Cosas del Amor

José Zahonero


Cuento



Á Mariano Urrutia.

I

La señora de Vierzo no conocía al inquilino del segundo interior. El portero le había mostrado la habitación, el portero le entregó el contrato para que lo firmase, el portero cobraba las mensualidades del arriendo y con el portero se entendía en todo y por todo.

La señora de Vierzo no quería ni aun dejarse ver de los inquilinos de los cuartos interiores, y con los del exterior guardaba ceremonias y reservas; esta conducta entraba en los propósitos que, como dueña de la casa y como mujer ordenada y prudente, se había formado.

La amistad ó el trato con los inquilinos podía dar lugar á los abusos de estos.

Al inquilino del segundo interior, le sentía bajar todas las mañanas á la misma hora, oía golpe tras golpe sus pasos á través del tabique del oratorio, que daba á la escalera interior; esta exactitud, semejante á la que Magdalena guardaba poniéndose á rezar siempre á las cinco de la mañana en punto, hizo que preguntase al portero quién era el vecino que madrugaba tanto.

—Es el inquilino del segundo interior —replicaba el portero.

La ventana del oratorio tenía preciosas pinturas en los cristales, daba á un patio y caía enfrente y un poco más abajo de las ventanas del cuarto segundo interior; desde este se veía el órgano expresivo, la hermosa lámpara de plata, el reclinatorio de la señora y la mesa del altar, cubierta por una sabanilla blanca y bordada, y adornada de floreros de porcelana y candelabros de plata.

Desde el oratorio solo se veían los visillos de las ventanas del referido cuarto interior, recogidos á uno y otro lado por cintitas azules; eran dos: la del comedor y la de una alcoba estucada.

Doña Magdalena de Vierzo, como la llamaba el señor Lucas, el portero, jamás se asomaba á los patios: por la mañana leía ó cosía en el mirador de cristales que daba al jardín; el sol alegraba con sus rayos aquel lugar; una multitud de jilgueros y canarios presos en sus jáulas piaba y gorjeaba regocijada.

Era la señora de Vierzo una mujer entrada en años, gruesa, de rostro grave, afable á veces; vestía con severidad y elegancia, y desde la muerte de su marido vivía recogida, ocupándose en dirigir sus negocios terrenales y arreglar sus cuentas con el cielo, rindiendo devota el diario tributo de sus oraciones; reñía poco á los criados, y estaba siempre dominada por una íntima melancolía; no había tenido hijos, y su afecto estaba repartido entre los pajarillos del mirador, las flores del jardín, y tres ó cuatro perrillos de lanas, blancos y negros, que casi arrastrando sus barrigas seguían á la señora por toda la casa, tomaban el sol echados á sus piés en el mirador, ó acometían á las personas extrañas, dando ladridos agudos y amenazadores. Terry, Pinta, Morito y Caparuz.

II

El inquilino del segundo interior llamábase Mariano Lezo; era popularísimo en Madrid, sus dibujos habían acreditado su nombre.

Mariano contaba treinta años de edad, era alto, bien formado y de fisonomía inteligente. Ni esto ni su fama impedían que fuera desgraciado: era pobre, y tenía motivos más que sobrados para considerarse infeliz; á pesar de su fama, los dibujos-caricaturas (esta era su especialidad) no le producían mucho, y apenas si podía con esto y con lo que ganaba en un modesto empleo oficial, sacar adelante á su familia.

Vestía el mismo traje desde hacía más de dos años, no variando su ropa de invierno á verano si no en el paletot con que por el invierno se cubría; su sombrero estaba ya rugoso, el agua le endurecía, el polvo le daba un tinte gris, el sol hacía resaltar á la vista grietas y quebraduras; sus botas bebían tinta por no reírse, y á pesar de esto se reían: era, en fin, un sujeto de esos á los cuales suelen mirar con recelo los porteros al verlos entrar en la casa, y dudan si han de preguntarles ó no á qué cuarto se dirigen.

Madrugaba por traer la leche para el desayuno. Pasaba fuera de casa algunas horas del día, y jamás salía de noche.

Siempre inquieto, siempre triste, pero revelando en su fisonomía una bondad angelical.

En aquel estrecho cuartito segundo interior, compuesto de cuatro habitaciones y una cocina, se oían á veces risas, menudas pisadas y la alegre algarabía que suelen armar los niños: coro singular que responde al de los pajarillos.

Lo que no sabía la dueña de la casa era que el inquilino del segundo interior volvía á las seis y media con un jarrito y un papelón de bollos; abría la puerta, entraba en el gabinete, y allí era esperado por tres niños, de tres años y medio el mayor, y todos despiertos, sentaditos en una gran cama de matrimonio, charlando y jugando, le esperaban.

A aquel grupo le llamaba Mariano «La pollada».

En el fogoncillo de la cocina había ya encendido el fuego para calentar el café y la leche una mujercilla de nueve años. Mariano se había quedado viudo; aquella niña era hija de su mujer y hermana de uno de los niños por parte de padre y madre, hermana de los otros dos por parte de madre solamente: á Mariano le parecían iguales todos, todos eran sus hijos; él era la única persona que tenían en el mundo.

Conchita, Manolín, Juan y Federico.

El los calzaba, los vestía, los lavaba, los servía el desayuno; iban pasando sucesivamente á sus manos, y con la toalla mojada en agua de jabón les hacía la toilette, ya amagando reñir é impacientarse, ora dulcificando la voz, atendiendo á este, riñendo al otro, pronunciando discursos á todos; á veces sirviéndose de una política llena de promesas, á veces de otra preñada de amenazas: difícil gobierno.

Cuando los niños almorzaban, aquel hombre se vestía, y dando besos á todos y repitiendo mil advertencias á la mamá de nueve años, salía diciendo:

—Hasta luego ¿eh? seréis buenos ¿eh? —y partía.

A las once todos le recibían con los bracitos abiertos: de un figón cercano traíales el almuerzo un pinche y todos comían el pucherete, por las tardes Mariano al volver de la oficina, sacaba á toda su tropa á paseo.

A pesar de esto, no conocía la casera al inquilino del segundo interior.

—No diga usted á la dueña que tengo tantos chicuelos —había dicho Mariano al portero— cuando vea que no meten bulla… nos tolerará.

III

—¡Vaya! ¡vaya! es cosa singular, créame V. Creo que si no me da gana de asomarme á las ventanas del oratorio… jamás llego á verlos… pero me asomé y vi juntas sus cabecitas, apareciendo por la ventana del segundo… ¡la verdad, me chocó! temí que se me hubiera colado en la casa, lo que más temo, un colegio, y cuando me lo dijeron quedé asombrada. ¿Todos son de V.? —Preguntaba á Mariano la señora de Vierzo.

—Todos… es decir, dos eran hijos de mi pobre mujer. ¡Oh! señora, me veo y me deseo con ellos —dijo el pintor, á quien miraban recelosos y envidiosos los perritos de la señora, y á quien parecían animar con su bullicioso gorjeo los pajarillos del mirador.

—Sí, señora, me veo y me deseo. No había de echarlos á un Hospicio, ni había de meter en casa mujer alguna, de la que me enamoricase, que los pegara y los hiciera vivir en un infierno. Al principio temía dejarlos solos… pero luego me he ido acostumbrando; les dejo solos pocas horas, vuelvo por la noche, juego con ellos, les pinto figuritas; y jugando les enseño á leer y á escribir… me divierto, señora, me divierto. Tienen ocurrencias peregrinas… Son vivos y listos; si esta casa hubiera tenido un estudio, tal vez yo no tuviera necesidad del empleo… pero… Dios dirá. A no haberme dicho el portero que si quería que retocase uno de los cuadros del oratorio, y á no haber V. visto á los niños, quizá no sabría V. aún que tenía tan malos inquilinos.

—¡Dios mío! ¡Pobrecitos! —exclamó con bondadoso acento Magdalena.— ¡Pobrecitos! No los deje V. solos; que bajen al jardín, yo los veré desde aquí… Después de todo, hago una vida tan triste, Sr. Lezo, que esto me alegrará. Vivo en el tedio de un egoismo obligatorio; que vengan, Sr. Lezo, que vengan.

—Señora, tanta bondad…

No había que decir más; Magdalena les quería ver en el jardín; comerían con ella algunos días, y hasta en la casa podría coserles alguna cosilla la costurera; hacíale reir grandemente á la señora la idea de que un hombre hubiera de vestir y arreglar á unos niños. ¡Qué lances tan chistosos ocurrirían con este motivo!

—Nada, Sr. Lezo, dígales V. que aquí les aguarda una amiguita, que verán unos pájaros… el diantre es que estos picaros perros no están acostumbrados á ver niños… pero como estarán á mi vista, no hay miedo.

—Señora, voy por los niños —dijo Mariano, loco de contento.

IV

A los tres meses, la niña y dos de los niños vivían con la señora; el mayorcito acompañaba á Mariano á dormir en el segundo interior; Magdalena estaba cambiada, parecía sentirse más ágil, más sana, más entretenida y gozosa; poco á poco los niños fueron pasando de protegidos y amigos á sobrinitos ó poco menos.

Los perros correteaban gozosos por los pasillos y el jardín tras los niños; tenían estos una institutriz, y estaban vestidos como hijos de un gran señor.

Había sido aquello una invasión de locos que trastornaba el silencio, el triste y solemne aspecto de la casa, alborotando á los canarios, excitando á los perrillos y á una vieja cotorra, antes el ídolo de Magdalena.

Una tarde, Mariano, que acababa de entregar á la señora la cantidad que le habían dado por un cuadrito, y que con otras iba á la hucha de los niños, decía animado, que contando con la protección de tan buena amiga, creía poder asegurar el porvenir de los niños… pronto… podría marchar á Roma.

—¡Amigo mío! Es V. más niño que los niños —decía Magdalena.— Cuenta V. con su arte para tanto… no quiero rebajar el mérito de V., soy la primera en reconocerlo; pero la victoria es costosa, y no podemos exponer nuestros niños á esa tan insegura fortuna. Va V. á echarse á reir… pero, en fin, lo he pensado bien; antes de marcharse, cásese V…

—¿Casarme? ¿Cómo, señora, y con quién? —preguntó asombrado Mariano.

—Conmigo. Así podré ser útil á mis herederos; seré madre de todos.

—¡Oh!… Vale V. tanto como la mía, tanto como mi madre, —exclamó Mariano.

V

Cierto; Mariano se había casado con una vieja. ¡Loca codicia, ridículo maridaje, á tal extremo conduce la pobreza! Todos sus camaradas censuraban el hecho; pero cuando Mariano se despedía de ellos, en el momento de partir el tren que había de llevarle á Barcelona, y de allí á Italia, les decía:

—Son misterios difíciles de descifrar. ¡Cosas del amor! —Y pensaba para sí:— Del amor de una santa mujer y un pobre diablo á unos ángeles de Dios.


Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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