Cartouche

José Zahonero


Cuento



Á D. Manuel Pardo Regidor.

I

Tomasillo y Antoñico andaban por sendas, caminos y veredas, unas veces pisando la nieve ó sobre el hielo, y otras recibiendo los ardientes rayos del sol de Julio, mendigando en invierno y espigando por los rastrojos en verano, y siempre picoteando los desperdicios de las aldeas ó de las eras, sin otro amigo ni otra ayuda que la compañía de un perrillo feo y flaco, de nombre Chusco.

Noche tras noche, y día tras día, pasaban los huerfanillos y el perro rebuscando leña que robar en el monte, mendrugos que recoger en las aldeas y uvas y espigas que cosechar en el campo.

Se les veían las carnes por los jirones de sus camisillas raídas y de sus calzones rotos, y sus piececillos se arrecían de frío sobre el hielo ó se abrasaban en la arena de la llanura, y las guijas y pedruscos les herían sus plantas como las zarzas punzaban sus carnes.

Pero casi nunca estaban tristes, porque Chusco, su compañero, era un perro que acreditaba tal nombre y correteando unas veces, ladrando sin causa ni motivo otras, y haciendo mil diabluras, les recordaba el jugueteo y les provocaba al retozo.

Llevóles su buena estrella, que hasta entonces sin duda no comenzó á lucir, á la puerta de un soberbio palacio de la ciudad, construido todo él de piedra, que en puertas y ventanas, aparecía, por los dibujos elegantes y sutiles calados, no de piedra, sino de finísimo papel recortado con tijeritas de bordar.

Dispúsose un criado á llenarles el zurrón de mendrugos y á darles dos grandes cazuelas de sobras de comida, cuyo olor había de tener gran fuerza en la nariz de Chusco, pues no bien le llegó al hociquillo, debióle recorrer por todo el cuerpo, puesto que le salía la satisfacción por el rabo; tanto lo agitaba con vivo movimiento de un lado á otro y de arriba abajo.

Ya iba á entregarles la ración el criado, cuando salió del palacio una hermosa señora, de rostro pálido, dulce y cariñosa mirada, aspecto severo y paso majestuoso. Venía vestida de negro y la acompañaba un lacayo, vestido igualmente de luto.

Si los niños hubieran sabido que aquella señora era nada menos que una señora duquesa, y si hubieran podido comprender la importancia del título, que la colocaba casi en la categoría de los reyes, pues era la duquesa de la Flor de Lis de la Mota de Sangre, si hubieran sabido que desde la muerte de su esposo el duque, y de la pérdida de sus dos hijos, el que habría sido duque y otro que no hubiera sido cosa menor que marqués, se hallaba la señora entregada á la devoción y á la caridad, los niños no hubieran mostrado tanto temor, si bien no menos respeto que sintieron al verla aparecer.

Preguntó al criado quiénes eran los niños; este les preguntó á su vez quiénes eran, de qué vivían, cómo habían llegado hasta la ciudad y otras mil particularidades, á las que Antoñico, el más resuelto de los dos, contestó como una cotorra.

—Dios les envía, dijo la señora; estos, estos son los que recogen en los campos los restos de la riqueza de Dios; á estos Dios les manda. Son los llamados á recoger lo que aún queda de la pasada grandeza. Súbalos V., que los laven y los vistan…

Al decir esto la señora rompió á llorar empapando en sus lágrimas un finísimo pañuelo que, á ser grueso como la tela del zurrón de los niños, hubiera sido igualmente empapado, y luego, cogiendo la cabeza de Anjtoñico y la de Tomasillo, los estrechó y besó en la frente. Hay en el aparecer de la caridad lo que en el aparecer del sol: es imposible mirar á estas almas llenas de luz; ó bajáis los ojos al suelo ó sentís los ojos débiles y deslumbrados humedecidos por el llanto.

Los criados lloraron.

Los niños se vieron lavados, peinados, vestidos, hermoseados y limpios. La señora había hecho un voto; dar toda la felicidad, todo el amor que hubiera dedicado á sus propios hijos, á los hijos que Dios le enviara. Caridad magnífica, martirio y abnegación ejemplar y cristiana: toda aquella virtud sobrecogía de admiración.

Tomás y Antonio no podían explicarse lo que les acontecía; ni aun se habían fijado en que por primera vez se hallaban sin su perrillo Chusco. Temiendo este, como todo perro pordiosero, atravesar la puerta de una casa y más la de un palacio, esperó á los niños; se fué á mirar al portal desde una respetuosa distancia, olfateó la tierra, y por último, echándose sobre sus patas traseras y con el hocico en alto, mirando al palacio, á la gran masa de piedra, á la mole inmensa por cuya boca habían desaparecido sus dos amigos; quedóse temblando, no sé si de frío ó de miedo, pues no debía inspirarle mucha confianza casa de portal tan grande, cuando por experiencia de sus costillas sabía que siempre había un palo escondido para los que se atrevían á mostrar la nariz ála puerta de tales moradas.

Los niños como no habían tenido jamás la dicha de hallarse bajo otros techos que los de los establos y pajares, se encontraban llenos de asombro; creían que eran héroes de algún cuento de hadas como aquellos de los cuentos que habían oído narrar á los pastores y los carboneros del monte.

Estaban tristes; les había acontecido lo que á los pajarillos cazados por red; se les sorprende alegres, revoloteando y piando, y luego quedan en la jáula mudos y amodorrados y espiran de melancolía.

Se hallaban en un salón del palacio, cubierto de pinturas, lleno de riquezas, alfombrado y magnífico; sobre el cuadro de luz que en el suelo recortaba el marco de una ventana, estaba echado un perro con el hocico entre las patas y apoyado en el suelo, actitud de pereza, de confianza propias del que está en su casa.

En su casa estaba; era King, el galgo favorito de la señora; tenía una manteleta de grana y una corona bordada con hilo de oro; aquel perro era casi un señorito, y no se acercaron á él los niños; pero recordaron entonces á Chusco.

Asomóse Antoñico á la ventana y vió al perrillo en medio de la calle en el momento mismo en que el criado se dirigía hacia él con una vara; le vió después descargar sobre el perrillo tales varazos, que Chusco huyó despavorido ocultando el rabo entre las patas y corriendo como si no pisara la tierra.

—¡Nuestro perro! dijo con tristeza á Tomás.

Los niños quedaron un momento indecisos y tristes.

—¡Bah! replicó Tomás, déjale que se las busque; puede que si dijéramos que es nuestro nos echasen de aquí; ¿no ves que es un perro sucio y feo? Los señores no quieren suciedades. Mira ese… y señaló á King mirándole con respetuoso asombro; ese si que es un perro de señor. ¿No has oído al hombre que nos ha traído hasta aquí que íbamos á ser unos señoritos?

Y no volvieron á hablar de Chusco.

A la caída de la tarde estuvieron mirando por una ventana que daba á la gran plaza de la ciudad y vieron un titiritero que hacía volatines en medio de ancho corro de gente.

Por la noche la señora les mandó decir de memoria El padre nuestro y al notar que no lo sabían, les anunció que debían aprenderlo, así como también aprender á leer para agradecer á Dios el bien que les hacía, y los mandó acostar. Hallaron camas bien limpias y blandas y en ellas durmieron como dos lironcitos.

Cuando el palacio estaba sumido en las sombras de la noche y de aquella oscuridad, solo salía la débil luz del cuarto donde se hallaban los niños, sintieron estos unos lamentables aullidos que partían el corazón; conocieron que les llamaba Chusco.

Al cabo de un rato los aullidos no se oían ya; pero después oyeron un estrépito horroroso, y luego… nada: se quedaron dormidos.

Le habían atado al pobre perrillo una soga y una lata á la cola, y al huir despavorido arrastrando la lata, se produjo el referido estrépito.

Era víctima de la broma brutal de dos hombres medio borrachos que quisieron castigar los aullidos del perro y divertirse martirizándole.

II

A los cuatro ó cinco meses, cuando los dos niños ya casi sabían leer, fueron mandados á Madrid casa de un preceptor.

Allí estudiaban durante la semana y salían á dar grandes paseos por los alrededores acompañados del maestro.

Los pequeños caminaban por las calles embobados como casi todos los que llegan de las aldeas á la corte, cualquiera de aquellas cosas que veían les llamaba la atención. Hacía días que les preocupaba un cartel de esos con los que empapelan las esquinas, leíase en él un nombre impreso en letras negras sobre papel encarnado; este nombre era Cartouche, nombre que andaba de boca en boca y debiera referirse á algún personaje notable.

Una noche el preceptor dijo á los niños que había recibido de la señora duquesa la orden de premiar su aplicación, y cumpliendo esta orden les anunció que iba á llevarles al circo.

Halláronse en él, llenos de asombro al ver tanta gente reunida y temiendo sin saber por qué ser reconocidos como dos muchachos pobres; esperaban que les echasen de allí como en otro tiempo les echaban de las barracas de los saltimbanquis de feria; pero lejos de eso, les hicieron entrar en un sitio, desde el cual, como asomados á un balcón, podían verlo todo cómodamente sentados.

Apareció en la pista un caballo blanco que hizo mil habilidades; una mujer sobre otro caballo saltando y rompiendo aros de papel, vestida como esas figurillas de bailarinas que colocan en los ramilletes de dulce; volatineros, payasos y tantos otros artistas que acostumbran á trabajar en semejantes funciones; pero después de esto, el público empezó á impacientarse y á gritar: ¡Cartouche! ¡Cavtouche! aquel era el nombre que los niños habían deletreado en las esquinas.

Y apareció un perro cuya presencia arrebató á la multitud.

El entusiasmo continuó todo el tiempo durante el cual el animalillo hizo mil habilidades asombrosas; comió como una persona; saltó por aros de papel; se hizo el muerto; luego fingió que resucitaba pero que había perdido el juicio (que pueden tenerle mayor que el de muchos hombres algunos perros) y nadie pudo sujetarle ni hacerle entrar en razón; no quería hacer nada de cuanto antes había hecho; huía, se alborotaba y todo por fingimiento; porque luego quedó en medio del redondel más serio que un maestro de ceremonias.

Cuando así estaba, con una corona que le había colgado al cuello como premio al mérito, Chusco, porque no era otro aquel perro (pues sabido es que los perros españoles cuando se dedican al arte han de cambiar su nombre por un nombre extranjero si intentan hacer fortuna, y aun nadie se mete á averiguar si llevan los tales el nombre de un ladrón como en este caso), Chusco descubrió que los niños miraban sin haberle conocido y ¡adiós gravedad! saltó por cima de las sillas y se arrojó al palco, ladrando alegremente, y allí lamió las manos y la cara de sus antiguos amigos.

El público estaba entusiasmado por aquello que creía una nueva jugarreta; el payaso que dirigía los ejercicios de Chusco gritaba enojado llamando al perro, y los niños que habían reconocido á Chusco, avergonzados porque creían que todo el mundo había descubierto su delito, se hallaban mudos y pálidos.

A la voz del payaso que llamó con voz colérica al perro, recordó este su deber y volvió á echarse á los piés del amo con el rabo entre piernas, orejas gachas, y cabeza humillada; había dejado su corona en el palco.

El payaso, desenojado, le recibió con estas palabras:

—Te has decado la tuya corona en aquel palco y no han te dado nada… ¡incratos!


Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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