Cuentos Pequeñitos

José Zahonero


Cuentos, colección



A D. Ramón de Campoamor

Como es antigua costumbre de los que escriben libros acogerse á la protección de magnánimos príncipes que han gozo en dispensarla para bien de las artes y provecho de la república; pido á vuecelencia acoja este mi libro de los Cuentos Pequeñitos: no rica, sino humildemente vestido, pero sin manchas que puedan deshonrar sus páginas, va á rendirse á vuecelencia que es príncipes de la poesía castellana, y aun pienso que por derecho divino, pues dotó Dios á vuecelencia de portentosa inspiración, con más que lo es por el universal sufragio de las aclamaciones y de los aplausos.

No rindo yo vasallaje á otros príncipes, que soy antiguo y probado republicano. Es vuecelencia mi maestro, pues ensenó la manera de expresar en pequeñas composiciones ideas y sentimientos nobles y elevados, y aunque yo no haya sabido hacerlo, el intento revela buenos deseos, y si con estos no puedo disimular mis ciertos méritos, aguijan mi animo de tal modo que reducen á la nada mis muchas desventuras.— De Madrid á 4 de Marzo de 1887.


Criado de vuestra excelencia,


José Zahonero.

Dos palabras al lector

No existe ya el amigo que mayor deseo mostró de ver publicados estos cuentos, y solo por cumplir con un sagrado deber publicamos el prólogo que para ellos había escrito, toda vez que en los inmerecidos elogios que en él se prodigan al autor, resalta sobre manera la bondad de corazón del Sr. D. Antonio del Val.

El señor del Val, caballeroso é hidalgo por extremo, hombre dotado de un ingenio brillante y de un talento maduro y sólido, era de un alma tan bella que aun en las más escrupulosas y severas críticas pecaba á su pesar de exagerado optimismo y no hacía la menor observación de censura sin mostrar la discreción por todo punto y la generosidad de sus sentimientos. Su ánimo lleno de entereza y su entendimiento robusto estaban enriquecidos por una educación moral delicadísima y una vasta instrucción; bien lo sabe esto el público, que no hace mucho leía los trabajos de aquella su pluma tan elegante, tan cortés, tan docta y tan correcta y castiza.

A este amigo inolvidable, á este compañero maestro, se le ocurrió un día favorecer al autor de estos cuentos, y de este movimiento de su alma nació la concesión de un prólogo, que es el que á continuación verán nuestros lectores.

Prólogo

No una, mil veces me propuse escribir este prólogo, que comienzo, sin saber si llegará á término cumplido, y otras tantas detuve mi pluma, pues que de cuentos se trata, el cuento de aquel hombre tan audaz como ignorado y desconocido, que habiendo presentado en cierta reunión á un amigo suyo, escuchó del dueño de la casa esta pregunta:

—Y á V., ¿quién le presenta?

Sí, porque el prologuista se parece mucho en esta ocasión al desconocido del cuento, y escucha á toda hora la pregunta del público, arbitro y dueño en asuntos literarios.

—Y á V., ¿quién le presenta?

Pero no se fatigue en preguntas, ni me tache de osado el lector curioso á quien entre hosco y burlón atisbo en este instante. Aun contra su voluntad, yo estoy aquí un momento tan solo, y me marcho en seguida, para dejarle en la amena compañía del autor de estos cuentos, personaje conocido ya ventajosamente en el mundo de las letras, que, ausente de su patria, anduvo errante en extranjero suelo; emigrado por necesidad, buscando unas veces en las ciudades portuguesas y otras en las Repúblicas de la América latina arte ú oficio de fácil aprendizaje que bastaran á satisfacer sus apremiantes cotidianas necesidades; abstraído en el estudio de la sociedad y de la naturaleza que le ofrecían provechosas enseñanzas, veía aumentar el caudal de su inteligencia y crecer, á medida que crecían y se multiplicaban sus ideas, sus deseos de nombre y fama, y sus aspiraciones de gloria, al calor de un pensamiento siempre en ejercicio, y de una actividad que nunca se daba punto de reposo.

De vuelta en su patria, adonde con irresistible acento sus afecciones más íntimas le llamaban, consagróse por entero al cultivo de las letras, con tan buena fortuna, que al poco tiempo su nombre corría impreso en una multitud de periódicos, y la crítica, con muchos tan uraña, concedíale el premio debido siempre á esa unión maravillosa de la laboriosidad y del talento, de donde nacen obras copiosas, que así muestran la facundia del que escribe, como recrean y solazan el ánimo del que lee, y ensanchan con su lectura el campo donde gira y vive el nombre del autor afortunado.

Flores de un día, hojas perdidas en las agitaciones continuas de la vida presente hubieran sido aquellas obras, si almas movidas á compasión no las hubieran arrancado de los diarios en que salían á luz, donde alcanzaban unas cuantas horas de existencia, para ofrecerlas coleccionadas al público que les prolongó la vida con sus favores, ofreciéndoles otras esferas en que extenderse y fructificar, bien distintas de aquellas en que por vez primera habían aparecido modestamente, como si temieran los desvíos de la opinión y los enojos de la crítica.

Que tales temores eran infundados, demostróse bien pronto, al publicarse la primera colección de artículos que con el título de Zig-zag dieron al señor Zahonero prez y fama, y lo demostrará nuevamente, así lo imagino, la publicación de estos cuentos, que yo he leído con una comezón y con un ardimiento verdaderamente infantiles, y cuyas páginas han terminado para mí mucho antes de lo que consentían mis aficiones y mis deseos.

No es este uno de esos libros que suelta pronto la perezosa mano entre el bostezar producido por el fastidio y el entornarse de los soñolientos ojos. Notable por la gallardía de un ingenio sin pretensiones de lucir pomposas galas, lo es también por los cuadros que, en virtud de la asociación de las ideas, ofrece á la contemplación y á la memoria del que va recorriendo sus páginas.

¡Cuántas veces, al leer esos cuentos en que lo conciso y lo rápido de la narración aparece en maravilloso consorcio con lo pintoresco del estilo y con la sobriedad de reflexiones y detalles, se ha despertado en mi memoria el recuerdo de un cuadro que todos hemos contemplado con deleitoso arrobamiento, y en el cual todos hemos representado en la edad primera el papel de protagonistas!

Parecíame ver una cuna, en cuyas calientes sábanas señalábanse aún las deliciosas formas de un niño; no lejos de la cuna un brasero en cuya tarima un gato se relamía y se lavaba, y en la alambrera, de donde salía un humillo perfumado, calentábase una faldita blanca como la nieve, y entre la cuna y el brasero un pequeñuelo en brazos de solícita madre, que le apartaba las manitas de los llorosos ojos y le contaba con maternal cariño y con gestos de admiración un cuento, á cuyo interesante relato los gemidos se apagaban, evaporábanse las lágrimas, reflejábase en los ojos admiración expresiva y en los labios aparecía la risa, para quedar al fin rendido al dulce sueño en tanto que la madre apagaba la voz, uniendo una sonrisa de satisfacción á la inocente sonrisa del niño.

El Sr. Zahonero obrará este milagro cuando sus cuentos se trasladen del papel en que los escribe á los labios de una madre. Y habrá llegado á estos efectos y á otros más provechosos sin poblar los horizontes, donde buscan alimento las imaginaciones infantiles, de ogros, de hechiceras, de trasgos, de todas esas fantásticas creaciones, residuos de la teología oriental, que llenan de temores el ánimo de los niños, alimentando su credulidad con ideas que más tarde tienen que desechar como falsa moneda, inútil de todo punto en el comercio de la vida.

Para el autor de estos cuentos no existe el poder de los amuletos ni las artes mágicas de las varitas de virtudes. Se contenta con dar palabra á las flores, discurso á los pájaros, inteligencia á las ratas, recordando sin duda con la frase nos jocari fabulis jictis, del fabulista latino, el contento y la satisfacción que al ánimo traen las fábulas fingidas.

Con esto solo, y siguiendo el precepto de la Fontaine, que veía en la brevedad el alma del cuento, va derecho á su fin y llega á sus narraciones sencillas, rápidas, pintorescas, dramáticas, sobrias en detalles, producto de ingeniosa naturalidad, que son cuando las emplea verdaderos cuadros de Meissonier que encajan perfectamente en sus marcos, y en los cuales no se olvida ninguno de esos toques que contribuyen luego á que resalten los primores del dibujo y la brillantez del colorido.

Y lo que más cautiva en estas miniaturas es la deliciosa naturalidad que en ellas campea. No es el señor Zahonero el pintor que reúne en su estudio un maniquí y unas cuantas flores contrahechas. Nada hay de convencional en sus cuadros. Todos los objetos parecen copiados del natural. Al recorrer las páginas de estos cuentos, diríase que su autor ha sorprendido á los ratones en sus escondrijos y que ha visto allá en las florestas reventar el capullo de las flores. Tal y tanta es la verdad contenida en sus descripciones pintorescas.

Artista antes que nada, el Sr. Zahonero busca como fin principal de su obra la belleza; pero como el bien es la esencia de lo bello, que aun sin el deseo premeditado del artista brota muchas veces de toda obra de arte, con la misma espontaneidad con que surge y se esparce el aroma de las flores, de todas estas historietas sencillas brota siempre un principio moral que enseña á vivir con prudente consejo.

Basta hojear estos cuentos, para advertir de que cada uno surge un principio consolador, una enseñanza moral que alecciona al lector infantil en las artes de la vida. En La Pocíta de la Rosa se ve la modestia premiada; en Don Dieguín la utilidad de los descubrimientos humanos y el proceso de los dolores que toda obra de arte significa; en El Gorrión estudiante, el amor á la naturaleza; en las Aventuras de un hilito de agua, el odio á la usura; en Los cuatro alfileres, el culto debido al dolor, lazo que nos une al ser adorado perdido en la muerte; en El Rey de nieve, la instabilidad de las cosas humanas; en Pintorín y Gorgorito, las insaciables aspiraciones del alma; en Saragüete de los ratones, la crítica, que enseña; en Naita el respeto que merecen esos héroes desconocidos que se sacrifican por sus semejantes sin el consuelo de que su nombre pase á la posteridad, y de todos se desprende la esencia de lo bueno, de lo moral, de lo útil, principios que aconsejan las determinaciones de todo espíritu bien educado y de toda sociedad bien regida.

Pero vuelven ahora á mi ánimo las aprensiones que me asaltaron al principio de este prólogo. Me parece que para nuevo en la casa he hablado ya demasiado. No me pesa. Creo haber prestado así un servicio al lector, el cual, si ha tenido la paciencia de llegar hasta aquí, y empeña ahora su atención en la lectura de lo que sigue, sentirá abrirse su ánimo á las emociones agradables experimentadas por el viajero que llega á los jardines de Valencia después de haber atravesado las áridas llanuras de la Mancha, ó advertirá cuán bien sabe lo dulce y lo sabroso después de lo amargo y desabrido.


Antonio del Val.

Madrid 16 Marzo 1883.

La pocita de la rosa

I

Tan limpio como podéis dejar un espejo echándole vuestro aliento y pasando luego por el empañado cristal un lienzo, quedó una mañana el cielo al soplo de la brisa. El sol alumbraba con luz intensa, y á ella debían los erguidos árboles su tono de vivo colorido, y por ella lucía su hermosura una rosa, Rosa fuego, colocada en lo más alto de un espléndido rosal.

Que no me vengan á mí con razones que nieguen cosas, que aunque no las sé me las sospecho desde hace mucho tiempo. ¡Cómo que había de estarse aquella rosa sin su coquetería correspondiente siendo bella á no pedir más! Y mucho que presumía dejándose mecer suavemente por la brisa como una linda criolla en su hamaca, en tanto le hacían el rorro dos importunos moscardones y andábale á las vueltas, para plantarle un beso al descuido, una blanca y aturdida mariposa.

¿Quién sabe lo que la flor soñaría?

Tal vez le pareciera poco elevado el puesto en que se hallaba, que es propio y natural en los afortunados no estar jamás satisfechos con la suerte y aún es más insaciable el deseo de ostentación en los vanidosos.

Pues ni más ni menos; lo que os digo. Rosa fuego soñaba para sí en mayor fortuna. «¡No puede menos, se decía; he de estar yo destinada á grandes cosas; segura estoy en que he de coronar la cabeza de alguna dama menos bella que yo, pero á quien yo haré más bella que todas las otras damas; tal vez me arrebate un príncipe para hacer conmigo un delicado obsequio á alguna reina; tal vez me cante algún poeta; pero no he de estar mucho tiempo prendida á este rosal insociable que hiere con sus espinas á cuantos se acercan á admirar mis colores y aspirar mi fragancia; no he de vivir yo como mis hermanas enorgullecidas con lo que son! Ya me canso de ver siempre lo mismo. ¡Oh, qué desgraciada soy aquí presa; qué feliz he de ser en un solo día, pasando de mano en mano haciendo abrirse todos los ojos de admiración!»

Había al pié uno de esos arroyuelos que, como no se lo impidan ó una cuestecita ó la azuela del jardinero, se meten en todo y corren sin tino, murmurando de todo; éste nacía allí mismito, al pié del rosal; allí tenía su cuna en una ancha pocita cubierta por la frondosidad del arbusto; y como os diera deseo de inclinaros á beber, y apartando las rosas, os bajáseis á introducir en la pocita vuestro vaso de cuero, podíais descubrir, oculta entre las hojas y cerca del borde de la pocita, la más linda rosa de aquel rosal, Rosa nieve, y tentado estoy por decir la más bonita, no ya de aquel jardín, sino de todos los del país, y, por consiguiente, del mundo, porque el jardín de mi cuento estaba en Granada.

II

Un corrito de palomas que andaban picoteando, no sabemos qué, cerca del cenador, y que brillaban al sol como si fueran de plata, se deshizo en un punto al volar estas por distintos lados, á causa de la aparición de un hombre que había entrado bruscamente en el jardín.

Llevaba este hombre una gran caja debajo del brazo, y dio en mirar de una parte á otra, como quien busca algún objeto, mas no podía decirse lo que buscaba: unas veces miraba al suelo: «¿será á nosotras? —decían las hormigas— ¿querrá en nosotras aprender la ciencia de la vida?» No era á ellas, porque el hombre miraba luego á lo elevado de los árboles. «A nosotros nos busca —decían los pájaros— está visto que no nos han de dejar en paz.» Y como ellos tienen necesidad de ser más listos que la pólvora, volaron en bandada, y en un abrir y cerrar de ojos desaparecieron.

Mas de pronto el recien llegado percibió á la bella Rosa fuego que se hallaba en lo alto del rosal: una satisfacción grande apareció en los ojos del desconocido, y en un segundo abrió su silla de campo, sacó lienzo, pinceles y color de la gran caja, y pintó á maravilla el retrato de la rosa; luego recogió sus bártulos, arrancó la rosa, y colocándola en su sombrero, salió orgulloso; pero no tanto como la flor, que se sentía más alta y se sentía llevar tal vez á la realización de sus quiméricos deseos.

III

Suele decirse de una cosa muy bella, que ni pintada sería mejor, y por cierto, que buena era la pintura que de rosa fuego hiciera el pintor; pero no era la rosa pintada tan hermosa como el original; que dígase lo que se quiera, siempre hay gran diferencia de lo vivo á lo pintado.

Colocada en un vaso de agua estaba en el taller, aún más hueca y presumida que en su rosal, como si se hallara embelesada contemplando su retrato, y un si es ó no, satisfecha de exceder en belleza á la pintura.

Mas por desdicha pasaron dos días, y si hubiérais entrado en el taller, no hubiérais conocido seguramente á nuestra rosa; sus hojitas tenían grietas color de tabaco, manchas del mismo color se descubrían en el centro del cáliz, y de ella se desprendían una á una las antes rojas y vividas corolas. Ya la del cuadro excedía en vida y belleza, al original, y si las flores tienen, como no dudo, inteligencia, había de atormentar á nuestra rosa aquel brillante recuerdo de su gloria de un día.

¡Oh! Después, Rosa fuego, triste es decirlo, me apena confesarlo, fué arrojada al cesto donde se arrojan los mil pedazos menudos de papeles rotos.

IV

Mas hé aquí, que en tanto los pájaros correveidiles del bosque, familia que por lo alegre y charlatana recuerda á los poetas, dieron en piar y gorjear desatinadamente, contando á quien lo quería oir, la historia de Rosa nieve. No porque yo les entendiera, mas porque ya la sabía, puedo referirla y contarla á las niñas mis lectoras.

Como vosotras, guardaditas en casa, mantúvose Rosa nieve, como vosotras, mirándoos en vuestras madres que nunca os engañan, estuvo mirándose en el limpio cristal de su pocita; ésta prestábale frescura, en tanto que por entre el ramaje entraba un rayo de sol á comunicarle el calor y la vida. Había allí, en aquel rincón, esa paz, y se percibía ese perfume que se sienten en lo más guardadito de la casa. Contemplaba á la rosa la tersa pocita y en ella se veía á sí misma la flor, con tal verdad, que aquí si que se dudaría cuál era el original y cuál la copia; y cuando Rosa nieve envejeció, cuando se marchitó, recogióla en su seno la fresca, limpia y estrecha pocita.

V

Si queréis ser admiradas, guardáos; no os faltará, mis queridas niñas, vuestra pocita escondida, en ella os miraréis y ella os recogerá sin exponeros á lo que yo me sé, y vosotras habéis entendido; á dejar huella de vuestra gloria de un día y morir olvidadas después. En ese misterioso hogar se esconde la pocita. ¡Oh, si fuera escritor de inspiración ya os hubiera hablado mejor de la pocita de la rosa; pero esto sólo sería propio de poetas como Anderssen; ese si que era el poeta de los niños, de los pájaros y de las flores!

Un hilito de agua

I

Este cuento no es mío, es decir, es mío, porque yo le cuento, y será vuestro en cuanto yo le haya contado; pero en fin, no es de mi invención. Es un sucedido, como dicen las buenas viejas, doctoras en esto de cuentos y más que doctoras en lo otro de chismes.

Me refirió sus aventuras un arroyo que descubrí un día cerca de un árbol donde acostumbran á picotear una gallina y sus pollitos, piando estos como un grupo de chicos y cacareando aquella con la gravedad de quien alecciona ó reprende. El arroyo venía de más allá de la última pradera que, teñida de verde se divisaba lejana.

Era el tal ruidoso y alegre como un sonajero, luciente como una plata y más fresco que la nieve. Tuvo su nacimiento de un hilito de agua formado gota á gota por las desprendidas de una peña altísima; de allí corrió á esconderse en una hondonadita del terreno, y de allí partió, delgado al principio, pero engruesando insensiblemente después. Y vedle cómo así bajó precipitado de la sierra á correr el mundo ¡el pobre aventurero!

¡Qué grata libertad! Pequeño, se deslizaba bonitamente por el suelo dando vuelta á los grandes obstáculos y saltando sobre los despreciables. Así como los carteros entran y salen en todas partes, volviendo siempre á su camino, nuestro arroyo, unas veces ocultándose bajo las zarzas, otras libre por la llanura, ya á la derecha, ya á la izquierda, seguía sin interrumpir su marcha campo adelante.

De arroyos se cuenta que empezaron por menos, y á fuerza de buscar aquí, recibir allá, se han hecho ríos formales, y de algunos sé yo que llegaron á ríos, donde se deslizan grandes barcos como en el mar; pero no me esperaba que el arroyo de mi cuento lograra tal fortuna. Su caudal era escaso y sus gastos excesivos. Algunos labradores, hortelanos y jardineros, por cuyas posesiones pasaba, abrían en él brecha á veces y por ellas escapaba el agua, dejando al arroyo flaco, flaco, cuasi como cuando nació; los pájaros le asediaban por todas partes; los ganados que le encontraban á su paso refrescaban en él, y hasta las flores que hundían en las aguas sus corolas con suavidad aduladora sorbían por la raíz sendos tragos del arroyo.

Considerando esto, movía yo de un lado á otro la cabeza en señal de duda, y murmuraba tristemente:

—No llegarás á río; no tendrás mucho tiempo agua; y dirigí al arroyo una mirada de compasión.

Entonces fué cuando echándola el arroyuelo de río de importancia sacó el pecho fuera y habló… de esta manera: Fué y dijo: «Mire usted, no necesito compasión, que aquí donde usted me ve, tengo las pretensiones de hacer un buen papel; no quiero decir que haya de trabajar en la elaboración de este producto, aunque esto no me deshonraría, he querido decir, que haré gran figura en el mundo; puedo verme en los mapas y en la historia y quizá utilice mi caudal el comercio de mi país; por esto me afano yo á crecer y trabajar.

A usted le asombran cosas de poca importancia; lo que los pájaros y las flores beben en mí, no soy tan avaro que lo eche de menos; una buena lluvia, la inesperada herencia de una crecida, me devuelven con creces cuanto regalo. La azada que me hace sangrías es más útil para mí de lo que usted se figura: sin ella no podría vivir, que no siendo útil no se vive bien en el mundo; y si no, tenga usted paciencia y acompáñeme un rato en mi camino.»

Y dicho esto, siguió murmurando entre sus guijas y pedruscos, como una persona mal humorada habla entre dientes.

II

La mañana era hermosísima; doraba el sol los tejados de modo que nadie hubiera dicho que aquellas eran las casas pequeñas y pobres de una aldea; más bien eran de oro que de otra cosa.

Corría un fresco agradable, y desde un alto cerrito se veía todo el valle humedecido por el rocío, luciente por el sol y matizado de mil colores; el dorado de los trigos, el verde de los prados, el negro del barbecho, el rojo de algunas tierras, el gris de otras; de modo que la extensión parecía una paleta con sus tintas frescas y preparadas para pintar, ¡y qué de ruidos se escuchaban! Pájaros que pasaban cantando, las voces lejanas de algún campesino que hablaba á distancia con un camarada, y ese alboroto de disputa que arman los gallos dándose el quien vive de corral en corral.

Puesta la mano sobre los ojos, por librarlos del sol, inspeccionaba el paisaje con el intento de descubrir al arroyuelo.

Halléle por fin. Como un cintillo de plata brillaba sobre el campo; veíale entrar en una huerta y salir al poco rato de ella; sorbíase las fuentecillas que encontraba al paso y luego de regar en algunos puntos, recogía el agua de otros arroyuelos, el canal de desagüe de algunos pilones, y en breve, le vi más enriquecido haciéndose visible en un llano y dando vueltas y revueltas no lejos de un estanque.

Prosperaba, en efecto; los servicios que prestaba le eran bien pagados, y como todo el mundo parecía tener interés en conservarle, luego de aprovechar sus servicios le volvían á su dirección, enriqueciéndole constantemente con el sobrante del riego y el tributo de otros cordones de agua. Pero al seguirle con la vista, descubrí que más lejos menguaba de volumen y se ocultaba bajo la cerca de un huerto.

No habían sido engañosos mis presentimientos; por más que esperé é investigué, no vi salir de allí mi querido arroyo.

Viéndose pobre, dió impaciente en buscar agua prestada por todos lados, y habiendo descubierto una abertura negra en el suelo, se dirigió á ella, se asomó al borde, vió en el fondo una gran cantidad de agua, y se precipitó aturdido al fondo.

Allí se hundió. Ya no llevaría de prado en prado la alegría y la riqueza; había cesado su vida de aventuras; no se empobrecería momentáneamente para enriquecerse después; no sería ya más la rica vena del riego de las huertas pequeñas y de los pequeños jardines; no llegaría á ser arroyo crecido, ni riachuelo, ni río, ni río navegable… sino el agua cenagosa, alimento de sabandijas hediondas.

De allí no salió; aquello era un pozo pantanoso. ¡Allí murió el arroyo de la montaña!

Había confiado demasiado en sus fuerzas; pensó, sin duda, que le sería fácil entrar, apoderarse de aquel agua y continuar su camino, ¡imposible! el pecinal era hondo, el agua escasa; en breve algunas charcas aquí y acullá dejaban la huella del paso del arroyo. Este había sido tragado por el sediento y negro, por el inmundo pozo.

Cayó en lo oscuro y mudo de una boca siempre abierta, nunca saciada.

III

Se me han quitado las ganas de reir, porque esto me lleva á más tristes pensamientos.

Hombre á hombre, como esfuerzo por esfuerzo, en evolución constante, nace la riqueza, va, viene, mengua, crece, engendra vida, sustenta y nutre, se reparte, aumenta y llega á labrar la prosperidad nacional.

Pero, á veces, en lo más escondido, en lo apartado, se hunde en un abismo abierto y profundo, pérfido, oscuro; pensó cobrar fuerzas el rico cordón de la riqueza fecunda y viva; pero ese antro donde están los monstruos del monopolio, del expolio, del privilegio, la red infame de leyes inicuas que tejen criaturas monstruosas, ese pozo es al usura, muerte de la riqueza.

En estas sorpresas infames caen inocentes los más ricos y puros arroyuelos de la montaña.

Hé aquí contadas las aventuras de un hilito de agua. Lo último que he dicho no es cuento, pero es verdad.

Los cuatro alfileres

I

Colorín murió: no hacía dos días cantaba alegre en su jaula, comía y se bañaba. ¿Quién había de decirle que le quedaban ya pocos momentos de contemplar el sol y mirar el cielo?

Mas esta es la vida, y aun á riesgo de ponerse triste se ha de decir que nadie tiene asegurado el día de mañana, y que, si hay en la ciudad vías que conducen en carruajes y trenes á un barrio y á otro, las hay que llevan á un lugar de donde ¡jamás, jamás se vuelve!

¡Pobre Colorín! Yacía en su jaula, rígido, con el piquito abierto, las patitas reciamente estiradas, y esa telita gris que sirve de párpados á los ojos, medio los estaba encubriendo.

Aún había comida en el comedero, aún agua en el vasito; la comida, que él tanto apetecía y á la que muchas veces se arrojaba con la precipitada codicia de un avaro; el agua, en la que se bañaba con la satisfacción y la alegría que produce en hombres y pájaros la limpieza. ¡Ah! Pero todo había pasado: ¡la jaula quedó vacía!

En los ojos de Colorín no brillaba esa luz que denuncia la vida, y en los artistas como él la inspiración; aquellos ojos aparecían de un negro mate apagado, secándose por momentos.

Había en el cielo, por el lado que se pone el sol, unos nubarrones azul bronceado y negros como carbón, y que por sus bordes caprichosos y desiguales aparecían rojos y lucientes como brasas encendidas; más allá de este cordón de nubes brillaba intensa la luz de sol, que desparecía dejando la gran luminaria del crepúsculo vespertino, para que de un modo insensible, al extinguirse su fuego, fueran los ojos acostumbrándose á la oscuridad de la noche.

Esta hora es siempre triste: el sol se va; ¿quién está seguro de verle al día siguiente?

Se destacaban los objetos sobre la claridad del cielo, al modo que las siluetas de un paño de sombras chinescas, las hondonadas del valle estaban negras; los cerros, pelados, aparecían de color ceniciento amarillo. Era, en fin, todo muy triste; ver menos, es vivir menos.

Pero, por último, los que quedaban con vida verían la ciudad bien pronto iluminada, y verían el sol al día siguiente. Mas ¿y el pobre Colorín?

II

No creáis que Colorín había estado solo en el mundo; no tenía nido ni familia, pero dejaba un amiguito cariñoso que le había llorado con amargura.

Un niño.

Este amiguito se hubiera dicho que era un hermano, tan inocente, tan alegre como alegre y bueno el pajarillo; se parecían.

¡Cómo! diréis, ¿un pájaro y un niño parecerse?

Al abrir Dios su mano, escaparon de ella los dos rayos de la gracia; las notas de vivo color y palpitante armonía; los pájaros que cantan y los niños que ríen, son hermanos gemelos en el cielo.

Pensó el niño que Colorín no había de ser arrojado al muladar; no podía despreciar el cuerpecito del pájaro que tanto había amado; tomó una cajita de ébano, envolvió al pajarillo en un paño, besó su cabeza, y bajando al jardín, comenzó con ambas manos á socavar la tierra, abriendo una sepultura, donde depositó á su amigo, y luego… no pudo concluir su operación: fué llamado por su madre; un hermanito vino á participarle la orden.

—Deja que acabe, dijo el niño, y luego vaciló un momento y añadió; pero no, iré; tú pondrás una señal para que sepamos dónde está el cuerpo de nuestro pajarito.

El hermanito ofreció hacerlo; pero apenas quedó solo, no teniendo mucha paciencia, ideó un medio pronto y fácil, más que seguro, para salir del paso: cortó un papelito, escribió con lápiz «Colorín» y clavó el papel sobre la sepultura del pajarillo con cuatro alfileres, uno en cada esquina.

III

El viento se llevó el papel; la lluvia borró el nombre; la tierra era muda; no se pudo saber dónde yacían los restos de Colorín.

¡Ah! ¡Qué pesar tan grande tuvo el niño amigo del pájaro! Vosotros comprenderéis esto; y si no lo entendéis, es porque no habéis amado ni os halláis en el caso del niño; porque el dolor es un culto propio, personal, y de nuestro dolor abandonado el viento se reirá, el agua lo anegará y los hombres se contentarán con clavar un papel con cuatro alfileres.

Guardáos el dolor; no le descuidéis; el dolor es un culto.

Lazo que nos une al ser adorado que hemos perdido.

Los juegos del gato Pik

I

Pues, señor, este era un gato llamado Pik; tenía una cabecita graciosa, y como Marramaquiz de la gatomaquia, tenía en los ojos dos niñas de color de esmeraldas diamantadas, y cual todos los gatos, según el sabio Bufón, las uñitas guardadas en un estuche de terciopelo; y, en fin, debo añadir para terminar el retrato, que era blanquinegro como una ficha de dominó, tenía el rabo unas veces erguido, y enroscado otras, las orejas movibles y un hociquito de color de rosa. Aún no llegaba á los seis meses, pero ya tenía unos bigotes que darían envidia á un jovenzuelo y hubieran podido competir con los de un tambor mayor; felizmente ya no hay tambores, de lo que deben dar gracias al cielo nuestros oídos.

Pero no salgamos de nuestro cuento, que él ha de ser pequeñito, y no hay cosa que más enoje que las digresiones impertinentes, pues en ocasiones el ruido es más que las nueces, ó se hace mucho ruido para nada. ¿Ustedes creen que por lo largo de sus bigotes era Pik formalote y grave? Ni mucho menos. Era el mismísimo diablo en trazas de gato.

Os aseguro que no encontraréis gato más revoltoso.

Jugaba con todo: con los flecos que caen de los sillones, las puntillas de las colchas y almohadas, los papeles, los cordones de las campanillas; todo esto le servía para divertirse á su placer; y si lograba hallar á su alcance la cajita ó neceser de una señora, en un dos por tres hacía rodar los carretes de hilos, los alfileteros, los dedales, y á veces cogía entre sus dientes una almohadilla y escapaba con su presa á trote ligero, como un raterillo de la calle con lo primero que arrebata á los descuidados.

Era una alhaja el gatito. Ruidoso, impertinente, frívolo y perjudicial. ¿Creéis que exagero? Pues aún digo poco; un día le chocó á él un tinterito de cristal; tres bolitas, sobre las que había otra esfera, que, abierta en dos mitades, la una era la tapa y la otra el vasito de la tinta; ¿y qué se le ocurrió á Pik? Pues va ¿y qué hace? Con su manita empezó á dar suavemente golpes sobre la bolita tintero, intentando ¡qué necio! desprenderla de las otras para jugar con las tres; irritado de no conseguirlo, dió más fuerzas á su mano y ¡paf! volcó el tintero; y conociendo que había hecho una catástrofe, escapó, dejando manchada de tinta la mesa y los papeles. Al poco rato, pensando que la péndola de un reloj era también cosa de juego, paró el reloj; no habían pasado cinco minutos, cuando, luego de arrastrar por el suelo un objeto redondo, dándole manotadas de un lado á otro, le llevó hasta el balcón, y por él cayó dicho objeto á la calle, dejando á Pik asombrado, con la cabeza, entre los hierros mirando aquella cosa redondita que brillaba al sol.

Por supuesto, que el objeto llamó la atención de un transeúnte á quien debió gustar, pues se lo guardó bonitamente en el bolsillo y prosiguió su camino muy satisfecho.

¡Á saber lo que las tres últimas jugarretas traerían en consecuencia! Pero de todo ésto tenía la culpa Rafaelillo, el niño de la casa, que era tan diablo como el gato mismo y que no sólo permitía al animalejo tales libertades, sino que… pero no lo digáis, porque harto lo siento hoy… ¿me lo prometéis?… bueno, pues, era quien le había dado la linda maña de jugar con todo.

II

Le habían prometido á Rafaelito un premio, y le habían propinado el vigésimo quinto sermón. Este podía reducirse á lo siguiente: «Niño, no todo se ha hecho para jugar, cuidado con las armas, no enredes con los papeles de papá» y otras cosas así. El premio esperado y deseado era la posesión de Chirinel, el más bonito muñeco que podáis imaginar; tenía uniforme encarnado con galón de oro, un plumero de general y un gorro de cascabeles y unas narices corvas y largas y unos ojos alegres y una eterna sonrisa; por último, era lo más raro y á la vez bonito de cuanto se ve en un escaparate Tirolés.

Y para que veáis cómo se enlazan los sucesos.

Rafaelillo llevaba sus ocho días de formalidad, y, sin embargo, todo lo perdió. El día que su padre debía rescatar á Chirinel del escaparate, el niño había puesto un dibujo sobre la mesa del papá. Pues bien: el dibujo quedó borrado con la mancha de tinta vertida por Pik; no se pudo apreciar la aplicación de Rafael… faltaba un dato.

Y, lo que es peor aún, su señor padre no estaba en disposición de perdonar esto. Sí, ¡de lindo genio se encontraba! Pensando que era una hora más tarde, dejó de acudir á una cita; y, por último, había en la casa una pena gravísima: la mamá no hallaba la miniatura de la abuelita; el único retrato que conservaba de la pobre y querida abuela…

—Esta casa está dada al diablo —oyó decir Rafael á su padre— y corrió á esconderse, no solo ya desistiendo de su pretensión, sino temiendo un castigo.

III

En tanto, el gatito consentido no se estaba quieto, sino que, cediendo á su mal instinto, se había apoderado de un ovillo de algodón; y rueda por aquí, rueda por allá, prendiéndole en los palos de las sillas, en las patas de la mesa, y corre que corre el ovillo, lo enredó todo con largas hebras, de modo que más parecía aquello un telar que un gabinete. Una hebra unía el velador con un rincón donde había bastones, paraguas, armas, qué se yo cuántas cosas.

El día era hermoso; los balcones estaban abiertos; el sol penetraba convidando á un gato que fuera más formal á dormir una de esas siestas que en otros Mizifús no turban ni las moscas… De pronto sucedió una cosa terrible… Sonó una detonación de arma de fuego…

Todo el mundo acudió asustado; todas las caras palidecieron; todos los corazones fueron agitados por la más viva emoción.

—Hijo mío, gritó la señora.

—¿Qué es esto? entró diciendo, aterrado, el papá.

De una de las mesas, la red enmarañada de hebras y la continua movilidad de Pik habían hecho caer una escopeta-rewolver de caza que se disparó, regalando una perdigonada al mismo Pik. Felizmente no había nadie en la habitación.

¡Si siempre lo he dicho! La frivolidad puede ser como la chinita que, desprendiéndose, hace á su vez que se desprenda la roca y cause la avalancha. Esto de jugar y jugar con todo ¡hum! no es bueno.

No se debe jugar con todo, no señor, ni con la paciencia del lector, que éste la reserva para cosas más serias y asuntos de más importancia, y no se ha de ver chasqueado con un cuento pequeñito que se alarga con pretensiones de sermón. Lo dicho, punto redondo.

Ah, se me olvidaba; el gato Pik curó no sé cómo de su herida, pero escapó á los tejados oliendo los zorros. Esto era necesario decirlo.

El palacio encantado

I

En la casa más pobre de una ciudad de Castilla la Vieja vivían una anciana señora y un pequeño huérfano, nieto suyo.

Por su modesta y honrada vida estas dos personas se veían rodeadas de la consideración y del respeto de sus convecinos; y es que nada hay más venerable que una anciana, ni nada más respetable que un niño.

El niño servía á la anciana, y esta deleitaba el ánimo del niño refiriéndole multitud de hechos maravillosos, de aventuras extraordinarias, de asombrosos sucesos.

El niño se condolía de que todo cuanto la anciana le relataba fuera inverosímil.

¡Qué lástima —exclamaba— que no existan esos palacios de cristal, esas fuentes de licor y de leche, esa suculenta ciudad de Jauja, en cuyas murallas puede uno encontrar grandes trozos de mazapán!

Pero como el huerfanito no era goloso, llamaban más que esto su atención los aparecidos, las luces misteriosas, las voces de los trasgos y fantasmas, los palacios encantados y toda esa multitud de bellas locuras que refieren los cuentos de encantamiento.

Oía con atención. Ora se trataba del encuentro de una varita mágica, con la cual aparecían inmensos tesoros, ora de un pez sobre el cual, y en breve tiempo, cruzaba los mares algún personaje; ora de un caballo capaz de caminar en tan vertiginosa carrera que á pocas horas atravesaba el mundo.

Algunas veces oía hablar de un pájaro que escuchando aquí un secreto volaba á referirlo á grandes distancias, otras de una caja en la que un encantador se encerraba y desde ella veía el mundo todo.

Portentosos hechos, raros sucesos, maravillas sin cuento referíale en sus historietas la bondadosa abuelita.

Tantos prodigios escuchó, tales y tan asombrosas relaciones, que un día, dominado por la más íntima tristeza, dijo á la anciana:

—Señora, ¿no es cierto que da pena considerar que cosas tan asombrosas no sean verdad?

¿Y cuál no sería la admiración del niño al oir la siguiente respuesta de la anciana:

—¡Oh! pues son verdad y posibles; ya las verás algún día.

El niño quedó pensativo y casi dudando de lo que escuchaba.

II

La preocupación de Emiliano, fué grande durante mucho tiempo. Siempre esperaba ver llegar por el espacio al pájaro revelador, pero ninguno de los que á su vista aparecían tenía los bellos colores del que había oído hablar á su anciana protectora.

Esperaba ver por la noche luces de una intensidad superior á la llama del hogar y á la del triste candil que alumbraba la cocina. Algunas veces quería abandonar la ciudad é ir en busca del palacio encantado, y hubiéralo hecho si la gratitud y el cariño que la anciana le inspiraba no le detuvieran.

Hallándose un día meditando su resolución oyó hablar á su espalda: eran el maestro de su escuela y un rico hacendado de la ciudad.

—Señor maestro —le decía éste— ¿sabe V. que ayer fui paseando hasta Mingorría? Pues bien, supe allí que mi hermano, de quien ayer tuve buenas noticias, se había puesto repentinamente enfermo.

—¿Y cómo lo ha sabido V. estando él en Madrid?

—¡Hombre, por el telégrafo, que llega á la ciudad!

Emiliano se asombró.

—¡Telégrafo! —pensaba:— este debe ser el pájaro de mi cuento.

Y se retiró pensativo.

Pasaron algunos años; Emiliano ya había cumplido 14.

Cuando este sabía leer bien y escribir correctamente, y no sólo esto sino algo de contabilidad, pensó recorrer el mundo en busca de fortuna adquirida y lograda por su trabajo.

Abrió una cajita que sus padres al morir habían entregado á la anciana, y entre otros documentos de suma importancia halló una carta dirigida á su madre por un tío del niño, en la que participaba éste su llegada á América, esperando allí con sus relaciones y su carrera de ingeniero labrarse una fortuna para protegerles después.

No se sabe si hubo alguien que le diera noticias de su tío ó que le auxiliara en la realización de su intento, lo cierto es que pocos meses después partía para Nueva-Orleans nuestro amiguito Emiliano.

III

Emiliano halló reales los prodigios que su anciana protectora le refería.

¿Qué era para el ignorante aldeano el ferrocarril sino el caballo alado de los cuentos? ¿Qué el barco de vapor sino el monstruo de la fábula?

Pero su asombro subió de punto cuando al llegar á Nueva-Orleans é informarse por qué parte de la ciudad se hallaba la casa de su tío, cuyas señas é indicaciones llevaba escritas en un papel, oyó decir:

—¡Ah! esa casa porque preguntáis es la casa encantada del ingeniero X.

—Casa encantada, ¿es posible?

—Id y lo veréis —le contestaron.

Y Emiliano emprendió su camino fuera de la ciudad, montado en unos cómodos coches que le condujeron en breve tiempo ante un palacio magnífico rodeado por un hermoso jardín.

—Este es, caballero, —le dijo un empleado que iba en el carruaje— el palacio encantado del ingeniero X.

Bajó Emiliano, y penetrando en la quinta siguió el camino que bajo una arboleda conducía á la entrada del palacio.

¡Qué ameno lugar! ¡qué variedad y multitud de flores! Antes de llegar al palacio contempló varias fuentes lujosas de mármol labrado, muchos y caprichosos cenadores y un número prodigioso de estatuas.

En el portal del palacio suplicó á un criado dijese al señor X que su sobrino Emiliano deseaba verle.

Al poco rato fué conducido á un elegante gabinete. Dicha habitación estaba casi á oscuras; gran cortinaje impedía que penetrara luz por las maderas casi cerradas de los balcones.

Emiliano, al poco de ser introducido en la habitación, notó que, á pesar de la semi-oscuridad, hacíase perfectamente visible un magnífico cuadro que representaba los alrededores de la quinta, los sitios mismos por él recorridos poco tiempo antes.

El cuadro se hallaba iluminado, parecía como que la luz partía del lienzo mismo.

¡Qué perfección y verdad en el dibujo! ¡qué brillantez de color!

Bien hubiera podido afirmarse, sin temor de un engaño, que tan acabada pintura era obra de algún gran maestro.

Tal era de perfecto su dibujo y de maravilloso su colorido.

Pero aún había algo más asombroso; hacía algún tiempo que Emiliano contemplaba el precioso paisaje, cuando del fondo del bosque, que á un lado del cuadro se veía sale una figura, anda por la vereda, penetra en los cuadros de flores, va, viene y se mueve, determinando diversas actitudes y movimientos.

No salía de su estupor Emiliano creyendo tener delante de sí, más que un cuadro, alguna ventana abierta, desde la cual contemplaba todo aquello.

De pronto abrieron uno de los balcones y penetró un torrente de luz.

Era el tío de Emiliano que llegaba.

Este le saludó con respeto y le dijo el motivo de su visita.

Preocupado el niño con el efecto que le había producido el cuadro, miró á éste involuntariamente y no vio sino un lienzo blanco y un marco. El cuadro había desaparecido.

No sabía cómo explicarse aquello: trémulo, asustado, apenas se daba cuenta de lo que le acontecía; contemplaba con respeto, mezclado de temor, á su tío, hombre de pelo y barba blancos, frente despejada, continente grave y tranquilo, y creía ver en él al encantador, al mago de los cuentos.

Acogióle con bondad el tío y preguntóle la causa de su temor.

Emiliano, lleno de miedo, le refirió su asombro.

—¡Ah! —dijo el ingeniero— nada te extrañe; el pintor de ese cuadro que has admirado es el sol; ya te explicaré esto, así como otros tantos prodigios que admirarás.

En aquel palacio vio Emiliano verdaderos muchos de los sucesos extraordinarios.

En una caja de caoba, alta y cuadrada, y dispuesta de modo que podía aplicarse la vista, guardaba su tío todas las perspectivas más notables del mundo, que aparecían á la vista de Emiliano con sólo mover éste un pequeño cilindro.

Vió las ruinas de Roma, las de Grecia, los palacios afiligranados de los árabes, las soledades del Asia, las montañas de Suiza, los ríos, los volcanes, los mares del mundo.

Todo esto apareció ante sus ojos en breves momentos. El tío de Emiliano llamaba á aquella caja un estereóscopo.

Por la noche, á la luz de una pequeña linterna, hacíale ver fantasmas y visiones que no le causaban terror porque aseguraba su tío que todo aquello llegaría á comprenderlo.

En aquella casa, cuando se necesitaba algo, no había necesidad de gritar para llamar á ningún criado; bastaba apretar un botón que había en todas las habitaciones, y entonces el criado aparecía.

Contar, por último, las cosas asombrosas que Emiliano vió en el palacio sería cuento de nunca acabar, y estos deben acabarse, porque si no se hacen pesados.

Una tarde en que Emiliano paseaba por una extensa galería pensando que su tío era un mago, un encantador, pero de los buenos, no de los crueles, llamó su atención una puerta entreabierta que siempre la había visto cerrada.

Sabido es que en todos los palacios encantados hay algún lugar reservado y oculto para todos donde no es dado penetrar; su tío le había encargado que no entrara allí donde él no le hubiera permitido, ni tocara objeto alguno sin que él se lo consintiera. Pero pudo tanto la curiosidad en Emiliano, que primero entreabrió la puerta, después introdujo la cabeza, y por último penetró.

Y aquí recibió la más profunda y aterradora de las sorpresas.

Apenas había entrado Emiliano en el salón, la puerta se cerró.

En grandes armarios de cristal vió pájaros de lindos y variados colores, inmóviles, sin vida.

Sin duda, pensó Emiliano, son príncipes encantados.

Pero su terror aumentó al ver en grandes tablas cabezas humanas, manos y piernas cortadas.

¡Oh realidad espantosa! ¡estaba en el fondo del secreto taller de infamias y crímenes de un encantador, de un brujo maldito, de un mago infame!

¿Cuál sería la suerte del pobre Emiliano?

Aterrado, pensaba todo esto, cuando se abrió la puerta del salón y penetró el ingeniero.

Emiliano le miró despavorido.

—Comprendo tu terror, —dijo el mago;— te figuras que todo cuanto aquí ves es verdadero; me tomas por algún ogro cruel, y yo me alegro, porque para eso hice este palacio encantado, para en él hacer ver á los ignorantes todos los prodigios de la ciencia reunidos. Lo que te decía tu abuela es verdad; el comercio y la industria hacen ciudades como Jauja, el caballo alado es el ferrocarril, el pájaro revelador el telégrafo: por el estereóscopo aparecen á tu vista lejanos países; por el teléfono hablas á largas distancias; por el fonógrafo perpetúas tu voz, por la fotografía tu sombra. Aquel cuadro que admiraste el primer día, es una aplicación que yo hago de la cámara oscura.

Y este salón que tanto te aterra es un museo de anatomía é historia natural.

Existe, querido Emiliano, una varita mágica que realiza todo esto.

—¿Dónde se halla? —preguntó Emiliano.

—En la ciencia —contestó el ingeniero.

Los tres obreros

I

Vivía en un pueblecito, formado por casitas blancas como palomas, sobre la meseta de un monte todo erizado de rocas, por entre las cuales crecían muchas zarzas, una pobre abuela que se moría de hambre; hallábase casi desnuda y no podía dormir tranquila.

—¡Ay! —exclamó un día la anciana;— si cualquiera de mis nietos se compadeciera de mí, podría comer; no sentiría ni la vergüenza ni el frío, y dormiría toda la noche de un sueño.

Oyéronla sus nietos, que eran tres muchachos sanos, colorados y fuertes.

—Buscaremos fortuna, —dijeron con acento resuelto y ánimo de consolar á la abuela infortunada.

—Pero, ¿adonde iremos? —preguntó uno de los tres hermanos.

—Marcharemos reunidos —contestó otro.

—No, —replicó el menor de ellos;— pudiéramos reñir. Si acaso uno encuentra un tesoro le querrá para él, y los demás habremos perdido el tiempo. Además, cada uno de nosotros tiene su carácter y sus aficiones distintas; así que el trabajo ha de ser diverso, y diversa la ganancia. Unidos podemos ser desgraciados ó felices; pero separados, muy malas han de ir las cosas que no alcance á ninguno la fortuna. Así, pues, separémonos, buscando cada cual consejo de quien juzgare oportuno.

Á la mañana siguiente, la campanita de la iglesia del pueblo decía, al ver marchar á los obreros del campo que salían á sus tareas de labranza:


Ya se van, ya se van
En montón
A por pan.
¡Dilón, dilón!
¡Dalán, dalán!


—¡Pan! —decía la abuelita;— ¡quién tuviera un mendruguito, aunque, por lo duro, hubiera que meterle en agua para que se ablandara y poder comerlo!

Dicho se está que no pudieron oir con tranquilidad los nietos tan dolorosa exclamación, y salieron resueltamente de casa de la anciana con ánimo de buscar fortuna.

—Marchemos; vaya cada uno á buscar un prudente consejo de quien espere que pueda darlos, y separámonos; —exclamó el menor de los hermanos.

—Sea, — dijeron los otros.

Y cada cual tomó diverso camino.

El mayor, preocupado y triste, ántes de salir del pueblo, subióse á meditar al oscuro rincón del desván de una casa medio derruida, y por lo cual deshabitada.

El segundo, muy al contrario, salió desde luego de prisa, de prisa, bajando precipitadamente por el caminito del pueblo, desde lo alto del monte hasta un hermoso valle cubierto de flores, y allí dio en ir de un lado á otro, acelerando cada vez más su paso, como si caminara sin reflexión.

Y el más pequeño, pensando, y á la vez andando, perdióse en el fondo de un bosque.

II

Pasaron días tras días y no se supo de los nietos.

Pasaron meses, y la abuelita, que durante este tiempo vivió de la caridad de sus vecinos, había cansado ésta y hallábase cada vez más necesitada, cada vez más desnudita, cada vez más triste.

Mas llegó la primavera siguiente, al año justo de haberse ausentado los tres aventureros, y la abuelita, que había perdido la esperanza de volverlos á ver, sintió una profunda melancolía, y quedábase horas largas mirando al término del camino, que se perdía serpenteando por el valle; mirando allá, á lo lejos del campo, donde el azul del cielo y el verdor de la tierra se juntan, y donde los ápices de las montañas recortan el espacio.

—Quizá vengan, —se decía;— no deben haber muerto. El Dios bueno y misericordioso los habrá favorecido.

Una tarde vio á las golondrinas que por la primavera llegan de lejanos países.

—Los vi, los vi, los vi, —decían una á una al pasar en recto, bajo y tendido vuelo junto á la anciana.

III

—¡Ah de casa! —gritaba pocos días después un hombre golpeando al mismo tiempo en la puerta.

—¿Quién llamará? —se preguntó, no sin sobresalto, la abuela.

Y vio delante de sí un mozo vestido por una larga blusa y con la cabeza cubierta por una gorra de hule. Era el mayor de los nietos. ¡Qué alegría!

—¡Oh, Virgen santísima! —exclamó la anciana.— ¿Ya estás aquí tú? ¡Gracias al Dios de las misericordias que tiene compasión de los pobres! ¿Vendrás rico?

—No, abuela, —contestó el joven.— Fuíme á la ciudad y entré en un telar; aprendí á tejer, y os traigo no más que un vestido para el invierno y algunos escasos ahorrillos.

—Menos mal; no ha de ser muy próspero nuestro destino. ¿Qué habrá sido de tus hermanos? ¿Habrán logrado fortuna? ¿Habrán muerto? No sé qué pensar. Tú, al fin, me podrás mantener.

—Difícilmente, por ahora; —replicó el joven,— porque mi trabajo apenas da para mal comer yo, molestándome mucho. ¡Si supiera dirigir la gran máquina de la fábrica, otra cosa sería; pero no sé! ¡Es bien triste que aquella gran masa de hierro valga más que cincuenta hombres!

—¿De nada más que de esto te han servido los consejos del consejero que buscabas?

—Yo, abuela, como era el más torpe y el más viejo de los tres, quedéme triste pensando en un desván, pues me avergonzaba pedir consejo á mis años. Allí descubrí en un rincón una pobre araña tejiendo su tela. ¡Bah! dije, este miserable insecto sabe más que yo; bien me aconseja; no he de hacer sino imitarle. ¿Qué otra ambición cabe en mí?

En esto estaban el nieto y la abuela, cuando oyeron agudísimos lamentos; corrieron, guiados por ellos, y encontráronse á la puerta de la casa con un hombre, pálido, con los vestidos desgarrados por miles de girones y la piel por multitud de heridas que le inundaban de sangre.

—¿No me reconocéis? —dijo con apagada voz aquel desgraciado;— soy tu hermano, soy vuestro nieto.

Era, en efecto, el segundo de los hermanos, aquel que tan precipitadamente había salido de la aldea.

—¡Cómo! ¿Tú así? ¿Tú en tan desgraciada situación y estado tan lastimoso, cuando de ti esperaba yo la mejor fortuna? —dijo con aflicción la abuela.

Socorrieron al pobre herido, vendáronle, y luego que hubo reposado, habló el infeliz con débil voz.

—Abuela, hermano mío, salí, como visteis, lleno de energía; no me detuve á pensar en el objeto de mi viaje, creíame bien informado de todo, y di en correr desatinadamente tras una soñada y fantástica prosperidad. Llegué á un gran pueblo; era tiempo de ferias, y en una barraca de madera, adornada de miles de banderolas y gallardetes, vi unos cómicos. ¡Qué trajes llevaban de reyes y de grandes señores! ¡Qué manjares tan ricos y suculentos se servían allí á nuestra vista! Túveles envidia, y más cuando supe que iban de pueblo en pueblo y de fiesta en fiesta; solicité que me admitieran en su compañía, diciendo para mí: no tendrán suerte igual mis hermanos, ni llevarán vida tan alegre. Con cualquiera de esos diamantes que los cómicos llevan, remediaré yo la suerte de todos. Admitido, comencé mi nueva y errante vida, y bien pronto recibí un terrible desengaño; los manjares que habían despertado mi golosina eran de madera y servían tan solo para remedar banquetes en las comedias, que muchas veces trabajábamos con el estómago vacío; las joyas y los trajes aquellos valían menos que mi garrote, y, por fin, el hambre y el cansancio de aquella existencia tan miserable y agitada hicieron de mí el hombre más desgraciado de la tierra. Esta vida cesó para emprender, solicitado por ilusiones no menores, otra más azarosa y terrible: la de soldado. ¡Quién sabe lo que este estado ha sido para mí de vil y degradante! Por una necia soberbia del rey, á quien servía, dióse, no lejos de este país, una terrible batalla, en la que he sido herido, como veis, y de la que escapé á merced de la noche, hasta llegar á vuestros brazos.

—¡Pobre nieto mío! —dijo la anciana, llorando amargamente;— tú has sido más desgraciado aún que tu hermano mayor. ¿Fueron estos los consejos que te dió tu consejero?

—Señora, —contestó el joven,— yo, como he dicho, verdaderamente no he pedido consejo; guiábame por las quimeras de la imaginación; pero al salir de la aldea vi volar por el valle á una linda mariposa con tal agilidad, deteniéndose tan poco sobre las flores, ascendiendo tan alegre hasta la cima del monte, que tomé esta aparición por revelación misteriosa. Hé aquí, me dije, la imagen de la verdadera actividad: tal debo hacer, brillar, bullir, no dedicarme á un recio trabajo que pueda agotar mis fuerzas, sino cruzar de aquí para allá. Cierto que la mariposa cayó en la manga de red que disparó contra ella una niña. Pero á no ser por este percance, ¿adonde no hubiera llegado aquel alegre insecto con su vuelo?

—Vaya por Dios, —replicó la anciana;— nuestra situación ha empeorado. ¿Cómo vivir los tres del jornal de tu hermano? Como el menor no haya logrado mejor suerte, imposible nos será vivir.

Quedáronse tristes los dos hermanos; el mayor, apenado por no haber hecho sino remediar algo la desnudez de la abuela, el segundo angustiado por haber perdido fútilmente un hermoso tiempo.

¡Ah! pero el menor no volvía: perdióse toda esperanza. «Quizá habrá muerto, decía la abuela; le habrán hecho soldado, decía el segundo; le habrá arrollado el correaje ó le habrá triturado la rueda dentada de alguna fábrica, añadía el mayor».

La abuela, vestida pobremente y mal alimentada, soportaba su desgracia con paciencia; pero no podía conciliar el sueño.

—¿Qué será de mis nietos? —pensaba;— el menor no ha regresado; tal vez sea el peor de los tres; tal vez sea el ingrato; siquiera estos dos, aunque miserables, han vuelto al hogar; pero aquel no vuelve… ¡Ah! ¡qué ingratitud!

Curóse en tanto el herido y se halló pronto dispuesto para trabajar; mas ¿en qué?

No tardó en hallar su buen deseo una ocupación para sus brazos; volviendo el tejedor de la ciudad, halló una tarde en el prado cercano de la aldea un gran número de albañiles, que, dirigidos por un arquitecto, sentaban los cimientos de un gran edificio.

Aquí habrá trabajo para mi hermano, —se dijo;— poner ladrillo sobre ladrillo no es cosa difícil.

Habló con el maestro de albañiles, y quedó concertado que al día siguiente sería recibido el nuevo obrero en el trabajo.

Mas no duró mucho este medio salvador; al terminar la semana, el albañil fué despedido; habíase cansado de poner ladrillo, y quiso preparar la cal; cansóse de esto, y quiso serrar madera, y como también de esto último se cansó, fué despedido.

En vano rogó el hermano mayor al maestro; por toda contestación, después de mil súplicas para que fuera admitido, el maestro dijo:

—Dejadme en paz; ahí viene el amo, decírselo á él; yo no puedo por mí admitir obreros inútiles.

No tardó mucho tiempo en aparecer el dueño de aquella obra, montado en un hermoso caballo; era un hombre joven, vestido con holgura elegante; enteróse de la cuestión, preguntó á los hermanos quiénes eran, y apenas los hubo oído ¡oh sorpresa! descendió vivamente del caballo y se arrojó en los brazos del mayor.

—¡Cómo! —dijo.— ¿No me habéis reconocido? Soy vuestro hermano.

Volvía del extranjero sabio y rico; iba á construir una fábrica cerca de su pueblo para socorrer á sus paisanos proporcionándoles trabajo justamente retribuido. Hubiera antes abrazado á su abuela y á sus hermanos; pero había esperado la conclusión del edificio que miraban levantar; había deseado hacer más grande la sorpresa de su llegada. Locos dé contento fueron los tres hermanos á sorprender á la abuela; enloqueció ésta de alegría, pasada la cual la anciana dirigió al recién llegado la pregunta misma que á los demás.

—¿De quién has recibido consejo? pues muy sabio y muy bueno será el consejero cuando por él llegaste á tales resultados. ¿Quien te aconsejó, hijo mío?

—La abeja, —contestó el joven.— Fuíme al bosque andando, pero á la vez meditando, y distrájome el murmullo sordo de una abeja que pasó á mi lado; parecíame que me había dicho algo, y seguíla atento á su murmullo y á su vuelo. Víla libar las flores dirigiéndose derechamente á aquellas que le eran de utilidad, no volando de acá para allá, como la mariposa, sino que, guiada por su instinto sutil, como si conociera y distinguiera las flores, no perdía inútilmente su tiempo, antes bien recogía las esencias y volvíase á elaborarlas á su taller, donde con ellas hace miel exquisita para su alimento y para regalo del hombre. Comprendí que la actividad y la inteligencia forman la armonía más provechosa. Híceme ingeniero en la escuela-taller de una gran ciudad, y no solo produzco para mí, sino que me sobra para repartirlo entre todos.

—Ya puedo dormir tranquilamente, —exclamó la anciana,— porque cuando muera, ni quedaréis en la miseria ni en el vicio.

Bien pronto se levantó la fábrica. Del pueblo bajaban los obreros al trabajo, y después subían de la fábrica al pueblo á reposar. El alegre sonar de las campanitas charlatanas anunciaba este ir y venir.

—Vengan ya, vengan ya, —decía la campana de la fábrica.

—Allá van, allá van, —contestaba la de la aldea.

Y veíase por la mañana, al medio día y por la tardecita, una columna de gente que, como las hormigas, iba del hogar al trabajo y del trabajo volvía al hogar.

Desdichados los que no pueden realizar la armonía, la provechosa unión de la fuerza de los brazos con la energía del pensamiento; sólo así es verdaderamente productivo el trabajo al hombre y á la sociedad.

¡Inteligencia y fuerza, secreto del progreso!

El gallito Ulises

I

No se crea que nació en un corral cualquiera. Nació en el parque del marqués de las Doce Crestas, y fué hijo de un hermoso gallo y de una corpulenta gallina; aves de distinción, pues el padre era soberbio como un príncipe y la madre muy honrada madre de miles de polluelos.

Hubiera, seguramente, pasado una existencia feliz, esperando con el tiempo llegar á heredar la jefatura, pues á ello le hacían acreedor su gallardía y su marcial continente; pero la suerte le reservaba para otra existencia más azarosa.

Sucedió que Tadeo, el guarda del corral y de todo el parque, penetró una mañana, un poquito antes de servirles el desayuno, armado de un formidable cuchillo. Los gansos, gente descontentadiza, que piensa que el mundo todo pende de su voz, hablaron á un tiempo: brac, brac, brac. La población del corral acudió al encuentro de Tadeo á darle cortesmente los buenos días, y á colocarse, los mejor educados y los jóvenes, á cierta distancia para aguardar los granos de trigo que esparciese la mano del guarda lejos de sí, y los más glotones y los viejos muy cerca para engullir mucho y pronto. El pollito de nuestro cuento se paseaba no lejos de la multitud, afectando cierta indiferencia propia sólo de personas distinguidas.

—Muy señores míos, —dijo Tadeo al pueblo de pavos, gansos, faisanes y gallinas, que, con la cabeza en alto y el pico abierto, aguardaban otra cosa de más sustancia que un discurso:— es triste la comisión que me trae á ustedes; pero como quiera que todos nos debemos á la patria en que nacimos, vengo á advertir que, herido en su amor propio el mayordomo del señor marqués de las Doce Crestas, nuestro amo, porque la honra es…

La multitud, impaciente, prorumpió en gritos diversos, que querían decir:

—¡Al grano! ¡Al grano!

—En suma; al grano voy, pero no al que pensáis, sino á otro, y es que el señor marqués ha reñido al mayordomo y éste al cocinero y éste á mí… porque parece que el señor duque de no sé qué, ha ofrecido á nuestro amo una fritada de pollos mejor que las que acostumbra á comer en nuestra casa. El señor marqués dice que esto consiste en que el mayordomo no tiene buen cocinero, el señor mayordomo cree que se debe á que el cocinero no ha sabido trabajar, y por último, el señor cocinero echa la culpa sobre mí diciendo que como yo no cuido bien de ustedes, cuando llega la ocasión no se ofrecen sino aves enjutas y flacas. Esto no es cierto, ¡vive Dios! y ustedes pueden confirmarlo. A morir, pues, por mí que soy un hombre de bien, por el señor cocinero que es un buen artista, por el señor mayordomo que es un excelente administrador, por el señor marqués que es un excelente amo, y en fin, por la honra del parque en que habéis nacido.

Esta última parte del discurso produjo general consternación; todos bajaron la cabeza y partieron por diversos lados; los patos y los gansos con ese paso desigual que acostumbran, echando torpemente un pié á un lado y otro al otro, balanceando á este compás su cuerpo y estirando el cuello de un modo grotesco.

El gallo volvióse desdeñoso y prosiguió con majestad su marcha de vigilante policía.

¡Una ley de muerte!

Una sentencia así, conmueve las más varoniles Repúblicas, y nada hay como un decreto de muerte, una quinta ó una leva, para consternar á las madres. La de nuestro pollito tembló por su hijo; era el más hermoso del corral, donde por ser frecuentes las matanzas, no había muchos pollos, y según aseguraban unos conejos, que todo lo comentaban entre sí con gestos y secretas conversaciones, podía llegar la cosa hasta poner en grave riesgo la vida del gallo, virey de aquel pueblo de corral.

Mucho antes de que Tadeo se resolviese á la matanza, la madre del pollito intentaba convencer á éste para que siguiera á la letra un plan de salvación.

El pollito, aunque nada cobarde, amaba la vida; se hallaba en la primavera de la suya; le dolía morir de un modo tan poco digno; morir él, que había soñado con ser, andando el tiempo, el gallo de aquel corral.

¡Oh sueños de ambición desvanecidos!

Debía aceptarse un plan de salvación, á ello obligaban poderosas razones; si él se quedaba, podrían matar al padre, con la esperanza de hallar en el hijo una sustitución muy conveniente, ó podrían matar al hijo, toda vez que el padre, aunque viejo, serviría aún por mucho tiempo, y pensaba la prudente gallina, y pensaba bien, que si á ambos no los habían de matar, la fuga del uno aseguraba la vida del otro. ¿Iba á huir el gallo? Esto, sobre ser poco prudente, era expuesto; no viaja seguro un personaje de distinción; por donde quiera que va, todo el mundo conoce su cola, su corona, sus armas, su gesto, su voz, su paso. Y pensar en que había de fingir el gallo, era pensar una tontería; además, él por nada abandonaría el gallinero.

El pollito, pues, luego de recibir las caricias de su madre y de oir un «caracas, caracoles» con que el gallo reprimió su emoción, por no perder su majestad, escapó por un agujero abierto en la tapia del corral para dar salida al agua de un pilón, y comenzó á caminar en la oscuridad, alejándose cada vez más de la amada patria; cuando se halló á gran distancia, oyó la voz de su padre que le decía desde lejos: ¡Nadie te vió!

El pollito respiró con libertad.

II

No podía caminar mucho tiempo á la ventura; así es que antes de aparecer el sol ya había tomado su resolución el joven viajero.

El pueblo donde se hallaba el parque del marqués de las Doce Crestas, era formado por un grupo de pocas, pero bien avenidas casas; y digo bien avenidas, porque unas se apoyaban en otras, todas eran bajas y en todas había lo que podríamos llamar aire de familia, el mismo color, casi la misma altura, los mismos tejados y cuasi el mismo número de ventanas; en medio de estas casas se alzaba la iglesia, cuya torre tenía una montera cónica y sobre ésta una cruz.

Ya comenzaba á enrojecerse el cielo y se extendía por él esa claridad tan hermosa, anuncio de la aurora; oíase el ruido de las hojas de un bosque no lejano, el ladrido de los perros y el canto de diana, entonado á porfía por todos los gallos de los corrales de la aldea. Las estrellas iban desapareciendo y la luz matinal dilatándose, de modo que bien pronto aparecieron, no sólo bien perceptibles las formas de lo que fuera sombras en la noche y bultos al crepúsculo, sino que hasta el color de las cosas.

Próximo se hallaba á la cerca de una pobre casita nuestro prófugo cuando oyó tras de sí pisar á un pollito de esos que á porfía quieren esconderse bajo la madre.

Frío, frío, frío, frío, decía.

El desertor se coló en el corral. Era un pobre corral, donde no había sino dos gallinas y un mal gallo de facha no muy noble, pues estaba desplumado, y además, era tuerto y cojo; comparó á este miserable soberano con su padre, y esto le entristeció, como es natural. No fué mal recibido, especialmente por las dos gallinas, que desde luego admiraron su gentileza, y aun por el gallo, que desde luego comprendió que se vería obligado á transigir con el huésped. Pasó algunas horas prometiéndose vivir muy sosegado en aquella república donde no debiera haber peligro sino de boda á boda.

Más hé aquí que pasado este tiempo presentáronse en el corral dos ancianos, una mujer y un hombre; pusieron en el suelo una cazuela de salvado, y ambos dijeron con acento bondadoso y alegre:

—Pitas, Pitas, Pitas.

El gallo se apresuró, la otra gallina igualmente, y, por último, la madre acudió también calmando la impaciencia de los hijuelos que, como niños mimados y golosos, corrían diciendo á la vez:

—Mío, mío, mío.

—Ya habrá, ya habrá —decía la clueca.

En esto, el pollo, á quien el viaje había dado apetito, se decidió á presentarse.

—¡Calla! Un pollo más —dijo el viejo.

—¡Qué hermoso! —exclamó la buena mujer.

—Mira, un excelente gallo, consérvale.

—Pero si no es nuestro; debe ser de nuestro vecino el pollero. Aquí tenemos la de todos los días. Mira, mujer, llévasele en seguida, antes de que salga á la ciudad y le eche de menos.

En efecto, al poco rato entró el pollero, que aseguró con la mayor desvergüenza que el pollo era suyo. Tomóle por las patas, y se lo llevó.

—¡Maldita suerte; cuando en este corral hubiera podido vivir nuestro pollito, crecer y llegar á gallo sin el menor cuidado!

Pocos días después se hallaba en la ciudad embanastado con otros pollos y gallinas y picoteando el engrudo de un papel donde se leía: «Santander. Gran velocidad.» ¿Adonde dirán ustedes que iba? Pues á embarcarse en el vapor Liverpool, que partía para Londres.

III

Han pasado algunos meses. Nuestro pollo es un hermoso gallo que no niega su nacionalidad. Aquella arrogancia española, aquella gravedad castellana, aquella apostura de D. Quijote, dejan á las mil maravillas bien sentado el pabellón nacional. Su cresta es roja, y en la cola muestra algunas plumas gualdas.

Cacarea con cierta graciosa aspereza militar. Hállase enjaulado como el hidalgo manchego allá cuando aquello del encantamiento, y sobre su jaula se lee: «Ulises, gallo español.»

¡Quién, por fortuna, tuviera la entonación de Ercilla, ó aquella ardiente y sublime palabra del épico portugués, que para todo deben ser apropiados los términos de que haya de valerse un cronista, y no han de ser las glorias presentadas en villanesco lenguaje, sino antes bien, en el pomposo y soberbio!

Pero ello es que allí se hallaba mi gallo envalentonado con sus victorias, pues ya habréis comprendido que era gallo de pelea; y aquí me encuentro yo, perplejo ante mi torpeza, que me impide contar como se debe la heroica historia del gallito. Pero ya metido en ello, no he de pasar en silencio su última victoria. Cruzábanse apuestas, y estaban en ellas interesadas las primeras bolsazas y los primeros hombres de la aristocracia inglesa.

Su enemigo era un hercúleo gallo irlandés; el día señalado, si días pueden llamarse los de aquella nebulosa isla, un día de gran fiesta.

Lánzase mi paladín á la batalla, arrójase con el denuedo de un Cid, opone destreza á la fuerza, valor á la ferocidad, pierde sangre y plumas, pero ni un punto de su bizarría, ni una coma de su valor. ¡Espantoso combate, que mi lengua no puede relatar! Ello es que en menos de lo que cantan otros, mi gallo, aunque herido y destrozado, vence á su rival, gozando sobre el campo, no sólo las primicias, sino todas las demás fortunas de la gloria. ¡Quién había de decirle en un tiempo que había de verter su sangre por el honor, no sólo de su corral natal, sino de todos los corrales de la península española!

—Mira —decía un inglés, raro como lo son todos,— ve ahí cuánto ha hecho por la gloria un animalejo; él se propuso llegar á este momento y con buena voluntad lo ha conseguido.

Mas el gallo siente que el circo da vueltas á su alrededor, que flaquean sus piernas, quiere cantar y no puede y cae desfallecido al lado del cuerpo de su enemigo. «¡Ave, Cesar. Morituri te salutant» creyeron oirle decir.

—Miren, repetía el inglés— por sí mismo ha caminado siempre hasta lograr muerte tan gloriosa.

—Por mí mismo —pensaba el moribundo gallo— esto no es cierto, una causa me sacó del lado de mis padres, otra me llevó al pollero, otra me trajo á Inglaterra y otras á la muerte: maldito si en esto he tenido arte ni parte.

Y dando una pataleta, murió gloriosamente Ulises el invencible gallo español.

IV

Tuvo él término trágico y glorioso y no le tiene muy corto este larguísimo y mal llamado cuento pequeñito; pero si á meditar vais, el agua baja por la pendiente y toma la forma de la capacidad en que cae y la capacidad contiene toda el agua que le viene por caminos diversos y siempre la cuestión de si los héroes lo son porque quieren, ó de si las circunstancias son acciones misteriosas encaminadas á formar héroes. ¡Vaya usted á saber!

Yo por mí, sólo he de decir que la pluma con que escribo me la prestó un ganso del corral del marqués de las Doce Crestas… de modo que escribí esto con pluma de ganso.

Marinita peregrina

I

Fue rubia y blanca; pero el oro de sus cabellos se volvió de un tinte trigueño, y la blancura de su rostro se cambió en pálido con manchas amoratadas. Iba de aquí para allá pidiendo limosna; pero un día se atrevió á salir de un país donde no hallaba socorros. Figuraos una hojita que, desprendida del árbol, es arrastrada con el polvo por el viento y marcha á merced de los caprichos de su soplo, violento unas veces, leve otras; así marchaba Marinita por un camino abierto en el valle, como si el viento la impulsara, caminando de prisa, parándose bruscamente y volviendo á emprender su paso.

Aunque ya se hacía sentir el frío del invierno, aún había algunos hormigueros abiertos, y cerca de una piedra descubrió uno, chiquito como un dedal, y paróse á contemplarle, cuando de pronto empezaron á caer del cielo gruesas gotas de agua, que mojaron el roto y ligero vestido de la niña y humedecieron sus carnes.

Entonces la niña, acobardada, miró alrededor por ver si descubría donde guarecerse, y no halló una casa, ni una choza, ni una roca, ni un árbol, y bajó sus ojos para mirar al hormiguerito, y pensó:

—¿Por qué harán las casas sobre la tierra y no como las hormigas, en la tierra? Sería más fácil esto. Bastaría un agujerito en el suelo.

Pensando así, y disponiéndose á continuar su camino, dirigió una mirada de despedida al hormiguero, y no le halló, se había cerrado.

—¡Quién fuera tan pequeñita, tan pequeñita como una hormiga! —dijo compungida Marinita Peregrina.

II

La lluvia había cesado, pero el viento no; y la niña que tenía sus vestidos y su cuerpo empapados, tiritaba de frío.

Y juntó sus deditos y acercó sus manos á la boca para comunicarlas el calor de su aliento de pajarillo, y así caminaba por la llanura sin fin, anda que anda con los piés desnudos y heridos, fatigado el pecho y conmovido por las punciones de amarga tristeza que le sofocaban y hacían aparecer en sus ojos dos lágrimas lucientes como el rocío y grandes como gotas de lluvia.

Pronto llegó á un bosque cuyos árboles estaban á punto de perder sus hojas, y en lo más alto de uno descubrió una manchita oscura; era un nido vacío y pensó:

—¡Quién pudiera ser tan pequeña como un pájaro y tan libre como él!

Por entre el laberinto de zarzales y de troncos erguidos, pisando las secas hojas, siguió caminando con la fe en el alma, y animada por la gran esperanza que se reflejaba en sus ojos, con los cuales miraba, devorando el camino y pasándole antes con el deseo millones de veces, más rápido que sus pobres piés.

Ya anochecía cuando llegó á una cabaña pequeña. Un terrible perro salió de ella y amenazó á la niña, mostrándola sus agudos dientes y gruñendo de un modo feroz, de un modo que bien daba á entender que á no estar el perro encadenado, seguramente se lanzara sobre la cuitada Marmita. —¡Oh, Dios mío! —pensó ésta— tan horrible animal tiene donde guarecerse, y yo no; —y luego, en un movimiento de angustia y desesperación, exclamó:— ¡quién fuera como él! —Tal vez no deseara ser feroz como el perro, tal vez se refería á envidiar la choza del perro; pero ella así exclamó.

Prosiguió caminando hasta descubrir el castillo de las cien almenas. Arriba estaban los soldados, y desde allí mandaban, á largas distancias, agudísimas saetas; abajo había anchos portones por donde metían el trigo traído en tributo hasta de luengas tierras. El tal castillo parecía un monstruoso animal voraz y cruel. Marinita dirigióse al foso, y con lamentos suplicó al centinela, que se hallaba armado de todas armas, que bajaran el puente levadizo para que la dieran abrigo en el palacio-fortaleza.

Pero el centinela no se movía de su torrecilla.

Marinita descubrió en el fondo rejas fuertísimas.

—Aquí estarán —pensó— los grandes enemigos del señor, prisioneros.

Y luego, en lo alto, vio por unas ventanas, luces y tapices.

—Allí estará el gran señor. ¡Oh! ¡Quién fuera grande!

Y aún continuó caminando hasta la noche.

Las sombras de la noche cubrieron todo, y ni aun la vista podía alimentar la esperanza de la niña, inquiriendo al final del camino la aparición inesperada de alguna choza, de alguna casa, de algún pueblecillo.

El viento producía un prolongado y bronco sonido; diríase que un mugir aterrador, algo como un lamento lejano, partiendo de un trueno. Así como á la luz se mezclan los colores, así á distancia se confunden unos con otros los sonidos, de modo que á veces se oye una triste, queja en un ronco bramar.

Marinita se hallaba en la oscuridad, oyendo, tanto el quejido del viento como el rozar de sus andrajos con las zarzas. A veces Marinita creía soñar y hallarse á merced de una pesadilla.

El frío puso rígidos sus bracitos, torpes sus piernas; ya no tenía fuerzas para caminar; antes podía no ser oída, pero podía ser vista; antes tenía que caminar hasta hallar donde guarecerse, pero siempre esperando de la luz el asilo deseado que había de aparecer al término del camino. Sólo se veía una luz en la tierra, y ninguna estrella en el cielo. Pronto desapareció la lucecilla, pero apareció una brillantísima estrella… la hermosa Sirio.

—¡Quién fuera allá! —dijo— ¡qué bien se ha de encontrar uno en ese lucero!

¡Ah! y nada más he sabido después de Marinita.

Tal es de terrible y de vaga la impresión que en muchos producen los niños que abandonados y errantes pasan. ¡Dios mío, qué será de ellos!

III

Al abrir la ventana de mi taller, un torrente de vida me embriagó: aquel día de invierno parecía primaveral; el sol todo lo enardecía; prestó mayor blancura al fondo del cuarto; animaba las viejas pinturas, bordeando con hilos de luz los negros marcos; extendía brochazos de claridad sobre la caoba de los muebles; copiaba los objetos unos en otros, dando á las planicies reverberaciones de lago y casi fidelidad de espejo. Un airecillo juguetón revolvía los papeles, y como la luz disipaba las sombras y la tristeza, él perseguía y cortaba la pesada atmósfera de la habitación, llenando ésta de los perfumes traídos de la montaña.

Del sol partían millones de rayos, á cuyo término se engendraba la alegría y la belleza como al extremo de las cintas de la farándula salta un danzarín. ¡Hermoso día!

—¿Y Marinita? —diréis— ¡quién sabe! Tal vez pereció, y su alma pequeñita voló. Tal vez se halle en el cielo, donde se cantan esas odiseas-idilios de los niños abandonados. Tal vez se halle al lado de Miñón, Cosseta, Caperucita encarnada, Pulgarcillo y la Cigarra, ángeles creados por la caprichosa fantasía y que viven en lo ideal.

Naita

I

En la playa llamada del Orzán, en la Coruña, hacía sus correrías el pilluelo Naita. No era coruñés, no era gallego, y casi se hubiera podido decir que no era español: era vascongado. Entre los diablillos audaces y desarrapados que pululaban por el puerto y vagaban por las playas, tenía como segundo apodo el pez, logrado por su valentía en nadar; pero generalmente le llamaban Naita.

Naita era un diminutivo, corrupción de la palabra nada. El verdadero nombre era desconocido. Le llamaban Naita, porque no se dedicaba á ninguna de las aficiones ó pequeñas industrias de los niños del mar: ni acolchaba, ni calafateaba, ni remaba, ni servía en la incesante carga y descarga del puerto, ni era capaz de echarse un maletín ó una sombrerera al brazo ó al hombro, ¿qué menos? ni hablaba, ó si hablaba, ninguno le entendía.

Vivía aislado, y si por acaso alguna vez se reunía á los chicuelos de diez ó doce años, es decir, á los de su edad, permanecía callado ó lanzaba gritos ásperos y palabras que nadie comprendía.

En una ocasión vió una gaviota lanzarse sobre el agua, y exclamó:

—¡Urollua! (Vascuence; ave acuática.)

Sus compañeros se echaron á reir.

—Chilla como la gaviota —dijeron.

Siempre se hallaba sólo y siempre triste.

El mutismo á que condena vivir entre gentes que no hablan nuestro idioma, el forzoso aislamiento que tal desgracia trae consigo y el dolor, que causa hallarse lejos del país en que se ha nacido, mantenían á Naita en constante gravedad, impropia de sus años tal vez, pero muy en armonía con el fondo de su alma, donde gravitaba un pesar hondo y oscuro; un dolor inmenso: la orfandad.

No se sabe cómo ni porque aquel niño se hallaba en la Coruña.

Había llegado con una pobre mujer, tía suya en realidad; pero para los que conocían á Naita era un misterio el parentesco.

¿Era su madre? ¿su tía? ¿su abuela?

Era una pobre mujer, muy pobre, muy tierna; casi una madre por lo amorosa y dulce.

Naita pescaba algo; pero casi siempre permanecía echado ó sentado y oculto entre las rocas. Llevaba una camisilla marinera, un poco sucia y algo raída, abierta desde el cuello á la cintura, unos pantaloncillos que le llegaban cuasi á media pierna, y una boina azul echada á la frente.

Era un lindo chiquillo en cuya cara se pintaba una seriedad de hombre encantadora. Todo él revelaba ligereza y fuerza: los dos secretos del obrero del mar. A la carrera no le hubiera aventajado un gamo; en el agua era ágil como un pez, y á tener alas hubiera volado más que un pájaro.

Pero ni esta fuerza ni esta ligereza se revelaban en trabajos útiles. Naita permanecía, como hemos dicho, la mayor parte del tiempo triste, mirando al mar.

En esos días en que el cielo se presenta de un azul trasparente, y alegra la luz del sol, y como entre ilusión y realidad á través de una diafanidad cristalina se percibe el fondo de las aguas, y os adormece un tibio calor, y os embriaga un ambiente marino tonificante, y oís en arrullo el oleaje, y miráis encantados sucederse unas tras otras las ondas espumosas, Naita quedaba horas y horas como adormecido ante el mar, en un sitio donde se quebraban las olas chocando en una fila de pequeñas rocas; y de las cuales partía siempre otra ola corta y repetida, que los marinos llaman de chapullete, producidas por la particular disposición del fondo: la ola grande se quebraba con estruendo, y luego se sucedía en menor ruido, en ruido así como el que produce la resaca, la ola pequeña. Esto daba origen á sonidos simétricos, constantes, á una especie de tic-tac, en el cual se mecía el pensamiento ó el sueño del pobre Naita, hasta que del grupo de miserables casitas que había cerca del Orzan partía una voz en grito:

Chancha chula, decía.

El niño volaba á la casa. ¿Qué pensaba Naita en su soledad? Pensaba en llegar pronto á ser algo; ser pescador ó grumete no le satisfacía. En la ley de las categorías de mar cada ascensión es un heroísmo, de remero del puerto á grumete; de grumete á marinero; de marinero á timonel; de timonel á contramaestre, á piloto, á capitán… es cosa de desvanecerse soñar como sueñan á las orillas del mar esos pequeños héroes desconocidos y abandonados.

Pero Naita nada podía esperar; de la escuela pública le había despedido el maestro diciendo «habla en salvaje;» en ninguna barca podían necesitar muchacho; la decadencia á que ha llegado la navegación en buque de vela, ha perdido tanto la carrera del piloto como la del grumete. En Naita se daba la inquietud de los grandes corazones, la impulsión irresistible al trabajo y á la gloria; de aquí el mayor acrecentamiento de su constante pena. ¿Qué quería ser Naita? Todo. ¿Qué era? Naita. Ni siquiera pescador de pulpos.

Sobre aquel niño se fijaba el punzante dolor que origina la inacción forzosa que es la más amarga esclavitud, y por esto nublaba su alma la tristeza; la tristeza tiene dos causas, la soledad y la ignorancia: es decir, el vacío. Por eso la tristeza tiene algo de asfixia.

II

El vapor Vigilante salía á media tarde de la ría del Ferrol y pasaba, á eso de las cinco, frente á la terrible Marola. Vigilante era un vapor de trasbordo, de la compañía inglesa, cuyo consignatario era el Sr. Greppi.

La Marola es una roca que goza de muy mala reputación; los buques cruzan delante de ella como si hubiera tras la roca algún invisible enemigo en acecho.

En la gran masa oscura de las aguas se alzaban por erizamiento miles de puntitos blancos espumosos; el horizonte tomaba un tinte morado y aparecía lejano un celaje gris oscuro, que los meteorólogos llaman nimbus y es pronóstico de lluvia. Oíase el estruendo del oleaje del Orzan como un mugido prolongado y aterrador.

Naita se hallaba del otro lado del Orzan, viendo pescar en unas rocas situadas casi bajo el Jardín del Recreo. El Jardín Recreo es el parterre de la Coruña; es un jardín cercado, lleno de flores, defendido de los vientos por una tapia que tiene balcones con vistas al mar. En su circuito vuelan las mariposas y los niños; es un aparte puesto al margen del severo Océano; los niños corretean alborozados por entre los pequeños y lindos cuadros de flores, y luego, si por acaso se asoman al mirador, la inmensa y majestuosa extensión del mar produce en sus almas un efecto imponente. Por uno de los balcones asomaban aquella tarde dos mujeres con cofias blancas y rizadas en la cabeza. Una de estas mujeres tenía en sus brazos un niño de carita graciosamente ovalada, mejillas sonrosadas, hermosos ojos de inteligente atención é inefable candor y aéreos cabellos rubios, leves, rizosos y dorados.

Naita miró aquella cabecita encantadora.

Una de las mujeres dijo, dirigiéndose á la que tenía el niño en sus brazos:

—Hoy viene Beti.

La otra, extendiendo su índice hácia el punto más lejano del mar, añadió sonriendo y mirando al niño:

—Julito, por allí viene Beti; por allí vienen mamá y Beti, tu hermanita Beti.

Y el niño, conmovido por un alborozo infantil, por un sobresalto de alegría, se agitó en los brazos de la niñera extendiendo sus manecitas hácia el mar y agitándolas con ese movimiento propio de los niños y que parece un movimiento de alas.

Naita, al oir al niño, miró hacia el punto indicado por la niñera y quedóse pensativo con su vista fija en la extensa línea azul oscura del Océano.

El vapor Vigilante venía más acá de la Marola á entrar en el puerto antes de la postura del sol. Los mirones desocupados le habían conocido y apreciaban la fuerza de su marcha. El buque cabeceaba. Primero notaron que el vapor caminaba con dificultad, á pesar de la gran potencia de su máquina y las buenas condiciones de su vaso, y de que la mar no oponía gran resistencia; luego les extrañó la forma de la columna de humo, que no parecía salir de la chimenea, sino de cubierta, y no ascendía derecha, sino esparciéndose como la humareda de una fogata. Pasó más de un cuarto de hora, y los curiosos notaron que el buque apenas avanzaba. El sol se había puesto, el cañonazo de ordenanza había sonado; de pronto, entre los que miraban el vapor, hubo quien hizo notar que desde el barco se hacían señales.

Otro exclamó:

—¿Véis ésa luz que suben en el palo mesana?

—Sí.

—¡Fuego á bordo!

Se oyó un silbido de la máquina, estridente y continuado, como grito de angustia y desesperación, y la campana, á golpes vivos, tocó rebato con celeridad febril. Fuego á bordo, en efecto; y en tanto en el puerto se aprestaban al auxilio, cerró la noche. No había ningún remolcador disponible; la escampavía y la falúa del resguardo no podían arriesgarse á aquella hora. Un hombre en el puerto se agitaba de un lado á otro, acelerando la marcha de una gamarra pescadora que se aprestaba al socorro.

Aquel hombre era el anciano Sr. Greppi, cuya hija y cuya nieta venían en el Vigilante.

La barca partió, por fin, llevando el viento á la popa; al pasar junto al castillo de San Antón, las gentes de la barca oyeron un grito que partía de la costa.

—¡Chancha chuba, chancha chuba!

La dulce modulación dada á las dos primeras sílabas de esta última palabra y la acentuación prestada á la u, comunicaban al grito una melancolía extraña y una ternura conmovedora. Era lúgubre y amoroso. Semejaba á ese silbar del viento, que llega de las profundidades. Aquel grito era lanzado por la pobre tía de Naita.

III

Con viento á la popa llegó en menos de quince minutos la barca al Vigilante. Se habían embarcado unas cuantas bombas; todo se había dispuesto con la presteza propia solamente del activo hombre de mar. El Vigilante no llevaba sino dos hombres de tripulación y el maquinista y tres pasajeros; la señora Greppi, viuda de Mendía, una niña de cuatro años de edad hija suya, y una criada. Cuando se declaró el fuego á popa, la señora Greppi se hallaba enferma de mareo, recibiendo el aire sentada en la proa; la niña Beti dormía en el camarote. Había estallado el incendio en los tambores, pero se había extinguido, si bien la máquina quedó inutilizada. Al poco tiempo el incendio reapareció á popa. No se sabía cómo ni por qué; lo inesperado es el aspecto primero que ofrecen las grandes fortunas y los grandes desastres. El fuego esta vez era irremediable. Veinte grandes serones de carbón que había entre la máquina y el castillo de popa obstruían el paso á la cámara, que sólo con gran tiempo y muchos brazos hubiera podido despejarse.

Ninguno de los tripulantes pensó que la niña estaba en el camarote; cuando esto se supo por los gritos desgarradores de la madre y el llanto de la criada, el peligro era irremediable. A la proa había una cámara para la tripulación; la máquina estaba casi al descubierto y la cámara de popa no tenía otra entrada que la obstruida por el carbón de los serones.

A popa había una cámara que servía de comedor y sala de descanso, dos retretes á cada banda, dos estrechos camarotes á continuación, y á babor un camarote y una alacena para las luces, y otros objetos á estribor. En el fondo y bajo cuatro portas de luz, había un banco en forma de herradura que indicaba la curva posterior de popa, forrado de guta-percha y relleno de estopa y cerda.

Al llegar la barca, la situación era terrible; nadie pensaba sino en la pobre niña. ¿Cómo salvarla? Era imposible ó difícil abrirse paso antes que el incendio. El vaivén espantoso con que el mar agitaba el buque y la barca; el humo, las voces, las imprecaciones, todo irritaba y sobrecogía el ánimo. Por las portas de luz no se podía penetrar; cierto que había á popa otra porta mayor que una porta luz y menor que una porta de carga: por ella se podía entrar arriesgando la vida; pero ¿quién podría hacerlo? Sólo un muchacho. Entonces uno de los marineros recordó que había venido en la barca un chicuelo del puerto.

Era Naita, que pudo entender, más por los preparativos que miraba que por las palabras de un idioma apenas de él comprendido, que aquella barca salía del puerto á una aventura marinera, á un verdadero trabajo de hombres, y su corazón le impulsó á hundirse en aquella barca, que su vez iba á hundirse en las sombras y hendir el mar.

—¡Un muchacho! ¡Un muchacho! —gritaban.

Naita lo entendió, le habían dejado en la barca, manteniendo un cabo en la mano, y con habilidad de marinero amarró á la barca el cabo con un nudo de vuelta de braza y saltó á cubierta; todos le esperaban, todos le recibieron, todos le dirigían palabras que no comprendía; era la primera vez que veía tanta gente dirigirse á él; se sentía desvanecido por aquella atención. Se le estimulaba á ejecutar algo: ¿qué? no podía adivinarlo.

Pronto, por señas más que por las palabras, comprendió de lo que se trataba; le indicaron la porta abierta, y ágil como un gato se introdujo por ella, enardecido de entusiasmo ante el peligro.

Cuentan los que presenciaron el hecho, que el niño había vacilado; quizá no entendía, ó quizá, como dijo un testigo cuando luego relató el suceso, pensó que se trataba de salvar algo y no á alguien.

Lo cierto es que el niño desapareció por la porta y cayó en el camarote. Hacía un calor sofocante. Un farolito allí encendido le mostró la división que existía entre los camarotes de babor; aquella división no llegaba al techo de la cámara. En el camarote en que había caído no había nadie; subió y se introdujo por el espacio abierto entre la división y el techo de la cámara, y al caer en el otro camarote se le reveló el misterio. Una hermosísima niña dormía en la litera; Naita quedó sorprendido; él había visto aquella cara no hacía muchas horas, entonces recordó que había una gran semejanza entre la cara de la niña y la del niño del balcón del Jardín, hasta el punto de confundirlas. Murmuró enternecido:

Beti —y sonrió.

La niña contestó abriendo sus ojos; había despertado como á la influencia de aquella sonrisa.

Se oían los chasquidos de la madera encendida, y un humo espeso penetraba en el camarote. Naita tomó en sus brazos á la niña y vió que le era imposible volver por donde había entrado. Abrió resueltamente la puerta del camarote y penetró en el comedor.

Allí se hallaba el foco del incendio.

La niña lanzó un grito de espanto y rompió á llorar. ¿Cómo llegó Naita al semicírculo que formaba la banqueta? Fuera imposible decirlo; ello es que se halló frente á otra abertura y sobre el banco. Oyó voces fuera; era la gente del bote que le indicaba la salida; entonces chocó con una dificultad: si introducía la niña por la porta, ¿quién la recibía? Si él se lanzaba, ¿cómo salvar la niña? Asomó la cabeza por la porta, llamó á los hombres de la barca, se acercó, y entonces, su alma heroica, comprendió toda la grandeza de la situación; el incendio acrecía; no había sino un instante supremo, un solo momento, el tiempo bastante quizás para salvar la niña y perecer él; tomó la niña, y en aquel niño se dio en un segundo una vida entera, una precocidad asombrosa; sintió una emoción paternal, sintió la abnegación viril y potente del más fuerte por el más débil, y besando á la niña murmuró:

—¡Egusquija! (Sol).

La introdujo cuidadosamente por la porta, donde fué recibida en brazos de los marineros.

El incendio no le dio tiempo para salvarse.

La estopa y la cerda de la banqueta ardían, lanzando un humo espeso y un olor insoportable.

En vano esperaron los de la barca al muchacho… cayó desvanecido por la asfixia.

El fuego había llegado á la alacena de las luces, y el fuego había apagado aquella heroica existencia; aquel niño, ambicioso de la grandeza de los hechos heroicos, aquel hombre de doce años, aquel Naita, cuyo corazón sentía los impulsos de la más sublime grandeza y tierna abnegación.

—¿Quién lo supo?

El Océano se abrió para recibir su cuerpo.

¡Tal vez el cielo se abriera para recibir su alma!

La pobre mujer á quien nadie entendía, siguió gritando por todas partes:

¡Chancha chuba! ¡Chancha chuba!

Los zapatos nuevos

I

Metiditos en su estantería se hallaban multitud de botas y zapatos lujosos y modestos, chicos y grandes, de tela y becerro, de charol y de piel de vaca, quietos todos y formados en hileras, como se ven los piés de los soldados el día que estos cubren por cualquier motivo la carrera de alguna procesión ó comitiva cívica de gran pompa.

Entró un parroquiano en la tienda y pasó revista al abigarrado batallón. Se fijó en un par de zapatos que al lado de unas botas nuevas de charol se hallaban como meditando en cual sería su suerte, y eso que poco tenían que pensar en ella. Ellos eran unos zapatos de obrero, y desde luego sospechaban lo mucho que tendrían que padecer, las miserias que habían de presenciar y la triste vejez que les esperaba, pues se verían trabajando hasta romperse de viejos; no así las botitas vecinas, y así lo entendían ellas, pues era más el charol que se daban casi que el que tenían.

¡Oh, las botitas apretarían el pié de alguna dama rica, que siempre las llevaría en coche y, por último, las regalaría á su doncella, la que, por no esperar otras en mucho tiempo, habría de cuidarlas con esmero y solícito amor!

Pronto aquellas botas y zapatos allí reunidos se distribuirían á diversas personas y seguirían opuestos caminos, tal vez para jamás reunirse.

Al meditar en los confusos trazados que señalan los zapatos y botas que andan por el mundo, se medita en los enrevesados y complicados tejidos de hilos que tiende el destino.

Por fin, el parroquiano que había entrado en la tienda se decidió y tomó los zapatos; se los probó, dio dos golpes con ellos en el suelo y salió de la tienda despidiéndose del maestro; en tanto los zapatos lo hacían de sus hermanos, y especialmente, del par de botitas de charol, sus vecinas.

Al principio, debe ser doloroso el oficio de un zapato nuevo, y por eso ellos, mal humorados, aprietan el pié como rebelándose; pongámonos en su lugar, mejor dicho, dejémonos poner como ellos, y veremos que eso de mantener el cuerpo de un extraño y tener que doblarse sobre el suelo á su voluntad, es muy duro… así es que al principio opusieron algunos inconvenientes que obligaron á cojear á su dueño; pero pronto se ensancharon un poco, sin duda con el aire fresco.

¡Qué mundo se ofreció á su vista! No eran todos los calzados tan nuevos como los de la tienda; entonces fué cuando comprendieron lo terrible de la existencia: tropezaron con miles de zapatos obligados á andar cuando cuasi les faltaba la suela; algunos, escépticos ya á fuerza de desengaños, se reían de todo y producían en el suelo menos ruido que una despreciable zapatilla; otros, bebían tinta y al ser arrastrados, lanzaban al aire tristísimos lamentos.

De pronto, un frío intenso y una humedad ingrata corrió por la piel de los zapatos nuevos. No comprendieron la causa; porque ellos, aunque tienen alma —no os riáis, que es una verdad, y si no preguntádselo á un zapatero, persona competente— digo, que aunque los zapatos tienen alma, no son muy largos de vista, por eso se pisan con frecuencia unos á otros y por eso no se explicaron los de mi cuento aquel frío y aquella humedad que les mojaba.

Pero vosotros que vivís en Madrid comprenderéis que se trata de una ducha de esas que regala el Municipio á los vecinos de la corte en cada esquina.

Los zapatos se sintieron golpeados por su dueño contra la acera y luego llevaron á éste á una tienda donde acudió á guarecerse.

Allí, su dueño, se refugió, y en tanto pasaba el peligro, se puso á mirar un cuadro que había colocado en la pared, y de pronto, sus pobres zapatos volvieron á ser víctimas de sus movimientos; el dueño comenzó á danzar y á saltar con rapidez de niño, y luego, saliendo á la calle, dio en caminar por ella con apresuramiento de loco.

—Pues señor —se decían uno á otro los zapatos en tanto andaban y con voz fuerte aunque algo tomada por la humedad— este hombre no debe ganar para zapatos, ni nosotros para sustos; lo que es así ni un mes duramos.

Y naturalmente, se pusieron tristes; pero no lo estaba su dueño, porque el cuadro que había mirado era la lista de la lotería y allí vió que había caído un premio de importancia en un número del que tenía dos décimos. ¡Figuraos! ¡Pobres zapatos!

II

Envueltas en un pañuelo de percal para que no las diera el frío; llevó el muchacho del taller las botitas de charol á una linda señora que habitaba un hotel magnífico, no recuerdo bien su número, pero sí que se halla en la Castellana.

Luego de silbar unas cuantas óperas de plazuela, tirar algunas piedrecitas á los gorriones, recoger unas cuantas colillas y quedarse embobado ante el escaparate de una pastelería, llegó, por fin, el aprendiz con las botas al hotel referido.

Por entre las aberturas del pañuelo llegó á las botinas un perfume delicioso, y al ser descubiertas se hallaron sobre una mullidísima alfombra junto á unas zapatillas bordadas de oro. Eran las que calzaba la señora.

De la chimenea llegaba un tibio y grato calorcillo, y el rojo de las brasas reflejaba como en unos ojos en las bigoteras de charol de las botitas.

Un gatito pequeño y blanco golpeó graciosamente los elásticos con su manita, y las blancas y suaves de la señora se apoderaron de las botas, y con un calzador dorado fueron obligadas á entrar en los piés.

Aquello fué sin sentir; dulcemente el pié se deslizó, y ¡qué pié! tan pequeño y lindo, que más se creerían las botinas cajas de confites que botas, y más tomarían por almendra que por pié aquel menudo y precioso pié.

Lo dicho, la mejor vida: andar sobre alfombras, ir bien tapaditas en el coche, verse muy cuidadas, aspirar aromas deliciosos, y, sobre todo, tratar con el más aristocrático calzado, sin verse jamás expuestas á recibir el apretón de un zapato de aguador.

Si se llegaran á encontrar en el delicadísimo caso de servir á su señora de confidentes lo harían, sí señor que lo harían; dar golpecitos bajo la mesa al gallardo botin de un caballero; vamos es seductor, dígase lo que se quiera.

Ea, ya tenemos en una brillante posición social á las botitas.

¡Ah! pero de pronto se sienten violentamente sacudidas contra el pavimento que rodeaba la chimenea, y se ven golpeadas contra el suelo por un furioso zapateo, obligadas á ir y venir por todas las habitaciones de la casa, y de vez en cuando azotando nuevamente el suelo con la rapidez de golpes de una campanilla eléctrica y la violencia de un martilleo.

Era que á la gran señora le había acometido un tormento infernal, un terrible dolor de muelas.

Las botitas rabiaban á su vez y se quejaban con un chirrido como de ratones, incomodadas como niñas mimosas y renegando de su suerte.

III

—Pues señor, desde que he estrenado estos zapatos todo me sale maravillosamente; como que ellos representan una elevación mía en la escala social: el tiempo en que he dejado de calzar zuecos y alpargatas para calzar unos zapatos decentes. Casi todo se debe á mi trabajo y un poquito á la suerte.

Esto se decía una mañana el dueño de los zapatos en tanto contaba 2.000 reales en oro y los colocaba en dos columnas de moneditas sobre la mesa. Pero de pronto recordó que con el cobro de la parte que en el premio le había correspondido se había olvidado de zanjar algunos asuntos.

—Vaya, puede que ahora que ha logrado fortuna se nos reserve á nosotros un servicio menos trabajoso, se dijeron los zapatos.

No bien acabaron de hacerse esta última reflexión, cuando el dueño volvió á meterlos en combate y piam, piam, á la calle otra vez.

Calle arriba llegaron al hotel donde se hallaban las botitas. ¿Cómo podían ellos adivinarlo? ¿Y cual no fué su sorpresa al hallarlas en la antesala con otras botas más?

Pero ni hablarse pudieron, porque en un momento despachó su asunto el dueño.

Y á partir de este momento, todos, todos los días, los zapatos se vieron obligados, durante un mes, á acudir al hotel: luego cesaron de ser llevados y de llevar allí á su dueño; pero tuvieron que acudir con igual celo á otra parte durante otros dos días; y por último, un día que el dueño les mantenía parados á una esquina, ellos divisaron en una tienda á las botitas nuevas, el dueño pareció también haberlas visto é intentar acercarse á ellas, porque se dirigió á aquel punto; pero las botas no se detuvieron, sino que saliendo de allí, caminaron apresuradamente por la calle: los zapatos se veían obligados á perseguirlas, y lo hacían con gusto.

Pero las botitas no se dejaban alcanzar, y cuando ya casi se hallaban próximas á ellas los zapatos, doblaban la esquina las picaras botitas.

Volvían á descubrirlas y volvían á emprender la caminata, y vuelta á las burlas y vuelta á la persecución.

Los zapatos se hallaban ahogados por el polvo… aquello era cruel. ¿Por qué huían las botitas, las vecinas del estante, hijas de un mismo padre y nacidas de una misma lezna?

Los zapatos no podían adivinarlo.

Si hubieran sabido que su dueño era ebanista y llevaba á aquella señora la cuenta de unos muebles, hubiera comprendido el misterio. Pero ¿qué saben los zapatos del eterno ir y venir á que les obligamos?, cuando ellos, de distintos talleres, se encuentran en una reunión, no ven más arriba de los pantalones del que les calza ó de las sayas de la que los lleva. ¡Valiente cosa saben ellos de las resoluciones de la razón!

Pronto llegaron á su término los acontecimientos.

Las botitas nacidas para la fortuna y los zapatos dedicados al trabajo, dejaron de verse; ¡pero cuán diversos fueron sus destinos!

El magnífico hotel que habitaba la dueña de las botitas se hallaba en el mayor desorden, los tapices habían sido arrancados, los muebles mal vendidos; todo desaparecía y los criados se repartían las últimas ropas que había dejado la cortesana.

Los acreedores todo lo devoraron.

¡Las botitas nuevas, con las caminatas que su señora emprendía huyendo de los acreedores, habían estallado y á los quince días de existencia fueron á parar al cesto de la trapera!

IV

Han pasado muchos años: es la víspera de Reyes. El dueño de los zapatos ya es viejo: pero conserva los zapatos primeros que se puso, y colocados en la ventana espera que en ellos los Reyes Baltasar, Gaspar y Melchor coloquen juguetes y dulces para sus nietos; y yo, en tanto, á falta de pié para un cuento, he tomado estos zapatos veteranos y sagrados por lo que representan, si lo habéis entendido.

El contramaestre

Á vuela pluma.

I

Tenía un humor de mil diablos «debe estar podrido todo el cordelaje de mi cuerpo» decía. Cuando su rostro se hallaba sereno se veían en él rayas, quebraduras y patas de gallo, estaba estrellado, con aquella red que formaba de gestos huraños, el emperrado carácter del viejo marino.

Tosía «como una carraca vieja», su habla era oscura y torpe, fumaba mucho, juraba más, de aquella boca de negros dientes no salían sino humo y palabrotas.

Y sin embargo era un ángel.

El reuma le mortificaba y estaba siempre triste «por dentro» según acostumbraba á decir.

Cuando ya nadie le quería ajustar, ni ya podía servir á bordo sino para cuidar las gallinas ó hacer de perro ratonero; cuando no le restaba otro consuelo que el de contemplar desde la costa la mar y los barcos que entraban y salían del puerto, ó el de darse el placer de contar á los boquiabiertos pilludos de playa que le escuchaban, su vida de marinero, una señora de la ciudad le proporcionó la plaza de maestro de maniobras en un Barco Asilo, escuela flotante de marineros.

La chiquillería le alegraba, en el discordante tumulto de vocecillas infantiles, en la inquieta movilidad de los niños hallaba él los ruidos, las gracias, las incesantes ondulaciones, el espectáculo mismo que siempre había tenido ante sí, algo muy semejante á la mar, y que como esta sujetaba el ánimo en un encanto, y en un asombro constante.

Á veces se aburría también, «los muñecos» eran buenos para nietos, pero demasiado poco para marineros; además, no hay cosa más terrible para un hombre de mar que estar á bordo de un buque siempre anclado; esto produce efectos de pesadilla; hallarse un marino preso en tierra es mejor que verse condenado á permanecer en un barco paralítico.

Y el Barco Asilo no podía moverse.

—Aquello no es un barco, es una pajarera —decía á sus camaradas cuando por acaso iba al puerto y se detenía en la «Cantina catalana» á echar un trago.

No había nacido para maestro; le costaba mucho vencer su rudeza, no podía emplear con los niños aquel vigor áspero que siempre había empleado mandando á verdaderos marineros; á veces quería coger un rebenque é imponer leyes de patrón absoluto… pero solo por no complacer al melifluo maestro de escuela y al mosquita muerta del capellán, se dominaba.

Un día vió al maestro de escuela tirar de las orejas á un pequeñuelo, y sorprendió al capellán otra vez dando á otro capones en la cabeza.

—¡Qué entrañas tienen esos hojaldres! —dijo.

Los niños le temían, siempre le hallaban con cara de judío, siempre le oían hablar enojado; debía de tener sangre más negra que la misma brea; y lo cierto era que en las maniobras no perdonaba una falta, quería además que las cosas se hicieran pronto y bien.

Los muchachos erán todos hijos de marineros; niños con voz hombruna, músculos recios, más animosos en los ejercicios de maniobra que aplicados en el estudio; morenos, graves, ceñudos, con caritas en las que se revelaba firmeza de corazón; amigos de hombrear, fumadores furtivos y nadadores audaces, larvas de marineros, niños hombres, candorosos y terribles querubes del mar.

El contramaestre Juan, miraba por igual á todos, no prefería á ninguno; quizá les amaba; pero tal vez temiera fijar su cariño en un favorito.

Llamaba al barco además de la pajarera, canasto de sardinas, grillera, hospicio de mar.

El contramaestre no había conocido á sus padres, ni había tenido familia, «Ni padre, ni madre, ni perrito que me ladre, he sido como un caracol», decía, y esto le llenaba de contento y por esto lanzaba á lo mejor risotadas estruendosas.

II

Lucianillo estaba entre los niños, pero no vestía aún el uniforme, acababa de llegar á La Velera, nombre del Barco Asilo; vestía unos pantalones de color de pasa, una chaqueta negra con botones de plata y unos borceguíes desudados, con grietas y bocas.

Era un niño delgadito, pálido, diáfana la piel dejaba ver el ramaje de azuladas venas; sus ojos eran grandes, sombreados y tristes.

—¿Para qué va á servirme este renacuajo? —decía el viejo contramaestre mirándole con una expresión indecible en la que no se sabía si se mostraba compasión ó desprecio.

La menuda gente de La Velera reía, burlándose de aquel niño alfeñique.

—Es un señoritingo —decía un asilado á otro.

—El hijo de un levitillas —añadía groseramente otro.

—Más quebradizo que un barquillo.

—Si sopla barlovento le pone en el tope de gallardete.

El contramaestre le dirigió varias preguntas y al responder el niño, como le chocase al viejo aquella voz delgada y tímida, exclamó:

—Tienes voz de flautín.

Una explosión de risas acogió aquella gracia, toda la tripulación celebró la ocurrencia.

Lucianillo bajó los ojos.

—Anda, anda á cambiar de trapos.

El contramaestre fué á la cámara del maestro de escuela que era el jefe del asilo; quería preguntar quién era aquel monito de porcelana que le habían entregado. El maestro de escuela le enseñó el libro de registros.

«Luciano de San José, natural de Madrid, expósito.»

Leyó el contramaestre y quedó un momento pensativo, después dio un puñetazo en la mesa y lanzando un taco, dijo:

—Bueno, ya se falta al reglamento del Asilo, aquí no deben venir sino hijos de marineros, hijos de náufragos sería mejor… ¡Que repare el mar los males que causa, que apadrine á los que ha dejado huérfanos, pero á nadie más, recascos!

—Es que ese niño es náufrago de nacimiento —replicó el maestro.

El contramaestre no entendió bien la frase estrambótica y sentimental del maestro.

—En fin, le han recomendado, ya lo sé; pero no es un huérfano.

—¿Cómo?

—Se llama Luciano Cordobés, yo le apadrino —replicó el contramaestre.

III

No había que decirle al muchacho ni una palabra; había entrado allí porque la benéfica Sociedad de Navieros concedía al hospicio de la ciudad una pensión en el Asilo, y Lucianillo había sido designado por el director del Hospicio para ocupar una de las plazas concedidas.

—Yo le haré á ese chicuelo recio; ha de ser un marinero de primera: voto á Baco que no han de burlarse de mi chirriquipitín —se decía el contramaestre.

Ya tenía este su favorito, y solía decirle:

—Vamos, Uspa, Chirri (le llamaba así por abreviar el nombre que la había dado de chirriquipitín), sube como una ardilla; tú el primero siempre, ya sabes, te nombro cabo.

Al principio nada sintió sino una profunda compasión, una simpatía íntima hacia aquella criatura endeble y temerosa, luego tomó su defensa, castigando vigorosamente á los que se mofaban del niño; este afecto convirtióse en porfía, por la cual se empeñaba en hacerle el más vigoroso, el más hábil de la marinería infantil; por último, la pasión llegó á punto de hacerle ver lo que no era, de hacerle creer que en realidad el Chirri, era el mejor de todos, no siendo así desgraciadamente.

—Es delgado porque es nervioso —decía— está blanco no porque no tenga sangre, sino porque es fino, y no como los otros zoquetes que están curtidos de negro como cangrejos, Chirri tiene coraje, ¡tiene! —exclamaba.

Si en las maniobras ó en las regatas quedaba rezagado, consistía en que, ó había comenzado después que los otros ó en que trabajaba en peores condiciones ó, en fin, en que no estaba de suerte. Cuando le preguntaban quién era el mejor de la clase, contestaba siempre:— El Chirri.

Y la verdad era que el pobre niño no tenía organización apropiada para los ejercicios físicos.

Un día el contramaestre halló á Lucianillo compungido y llorando.

Esto exasperó al marinero. Fué la única vez que se enfadó con el niño:

—¿Llorar? ¡Qué me quedaba por ver! Llorar el Chirri; lloran las mujeres, los marineros nunca (en la palabra mujeres iban comprendidos todos los hombres que no eran marineros). Yo no he llorado jamás (así era verdad), cuando murió Calmejo (un camarada suyo), me di de puñetazos.

Un día hizo el contramaestre un terrible descubrimiento, sintió el dardo de los celos, el niño estaba más contento al lado del maestro de escuela que á su lado; en realidad, á Lucianillo le gustaba más el estudio que el trabajo corporal, más la dulzura mujeril del pedagogo, que el apasionamiento rudo del contramaestre.

—¡Mal rayo! siempre hará del chico un monaguillo, ese sábelo todo —murmuraba rabiando, y añadía— por eso el Chirri lloriquea.

IV

El contramaestre tenía ahorros que pensaba entregar al pequeñuelo; á veces trazaba en su imaginación la carrera del niño, le haría piloto; el chico era á propósito para mandar; tenía mucho en la cabeza.

Un día acaeció un suceso inesperado: el capellán del Asilo y otro señor cura llegaron al barco, y al poco tiempo fué llamado Lucianillo por el maestro; estuvo el niño en la cámara un instante con los sacerdotes y el maestro y después salió; fué á su litera, recogió su ropa y se dirigió á la cámara. En tanto el maestro anunció al contramaestre que uno de los señorones de la ciudad, muerto hacía dos ó tres días, había reconocido como hijo suyo á un expósito, y por no ir al infierno quiso dejarle heredero de todos sus bienes, recomendándole en el testamento que abrazase la carrera del sacerdocio.

—Bien ¿y qué? —preguntó el contramaestre.

—Que esos señores han preguntado á Lucianillo si quería ser cura y el chico ha dicho que sí.

Al contramaestre se le subió toda la sangre á la cabeza, había comprendido lo que acababa de pasar, y tambaleándose y sin saber lo que sentía se dirigió á su camarote.

Cuando Lucianillo entró á despedirse del viejo creyó que no había nadie en el camarote; reinaba allí un silencio profundo, pero al fin halló al contramaestre acurrucado en un rincón; el anciano al ver al niño levantó la cabeza y dijo con voz rugiente y dolorida:

—Hijo mío, sé dichoso.

El viejo lobo lloraba, ¡lloraba como una madre!

Un cigarrillo

I. Nolasco

¿No fuma V.? —Dije, alargando un cigarro de papel á Nolasco, un anciano periodista de gran actividad y notable instrucción. Hizo un gesto de disgusto, rechazando la oferta. En efecto, olvidé que jamás le había visto fumar, y como por broma, pensando que una repugnancia física le hacía enemigo del tabaco, insistí.

—Vamos, fume V. siquiera por una vez —y volví á alargarle el cigarrillo.

—¡Fumar yo! —exclamó espantado y palideciendo al ver cerca de sí el cigarro de papel.— ¿Qué quiere V. de mí, amigo mió? añadió exaltado, —huyendo del cigarro como de un arma venenosa.

Yo me eché á reir.

¡Pero qué cosa más extraña! pensé al ver la cara de terror de mi respetable compañero. ¡Bah! otra rareza, me dije, á pesar de que nada me infunde más respeto que estos hombres que á la vista de las gentes suelen pasar por estrafalarios y ridículos, sin que nadie se cuide de averiguar si lo que se toma por capricho extravagante, tiene un natural y justificado motivo.

—Hombre —añadí— es V. un enemigo tan irreconciliable del tabaco, producto, según los musulmanes, de la saliva que el Profeta arrojó al absorber la herida que le hizo una víbora, veneno dulce y sagrado.— Vamos, un cigarrillo… Y tomé expresión de Yago malvado, de Sancho socarrón y de Mefistófeles tentador.

—He fumado —contestó.— ¡Oh, por Dios, déjeme V.! ¿No le basta mirarme? Un cigarro me hace sufrir horriblemente.

Estaba lívido; luego del espanto, debió sucederse la irritación, Nolasco debió, en efecto, padecer mucho en tan brevísimo tiempo. Su seriedad me impuso.

No volvimos á entablar conversación, pero, cuando salíamos los dos del despacho, me dijo:

—¿No me había V. pedido un tomo del Diccionario Enciclopédico? Pues ahora podemos pasar á recogerle en mi casa, si V. me acompaña.

Recordé que, en efecto, le había hecho esta petición. Al llegar á la calle, distraído, volví á liar un cigarro.

—Malditos cigarros —dijo Nolasco al verme.

—¡Ah! es verdad —exclamé con pena.

Y sin embargo, me reía neciamente de lo que no podía explicarme.

II. Lucía

Entramos en casa de Nolasco, me hizo pasar á su cuarto de estudio: una barahunda de papeles y una Babel de libros le llenaban: era aquella una espaciosa habitación, decorada con sencillez. Anchos cortinajes de cretona gris, con borlones, caían á uno y otro lado del balcón. En altos armarios se veían escalonadas líneas de libros.

De una de estas sacó Nolasco el tomo del Diccionario que le había pedido, y me dijo con amabilidad.

—Ahora amigo, debo á V. una satisfacción por mi impertinente rareza contra su invitación á fumar…

No comprendía bien lo que quería decirme, ni me explicaba por qué insistía sobre aquel hecho ya olvidado.

Y en tanto él se ponía á arreglar su estante, mi vista se fijó en uno de los rincones del cuarto y se me ofreció la terrible huella de una catástrofe, que sin duda debió haber sido espantosa. Una señorita no tan alta como la palma de mi mano, yacía en tierra con la cabeza rota, manca de un brazo, coja de una pierna y lisiada de la otra, tenía varias heridas profundas en el cuerpo, por las que salía el serrín… Un poco más allá se veía un carrito sin ruedas y con el toldo roto á desgarrones y un caballo despellejado y magullado; evidentemente allí había acaecido un vuelco trágico. En esta casa hay un niño por lo menos, me decía, porque todo aquello daba color y alegría al estudio-despacho de mi amigo, que á quitarlo de allí hubiera tomado la habitación el tinte sombrío y el aspecto de una celda.

Me predispuso esto á esperar la entrada de algún taquillo ó de algunos alborotadores y risueños que viniesen á socorrerá la pobre muñeca, curar al caballo y arrastrar el carrito por el suelo.

Estaba el anciano periodista descargando una silla sobre la que había una torre de periódicos y me indicaba asiento en ella, cuando entró en el cuarto una preciosísima niña como de unos diez años, y se abrazó á las rodillas de mi amigo: una señora de mediana edad asomó su cabeza por el vano de la puerta; era la esposa de Nolasco, me saludó con una leve inclinación y quedóse mirando sonriente á la niña y al padre.

—Hola, papá —dijo la niña gozosa.

Mi amigo no había abandonado su aspecto triste, y sentándose tomó con sus manos la cabeza de la niña, y dijó:

—¿Verdad que es bonita? mire V. —y se dirigió á mí. Me acerqué á besar á la hija de mi compañero; una niña de blondos cabellos, cara hermosa, palpitante de alegría, una frente blanquísima que esperaba un beso y unos labios chiquititos que prometían mil.

—Esta es mi Carmencilla —dijo Nolasco.— ¿Ve V. sus ojos? Son hermosos; por ellos ve la luz, ve el cielo, nos ve, contempla sus flores y sus juguetes, lo ve todo.

Tomó su voz un acento extraño al decir esto.

—Por Dios Nolasco —exclamó en tono de súplica la esposa de mi amigo. Á mi pesar, y sin entender lo que acaecía entre aquellos corazones, sentí el mío simpatizado por la tristeza que les apenaba.

—¿Ve V. estos ojos? —continuó Nolasco dirigiéndose á mí.

Los miré, en efecto; eran hermosos, de largas pestañas, rasgados, españoles; la luz arrancaban de ellos los secretos de reflejos irisados; en su fondo se adivinaban trasparencias inocentes, un mundo de sueños infantiles, divinos pensamientos, como á través del mar diáfano se perciven las magias del coral, indecisas y riquísimas.

—¡Hermosos ojos! —dije.

El anciano se dirigió á una puerta contigua y la abrió bruscamente.

—Sal, Lucía —dijo.

Sentí pasos, y apareció á mi vista una joven de diez y ocho años, esbelta, elegante, de pelo rubio y de la misma hermosura que la hija de mi amigo, realzada por la esplendidez de una adolescencia encantadora; por misterio inexplicable andaba reposadamente con las manos extendidas como los sonámbulos y con los ojos cerrados.

—Es ciega —gritó con voz honda y ahogada el pobre padre.

—Hace diez años —continuó— vino ella á mí, como ha venido hoy su hermana Carmen, se abrazó á mis piernas; yo tenía un cigarrillo en la boca, porque era fumador incorregible, y la niña regocijada y cariñosa, diome al chocar conmigo, un golpe tal, que no tuve tiempo, ó tan imbécil fui que no le hallé de quitar el cigarro de los labios, se descompuso el fuego, cayó esparcido en chispas y la niña gritó con voz agudísima, había caído en sus ojos…

Y cegó… Todo cuanto después se hizo fué inútil. Desde entonces, amigo, cuando pienso en que por un frívolo gusto mío perdió sus ojos. ¡Oh! aborrezco lo que me recuerda tan terrible desgracia.

Nolasco cayó como si en su ánimo se reprodujera con toda violencia la desesperación que le hubo de causar el suceso. Llevó hacia sí á su hija y abrazándola, exclamó con sentimiento exaltado:

—¡Yo, yo que la idolatro, la he privado del sol! —exclamó.


* * *


Sentí un frío intenso, dos lágrimas brotaron de mis ojos, y con la mano que tenía en el bolsillo del pantalón estrujé mi cajetilla de cigarros, y hubiera estrujado… fanatizado por la emoción, á los 900 millones de fumadores que hay en el mundo.

Para que se vea cómo lo trágico puede saltar de la chispa de un cigarro.

El gorrión estudiante

I

Es muy laudable en todos el deseo de instruirse y si este deseo impulsa á ejecutar aquello que á la instrucción conduzca, la alabanza ha de ser mayor, porque es muy merecida. Pues señor, en pueblecillo próximo á Madrid, San Fernando, según yo creo, uno de los Carabancheles, según dicen otros autores, si bien disputan sobre si en el de Arriba ó en el de Abajo, nació un gorrioncillo muy listo. Por lo que de él parloteaban ciertos pajarillos, parece que el tal era hijo de un pájaro sabio, admiración de las gentes en las ferias, pues con su pico sacaba de un puchero adivinanzas y profecías y habría llegado á mayores habilidades si el amor no le hubiera hecho fugarse de su jaula y huir con una pajarilla á poner nido como un pájaro cualquiera.

Y de esta calaverada nació el gorrión de mi cuento. Como el talento se hereda, cuando ya pudo volar y ya piaba claro, pensó el pajarillo en seguir una carrera; quiero decir, en tender el vuelo en una dirección determinada y con un propósito decidido.

El veía en el suelo la hierbecilla refrescada por millares de pequeñas y lucientes gotitas de rocío; veía en los árboles los botones que en las ramas anunciaban el comienzo de la primavera á la claridad de la mañana, teñida ya por el rubor rosado de la aurora; miraba ondular como un mar los crecidos y verdosos trigos; sentía correr, produciendo glú glú constante y alegre, una fuente próxima y el pío pío de unos polluelos que se hacían lugar bajo las alas de la gallina madre, y como clarines de guerra oía sonar el canto de los gallos. Y pensó:

—¡Qué grande es el mundo! ¡Pero á bien que yo tengo alas y pronto le correré!

Pues señor, que se esperezó, raspó en la ramita su pico, saltó de una en otra, bajó al suelo, dio dos ó tres saltitos, giró luego en torno de su árbol natal, quizá emocionado al enviarle su última mirada de despedida, fuese á la fuentecilla que allí cerca corría, bebió, agitó sus alas en el suelo y por último, partió en vuelo tendido y largo más allá de los trigos que limitaban el paisaje si era mirado desde el árbol en que el pajarillo había tomado su primera resolución.

A poco llegó á contemplar un espectáculo bien distinto: era más accidentado el terreno y ofrecía á los ojos multitud de detalles difíciles de apreciar á un solo golpe de vista.

Como el deseo de nuestro pájaro era instruirse, pensó en mil métodos, porque tanto han cacareado esto de los métodos nuestros sabios, que ya están hartos de conocerlos todos, hasta los pájaros, pero como la cabeza de un pájaro es pequeñita pronto desechó nuestro gorrión todas las metodologías y sistemas; tal dolor de cabeza le dio pensar en ellas, y se decidió por el gran libro de la naturaleza y entusiasmado comenzó sus observaciones.

Esto del libro de la naturaleza se lo oyó decir no sé si á un naturalista ó al maestro del pueblo, que paseando llegaron una tarde cerca del árbol de nuestro pajarillo.

—Comencemos —se dijo éste, y en un ir y venir de su cabecita, buscando objetos que estudiar, fijó su atención, porque vivamente sedujo sus ojos con sus brillantes colores, una preciosa flor coronada por gotas de rocío, adornada de tenues corolas y bella como más no pudiera desearse.

II

—Buenos días, señorita —dijo prontamente y en una piada el curioso pajarillo;— bien pudiera V. informarme acerca del mundo que pienso recorrer; la estatura de V. es algo mayor que la mía y parece V. persona distinguida; así que le rogaría que siquiera acerca de lo que á V. y á sus vecinos y á su país concierna, me contara alguna cosa interesante.

La flor nada dijo; estática, parecía representar la imagen de esos seres inofensivos, de alma inocente, que sin más esfuerzo que el de vivir, reciben el rocío de la felicidad, el soplo frió de la desgracia, el ardor de los deseos de los que la codician, las alabanzas de los que las importunan, sin proferir ellas palabra; bella, modesta, resignada, imponiendo con su indefensa y débil naturaleza á los que no teniendo respeto á nada, olvidan que al tronchar un tallo por la mitad es lo mismo que segar un cuello con un alfanje.

La flor nada dijo, y el pájaro la tuvo por tonta.

Al extremo de unos cerros divisó el gorrioncillo unos molinos de viento, que con movimiento rapidísimo agitaban sus aspas en constante voltear; ¡qué gente tan activa! A ese paso pronto ascienden ó se alejan de donde están; aquellas son las que verdaderamente viven y no esta flor que yace aquí muerta y quieta por una eternidad; pensó el pajarillo y se alejó de aquel lugar, creyendo haber aprendido una verdad: esto es, que los molinos viven porque se mueven, y las flores ni viven ni se mueven. Y marchó sin más reflexión tan satisfecho, sin pararse, despreciando multitud de cosas que á su entender no debieran ser estudiadas, tales como una colmena de abejas laboriosas. ¿Qué podrá ser eso tan feo? —se dijo.— ¡Bah, un tronco cortado! y un hormiguero, ¿qué enseñarán esos puntitos vivos? ¿Pueden enseñar algo seres tan despreciables? se dijo, y continuó su vuelo.

Se detenía en un punto, daba dos ó tres saltitos, miraba aquí y allá con un vivo girar de cabeza, y como si ya toda lo hubiera percibido de una mirada, se alejaba de allí muy satisfecho.

¡Deciros lo que voló tras unas franjas de todos colores, que luego de una ligera lluvia, y al aparecer el sol, se pintó en el cielo, sería no acabar, y al término de su afán, al ver desaparecer tan lindos colores y venir del punto en que se divisaban una bandada de grullas, pensó muy formalmente que estas se habían guardado las cintas en el bolsillo. Tomó por ave de corto vuelo, juzgando su tamaño, nada menos que á una paloma mensajera; huyó de un huerto por miedo á un pelele espanta-pájaros, y cuasi cuasi, cae en una trampa formada por ladrillos, pensando que era un comedor dispuesto así en el tejado para socorrer á los pájaros viajeros!

Hasta que por fin divisó Madrid con su masa extensa de edificios, su multitud de torres y medias naranjas apizarradas. ¡Ah, cómo latió el corazón del pobre pajarillo; él recordaba lo que le había oído contar á su padre de tan maravillosa población, de los montoncitos de desperdicios que todas las mañanas se encuentran en las calles, de la multitud de jáulas que colocan al sol en los balcones, de los carros cargados de grano y de mil y mil recursos que ofrece este pueblo á un gorrión culto, experto y civilizado!

III

Pero, sobre todo, le preocupaba lo que pensaba lucirse con los gorriones de la villa, luego de haber estudiado, cual lo había hecho él la Naturaleza.

Á Madrid llegan á bandadas todos los días millares de valerosos aventureros; asturianos armados de fuertes brazos y paciencia sin igual; gallegos laboriosos, y á la vez llegan por los aires, gorriones expertos, contra los cuales de nada servirían ni aun los bandos del Municipio.

Así como los provincianos encuentran su colonia, los gorriones tienen la suya; excusado sería deciros que halló en ella buena acogida nuestro viajero.

Encontróse con un viejo, amigo de su padre, que se aposentaba en el alero del Museo de Historia Natural; allí se congregaban multitud de sabios gorriones que jamás habían salido de la villa, é interrogaron al gorrioncillo de mi cuento acerca de las flores y de los campos.

Aseguró este muy formal, que las flores no vivían y los molinos sí, que no llamaban la atención las colmenas ni los hormigueros y, por último, que las grullas habían guardado para sí los hermosos colores del arco iris.

Las risas que este produjo al grave y docto senado fueron tales, que llamaron la atención de un canario colocado en un balcón de la casa de enfrente, y que temió por cierto que preparase aquella familia alguna jugarreta contra su comedero.

—Pero ¿en qué punto has aprendido lo que nos cuentas? —preguntó un gorrión gordo y lucido que concurría al patio de Los Dos Cisnes á la hora de limpiar las cacerolas.

—En el libro de la Naturaleza. ¡Dios mío, qué de censuras oyó nuestro pajarillo! Todos tuvieron un jolgorio de burlas á costa del inocente.

—Es necesario que aquí te ilustres y estudies —le dijeron.

¡Cuántos desengaños le salieron al paso! No fué pequeño el haber despreciado algunas frutas verdaderas por verlas algo sucias y pasadas, y haber con avidez querido picotear en un cesto de frutas de cera, que por sus colores le parecieron frescas y reales!

Mas pronto aprendió á vivir y pronto se cuidó tanto de estudiar la Naturaleza, como yo me cuido de la pipa enrroscada del gran turco. Al santo amor por saber, sucedió un deseo de conocer los rincones de las callejuelas y la entrada de los patios de fondas y graneros…

Se había pervertido; había muerto su santo entusiasmo; era un pilluelo vividor…; estaba corrompido.

La ciencia para él se reducía á la de los pájaros pedantones, que viviendo encima del Ateneo, de la Academia ó de la Universidad, así como para comer tomaban los desperdicios de las calles, para instruirse aprendían los términos pomposos, las denominaciones técnicas que podían escuchar al posarse en las ventanas de dichos establecimientos.

Y nuestro gorrioncillo se burlaba á sus anchas del gran libro de la gran maestra Naturaleza.

IV

El trabajo y otras causas nos separan, mi querido Ferrari; pero por ti conservo la firme amistad de siempre y aquel entusiasmo que también siempre me ha hecho decir, sin temor de equivocarme, que eres el poeta de la juventud, el poeta de la evolución progresiva de nuestro tiempo. Tú no has perdido la enseñanza de la gran Naturaleza; tú conservas vivas las impresiones que los grandes aspectos y los grandes espectáculos, hicieron en tu alma, y debo citarte como el tipo contrario á mi pajarillo, que no vió… no pudo ver, ¿cómo? lo que tú has visto. De hombrecillos de cráneo estrecho, como el de nuestro pájaro, esperemos oir que la experimentación nada es, que nada enseña la Naturaleza… porque la han mirado… á vista de pájaro, solamente á vista de pájaro, con cerebro de pájaro. No con alma de poeta, no con alma de verdaderos artistas. Y punto redondo.

La envoltura

I. Mariano ríe

Los mineros del «Pozo Margarita» cobraban el sábado su exiguo jornal á razón de dos pesetas diarias, una para vivir ellos durante la semana y otra para sus familias que habitaban en las aldeas de los alrededores de la mina y en los arrabales pobres de la ciudad.

Eran hombres de manos ásperas y fisonomías rudas; vestían mal y se alimentaban con miserables ranchos de patatas y bacalao y algunos con puchero tan repleto de garbanzos cuanto escaso de carne; no obstante, aquellos hombres trabajaban gastando sus fuerzas en buscar la riqueza oculta bajo la tierra, se hundían en los pozos como en una fosa, para ellos no alumbraba el sol, pasaban el día en la oscuridad ó á la débil luz de una lámpara; el aire puro del campo, impregnado de aromas, no vivificaba sus pulmones constantemente obligados á una asfixiante atmósfera y exponían su vida bajando por las gargantas del pozo y caminando por galerías profundas con peligro de ser aplastados por un desprendimiento ó un hundimiento. Su deber era penetrar todos los días en una sepultura, que tal vez se cerrara para ellos; ésto que para nosotros es suelo que pisamos fijando los ojos en el espacio azul, era para ellos un cielo.

Llegar á lo alto, donde crecen las menudas briznas de hierba, costábales verificar un escalamiento fatigador y peligroso. Miraban á la región de las flores, en la que todos vivimos indiferentes, con la consoladora ilusión con que miramos nosotros á la región de las estrellas.

El sábado había llegado, pero dióse aquel sábado una novedad que llamó la atención de todos los trabajadores.

—¿No sabes, Mariano, que ha venido á la mina el señor Midel con su hija? —dijo un minero á otro.

—El Sr. Midel, Pedro, es el amo principal.

—Es un señor gordo y colorado y viene con dos niños, una niña de ocho años y un niño de tres. La niña trae en brazos á su hermanito. Les he visto. Al pasar junto al señor, me dijo el capataz: «este es el amo», y yo sentí que se me trababan los piés; por poco me caigo de narices contra el suelo. Me quité el sombrero. Y el amo dijo «adiós» como si toda la vida me hubiera conocido.

—¡Bah! bueno, ¿en tu vida habrás visto personas de categoría? Hoy nos darán propina.

Pronto llegaron los mineros á la casilla. Sobre una mesa de pino había apiladas y en hijera muchas monedas de á diez y de á cinco céntimos de peseta. Cada columnita estaba formada por veinte de las unas y cuarenta de las otras; el capataz estaba sentado junto á la mesa y tenía una lista en la mano. Detrás de la mesa se hallaba el señor Midel hablando con el ingeniero, y cerca de ellos una niña delgada y pálida, con esa delgadez y quebrantado color de los niños que están en la edad crítica del desarrollo y el crecimiento. Cubría su cabeza con un sombrero de paja, cuya copa estaba ceñida por una cinta de color de fuego que luego le caía por la espalda; bajo el sombrero ostentaba una hermosa melena de negros cabellos; su vestido era lujoso; un vestido azul-claro con encajes vistosísimos. Fijaba sus ojos con cierto espanto en aquellos hombres terribles, feos y sucios que en compacto grupo aguardaban descubiertos y silenciosos las órdenes del capataz.

En los brazos de la niña había un niño al parecer dormido y cubierto con un traje aun más lujoso casi que el de la niña. No se le veía la cara, pero sí sus rizos rubios como el oro y sus piernecillas, las medias y las botitas.

La niña movió al niño en un momento, no sin dificultad, pues parecía increible que se sostuviese en sus brazos según era de grande. Entonces se vió la cara del niño. Una cara redonda y sin expresión.

Una carcajada resonó insolentemente. La había lanzado Mariano al ver la cara del niño; risa producida por la sorpresa que le había causado ver que aquello no era un niño como Pedro había pensado, sino un tremendo muñeco.

—¿De qué te ríes tan neciamente Mariano? —Preguntó el capataz fijando sus ojos en el obrero.

Este quedóse un tanto confuso; pero explicó la causa.

—Me río —dijo— porque este tonto de Pedro había creído que el muñeco de la señorita era un niño: su hermano, decía.

Todos los trabajadores se echaron á reir y la niña fué á ocultarse enojada tras su padre el Sr. Midel.

—Vaya, vaya. Basta de juego —dijo el capataz.

—¡Antonio!… —gritó después, y fué leyendo uno por uno los nombres de los obreros y pagando á todos.

El Sr. Midel y su hija, acompañados del señor ingeniero y del capataz, entraron en el carruaje del señor y marcharon hacia una quinta de este, situada un poco más allá de la mina.

Los obreros ya pagados, salieron de la caseta dirigiéndose cada una hacia su aldea á pasar el domingo con sus familias.

—No has hecho pocas burlas porque me he equivocado —dijo Pedro á Mariano— pues mira, mejor va ese mono de palo que mis hijos y que irá el que vais á tener ahora. Cuéntaselo á tu mujer, verás cómo se te quitan las ganas de reir. ¿Sabes lo que vale ese muñeco? lo he oido, doscientas pesetas. Cien días de jornal. Ríete Mariano. —En efecto tornóse grave y alejóse triste; llevaba en el corazón un dolor que le impedía respirar bien. Le parecía que aún se hallaba en el fondo de la mina.

II. El nieto de cartón

Como si los hubiesen barnizado brillaban el verdor de los árboles, el enmarañado boscaje y la menuda hierbecilla de la tierra. Como á través de un velo, veíase todo á través de la lluvia continuada y abundante que caía en finísimos, muy juntos y largos hilos de agua. Densas nubes oscurecían gran parte del espacio, y en lo demás del cielo otras grises amenguaban la claridad del día.

Era un lunes, á los dos días de acaecer lo que antes hemos referido. La mujer de Mariano volvía ya de la ciudad y aún no eran las diez de la mañana. Arrastraba al caminar sus zuecos de madera del color de la tierra mojada y embarrados en los charcos; llevaba empapados de agua sus vestidos y cubría su cabeza con la mitad del refajo echado sobre ella á manera de manto. Iba chorreando y marchaba por la carretera penosamente. La pobre mujer sentía la humedad en las carnes, por entre los piés y los zuecos había penetrado el agua; hallábase febril por el cansancio, yerta y aterida.

Sentía el pecho fatigado y debilitadas las piernas, llevaba en el brazo un lio de tela y se apoyaba en un tosco bastón de pastor. Era joven, mas no lo parecía. El tinte pálido del rostro y la languidez de su vidriosa y triste mirada la envejecían, parecía hallarse enferma: aquella mujer estaba en cinta.

La carretera serpea por cerros vestidos de verdor; y en cuencas y recodos, alturas y hondonadas, se divisan á uno y otro lado bosquecillos, y por entre los árboles ó encajadas entre dos cerros, ó bien en lo empinado de las lomas y laderas, asomaban casitas de humilde apariencia. El paisaje que allí se ofrece es uno de esos lindos paisajes del Norte de España que sirven de modelo para fabricar los países en miniatura, con rocas y castilletes de corcho, y se ofrecen en Navidad para poblarlos de figurillas de Nacimiento y circundarlos de velitas de altar. Pero entonces nada más triste que aquellos lugares oscurecidos por un cielo nebuloso.

El viento frío agarrotaba los dedos y entumecía los piés de la pobre mujer; deteníase esta de tiempo en tiempo para cobrar alientos, y sentía un fortísimo dolor en las caderas. La caminata había sido larga, tres leguas, una y media de ida y otro tanto de vuelta, sin encontrar ni carro ni caballería; porque si hubiese hallado algún arriero ó algún carretero, tal vez por caridad la hubieran permitido subir al carro ó montar en alguna acémila.

Tiritaban sus carnes con estremecimientos bruscos del frío comunicado por un soplo de hielo. Por fin, después de seis horas de camino, pues no empleó un cuarto de hora de estancia en la ciudad, descubrió su casa, formada por tejas, adobes y leñoso techado, ofreciéndole con su baja puerta y estrechas ventanas esa impresión alegre que produce al descubrir la fachada de la casa en que uno habita, impresión semejante á la que nos causa hallarnos con un rostro amigo. ¡Cuántas veces en su marcha había pedido al cielo que se aumentasen sus fuerzas ó que se acortase el camino! Pero, ¡ya está en casa! Una inmensa alegría animó su rostro.

Hallóse pronto dentro de su humilde casita; se descalzó los zuecos y se puso unos zapatos; se quitó el refajo y una saya; los puso á escurrir pendientes de una soga, y llegando al hogar, avivó á soplos unas amortecidas brasas que, medio ocultas en la ceniza, prendieron el fuego en unos troncos y chisporroteando brotó una llama al encenderse las ramas leñosas y secas; entonces la pobre mujer, descubriendo el lio que había traído de la ciudad, sacó de él algunas varas de lienzo de franela y de percal y puso todo frente á la lumbre para que pudiera secarse. Esto lo hizo con una alegría tal, que nadie hubiera creído que pocos momentos antes la desgraciada se había hallado en el más angustioso tormento.

Aquel lienzo, aquel percal, todo aquello había sido causa de su terrible viaje. Frente á la cocina miraba con deleite su compra, y fijos después los ojos en el fuego, pasó uno á uno los dedos de la mano derecha, tomándolos con el índice y el pulgar de la izquierda y murmurando, como si rezara:

Cuatro varas á 2 rs., son 8. Una vara de franela 12, y 3 rs. de percal 15; 2 rs. de tela para camisitas son 17, y 3 rs. para gorros y fajas… 20. ¡Hijito de mi alma!

Al marcharse Mariano el día anterior á la mina, había dejado junto al montón de cuartos que daba á su mujer para el gasto diario un duro en plata. ¡Ah! se dijo María, su mujer, ¡esto es para la envoltura! ¡Mariano había podido ahorrar aquello durante quince días!

María, llena de vigor, resolvió comprar cuanto necesitaba. Llegaría á la ciudad, y volvería á cortar y coser. Salió al clarear el alba, con un tiempo desigual que anunciaba un día frío y lluvioso… pero nada la arredró; emprendió su camino… y ya todo estaba… la pobre, la miserable envoltura que tantas privaciones había costado al padre y un terrible esfuerzo á la madre, no faltaría.

Aquellos 20 rs. habían sido arrancados del fondo de una mina, que enriquecía pródigamente á los amos.

En tanto María echaba sus cuentas, pasaba por la carretera el Sr. Midel en su carruaje, con su niña y su nieto de cartón, cuyos vestidos valían cien veces toda la envoltura del hijo de María y de Mariano.

Don Dieguín

I

—Descanse V.: aquí subimos pocas veces; cuando más, si necesitamos tomar algún objeto. Bajaré la luz del gas, y podrá V. dormir si gusta.

Mucho agradecí la invitación, y con buen deseo la acepté.

¿Qué ha de suceder? esto de trabajar todo el día, ganar poco y gastar más acaba con las fuerzas de un Hércules. Un dolor de cabeza me obligó á despachar de prisa y corriendo el negocio comercial que me había llevado á la tienda de los Tiroleses, pero uno de los dependientes de la casa, persona muy amable, compadecido de mi estado, me proporcionó el medio de lograr un ligero reposo á la fatiga.

No quedé mal del todo luego que pasaron algunos minutos, durante los cuales, con la cabeza entre las manos, los codos en los brazos del sillón, los piés sobre un calentador y los ojos cerrados, olvidé mis preocupaciones y permanecí como aletargado, medio despierto y medio dormido. ¡El descanso es una medicina eficaz!

De modo que al poco tiempo, sin acordarme del tanto por ciento por comisión, ni de los pedidos, ni del debe y haber, ni del precio de fábrica, ni del recargo de aduana… me acordé de vosotros, mis niños queridos, sentí la cabeza despejada, y creedlo, me sonreí, y aun creo que hablé solo… mas luego volvió á amenazarme el tedio. ¡Ah! pero en buen lugar me hallaba para que durara mucho mi tristeza. No necesitaré deciros que «Los Tiroleses» es una tienda de juguetes que lleva este nombre.

A la media luz del gas aparecieron ante mis ojos en abigarrada multitud, animales, reyes, príncipes, aldeanos, pastores, bailarines, payasos, casas, ómnibus, fragatas, jardineras, pájaros, en fin, un mundo de cosas, variadísimo y original. Allá un niño rechoncho y coloradote permanecía apoyado en un rincón, como esperándo la papilla; acá un nigromántico parecía evocar los espíritus levantando su varilla mágica como un director de orquesta; un ruso feroz aguardaba sentado á unos soldaditos austriacos para tragárselos con delicia brutal, y una preciosa pastora conducía sus ovejitas con solicitud cariñosa.

De pronto vi un caballerito muy lindo, parecía un señorito elegante, de esos que á su vez parecen un muñeco de feria. ¡Qué petulante era el tal monito! Tenía un bastón en una mano como haciendo el molinete; la otra mano apretaba un bouquet, un ramo mejor dicho, porque dicho está en castellano, los quevedos montados en la nariz, la cabecita tirada hacia atrás, como hombre á quien la cabeza le pesa poco y á quien la vanidad zarandea á su gusto; por último: muy petimetre, muy pisaverde y muy pretencioso.

Al lado de una cocinerita que se hallaba ocupada en limpiar sus cacerolas y de un marinerito que remaba, me pareció menos simpático el diablo del muñeco.

—¿Para qué servirás tú, mequetrefe? Seguramente para importunar menos que los de carne y hueso, tus semejantes; pero en fin, ¿pueden amarte con esa facha de bástate-solo y ese aspecto de caballero del ocio? Al menos, una muñeca sirve para que las niñas, jugandito, jugandito, aprendan á coser y cuidar sus cosas primero y las de otros después; un caballo de velocípedo para dar largas carreras higiénicas; ¿pero tú?

Y aunque sé que tocar los objetos que se hallan en una exposición no es discreto, pudo más que la discreción la curiosidad y tomando á mi hombrecillo por la cintura le alcé á la altura de mis ojos para examinarle más de cerca y al descubrir un letrero en su peana de metal, leí: «apriétese el botón contiguo y el juguete dirá su nombre.» Hombre, siquiera tienes alguna gracia oculta; me doy por satisfecho, exclamé:

—¿Cómo te llamas? dije apretando el botón indicado por el letrero: un sonido extraño, algo así como el ruido de un reloj que parece que antes de dar la hora prepara su voz limpiando la garganta, precedió á esta exclamación que salía, sin duda, de una trompetilla: ¡D. Dieguín! y volvió rápidamente la cabecita, dio un movimiento de molino á su bastón, y quedó en una postura no menos cómica, y petulante.

Me hizo reir. Hé aquí tu misión, pensé.

II

Hacía un frío glacial; era el invierno terrible. Las casas se hallaban herméticamente cerradas; los ricos alrededor de sus chimeneas, lo pasaban menos mal; los pobres, en sus tugurios, tiritaban, arrebujados en miserables andrajos. La noche oscura, y aunque no era muy tarde, apenas transitaban gentes por las calles. Pero en una boardillita muy alta de una de las casas más viejas de los arrabales, se hallaban seis personas trabajando á la luz de una de esas grandes lámparas llamadas de familia, y á las que se ama tanto, porque ellas iluminan con su pobre luz lo más íntimo y querido del hogar. Una anciana parecía muy preocupada en coser un objeto pequeño de trapo y tres bonitas jóvenes ocupadas con igual atención en otras costuras. Un niño, como de unos catorce años, trabajaba en una labor de tornero sobre un aparato de dicho arte, y un hombre de veinticinco mantenía su atención fija en un plano cubierto de líneas, puntos y dibujos extraños.

Reinaba un silencio solamente interrumpido por el rarreo del tornero y el tic-tac de un viejo reloj, testigo antiguo de la vida laboriosa de aquella familia.

De vez en cuando, alguna de las jóvenes alzaba su cabeza del trabajo para desarrollar el hilo de un carrete y pasar la hebra por sus frescos labios de rosa; enhebraba su aguja y volvía á su tarea. Nadie hablaba.

Nadie quería interrumpir la grave preocupación del joven que miraba los planos.

Este era de una fisonomía grave; tenía despejada la frente y en ella ese ceño de los hombres que gastan su existencia en las grandes operaciones del cálculo.

Aquel joven estaba preocupado y triste, y no sé deciros si superaba su tristeza á su preocupación.

Todos parecía que le dedicaban un profundo respeto y un cariño en el que había mucho de entusiasta admiración y el joven rodeado de libros, estuches de matemáticas y otros objetos, imponía con su recogimiento y su aspecto reflexivo. Se hallaba en la honda y áspera tarea del estudio. Así permaneció absorto un largo espacio de tiempo; pero tal vez el ruido continuo y monótono que hacía el tornero debió molestarle, porque alzando la cabeza que mantenía de largo tiempo sobre los planos, dijo:

—Por Dios, ese ruido me distrae; si tuvieras la bondad de suspender tu juego.

—No juego, Luís, trabajo —contestó el niño.

—¿Trabajas? ¿No has trabajado hoy bastante en tu imprenta?

—Deja eso —dijo la anciana dirigiéndose al niño. El niño obedeció.

—A todos os veo muy ocupados —añadió Luís.— ¿Qué hacéis? ¡Trabajáis más que otras noches! ¿Qué hace V., mamá, cansando sus ojos? ¿Qué es eso?

La anciana parecía querer ocultar su obra; pero á una mirada suplicante é insistente del joven, mostró el objeto sobre que cosía.

La admiración de Luís fué extraordinaria. El objeto era un sombrerito calabrés, casi tan pequeño como las caperuzas del sastre juzgado por Sancho en la ínsula Barataría.

—Me entretengo —dijo la anciana, y dando un giro hábil á la conversación, añadió:— Nada me has dicho de lo que te ha sucedido hoy.

Las niñas miraron á Luís.

—¡Ah, mamá querida! dijo este, he sufrido más que nunca. Inútil ha sido la recomendación. El Ministro ha desechado mis pretensiones y sin darme tiempo para hablar se puso á conversar con unos mequetrefes petulantes que se reían de mí. Uno de ellos, al oir anunciar á M. Frappó, dijo, un inventor casi helado; si la ó fuera é, quedaba fresco. Hubiera vengado la burla, pero… No me atienden, madre mía; no encuentro quien me preste capital… nadie quien escuche mi invento y le estudie… Y sin embargo, es útil un aparato por el cual á larguísimas distancias puede oirse la voz de «socorro». Aunque los náufragos se hallen lejos de toda salvación, imposibilitados de todo auxilio, teniendo mi aparato, se hacen oir, mi aparato dice clara y distintamente las supremas palabras del peligro y esta palabra recorre leguas y leguas.

Luís hundió su cabeza entre las manos; luego, pensando que apenaba á su madre, volvióse á esta y le preguntó:

—Pero en fin, madre mía, ¿qué hacéis todos desde hace algunos días, que os veo trabajar con tal fervor?

—Hijo mió, juguetes para la fábrica cercana.

—¡Oh, queridas de mi corazón! Trabajáis por alimentarme, para que viva y sustente mi fe y no desmaye en mi propósito.

Luís abrazó á su madre; rodearon á esta sus hermanos, y en un momento apareció ese grupo solemne, augusto y tierno que forma un mutuo sentimiento de amor.

Pasado este instante, el niño dijo:

—Por eso te molestaba mi torno. Yo no soy como Dios, que hace los hombres de un soplo; á mí un bracito de madera me cuesta dos horas de trabajo.

—¿Cómo? ¿Y V., madre mía, hace los sombreros?

—Sí, y tus hermanas los vestidos; las cabezas de porcelana nos las dan en la fábrica… Ahora estamos haciendo un muñeco.

Al oir estas palabras se iluminó repentinamente el rostro del joven; sus ojos brillaron como estrellas, pues la inspiración, fuego del cielo, da á la mirada destellos de astro; una vivísima agitación pareció conmoverle, y sonriente y alegre exclamó:

—¡Estamos salvados! Mi aparato puede reducirse. En vez de decir ¡socorro! dirá ¡papá! ó ¡chacha! En vez de resonar en el Océano, sonará en lo interior de un muñeco. Para esto alcanza un pobre capital: haremos un pequeño empréstito. Soy mecánico que sirve para todo: yo haré un muñeco extraordinario; la caricatura de esos petimetres inútiles que me han insultado con su necia vanidad; el dinero que esto nos produzca, servirá para redimir á miles de hermanos nuestros en la esclavitud de la explotación en que gemimos, y más tarde, lo que habla en un muñeco, resonará en los mares. ¡Devuelvo la burla!

Así fué, en efecto; y como Minerva salió de punta en blanco de la cabeza de Júpiter, D. Dieguín nació de la cabeza del mecánico parisiense.

III

¡D. Dieguín! ¡Quién había de decirlo! Pues esto acontece en toda obra de arte; si la miráis con detenimiento veréis tras ella un proceso de dolores y trabajos que os avergonzará si la habéis despreciado.

Felizmente, no cabe otra consideración, porque seres humanos de la facha del muñeco van desapareciendo ya en los pueblos activos, inteligentes y libres… y si los hay ¡Dios los perdone!

Pintorín y Gorgorito

Á Marietita.

I

Un libróte majestuoso que pierde el equilibrio es cosa trágica.— Víctor Hugo.


¿Qué cantas? ¿Qué parloteas ahí en tu lengua? ¿Por qué mueves á un lado y otro tu cabecita como los pájaros prisioneros cuando á través de las rejas miran al cielo y adoran al sol? ¡Irreverente! En vez de contestarme, cubres con un sombrero el venerable busto de Cervantes. ¡El efecto! ¡Buscabas el efecto, y, verdaderamente, cualquiera diría que en esa cabeza de yeso va á aparecer una sonrisa!

¿Podré detenerte, diablillo? ¡Adiós! ya te apoderas de la cajita de obleas y las esparces por el suelo.

¿Buscabas otro efecto? Lindo es, en verdad, para ti; ese cuadro de alfombra está lleno de florecillas rojas, blancas y azules.

Imposible; no hay modo de llamarte al orden. ¡Cataplum! al suelo Platón, Rousseau, Santa Teresa, Cabanis, Voltaire, de Maistre, Darwin y Augusto Nicolás. ¡Querube hermoso, que das al traste con la torre de Babel de los sistemas humanos, hé ahí los grandes libros por el suelo, y tú te ries! Otro efecto.

Marietita, eres una artista.

Me miras con tus brillantes ojos.

¿Ista has dicho? Sí, una artista.

Esto no lo comprendes hoy, revolucionaria irreducible; pero voy á escribírtelo; hay correo para las distancias, y le hay para el tiempo; fechado esto hoy, que tiene V. cuatro años, lo recibirá V. cuando llegue á los diez.

¡Oh temible niña, ruidosa, vivaracha, encantadora, capitana de todo lo que importuna, de las moscas que zumban, de los pájaros que cantan, de los roedores que destruyen! Mi pensamiento, que apartas del frío estudio, es seducido por tus encantos. Voime contigo al paraíso de tu sonambulismo. ¡Todo esto que has derribado es fúnebre; compónese en gran parte de sueños tétricos; es el trabajo de existencias condenadas á la pesadilla de un combate grande, pero doloroso!

Tú eres algo más. Ven á mis brazos, revolotea, charla, envuélveme en el aire que agitan tus invisibles alas; atúrdeme con tus cantos, importúname con tu eterno preguntar; ven aquí, donde brillen tus cabellos al sol.

¿Y qué el sol?

—¿Qué?

¿Qué el sol?

—¡Ah! te entiendo; ese monísimo índice que señala el cielo, acaba de hacerme comprender; preguntas ¿qué es el sol?

—¡Oh Dios! ¡y cómo la contesto!

II

Un pájaro volando sobre el mar es el más bello de los contrastes que puede ofrecer la naturaleza. ¡Qué cosa tan inmensa! ¡Qué cosa tan pequeña! El uno tiene sus olas, el otro tiene sus alas; el uno brama y ruge, el otro pía y gorgea.— Ortega Munilla.


Marietita: yo tengo dos amigos, míralos: Pintorín y Gorgorito; ahí están en sus jáulas.

Pintorín alisa sus plumas con su pico de oro; vuelta su cabecita remueve las de sus alas, después óyese el raspar del pico sobre el palo, luégo se perciben sus rápidos saltos, ya en este palo ya en el otro; ora columpiándose voluptuosamente en la argolla, ora comiendo en la bandeja ó chapuzándose en el vaso. Su movilidad es tan ruidosa como el repiqueteo de un disco telegráfico.

Gorgorito contempla de vez en cuando el sol; parece que quiere salirse de su cárcel según lo que se aproxima á la parte de la jáula que da al jardín; su cabecita mira al cielo describiendo rápidamente una curva en su movimiento; ha pasado un pájaro libre, velocísimo, sobre su jáula; quizá le haya mirado con igual tristeza á la que siente una niña que tras los cristales, encerradita en casa, ve otras niñas allá en el prado jugando al corro.

Gorgorito, más juicioso, espónjase al sol, agita sus alas, mira al cielo y canta, en tanto los groseros gorriones, procaces y atrevidos, picotean en lo saliente de la bandeja el alpiste y los cañamones del artista.

Pintorín se ha criado en casa, mírale; no ha visto otra cosa que su jáula; es un comodón, come, se arregla, toma su baño, canta un poquito, duérmese temprano; en fin, á no ser tan amigo de saltar, sería el pájaro más formalote de la tierra. Si le preguntaran á él para qué quiere las alas, no sabría responder.

Pero ¡ay! la mañana es hermosa, el sol va mandando sus rayos primero á las bohardillas de enfrente, luego refleja en los cristales, por último extiende su luz por los cuadros del jardín. Gorgorito pía, preludia, suelta algunas notas, tal vez para probar su voz, y, por último, canta desatinado agitando vivamente su garganta y su pico y fijando sus ojos de granate en el hermoso cielo azul.

Gorgorito goza breve tiempo de alegría; entristécese, no come apenas, y del silencio más melancólico vuelve al canto más alborozado y locuaz. Gorgorito no es feliz.

No, Marietita, no lo es; fué infamemente robado por un aturdido muchachuelo que le vendió al primer comprador que halló; antes, Gorgorito, ¡quién sabe! tal vez gozara de una vida tan placentera, de una paz tan dulce, de una libertad tan envidiable…

Mírale; ha nacido para más que para cantar; con sus largas alas cruzaría el espacio.

Pintorín es un egoista, un holgazán; duerme, come, salta y nada ambiciona.

Gorgorito es el enamorado del sol.

Dios mío, ¿qué veo? la jáula vacía. Cierto.

Gorgorito estaba en su cárcel; ahora le mirábamos, y de pronto, en un subir y bajar de cabeza mío, en tanto dejaba de mirarle para mirarte, ha desaparecido.

Un relámpago, un suspiro, el rápido escintilar de un astro, el fugaz aparecer del pensamiento, podrían tan solo compararse á la pronta desaparición de nuestro amigo.

Nada se ve; pequeño, ocultaríase tras el lomo de un canal de los tejados de enfrente; ligero, puede alejarse leguas y leguas en un abrir y cerrar de ojos.

¡Ah! mírale, es aquel, sí, está aturdido, quizá se arrepienta, quizá vacile, quizá nos ame; mas no, vuela, vuela allá, se hace imperceptible. ¿Qué mirada puede perseguir ese puntito que se disipa y desaparece?

Allá va, bajo el dilatado cielo azul; agitando incansable sus leves alas, corta veloz los aires, atraviesa por cima de los campos, por cima de la tierra accidentada, de secos arbustos y ásperos pedregales, por la llanura rasgada de surcos de labor, y sobre los cuadros de heredades cuya diversidad de dibujo y diversidad de color recuerdan la capa remendada de un pobre.

Pasa hasta sobre las montañas más altas; vuela pertinaz, enardecido, lejos, muy lejos, por cima de campos, ríos, montes, cascadas, aldeas, ciudades, bosques y llanuras.

Mas, ¿qué es aquello? Una llanura sin fin, una franja azulada, ancha, una planicie inmensa. El mar.

¡Qué importa! El pajarillo vuela bajo la extensión de los cielos, sobre la extensión de los mares, aquel sér tan pequeñito, tan imperceptible, atrévese á volar y vuela.

La sombra cae; parece que el cielo y la mar se juntan. ¿Qué será del pobre pajarillo?

III

Para subir de frente á aquella altura inaccesible, es preciso ser alado.— El Abate Casti.


¿Ves, Marietita mía? ¿Quién puede seguir á Gorgorito?

Los pájaros no se han hecho para la jáula; apenas si el nido les puede sujetar; los pájaros como los niños de los pobres, apenas empiezan á vivir cuando se ven abandonados á sí mismos. La casa del pobre, como el nido del pájaro, tiene un fondo estrecho y una abertura ancha; los hijos de este vuelan por el espacio, los hijos de aquel escapan á la ventura; la cuna se vierte en el tugurio, y el hogar en la calle. ¡Ah, si el pobre tuviera alas!

Gorgorito, además, tenía una aspiración altísima: volar al sol. ¿Ves esta torre de libros que has derribado? Pues todos los que han escrito estos libros han tenido igual ambición que Gorgorito, la misma ambición que tú. Interrogar es querer volar.

Sí, volar; Marietita mía, déjame que arregle tus rizos de oro, y descubra tu blanquísima sien, y te bese; tu audaz pregunta me ha parecido un abrir de alas, tu despierta curiosidad, ¡quién sabe adonde ha de conducirte! Lejos, muy lejos, alto, muy alto, sin fatigarte jamás.


* * *


En el áspero y abrupto promontorio de peñascos, en la punta á que no puede subir nadie, me figuro descubrir á Gorgorito; allí reposa, no de su largo vuelo, tal vez de la emoción que le produce su huida; allá está en lo más alto.

Lo más cerca posible del sol.

¡Oh audacia de las alas!

Tú, con las tuyas, podrás elevarte más.

¡Oh potencia del pensamiento, altivo inquirir, curiosidad inaudita, augusta potestad!

El rey de nieve

Á Rosarito Labra.

I

Muy señora mía, de mi mayor consideración: Es necesario que abandone V. por un momento sus cacerolitas de hoja de lata, las faenas domésticas de su casa de muñecas; pare V. los traviesos piececillos (esos piececillos que zapateando por el severo despacho de papá, repiquetean en el pavimento de un modo tan vivo que semeja el redoble de un tamboril), y se ocupe de V. del tiempo frío que corre ó que nos obliga á correr en este Diciembre.

Ea, pues: un poquito de atención, que allá va un cuento blanco como la nieve que le inspira con su argentado esplendor, é inocente con esa inocencia de medio perfil que oculta del otro lado tantas picardigüelas, como pueda expresar una hermosa y alegre carita que yo me sé y V. conocerá por el espejo.

Sin más por hoy, diré que me coloco á sus piés, y no los beso porque asustaría con tal acción, pues sería mucho beso para cosa tan menuda, porque los dos piececillos juntos apenas hacen una almendra de tamaño regular. Suyo afectísimo, etc…

II

Se llevaban las gentes los enrojecidos dedos de la mano á la boca, con porfía de golosos, y bailaban como si tuvieran hormiguillo.

Nevaba á más y mejor.

Madrid se había dado polvos de arroz; los faroles habían aparecido con gorros de dormir; los árboles habían envejecido en una noche y tenían bigotes blancos y canas en la cabeza; el cielo parecía de nácar, con tornasoles amoratados; el suelo de plata, y toda perspectiva, por su mate trasparencia, un paisaje de pantalla.

Solo los pobres y los pájaros estaban tristes: aquellos, porque siempre terriblemente lo están, y estos, porque no hallaban punto donde fijarse. Volaban á la tierra y sentían en sus patitas el frío de la nieve; y ¡zás! al tejado; apenas se posaban en él, á otra parte, viéndose condenados á volar de aquí para allá.

Danzaban en el aire millones de puntitos blancos sobre el fondo oscuro del arbolado, negros sobre el fondo gris de las nubes.

Los buenos y laboriosos barrenderos pasaban las palas y las escobas por el suelo para afeitar las calles dadas de jabón.

En una plazoleta, desigual otras veces y llana entonces como la palma déla mano, se juntó una tumultuosa multitud de chicuelos, vocingleros, saltarines, con mofletes como manzanas, manos rojas de frío, carita alegre y corazón en retozo.

Iban y venían de uno á otro lado, formaban corrillo, parloteaban entre ellos, reñían y parecía que luego volvían todos en un mutuo acuerdo.

Estaban conspirando. Ni más ni menos.

Y como basta ser atrevido, procaz y pendenciero para que todo el mundo le tema á uno y le respete, digo que, sin duda por todo esto, nadie parecía fijarse en el corrillo, sin embargo de que todo el mundo temía á los que le formaban.

Su intento era temible, en efecto. Iban á crear y proclamar un Rey absoluto, un déspota, un tiranuelo.

Esto pasaba á la puerta del mercado. Un niño lanzó al suelo un pedrusco é hizo una bola de nieve, que creció considerablemente. Bien pronto los demás tuvieron que ayudar á mover y rodar aquella bola.

—¿Qué irán á hacer? —se decían los cargadores y vendedores que presenciaban la faena.

Bien pronto, una sobre otra, tuvieron tres grandes bolas, y con manos y tablas, apretándolas, diéronlas consistencia y gran proporción; los niños parecían, por el afán y el bullicio, los obreros de la torre de Babel.

Hundieron en la mitad de la última bola un ladrillo de modo que tres de los cuatro ángulos de este quedaron hincados en la bola y el otro partía de ella como una nariz roja por el frío en un rostro pálido y abotargado.

Indicaron los ojos con dos piedras, la boca con un madero corto horizontalmente colocado bajo el ladrillo, y luego de haber hecho nariz, ojos y boca, un travieso chicuelo, rompiendo por el fondo un gran cesto, colocó el cilindro de mimbres sobre la última bola y gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Viva el Rey de la plazuela!

No se atrevió á decir absoluto por miedo de que se tomara en serio su broma.

—¡Viva! —contestaron sus compañeros.

¡Ah, si los maestros y los padres que les esperaban en la escuela hubieran llegado, ya hubieran castigado las orejas de los rebeldes proclamadores de Reyes absolutos! Pero bueno estaba el tiempo para tomar con calor la broma de los niños; reinaba un desaliento y hacía un frío que la gente no estaba sino para gozar de la paz al amor de la lumbre.

El Rey absoluto estaba proclamado, asustando á las viejas, haciendo ladrar á los perros y provocando la risa de los despreocupados transeúntes, pocos por cierto. Una escoba hincada á un lado del monigote hacía de cetro. La escoba era el símbolo del poder; si se hubiera apoderado de ella un barrendero animoso, ¿qué hubiera durado su majestad Sorbete?

En un tiempo en que no se estilan Reyes al gusto de Rusia, causaba un efecto extraño aquel de mi cuento.

El cesto parecía una corona, la corona hace cabezas extrañas, ya esos Reyes coronados solo se ven en las comedias y en las barajas.

El nuestro aparecía como un formidable jigante, envuelto en un amplio manto de armiño sin martas, casi como en una sábana; era una estatua colosal desproporcionada, un fantasma-mamarracho, una efigie-caricatura.

Todo estaba en armonía relativa con aquel figurón: el suelo nevado, el cielo triste, soplaba el cierzo.

Quedó solo en la plazuela ridículo y terrible, con proporciones de montaña y apariencias de espanta-pájaros, el Rey del invierno.

Nadie transitaba por las calles, presas las aguas de las fuentes y los lagos por grillos de hielo; vistiendo los árboles la librea del sudario, rígidos y escuetos como el costillaje de un esqueleto; reinaba un silencio de muerte. La nieve que caía engordaba insensiblemente al monigote.

Colocado á la puerta del mercado, estorbaba á los vendedores y pensaron derribarle, inútil porfía, algunos de los niños que le habían fabricado intentaron destruirle; pero cuando pensaron hacerlo, como la nieve se había congelado y endurecido, todo el que intentaba subir sobre el Rey caía al suelo, con grave riesgo de romperse una costilla.

El partido realista disminuyó, y todos, chicos y grandes, deseaban derribar al reyezuelo. En la soledad quedó, en la soledad de la muerte, sobre un terreno cubierto de nieve, bajo un cielo gris, sin una planta en todo lo que podía alcanzar la mirada, sin un pájaro, ofreciendo todo un aspecto monótono, triste, lúgubre, aterrador; se creía que aquel monstruoso espantajo era culpable de cuanto ocurría, sin pensar en que esto no era sino una ilusión, menos aún, una superstición. ¡El era un resultado del tiempo y de la frivolidad impertinente de los chicos! Nada más.

Algunos obreros pensaron emplear palancas y palas, pero las manos se les helaban; encender hogueras, pero esto era aún más difícil, todos los combustibles estaban húmedos, y luego ¡dónde encontrarlos! Tuvieron que resignarse, aburridos á soportar aquella broma pesada…

El monarca era absoluto señor sostenido por el invierno, por la terrible estación del letargo y de la miseria.

¡Cuánto duraría aquel monote á la puerta del mercado! ¡Aquella cosa parecía, no solo algo sino alguien, y no solo alguien sino un Rey absoluto señor de todo!

III

Mas todo pasó.

Una mañanita clara y hermosa que se había descorrido el velo gris y lloraban agua los tejados, que los pájaros, escapados al desastre de la nieve, revoloteaban alegres y volvía el ruido á la ciudad y las gentes podían trabajar y se llenaban las calles de alborozo y se animaban por el movimiento, apareció el monstruoso monarca convertido en un montón informe… El sol le había destronado; no era posible que reinara en aquel espacio calentado por un sol que desgarraba con su fuego el sudario que había envuelto á los campos y á la ciudad, y en breve solo se vió en el sitio que había ocupado el Rey de nieve… una gran piedra… Era el corazón del titánico pelele. El cesto que le había servido de corona y nada más.

El Rey se había derretido… Eran otros los tiempos, porque cada cosa al suyo, y es imposible hacer Reyes de nieve en países de primavera. Su mismo cetro, de que se apoderó el pueblo, sirvió para barrerle.

Cosas del amor

Á Mariano Urrutia.

I

La señora de Vierzo no conocía al inquilino del segundo interior. El portero le había mostrado la habitación, el portero le entregó el contrato para que lo firmase, el portero cobraba las mensualidades del arriendo y con el portero se entendía en todo y por todo.

La señora de Vierzo no quería ni aun dejarse ver de los inquilinos de los cuartos interiores, y con los del exterior guardaba ceremonias y reservas; esta conducta entraba en los propósitos que, como dueña de la casa y como mujer ordenada y prudente, se había formado.

La amistad ó el trato con los inquilinos podía dar lugar á los abusos de estos.

Al inquilino del segundo interior, le sentía bajar todas las mañanas á la misma hora, oía golpe tras golpe sus pasos á través del tabique del oratorio, que daba á la escalera interior; esta exactitud, semejante á la que Magdalena guardaba poniéndose á rezar siempre á las cinco de la mañana en punto, hizo que preguntase al portero quién era el vecino que madrugaba tanto.

—Es el inquilino del segundo interior —replicaba el portero.

La ventana del oratorio tenía preciosas pinturas en los cristales, daba á un patio y caía enfrente y un poco más abajo de las ventanas del cuarto segundo interior; desde este se veía el órgano expresivo, la hermosa lámpara de plata, el reclinatorio de la señora y la mesa del altar, cubierta por una sabanilla blanca y bordada, y adornada de floreros de porcelana y candelabros de plata.

Desde el oratorio solo se veían los visillos de las ventanas del referido cuarto interior, recogidos á uno y otro lado por cintitas azules; eran dos: la del comedor y la de una alcoba estucada.

Doña Magdalena de Vierzo, como la llamaba el señor Lucas, el portero, jamás se asomaba á los patios: por la mañana leía ó cosía en el mirador de cristales que daba al jardín; el sol alegraba con sus rayos aquel lugar; una multitud de jilgueros y canarios presos en sus jáulas piaba y gorjeaba regocijada.

Era la señora de Vierzo una mujer entrada en años, gruesa, de rostro grave, afable á veces; vestía con severidad y elegancia, y desde la muerte de su marido vivía recogida, ocupándose en dirigir sus negocios terrenales y arreglar sus cuentas con el cielo, rindiendo devota el diario tributo de sus oraciones; reñía poco á los criados, y estaba siempre dominada por una íntima melancolía; no había tenido hijos, y su afecto estaba repartido entre los pajarillos del mirador, las flores del jardín, y tres ó cuatro perrillos de lanas, blancos y negros, que casi arrastrando sus barrigas seguían á la señora por toda la casa, tomaban el sol echados á sus piés en el mirador, ó acometían á las personas extrañas, dando ladridos agudos y amenazadores. Terry, Pinta, Morito y Caparuz.

II

El inquilino del segundo interior llamábase Mariano Lezo; era popularísimo en Madrid, sus dibujos habían acreditado su nombre.

Mariano contaba treinta años de edad, era alto, bien formado y de fisonomía inteligente. Ni esto ni su fama impedían que fuera desgraciado: era pobre, y tenía motivos más que sobrados para considerarse infeliz; á pesar de su fama, los dibujos-caricaturas (esta era su especialidad) no le producían mucho, y apenas si podía con esto y con lo que ganaba en un modesto empleo oficial, sacar adelante á su familia.

Vestía el mismo traje desde hacía más de dos años, no variando su ropa de invierno á verano si no en el paletot con que por el invierno se cubría; su sombrero estaba ya rugoso, el agua le endurecía, el polvo le daba un tinte gris, el sol hacía resaltar á la vista grietas y quebraduras; sus botas bebían tinta por no reírse, y á pesar de esto se reían: era, en fin, un sujeto de esos á los cuales suelen mirar con recelo los porteros al verlos entrar en la casa, y dudan si han de preguntarles ó no á qué cuarto se dirigen.

Madrugaba por traer la leche para el desayuno. Pasaba fuera de casa algunas horas del día, y jamás salía de noche.

Siempre inquieto, siempre triste, pero revelando en su fisonomía una bondad angelical.

En aquel estrecho cuartito segundo interior, compuesto de cuatro habitaciones y una cocina, se oían á veces risas, menudas pisadas y la alegre algarabía que suelen armar los niños: coro singular que responde al de los pajarillos.

Lo que no sabía la dueña de la casa era que el inquilino del segundo interior volvía á las seis y media con un jarrito y un papelón de bollos; abría la puerta, entraba en el gabinete, y allí era esperado por tres niños, de tres años y medio el mayor, y todos despiertos, sentaditos en una gran cama de matrimonio, charlando y jugando, le esperaban.

A aquel grupo le llamaba Mariano «La pollada».

En el fogoncillo de la cocina había ya encendido el fuego para calentar el café y la leche una mujercilla de nueve años. Mariano se había quedado viudo; aquella niña era hija de su mujer y hermana de uno de los niños por parte de padre y madre, hermana de los otros dos por parte de madre solamente: á Mariano le parecían iguales todos, todos eran sus hijos; él era la única persona que tenían en el mundo.

Conchita, Manolín, Juan y Federico.

El los calzaba, los vestía, los lavaba, los servía el desayuno; iban pasando sucesivamente á sus manos, y con la toalla mojada en agua de jabón les hacía la toilette, ya amagando reñir é impacientarse, ora dulcificando la voz, atendiendo á este, riñendo al otro, pronunciando discursos á todos; á veces sirviéndose de una política llena de promesas, á veces de otra preñada de amenazas: difícil gobierno.

Cuando los niños almorzaban, aquel hombre se vestía, y dando besos á todos y repitiendo mil advertencias á la mamá de nueve años, salía diciendo:

—Hasta luego ¿eh? seréis buenos ¿eh? —y partía.

A las once todos le recibían con los bracitos abiertos: de un figón cercano traíales el almuerzo un pinche y todos comían el pucherete, por las tardes Mariano al volver de la oficina, sacaba á toda su tropa á paseo.

A pesar de esto, no conocía la casera al inquilino del segundo interior.

—No diga usted á la dueña que tengo tantos chicuelos —había dicho Mariano al portero— cuando vea que no meten bulla… nos tolerará.

III

—¡Vaya! ¡vaya! es cosa singular, créame V. Creo que si no me da gana de asomarme á las ventanas del oratorio… jamás llego á verlos… pero me asomé y vi juntas sus cabecitas, apareciendo por la ventana del segundo… ¡la verdad, me chocó! temí que se me hubiera colado en la casa, lo que más temo, un colegio, y cuando me lo dijeron quedé asombrada. ¿Todos son de V.? —Preguntaba á Mariano la señora de Vierzo.

—Todos… es decir, dos eran hijos de mi pobre mujer. ¡Oh! señora, me veo y me deseo con ellos —dijo el pintor, á quien miraban recelosos y envidiosos los perritos de la señora, y á quien parecían animar con su bullicioso gorjeo los pajarillos del mirador.

—Sí, señora, me veo y me deseo. No había de echarlos á un Hospicio, ni había de meter en casa mujer alguna, de la que me enamoricase, que los pegara y los hiciera vivir en un infierno. Al principio temía dejarlos solos… pero luego me he ido acostumbrando; les dejo solos pocas horas, vuelvo por la noche, juego con ellos, les pinto figuritas; y jugando les enseño á leer y á escribir… me divierto, señora, me divierto. Tienen ocurrencias peregrinas… Son vivos y listos; si esta casa hubiera tenido un estudio, tal vez yo no tuviera necesidad del empleo… pero… Dios dirá. A no haberme dicho el portero que si quería que retocase uno de los cuadros del oratorio, y á no haber V. visto á los niños, quizá no sabría V. aún que tenía tan malos inquilinos.

—¡Dios mío! ¡Pobrecitos! —exclamó con bondadoso acento Magdalena.— ¡Pobrecitos! No los deje V. solos; que bajen al jardín, yo los veré desde aquí… Después de todo, hago una vida tan triste, Sr. Lezo, que esto me alegrará. Vivo en el tedio de un egoismo obligatorio; que vengan, Sr. Lezo, que vengan.

—Señora, tanta bondad…

No había que decir más; Magdalena les quería ver en el jardín; comerían con ella algunos días, y hasta en la casa podría coserles alguna cosilla la costurera; hacíale reir grandemente á la señora la idea de que un hombre hubiera de vestir y arreglar á unos niños. ¡Qué lances tan chistosos ocurrirían con este motivo!

—Nada, Sr. Lezo, dígales V. que aquí les aguarda una amiguita, que verán unos pájaros… el diantre es que estos picaros perros no están acostumbrados á ver niños… pero como estarán á mi vista, no hay miedo.

—Señora, voy por los niños —dijo Mariano, loco de contento.

IV

A los tres meses, la niña y dos de los niños vivían con la señora; el mayorcito acompañaba á Mariano á dormir en el segundo interior; Magdalena estaba cambiada, parecía sentirse más ágil, más sana, más entretenida y gozosa; poco á poco los niños fueron pasando de protegidos y amigos á sobrinitos ó poco menos.

Los perros correteaban gozosos por los pasillos y el jardín tras los niños; tenían estos una institutriz, y estaban vestidos como hijos de un gran señor.

Había sido aquello una invasión de locos que trastornaba el silencio, el triste y solemne aspecto de la casa, alborotando á los canarios, excitando á los perrillos y á una vieja cotorra, antes el ídolo de Magdalena.

Una tarde, Mariano, que acababa de entregar á la señora la cantidad que le habían dado por un cuadrito, y que con otras iba á la hucha de los niños, decía animado, que contando con la protección de tan buena amiga, creía poder asegurar el porvenir de los niños… pronto… podría marchar á Roma.

—¡Amigo mío! Es V. más niño que los niños —decía Magdalena.— Cuenta V. con su arte para tanto… no quiero rebajar el mérito de V., soy la primera en reconocerlo; pero la victoria es costosa, y no podemos exponer nuestros niños á esa tan insegura fortuna. Va V. á echarse á reir… pero, en fin, lo he pensado bien; antes de marcharse, cásese V…

—¿Casarme? ¿Cómo, señora, y con quién? —preguntó asombrado Mariano.

—Conmigo. Así podré ser útil á mis herederos; seré madre de todos.

—¡Oh!… Vale V. tanto como la mía, tanto como mi madre, —exclamó Mariano.

V

Cierto; Mariano se había casado con una vieja. ¡Loca codicia, ridículo maridaje, á tal extremo conduce la pobreza! Todos sus camaradas censuraban el hecho; pero cuando Mariano se despedía de ellos, en el momento de partir el tren que había de llevarle á Barcelona, y de allí á Italia, les decía:

—Son misterios difíciles de descifrar. ¡Cosas del amor! —Y pensaba para sí:— Del amor de una santa mujer y un pobre diablo á unos ángeles de Dios.

Saragüete de los ratones

I

¡Vaya una despensa que habitaba no hace mucho, una familia de ratones!

De Jauja puede uno reirse pensando en tan provisto lugar; allí había perniles, chorizos y uvas pendientes del techo; grandes cajas de jalea, un número prodigioso de quesos manchegos, y galletas, y pastas que no había más que pedir.

Formadas en hilera, lustrosas y relucientes, veíase un batallón de botellas, con morriones plateados las del Champagne, etiquetas doradas y elegantes por bandas y petos, con monteras de oro las que contenían vinos generosos, y bonetes encarnados las del vino de mesa; y tan soberbia legión parecía por su esbelta presencia dispuesta á llevar á cabo los más gloriosos finales de un banquete.

Con decir que en aquella despensa no faltaba ni mazapán, ni turrón, que había sacas de azúcar, y que de vez en cuando se guardaba en ella algún que otro pastelón, hemos dicho lo bastante para comprender la sabiduría que el viejo patriarca de una familia de ratones tuvo al elegir por morada lugar de tal abundancia y riqueza.

Sí, señor; allí se habían bonitamente colocado, abriendo un agujero por detrás de una panzuda olla de manteca, toda una familia de ratones, padre, madre, hijos y parientes políticos.

El lugar era á propósito; pintábase en el suelo de la semi-oscura despensa un disco de luz que parecía una luna llena; pero sí que los ratones eran tontos; desde luego comprendieron que aquel redondel luminoso no era, ni mucho menos, la luna, sino la luz que penetraba por una gatera; ergo había gato en la casa; de aquí la necesidad de andarse con precaución.

¡Qué fortuna haber hallado lugar tan espléndido! No carecía de peligros; pero, ¿qué riqueza se encuentra sin graves riesgos? ¿qué tesoro sin miedo y sobresaltos?

El viejo ratón lo inspeccionó todo antes de permitir que saliera á recorrer sus posesiones su codiciosa familia.

Precaución hijitos, les decía, mucha precaución; hay gatera; puede existir sin que exista gato en la casa; yo, en mi larga vida, he observado que sucede esto algunas veces; pero difícil es que nuestro enemigo, adulador y egoísta, no haya, encontrado colocación en casa de tanta abundancia; bueno es él para vivir lejos de donde se coma bien y se viva descansado.

La madre pasaba su hocico temblorosa por los hociquillos de sus hijuelos que la estrechaban. Una vez se había hallado ella delante de un horrible gato, del cual milagrosamente había podido escapar, y el recuerdo la aterraba.

Prudentes y precavidos anduvieron durante la primer semana; no se atrevían á recoger sino miguitas, ni á roer sino cortezas; recogíanse temprano, y en cuanto sentían el más leve ruido huían despavoridos.

Al cabo de algunos días pasóseles el miedo; la puerta de la despensa se abría de tarde en tarde; el gato ni por curiosidad había penetrado, de lo cual se dedujo que no debía existir gato alguno en la casa; no tenían vecindad; solamente allá, en el techo, una miserable araña vivía preocupada en su telar, sin apercibirse siquiera de la presencia de los ratones, y todo esto unido á la codicia que despertaba la riqueza, les hizo pronto olvidar sus primeros temores.

¡Qué vida se dieron! Apenas podían moverse de gordos; corrían y danzaban llenos de alegría, y estaban del mejor humor posible.

Ya por fin pensaron en lo que suelen pensar todos los poderosos: en hacer ostentación de sus riquezas y gozar provocando la admiración de los demás.

—Es preciso dar un sarao; invitaremos á Roe-cuero y á su familia, á Tritura-grano y la suya, á todos nuestros vecinos del sótano y, en fin, tú formarás la lista, —dijo el viejo ratón á su compañera.

—Corriente, —contestó la ratoncita;— pero antes debemos hacer un ensayo, no sea que pasemos por ratones de poco trato; esta despensa nos es conocida; pero debemos antes disponer todo de manera que comprendan nuestros convidados que sabemos preparar un banquete.

—Yo, —dijo un ratoncito de la familia,— tengo un talento privilegiado para descubrir el dulce; ya me sé yo dónde hay unas excelentes cajas que manducar.

—Yo distingo las especies de quesos, y no se servirá sino el más delicado, —añadió un segundo ratón.

—Pues lo que es á mí nadie me gana á horadar un saco y hacer que de él caiga un chorrito de azúcar de modo que parezca nuestro banquete fiesta de príncipes donde se dejarán correr fuentes de leche.

Cada uno fué dando pruebas de su talento y ofreciendo para la fiesta su especial inteligencia ratonil.

—Perfectamente, —añadió uno;— todo estará muy bien; pero sería útil que en una reunión de familia, á manera de ensayo, simuláramos el baile y el convite, teniendo entre nosotros al sabio Roe-libros, aquel ratón que no podíamos entender, que nos hablaba de golosinas desconocidas, y que toda su vida la ha pasado comiendo sabiduría.

—Sea, —dijeron casi todos.

Uno solamente, moviendo el hocico de un modo particular, atrevióse á rechazar la idea.

—Un ratón fino —decía él,— se sabe mejor que otro alguno proporcionar por sí mismo su alimento y librarse de los peligros. ¿Qué hay mejor que nuestros dientes para distinguir lo bueno de lo malo?

Decidieron, no obstante, llamar á Roe-libros.

Pocos momentos después se hallaba entre ellos un ratón flaco, de ojos envidiosos é hipócritas, receloso en su mirar y tardo en su paso.

—No huele aquí muy bien, —dijo al entrar; pocos papeles se hallarán en este sitio.

¡Ah pobres ratoncitos! ¿á qué se atrevían? ¿á celebrar una fiesta? ¡No les quedaba nada que oír de boca del sabio! ¿Tenían buenos tomos? ¿Había algún Plutarco en pergamino? ¿Qué repuesto de cola y engrudo había en su despensa? A él nada podía asombrarle; había roído á Cicerón, Séneca, las Pandectas, y se estaba merendando un Quinto Curcio de lo más sabroso.

Bendito Dios, y qué á oscuras quedaban los pobres ratoncitos oyendo á Roe-libros; en vano le mostraron del mejor queso, de la más delicada azúcar, del más rico tocino porciones que bastaran á satisfacer al ratón más hambriento.

¡Ah, lo que son los sabios! A Roe-libros nada le complacía, y el saragüete dado en su honor parecióle del peor gusto.

No se fijaban los ratón cilios, tal era su sencillez y tan grande su modestia, no se fijaban digo, en que aquel ratón tenía el gusto pervertido y en que su paladar se hallaba acostumbrado tan solo al papel, al engrudo y á la cola.

Así es que no se atrevía el ratoncito hábil para descubrir el dulce á lucir su habilidad, ni los demás intentaron lucir las suyas.

Nada, absolutamente, le agradó; seguía pronunciando nombres de alimentos raros y dándose tono de crítico y censurando cuanto intentaban en su honor hacer los amables individuos de aquella distinguida familia.

Muy descuidados se hallaban oyendo al crítico, cuando por la gatera arrojaron al fondo de la despensa un envoltorio de papel. Asustóles el ruido; mas pronto se apercibieron de que no era otra cosa que una nueva golosina.

—¡Papel! —dijo el sabio.

Y se arrojó al envoltorio.

No bien muerde un trozo, cuando se estremece, se hincha su barriga, y cae muerto con dolorosas convulsiones. Allí quedó el cadáver del roedor pedante.

—Huyeron despavoridos los demás ratoncillos, diciendo:

—¡Diablo! ¡Si este es el único alimento apetecible y el único por él conocido, puedo reirme de la ciencia del pobre Roe-libros!

¡A qué peligros no se vieron después expuestos! Pero su instinto les hizo desconfiar de los papeles y de todo; diéronse buena vida, obrando con cautela y no atendiendo sino á los consejos que les daba la sabia experiencia.

En el trozo de periódico que envenenó á Roe-libros se leía el título de un artículo que decía en letras gordas:

Dedicado á un crítico.

Las estatuas vivas

I

Cuadra tan bien que á ciertos días se les llame tristes, que triste llamaremos aquel en que comienza el primer suceso de nuestro relato. Amontonáronse por el Oriente nubes parduzcas que velaron, al extenderse, entoldando el espacio, la luz del sol, y tan débil hubo de ser el calor, que rara vez descendió por las grietas de nubes en pálidos rayos, que no pudo servir sino para hacer más viva la ingrata sensación producida por el cierzo frío.

Parecían grises las blancas tapias de las casitas diseminadas acá y acullá, entre Madrid y el pueblecillo de la Guindalera; oscuros todos los campos, lo mismo aquellos en que verdeaban ya las puntitas del trigo, primicias de la siembra, como los otros en que aún amarilleaban las últimas huellas ó rastrojos de la pasada recolección; así las tierras aradas recientemente, como las alzadas para dejarlas de barbecho; el terreno rojizo arcilloso, que aquellos en los que pudiera encontrar el ganado el pasto otoñal; manchas negras eran las alamedas y bosquecillos, y borrosos los montes lejanos, como la gran masa de edificios en que se mostraba á los ojos el extenso Madrid. Todo se daba en un monótono claro-oscuro, y á todo faltaba la magia del color.

De una de las casas más apartadas del citado pueblecillo salía, dirigiéndose á este, un chicuelo sucio, pobremente vestido, peor calzado, royendo con los dientes un mendrugo, que, por lo duro, era difícil roer. Pendiente de un cordón cruzado á pecho y espalda, llevaba una bolsa en forma de cartera. La tal bolsa-taleguillo había sido hecha de dos pedazos de alfombra vieja; en ella guardaba algunos librejos medio deshechos, que tenía rajados y destrozados los cartones de la pasta, arrolladas y sucias las puntas de las hojas, y la mayor parte desprendidas del cosido y rotas. El chicuelo iba á la escuela.

A lo lejos, veíanse dos hombres con el cuerpo doblado á la tierra, trabajando en ella; multitud de manchas cenicientas se divisaban más allá, en medio de un campo; era un rebaño. Del pueblo venían uno tras otro por el sendero, en dirección contraria á la que el niño llevaba, una mujer cargada con un gran canasto de verduras, sin duda, y un obrero, con su chaquetón sobre la blusa y en la mano derecha una bolsita, en la que llevaría sin duda su pobre almuerzo.

El niño tenía el rostro amoratado por el frío, y en sus ojos había una marcada expresión de atontamiento. No se hubiera esperado de él, al verle, gran despejo de inteligencia, seguía automáticamente su camino.

El hombre y la mujer pasaron. Tras el hombre iba un perrillo; esto fué lo único á que prestó atención el niño.

El perro se le había acercado como para reconocerle olfateando; había tenido el atrevimiento de aplicar el hociquillo á los calzones del chico, y produciendo un ruido semejante á leve estornudo, lanzóse á todo correr tras el obrero.

El niño había puesto en resguardo su pedazo de pan, temiendo una acometida de aquel animalejo, que podía ser un perrillo hambriento y ratero.

Tal vez, si aquel día hubiese sido un día de cielo despejado á sol descubierto, el niño no habría ido á la escuela; las novilladas eran aún tentadoras; vivían algunos insectos que perseguir, y todavía se podían cazar, además, algunos pajarillos como en la primavera; pero en día como aquél, ofrecíase la escuela cual un lugar de abrigo, aun á riesgo de pasar largas horas en la monotonía y el martirio de un encierro.

¡Oh, si la escuela tuviera atractivo para esas pequeñas almas ávidas de luz y de alegría!

De pronto el niño se detuvo; en medio del sendero había un papel casi totalmente blanco y muy bien encuadrado; acercóse, lo tomó, y vió que era un sobre cerrado; era una carta; leyó con gran dificultad el sobre:

«Al Sr. D. Plácido Marcial.» —¡Es para el Oso! —exclamó; entonces cayó en la cuenta de que la mujer que había pasado junto á él debía de ser la criada de D. Plácido; un señor que habitaba uno de los hotelitos más próximos al pueblo. La criada volvía de hacer su compra en este y de recoger el correo de su señor, que el peatón cartero solía dejar en el estanco: la pobre vieja había perdido una carta, por lo menos.

El chico entonces pensó dar alcance á la anciana; pero ya había desaparecido, había entrado en la casa…

El niño pareció meditar un momento, al cabo del cual se dijo:

—Me dará el Oso algunos cuartos —y echó á correr con la carta en dirección al hotel de D. Plácido, á quien todo el mundo llamaba el Oso, sin duda por el retraimiento en que vivía.

II

—¿Quién diablos ha dejado entrar á este muñeco aquí? ¿Qué te duele, pillete? Has visto la puerta entornada, empujaste, y aquí me cuelo. ¡Si vieras lo que me gustan á mí los nenes! ¡Largo!

Esto decía con aire imperioso al niño, un hombre de barba corrida, blusa oscura, fisonomía enérgica, cabello un tanto encanecido y voz llena de bajo profundo.

El niño estaba temblando de espanto. Razón tenía para llamar el Oso á aquel señor, que le miraba con ojos tan fieros y parecía que iba á solfearle con una disparada de mojicones.

—¿Quién eres tú, bigardo?

—Soy —y el niño dijo una palabra tan fundida en un aliento, mejor dicho, tan mezclada á un temeroso quejido, que no pudo el hombre oirlo… ni oyera el cuello de la camisa del pequeño.

El hombre se dulcificó cuanto era posible, dado su genio brusco y su natural aspereza. Aquellos ojuelos, que le miraban demandando piedad, aquella carita estirada por el miedo, aquel pobre atavío… le impresionaron, y en tono menos fuerte, y así como con un acento que daba á su pregunta una inflexión de tolerancia, volvió á preguntarle:

—Vamos, di: ¿quién eres, rapazuelo?

—Mariano.

—¿Mariano qué?

—Mariano… y traigo una carta de V.

—¿Cómo? ¿Que traes una carta mía, ó una carta para mí? ¿Qué diablos dices? ¿A ver?

—Eso…

—¿Eso qué?… ¡Eres un leño de torpe!…

—El niño, temblando aún más, sacó de su pecho la carta y alargósela á D. Plácido. Tan violento fué el ademán que este hiciera para tomarla, que Marianillo retrocedió por un vivo movimiento de espanto, ¡creyó que sobre él iba á descargar un golpe el feroz caballero!… Este, al notarlo, se echó á reir sin poderlo remediar. Después, su rostro, medio oscurecido por el cabello, que caía en desorden sobre la frente y por la pobladísima barba, marcáronse rápidas las más contrarias expresiones: primero, extrañeza; no llegó á dibujarse bien esta, cuando tal vez al inferir rápidamente que el niño había encontrado perdida la carta, se manifestó la cólera; luégo trocóse la cólera en viva curiosidad al comenzar á leer los primeros renglones, marcándose, por último, de un modo exagerado, el ceño más oscuro y adusto.

Marianillo miraba con espanto aquel rostro de tantos cambiantes, punto donde parecían haberse dado cita todos los gestos posibles.

Mas pronto le distrajo el sitio donde se hallaba; ¡qué lugar tan extraordinario aquel! Por lo alto parecía una iglesia, por lo destartalado un almacén; y lo que más excitaba el asombro del niño, era una multitud de grandes estatuas de mármol de gran talla y en terribles actitudes, desnudas como gimnastas, con los brazos levantados en ademanes amenazadores unas, otras tendidas como hombres moribundos y mortalmente heridos. Luego notó que en el suelo reinaba atroz desbarajuste: objetos de hierro, mazos, redules de madera, pedazos de piedra, un gran montón de barro, cosas todas nunca vistas en un salón tan hermoso… El niño comprendió que aquello debiera ser un taller de marmolista. Tal sería el oficio del caballero; lo que más provocó la atención del niño fué una gran piedra, en la cual había escultado un pie formidable; parecía que en ella había un gigante hundido, que no había logrado sacar del duro peñasco sino el enorme pie.

Para el niño un escultor era un marmolista, y no cabía duda, D. Plácido era un marmolista. El escultor, en tanto, volvió á dar miedo al muchacho; paseando desatentado y furioso, estrujaba la carta, hablaba en alta voz, tiraba al suelo cuanto cogía un momento en sus manos; vociferaba contra la anciana, descuidada y torpe, que perdía las cartas á lo mejor, y luego hablaba de multitud de cosas á la vez.

—¡Envidiosos! —exclamó…— ¡Dichosa exposición!… ¡Necios! —Sin duda se refería á lo que en la carta había leído; mas luego encaróse con el muchacho, el cual, temeroso, deseaba escapar de allí; miró fijamente al niño, como pensando en hacer con él alguna maldad, que no otra cosa creía el pobre Marianillo:

—Mira —le dijo— ¿ves esta mano? Pues tela sentaré si no… ¡Vaya, bestia!… ¿ahora te me echas á llorar? Borrico, ¿tú crees que voy á pegarte?… ¡Bueno va!… Te digo que si no le das esto á tu madre, si lo pierdes, te solfearé: ¿lo entiendes? —y alargó al chico una moneda de dos pesetas.

—Sí señor —murmuró entre lágrimas el niño.

—¿Tienes madre?… ¿Qué es tu madre?

—Lavandera, señorito.

—Bien, hombre… ¡No me llores más! ¿No le dará vergüenza de llorar al muy?… ¿Tienes hermanos?

—Sí, señorito, una hermana más pequeña. Madre no quiere que vaya á la escuela cuando hace frío…

—¿Y padre?

—Murió, cayó allá del andamio de una obra… hace no sé cuánto; el año este no, ni el otro; el otro.

La vocecilla dulce del niño ejercía, sin duda, gran influjo en la salvaje naturaleza de D. Plácido: sin abandonar este su tono acostumbrado, fué haciendo al niño preguntas acerca de la madre, de cómo y cuándo había el pequeño encontrado la carta… hasta le preguntó algo referente á la escuela y á lo que en ella aprendía; el niño se vió obligado á contestar pronto y bien, por temor de irritar al caballero si no lo hacía con acierto. D. Plácido, al fijarse en la ropa pobrísima del niño, pareció encolerizarse de nuevo contra él, como si fuera culpable de su pobreza; luego le encargó que fuese á llamar á su madre; lavaría la ropa de la casa y ayudaría á su criada, «que cada día era más sorda y más bestia,» según el escultor repetía mil veces; y por último, llamó á la anciana, la mandó traer pantalones, chalecos, casacas, ropas viejas, pero en buen estado y de magnífico paño; hizo un lío y se le dió al muchacho para que su madre hiciese algo de todo aquello, y luego dióle un duro, y luego un empellón, y un «anda vete, cernícalo!»

Más contento que unas pascuas largóse con su dinerillo y su carga el muchacho, en tanto el furibundo y ceñudo artista decía con acento terrible á su criada:

—Por ser V. tan animal, ya se me cuela gente en casa…

—No haya miedo que vuelva, señor… No volverá á entrar.

—¡Otra barbaridad!… ¡Siempre toman ustedes las cosas por el forro!… ¡Bestias, más que bestias! ¡Estoy desesperado!

III

No era la placidez la cualidad de D. Plácido; más bien como castigo por dón, era tempestuoso; ya entrado en años, de vida laboriosa y temperamento ardiente para el trabajo, no se había ocupado de otra cosa sino de trabajar constantemente; muy joven aún perdió á su padre, cuando ya comenzaba á lograr como escultor fama y dinero; perdió á su madre, que fué seguramente el sér adorado por él; se casó, no tuvo hijos y vio morir á su esposa, á quien amó extraordinariamente. Duro para ejecutar, osado en concebir, franco hasta ser áspero, impresionable y apasionado á punto de que era impetuoso é impaciente; bebedor y fumador. Parecía malo, y por tal pasaba. Había ganado mucho dinero, y vivía retraído, oscuro y huraño; la mayor parte de los hombres eran para él autómatas, por lo adocenados é insensibles; ¡si hubiera podido hacer de sus formidables y miguelangelescas estatuas una nueva raza!… Como artista, había ido perdiendo la grandiosidad y haciendo que esta se trocase en extravagancia; daba excesiva robustez á las formas, y sobre todo, exagerado alarde á la aparente movilidad que determinaban las actitudes de sus estatuas.

Por esto le había enojado la carta que le entregara Marianillo; en ella un amigo tenía la franqueza de señalar los defectos de la obra presentada por D. Plácido en la Exposición de París…

No le comprendían; él quería marcar en sus estatuas aquel punto que en el sér vivo se da; el movimiento cuando se inicia y antes que á la vista se cumpla; quería fijar la primera imperceptible vibración de la fuerza vital á impulso de la voluntad… Deseaba hacer las estatuas, no solo plásticamente reales… sino vivas.

¿Quiénes ignoran que los más extremados delirios del pensamiento suelen tener raíces en lo más hondo del corazón? Aquel pobre escultor hubiera dado glorias y triunfos, sus obras todas por un hijo; trocóse en delirio su pena, y tomaba á sus creaciones, á las piedras que labraba, un afecto paternal; dábales forma, luego expresión… y luego ¡si les hubiera podido dar vida! No paraba en su camino tras lo perfecto, al buen diseño, á la cumplida forma, á la actitud académica, la movilidad, y luego la sensibilidad, y luego una suprema perfección, aun á ser posible… ¡el pensamiento!

¡Á bien que la forma resulta artificiosa sin la actitud, esta fría sin la expresión!… Hallábase loco, pero de las manías más dignas de compasión; era que se mostraba deforme por el exagerado y constante esfuerzo de una facultad, la fantasía, elemento poderoso de las artes; era que como la vejez agranda las promesas y empequeñece los medios para el logro, le engañaba la última mirada en el camino de la vida… engaño que origina el despecho ó el arrepentimiento! El hombre no emplea sino parcialmente su actividad; el todo verdad, bien y belleza, son la armonía, la perfección, la meta imposible para el arte, la producción constante de la naturaleza.

IV

La madre de Marianillo era una mujer de treinta años, aviejada por el trabajo; siempre mostraba en su cara humilde y atractiva sonrisa; de esta había hecho una constante expresión, por la cual parecía pedir y esperar de todos el bien para sus hijos; en aquella fisonomía vulgar había aquel luciente rasgo de belleza, como si la máscara deforme que le habían dado los años y los dolores hubiese sido hermoseada por la maternidad con la gracia más conmovedora. Hacía un mes que se hallaba aquella mujer en casa del escultor; había conquistado el afecto de la vieja y celosa criada; lavaba, fregaba los suelos y prestaba multitud de servicios rudos y útiles.

Se había acostumbrado á los constantes reproches, al malísimo humor del señor, como esas aves de los trópicos que viven en regiones tempestuosas y entre los terribles estruendos de las tempestades prosigen tranquilas su canto dulce, entonado en lo más escondido de los bosques.

Guardóse muy bien la madre de llevar allí sus hijos; pero el fiero D. Plácido una mañana comenzó á regañar. La buena mujer hacía las cosas demasiado deprisa, sin duda inquietada por la impaciencia de ver á sus hijos; para evitar esto, llegó el señor á permitir que fueran allí; poco después los dos pequeñuelos se hallaban en el jardín, pero tímidos y recelosos; no se movían del punto donde su madre lavaba en una ancha tina. Un día, con unas pajuelas, tomaban del jabonado gris del agua sorbos que luego despedían en esferas diáfanas irisadas, leves globos lindísimos que elevándose se rompían en lo alto. La niña, con sus ojillos azules, seguía encantada las bolas de jabón; echaba atrás su cabeza, cayendo sus rizos blondos á la espalda, mostraba su graciosa frentecilla, entreabierta su boca de carmín… era un rostro alegre y encantador… el escultor la miraba desde sus ventanas; sintió un movimiento de ternura y una complacencia inexplicable; tiró vivamente su pipa al suelo, y exclamó:

—¡Que suban los pequeños! ¡No parece sino que yo me como los chicos crudos! ¡Qué gentes más bestias!

Estaba vencido. Desde entonces fué para ellos un gran amigo; guardaba para el pequeño su aspereza habitual, pero la niña llegó á ser su idolatría; bien pronto el niño dominó también. Pensó en vestirlos, dió habitación á la madre y á los niños; luego, de servidores pasaron á ser casi los dueños… D. Plácido sentíase alegre, á veces cantaba en su taller, corría con los chicuelos en el jardín. Pensó seriamente en darlos educación. La niña sería una señorita: ¿por qué no? él había querido dar vida á los mármoles: ¿por qué no dársela á aquellas criaturas incultas, tan torpes como topos si la educación no les dotaba de la energía vital del pensamiento y de la fuerza divina del corazón?

Dos años después, el pobre escultor fué víctima del mayor infortunio; había comenzado por sentir dolores en todas sus articulaciones, y un día quedó sin poderse mover; una parálisis le dejó inmóvil, casi inanimado como sus estatuas; no podía darse peor tormento al que siempre había querido trasmitir la movilidad á lo inerte… En un gran sillón de ruedas conducíanle de una á otra habitación, le bajaban al jardín á las horas de sol; Marianillo, ya fuerte como un hombre, impulsaba el carricoche; Gloria le daba de comer, como un pájaro á sus hijuelos, según decía tartamudeando el pobre enfermo. Miraba extasiado á los dos jóvenes: ¡qué vida, qué gratitud, qué risas tan dulces le prodigaban, qué miradas tan tiernas!… No záfios, como cuando entraron, ni recelosos, sino entrañables, confiados, dotados de la vida más rica y vigorosa… ¡Eran las estatuas vivas que él había animado… su última obra!

¡Ay, tarde de hermoso cielo, teñido de fulgores rojo vivo, rosa brillante, oro lucentísimo, en los que fijos quedaron los ojos del escultor; brisas que con sus perfumes arrebataron el último suspiro del artista… no será olvidada!

V

Los jóvenes Srta. Doña Gloria y D. Mariano Martín, habían conquistado por oposición las plazas de maestros de párvulos de una escuela sistema Frœbel… De una parte, multitud de niños, llenando de rumores el jardín, bullían alegres; de otra, los ancianos senadores de grave aspecto abrían aquel paraíso de luz á las inteligencias de los niños en nombre de nuestra madre España.

—¡Oh, si nos viera D. Plácido! —se decían los hermanos— ¡si nos viera madre!…

—Al lado del busto de Frœbel pondremos el de nuestro protector. ¡Estas sí que son estatuas vivas para nosotros: escultamos las inteligencias que han de hacer hombres ilustres, cuyas almas darán vida eterna á los mármoles!

Una chispa de la fragua

Dedicado a Armando Palacio Valdés.

I

¡Qué guapa se ha puesto Carmencilla, la hija del maestro carpintero! —exclamó un viejo que se hallaba sentado junta á una tapia tomando el sol, envuelto en un sucio capote gris, los piés abrigados por unas zapatillas negras de forro amarillo y la cabeza cubierta por un gorro de terciopelo verdoso.

En tanto Carmencilla, con menudo paso, se dirigía al obrador, y el viejo íbala siguiendo con la vista embobado y sonriente, como si hubiese de robar con la mirada algo de aquella juventud para su débil corazón.

—La verdad es que Carmencilla es de lo mejorcito del barrio —replicó una castañera que cerca del viejo había puesto sus bártulos, y movía de continuo el pucherete en que chisporroteaba al hornillo la golosina de los chicos, caliente y sabrosa.

En esto, una mocita llamada Maricuela atajó á los que hablaban, diciendo con pique y encoraginada:

—No sé qué vale la Carmuncha; ¿qué tiene de particular? Nada. Si parece una muñeca de real y medio.

La tal Maricuela tenía un rostro enjuto y pequeño, pero en él ya la envidia había puesto sus tintas lívidas, el despecho sus rasgos ásperos y la malicia sus perfiles agudos.

—Calla, que te come el gusano —dijo la castañera; le tienes en el cuerpo y no te deja vivir.

—No —replicó el viejo— ya se la ha comido. ¡No he visto criatura más envidiosa!

Lo cierto era que, en bien ó en mal, todos se ocupaban de Carmencilla; como que se hallaba en esa edad en que las muchachas son aún un poco niñas y ya son algo mujeres. En las muchachas, como en las flores, la hermosura primera, al parecer, copia á la aurora; vése un fulgor instantáneo, que precede á la explosión de mil deslumbrantes destellos.

Carmencilla tenía la risa de la infancia en los labios, y en los ojos la pudorosa gravedad de la mujer.

Alguien nos ha contado que esa gran fuerza que todo lo renueva, por todo circula constantemente, y que por esto se abren los capullos y de ellos escapan millares de mariposas, que antes fueron negros gusanos y tuvo el capullo como resorte y sorpresas de cubilete por magia singular; no miento si aseguro que de los verdes y de los rojos, de los prolongados ó de los redondos botones estallan las corolas, y que la savia remoza los árboles viejos, y por fin, que algo de esta energía, algo de este efluvio bajó á Carmencilla y detúvola en su corretear de niña, dejándola en un delicioso asombro y sorprendida, como quedaría un pájaro que se sintiese transformar en ángel.

Carmencilla había pasado antes por dos épocas bien extrañas. En una, los vestidos veníanle siempre cortos á la infeliz criatura, tenía las manos algo descarnadas, las piernas largas y los brazos delgados.

Una luz muy débil, más bien un vago esplendor en los ojos, una boca risueña y unos dientes pequeñitos y blancos, dejaban la esperanza de que andando el tiempo no había de ser del todo fea la pobre muchacha.

Por esta época, al pasar un día Carmencilla por delante de la fragua, Gonzalo el herrero, mozo de unos diez y siete años, la dijo con risa picaresca y tono zumbón:

—¡Larguirucha! ¡Vaya una caña de pesca que va á tener tu padre dentro de poco!

Siguióse otro tiempo, durante el cual Carmencilla se puso gruesa, un poco basta, hecha un taleguillo por lo rechoncha, hecha una figurilla de feria por lo colorada y barrosa; pues bien, cuando la gente menos lo esperaba apareció linda como un pino de oro.

La última vez que Carmencilla se había retratado, lo hizo en seis plaquitas de ferrotipia por una peseta, é hiciéronle unos retratos, que con solo mirarlos, daba gana de hacer añicos el aparato fotográfico. Parecía que el sol, haciendo burlas, había intentado chasquear á la muchacha, como para darle á entender que el color y la vida de su cara no admitían copias, y así podía ella mofarse de los fotógrafos como el mismo sol de los pintores.

—Ni más ni menos, ¡bendito Dios! ¡Cualquiera diría que esta es ella!

Empleaba al decir esto fina ironía el herrero Gonzalo, montado en la bigornia, apoyando una mano en el mango del macho-martillo y mirando una copia del retrato de Carmencilla, que tenía en la otra mano…

¡Cabalito! como que aquella mancha negruzca, aquella cara borrosa, eran un retrato de Carmen, que tenía unos ojos que brillaban á lo mejor como dos luceros, y unos labios coloraditos y pequeñuelos, que en risas y palabras sonaban mejor á los oídos de Gonzalo que el alegre puntear de la bandurria.

—¿Verdad que no es ella? —preguntó Gonzalo á Melitón, su mancebo de fragua, mostrándole la plaquita.

—¿Quién? —contestó este, alzándose de puntillas y alargando el cuello para mirarla.

—¡Bah! ¡si nadie la conoce! ¡Carmen, la hija del maestro carpintero!

—¡Anda! —exclamó Melitón— así se parece eso á ella, como un gallo á la luna. ¡Si parece que han querido retratar la Maricuela!…

—Eso, eso —replicó, lleno de contento, Gonzalo— eso… se muere de envidia por ella.

Luego el herrero quedó pensativo, mirando con fijeza al rincón de las birutas, como si estuviera preocupado en mandar por más á Periquillo, el aprendiz, que tal creyó este al verle mirar á aquellas con insistencia.

Pensaba Gonzalo en Carmencilla, que poco tiempo hacía era una niña y jugaba al corro con otras no lejos de la fragua. Habíase hecho ya una mujer. ¡Qué delicada, qué bella! Su cutis era blanquísimo, y debiera ser fino como la seda; se negaría Gonzalo á posar en las mejillas de la niña sus manos ennegrecidas y ásperas; antes que hacerlo, hubiera preferido cortárselas. ¡Qué talle, qué pié! Si Gonzalo hubiera sabido pintar, la hubiera retratado maravillosamente, mejor que nadie.

Carmencilla, además, era muy buenaza, muy simplona; tenía menos picardía que un niño de seis años… y eso que murmuraban ya de ella… nadie la conocía como Gonzalo. De pronto se levantó y comenzó á vocear:

—Vaya, vaya… Perico, no te duermas. ¡Aire!, ¡al fuelle! Y tú, Melitón, coge el macho y dame la estampa, que debemos acabar pronto la labor. ¡Caldea esas barras!, ¡listos! —Decía esto como para azuzar á los otros, pero en realidad por estimularse á sí mismo, como quien huye del adormecimiento que causa contemplar las elucubraciones de un sueño deleitoso.

Metió un pié en el estribo y tiró del fuelle Periquillo, raído y negro como un diablo, y á los resoplidos acompasados y fuertes, unióse el traqueteo de los martillos.

La fragua estaba vomitando llamas y avivando ascuas.

Dióse entonces para Gonzalo un doble trabajo; enardecido se hallaba en su faena, y no parecía sino que tenía al propio tiempo una fragua en su cabeza; tal era el número de pensamientos que á ella acudían, y si con recia insistencia forjaban las manos el hierro, con ferviente vehemencia á la vez forjaba esperanzas, unía recuerdos la fantasía del obrero enamorado.

Tomó unas tenazas, cuyos dos lados al juntarse formaban la cabeza de una serpiente, siendo los dos remaches del eje como dos ojos, y el pedazo de hierro sacado de la fragua una lengua de fuego; sobre esta lengua comenzó á golpear.

Entonces fué cuando le acudió á la memoria el recuerdo del día que vió á Carmencilla salir de misa con un manto amplio como el de una mujer.

Puso el martillo tajadera sobre el hierro, color de caramelo entonces; miró rápidamente á Melitón, y este descargó recios golpes de macho para cortar la barra. Habían sido muy tontos los padres en colocarla en un obrador al que iba sola todas las mañanas y del que volvía sola todas las tardes. ¡A saber qué clase de compañeritas tendría en él, y qué hombres la perseguirían por las calles!… Entonces, como si tal pensamiento le irritara, prestándole fuerza para el trabajo, comenzó á golpear furiosamente con rudo martilleo sobre la señal marcada por la tajadera.

Por supuesto, que aquello lo hacían los padres por codicia, y eso que el carpintero no estaba mal, ni mucho menos… ¡Anda, que la chica más podría perder que ganar al cabo del tiempo! Doblaba entonces el obrero una barra recién caldeada y dióle una ó dos vueltas al pico de la bigornia, como quien arrolla una cinta.

Si continuaba acudiendo al obrador no sería mujer de su casa, y el que la eligiera por mujer no querría, seguramente, que fuese al obrador. Gonzalo no lo permitiría, si con ella se hubiera de casar. ¡Casarse con ella! Este solo pensamiento caldeó las mejillas del herrero y las puso más coloradas que el hierro que entonces forjaba.

¡Casarse con ella! ¿y por qué no?

Por un rápido movimiento introdujo el hierro en la tina, lo cual produjo un chisss… chisss… y una nubecilla de humo blanco que saltó hasta el techo.

El caso es que tenía ya la muchacha humillos en la cabeza; puede que se le hiciese poco un trabajador como él… Se acicalaba mucho y quería aparecer como una señorita casi, cuando iba al obrador; ¡mala señal! habían dicho algunos. Pudiera ser… pero no; Gonzalo nada temía.

La madre de Carmen le había dado á Gonzalo aquel retrato de su hija para que él, á la vez, se lo diera á su madre… eran vecinas ambas y amigas antiguas. Gonzalo pensó cumplir el encargo… aunque le daban intenciones de tirar el retrato. Hubiera pegado un coscorrón por torpe al fotógrafo, lo mismo que hubiera pegado á la Maricuela por enredadora y mentirosa; ¡pues no se había atrevido á decir que había visto á Carmencilla acompañada de un señorito! Y algunos lo habían creído. Tan bien la conocían ellos como había sabido retratarla el fotógrafo… Gonzalo, solo él la sabía estimar de todas veras; él tenía viva su imagen, y él conocía toda la inocencia de su alma.

Se puso después á trabajar con ese menudo martilleo por el que los de su oficio conforman con arte el hierro y hacen con el martillo un delicado trabajo, y luego, en tanto se caldeaba otro barrote, acordóse del domingo en que, vestido con un pantalón de pana negro, su chaqueta, su pañuelo de seda azul al cuello, su reloj y su gorra alta como las de los fumistas franceses, fué á sacar á bailar á Carmen, y esta le dijo:

—Gonzalo, aunque te raspen no perderás tu olor de infierno.

El obrero quedó con este recuerdo apesadumbrado y triste. Tal vez no podré jamás ser amado por ella… esto pensaba, mirando por la ventana el sol que descendía hacia Occidente, formando sobre los oscuros montes, con nubes y reflejos, un inmenso horno de fragua.

Al Oriente grandes y oscuras nubes anunciaban lluvia.

II

El único que no había creído á Maricuela, era Gonzalo el herrero; bien lo hubiera esperado así Carmencilla; Gonzalo era buen muchacho. Con su cara sucia todo el día, sus maneras toscas y su palabra brusca, valía más que todos.

¡Que la habían visto con un señorito! es verdad, pero porque el tal la había querido importunar con su charla.

¡Ah! si lo hubieran sabido todo, ¿qué habrían pensado?

Volvía del taller Carmencilla, preocupada con tales ideas, y apresuraba el paso; un nubarrón negruzco amenazaba descargar en lluvia. Carmencilla iba mal humorada aquella noche.

Hacía días, un caballero muy elegante, no mal parecido, habíala seguido hasta el obrador, y luego la había esperado á la salida. Esto la puso contenta, ¿por qué no confesárselo á sí misma? Ya tenía ella quien la esperaba, como tantas otras.

—Mira, Carmencilla, no prestes oídos á ningún moscón —le había dicho Margarita, la oficiala mayor del taller— esos solo quieren… divertirse…

En esto de divertirse, no veía nada malo Carmencilla; pero sí en el acento con que se lo había dicho Margarita, aquel tonillo grave y aquel gesto de desprecio, le infundieron temor.

Una mañana que había salido temprano de casa, caminó como de paseo por las calles… ¡lo que ella miró y remiró los escaparates! Fija y embobada había contemplado el de un joyero… mostrábase en él un collar de piedras… ¡qué decir de piedras, de estrellas! tal lucían sus reflejos y colores… infundíale respeto aquella maravilla para el cuello de una duquesa; pero lo que verdaderamente le cautivaba la vista y el deseo la ataba con los fuertes lazos del capricho… era una sortija con escarcha de brillantes, como en gotas de luz apiñadas para formar un foco… allí estaba aquello en su estuchito de raso…

—¿Qué miras? —le dijo una compañera del obrador que acababa de llegar al mismo punto.

—¡Ah! ¿eres tú? —dijo Carmencilla,— miro esa sortija. ¡Oh, qué cosa más linda!… Chica, no vendría mal á nuestras manos.

No habrían dado dos pasos, cuando apareció ante Carmencilla el caballero que la había seguido los días anteriores, y acercóse á hablarla.

—Señorita, he sabido que le gusta á V. esto; recíbalo como una prueba de amistad…

La paloma tornóse en gavilán; la hija del pueblo, la madrileña, pronta á disparar un reproche, un rayo de gracia, como un rayo de fuego…

—Empiédrese V. con ellas… la boca, le dijo; nadie recibe regalos de quien no tiene derecho á hacerlos y menos una hija de familia —exclamó ofendida Carmencilla.

El instinto de pudor que salva á la mujer, la inspiraba.

Y desapareció indignada… luego lloró de rabia; cosió nerviosa, pinchando más veces sus finos dedos con la aguja que cruzando con ella la tela, y cuando llegó la hora, caminó, caminó apresurada hacia su casa; molestábanle los transeúntes, encontrábalos más torpes y pesados que otras noches; le mareaban los coches; tenía una amargura íntima en el alma, un despecho, y una ira mal reprimida pensando en las palabras que, al saber lo que le había acaecido, le dijera Margarita:

—¡No quería nada bueno! Hombres así, no nos estiman. Créeme, lo primero es verse estimada.

Estaba cerca de su barrio; para llegar á él debía atravesar por despoblado; apresuró el paso, la nube se había ido dilatando… según caminaba por un estrecho senderito, Carmencilla oyó el alegre trique-traque de la fragua, el más alegre ruido de su barrio.

De pronto comenzó á llover, fuerte, muy fuerte; Carmencilla caminó de prisa. Pasar este farol, luego el de más allá… bueno, el otro… ya no le quedaban más que dos que dejar á la espalda. ¡Qué lejos le parecía su casa!… Pasó rápidamente por delante de la fragua… pero la lluvia era torrencial… y Carmencilla retrocedió… ¿Por qué no guarecerse en la fragua? Así lo hizo.

Gonzalo quedó sobrecogido de sorpresa… —Pasa Carmen, que pronto cesará la lluvia —dijo Melitón á la joven.

¡Qué infierno aquél! Veíase el escobillón mojado, que Periquillo zarandeaba sobre el fuego como un hisopo del demonio; el viento, penetrando en la fragua, mantenía el humo de esta en el techo, ofreciendo el aspecto de una cubierta de gasas; Gonzalo, con un rayo en la mano, el brazo tendido á la bigornia y un martillo en la otra mano, ayudado del oficial, siguió con más brío su trabajo, por ocultar su turbación, sin duda… los martillos cayeron sobre el hierro… las chispas rojizas saltaron, y las cascarillas desprendidas de la calda se cruzaron rápidas por el espacio como estrellitas brillantes… Una de estas cayó…, sobre el dedo anular de Carmencilla.

—¡Ay! —gritó al sentir una viva sensación pasajera y ardiente.

El trabajo cesó.

—¡Bah, eso no es nada!… un ligero escozor que no dura nada… ¿dónde ha sido? —exclamó Gonzalo.— Aquí, en la mano.

—Luego una motita morada que dura dos días, continuó diciendo el mozo… Pero yo lo curaré, si me lo permites, Carmen; y diciendo y haciendo, acercóse á la joven con una plumita impregnada de aceite, y tomando su mano con la mayor delicadeza… tímido, respetuoso… enamorado.— ¡Oh, esto bien lo vio Carmencilla! —pasó la pluma por la leve quemadura; y al ver que había sido en el dedo anular, dijo sonriente:

—En el mismo sitio en que podías llevar una sortija.

La joven se estremeció. Mas bien pronto sintióse confiada y contenta; había puesto para ella Gonzalo un banco, y sobre él por almohadón doblada la badana, dejando hacia bajo la parte sucia y ennegrecida.

¡Aquella mujer gozaba, satisfecha de una dignidad á que ciertamente tenía derecho! Entonces se fijó en que Gonzalo era hermoso; parecía que aquella vigorosa presencia la prometía amparo… Además, él no había dado oídos á la Maricuela…

—¿Sabe V., Sr. Gonzalo —dijo Carmencilla— que ya no vuelvo al obrador?

Le llamaba de usted. Le amaba; acababa de reconocer en él el poderío del fuerte.

III

Gonzalo fué amado.

Después de hablar, cuatro semanas más tarde, al señor Pedro, el carpintero, y á la Sra. María, feos y envejecidos, que mostraban sus cabezas calvas y sus rostros de mal humor, semejantes á la de un perro ratonero que solía aparecer, gruñendo, por debajo del banco de la carpintería, se dispuso la boda, y Gonzalo y Carmencilla se casaron. Hasta Maricuela hubo de alegrarse.

Y hoy, frente por frente á la fragua, en un cuartito barato, hay una ventanita orlada de campanillas y madreselvas, que ofrece una delantera de floridos tiestos: desde allí Carmencilla ve el rojo infierno de la fragua, donde hay para ella un montón de rubíes, chispazos de brillantes, un aspecto más seductor que el del escaparate, y se produce un ruido que la estimula á cantar con ese gozo que sienten las mujeres donde viven y reinan, y Gonzalo, á su vez, desde allí mira al cielo mismo; en aquel marco de flores aparece ella; muchas veces cantando con su voz dulce le alienta poderosamente en su trabajo… El también canta lleno de alegría:


Tengo un niño chiquitín
que se llama Nicolás…


¡Y se rie como un bendito!

¡Y pensar que aquel necio caballero había querido comprar con una pina de brillantes lo que Gonzalo había conquistado con una chispa de la fragua!

Los Reyes Magos

I

Eran los días de Eduardo; rebosaba la cazoleta de ébano del torneado tarjetero de cartitas y billetes de cortesía; durante el día había estado en continuo estremecimiento la campanilla de la puerta; los amigos íntimos habían ido á visitarle; todo eran sonrisas, palabras afables, apretones de manos, plácemes y satisfacciones.

Había recibido un hermoso plato de confitura, un soberbio castillo almenado, con foso relleno de huevos hilados y riscos de mazapán y peritas en dulce. Margarita y Toñito sintieron vivos deseos de arremeter con sus dientecillos de ratón, de alacena aquel monumento feudal, ostentoso y formidable.

Hay épocas de una felicidad sin término. Para aquellos dos golosillos, de bocas como capullos de rosa, el día era de grandes dichas; oían el continuo platear del comedor y el batir de la cocinera, muy afanosa, y á la noche siguiente habrían de venir los Reyes…

Los buenos Reyes, que repletos de juguetes y cajitas de dulces, volando por las densas nubes, no bien atisbaban un balcón ó el agujero de una chimenea de las casas en que había niños, cuando muy bonitamente dejaban caer en aquel ó por esta sus preciosos regalillos.

¡Reyes magnánimos, que así se portaban con los niños, solo porque rabiara Herodes en los infiernos!

En esto llegó á la casa D. Pascual, dejando chasqueados á los niños que, al oir llamar, pensaban que el que llamaba era tío Luís, un hermano de Eduardo, que debía mantener muy estrechas relaciones con SS. MM. los Reyes Magos, pues él anunciaba á los niños cuándo los generosos monarcas habían de pasar, y hasta les daba seguridades acerca de su esplendidez y buen gusto.

—¡Es D. Pascual! —exclamó Margarita con acento dulce, en el que apenas se dejaba percibir su notita de descontento.

—¡Bah, es D. Pascual! —dijo con rudo despecho el franco Toñito.

Era D. Pascual, que venía estremeciéndose de frío y dando resoplidos para moderar la agitación que le había producido la subida por la escalera, un buen viejo de bigotes grises, con rostro saludable, y sonrisa de hombre dispuesto á complacer á todo el mundo. Zarandeó su paraguas en la antesala, se quitó su capa de color verde botella y su alto sombrero de copa, lustroso y cepillado.

Era un dependiente de las oficinas de Eduardo; los niños estaban acostumbrados á verle todos los días; pero en aquel presentábase muy elegante, con un largo levitón negro y pantalón del mismo color; traía un envoltorio debajo del brazo: eran unos libros raros, que ofrecería á su principal como obsequioso recuerdo.

Una hermosa señora, con cara llena de bondad y unos ojos tan afectuosos, tan dulces, que quien los viera daríase por premiado de toda atención de amistad y de todo oficioso celo, acogió á D. Pascual cuando este llamaba á los niños para besarlos, y los niños, sin duda para provocarle el jugueteo, se negaban con alborozo incitador.

—¡Don Pascual… le estábamos esperando á V.! ¿Cómo no habrá venido D. Pascual? —decíamos hace un momento Eduardo y yo; son las cinco y aún no ha venido.

—¿Había de faltar siendo los días de D. Eduardo?… ¿Comprende la señora que podría yo faltar?

—Pase V. —dijo Luisa, alzando un pesado portier y dejando ver la entrada del magnífico despacho de Eduardo.

Manifestó el anciano que deseaba besar á los niños, y estos hubieron de acercarse á D. Pascual, no bien notaron en la madre un leve gesto de mandato.

Cuando con él hubieron cumplido, la niña y el niño se acercaron á la mamá, y con la voz mimosa llena de acento pedigüeño, que es la graciosa gazmoñería de los niños, la dijeron:

—Mamá, ¿no viene tío Luis? —¿Vendrá tío Luís?

—Sí, hijos míos, sí; vendrá tío Luís á comer; comerá con nosotros…

Los niños la interrumpieron regocijados, y saltando repetían: ¡Vendrá á comer!, ¡vendrá á comer!

—Y D. Pascual también se queda.

Hasta celebraron la noticia; no cabía mayor felicidad; podían celebrarlo todo, saltar por todo; iban á ser extraordinariamente dichosos.

Toñito tenía una cabecita rizosa, una carilla de querubín con leves perfilamientos picarescos, como si á uno de los ángeles de Murillo se le hubiera dado por gracia la malicia de un pilluelo; y Margarita, que tendría unos seis años, un año más que su hermano, era casi tan hermosa como su madre; tenía sus mismos ojos rasgados y negros; sus cabellos rubios; sus bucles, tan graciosos como si hubieran sido sacados de planchas de oro por un trabajo de cepillado semejante al que se emplea para dejar tersa la madera; su esbeltez, su aire gracioso, su distinción, su elegancia… era á su madre lo que esas esculturitas de rinconera son á las grandes estatuas que copian; igual, pero pequeñita…

Toñito era resuelto, glotoncillo, alborotador é inquieto; Margarita, más reposada, más dulce, pero tan franca y alegre como su hermano.

Estuvieron una hora en el mirador, después de la llegada de D. Pascual, mirando unas veces al extremo de la calle por si descubrían á tío Luís, y al cielo nuboso, pálido y triste, tal vez esperando ver llegar á los amables Reyes, impalpables como la luz, leves como las nubes, alegres como la misma aurora de los hermosos primeros días de la vida.

II

El comedor era una estancia elegante: cortinajes de cretona color tórtola y sillería antigua. Un ancho aparador, construido por dibujo del insigne Vidal, ofrecía á la vista sobre el mármol las ricas frutas, las botellas de vinos generosos, el servicio de menudas y anchas tazas y la dorada cafetera. Sobre todo aquel material de guerra de banquete, se alzaba el tremendo castillo que pronto confirmaría, á pesar de su pomposa apariencia, el dicho del poeta, de que: «las torres que desprecio al aire fueron», al fin y á la postre se rindieron á su gran pesadumbre.

La mesa estaba admirablemente puesta; blanca como una paloma, con las brillantes copas, los lustrosos platos, los relucientes cubiertos, en medio los obligados entremeses, las aceitunillas verdosas de sabor suavemente amargo y salado, las rajitas de salchichón, los pepinillos ácidos, ostras y anchoas.

Humeaba la sopa bajo la gran luz de una lámpara de campanuda pantalla y chisporroteaba y flameaba la lumbre en la chimenea.

Clara y el mozo de comedor daban los últimos toques al decorado, doblando en forma de pájaro, de bonete ó de embudo las servilletas, y Margarita y Toñito revoloteaban alrededor, gozosos como gorriones ante un canastillo de fruta.

Cada vez que llamaba alguien á la puerta, corrían locos de contento; pero hubieron de volverse apesadumbrados: tío Luís no venía.

Ya no esperaba nadie á Luís; los papás y una señora amiga de Luisa, y el bueno de D. Pascual, entraron en el comedor.

—¡Se conoce que mi hermano habrá tenido que hacer! —exclamó Eduardo.— Comiendo le aguardaremos. Quizá no venga sino á los postres.

—¡Ea, á la mesa! —Todo el mundo ocupó su puesto: sirvióse la sopa, resonaron las cucharas, se habló poco en un principio; la modesta señora se hallaba muy satisfecha de tener reunidos á tan buenos amigos, muy preocupada con obligar á que se mantuvieran en razonable libertad los inquietos pequeñuelos, y triste por la ausencia de Luís.

También se hallaban apesadumbrados los niños, sin saber por qué; temían que si su tío Luís no se presentaba, quizá se olvidasen de ellos los Reyes Magos.

—¿Por qué no vendrá Luís? ¡Oh, es una mala cabeza! Apostaré —dijo Eduardo— á que se ha puesto á estudiar á las cuatro en sus tremendos librotes, y á estas horas, ni se acuerda de que existo, ni tiene en el pensamiento otro propósito sino el de devorar toda la ciencia que pueda, de aquí hasta los ejercicios. Un joven preparándose para unas oposiciones, engulle y engulle ciencia como se ceba un pavo para la matanza. Es feroz esa batalla de las oposiciones. Luego, todo lo espera, todo lo espera Luís de esta lucha… ¡Pobrecillo, yo le perdono que, pensando en su porvenir, se olvide de mi día presente!

—¿Y quién no espera algo en esta vida? —dijo filosóficamente D. Pascual, atacando con verdadero placer una patita de ave, de carne blanda, suavísima, mantecosa y de sabor aromatizado por las especias de la salsa.

—Razón tiene D. Pascual; todos esperamos —añadió Luisa.— Aquí me tiene V. esperando que mi marido compre una casita de campo cerca de Santander, para pasar en ella los veranos con mis niños.

—Y yo á mi vez, queridísima Luisa —dijo Eduardo— espero el término de mi gran empresa fabril.

—Y yo á mi vez —dijo D. Pascual, presentando la copita de cristal á Luisa que se había brindado á servirle del rico vino de mesa, ligero, fresco y de un color granate trasparente— y yo á mi vez, que acabe D. Eduardo su negocio, para que me deje de administrador de alguna finca hasta el término de mis días.

—Don Quijote y Sancho Panza —añadió con bondadoso acento la señora amiga de Luisa, indicando á Eduardo y á D. Pascual —bebió agua en un sorbito de pájaro y continuó— Eduardo espera ser millonario, y nuestro amigo D. Pascual espera la Insula Barataría de una administración.

Luisa, notando la inquietud de los niños redoblada porque creyeron haber oído sonar la campanilla, exclamó:

—Y mi gente menuda, esperando á su tío Luís con impaciencia inmoderada; ¡señores, qué Luís tan deseado!

¡Ah! por fin la puerta del comedor se abrió, y Clara dijo, con voz entre alegre y respetuosa:

—El señorito.

¡Luís, Luís! Hay momentos en los que el más leve accidente produce desbordes de expresión. El tumulto pequeño que acogía al recién llegado, llenaba su alma de saludable contento.

Era un joven bien vestido, de rostro simpático; tenía ese aspecto dulce y grave que caracteriza á todos los que como él y á su edad se hallan entregados al rudo trabajo del estudio; los niños rodearon con sus brazos el cuello de Luís y le besaron con loco entusiasmo.

Traía un tremendo envoltorio de papel, que suscitó desde luego la curiosidad de los niños.

Era el roscón de Reyes; no se partía aquella noche; abriríase al día siguiente; Luís ofrecía venir; le había sido imposible llegar antes; esperaba…

—¿Esperabas? De eso estábamos hablando, de esperanzas —dijo Eduardo.

Sobre aquella familia batía sus alas la más bella deidad de la imaginación, la seductora esperanza; flotaba en aquel templado ambiente, invisible á la clara luz de la lámpara, presentida por todos á la energía fantaseadora que engendraran el calorcillo de los vinos, la creciente animación de las conversaciones, el estímulo de los ricos manjares de la cena…

Hubo un momento en que los ojos de Luisa parecían contemplar la blanca casita de persianas verdes, el jardinillo de hermosos cuadros y la mágica perspectiva del mar, de azul oscuro y olas plateadas y tumultuosas, rompiendo en las peñas y deshaciéndose sobre la arena de la playa.

Hasta oía el rumor del oleaje y sentía el aroma de las flores del jardín y el salitroso olorcillo del Océano.

Eduardo veía su gran fábrica abierta, y ante sus ojos el libro mayor acusando, bajo la raya de las cantidades de entrada… la esplendidez de la suma total de ganancias.

Mirando al gran castillo de dulce D. Pascual, soñaba que era ya administrador y vivía á sus anchas, ocupando un palacio, rara vez visitado por D. Eduardo.

Todos esperaban… Pero ninguna más cierta esperanza que la de Margarita y Toñito, que oían á su tío; en tanto, su padre, con aire distraído, acometía, cuchillo en mano, al asalto, el castillo de dulce, para repartir los despojos de la victoria entre los convidados, como germano rapaz dividiera las conquistas entre los de su tribu guerrera,

—Vendrán —decía tío Luís— vendrán mañana, montados en sus caballos negros como el azabache; han de pasar por aquí… dejad vuestros canastillos en la chimenea… y ¡ya verás, Tónico, ya verás, Margarita, qué sorpresa!

En esto, á Toñito dióle, con el exaltado regocijo, un violento golpe de tos…

—¡Qué es eso!… ¡Bah, nada! Que ríe comiendo; es un loco —replicaba su madre— ya pasó.

La tos cesó, y el niño siguió riendo y en alegre batir de palmas.

Don Pascual, que estaba un tanto melancólico y preocupado, fué indiscreto en aquel momento de alegría; tomó de la tos pretexto para suscitar un recuerdo triste y sacar á plaza una fúnebre filosofía.

—Lo que suele venir cuando menos se espera, es lo malo —dijo.— Recuerdo que estaba una tarde con mi sobrinillo Mariano, y dióle un golpe de tos; tos fué, que á las cuatro horas nos quedamos sin niño. El crupp

—¡Vaya, qué cosas tiene D. Pascual!

La madre hizo un gesto de disgusto; se estremeció de espanto; el padre frunció el entrecejo, y hubo como un segundo de suspensión en el contento de todos; fué como un leve temblor de tierra, que á unos hace tambalearse y otros no se aperciben de él, y todo pasó.

Don Pascual había profanado eso tan puro, tan quebradizo, tan sagrado: la dicha… Pero renació.

—Ninguna gente —dijo Luís, sirviéndose una de las almenas del castillo— ninguna gente, repito en voz más alta para que se me oiga, espera como se debe esperar, á la manera que Margarita y Toñito. ¿Verdad? ¿A que no espero yo que de la noche á la mañana me halle con la credencial de catedrático en la chimenea? Ni ustedes con 20.000 duros en una cartera… Pero mis sobrinos esperan mañana el paso de unos seres sobrehumanos, unos Reyes que, lejos de cobrar contribuciones, hacen regalos, y vienen nadie sabe de dónde, y traen nadie sabe qué, y se van, todo el mundo ignora cómo… Esperar lo desconocido… y de lo misterioso: tal es el encanto.

—¡Ah! Pero lo inesperado hiere con golpe rudo á veces —pensó Luisa— y ella, que se reiría de la Cándida fe de sus hijos en los Reyes, tal vez creía que un monstruo desconocido podía aparecer y arrebatarle sus niños.

La alegría renació al café; los niños juguetearon con su tío; D. Pascual terminó bonachonamente, con esa complacencia de los golosos, la cena; Eduardo fumó con delicia; Luisa y su amiga charlaron muy apacible y gozosamente… y á la hora, los niños, dejando sus cestitos al borde de la chimenea y el encargo de que, cuando esta se apagase, los colocara su tío en el fondo, se fueron á la cama esperando ver lucir el nuevo día y descubrir el donativo de los Reyes. Sin sentir el beso que su madre depositara en sus frentes, siguieron dormidos, respirando con ese reposado compás que extasía á las madres, y mostrando sus caritas de rosa, sus labios puros y sus ojos cerrados.

III

Luisa se acostó. Durmióse contenta, sintiendo el ruido del viento que soplaba recio y tenaz; sonreía con delicioso contento; aquel rumor le recordaba el paso de los Reyes… ¡Qué edad más feliz la de sus hijos!…

El día había sido venturoso; solo un pequeño puntito de tristeza le había empañado: D. Pascual, con su imprudente recuerdo; pero el pobre viejo lo había dicho sin saber lo que decía; y después de todo, aquello no tenía importancia… solo tanta felicidad como la disfrutada, pudo hacer sensible la imprudente reflexión de D. Pascual. ¡Cuánto gozarán mañana mis hijos!… —se dijo, y quedóse dormida.— Y al dulce tic-tac, siguió algunas horas en su dulce reposo.

De pronto se alzó sobresaltada.

¿Qué había ocurrido? Ante sí estaba su esposo á medio vestir, con la faz demudada, trémulo de espanto.

—¡Ven, ven, ven por Dios! Toñito se ahoga.

¡Ah, el ángel exterminador, el terrible emisario de la muerte, que tiñe de rojo las puertas de los que señala á su crueldad el misterioso genio del mal, había batido sus negras alas sobre aquel hogar momentos antes primoroso, lleno de encanto, iluminado por la felicidad.

El crupp… No era la sorpresa preparada para divertir el santo candor de los niños; era la realidad de un terrible desconocido que mataba repentina é inesperadamente, y en vez de verter juguetes en la cesta de los niños, robaba los niños de los brazos de sus madres.

Era Toñito, Toñito que se ahogaba, abría los ojos como un sediento que mira al agua, y extendía hacia su madre los brazos; era lo contrario de una argolla lo que le martirizaba; una argolla la hubiera roto la madre con sus manos, con sus dientes… Estaba el dardo dentro de la garganta; el niño se moría… pronto no podría respirar…

¿Qué aconteció? ¿Quién veía á la madre, quién la hablaba? ¿Quiénes la rodeaban? ¿Cuánto tiempo había pasado? La madre no podía decirlo… Estuvo abrazada al cadáver de su hijo, y alguien se lo debió arrancar de sus brazos…

Poco después se asomó por una ventana y creyó ver ese escarnio del sentimiento; un coche alto, blanco, con adornos rojo y oro, caballos empenachados, y un cochero que reía estúpidamente… llevaban su hijo…

Había seres horribles y desconocidos, los había; la supersticion estaba justificada; pero la madre gritó é iba á lanzarse por la ventana…

—¡Luisa, Luisa! —dijo una voz con dulce acento…— ¡Luisa… hija mía… despierta… despierta!

¡Ah!, ¿Qué? Mi hijo Toñito… —exclamó despertando la pobre madre— ¡mi hijo… mi hijo querido! —y rompió á llorar.

Luisa comprendió en un momento lo que había ocurrido; pero aún con el ahogo de la pesadilla, y como á merced de la horrible agitación, echóse precipitadamente una bata, explicó trémula y en breves palabras á su esposo el horrible sueño, y lanzóse al comedor, en cuya alcoba había dejado la noche anterior á sus niños.

La luz de la mañana penetraba por los balcones; en mitad de la habitación y á medio vestir se hallaban Toñito y Margarita estáticos, llenos de loca alegría; la madre se arrojó á ellos, los besó, los abrazó frenéticamente… —¡Mira, mamita, mira lo que nos han traído los Reyes… —la dijeron, mostrándola los canastillos repletos, uno de cacerolitas, pucheros, acericos y una soberbia muñeca, y el otro de un ejército de soldados de plomo, de todas las armas…

Los Reyes habían sido espléndidos… más aún con Luisa que gozó de un bien inesperado y que creía, como sus hijos, que alguien, al venir la aurora, le había dado la suprema dicha de gozar como hallazgo unos hijos… que no había perdido.

¡Oh, qué hermoso amanecer del día de los Reyes!

Las mariposas

I

Julio era un precioso muchacho lleno de gracia y de talento.

Ambas cualidades se reciben como dones de inestimable precio por la naturaleza; pero se pierden al abandonar la virtud, esa hermosura del corazón, y el estudio, ese medio poderoso de robustecer la inteligencia.

Correr sin objeto más del tiempo debido, dedicar las horas de trabajo á la contemplación de los juguetes, olvidar las graves ideas recibidas en el aula por atender á los soldaditos de plomo ó á la pelota, son acciones que al cabo de algún tiempo conducen á un funesto resultado.

Todos estos pasatiempos hicieron de Julio un niño torpe é indiscreto. No hace mucho tiempo que vimos lo que le aconteció á este pobre niño, y pensamos que los niños que dedican algunos momentos al provechoso placer de la lectura, podrían referir el hecho á algún amiguito descuidado que se hallara en igual caso que nuestro Julio.

En la vida la amistad es el sentimiento que más nos acerca á nuestros semejantes, y por ella nos auxiliamos y protegemos mutuamente.

Nosotros, pensando prestar un servicio, intentamos referir este cuento á nuestros amiguitos.

II

¡Cuán desdichado es el hombre que se levanta todos los días sin tener que pensar en el trabajo!

El ingeniero abandona el lecho para calcular y dibujar sus planos; construye puentes, perfora montes, une los continentes apartados, inventa máquinas y aparatos de gran utilidad; el pintor prepara su caballete y su lienzo, vierte el color, copia preciosos paisajes y traza los grandes episodios históricos, alcanzando por este medio las primeras medallas en las exposiciones; el escritor estudia y dispone de la manera más bella sus escritos para instruir y moralizar y todos desenvuelven su provechosa y saludable actividad, mereciendo nombre y gloria, y contribuyendo al progreso de su patria.

El pobre obrero del campo, el de la ciudad, el del mar, ¿cuánto no sudan y trabajan? ¿qué utilidad tan inmediata no prestan á la sociedad?

Al aparecer el sol, anuncio de un nuevo día, se despiertan multitud de hombres á la vida del trabajo, emprenden la lucha contra los obstáculos, triunfan de mil modos y consiguen frutos provechosos.

Pero el holgazán, como el zángano de la colmena, nada produce, nada consigue; levántase del lecho y pasa, hasta que el sol se esconde, en la más vergonzosa pereza ó en placeres que solo son gratos cuando sirven de recompensa al trabajo.

Al número de los torpes holgazanes pertenecía Julio, que tenía en muy poco las facultades de inteligencia y memoria con que naciera dotado; y abandonaba el estudio por el juego, el libro por el trompo, y el aula por el jardín y los campos.

Naturalmente, acontecíale lo que acontecer suele á los holgazanes, hallábase muchas veces solo. Durante el tiempo que sus amigos pasaban en la escuela, se aburría y pasaba largas horas sin humor ni aun para jugar y sin pensar ni hacer cosa alguna.

Un día que se encontraba más que nunca triste y aburrido en su soledad, cansado de pasear por un hermoso jardín, vio una blanca y linda mariposa revolotear incesantemente sobre los cuadros de flores.

Esta sorpresa le animó, y dióse á correr tras la mariposilla, haciendo con nudos una especie de bolsa de su pañuelo é intentando encerrar en él al precioso insecto alado.

Bien sabéis cuan difícil es cazar mariposas, os agitáis en una larga y desigual carrera, mil veces os acercáis al insecto que, con las alas plegadas, posado sobre el cáliz de una flor, parece no advertir vuestra presencia, cuando lanzáis sobre él la manga de red, ó cuidadosamente queréis encerrarle en el sombrero ó en el pañuelo, vuela y desaparece, haciendo, si le descubrís, que emprendáis la misma carrera desigual, el mismo cuidado para tocar casi siempre con un resultado parecido que burla vuestros afanes.

Toda la tarde la pasó Julio persiguiendo mariposas, sin que lograra cazar alguna.

Volvíase desesperado á su casa, y en el camino encontró á un pobre niño de escaso talento, pero de mucha aplicación.

—¿De dónde vienes, Antonio? —le preguntó Julio.

—De la escuela.

—Yo no sé por qué vas á ella; no has de conseguir nada por mucho que estudies.

—Pues tú, y perdóname que te lo diga, tú que tienes un hermoso talento, no debieras dejar de ir… ¡si yo tuviera tu inteligencia!

—Por eso no voy, porque cuando sea mayor aprenderé á poco que estudie —contestó con presunción Julio.

Y como le llamara la atención un precioso libro que llevaba Antonio en sus manos, no pudo resistir la curiosidad, y le preguntó que quién le había dado aquel libro.

—En premio á la aplicación, un lindo libro que he ganado. Trata de historia natural, y estoy muy contento porque es muy bonito estudio á que pienso dedicarme —contestó Antonio.

Despidiéronse los niños. Antonio muy contento con su libro y Julio muy triste de envidia.

Cólera, vanidad y envidia: hé aquí los ponzoñosos frutos de la pereza.

Pero Julio estaba dominado por esta pasión que, como la carcoma, roe y taladra el corazón, precipitándole en todos los vicios.

No prestaba oído á los prudentes consejos de sus padres y amigos.

Todos los días, persiguiendo mariposas, se abandonaba á este loco placer.

Había hallado un medio de hacer más soportables sus horas de soledad y de combatir el aburrimiento producido por su pereza.

Un día, exasperado, seguía con ardoroso afán uno de aquellos preciosos insectos; corre tras él, se interna en una quinta olvidando que no es dado penetrar sin permiso en posesión ajena, ve posado el objeto que deseaba sobre una planta, corre hacia él, pone encima del insecto su mano… y por fin le coge; más como había sido violenta su carrera, cae al suelo, estropeando al caer algunas plantas.

En su mano cerrada guardaba la mariposa; logra levantarse, abre los dedos y halla muerto al insecto y reducidas á polvo sus tenues alitas.

La presión que sobre la mariposa habían ejercido los dedos produjeron este efecto.

¡Hé aquí el término de las vanas dichas que muchas veces perseguimos poseídos de un ciego entusiasmo!

Pero no fué esto todo. ¡Pobre niño! Víctima del mayor desconsuelo, limpiando sus vestidos llenos de lodo y desgarrados, no había tenido tiempo de ver á un hombre que, irritado, se acercó á él, y cogiéndole de un brazo le dijo:

—¿Qué hacéis ahí, ladronzuelo? ¿venís á robar la fruta, eh? Si no puede menos; esta es la hora en que los aprendices están en sus talleres, los colegiales en su estudio, y tú no te hallas en ninguno de esos sitios, por consiguiente eres un ladrón…

El niño quedó aterrado al oir esto, lloró y protestó, pero todo fué en vano.

—Yo te enseñaré á estropear lo que tanto trabajo y tantos afanes me cuesta cultivar —dijo el hortelano.

Y tomando de la mano á Julio llevóle á un cuarto oscuro, donde le dejó encerrado, dándole un pedazo de pan negro y duro y un cántaro de agua, y lo que era más terrible aún, sumido en la más profunda oscuridad.

Cuatro días permaneció encerrado sin ver otra persona que á su cruel carcelero, y esto una vez solamente cuando por la noche entraba con el pan y el agua.

Excesiva crueldad, castigo dado por un labriego tosco que no tenía otra manera de comprender la educación de un niño.

Pero castigo tan conveniente, en cierto modo, le enseñaba al niño á lo que el hombre puede después exponerse llevando una vida ociosa.

Por fin fué puesto en libertad, y cuando llegó á su casa vio que su familia y algunos amigos le esperaban; lanzóse en brazos de todos y prometió enmendarse.

El jardinero había dado parte al padre de Julio de la aventura del jardín, y el padre aprobó el castigo queriendo dar una severa lección á su hijo.

Pero todo se olvidó y Julio halló á sus padres y amigos cariñosos y sonrientes.

Diéronle de comer y le prodigaron mil caricias.

Entre los amigos que le esperaban se hallaba Antonio que por distraer á Julio de su dolor, llamóle aparte y des cubriendo una preciosa cajita, Je mostró un número gran dioso de lepidópteros de todos tamaños y colores.

Julio se asombró.

—¿Cómo has cazado tantas?

—No las he cazado; me las han regalado como premio á mis conocimientos de historia natural; á todas las conozco, sé donde se crían y cuáles son sus costumbres.

Julio entonces comprendió más su error.

—¡Oh! ya sé —exclamó— cómo se alcanzan las cosas cómo verdaderamente se disfrutan, y cuál es el verdadero talento y la mejor manera de cazar mariposas.

El maestrín

I

El sol, el hermoso y espléndido sol, iluminaba con brillo y magnificencia; era aquella la más bella mañana de Mayo. La luz prestaba visos de raso á los espesos campos de trigo, altos ya y verdes aún, vigorizaba los indecisos colores de la tierra, teñía de bronce oscuro y férreo morado los montes, hacía saltar vivo centelleo de las fuentecillas y riachuelos y en ondas y cintas de fuego, chispas y deslumbradores reflejos, caían sus rayos sobre las tersas aguas de la bahía.

Margarita miraba con alborozo infantil aquella bailadora superficie, aquel mar claro y terso sobre el cual resaltaban inmóviles los buques, de modo que hubiera podido decirse que, en vez de anclas, habían echado cimientos, convirtiéndose en casas ó que aprovechaban aquella dulce paz para reposar de sus viajes y de sus combates con las tempestades; veíanse los cascos oscuros, las arboladuras rectas, sin que por unos ó por otras se indicasen la menor ondulación ni el menor vaivén. Cuando por acaso viraban, hacíanlo tan imperceptiblemente como cambia de postura quien duerme sueño tranquilo y profundo. El viento, muy suave, volvía sus proas.

Como los pajarillos, van de un vuelo de esta á la otra rama, pero sin salir á cortar largo espacio bajo aquel sol ardiente, iban los botes y lanchas de uno á otro navio.

Margarita tenía echada la cortina blanca de listones azules sobre su balcón, y en él cosía mirando y remirando por debajo de la cortina al puerto y al muelle.

En este, un bullicioso desconcierto de voces de niños alegraba el alma. Eran los que producían aquel bullicio, pilluelos de la playa, diablos del mar de los que se revuelcan y saltan por la arena, rebuscan sus conchas y caracolillos; pescan mariscos en las ásperas rocas, se zambullen al fondo como buzos y nadan como peces.

Sobresaliendo en tal desconcierto, dominándole completamente, oía Margarita el cantar de unas niñas que saltaban bajo los árboles al término del muelle enlazadas por las manos unas á otras formando corro. Casi embobada, con su linda boca entreabierta, inclinándose hasta pegar á los barrotes del balcón su rostro ovalado y Cándido de mujer-niña, apartando á un lado la almohadilla á que estaba prendida la costura, quedábase á veces Margarita mirando con envidia al corro de la gentecilla voluble y alborozada. Reflejábase el contento de las niñas en los azules ojos de Margarita, mientras el sol escarchaba de hilillos y de finísimo polvo de oro sus cabellos castaños.

En uno de estos momentos, los chicuelos de la playa, seguidos de un perro tan audaz, tan bullanguero como ellos, y como ellos abandonado, se abalanzaron á romper el corro de las niñas, saltando como ardillas, chillando como loros enfurecidos, gesticulando como micos… el corro se rompió, y las niñas se dispersaron como al sorprendente estallido de un tiro huyen por una y otra parte las azoradas palomas.

Margarita maldijo á los chicuelos.

—¡Habrá picaros! —dijo, sin apercibirse de que hablaba en voz alta.— Siempre lo mismo. No, como yo fuera alguacil, á todos os llevaba á la cárcel.

Después, la que tan complacida y contenta estaba, quedóse repentinamente triste.

Acordábase de su madre, habíala perdido hacía dos años. Cuantas veces Margarita y sus amigas habían sido víctimas de ataques semejantes al que acaba de molestar á las niñas, Margarita entonces volvía huyendo á refugiarse en los brazos de su madre, echaba en el regazo de esta su cabeza, recibía sus caricias y ocurría en ocasiones que, cerrando sus ojos, oía cantar á su madre, y primero estática, respirando dulcemente, escuchaba; luego acometíale un grato desvanecimiento, no tenía sino la conciencia de que se hallaba como en el mismo cielo, y, por último, nada sentía, sonreíase su madre en este momento, conociendo que Margarita se acababa de dormir, y tal vez la niña dormida viera en sueños aquella sonrisa, como intensa luz que bañaba su alma.

Ya no podía gozar de esta dicha. El padre de Margarita era muy bueno, pero siempre estaba en su despacho ocupado con los patrones de barco y los mercaderes; su hermano navegaba por las costas de Portugal, y no hacía escala en el puerto sino de dos en dos meses, y Marietta, Marietta se había muerto ya. Marietta Elboni había sido una gran amiga de Margarita. Era una cantante que, enferma de gravedad, había ido á la villa á reponerse y había parado en casa de Margarita á instancias del hermano de esta; Marietta cantaba muy bien, pero no como cantaba la madre de Margarita; para esta, aquella voz sonaba como nada en el mundo.

Pocas cosas habrá más extrañas é interesantes que la melancolía de una niña, vivaz, inquieta, revoltosa como Margarita; esos momentos de tristeza parecen repentinas paradas de una avecilla herida por las púas de los zarzales.

Tan absorta se hallaba en sus pensamientos, que no oía la voz del tío Pajaritos, que pregonaba su mercancía de siempre, alborotándolo todo.

Parecíale á Margarita oir otra voz, oir las canciones de su madre, aquellas historietas que no tenían á veces ni principio, ni fin, ni asunto casi. Eran algo así parecido á las formas indecisas que en sus creadores ensueños entreven los pintores, ó á las dulces ideas-quimeras que entretienen y aguijonean la fantasía del poeta. Cosas por hacer, detalles que acusaban vagamente un conjunto, combinaciones de un pensamiento que va á enmudecer como idea para vibrar como nota, ó por el contrario, es nota que toma sentido de algo que se oye y se entiende, música que se hace cuento y cuento que se torna en canción. Semejanzas tomadas de las impresiones que acerca del mundo y de la vida se forman los niños; luz y color componiendo y descomponiendo incesantemente figuras sin la dureza del claro oscuro ni la firmeza del dibujo, apariciones que el niño entrevé despierto y completa en el sueño; canto matutino con que un pajarillo madrugador responde al primer alborear del día que ríe en el cielo.

«¡El limón de verdes hojas, limón de oro!» «¡Fuente de las rosas, duerme mi niña!» y como estas, aquella en que el diablo pregunta al marinerito náufrago qué le ha de dar este si él, con sus negras uñas, le saca del agua. El marinerito le ofrece sus naves cargadas de oro y plata, á su mujer para que le sirva y á su hija por esclava; pero el diablo no acepta y le pide á precio de la vida el alma… ¡el alma! es decir, la intención, la voluntad misma, la inspiración de lo bello, la aspiración á lo justo, la sagrada libertad de ascender á los cielos. ¡Jamás, jamás! Preferible es beber toda el agua del mar que no recibir después gota á gota la amargura de las lágrimas de la vergüenza como esclavo.

¿En qué mundo vivirán las carboneritas de la canción? Rendidas á la fatiga, abrumadas por los seroncillos del negro producto que vendían, ¡pobres carboneritas! pasaban descalzas, tiznadas, tiritando de frío. ¿De dónde son, madre, las carboneritas?

Y cadenciosas, adormecedoras, iban las canciones llenando de gracia bendita el alma de la niña. Parece que por estas canciones las madres desean fijar en el cerebro del niño impresiones que le libren de sueños tormentosos, para que en el mundo de los fantasmas no aparezcan para su niño sino los que ellas forjen ó evoquen. Juguetes de sombra y luz, visiones deleitosas, creaciones de una buena hada á quien Perrault hablara al oído é inspirara maravillas.

En todo esto no pensaría del modo que nosotros Margarita; pero se confesaba á sí misma que no podía explicarse por qué aquellas canciones le agradaban más que sus canciones de muchacha que ya se tiene por mujer, sino porque aquellas las cantaba su madre.

Miró el retrato de esta que en un marco negro ovalado pendía de la pared; humedeciéronse los ojos de Margarita y murmuró cantando á media voz mimosa y dolorosamente las primeras palabras de una de aquellas canciones, y sintió un consuelo extraño en repetirlas, como si rezara una oración, suspiró después, se limpió los ojos y siguió cosiendo.

—Margarita —dijo en esto el padre entrando en la habitación— ¡una gran noticia!

—¿Qué? —exclamó esta mirando á su padre y sorprendida, más que nada, de verle allí á aquellas horas, durante las cuales otros días se hallaba en su despacho tras un murallón de fardos y barricas, atisbando por la rejilla del escritorio las gentes embreadas que olían á aguardiente y á tabaco, hablaban breve y paraban poco en el despacho.

En tanto Margarita fijaba en su padre la curiosa mirada, este hacía por tardar en responder, como quien desea alargar, para saborearlo mejor, el placer de trasmitir alegres novedades. Era un hombre de rostro campechano, vientre un poco abultado y ojos pequeños y vivos. Cubría su cabeza entrecanosa, con un ancho sombrero de paja, y vestía un traje claro, en el cual se marcaban roces y zurcidos; llevaba su ropa de trabajo.

—Vamos ¿á que no lo aciertas? —añadió sonriendo á su hija.— No lo acierta mi caracolitos, no lo acierta.

—Tu caracolitos hoy no está para acertar nada. Me acordaba de mamá.

Nublóse rápidamente el rostro del padre, pero volvió con presteza á su anterior expresión de complacencia, si bien menos acentuada esta vez.

—¡Está en el cielo, hija mía, está en el cielo!… pero, en fin, ¿á que no adivinas quién me ha escrito?… Pues me ha escrito Fernando; llega mañana…

—¡Mañana! ¡Oh, qué alegría! —exclamó Margarita.

—Mañana. La Compañía Hispano-portuguesa le dará pronto el mando del vapor Setubal; tu hermano asciende á capitán. Solo siento que debe de ir á América, y los viajes serán más largos y tardaremos en verle. Viene con él el Sr. Ergoski, aquel caballero que te hizo el amor.

—¡Padre, qué cosas tienes! —Y la cara de rosa carmínea cambiaba en grana.

—Con que ya lo sabes. No he tenido tiempo para darte la noticia antes, y me vuelvo al despacho; prepáralo todo, que mañana les tendremos aquí; llegan en el Vasco de Gama.

—¡Pajaritos vendooo! —gritó entonces bajo el balcón el tío Pajaritos, con su voz de timbre burlescamente femenil por lo aguda, y cómica por su grave descenso en carraspera de garganta aguardentosa.

—¡Ay, papá, el tío Pajaritos! Aguárdate —dijo Margarita abalanzándose al balcón.— ¿Trae V. el canario, tío Pajaritos?

—No, señorita, traigo cosa mejor. ¡Es nada lo que traigo! un maestro, un tesoro, un hermoso ruiseñor — replicó la voz.

¡Un ruiseñor! Margarita mandó al tío Pajaritos subir inmediatamente, y poniendo las pequeñas manos sobre los hombros de su padre, mirándole imploradora, nada decía ni había para qué, pues bien marcado estaba en su lindísimo rostro el deseo y vivo el capricho.

Entró el célebre tío Pajaritos, astuto cazador de pájaros y burlador de chicos. Un viejo de rostro atezado, que el aire y el sol habían curtido y oscurecido, y al cual todas las malicias habían delineado en quebraduras y perfiles de socarrón astuto. Recorría las calles de la villa cargado de jáulas, en las que llevaba prisioneras multitud de avecillas y de cajas con caracolillos y conchas; llamábanle también por esto, ó porque las tenía en truhanerías, el tío Conchas. Vendía también galápagos de jardín, y contrastaban en su tienda estos lagartos encarcelados en sus conchas con los seres que solo viven felices por la libertad de sus alas; los mudos y toscos revolvedores del lodo, con los animalillos graciosos maestros de trinos y gorjeos, agitadores del aire; los galápagos, chancletas vivientes de la pereza, con las avecillas, emblemas animados del pensamiento; estas, según Margarita, servían de disfraz á los ángeles; por ellas nos alegraban y consolaban estos en el hondo valle de amargura.

—Sí, señorita, un ruiseñor rebelde y bravío aún; pero él amansará. Es de los buenos; cantará, y bien, como un maestro; ya le he puesto nombre: Maestrín —dijo el tío Pajaritos, posando en el suelo una jaula enfundada de percalina verde, forrados los alambres con acolchados de bayeta del mismo color, almohadillas como las de las paredes del cuarto de un loco, que bastábale ser independiente y artista para que como á loco se tratará al pobre Maestrín.

Dudóse un poco de las alabanzas del tío Pajaritos, que era hombre que engañaba á los chicos como chalán de pájaros y les vendía jilgueros á dos reales, mirlos á diez, hembras por machos, y aun hizo pasar por ruiseñor un vencejo rapaz, esa miniatura del águila.

Al fin el Maestrín fué comprado, y el tío Pajaritos dio algunos consejos respecto al alimento y cuidado que el ruiseñor exigía.

—¿Cantará, tío Pajaritos? —pregunto Margarita.

—Como un angélico, señorita; yo se lo fío. No hay más que esperar, esperar.

El padre de Margarita y el tío Pajaritos salieron dejando á la niña regocijada, pero tan tímida, que apenas osaba acercarse á la jáula; queditamente lo hizo y vió al pajarillo.

¡Desdichado cautivo! Conmovía mirarle. Pasado el primero y más terrible momento de esclavitud, luego de la desesperación y ciega cólera que todo ser libre siente al verse esclavo, permaneció arrinconado, altivo, desdeñoso, en el supremo dolor, en el valeroso sufrimiento del martirio, deseando la luz ó la muerte. No la luz que penetraba á través de aquel verde lienzo, con que se le quería engañar, simulando con bambalina trasparencias de hojas; la luz, toda la luz de que él había gozado en su libre existencia, la luz á que él cantaba en la noche al sentirse cerca de su amada y de sus hijuelos, á los que en dulces endechas profetizaba y prometía la cercana aurora. ¡Deseos sentía Margarita de darle libertad! ¡Ah, pero nó; ella le cuidaría, ella le amaría, sería como un lindo hijito para ella!

¡Pobre Maestrín!

—No sabes —dijo á Margarita su padre cuando, llegada la hora, se hubieron sentado á comer— no sabes que con esa contrata, por la cual has de dar á tu artista ese plato de corazón, adormideras y cañamones, me pareces al empresario de Marietta. Marietta, para pagar las deudas que dejara su padre al morir, recibió una crecida cantidad dejando al usurero en pago todas las ganancias que ella pudiera lograr en siete años; á tal esclavitud llegó con el contrato, que para redimirse en poco tiempo dándole en este lo que hubiera esperado ganar en siete años, cantó, cantó desesperada, y jamás alcanzaba la suma, y se ha matado cantando con furor. Tiéntale á tu pajarito con la redención, y no tendrás oídos con que oírle.

—¡Bah, papá, qué bromas! mi pájaro cantará gustoso —repondió la niña.

—¿Cómo?

—¡Lágrimas quebrantan peñas! como V. suele decir.

II

—¡Jesús, Dios mío! ¿Por qué les entrará á las gentes ese afán de casar á las muchachas? Algunas veces parece que tienen empeño en echarnos de casa —se decía Margarita al día siguiente, acabando de poner en el cenadorcillo del jardín, y sobre la mesa circular clavada en el suelo, botellas de cerveza amarillo naranja con espuma blanco de ámbar y vasos de recio cristal.

Frente á la joven, ocultando su cabeza con un enorme periódico y sentado en una silla de jardín, se hallaba el capitán Eluso, hombre poco afable, de cabello negro, ni largo por excentricidad ni corto por aseo, sino enmarañado por descuido, rostro moreno, nada feo, pero sí en apariencia por lo huraño del gesto; esto hacíale parecer más viejo, no siendo hombre de más de treinta y un años.

Aquel era el hombre de hierro; así le llamaban; un valeroso viajero, un marino arrojado, un hombre, en fin, cuya voluntad iba mezclada á la vida, á punto de que si el imposible existía, el imposible había de ser el punto contra el cual, á fuerza de choques tenaces, habría de morir el capitán. Parco de palabras, paciente en los propósitos, y el mismo hierro en tenacidad y dureza para acabar los empeños.

—Sr. Eluso —dijo Margarita con timidez— ¿sabe V. si vendrá con mi hermano el Sr. Ergoski ó si se queda en el hotel?

El tosco capitán se encogió de hombros, y solo en dulcificar un poco la mirada podía conocerse que había puesto en ella algo de galantería; luego volvió á enfrascarse en la lectura.

—¡Como mi Maestrín de hosco; solo que este jamás cantará! —se dijo Margarita.

Aquel día iban á refrescar en el jardín el padre y el hermano de Margarita, que acababa de llegar acompañado del rico extranjero Sr. Ergoski. Fernando y Ergoski habían salido á la fonda donde vivía este, y el padre de Margarita no podía tardar.

Dejando solo al capitán, volvió Margarita á la casa por los senderitos del jardín, mirando muy atentamente al cordón de verdes plantas y vistosos pensamientos que á la derecha cerraba el camino, festoneándole paralelamente á otro igual tendido por el opuesto lado; diríase que Margarita iba leyendo en aquella línea de flores. El Sr. Ergoski venía á pedir la mano de Margarita. Era un caballero joven, muy pulido y ceremonioso; salían de sus labios muy oportunamente sus palabras, y estaba en el punto obligado de toda cortés demostración, sin pecar ni de más ni de menos; manteníase silencioso cuando no ocurría necesidad de hablar, y en caso contrario lo hacía discretamente. Era rico, muy rico; y un poco raro. Hacía más de seis años que no veía á su madre, con la cual cumplía quincena por quincena en cartas de severa diplomacia. Guapo era, ciertamente; demasiado blanco tal vez; su rostro, un poco frío; en él no había expresión viva, lo que se llama animación; parecía estar dotado de una expresión regida á voluntad. Margarita no sentía repugnancia hacia él ni le era desagradable; pero no creía ella que esto fuera bastante para decidirse á aceptarle por marido. El extranjero y el capitán iban á emprender con el padre de Margarita y con su hermano atrevidos negocios, para hablar de los cuales sin duda se reunieron en el cenador.

Margarita había oído aquella mañana á su padre y á su hermano Fernando, los cuales la habían consultado la voluntad de Ergoski; estaba decidido á tomarla por esposa; de ella dependía no más. ¡Dios mío! —decíase Margarita— ¿cómo puedo decidirme tan pronto? ¡Dos días! ¿Qué prisa tendrán?

El capitán Eluso se impacientaba evidentemente; apenas Margarita hubo penetrado en la casa, cuando se alzó, dobló el periódico, miró su reloj y dió un golpe fuerte sobre la mesa, produciendo un estremecimiento de vasos y botellas que amagó derramar la cerveza.

—¡Por fin! —exclamó.

Fernando, el padre de Margarita, y M. Ergoski entraban por la puerta del jardín; al poco tiempo se habían sentado y charlaban de negocios y bebían en grande; convinieron todos en un acuerdo; después de las sensatas observaciones del padre de Margarita, los entusiasmos de Fernando, las finas y oportunas advertencias de M. Ergoski y los decisivos y lacónicos exabruptos del capitán, el negocio que los había reunido quedó resuelto.

—¿Pero y Margarita, padre? ¿Por qué no baja Margarita?

Margarita no estaba lejos; pero no se atrevía á acercarse.

M. Ergoski no hizo aprecio de la pregunta de Fernando, y dijo con la mayor frialdad que, como la villa era poco animada, iría á pasar seis días á Valencia y volvería á la hora fijada aquella mañana. Bien conoció Margarita que esta hora sería la señalada para dar ella su respuesta, y picóle un poco á la niña la indiferencia de su pretendiente.

—Pero padre, ¿no viene Margarita? —añadió Fernando.

—Déjanos de faldas, grumete —dijo con rudeza el groserote del capitán.

—¡Qué oso! —pensó Margarita y se alejó de allí.

Cuando todos se hubieron marchado no fué pequeño el asombro que recibió Margarita al oir á su padre que la dijo, haciendo por contener la risa, y apenas pudiendo dominarla.

—Vamos, jamás, jamás lo hubiera creído ¿pues no me ha dicho ese cabeza dura de capitán llamándome aparte al salir del jardín: Tiene V. una hija, lista, buena, y si V. y ella quieren me caso. Otro novio, chica, otro novio; un marido que no se te romperá, no haya miedo… ¡El hombre hierro… ja ja!

—Elige, Caracolillos, elige.

—¡Uf! ¿ese salvaje? No habría que dudar; prefiero al D. Dengues de M. Ergoski.

III

Margarita no se cuidaba de otra cosa sino de su lindo ruiseñor; dábale lástima el pobre Maestrín. Cuando Margarita le vió comer, tuvo un momento de gozo; pero bien pronto comprendió que nada suponía que aceptara el pajarillo la comida, porque seguía huraño y triste.

Cuando por casualidad pasaba por allí el tío Pajaritos, consultaba con él Margarita.

—Señorita, ya cantará; esperar y esperar —respondía el tío Pajaritos.

Pero la niña dudaba. ¡Oh! ¡Cuánto hubiera dado ella por resolver el problema este de ablandar á su fiero Maestrín! Más hubiera preferido que la dejaran en tal empeño, que no que la obligasen á decidirse si había ó no de aceptar por marido á M. Ergoski.

No se atrevía la niña á dirigir palabras cariñosas á su pájaro, porque no bien se acercaba á la jáula, el Maestrín, que más había de entender de guerra y de locura que de poesía y músicas, según las muestras que de ello daba, revolvíase furiosamente en la jáula con peligro de matarse á los recios golpes.

Pero Margarita no pudo ya dominarse, y se atrevió á decirle con su mimosa voz de puro y fresco sonido…

—Maestrín, bonito —y añadió tiernas y lisonjeras palabras que hubieran podido servir de invocación en un Idilio cantado por los pájaros alegres para ufanar á las flores.

El artista se estremeció; fué aquel un estremecimiento simpático; después inclinó su cabecita y miró á la niña con sus lindos ojos; entonces era el artista que jamás puede negarse á las impresiones del arte. «Esa voz,, parecía decirse pensativo, es gorjeo de buena música. Yo he oído y he ejecutado esas notas tan hermosas; diríame la ilusión que no vivía tan apartado como pensaba del mundo en que he vivido siempre, que no estaba tan lejos de aquella ramita cerca de la cual se hallaba mi nido.»

Y volvió el pájaro á caer en la tristeza, sin duda porque en él se daban tales recuerdos.

—¡Pobrecito mío! Maestrín, ¿no cantas? —exclamó un día Margarita— y de sus labios salieron palabras cariñosas, diminutivos que se reducían en la dulzura y la delicadeza del acento á dulces arrullos, y con tono de sonoridad gutural producían algo semejante á gorjeos, y con ruidos de besos remedaban piadas, suaves, acariciadoras; el pío de los pájaros es eso tan exquisito: un beso en música; el beso estalla y se hace nota.

El pájaro volvía á estremecerse, y tornábase más atento y sorprendido.

«En esa voz hay algo que yo reconozco —se decía— en ella palpita el amor.»

Pero cuantas veces intentaba acercarse Margarita á la jáula, otras tantas el artista, recordando su triste condición de esclavo, volvía á rebelarse furioso.

Un día Margarita cantó, y en este, como todos en los que el Maestrín la escuchaba:

«Este diablo de muchacha —se decía— me va á dar lecciones;» y seguía escuchando haciendo aprecio como inteligente de aquel canto y como compositor, entreteniendo tal vez su tristeza, creando en el pensamiento nueva música, sorprendentes creaciones con que divertir á su amada y vencer á sus rivales si alguna vez ¡vano sueño! volvía á su bosque, más feliz al verse libre y más docto en su divino arte.

Pero no cantaba; el día mismo que habían ocurrido las escenas antes referidas, Margarita, preocupada, había olvidado á su pájaro; pasó junto á él como lo hacía los primeros días; más aún, sin mirarle.

Entrada ya la noche, y cuando la niña se retiraba á su cuarto, el pajarillo se conmovió; tal vez con aquella nueva pérdida, con la falta de aquel consuelo, no pudiera avenirse fácilmente. La luna llenaba de escarchas de luz plateada el mar; el silencio era solemne. Margarita oyó con viva conmoción piar dos ó tres veces á su pajarillo, piaba á manera de preludios. ¡Maestrín canta! hubiera gritado; pero se dominó y escuchó. No hay emoción semejante á la que produce oir por vez primera el canto del ruiseñor.

A los preludios siguióse un silboso canto, prolongado, lleno de tristeza; en él se hallaba el gran secreto que Maestrín había descubierto en Margarita; en él palpitaba el amor; luego lanzó sonidos llenos, vigorosos, endechas tristes, quejidos y protestas. ¡Era un artista maestro; sabía muy bien lo que se hacía! Luego sobrevino un silencio que dejaba al que oía suspenso ante lo escuchado y anheloso de lo que esperaba oir; rompió después en aparente desconcierto, como inspirado por la desesperación; calló durante menos de lo que dura un suspiro, y la queja lamentosa y tiernísima dejábase oir; después flajelaba con ella el aire, mandábala á su nido amado, al cielo en demanda de la libertad perdida.

Margarita lloraba sin saber por qué.

—¡Maestrín celestial —decía con vehemencia— qué alma más hermosa tienes!

Mas á la noche siguiente asaltó á Margarita un terrible temor; al oirle cantar durante toda la noche, acordóse de Marietta, que, desesperada, cantaba por redimirse de su opresor. ¡Marietta, pobre Marietta; quizá hubiera muerto! ¿Padecería Maestrín de ese terrible vértigo que lleva á morir cantando?

Marietta cantaba por joyas, por el oro, por complacer á un público que no la estimaba sino en tanto la oía; pero Margarita amaba á su pajarillo como á un hijo, y celosamente velaría por él; poco á poco moderaría su afán, quitándole de sitios que pudieran sobreexcitar su inspiración; y en efecto, tal empeño puso en ello, que Maestrín no se asustaba ya, antes bien recibía gozoso á su amita… pronto estaría vencido.

Con esto habían pasado los seis días; ¡diablo de muchachas! Margarita algo había pensado en ello, y hasta en el extravagante capitán, á quien hubiera comparado en lo fiero con su Maestrín; pero esto del capitán era cosa de reírse al pensarlo.

—Vamos, Margarita, ¿qué has resuelto? —le preguntó su padre.

—Nada… contestó azorada la niña.

—¿Aún estamos así? Hasta el oso del capitán te ha escrito, y hoy viene M. Ergoski.

—¡Ay, Dios mío! no me acordaba de la carta; me dieron una carta esta mañana, pero distraída con el ruiseñor… será del capitán la carta.

—Claro, como tienes la cabeza á pájaros —dijo Fernando.

Margarita en efecto había recibido aquella carta; pero como no esperaba ninguna, la dejó en cualquier parte y dióla al olvido.

Abrió la carta, la leyó, quedó un momento pensativa ante su padre y su hermano, que esperaban oir gustosos las chocarrerías del capitán… y dijo:

—Pues bien, ya me he decidido.

—¡Ya!

—Padre, elegiría al capitán con tu venia; podéis leer lo que me escribe y me decide.

«Adoré á mi madre, amaría á mi mujer y adoraría á mis hijos.— El capitán Eluso

—¡Padre, mi madre me enseñó á amar! El hierro se trabaja y ablanda con el fuego; el mármol se rompe con facilidad; de el uno se hacen máquinas, y el otro es bueno para cubrir sepulturas.

El maestrín es hermano gemelo del capitán.

El gorro de papel

Á D. José Blázquez.

I

La guerra era inevitable.

La razón de tan tremendo caso, tan solo conocida de los grandes diplomáticos y capitanes, no podré exponerla; lo único que se puede decir es que los cristianos se disponían á zurrar de lo lindo á los mahometanos. Entiéndase que no eran todos los cristianos, sino los españoles, y que se intentaba vapulear, no á todos los mahometanos, sino á los moros.

Había, en fin, guerra dispuesta entre moros y cristianos.

Los preparativos eran grandes en casa de Carlitos, nombrado por sí mismo general en jefe; componía con papel dorado la empuñadura de su sable de madera, que le había servido en otros encuentros de guerra; colocábase cruces y galones, charreteras y gola, porque lo valiente no quita nada á lo ostentoso y brillante; y de todos los rincones de su cuarto de juguetes, que le servía de sacristía cuando oficiaba de obispo, y de parque y de arsenal cuando sentía arderse en fuego bélico, fueron saliendo banderas, lanzas, cornetas y tambores. Ante estos preparativos hasta los espejos y los muñecos de rinconera podían temer una catástrofe.

El héroe arreglaba sus armas.

El balcón del cuartel estaba abierto de par en par, descubriendo un hermosísimo cielo azulado, y los altos árboles del jardín luciendo los matices verdes, amarillos, morados y rojos de las hojas otoñales; imperceptible movimiento las comunicaba un ligero vientecillo, produciendo ese ruido dulce de soplo lejano que el huracán eleva hasta semejarse á un oleaje furioso; y todo convidaba al goce de la paz, y más que aspecto de guerra ofrecíase un risueño y tranquilo aspecto, tanto que ante la perspectiva de un cesto de doradas uvas y un trozo de pan que comer bajo los árboles, se hubiera comprado al guerrero, y por entonces los moros hubieran logrado alguna suspensión de hostilidades ó tal vez una paz de larga duración.

Ya dispuestas las armas, Carlos notó que le faltaba el sombrero de tres picos, distintivo de su categoría; exploró en los rincones, y por último se fué por la casa en busca de lo que no hallaba, hasta que la fortuna, que hace de los más jóvenes sus predilectos, puso ante sus ojos un ancho periódico, de recio papel, el número del día no sé si de La Epoca ó de El Progreso, y en rápido medir, cortar y doblar, plegando y ajustando con gracia extremada, convirtió el periódico en sombrero de general, cuando los generales los llevaban, cosa que ignoraba Carlos, y menudencias y distinciones que apunto, porque ellas suman en la historia muchas veces los resultados gloriosos. Lo cierto es que tuvo su sombrero.

II

Sobre aquella cabecita rizada, rodeando sus blancas y azuladas sienes por cima de su frente candorosa y en que, como en la de todos los niños, se veía difundida una claridad que parece gemela de la del alba en el cielo, estaba un mundo. Cuatro negras bandas formadas por las columnas impresas, se perdían en los dobleces hechos primorosamente por los dedos del general.

Y en aquellas bandas había mayor guerra y mortandad que en todas las batallas. Ataques, defensas, luchas, victorias sin cuento, el combate de todos los días, el acta de la gran lucha humana por la libertad y por la civilización. El niño ignoraba que su gorro era todo un ejército, que cada columna impresa lo era de guerra, que desde el artículo de fondo hasta la última noticia representaban un combate de ideas, de pasiones, de intereses, de aspiraciones, de desengaños que en breve espacio desarrollaban escaramuzas, retiradas, ataques y defensas; ignoraba que todo aquello tan deleznable, tan ligero, tan despreciable, aquel papel manchado llevaba fuerza bastante para derribar una conjuración de reyes. No es extraño, aún hoy lo ignoran los hombres.

Pero si grande era la Babel que soportaba en su cabeza, no era menor la baraúnda que armaba dentro de ella su imaginación. La guerra iba á comenzar.

Un general ha de acudir á todas las partes de su ejército, pero Carlos las llevaba todas en sí. Daba los toques de atención, escudriñaba vista adelante la presencia del enemigo, y pensaba y ejecutaba por sí mismo el plan. ¡Ah! que los moros no se habían descuidado; en la habitación contigua se hallaban, Carlos los veía con grandes barbas, amplios albornoces, turbantes mayores que un almohadón de lana al pié, bigotes tremendos, y alfanjes que habían de cercenar cabezas como las hoces siegan espigas.

La lucha comenzó; el valiente capitán desenvainó su espada, y la blandió en molinete y revueltas tenaces; ya retrocedía por librarse de los golpes del enemigo, ya avanzaba para asestárselos seguros, y por valer más que todos los héroes conocidos, él peleaba y arengaba á su ejército sin que un soldado retrocediese, sino cuando él retrocedía, ni avanzase sino á la vez que él avanzaba; y no diremos que se movía como un solo hombre, porque sería impropio, pero sí como un solo chico, y eso que según el estruendo, más bien parecían tres mil. Y en cuanto á perspicacia y talentos militares qué os diremos, sino que cuando muchos generales no ven al enemigo aun teniéndolo en las narices, este veía millones de soldados, jefes y reyes moros, donde cualquiera no hubiera visto sino una habitación con muebles alineados; y donde, á no alborotar el gran capitán, no se hubieran oído ni las moscas.

—Pero había enemigos, tantos y tan tenaces, que hubo necesidad de atrincherarse, colocando barricadas de sillas y haciendo fuertes de butacas; más presto la victoria coronó la batalla y pasillo arriba y escalera abajo y aun por todo lo largo del jardín, el ejército cristiano persiguió legiones de moros invisibles.

III

Los efectos de la lucha fueron tremendos. El general, pasadas algunas horas de correr y pelear, sintióse rendido y durmió sobre sus laureles y bajo un copudo árbol. ¡Cuán hermoso sueño, arrullado por los rumorosos ecos que acuden de todas partes cuando el hombre se halla en la soledad de la naturaleza! Por párpados parecía tener dos corolas de rosa, agitaba el aire sus rizos, su boca fresca emitía aliento de pajarillo y bajo su pecho agitábase dulcemente su corazón tan grande quizá y de la naturaleza misma de los Magno-Alejandros, su mano derecha mantenía desenvainada la terrible espada, y de la izquierda, abierta por la laxitud del sueño, se había desprendido el estandarte real.

¡Cuán ajeno estaría al dormirse de haber causado un desastre! Su guerrear había roto en mil pedazos la cabeza de un ilustre personaje. Su hermano mayor, en el limbo de la fantasía guerrera y heroica, la cabeza de un D. Quijote de yeso!

Si de puntillas os hubiérais acercado al general, hubiérais leído un artículo en que se ponía de vuelta y media á los héroes con sacrilega impiedad; felizmente el aire llevó el ligero papel, arrastrándole á su soplo juguetón, y pasó aquella defensa de la paz por la cabeza de Carlitos como pasan muchas ideas por los ojos de muchos grandes hombres, dejándoles en sueños y quimeras.

Ante aquel niño dormido sonreía Cervantes. Excusado es decir que los moros han de volver á presentarse, pero confiamos en nuestro general.

Una pregunta impertinente: ¿Por qué los sueños del luchador-obrero, combatiente útil, no se dan en los niños? Porque esto está todavía muy lejos del pensamiento de los hombres, me contesto, y acabo mi crónica de la guerra de moros y cristianos, destinada á ir inserta tal vez en un gorro de papel.

La feíta

I

Desde el día de su llegada á Madrid, Andrés Lasso iba todas las mañanas al hotel de María Nieves, la amiga de su madre.

Allí almorzaba algunos días y permanecía dos ó tres horas siempre, junto á las niñas, que bordaban en el jardín ó en el gabinetito ochavado junto á la galería de cristales.

Aurora, Cristina y Andrés habían pasado juntos su infancia en Granada; se conocían, ó creían conocerse, y seguramente se amaban.

Las niñas le esperaban con impaciencia, y se apenaban cuando por acaso el joven dejaba de ir algún día; Cristina entonces temía que le hubiese ocurrido alguna desgracia, y Aurora se enojaba, achacándole el defecto de la volubilidad ó el de la inconstancia.

Aurora tenía ese dominio exigente, esa soberbia de reina, que es como el producto fatal de toda hermosura femenil.

Cuando la manecilla del reloj apuntaba minutos más de las nueve y Andrés no había llegado, Aurora exclamaba:

—Pues señor, Andrés se da importancia durmiendo más de lo que puede tolerársele á un poeta.

Cristina, en cambio, era siempre la que á través de la verja del jardín y de los troncos de los árboles descubría al joven cuando este llegaba por el paseo.

—Ya le tienes ató, mujer, solía decir Cristina á su hermana con voz de cierto dejo de melancólica reconvención.

Ya le tienes ahí, exigente, codiciosa, afortunada insaciable; le reclamas enojada por su tardanza, cuando te pertenece por completo, como te pertenezco yo y te pertenecemos todos. Esto quería con tales palabras decir Cristina, si bien se hallaba al decirlas, tan lejos de la envidia como interesada á pesar suyo, en defender al joven.

Era este un poeta, que saliendo del período en que los sueños dominan, había llegado á la época de laborioso trabajo de meditación; pero vivía aún en el ascetismo artístico, esperando el momento en que se abrieran sus alas para volar en el torbellino de la vida, describiendo por su agitada actividad, espirales mareadoras en torno del incendio continuo, voraz, flameante, humoso del drama; trabajo de la edad viril de los poetas, lumbrera de los pueblos.

Andrés se hallaba, á merced de ese miedo, que aprieta el corazón de todo combatiente al oir el estruendo y mirar las nubes de la guerra que allá á lo lejos mantiene el ejército al cual debe reunirse el novato y en cuyas filas ha de pelear.

¡Momento de ambición y de terror!

Andrés esperaba, y además se hallaba detenido por un sentimiento extraño, le había paralizado el asombro que hubo de producir en su alma la belleza de Aurora.

La niña aquella de otro tiempo no existía; la hermosura que se le había ofrecido ante los ojos tenía mucho de sorpresa dispuesta por el acaso.

Andrés llegaba al hotel y permanecía silencioso, desconfiado, triste, á merced de locas esperanzas, de temores pueriles; contemplativo, extático, torpe, embobado junto á Aurora.

Aurora y Andrés se habían obligado mutuamente á mantener entre ellos cierto deber no muy bien determinado, por el cual, Andrés debía acudir puntualmente á la visita diaria, y ella estimar la puntualidad; pero Aurora gozaba en ser injusta, dura en el castigo de las faltas y no muy expresiva al estimar el exacto cumplimiento del joven.

Ella estaba segura de su dominio absoluto, era hermosa, magníficamente hermosa. El rostro ofrecía esa belleza permanente de las líneas y esa vitalidad deslumbrante de la gracia; ojos con luz cual la de las estrellas, notas luminosas con toda la revelante expresión del pensamiento, eso que hace de la pupila un foco más grande que el sol mismo, una luz que tiene alma! Boca risueña, pura, flor por el colorido y por el perfume; fruta por lo tentadora y gustosa; corrección escultural de formas, movilidad gentil en todo su cuerpo; era atrayente y deslumbrante.

El mayor encanto teníale su voz, tan pegada á su pensamiento, tan en armonía con su modo de decir, que su voz era su estilo; una voz juguetona, fugitiva, sobresaltada á veces, con acometimientos de risa inesperados y lentitudes dulcísimas, prolongaciones adormecedoras; al propio tiempo ofreciendo tales cortes de sonido, sorprendiendo con unas tan inusitadas desentonaciones que, por el modo de hablar, revelaba cuán adorable era, pero cuán temible á la vez.

Andrés la temía tanto, que no hallaba medio de expresarla el profundo amor que por ella sentía, no encontraba oportuno momento de hacerla su confidencial é íntima declaración.

Aurora jamás quería escucharle; además nunca se hallaban solos, siempre Cristina, aquella inseparable Cristina, aquella muchachuela triste, silenciosa, tal vez apenada, permanecía junto á su hermana; parecía su sombra.

Como dos músicos locos que intentan ponerse de acuerdo, así estaban el corazón y el cerebro del joven, aquel abrasando las ideas y este sin poder ceñir el tumulto de pensamientos que le asaltaban al discreto y regulado molde de un buen discurso.

Y sin embargo, las ideas y los sentimientos propios para una apasionada revelación le abrasaban el pecho y la cabeza.

Cristina no comprendía lo que pasaba por el joven, Aurora sí, Aurora se gozaba más al notar aquel temor que se hubiera gozado al oir su tierno rendimiento.

Un día Cristina quiso saber qué causa motivaba la inquietud y el sombrío aspecto de Andrés; sin duda sentía por este la curiosa solicitud de una hermana ¡quién sabe!, puede que se aventurase á soñar en audacísimo delirio con alguna atrevida esperanza.

Andrés había llegado hacía muy poco al hotel. Era aquella mañana una hermosa mañana de primavera; el ambiente ruidoso, y caldeado por el sol, estimulaba á mayor grado las energías de todos los seres vivos; el joven, á pesar de esto, parecía como si estuviera á merced de esa debilidad ó se hallara en esa postración que produce la convalecencia de una enfermedad grave.

—Por Dios, ¿qué tienes, Andrés? —se atrevió á preguntarle Cristina.

El joven no replicó.

Aurora comenzó entonces á censurar el romántico silencio de Andrés, abriendo escape al sonoro chorro de su charla en palabras, ondulantes, ligeras como la espuma, frescas, brilladoras, fluidas; pero agitadas por burlona intención; saltando como agua al repetido batir de mano juguetona.

¡Ah! en la cruel volubilidad de su herencia y sobre todo en la profunda pena con que Andrés escuchaba á su hermana, halló Cristina descifrado el secreto que había deseado descubrir.

—Está, está condenado al silencio, se dijo. ¡Oh, no sabe él todavía lo que eso es! Cristina sintió al pensar esto un enternecimiento extraño, y levantándose dijo con desparpajo y ligereza en ella impropios, que deseaba realizar un proyecto: disponer una sorpresa, y que les prohibía durante dos ó tres días hacer cuanto hacer intentasen por averiguar su intento.

Y diciendo esto se alejó y entróse en el hotel.

—A ver si así el pobre Andrés se libra de esa angustia, pensaba y se decía Cristina al entrar en su cuartito.

II

Mayo es pródigo, personifica la vida, la magnificencia de la vida.

Mayo es recibido en Madrid con salvas de cañonazos, cánticos de gloria y armonías religiosas; el viejo Madrid se agita tembloroso á la acción del efluvio primaveral; esta es para él una época de regocijo gentílico; pueblo meridional conmovido sensualmente bajo su hermoso cielo azul, siente hervir la sangre al fuego del sol. Mayo hiere á Madrid en el corazón. Mayo le hace tirteano y báquico, comienza homéricamente coronado de laurel y acaba coronado de pámpanos en la saturnal de San Isidro.

Mayo es un mes de paganismo, no se rinde, ni abdica sino ante el más bello ideal: la mujer; y no pudiendo tributar públicamente á Venus su culto, brinda las flores á la más grande forma de la idealidad, á la tímida, pura y cándida diosa del cristianismo, á la Virgen sin mancilla.

Por esto saturando de perfumes, llenando de vigorosos esplendores, el hotelillo, á la hora en que los niños de los barrios extremos y de la villa separados por desmonte, pradezuelos y campos de trigales, hacían competencia á los grillos silbando en las pepitañas; á la hora en que los obreros tornaban al trabajo luego de haber dado fin á su almuerzo frugal; Mayo embriagaba el corazón de Cristina llenándole de un entusiasmo inexplicable; era lo que sentía algo así como una necesidad de festejar á su vez en medio de aquellas tumultuosas armonías del festival de la primavera; un deseo de contentar el ánimo silenciosa, dulcemente, dando al corazón un desahogo; abriendo sin ruido las galas del sentimiento, cumpliendo bajo el religioso motivo del culto con el placer de llorar ante la ficción de lo divino, por el dolor más humano: por el amor no cumplido.

Era fea; sí, fea, según decían y según pensaba ella misma; no le apenaba esto, no, ¿qué había de hacer contra la suerte? ¡Oh, nada! resignarse; llorar ¿por qué? ¿por eso? no… pero lloraba.

Hallábase arreglando el oratorio, preparando los ramos para adornar el altar de la Virgen; esto le divertía. ¿No tenían Andrés y Aurora qué hablarse? Pues librándoles de su presencia, podrían entenderse; esto se dijo, y maquinalmente fué á mirar por la ventana. ¡Dios mío, lo que vio! ¡Aquello era un sueño, Andrés arrodillado ante Aurora la miraba suplicante y desesperado, y ella reía sin tino, burlonamente con refinada crueldad!

Cristina sintió que le amagaba un desmayo, pero retirándose el fondo de la capilla, después de colocar dos floreros en ella, se postró de rodillas llorando y exclamó:

—¡Por qué, por qué, Virgen mía, no soy hermosa! ¿Por qué soy fea?

Dos lágrimas brotaron de sus ojos, cristalinas, purísimas, brillando un momento apagándose, evaporándose, y puede que por misteriosa ley, transformándose en otros reflejos, en misteriosas chispas huyeran y tal vez ellas sean la luz que á este pobre narrador de cuentos viene hoy á revelar lo que nadie había sospechado, la existencia de una hermosura superior, la hermosura singular de un alma, que llora por la belleza!

Hé aquí lo que ofrecen las vírgenes muchas veces como esencia de las flores puestas en el altarcillo de su diosa inmaculada.

Cartouche

Á D. Manuel Pardo Regidor.

I

Tomasillo y Antoñico andaban por sendas, caminos y veredas, unas veces pisando la nieve ó sobre el hielo, y otras recibiendo los ardientes rayos del sol de Julio, mendigando en invierno y espigando por los rastrojos en verano, y siempre picoteando los desperdicios de las aldeas ó de las eras, sin otro amigo ni otra ayuda que la compañía de un perrillo feo y flaco, de nombre Chusco.

Noche tras noche, y día tras día, pasaban los huerfanillos y el perro rebuscando leña que robar en el monte, mendrugos que recoger en las aldeas y uvas y espigas que cosechar en el campo.

Se les veían las carnes por los jirones de sus camisillas raídas y de sus calzones rotos, y sus piececillos se arrecían de frío sobre el hielo ó se abrasaban en la arena de la llanura, y las guijas y pedruscos les herían sus plantas como las zarzas punzaban sus carnes.

Pero casi nunca estaban tristes, porque Chusco, su compañero, era un perro que acreditaba tal nombre y correteando unas veces, ladrando sin causa ni motivo otras, y haciendo mil diabluras, les recordaba el jugueteo y les provocaba al retozo.

Llevóles su buena estrella, que hasta entonces sin duda no comenzó á lucir, á la puerta de un soberbio palacio de la ciudad, construido todo él de piedra, que en puertas y ventanas, aparecía, por los dibujos elegantes y sutiles calados, no de piedra, sino de finísimo papel recortado con tijeritas de bordar.

Dispúsose un criado á llenarles el zurrón de mendrugos y á darles dos grandes cazuelas de sobras de comida, cuyo olor había de tener gran fuerza en la nariz de Chusco, pues no bien le llegó al hociquillo, debióle recorrer por todo el cuerpo, puesto que le salía la satisfacción por el rabo; tanto lo agitaba con vivo movimiento de un lado á otro y de arriba abajo.

Ya iba á entregarles la ración el criado, cuando salió del palacio una hermosa señora, de rostro pálido, dulce y cariñosa mirada, aspecto severo y paso majestuoso. Venía vestida de negro y la acompañaba un lacayo, vestido igualmente de luto.

Si los niños hubieran sabido que aquella señora era nada menos que una señora duquesa, y si hubieran podido comprender la importancia del título, que la colocaba casi en la categoría de los reyes, pues era la duquesa de la Flor de Lis de la Mota de Sangre, si hubieran sabido que desde la muerte de su esposo el duque, y de la pérdida de sus dos hijos, el que habría sido duque y otro que no hubiera sido cosa menor que marqués, se hallaba la señora entregada á la devoción y á la caridad, los niños no hubieran mostrado tanto temor, si bien no menos respeto que sintieron al verla aparecer.

Preguntó al criado quiénes eran los niños; este les preguntó á su vez quiénes eran, de qué vivían, cómo habían llegado hasta la ciudad y otras mil particularidades, á las que Antoñico, el más resuelto de los dos, contestó como una cotorra.

—Dios les envía, dijo la señora; estos, estos son los que recogen en los campos los restos de la riqueza de Dios; á estos Dios les manda. Son los llamados á recoger lo que aún queda de la pasada grandeza. Súbalos V., que los laven y los vistan…

Al decir esto la señora rompió á llorar empapando en sus lágrimas un finísimo pañuelo que, á ser grueso como la tela del zurrón de los niños, hubiera sido igualmente empapado, y luego, cogiendo la cabeza de Anjtoñico y la de Tomasillo, los estrechó y besó en la frente. Hay en el aparecer de la caridad lo que en el aparecer del sol: es imposible mirar á estas almas llenas de luz; ó bajáis los ojos al suelo ó sentís los ojos débiles y deslumbrados humedecidos por el llanto.

Los criados lloraron.

Los niños se vieron lavados, peinados, vestidos, hermoseados y limpios. La señora había hecho un voto; dar toda la felicidad, todo el amor que hubiera dedicado á sus propios hijos, á los hijos que Dios le enviara. Caridad magnífica, martirio y abnegación ejemplar y cristiana: toda aquella virtud sobrecogía de admiración.

Tomás y Antonio no podían explicarse lo que les acontecía; ni aun se habían fijado en que por primera vez se hallaban sin su perrillo Chusco. Temiendo este, como todo perro pordiosero, atravesar la puerta de una casa y más la de un palacio, esperó á los niños; se fué á mirar al portal desde una respetuosa distancia, olfateó la tierra, y por último, echándose sobre sus patas traseras y con el hocico en alto, mirando al palacio, á la gran masa de piedra, á la mole inmensa por cuya boca habían desaparecido sus dos amigos; quedóse temblando, no sé si de frío ó de miedo, pues no debía inspirarle mucha confianza casa de portal tan grande, cuando por experiencia de sus costillas sabía que siempre había un palo escondido para los que se atrevían á mostrar la nariz ála puerta de tales moradas.

Los niños como no habían tenido jamás la dicha de hallarse bajo otros techos que los de los establos y pajares, se encontraban llenos de asombro; creían que eran héroes de algún cuento de hadas como aquellos de los cuentos que habían oído narrar á los pastores y los carboneros del monte.

Estaban tristes; les había acontecido lo que á los pajarillos cazados por red; se les sorprende alegres, revoloteando y piando, y luego quedan en la jáula mudos y amodorrados y espiran de melancolía.

Se hallaban en un salón del palacio, cubierto de pinturas, lleno de riquezas, alfombrado y magnífico; sobre el cuadro de luz que en el suelo recortaba el marco de una ventana, estaba echado un perro con el hocico entre las patas y apoyado en el suelo, actitud de pereza, de confianza propias del que está en su casa.

En su casa estaba; era King, el galgo favorito de la señora; tenía una manteleta de grana y una corona bordada con hilo de oro; aquel perro era casi un señorito, y no se acercaron á él los niños; pero recordaron entonces á Chusco.

Asomóse Antoñico á la ventana y vió al perrillo en medio de la calle en el momento mismo en que el criado se dirigía hacia él con una vara; le vió después descargar sobre el perrillo tales varazos, que Chusco huyó despavorido ocultando el rabo entre las patas y corriendo como si no pisara la tierra.

—¡Nuestro perro! dijo con tristeza á Tomás.

Los niños quedaron un momento indecisos y tristes.

—¡Bah! replicó Tomás, déjale que se las busque; puede que si dijéramos que es nuestro nos echasen de aquí; ¿no ves que es un perro sucio y feo? Los señores no quieren suciedades. Mira ese… y señaló á King mirándole con respetuoso asombro; ese si que es un perro de señor. ¿No has oído al hombre que nos ha traído hasta aquí que íbamos á ser unos señoritos?

Y no volvieron á hablar de Chusco.

A la caída de la tarde estuvieron mirando por una ventana que daba á la gran plaza de la ciudad y vieron un titiritero que hacía volatines en medio de ancho corro de gente.

Por la noche la señora les mandó decir de memoria El padre nuestro y al notar que no lo sabían, les anunció que debían aprenderlo, así como también aprender á leer para agradecer á Dios el bien que les hacía, y los mandó acostar. Hallaron camas bien limpias y blandas y en ellas durmieron como dos lironcitos.

Cuando el palacio estaba sumido en las sombras de la noche y de aquella oscuridad, solo salía la débil luz del cuarto donde se hallaban los niños, sintieron estos unos lamentables aullidos que partían el corazón; conocieron que les llamaba Chusco.

Al cabo de un rato los aullidos no se oían ya; pero después oyeron un estrépito horroroso, y luego… nada: se quedaron dormidos.

Le habían atado al pobre perrillo una soga y una lata á la cola, y al huir despavorido arrastrando la lata, se produjo el referido estrépito.

Era víctima de la broma brutal de dos hombres medio borrachos que quisieron castigar los aullidos del perro y divertirse martirizándole.

II

A los cuatro ó cinco meses, cuando los dos niños ya casi sabían leer, fueron mandados á Madrid casa de un preceptor.

Allí estudiaban durante la semana y salían á dar grandes paseos por los alrededores acompañados del maestro.

Los pequeños caminaban por las calles embobados como casi todos los que llegan de las aldeas á la corte, cualquiera de aquellas cosas que veían les llamaba la atención. Hacía días que les preocupaba un cartel de esos con los que empapelan las esquinas, leíase en él un nombre impreso en letras negras sobre papel encarnado; este nombre era Cartouche, nombre que andaba de boca en boca y debiera referirse á algún personaje notable.

Una noche el preceptor dijo á los niños que había recibido de la señora duquesa la orden de premiar su aplicación, y cumpliendo esta orden les anunció que iba á llevarles al circo.

Halláronse en él, llenos de asombro al ver tanta gente reunida y temiendo sin saber por qué ser reconocidos como dos muchachos pobres; esperaban que les echasen de allí como en otro tiempo les echaban de las barracas de los saltimbanquis de feria; pero lejos de eso, les hicieron entrar en un sitio, desde el cual, como asomados á un balcón, podían verlo todo cómodamente sentados.

Apareció en la pista un caballo blanco que hizo mil habilidades; una mujer sobre otro caballo saltando y rompiendo aros de papel, vestida como esas figurillas de bailarinas que colocan en los ramilletes de dulce; volatineros, payasos y tantos otros artistas que acostumbran á trabajar en semejantes funciones; pero después de esto, el público empezó á impacientarse y á gritar: ¡Cartouche! ¡Cavtouche! aquel era el nombre que los niños habían deletreado en las esquinas.

Y apareció un perro cuya presencia arrebató á la multitud.

El entusiasmo continuó todo el tiempo durante el cual el animalillo hizo mil habilidades asombrosas; comió como una persona; saltó por aros de papel; se hizo el muerto; luego fingió que resucitaba pero que había perdido el juicio (que pueden tenerle mayor que el de muchos hombres algunos perros) y nadie pudo sujetarle ni hacerle entrar en razón; no quería hacer nada de cuanto antes había hecho; huía, se alborotaba y todo por fingimiento; porque luego quedó en medio del redondel más serio que un maestro de ceremonias.

Cuando así estaba, con una corona que le había colgado al cuello como premio al mérito, Chusco, porque no era otro aquel perro (pues sabido es que los perros españoles cuando se dedican al arte han de cambiar su nombre por un nombre extranjero si intentan hacer fortuna, y aun nadie se mete á averiguar si llevan los tales el nombre de un ladrón como en este caso), Chusco descubrió que los niños miraban sin haberle conocido y ¡adiós gravedad! saltó por cima de las sillas y se arrojó al palco, ladrando alegremente, y allí lamió las manos y la cara de sus antiguos amigos.

El público estaba entusiasmado por aquello que creía una nueva jugarreta; el payaso que dirigía los ejercicios de Chusco gritaba enojado llamando al perro, y los niños que habían reconocido á Chusco, avergonzados porque creían que todo el mundo había descubierto su delito, se hallaban mudos y pálidos.

A la voz del payaso que llamó con voz colérica al perro, recordó este su deber y volvió á echarse á los piés del amo con el rabo entre piernas, orejas gachas, y cabeza humillada; había dejado su corona en el palco.

El payaso, desenojado, le recibió con estas palabras:

—Te has decado la tuya corona en aquel palco y no han te dado nada… ¡incratos!

La camita nueva

Á la distinguida Srta. D.ª Consuelo Rojo Arias.

I

Seis duros y medio nos costó, bien lo recuerdo, y la pobre María se acuerda cual si hoy mismo la hubiéramos pagado; como que hubimos de abonar seis reales todas las semanas durante más de cinco meses… gota á gota.

—Pedro, por Dios, no te olvides de los seis reales de la cama, me decía mi mujer todos los sábados al llevarme la comida á la obra. María pensaba en la hora de cobrar los jornales y me echaba aquel lazo para que no pudiese entrar en la taberna; porque la camita era para nuestra chiquitína.

El día que fuimos á comprarla al almacén, era domingo, llovía á hilos finísimos; por nuestro barrio que es de los más apartados y estaba entonces cuasi desnudo de casas se tendió una neblina espesa que impedía ver á más allá de dos pasos. María iba del brazete conmigo ni más ni menos que una duquesa con su duque; la pobre estaba para salir del grave aprieto, y darme un hijo más que ya pesaba en su vientre y pesaría siempre sobre nuestros corazones; habíamos dejado á Luisilla en casa del Sr. Claudio el carpintero y su mujer, gente de ley y buenos vecinos, no era cosa de que su madre la llevase á cuestas, tenía ya cuatro años y pesaba más que un ternero, era rolliza y sanota como yo.

De la cuna pasaría á la camita nueva dejando aquella al huésped que Dios nos mandaba.

En el almacén hallamos con su pluma á la oreja á un dependiente, miren si lo tengo todo bien en la memoria, muy parlero y solícito, nos daba voces y nos hablaba como si María y yo hubiéramos sido dos patanes recien llegados á Madrid, sin miaja de conocimiento, ni gusto para comprender lo que valían las cosas, dimos de fiador al maestro… y cainita nuestra, es decir de Luisilla.

—Oye Luisilla, le dije á la chiquitína, ¿á que no sabes lo que madre te va hacer hoy?

La muy tunantuela abrió los ojos casi tan grandes como el duro que tuve que dejar de señal para que nos trajesen la camita á casa.

—Pues á quitarte la cuna para el otro nene. La dije.

—¡Calla hombre! no la hagas rabiar, añadió María consolando á besos y caricias á la chiquitína que lloraba á más y mejor. No, hermosa mía, no hagas caso á padre, di que esta mañana hemos salido á mercarte…

—La atajé entonces, á la verdad, deseando dar yo la noticia á la Luisilla.

—Pues hemos ido madre y yo á mercarte…

—Una cosa muy linda que ya verás, me interrumpió la envidiosa de la madre añadiendo que no debíamos faltar á lo convenido, esto es, no decir palabra á la niña sacrificando el placer que nos produjera decírselo por el grande que ella tendría al ver su camita nueva, así de golpe y porrazo.

Llegó por fin el mozo cargado con la camita. Y como esperábamos, Luisilla muy afanada se hallaba jugando en un rincón del patio, hacia de albañila por remedarme, construía una obrita de arena, astillas y pedazos de ladrillo; nos dejaba tiempo á su madre y á mí para que armásemos la cama y la pusiésemos el jergoncillo, el colchón y las ropas… así haría mejor efecto.

Cuando todo estuvo dispuesto llamamos á la chiquitina.

La camita nueva. ¡Figúrense ustedes que grata sorpresa para Luisilla! entró en el cuartito, miró la cama, se hecho á reir, batiendo las palmas, y después de haber tocado y retocado jos hierros, desde los remates hasta las rodajitas de las patas, quiso besar una virgen que había lindamente pintada á los piés, y un San José que con su niño Jesús se hallaba á la cabecera; sobre todo el niño Jesús, rubito como ella, chiquitín, gordinfloncillo; aquel era su niño, su niño, con él dormiría y según mi mujer debiera besarle todas las noches y todas las mañanas… Digo si lo haría hasta que á fuerza de besos le descolorease y borrase.

—¡Mi camita, mi camita! ¡Oh que gusto, miren mi camita! exclamó con tan potente y dulce vocecilla que siguió siempre resonándome acá en mis adentros y todos los sábados después de cobrar el jornalito… oía tal y como á veces se diría que repentinamente nos vienen á tocar un cornetín en los oídos y quedamos oyendo por algún tiempo un prolongado hii hiii oía, digo, aquel grito gozoso de mi Luisilla.

—¡Mi camita! ¡Mi camita!

Y nada, no había medio de que entrase en la taberna á beber ó á jugar un rato á la brisca.

Los domingos por la mañana ya se sabía, llegaba el cobrador, le pagábamos, mi mujer le ofrecía un trago de vino y se marchaba dejándonos un papelito de color de rosa… ya teníamos que contar papelitos como aquel hasta que la cama fuera nuestra…; pero era de nuestra hija, la poseía, la amaba, cantando y en alborozo infantil todas las mañanas despertaba en aquella jaulita de blancas colgaduras y aun creo que muchas veces debió charlar en voz baja con su niñito Jesús… hasta que el sol entrando por la ventana hacía más fuertes los colores de las florecillas, los rebordes dorados, los enlaces, los adornos de la camita, que la pequeñuela dejaba tibia aún con ese calorcillo que deben dejar los pajaritos en el fondo del nido cuando ya pueden abandonarle para revolotear por el aire á las primeras luces del día.

II

¡Pues miren lo que son las cosas, casi daba razón á mi mujer, la camita había entrado con buena sombra en mi casa!

Ni la chiquitina se vió mala un solo día, gracias á Dios, ni fuera por el ó por el diablo me hallé ni una sola semana sin trabajo: no por esto dejé de pasarlas y bien malas… pero á qué viene ahora contar desgracias que nadie supo ó quiso remediar.

Mi Pedro esta casi tan alto como yo, y no ha cumplido catorce años; es tan albañil como yo, y tiene unas fuerzas que me vence al pulso y por poco me tumba el domingo pasado cuando nos dio por bracear, es algo larguirucho y moreno y me dice todas las mañanas con su vozarrona de hombre…

—¡Uspa! Vamos, padre, que ya amanece.

Luisilla se ha casado no hace aún dos años con Melitón el oficial de fragua, un muchacho más recio y duro que la vigornia, callado, no muy experto á la verdad, pero guapote y bueno; todas las noches se queda adormilado sobre el silabario que le quiere hacer entrar en la cabeza mi hija, que es de lo más listo que hay en el mundo con ser tan grande y darse en él gentes despiertas y listas á montones.

El pobre Melitón no gana mucho que se diga, y andarían los chicos apuradillos, sino fuera por María que cree que tengo los ojos cerrados y nada veo y se figura, cosas de las mujeres, que si viera había de enojarme. Apuesto á que porque soy callado me toma por roñoso.

Cuando la armé de verdad, fué hace poco días. ¡Recorcho! Y Dios me perdone, ¡y con razón la armé!

Al darnos por la madrugada nuestras libretas con la tajadilla y nuestras bolsitas á Pedro y á mí me pareció ver á María de mal gesto… tanto fué así que al salir de casa y conforme íbamos á la obra le dije á mi chico.

—¿Que tiene tu madre? ¡Apostaría que ha llorado!

—Yo qué sé padre, replicó Pedro, puede que la Luisa y Melitón se vean como de costumbre sin un céntimo… y como la Luisa está para salir de un chico cuidado.

Yo me sonreí, y bien sabía por qué, como es natural, pero no dije palabra, tenía un secreto.

No nos llevan ahora la comida á la obra y tenemos que aprovechar hasta el tiempo de la siesta para venir á comer y largarnos. Cuando entramos en casa, María no se hallaba en ella; Pedro vació en la fuente la puchera, de amarillas patatas, rojos garbanzos, carne, tocino y piquillo de chorizo de la tierra de mi mujer vaheando un tufillo delicioso. Una vecina nos dijo que la señora María había dejado dicho que comiésemos, que ella comería con los hijos; á verlos pensaba ir yo aquella noche.

De pronto, al ver cerrado el cuartito le abrí y miré y me dió un vuelco el corazón; creo que lo mismo que si hubiese visto á mi Pedro tambalearse amagando caer del andamio… el cuartito aparecía vacío… faltaba la camita nueva, que así se la había seguido llamando desde el día que la compramos.

—Está disparatada esa mujer, dije á la verdad en tono bastante abrutado, pero cuando uno se incomoda, se le alborotan los pelos y la voz y salen locas de ira las palabras. Tu madre digo… ya se ha deshecho de la cama y sin decirme palabra. Nada, como lo oyes, se la ha llevado… se ha llevado la camita nueva…

No tiene sentido esa mujer, añadí sin reparar que hablaba delante de nuestro hijo, pase lo que pase, ¡Zipota! ¿quién la manda á ella quitar de ahí la cama? Con que no quise dársela á mi hija cuando se casó… y va tu madre á venderla ó á empeñarla.

—Padre, la habrá llevado para lo que nazca… dijo Pedro.

Para lo que nazca, como Pedro decía, ya se habían llevado la camita de madera; que es á propósito para mecer y dormir á un mamoncillo… y no la cama; además que yo recordaba haberla oido decir que había demasiados trastos en la casa y que el Sr. Antonio el prendero tal vez la comprará alguno, pero jamás la perdonaría que se hubiese desprendido de la camita nueva. ¡Era mi gozo verla, me recordaba á mi hijita cuando pequeña, y ya que Luisa nos había dejado, al menos que no me arrebatasen su camita de niña y de muchacha soltera! No, pues, María no me la juega esta vez, me dije para mi capote, y sin comer apenas salí de casa con Pedro dirigiéndonos á la de mi yerno.

Vaya un cuadro que se me ofreció á la vista: Luisa, era ya madre; y nosotros, María y yo, abuelos; mi Pedro contaba con un sobrino, y al punto y por algún tiempo se lo olvidé todo, mirando al nietecillo que hacía mil graciosos gestos retorciendo sus bracitos de recién nacido; Melitón estaba como aplanado en un banquejo, tenía ese aire sombrío que nos abruma á los hombres cuando nos vemos sin trabajo.

—Levanta la cabeza, hombre; no te amilanes, que para todo hay remedio, hasta para que yo recobre la camita nueva que ha empeñado ó malvendido la grandísima picara de su abuela.

¡Pobre María, rompió á llorar como una Magdalena; en efecto, había dejado en prenda la cama y otras cosas por ocho duros para nuestra hija! ¡no había querido decirme palabra por no desesperarme! ¡que tontas son las mujeres!

Pero al fin llegó la mía.

—¿Y todo por qué? hube de exclamar. Vaya una salida, cuando á mí no me faltan dos mil reales si se me antoja…

—No vengas con bromas, Pedro, no vengas con bromas que no estamos para fiestas; mira que estos pobres no tienen ni quien les dé para dar una almendra el día del bautizo.

—¿Que no? Yo, que soy el padrino ¡Canastos! venirse ahora á lloriquear cuando tengo yo más de tres mil reales guardados, ¿por qué no hablasteis?

—¿Más de tres mil reales?

—Y que lo digas… claro que no somos millonarios, pero de esta saldremos á Dios gracias, exclamé: con que anda, anda, ves y saca la camita nueva que vale más de lo que te piensas, dije á mi mujer que me miraba con asombro.

—Sí, mujer, sí, hablo de formalidad tengo ciento setenta y tres duros ahorros de los seis reales guardados todas las semanas desde que concluímos de pagar la cainita nueva hasta hoy día de la fecha… Perdí la costumbre de beber y de jugar á la brisca en la taberna.

Ni más ni menos y como lo he contado… y ya está compuesta y repintada la camita nueva en el lugar de siempre hasta que pueda brincar y dormir en ella mi nietezuelo. ¡Si la tal camita nueva enseña más que un libro! Cosas que pudieran escribirse, caso de que las gentes sabihondonas que leen no se enojasen con tales pequeñeces del corazón. No, pues, como yo supiera de letras, no les valdría el enfado y habría de escribir para que lo publicasen los papeles públicos el milagro de la camita nueva, más grande que esos patrañosos que por las calles canturrean los ciegos.

Ventolera

Al Sr. D. Juan José Paz.

I

Volvía de su huerta, por el camino de Segovia, ya á la caída de la tarde, el canónigo de Avila Sr. Plozuela, caballero en una mula hermosa y rolliza, negra y de pelo luciente como el sombrero de teja nuevo guardado por su reverencia para usarlo en días que repicaran gordo; era de paso vivo, temerosa á la espuela y, para comodidad del jinete, ancha de lomos y recia de piernas.

Blandamente movido al andar de la mula, aquel gordo, sanóte y bienaventurado canónigo traía distraída la mente con agradables pensamientos; contaba ya lo que de sus rentas habían de entregarle sus colonos, recordaba los cuadros de verdura y los árboles frutales de su huerta, abundante y de buen cultivo, é iba pensando en la cena, libre del temor de que pudiese acaecer que los arrendatarios no le pagasen, la huerta perdiera sus frutos y verduras y la cena se pegase en el fogón ó fuera regalo del gato.

Al llegar á una era que había á la derecha del camino, el mofletudo canónigo vió al flaco, macilento, codicioso y mísero Nerberto, ricachón de la ciudad, que vivía siempre en temor de que le robaran. Puestos su alma y sus sentidos en los campos, los haces, las trojes, los montones, las paneras, los sacos y los molinos, llorando por lo que royesen las ratas, lo que no se pudiera espigar, lo que picasen los gorriones, lo que cosecharan las hormigas, lo que el viento desparramara y por la que se diera en desperdicios en el trasegar, medir ó ensacar. Las rasgaduras de los sacos eran heridas abiertas en su piel, y lo que por ellas se vertía, más precioso que si fuera sangre de sus venas.

El ricachón reía al ver al canónigo pensando en que este pudiera verse en peligro de no cobrar toda su renta aquel año, y el canónigo se reía, á su vez, de Norberto, viendo en él á la misma codicia, en lo que esta puede dejarse ver, pues es de sí misma avara y se repudre y come, á extremo de reducirse á flaquedad, ruindad y miseria.

Cuando los dos se juntaron y miraron, encubrieron sus risas de burla en aparente afabilidad y cortesía, y á las pocas palabras de su conversación dirigieron aceradas intenciones á un tercero, y tocóle por su desdicha á Anselmo, el guarda de los Zarzuelos, dehesa que se halla al otro lado del camino.

Era amigo de empinar el codo, perezoso y negado de entendimiento, según decía Norberto; pero lo que más les recreó al hablar de Anselmo, fué no acertar á comprender, ni el ricachón ni el reverendo canónigo, cómo aquel no acomodaba á su hija, la moza más bravía, tosca y alocada que ellos habían conocido.

—Dicen que V. la quiso para sirvienta —dijo Norberto.

—¡Ah, sí! hablé de eso; pero como creo que no tiene muy envidiable fama… —replicó el canónigo.

—Eso se dice, y se dice más. —¿Qué más se dice?

—Que V. la dió cierto día un cariñoso golpecito en la cara, y la moza saltó como si la hubieran picado avispas.

—Cualquier cosa dirán. Lo cierto es que la moza me pareció trabajadora y limpia y apropiada para mi servicio; mas luego eché de ver que era un salvaje.

—También el amo anduvo en tratos para llevársela á su casa —dijo, enderezándose, un hombre que hasta entonces había estado inclinado acribando grano de un montón.

Tornó á su trabajo y volvió á erguirse, y prosiguió diciendo:

—A la cuenta, no la hubiera ido mal en cualquiera de las dos casas; mejor que le va, porque en vida de la madre (en gloria se halle la buena mujer), la moza estaba á pide y te hartes; pero dende el punto y hora que vino la Cipriana, cuñada del tío Anselmo, es un tormento seguido lo que la mozacica padece. Y como moza de buen ver, lo es; pero ha de tener flojos los resortes de la cabeza; anda siempre de aquí para allí; ogaño decían si casaba ó no casaba con Cabañas, el pastor de Río Morjes, que lleva el ganado de D. Andrés Capazo, el que trae en renta la dehesa de los Zarzuelos; pero, á lo que parece, se deshizo el casorio, ¿verdad, señor amo?

—Eso he oído —replicó Norberto.— ¿Qué apodo le han puesto?

—Mire, señor amo, que lo sabía y se me ha ido —contestó el criado— y luego, dirigiéndose á un mozo que no lejos de allí trabajaba: ¡Ciledonio! —exclamó— ¿tú sabes qué apodo pusieron á la moza de los Zarzuelos?

—¿A la del tío Anselmo?

—A la mesma.

—Pues le han puesto la Ventolera.

—Será por lo de los vientos que tiene en la cabeza —dijo Norberto.— Viento nos hacía falta aquí, que no sopla miéja. Siquiera que soplara antes de la noche.

—Lo cierto es que la tal no ha de acabar bien, porque no tiene buen principio —añadió con acerada intención, aunque con indiferencia aparente, el señor canónigo, y se despidió, prosiguiendo en su cómodo caminar.

A no muy lejano trecho, detuvo su mula y quedóse mirando al cerrillo de los Zarzuelos, donde había otra era, en la cual la gente de la trilla se agitaba en rápido movimiento y armando alegre vocerío.

Entre los pilluelos del campo, si no tan expertos ni tan audaces, más bulliciosos que los de playa y tan alborozados como sus hermanos los gorriones, se hallaba una moza de diez y nueve años: era la Ventolera; iba firme y como clavada en el trillo, guiando con brío las yeguas que le arrastraban, pasando en él rápidamente sobre las trojes doradas por los rayos del sol poniente, y, sin dejar que se le allegaran los trilladores que la seguían, procuraba adelantar á los que la iban precediendo; hallábase su rostro animado por franca y alegre expresión; chispas parecían sus negros ojos, y mezclaba á sus risas los gritos con que á los chasquidos de la tralla azuzaba, enardeciendo al ganado y entusiasmando á los compañeros para acelerar y concluir la activa faena.

El gallardo y Hermoso cuerpo # de la moza tomaba realce por la fijeza y gracia, por el ladeamiento ó inclinación á que obligaba el empeño de mantenerse en equilibrio constante; llevaba echada atrás gentilmente su cabeza, y se ofrecía con tal donaire, que por él hacía recordar las matronas que en los triunfos romanos guiaban los carros de guerra.

Había en aquel laborioso movimiento algo de danza ecuestre; en aquella sencillez y tosquedad cierta apariencia majestuosa, y en aquel vocerío mucho de estruendo belicoso.

No miró por largo tiempo á la era el señor canónigo, porque hubo de azotar su rostro y cuasi cegarle un repentino soplo de viento.

Era el viento que pocos momentos antes, armando guerra con golpeteo de puertas y ventanas, zarandeo de sayas, hurto de sombreros y nubes de menudo polvo, llegó á la ciudad bajando de la sierra, y saliendo de aquella siguió su alborozada marcha dejando atrás la puerta por la que habría entrado en la ciudad, dentro del cerco de altas murallas y en el laberinto de estrechas callejuelas.

Bien dieron á entender la marcha del loco viento los molinos de cerro alto, que uno tras otro y á poco todos, de dormidos é inmóviles que estaban, pusiéronse en danza agitando sus largos brazos, por ganar tiempo en el viento; este rizó en ondas las mansas fuentes, balanceando majestuosos árboles, produciendo en ellos un ruidoso estremecimiento de hojas y volviendo las de los álamos blancos por el lado que brillan como la plata; erizando las hierbas, haciendo cabecear blandamente los arbustos, y con esto animando á la limpia en las eras en que estaba detenido este trabajo; y así, llenando de ruidos los bosques, acelerando la marcha de las aguas, llevando semillas de un punto á otro, purificando el ambiente de algunas viviendas, dando con el aire de la sierra vida á los pechos enfermos, salvando montañas y cruzando llanos, puede que soplase en la playa lejana, y de esta en el mar hinchara las velas de la nave, llevándola con su riqueza á otras mares y otras playas.

¡Oh, loco y misterioso viento, aventurero, juzgado muchas veces como lo son los espíritus libres, condenados á ser enigmas para los necios y á ser sin piedad víctima de los egoístas y de los ingratos; saludable soplo de mis montañas, activa energía del espacio, purificas las ciudades y llevas la fuerza del trabajo á los dormidos campos!

Al llegar el señor canónigo á su casa, bajar de la mula y entregar la brida, iba de malísimo humor, diciendo entre dientes:

—¡Maldito viento! Me ha hecho venir haciendo gestos por el camino; abrir y no abrir los ojos y obligándome á sujetar el sombrero, que amenazaba quitarme, y no me ha dejado ni un segundo de reposo.

En tanto, el aire limpió de paja el grano de las eras.

II

Pegada al paredón de pedruscos, junto á la puerta de la pobre casa del guarda de los Zarzuelos, se hallaba con un cestillo á los piés la tía Cipriana, mujer de gesto avinagrado; tan manchada de hoyos de viruelas la cara como de picardías el alma, hocicuda y de frente estrecha, herida de recelos que así, se revelaban en la suspicacia que aparecía en los ojos como en cierto inquieto movimiento de la boca y la nariz; pálida, pequeña y de genio insufrible.

—¡Mal rayo la parta! —decía en alta voz para que lo oyese bien Anselmo, su cuñado, que cerca de ella partía leña— Ventolera, con que va á Tornadizos, con que va á la ciudad, con esto ó con lo otro, siempre anda de pindongueo… y la casa por hacer, y las gentes hablando mal de ella, y de ti y de todos.

No había terminado su charla aquella mujer, cuando entró por la puerta la Ventolera, tan animada y gozosa como siempre. Traía un cesto en el brazo y unas alforjas al hombro.

—¡Dios y Señor nuestro! —gritó la Cipriana al verla.

—¿De dónde vienes tú ahora? ¡Anda, que con ese ir de la ceca á la meca, bien te vas ganando que te quedes á lo mejor sin marido y que no den por tu buena fama ni un ochavo! ¡Ay, qué malvada del demonio es la mocita! Y la culpa la tiene su padre.

Con los ojos clavados en el enjuto rostro miró á la Cipriana, riéndose, la Ventolera, y, en vez de enojarse, antes bien pareció que se alegraba del mal humor de aquella mujer, porque con el mayor contento replicó, á voces casi y moviendo locamente los brazos:

—Anda, ¡pues no se pone poco alborotada! Eso que traigo ropa que lavar y mantecadas de las Trinitarias! ¡Jesús, y que de prisa fui y me vuelvo! Ya hay á docenas codornices en la cercona, y me topado con dos liebres como carneros; pero cuando quise lanzar honda, se fueron por el aire. Me hallé á la mesma vera del convento á tío Remigo, el de Salobrales; ha vendido el asnillo, y dice que va á mercar yegua para ponerla al contrario, á ver si logra una muleta como la de señor padre.

Á todo este charlar, no dejaba de ocuparse en recoger la leña partida por tío Anselmo; pues cuando entró y le vió en aquella tarea, se fué en su ayuda á cargarse de palos para meterlos en la leñera, al propio tiempo siguiendo ufana y regocijada su voluble parloteo.

—¡Miren y cómo saben hasta en el convento que Cabañicas me quería tomar por mujer, que en cuanto que me vió la demandadera me dió parabienes! ¡Uf, señor padre, y qué malos quesos hacen por esos pueblos de Valle Amblés! ¡Bendito Dios! para como yo los hago (ni que me esté mal el decirlo); pues, ¿y el pan de los mozos de D. Norberto? Mejor amasan estas manos y cuece nuestro horno.

—¡Dios de Dios! ¡Cuándo callarás! Cacareas más que gallina ponedera —exclamó Anselmo, por inclinarse en la disputa de la parte de su cuñada.

—¡Maldita bobales! Tiene una lengua condenada —dijo la Cipriana, gozosa de ver á su cuñado de malas con su hija.

No fué poca la risa que á esta le causó el enfado de los dos; nada, sin duda, le parecía motivo mejor para su gusto; y como no podía dominarse, soltó del todo el trapo, y ríe que ríe, mostrando en su linda boca los menudos dientes, echando un poco atrás la cabeza y enseñando un carnoso y blanco cuello, con las manos en las caderas, siguió en su contento por la misma libertad y ruda franqueza con que lo hacía todo.

—¡Miren! ¿Y no hay que hablar? ¡Anda, qué nuevas! ¡Pues con el reir no se ofende á nadie, no siendo que se ría una á mal reir! ¡Así que no he de reirme hoy! Marcho á trillar en cuanto que me haya comido esas patatejas y haya cosido el refajo y la saya de la señora Cipriana.

—Lo mío —replicó esta— me lo coso yo, y cada aguja á su acerico, que yo me apaño mis manticos y me basto, y aun me sobro —dijo la Cipriana.

—¡Pues si nunca hace memoria ni se cose puntada! —exclamó la Ventolera.— A más que bien está aquí que la que es moza, cosa. Tontona, ¡pues nó! Moza soy, y no me duermo.

Esto enojó más á la Cipriana, la cual dió en poner el grito sobre las tejas; y tomando á mal la Cándida y leal respuesta de la Ventolera, llenóla de insultos; pero esta, en la ira y en el enfado de las gentes, no hallaba sino motivos para reir, antojándosela, sin saber por qué la mayor parte de las veces, que los que se encolerizaban, más lo fingían por gracia y por burlas, que lo sentían verdaderamente, sobre todo cuando ella no hallaba un poderoso motivo para el enfado. Siempre que veía á alguien alzar los brazos, aguzar y levantar la voz y poner la cara borrosa á puros gestos, no acertaba la muchacha á dominar la risa; y así no lo hizo tampoco con esta ocasión que decimos, y ciega la Cipriana al verla reir, tomó una banquetilla de encina y se echó sobre la Ventolera, la cual, sin amedrentarse ni dejar la risa, rechazó el golpe y de un rápido volver del brazo tiró á la Cipriana cuan larga era sobre un montoncillo de estiércol y arrojó la banquetilla á larga distancia.

Saltó en medio de las dos Anselmo, sin saber con cuál reñir, aunque dudó poco, pues la cuñada era de respetar, siendo como era la que le sacaba de apuros y la que le tenía dominado por otro motivo, ni muy casto, ni el menor de todos; regañó ásperamente á su hija, la cual hizo un ademán brusco y volvió la espalda, diciendo al marcharse y sin perder su alegre humor:

—No la he dañado, que en blando ha caído; y perdone, que creí que iba de fiestas, y tal pensara si no la hubiera visto querer darme en los cascos con el banquejo; y miren que me voy, que yo no sé estar mano sobre mano, ni se me quiebran las caderas por cargar con el cántaro, ni me hago pedazos por echarme sacos á la espalda, ni se me enredan los dedos al coser. Me llevo la cazuela de las patatejas y el pan, y me voy á cribar centeno á la era de la cercona.

Y diciendo y haciendo, se fué.

Ya al irse se había enderezado, amarilla de envidia y de coraje, la Cipriana, y gritaba á desgañitarse diciendo lo que jamás había dicho hasta aquel entonces á la Ventolera, lo que de esta decían los maliciosos, los envidiosos tal vez, y sin duda alguna los que estimaban por estupidez la sencillez de la moza, por maldad su franco genio, por apicaramiento la espontánea alegría de su robusta naturaleza.

Fuése sin oirlo la Ventolera, pero oculto alguien en uno de los establos de la corralada, metiendo la nariz entre la abertura de la puerta y el cerco, oyó, por desdicha suya, cuanto fué diciendo la Cipriana, la cual disparaba estas palabras:

—Sí, esa embrujada de picos pardos la busca jolgorios… que no tiene maña para nada, ni hace cosa que valga, sino que las demás las hacemos y nos callamos cuando dicen que ella es la pintada para todo.

—Calla, Cipriana, que en eso no hablas con razón, pues la moza es dispuesta para hacer lo mismo la faena del campo que de la casa —contestó Anselmo.

—¡Qué ha de hacer, qué ha de hacer! ¡Y qué mal hizo, Sr. Anselmo, en no obligarla á que se fuera á servir! por más que ahora se la casa, y el tonto de Cabañas que cargue con la alhaja, y así se rian de él en todas partes; que con que él no sepa, como sé yo, lo que ella va á hacer á Tornadizos y á la ciudad… ya está librado de vergüenza, según creo.

—Señora Cipriana! eso ya es hablar con mal —exclamó el Sr. Anselmo.

—Calle, que lo mismo se la da á ti, que eres su padre, que me la da y ha de dársela al bobalicón del que con ella arranque, si arranca alguno.

Y decía todo esto echando miradas de reojo á la puerta del establo, sin duda porque sabía quién era el que desde allí escuchaba, el cual, cuando Anselmo y ella se metieron en la casa, salió con la capa al hombro, el cayado á la mano, el sombrero á las cejas, cabizbajo, con gesto agrio y vivas muestras de una profunda tristeza.

Pasó la corralada y se fué á la red. Era Cabañas el pastor, el prometido de la Ventolera.

III

Cerca de la era de la cercona, extenso garbanzal, que aún verdeaba manchado de amapolas y del amarillo color de lo ya granado y seco, brotaba, de una fuentecilla rodeada de piedras, un manantial cristalino; bajaba el agua por un cauce de menuda arena y blancos y encarnados guijarros, y llenaba una extensa poza, la cual, al pié de una encina frondosa, ofrecía cómodo y apropiado sitio para lavar las ropas. Altas peñas, tan extraña y caprichosamente amontonadas allí como sé agrupan á veces las nubes en el cielo; eran de un color gris negreado por algunas manchas oscuras de musgo, abriendo bajo sus moles grietas que parecían la entrada á las covachas de las alimañas. Ásperas zarzas, verdosos y agudos cardos derechos y de ramillas y flores abiertas, como los brazos de los candelabros; matas de leñosos tomillos, plantas de hierba-buena, verdes escobares, borraja de moradas florecillas, juncos, las mil en rama y toda la ruda y olorosa vegetación de los montes hermoseaba aquel lugar, y en la cuestecilia que daba subida á la era veíase un pradezuelo de menuda y fresca hierba.

Sentada junto á la poza, lavando un trapo, se hallaba la Ventolera. Tenía aquella moza algo de la pureza y fragancia, y á la vez algo de la aspereza de aquellos lugares; diríase que la animaba también la alegría, y vivía de la libertad propia de las avecillas, siendo como las graciosas caperuzonas que corrían rápidamente tras las piedras y las matas, como la alondra, que de los surcos alzaba su vuelo á gran altura y, suspendida de sus alas, cantaba feliz á la luz del sol y bajo el hermoso cielo.

No llevaba mucho tiempo ocupada en esto, cuando vió llegar á Cabañas. Darle en la cara con el trapo mojado y hacerle correr ó hacerle, alguna otra jugarreta, hubiera sido para ella cosa de allá voy; pero tal cara traía el pastor, que la moza quedóse sin saber qué hacer; y ella, que por nada se acobardaba, no acertó á explicarse por qué causa aquello le suspendía el ánimo.

—Buenas tardes —dijo con voz débil el pastor, y detuvo su paso, pero de un modo que indicaba que nó había de pararse allí mucho tiempo.

—¡Buenas tardes, hombre! —repitió con asombro la Ventolera.

—¿Sabes qué te tengo de decir? Que ya no hay lo que había, y que para servir de risa que merquen una mona. Y si mucho te he querido… —aquí se detuvo perplejo y emocionado Cabañas, y luego añadió con decisión y alejándose…— todo se arremató.

No entendía ni se explicaba la Ventolera lo que acababa de decirle Cabañas, y menos se explicó por qué se iba tan apresurado… mas pronto, y por la vez primera, sintió la amargura en su corazón: era un dolor en parte igual y tan hondo como el que había sentido cuando perdiera á su madre; esa herida que causa el inesperado apartamiento, la huida ó la muerte de un sér que adoramos.

Á pesar de su natural bondad; á pesar de no haber jamás sentido las ofensas y tormentos con que quería mortificarla su tía Cipriana; á pesar del despego injusto de su padre, que enlazado con su cuñada por el ciego interés y por el deseo de hacer á esta su mujer, no protegía á su propia hija; no obstante de ver la risa y aun de casi entender las murmuraciones de los campesinos, la Ventolera jamás había creído en la maldad sino hasta que se le mostró en la forma más terrible: la ingratitud.

Bien entendió á poco de haber pensado en lo que el pastor la dijera, que esto significaba que todas las mozas de las aldeas vecinas, que los labradores todos la señalarían con el dedo como mujer que tuviera algo que ocultar, ó por qué bajar su cabeza, y eso que ella ni retozaba con los mozos, ni sufría bromas de los señoritos. Entonces le pareció que la viveza, el alocamiento aparente, la movilidad que le daba su alegría, eran terribles en su contra; ya alguien le había dicho que hacía mal en irse sola frecuentemente á Tornadizos y á la ciudad; pero ¿á qué iba? Iba al pueblo de ocho en ocho días, acudía á lavar la ropa, á amasar y á cocer el pan de una vieja que se veía pobre y abandonada, á su madrina de pila, é iba á la ciudad á hacer lo mismo y aún mayor bien al viejo maestro de la escuela de Mirasoles, en la cual ella había aprendido la doctrina.

¿No era ella incansable para el trabajo? ¿No cosía como cualquiera mocita de la ciudad, no escardaba, no segaba, no espigaba, amasaba, cocía, hacía la matanza, que en ello llevaba la fama? ¿Estábase jamás sin hacer cosa que fuera útil? ¿Por qué aquel pago?

Lo peor era que, sin darse cuenta, quería de verdad á Cabañas; aún le parecía verle cuando llegaba á los Zarzuelos mozuelo, sucio, como siempre; venía de criado de un criado, de zagalillo del rey (porquero), y apenas si le daban de comer, y con él partía ella su almuerzo y su comida, y aun le apañaba camisas de alguna camisa vieja de Anselmo, y le daba zajones usados para que él se gobernase unos, y miel de la cata, y leche de las cabras, y quesos, y chorizos y cuanto le era posible, mirando «al mocico» como si fuera un hermano; pues ¿y qué fué del tiempo en que, no bien acabada su faena, íbase en busca del Cabañas (que tal mote le pusieron por el nombre del pueblo donde había nacido), y correteaban asaltando las zarzas, recibiendo á la vez los arañazos de las espinas y el gusto de las moras?

Echóse á llorar la Ventolera, y asaltóle á la mente el pensamiento de que de todo aquello tenía culpa la Ciprianeja, á la que ella ni aun había mirado sino como á una endeble criatura, irritable como un perrillo…

—¡Ella ha mudao á padre, ella le ha mudao de como era en cornó es ogaño, ella habrá mudao á Cabañas! —pensaba.

Y como su padre le había repetido lo de que se fuera á servir, y aun le había censurado que no se hubiese ido casa de D. Norberto ó casa del canónigo, y como la Ciprianeja parecía desear quedarse sola en la casa, ella pensó á su vez en irse. ¿Cómo se habría de quedar ella allí después de haber acabado con Cabañas cuando estaban á punto de casarse? La detenía á veces la idea de cómo podría verse su padre sin tener quien trabajase lo que ella trabajaba, sin tener quien sirviera la tanda de pan á los criados del arrendatario, quien cuidase de todo, quien trabajara en todo como ella lo hacía.

Solo había de sentir que le partían el corazón cuando dejara para siempre aquella casa en la que había vivido su madre, y aquella huerta y aquella cercona, aquellas fuente «del trueno,» fuente «quiebra-cántaros;» aquella cerca y aquel monte, lugares en los cuales había vivido en medio del trabajo, pero á plena libertad.

¡Huir! ¡huir! y huir lejos, porque igual vergüenza sentiría en el pueblo de Tornadizos, y aun en la misma ciudad.

Cuando como jamás la vieran, preocupada y triste, tornó á la casa, halló á su padre ceñudo é irritado, para atormentarla tanto cuanto pensara con ello contentar á la Ciprianeja.

Llegóse á su hija y, dándola en el brazo, la dijo brutalmente:

—Tío Cabañas te ha dejao por alocada. Ya puedes irte á servir.

Llorando se metió en la cama la Ventolera, y cubierta la cabeza bajo las sábanas, llorando, aguardó la madrugada.

La luminosa franja, anuncio de la aurora, íbase encendiendo lentamente en el oro del sol que llegaba y las brillantes estrellas iban apagándose en el cielo, cuando comenzaban á revolotear por la tierra las alondras; con el ruido de hojas de los árboles de la alameda se oían los tiernos píos de los pajarillos y contrastaban con la tenue claridad del cielo las oscuras é indecisas masas grises de las peñas y las negras copas de las encinas; ya algunas nubes mostraban bordes de fuego, y en algunas fuentes lucían reflejos del vivo esplendor de Oriente.

La Ventolera salió entonces de puntillas de la casa, pasó la corralada, llegóse hacia el camino, entró en él, le atravesó, y por la parte opuesta siguió á la contigua dehesa llamada Encinar de la Sierra; allí se detuvo junto á unas piedras, cerca de las que, y tendidos á una y otra parte, aveíase varios hombres, mal cubiertos por andrajosas mantas y durmiendo todos, menos uno que, al llegar la moza, se hallaba sentado con la cabeza echada atrás y una calabaza en alto junto á los labios, bebiendo un trago,

—¡Tío Ambrosio! —exclamó la Ventolera.

—¿Qué hay? —dijo aquel hombre.

—¿Se van hoy tierra de Segovia á la siega?

—¿Quién es? —replicó el hombre restregándose los ojos.— ¡Calla, es la moza de los Zarzuelos! Pues, sí, vamos á la siega, y luego á la vendimia. Aquí hemos acabado; pero la gente estaba rendida y era necesario descansar. ¿Qué te trae?

—Irme.

—¿Con nosotros? No eres mala hoz, ni mala guisandera. Si te deja tu padre, al avío.

—¿Padre? ¡Si me lo ha dicho! Dice: aquí nada haces; el señor Ambrosio es hombre de ley; vete, si tienes ánimo, y te traes unos realejos.

Y la Ventolera se echó á reir bulliciosamente, como acostumbraba.

—¿Y cómo no ha venido tu padre?

—Porque ha tenido que ir á buscar la novilla, que se le ha ido al coto de Mirasoles.

Dióse por satisfecho el viejo, y aún celebró la fortuna de llevar una moza tan alegre en su viajata; á poco se alzaron del suelo algunos hombres negruzcos, desgreñados, de mirar triste y rostros en los que se marcaba una profunda fatiga, y vestidos con andrajos blancos y cubiertos por sombreros raídos. Hicieron allí su cazuela de sopas, y al poco rato, todos acompañados por la Ventolera, emprendieron su marcha arriba, camino de Segovia.

IV

Hacia mediados de Setiembre, una calurosa tarde se hallaba Cabañas en los peñascales de Cerro Picudo, punto más elevado que la altura que oculta los Zarzuelos, y desde el cual se divisa la ciudad de Avila con sus formidables murallas, y la ancha, alta, cuadrada y almenada torre de la catedral.

Hacia la ciudad miraba Cabañas con fijeza de imbécil ó de hombre que, poseído por una idea, parece que tiene los sentidos embotados para toda impresión que pueda mudar su constante pensamiento.

Estaba parte del rebaño por el pradezuelo que hay al pié del cerro, y parte escalonaba este hasta no mucha distancia del sitio en que, con los codos en las rodillas enzajonadas y las manos apretando los carrillos, se hallaba el pastor, y en que, tendido perezosamente, estaba el terrible perro Lobitos.

Como alelado estaba el pastor, como tonto; tristes aquellos sitios, parada la vida que otro tiempo animó á todo el monte, las cercas y prados, bosquecillos y alturas de los Zarzuelos; le daba pena á Cabañas mirar hacia el lado de la fuente y no descubrir ya á la moza tendiendo la blanca ropa al sol sobre el verdor del prado; tristeza no oir la voz que algunas veces, á los más apartados sitios, le llevaba el viento, ora el eco de su risa, ora el nombre de alguna vaca ó un novillo á quien ella, sin duda, espantaba de su lado. Dábale rabia ver los días de hornada á la Cipriana… y, en fin, constantemente se veía remordido por la pena.

¿Qué había sido de la Ventolera?

Nadie lo supo en mucho tiempo; Anselmo dijo después que él lo sabía, pero á nadie quiso decirlo, y Cabañas quedóse en la ignorancia. Habían pasado ya cerca de cuatro meses desde que la moza hubo desaparecido.

Tío Anselmo y la Cipriana se casarían pronto, según se decía. Esto pensaba Cabañas, y apartando los ojos de la ciudad, volvióse maquinalmente á mirar hacia el opuesto lado por el extremo de la carretera de Segovia, y le llamó la atención ver un grupo extraño. Venía por aquel lado un hombre llevando del ramal un asno, y en este venía algo que el pastor no acertó á divisar qué cosa sería. Salieron el hombre y el asno del camino, y Cabañas les vió meterse en los Zarzuelos, por la parte más lejana del cerro, pero sin duda alguna dentro del término de la dehesa.

Siguióles con la vista, y según se iban separando del cerro y del camino, iban acercándose á la casa, hasta que el pastor vió que entraban en ella; y como era hora de recoger, recogió el ganado en la red y bien pronto se halló en la casa, en cuya puerta halló un zagalillo de la yeguada, que le asaltó diciéndole.

—Cabañas, ¿no sabes que ha llegao la hija de tío Anselmo, la Ventolera? Viene medio defunta.

Dióle al pastor un vuelco el corazón, y apenas si tuvo alientos para allegarse á la casa.

—¡Ah! allí estaba la Ventolera; pero ¡cuán distinta! Ennegrecida, huesosa, amarilleaba su piel; veiánsele hundidos los ojos; venía destrozada, harapienta… ¡Oh, nó, era ella, no era ella! Nadie quería creerlo… nadie la reconocía.

La desdichada había servido á la cuadrilla, había trabajado, había pasado hambre, y cuando se halló á más de veinte leguas de su país enferma de fiebres, inútil, postrada, la negaron sus ganancias, la dejaron en medio del camino; un pobre labriego la había encontrado cuando, medio rastreando, día por día, iba prosiguiendo su penosa marcha, movida del deseo de morir en los Zarzuelos.

Su padre la miraba aterrado, Cabañas no creía que fuera ella…

—¡Padre, me quiero morir donde madre murió! —dijo en voz debilísima la pobre moza.

Aquella tarde, como en las tardes en las que ella, sana, feliz y libre corría por los Zarzuelos, los abejarrucos en bandadas venían á recogerse á la alameda, oíaseles en su alegre algarabía.

En este momento la Ventolera espiraba.

Murió aquella que, huyendo del dolor de la servidumbre, y tal vez instintivamente del libertinaje, ruda para todos, mala para algunos, había sido tan activa, tan generosa, tan alegre, tan audaz por el trabajo.

¡Espíritus que no podéis existir sin el ambiente de la libertad, y sois como el viento misteriosas energías: pasáis como ráfagas, nadie percibe, en vuestro rápido vuelo salvando obstáculos, que sois elemento de potente y benéfica fuerza!

Tal era el espíritu que animó á la que en mis montañas llamaban las gentes por apodo la Ventolera.

El chino del abanico

I

Á la Sra. Marquesa de Valdegamas.


No tiene media pulgada de altura; su carita redonda es menor que un botón de camisa; va lindamente vestido; habita en un hermoso país, no lejos de un kiosco de campanillas con picos y cuernos chinescos junto á un bosquecillo de árboles frutales y en un espacio alfombrado por verde esmeralda cortado por la franja plateada de un arroyuelo y bordado por hierbezuelas aplastadas en forma de estrella; en lontananza se ven las azules montañas sobre las cuales luce un rojizo esplendor que lo mismo puede ser el brillante anuncio de la aurora como el último fulgurar del sol poniente.

Thong-Thing es feliz, pero ha estado á punto de perder su dicha para siempre.

Ya había él leído antes de salir de Pekin que no hay nadie en el mundo contento con su suerte. Y en esto se pasaba pensando la mayor parte del tiempo.

Yo quería viajar (se dijo un día), recorrer todos los países, pero sin abandonar el mío, sin salir de mi casa, véase que locura; y sin embargo, nada le era difícil al sabio Kungo Kunquin, y me redujo al tamaño que hoy tengo, y de igual manera redujo mi casa, mi huerto, mi país á una medida proporcional á la mía, hizo lo propio con Mininga, con mis hijos, con mis criados y mis amigos, y puso todo y nos puso á todos en un abanico, y por arte de su magia hemos recorrido medio mundo sin salir de país chino. Pero francamente me aburro, quiero ver las cosas más de cerca y he de aventurarme á correr riesgos y sorpresas. Mininga está, como se ha visto, muy entrenida asomada al mirador, y no bien se duerma la niña, nuestra dueña que de continuo nos zarandea de uno á otro lado ó nos priva de la luz cerrando bruscamente el abanico, me escaparé. ¡Vaya si me escaparé!

Llegó la ocasión, y en efecto, Thong-Thing, valiéndose de una hebrita de seda, comenzó á descender por el varillaje de lentejuelas con cintillo de oro á la mesa, quedó un momento absorto contemplando los deslumbradores destellos y cambiantes de color de las piedras preciosas que en una menuda sortija ostentaba la blanquísima mano que sostenía el abanico.

¡Oh! ¡qué maravilla, dice Thong-Thing, ya me felicito de haber tomado tan atrevida resolución; solamente por contemplar esta hermosura y sentir la suavidad de esta mano me hubiera yo escapado del abanico.

Dicho esto, se lanza de un salto á recorrer la mesa donde había multitud de objetos que despertaban vivamente su curiosidad. Caminaba por una superficie llana como la palma de la mano; era la tabla de la gran mesa de ébano que había en el centro del gabinete; la luz de una magnífica lámpara arrancaba reflejos de un precioso joyero de bronce dorado más allá del cual se veía una bolsita de raso llena de confites. Hacia este punto encaminó sus pasos el atrevido chino del abanico; escaló el estuche, y ya en la cima, pudo ver el fondo de la entreabierta bombonera y por ella se deslizó mordiendo bonitamente un anisillo lleno de rom, cosa que no le supo mal, antes bien, le alegró, y á no ser por el temor de emborracharse, se hubiera dado un atracón; pensó salir de allí, pero como oyera ruido se detuvo, después notó que alguien movía imperceptiblemente la bolsa; en efecto, la habían apartado del joyero porque al asomarse por la abertura de los cordoncillos vio cerca de la bolsa una especie de columna de plata terminada por una cazoleta de metal vuelta hacia abajo; del medio de la columna partía una barretilla y de esta un martillete que daba en la cazoleta, agarróse al brazo del martillete y salió de la bolsa, pero sintió que el martillete se le escapaba de las manos y cayó Thong-Thing sobre la tabla de la mesa resonando de pronto un metálico estampido que le dejó confuso y amedrentado en el suelo. Se había agarrado á un timbre.

¡Ah! se había agarrado al timbre, pronto le descubrirían y sería atrapado y cosido al abanico; se agazapó como pudo bajo una construcción arquitectónica de papel que representaba el arco de la Estrella de Paris, y allí, contemplando la luz del quinqué con el mismo asombro con que nosotros podríamos admirar el gran faro de los Estados-Unidos, aguardó nueva ocasión de perseguir sus desatinadas aventuras. Una idea loca, un audacísimo proyecto, un pensamiento atrevido le inquietaron: el intento de subirse á la gran lámpara y contemplar allí la hermosa llama; batía sus alas en torno del tubo de cristal una mariposilla; lucía el foco esplendente y deslumbrador y Thong-Thing quería subir allí, cual otros muchos viajeros han ascendido hasta el cráter de los volcanes.

Las manos á la obra, se dijo, y escaló por el soporte de bronce haciendo hincapié en los relieves hasta llegar al depósito de porcelana donde resbalando una y varias veces cayó de bruces muchas, hasta que al fin, apoyado en la rejilla del mechero, al grato calor y á la deslumbrante llama de la luz, quedó un instante descansando de su fatigosa ascensión.

Le mareaba la mariposa con incesante revolotear, y le desvanecía la llama con sus continuas oscilaciones, y aun le asaltó un nuevo deseo, quiso ascender por el tubo para verse quizá á mayor altura; pero apenas se abrazó al cristal apoyando en él las manos, cuando se abrasó y volvió á caer de bruces y sin sentido dentro de una caja de polvos de arroz y sobre la suave borla de blanca plumilla.

Cuando tuvo después que sacudir su túnica bordada, blanca entonces como el traje de un molinero, y vio sus manos manchadas del petróleo de la lámpara y doloridas de la escaldadura, llegó por ventura á divisar una fuente con su depósito cilíndrico, su pila y su remate dorado rodeada de un ancho espacio circular como el de un estanque.

Se dirigió á ella, quiso lavarse y ¡Dios mío! se puso las manos y la cara perdidas.

¿Dónde iría de aquel modo? Si le hubieran visto entonces su chinita ó sus hijitos, no habrían podido reconocerle. ¡Oh! no había remedio, era necesario volver al abanico, pero aun le reservaba la suerte una sorpresa más terrible: el abanico había desaparecido. ¿Qué sería del aventurero? ¡Y en tan deplorable estado, por donde quiera que caminaba, iba manchando los preciosos objetos de la mesa con sus entintadas manos! ¿Dónde podría ocultarse? ¿Cómo vivir, quizá para siempre, lejos de Meninga y de los chiquitines? Tan afligido se halló que, poniéndose de rodillas y elevando al cielo los brazos, comenzó á orar angustiadísimo.

De repente una espantable aparición acobardó su corazoncillo: un monstruo formidable, grande, casi como la lámpara y peludo como el manguito de pieles que junto al abanico solía colocar la niña en el ropero; dos grandes discos brillantes, de un ámbar amarillo moteado, sobre el cual se veían otros más pequeños verdosos oscuros y trasparentes, los ojos del terrible animal, miraban al pobre chinito.

Era el gato de la casa.

Mil y mil veces maldecía Thong-Thing el fatal momento en que pudo ocurrírsele la idea de escapar del abanico, donde tranquilamente había vivido, y desde el cual le hubiera sido posible ver el mundo de lejos sin correr tales riesgos… ¡Oh precioso kiosko, hogar de paz y de dulce vida! Quien se hallara en él al lado de Meninga y de los chinitos queridos; ondulando á los vaivenes del abanico, dejándose contemplar por los inocentes ojos de la niña, algo más bellos sin duda que los feroces ojos que le acechaban entonces.

Temblaba como azogado y sentía el terror hasta en la misma punta de su coleta de chino.

Pero felizmente ante Thong-Thing apareció entreabierto el abanico no lejos del precioso joyero; no había tiempo que perder; era necesario refugiarse pronto en su país; y piés para qué os quiero, emprendió la carrera y llegó hasta el varillaje y allí comenzó á escalarle con el apresuramiento del miedo.

—¡Eh, maldito mino! ¿pues no quiere jugar con el abanico y por poco no me lo rompe? exclamó la niña despertando de su sueño; miren y ya ha desgarrado un chino, añadió mostrando el terrible zarpazo con que el gatito aún había podido alcanzar á Thong-Thing.

La suerte le había engañado como á lo que él era, como á un chino; pero Thong-Thing se hizo el desentendido y quedóse inmóvil y en el sitio de siempre disimulando y silencioso como si tal cosa; pero preocupado en buscar la filosofía de sus aventuras y la moraleja de este capricho… Así es que permanecerá eternamente en tal estado… por qúe sino ha de moverse hasta que dé con el hallazgo, ya tiene para rato… porque al fin todo había sido un jugueteo del sueño de Margarita la lindísima dueña del abanico.

Los paisanos

Á Aurelio Dantín.

I

Cuando Antoñete salió por vez primera del sucio y lóbrego cuartelón de San Mateo y se vió con libertad hasta la hora del toque de lista, comenzó á caminar como un tonto por las calles; sabía ir sin temor de perderse hasta la Puerta del Sol, y seguro estaba de acertar á volver al cuartel.

Muchos de sus camaradas se habían adelantado, perdiéndose en animados grupos al volver de la esquina; él marchaba con cierto abrumamiento de espíritu; la multitud de transeúntes, el movimiento de la gran población causaban en su alma un extraño asombro; pero al propio tiempo denotaba en el aire de su paso, que no estaba descontento con aquellos pantalones rojos, aquella chaquetilla azul de botones dorados, aquel ros y aquella bayoneta pendiente del cinturón; sentía ese gozo pueril del que lleva por vez primera un uniforme militar.

Le parecían sus íntimos recuerdos tan dulces, tan puros, tan sencillos, como risibles y propios de la timidez de un recluta; veía las casitas de piedra y tejadillos bajos, el oscuro montón de edificaciones toscas, algo semejantes á chozas y cabañas, y en medio la pobre torre de la iglesia; veía la altura cubierta de redondas y oscuras encinas, el pinar antiguo, la sierra, el valle, su país, en fin, su pobre aldea, y en ella su madre que á la hora aquella estaría sentada junto á la lumbre con la cazuela en las faldas echando las rebanadillas que cortara de la hogaza y suspirando ó rezando por él; y su padre en tanto estaría quitándose las albarcas ó haciendo un cigarro, y repitiendo una vez más que lo que al chico le convenía era espabilarse en el servicio y correr tierras. Al pobre Antoñete más le interesaba el recuerdo de su madre; á nadie se lo hubiera dicho, se hubieran reído de él; pero se acordaba del momento en que, alejándose aturdido por la algazara que él y los quintos del lugar habían armado cantando y tocando las vihuelas por el pueblo, dijo á su madre: ¡Madre, adiós y buen ánimo, que no vamos á cosa mala! Como una loba se hubiera ido tras él, según dijo después su padre al despedirse en el cruce de los caminos, donde Antoñete un año antes había despedido á Isabel, que iba de criada á Madrid, llevando un pañuelo grande de algodón y en él todo su equipaje. La Isabelilla estaba en Madrid y Antoñete guardaba en un papel escrito con letras como puños las señas de la casa donde ella servía.

¡Qué diría cuando le viera con el uniforme! Bendito Dios. ¡Lo que había de reir! No había de darle mucho respeto la vestimenta del soldado.

¡Mas, calla! ¡Virgen del Cubillo! Si lo dijera no habían de creerle: ¡pues no acababa de ver entrar en una hermosa tienda una muchacha tal y como la Isabelica, de la altura de esta, de su aire y de su misma cara? Dióle un salto el corazón y el soldado se dirigió al comercio aquel y miró por el escaparate que, lleno de quesos colorados y redondos, cajas de galletas, botes, pirámides de azúcar y botellas de licor, estaba iluminado con tres mecheros de tulipán sostenidos por la figura de bronce de un negrazo formidable.

Sí, ¡cielo bendito! Era la Isabelica, la misma, la misma. Antoñete no se atrevía á entrar, aguardaría que ella saliese; en efecto, esperó y no esperó mucho, porque la moza se echó de la puerta á la calle llevando un gran papelón de envoltorio y una linda cestita al brazo.

Llegóse á ella Antoñete, tiróla de las faldas, exclamando:

—¡Isabelica, Isabelica!

—¡Vaya enhoramala, estúpido! —replicó la muchacha volviéndose y mostrando vivo enojo.

Al ver la cara de la moza Antoñete, se quedó helado: no era aquella muchacha la Isabelica; pero como se le parecía, hubiera podido jurar que era ella.

—Pensé que eras una de mi pueblo —dijo el soldado por disculparse.

—¡Eras! ¿En qué figón hemos comido juntos? ¡Jesús, qué ganso! —exclamó la desconocida alejándose con vivo paso, zarandeo de sayas y al compás del contoneo de su cuerpo.

Ocho días después, Antoñete é Isabelica muy juntos y muy gozosos volvían del Tío Vivo y del baile, amenguando un depósito de cascajillo de que llevaba cuasi repleto un pañuelo Isabelilla. Aquella mañana, Antoñete se había dirigido adonde indicaban las señas.

Aquel día había encontrado á su paisana en el portal de una casa magnífica: por la tarde tocaba á Isabel salir de paseo. Antoñete la aguardó en la calle, y luego se fueron de paseo á las afueras, dieron vueltas en el Tío Vivo, merendaron en un pradezuelo, y cuando iban los faroleros encendiendo las farolas volvieron á Madrid.

¡Qué burla hizo Isabelica al bisoño soldado; qué de reir cuando este le contó lo que le había ocurrido, al equivocar á otra con ella; qué de preguntar y responder acerca del pueblo y de lo que en él había acaecido desde que Isabelica faltaba!

—¡Cualquiera pensará que somos novios —exclamó de pronto la moza, un tanto confusa;— no, pues yo sentiría que me viese alguno de los señores que van á la casa, porque la señorita es más mal pensada!…

No estaría yo mucho tiempo en esta casa; pero está tan malo el servicio.

Aquí dan buena soldada y comida ¡uf!

¡Mi amo es bolsista! En la casa ninguno como Angelito, el niño de la señora; le tengo una ley á la criatura, es más agradecido al cariño que se le tiene, que un pajarillo, y más lindo que un San Juanito!

Hablando, hablando, ya de vuelta de su paseo, llegaron á una calle frente á un majestuoso edificio, en cuya puerta había un reloj de esfera transparente é iluminada. Isabelica dijo que era forzoso separarse, que ya faltaba poco para la hora de la lista, y ambos pensaron con pena en que no podrían verse hasta pasados quince días, y cogidos de la mano sin saber por qué se miraban sonriendo y embobados. En esto dióle un empujoncillo Antoñete á la moza, diciéndola:

—Te acuerdas de cuando éramos chicos, y cómo nos abrazábamos, eso que hacíamos como que éramos novios… ¿te acuerdas?

—Adiós, adiós —dijo Isabelica con apresuramiento.

—Anda, ingratona, si parece que no te he visto en mi vida, y me da gozo la novedad.

—Déjame, Antoñico —exclamó la muchacha, haciendo sin mucho esfuerzo como por desasir sus manos de las del soldado, que las aprensaba en las suyas, robustas, ardorosas, ásperas aún por el trabajo del campo.— Mira que no estamos en la Vega de las moreras, ni en la Cuesta del Molino —añadió sonriente Isabelica. Libre por fin, partió el cascajo del pañuelo con el soldado, y dándole un clavel que llevaba en la boca, le dijo con toda la franqueza de su sencillo corazón:

—Anda, para que chupes si te amarga alguna cosa.

Y se despidieron, no tan contenta Isabelica, y algo más triste el soldado, que debía apresurarse, por no faltar á la lista, y temía llegar al lóbrego cuartel, sufrir allí la brusquedad imbécil de los que mandan y soportar las necias burlas de los camaradas; pero iba saboreando el tallo del clavel que, á la verdad, parecíale dulcísimo.

La moza mereció una reprensión de sus amos, y el soldado un arresto de cinco días en el cuartel.

II

Isabel, á los pocos días, se hallaba acostando al niño de su señorita; este, bullicioso y retozón, charlando y agitando alegremente sus bracitos, jugueteaba con la criada; se resistió algún tiempo á dejarse desnudar y consintió, por fin, que le metiese en la cama, bajo la condición dé que había de contarle aquella, como todas las noches, un lindo cuento de encantamientos; Isabel repitió uno de los muchos que el niño le había oído ya, y este se quedó dormido en dulce y profundo sueño.

La moza durmióse á su vez. Los señores estaban fuera; el señor en el Casino, ó sabe Dios dónde, y la señora en el Teatro Real.

Un ruido se produjo entre la cuna y la pared, que despertó á Isabel: abrió los ojos, miró á todas partes, debía ser tarde, ella había oído algo; pero no se explicaba cuál era la causa de su espanto, y sin embargo este la hacía temblar.

El ruido se repitió: la cuna era movida sin duda por la repentina agitación del niño; miró Isabelica á este y le halló víctima de una violenta agitación.

—¡Angelito! ¡Angelito! ¡Niño! ¡Despierta, niño mío!

¡Dios Santo, el niño está muy malo, decía Isabel! ¡Qué palidez la de su carita! ¡Cuan hundido tiene los ojos, y qué negrura les mancha alrededor! ¡Será que le ataca la epidemia del cólera repentinamente! Y estoy sola con ese bruto de criado. Julián, Julián, vaya V. á casa del médico, gritó asomándose al pasillo, el niño se pone muy malo.

En efecto, el niño estaba descarnado, con un color amarillo y violáceo en el rostro, se alzaba como si deseara respirar y le faltase aire; una extraña convulsión agitaba sus extremidades y un frío glacial paralizaba la vida en su cuerpo.

—¡Ah, no hay duda, esto debe ser el cólera! —se dijo aterrada Isabelica; acudió á la cocina, preparó una cataplasma de harina de linaza y un cocimiento de hierba buena! ¡Quién sabe lo que ella hizo! Por último se la ocurrió acostarse con el niño para hacerle entrar en reacción.

Cuando el médico llegó el niño estaba salvado; pero no parecía sino que el frío y la convulsión, la palidez y la rigidez, los síntomas todos de la enfermedad del niño, habían sido trasmitidos á Isabel.

Cuando sus amos llegaron no dieron importancia á la enfermedad del niño; aquello no había pasado.

—¡Ah! pero esta mujer no tiene nada bueno, dijo la señora llena de aprensiones; es necesario dar aviso á la Casa de Socorro.

A los quince días de haberse despedido Antoñete de Isabel, esperó en vano en el sitio elegido por ellos para reunirse, y fué á la casa y allí le dijeron que había sido despedida, y ó no supieron ó no quisieron darle las señas de su paradero.

¡Y Antoñete debía salir de Madrid con su regimiento al día siguiente! los carlistas habían aparecido en partidas sueltas y armadas y recorrían las provincias.

Bajo su guerrera azul, en su pecho llevaba el pobre Antoñete en una bolsa, entre las cartas de su madre, seco y mustio el clavel que Isabelica le había dado.

III

Antoñete se halla con su regimiento acampanado en un valle; una profunda pena le ahoga; su padre había muerto no hacía aún mes y medio, y su madre se hallaba muy enferma.

Pasando por abruptos lugares, ascendiendo por pendientes cuasi inaccesibles, heridos sus piés, desgarrado el vestido por los zarzales, sintiendo el silbido de las balas, viendo nublado el espacio por el humo denso y gris azul de la pólvora, obedeciendo á los vigorosos gritos de los oficiales entraron en acción al siguiente día; en lo más extremado de aquellas alturas estaba el enemigo; era forzoso arrojarle de allí.

—¡Animo, muchachos! gritaba el sargento, y aún añadía á este grito más ásperos apostrofes.

Oíase la voz ardorosa del oficial que mandaba el pelotón donde iba Antoñete y aun se le veía por entre la neblina, con su ros encajado hasta las cejas y sujeto por la correilla á la barba; la faz demudada de cólera, el brazo extendido y en él una pequeña carabina Remington.

—No dormirse, zopencos, adelante. ¡Paso de carga… marchen!

En medio del silbar de las balas y las detonaciones de la fusilería, el vocerío de unos y otros y el vibrar de los clarines que flagelaba el aire, Antoñete, enardecido y aturdido, sintiéndose llevar por el furioso turbión, avanzaba, avanzaba y con todos llegó á la altura, y allí con todos en medio de la espesa nube que envuelve al soldado en los grandes y supremos instantes de la batalla, quedó sosteniendo una terrible lucha.

IV

La Maruja la de Arbozales se casa con un mozo de Quintaneja; y la vocinglera gaita toca á jolgorio y el tamborín alarma.

Una pobre vieja no participa de la alegría general, y junto al maestro del lugar se halla en la parte del camino de Segovia, sentada en la fuente de las Leñosas esperando oir el vivo cascabeleo del caballo y ver aparecer este y en él el correo que deja todos los días un periódico al señor maestro.

Los altos álamos de la huerta de San Martín se mueven lentamente á impulso del viento y sus hojas se agitan como alas de millares de insectos, más bien dotadas de vida propia que movidas al invisible soplo; la aldea aparece con sus tapias de oscuras piedras de un color tan triste como el del nublado cielo, por el cual lentamente cruzan bajo unas cenicientas negras masas de nubes; oíase la gaitilla y la madre pensaba en lo que había de gozar Antoñete si allí estuviera aquel día.

Al fin llegó el correo, sacó de la balija el periódico y se lo dió al maestro.

—Lea por Dios, D. Cayetano, y mire á ver que dicen de la guerra, —exclamó la anciana.

Calóse las antiparras el maestro, desdobló el papel y leyó.

—¿Sabe usted, que aprieta la epidemia en Madrid? En el Hospital sólo, han muerto ciento, mire usted; y enseñó la cifra á la anciana. 100.

—Y esto quiere decir: ciento; ¡qué horror! Si estará en el Hospital la Isabelica, la de acá, que, según dijo el señor Pablo, había caído mala. Como la pobre no tiene á nadie en el mundo, habrá ido al Hospital; pero por Dios don Cayetano, diga lo que hablan de la guerra.

El viejo leyó con entusiasmo que las tropas liberales, habían recogido inmarcesibles laureles; las bajas habían sido bastantes, calculábanse en mil, y el viejo mostró la cifra impresa. 1.000.

—¡Ay, Dios mío! en esos mil, y en aquellos ciento, van mis hijos.

La alegre gaitilla impertinente como chillona y loca anunciaba el comenzar del baile; aquella boda trajo al recuerdo otra deseada y no realizada.

El presentimiento había resultado cierto.

De Antoñete é Isabel quedaba memoria en aquellos dos ceros, en aquellas cifras iban comprendidos su vida, la estadística, cementerio que en datos recoge el polvo de los hechos, tenía para ambos dos distintas clasificaciones; solo la pobre vieja lloraba á su hijo, lloraba á Isabel, lloraba el encanto de una felicidad que se había reducido á la nada.

El nido de luz

Á Enriqueta.

I

Frente por frente de mi casa vive un joven escritor.

Es pobre, me consta, y es feliz, lo infiero.

Me consta que es pobre, porque le veo volver á su casa con el rollo de papeles que sacó al salir, y vuelve triste; además, su nombre no es muy conocido. Debe ser dichoso mi vecino, porque… porque lo infiero así por cierto estudio que desde mi ventana hice mirando indiscretamente; mejor dicho, acechando su vida y costumbres.

Su casa es original, todos cantan en ella; la mujer canta, canta su hija, canta su criada, y él á veces atruena la vecindad con su voz áspera, con pretensiones de sentimental.

Veo por las noches su lámpara encendida, el montón de libros que coloca sobre su mesa de trabajo y la multitud de blancas cuartillas que aparecen esparcidas en desorden sobre la mesa y los libros.

Le veo ir y venir; unas veces se sienta y escribe, luego vuelve á su paseo, se detiene, piensa; abre este, el otro libro, mira al techo, se muerde las yemas de los dedos, emprende de nuevo su faena con la pluma, y en muchas ocasiones rasga en menudos pedacitos las cuartillas escritas.

En casos tales, su tristeza es profunda, tal vez duda de sí mismo, recuerda al empresario que no paga justamente el trabajo, al lector indiferente, que ni sabe ni quiere saber tal vez lo que lee, al crítico petulante que injuria y escarnece al autor. Sin duda este pobre literato, sin duda mi vecino se halla en la impotencia y teme no hallar carne ni hueso á que infundir un alma, palabras apropiadas en las que guardar encendidas ideas, ó en que ocultar candentes sentimientos generosos; lucha el escritor con la obra que resiste á la inspiración y al tenaz empeño del obrero, como la piedra al mazo y al cincel.

Pero en ciertos momentos sonríe, toma su pluma y nerviosamente la arrastra sobre el papel con eléctrico rasguear. Puede ser que se halle elaborando un libro, entablando contra sí mismo ese proceso, al fin del cual se da el sonrojo á veces, á veces la gloria, pero siempre la fatiga y la pobreza; puede que más audaz, intente abordar la alta tribuna del teatro, para esperar allí como el gladiador en los antiguos circos, á que la multitud se ensañe, no ya en su vida, sino en su alma.

Parece que en la solemne oscuridad de la noche, nada hay vivo sino aquella lucecilla; nadie trabaja, sino aquel hombre, y solo se agita en el universal reposo la fuerza de aquel pensamiento.

De tiempo en tiempo el escritor desaparece del cuartito y vuelve; creo que entonces va á escuchar la dulce respiración de su mujer y de su hija, que duermen dulcísimamente.

Pero aquel hombre trabaja con entusiasmo, como si oyese la voz del profeta titán Ezequiel:

«Llena el hueco de tu mano de brasas encendidas y espárcelas por la ciudad.»

II

La veo en el lugar en que trabaja… Su cara es de una indecible dulzura, la serenidad de sus ojos impone tanto respeto cuanto deleitosa admiración su casta y juvenil belleza.

Es una niña por la ligereza de sus movimientos, la vivacidad de sus resoluciones, el no sé qué infantil de aquella carita asombrada y estática unas veces, risueña y franca otras; basta que se ajuste un vestido cualquiera á la graciosa delineación de su cuerpo, para que aparezca como elegantemente ataviada; prende sus cabellos en un sencillo trenzado, y no hubiera el grave Fray Luís de León, en su severo juicio, rechazado por impropios sus galanos pañuelitos bordados, ni una modista parisiense, por vulgar y humilde, su delantal de trabajo, orlado de trencilla y ribeteado por ondas de encaje.

Al misterio de la luz artificial, al triste trabajo del hombre, sucede en casa de mi vecino la aparición de aquella linda criatura alegre, dispuesta á otra actividad y á otro trabajo; el día llega, y el cuarto de estudio se transforma. Los libros y los papeles desaparecieron, llénase el cuarto de un ambiente más perfumado, más caluroso, más grato. Aquella niña, que es esposa y madre, entra de lleno en su trabajo casero.

Siéntase á coser, oyendo el lejano estruendo rumoroso de los carruajes de la ciudad, y mezcla sus canciones á las inesperadas y vivaces sonatas de los pianos portátiles que alegran las calles.

Se la oye amonestar á la sencilla moza que le sirve, reprende, abraza, besa, juega con su linda hijita, que más que andar, parece rodar de una á otra parte, según son de imperceptibles sus piececillos; y puntada á puntada, aquella señora de su casa, aquella madre, crea el supremo bien de la limpieza; borda hilo á hilo las galas del decoro, componiendo el roto, cegando el girón, y tal vez, cuando queda pensativa, es porque une su alma al trabajo del escritor; ella, sin duda, le ofrecerá ese caudal de ideas brillantes, de una delicadeza femenil que dan á la obra de arte todo el encanto seductor de la ternura.

Nada más alegre que la hora de las doce del día; entonces se sirve la frugal comida, sabrosa, aromatizada, dispuesta por aquella buena mamita y amante y sencilla señora.

No sé por qué pienso en la madre de Wasingthon, de que nos habla Souvestre, y creo que la gran señora aventurera, la dama no comprendida y caprichosa, la neurótica, son tipos de la decadencia, algo semejante á las torpes esclavas y á los brutales tiranos, Odaliscas y Lucrecias Borgia, frívolas, sensuales, viciosas é imbéciles. Cuando se recuerda que la madre del libertador de los Estados de la Unión era modesta y laboriosa, pensamos que mujeres como mi vecina, hacen que los hombres alcancen honrosos resultados en su trabajo, y sean en la vida pública ciudadanos modestos, sin otra ambición que lá de figurar dignamente entre los que viven en un país laborioso y libre… Crean ese hogar que es tanto para el amor como para el trabajo. Un templo-taller.

III

Pero lo que más seduce es la casita de mi vecino, vista por dé fuera y desde donde yo la miro.

Así como los poderosos revisten las fachadas de sus palacios con signos de magnificencia, los felices decoran de flores sus ventanas.

Se halla la habitación colocada en lo más alto de una gran casa de muchos pisos; desde aquel cuartito han de descubrir los que le habitan, esa extensión alegre y magnífica de un hermoso cielo, que en las grandes poblaciones solo miramos las personas muy elevadas.

Se oye desde allí una armonía deliciosa, agita el aire los ruidos del rozar y batir de alas, arrullos dulces, piar alegre, gorjeos bulliciosos.

Vienen al tejadillo que hay bajo el corredor de la casa de mi vecino, parejas de palomas que lucen sus plumas tornasoladas y plateadas; á la intensa luz del sol del Mediodía, picotean los paj arillos aventureros el grano que cae de la jaula de un canario cautivo, que canta con entusiasmo febril moviendo á un lado y á otro su cabecita y fijando en el cielo sus ojos de granate, como si mirara en lo azul los signos de su música y el tema de su alborozada inspiración.

El aseo interior, la limpieza y el correcto decorado, se debe al cuidado continuo y celoso de la esposa; pero ella además, coloca en el corredor muchos tiestos de anchos geráneos de esteladas hojas, vividos claveles, largas espirales de enredaderas, blancas campanillas y diversidad de plantas; por entre los tiestos asoma en ocasiones la cómica y grave cara de Chiquitín, gato de largos bigotes y ojos azafranados, y por entre las flores la linda carita de la niña, como si por encanto, de cualquiera de aquellos capullos hubiera brotado repentinamente la cabecita de un querube.

Todo lo que decora aquella fachada es superior á las labores de piedra; nada más hermoso, nada más risueño; el tiesto da grecas, columnas y chapiteles inimitables, agujas y calados; en aquella viva coloración, en aquella ornamentación graciosa se ve un escudo de flores y se lee por mote la palabra «felicidad».

Pertenece al Blasón de los artistas.

Algunas veces aparecen el padre y la madre y me saludan con afable sonrisa, y la niña, apiñando sus deditos de rosa sobre sus labios de clavel coralino y fresco, me envía en besos algo de su aliento perfumado, algo de su inocencia.

La claridad del alba, los destellos del sol de la mitad del día, el rojo fulgor de la tarde envuelven en aureolas brillantes de aspectos variados aquella habitación; la abeja y la mariposa revolotean allí; se halla el cuartito en una casa de cinco pisos, como se descubren los nidos pendientes de las últimas ramas, luminosos, perfumados, llenos de misterios y ricos de belleza y armonía.

Basta el amor para hacer de un montoncito de barro, no tan grande como un puño, algo tan ideal y tan deseado como el Edén del profeta y el paraíso de Dios.

A esta claridad se debe mi trabajo, todo esto que os dedico, queridos niños, los que seréis pronto hombres sin dejar de ser niños, todo lo que os dedico es un pálido reflejo de la casa de mi vecino y compañero… El hogar que dirige y embellece la niña-esposa, la madre joven, la hormiguita de la casa; inspiró estos mis pobres cuentos pequeñitos que os ofrecí al escribirlos con todo mi corazón.

El ideal del artista es esa mujer, que nos recuerda á nuestra madre y nos anuncia lo que ha de ser nuestra hija… En un capullo de rosa, un rayo de luz… Tal es la casa-taller de mi vecino.

Nosotros no hemos puesto en los cuentos sino pluma, tintero y una lluvia de papeles.


Publicado el 16 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
Leído 38 veces.