I
Á la Sra. Marquesa de Valdegamas.
No tiene media pulgada de altura; su carita redonda es menor que
un botón de camisa; va lindamente vestido; habita en un hermoso país, no
lejos de un kiosco de campanillas con picos y cuernos chinescos junto á
un bosquecillo de árboles frutales y en un espacio alfombrado por verde
esmeralda cortado por la franja plateada de un arroyuelo y bordado por
hierbezuelas aplastadas en forma de estrella; en lontananza se ven las
azules montañas sobre las cuales luce un rojizo esplendor que lo mismo
puede ser el brillante anuncio de la aurora como el último fulgurar del
sol poniente.
Thong-Thing es feliz, pero ha estado á punto de perder su dicha para siempre.
Ya había él leído antes de salir de Pekin que no hay nadie en el mundo contento con su suerte. Y en esto se pasaba pensando la mayor parte del tiempo.
Yo quería viajar (se dijo un día), recorrer todos los países, pero sin abandonar el mío, sin salir de mi casa, véase que locura; y sin embargo, nada le era difícil al sabio Kungo Kunquin, y me redujo al tamaño que hoy tengo, y de igual manera redujo mi casa, mi huerto, mi país á una medida proporcional á la mía, hizo lo propio con Mininga, con mis hijos, con mis criados y mis amigos, y puso todo y nos puso á todos en un abanico, y por arte de su magia hemos recorrido medio mundo sin salir de país chino. Pero francamente me aburro, quiero ver las cosas más de cerca y he de aventurarme á correr riesgos y sorpresas. Mininga está, como se ha visto, muy entrenida asomada al mirador, y no bien se duerma la niña, nuestra dueña que de continuo nos zarandea de uno á otro lado ó nos priva de la luz cerrando bruscamente el abanico, me escaparé. ¡Vaya si me escaparé!
Llegó la ocasión, y en efecto, Thong-Thing, valiéndose de una hebrita de seda, comenzó á descender por el varillaje de lentejuelas con cintillo de oro á la mesa, quedó un momento absorto contemplando los deslumbradores destellos y cambiantes de color de las piedras preciosas que en una menuda sortija ostentaba la blanquísima mano que sostenía el abanico.
¡Oh! ¡qué maravilla, dice Thong-Thing, ya me felicito de haber tomado tan atrevida resolución; solamente por contemplar esta hermosura y sentir la suavidad de esta mano me hubiera yo escapado del abanico.
Dicho esto, se lanza de un salto á recorrer la mesa donde había multitud de objetos que despertaban vivamente su curiosidad. Caminaba por una superficie llana como la palma de la mano; era la tabla de la gran mesa de ébano que había en el centro del gabinete; la luz de una magnífica lámpara arrancaba reflejos de un precioso joyero de bronce dorado más allá del cual se veía una bolsita de raso llena de confites. Hacia este punto encaminó sus pasos el atrevido chino del abanico; escaló el estuche, y ya en la cima, pudo ver el fondo de la entreabierta bombonera y por ella se deslizó mordiendo bonitamente un anisillo lleno de rom, cosa que no le supo mal, antes bien, le alegró, y á no ser por el temor de emborracharse, se hubiera dado un atracón; pensó salir de allí, pero como oyera ruido se detuvo, después notó que alguien movía imperceptiblemente la bolsa; en efecto, la habían apartado del joyero porque al asomarse por la abertura de los cordoncillos vio cerca de la bolsa una especie de columna de plata terminada por una cazoleta de metal vuelta hacia abajo; del medio de la columna partía una barretilla y de esta un martillete que daba en la cazoleta, agarróse al brazo del martillete y salió de la bolsa, pero sintió que el martillete se le escapaba de las manos y cayó Thong-Thing sobre la tabla de la mesa resonando de pronto un metálico estampido que le dejó confuso y amedrentado en el suelo. Se había agarrado á un timbre.
¡Ah! se había agarrado al timbre, pronto le descubrirían y sería atrapado y cosido al abanico; se agazapó como pudo bajo una construcción arquitectónica de papel que representaba el arco de la Estrella de Paris, y allí, contemplando la luz del quinqué con el mismo asombro con que nosotros podríamos admirar el gran faro de los Estados-Unidos, aguardó nueva ocasión de perseguir sus desatinadas aventuras. Una idea loca, un audacísimo proyecto, un pensamiento atrevido le inquietaron: el intento de subirse á la gran lámpara y contemplar allí la hermosa llama; batía sus alas en torno del tubo de cristal una mariposilla; lucía el foco esplendente y deslumbrador y Thong-Thing quería subir allí, cual otros muchos viajeros han ascendido hasta el cráter de los volcanes.
Las manos á la obra, se dijo, y escaló por el soporte de bronce haciendo hincapié en los relieves hasta llegar al depósito de porcelana donde resbalando una y varias veces cayó de bruces muchas, hasta que al fin, apoyado en la rejilla del mechero, al grato calor y á la deslumbrante llama de la luz, quedó un instante descansando de su fatigosa ascensión.
Le mareaba la mariposa con incesante revolotear, y le desvanecía la llama con sus continuas oscilaciones, y aun le asaltó un nuevo deseo, quiso ascender por el tubo para verse quizá á mayor altura; pero apenas se abrazó al cristal apoyando en él las manos, cuando se abrasó y volvió á caer de bruces y sin sentido dentro de una caja de polvos de arroz y sobre la suave borla de blanca plumilla.
Cuando tuvo después que sacudir su túnica bordada, blanca entonces como el traje de un molinero, y vio sus manos manchadas del petróleo de la lámpara y doloridas de la escaldadura, llegó por ventura á divisar una fuente con su depósito cilíndrico, su pila y su remate dorado rodeada de un ancho espacio circular como el de un estanque.
Se dirigió á ella, quiso lavarse y ¡Dios mío! se puso las manos y la cara perdidas.
¿Dónde iría de aquel modo? Si le hubieran visto entonces su chinita ó sus hijitos, no habrían podido reconocerle. ¡Oh! no había remedio, era necesario volver al abanico, pero aun le reservaba la suerte una sorpresa más terrible: el abanico había desaparecido. ¿Qué sería del aventurero? ¡Y en tan deplorable estado, por donde quiera que caminaba, iba manchando los preciosos objetos de la mesa con sus entintadas manos! ¿Dónde podría ocultarse? ¿Cómo vivir, quizá para siempre, lejos de Meninga y de los chiquitines? Tan afligido se halló que, poniéndose de rodillas y elevando al cielo los brazos, comenzó á orar angustiadísimo.
De repente una espantable aparición acobardó su corazoncillo: un monstruo formidable, grande, casi como la lámpara y peludo como el manguito de pieles que junto al abanico solía colocar la niña en el ropero; dos grandes discos brillantes, de un ámbar amarillo moteado, sobre el cual se veían otros más pequeños verdosos oscuros y trasparentes, los ojos del terrible animal, miraban al pobre chinito.
Era el gato de la casa.
Mil y mil veces maldecía Thong-Thing el fatal momento en que pudo ocurrírsele la idea de escapar del abanico, donde tranquilamente había vivido, y desde el cual le hubiera sido posible ver el mundo de lejos sin correr tales riesgos… ¡Oh precioso kiosko, hogar de paz y de dulce vida! Quien se hallara en él al lado de Meninga y de los chinitos queridos; ondulando á los vaivenes del abanico, dejándose contemplar por los inocentes ojos de la niña, algo más bellos sin duda que los feroces ojos que le acechaban entonces.
Temblaba como azogado y sentía el terror hasta en la misma punta de su coleta de chino.
Pero felizmente ante Thong-Thing apareció entreabierto el abanico no lejos del precioso joyero; no había tiempo que perder; era necesario refugiarse pronto en su país; y piés para qué os quiero, emprendió la carrera y llegó hasta el varillaje y allí comenzó á escalarle con el apresuramiento del miedo.
—¡Eh, maldito mino! ¿pues no quiere jugar con el abanico y por poco no me lo rompe? exclamó la niña despertando de su sueño; miren y ya ha desgarrado un chino, añadió mostrando el terrible zarpazo con que el gatito aún había podido alcanzar á Thong-Thing.
La suerte le había engañado como á lo que él era, como á un chino; pero Thong-Thing se hizo el desentendido y quedóse inmóvil y en el sitio de siempre disimulando y silencioso como si tal cosa; pero preocupado en buscar la filosofía de sus aventuras y la moraleja de este capricho… Así es que permanecerá eternamente en tal estado… por qúe sino ha de moverse hasta que dé con el hallazgo, ya tiene para rato… porque al fin todo había sido un jugueteo del sueño de Margarita la lindísima dueña del abanico.
Los paisanos
Á Aurelio Dantín.
I
Cuando Antoñete salió por vez primera del sucio y lóbrego cuartelón de San Mateo y se vió con libertad hasta la hora del toque de lista, comenzó á caminar como un tonto por las calles; sabía ir sin temor de perderse hasta la Puerta del Sol, y seguro estaba de acertar á volver al cuartel.
Muchos de sus camaradas se habían adelantado, perdiéndose en animados grupos al volver de la esquina; él marchaba con cierto abrumamiento de espíritu; la multitud de transeúntes, el movimiento de la gran población causaban en su alma un extraño asombro; pero al propio tiempo denotaba en el aire de su paso, que no estaba descontento con aquellos pantalones rojos, aquella chaquetilla azul de botones dorados, aquel ros y aquella bayoneta pendiente del cinturón; sentía ese gozo pueril del que lleva por vez primera un uniforme militar.
Le parecían sus íntimos recuerdos tan dulces, tan puros, tan sencillos, como risibles y propios de la timidez de un recluta; veía las casitas de piedra y tejadillos bajos, el oscuro montón de edificaciones toscas, algo semejantes á chozas y cabañas, y en medio la pobre torre de la iglesia; veía la altura cubierta de redondas y oscuras encinas, el pinar antiguo, la sierra, el valle, su país, en fin, su pobre aldea, y en ella su madre que á la hora aquella estaría sentada junto á la lumbre con la cazuela en las faldas echando las rebanadillas que cortara de la hogaza y suspirando ó rezando por él; y su padre en tanto estaría quitándose las albarcas ó haciendo un cigarro, y repitiendo una vez más que lo que al chico le convenía era espabilarse en el servicio y correr tierras. Al pobre Antoñete más le interesaba el recuerdo de su madre; á nadie se lo hubiera dicho, se hubieran reído de él; pero se acordaba del momento en que, alejándose aturdido por la algazara que él y los quintos del lugar habían armado cantando y tocando las vihuelas por el pueblo, dijo á su madre: ¡Madre, adiós y buen ánimo, que no vamos á cosa mala! Como una loba se hubiera ido tras él, según dijo después su padre al despedirse en el cruce de los caminos, donde Antoñete un año antes había despedido á Isabel, que iba de criada á Madrid, llevando un pañuelo grande de algodón y en él todo su equipaje. La Isabelilla estaba en Madrid y Antoñete guardaba en un papel escrito con letras como puños las señas de la casa donde ella servía.
¡Qué diría cuando le viera con el uniforme! Bendito Dios. ¡Lo que había de reir! No había de darle mucho respeto la vestimenta del soldado.
¡Mas, calla! ¡Virgen del Cubillo! Si lo dijera no habían de creerle: ¡pues no acababa de ver entrar en una hermosa tienda una muchacha tal y como la Isabelica, de la altura de esta, de su aire y de su misma cara? Dióle un salto el corazón y el soldado se dirigió al comercio aquel y miró por el escaparate que, lleno de quesos colorados y redondos, cajas de galletas, botes, pirámides de azúcar y botellas de licor, estaba iluminado con tres mecheros de tulipán sostenidos por la figura de bronce de un negrazo formidable.
Sí, ¡cielo bendito! Era la Isabelica, la misma, la misma. Antoñete no se atrevía á entrar, aguardaría que ella saliese; en efecto, esperó y no esperó mucho, porque la moza se echó de la puerta á la calle llevando un gran papelón de envoltorio y una linda cestita al brazo.
Llegóse á ella Antoñete, tiróla de las faldas, exclamando:
—¡Isabelica, Isabelica!
—¡Vaya enhoramala, estúpido! —replicó la muchacha volviéndose y mostrando vivo enojo.
Al ver la cara de la moza Antoñete, se quedó helado: no era aquella muchacha la Isabelica; pero como se le parecía, hubiera podido jurar que era ella.
—Pensé que eras una de mi pueblo —dijo el soldado por disculparse.
—¡Eras! ¿En qué figón hemos comido juntos? ¡Jesús, qué ganso! —exclamó la desconocida alejándose con vivo paso, zarandeo de sayas y al compás del contoneo de su cuerpo.
Ocho días después, Antoñete é Isabelica muy juntos y muy gozosos volvían del Tío Vivo y del baile, amenguando un depósito de cascajillo de que llevaba cuasi repleto un pañuelo Isabelilla. Aquella mañana, Antoñete se había dirigido adonde indicaban las señas.
Aquel día había encontrado á su paisana en el portal de una casa magnífica: por la tarde tocaba á Isabel salir de paseo. Antoñete la aguardó en la calle, y luego se fueron de paseo á las afueras, dieron vueltas en el Tío Vivo, merendaron en un pradezuelo, y cuando iban los faroleros encendiendo las farolas volvieron á Madrid.
¡Qué burla hizo Isabelica al bisoño soldado; qué de reir cuando este le contó lo que le había ocurrido, al equivocar á otra con ella; qué de preguntar y responder acerca del pueblo y de lo que en él había acaecido desde que Isabelica faltaba!
—¡Cualquiera pensará que somos novios —exclamó de pronto la moza, un tanto confusa;— no, pues yo sentiría que me viese alguno de los señores que van á la casa, porque la señorita es más mal pensada!…
No estaría yo mucho tiempo en esta casa; pero está tan malo el servicio.
Aquí dan buena soldada y comida ¡uf!
¡Mi amo es bolsista! En la casa ninguno como Angelito, el niño de la señora; le tengo una ley á la criatura, es más agradecido al cariño que se le tiene, que un pajarillo, y más lindo que un San Juanito!
Hablando, hablando, ya de vuelta de su paseo, llegaron á una calle frente á un majestuoso edificio, en cuya puerta había un reloj de esfera transparente é iluminada. Isabelica dijo que era forzoso separarse, que ya faltaba poco para la hora de la lista, y ambos pensaron con pena en que no podrían verse hasta pasados quince días, y cogidos de la mano sin saber por qué se miraban sonriendo y embobados. En esto dióle un empujoncillo Antoñete á la moza, diciéndola:
—Te acuerdas de cuando éramos chicos, y cómo nos abrazábamos, eso que hacíamos como que éramos novios… ¿te acuerdas?
—Adiós, adiós —dijo Isabelica con apresuramiento.
—Anda, ingratona, si parece que no te he visto en mi vida, y me da gozo la novedad.
—Déjame, Antoñico —exclamó la muchacha, haciendo sin mucho esfuerzo como por desasir sus manos de las del soldado, que las aprensaba en las suyas, robustas, ardorosas, ásperas aún por el trabajo del campo.— Mira que no estamos en la Vega de las moreras, ni en la Cuesta del Molino —añadió sonriente Isabelica. Libre por fin, partió el cascajo del pañuelo con el soldado, y dándole un clavel que llevaba en la boca, le dijo con toda la franqueza de su sencillo corazón:
—Anda, para que chupes si te amarga alguna cosa.
Y se despidieron, no tan contenta Isabelica, y algo más triste el soldado, que debía apresurarse, por no faltar á la lista, y temía llegar al lóbrego cuartel, sufrir allí la brusquedad imbécil de los que mandan y soportar las necias burlas de los camaradas; pero iba saboreando el tallo del clavel que, á la verdad, parecíale dulcísimo.
La moza mereció una reprensión de sus amos, y el soldado un arresto de cinco días en el cuartel.
II
Isabel, á los pocos días, se hallaba acostando al niño de su señorita; este, bullicioso y retozón, charlando y agitando alegremente sus bracitos, jugueteaba con la criada; se resistió algún tiempo á dejarse desnudar y consintió, por fin, que le metiese en la cama, bajo la condición dé que había de contarle aquella, como todas las noches, un lindo cuento de encantamientos; Isabel repitió uno de los muchos que el niño le había oído ya, y este se quedó dormido en dulce y profundo sueño.
La moza durmióse á su vez. Los señores estaban fuera; el señor en el Casino, ó sabe Dios dónde, y la señora en el Teatro Real.
Un ruido se produjo entre la cuna y la pared, que despertó á Isabel: abrió los ojos, miró á todas partes, debía ser tarde, ella había oído algo; pero no se explicaba cuál era la causa de su espanto, y sin embargo este la hacía temblar.
El ruido se repitió: la cuna era movida sin duda por la repentina agitación del niño; miró Isabelica á este y le halló víctima de una violenta agitación.
—¡Angelito! ¡Angelito! ¡Niño! ¡Despierta, niño mío!
¡Dios Santo, el niño está muy malo, decía Isabel! ¡Qué palidez la de su carita! ¡Cuan hundido tiene los ojos, y qué negrura les mancha alrededor! ¡Será que le ataca la epidemia del cólera repentinamente! Y estoy sola con ese bruto de criado. Julián, Julián, vaya V. á casa del médico, gritó asomándose al pasillo, el niño se pone muy malo.
En efecto, el niño estaba descarnado, con un color amarillo y violáceo en el rostro, se alzaba como si deseara respirar y le faltase aire; una extraña convulsión agitaba sus extremidades y un frío glacial paralizaba la vida en su cuerpo.
—¡Ah, no hay duda, esto debe ser el cólera! —se dijo aterrada Isabelica; acudió á la cocina, preparó una cataplasma de harina de linaza y un cocimiento de hierba buena! ¡Quién sabe lo que ella hizo! Por último se la ocurrió acostarse con el niño para hacerle entrar en reacción.
Cuando el médico llegó el niño estaba salvado; pero no parecía sino que el frío y la convulsión, la palidez y la rigidez, los síntomas todos de la enfermedad del niño, habían sido trasmitidos á Isabel.
Cuando sus amos llegaron no dieron importancia á la enfermedad del niño; aquello no había pasado.
—¡Ah! pero esta mujer no tiene nada bueno, dijo la señora llena de aprensiones; es necesario dar aviso á la Casa de Socorro.
A los quince días de haberse despedido Antoñete de Isabel, esperó en vano en el sitio elegido por ellos para reunirse, y fué á la casa y allí le dijeron que había sido despedida, y ó no supieron ó no quisieron darle las señas de su paradero.
¡Y Antoñete debía salir de Madrid con su regimiento al día siguiente! los carlistas habían aparecido en partidas sueltas y armadas y recorrían las provincias.
Bajo su guerrera azul, en su pecho llevaba el pobre Antoñete en una bolsa, entre las cartas de su madre, seco y mustio el clavel que Isabelica le había dado.
III
Antoñete se halla con su regimiento acampanado en un valle; una profunda pena le ahoga; su padre había muerto no hacía aún mes y medio, y su madre se hallaba muy enferma.
Pasando por abruptos lugares, ascendiendo por pendientes cuasi inaccesibles, heridos sus piés, desgarrado el vestido por los zarzales, sintiendo el silbido de las balas, viendo nublado el espacio por el humo denso y gris azul de la pólvora, obedeciendo á los vigorosos gritos de los oficiales entraron en acción al siguiente día; en lo más extremado de aquellas alturas estaba el enemigo; era forzoso arrojarle de allí.
—¡Animo, muchachos! gritaba el sargento, y aún añadía á este grito más ásperos apostrofes.
Oíase la voz ardorosa del oficial que mandaba el pelotón donde iba Antoñete y aun se le veía por entre la neblina, con su ros encajado hasta las cejas y sujeto por la correilla á la barba; la faz demudada de cólera, el brazo extendido y en él una pequeña carabina Remington.
—No dormirse, zopencos, adelante. ¡Paso de carga… marchen!
En medio del silbar de las balas y las detonaciones de la fusilería, el vocerío de unos y otros y el vibrar de los clarines que flagelaba el aire, Antoñete, enardecido y aturdido, sintiéndose llevar por el furioso turbión, avanzaba, avanzaba y con todos llegó á la altura, y allí con todos en medio de la espesa nube que envuelve al soldado en los grandes y supremos instantes de la batalla, quedó sosteniendo una terrible lucha.
IV
La Maruja la de Arbozales se casa con un mozo de Quintaneja; y la vocinglera gaita toca á jolgorio y el tamborín alarma.
Una pobre vieja no participa de la alegría general, y junto al maestro del lugar se halla en la parte del camino de Segovia, sentada en la fuente de las Leñosas esperando oir el vivo cascabeleo del caballo y ver aparecer este y en él el correo que deja todos los días un periódico al señor maestro.
Los altos álamos de la huerta de San Martín se mueven lentamente á impulso del viento y sus hojas se agitan como alas de millares de insectos, más bien dotadas de vida propia que movidas al invisible soplo; la aldea aparece con sus tapias de oscuras piedras de un color tan triste como el del nublado cielo, por el cual lentamente cruzan bajo unas cenicientas negras masas de nubes; oíase la gaitilla y la madre pensaba en lo que había de gozar Antoñete si allí estuviera aquel día.
Al fin llegó el correo, sacó de la balija el periódico y se lo dió al maestro.
—Lea por Dios, D. Cayetano, y mire á ver que dicen de la guerra, —exclamó la anciana.
Calóse las antiparras el maestro, desdobló el papel y leyó.
—¿Sabe usted, que aprieta la epidemia en Madrid? En el Hospital sólo, han muerto ciento, mire usted; y enseñó la cifra á la anciana. 100.
—Y esto quiere decir: ciento; ¡qué horror! Si estará en el Hospital la Isabelica, la de acá, que, según dijo el señor Pablo, había caído mala. Como la pobre no tiene á nadie en el mundo, habrá ido al Hospital; pero por Dios don Cayetano, diga lo que hablan de la guerra.
El viejo leyó con entusiasmo que las tropas liberales, habían recogido inmarcesibles laureles; las bajas habían sido bastantes, calculábanse en mil, y el viejo mostró la cifra impresa. 1.000.
—¡Ay, Dios mío! en esos mil, y en aquellos ciento, van mis hijos.
La alegre gaitilla impertinente como chillona y loca anunciaba el comenzar del baile; aquella boda trajo al recuerdo otra deseada y no realizada.
El presentimiento había resultado cierto.
De Antoñete é Isabel quedaba memoria en aquellos dos ceros, en aquellas cifras iban comprendidos su vida, la estadística, cementerio que en datos recoge el polvo de los hechos, tenía para ambos dos distintas clasificaciones; solo la pobre vieja lloraba á su hijo, lloraba á Isabel, lloraba el encanto de una felicidad que se había reducido á la nada.