en el almuerzo, porque nosotros estamos invitados; de manera que aún cuan: do hubieran tenido la política de convidarnos, hubiéramos rehusado,

A Manuelito se le subió la sangre á la cabeza y exclamó.

—¿Sabes que estás muy bruto esta mañana? ya se te olvidó que tú comes conmigo cuando quieres.

—Sí, cuando tienes la bondad de considerarme.

Manuelito eludió continuar hablando sobre el asunto y Trujillo y sus dos amigos se separaron despidiéndose de todos en conjunto.

Al quedarse solo Gumesindo, fué invitado á jugar; pero él prefirió ser espectador.

Gumesindo, un poco turbado, comprendió que había sido introducido en un círculo aristocrático, y que aquellos cuatro jóvenes, que jugaban el almuerzo, pertenecían á familias distinguidas de la capital. Efectivamente, por medio de aquellos jóvenes tendría entrada á todos los misterios del amor, del juego y de la embriaguez.

Cuando acabó el partido de billar, Manuelito se acercó á Gumesindo para preguntarle qué tomaba.

—Nada, señor, le contestó éste; los señores con quienes venía han tenido la bondad de invitarme y,...

Usted debe tomar con nosotros una copa, dijo otro de los amigos de Manuelito, y la dijo con el tono de un artículo de Código y con tal aplomo, que Gumesindo temió infringir alguna costumbre aristocrática si rehusaba.

Aceptó, pues, con un movimiento de cabeza, y los cinco jóvenes apuraron cinca cooktails de diferentes combinaciones.

Era la primera vez que Gumesindo tomaba cooktails, y le pareció aquella forma de envenenamiento más soportable que la del cognac puro, que por cinco veces le había, raspado la garganta,

—A la salud de V., dijo Manuel tocando su copa con la de Gumesindo. Yo le ofrezco á V. que nos vamos á divertir, y á probarle que la persona que lo recomendó á V. conmigo sabe lo que ha hecho.

—Ya verá V. qué alhaja es este Manuelito, agregó uno de los amigos; y si, como; creemos, es V. afecto al bello sexo, ya, ya va V, á ver como éste es un piloto, que le hará á V. navegar por el mar de los placeres, hasta...

—Hasta que se ahogue, añadió otro.

—No, no tanto, repuso Manuelito, pro-, curaré sacarlo sano y salvo.

A partir de este momento, Gumesindo no volvió á separarse de Manuelito.

D. Trinidad, D.ª Candelaria y las niñas habían tenido tiempo de ver la concurrencia del Zócalo, de haber vuelto al hotel y de almorzar, esperando de un momento á otro á Gumesindo; pero dieron las tres y media, y suponiendo que lo verían en el teatro Nacional, adonde los había convidado Gutiérrez, salieron del hotel. Pero pasó la representación, la familia fue á tomar helados á la Concordia, volvió al Hotel y Gumesindo no había llegado. Fué al circo, se acabó la función y Gumesindo no parecía,

—Ese muchacho se ha extraviado, dijo D. Trinidad.

—En las calles de México y con tantos gendarmes que den razón, no es posible, objetó Gutiérrez.

—Le habrá sucedido alguna desgracia, exclamó D. ’ Candelaria.

—No tenga V. cuidado, señora, Tal vez no tarde, estará cenando en la Concordia después de haber ido al teatro.

—No lo crea V., Sr. Gutiérrez. Cenar á estas horas! Usted no conoce á Gumesindo. A las nueve de la noche ya no se puede contar con él. Qué va á cenar tan tarde mi hijo! No, señor; es que algo le ha sucedido.

—Esperaremos media hora y si no viene iremos el Sr. D. Trinidad y yo á mover la policía para que lo busque.

X

A las diez de la mañana del día siguiente se presentaron en el Hotel Central Manuelito y Gumesindo. Manuelito subió el primero al cuarto de D. Trinidad mientras Gumesindo esperaba en la escalera,. Sin hacerse anunciar pregunto por D. Trinidad y sin más preámbulo prorrumpió:

—Le traigo á V. razón de su hijo.

—De mi hijo! de Gumesindo! Dios se lo pague á V.. jovencito! Y en donde está?

—Viene conmigo, Pero he querido hablar á V, primero.... .

—Cómo? alguna desgracia! exclamó don Trinidad.

—Desgracia! repitió D.ª Candelaria desde su cuarto; ya lo decía! Sobre que el corazón de una madre no puede engañarse! A ver, á ver, qué desgracia le ha sucedido á mi hijo. Buenos días, señor, dígame V. por el amor de Dios!

—Eso iba á hacer el señor, interrumpió D. Trinidad.

—Bueno; pero el caso es que le ha sucedido algo.

—No, señora, nada, dijo Manuelito.

—Calla, mujer! y deja hablar al señor.

—Sí; y cómo quieres que me calle cuando se trata de mi hijo? Conque dice V., señor, que nada le ha sucedido ?

—Nada, dijo Gumesindo apareciéndose,

—Gumesindo! exclamaron todos ala vez.

—Sano y salvo!

—Y cómo ha sido eso? preguntó doña Candelaria.

—Deja que el señor explique.

—Pero tome V. asiento, dijo una de las muchachas.

—Estoy bien, contestó Manuelito.

—Donde pasaste la noche, bribón? dijo doña Candelaria recordando en aquel momento la mala noche que habían pasado todos.

—El señor va á explicar, balbució Gumesindo,

—Si, mamá, deje Y, que el señor explique.

—Explique V., señor.

—Silencio! se atrevió á decir la más avisada de las niñas.

Y Manuelito habló de esta manera:

—Sr. D. Trinidad: Gumesindo me há traído una carta de recomendación de una persona que aprecio mucho, el dueño de la hacienda de.... (y dijo un nombre que nosotros debemos callar). Y dije para mí: en viniendo de parte de esa persona, me creo en el deber de obsequiar á su recomendado, hasta donde me alcancen las fuerzas. Empezamos por almorzar cinco amigos en el Tivolí; después del almuerzo, que terminó á eso de las seis, fuimos al paseo, después al teatro, y luego cenamos en la Concordia, Gumesindo tuvo la bondad de acompañarme hasta mi casa, porque iba yo un poco malo; subió á mi cuarto, me puse peor, y Gumesindo no se ha separado de la cabecera de mi cama hasta esta mañana, en qué sintiéndome restablecido, he creído de mi deber venir á hacer á V. esta explicación, ya no solo para explicarle la ausencia de Gumesindo, sinó para darle las gracias delante de Vds., y para ponerme á sus órdenes. Sabe V,, Sr, D. Trinidad, que en mí tiene V. un amigo, agregó Manuel, tendiendo la mano y poniéndose en pié para despedirse.

Una sonrisa general de satisfacción acogió el relato de Manuelito. Gumesindo recogió un haz de miradas de reconciliación, y hasta de simpatía, por su buena acción de haber permanecido á la cabecera de un enfermo durante la noche.

—Y nosotros que estábamos con tanto cuidado! exclamó doña Candelaria. Vaya, <pie nos has hecho pasar una noche.,..

—En fin, señora, perdónele V, y ya no hay para qué recordar ese incidente.

—Tiene el señor mucha razón, dijo don Trinidad, ya pasó todo. Pues aquí nos tiene V. á su disposición, señor Don

—Manuel, dijo Manuel, comprendiendo que nadie sabía todavía su nombre.

—Sr. D. Manuelito, completó D. Trinidad,. V. deberá disimular si nos encuentra un poco rancheros, pero es la verdad, venimos á la capital de la República por la primera vez, y eso merced á esa invención del ferrocarril que... oiga V.,Sr. D. Manuelito, es asombrosa..

—Si señor, agregó D.ª Candelaria, somos puros rancheros, pero sabemos querer á las personas. Mis hijas son menos rancheras que yo; y V. las ve, tienen sus estudios. Sí,, señor, porque aunque uno sea así, siempre busca lo mejor para los hijos, porque no hay amor como ése.

Manuelito y las niñas cambiaron miradas que equivalían á los cumplimientos que debían haberse hecho, si D.ª Candelaria los hubiera dejado hablar.

—Quiere decir, dijo Manuelito, cuando D.ª Candelaria tomaba resuello; quiere decir, que tienen Vds. tres hijos.

—Tres? quizá! no señor. Nueve, para servir á V., dijo D. Trinidad.

—Nueve! repitió D.ª Candelaria pronunciando esa cifra con un acento indescifrablemente maternal.

—Solo que los chicos se quedaron en casa, agregó D, Trinidad.

—Conque dijo Manuelito; Vds. me permitirán que me retire. Ya estoy seguro de haber disculpado suficientemente á su hijo de Vds. '

—Un millón de gracias, D. Manuelito, y aunque inútiles, ya sabe V. que estamos para servirle.

—Y mucho que sí, agregó D.ª Candelaria.

—Señoritas á los pies de Vds., dijo Manuel dando la mano á las niñas, y estrechándoselas cordialmente. A una de ellas con más cordialidad de la que requería la ¡situación, porque Manuelito, mientras tal hacía, había formulado en su mente esta frase: «.Bien se puede apechugar con esta rancherita.»

Al fin salió del cuarto acompañado por toda la familia hasta la puerta del pasadizo, y cuando atravesaba la calle de las Escalerillas, se sentía ufano de su triunfo y de su aplomo para mentir.

—Conque vamos á ver, dijo D.ª Candelaria cuando Manuelito hubo desaparecido. Cuéntanos, Gumesindo, lo que te ha sucedido, porque ese señor habla tan de prisa, que no he podido entender lo que me dijo. Yo solo recuerdo que el almuerzo terminó á las seis de la tarde

—Es cierto.

—Pobre de tí! Conque te has mal pasado?

—No, al contrario, mamá; el almuerza ha terminado tan tarde porque ha sido muy bueno.

—Bueno debe haber estado para durar todo el día.

Gumesindo temía que aquel interrogatorio se prolongase, porque conocía que no había de salir avante en surcir mentiras como las había surcido Manuelito. D. Trinidad hablaba poco, porque ya le había pasado por las mientes que su hijo empezaba á pagar tributo al culto de los placeres de la capital. Una de las hijas de D.ª Candelaria se estaba sintiendo todavía fuertemente impresionada por Manuelito: le había "parecido mil}" elegante y muy simpático. Ella también, como Gumesindo, había estado soñando en su 'tierra, desde que se habló de venir á México, con encontrar aquí su bello ideal. Sus tendencias á la vida cortesana habían ido tomando majares proporciones, desde que una amiga suya, mexicana, la había iniciado en los misterios del tocador y de la moda; y desde que empezó á usar tacones altos y vestido angosto se imaginaba tener derecho á ingresar en el número de las mujeres elegantes de México, de quienes se había formado una idea casi novelesca, y era tal y tan viva esta tendencia, que desde que en el pueblo pudo formar -parte de las pocas jóvenes que se vestían bien, comenzó á ser desdeñosa con su no vio, que era uno de los charritos más apuestos de los alrededores. La capital de México tenía un encanto tal y se presentaba á la imaginación de Ciara tan llena de seducción y atractivos que le parecía indigno de una joven elegante como ella y que vestía á la francesa, como las grandes señoras de México, tener un novio de manos callosas y de maneras de campesino. Clara soñaba en un tipo de nobleza y elegancia que se pareciera á los héroes de algunas novelas francesas, escritas precisamente para despertar en la imaginación de las jóvenes esa clase de sueños y delirios.

Cuando Manuelito desapareció de la calle de las Escalerillas, Clara que lo había seguido con la vista desde el balcón del hotel, sintió como una oleada de; tristeza profunda que le oprimía el corazón, y ella misma no pudo menos de sorprenderse, al ver que la realización de sueños, por tan largo tiempo alimentados, se presentaba bajo la forma de una melancolía que se parecía mucho al dolor y al desengaño.

En cuanto á Gumesindo, pasaba en aquellos momentos por su cabeza todo un mundo de impresiones, de recuerdos y de deslumbramientos que vale la pena que lo estudiemos confidencialmente en el siguiente capítulo.

XI

Gumesindo estaba pasando por una mistificación que lo tenía fuera de sí. Los buenos servicios de su nuevo amigo, el elegante Manuelito, lo habían salvada respecto á su familia, por aquella vez; pera estaba corriendo un riesgo inminente de no volver á su tierra y romper abiertamente con la madre agricultura y con sus buenas costumbres de campirano. Se desconocía á sí mismo y le parecía que se había equivocado de una manera crasa al juzgar de la vida y sus placeres por los que él había podido alcanzar en su calidad de ranchero. El mundo era muy distinto de como él se lo había figurado, y un horizonte sin límites se ofrecía á su vista ansiosa de devorar todos los misterios, todos los afectos y todos los placeres.

Los cooktails de la mañana habían comunicado cierta expansión inusitada á su espíritu; se había sentido feliz sin sentirse borracho; había recibido en aquellos brevajes como un nuevo caudal de vida, de animación y de alegría, de valor y de sed de placeres. Nunca había tomado siete copas, ni mucho menos había saboreado las bebidas americanas; tampoco se había sentado nunca á una mesa como la que Mr. Porras sirvió, por orden de Manuelito, en el tivolí de San Cosme. Estaba asombrado, así del mágico poder de los cooktails, como de sus fuerzas digestivas; nunca había comido tanto ni jamás se sintió mejor que después de aquel banquete. Es que tenía dotes de gastrónomo, sin haberse dado cuenta de ello, como no se había dado cuenta tampoco de muchas de sus aptitudes. Aquel domingo era día de descubrimientos para Gumesindo: sabía y podía beber como un marino; sabía y podía comer como un Heliogábalo, y sabía y podía amar como el doncel de D. Enrique.

Manuelito encontró que Gumesindo, como discípulo no tenía rival. Después de "haber bebido y comido expléndidamente, Manuelito pidió barajas.

—Has notado, le dijo al mismo Manuelito uno de sus amigos, que el charrito trae la cartera repleta de billetes?

—No he notado la cartera, pero trae oro en los bolsillos; le dio al criado un escudo.

—Creo que es un buen pichón.

—Lo calaremos.

En el mismo kiosko en donde habían comido, que era por cierto, de los más cubiertos, se improvisó una mesa de juego. Manuelito comenzó por poner algunas monedas de oro y plata sobre el tapete, y comenzaron los albures. Desde los primeros, Gumesindo dio muestras de no ser jugador, pero á la vez probó un atrevimiento y un desenfado para jugar, que impuso respeto al círculo, como acontece siempre entre jugadores.

Los cuatro compañeros de Gumesindo tuvieron que ponerse á la altura de su contrincante y jugar fuerte y con afectada sangre fría é indiferencia. Pocos golpes de audacia bastaron á Gumesindo para verse dueño de una suma respetable, hasta que el mismo Manuel consideró que debía poner término á la diversión, sin pretender desquitarse.

Era aquella otra de las aptitudes ocultas de Gumesindo, de que él mismo se daba cuenta por la primera vez. Nunca había jugado, y él mismo estaba absorto de su arrojo y de su fortuna. No había cejado un momento ante ninguna invitación, lo aceptaba todo sin esfuerzo y con la mayor naturalidad del mundo. Después de las últimas copas de champagne, siguieron todos tomando café, cognac y chartreuse verde. Todo lo tomaba Gumesindo con la naturalidad de un lord, se había resuelto ponerse á la altura de aquellos jóvenes elegantes y lo había conseguido con una facilidad que á él mismo le maravillaba.

Manuelito preparó las cosas de manera <le no tener necesidad de invitar á Gumersindo al paseo, porque, como hemos visto, el traje de charro no era el que convenía para pasear en faetón.

Sin dar lugar á la relajación nerviosa después de la tensión en que tantas emociones y excitantes habían sostenido á Gumesindo, se encontró bajo la hábil protección de Manuelito, en el momento supremo de su felicidad, en el de su aventura galante.

Gumesindo había soñado como se sueña á los veinte años, encontrarse alguna vez frente á una mujer encantadora en un retrete perfumado y silencioso, pronto á inmolar toda su vida en aras del placer.

Gumesindo estaba realizando aquel ensueño de su juventud, estaba frente á la mujer más hermosa y elegante que había visto en su vida; sólo que ahora se operaba en Gumesindo un fenómeno fisiológico de diverso género de los que hasta allí le habían revelado sus aptitudes ocultas.

Gumesindo estaba deslumbrado y absorto. Todo el caudal de sus ilusiones y sus sueños y todo el amor atesorado virgen en su alma de veinte años se desbordaban ante su realización inmediata, produciendo en él un sentimiento profundo de respeto. La inmensidad de aquella dicha lo había anonadado y retrocedía espantado como ante la inmensidad del mar.

Luisa, porque era Luisa la del vestido .azul de raso, ante quien estaba Gumesindo, lo había comprendido todo con esa intuición que permite á la mujer encontrar y analizar un mundo en una mirada.

El amor con todo su poder, con todo su prestigio, se había apoderado del corazón <le Gumesindo, é irradiaba en sus miradas con tal intensidad y vibraba en su acento con tal dulzura, y se ostentaba en sus frases con tal galanura y elocuencia que Luisa en aquella milésima repetición de amor, se sentía afectada porque encontraba algo nuevo por la primera vez en su vida. Contra su costumbre no había tuteado á Gumesindo y éste apenas se había atrevido á estrecharle la mano al saludarla. Cosa singular: se alejaban instintivamente uno de otro, temerosos de haber ido muy lejos con el pensamiento; y como si hubieran equivocado la senda del verdadero amor, desandaban el camino para empezar de nuevo y en orden. Sin salir garantes de la sinceridad de Luisa en esta evolución, seguía en ella á Gumesindo sin esfuerzo, porque encontraba un misterio desconocido que la. halagaba. También para ella en el amor de Gumesindo había una revelación.

—Cuándo llegó V. á México?

—Ayer, dijo Gumesindo.

—Vino V. á pasear?

—Vine á conocer á V.

—A mí?

—Sí. Yo la soñé á V. en mi tierra y la soñé muchas veces,

—A mí? volvió á preguntar Luisa.

—Sí, á V., exactamente á V., y desde la primera vez que la soñé

—Qué?

—Desde entonces la amé á V. con entusiasmo, é insistí con mi padre para que al fin realizáramos este viaje.

—Sabe V., que es extraño lo que V. me dice?

—Para mí no es extraño, yo creo que se puede amar á una mujer antes de conocerla.

—V. lo cree?

—Lo creo porque eso es lo que me pasa. Yo vine á México á buscar á V. -

—Le habían hablado á V. de mí?

—No, nadie.

—Entonces

—Cuando la vi á V. esta mañana, y usted me vió, dije para mí: es ella! Y efectivamente ya V. lo recordará, V. me saludó.

—Sí, es cierto, tengo que confesar que fui una loca en saludar á V. primero; pero qué quiere V. yo lo hice sin pensarlo.

—Yo reconocí en V. á la mujer con quien había soñado, de manera que no fué esta mañana cuando la vi á V. por la primera vez.

—Pero en fin, ahora que me vé V. cerca acaso note V. alguna diferencia.....

—No, ninguna. Me son familiares no solo las facciones de V., sino el acento de su voz. Me parece que lo he oído mucho tiempo.

—Tal vez me parezca yo á alguna persona que V. ame en su tierra. '

—No, absolutamente. En mi tierra no hay mujeres como Y., todas son allá rancheras, y además nunca he amado á nadie.

—Nunca?

—Palabra de honor. Hoy amo por la primera vez, quiero decir, hoy veo por primera vez á la única mujer á quien he amado hace mucho tiempo. .

—Y ésa soy yo? preguntó Luisa con un acento muy cariñoso al oído de Gumesindo.

—Sí, sí, usted, sólo usted; contestó temblándole la voz al sentirse bañado por el aliento perfumado que exhaló. Luisa al acercarse.

En seguida se cruzó entre los dos una mirada de fuego que era como el reto de dos almas en la arena del deleite. Gumesindo se sintió arrebatado como en un éxtasis hasta el límite de la felicidad humana. Sin saber como, las manos de Luisa se habían enlazado con las de Gumesindo, y ambos se las estrechaban convulsivamente. Gumesindo. pretendió hablar y toda la expresión de su dicha se exhaló en un suspiro; hizo un -esfuerzo más, porque sentía ahogarse, y rompió á llorar como un niño cayendo á los pies de Luisa como si al ir á tocar el cielo <le su dicha le hubiese sobrecogido una honda pesadumbre.

Duraron algunos momentos los sollozos comprimidos de Gumesindo como si luchara interiormente para reponerse. Aquella explosión determinó la crisis en la tensión nerviosa que había sostenido todo el día, y rendido su organismo á tanta emoción y á tanto placer, se laxaron todos sus miembros, se relajaron todos sus nervios, se ofuscó su razón, sintiendo como si entrara á una profundidad desconocida y quedó exánime.

Luisa iba á llamar juzgando al pronto que Gumesindo se había puesto malo; pero al hacer el primer movimiento para levantarse, sintió la presión de una de las manos de Gumesindo que aún permanecía entre las suyas. Esperó largo rato, pero aquel joven había caído en una especie de sopor profundo; sus miembros estaban laxos, su respiración concentrada interrumpía á intervalos su regularidad para dejar escapar largos y profundos suspiros.

Logró Luisa al cabo de mucho tiempo que Gumesindo se reclinara. en el sofá y con la ayuda de dos almohadones le hizo tomar al fin una postura cómoda para el descanso.

Algunos minutos después Gumesindo dormía profundamente, y Luisa se escurrió de puntillas de aquella habitación entornando la puerta.

XII

No tardó D. Trinidad en empezar á comprender que el deseado viaje á la capital de la República tenía más riesgos y tropiezos de los que él se había figurado desde un principio. No había transcurrido aún una semana desde su,arribo, y ya Gumesindo había faltado dos noches de su casa, y no era esto lo que le alarmaba, sinó que Clara, su hija, no podía disimular que aquel jovencito, amigo de su hijo, el -elegante Manuelito, había hecho en ella una impresión profunda.

—¿ Sabes, Candelaria, le decía D. Trinidad á su mujer, que ya me va cargando México?

—¡Qué descontentadizo eres, Trini! le contestaba su mujer; no te puedes quejar de que no nos hemos paseado; yo estoy hecha pedazos, pero la verdad estoy muy contenta.

—Oye, mujer, yo no me refiero precisamente á las diversiones y paseos, supuesto que no hemos hecho otra cosa desde que llegamos más que divertirnos; pero me parece que nuestros hijos están corriendo un gran peligro.

—Peligro, de qué?

—Vamos, veo que eres muy poco maliciosa.

—Realmente, no caigo.... '

—¿Qué te parece el jovencito que nos visita?

—Quién, ¿Manuelito?

—El mismo.

—Pues me parece un muchacho excelente. Yo no puedo menos que agradecerle que me viniera cargando dulces, cuando supo que me gustan tanto. Qué interés puede tener en mí el pobre muchacho?

—En tí, ya se ve que no; pero....

—Ya sé lo que me vas á decir, en Clara. Mira, te diré que á la muchacha creo yo que no le parees mal; pero él, es un joven acomodado que probablemente aspirará á la mano de una de las principales muchachas ricas de la capital. Clarita le ha de parecer ranchera, apesar de que ya ves como nuestras hijas, las pobrecitas, han hecho su pa* peí en estos dias, como si hubieran nacido en la capital; y eso que todavía no les ha acabado la modista sus vestidos color de oro viejo, por lo que están tan alborotadas, y cuando se los pongan ya verás qué curras van á parecer. Como que, á propósito de esos vestidos, acaban de recomendarme mis hijas por la centésima vez, que te compres otro sombrero y tu levita negra. Dicen, y tienen razón, que es necesario que toda la familia se presente como se debe en todas partes, porque ellas ya han oído hablillas y críticas con motivo de tu sombrero ancho y del traje de Gumesindo.

—Bueno, ya sabes que me van á traer sorbete y que voy á hacer el sacrificio de ponérmelo sólo por darle gusto á las muchachas. Pero volvamos á mi cuento: yo temo que prolonguemos mucho nuestra permanencia en la capital, porque Clara y Gumesindo corren peligro. Gumesindo anda inquieto y.... '

—Ya vas á maliciar del muchacho, cuando el pobrecito, alma mía de él! es un santo. Desde la otra noche andas tú con que aquí hay mujeres malas: el mismo Sr. Gutiérrez me las ha enseñado en la calle;. y oye, te confieso francamente que me parecen esas malicias del Sr. Gutiérrez muy aventuradas, y tal vez les quita el crédito á personas honradas. Vea V., me decía: esa, esa que va allí, de vestido de raso azul, es una de ellas.—¿Cual?—Aquella, la del vestido azul y zapatos azules, que anda muy espacio, y con mucha majestad y señorío. Esa? le pregunté espantada; esa le parece á V. que es una mujer mala? ¡Ah, que usted, Sr. Gutiérrez! le dije, porque no pude menos. Antes de hablar mal de una persona, es necesario conocerla; yo no puedo creer que esa señora sea mala como usted dice. Mírela V. con qué dignidad anda y se pasea. No voltea la cara, no saluda á los hombres, y desde luego se puede asegurar que es una señora decente. El Sr. Gutiérrez se sonrió, pero no insistió en probarme que aquélla fuera una mujer mala, y seguramente le remordía la conciencia por su ligereza en juzgar á las gentes.

Yo también, apesar de mi experiencia y de mis años, te confieso que no me atrevía á creer al Sr. Gutiérrez; pero oye, Candelaria, por vida mía que tiene razón. Hoy las mujeres malas son más lujosas que las buenas, se visten mejor y gastan más dinero que las ricas.

—Eso es lo que me dice el Sr. Gutiérrez, pero yo creo que son cosas suyas.

—No, mujer, ya lo lie averiguado.

—Cómo!

—Mira, el cómo.... no te lo podré explicar perfectamente, pero el hecho es que el Sr. Gutiérrez tiene razón.

—Hum! hum! refunfuñó D.ª Calendaría,, no sé por que me parece que ese género de averiguaciones en que te has metido nos va á traer quebraderos de cabeza, y mira, Trini: eso si me haría aborrecer á México y pedirte que nos marchemos á nuestro pueblo lo más pronto posible.

—Ah, luego convienes en que tratándose de esas mujeres, que parecen señoras, hay algún peligro.

—Ya se ve que sí.

—Pues á ese peligro me refería precisamente al tratarse de Gumesindo, y tú exclamaste, ¡alma mía de él que es tan bueno! Aquí no se trata de si Gumesindo es bueno ó no lo es, sino de que las ocasiones en esta gran ciudad son tantas, que los jovencitos no pueden menos que perderse por buenos y por moralizados que se les suponga. Tú debes comprender cuanto atractivo tendrán para un joven de veinte años, una de esas mujeres elegantemente vestidas, que reciben á sus amigos en casas amuebladas con lujo...

—Oiga! Conque también sus casas son lujosas!

—Vaya, si vieras qué camas de latón y que...;

—Cómo! cómo es eso! tú has visto esas camas de latón, Trinidad ? tú las has visto con tus ojos? Dímelo, dímelo; porque me parece que me ibas á hacer la descripción exacta.... A ver, á ver, como son esas casas: cuéntame, cuéntamelo todo; yo necesito también abrir los ojos y venir á aprender á la capital lo que nunca soñé en mi juventud ni en mi pueblo. Vamos á ver que tan instruido estás en esos pormenores del lujo de las mujeres malas. Creo que el Sr. Gutiérrez te ha dado más que informes verbales. El Sr. Gutiérrez; me parece un hombre muy instruido en esa clase de negocios, agregó D.ª Candelaria con visible sarcasmo. Sí, muy instruido, y como es tu corresponsal, quiere tenerte grato y... y no me faltaba más sino que mi marido se me volviera ahora calavera al cabo de la vejez! exclamó D.ª Candelaria levantándose de su asiento, y con creciente . ansiedad y vehemencia continuó: Ahora caigo en cuenta: tú me dices que si no me figuro el atractivo que una mujer de esas debe tener para un joven de veinte años; y por cierto que me lo dijiste con tal entusiasmo que ya estoy por creer que no sólo para los jóvenes de veinte años tienen atractivo esas mujeres, sinó para el Sr. Gutiérrez y para tí, á pesar de sus años. Ya lo ves, Trinidad, para eso hemos venido á México, exclamó D.ª Candelaria llorando. Con razón le tenía tanto horror al ferrocarril, porque por los ferrocarriles es por donde vienen todas esas cosas, todas esas mujeres y todas esas prostituciones de la mentada civilización de las capitales como México. Bien haya mi pueblo, mi pueblo rabón, pero honrado y tranquilo, donde no hay esos quebraderos de cabeza, ni los maridos hacen llorar á sus mujeres como aquí. Vámonos, Trinidad, vámonos á nuestro pueblo.

—¡Válgame, Dios, mujer! contestó Don Trinidad después que hubo dado tiempo á su mujer de enjugar sus lágrimas. Mira por dónde la has tomado; cuando aquí no se trataba sino de que conocieras los peligros á que nuestros hijos están expuestos en la capital. De esta manera no vamos á entendernos nunca, si el sólo hecho de que te hable de ciertas cosas da margen á tus celos, y resulta que vamos á ocuparnos de nosotros en vez de ocuparnos de nuestros hijos, que era de lo que se trataba.

—Bueno; pero si tú no te expresaras con tanta vehemencia acerca de esas mujeres y me salieras conque, si vieras qué camas! Cómo es eso de si vieras? Eso lo dice uno cuando lo ha visto y yo estoy segura de que tú no hubieras dicho si vieras! si no fuera porque tú has visto las camas.

—Escúchame con calma, y verás como eso nada tiene de particular.

—Cómo que no tiene?

—No, nada absolutamente.

—Ver las camas?

—Sí.

—Habráse visto!

—Claro es que no tiene eso nada de malo, mujer, supuesto que las camas se pueden ver desde la calle.

—Desde la calle!

—Sí, Candelaria. Eso nada tiene de particular.

—Cómo no ha de tener, Ave María Purísima!

—Todo el mundo puede verlas.

—Quiere decir que )TO puedo verlas también?

—Ya se ve que sí.

—Y así las viste tú?

—Y no de otra manera.

—Cuéntame, como ha sido eso?

—Es muy sencillo: iba yo la otra noche con el Sr. Gutiérrez.

—Qué tal! No lo dije? ese Sr. Gutiérrez sabe hasta donde penan las Animas, y de seguro él te ha llevado á proporcionarte el placer de satisfacer tu curiosidad acerca de las.... .

—No ha sido él ni nadie. Escúchame con calma, porque de otro modo no nos entendemos. Ibamos el Sr. Gutiérrez y yo por cierta calle, cuando me llamó la aten ción el lujo de uní casa baja, cuya ventana estaba abierta; ms paré á ver un hermoso ropero de tres lunas, y una cama de latón con colgaduras. El Sr. Gutiérrez me tiró del brazo, sin permitirme que prolongase mi observación. No podía comprender aquello, y al pronto me pareció que estaría yo cometiendo una indiscreción de payo, parándome á mirar la casa de algún personaje de respeto. Vámonos, Sr. D. Trinidad, me dijo; ¡Qué hermosa cama y qué suntuoso guardaropa, le dije: ¿no ha notado V? Y el Sr. Gutiérrez insistiendo en separarme de la ventana, me dijo al oído: No es bueno que nos vean aquí; esa es una casa mala.—¡Casa mala! exclamé. No se habrá V. equivocado Sr. Gutiérrez? No, no Sr, me contestó, es una casa de mala fama. — ¡Tan lujosa ! — Precisamente ese lujo es el que la denuncia; porque la renta y el local no están en relación con el menaje.—Me deja V. asombrado, Sr. Gutiérrez, y debo creerle á V. puesto que es V. de la capital y conoce todas esas cosas. He aquí como te puedo dar razón de las camas y de los roperos de esas....

—Bueno, te creo; pero....

—Pero qué....

—Ya sabes que las mujeres somos curiosas.

—Quieres ir á ver.

—Y por qué no? Vamos tú y yo solos, sin que nadie lo sepa, y como no, se trata más que de pasar, pasamos y vemos con el rabo del ojo. .

Al ver que D. Trinidad vacilaba, exclamó D.ª Candelaria en tono suplicante:-

—Sólo así quedaré tranquila, sólo así me convenceré de que tú has visto esas cosas nada más desde la calle.

—Si te empeñas.

—Sí, enteramente.

—Entonces, vamos.

—Es buena hora?

—Yo pasaría á eso de las siete.

—Bueno, son las seis y media. Les di remos á las muchachas que vamos á una visita, y que volveremos pronto.

—Enhorabuena.

—Vamos.

—Vamos.

Y D. Trinidad salió con su mujer del Hotel Central, no queriendo decirse ni á sí mismos que salían con la sana intención de conocer las casas de esas señoras.

XIII

Manuelito, que como hemos dicho antes, era un joven enteramente experto en materia de aventuras amorosas, materia á la que, merced á la riqueza de su familia, había podido dedicar todas las horas de su juventud, había arreglado las cosas de manera que siempre que D. Trinidad y D.ª Candelaria salían á la calle, él lo sabía con pocos minutos de diferencia,

—Oye, Chema, le dijo un mozo á otro, á la sazón que D. Trinidad bajaba la escalera, si pregunta por mí el patrón le dices que fui allá abajo.

—Allá abajo? preguntó el otro criado con soma, ya sé pa onde jalas.

—Sabes?

—Pos no. ,

—Novas á avisarle al roto?

—Pos eso mero, ¿y qué?

—Vas por tu peso ?

—No, qué peso....

—No te hagas! yo sé que te da tu pesote cada vez que le avisas cuando se chispan los señores.

—Bueno, avísale al patrón.

—A qué me convidas ?

—Pos ya sabes, merendamos, allá abajo, las quesadillas en la Chole.

—Con harto tequilita?

—Pos no digo! lo que quieras.

—Corre, pues.

El criado salió del hotel sin sombrero.

Tan luego como D. Trinidad y su mujer salieron del cuarto, Ciara, como si obedeciera á un plan preconcebido, corrió hacia su tocador, tomó los peines y comenzó á arreglarse el cabello de manera que bajara sobre la frente, para que prestara á sus ojos esa sombra que el follaje de una planta suele prestar á ciertas, flores que se ocultan á medias. Tomó en seguida la borla y se pasó polvo por la cara, que cuidó de empastar con un pequeño cojín. Derramó algunas gotas de elixir en un vasito, tomó el cepillo y se limpió los dientes; destapó un pomito de corilopsis y se puso algunas gotas sobre un lazo de encaje que tenía en el pecho; luego sacó de un cajón un pequeño panesito rojo y se lo pasó por los labios. En seguida, y con más precipitación aún de la que había empleado en aquellos detalles, abrió un ropero y sacó un par de zapatos franceses de cabritilla abronzada que había comprado en la mañana.

Guadalupe, la hermana de Clara, había observado todos aquellos preparativos, y había guardado silencio; pero cuando vió que su hermana iba á ponerse aquellos magníficos zapatos, no pudo menos de preguntarla un tanto turbada.

—Los vas á estrenar?

Tenía esta pregunta toda la intención que era posible;y en el tono de voz con que la hizo, tono intraducible para nosotros, había, en el fondo de un cariñoso reproche, como el aviso de un peligro. Clara comprendió ' todo, y esquivando el terreno á que la pregunta la llamaba, contestó con afectada indiferencia:

—Quiero pisarlos un poca.

Esto lo decía Clara cuando ya se había calzado los dos zapatos, y permanecía de pié levantándose el vestido para vérselos bien.

La mirada de Clara era ávida, gozosa y triunfante como la de un dragón á la carabina de repetición que acaba de cargar con catorce cartuchos.

La mirada de Guadalupe envolvía una contemplación concentrada y melancólica.

Clara dió algunos pasos por el cuarto, y experimentaba una sensación de voluptuosidad desconocida al sentir su cuerpo como encaramado sobre aquellos graciosos tacones de tres pulgadas, y casi se maravillaba de poder andar, tocando apenas el suelo en dos puntos.

—Cómo ¡he crecido! le dijo á su hermana. Mira, estoy más alta que tú; y andaba con placer al rededor del cuarto. Era la primera vez que Clara se calzaba así, y estaba realizando uno de sus sueños acariciados por mucho tiempo. Cuando levantó la cara, encontró en la de Guadalupe cierta expresión de tristeza, y por ese encadenamiento rapidísimo de ideas de que la imaginación de la mujer es capaz, exclamó:

—Ya sabes que Manuelito me dijo la última vez que vendría con su amigo.

—Lo sentiré, contestó Guadalupe, porque ese señor....

—Qué?

—Me parece un poco brusco.

—No digas eso; yo sé que es uno de los jóvenes más elegantes de México y de los más ricos.

—Bien puede ser; pero ese joven no me gusta. Por otra parte, su misión cerca de nosotros basta para que me sea antipático.

—Qué misión es ésa?

—Hablarme á mí de necedades, mientras Manuelito te habla á tí de amor.

—Que maliciosa eres!

—No se necesita mucha malicia para comprenderlo así, y debes convenir en que esto, además de ser cansado, nos hace cómplices...

—Cómplices de qué?

—Ya me entiendes. Y esto va á acabar muy mal si lo sabe mi papá,

—Manuelito no viene ocultándose.

—Pero viene siempre que, estamos solas.

—Es una casualidad. .

—Es una cosa bien preparada.

—Sabes que tienes un flato feroz esta tarde? y todo yo sé por qué.

—Sabes por qué?

—Sí, estás de flato porque todavía no has encontrado zapatos para tí.

—No me importan los zapatos. Ya sabes que los están haciendo.

La tarde declinaba en tanto, y el cuarto, que era uno de los más altos del hotel, estaba iluminado con los últimos reflejos rojizos de la puesta del sol.

Las dos hermanas estaban sentadas cerca del balcón; sólo que á Clara le bañaba el rostro el reflejo rosado de las nubes, destacándola en el fondo casi oscuro ya de la habitación, mientras que Guadalupe que ocupaba el lado opuesto estaba casi bañada toda por la sombra.

Sonaron tres toquidos á la puerta,

—Adentro, dijo Clara.

Y aparecieron Manuelito y su amigo,

Chema y el otro criado, después de encender algunas lámparas, entraron al figón de Chole que está contiguo al hotel.

Este figón es una accesoria con dos puertas á la calle, que es á la vez cocina, comedor, cantina y puesto para vender á los transeúntes; es un hacinamiento de braseros y mesas en donde confeccionan meriendas más de quince mujeres, que no se recomiendan por su limpieza ni por su silencio. Un grupo de ellas fríe en un lago de manteca hirviendo un número increíble de quesadillas; otro confecciona platos de fiambre; aquellas fríen cuartos de pollo, otras hacen tortas compuestas que también fríen; 'fríen en fin, gritan, trabajan y sirven, todas aquellas mujeres llenas de cochambre, á una multitud compacta de hombres de grandes sombreros, de muchachos y criadas que vienen de algunas calles á la redonda en busca de aquellas afamadas meriendas. La luz de los quinqués se ofusca en una neblina de manteca; la atmósfera está rojiza como en una aurora boreal, que se verifica bajo de techo con las emanaciones del carbón, de la manteca, del petróleo, de los chiles en vinagre, de la longaniza, del aguardiente y del calor animal de más de sesenta personas que guisan, comen, beben y gritan.

Este es el restaurant de los pobres, á quienes atrae el ruido, la confusión y los olores que se desprenden de aquel foco de calor y de grasa.

Chema y su compañero devoraban quesadillas y pambasitos compuestos, por cuenta de Manuelito, no sin mezclar los bocados con algunas frases dedicadas á su protector.

—La lástima es, decía el mozo, que los patrones del 13 no salgan todos los días.

—Apenas salen; croque el D. Trini ya malicia.

—Oiga!

—Siempre que sale viene á encontrar aquí á los rotos.

—Oh! pos entonces.... Oye, dile que si quiere yo le avisaré cuando vuelvan los patrones, pa que se salga y no se topen en el cuarto. A ver si da otro peso.

—Bueno; todo es lucha.

—Pero dícelo.

—Dícelo tú, ahora que salga.

—No, al salir lo vé el administrador. Será mejor que yo le toque en el cuarto.

—No, hombre, no ves que qué dirán las niñas.

—No soy tan diatiro para hablarle así no más; ya verás mis mañas.

—Pues hazme la lucha, con eso te convido á merendar cuando me toque.

Cuando Chema y su compañero hubieron apurado en la cantina una copa grande de tequila para cauterizarse el exófago escoriado con los chilpotles, y encendieron su cigarro, se dirijieron al hotel.

Chema fué al cuarto núm. 13 y tocó.

—Adentro, dijo Clara.

—Buscan al niño Manuelito, dijo Chema desde afuera.

Manuel tomó su sombrero y salió dejando en el cuarto á su amigo.

—Qué quieres? preguntó al criado.

Este se separó de la puerta, llevándose á Manuel, con aire misterioso, á lo largo del pasillo.

—Pos quiero decirle á su mercé, que creo el patrón malicia.

—Qué patrón ?

—D. Trini.

—Por qué?

—Pos me anda preguntando que si yo veo entrar á su mercé, y á qué hora.

—Por qué no me lo habías dicho?

—Pos yo, porque no sé si á su merced le parecerá bien que yo le ande diciendo: luego las personas decentes, como ahora su persona de Vd„.. pues, no les gusta..,.

—No, hombre, al contrario; dime todo lo que pase, ya sabes, y metiendo la mano al bolsillo, puso otro peso en la mano del criado.

—Pos yo decía, continuó Chema, que si su merced 'quiere ahí tengo un muchacho.... pues, es hombre de secreto, su merced puede fiarse de él como de mí mismo, que aunque me tome la mano en decirlo, sé servir á las personas. Ahí están D. González que lo puede decir á su persona de Vd. mi comportamiento, y el Sr, Licenciado....

—Bueno, hombre, bueno, ¿ de qué se trata? dijo Manuel impaciente.

—Pos yo creo que si ese muchacho lo ponemos á que cuide, él me hace seña y yo le toco á su merced.

—Sí, pero nos encontramos en la escalera.

—Tiene mucha razón su merced.

—No hay donde meterse mientras entran .

—Pos sólo que su merced quiera un cuarto.

—Hay alguno vacío?

—Sí, el 15.

—Dónde está?

—Este, está muy cerca.

—Magnífico, toma, dijo Manuel sacando de su cartera un billete de Banco, tómame el 15 por una semana.

—A quién se apunta?

—A D. Arturo Velazquez. Corre á traerme la llave.

—Pero…..

—Pero qué? corre!

—Vea Vd. al muchacho.—Oye, dijo Chema, llamando á su compañero que había permanecido en la sombra á larga distancia. Este es el muchacho.

—Cómo te llamas?

—Luís.

—Toma, y Manuelito puso otro peso en manos de Luís; José María te dirá lo que has de hacer.

—Sí, señor, no tenga su merced cuidado, dijo José María; él me chifla desde abajo y yo le toco á su merced, pa que se pase al 15,

—Ve á traer la llave, aquí te espero.

José María se dirigió al despacho para apuntar á D. Arturo Velazquez y tomar la llave del 15 alquilado por una semana.

—Dónde está el nuevo huesped? preguntó el administrador.

—Llega por el tren, contestó el criado sin vacilar; pero un señor que lo espera vino á tomar el cuarto á su nombre.

Satisfecho el administrador recibió el dinero y entregó la llave.

José María subió y la entregó á Manuelito que esperaba en el pasillo. '

Manuelito volvió á entrar al núm. 13 para reanudar su interrumpida conversación con Clara.

XIV

TAN luego como D. Trinidad y doña Candelaria estuvieron en la calle, comenzó á hacer su oficio el diablo de los celos.

—Conque quedamos, dijo D/‘ Candelaria, en que vas á probarme que se puede juzgar desde la calle de las comodidades de esas gentes malas. ]Hum! no sé por qué me parece que vas á salir mal con la prueba, y vamos resultando con que no fue desde la calle desde donde pudo ver las camas de latón, que tan encantado lo tienen.

—Encantado! quien te ha dicho que estoy encantado; yo te referí el hecho y nada más.

—Nada más? Es que tú no te viste la cara, pero yo que te conozco bien, pude observar el entusiasmo con que hablabas de eso. .

—Pues no me faltaba más, dijo D. Trinidad, un tanto molesto, que te empeñaras en hacerme creer que me he entusiasmado. Al hablarte del asunto bien puedo haberlo hecho con cierta vehemencia, pero esto se explica perfectamente. Yo nunca había visto, ni siquiera sabido, que las mujeres malas gastaran tanto lujo, y te he contado el hecho como escandalizado.... pues, como....

—Pues como repitió D.ª Candelaria remedándolo pues ¡como, como entusiasmado con las camas de latón I

—Pero mujer, ¿á qué venía ese entusiasmo?

—Eso es lo que yo digo; pero te entusiasmaste.

—No, pues yo no paso por haberme entusiasmado por tan poca cosa, porque no soy tan estúpido.

—A qué le llamas poca cosa?

—A ver las camas desde la calle.

—Eso es lo que no puedo creer y eso es lo que me vas á probar ahora. Habráse visto? Yo no sé porqué se me figura que no hemos venido á este dichoso México sino para perder nuestra tranquilidad. Hasta tú, tan caserito y tan sosegado, te han venido á contagiar aquí y á alborotarte la conciencia con tantas cosas malas y pecaminosas como se ven en esta tierra dizque ilustrada. Por cierto de su ilustración, ilustración para las maldades, y no para otra cosa. Si es el teatro tan mentado, ya no se puede ir, ó por lo menos ya es necesario no llevar á las muchachas. Yo no pude comprender bien lo de la ópera de la otra noche, hasta que el Sr. Gutiérrez nos la explicó y te aseguro que sólo con la explicación, un color se me iba y otro se me venía. Afortunadamente no estaban presentes nuestras hijas á la tal explicación.

—Acuérdate que él mismo esperó una oportunidad para explicarnos el argumento cuando nuestras hijas no estuvieran preserites, en lo cual como verás que el Sr. Gutiérrez es una persona moral y de buenas costumbres.

—Sí, ya sé porqué dices eso.

—Por qué?

—Para alejar de mí toda sospecha respecto á tu conducta, y la de él, porque viejos y todo como son, tú y el Sr. Gutiérrez, ne meto por Vds. la mano en la lumbre; por que ya voy viendo que en esta época los viejos son peores que los muchachos, y que no hay que fiarse de nadie. Ya me explico el lujo de las mujeres malas, y por qué-todas hoy usan vestidos de raso 3' zapatón de á diez pesos, }Ta sé porqué, todo ese lujo no pueden sostenerlo los primitos, hijos de familia, claro es que son Vds. los viejos, que tienen algo como tú, los que vienen á México á dejar el producto de sus cosechas y de su trabajo de muchos años, para que esas mujeres lo empleen en camas de latón como las que vamos á ver. Yo sé lo que te digo, Trinidad; esta venida á México nos vá á costar un ojo de la cara.

—Si te ha dado por ahí, qué le vamos á hacer; será preciso irnos cuanto antes.

—Eso, eso precisamente, irnos cuanto antes, porque yo no las tengo todas conmigo, respecto á Gumesindo, á tí y á todas las muchachas.

—En cuanto á Gumesindo, pueda ser que tengas razón, yo ya he pensado en eso. Está muy joven, tiene muy poco mundo y las ocasiones...

—Pero en cambio Gumesindo es muy bueno, muy sosegado, más sosegado y más bueno que tú, bribón.

—Otra vez!

—Sí, otra vez, y otras ciento; que lo que es mi corazón no me engaña, y cada paso que damos me parece que

—Qué te parece?

—Que nos acercamos á la realidad

—Ya se ve; á que te convenzas por tus propios ojos de que esas camas se pueden ver desde la calle.

—Y á todo eso, dijo de repente D.ª Candelaria. Mira con qué seguridad caminas. No parece sino que éste es tu camino favorito. Cómo es que te acuerdas tan bien de las calles, que ni siquiera vacilas en el camino que debemos tomar. Ya lo ves? todo eso me prueba que tú sabes más de lo que me has dicho y que lo sabes porque.....

D.a Candelaria se llevó el pañuelo á los. ojos y no habló más.

—Repórtate, mujer, le dijo D. Trinidad,, mira que vamos por las calles de San Francisco, y á la luz del gas todo el mundo verá, que vas llorando.

D.a Candelaria se enjugó las lágrimas y continuó aquel penoso camino tomada del brazo de su marido.

A poco andar llegaron á la calle susodicha y D. Trinidad fué entonces quien rompió el silencio.

—Mira, ya llegamos.

—Ya? preguntó temblando D.ª Candelaria, á ver donde está esa casa.

—Es necesario que al pasar observes con disimulo; cuando yo te haga seña con el brazo, porque sería feo que nos detuviéramos.

—Pero dónde es?

—Ves aquellas ventanas grandes?

—Aquéllas por donde se ve tanta luz?

—Sí, ésas son, ya vamos á pasar.

Cuando faltaba solo un paso para tocar la ventana y cuando D.ª Candelaria se proponía devorar con una sola mirada cuanto fuera posible, D. Trinidad, por medio de un movimiento rápido é inesperado, obligó á su mujer á pasar más aprisa de lo necesario, al grado que doña Candelaria no pudo ver nada, pero notó perfectamente aquel movimiento brusco de su marido,

—Esas tenemos? dijo ella profundamente emocionada; me has pasado aprisa para que no vea nada.

—No viste?

—Que si vi! Bien sabes tú que no era posible ver nada pasando como pasamos. Por algo no has querido que vea.

—Cómo por algo!

—Es claro, algo has visto dentro que no te conviene que vea yo.

—Pero qué he de haber visto más que tú?

—Mira, Trinidad; aquí hay algo; y no puedo tolerar que me burles de ese modo. Vamos á volver á pasar tan espacio como yo quiera ¿lo entiendes? y ahora no de tu brazo, ni del otro lado, sino sola y del lado de la ventana, y veré hasta que me convenza.

—De esa manera vamos á llamar la atención, mujer.

—No me importa. Hemos de pasar.

—Espera, mujer, no es bueno hacer las cosas con precipitación, tiempo tendremos para todo. Cálmate, porque en todo caso tu misma excitación te hará ver las cosas de distinta manera.

—No, no, vamos en el acto, repitió doña Candelaria pretendiendo retroceder.

Hubo todavía un pequeño altercado durante el cual hubiera sido fácil al observador conocer que D. Trinidad había tenido algún motivo poderoso é inesperado para impedir que su mujer hubiese visto cómodamente al través de la ventana abierta. En efecto, D. Trinidad mismo era en aquellos momentos presa de una emoción inexplicable, que provenía de una causa extraña á los celos de su mujer, á quien rogaba que no volviesen á pasar al pié de aquellas ventanas; pero D.ª Candelaria insistió de tal modo que D, Trinidad exclamó con despecho.

—Enhorabuena, será como tú quieres, y supuesto que insistes, ya te pesará.

Esta palabra acabó de decidir á doña Candelaria, quien, fuera de sí, se desprendió del lado de su marido y se dirigió á la ventana.

D. Trinidad la dejó hacer, sin atreverse á seguirla. Sabía que su mujer iba á recibir un golpe inesperado, aunque de muy distinta naturaleza del que ella se esperaba. Lo que D. Trinidad había visto y conocido perfectamente al pasar por la ventana era.... el sombrero canelo de Gumesindo....

XV

Manuelito, á fuer de buen conquistador, según él decía, no emprendía lance ni aventura á secas. Su temperamento, un tanto linfático, y su constitución anémica y gastada le obligaban á usar estimulantes.

Plaisant sabía muy bien por sus libros de cuentas corrientes las veces que Manuelito se encontraba en lances amorosos. Esa noche acababa de recibir una tarjeta de Manuelito con un simple número 4. Plaisant, sin vacilar, entregó en cambio de la tarjeta cuatro botellas de champagne imperial y una dotación competente de pasteles y dulces.

Ya había oscurecido completamente en la habitación de D. Trinidad y ni á Clara ni á Lupe les había ocurrido encender la vela.

Clara hablaba con Manuelito cerca del balcón y Lupe hablaba con el joven que acompañaba á Manuelito y que, generalmente, se prestaba á esta clase de auxilios bien poco espirituales.

El amigo de Manuelito se llamaba Carlos, no era rico, pero vivía de sus rentas; y por más que esto parezca una paradoja, debemos hacer notar que Carlos no era el primero que resuelve en México ese difícil problema.

Su padre era agiotista, y Carlos se encargaba de agitar algún negoció de usura en el palacio de justicia, por cuenta de su padre; por lo demás era el protegido de Manuelito, y esto le bastaba, porque la protección consistía en cajas en el juego, y en otras buscas, según expresión del mismo Carlos. Sea como fuere se vestía bien, vivía bien y bebía bien.

Aunque su papel en aquellos momentos era el de hablar de frivolidades con Lupe mientras Manuelito hablaba de cosas sustanciosas con Clara, no tardó mucho Carlos en llevar la conversación con Lupe al terreno del amor. Hubiera decaído la conversación por parte de ambos si un nuevo toquido á la puerta no hubiera venido á dar animación al cuadro.

Era el criado del hotel que volvía de la casa de Plaisant con las cuatro botellas de champagne y los pasteles.

—Qué es eso? dijo Clara asustada.

—Nada, es un refresco, dijo Manuelito recibiendo las botellas. Trae copas y destapa, le dijo al criado.

—Pero qué va á decir mi mamá si viene á encontrarnos bebiendo?

—No tenga V. cuidado. Cuando venga habrá también de aceptar una copa.

—Y brindará con nosotros, agregó Carlos.

—Por de contado.

Bien pronto aquellos cuatro pollos estuvieron con la copa en la mano.

Lupe y Clara hacían todavía esa prudente é ingenua observáción que hacen las personas no acostumbradas á beber. ¿Y si sé me sube?

—El champagne no se sube, dijo Carlos con aplomo. .

—Es imperial; agregó Manuelito con convicción.

Y ante declaración tal y tan magistralmente expuesta, aquellas pobres muchachas de pueblo entendieron que la juiciosa objeción sobre los efectos del vino sería de mal tono, y, como Gumesindo su hermano, se decidieron á fingirse familiarizadas con el mejor de los vinos.

Por las circunstancias que explicaremos después, D. Trinidad y D.ª Candelaria llegaron aquella noche al hotel mucho más tarde de lo que se habían figurado.

XVI

Cuando D.ª Candelaria se desprendió de sumando para irá ver al través de la ventana abierta, D. Trinidad comprendió que su mujer iba á promover un escándalo tan luego como viera destacarse sobre una mesa y perfectamente iluminado por un quinqué el conocidísimo sombrero canelo de Gumesindo. Su primer impulso fué ir á detenerla; pero no había ya tiempo y el insistir más en que D. ‘ Candelaria no se acercara á la ventana, era abrir ancho campo á sus conjeturas y á sus celos. D. Trinidad quedaría libre de sospechas á trueque de que D.ª Candelaria se enterase de que en aquella casa estaba su hijo, y no sabía qué preferir. . -

En esto D.ª Candelaria había llegado á la ventana y contra todo lo que D. Trinidad esperaba, vio á su mujer detenerse apenas y seguir andando. Entonces D. Trinidad la alcanzó y se juntó con ella.

Habían cerrado la ventana.

D. Trinidad respiró, pero los celos de D.ª Candelaria subieron de punto.

—¿Sabes, Trinidad, que esto va picando en historia? En resumidas cuentas, te has salido con la tuya de que yo no vea nada, y ahora que han cerrado la ventana me parece más significativa tu acción para hacerme pasar de prisa. Mira, Trinidad, tú tienes algo en esa casa que te importa que yo no vea.

—Supongo, replicó D. Trinidad, que no creerás que yo he cerrado la ventana.

—Ya se ve que no; pero la han cerrado muy á tiempo.

—Ha sido una casualidad.

—No es probable.

—O sospecharon que queríamos ver,

—Quién?

—No lo sé, esas gentes.

—A quienes te empeñas en disculpar.

—Disculpar de qué?

—De impedirme que vea.

—Te empeñas en que es intencional?

—Me parece, y lo que 'es yo no me muevo de esta calle hasta que me desengañe.

—Pues me parece que haremos un bonito papel.

—Peor es el que hago yo cuando me quieres engañar, .

—Pero entendámonos, mujer. ¿A qué hemos venido? A que tú te persuadieras de que desde la calle se pueden ver las camas de metal en el interior de esa casa.

—Bueno, y no hemos visto nada porque tú me has impedido que viera cuando pasamos.

—Pero no hay nada perdido, pasaremos por aquí otra noche.

—No, ha de ser ahora.

—Pero ya cerraron la ventana.

—Esperaremos para ver si vuelven á abrirla.

—Será como tú quieres, supuesto que te empeñas.

Don Trinidad entre tanto estaba en áscuas pensando en que su hijo estaba en aquella casa. Tenía que estar contando los momentos y temiendo á la vez que se le antojara á Gumesindo salir de aquel lugar en que su mujer tenía los ojos fijos. Pero mientras más pretendía persuadir á doña Candelaria á que abandonasen la empresa, más se empeñaba ésta en permanecer en aquélla calle, con la esperanza de que abrieran la ventana, no ya para persuadirse de que las camas podían verse desde afuera, sino para averiguar por qué su marido la había obligado á pasar tan de prisa, precisamente en el momento en que iba á desengañarse.

Don Trinidad, por su parte, se arrepentía de aquel movimiento brusco que ejecutó instintivamente al conocer el sombrero de Gumesindo, y estaba arrepentido porque tal vez D.ª Candelaria no se habría fijado en el sombrero © hubiera sido fácil, ya sin prevención; hacerla reflexionar en que debe haber muchos sombreros canelos que se parezcan. De todos modos, D. Trinidad, necesitaba, ante todo, calmar la excitación de su mujer y no contrariarla ni oponer resistencia á sus deseos.

—Mira, la dijo, llegaremos despacio hasta la esquina y volvemos á pasar por si logramos ver la ventana abierta.

—Bueno, dijo D.ª Candelaria, y así lo hicieron; pero la segunda vez que pasaron, la ventana permanecía cerrada.

Repitieron el paseo varias veces con el mismo resultado; y como la curiosidad de D.ª Candelaria se excitaba más con estas contrariedades, no había modo de hacerla, desistir de su empeño. La última vez que pasaron, D.ª Candelaria se atrevió á fijar el oído al través de la puerta.

Se levantaban, en medio de un rumor sordo, como el que produce un conjunto de voces, algunas palabras pronunciadas en voz: alta y con acento de cólera.

—¿Oyes?

—Pero, mujer, no te detengas! si van ¿ abrir.

Y D. Trinidad obligó á su mujer á separarse.

—Vamos, vamos, exclamó impaciente D.ª Candelaria; parece que tienes un empeño decidido en contrariarme.

—Pero con razón, mujer; ¿no reflexionas que ésa es una casa mala, y que aunque no nos conocen aquí, siempre es muy notable que una señora esté pretendiendo espiar por la cerradura y enterarse de lo que pasa en el interior? .

—Si fuera todo por simple curiosidad, vaya V. con Dios; pero no es eso. Es que yo tengo empeño en averiguar que me engañas, y en aclarar qué clase de interés tienes en que yo no vea ni escuche al través de la ventana, cuando precisamente á eso Teñimos.

—Que sea lo que tú quieras, dijo D. Trinidad, retornando con su mujer y parándose frente á la puerta de aquella casa. -

El rumor había crecido, y se oía la voz de un hombre apostrofando y maldiciendo. Varias voces de mujeres se levantaban en tono de súplica y ya no podía dudarse que se trataba allí de un altercado entre dos hombres..

—Insistes aún? preguntó D. Trinidad.

—Sí; contestó secamente D. ‘ Candelaria,, pegando el oído á la puerta.

En este momento resonó en el interior la denotación de un arma de fuego y se: oyeron varios gritos.

—Mi hijo! gritó á su .vez don Trinidad,y empujó la puerta y se precipitó en el interior de la casa.

Doña Candelaria no pudo articular una palabra; pero lo comprendió todo.

Su primer movimiento al pensaren Gumesindo, fué seguir á su marido; pero en ese momento se oía el ruido de un cerrojo y atrancar la puerta.

D.a Candelaria miró en torno suyo. En- ambos extremos de la calle se agitaban las linternillas de los guardas, que simultáneamente habían dejado su puesto de observación al oír el tiro de pistola.

Un momento después I);1 Candelaria estaba rodeada por tres gendarmes.

—Dónde fué el tiro? le preguntó uno.

—Aquí. Adentro.

—Y V. qué hace aquí? le preguntó otro.

—Pasaba por aquí.

—A ver, tóqueles á esas brujas por la ventana.

Así lo hizo un gendarme, mientras otro golpeaba la puerta con su garrote.

Varios vecinos abrieron su balcón atraídos por la alarma que habían difundido los guardas echando pito y algunos transeúntes se habían detenido frente á la casa del escándalo. D.ª Candelaria estaba perpleja sin saber que partido tomar.

—Pero V., señora ¿qué hacía aquí? preguntó un gendarme á D.ª Candelaria.

—Déjala, dice que iba pasando.

—Yo creo que no tanainas, replicó el guarda levantando la linterna y alumbrando la cara de D.ª Candelaria, y luego añadió: siempre jale por ahí por sospechosa.

—Yo sospechosa? Ave María Purísima.

—Jale, insistió el guarda enseñando la pistola.

—Jesús, María y José! exclamó al verla D.ª Candelaria.

—Jale! repitió el guarda.

Y al pretender apartarla de la puerta, á la que seguía el otro guarda llamando con estrépito, D.ª Candelaria estuvo á punto de desfallecer.

—Por amor de Dios, señor, exclamó, yo no puedo dejar allí á mi marido y á mi hijo.

—Qué tal la que pasaba! dijo otro guarda; á la ispeción.

En esto abrieron la ventana.

—Qué ze ofreze?, preguntó desde adentro una voz andaluza.

—Qué se ha de ofrecer, que abran la puerta. , .

—A quién hombre, á la Justizia? No hay para qué.

—Aquí tiraron un tiro.

—No, chico; que tiro ni que nada. Aquí todo está, en paz.

—Sí, hombre, todo está tranquilo, agregó una valenciana de ojos negros y empolvado semblante.

—Abran, les digo, insistió el guarda, ó echamos la puerta abajo.

—Para qué vamos á abrir, si somos señoras solas.

—Solas? preguntó con sorna un guarda.

—Sí, hombre, solitica como la monja.

—Con que solas, y dice esta señora que adentro están su marido y su hijo. .

—Quién dice eso?

—Esta señora.

—Usted lo dice? preguntó la andaluza.

—Sí, sí, ahí están, ahí están, dijo D.ª Candelaria llorando á lágrima viva.

—Abran, abran, repetían los guardas.

—Cuántos hay adentro?

Esta pregunta no tuvo contestación, porque desapareciendo las mujeres de la ventana se abría la puerta. Penetraron tres guardas y otro quedó en la calle cuidando á D.ª Candelaria.

El numero de curiosos y de guardas había aumentado.

No bien penetraron los guardas, la algazara subió de punto, aumentaron los gritos y las voces chillonas y destempladas, las amenazas de los guardas y el ruido de puertas.

Un transeúnte curioso compadecido de las lágrimas de D.ª Candelaria se acercó á consolarla y á ofrecerle su protección.

De repente se abrió la puerta, y, custodiados cada uno por un guarda, fueron saliendo D. Trinidad, Gumesindo y un joven desconocido, al parecer de familia decente, y dos de aquellas mujeres lujosamente vestidas; Gumesindo se tapaba la cara con un pañuelo. D. Trinidad estaba pálido y desencajado.

La luz de una linterna iluminaba el rostro de D. ' Candelaria. Cuando Gumesindo salía se detuvo bruscamente y se cubrió más, no sin haber habido tiempo para que se cambiara una mirada entre madre é hijo. La escena de tumulto del interior había tomado un caracter de solemnidad y de silencio al emprender la marcha hacia la inspección de policía; la comitiva desfilaba en este orden: Iba por delante Gumesindo, custodiado por un guarda, pistola en mano. Seguía D. Trinidad al lado de otro guarda; después el joven desconocido. En seguida dos mujeres vestidas de blanco que levantaban sus largos vestidos dejando ver su calzado de baile; llevaban salidas de teatro en la cabeza, y por último, D.ª Candelaria entre un guarda y aquel señor curioso que le había ofrecido su protección. Seguía á este grupo otro de transeúntes, vecinos curiosos, cuyo número había aumentado considerablemente.

Manuelito y Carlos entretanto eran felices por que se consideraban enteramente dueños del campo. Como sabemos,, aquel criado diligente y listo estaba apostado con objeto de trasmitirla alarma á los amantes en caso necesario. Clara por su parte era tan feliz que ya no veía claro, tanto por efecto de tres copas de Champagne que la había obligado á tomar Carlos, cuanto porque la consecuencia precisa de aquella entrevista debía ser que las cosas se pusieran cada vez más turbias.

Este crepúsculo es en el que las mujeres llegan al apogeo de sus atractivos como las flores en el momento de extender el último de sus pétalos al salir el sol.

Clara no era precisamente una belleza, y apesar de su apego á las modas francesas y de sus relaciones con las hijas del juez de letras de su pueblo, no había dejado completamente el pelo de la dehesa. La lectura de novelas no la había podido arrancar su acento de fuereña.

Su color, no obstante los afeites, tenía esa palidez amarillenta de la raza mestiza pero sobre el cual no se desdeñaba de aparecer, en fuerza del vigor de los diez y siete años, las rosas de su primavera. Tenía los ojos muy negros y el pelo lacio y negro azabache como el de la raza indígena, y si á esto se agregaba una dentadura irreprochable que enseñaba,** con la franqueza con que lo hacen las bocas grandes, se tendrá una idea de su fisonomía.

Manuel no se había separado de su lado hacía dos horas hablando con ella en voz muy baja.

En cambio Carlos y Lupe habían agotado la materia de las trivialidades, hablando en voz bien alta, y esperaban poniendo largas pausas de silencio en su conversación.

Clara iba entrando más y más en las redes -que le tendía Manuelito, quien no vacilaba en pronunciar los más solemnes juramentos.

—Mi familia, le decía, me consiente mucho ; es cierto que mi padre no quiere que me case tan joven, pero mamá me ayudaría admirablemente llegada la ocasión.

—De veras? preguntó Clara con cierta ingenuidad.

—Ño lo dudes, hasta ahora me he salido en casa con hacer todo lo que quiero.

Habían dado ya las diez y tanto Clara como Lupe empezaban á encontrar muy desusado el retardo de sus padres; pero Carlos las consolaba asegurándoles que no debían tardar, no sin hacer votos interior mente porque aquella ausencia se prolongara más todavía.

—Estoy impaciente porque lleguen porque deseo que nos acompañen á tomar una copa.

No bien había acabado de pronunciar estas palabras cuando llamaron á la puerta. Manuelito se paró en el acto para irá abrir.

—Mi mamá, exclamó Lupe.

—Ya era tiempo, dijo Ciara.

Carlos se puso de pié y esperaban todos ver entrar á D.ª Candelaria y á D. Trinidad, cuando Carlos, á quien el criado del hotel acababa de decir una palabra al entreabrir la puerta, salió al pasadizo.

—Qué sucede? le preguntó.

—Venga V. por acá.

Y cuando se hubieron apartado lo bastante para no ser escuchados.

—Aquí está un papel que el señor D. Trinidad manda á las niñas,

—Bueno, y para eso me llamas aparte?

—Sí, porque ese papel debe tener algún misterio.

—A ver, dijo Manuel tomándolo y acercándose á un farol para leerlo.

—«Queridas hijas,» leyó. «No tengan cuidado por nosotros porque un negocio imprevisto podrá detenernos quizá toda la noche.— Trinidad.

—Cosa más rara! Quién trae este papel?

El criado acercándose entonces al oído de Manuel, le dijo en voz muy baja.

—Un gendarme.

—Y qué crees?

—Yo conozco al gendarme, es D. Abundio, y dice que los amos están en la Tlalpiloya.

—Es posible!

Y después de una pequeña pausa, dentro de la cual cupo sin embargo un pensamiento que encerraba la más grande de las infamias, Manuel tomó al criado por la mano y le dijo con voz convulsa:

—Bueno, nosotros nos quedaremos á acompañar á las niñas.

—Ah, qué patrón, dijo el criado rascándose.

—Pero oye, que nadie lo sepa. En to do caso, tú aseguras que nos viste salir.

—Pero…

—No hay peros. Muy temprano nos abres y dices que son los del cuarto número 15 que tomaste. Te acuerdas?

—Pues cómo no.

—Cuenta con una gratificación gorda, muy gorda, lo entiendes?

—No tenga su mercé cuidado. Yo no duermo esta noche.

—Arreglado.

Carlos salía en este momento del cuarto para averiguar lo que pasaba. Manuel lo puso al tanto en pocas palabras, el criado fué á hablar con el gendarme y los dos jóvenes volvieron al cuarto.

—Qué sucede? preguntó Clara.

—No lo dije! exclamó Manuel con tono jovial, su padre de V. manda un recado, diciendo que aún cuando se tarden más de lo acostumbrado, ustedes deben estar tranquilas, porque un asunto imprevisto les ha detenido.

—Qué será? dijo Lupe. Les habrá sucedido algo?

—No, nada absolutamente, se apresuró á decir Manuel.

—Pero bien, agregó Clara, quién trajo ese recado y de dónde?

—El criado no me lo explicó, contesta Manuel. Simplemente me dijo que un enviado de D, Trinidad venía á tranquilizar las niñas, por si estuvieran con cuidado.

—De todos modos, es muy raro, dijo Lupe.

—Alguna visita. Los habrán detenido á comer, cualquier cosa, en fin, cualquier cosa, dijo Manuel. Vamos á destapar otra botella á la salud de... .

—A la salud de V., dijo Carlos al oído de Lupe.

—No lo permita Dios, se nos va á subir, y buena cuenta daremos á papá de nosotras; yo no tomo más.

Usted no sabe, dijo Manuel, con tono pedante, que la Academia de ciencias de París ha declarado el Champagne imperial, el tónico más inofensivo que se conoce? Yo he llegado á tomarme sólo cinco botellas, y me lie quedado firme. Por otra parte, el Champagne imperial es un preservativo -contra el tifo y otras enfermedades contagiosas. En México no se mueren más que los pobres. Nótelo V. Las personas que toman Champagne imperial nunca se enferman.

Al decir .estas palabras salió el tapón de la botella con tal estrépito, que el vecino del cuarto inmediato que estaba acostándose, salió al pasadizo y preguntó en voz alta:

—¡Qué sucede! ¡Quién se ha suicidado!

—Un suicidio! gritó un joven que entraba. Quién, quién ha sido ese desgraciado?

—A dónde? á dónde? preguntaron los criados que subían. -

—Aquí en el 13, ha sonado el tiro, dijo el primer vecino. Pregunte V.; ordenó al criado, pregunte V., en el 13, .

El criado llamó á la puerta con estrépito.

—¿Quién gritó Manuel. Adentro!

Entró el criado, azorado. ,

—Qué quieres?

—Dicen que aquí ha sonado un tiro de pistola.' '

Qué tiro ni qué nada; no ves que es el champagne.

—El champagne! repitió un coro de voces de todas las personas que habían acudido al pasadizo; ¡el champagne! ¡el champagne!

Manuel asomó con la botella en la mano, y

—Es champagne, repitió para acallar á aquella gente. ¿Vds. gustan?

Mil gracias, gracias, dijeron algunos retirándose.

Manuel llenó las copas después de haber cerrado la puerta, disimulando su contrariedad. Aquel incidente había venido á cambiar todos sus planes, y á poner la situación más y más delicada. Ya no era posible pasar desapercibido, lo habían visto allí muchas personas y todos sabían en el Hotel que en el cuarto número 13 habían tomado champagne. Eran ya las once de la noche, y este incidente si bien tranquilizó á los vecinos respecto al individuo, los indujo á hacer sobre el hecho los comentarios' á que daba lugar.

—Quién vive en el 13? preguntó el vecino del 11 que no podía olvidarse del susto producido por el champagne.

—Son los fuereños, le contestó el joven que se retiraba cuando sonó el taponazo.

—Qué fuereños son esos?

—Una familia del Interior.

—¡Y hay muchachas!

—Dos.

—Hura!... refunfuñó el vecino del 11 á la puerta de su cuarto y acabándose de quitar la corbata.

—Pero oiga V,, agregó el joven con aire misterioso; lo que hay aquí de notable es que en el 13 estarán ahora solo las niñas.

—Y los niños? .

—Sí, dos niños finos....

—Que destapan champagne á las once de la noche haciendo un ruido de los diablos.

—Por eso digo que son niños finos.

—Está la fineza!... en fin, buenas noches, amigo.

—Buenas noches. Espero que no destaparán otra botella.

—Que las destapen, pero sin alarmar á los huéspedes. Buenas noches.

El administrador del Hotel, á cuyo conocimiento había llegado el rumor de un suicidio, hablaba con dos criados tomando nota de lo que había pasado, y averiguó como era, que D. Trinidad y D.ª Candelaria estaban ausentes, y que las niñas tenían visitas, una de las cuales era la que había causado aquella falsa alarma.

Como esta clase de noticias se propagan con increíble rapidez, las mujeres del figón contiguo al Hotel comenzaron á preguntar por el matado.

—Se mató uno allí arriba decía una cocinera desgreñada. '

—Eso dicen, D.ª Mariquita, aquí con el ruído de la manteca no se oye nada.

Los criados del hotel, gratificados aquella noche por Manuelito, y que le habían ofrecido no dormir, hacían visitas continuas al figón en solicitud del tequila.

—No se ha matado nadie en el hotel, aseguraba Luís.

—Todo fué una botella de champagne que tronó como pistola.

—Eso dice V. porque es de allá. Yo le preguntaré al gendarme, dijo otra cochambrosa.

Mientras esto pasaba alderredor del cuarto número 13, la calma se había restablecido aparentemente en el Hotel y había vuelto á reinar el silencio. Manuel sabía que doña Trinidad y D.ª Candelaria estaban en la cárcel y que esto no podía menos que ser por algún asunto grave;" pero esta circunstancia en vez de alarmarlo, la consideró propicia á su pluma. Sabía que podía disponer de dos cuartos y que tenía por suya toda la noche. Pudo todavía obligar á las muchachas á tomar otra copa de champagne, y entre él y Carlos dieron cuenta bien pronto del contenido de la segunda botella.

Clara estaba asustada y apesar de su turbación comprendía que aquella situación no podía sostenerse por más tiempo. Lupe y Carlos se habían salido al balcón con el pretexto de ver llegar á D. Trinidad, y Manuel solo con Clara había llegado á ese período de excitación de embriaguez en que se hacía insoportable.

XVII

Cuando llegaron los fuereños á la diputación y á una multitud de curiosos había formado grupos que caminaban en seguimiento de la comitiva.

—Quiénes habían de ser? esas señoras/ decía un joven que salía de la Gran Sociedad.

—Míralas, míralas, decía otro, y van de baile á la chinche.

D. Trinidad se empeñaba en explicar al gendarme que le custodiaba como su presencia y la de su mujer en aquel lugar habían sido enteramente casuales, y como él mismo ignoraba que su hijo pudiera haber estado en semejante casa, pero el gendarme oía todo aquello con esa sorna y esa socarronería propia del palurdo ensoberbecido en el ejercicio de un poder inseparable del garrote y el revolver contra todo bicho viviente.

D.a Candelaria había sido durante todo el camino presa del estupor, y no se daba todavía cuenta cabal de su situación. Iba como fascinada con la figura de aquellas dos mujeres vestidas de colores claros, que caminaban delante de ella. Lo único que procuraba era no perder de vista á su marido. Pero no bien llegaron á su destino y la ordenaron sentarse á esperar en una banca, siempre custodiada de cerca por los gendarmes, empezó á despejarse su cerebro y á darse por lo mismo cuenta de lo que le estaba pasando. Gumesindo y D. Trinidad no estaban en la misma pieza que ella ocupaba* Allí sólo habían quedado esas señoras que lanzaban á D.ª Candelaria miradas escudriñadoras.

—Dónde están mi marido, y mi hijo? le preguntó al gendarme.

—Pasaron adelante.

—Y qué van á hacer?

Pos á declarar pa que se sepa todo.

—Pero qué es lo que se va á saber, Dios mío! '

—Y V. también va á declarar y.,., las señoritas, dijo el gendarme echando una mirada oblicua á los piés de una de ellas, calzados con zapatos de raso blanco bordados de oro.

XVIII

A eso de las doce de la noche reinaba un silencio profundo en el hotel. José María y Luís no habían vuelto á oír mido alguno en el cuarto número 13, y el vecino del 11, no obstante su curiosidad excitada por los acontecimientos de aquella noche, había acabado por conciliar el sueño.

Los dos criados sentados en el primer escalón de la escalera principal, y embozados en sus frazadas, hablaban en voz muy baja.

—Pues qué crees? le preguntaba Luís á José María.

—Que la cosa está mala y lo que es esta noche los fuereños no volverán al hotel.

—Ya te dijeron?

—Sí; la Chole del figón, que es amiga del gendarme, lo averiguó cuando vino á dejar el papel.

—Y qué le dijo?

—Pos le dijo que los patrones estaban en la Diputación.

—Pero por qué?

—No lo has de pasar á creer: dizque porque los cogieron en malos pasos en una casa mala.

—A D. Trinidad y D/1 Candelaria juntos?

—Sí, hombre; figúrate.

Luís soltó una carcajada que resonó por todos los ámbitos del silencioso hotel.

—Cállate, hombre, y no recuerdes á los huéspedes: ¿no ves que ya es tarde?

—Ya me figuro á la vieja gorda en malos pasos.

Y Luís no pudo contener la risa.

—Conque de más á más escandalosos? Pero sabes que yo no entiendo eso? han de ser mentira de la Chole.

—El caso es que á estas horas están en la chinche, y como ya es tarde y no han venido, es seguro que se queden allí á esperar la calificación, y mañana temprano ó van á Belén ó salen en libertad,

—Yo sé bien quién es el aprovechado, .

—El niño Manuelito.

—El del taponazo; y por vida tuya que sonó como pistola.

—Se conoce que está bueno el champagne.

— Pero, sabes, que pobres viejos. Mientras ellos están en la chinche, las niñas.... pues se están divertiendo.

—Pos no! Como que los niños me parecen tantas lanzas.

—Lo pior es que si viene D. Gumesindo...

—Qué va á venir!

—No? ,

—Ya sabes que casi nunca duerme en su cuarto.

—Adiós!

—Los patrones no lo saben; pero... vaya, conque no lo has visto salir quedito?

—No; lo que yo había notado era que venía de mañana; pero me figuré que se iba á la alberca.

—Qué alberca! á dormir la mona.

—Oiga! ¿conque jala?

—Pos no! Si cuando los fuereños prueban lo bueno, jalan bonito.

—Menos D.ª Candelaria, que ni ej. tepache le gusta.

—Oye, y creo que los tales fuereños tienen sus flacos.

—Lo que es D. Gumesindo trae la cartera gorda de billetes.

—Y tanto como compra P. Trinidad.

—Vaya! Como que ya no caben las cosas en los cuartos.

—Yo creo que tienen tienda en su tierra.

—Pos puede....

—Quién quita ¿No?

Ya Luís no contestó porque se quedó dormido. José María lo imitó á poco rato y reinó un silencio profundo.

Llevaban algún tiempo de roncar á compás, cuando tocaron á la puerta de la calle. José María despertó el primero, y meneando á Luís, le dijo:

—Abre.

José María subió algunos escalones para ocultarse, y por si fuere necesario dar la alarma á Manuel. Abrió Luís y se presentó el señor Gutiérrez.

José María, al reconocerlo, subió la escalera.

—D. Trinidad? preguntó Gutiérrez.

—Pos todavía no llega.

—Y la señora?

—Tampoco.

—Las niñas estarán alarmadas.

—No, señor, recibieron recado para que estén tranquilas. .

—Estás seguro de eso?

—Vaya! sí, señor; recibieron un papel y yo creo que estarán tranquilas.

—Luego tú sabes donde están.

—Yo sí, patrón, pos luego se supo.

—Yo también he recibido un papel de D. Trinidad y antes de pasar á verlo quise tomar noticias de las niñas.

—Va su mercé á despertarlas?

—Duermen ? . .

—Pos yo creeré que sí. Están tan en silencio.

—Entonces me voy. Si algo se ofrece, ya sabes donde estoy.

—Sí, donde están los patrones, ya sé.

Y el señor Gutiérrez salió del hotel.

Luís fué enseguida á comunicar á José María lo que había pasado. Llegó al pasadizo y no estaba allí. Entonces llamó suavemente á la puerta del 15.

Manuelito revelaba en su aspecto, que aunque sin ruido, había apurado el contenido de las botellas que quedaban. Tenía su levita en la mano, y estaba sobrecogido de terror como si hubiera cometido un crimen. Su respiración era entrecortada y fatigosa, tenía los cabellos en desorden y había tomado á José María convulsivamente „ por la muñeca.

—Qué dice, qué dice ese muchacho? preguntaba sobresaltado; cierra, cierra la puerta, y habla quedo, lo oyes? pero muy quedo. Porque si los vieron^. qué sucede? quién es? Es D. 'trinidad? Ya vinieron?

—No, niño, no se asuste V., no fué don Trinidad.

—No? pues quién? rae buscan á mí?

—No, tampoco; fué el Sr. Gutiérrez.

—Ah! pero se fué? ó está ahí el señor Gutiérrez ?

—Se fué á la Diputación, á buscar á los « patrones.

—De veras? pero no saben que estoy aquí ?

—No, no lo sabe nadie.

—No lo sabe quién?

—No lo sabe ninguna persona, no tenga V. miedo.

—Miedo! yo miedo! vaya hombre! es que yo tener miedo? de qué he de tener miedo? Vaya! Yo qué culpa tengo? Lo que es yo he estado esperando á que D. Trinidad volviera, para ofrecerle champagne; pero, hombre, no lo vas á creer, ya nos la acabamos. Oye.... ve á buscar mas champagne en casa de Plaisant. .

—No, niño, no ve su merced que ya es muy tarde? .

—Yo te pago, hombre, yo te pago, ve á traer champagne, cuando venga D. Trinidad yo quiero ofrecerle champagne, y á doña Candelaria; anda, hombre, anda á buscar el .champagne.

Como Manuel había ido levantando la voz poco á poco, el criado se vio en la necesidad de aconsejarle.

—Oiga V. niño, ¿por qué no se acuesta aquí en el 15? No sea que vengan los patrones y lo encuentren así.

—Acostarme en el 15? Vaya hombre! tú crees que yo he venido para acostarme en el 15? Ve á traer más champagne, yo te pago, hombre.

Aunque José María, merced á las propinas de Manuelito, había apurado varias copas de tequila en el figón de la Chole, tenía aún su juicio espedito para decidirse á no excitar con negativas á Manuelito, que se encontraba ya en el período de la terquedad más insoportable.

—Bueno, le dijo al fin, voy por el champagne, pero no haga V. ruido.

—No, que ruido voy á hacer! toma ve á traer el champagne.

Y le dio un billete de á diez pesos cuya circunstancia proporcionó á los criados separarse de Manuel. 1

—Y qué, vas por el champagne? preguntó Luís á José María.

—No, qué he de ir! El roto está tan jalado, que no bien se quede solo, se duerme hasta mañana.

—Y se le olvidan los diez pesos.

—Yo se los daré.

—Que se los vas á dar.

—Ah que tú!...

—Ah que yo! Ya sabes, vamos al partir.

—Oye, y el otro?

—Cuál otro?

—El compañero del niño Manuelito. .

—Está muy quieto adentro. Ni chistan.

—Yo creo que los fuereños van á salir todos muy mal jugados en la capital.

Gutiérrez había llegado entre tanto á la Diputación, donde encontró á D. Trinidad muy abatido y á D.ª Candelaria hecha un mar de lágrimas. Al ver á Gutiérrez se lanzó á sus brazos sollozando. Después de esta escena muda, Gutiérrez procuró calmarla encareciéndole la necesidad urgente de ponerlo en autos de lo que pasaba.

—Figúrese V., señor Gutiérrez; yo en estos pasos! cuando en mi vida he andado con justicias ni en cosas de policía. Figúrese V. al pobre de mi marido traído aquí como criminal, por un gendarme pistola en mano, y á mi hijo, ¡alma mía de él! al bueno de Gumesindo que querían amarrarlo por los codos, y luego todo esto.... vea Y., vea V. señor Gutiérrez, á mi derecha. Hemos venido juntos con esas señoras.

—Es posible! Pero que fueron ustedes á hacer por esos....

—Nada, que habíamos de ir á hacer? Desde que Trinidad me dijo que V. le había, enseñado las camas de latón de esas señoras. '

—Yo? las camas? Qué camas?

—Desde entonces me entró la curiosidad..; pues... el diablo de los celos, si usted quiere, y ahí tiene V. que la emprendimos para saber si era cierto.

—Si era cierto qué?

—Lo de las camas que V. le había enseñado.

—Yo? señora, no comprendo.

—Cuando, ahí tiene V., que pasamos por ]a ventana y que la cierran! y más me empeño, y volvemos á pasar, y Trinidad se enoja conmigo, y yo me encapricho, y me voy á la ventana; por que yo tengo muy buen caracter, pero ¿quiere V. verme furiosa? pues no más que me contradigan, y ¡adiós! me vuelvo una fiera; y dije: pues no señor, á mí no me la dan. ¡Habráse visto ! tantos años de casada y de vivir en paz para que salgamos ahora con que andas en picos pardos dizque porque el Sr. Gutiérrez te enseña los malos pasos. Vamos á ver, y yo me he de desengañar con mis propios ojos, que ya no estoy para que me den atole con el dedo, porque no soy chiquita; y en esto, zas, que suena un tiro, Sr. Gutiérrez, de mi alma! y sonar el tiro y me terse mi marido en la casa, todo fué uno; y yo me quedé como de piedra, y puede V. jurar que si de esta hecha no me he muerto es porque Su Divina Majestad me tiene reservada para no sé que cosas. Y que al tiro vienen los guardas, y que echan pito, y se arma una que yo sentía la muerte; y mi marido dentro, en la casa mala, y yo en la calle, porque se atrancaron por dentro; y llegan los guardas y me cojen á mí la primera, amenazándome con sus pistolas, que poco me faltó para desmayarme, y en esto que tocan y que salen esas señoras por la ventana, hablando muy raro, porque yo creo que son gachupinas, ó yo no sé qué; y yo gritaba: mi marido! mi marido! y, más guardas y más pito, hasta que por fin abrieron, y van sacando ¡Jesús, María y José; si yo no quiero ni acordarme, y van sacando á mi hijo Gumesindo, y nos traen á todos por esas calles de Dios, como asesinos y rodeados de curiosos y de gentes que se compadecían de nosotros, porque el lance no era para menos, y aquí nos tiene V., Sr. Gutiérrez, esperando lo que será de nosotros; pero con V,, he visto el cielo abierto, porque nos va á amparar contra esta desgracia.

—No tenga V. cuidado, señora. En dónde está D. Trinidad?

—En la pieza que sigue.

Gutiérrez fué á hablar con D. Trinidad y á tener una entrevista con los empleados y con los agentes de la policía. Más de una hora tardó en sus arreglos y con mil trabajos y quedando formalmente responsable por lo que pudiera resultar, pudo conseguir que quedasen en libertad D, Trinidad y D.ª Candelaria, En cuanto á Gumesindo, era indispensable que quedase allí detenido, porque se sabía que él era el que había disparado el tiro, aunque sin herir á nadie.

D. Trinidad tuvo que resignarse, aunque con mucho trabajo, á abandonar aquel lugar dejando á Gumesindo. Pero Gutiérrez ofreció arreglarlo todo satisfactoriamente al siguiente día.

Atravesaron, pues, la desierta plaza de Armas nuestros tres personajes,

—Alma mía de mis hijas! exclamó doña Candelaria apenas se vió en la calle; como estarán las pobrecitas!

—Están bien, se apresuró á decir Gutiérrez, estuve en el hotel poco antes de venir; están tranquilas.

—No saben nada? preguntó D. Trinidad.

—Creo que no, Pero de todos modos supongo que este retardo las ha de haber alarmado, porque ya está amaneciendo.

—Vamos, vamos á ver qué les ha sucedido. Vamos pronto.

Llegaron al hotel á la sazón que Luís comenzaba á barrer la calle y quien por medio de un silbido especial avisó á José María que había peligro. '

José María subió las escaleras, y antes de llegar al cuarto número 15 para avisar á Manuel, ó cerciorarse de que se había quedado dormido, vió atravesar el pasadizo una forma blanca que se deslizaba con precaución.

—Es la niña Clara, pensó José María, que sale del 15 y vuelve al 13.

D. Trinidad, que se había adelantado, abrió la puerta de su habitación.

Clara y Lupe estaban sentadas en el sofá, el quinqué ardía sobre la mesa del centro, y el joven Carlos estaba sentado á cierta distancia de las niñas.

D. Trinidad no pudo hablar una palabra.

—Papá, dijeron á. un tiempo Clara y Lupe; Carlos se puso en pié.

—No esperaba encontrarlas con visita, dijo D. Trinidad.

—El cuidado en que estaban las señoritas me obligó á acompañarlas.

D. Trinidad guardó silencio, Clara estaba rubicunda y Lupe mortalmente pálida. Acababa de ver el sombrero de Manuelito sobre una silla. ,

En esto llegó D.ª Candelaria.

—Cómo! dijo al entrar, ¿usted aquí, caballerito?

—He creído de mi deber acompañar á las señoritas, '

—Muchas gracias; es V. muy amable.

Carlos tomó su sombrero y agregó sin inmutarse,

—Y supuesto que Vds, han llegado sanos y salvos, me retiro,

—Ya se ve que sí; sanos y salvos, á Dios gracias. Yo no sé qué podría habernos sucedido, Sí, señor, sanos y salvos,

—Lo celebro infinito, agregó Carlos sudando. Muy buenos días, muy buenos días señora.

Y salió del cuarto.

Este movimiento dió lugar á Lupe para quitarse el rebozo con que se abrigaba, dejándolo caer, de modo que pudiese cubrir el sombrero de Manuel que estaba sobre la silla,

—Vamos, niñas, á acostarse, dijo D. Trinidad. Han pasado Vds. la noche en claro y es preciso que se recojan.

El tono de voz de D, Trinidad era duro y sus hijas podían notar una profunda expresión de descontento en su fisonomía. Obedecieron en silencio.

D. Trinidad y su mujer tomaron á su vez posesión del sofá y se pusieron á hablar en voz muy baja. Clara y Lupe velaban esperando una ocasión propicia para hacer desaparecer el sombrero de Manuel.

José María, entretanto, se había enterado de la situación; había ido al cuarto número 15, y había encontrado á Manuel roncando y medio vestido, pero no estaba allí su sombrero.

—Adiós! exclamó, ya éste dejó la prenda en el 13 y por el sombrero se va á armar una...

Dieron las ocho de la mañana sin que D. Trinidad y su mujer hubieran probado el sueño. Ese día parecía ser tan negro como la noche anterior. D. Trinidad, antes que el desayuno, recibió una carta de su tierra. Era de un compadre cariñoso que se quejaba de que no se le hubiera ocupado á él para facilitar dinero á la familia, supuesto que Gumesindo había ocurrido á otra persona para que le facilitase mil y tantos pesos.

—Otra calamidad, exclamó D. Trinidad.

—Qué sucede? preguntó su mujer.

—Que Gumesindo lleva gastados dos mil pesos!

—En qué?

—No lo preguntes.

Este golpe acabó de decidir á D. Trinidad á abandonar la capital y volverse á su pueblo. Gumesindo estuvo preso dos dias y pudo salir merced á los empeños del señor Gutiérrez.

Cuando todo estuvo listo para el viaje, D. Trinidad le dijo á Gutiérrez al despedirse. '

—No tengo con qué pagar á V. señor Gutiérrez sus apreciables servicios, que nunca olvidaré; pero me voy á mi pueblo para no volver jamás á la capital, á lo menos con mi familia. No había podido apreciar hasta hoy la tranquilidad que se disfruta en medio de las costumbres sencillas, como tampoco había podido figurarme hasta donde pueden llegar los peligros del lujo y la prostitución de las grandes ciudades. Ya V. lo vé, señor Gutiérrez, Gumesindo era bueno, sencillo, sobrio y honrado. Me lo llevo enfermo, de una enfermedad que acaso no alcanzará á curarle ya ni el campo ni el trabajo. Mis hijas eran modestas, y vivían conformes en su pueblo: me las llevo enfermas de ambición de lujo y de placeres. Clara llora sin cesar, y me espanta su destrucción y su cambio de tres días á esta parte. Nada la consuela, nada la alegra, porque ha dado en que es muy desgraciada. Mi mujer, vino contenta, y se vuelve triste y abatida, porque ve á sus hijos desgraciados. Adiós, señor Gutiérrez, adiós.


Publicado el 19 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.
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